Primera parte

Capítulo primero

Petrogrado olía a ácido fénico.

Una bandera de un rosa grisáceo, que en otro tiempo había sido roja, ondeaba en medio del armazón de hierro. Altas vigas se elevaban hasta un techo de claraboyas, gris como el mismo hierro a causa del polvo acumulado durante tantos años. En algunos puntos la claraboya estaba rota, horadada por golpes ya olvidados, y las agudas aristas se erguían sobre un cielo tan gris como la claraboya. La bandera terminaba, por abajo, en una franja de telarañas, debajo de la cual figuraba un gran reloj de estación de ferrocarril, con sus números negros sobre un cuadrante amarillo sin cristal. Debajo del reloj, un montón de caras pálidas y de gabanes grasientos aguardaba el tren.

Kira Argounova entraba en Petrogrado erguida, inmóvil, de pie junto a la puerta de un vagón de ganado con la elegante indiferencia del viajero de un trasatlántico de lujo. Llevaba un viejo vestido de color azul turquí, sus finas piernas bronceadas estaban desnudas, un raído pañuelo de seda le ceñía el cuello y un gorro de punto con una borla amarilla clara le protegía los cabellos. Su boca era serena, sus ojos ligeramente dilatados, su mirada incrédula, arrobada por la solemne espera, como la de un guerrero que va a entrar en una ciudad extranjera y no sabe todavía si va a hacerlo como conquistador o como prisionero.

Los vagones que iban entrando bajo la cubierta rebosaban de seres humanos y de fardos: fardos envueltos en sábanas, periódicos, sacos de harina, seres humanos enfardados en abrigos y chales harapientos. Los fardos, que habían servido de camas, habían perdido toda forma, y el polvo había surcado la piel árida y agrietada de rostros que habían perdido toda expresión.

Lentamente, como cansado, el tren se detuvo. La última parada de un largo viaje a través de las devastadoras llanuras de Rusia. Se habían necesitado dos semanas para un viaje de tres días desde Crimea a Petrogrado. En 1922 los ferrocarriles, como todo lo demás, estaban por organizar. La guerra civil había terminado y se habían borrado los últimos vestigios del Ejército Blanco. Pero la mano del Régimen Rojo que gobernaba el país había olvidado las redes ferroviarias y los hilos del telégrafo. Debido a la absoluta falta de indicaciones y de horarios nadie sabía cuándo saldría un tren ni cuándo debía llegar. Y sólo la vaga noticia de una llegada posible bastaba para atraer a todas las estaciones de la línea una multitud de viajeros ansiosos. Durante horas y aun durante días enteros aguardaban sin atreverse a dejar el lugar donde, dentro de un minuto o de una semana, podía aparecer el tren. El sucio pavimento de las salas de espera estaba impregnado de olor a humanidad: sobre los fardos echados por el suelo estaban tendidos los cuerpos de los viajeros adormecidos. Para engañar el hambre, se masticaban pacientemente duros mendrugos de pan y semillas de girasol; por espacio de semanas enteras, la gente no se mudaba la ropa. Cuando, por fin, gimiendo y jadeando, llegaba el tren, era asaltado ferozmente, a la desesperada, con los puños y con los pies. La gente se agarraba como ostras a los estribos, a los topes, a los techos de los vagones. En su afán por subir perdía el equipaje e incluso los hijos. Y el tren, sin el menor aviso, sin que sonase ni una campana, arrancaba de un momento a otro llevándose a los que habían logrado subir a él.

Kira Argounova no había iniciado el viaje en un vagón de ganado. Al principio había conquistado un buen sitio; la mesita bajo la ventana de un coche de tercera clase. La mesita era el lugar más destacado del compartimiento y Kira el punto de mira de la atención general. Un joven oficial de los soviets consideraba apreciativamente la línea de su cuerpo que se dibujaba sobre el fondo claro de la ventana sin cristal: una gruesa señora cubierta de pieles observaba indignada la actitud desafiadora de aquella muchacha que hacía pensar en una bailarina de café concierto empinada en el taburete de un bar entre copas de champaña; sin embargo, la bailarina tenía un rostro tan severo y arrogante que tal vez -pensó la señora- parecía mejor estar sobre un pedestal que sobre una mesa de café concierto. Durante largas millas, los viajeros de aquel coche habían visto desfilar ante sus ojos los campos y las llanuras de Rusia, como fondo a un altivo perfil que se destacaba de una masa de negros cabellos que el viento se llevaba hacia atrás, dejando libre una despejada frente.

Por falta de espacio, los pies de Kira reposaban sobre las rodillas de su padre. Alexander Dimitrievitch Argounov, fatigado, acurrucado en su rincón, con las manos cruzadas sobre el estómago, semicerrados los ojos hinchados y enrojecidos, dormitaba, y sólo de vez en cuando se desvelaba con un suspiro, al darse cuenta de que tenía la boca abierta y caída.

Llevaba un gabán remendado de color caqui, altas botas de campesino con tacones gastados y una camisa de tela gruesa que, del revés, llevaba todavía impresas las palabras "Patatas de Ucrania". Este no era un disfraz intencionado, sino todo cuanto poseía Alexander Dimitrievitch. Y aun así, éste estaba más preocupado por el temor de que alguien se diera cuenta de que la montura de sus gafas era de oro auténtico.

Apoyado en su brazo, Galina Petrovna, su esposa, se esforzaba en mantener erguido el cuerpo y el libro a la altura de la nariz. En la lucha por un sitio, cuando sus esfuerzos hubieron conquistado para la familia la subida a aquel coche, había podido salvar el libro, pero había perdido todas las horquillas. Y ahora se afanaba en ocultar a sus compañeros de viaje que el libro que leía era un libro francés. De vez en cuando, su pie se movía cautamente para asegurarse de que el más precioso de sus fardos, el que iba envuelto en un mantel bordado de crucecitas, seguía en su lugar. Allí iba cuanto le quedaba de sus trajes de encaje a mano comprados en Viena antes de la guerra, y la vajilla de plata con las iniciales de la familia Argounov. Y ahora, a pesar de su indignación, aquel fardo servía de almohada a un soldado que dormía y roncaba debajo del banco, mientras sus botas asomaban por el pasillo. Lidia, la mayor de las hijas Argounov, también sentada sobre un fardo, no había tenido más remedio que quedarse en el referido pasillo, junto a las botas mencionadas, pero se había impuesto el deber de dar a entender a sus compañeros de viaje que no estaba acostumbrada a viajar de aquella manera. La joven Lidia no se resignaba a abolir ningún signo exterior de superioridad social. En este momento ostentaba tres: una corbata de encaje dorado y ennegrecido sobre un traje de deslucido terciopelo negro, un par de guantes de seda meticulosamente remendados y un frasco de agua de colonia con que, de tarde en tarde, se frotaba las bien cuidadas manos, para volver a esconderlo rápidamente ante la oblicua mirada de amonestación que desde el otro lado de su novela francesa le dirigía su madre.

Cuatro años habían pasado desde el momento en que la familia Argounov había salido de Petrogrado. Cuatro años desde que la fábrica de tejidos que poseía en los arrabales de la ciudad había sido confiscada en nombre del pueblo. Y en nombre del pueblo las bancas habían sido declaradas propiedad nacional, abiertas y vaciadas las cajas de seguridad de los Argounov, y el centelleante collar de rubíes y brillantes de que tanto se había enorgullecido Galina Petrovna en sus espléndidos salones de baile y que guardaba tan cuidadosamente, había pasado a manos desconocidas, desapareciendo para siempre.

En los días en que se cernía sobre la ciudad la sombra de un temor cada vez mayor y sin nombre, pesada como una niebla, en las oscuras esquinas de las calles en que espantosos tiroteos rasgaban el silencio de la noche, haciendo saltar los guijarros y rompiendo con siniestro estrépito los cristales de los escaparates en aquellos días en que las personas pertenecientes al círculo de relaciones de los Argounov desaparecían como copos de nieve al contacto de la llama, la familia, reunida en la antecámara de su grande y granítica residencia, con una considerable suma de dinero en el arca de caudales, algunas joyas y un terror que cada campanillazo reavivaba, no encontró otra solución mejor que la fuga. Por aquellos días había terminado ya, en Petrogrado, el estrépito de la revolución; la ciudad se había resignado desesperadamente a la victoria roja; pero en el sur de Rusia roncaba todavía la guerra civil. El sur estaba en manos del Ejército Blanco, aquel ejército que, esparcido por todo el vasto país, en ignorados pueblos separados por millas y millas de líneas férreas inutilizadas, combatía haciendo ondear sus banderas tricolores, con un concepto confuso e inquieto del enemigo y ningún concepto real de su importancia.

Abandonado Petrogrado, los Argounov se dirigieron a Crimea. Allí debían aguardar que la capital quedase liberada del yugo rojo. Tras de sí dejaban salones en cuyos altos espejos se reflejaban arañas de resplandeciente cristal, pieles perfumadas y caballos excelentemente adiestrados, anchos ventanales que se abrían a una calle de bellos e imponentes edificios, la calle Kamenostrovsky, en el barrio elegante de la capital. Pasaron cuatro años en barracas llenas de gente, donde los cortantes vientos de Crimea se filtraban a través de las paredes de piedra porosa; cuatro años de té con sacarina; de cebollas fritas en aceite de linaza, de bombardeos nocturnos y de siniestros amaneceres, cuando únicamente la bandera roja o la tricolor en las calles indicaban a qué manos había pasado la ciudad.

Por seis veces alternaron las banderas en Crimea; pero el año 1921 vio el final de la lucha. Desde las orillas del mar Blanco a las del mar Negro, desde los confines de Polonia hasta los ríos amarillos de la China, la bandera roja fue izada en triunfo a los acordes de La Internacional y al estruendo de las puertas del mundo que se cerraban para Rusia.

Los Argounov habían salido de Petrogrado en otoño, serenos, casi alegres. Su viaje les parecía una molestia, pero creían que iba a durar poco. Pensaban estar de vuelta en primavera, y Galina Petrovna no había permitido que Alexander Dimitrievitch se llevase el abrigo de pieles.

– ¿Pues qué? ¿Crees que esto va a durar un año? -decía riéndose del gobierno de los soviets.

No habían estado fuera un año, sino cinco. En 1922, con sorda resignación, la familia había emprendido el viaje de regreso a Petrogrado, para volver a empezar la vida, si era posible. Una vez en el tren, a los primeros chirridos de las ruedas, a las sacudidas del coche, los Argounov se miraron en silencio unos a otros. Galina Petrovna pensaba en el palacio de la calle Kamenostrovsky y se preguntaba si volvería a poseerlo jamás; Lidia volvía a ver con el pensamiento la antigua iglesia donde, de niña, se había arrodillado en todas las Pascuas y experimentaba un insistente deseo de visitarla en cuanto llegase a Petrogrado; Alexander Dimitrievitch no pensaba; Kira se acordaba de golpe de que cuando iba al teatro, su momento preferido era aquel en que, apagadas ya las luces, el telón ondeaba antes de levantarse, y se preguntaba maravillada el por qué de este recuerdo. La mesita en que Kira estaba sentada se apoyaba en dos bancos de madera; diez cabezas se veían unas frente a otras como dos paredes rígidas y hostiles que se moviesen según el ritmo del tren, que corría a saltos; diez puntos blancos y polvorientos en la penumbra; Alexander Dimitrievitch y el leve reflejo de sus gafas de oro, Galina Petrovna con el rostro más blanco que las blancas páginas de su libro, un joven oficial soviético y el rápido centelleo de la luz sobre su bolsa nueva de cuero, un campesino barbudo envuelto en una maloliente pelliza y que se rascaba sin ningún reparo. Una mujer extenuada, de caídos pechos, que a cada momento estaba contando con gran afán sus paquetes y sus criaturas. Frente a éstos, dos niños descalzos y despeinados, un soldado con la cabeza inclinada y las alpargatas apoyadas sobre la maleta de cocodrilo de la gruesa dama en abrigo de pieles. Esta era la única viajera que poseía una maleta y unas mejillas llenas y rosadas, que resaltaban todavía más por contraste con las flacas y pecosas de una mujeruca de aspecto malhumorado que llevaba una chaqueta de hombre y un pañuelo y tenía unos dientes feísimos.

A través de la ventana rota penetró un rayo de sol que, iluminando la cabeza de Kira, fue a posarse sobre tres pares de botas que colgaban del plano superior, donde se hacinaban tres soldados. Sobre éstos, un muchacho tuberculoso, acurrucado en la red de los equipajes, con el pecho junto a la techumbre, dormía entre sordos ronquidos y resoplidos fatigosos. Bajo los pies de los viajeros se oía el traqueteo de las ruedas; parecía que a cada instante hubiese volcado un carro de hierro viejo, y que los pedazos echasen a rodar por una escalera: por encima de las cabezas de los viajeros, se oía el silbido de una respiración, como si el aire se escapase de un fuelle agujereado, pero el silbido cesaba de vez en cuando para convertirse en un débil gemido, mientras las ruedas no se detenían nunca.

Kira tenía solamente dieciocho años y pensaba en Petrogrado. Junto a ella no se hablaba de otra cosa. Pero ella ignoraba si las frases que atravesaban aquella espesa atmósfera, aquella movediza nube de polvo, sudor y miedo, se habían pronunciado en una hora, en un día o en varias semanas: no tenía la menor idea, porque no escuchaba.

– ¡En Petrogrado tienen pescado seco, ciudadano! -¡ Y aceite de semillas de girasol! ¿No?

– Stepka, si quieres rascarte, hazlo hacia el corredor, no hacia nosotros. En nuestra cooperativa, en Petrogrado, dan patatas. Un poco heladas, pero auténticas. -¿Ha probado alguna vez buñuelos de café molido y melaza?

_ ¡En Petrogrado, el barro llega hasta las rodillas!

_ Hay que pasarse tres horas haciendo cola en la cooperativa, sin

que uno sepa si van a dar algo que comer o no. -¡Pero en Petrogrado está la NEP! -¿Y eso qué es?

– Pero ¿de dónde sale usted? ¿No ha oído nunca hablar de la NEP?

– ¡Indudablemente, camarada! Petrogrado… NEP y comercios particulares.

– Si no es usted especulador, se va a morir de hambre. Si lo es, podrá tener todo cuanto necesite; pero si no lo es ni tiene dinero para comprar en las tiendas particulares, tendrá que resignarse a hacer cola delante de las cooperativas. -¡En la cooperativa dan mijo!

– ¡Una barriga vacía es una barriga vacía para todo el mundo menos para los piojos!

– Ciudadano, ¡haz el favor de no rascarte más! Alguien de los que estaban en el piso de arriba dijo entonces: -Cuando llegue a Petrogrado me gustaría comer una sopa de harina de maíz.

– ¡Dios mío! -suspiró la señora del abrigo de pieles-. ¡Si pudiese tomarme un baño, un buen baño caliente, al llegar a Petrogrado!

– Ciudadanos -preguntó audazmente Lidia-, ¿hay helados de crema en Petrogrado? ¡Llevo cinco años sin probarlos! Verdaderos helados de crema, fríos, tan fríos que quitan la respiración… -Sí -intervino Kira-, tan fríos que quitan la respiración. Pero luego se anda más de prisa y se ven luces, largas hileras de luces que se mueven detrás de una mientras anda… -Pero ¿de qué estás hablando? -preguntó Lidia. -De Petrogrado -repuso Kira sorprendida-. Creía que se hablaba de Petrogrado y del frío que hacía. ¿Acaso no era eso? -Ni por asomo. Como de costumbre, estabas distraída. -Pensaba en las calles, esas calles de una gran ciudad en que son posibles tantas cosas, donde quién sabe lo que puede ocurrir. ¿No tienes bastante con la revolución y todo lo demás? -¡Claro está! -dijo Kira con indiferencia-. ¡La revolución! Galina Petrovna la interrumpió bruscamente: -¡Y lo dices con el aire más contento del mundo! Creía que ya empezábamos a estar todos cansados de lo que puede ocurrir. La mujer del pañuelo rojo abrió un paquete, sacó un pedazo de pescado seco y luego se volvió al piso superior. -Hágame el favor, ciudadano, quite los zapatos de ahí, que estoy comiendo.

Los zapatos no se movieron, y una voz contestó: -Supongo que no come usted por la nariz.

La mujer pegó dentellada a su pescado y, en su irritación, dio un codazo al abrigo de pieles de su vecina.

– Está claro -dijo-, no hay que tener consideraciones para con nosotros los proletarios. Si tuviese un buen abrigo de pieles no comería pescado seco, sino pan blanco.

– ¿Pan blanco? -exclamó escandalizada la señora del abrigo de pieles-. Pero, ciudadana, ¿quién ha oído hablar jamás de pan blanco? Yo tengo un sobrino en el Ejército Rojo y no veo el pan blanco ni en sueños.

– ¿Ah, no? ¡Pero aseguraría que no come usted pescado seco! ¿Quiere un poco?

– Desde luego… sí, ciudadana, muchas gracias. Tengo apetito y… -¿Ah, sí? ¿De modo que tiene apetito? ¡Ya os conozco, burgueses! ¡Sois capaces de llevaros hasta el último bocado de la boca de un trabajador! ¡Pero no será de la mía, ya se lo aseguro yo! El coche estaba invadido por el olor a madera podrida, a ropa no cambiada durante varias semanas, y por las emanaciones que salían de una puerta abierta en un extremo del pasillo. La señora del abrigo de pieles se levantó con precaución y se dirigió a esa puerta, pasando por encima de los cuerpos que había tendidos por el corredor.

– ¿Me harán ustedes el favor de salir un momento, ciudadanos? -preguntó humildemente a dos caballeros que viajaban cómodamente en el pequeño compartimiento reservado, el uno en el asiento y el otro recostado sobre el sucio pavimento. -Desde luego, ciudadana -contestó amablemente el que estaba sentado, dando un puntapié al otro, que estaba medio dormido. Una vez sola y segura de que nadie podía verla, la señora del abrigo de pieles sacó furtivamente de su bolso un envoltorio de papel impermeable. No quería que los de su compartimiento la supieran poseedora de toda una patata cocida. La devoró a grandes bocados nerviosos, tosiendo y esforzándose en que no la oyeran del otro lado de la puerta cerrada.

Al salir encontró a los dos caballeros que aguardaban para volver a sus sitios.

Por la noche dos linternas humosas temblequeaban a uno y otro extremo del coche, encima de las puertas, como dos amarillentos puntos móviles que rasgasen la gris oscuridad del cielo nocturno que se divisaba por las aberturas de las ventanas rotas. Al compás del traqueteo de las ruedas se veían bailotear en la oscuridad negras figuras, rígidas como máquinas. Había gente que permanecía sentada; otros que dormían y roncaban; otros que gemían, pero nadie decía una palabra.

Cuando el tren atravesaba una estación, una ráfaga de luz rasgaba las tinieblas del coche y relucía por un instante la figura de Kira con su cara inclinada sobre los brazos cruzados sobre el regazo y los cabellos caídos sobre las rodillas; la luz hacía centellear su pelo, y luego todo volvía a la oscuridad.

Y en medio de aquella oscuridad, entre los gemidos y los chirridos de las ruedas, un soldado, acompañándose con la armónica, cantaba. Cantaba una canción tras otra, con monotonía, persistentemente. Nadie hubiera sabido si su canto era triste o alegre, si era una canción jocosa o una obra inmortal; era el primer signo de la revolución nacido quién sabe dónde, a la vez alegre, inquieto, amargo y atrevido, que por entonces repetían millones de voces; millones de voces que se hacían eco en los coches de los trenes, a lo largo de las carreteras aldeanas y de las oscuras callejas de las ciudades; millones de voces, de las que unas reían, y otras lloraban; era el canto del pueblo que se reía de sus propios dolores, el canto de la revolución, no escrito en ninguna bandera, sino impreso en todos los corazones; era la canción de la Manzanita :

¿Hacia dónde ruedas, manzanita?

¿Hacia dónde ruedas, manzanita? Si caes en las garras de los alemanes ya no volverás… ¡oh, manzanita! ¿adonde vas? Quiero a un blanco y yo soy roja… ¿Hacia dónde ruedas, manzanita? "


Nadie sabía qué era la manzanita, nadie lo decía, pero todo el mundo lo comprendía.

Varias veces cada noche, un pie empujaba la puerta; de pronto aparecía una linterna sostenida por una mano vacilante, y detrás de la linterna brillaba el acero; se distinguía un uniforme caqui, botones de cobre, bayonetas y unos hombres de voz dura e imperiosa que gritaban exigentes. -¡La documentación!

Temblorosa, la luz de la linterna seguía avanzando lentamente a lo largo de los coches, proyectándose sobre rostros pálidos y entorpecidos y sobre manos vacilantes que tendían pedazos de papel arrugado.

Galina Petrovna sonreía con aire de conciliación: -Ahí está, camarada -y tendía hacia la linterna una hoja de papel con unas líneas a máquina en las que constaba el permiso de viaje a Petrogrado para el ciudadano Alexander Argounov, su esposa, Galina, y sus hijas Lidia, de veintiocho años, y Kira de dieciocho.

Los hombres, detrás de la linterna, echaban un vistazo al papel, lo devolvían bruscamente y continuaban su trabajo pasando por encima de las piernas de Lidia, tendidas a través del pasillo. Alguna vez se daba el caso de que uno de los hombres diera una ojeada a la muchacha sentada sobre la mesita. Ella, despierta, le seguía con los ojos; y aquellos ojos no delataban espanto; eran firmes, curiosos, hostiles.

Luego, hombres y linterna desaparecían y el soldado de la armónica volvía a gemir:

Ahora ya no hay Rusia


porque Rusia se sublevó.


¡Ay, manzanita!


¿Hasta dónde rodó?

A veces, en medio de la noche, el tren se detenía. Nadie sabía por qué. En la estéril llanura no había ninguna estación, ninguna señal de vida. Sólo un vacío espacio de cielo cubriendo un vacío de tierra; en el cielo, algunas manchas más oscuras: las nubes; en la tierra, otras: los matorrales.

Una línea indecisa de color rojo pálido separaba la tierra del cielo, evocando la idea de un huracán o un incendio lejano. En un susurro, una noticia se propagaba por todo el tren.

_ Ha estallado la caldera…

_ A media milla de aquí hay un puente volado…

_ Han encontrado antirrevolucionarios en el tren y los están fusilando entre las matas.

_ Si seguimos mucho tiempo parados… los bandidos… ya lo sabe usted…

– Dicen que Makhno está por estos andurriales.

_ Si nos hacen prisioneros ya sabéis lo que significa, ¿verdad? No queda ni un hombre en vida… Las mujeres sí, pero preferirían la muerte…

– No diga usted más tonterías, ciudadano… Asusta a las mujeres.

Ráfagas de luz eléctrica hendían las nubes y desaparecían inmediatamente. ¿Venían de cerca o de muy lejos? Nadie hubiera podido decirlo, del mismo modo que nadie hubiera podido decir si aquel punto negro que parecía haberse movido allá abajo era un hombre, un caballo o un matorral.

Súbitamente, igual que se había detenido, el tren se ponía de nuevo en marcha. El ruido de las ruedas era acogido con suspiros de alivio. El motivo de la parada quedaría ignorado para siempre. Una mañana, muy temprano, algunos hombres atravesaron el tren corriendo. Uno de ellos llevaba el brazal de la Cruz Roja. Fuera se oyó un agitado rumoreo. Uno de los pasajeros siguió a aquellos hombres; a su vuelta llevaba impreso en la cara algo que inquietó a sus compañeros de viaje.

– Es en el coche de al lado -explicó-: una campesina estúpida viajaba entre dos vagones, con las piernas atadas al tope para no caerse. Esta noche se ha dormido; estaba demasiado cansada y ha resbalado. El tener las piernas atadas le ha arrastrado con el tren debajo de las ruedas. Ha quedado decapitada. Siento haber ido a verlo.

Hacia medio viaje, en una pequeña estación solitaria de desaseados andenes llenos de soldados harapientos y de chillones carteles, se descubrió que el vagón en que viajaba la familia Argounov no podía continuar el viaje. Hacía años que los coches no habían sido inspeccionados ni reparados, y cuando se producía una avería auténtica no había manera de remediarla. Los ocupantes debían desalojar el coche cuanto antes. Y no había que pensar en remplazado; si tenían un poco de suerte, los viajeros lograban meterse en los otros coches, ya llenos hasta rebosar. Los Argounov se refugiaron en un vagón de ganado. Galina Petrovna y Lidia se persignaron, dando gracias a Dios. La mujer de los pechos caídos no pudo encontrar sitio para todos sus hijos. Cuando arrancó el tren se la vio quedarse en tierra sentada sobre sus fardos y rodeada por todos sus críos que se agarraban a sus faldas. Su mirada, fija, sombría y desesperada, iba siguiendo la marcha del tren.

Cansadamente, la larga fila de coches iba extendiéndose a través de prados y pantanos, dejando tras de sí un velo de humo que, poco a poco, se disipaba en blancas nubéculas. Sobre los techos inclinados y resbaladizos, soldados hacinados iban tocando la armónica y cantando Manzanita. El sonido seguía un rato al convoy, y luego se perdía con el humo.

En Petrogrado había mucha gente aguardando el tren. Cuando repercutió bajo la bóveda de la estación el último jadeo de la máquina, Kira Argounov se vio frente a aquella multitud que aguardaba la llegada de todos los trenes. Trajes sin forma cubrían aquellos cuerpos erguidos con la ficticia energía nerviosa de una larga lucha que ya se había convertido en costumbre. Los rostros eran adustos y fatigados. Detrás de ellos se veían altos ventanales enrejados… y detrás de éstos la ciudad.

Kira se sintió empujada hacia adelante por los viajeros impacientes. Al bajar del tren se detuvo vacilante, por un momento, como si se diese cuenta del sentido del paso que iba a dar. Su pie bronceado por el sol calzaba una sandalia hecha en casa, con unas correas de cuero abrochadas con una hebilla de alambre que había dejado sobre su piel una señal encarnada. Por un momento su pie permaneció en el aire. Luego la sandalia tocó el pavimento de madera del andén: Kira Argounova estaba en Perogrado.

Capítulo segundo

¡Proletarios del mundo entero, unios!

Las desnudas paredes de la estación surgieron ante los ojos de Kira; en muchos puntos el revoque había caído, dejando manchas oscuras que daban a la pared el aspecto de tener una enfermedad de la piel. Pero, en cambio, se leían nuevas inscripciones. Rojos letreros advertían: ¡Viva la dictadura del proletariado! ¡Quien no está con nosotros, está contra nosotros! Algunas palabras estaban escritas de través. Alguna de las letras impresas en tinta roja había ido chorreando al secarse, dejando largos regueros de color que serpenteaban por la pared. Bajo el rótulo, un muchacho estaba apoyado al muro. Un deslucido gorro de piel de cordero cubría sus descoloridos cabellos y sombreaba sus descoloridos ojos; miraba fijamente hacia adelante, con indiferencia, masticando pepitas de girasol, cuyas cascaras escupía luego por la comisura de los labios.

Entre el tren y las paredes cubiertas de inscripciones rumoreaba una masa caqui y roja, una especie de avalancha que arrastraba a Kira hacia el centro de un grupo de soldados, entre rostros sin afeitar, pañuelos encarnados, fardos y paquetes. Las bocas se abrían sin parecer emitir sonido alguno; sus gritos se perdían en el rumor de las botas que recorrían el andén, repercutiendo bajo la alta bóveda de acero. Un viejo tonel de enmohecidos aros, con un vaso de estaño atado con una cadena, llevaba la incripción "agua hervida", y junto a él había un gran cartelón donde se leía: "¡Cuidado con el cólera! ¡No bebáis agua sin hervir!" Con el rabo entre las patas un perro errante, de aspecto tan esquelético que podían contársele las costillas, olisqueaba el sucio pavimento en busca de algo que comer.

Dos soldados armados se abrían paso a la fuerza por entre la muchedumbre, arrastrando a una campesina que forcejeaba por escapar y sollozaba:

– ¡Camaradas, yo no he hecho nada! ¿Por qué me detenéis, hermanos? ¡Por el amor de Dios, camaradas, no he hecho nada! En el suelo, entre las botas y las ondeantes faldas llenas de barro, alguien aullaba una especie de lamentación; el aullido no era ni un sonido humano ni un grito de animal; una mujer se arrastraba de rodillas intentando recoger el mijo que se había derramado de un saco; sollozaba e iba recogiendo juntamente con los granos cascaras de pepitas de girasol y colillas de cigarrillo. Kira miró hacia los altos ventanales. Fuera oyó el viejo ruido familiar del tranvía. Sonrió.

Un joven militar estaba de guardia junto a una puerta sobre la que en letras rojas se leía: "Comandante". Kira le miró. Sus ojos eran austeros y amenazadores como una llama que ardiera bajo la fría bóveda gris de una caverna. Todos los músculos de aquella cara bronceada, la mano que cogía la bayoneta, el cuello que sobresalía de su camisa entreabierta, todo denotaba una innata temeridad. A Kira le gustó. Le miró a los ojos y sonrió. Supuso que él debería comprenderla e imaginar qué gran aventura empezaba para ella.

El soldado la miró fríamente, con sorpresa e indiferencia. Ella desvió los ojos, algo desilusionada, pero sin saber por qué. Todo lo que vio el soldado en aquella singular muchacha del gorro de punto fueron sus ojos extraños y su busto apenas pronunciado que se adivinaba debajo del ligero vestido. Y, verdaderamente, esto no le desagradó. -¡Kira!

La voz de Galina Petrovna cubrió los ruidos de la estación. -¿Dónde estás, Kira? ¿Dónde están tus fardos? ¿Qué has hecho de ellos?

Kira volvió al vagón de ganado en que su familia se estaba ocupando de los equipajes. Había olvidado que, por razones del precio inaccesible que exigían los faquines, tenía que llevar sus tres fardos. Galina Petrovna sostenía una verdadera lucha para librarse de unos cuantos faquines de andrajosos uniformes que, sin que nadie se lo hubiera pedido, cogían los equipajes y ofrecían insolentemente sus servicios.

Finalmente, con los brazos cargados con los restos de sus riquezas, la familia Argounov entró en Petrogrado.

Una hoz y un martillo dorados se erguían sobre la puerta de salida. A ambos lados había carteles colgados. En uno se veía a un robusto obrero que con sus fuertes botas aplastaba diminutos palacios, mientras sus brazos en alto, con músculos rojos como bistés, saludaban un sol naciente, no menos rojo que los músculos. En el sol estaban impresas estas letras: "¡Camaradas, vosotros sois los constructores de una nueva vida! " El segundo cartel representaba un gran piojo blanco sobre fondo negro, con una inscripción en letras rojas: "¡Los piojos transmiten las enfermedades! ¡Ciudadanos, incorporaos todos al frente antitífico!"

El edificio de la estación estaba siendo desinfectado para combatir las enfermedades que cada vez que llegaba un tren caían sobre la capital. El olor, parecido al que sale por las ventanas de los hospitales, cundía por el aire como una advertencia y un angustioso recuerdo.

Las puertas de Petrogrado se abrían sobre la plaza Znamensky. Sobre un palo, un cartelón anunciaba su nuevo nombre: "Plaza del Progreso".

Frente a la estación, una gran estatua gris de Alejandro III se elevaba sobre el fondo gris del edificio de un hotel, bajo el dosel gris del cielo. No llovía mucho; a grandes intervalos caían algunas gotas, lentamente, como si el cielo se hubiera resquebrajado y necesitase una reparación, lo mismo que el gastado pavimento de madera en que gotas, al caer sobre los charcos, ponían reflejos de plata.

Los techos negros de los coches parecían relucientes hules que ondeasen mientras las ruedas se hundían en el barro, gruñendo como animales rumiantes. Viejos edificios vigilaban la plaza con los apagados ojos de sus tiendas abandonadas, en cuyas polvorientas ventanas campeaban desde hacía cinco años telarañas y papeles de periódico.

Encima de una ventana, un jirón de grosera tela llevaba escrito: " Centro de abastecimientos".

Una hilera de personas esperaba ante la puerta, prolongándose hasta la esquina. Era una larga hilera de pies embutidos en zapatos hinchados por la lluvia, de manos enrojecidas por el frío, de cuellos levantados que no lograban impedir que las gotas de agua se insinuasen a lo largo de la espalda, porque muchas cabezas estaban inclinadas hacia adelante.

Bien -dijo Alexander Dimitrievitch-, ya estamos de vuelta. -Es maravilloso -dijo Kira.

– Hay el mismo barro de siempre -observó Lidia. -Vamos a tener que tomar un coche. ¡Vaya un gasto! -dijo Galina Petrovna.

Se metieron en uno. Kira se sentó sobre el equipaje. El caballo dio un salto hacia adelante levantando una rociada de barro que fue a caer sobre Kira, y dio la vuelta hacia Nevsky Prospect. La larga calle se extendía ante sus ojos, recta como la espina dorsal de la ciudad. A lo lejos, en la niebla gris, la fina y dorada cúpula del Almirantazgo resplandecía débilmente como un brazo erguido en alto en solemne saludo.

Petrogrado había visto cinco años de revolución. Cuatro de ellos habían cerrado todas sus arterias y todos sus establecimientos, al que la nacionalización extendía el polvo y las telarañas sobre los espléndidos escaparates de cristal; el último año había traído consigo jabón y escobas, y nuevas pinturas y nuevos propietarios, porque el Estado había anunciado que establecería un "compromiso transitorio" y había permitido a los pequeños comerciantes que volviesen a abrir tímidamente sus comercios. La Nevsky, después de un largo sueño, abría lentamente los ojos. Y estos ojos, que habían perdido ya la costumbre de la luz, miraban entre asustados e incrédulos. Trozos de grosera tela, con desgarbadas y desiguales inscripciones, constituían los nuevos rótulos de los establecimientos.

Los viejos eran como lápidas mortuorias de hombres desaparecidos desde mucho tiempo antes. Sobre los escaparates de las tiendas que habían pasado a manos de los nuevos propietarios, las letras doradas hablaban de nombres olvidados; en los cristales podían verse todavía agujeros de las balas, las hendeduras oscurecidas por el sol.

Había tiendas sin rótulo, y rótulos sin tienda. Pero, entre las ventanas y encima de las puertas cerradas, sobre los ladrillos y sobre los tablones, sobre las grietas innumerables de los revoques, la ciudad se había puesto un manto de colores vivos como los de un mosaico, había pasquines en que figuraban camisas rojas y trigo amarillo, banderas rojas y ruedas azules, pañuelos rojos, automóviles y tractores grises y camiones pardos; estos pasquines, humedecidos por la lluvia, casi transparentes, iban multiplicándose sin freno ni límite.

En una esquina, una anciana señora ofrecía tímidamente una bandeja de dulces hechos en casa, pero los pies pasaban por delante sin detenerse. Alguien gritaba: "Pravda! Krasnaia Gazeta! ¡Con las últimas noticias, ciudadanos!" El suelo estaba lleno de barro y de pepitas de girasol; en lo alto, en todas las ventanas se veían banderas rojas cubiertas de manchas que dejaban caer gotitas rosadas.

_ Espero -dijo Galina Petrovna- que mi hermana Marussia estará contenta de vernos.

– ¡Quién sabe -dijo Lidia- qué les habrá sucedido a los Dunaev durante estos años!

– ¡Quién sabe qué les habrá quedado -dijo Galina Petrovna-, si es que les ha quedado algo! ¡Pobre Marussia! ¡Supongo que no les quedará mucho más que a nosotros!

– Y aunque tengan más -dijo suspirando Alejandro Dimitrievitch-, ¿acaso cambiaría algo, Galina? -Nada -dijo Galina Petrovna-. Así lo espero. -De todos modos, todavía no somos parientes pobres -dijo orgullosamente Lidia, levantándose un poco la falda para que los transeúntes vieran sus borceguíes verde oliva, con sus agudas punteras y sus tacones a la francesa. Kira, sin escuchar, observaba la calle.

El coche se detuvo ante la casa donde, cuatro años antes, los Argounov habían visto por última vez a los Dunaev en su espléndido piso. La mitad del imponente portal estaba cerrada por una gruesa vidriera cuadrada, y la otra mitad por tablones de basta madera, precipitadamente clavados.

En otro tiempo el espacioso vestíbulo había estado adornado por una mullida alfombra y una chimenea esculpida a mano. Galina Petrovna se acordaba. Ahora ya no había alfombra, pero, en cambio, estaba todavía la chimenea, sólo que sobre el blanco pecho de mármol de los Cupidos campeaban inscripciones en lápiz y una larga hendedura en diagonal atravesaba el espejo. Un portero soñoliento asomó la cabeza fuera de su quiosco de madera debajo de la escalera y volvió a retirarse con indiferencia. Arrastrando sus fardos por la escalera, los Argounov llegaron ante una puerta acolchada; el hule negro estaba roto por varios puntos y una franja de sucio algodón gris lo rodeaba por todas partes.

– ¡Quién sabe -murmuró Lidia- si tendrán todavía aquel magnífico mayordomo! Galina Petrovna pulsó la campanilla.

Dentro se oyó ruido de pasos. Una llave giró en la cerradura. Una mano cautelosa entreabrió una puerta defendida con una cadena. A través de la abertura asomó el rostro de una vieja, cubierta de greñas grises; a guisa de delantal, llevaba una toalla atada a la cintura, y sus pies calzaban zapatillas de hombre. La mujer contempló en silencio a los recién llegados; les escrutó con hostilidad y sin mantener la menor intención de abrir la puerta.

– ¿Está María Petrovna? -preguntó Galina con voz ligeramente alterada.

– ¿Quién pregunta por ella? -articuló la desdentada boca de la vieja.

– Soy su hermana, Galina Petrovna Argounov. La otra no contestó, sino que volviéndose hacia el interior chilló: -¡María Petrovna, ahí está una que dice que es su hermana! Desde el interior del piso contestó un ataque de tos. Luego se oyeron unos pasos lentos y, finalmente, apareció, detrás de los hombros de la vieja, una pálida cara escrutadora y se oyó un grito:

– ¡Señor Dios mío!

La puerta se cerró de un golpe, se quitó la cadena, la puerta volvió a abrirse de un tirón y dos flacos brazos estrecharon a Galina Petrovna, empujándola contra una caja que se tambaleó:

– ¡Galina, querida, eres tú! -¡Marussia!

Los labios de Galina se hundieron en un carrillo fofo y su nariz se perdió entre los finos y secos cabellos perfumados con algo que olía a vainilla.

María Petrovna había sido siempre la belleza de la familia, la mujercita delicada y mimada a quien su marido, en invierno, llevaba en brazos hasta su coche para que no llegara a pisar la nieve. Ahora se la veía más vieja que Galina. Su tez tenía el color del lino sucio, sus labios no eran bastante encarnados y sus párpados lo eran demasiado.

Detrás de las dos mujeres se abrió ruidosamente una puerta, y algo llegó volando al recibimiento, algo alto, enérgico, un huracán de cabellos y dos ojos como faros de automóvil. Galina Petrovna reconoció a su sobrina Irina, una joven de dieciocho años, con ojos de veintiocho y risa de ocho.

Su hermanita Asha corrió detrás de ella hasta la puerta, donde se detuvo contemplando a los recién llegados con cierta irritación. Tenía ocho años, y le estaban haciendo falta unas ligas y unos tijeretazos a los cabellos.

Galina Petrovna besó a sus sobrinas, y luego se puso de puntillas para besar en la mejilla a su cuñado, Vasili Ivanovitch. Se esforzó en no mirarle. Sus espesos cabellos eran blancos como la nieve, y su cuerpo alto y fuerte se había encorvado. Si se hubiese torcido la torre del Almirantazgo tal vez el ánimo de Galina Petrovna no se hubiera acongojado tanto. Vasili Ivanovitch no acostumbraba hablar mucho. Sólo dijo: -¿Esta es mi amiguita Kira? Y un beso hizo más cariñosa la pregunta.

Una oscura llama resplandecía en sus ojos hundidos, parecidos a carbones ardientes inexorablemente amenazados por la ceniza que poco a poco había de apagarlos. Luego dijo: -Siento que Víctor no esté en casa. Está en el Instituto. ¡Es un muchacho muy trabajador!

Al nombrar a su hijo, los ojos de Vasili volvieron a encenderse como si por un momento una racha de aire hubiera reanimado los carbones que se estaban apagando.

Antes de la revolución Vasili Ivanovitch Dunaex tenía un productivo negocio de peletería.

Había empezado como cazador en Siberia con un fusil, un par de botas y dos brazos capaces de levantar un buey. Odiaba las debilidades. Una herida que le habían causado en una pierna los dientes de un oso le había dejado una profunda cicatriz. Una vez le encontraron enterrado en la nieve: llevaba allí dos días, pero sus brazos estrechaban el cuerpo de la más maravillosa zorra plateada que los asustados campesinos de Siberia habían visto jamás. Durante diez años su familia permaneció sin noticias; pero cuando volvió a San Petersburgo abrió un comercio del que sus padres no hubieran podido pagar ni los pomos de las puertas y compró herraduras de plata para los tres corceles que galopaban arrastrando su coche a lo largo de la Nevsky.

Por sus manos habían pasado armiños que habían barrido luego las escaleras de mármol de palacios reales, chinchillas que habían acariciado blancos hombros de mármol. Sus músculos y las heladas noches de Siberia habían pagado cada pelo de cada una de las pieles que habían pasado por sus manos.

Tenía sesenta años: su espina dorsal era recta como su fusil, y su espíritu derecho como su espina dorsal.

Cuando en el comedor de su hermana, Galina Petrovna se llevó a los labios la cuchara llena de mijo humeante, miró furtivamente a Vasili Ivanovitch. Le daba miedo estudiarlo abiertamente, pero había visto su espalda curvada y no podía evitar preguntarse qué le debía haber ocurrido a su espíritu.

Observó los cambios que se habían producido en la estancia. La cuchara no pertenecía al rico servicio de otros tiempos; era de pesado estaño y comunicaba a la sopa un sabor metálico. Se acordaba de los vasos de plata y de cristal que había habido sobre el aparador; ahora sólo lo adornaba un vaso de loza de Ucrania, y, en las paredes, los clavos cubiertos de moho indicaban el sitio que en otro tiempo habían ocupado cuadros antiguos. Al otro lado de la mesa, María Petrovna hablaba con nervioso apresuramiento, con ademanes que recordaban aquella gracia caprichosa que, un día, había fascinado todos los salones en que entraba aquella hermosa mujer. Pero las palabras que oía Galina Petrovna eran nuevas, eran palabras que parecían jalonar los años de separación y todo cuanto había acontecido durante aquel tiempo.

– Las cartillas de racionamiento están reservadas a los empleados de los soviets y a los estudiantes. Nosotros sólo tenemos dos cartillas: dos para toda la familia; no es mucho. La de estudiante de Víctor en el Instituto y la de Irina en la Academia de Bellas Artes. Pero yo, como no estoy empleada, no tengo cartilla. Y Vasili…

Se detuvo bruscamente como si sus palabras, corriendo, hubieran llegado demasiado lejos. Miró a su marido furtivamente, con unos ojos que parecían implorar. Vasili Ivanovitch contemplaba su plato en silencio.

María Petrovna agitó elocuentemente las manos.

_ Los tiempos son difíciles, Galina, muy difíciles. ¡Dios tenga piedad de nosotros! ¿Te acuerdas de Lili Savinskaia, aquella que no llevaba más que joyas de perlas? Bien; murió. Murió en 1919. Fue un final lamentable. Hacía dos días que no tenían qué comer. Su marido, paseando por la ciudad, vio un caballo que caía muerto de hambre y vio el gentío que luchaba por apoderarse de su carne. El caballo fue despedazado y él logró que le dieran una parte. Se la llevó a casa, la cocieron y la comieron. Pero por lo visto el caballo no había muerto únicamente de hambre, porque los dos cayeron gravemente enfermos. El médico le salvó a él, pero Lili murió. En 1918 lo había perdido todo, naturalmente… Su fábrica de azúcar fue nacionalizada el mismo día que nuestra peletería.

De nuevo se interrumpió bruscamente, y sus párpados batieron palpitando mientras miraba a Vasili Ivanovitch. Este no pronunció una palabra.

– Un poco más -dijo sin miramientos Asha, tendiendo su plato para que le dieran otra porción de mijo.

– Kira -gritó a través de la mesa con una voz clara y fuerte que parecía querer barrer todo lo que se había dicho-. ¿Habéis comido fruta seca en Crimea? -Sí; alguna vez.

– ¡Oh! Yo he estado soñando hasta morirme con comer uva fresca. ¿No te gusta la uva? -No me fijo nunca en lo que como -dijo Kira. -Naturalmente -se apresuró a añadir María Petrovna-, el marido de Lili trabaja actualmente. Está empleado en una oficina de los soviets. Después de todo, hay algunos que logran empleo… Miró decididamente a Vasili Ivanovitch, pero éste no le respondió, y Galina Petrovna preguntó tímidamente: -¿Cómo está…? ¿Cómo está nuestra antigua casa? -¿La tuya? ¿La de Kamenostrovsky? No hay que pensar en ella. Ahora vive un pintor de rótulos. Un verdadero proletario. Dios sabe dónde podrás encontrar un piso, Galina. La gente vive amontonada, como animales. Alexander Dimitrievitch preguntó, vacilando:

¿Y de la fábrica? ¿Habéis sabido algo de lo que le pasó?

– Cerrada -gritó súbitamente Vasili Ivanovitch-. No han sabido hacerla andar, como todo. María Petrovna tosió.

– Un problema grave para todos vosotros, Galina. ¡Un problema grave! Las muchachas irán a la escuela, o… ¿Cómo lo vais a hacer para tener cartillas?

– Pero… yo creía que por medio de la NEP. ¿No hay almacenes privados, ahora?

– Sin duda, la NEP, su nueva política económica… Pero ¿de dónde sacaréis el dinero para las compras?

– Los precios son diez veces más altos que en las cooperativas. No he estado todavía en ningún comercio particular. Una vez Víctor me llevó a una función, pero Vasili no quiere poner los pies en un teatro.

– ¿Y por qué no, Vasili? -preguntó Galina. Vasili Ivanovitch levantó la cabeza. Sus ojos brillaron sombríamente mientras contestaba:

– Cuando la patria agoniza no se buscan distracciones frivolas. Llevo luto por mi país.

– Lidia -dijo Irina con su voz desconcertante-. ¿No has estado nunca enamorada?

– No contesto a preguntas impertinentes -repuso Lidia. -Te diré -empezó a decir con precaución María Petrovna; tosió luego, carraspeó y continuó-: Te diré lo mejor que podéis hacer. Alexander debería buscar una colocación. Galina Petrovna se irguió como si la hubiera pisado.-¿Una colocación de los soviets? -Claro… ahora todos lo son.

– ¡No, en mi vida! -gritó Alexander Dimitrievitch con inesperada energía.

Vasili Ivanovitch dejó caer su cuchara, que chocó ruidosamente contra el plato. Silenciosamente, con solemnidad, tendió el brazo por encima de la mesa y su gran manaza estrechó la de Alexander Dimitrievitch, al paso que dirigía una mirada de hostilidad a María Petrovna.

Esta inclinó la cabeza, tragó una cucharada de mijo y tosió. -No hablaba por ti, Vasili -protestó tímidamente-. Ya lo sé que tú no apruebas… No, ni lo aprobarás jamás… Pero estaba pensando en que los funcionarios soviéticos tienen cupones de pan, manteca, azúcar… algunas veces.

_ Cuando yo tenga que aceptar un empleo de los soviets, serás viuda, Marussia -dijo Vasili Ivanovitch.

_ No digo nada, Vasili… sólo que…

_ Sólo que dejes de atormentarte. Ya nos arreglaremos. Hasta ahora hemos ido pasando. Todavía quedan muchas cosas por vender.

Galina Petrovna se fijó en los clavos de las paredes, miró las manos de su hermana, aquellas manos que habían servido de modelo a artistas famosos. También habían inspirado un poema… "Champaña y las manos de María". El frío las había enrojecido, hinchado, agrietado. María Petrovna había sabido en otro tiempo lo que valían sus manos, había aprendido a lucirlas constantemente, a usarlas con mórbida gracia. Y no había perdido la costumbre. Galina Petrovna lo hubiera preferido. Ahora aquellos estudiados ademanes eran un recuerdo doloroso. De pronto, Vasili Ivanovitch rompió a hablar. Ordinariamente poco inclinado a expresar sus sentimientos, cuando un tema le apasionaba abandonaba toda reserva.

– Todo esto es provisional. ¡Todos perdéis la fe con tanta facilidad…! ¡Qué inteligencias tan pusilámines, tan gimoteras, tan limitadas, tan babosas! ¡He aquí por qué sois lo que sois! No tenéis fe. No tenéis voluntad. Agua en lugar de sangre. ¿Creéis que todo esto puede continuar? ¡Fijaos en Europa! Todavía no ha dicho su última palabra. Ya llegará el día, y a no tardar, en que todos estos asesinos sedientos de sangre, estos locos criminales, esta gentuza comunista… Sonó la campanilla.

La vieja sirvienta se apresuró a abrir la puerta. Se oyeron unos pasos juveniles, enérgicos, seguros, resonantes. Una mano fuerte empujó la puerta del comedor.

Víctor Dunaev tenía el aspecto de un gran tenor italiano. No era ésta su profesión, pero sus anchas espaldas, sus negros ojos llameantes, sus ondulantes cabellos, rebeldes a toda disciplina y negros como el ala del cuervo, su luminosa sonrisa y la fuerte y arrogante seguridad con que se movía le daban apariencia de tal.

En cuanto se paró en el umbral, sus ojos se fijaron en Kira, y cuando ésta se volvió, se fijaron en sus piernas. -Es la pequeña Kira, ¿no? -fueron las primeras palabras que pronunció con su voz clara y limpia. -Lo era -contestó ella.

– ¡Bien, bien! ¡Qué sorpresa! ¡Qué estupenda sorpresa! ¡Tía Galina, más joven que nunca! -y le besó la mano-. ¡Y mi graciosa prima Lidia! -Sus negros cabellos rozaron el brazo de ésta.- Siento haber llegado tan tarde. Tenía una reunión en el Instituto. Soy miembro del Consejo de Estudiantes… lo siento, papá. Papá no aprueba esta clase de elecciones. -A veces hay elecciones justas -dijo Vasili Ivanovitch sin disimular un matiz de orgullo en su voz, y la llama de ternura que brilló en sus ojos les hizo parecer extrañamente ingenuos. Víctor tomó una silla y se sentó al lado de Kira. -Bien, tío Alexander -la sonrisa de dos filas de dientes maravillosamente blancos se dirigió esta vez a su tío-. Han elegido ustedes un momento fascinador para regresar a Petrogrado; un momento difícil, sin duda; un momento cruel, pero fascinador como todos los cataclismos históricos. Galina Petrovna sonrió de admiración. -¿Qué estudias, Víctor?

– Instituto de Tecnología, Ingeniería electrotécnica. El porvenir está en la electricidad… el porvenir de Rusia… Pero papá no lo cree… Irina, ¿no te peinas nunca? ¿Qué proyectos tienes, tío Alexander?

– Quisiera abrir una tienda -anunció Alexander Dimitrievitch, solemnemente, casi con orgullo.

– Pero se necesitan medios, se necesita dinero, tío Alexander. -Hemos hecho algunos ahorros en el Sur.

– ¡Dios mío! -exclamó María Petrovna-, haréis bien en gastarlos de prisa. De la manera que baja el valor de los nuevos billetes… Figúrate, la semana pasada el pan estaba a sesenta mil rublos la libra y ahora está a setenta y cinco mil. -Las nuevas empresas, tío Alexander, tienen un gran porvenir en estos nuevos tiempos -dijo Víctor.

– Sí; mientras el Gobierno no las aplasta -argüyó sombríamente su padre.

_ No hay peligro, papá. Los días de las confiscaciones pasaron ya. El Gobierno de los soviets ha emprendido una nueva política.

_ Por un camino de sangre -siguió Vasili Ivanovitch.

_ Víctor, ¿has visto qué novedades traen del Sur? -se apresu-

ró a decir Irina-. ¿Te has fijado en las graciosas sandalias de

madera de Kira?

_ ¡Muy bien, Sociedad de las Naciones! Este es el nombre de Irina. Siempre intenta restablecer la paz. Me gustaría ver tus sandalias.

Kira levantó el pie con indiferencia. Su falda corta no ocultaba gran cosa de sus piernas. Ella no se fijó, pero Víctor y Lidia sí se fijaron.

– A tu edad, Kira -observó con acritud-, ya es hora de llevar las faldas más largas.

– Si hay tela -contestó Kira con displicencia-. Además, nunca me fijo en lo que llevo puesto.

– Tonterías, querida Lidia -observó Víctor para cerrar la discusión-; las faldas cortas son el colmo de la elegancia femenina, y la elegancia femenina es la más elevada de las Artes. Aquella noche, antes de retirarse, la familia se reunió en el salón. Casi de mala gana, María Petrovna escogió tres trozos de leña, y se encendió fuego en la chimenea. Las llamitas ardieron rompiendo el vitreo abismo de oscuridad que se extendía al otro lado de las grandes ventanas desnudas de cortinas; pequeñas centellas danzaron en los relucientes relieves de los muebles esculpidos a mano, dejando en la sombra el brocado deslucido; lenguas de fuego jugaron por encima del pesado marco dorado del único cuadro de la sala, dejando en la sombra la pintura: un retrato de María Petrovna veinte años antes, con su fina mano apoyada sobre un hombro de marfil y jugueteando con aquel mismo chal bordado a mano con que la María Petrovna de hoy se cubría convulsivamente en sus accesos de tos.

La leña estaba húmeda; una desmayada llama azul silbaba débilmente, bajando y subiendo en medio de una humareda que irritaba los ojos. Kira estaba sentada sobre la espesa piel sedosa de un oso blanco junto a la chimenea, y sus brazos estrechaban tiernamente la feroz cabeza de la enorme fiera. Desde su niñez, había sido su favorita. Cada vez que visitaba a su tío se había hecho referir cómo le había dado muerte, riendo alegremente cada vez que él, amenazándola, le decía que el oso podía volver a resucitar para morder a las niñas desobedientes. -Bien -decía María Petrovna agitando las manos a la luz del fuego-. Ya estáis de nuevo en Petrogrado. -Sí -dijo Galina-, aquí estamos.

– ¡Virgen Santísima -suspiró María Petrovna-, a veces es tan duro pensar en el porvenir! -Es cierto -dijo su hermana.

– ¿Y qué proyectos tenéis para las muchachas? Mi querida Lidia, ¡ahora eres ya toda una señorita! ¿El corazón sigue libre? La sonrisa de Lidia no fue precisamente de gratitud. María Petrovna suspiró.

– ¡Los hombres son tan raros hoy día! ¿Y las muchachas? Yo, a la edad de Irina, ya estaba a punto de tener mi primera criatura. Pero ella no piensa ni en la casa ni en la familia. Para ella no hay más que la Academia de Bellas Artes. Galina, ¿te acuerdas de que apenas salió de los pañales ya empezaba a estropear los muebles con sus endiablados dibujos? ¿Y tú, qué, Lidia? ¿Tienes intención de estudiar?

– No tengo ninguna intención de ello -dijo Lidia-. Demasiada instrucción es perjudicial para las mujeres. -¿Y Kira?

– Parece imposible pensar que la pequeña Kira ya está en edad de elegir un camino para el porvenir -dijo Víctor-. Ante todo debes procurarte un carnet de trabajo… el nuevo pasaporte, ¿sabes? Tienes más de dieciséis años, de modo que… -¡Yo creo que en estos tiempos una profesión es tan útil…! -dijo María Petrovna-. ¿Por qué no envías a Kira a la Facul tad de Medicina? ¡Una doctora tiene tantas raciones, en estos tiempos!

– ¿Kira, doctora? -replicó sonriendo Galina Petrovna-. ¡Pero si es una pequeña egoísta que tiene verdadera repugnancia por los sufrimientos físicos! No sería capaz de curar a un pollo herido.

– Mi opinión… -sugirió Víctor.

En la habitación contigua sonó el teléfono. Irina salió y volvió anunciando en voz alta y de una manera significativa a su hermano:

_ Es para ti, Víctor: Vava.

Víctor salió de mala gana. A través de la puerta entornada se oían algunas de sus palabras.

_… es verdad que prometí ir esta noche. Pero en el Instituto hay un examen inesperado. No puedo perder un minuto… No… Ninguno… Ya lo sabes, querida…

Volvió junto a la chimenea y se sentó cómodamente sobre la espalda del oso blanco, al lado de Kira.

_ Mi opinión, primita, es la de que la carrera de mayor porvenir para una mujer no se aprende en la escuela, sino en un empleo de los soviets.

– Víctor, tú no piensas tal cosa -dijo Vasili Ivanovitch. -En nuestros días hay que ser práctico -contestó lentamente Víctor-. La ración de un estudiante no es ningún gran auxilio para la familia, y tú deberías saberlo.

– Los funcionarios tienen manteca y azúcar -dijo María Petrovna. -Hay muchas mecanógrafas -insistió Víctor-. Las teclas de las máquinas de escribir son los primeros escalones para subir a los empleos altos.

– Y tienen zapatos y pase en los tranvías -siguió diciendo María Petrovna.

– ¡Qué diablos! -explotó Vasili Ivanovitch-, ¡no podéis hacer un caballo de tiro de uno de carreras!

– Pero, Kira -preguntó Irina-, ¿no te interesa esta discusión? -Me interesa -contestó Kira con calma-, pero la considero superflua. Iré al Instituto de Tecnología. -¡Kira!

Las siete voces, maravilladas, profirieron el mismo nombre. Luego, Galina Petrovna dijo:

– ¡Ya lo veis, con una hija como ésta ni su madre puede decir que sabe sus secretos!

– ¿Cuándo tomaste esta determinación? -preguntó estupefacta Lidia.

– Hace cerca de ocho años -contestó Kira. -Pero, Kira, ¿qué te propones ser? -exclamó María Petrovna. -¡Quiero ser ingeniero!

– Francamente -dijo Víctor, amoscado-, no creo que la ingeniería sea una profesión para mujeres.

– Kira -dijo con timidez Alexander Dimitrievítch-, los comunistas no te han gustado nunca y, sin embargo, ahora eliges la profesión que ellos prefieren: ¡Una mujer ingeniero!

– ¿Quieres construir para el Estado Rojo? -preguntó Víctor.

– Quiero construir, porque construir me gusta.

– Pero, Kira -y Lidia la contempló con extrañeza-, esto significa suciedad, hierro y moho, hombres mugrientos y sudados, y ni una mujer para hacerte compañía.

– Precisamente por esto me gusta.

– No es una profesión distinguida para una mujer -añadió María Petrovna.

– Es la única profesión -dijo Kira- que no me obligará a aprender mentiras. El acero es el acero. Cualquier otra ciencia representa el deseo o las elucubraciones de alguien y las mentiras de muchos.

– Pero ¿acaso tu espíritu no te dice nada? -argüyó Lidia.

– Francamente -continuó Víctor-, tu actitud es algo antisocial. Eliges una profesión porque te atrae, sin pensar que, como mujer, serías mucho más útil a la sociedad haciendo algo más femenino. Y todos debemos tener en cuenta nuestros deberes para con la sociedad.

– ¿Para con quién tienes tus deberes, precisamente, Víctor?

– Para con la sociedad.

– ¿Y qué es la sociedad?

– Si me lo permites, te diré que esta pregunta es infantil.

– Pero -insistió Kira, con sus dulces ojos muy abiertos- no entiendo para quién tengo deberes. ¿Para con el inquilino de al lado? ¿Para con el miliciano de la esquina? ¿Para con el empleado de la cooperativa? ¿Para con el viejo que he visto en la cola, el tercero empezando por la puerta, que llevaba un cesto más viejo que él y un sombrero de señora?

– La sociedad, Kira, es un complejo maravilloso.

– Se escribe una línea entera de ceros, y siempre es igual… nada. -Chiquilla -dijo Vasili Ivanovitch-, ¿qué vas a hacer en la Rusia Soviética?

– He aquí lo mismo que me pregunto yo -dijo la muchacha.

– Dejadla ir al Instituto -añadió Vasili Ivanovitch.

– No habrá más remedio -consintió Galina Petrovna-; no hay modo de discutir con ella.

_ Siempre hace lo que se propone -dijo Lidia, resentida

– . No sé cómo lo logra.

Kira se inclinó hacia el fuego y sopló sobre la llama que agonizaba.

Por un momento, una roja lengua de fuego destacó su cara de la

oscuridad. Parecía la de un herrero inclinado sobre su yunque.

_ Temo por tu porvenir, Kira -dijo Víctor-. Es hora de recon

ciliarse con la vida. Y con estas ideas que tienes no andarás muy

lejos.

_ Esto depende del camino que elija.

Capítulo tercero

Dos manos sostenían una libreta encuadernada en gruesa tela gris. Enjutas y encallecidas, señaladas por años de trabajo entre la grasa de ruidosas máquinas, sus arrugas estaban esculpidas en surcos oscuros sobre una piel endurecida por el polvo, y sus uñas estropeadas estaban cercadas de negro. Uno de los dedos llevaba una sortija con una esmeralda falsa.

Las paredes desnudas del local habían servido de toalla a innumerables manos sucias, y de un lado a otro, por encima de la descolorida pintura, corrían en zigzag huellas de cinco dedos. Aquella vieja casa, actualmente nacionalizada y destinada a oficinas gubernamentales, había sido en otro tiempo una lavandería. El lavadero había desaparecido, pero una línea de moho, con algunos huecos dejados por los clavos, dibujaba su contorno sobre la pared, por donde colgaban dos cañerías rotas, como los intestinos de la cuadra herida.

El empleado, que llevaba un traje caqui y lentes, estaba sentado junto al escritorio. Sobre éste, un secante roto y un tintero casi seco.

Como los silenciosos jueces que presidiesen la sala, dos retratos flanqueaban la cabeza del funcionario. No tenían marco, sino que estaban sencillamente fijos al muro por medio de cuatro clavos. Uno era el de Lenin, el otro el de Carlos Marx. Por encima de ellos campeaba una inscripción en letras rojas: "En la unión está nuestra fuerza".

Kira, muy erguida, estaba delante del escritorio. Estaba allí para retirar su cartilla de trabajo. Todo ciudadano que hubiese cumplido los dieciséis años debía poseer una cartilla de trabajo que siempre debía llevar consigo. Esta cartilla debía ser presentada y sellada cada vez que una persona encontraba una colocación o la dejaba, cuando alquilaba o desalquilaba un piso, cuando se inscribía en una escuela, cuando iba a recoger la tarjeta del pan, o cuando se casaba.

El nuevo pasaporte soviético era más que un pasaporte: era el permiso de vida que se concedía al ciudadano. Se le llamaba "cartilla de trabajo" porque trabajo y vida eran considerados sinónimos.

La Federación de Repúblicas Socialistas Soviéticas Rusas iba a adquirir un nuevo ciudadano.

El funcionario tenía en la mano el cuaderno de cubiertas grises, cuyas numerosas páginas debía llenar. La pluma le daba mucho quehacer, por lo vieja y mohosa, y porque el tintero estaba lleno de légamo. En la página nueva y limpia, escribió:

Nombre: Argounova, Kira Alexandrovna. Estatura: Mediana.

El cuerpo de Kira era esbelto, demasiado esbelto; y cuando se movía con una precisión brusca, rápida y geométrica, la gente sólo se daba cuenta del movimiento, pero no del cuerpo que lo producía. Y cualquiera que fuese el vestido que llevara, la oculta presencia de su persona la hacía parecer desnuda. Dentro del traje se sentía su cuerpo, y uno se preguntaba maravillado qué era lo que evocaba a la mente. Las palabras que ella pronunciaba parecían guiadas por la voluntad de su persona y sus bruscos movimientos aparecían como un reflejo inconsciente de su sonriente alma también en movimiento. De modo que su espíritu parecía físico y su cuerpo espiritual.

El empleado escribió: Ojos grises.


Los ojos de Kira eran de un gris oscuro, el gris de las nubes de tempestad, detrás de las cuales, sin embargo, el sol apunta a cada instante. Miraban tranquilos, seguros, con algo que la gente llamaba arrogancia, pero que no era más que una calma profunda y confiada, tan perfecta que parecía querer significar a los hombres que la completa claridad de su vista no necesitaba ninguno de sus lentes preferidos para contemplar la vida.

Boca: regular.

La boca de Kira era fina, prolongada. Cuando se callaba, era fría, indómita, y los hombres pensaban en una Walkiria con su lanza y su yelmo, en medio de la batalla. Pero un leve movimiento iniciaba un pliegue en la comisura de los labios, y los hombres pensaban en un diablillo que riese a la vida.

Cabellos: negros.

Los cabellos de Kira eran cortos, echados hacia atrás, sobre una frente desnuda, con rayos de luz sobre su masa compacta. Los cabellos de una mujer primitiva de la jungla sobre un rostro esbozado muy de prisa; un rostro de trazos duros, rectos, trazados con furia para dar la impresión de una promesa no cumplida.

Señas particulares: ninguna.

El funcionario soviético arrancó un hilo de la pluma e hizo una bolita entre los dedos, que luego limpió en los pantalones.

Lugar y fecha de nacimiento: Petrogrado, 11 de abril de 1904.

Kira había nacido en la casa de granito gris de la Kamenostrovsky. En aquella vasta morada, Galina Petrovna tenía un saloncito donde por la noche una camarera vestida de negro guardaba en un estuche el rico collar de brillantes, y un salón donde, en un traje de seda que crujía solemnemente, recibía a unas señoras que llevaban abrigos de pieles riquísimos y joyas preciosas. En aquellas habitaciones no tenían entrada los niños, y Galina Petrovna aparecía raras veces en las demás.

Kira había tenido una institutriz inglesa, una joven de bella sonrisa y rostro pensativo. La había querido… pero a menudo prefería quedarse sola… y se quedaba. Cuando se negó a jugar con un pariente suyo muy pesado, de quien la piedad familiar había hecho un ídolo, nadie volvió a proponerle ningún juego. Cuando echó al pesebre del caballo el primer libro que había leído, que hablaba de unas hadas que premiaban a una generosa niña muy bondadosa, su aya no le compró más libros. Cuando la llevaron a la iglesia y se escapó a media función y se perdió por las calles y no volvió a casa hasta que un coche de la policía la llevó a su desesperada familia, nadie más volvió a llevarla a la iglesia. La residencia veraniega de los Argounov, en los arrabales de una elegante población de verano, en lo alto de una colina que dominaba un río, se hallaba casi aislada por sus espaciosos jardines. La casa, de espaldas al río, daba al declive de la colina, que iba bajando graciosamente cubierta de jardines, de pérgolas, de monumentales fuentes de mármol debidas a los más insignes artistas. El otro lado del monte se erguía sobre el río como una masa de roca y de tierra, que se hubiera dicho salida de un volcán y enfriada en caótico desorden. Remando por el río, hacia el Sur, podía esperarse ver salir a algún dinosauro de las sombrías cavernas recubiertas por enmarañados matorrales, entre los árboles que se elevaban al cielo mientras sus raíces, como enormes arañas, se agarraban desesperadamente a las rocas.

Durante muchos veranos, mientras sus padres visitaban Niza, Biarritz o Viena, Kira se quedó sola pasando sus días en la salvaje libertad de la montoña rocosa; sola, soberana absoluta en su falda azul llena de desgarrones y su blanca blusita sin mangas. La dura tierra hería sus pies desnudos, pero ella saltaba de roca en roca agarrándose a las ramas de los árboles y lanzando sin temor su cuerpo al espacio mientras su falda se abría como un paracaídas. Con tres troncos se había construido una balsa, y apoyada en una larga pértiga recorría el río. En su curso encontraba escollos peligrosos, remolinos terribles. Con sus pies desnudos que sentían, bajo los frágiles leños de la balsa, los embates del río, Kira se erguía poniendo en tensión todo su cuerpo, que se oponía al viento mientras la breve falda azul batía como una vela junto a sus piernas. Sobre el río se encorvaban las ramas, tocando su frente altiva; pero ella huía dejando algún cabello en la maraña de las hojas a cambio de las rojas bayas silvestres que los árboles dejaban en su cabellera.

La primera cosa que Kira aprendió de la vida, y lo primero que sus padres, consternados, aprendieron de ella, fue la alegría de estar sola.

_ Nacida en 1904, ¿eh? -dijo el funcionario soviético-. Entonces tiene usted… veamos… dieciocho años. Dieciocho años.

Tiene usted suerte, ciudadana. Es joven y le quedan muchos años para dedicarse a la causa de los obreros. Una vida entera de disciplina, de dura fatiga y de trabajo útil para la grandeza colectiva.

El funcionario estaba resfriado; se sacó del bolsillo un gran pañuelo a cuadros y se sonó.

Estado civil: soltera.

– De las aventuras de Kira me lavo las manos -había dicho Galina Petrovna-; algunas veces pienso que nació para solterona, y otras veces me parece que para ser… una mujer mala. Kira pasó sus primeros años de faldas algo más largas y de tacones altos en el refugio de Yalta, entre la extraña sociedad de emigrados del Norte, familias de rancios apellidos y de riquezas desaparecidas, que vivían reunidas entre sí, como agarradas a una roca amenazada por olas cada vez más altas. Jóvenes perfectamente peinados, de manos cuidadas con femenil esmero, observaron aquella esbelta joven que se paseaba por las calles agitando una ramita a manera de látigo, con un cuerpo que vibraba al viento bajo un corto vestido que no ocultaba nada. Galina Petrovna sonreía con aprobación a las visitas de los muchachos; pero Kira fruncía tan extrañamente el entrecejo, en una especie de sonrisa fría y burlona, mientras sus labios permanecían inmóviles, que todos los poemas de amor y las intenciones de aquellos jóvenes morían antes de nacer.

De modo que Galina Petrovna cesó pronto de extrañarse de que los hombres no se ocupasen de su hija. Por la noche, Lidia leía ávidamente, ruborizándose, novelas refinadas y pecaminosas que escondía a su madre. Kira empezó a leer uno de aquellos libros, pero la sobrecogió el sueño; de modo que no lo terminó ni volvió jamás a empezar otro. Para ella no había ninguna diferencia entre una hierba cualquiera y una flor, y bostezaba cuando Lidia se sentía inspirada por la belleza de la puesta del sol en las montañas solitarias. En cambio permanecía horas enteras contemplando la silueta que proyectaba sobre la rumorosa llama de un deslumbrante pozo de petróleo el joven soldado que estaba allí de centinela.

Una tarde, mientras paseaban por una calle, Kira se detuvo bruscamente señalando el extraño ángulo formado por un muro blanco que se levantaba contra una techumbre derruida, brillando sobre el cielo negro a causa del reflejo de una vieja linterna: en el muro había una ventana oscura y enrejada como la de una cárcel. -¡Qué hermoso es! -murmuró. -¿Qué es lo que te parece hermoso? -dijo Lidia. -¡Es tan raro…! Hace pensar… como si ahí debiese ocurrir algo…

'-¿Ocurrir a quién? -A mí.

Lidia raramente se interesaba por las emociones de Kira; no eran emociones para ella, sino únicamente los sentimientos de Kira, y la familia entera se alzaba de hombros con impaciencia ante lo que llamaban los sentimientos de Kira. Esta experimentaba lo mismo cuando comía la sopa sin sal, o descubría un gusano que le subía por las desnudas piernas, que cuando oía las súplicas de los muchachos que imploraban su amor con el corazón lacerado, los ojos llenos de ternura y los labios llenos de palabras dulces. Las blancas estatuas de los dioses antiguos sobre su fondo negro de terciopelo, en los museos; las chimeneas humeantes de las fábricas y las vigas de hierro; los músculos tensos como hilos de acero en medio del estrépito de las máquinas, todo ello suscitaba en Kira una admiración igual. Pocas veces visitaba los museos, pero su familia, cuando salía con ella, evitaba pasar junto a las casas, los puentes o las carreteras en construcción. Porque se detenía largo rato a contemplar los rojos ladrillos, las fuertes tablas de roble y las piezas de hierro que, por voluntad del hombre, se mezclaban y superponían. Los domingos nunca fue posible hacerla entrar en un parque público; y las canciones cantadas a coro la hacían taparse los oídos. Nunca había manera de imaginar qué podía gustarle. Cuando Galina Petrovna acompañó a sus hijas a un espectáculo en que se pintaban los sufrimientos de los siervos que el zar Alejandro II había magnánimamente liberado, Lidia lloró al ver a los pobres campesinos que se retorcían de dolor bajo los golpes del látigo; Kira, en cambio, sentada muy erguida, con sus sombríos ojos en éxtasis, observaba el golpe brutal de la fusta en las manos de un alto y joven actor.

_ ¡Qué bello es! -decía Lidia mirando una decoración-. ¡Pa

rece de verdad!

_ ¡Qué bello es! -decía Kira contemplando un panorama-.¡Parece artificial!

– En cierto modo -dijo el funcionario soviético-, vosotras, las mujeres comunistas, tenéis sobre nosotros, los hombres, un privilegio. Vosotras podréis ocuparos de la nueva generación, del porvenir de nuestra República. ¡Hay tantos niños sucios y hambrientos que necesitan las manos amorosas de nuestras mujeres!

Miembro de alguna sociedad: no.

En Yalta, Kira había frecuentado la escuela. En el comedor había muchas mesas. A la hora de comer, las niñas se sentaban en ellas por parejas, de cuatro en cuatro, o por docenas. Kira se sentaba siempre en una mesita en un rincón, sola.

Un día la clase decretó el boicot contra una muchacha pecosa que había suscitado la hostilidad de la más popular de las compañeras, una ruda joven de voz sonora que tenía para todas una sonrisa, un apretón de manos y una orden.

Aquel día, a la hora de comer, la mesita del rincón fue ocupada por dos alumnas: Kira y la niña de las pecas. Ya habían comido la mitad de su plato de harina de maíz hervida, cuando se les acercó indignada la cabecilla de la clase.

¿Ya sabes lo que haces, Argounova?

Estoy comiendo la sopa -contestó Kira-. ¿Quieres sentarte?

¿Sabes qué ha hecho esta niña?

– No tengo la menor idea.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿por qué haces esto por ella? -Te equivocas: no lo hago por ella; lo hago contra las otras veintiocho.

– ¿Crees que es muy bonito ir contra la mayoría? -Creo que cuando se tienen dudas sobre la verdad de un argumento es más seguro y de mejor gusto elegir entre los dos adversarios al menos numeroso…

¿quieres darme la sal, por favor?

A los trece años, Lidia se enamoró de un gran tenor. Tenía su retrato sobre el tocador, y junto a él, en un búcaro de cristal, una sola rosa. A los quince años se enamoró de San Francisco de Asís, que hablaba con los pájaros y socorría a los pobres; entonces soñó con entrar en un convento. Kira no se había enamorado nunca.

El único héroe que había conocido era un vikingo cuya historia había leído en su niñez: un vikingo cuyos ojos no miraban nunca más allá de la punta de su espada; pero para esta espada no había límites; un vikingo que pasaba a través de la vida llevando consigo la destrucción y arrastrando las victorias, que andaba entre las ruinas mientras el sol ceñía su cabeza de una corona cuyo peso él no sentía; un vikingo que se reía del rey, que se reía de los sacerdotes, que no miraba al cielo más que cuando se inclinaba para beber en un límpido manantial y veía reflejada su propia imagen que ensombrecía la bóveda celeste; un vikingo que vivía únicamente para la alegría y la gloria maravillosa del dios que era él mismo. Kira no recordaba nada de lo que había leído antes que esta leyenda, ni deseaba recordar nada de lo que había leído después… Pero nunca olvidó el final: el vikingo estaba erguido en lo alto de una torre, que se elevaba a su vez sobre las murallas de una ciudad que acababa de conquistar. Sonreía como sonríen los hombres cuando miran al cielo; pero cuando miraba hacia abajo, su brazo derecho formaba una línea recta con su espada dirigida al suelo, y su brazo izquierdo, rígido como la espada misma, levantaba al cielo una copa de vino. Los primeros rayos del sol naciente se quebraban en la copa de cristal, que resplandecía como una antorcha blanca, iluminando las caras, por debajo. -¡A la vida -decía el vikingo-, a la vida, que es la razón de sí misma!


– ¿De manera que no está usted sindicada, ciudadana? -dijo el funcionario soviético-. ¡Mala cosa, mala cosa! Los sindicatos son las vigas de acero de nuestra gran construcción estatal, como dijo…- en fin, como dijo uno de nuestros grandes jefes… ¿Qué es un ciudadano? Sólo un ladrillo, que no vale nada si no se une con los demás.

Profesión: estudiante.

De algún punto de la aristocrática Edad Media, Kira había heredado la convicción de que el trabajo y el cansancio eran innobles. Cuando iba a la escuela había tenido siempre las más altas calificaciones, pero sus libros eran los más desordenados. Había quemado sus ejercicios de piano, y nunca se había zurcido las medias. En los jardines se subía a los pedestales de los dioses griegos para besar los fríos labios de éstos, y en los conciertos sinfónicos dormía. Cuando había invitados en casa, se escapaba por la ventana, y no sabía cocer una patata. Nunca iba a la iglesia y raramente leía un periódico.

Pero estaba dispuesta a enfrentarse con el porvenir. Un porvenir de los más arduos: quería ser ingeniero. Lo había decidido cuando, por primera vez, había pensado en esta cosa vaga que llamamos porvenir. Y este primer pensamiento suyo lo había cogido con reverencia, porque su porvenir, precisamente porque era su porvenir, era algo sagrado. Había tenido juguetes mecánicos que ninguna niña había tenido, y había construido naves, puentes y torres. Había observado cómo se trataban el hierro, los ladrillos, los músculos y el vapor. A la cabecera de la cama de Lidia había un icono; a la de Kira, la reproducción de un rascacielos americano. Aunque sus oyentes no la creyeran, ella hablaba de las casas que construiría, casas de vidrio con armazón de acero, como hileras de espejos al sol; hablaba de un puente de blanco aluminio que tendería sobre un río azul… -Pero, Kira, no es posible hacer un puente de aluminio- y hablaba de ruedas, de hombres y de grúas que se moverían a sus órdenes, y de la salida del sol sobre el esqueleto de acero de un rascacielos.

Sabía que tenía una vida, y que esta vida era la suya Se daba cuenta del trabajo que había elegido y de lo que esperaba de la existencia. Y esperaba también algo más; no sabía qué; pero era algo que le había sido prometido, prometido en un recuerdo de su infancia.

Cuando el sol de verano declinaba detrás de las montañas, Kira se sentaba sobre una alta roca y contemplaba el elegante casino de juego, a lo lejos, río abajo.

La cumbre del pabellón de la música se destacaba sobre el cielo enrojecido, y esbeltas figuras femeninas se movían sobre el marco anaranjado de las puertas iluminadas. En el pabellón tocaba una orquesta. Tocaba vivas melodías de opereta. Hasta Kira llegaban haces de luz, vibrar de copas, roncar de automóviles de reluciente negrura; en una palabra, todo el jadeo de las noches de las capitales de Europa resumido en un oscuro cielo nocturno sobre un río silencioso y junto a una rocosa montaña cubierta de árboles primitivos.

Las músicas ligeras de los casinos de juego y de los cafés concierto, aquellas canciones que cantaban a través de Europa entera unas muchachas de deslumbrantes ojos y de ondulantes caderas, tenían para Kira un significado que no tenían para nadie más. Le daban la impresión de la alegría de vivir; una alegría profunda y leve a la vez, como los pies de una danzarina. Y como adoraba la alegría, Kira reía muy poco y no iba nunca a ver comedias. Y como tenía un instinto profundo contra todo lo pesado y solemne, Kira sentía una reverencia solemne por aquellas canciones de una frivolidad desafiadora. Le llegaban de un extraño mundo donde las personas mayores se movían entre luces de colores y blancas mesas, donde había tantas cosas que no podía entender, pero que la estaban aguardando. Venían de su porvenir. Había elegido como suya una canción de una antigua opereta, que se llamaba: La canción de la copa rota. Una célebre cantatriz vienesa la había puesto de moda. En el escenario se veía una balaustrada desde donde se contemplaban las deslumbrantes luces de una gran ciudad. Alineadas sobre la balaustrada estaban una serie de resplandecientes copas de cristal llenas de vino. La hermosa mujer iba cantando y ligeramente, casi sin tocarlas daba con el pie a las copas, una tras otra; y las copas volaban en añicos, vibrando y salpicando las medias de las piernas más hermosas de Europa. La música daba unos golpes secos, y luego estallaban de pronto unas cascadas de notas, parecidas al cristal que se quiebra. Tenía unas notas lentas como si las cuerdas del violín temblasen vacilando; pero intensas y seguras como si marcasen el paso antes de romper en una argentina carcajada.

El viento echaba los cabellos de Kira a sus ojos y hacía estremecer con las corrientes de aire sus desnudos tobillos, que colgaban de lo alto de la roca.

En el crepúsculo parecía que el cielo, mientras oscurecía, se fuese elevando cada vez más; y luego caía sobre el río la primera estrella. Mientras, sentada sobre una resbaladiza roca, una chiquilla solitaria escuchaba su canción preferida y sonreía a las promesas que le anunciaba.

He aquí cómo Kira había entrado en la vida. Hay quien entra bajo la bóveda gris de un templo, con la cabeza inclinada por un reverente temor, mientras arden en su corazón y en sus ojos lámparas votivas. Hay quien entra con un corazón herido y una piel fría que implora llorando el calor del rebaño. Kira Argounova entraba con la espada de un vikingo que le indicaba el camino y un motivo de opereta que le servía de marcha de combate.

El funcionario soviético secó con rabia su pluma en el pañuelo a cuadros, porque se le había caído un borrón de tinta en la última página.

– El trabajo, camarada es el ideal mayor de nuestra vida. Quien no trabaja no come.

La cartilla estaba llena. El funcionario puso el timbre en la última página. En el timbre figuraban una hoz y un martillo cruzados, encima de un globo terrestre.

– Ahí tiene usted su cartilla de trabajo, ciudadana Argounova -dijo el empleado soviético-. Ya es usted un miembro más de la mayor República que jamás ha existido en la historia del mundo. Ojalá su primer pensamiento sea la fraternidad de los obreros y campesinos, como lo es de todos los ciudadanos rusos. Le tendió la cartilla. En la primera página, arriba, se leía el grito de guerra: " ¡Proletarios del mundo obrero, unios! " Debajo de él estaba escrito su nombre: Kira Argounova.

Capítulo cuarto

Las manos de Kira estaban cubiertas de ampollas en los puntos en que el duro cordel había rozado demasiado tiempo. No era fácil subir fardos a un cuarto piso, por ocho tramos de escalera de piedra que olían a gato, mientras los pies sentían el frío a través de las delgadas suelas de los zapatos. Cada vez que volvía a bajar, saltando alegremente los peldaños o dejándose resbalar por el pasamano, para cargar con un nuevo paquete, se encontraba con Lidia, que subía lentamente, apretando contra el pecho sus envoltorios, jadeando y suspirando con amargura mientras su aliento se proyectaba como una oleada de vapor sobre el aire húmedo. -¡Ay, Dios mío…! ¡Virgen Santísima…! Los Argounov habían encontrado un piso.

Esto les había parecido un milagro. Había sido inevitable un apretón de manos entre Alexander Dimitrievitch y el Upravdom, el administrador de la casa; un apretón de manos después del cual la mano de Alexander Dimitrieviteh, lo mismo que la del Upravdom, había quedado vacía. Realmente: tres habitaciones y una cocina merecían una señal de gratitud en una ciudad llena hasta los topes.

– ¿Un baño? -había dicho el Upravdom, indignado, repitiendo la pregunta a Galina Petrovna-. ¡No diga tonterías, ciudadana! ¡No diga usted tonterías!

Necesitaban muebles. Valerosamente, Galina fue a la casa de la calle de Kamenostrovsky. Delante de aquel grandioso edificio que se levantaba majestuoso, se detuvo unos instantes, arrebujando cuanto pudo su delgado cuerpo en el raído abrigo de viejas pieles. Luego abrió el bolso y se empolvó la nariz: aquella masa de granito la imponía y la humillaba. No cerró el bolso; sacó un pañuelo. Las lágrimas, con aquel viento helado, ¡eran tan molestas! Pulsó el timbre.

– Bien, bien. De modo que usted es la ciudadana Argounova -dijo el grueso pintor de carteles, un hombre mofletudo que la hizo entrar y escuchó con paciencia todas sus explicaciones. -Claro está que podrá usted llevarse lo suyo, si yo no lo necesito. Todo está en la cochera; tómelo. Tampoco somos tan crueles. Ya sabemos que para vosotros, los burgueses, es muy duro todo esto.

Galína Petrovna echó una ojeada nostálgica a su gran espejo veneciano cuyo pie de ónix sostenía ahora una papelera; pero no dijo una palabra y salió al patio, dirigiéndose a la cochera. Encontró alguna silla sin patas, algunas piezas de porcelana antigua de valor incalculable, un lavabo, un samovar mohoso, dos camas, una caja llena de trajes suyos viejos y el gran piano de Lidia. Encima de todo ello, a montones, muchos libros de su antigua librería, cajas vacías, pedazos de madera y excrementos de ratón. Llamaron a un carretero para que transportase todo aquello a la vieja casa de ladrillo cuyas sucias ventanas se abrían sobre el sucio riachuelo Moika. Pero no podían pagar dos acarreos; de modo que se hicieron prestar un carretón y Alexander Dimitrievitch, silencioso e indiferente, cargó los fardos que habían quedado en casa de Dunaev y los llevó a su nueva casa. Los cuatro subieron fardos por la escalera, pasando ante puertas mugrientas que alternaban con ventanas rotas. Aquella era una "escalera negra", esto es, una escalera de servicio; pero la casa nueva no tenía puerta para las visitas.

No había luz eléctrica; las cañerías estaban reventadas y había que subir el agua a cubos desde el piso de abajo. En el techo, amarillentas manchas recordaban las pasadas lluvias. -Con un poco de trabajo y un poco de sentido artístico, quedará precioso -había exclamado Galina Petrovna. Alexander Dimitrievitch había contestado con un suspiro. Habían instalado el piano en el comedor, y encima Galina Petrovna había colocado una tetera sin asa ni pico, que era el único resto de su espléndido juego de té de porcelana de Sajonia. Un surtido de platos rotos se guardaban en estantes de ruda madera, que Lidia decoró artísticamente con puntillas de papel. Un periódico doblado sostenía la pata más corta de la mesa; una mecha que flotaba en una taza de aceite de linaza daba, en la negra noche, una mancha de luz sobre el techo, y por la mañana, numerosos hilos de humo que parecían telarañas se balanceaban levemente en el aire.

Galina Petrovna se levantaba antes que nadie. Se echaba sobre los hombros un viejo chal, y, soplando fuertemente, encendía los húmedos leños con que tenía que cocer el mijo para la comida. Alexander Dimitrievitch recorría fatigosamente las dos millas que le separaban de la tienda de tejidos que había abierto. Nunca tomaba el tranvía; siempre había largas colas, y él no hubiera encontrado sitio jamás. Su almacén era una antigua tahona. No hubo medio de que le pusieran un rótulo nuevo. Junto a la puerta, sobre uno de los negros cristales en que campeaba un dorado bizcocho, había debido tender un pedazo de tela con un rudimentario cartel, escrito de través. En el escaparate había puesto dos pañuelos y un delantal. Había rascado de los cajones del panadero las antiguas etiquetas y las había ordenado sobre los estantes vacíos. Y allí pasaba el día, sentado, con los pies helados sobre la estufa de hierro, los brazos cruzados, y medio dormido. Cuando entraba un cliente se apresuraba a pasar detrás del mostrador y sonreía amablemente.

– El mejor pañuelo de la ciudad, ciudadano… seguramente, colores vivos como los del extranjero… ¿Sí aceptaría manteca en lugar de dinero…? Claro está que sí, camarada campesino, claro está que sí… ¿Por media libra? Puedo darle dos pañuelos, ciudadano, y un metro de muselina encima.

Y, sonriendo de contento, guardaba la manteca en el gran cajón que le servía de caja registradora, a veces al lado de una libra de avena.

Después de comer, Lidia se enrollaba al cuello una vieja bufanda de punto, tomaba un cesto bajo el brazo y, suspirando amargamente, se dirigía a la cooperativa. Permanecía en la cola contemplando el lento movimiento de las manecillas del reloj de una torre lejana, y se distraía recitando mentalmente las poesías francesas aprendidas en su infancia.

– ¡Pero si el jabón no me hace ninguna falta, ciudadano -protestaba cuando le llegaba el turno de acercarse al mostrador en aquella tienda que olía a vinagre y a emanaciones humanas-, ni quiero tampoco los arenques ahumados! -No tenemos nada más por hoy, ciudadana. ¡Otro! -Bien, bien; lo tomaré -se apresuraba a decir Lidia-; algo hay que comprar.

Galina Petrovna lavaba los platos después de comer, y luego se ponía los lentes, tomaba dos libras de lentejas de un saco que había traído consigo y las limpiaba cuidadosamente; mondaba las cebollas, mientras las lágrimas le corrían gota a gota por las mejillas; lavaba la camisa de Alexander Dimitrievitch en una palangana de agua fría, y molía bellotas para hacer el café. Si tenía que salir para algo, bajaba la escalera corriendo para no encontrarse con el Upravdom. Si lo encontraba sonreía con demasiada vivacidad y decía con un sonsonete:

_ Buenos días, camarada Upravdom.

El camarada Upravdom no contestaba nunca. En sus ojos torvos, Galina Petrovna adivinaba una silenciosa acusación.

_ ¡Burgueses! ¡Negociantes particulares!

Kira había ingresado en el Instituto de Tecnología. Iba todas las mañanas, a pie, silbando, las manos en los bolsillos de un viejo gabán negro de cuello severamente abotonado debajo de la barbilla. En el Instituto asistía a todas las clases, pero hablaba con poca gente. Entre los estudiantes veía muchos pañuelos rojos, y oía hablar mucho de constructores rojos, de cultura proletaria y de jóvenes ingenieros a la vanguardia de la revolución mundial. Pero como estaba ocupada en reflexionar sobre su último problema de matemáticas, no escuchaba. Durante las conferencias sonreía de improviso, de vez en cuando; pero a nadie en particular, sino a un pensamiento confuso que no hubiera sabido expresar en palabras. Evocaba su infancia con la sensación de sumergirse en un alegre baño frío, y le parecía que entraba en la mañana de su vida con los músculos templados, fuertes y duros, y un espíritu como sus músculos y como su trabajo: ante ella estaba su trabajo y tantas otras cosas que hacer.

Por la noche, los Argounov se reunían en torno a la lamparilla de aceite, que colocaban encima de la mesa del comedor. Galina Petrovna les servía lentejas y mijo. En su alimentación no había mucha variedad; el mijo desaparecía de prisa, y con él sus ahorros. Después de la cena, Kira llevaba sus libros al comedor, única habitación de la casa donde había luz. Se sentaba apoyando los codos sobre la mesa, con los libros en medio; hundía sus dedos en su cabellera, y abría atentamente los ojos contemplando las figuras geométricas con la misma pasión que si estuviera leyendo la más interesante novela. Lidia, sonriendo amargamente, bordaba un pañuelo.

– ¡Oh, esta luz soviética! ¡Esta luz! ¡Y pensar que está inventada la electricidad!

– Tienes razón -aprobaba Kira, algo extrañada-; no hay buena luz. ¡Y yo no me había dado cuenta!

Una noche, Galina Petrovna encontró el mijo demasiado mohoso para poderlo cocer, y aquella noche no se cenó. Lidia suspiraba sobre su bordado:

– ¡Estas comidas soviéticas! ¡Mi estómago es un saco vacío! -Es verdad -dijo Kira-. Me parece que no hemos cenado esta noche.

– Pero, ¿dónde tienes la cabeza, si la tienes? -exclamó Lidia enfurecida-. ¿Acaso te das cuenta de algo alguna vez? Durante las largas veladas, Galina Petrovna iba murmurando de vez en cuando:

– ¡Una mujer ingeniero! ¡Vaya una profesión para una hija mía! ¿Es ésta una manera de vivir una joven? Sin un muchacho que la corteje, ni un pretendiente que la visite… dura como una suela de zapato… no tiene ninguna delicadeza, nada de poesía. Ningún sentimiento refinado. ¡Una hija mía! En el cuchitril que Lidia y Kira compartían por la noche no había más que una cama. Kira dormía sobre un colchón en el suelo. Se acostaban temprano para ahorrar luz. Acurrucada bajo una delgada manta, con su abrigo echado encima, Kira observaba a su hermana en su largo camisón de noche, blanca mancha en medio de la oscuridad, arrodillada ante el icono. Temblando de frío, persignándose con mano insegura, inclinándose hasta el suelo delante de la llamita de la lamparita y de los reflejos rutilantes de las caritas duras y bronceadas de las imágenes, Lidia murmuraba febrilmente sus plegarias.

Desde su rincón, tendida en el suelo, Kira podía contemplar por la ventana el rosa gris del cielo y la dorada cúpula del Almirantazgo; lejos, en medio de la fría niebla de Petrogrado la ciudad donde eran posibles tantas cosas.

Víctor Dunaev había tomado un súbito interés por la familia de sus primos. Iba a menudo a verles, y tocaba la campanilla con tanta energía que Lidia temía que la estropease. Se inclinaba sobre la mano de Galina Petrovna como si se hallase en la Corte, y se reía alegremente como si estuviera en el Circo.

En honor suyo, Galina Petrovna servía con el té los últimos terrones de azúcar que le quedaban, en lugar de la sacarina habitual. Víctor les llevaba su luminosa sonrisa, les refería los chis-morreos políticos, las anécdotas más curiosas, las noticias de las últimas invenciones extranjeras, les citaba los poemas más recientes y les exponía sus opiniones sobre la teoría de los reflejos y la de la relatividad en la misión social de la literatura proletaria.

_ Un hombre de cultura -explicaba- debe ser sobre todo un hombre a tono con su siglo.

Sonreía a Alexander Dimitrievitch y se apresuraba a ofrecerle fuego para encender sus cigarrillos hechos en casa; sonreía a Galina Petrovna y se levantaba apresuradamente cada vez que se levantaba ella; sonreía a Lidia y escuchaba sus constantes discursos sobre la fe; pero siempre procuraba sentarse junto a Kira. La noche del 10 de octubre Víctor llegó tarde. Eran ya las nueve cuando su sonoro campanillazo sobresaltó a Lidia. -Lo siento, lo siento de veras -se excusó con una sonrisa irresistible al mismo tiempo que dejaba sobre una silla su frío gabán, levantaba hasta sus labios las manos de Lidia y se daba un golpecito a los despeinados cabellos, todo ello en el espacio de un segundo-. Me han entretenido en el Instituto. Un Consejo de estudiantes. Sé que es una hora impropia para hacer visitas, pero había prometido a Kira llevarla a dar una vuelta por la ciudad, y… -No tienes por qué excusarte, mi querido Víctor -dijo Galina Petrovna, que acudió desde el comedor-, entra y tomarás un poco de té.

La familia estaba reunida alrededor de la mesa. La llamita que navegaba por el aceite de linaza temblaba a cada respiro. Cinco sombras negras se prolongaban hasta el techo. La débil luz de la lamparilla dibujaba un triángulo bajo cinco pares de ojos. El té resaltaba verde a través de los gruesos vasos cortados en viejas botellas.

– He oído decir -suspiró confidencialmente Galina Petrovna en el tono de un conspirador-, he oído decir de buena fuente que esta NEP que ahora han establecido no es más que el principio de una serie de cambios. El primero sería la restitución de las casas y las fábricas a sus primitivos propietarios. ¡Imagínate! Tú ya conoces nuestra casa de Kamenostrovsky: sí… en fin, me lo ha dicho un empleado de la cooperativa que tiene un pariente en el partido y debe de saber cómo andan las cosas. -Es muy probable -asintió Víctor con autoridad, y Galina Petrovna sonrió, feliz. Alexander Dimitrievitch se sirvió una nueva copa de té, miró con vacilación el azúcar, miró luego a su mujer, y por fin se bebió el té sin azúcar. Luego dijo de mal humor: -Los tiempos no son mejores. Ahora llaman a su policía secreta G. P. U., en lugar de Checa, pero sigue siendo lo mismo. ¿Sabéis qué he oído decir hoy en mi tienda? Que se ha descubierto otra conspiración antisoviética. Han detenido a varias docenas de personas, y hoy mismo han detenido al almirante Kovalensky, el que perdió la vista durante la guerra, y le han fusilado sin formarle proceso.

– Sólo se trata de rumores -observó Víctor-, pero a la gente le gusta exagerar.

– La verdad es que es más fácil encontrar comida -dijo Galina Petrovna-. Hoy hemos comprado unas lentejas preciosas, casi tanto como antes.

– Sí -dijo Lidia-, y a mí me han dado dos libras de mijo. -Y a mí -dijo Alexander Dimitrievitch- me han dado una libra de manteca.

Cuando, por fin, Kira y Víctor se levantaron para marchar, Galina Petrovna les acompañó hasta la puerta.

– Te confío a mi hija, ¿verdad, Víctor? No volváis tarde. ¡Hoy día las calles son tan poco seguras! Sed prudentes. Y sobre todo no habléis con gente desconocida. ¡Corren unos tipos tan raros y tan curiosos, ahora!

Ruidosamente, el coche recorría la calle silenciosa. Las anchas aceras vacías parecían canales de hielo gris, que brillasen bajo los altos faroles que huían ondeando detrás del coche. A veces, bajo un farol, divisaban sobre la desierta acera el negro circuito de una sombra. Sobre el círculo estaba una mujer en falda corta, balanceándose ligeramente sobre sus gruesas piernas embutidas en zapatos atados con lazos muy estrechos. Algo parecido a las negras aspas de un molino se veía andar vacilando por la acera.

Sobre esta sombra se tambaleaba un marinero, agitando los brazos y escupiendo cascaras de semilla de girasol.

Un pesado camión, reluciente de bayonetas, pasó estrepitosamente junto al coche. Entre las bayonetas Kira vislumbró una cara blanca, surcada por dos hoyos profundos: unos ojos espantosamente negros. Víctor estaba diciendo: Un hombre moderno culto debe conservar un punto de vista objetivo que le permita ver, cualesquiera que sean sus convicciones personales, nuestra época como un tremendo drama histórico, un momento de importancia gigantesca para la humanidad. ¡Tonterías! -repuso Kira-. Es una necesidad eterna y desagradable la de que las masas existan y nos hagan sentir su existencia. Y en el momento actual nos la hacen sentir de una manera particularmente molesta. Eso es todo.

– Tu punto de vista, Kira, no es ni razonable ni científico -dijo Víctor, y habló del calor estético de la escultura, de los ballets modernos y de los poetas nuevos, cuyos versos se publicaban en graciosos libritos de relucientes cubiertas de papel blanco. Víctor tenía siempre sobre su escritorio el último libro de poesías junto con el último tratado de sociología -para guardar el equilibrio, según explicó-, y luego recitó con voz inexpresiva su poema favorito al par que lentamente se apoderaba de la mano de Kira. Kira retiró su mano y miró los faroles que corrían a lo largo de la calle. El coche dio la vuelta a una plaza. Kira se dio cuenta de que estaba siguiendo el curso de un río, porque por un lado el cielo negro había caído más abajo que la tierra, en un abismo frío y húmedo, y a lo largo de este abismo lucían blancas franjas perezosamente reflejadas por los solitarios reverberos que brillaban más altos, a lo lejos, en medio de la oscuridad. Por el otro lado, las altas casas negras recortaban en el cielo un perfil de urnas, estatuas y balustradas. En los palacios todo estaba a oscuras. Los cascos de los caballos, al resonar contra los adoquines, despertaban los ecos de largas procesiones de salones vacíos. En el Jardín de Verano, Víctor despidió el coche. Pasearon abriéndose paso con dificultad por una alfombra de hojas caídas que nadie se cuidaba de recoger. No se veía ninguna luz; ningún otro visitante estorbaba la silenciosa desolación de aquel famoso parque. En torno a Víctor y a Kira, negras bóvedas de añosas encinas habían ocultado súbitamente la ciudad y en la húmeda oscuridad llena de murmullos y oliendo a musgo, a hojas mojadas y a otoño, blancas sombras de estatuas les señalaban los largos paseos rectos. Víctor, sacándose el pañuelo, secó un banco humedecido por el rocío. Allí se sentaron, bajo la estatua de una diosa griega de rota nariz. Una hoja de plátano cayó planeando lentamente: fluctuó alrededor de su cabeza y acabó posándose en uno de los brazos de la estatua, que había perdido la mano.

El brazo de Víctor rodeó los hombros de Kira. Ella se retiró. Víctor, inclinándose sobre ella, murmuró suspirando cuánto había aguardado el momento de hablarla a solas. Había tenido muchas aventuras, muchas mujeres que habían sido demasiado amables para con él, pero él siempre se había sentido infeliz y solo, comprendía que su alma tímida y sensible, trabada por las convenciones, no se había despertado todavía a la vida, al amor. Kira se apartó todavía más y se esforzó en cambiar la conversación. -¿No has pensando nunca en el amor, Kira? -Nunca; ni nunca pensaré. Y no me gusta ni el nombre. Ahora que ya lo sabes podemos volver a casa. Se levantó; pero él la cogió de la muñeca. -No; todavía no.

Kira estaba entre sus brazos. Retiró vivamente su cabeza hacia atrás, y el violento beso que iba destinado a sus labios desfloró apenas su mejilla.

Con un movimiento rápido, Kira se liberó y rechazó a Víctor hacia el poyo. Suspiró profundamente y se cerró el cuello del abrigo. -Buenas noches, Víctor, me voy a casa… sola. Confuso, él se levantó. -Lo siento, Kira. Te acompaño.

– He dicho que voy sola.

– ¡Sabes de sobra que no puede ser! Es peligroso. Una muchacha como tú no puede andar sola por las calles a estas horas. -No tengo miedo a nada.

Kira se marchó, y Víctor fue tras ella. Salieron del Jardín de Verano. En la calle desierta, un miliciano, apoyado al parapeto, contemplaba absorto los reflejos de la luz en el agua.

_ Si no me dejas inmediatamente -dijo Kira- le diré al miliciano que eres un extraño que me está importunando.

_ Yo le diré que mientes.

_ No lo podrías probar hasta mañana por la mañana. Mientras tanto pasarías la noche en la cárcel. -Bien. Puedo probar. Kira se acercó al miliciano.

_ Perdón, camarada -empezó… y viendo que Víctor se volvía y se alejaba rápidamente-, ¿puedes decirme hacia dónde está la Moika?

Ahora Kira andaba sola por las oscuras calles de Petrogrado. Estas parecían un escenario abandonado. En las ventanas, ni una luz. Por encima de los tejados, sobre el fondo de las nubes que vagaban, se elevaba la torre de una iglesia; parecía que vacilase, amenazadora, en medio de un cielo inmóvil, pronta a derrumbarse.

En los cerrados zaguanes humeaban las linternas; a través de sus enrejadas ventanillas, los vigilantes nocturnos seguían con los ojos a la muchacha solitaria. Milicianos soñolientos y de torvo aspecto le lanzaban oblicuas miradas. Un cochero, que se había despertado al ruido de sus pasos, le ofreció sus servicios. Un marinero intentó seguirla, pero la expresión de su cara le hizo renunciar a ello. Silenciosamente, al acercarse ella, un gato saltó de una ventana al suelo.

Era mucho más tarde de las doce cuando Kira se encontró de improviso en una calle viva en medio de la ciudad muerta. Amarillas aberturas veladas por cortinas, aberturas luminosas rompían la fría línea severa de los muros, proyectando sus reflejos sobre la acera, a la que se abrían puertas de cristales. Muy lejos, oscuros tejados parecían encontrarse en el cielo oscuro sobre el estrecho espacio libre que dejaban entre ellas las moles de piedra. Kira se detuvo. Se oía un fonógrafo; desde una ventana iluminada se difundía la música en el silencio. Era la Canción de la copa rota. Era el canto de una esperanza sin nombre que la asustaba porque sentía su embriagadora promesa que ella no sabía definir: casi ni habría podido decir si era realmente una promesa lo que le brindaba aquella canción; sólo sabía que le producía una emoción, un sufrimiento que se extendía por todo su cuerpo.

Una explosión de rápidas notas triunfales; las cuerdas del violín no podían detenerlas; parecían puntapiés de desafío contra copas de cristal. Y, en lo alto, en los espacios por donde corrían las nubes hechas jirones, el cielo negro quedaba espolvoreado de los luminosos añicos del cristal roto.

La música cesó. En el aire se oyó el eco de una risotada. Un brazo desnudo bajó la cortina de aquella ventana.

Entonces Kira se dio cuenta de que no estaba sola. Vio mujeres de labios pintados de escarlata y caras que los polvos habían dejado más blancas que la nieve, pañuelos rojos, faldas cortas y piernas que salían de altos borceguíes anudados demasiado estrechos. Vio cómo un hombre tomaba del brazo a una mujer y luego ambos desaparecían por una puerta de cristales. Comprendió dónde se hallaba. Apresuradamente, nerviosa, quiso huir de allí. En la esquina más próxima se detuvo. El hombre era alto. Llevaba el cuello levantado, la gorra caída sobre los ojos. Su boca, severa, serena y despectiva, parecía la de un capitán de otros tiempos en el momento de mandar a sus hombres a la muerte, y sus ojos parecían contemplar la ejecución de esa orden.

Kira se acercó a un farol, miró de hito en hito al hombre y le sonrió. Lo hizo sin pensar; no se dio cuenta de lo ilógico de su esperanza de que él la conociera como ella le conocía. El se detuvo y la miró. -Buenas noches -dijo. Y Kira, que creía en los milagros, contestó: -Buenas noches.

El se acercó y la miró sonriendo, con los ojos medio cerrados. Pero cuando sonreía, las comisuras de sus labios no se levantaban, sino que se bajaron y el labio superior se plegó en un rictus sardónico.

– ¿Sola? -preguntó.

– Terriblemente; ¡y hace tanto tiempo! -contestó sencillamente ella.

– Ven conmigo, pues. -Vamos.

La tomó del brazo y ella le siguió. El dijo: Tenemos que ir de prisa; no puedo detenerme por estas calles tan llenas de gente. -Yo tampoco.

Te advierto que no debes preguntarme nada.

No tengo nada que preguntar.

Kíra contemplaba los increíbles trazos de su rostro, tocaba tímidamente, incrédulamente, los largos dedos de la mano que oprimía su brazo.

– ¿Por qué me miras así? -preguntó él. Pero ella no contestó. El dijo:

_ Temo que esta noche no voy a estar de buen humor.

– ¿Puedo ayudarle? -Por eso estás ahí. Súbitamente, el hombre se detuvo.

– ¿Cuánto quieres? -preguntó-. No llevo mucho dinero. Kira le miró y entonces comprendió por qué le había hablado. Se quedó mirándole en silencio a los ojos. Cuando habló, su voz había perdido su tono de respeto: era serena y fría. Dijo: -No será mucho. -¿Adonde vamos?

– Detrás de la esquina he visto un jardincillo. Vamos allí primero.

– ¿No hay ningún miliciano por ahí? -No.

Se sentaron en la escalinata de una gran casa abandonada. Los árboles les resguardaban de la luz de la calle y en sus caras y las paredes se veían manchas iluminadas por los trémulos rayos de los faroles. Sobre sus cabezas, hileras de vacías ventanas se abrían en la piedra vacía. Sobre la puerta del palacio, donde había campeado el escudo de los dueños, la piedra había sido martilleada. La verja del jardín estaba rota y las altas lanzas de hierro estaban inclinadas hacia el suelo, como si se bajasen en un grave saludo. -Quítate la gorra -dijo Kira. -¿Por qué? -Quiero verte.

– ¿Te han enviado en busca de alguien? -No: ¿quién tenía que enviarme?

El, sin contestar, se descubrió la cabeza. La muchacha contemplaba su belleza no con admiración, sino con una incrédula reverencia tímida. Sólo le dijo:

– ¿Siempre vas de paseo con los hombros del gabán desgarrados?

– Esto es todo cuanto me queda. Y tú, ¿contemplas siempre a la gente como si tus ojos fueran a salir de sus órbitas? -Alguna vez.

– Yo que tú, no lo haría. Cuanto menos veas a la gente, tanto mejor para ti. A menos que tengas los nervios muy fuertes y el estómago muy resistente. -Los tengo.

– ¿Y las piernas también?

Alargó el brazo y las puntas de sus dedos levantaron la falda de la muchacha, no muy por encima de las rodillas, ligeramente, con desprecio. Las manos de ella se agarraron a los escalones de piedra. No se bajó la falda, sino que se contuvo y permaneció sentada, inmóvil, helada, sin respirar.

El la miró: sus ojos se dirigían hacia arriba o hacia abajo, pero las comisuras de sus labios sólo se movían hacia abajo. Ella, obediente, sin mirarle, susurró: -Tengo las piernas fuertes. -Bien, pues: si tienes las piernas fuertes, corre… -¿Lejos de ti?

– No; lejos de todos. Pero no pienses más en ello. Bájate la falda. ¿No tienes frío? -No.

Pero se bajó la falda.

– No te fijes en lo que digo -prosiguió él-. ¿Tienes algo de beber en tu casa? -Sí… claro…

– Te advierto que esta noche voy a beber como una esponja. -¿Por qué esta noche? -Es mi costumbre. -No es verdad. -¿Cómo lo sabes? -Sé que no es verdad. -¿Qué más sabes de mí?

_ Que estás muy cansado.

_ Es cierto. He andado toda la noche.

– ¿Por qué?

– Te he dicho que no me preguntes nada.

Contempló a la muchacha que estaba sentada, con la espalda apoyada en la pared. Sólo vio un ojo gris, sereno y firme, y más arriba un rizo de cabellos; vio también la muñeca de una mano escondida en un bolsillo negro, y unas medias negras, cortas, que cubrían unas piernas que se apretaban fuertemente una contra la otra. En la oscuridad adivinó la línea de unos largos labios delgados, el negro moldeado de un esbelto cuerpo que temblaba ligeramente. Sus dedos se cerraron en torno a la media negra. La muchacha no se movió. El se acercó todavía más a la oscura boca y murmuró:

– Deja ya de mirarme como si fuera algo raro. Quiero beber. Quiero una mujer como tú. Quiero hundirme, hundirme, hasta donde puedas llevarme.

– Tienes mucho miedo de que no puedan arrastrarte hacia abajo.

La mano del hombre abandonó la media. Mirándola más de cerca, le preguntó:

– ¿Desde cuándo haces este oficio? -Oh… no hace mucho… -Lo imaginaba.

– Lo siento: he intentado hacerlo lo mejor que he sabido. -¿Qué es lo que intentabas? -Parecer experta.

– ¡Tonta! ¿Por qué? Te prefiero como eres, con esos ojos curiosos que ven demasiado… ¿Qué es lo que te arrastró a esta situación?

– Un hombre.

– ¿Valía la pena?

– Sí.

– ¡Qué apetito!

– ¿De qué?

– De la vida.

Si no se tiene este apetito, ¿para qué sentarse a la mesa?

Ella se rió, y su risa resonó en los huecos ventanales que había encima de sus cabezas, fría y vacía como los ventanales mismos.

– Quizás el recoger sólo algunas ruinas, como haces tú, puede resultar todavía divertido. Quítate el sombrero. Kira se descubrió. Contra la piedra gris, sus cabellos ensortijados, iluminados por la luz que se filtraba a través del follaje, brillaron con un tono cálido como de seda.

El le acarició los cabellos y le preguntó, echándole la cabeza hacia atrás hasta hacerle daño: -¿Amaste a aquel hombre?

– ¿A qué hombre?

– Al que te arrastró a esta vida.

– Yo… -de improviso, Kira se confundió, sorprendida por un pensamiento inesperado

– . No, no le amaba.

– Está bien.

– Y tú… -empezó a decir ella, pero se dio cuenta de que no podía terminar la pregunta.

– Dicen que no siento nada por nadie, excepto por mí mismo -repuso él-, y aun por mí mismo apenas me preocupo.

– ¿Quién lo ha dicho?

– Una persona que no me quiere. Conozco a mucha gente que no me quiere. -Esto está bien.

– Pero nunca conocí a nadie que encontrase que esto está bien.

– Sí; conociste a alguien.

– ¿A quién?

– A ti mismo.

El se inclinó hacia ella, y sus ojos escrutaban la oscuridad; luego se alejó de nuevo y se encogió de hombros.

– Te equivocas. No soy lo que tú supones. Siempre he querido ser uno de esos empleados soviéticos que venden jabón y sonríen a todos los clientes. Ella dijo:

– ¡Eres tan profundamente desgraciado!

Sus caras estaban juntas, tanto que ella sentía sobre sus labios el aliento de él.

– ¿Quién te ha pedido tu simpatía? ¿Acaso crees que lograrás hacerte querer por ti misma? No te hagas ilusiones. Nada me importa lo que pienso de ti, y menos todavía lo que tú piensas de mí. Soy como cualquier otro de los hombres que se han acostado o se acostarán contigo. Kira dijo:

_ Esto significa que te gustaría ser como los demás, pero me parece que estarías contento de saber que nunca me he acostado con nadie.

El la contemplaba en silencio. Bruscamente le preguntó:

_ ¿Eres una… profesional?

– No.

El le preguntó, algo sobresaltado: -¿Qué eres, entonces? -Siéntate. -Contesta.

– Soy una muchacha decente que estudia en el Instituto de Tecnología, y mis padres me echarían de casa si supieran que he hablado con un desconocido por la calle.

El volvió a mirarla; Kira estaba sentada en un peldaño a sus pies y a su vez le contemplaba el rostro con atención. En aquellos ojos, él no vio ni miedo ni ternura, sino una calma insolente. Le preguntó:

– ¿Por qué has hecho esto?

– Quería conocerte.

– ¿Por qué?

– Me gustaba tu cara.

– ¡Tonta! Si yo hubiese sido otro hubiera podido… portarme de otro modo.

– Sí; pero yo ya sabía que no eras otro.

– Pero ¿sabes que estas cosas no se hacen?

– No me importa.

El sonrió y de súbito le preguntó: -¿Quieres que te confiese una cosa?

– Sí.

– Esta es la primera vez que he intentado… comprar una mujer.

– ¿Y por qué esta noche?

– La mujer era lo de menos. Había estado andando horas enteras, y en esta ciudad no hay una casa en que yo pueda entrar.

– ¿Porqué?

No preguntes. No había podido decidirme a acercarme a una de… aquellas mujeres. Pero tú… tú me gustaste con tu rara sonrisa. ¿Qué hacías por las calles a estas horas?

– He reñido con alguien; no llevaba dinero para el tranvía; volvía a casa sola… y me perdí.

– Entonces, gracias por tu extraordinaria noche. Será un raro recuerdo que me llevaré de esta última noche mía en la ciudad.

– ¿Tu… última noche?

– Sí. Me marcho al amanecer.

– Y ¿cuándo volverás?

– Creo que nunca.

Ella se levantó. Se paró ante él y le preguntó:

– ¿Quién eres?

– Aunque me fiase de ti no podría decírtelo.

– No puedo dejarte marchar para siempre.

– Bien; me gustaría volver a verte. No voy lejos. Tal vez vuelva a la ciudad.

– Te daré mis señas.

– No; tú no vives sola y yo no puedo entrar en ninguna casa.

– ¿Puedo venir yo a la tuya?

– No tengo.

– Entonces…

– Vamos a quedar en volvernos a ver aquí. Dentro de un mes. Entonces, si todavía vivo, y si puedo entrar en Petrogrado, te aguardaré aquí.

– Vendré.

– El 10 de noviembre; pero de día, a las tres de la tarde, en estos escalones.

– Sí.

– Bien. Todo esto es absurdo como nuestro encuentro, y ahora debes volver a tu casa; no debes estar fuera a estas horas.

– Y tú, ¿dónde irás?

– Andaré hasta el amanecer. Sólo faltan pocas horas. Vamos.

Kira no discutió más. El la tomó del brazo, y ella le siguió. Se detuvieron ante las lanzas curvas de la verja derruida. La calle estaba desierta. En una esquina, lejos, un cochero levantó la cabeza al rumor de sus pasos. El le llamó. Cuatro caballos avanzaron rasgando el silencio de la noche.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó ella.

– Leo. ¿Y tú?

– Kira.

El coche se acercó. El dio al cochero un billete de Banco.

– Dile dónde quieres ir.

_ Adiós -murmuró Kira-, ¡hasta dentro de un mes!

– Si vivo -repuso él- y si no lo he olvidado. Kira se encaramó en el asiento y se arrodilló de modo que pudiera mirar por la ventanilla posterior. Mientras el coche se alejaba lentamente, la muchacha, con la cabellera al viento, contemplaba al hombre que seguía con la mirada el vehículo. Cuando éste dobló la esquina, Kira permaneció arrodillada, pero inclinó la cabeza. Su mano reposaba sobre el asiento, abandonada con la palma hacia abajo, y ella sentía el latido de su corazón en la punta de los dedos.

Capítulo quinto

Galina Petrovna se lamentaba todas las mañanas: -¿Qué tienes, Kira? Unas veces comes, otras no… no sientes frío… no te das cuenta de cuando se te habla… ¿Qué te ocurre? Por la noche, Kira volvía a pie a su casa, y sus miradas iban siguiendo a todos los tipos altos, escrutaban ansiosamente bajo todos los cuellos de gabán levantados; su mismo anhelo la hacía contenerse la respiración. No esperaba encontrarle en la ciudad, ni lo deseaba tampoco. Nunca se preguntaba si habría o no regresado, si la querría. No tenía otro pensamiento que el de que él existía.

Todas las noches volvía del Instituto a casa a pie, sola. Una vez, Galina Petrovna, al abrirle la puerta, tenía los ojos hinchados y enrojecidos.

– ¿Te han dado el pan? -fue la primera pregunta que le hizo, en medio de la fría corriente de aire de la puerta abierta. -¿Qué pan? -preguntó Kira.

¡Qué pan! ¡El tuyo! El pan del Instituto. Hoy es día de reparto; no me digas que lo has olvidado. -¡Ay, Dios mío!

Galina se dejó caer en una silla, y sus brazos, desesperados, se abandonaron a lo largo de su cuerpo.

– Pero, Kira, ¿qué te pasa? La ración que te dan apenas bastaría para un gato y aún te olvidas de recogerla. ¡Estamos sin pan! ¡ Ay, misericordia divina!

En el oscuro comedor, Lidia estaba sentada junto a la ventana haciendo calceta a la luz de un farol de la calle. Alexander Dimitrievitch, con la cabeza apoyada sobre la mesa, dormitaba. -No hay pan -anunció Galina-. Su Alteza lo ha olvidado. Lidia sonrió amargamente. Alexander Dimitrievitch se levantó suspirando.

– Me voy a la cama -murmuró-; cuando se duerme no se siente el hambre.

– No tenemos qué comer esta noche. Ya no nos queda mijo. Las cañerías del agua están reventadas. No hay agua en casa. -Yo no tengo apetito -dijo Kira.

– Eres la única persona de la familia que tiene cartilla de racionamiento de pan, pero no parece que te preocupes mucho por nosotros.

– Lo siento, mamá. Lo pediré mañana.

Kira encendió la lamparilla. Lidia se acercó con su labor a la luz vacilante.

– Tu padre no ha vendido nada hoy, en la tienda -dijo Galina Petrovna.

La campanilla sonó con insistencia, ásperamente. Galina Petrovna se estremeció y se apresuró a abrir la puerta. Del recibimiento se oyeron las fuertes pisadas de unas gruesas botas. El Upravdom entró sin que lo invitasen, ensuciando de barro el suelo del comedor. Galina Petrovna le seguía arrebujándose convulsivamente en su chal. El Upravdom llevaba un papel en la mano.

– Respecto al asunto de las cañerías del agua, ciudadana Argounova -dijo dejando el papel sobre la mesa y sin quitarse la gorra-, se ha decidido que deberemos imponer a los inquilinos una cuota proporcional a su condición social, para las reparaciones. Ahí está la lista de los que deben pagar. El dinero debe estar en mi oficina mañana por la mañana, antes de las diez. Buenas noches, ciudadanos.

Galina Petrovna cerró la puerta y con mano trémula acercó el papel a la luz.

Doubenko, obrero, cuarto número 12, tres millones de rublos. Rilnikov, funcionario soviético, cuarto número 13, seis millones de rublos.

Argounov, comerciante privado, cuarto número 14, cincuenta millones de rublos.

El papel cayó al suelo: la mirada de Galina Petrovna cayó sobre sus manos cruzadas sobre la mesa.

– ¿Qué sucede, Galina? ¿Cuánto es? -preguntó desde su cuarto Alexander Dimitrievitch.

– Es… no es mucho. Duerme, ya te lo diré mañana. Como no tenía pañuelo, se secó la nariz con la punta del chal y entró arrastrando los pies en la habitación.

Kira se inclinó sobre el libro. La llave vacilaba danzando sobre las letras. La única cosa que lograba leer o recordar no estaba escrita en el libro: " si vivo… y si me acuerdo ".

Los estudiantes tenían ración de pan y pasaje gratuito en los tranvías.

Hacían cola en las húmedas y destartaladas oficinas del Instituto de Tecnología para recoger sus cartillas, y luego, en la cooperativa, volvían a hacer cola para que les dieran el pan. Kira llevaba una hora aguardando. El empleado que despachaba iba dando duros pedazos de pan a los de la fila que, lentamente, iba avanzando; luego hundía los dedos en un barril para pescar los arenques, se limpiaba las manos sobre el pan y, por último, recogía los billetes de Banco llenos de mugre. El pan y los arenques, sin envolver, desaparecían en las carteras llenas de libros. Los estudiantes silbaban alegremente, y andaban marcando pasos de baile por el pavimento lleno de polvo.

La joven que estaba junto a Kira en la fila se apoyó súbitamente, sonriendo, sobre su hombro, con una familiaridad que sorprendió a Kira, que nunca la había visto antes. La joven, de anchas espaldas, llevaba una chaqueta de piel de foca, tenía las piernas cortas y gruesas, calzaba zapatos masculinos sin tacón, cubría sus cabellos cortos y lacios con un pañuelo rojo atado de cualquier manera, y tenía los ojos muy apartados uno de otro, la cara pecosa y redonda, los labios delgados y apretados con tal aire de determinación que casi lograba hacerlos invisibles, y los hombros de su negra chaqueta estaban cubiertos de caspa. Señalando un gran pasquín pegado a la pared en el que se convocaba a todos los estudiantes a una reunión para la elección del Consejo estudiantil, preguntó a Kira: -¿Vas a la reunión esta tarde, camarada? -No -respondió Kira.

– Pues hay que ir, camarada. De todos modos, es algo muy importante. Tienes que votar, ¿sabes? -Nunca en mi vida he votado. -¿Eres de primer año, camarada? -Sí.

– ¡Maravilloso, maravilloso! ¿No lo encuentras maravilloso? -¿Qué?

– El empezar tu educación en un momento glorioso como éste, en que la ciencia es libre y los caminos están abiertos a todos. Ya lo comprendo, todo esto es nuevo para ti y debe parecerte muy extraño. Yo soy de las veteranas; podría ayudarte. -Agradezco el ofrecimiento, pero… -¿Cómo te llamas, querida? -Kira Argounova.

– Yo me llamo Sonia. Sólo camarada Sonia. Todo el mundo me llama así. Seremos buenas amigas, ¿sabes? Lo adivino. Mi mayor alegría es ayudar a las estudiantes jóvenes e inteligentes como tú. -Pero -objetó Kira- yo no tengo idea de haber dicho nada particularmente inteligente. La camarada Sonia prorrumpió en una carcajada. -¡Ah, pero yo conozco a las muchachas! ¡Conozco a las mujeres! Nosotras, las mujeres nuevas que deseamos vivir una vida útil, tener una carrera y ocupar el puesto que nos corresponde junto a los hombres en el trabajo positivo de este mundo, en lugar de las antiguas ocupaciones culinarias, tenemos que unirnos.

Nada me gusta tanto como una estudiante nueva. La camarada Sonia será siempre tu amiga. La camarada Sonia es amiga de todos.

La camarada Sonia sonrió. Sonrió mirando francamente a los ojos de la muchacha que tenía delante, como si, gentilmente, de una manera irrevocable, tomase en sus manos aquellos ojos y la mentalidad que había detrás de ellos. La sonrisa de la camarada Sonia era amistosa, de una cordialidad cortés, insistente y perentoria, que se aprovechaba de la primera palabra pronunciada para apoderarse de uno.

_ Gracias -dijo Kira-, ¿qué es lo que queréis que haga?

– Para empezar, camarada Argounova, tienes que asistir a la reunión. Debemos elegir el Consejo de estudiantes más antiguos. Son nuestros enemigos de clase, ¿sabes? Los estudiantes jóvenes como tú tenéis que apoyar la candidatura de nuestra célula comunista, que tutela vuestros intereses. -¿Eres una de las candidatas de la célula, camarada Sonia? La camarada Sonia sonrió.

– ¿Lo ves? ¡Ya decía yo que eras una muchacha inteligente! Sí, soy una de ellas. He formado parte del Consejo durante dos años. Trabajo duro. Pero ¿qué se le va a hacer? Los camaradas estudiantes parecen tener necesidad de mí y yo tengo que cumplir con mi deber. Ven conmigo y te diré por quién debes votar.

– ¡Oh! -dijo Kira-. ¿Y luego?

– Ya te explicaré. Todos los estudiantes rojos se unen en algún género de actividad social, ¿sabes? Y te conviene no inspirar sospechas de tendencias burguesas. He organizado el círculo marxista. Lo constituye un pequeño grupo de estudiantes jóvenes que yo presido, que quieren aprender la ideología proletaria que todos necesitamos cuando entramos en el mundo para servir al Estado proletario. En realidad, para esto estudiamos, ¿no es verdad?

– ¿Y no se os ha ocurrido -preguntó Kira- que quizás estoy aquí por la extraordinaria y casi increíble razón de que deseo aprender una profesión que me gusta, sólo porque me gusta? La camarada Sonia miró a los ojos de la camarada Argounova y comprendió que se había equivocado.

– Bien -dijo sin sonreír-, como quieras.

– Me parece que asistiré a la reunión -dijo Kira- y creo que voy a votar.

Un anfiteatro de bancos llenos de gente se levantaba como un dique, y las oleadas de estudiantes llenaban las gradas, los pasillos, los antepechos de las ventanas, y se aglomeraban en las aberturas de las puertas abiertas.

Un joven orador se inclinó solícito sobre la mesa de la tribuna, frotándose las manos como un dependiente detrás del mostrador. Su cara parecía haber permanecido largo tiempo detrás de un escaparate: le faltaba un poco de color para que sus ojos fuesen azules, rubios sus cabellos y fresca su tez. Sus pálidos labios no llegaban a encuadrar la oscura abertura de su boca, que se abría y cerraba al par que iba profiriendo gritos que parecían voces de mando militares a su atento auditorio.

– ¡Camaradas! ¡Las puertas de la ciencia están abiertas para todos nosotros, hijos del trabajo! La ciencia está ahora en nuestras callosas manos. Hemos superado el viejo prejuicio burgués de la ciencia objetiva e imparcial. La ciencia no es imparcial. La ciencia es un arma para la lucha de clases. No estamos aquí para apoyar nuestras míseras ambiciones personales. Ya hemos superado el viscoso egoísmo del burgués que lloriqueaba por una carrera individual. Nuestra única meta, nuestro único ideal para entrar en' el Instituto Rojo de Tecnología es ejercitarnos para llegar a ser combatientes plenamente eficaces, a la vanguardia de la cultura y de la constructividad proletaria.

El orador bajó de la tribuna frotándose las manos. Entre los oyentes, algunos aplaudieron ruidosamente, otros continuaron con las manos en los bolsillos de sus fríos gabanes. Kira se inclinó hacia la muchacha pecosa que estaba a su lado y preguntó: -¿Quién es?

– Pavel Syerov. De la célula comunista. Miembro del Partido. Anda con cuidado. Por todos lados está lleno de espías. Los estudiantes estaban formando una masa confusa que llegaba al techo, una masa de caras pálidas y de gabanes viejos y deformados. Pero les dividía una línea invisible; una línea que no iba recta entre los bancos, sino que corría en zigzag a través de la sala colmada de público, una línea que nadie podía ver, pero que todos sentían, una línea precisa y sin misericordia como una lanza afilada.

Un sector llevaba la gorra verde de los antiguos tiempos despreciados por los reglamentos recientes: la llevaba orgullosamente, con aire de desafío, como un distintivo honorífico y una amenaza; el otro sector llevaba pañuelos rojos y elegantes chaquetas militares de cuero. El primero, el más numeroso, envió a la tribuna oradores que recordaron al auditorio que los estudiantes habían tenido siempre buen olfato para reconocer la tiranía, de cualquier color que se vistiera, y un huracán de aplausos retumbó desde el techo hasta las gradas mismas de la tribuna, un aplauso demasiado fuerte, demasiado largo, enérgico, hostil y amenazador como la última palabra de la multitud, como si las manos dijeran más de lo que osaban decir las palabras. El otro sector observaba en silencio, con los ojos fríos y serios. Sus oradores vociferaban acerca de la Dictadura del Proletariado, como si no se dieran cuenta de la súbita carcajada que resonaba no se sabía dónde ni de las descaradas cascaras de semilla de girasol que llovían sobre la nariz del orador.

Eran jóvenes, y confiaban demasiado en que nada tenían que temer. Era la primera vez que hablaban alto, mientras el país, en torno a ellos, había dicho ya hacía tiempo su última palabra. Eran correctos y amables con sus enemigos, como sus enemigos eran correctos y amables con ellos: unos y otros se llamaban "camaradas". De uno y otro lado se sabía bien el silencioso duelo a vida o muerte; pero sólo por un lado, el menos numeroso, se sabía quién se llevaría la victoria. Jóvenes y confiados, en sus chaquetas de cuero y sus pañuelos rojos, éstos contemplaban con implacable tolerancia a los otros, también jóvenes y confiados; y su tolerancia tenía el frío centelleo de una bayoneta escondida que -lo sabían muy bien- no tardaría en aparecer. Pavel Syerov fue a sentarse en el estrado. Se volvió hacia su vecino, un joven esbelto, de cara alargada y flaca, y murmuró:

– ¡Ah! ¡De modo que ésos son los discursos que se pronuncian aquí! ¡Vaya una tarea que nos aguarda! Si en el frente alguien se hubiera atrevido…

– El frente, camarada Syerov -respondió la débil voz incolora de su compañero-, ha cambiado. El frente exterior está conquistado. Ahora tenemos que abrir trincheras en el frente interior -y se inclinó todavía más hacia el camarada Syerov. Sus largas y flacas manos se apoyaban sobre la mesa; levantó apenas un dedo y lo agitó lentamente señalando al auditorio por uno y otro lado-. En el frente interior -susurró- no hay bombas ni cañones; cuando nuestros enemigos caen no se de'rrama sangre ni lágrimas. El mundo no sabe nunca cuándo han sido suprimidos. A veces no lo saben ni ellos mismos. El mundo de hoy, camarada Syerov, pertenece a los combatientes de la cultura roja. Cuando se hubo pronunciado el último discurso llegó la votación. Algunos candidatos salieron de la sala, por turno, mientras otros hablaban brevemente de ellos, se alzaban manos y algunos estudiantes, de pie sobre las mesas y empuñando sus lapiceros, contaban los votos.

Kira vio a Víctor que salía y escuchó el discurso de su mantenedor sobre la prudencia del camarada Víctor Dunaev, que actuaba bajo impulsos del espíritu de comprensión y cooperación: los dos partidos aplaudieron y uno y otro votaron por el camarada Víctor Dunaev. Kira, no.

– Se ruega al camarada Pavel Syerov que salga un momento -dijo el presidente-; tiene la palabra Presniakova. En medio de los aplausos, la camarada Sonia subió a la tribuna, se arrancó el pañuelo rojo y sacudió, desenvuelta y enérgica, su corta melena.

Exactamente, la "camarada Sonia" dijo a modo de saludo al auditorio:

– Saludos proletarios muy cordiales a todos, y muy especialmente a nuestras camaradas femeninas. Nada me gusta tanto como una estudiante nueva. Una mujer emancipada de la vieja esclavitud de los platos y de la colada. Aquí me tenéis, vuestra "camarada Sonia", dispuesta a serviros a todos. Aguardó a que cesasen los aplausos y prosiguió: -¡Camaradas estudiantes! Debemos permanecer unidos para sostener nuestros derechos. Tenemos que aprender a expresar nuestra voluntad proletaria y a darla a conocer a nuestros enemigos. Tenemos que imprimir nuestra bota proletaria sobre sus blancos pechos, descubrir sus intenciones de traición. Nuestras escuelas rojas son para los estudiantes rojos. Nuestro Consejo de estudiantes debe montar la guardia en torno a nuestros intereses proletarios. En vuestras manos está el elegir a aquellos cuya lealtad proletaria no ofrece duda. Ya habéis oído al camarada Pavel Syerov. Yo estoy aquí para deciros que es un veterano combatiente de las filas comunistas, un miembro del Partido desde la Revolu ción, un soldado del Ejército rojo. Votemos por un buen proletario, un soldado rojo, el héroe de Melitopol, el camarada Pavel Syerov.

A través de una tempestad de aplausos sus pesados zapatos bajaron de la tribuna, mientras ella, jadeante, con la cara abierta en una ancha sonrisa, se pasaba el dorso de la mano por debajo de la nariz.

El camarada Syerov resultó elegido; lo mismo que la camarada Sonia y que el camarada Víctor Dunaev. Pero también resultaron elegidos miembros del partido de las gorras verdes: dos tercios del nuevo Consejo de estudiantes.

– Ahora, para cerrar la sesión -gritó el presidente-, vamos a entonar nuestra vieja canción: Días de nuestra vida. Un coro discordante prorrumpió solemnemente a cantar:

Rápidos como las olas - son los días de nuestra vida…

Era una canción báquica ascendida a la dignidad de himno estudiantil, un motivo lento, triste, con la alegría artificial de unas notas sin brío, nacido bastante antes de la Revolución en las habitaciones mal aireadas en que unos hombres sin afeitar y unas mujeres masculinizadas discutían de filosofía, y, en una forzada bravata, bebían vodka barato a la " fertilidad de la vida ". Kira frunció el entrecejo. No cantó: desconocía aquella canción y no quería aprenderla. Observó que los estudiantes de pañuelo rojo y de la chaqueta de cuero también permanecían silenciosos. Cuando cesó el canto, Pavel Syerov gritó: -Ahora, cantaradas, nuestra respuesta.

Por primera vez desde que estaba en Petrogrado, Kira oyó La Internacional. Intentó no escuchar la letra. Hablaba de condenados, de hambrientos, de esclavos, de los que no eran nada y pasaban a serlo todo; en la copa de la música las palabras no eran excitantes como el vino, ni terribles como la sangre, sino grises como el agua en que se riegan los platos.

Pero la música cantaba una promesa, sus notas subían trémulas, y Kira sonreía a la apasionada melodía aun conociendo la tremenda mentira que se encerraba en ella.

– Esta es la primera cosa hermosa que he encontrado en la revolución -dijo a su vecina.

– Anda con cuidado -murmuró la joven pecosa mirando nerviosamente a su alrededor-; pueden oírte.

– Cuando todo esto haya pasado -dijo Kira-, cuando las huellas de su República hayan sido desinfectadas por la Historia, ¡qué maravillosa marcha fúnebre será este himno! -¿Qué estás diciendo, tontuela?

Una mano de hombre asió la muñeca de Kira, haciéndole dar la vuelta. Kira vio dos ojos grises que parecían los de un tigre domesticado; pero no estaba muy segura de si realmente estaba domesticado o no. En la cara del hombre se veían cuatro líneas rectas: dos cejas, la boca y una cicatriz en la sien derecha. Por un momento, Kira y el hombre se miraron en silencio, con hostilidad, turbados.

– ¿Cuánto le pagan -dijo Kira- para andar espiando por ahí? Intentó desasir su muñeca, pero él siguió agarrándola. -¿Sabe usted cuál es el sitio para muchachas de su género? -Sí; allí donde a los hombres como usted no les dejan entrar ni por la puerta de servicio.

– Debe usted ser nueva aquí. Le aconsejo la prudencia. -La escalera de casa es resbaladiza y hay que subir cuatro pisos, de manera que también le aconsejo prudencia a usted cuando vaya a detenerme. El soltó su muñeca.

Ella miró a su boca silenciosa: hablaba de muchas batallas pasadas, con mucha mayor elocuencia que la herida en la sien; hablaba también de muchas batallas futuras.

La Internacional resonaba como los pies de unos soldados que marcasen el paso.

– ¿Es usted excepcionalmente valerosa -preguntó fríamente el hombre- o solamente estúpida?

– Descúbralo usted.

El se encogió de hombros, se volvió y se fue. Era alto y joven, y llevaba una chaqueta y una gorra de cuero; andaba como un soldado enérgico y seguro.

Los estudiantes cantaban La Internacional ; sus notas surgían extáticas, vibraban, volvían a surgir._

Camarada -murmuró la joven pecosa-, ¿qué has hecho?

La primera cosa que Kira oyó cuando pulsó la campanilla en casa de los Dunaev fue la tos de María Petrovna. Luego giró la llave y una oleada de humo dio en el rostro de Kira. A través del humo vio los ojos de María Petrovna llenos de lágrimas y su mano hinchada que se tapaba la boca, sacudida por una tos violenta. -Entra, entra, querida Kira -balbució María Petrovna-, no tengas miedo; no es ningún incendio.

Kira se adentró por aquel humo gris que le irritaba los ojos como una cebolla; María Petrovna la siguió jadeando, al par que iba dándole explicaciones entrecortadas por accesos de tos. -En la estufa… esta leña de los Soviets… hemos tenido… No quiere arder… tan húmeda que… ¡son unos sapos! No te quites el abrigo, Kira… hace demasiado frío, las ventanas están abiertas… -¿Está Irina?

– Sin duda -la clara voz de Irina se abrió paso a través del humo-. Si logras encontrarme…

En el comedor, los dos grandes ventanales de dos puertas habían quedado cerrados para todo el invierno; pero una ventanilla corrediza estaba abierta. Alrededor se veía un torbellino de humo, en lucha con el aire frío que entraba de la calle. Irina estaba sentada delante de la mesa, con el abrigo de invierno sobre los hombros, y soplaba sobre sus dedos azulados de frío. María Petrovna descubrió una pequeña sombra detrás del trinchante y la arrastró fuera. -Asha, saluda a tu prima Kira.

Asha levantó la cabeza; sus ojos enrojecidos y su naricilla asomaban del cuello de la pelliza de su padre.

– ¿Me oyes, Asha? ¿Dónde tienes el pañuelo? Saluda a tu prima Kira.

– ¿Cómo estás? -murmuró Asha mirando al suelo. -¿Cómo no has ido a la escuela hoy, Asha?

– Cerrada -suspiró María Petrovna-. La escuela está cerrada. Por dos semanas. No tienen leña. En medio del humo, batió una puerta. Entró Víctor. -Hola, Kira, ¿cómo estás? -dijo fríamente-. Mamá, ¿cuándo va a terminar esta humareda? ¿Cómo se puede estudiar en esta atmósfera de infierno? ¡Oh!, no es que me importe; pero si no apruebo estos exámenes conozco una familia que se va a quedar sin pan.

La puerta batió todavía más fuerte, al salir el joven. Kira se sentó, contemplando a Irina, que dibujaba. Irina estudiaba arte. Dedicaba su tiempo a graves estudios de las obras maestras de la antigüedad que se conservaban en los museos; pero su mano rápida y sus ojos maliciosos aprendían el arte desvergonzado de los periódicos. Esbozaba croquis 'cada vez que tenía que hacerlo y en cualquier otro momento. Con un tablero sobre las rodillas, echando de vez en cuando hacia atrás su cabeza y sus cabellos, estaba retratando a su hermana menor. En el papel, Asha quedaba convertida en un diablillo con grandes orejas y una barriga enorme, montando en una babosa.

Vasili Ivanovitch volvió del mercado, sonriendo de contento. Había pasado allí todo el día, pero había vendido la lámpara del salón por un buen precio.

Cuando vio a Kira, su sonrisa se acentuó, y le dedicó un afectuoso saludo.

María Petrovna le llevó un plato de sopa caliente y preguntó con timidez:

– ¿Quieres un poco de sopa, Kira? -No, gracias, tía Marussia; acabo de comer. Kira sabía que María Petrovna sólo guardaba un plato de sopa para su marido, y que al no aceptar su oferta, la haría suspirar de alivio.

Vasili Ivanovitch se puso a comer de buen humor, hablando con Kira como si ésta fuese su invitada personal; pero era tan raro que Vasili Ivanovitch hablase con las visitas, que ni su mujer ni Irina lo llevaron a mal, sino que observaron con curiosidad el raro espectáculo de su sonrisa. El, riendo, decía:

_ Fíjate en los dibujos de Irina. Se pasa el día garabateando. No están mal, ¿verdad? ¿Cómo va Víctor en el Instituto? Estoy seguro que no es de los últimos… todavía nos queda algo; sí, todavía nos queda algo.

De súbito se inclinó hacia adelante, con los ojos brillantes, y dijo bajando la voz:

_ ¿Has leído los periódicos de esta noche, Kira?

– Sí, tío Vasili, ¿qué hay?

_ Las noticias del extranjero. Naturalmente en los periódicos no dicen gran cosa. No se lo dejarían publicar. Pero hay que aprender a leer entre líneas. Fíjate bien, y acuérdate de mis palabras. Europa está haciendo algo… y no pasará mucho tiempo, no pasará mucho tiempo sin que…

María Petrovna tosió nerviosamente. Estaba acostumbrada; llevaba cinco años oyendo lo que Vasili Ivanovitch leía entre líneas acerca de la salvación que debía venir de Europa y que nunca acababa de llegar. Suspiró; Vasili Ivanovitch sonreía feliz. -… y cuando esto suceda yo volveré a empezar donde me interrumpieron. No será difícil. Naturalmente, cerraron todos mis almacenes y se llevaron todos los muebles, pero… -se inclinó hacia Kira murmurando-: les he vigilado. Sé dónde los llevaron. Sé dónde están ahora. -¿De veras, tío Vasili?

– He visto las estanterías en una tienda nacional de calzado en el Bolshoi Prospect, y las sillas en un restaurante del distrito de Vigorgsky, y la lámpara… la lámpara está en las nuevas oficinas del Trust del Tabaco. No he perdido el tiempo. Estoy preparado. Apenas… apenas cambien las cosas, sé dónde tengo que ir a buscarlo todo para abrir una nueva tienda.

– Es maravilloso, tío Vasili; me alegro mucho de que no hayan destruido tus cosas.

– No; por suerte… todavía se conservan en buen estado como si fueran nuevas. En una de las estanterías he visto un arañazo terrible… es una vergüenza, pero tiene arreglo. Y lo más divertido -sonrió como si hubiera enredado a sus enemigos- es lo que ha sucedido con los rótulos. ¿Te acuerdas, Kira? De cristal dorado con letras negras. Pues bien, también los he encontrado. Están en una cooperativa cerca del mercado Alexandrovsky. Por un lado pone: "Cooperativa del Estado", pero por el otro sigue diciendo: "Vasili Dunaev. Peletería".

Dándose cuenta de la mirada de su esposa, añadió algo amoscado: -Marussia ya no cree. No cree que lo volveremos a tener todo. ¡Pierde la fe con una facilidad! ¿A ti qué te parece, Kira? ¿Crees que vivirás toda tu vida bajo la bota roja? -No -dijo Kira-, no puede durar siempre. -Es natural, no puede durar. No cabe duda de que no puede durar. Siempre lo digo: no puede ser -súbitamente se levantó-. Ven, Kira, quiero enseñarte una cosa. -Vasili -dijo María Petrovna-, ¿no terminas la sopa? -No me importa la sopa. No tengo apetito. Ven a mi estudio, Kira.

En el estudio sólo habían quedado una silla y el escritorio. Vasili Ivanovitch abrió un cajón de éste y sacó un paquete envuelto en un viejo pañuelo amarillo. Desató con reverencia un estrecho nudo y, con una sonrisa de orgullo y alegría, enderezando sus encorvadas espaldas, enseñó a Kira varios fajos de grandes y deslucidos billetes de Banco de tiempos del zar, cuidadosamente atados. Los fajos eran muy gruesos, de manera que representaban una verdadera fortuna. Kira se quedó atónita.

– Pero, tío Vasili… son… no tienen valor… no está permitido usarlos… ni tenerlos. Es… peligroso. Vasili Ivanovitch rió.

– Claro está que ahora no tienen valor, pero aguarda y verás. Aguarda a que cambien las cosas y verás qué fortuna tengo aquí en la mano.

– Pero… tío Vasili, ¿cómo los has logrado? -Los he comprado. Secretamente, claro está. A especuladores. Es peligroso, pero se encuentran. También los he pagado caros. Te diré por qué he comprado tantos. Verás… antes de que ocurriese todo esto, ¿sabes?, antes de que nacionalizasen mi almacén… yo debía una cantidad importante por mis escaparates de cristal: los había mandado traer del extranjero, de Suecia; en todo Petrogrado no había otros parecidos. Cuando se apoderaron de la tienda los rompieron a patadas, pero esto no me importa. Yo sigo teniendo la deuda pendiente; ahora no se puede pagar, porque no hay modo de enviar dinero al extranjero, pero aguardo. No puedo pagar con estos billetes soviéticos sin valor… figúrate; en el extranjero no los emplearían ni para empapelar el cuarto de baño. Y no hay manera de lograr oro. Pero éstos… éstos serán buenos como el oro. Y yo pagaré mi deuda. He aquí por qué he acumulado tanto dinero. El antiguo propietario de la casa que me vendió los cristales murió, pero su hijo vive. Actualmente está en Berlín. Nunca he debido un céntimo a nadie, yo. Sopesó el paquete en su gruesa mano y dijo:

_ Acepta este consejo de un anciano, Kira. No mires nunca hacia atrás. El pasado murió, pero siempre hay un porvenir. Y ahí está el mío. Una buena idea ésta de recoger el dinero, ¿no te parece, Kira?

Kira se esforzó en sonreír, apartó la mirada y dijo: -Sí, tío Vasili, una excelente idea.

Sonó la campanilla de la puerta. Luego se oyó en el comedor una voz de muchacha, más clara y más fuerte que la campanilla. Vasili Ivanovitch se puso serio.

– Alguien nuevo -dijo, irritado-. Vava Milovskaia, una amiga de Víctor.

– ¿Qué hay con ella, tío Vasili? ¿No te gusta? El se encogió de hombros.

– Oh, supongo que es una excelente persona. No me es antipática. Pero nada de ella me gusta. Es sencillamente una mujercita sin seso. No es como tú, Kira. Vamos. Supongo que tendrás que conocerla.

Vava Milovskaia, en medio del comedor, aparecía en dos círculos luminosos. Uno, el mayor y más bajo, un largo traje de algodón encarnado, almidonado: el superior y más pequeño, un crisantemo de lucientes rizos negros. Su traje era de algodón, pero se comprendía que era nuevo y caro; además; llevaba un estrecho brazalete de brillantes, y tenía unos ojos maravillosos. -Buenas noches, Vasili Ivanovitch -dijo con melodiosa voz-. Buenas noches, buenas noches. -Se levantó, puso sus manos sobre los hombros del anciano y le besó en la severa frente.- Y esta es Kira, ya lo sé; Kira Argounova. ¡Estoy tan contenta de conocerla, por fin, Kira! Víctor salió de su habitación. Vava repitió con insistencia que había ido a ver a Irina, pero Víctor sabía, como lo sabían todos, que la visita era para él. Seguía con una sonrisa todos los movimientos de la muchacha, y ella sabía que la observaba. Víctor reía alegremente, porfiando con ella; tiró de las orejas a Asha y llevó a su madre un chai de más abrigo, una vez que ésta tosió; refirió anécdotas e incluso llegó a hacer sonreír a Vasili Ivanovitch, que permanecía sentado en un rincón.

– He traído algo que enseñaros; algo maravilloso -susurró Vava misteriosamente mientras sacaba un paquetito de su bolso-. Algo que no habéis visto jamás.

Todas las cabezas se inclinaron: encima de la mesa había una cajita redonda, de color naranja y oro. Vava murmuró las palabras mágicas: -Del extranjero.

Los demás miraban respetuosamente, sin atreverse a tocar. Vava dijo con orgullo, casi sin respirar, esforzándose en darse un aire despreocupado:

– Polvos franceses, auténticamente franceses. Pasados de contrabando de Riga. Una de las clientes de papá se los ha dado a cuenta de sus honorarios.

– ¿Sabes? -dijo Irina-. He oído decir que en el extranjero no sólo usan polvos, sino… figúrate… ¡se pintan los labios! -Sí -dijo Vava-. Y esa señora cliente de papá me ha prometido un lápiz para los labios, la próxima vez. -¡Pero, Vava! ¡No te atreverás a usarlo! -¡No sé! Quizás un poco… una vez de tarde en tarde… -Ninguna mujer decente se pinta los labios -dijo María Petrovna.

– Pero dicen que en el extranjero lo hacen, y que es una cosa corriente.

– ¿En el extranjero? -suspiró melancólicamente María Petrovna-. ¿Pero es que existen tales lugares en la tierra? ¿Es verdad? ¡El extranjero!

No había nieve, pero el barro se había convertido en una gruesa capa de hielo sobre las aceras, y en las tuberías de conducción del agua se veían los primeros carámbanos. El cielo era claro y verdoso, brillante a causa de los acerados centelleos del hielo. Los hombres caminaban lentamente, con prudencia, como si estuviesen aprendiendo a patinar; de vez en cuando resbalaban levantando involuntariamente una pierna, y se cogían al farol más próximo. Los caballos resbalaban también sobre el pavimento helado; bajo sus cascos que arañaban convulsivamente el hielo saltaban chispas.

Kira iba al Instituto. A través de las delgadas suelas de sus zapatos, la acera lisa como un espejo le enviaba un soplo helado piernas arriba. Iba de prisa, andando con inseguridad y resbalando de vez en cuando.

Oyó pasos detrás de sí, unos pasos seguros y resueltos que la hicieron volverse involuntariamente. Vio al tigre domesticado de la cicatriz en la sien. Sus ojos se encontraron. El sonrió. Y ella también. El la saludó tocándose la visera de la gorra. -Buenos días -dijo. -Buenos días -respondió Kira.

El siguió adelante. Kira observó aquella alta figura que andaba de prisa, con los hombros rígidos bajo la chaqueta de cuero y los pies seguros por encima del hielo.

Al llegar frente al Instituto él se detuvo súbitamente y se volvió a aguardarla.

Ella se acercó. La acera bajaba bruscamente, rápida y peligrosa. El le ofreció el brazo para ayudarla. Los pies de Kira resbalaron y la mano fuerte del hombre la cogió del brazo y con presteza, enérgicamente, evitó la caída. -Gracias -dijo ella.

– He pensado que necesitaría auxilio, pero -la miró con el rabillo del ojo y sonriendo ligeramente- supongo que no tiene miedo. -Al contrario, esta vez he tenido mucho miedo -dijo ella, y en su sonrisa hubo una gran comprensión.

El se llevó la mano a la visera de la gorra y se alejó de prisa hacia el interior del Instituto.

Kira vio a un muchacho conocido y le preguntó señalando al hombre de la chaqueta de cuero: -¿Quién es?

El muchacho le miró, y su respuesta tuvo una extraña resonancia de aviso.

– Anda con cuidado -susurró, y murmuró tres letras terroríficas-: G. P. U. -¿De veras? -dijo Kira.

– De veras -replicó el otro, acompañando su respuesta de un largo silbido de desdén.

Capítulo sexto

Durante un mes Kira no se acercó al palacio de la verja en ruinas, ni pensó siquiera en el jardín, porque no quería verlo vacío ni aun ante sus ojos cerrados. Pero el 10 de noviembre fue allí, serena, segura, sin prisa y sin dudas.

La oscuridad procedía no del cielo gris y transparente, sino de los ángulos de las casas, donde las sombras se hacían súbitamente más densas, de una manera casi inexplicable. Lentas columnas de humo salían de las chimeneas, y los rayos de una puesta de sol Invisible y fría, allá a lo lejos, en algún punto detrás de las nubes, las hacían parecer rojizas. En los escaparates de las tiendas, las lámparas de petróleo formaban ruedos amarillentos en los cristales helados, alrededor de los puntitos anaranjados de la llama vacilante. Había nevado. Convertida en barro por los cascos de los caballos, la nieve parecía café aguado, con algunos terroncitos de azúcar que se fueran disolviendo. La ciudad quedaba completamente envuelta en un blando silencio. Incluso el ruido de los cascos de los caballos se oía claro y húmedo, como si alguien hiciese chasquear fuertemente la lengua según un rito bien marcado, y el sonido se propagaba y moría lejos, a lo largo de las oscuras calles.

Kira dobló una esquina y vio las negras lanzas de la verja inclinadas sobre la nieve y los árboles que parecían guardar jirones de algodón entre la negra red de sus ramas desnudas. Se detuvo un momento: no se atrevía a mirar…; luego dirigió la vista al jardín.

El estaba en la escalinata del palacio, con las manos en los bolsillos, el cuello del gabán levantado. Kira se paró a contemplarle. Pero él se dio cuenta de su mirada y se volvió rápidamente.

Salió a su encuentro. Le sonrió. Su boca dibujaba un arco irónico.

– ¡Hola.Kira!

_ Buenas noches, Leo.

Ella se quitó un pesado guante negro y él le tendió la mano desde lejos, estrechando la suya entre sus dedos fuertes y fríos. Luego preguntó:

– Estamos locos, ¿no?

– ¿Por qué?

_ No creía que vinieras. Sé que, por mi parte, no tenía intención de venir.

– ¡Pero estás aquí!

– Al despertarme esta mañana me he dado cuenta de que vendría…, admito que contra todo razonamiento.

– ¿Vives en Petrogrado, ahora?

– No; no había vuelto desde la noche en que te encontré. Varias veces nos hemos quedado sin comer porque yo no podía venir a la ciudad. Pero he vuelto para encontrar a una muchacha en la esquina de una calle. Te felicito, Kira.

– ¿Quién fue que se quedó sin comer porque tú no podías venir a Petrogrado?

La sonrisa de Leo le dijo que había comprendido la pregunta y más aún; pero su única respuesta fue: -Sentémonos.

Se sentaron en la escalinata, y ella golpeó uno contra otro sus pies, para desembarazarlos de la nieve. El le preguntó: -¿De modo que deseas saber con quién vivo? ¿Ves? Mi abrigo está arreglado.

– Ya lo veo.

– Lo ha cosido una mujer, una mujer muy querida y que me quiere.

– Remienda muy bien.

– Sí; pero su vista ya no es muy buena. Sus cabellos son grises. Es mi vieja nodriza, que vive en el campo. ¿Tienes otras preguntas que hacerme?

– No.

– Muy bien. No me gustan las preguntas de las mujeres. Pero ya no sé si me gustaría una mujer que no me dejara la satisfacción de negarme a contestarle.

– No tengo nada que preguntarte.

– Sabes muy poco acerca de mí.

– No tengo por qué saberlo.

– Quiero advertirte otra cosa: no me gustan las mujeres que me dan a entender demasiado cuánto me quieren.

– ¿Por qué crees que deseo gustarte?

– ¿Por qué estás aquí?

– Únicamente porque me gustas. No me importa lo que pienses de las mujeres que te quieren, ni a cuántas has poseído.

– Bien: esto es una pregunta. Y te quedarás sin la respuesta. Pero te digo que me gustas, arrogante criatura, tanto si quieres oírlo como si no. Y ahora soy yo quien te hace una pregunta: ¿qué hace una chiquilla como tú en el Instituto de Tecnología? El no sabía nada de su presente, pero ella le habló de su porvenir, de las armaduras de acero que construiría, de los rascacielos de cristal y del puente de aluminio. El la oía en silencio, y las comisuras de sus labios permanecían bajadas, despectivas, divertidas y tristes a un mismo tiempo. Le preguntó:

– ¿Vale la pena, Kira?

– ¿De qué?

– Del esfuerzo de la creación. ¡Tu rascacielos de cristal! Tal vez valía la pena hace cien años. Es posible que dentro de cien años pueda valer otra vez, aunque lo dudo. Pero, si pudiera escoger entre los siglos pasados, yo no elegiría, tenlo por cierto, la maldición de haber nacido en éste en que vivimos. Y tal vez, si no fuese la curiosidad, no quisiera ni haber nacido. -Si no fuera la curiosidad… o si no tuvieras deseos…

– No tengo deseos.

– ¿No tienes deseos?

– Sí, uno; aprender a desear algo.

– ¿No hay esperanza?

– No lo sé. ¿Qué hay que valga la pena?

¿Qué esperas del mundo a cambio de tu rascacielos de cristal?

– No sé. Tal vez… admiración.

– Bien. Yo soy demasiado presuntuoso para desear la admiración. Pero si tú la deseas. ¿Quién podrá dártela? ¿Quién es capaz? ¿Quién tiene todavía deseos de ser capaz? Es una maldición, ¿sabes?, esta de poder mirar más alto de lo que se puede alcanzar. Es más seguro mirar hacia abajo. Y en los tiempos que corremos, cuanto más hacia abajo se mira, tanto más seguro se está.

_ También se puede combatir.

_ ¿Combatir contra quién? Evidentemente, puedes poner a contribución todo tu heroísmo para luchar contra los leones; pero engañar a tu alma, dejarla arder en un fuego sagrado para combatir contra piojos, esto, camarada ingeniero, no es saber construir. No hay equilibrio.

– Leo, tú no lo crees.

– No sé. No quiero creer nada. No quiero ver demasiado. ¿Quién sufre en este mundo? ¿Aquellos a quienes falta algo? No, sino los que tienen algo que puedan perder. Un ciego no puede ver. Pero es más difícil dejar de ver para aquel que tiene buena vista. Más difícil y más doloroso. Si por lo menos pudiera perder la vista y bajar hasta el nivel de los que no la desean, de los que no la echan de menos…

– Nunca harás esto, Leo.

– No sé. Es raro, Kira. Te encontré y pensé que tú podrías hacer eso por mí. Ahora temo que seas la que pueda salvarme de ello. Pero no sé si te lo agradeceré.

Estaban sentados uno junto a otro, y hablaban. A medida que iba aumentando la oscuridad iban bajando la voz, porque había un miliciano de guardia que se paseaba arriba y abajo de la calle, por delante de las lanzas inclinadas.

Bajo sus botas crujía la nieve; todo iba tomando un color azul oscuro, que destacaba sobre un cielo más claro, como si la noche saliera de la tierra. En las ventanas cubiertas de hielo centelleaban amarillentas estrellas; en la esquina, entre los árboles, resplandecía un farol, que proyectaba entre los pies de Kira y Leo, sobre la nieve azulada del jardín, un triángulo de mármol rosa surcado por las sombras de las desnudas ramas. Leo miró su reloj de pulsera, un valioso reloj de marca extranjera, que contrastaba con lo raído del puño de su camisa. Se levantó con un movimiento rápido y elegante, mientras Kira permanecía sentada, mirándole con admiración, como si aguardase a que repitiera aquel gesto.

– Tengo que marcharme, Kira.

– ¿Ya?

– Tengo que tomar un tren.

– Sí; pero esta vez me llevo algo nuevo.

– ¿Una nueva espada?

– No; un escudo.

Kira se levantó; se paró ante él, y preguntó, sumisa:

– ¿Otro mes, Leo?

– Sí; en esta escalinata. El 10 de diciembre a las tres.

– Si todavía vives y si no…

– No; esta vez estaré vivo porque no quiero olvidar.

Tomó su mano antes de que ella la tendiera. Le quitó el guante y llevándosela lentamente a sus labios la besó con gran dulzura en la palma.

Luego se volvió rápidamente y se alejó. Bajo sus pies crujía la nieve. El sonido y la figura se perdieron en la oscuridad mientras ella permanecía inmóvil, con la mano tendida, hasta que sobre su palma, sobre el invisible tesoro que ella temía tanto perder, se posó un pequeño copo blanco.

Cuando hacía buenos negocios en su tienda, Alexander Dimitrievitch daba a Kira dinero para los tranvías; pero si los negocios no marchaban bien, Kira tenía que ir a pie al Instituto. Sin embargo, Kira prefería ir todos los días a pie, y ahorraba el dinero para comprarse una cartera para los libros. Con este objeto fue al mercado Alexandrovsky: tal vez encontraría una usada, como todo lo que se vendía allí. Andaba lentamente, pasando con cuidado por entre los objetos expuestos en el suelo. Una anciana señora de marfileñas manos que se destacaban sobre un chal de puntilla negra la miró intensamente, con esperanza, mientras ella pasaba junto a un mantel en el que había tenedores de plata, un álbum de terciopelo azul con viejas fotografías y tres iconos de bronce. Un viejo, que llevaba un vendaje negro sobre un ojo, le tendió en silencio un cuadro, el retrato de un joven oficial, rodeado de un marco de oro cincelado. Una joven que tosía le ofreció una arrugada falda de seda.

Kira se detuvo súbitamente. Acababa de ver dos anchos hombros, que se erguían por encima de la larga fila desolada que se alineaba junto al bordillo. Vasili Ivanovitch estaba allí, en silencio; el delicado reloj de porcelana de Sajonia que sostenían sus manos sin guantes, heladas y enrojecidas, explicaba de sobra las razones de su presencia: Sus ojos oscuros, bajo las gruesas y espesas cejas se fijaban sin expresión en las cabezas de los transeúntes. Vio a Kira antes de que ésta tuviera tiempo de evitarle la mortificación de ser visto, pero no pareció que ello le preocupara: la llamó, y su sombrío rostro se abría en una sonrisa, aquella extraña sonrisa desolada que sólo tenía para Kira, Víctor e Irina. -¿Cómo estás, Kira? Estoy contento de verte. Muy contento… ¿Esto? Oh, es un reloj viejo, no tiene importancia… Lo compré para Marussia el día de su cumpleaños, el primer cumpleaños después que nos casamos. Lo había visto en un museo y le hacía ilusión. Precisamente éste y no otro; de modo que tuve que valerme de la diplomacia; era menester nada menos que una orden del Palacio Imperial para que el Museo lo pudiera vender. Pero ya no anda y podemos prescindir de él.

Dejó de hablar y por sus ojos pasó un relámpago de esperanza: una gruesa campesina contemplaba el reloj, rascándose el cuello; pero cuando encontró los ojos de Vasili Ivanovitch se volvió y se alejó, recogiéndose la pesada falda sobre sus botas de fieltro. Vasili Ivanovitch murmuró a Kira:

– No es un lugar alegre, éste, ¿sabes? Lo siento por estos pobres desgraciados que vienen aquí a vender todo cuanto les ha quedado, sin esperar ya nada de la vida. Para mí es distinto. Todo esto no me interesa. ¿Qué importancia tiene un objeto más o menos? ¡Me quedará tanto tiempo para comprar los otros! En cambio hay algo que no puedo vender, que no puedo perder, que no pueden nacionalizar. Tengo un porvenir… un porvenir… viviente… mis hijos. ¿Sabes? ¡Irina es tan inteligente, y siempre fue la primera en la escuela! Si hubiese terminado sus estudios en otro tiempo, le habrían dado la medalla de oro. Y Víctor… Los hombros del anciano se cuadraron vigorosamente, como los de un soldado en posición de firmes.

– Víctor es un joven excepcional. Es el muchacho más brillante que he visto en mi vida. No te negaré que alguna vez no somos de la misma opinión, pero esto se debe a que él es joven y no comprende ciertas cosas. Acuérdate de mis palabras: Víctor llegará a ser un gran hombre.

– E Irina será una artista famosa, tío Vasili. -¿Has leído los periódicos de esta mañana, Kira? Fíjate en lo que hace Inglaterra, dentro de uno o dos meses. Un grueso individuo con una gorra de nutria se había detenido y contemplaba atentamente el reloj, con ojos de persona competente.

– Te doy cincuenta millones por él, ciudadano -dijo brevemente, señalando el reloj con un corto dedo embutido en un guante de piel.

La cifra no habría bastado para comprar diez libras de pan. Vasili Ivanovitch dudó: miró pensativamente al cielo que iba enrojeciendo por encima de las casas, la larga línea de sombras en las aceras, sombras de personas que miraban insistentemente, con desesperación a los transeúntes. -Está bien -murmuró.

– Pero, ciudadano -Kira se volvió hacia el comprador con voz irritada y áspera de ama de casa-, ¿cincuenta millones? ¡Pero si acabo de ofrecerle sesenta y no me lo ha querido vender! Iba a ofrecerle…

– Setenta y cinco y me lo llevo en el acto -dijo el extranjero. Vasili Ivanovitch, cuidadosamente, contó los billetes, pero no siguió con la mirada al reloj que desaparecía en medio del gentío, oscilando contra una robusta cadera. Miró a Kira. -Pero, hija mía, ¿dónde has aprendido estas cosas? Kira rió:

– Se aprende todo lo que hay que aprender. Luego se separaron. Vasili Ivanovitch corrió a su casa. Kira prosiguió su camino en busca de la cartera que deseaba comprar. Vasili Ivanovitch iba a pie para ahorrar el dinero del tranvía. Oscurecía. La nieve caía lentamente, sin cesar, como si se guardase las fuerzas para una larga carrera; a lo largo de las aceras se levantaba una espesa niebla blanca.

En un esquina, unos ojos se fijaron en Vasili Ivanovitch, a la altura de su pecho; los ojos brillaban en una cara joven, bien afeitada; pero las piernas del cuerpo a que pertenecían aquellos ojos parecían haber caído fuera de la acera, desde más arriba de la rodilla. Vasili Ivanovitch tuvo que hacer un esfuerzo para comprender que aquel cuerpo no tenía piernas, sino que terminaba en dos muñones envueltos en sucios trapos que reposaban sobre la nieve. El resto del cuerpo llevaba la limpia y remendada guerrera de oficial del Ejército Imperial; una de las mangas estaba vacía, y de la otra salía una mano que tendía en silencio un periódico a la altura de los ojos de la gente. En un ojal de la guerrera Vasili Ivanovitch observó una estrecha cinta negra y anaranjada, el distintivo de la cruz de San Jorge.

Vasili Ivanovitch se detuvo y compró el periódico; costaba cincuenta mil rublos y él pagó con un billete de un millón. -Lo siento, ciudadano -dijo el oficial con voz suave y cortés-, no tengo cambio.

Vasili Ivanovitch balbució hurañamente: -Guárdelo, y todavía seré yo su deudor. Y apretó el paso sin volver la cabeza.

Kira asistía a una lección en el Instituto. El aula no tenía calefacción; los estudiantes conservaban sus gabanes y sus guantes de lana; los jóvenes estaban sentados por el suelo en los pasillos; el aula estaba llena hasta rebosar.

Una mano abrió con cuidado la puerta, y apareció una cabeza de hombre que echó una ojeada a la cátedra. Kira reconoció la cicatriz en la sien derecha. Se trataba de una clase de primer curso, y aquel hombre estudiaba otra cosa. Debería haber entrado en el aula por equivocación. Estaba a punto de marcharse cuando vio a Kira. Entró, cerró la puerta sin hacer ruido y se quitó la gorra. Kira lo observaba con el rabillo del ojo. En el corredor, junto a la puerta, había sitio, pero él se acercó silenciosamente hacia donde estaba Kira y se sentó en la grada a sus pies. No pudo resistir la tentación de mirarle. El la saludó con una muda inclinación, insinuando levemente una sonrisa, y volvió a dedicar su atención a lo que se estaba explicando en cátedra. Estaba sentado, inmóvil, con las piernas cruzadas y una mano sobre la rodilla. La mano parecía hecha de huesos, piel y nervios. Kira se fijó en lo descarnado de sus mejillas, en lo cortante de sus pómulos. Su chaqueta era más militar que un cañón, más comunista que una bandera roja. El no volvió a mirarla ni una sola vez.

Una vez terminada la lección, cuando una multitud de pies impacientes se precipitó a los pasillos, él se levantó, pero no se dio prisa en llegar a la puerta. -¿Cómo está usted hoy? -preguntó a Kira.

– ¿Cómo estoy? -contestó ella, sorprendida-. ¿Desde cuándo hay comunistas conscientes que pierden el tiempo asistiendo a clases que no necesitan?

– Los comunistas conscientes son curiosos. No les duele investigar lo que no comprenden.

– He oído decir que no les faltan medios para satisfacer su curiosidad.

– No siempre quieren emplearlos -contestó él con calma-. A veces necesitan hacer algún descubrimiento por sí mismos.

– ¿En interés propio o para el Partido? -Quizá para los dos, pero no siempre.

Habían salido del aula y andaban juntos por el corredor; una mano robusta dio una palmada en el hombro de Kira y a sus oídos llegó una carcajada demasiado sonora.

– Bien, bien, bien -le gritó a la cara la camarada Sonia-, ¡qué sorpresa! ¿No té avergüenzas de ti misma? ¿Vas con el camarada Taganov, el comunista más rojo que existe?

– ¿Temes que le descarríe, camarada Sonia?

– ¿A él? No hay esperanza, muchacha, no hay esperanza. Hasta luego, tengo que correr; a las cuatro tengo tres reuniones y he prometido asistir a las tres.

Las cortas piernas de la camarada Sonia se precipitaron por el vestíbulo, mientras su brazo hacía oscilar una cartera que pesaba más que una mochila.

– ¿Va usted a su casa, camarada Argounova? -preguntó él.

– Sí, camarada Taganov.

– ¿Tendría inconveniente en comprometerse dejándose ver con un comunista tan rojo como yo?

– En absoluto, siempre que su reputación no sufra de que le vean con una señora tan blanca como yo.

Fuera, la nieve se derretía en barro bajo las frecuentes pisadas presurosas, y el barro se helaba luego en duros montones desiguales. El tomó el brazo de Kira. La miró con una silenciosa petición de su consentimiento. Ella contestó oprimiendo con sus dedos la chaqueta de cuero del joven. Anduvieron un rato en silencio. Luego ella le miró y sonrió; dijo:

– Yo creía que los comunistas no hacen nunca más que lo que deben hacer, y que nunca quieren hacer otra cosa. -Es raro -sonrió él a su vez-. Debo de ser un mal comunista, porque esta vez no he hecho más que lo que deseaba hacer. -¿Su deber revolucionario?

– No hay deber. Si se sabe que una cosa es justa se siente el deseo de hacerla. Si no se siente este deseo es porque no es justa. Y si es justa y no suscita en nosotros ningún interés, ello significa que no sabemos qué es la justicia. Y entonces uno no es un hombre.

– ¿Nunca ha deseado usted una cosa sin pensar si era justa o no? ¿Sin otra razón que… el deseo mismo?

– Ciertamente. Esta ha sido siempre mi única razón. Nunca he deseado nada que no sirviese mi causa. Porque, ¿sabe usted?, se trata de mi causa.

– ¿Y su causa es renunciar a su personalidad para el bien de millones de hombres?

– Para conducir a esos millones de hombres adonde yo deseo que vayan… por mí mismo.

– Y cuando cree que una cosa está bien, ¿la hace usted siempre?

– Ya sé lo que va a decir. Lo que dicen la mayor parte de nuestros enemigos. Porque vosotros admiráis nuestros ideales, pero odiáis nuestros métodos.

– Al revés: odio vuestros ideales, y admiro vuestros métodos. Si uno cree tener razón, no debe aguardar a convencer a millones de estúpidos. Puede obligarles. Lo que no sé es si llegaría a incluir entre mis métodos el derramamiento de sangre.

– ¿Por qué no? Cualquiera puede sacrificar su vida por un ideal. Pero ¿cuántos conocen una devoción que llegue hasta hacerles capaces de sacrificar la vida de otro? Es algo horrible, ¿verdad?

– Absolutamente. Admirable… si tenéis razón. Pero ¿la tenéis?

– ¿Por qué odia usted nuestros ideales?

– A causa de una razón importante, principal y eterna, por muy bello que sea el paraíso que vuestro Partido promete a la Huma nidad. ¿Qué pueden ser vuestros ideales si hay uno que no podéis evitar, sino que sale a la superficie como un veneno mortal capaz de convertir en infierno horrible todos vuestros paraísos, ese ideal vuestro que quiere que el hombre viva para el Estado?

– ¿Acaso puede vivirse para un ideal más alto que éste?

– No lo sabéis -y la voz de Kira se estremeció súbitamente en una súplica apasionada, imposible de ocultar-. ¿Ignoráis que en los mejores de nosotros hay cosas que ninguna mano extraña puede atreverse a tocar? ¿Cosas sagradas, por la misma razón -y no por otra- que de ellas puede decirse: "esto es mío"? ¿No sabéis que los mejores de nosotros, los que merecen vivir, viven únicamente para sí mismos? ¿Ignora usted que en cada uno de nosotros hay algo que no puede tocar ningún Estado, ninguna colectividad, ningún número de millones de hombres?

– No lo sé.

– Camarada Taganov -murmuró Kira-, ¡cuánto tiene usted que aprender todavía!

El la miró en la sombra quieta de una sonrisa y le dio una palmada en la mano como a una chiquilla.

– ¿No comprende usted -preguntó- que no podemos sacrificar a los millones para el bien de unos pocos?

– Sí pueden hacerlo, y tienen que hacerlo, cuando estos pocos son los mejores. Niegan a los mejores el derecho a llegar a las palancas de mando, y luego no les quedará ninguno de ellos. ¿Qué son vuestras masas, sino barro que merece que lo pisen, combustible que hay que quemar? ¿Qué es el pueblo sino millones de pequeñas almas desoladas que no tienen pensamientos propios, ni sueños profundos, ni voluntad propia? ¿Y para éstos hay que sacrificar a los pocos que conocen la vida… que son la vida? Odio vuestros ideales, porque no onozco peor justicia que la justicia para todos. Porque los hombres no han nacido iguales, y no sé por qué hay que querer que lo sean. Y porque odio a la mayor parte de ellos.

– Así me gusta. Lo mismo pienso yo.

– Entonces…

– Pero yo no conozco el placer de odiar. Prefiero intentar dignificar a los que no son dignos, subirlos a mi nivel. Usted sería una espléndida combatiente… por su lado.

– Creo que ya sabe que no podré serlo nunca.

– Quizá. Pero dígame: ¿por qué no lucha contra nosotros?

_ Porque tengo con vosotros menos cosas en común que vuestros enemigos. Yo no quiero luchar por el pueblo ni quiero luchar contra el pueblo. Quiero que me dejen sola… vivir.

_ ¿No es ése un raro deseo?

_ ¿Sí? ¿Y qué es vuestro Estado sino una necesidad y una conveniencia para un gran número de personas, como lo son la luz eléctrica y las cañerías del agua? ¿Y no sería un poco triste decir que los hombres tienen que vivir para estas cosas que les son necesarias, y no que estas cosas deben existir sólo para los hombres?

– Pero si se estropean, ¿no sería también algo triste quedarse quietos, sin hacer ningún esfuerzo para repararlas?

– Le deseo mucha suerte, camarada Taganov. Espero que cuando las vea rojas de su propia sangre, seguirá pensando todavía que valía la pena repararlas.

– Esto no me asusta. Lo que me asusta es que los tiempos que vivimos pueden traer a una mujer como usted.

– ¿De modo que se da usted cuenta de lo que son sus tiempos?

– Todos nos damos cuenta. No estamos ciegos. Sé que esto es quizás un infierno y, sin embargo, si pudiera elegir, preferiría nacer cuando nací y vivir los días que estoy viviendo, porque ahora no permanecemos inertes soñando, ni nos lamentamos, ni nos consumimos en deseos. Ahora actuamos, trabajamos, construimos.

– Si su causa vence, camarada Taganov, espero que vea usted su éxito.

– Y cuando lo vea espero que no habrá exigido de usted un precio demasiado caro, camarada Argounova. Se miraron y rieron.

A Kira le gustaba el ruido de sus pasos junto a ella, pasos seguros, sin precipitación; le gustaba asimismo oír la voz que armonizaba con los pasos. El había estado en el Ejército Rojo. Ella pensaba con rabia en las batallas en que había combatido, pero sonreía con admiración ante su cicatriz en la sien. El sonreía irónicamente oyendo la historia de las fábricas perdidas de los Argounov, pero se preocupaba al ver lo viejos que estaban los zapatos de Kira. Sus palabras luchaban contra las de ella, pero él la miraba a los ojos en busca de su consentimiento.

Ella decía "no" a las palabras, y "sí" a la voz que las pronunciaba.

Junto a un anuncio de los Teatros Académicos del Estado, los tres teatros que antes de la revolución se llamaban Imperiales, Kira se detuvo.

Rigoletto -dijo pensativamente-. ¿Le gusta la ópera, camarada Taganov? -Nunca he oído ninguna. Ella siguió andando. El dijo:

– Pero en la Célula Comunista tengo gran número de entradas. Lo que ocurre es que no me queda tiempo para servirme de ellas. ¿Va usted a menudo?

– No mucho. La última vez fue hace seis años. Soy una burguesa. No podemos permitirnos el lujo de tomar entradas.

– ¿Iría conmigo si la invitase?

– Pruébelo.

– ¿Quiere usted venir conmigo a la Opera, camarada Argounova? Ella sonrió con malicia.

– ¿Su Célula Comunista no tiene en el Instituto una oficina secreta de información acerca de los estudiantes? El frunció un momento el ceño, perplejo. -¿Por qué?

– Por su medio podría usted descubrir que me llamo Kira. El sonrió, con una sonrisa cálida, extraña en sus labios duros y graves.

– Pero esta oficina no le dará medio de saber que mi nombre es Andrei.

– Aceptaré con gusto la invitación, Andrei.

– Gracias, Kira.

A la puerta de la casa de ladrillos rojos de la calle Moika, ella le tendió la mano.

– ¿Puede quebrantar la disciplina del Partido hasta el punto de estrechar la mano de una antirrevolucionaria? -le preguntó.

Andrei estrechó su mano con firmeza.

– La disciplina del Patrtido no debe quebrantarse, pero puede extenderse mucho.

Sus ojos se mantuvieron unidos más tiempos que sus manos en una comprensión silenciosa y atónita. Luego él se alejó con su paso ágil y preciso de soldado. Kira subió corriendo cuatro rellanos, con su vieja boina en la mano, sacudiéndose la melena y riendo.

Capítulo séptimo

Alexander Dimitrievitch guardaba sus ahorros cosidos en la camiseta. Había adquirido la costumbre de llevarse de vez en cuando la mano al corazón, como si le doliese. Tocaba el fajo de billetes y le parecía sentir su certeza bajo los dedos. Cuando necesitaba dinero, descosía los gruesos puntos de algodón blanco, y suspiraba cada vez al ver que el fajo iba disminuyendo. El 16 de noviembre lo descosió por última vez. El impuesto especial a los comerciantes particulares con objeto de aliviar la carestía reinante en el Volga tenía que pagarse, aunque ello le costó el cerrar su tiendecita de tejidos. Alexander Dimitrievitch lo había temido. En todas las esquinas se abrían comercios, llenos de esperanzas y frescos como los hongos después de la lluvia; pero luego, como los hongos, se marchitaban antes de que terminase la mañana. Algunos tenían éxito. Había visto hombres con magníficas pellizas nuevas, pero también con unas caras pálidas y enfermizas y unos ojos que le impulsaban a llevar nerviosamente su mano al fajo de billetes que tenía junto al corazón. Estos hombres eran los que se veían en las primeras filas de los teatros, los que salían de las nuevas tiendas de pastelería con cajas llenas de dulces, cuyo precio habría bastado para sostener una familia durante varios meses; se les veía tomar taxis y pagarlos. Los golfillos de las calles les llamaban los hombres de la NEP, pero sus salientes gorros de piel asomaban por las portezuelas de los automóviles que conducían por las calles de Petrogrado a los más altos funcionarios rojos. Alexander Dimitrievitch reflexionaba melancólicamente sobre los secretos de semejantes hombres, pero la temible palabra "especulador" bastaba para darle escalofríos, y por lo demás, no había nacido para hombre de negocios. Abandonó, pues, las cajas vacías de su predecesor el panadero, pero se llevó consigo el rótulo de tela, ahora ya descolorido, lo dobló cuidadosamente y lo guardó en la misma caja en que guardaba el papel de cartas con el timbre de la Fábrica de Tejidos Argounov.

– No seré empleado de los soviets aunque todos tengamos que morirnos de hambre -dijo Alexander Dimitrievitch. Pero Galina observó, en tono quejumbroso, que algo había que hacer.

Un inesperado auxilio se presentó en forma de un excontable de la fábrica; un hombre que llevaba lentes, un uniforme militar, y no se preocupaba demasiado de afeitarse. En cambio se frotaba las manos con desconfianza, y sabía respetar la autoridad en todas ocasiones.

– ¡Alexander Dimitrievitch, señor -lloriqueaba-, ésta no es una vida para usted! Pero si nos uniéramos…, me encargaría de todo el trabajo…

Formaron una sociedad. Alexander Dimitrievitch tenía que fabricar jabón; el contable de las luengas barbas tenía que venderlo; ocupaba en el mercado Alexandrovsky una esquina excelente.

– ¿Qué? ¿Que cómo se hace?

No hay nada más sencillo -exclamó con entusiasmo-. Yo le daré la mejor receta para preparar jabón. El jabón es la mercancía que hace falta ahora. ¡La gente lo ha echado de menos durante tanto tiempo! Con este negocio iremos viento en popa: verá usted cómo nos quitarán el jabón de las manos. Sé un lugar estupendo donde nos facilitarán grasa rancia de cerdo. No es buena para comer, pero sirve a las mil maravillas para hacer jabón.

Alexander Dimitrievitch gastó el poco dinero que le quedaba en la adquisición de grasa rancia de cerdo; luego la derritió en un gran caldero de cobre, sobre la estufa de la cocina. Cerrando los ojos, se inclinó sobre el humeante caldero, con los brazos arremangados hasta el codo, y fue removimiento la mezcla con una paleta de madera. Como no había otra estufa para calentar el piso tenía que mantener abierta la puerta de la cocina. El nauseabundo vaho subía hasta el agrietado techo como si fuera el vapor de una lavandería. Galina Petrovna cortaba la grasa de cerdo sobre la mesa, levantando delicadamente su dedo meñique y aclarándose ruidosamente la garganta.

Lidia tocaba el piano. Lidia se había alabado siempre de dos cosas: de su magnífica cabellera, que peinaba durante media hora todas las mañanas, y de sus aptitudes musicales, que ejercitaba durante tres horas al día.

Galina Petrovna le pedía que tocase Chopin, y Lidia tocaba Chopin. Aquella música deliciosa, delicada como los pétalos de una rosa que caen levemente en la oscuridad de un antiguo parque, resonaba a través de los vapores del jabón. Galina Petrovna no sabía de qué eran las lágrimas que caían sobre su cuchillo: creía que era la grasa de cerdo que le irritaba los ojos. Kira estaba sentada a la mesa con un libro. El olor de la grasa le punzaba la garganta como si se le clavaran alfileres, pero no hacía caso. Tenía que aprender y recordar lo que decía el libro para poder hacer aquel puente que tenía que construir algún día. Pero a menudo se detenía para contemplarse la palma de la mano derecha. Furtivamente se pasaba la palma de la mano por la mejilla, muy poco a poco, desde la sien hasta la barbilla. Parecía que este gesto desmentía todas sus antiguas protestas contra el sentimentalismo. Se ruborizaba, pero nadie se daba cuenta, a través de aquel humo que invadía la estancia.

El jabón quedó en forma de blandos cuadrados empapados de agua, de un color pardo sucio. Alexander Dimitrievitch, con un botón viejo de metal de su chaqueta de yachting, imprimió un ancla sobre cada pedazo de jabón.

– Es una gran idea: "Marca de fábrica" -dijo el contable-. Le llamaremos "Jabón Argounov". Un hermoso nombre revolucionario.

Una libra de jabón le salía a Alexander Dimitrievitch más cara de lo que costaba en el mercado.

– No importa -dijo el socio-, todavía es mejor así. Si tienen que pagarlo más caro, lo apreciarán más. Es jabón fino. No es lo que vende el viejo Jukov.

El contable tenía un cajón con unas correas para colgarlo de los hombros. Colocó cuidadosamente los cuadrados pardos de jabón en su establecimiento ambulante y se marchó silbando al mercado Alexandrovsky.

En el vestíbulo del Instituto, Kira vio a la camarada Sonia. Estaba echando un discurso a un grupo de cinco estudiantes jóvenes. La camarada Sonia estaba siempre rodeada de muchachos jóvenes y hablaba constantemente agitando los brazos como si fueran alas protectoras.

– … y el camarada Syerov es el mejor combatiente de las filas de estudiantes proletarios. Lo que hizo el camarada Syerov no puede igualarse. El camarada Syerov, el héroe de Melitopol…

Un muchacho pecoso, que llevaba sobre la nuca una gorra de soldado, se detuvo un momento al atravesar rápidamente el vestíbulo y gritó:

– ¿Con que el héroe de Melitopol? ¿Habéis oído hablar alguna vez de Andrei Taganov?

Con certero tiro, escupió sobre uno de los botones de la chaqueta de cuero de Sonia la cáscara de una pepita de girasol, y se alejó indiferente.

La camarada Sonia no contestó. Kira se dio cuenta de que la expresión de su rostro no era precisamente de agrado.

En uno de los pocos momentos en que la camarada Sonia estaba sola, Kira le preguntó:

– ¿Qué clase de hombre es Andrei Taganov?

La camarada Sonia se rascó la cabeza sin sonreír.

– Un perfecto revolucionario, supongo. Por lo menos hay quien le llama así. Con todo, no corresponde a la idea que yo tengo del buen proletario que no cede nunca, ni intenta nunca ser sociable con sus compañeros, ni aun de tarde en tarde… y si tienes algún proyecto en relación con su dormitorio, camarada Argounova…

¡psch!, no hay ni sombra de esperanza. Es de este tipo de santos que duermen con la bandera roja. Fíate de una que le conoce.

Rió a grandes carcajadas al ver la cara que ponía su interlocutora, y se alejó diciendo por encima del hombro:

– ¡Bah!, ¡es una pequeña vulgaridad proletaria! ¡No te hará daño!

Andrei Taganov volvió a la clase de primer año, en la sala llena de público. Se abrió paso a codazos hasta llegar a Kira, que había divisado entre la gente, y murmuró:

– Tengo entradas para mañana por la noche. Teatro Mikhailovsky. Rigoletto. -¡Oh.Andrei!

– ¿Puedo ir a buscarla?

– Número 14, cuatro piso. -Estaré a las siete y media.

– ¿Puedo darle las gracias?

– No.

– Siéntese, le haré sitio.

– No puedo; tengo que marcharme. Tengo una conferencia. Con cuidado, se abrió nuevamente paso hasta la puerta, sin hacer ruido, y antes de marcharse se volvió a contemplar la cara sonriente de la muchacha.

Kira formuló su ultimátum a Galina Petrovna. -Mamá, necesito un traje. Voy a la Opera mañana. Galina Petrovna dejó caer la cebolla que estaba mondando, y Lidia soltó por un momento su bordado.

– ¿Con quién? -balbució Lidia. -Un muchacho del Instituto.

– ¿Guapo?

– A su manera.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Galina Petrovna.

– Andrei Taganov.

– ¿Taganov? No le he oído nunca nombrar… ¿De buena familia?

Kira sonrió y se encogió de hombros.

En un fondo de baúl se encontró un vestido. Un viejo traje de Galina Petrovna, de mórbida seda gris oscura. Después de varias y largas discusiones entre Galina Petrovna y Lidia, después de dieciocho horas en que dos pares de hombros permanecieron inclinados bajo la lamparilla de aceite y dos pares de manos trabajaron febrilmente con dos agujas, quedó listo el traje para Kira: un vestido sencillo, de manga corta, con un cuello de camisa, porque no había con qué adornarlo.

Antes de comer, Kira dijo: -Fijaos en él cuando venga. Es un comunista.

– ¿Un com…?

Galina Petrovna dejó caer el salero en la cazuela de mijo. -¡Kira! ¡Tú no… tú no vas a tener amistad con un comunista -dijo Lidia con la respiración entrecortada- después de haber gritado tanto que les tienes odio!

– Este me gusta.

– ¡Kira, es una vergüenza! ¡No tienes ninguna consideración a tu posición social! ¡Traer un comunista a casa! ¡Lo que es yo, puedes estar segura de que no le dirigiré la palabra!

Galina Petrovna no discutió, sino que se limitó a suspirar amargamente.

– ¡Kira, pareces hecha adrede para empeorar todavía estos tiempos ya tan malos!

La comida consistía en mijo, un mijo mohoso. Todos lo notaron, pero nadie dijo nada para no quitar el apetito de los demás. Había que comerlo: no había otro. De modo que se comió en silencio. Cuando sonó la campanilla, Lidia, curiosa a pesar de sus convicciones, corrió a abrir la puerta.

– ¿Puedo ver a Kira, por favor? -preguntó Andrei quitándose la gorra.

– Desde luego -contestó fríamente Lidia.

Kira le presentó.

Alexander dijo: -¡Buenas noches!

Y no volvió a decir una palabra, mientras observaba al visitante con mirada irritada y tenaz; Lidia inclinó la cabeza y se marchó, pero Galina Petrovna sonrió cortésmente.

– ¡Estoy contenta, camarada Taganov, de que mi hija vaya a oír una verdadera ópera proletaria en uno de nuestros grandes teatros rojos!

Los ojos de Kira se encontraron con los de Andrei bajo la lamparilla de aceite, y Kira le agradeció la inclinación de cabeza serena y amable con que acogió las palabras de su madre.

Dos días por semana, las funciones de los Teatros Académicos del Estado eran "reservadas". Las localidades no se vendían al público, sino que se repartían a mitad de precio entre las Asociaciones Profesionales. En la galería del Teatro Mikhailovsky, entre elegantes trajes nuevos y uniformes militares, resonaban pesadamente alguna bota de fieltro y alguna mano callosa se quitaba tímidamente la gorra de cuero con guarda-oídos forrados de piel. Algunos tenían el aire desconfiado y tímido; otros miraban con aire desenvuelto, desafiando aquel impresionante esplendor; las esposas de los funcionarios de las Asociaciones pasaban altivas entre el gentío, muy erguidas y resplandecientes en sus vestidos a la última moda, con los cabellos rizados por el peluquero, las manos vistosamente manicuradas, y los zapatos relucientes. Brillantes automóviles se paraban ruidosamente ante la puerta, y de ellos salían gruesos abrigos de pieles que andaban con presteza con un ligero balanceo y tendían enguantadas manos que echaban algunas monedas a los harapientos vendedores de programas. Estos, sombras lívidas y heladas, patinaban obsequiosos por entre el público de las funciones "reservadas", más rico, más altivo y mejor alimentado que el público de pago de los demás días de la semana.

El teatro olía a terciopelo viejo, a mármol, a naftalina. Cuatro pisos de palcos subían hasta donde una inmensa araña sostenida por cadenas de cristal esparcía sobre el techo lejano pequeños arco iris.

Cinco años de revolución no habían afectado la solemne grandiosidad del teatro; sólo habían dejado una señal: el águila imperial había desaparecido de encima del palco que había pertenecido al zar.

Mientras andaban por las mullidas alfombras anaranjadas del pasillo, Kira evocaba las largas colas de seda, la blancura de los hombros desnudos, el deslumbrante esplendor de los brillantes que emulaba al de los cristales de la gran araña. Ahora había pocos brillantes, y los trajes eran oscuros, severos, con cuellos altos y mangas largas. Esbelta, muy erguida en su vestido de rica seda gris, Kira andaba como lo había visto hacer muchos años antes a las señoras, apoyando su brazo sobre el de su compañero en chaqueta de cuero. Y cuando se levantó el telón y la música invadió la oscura y silenciosa sala del teatro, ondeante, cada vez más fuerte, retumbando contra unas paredes que no podían retenerla, algo se detuvo en el pecho de Kira, que tuvo que abrir la boca para poder respirar. Detrás de aquellas paredes había lamparillas de aceite, hombres que hacían cola para subir al tranvía, banderas rojas y la dictadura del proletariado. En el escenario, bajo las columnas de mármol de un palacio italiano, las mujeres movían leve y graciosamente sus manos como cañas que ondeaban al ritmo de la música, se oía el crujido de largas colas de terciopelo bajo una luz cegadora, y joven, aturdido, ebrio de luz y de música, el Duque de Mantua cantaba el desafío de la juventud y de sus carcajadas a las caras grises, rugosas y cansadas que, en la penumbra, sólo por un momento lograban olvidar la hora, el día y el siglo en que vivían.

Kira miró una vez a Andrei: éste no miraba al escenario, sino a ella.

Durante un entreacto, en el salón de espera, se encontraron con la camarada Sonia del brazo de Pavel Syerov. Este vestía irreprochablemente, pero la camarada Sonia llevaba un traje de seda deslucido, con un descosido debajo del sobaco derecho. Sonia, al verles, rió de buena gana y dio a Kira una palmada en el hombro.

– ¿De modo que te has vuelto proletaria, ahora? ¿O es el camarada Taganov quien se nos ha vuelto burgués?

– Eres muy poco amable, Sonia -observó Pavel Syerov abriendo sus labios pálidos en una ancha sonrisa-. Felicito a la camarada Argounova por su inteligente elección.

– ¿Cómo sabe usted mi nombre? -preguntó Kira-. No sabía que nos conociéramos.

– Nosotros, camarada Argounova, sabemos muchas cosas -respondió él alegremente-, muchas cosas.

La camarada Sonia se rió, y agarrando enérgicamente del brazo a su compañero, desapareció entre la gente.

De vuelta a casa, Kira preguntó: -¿Le gusta la ópera, Andrei?

– No de una manera especial.

– ¡No sabe usted lo que pierde, Andrei!

– No creo perder gran cosa. Me ha parecido más bien algo tonto e inútil.

– ¿Y no puede usted gozar de las cosas inútiles sin más razón que la de su belleza?

– No; pero he disfrutado.

– ¿De la música?

.-No; de la manera como usted la escuchaba.

Ya en casa, en su colchón sobre el suelo, Kira se acordó con disgusto de que él no le había dicho nada de su traje nuevo.

Kira tenía jaqueca; estaba sentada junto a la ventana del aula con la frente apoyada en la mano y el codo apoyado sobre su brazo doblado. En el reflejo de la ventana podía ver una sola bombilla eléctrica bajo el techo y su cara de cansancio con los cabellos despeinados que le caían sobre la frente. Cara y bombilla parecían sombras absurdas sobre el fondo de un helado viento del Norte que soplaba al otro lado de la ventana, un viento siniestro y frío como sangre muerta. Los pies de Kira estaban helados por la corriente de aire frío que llegaba del vestíbulo. Le parecía que el cuello del vestido no era bastante estrecho. Nunca lección alguna le había parecido tan larga como aquélla. Era el 2 de diciembre. ¡Todavía faltaba aguardar tantos días, tantas lecciones! Se dio cuenta de que estaba golpeando levemente la ventana con sus dedos y que cada par de golpecitos era un nombre de dos sílabas. Sus dedos repetían incesantemente, contra su voluntad, un nombre que despertaba un eco en un punto de su sien, un nombre de tres letras que no deseaba oír, pero que estaba oyendo continuamente como alguna cosa que le pidiese auxilio dentro de ella misma.

Kira se encontró inesperadamente con que ya había terminado la clase, y saltó atravesando un largo y oscuro corredor hasta una puerta que se abría sobre una acera blanca. Salió a la nieve y se arrebujó todavía más en su abrigo, contra el viento helado.

– Buenas noches, Kira -le llamó por lo bajo una voz en la oscuridad.

Kira reconoció la voz. Sus pies, lo mismo que su corazón y que su aliento, se quedaron inmóviles.

En un ángulo oscuro, cerca de la puerta, Leo la estaba mirando.

– Leo… ¿cómo… has… podido?

– Necesitaba verte.

Su cara era pálida y sombría, sin una sonrisa. Oyeron unos pasos precipitados. Pavel Syerov pasó muy de prisa junto a ellos. De pronto se detuvo, escrutó en la oscuridad, echó una rápida ojeada a Kira, se encogió de hombros y se alejó a buen paso por la calle.

– Vamonos de aquí -murmuró Kira.

Leo llamó un trineo. Le ayudó a subir, aseguró sobre sus rodillas la pesada manta de pieles. El trineo se puso en marcha. -Leo, ¿cómo has podido…? -No tenía otra manera de encontrarte. -Y entonces…

– Te estuve aguardando más de tres horas a la puerta. Ya casi había perdido la esperanza. -Pero ¿no era…? -¿Peligroso? Mucho… -¿Y has vuelto otra vez… del campo? -Sí.

– ¿Y qué quieres decirme? -Nada. Quería sólo verte.

En la plaza, cerca del Almirantazgo, Leo mandó parar el trineo. Bajaron y anduvieron siguiendo el paredón del río. La nieve estaba helada. Un sólido espesor de hielo se extendía de una a otra margen del río. Sobre la nieve, unos pies humanos habían dejado un largo camino de huellas. La calle estaba desierta. Bajaron por la rápida margen hasta la superficie helada del río. Andaban en silencio, súbitamente solos, en una vasta soledad blanca.

El río era como una ancha grieta en el corazón de la ciudad. Bajo el silencio del cielo, extendía el silencio de su nieve. Muy lejos, unas tenues humaredas que semejaban negras cerillas lanzaban un débil y oscuro saludo de plumas en medio de una niebla de hielo y humo: después el cielo fue rasgado por una herida áspera y ardiente como carne viva, hasta que se cerró y la sangre salpicó el cielo, como si la cubriera una piel medio muerta; una opaca mancha de color anaranjado, un temblor amarillo, una densa púrpura que se esfumaba en un tierno azul inalterable. Pequeñas casitas lejanas se destacaban sobre el cielo como sombras oscuras y hechas pedazos; algunas ventanas recogían de lo alto gotas de fuego, mientras otras respondían débilmente con sus pequeñas luces metálicas, frías y azuladas como la nieve. Y la cúpula dorada del Almirantazgo conservaba con aire de desafio el brillo de un sol ya puesto, allá, en lo alto, sobre la ciudad que desaparecía en la oscuridad. -Hoy pensaba en ti… -susurró Kira. -¿Pensabas en mí?

Los dedos de Leo oprimieron el brazo hasta hacerle daño; se inclinó hacia ella con sus ojos muy abiertos, amenazadores e irónicos en su orgullosa comprensión, acariciadores y despóticos. Ella susurró: -Sí.

Estaban en medio del río. Un tranvía atravesó ruidosamente el puente, haciendo vibrar los pilares de hierro hasta su base debajo del agua.

La cara de Leo era sombría. Dijo:

– También yo he pensado en ti. No quería pensar. He luchado todo este tiempo.

Ella no contestó, sino que permaneció inmóvil, rígida. -Ya sabes lo que quería decirte -murmuró él acercando su cara a la de ella.

Y, sin pensar, sin voluntad, sin preguntar nada, con una voz que no era la suya sino la de alguien que le mandaba, ella respondió: -Sí.

Su beso pareció una herida. Los brazos de la muchacha se cerraron alrededor de la espantosa maravilla de un cuerpo de hombre. Y oyó que el hombre murmuraba, tan cerca de ella que parecía oírlo con sus labios: -Kira, te amo.

Y alguien repitió, a través de los labios de ella, insistentemente, con avidez, de un modo frenético: -Leo… te amo… te amo… te amo.

Un hombre pasó junto a ellos. La llama de su cigarrillo osciló en la oscuridad. Leo tomó a Kira del brazo y la guió por aquel terreno peligroso hasta el puente, a través de la nieve espesa e intacta.

Permanecieron en la sombra oscura de los arcos de acero; a través de la negra armadura del puente y por encima de ella, veían el cielo rojizo que moría lentamente. Ella no sabía lo que él le decía; sólo sabía que sus labios estaban juntos. No sabía que el cuello de su abrigo se había desabrochado, sólo sabía que la mano de él estaba sobre su pecho, y que esta mano estaba más hambrienta que sus labios.

Cuando por encima de sus cabezas pasó el tranvía, el hierro resonó convulsivamente, y un sordo trueno retumbó a través de todas sus uniones. Y por largo tiempo, una vez el tranvía hubo pasado, el puente siguió gimiendo débilmente. Las primeras palabras de que ella se dio cuenta fueron: -Volveré mañana. Entonces recobró la voz y dijo:

– No; es demasiado peligroso. Temo que te hayan visto. En el Instituto hay espías. Aguarda una semana. -¿Tanto? -Sí. -¿Aquí?

– No; donde nos encontrábamos antes: por la noche a las nueve. -Me costará aguardar. -Sí; Leo, Leo… -¿Qué?

Aquella noche, Kira permaneció inmóvil en su colchón sobre el suelo, y vio volverse de color rosa el cuadrado azul del cielo en la ventana.

Capítulo octavo

Al día siguiente, un estudiante que llevaba el distintivo rojo llamó a Kira, en uno de los pasillos del Instituto.

– Ciudadana Argounova, en la Célula Comunista desean verla a usted.

En la sala destinada a la Célula Comunista estaba Pavel Syerov, detrás de una mesa larga y desnuda.

Le preguntó:

– Ciudadana Argounova, ¿quién era aquel hombre que estaba con usted a la puerta del Instituto, ayer tarde?

Pavel Syerov fumaba. Guardó el cigarrillo entre los labios y miró a Kira a través del humo.

Kira preguntó:

– ¿Qué hombre?

– Camarada Argounova, ¿sufre usted de amnesia? El hombre que vi hablando con usted a la puerta, ayer tarde. Detrás de Pavel Syerov, en la pared, colgaba un retrato de Lenin; Lenin miraba de través, guiñando ligeramente un ojo, y en sus labios asomaba una helada media sonrisa. -Sí; ya me acuerdo -dijo Kira-. Había un hombre. Pero no sé quién era. Me preguntó por una calle.

Pavel Syerov dejó caer la ceniza de su cigarrillo en un cenicero rojo.

– Camarada Argounova -dijo cortésmente-, usted es alumna del Instituto de Tecnología y sin duda desea seguir siéndolo. -No cabe duda -repuso Kira. -¿Quién era aquel hombre? -No me interesaba bastante para preguntárselo. -Muy bien; no insistiré. Estoy seguro de que los dos conocemos su nombre. Pero lo que necesito es saber sus señas. -A ver… déjeme pensar… Sí; me preguntó cómo podía encontrar la calle Sadovaia. Puede usted buscar por allí. -Camarada Argounova, debo recordarle que los caballeros de su partido nos han acusado siempre, a nosotros los estudiantes proletarios, de pertenecer a una organización de la Policía Se creta. Y, ¿sabe usted?, esto puede perfectamente ser verdad. -Bien. Entonces, ¿puedo yo preguntarle una cosa? -¡Sin duda! Muy contento de complacer a una señora. -¿Quién era aquel hombre?

El puño de Pavel Syerov cayó violentamente sobre la mesa. -Ciudadana Argounova, ¿tendré que recordarle que no bromeo? -Si esto no es una broma, ¿quiere usted decirme qué es, pues? -No va usted a tardar en saberlo. Ha vivido bastante en la Rusia soviética para no ignorar lo peligroso que es proteger a los contrarrevolucionarios.

Una mano abrió la puerta sin llamar antes. Entró Andrei Taganov.

– Buenos días, Kira -dijo con calma. -Buenos días, Andrei -contestó ella.

Se acercó a la mesa; sacó un cigarrillo y se inclinó hacia el que Syerov tenía en la mano. Este se lo tendió apresuradamente.

Syerov esperaba. Andrei no dijo nada; permanecía en pie junto a la mesa, mientras el humo de su cigarrillo subía en una recta columna hacia el techo. Andrei contemplaba en silencio a Kira y a Syerov.

– Camarada Argounova, no dudo de su lealtad política -dijo amablemente el camarada Syerov-. Estoy seguro de que no le será difícil contestar a la pregunta que se le hace acerca de unas señas.

– Ya le he dicho que no le conozco. Nunca lo había visto antes, de modo que no puedo saber sus señas.

Pavel Syerov seguía mirando a Andrei con el rabillo del ojo. Andrei seguía silencioso e inmóvil. Pavel Syerov se inclinó hacia adelante y habló con deferencia, en tono confidencial. -Camarada Argounova, quisiera que se diese usted cuenta de que este hombre está siendo buscado por el Estado. Tal vez no sea de nuestra incumbencia, pero si nos pudiese ayudar a encontrarle sería muy beneficioso para usted y para mí, lo mismo que para todos nosotros -añadió en tono significativo. – si no puedo ayudarle, ¿qué tengo que hacer?

– Irse a casa, Kira -dijo Andrei.

Syerov dejó caer su cigarrillo.

– A menos -añadió Andrei- que tenga usted que asistir a alguna clase. Si volviéramos a necesitarla, la mandaré llamar. Kira dio media vuelta y salió. Andrei se sentó sobre un ángulo de la mesa y cruzó las piernas.

Pavel Syerov sonrió. Andrei no le miraba. Pavel Syerov se aclaró la voz y dijo:

– Naturalmente, Andrei, muchacho, supongo que no pensarás que… porque era amiga tuya… -No lo pienso -replicó Andrei.

– Yo no indago ni critico tus actos. Aun cuando piense que no es de buena disciplina anular la orden de un camarada comunista frente a una persona extraña.

¿Y en virtud de qué disciplina la mandaste llamar para un interrogatorio?

– Lo siento, amigo. Me equivoqué. Pero mi intención era únicamente ayudarte. -No te he pedido que me ayudaras.

– He aquí cómo están las cosas, Andrei. La vi con él ayer tarde, junto a la puerta. Le reconocí por las fotografías. La G. P. U. lleva dos meses buscándole. -¿Por qué no me lo has dicho?

– Es que… no estaba exactamente seguro de que fuera él… podía haberme equivocado… y…

– Y en este caso, tu ayuda habría sido útil… para ti mismo. -Pero, ¿qué dices, amigo mío? ¡Supongo que no vas a atribuirme miras personales! Tal vez he rebasado mis atribuciones en estas pequeñas misiones de la G. P. U. que te corresponden a ti, pero mi único propósito era el de ayudar a un compañero proletario en su cometido. Ya sabes que nada puede desviarme del cumplimiento de mi deber… ni aun un sentimiento de afecto.

– Una infracción a la disciplina del Partido es una infracción a la disciplina del Partido, sea quien sea el que la cometiese. Pavel Syerov miró con demasiada fijeza a Andrei, al tiempo que contestaba:

– Es lo que yo he dicho siempre.

– No hay que desplegar demasiado celo en el cumplimiento de los deberes propios.

– No cabe duda de que no. Es tan malo como mostrarse demasiado negligente.

– De ahora en adelante todos los interrogatorios públicos, aquí, debo hacerlos yo. -Como quieras, amigo.

– Y si alguna vez te parece que no estoy en condiciones de cumplir con mi deber, puedes dar cuenta al Partido y pedir mi destitución.

– Andrei, ¿cómo puedes decir semejante cosa? No vayas a creer que yo discuto, ni por un momento, tu importancia inestimable en el Partido. ¿Acaso no he sido siempre tu mayor admirador? ¿No eres tú el héroe de Melitopol? ¿No somos antiguos amigos? ¿No hemos luchado acaso en una misma trinchera, tú y yo, hombro contra hombro, bajo la bandera roja? -Así es, en efecto -dijo Andrei.


En el año 1896 la casa de ladrillo de la fábrica Putilovsky, en uno de los arrabales de San Petersburgo, no tenía conducción de agua. Las cincuenta familias de obreros que llenaban los tres pisos del edificio tenían en total cincuenta barriles, en los que guardaban el agua para sus menesteres. Cuando nació Andrei Taganov, un vecino bondadoso subió un barril de la planta baja. El agua estaba helada. El vecino rompió el hielo con un hacha y vació el barril. Las manos pálidas y temblorosas de la joven madre pusieron en el barril una vieja almohada, y aquélla fue la primera cama de Andrei.

Su madre se inclinó sobre el barril y rió, rió con una risa feliz e histérica hasta que cayeron lágrimas sobre las manecitas rosadas del pequeño. Su padre no se enteró del nacimiento hasta tres días después. Había pasado una semana fuera, y los vecinos murmuraban acerca de ello.

En 1906 los vecinos no tenían ya razón de murmurar. El padre de Andrei no hacía ningún misterio ni de la bandera roja que llevaba por las calles de San Petersburgo ni de los folletos blancos con que sembraba los sitios más concurridos por el gentío, ni de las palabras que su voz potente profería como si fueran un viento que esparciera una simiente, ¡las primeras palabras que entonaban un himno a la gloria de la primera revolución rusa! Andrei tenía diez años. Desde un rincón de la cocina contemplaba los botones de metal de los uniformes de la policía. Los agentes llevaban negros bigotes y fusiles de veras. Su padre se ponía lentamente la chaqueta. Le besó a él; besó a la madre. Los brazos de ésta estrechaban al padre como si fueran tentáculos, pero una mano robusta la separaba. La mujer cayó al suelo. Los policías, al marcharse, dejaron la puerta abierta. Sus pasos resonaban por la escalera. La mujer se desplomó en el rellano.

Andrei tenía que escribir las cartas de su madre. A ninguno de los dos le habían enseñado a escribir, pero Andrei había aprendido solo. Las cartas iban dirigidas a su padre, y en el sobre, en la grande e insegura letra de Andrei, iba el nombre de una población de la Siberia. Al cabo de algún tiempo, la madre de Andrei cesó de dictarle cartas. Su padre no volvió jamás. Andrei repartía en una cesta la ropa que su madre lavaba. El muchacho hubiera cabido perfectamente en la cesta; pero, sin embargo, era fuerte. En su nuevo cuarto de planta baja había siempre una espuma blanca, parecida a una nube, que llenaba la cuba de madera en que se afanaban las enrojecidas manos de su madre, y un acre vapor, parecido también a una nieve, flotaba bajo el techo. No podía ver que fuera estaba la primavera; pero, aunque no hubiera habido el vapor, tampoco la habría visto, porque la ventana se abría a la altura de la acera, y a ellos sólo les estaba permitido vislumbrar los relucientes chanclos nuevos de los transeúntes, que crujían sobre la nieve que empezaba a derretirse. Sólo una hojita verde que alguien dejaba caer de vez en cuando les daba la visión de la primavera.

Cuando murió su madre, Andrei tenía doce años. Hubo quien dijo que la había matado la cuba de madera siempre demasiado llena, y hubo quien dijo que lo que la había matado había sido la despensa siempre demasiado vacía.

Andrei encontró trabajo en la fábrica. Pasaba los días junto a la máquina y sus ojos eran fríos como el acero de ésta, sus manos firmes como sus palancas, y sus nervios tensos como las correas de transmisión. Por la noche se acurrucaba en el suelo detrás de una barricada de cajas vacías, en un rincón del que se había apoderado; necesitaba la barricada porque los usufructuarios de los otros tres rincones, cuando querían dormir, no toleraban la luz de su bujía. Y la dueña de la casa, Agrafena Vlassovna, tampoco aprobaba que se leyese; de modo que Andrei ponía la bujía sobre el pavimento, el libro junto a la bujía, y leía atentamente, envolviéndose los pies en papeles de periódico. La nieve que golpeaba la ventana parecía gemir, los tres inquilinos de los otros rincones roncaban, Agrafena Vlassovna escupía en sueños, la bujía goteaba, y todo el mundo dormía menos Andrei, que estaba leyendo.

Hablaba muy poco, difícilmente sonreía, y nunca daba limosna a los mendigos.

Alguna vez, los domingos, encontraba por la calle a Pavel Syerov. Se conocían como se conocían todos los muchachos de la vecindad, pero raras veces hablaban. Pavel se ponía cosmético en el pelo, y su madre le llevaba a la iglesia. Andrei no iba nunca. El padre de Pavel era dependiente en la mercería de la esquina; durante seis días de la semana se ponía pomada en los bigotes, y el domingo se emborrachaba y pegaba a su mujer. A Pavel le gustaba el jabón perfumado, cuando podía robárselo al farmacéutico, y se ponía el más blanco de sus cuellos planchados para ir a aprender doctrina cristiana con el párroco. En 1915, Andrei estaba junto a la máquina, y sus ojos eran más fríos que el acero, sus manos más firmes que las palancas, y sus nervios más fríos y más firmes que sus ojos y que sus manos. Su tez estaba bronceada por el fuego de los hornos, y sus músculos, y, detrás de sus músculos, su voluntad, eran templados como el metal que manejaba. Los folletos blancos que su padre había sembrado reaparecían ahora en sus manos, pero no los echaba a la multitud en alas de violentos discursos, sino que los distribuía en secreto a manos secretas, y las palabras que acompañaban la entrega no se decían en voz alta, sino que eran sólo murmullos. Su nombre figuraba en las listas de un Partido del que apenas unos pocos sabían hablar, y desde la fábrica Pulitovs-ky transmitía por conductos misteriosos e invisibles las consignas de un hombre que se llamaba Lenin.

Andrei Taganov tenía diecinueve años. Andaba de prisa, hablaba poco a poco, nunca iba al baile. Recibía y daba órdenes, y carecía de amigos. Contemplaba con iguales ojos, seguros y equilibrados, a los funcionarios en abrigo de pieles y a los mendigos en harapos y botas de fieltro, y desconocía la compasión. Pavel Syerov estaba de dependiente en una mercería. Los domingos se reunía en el café de la esquina con una ruidosa compañía de amigos: repantigado en un sillón, blasfemaba contra el camarero si éste no le servía todo lo aprisa que él deseaba. Prestaba fácilmente su dinero, y nadie le rehusaba un préstamo a él. Cuando acompañaba a una muchacha al baile, se ponía zapatos de charol y se perfumaba el pañuelo con agua de colonia. Le gustaba coger por la cintura a las mozas, y decía, en tono afectado: -Nosotros, querida, no somos gente del pueblo: somos caballeros.

En 1916, a consecuencia de una disputa por una mujer, Pavel Syerov perdió su colocación en la mercería. Era el tercer año de la guerra, los precios estaban altos, y el trabajo andaba escaso. Pavel Syerov atravesó el portal de la fábrica Pulitovsky por las mañanas de invierno, cuando era todavía temprano y estaba tan oscuro que las lámparas que iluminaban la entrada le hacían abrir a la fuerza los ojos hinchados de sueño, y él apenas podía contener los bostezos detrás del cuello levantado de su gabán. Al principio, Pavel evitó sus antiguos compañeros, porque le daba vergüenza que supiesen dónde trabajaba. Algo más tarde, los evitó porque le avergonzaba reconocer que aquéllos habían sido sus amigos. Hacía circular folletos blancos, pronunciaba discursos en reuniones clandestinas, y recibía órdenes de Andrei Taganov, únicamente "porque él lleva ya mucho tiempo allí; pero sólo hasta que yo le alcance". Los obreros querían a Pavlusha; cuando por casualidad se cruzaba con alguno de sus antiguos amigos, pasaba altivamente junto a él, como si hubiera heredado un título, y hablaba de la superioridad del proletariado sobre la acobardada pequeña burguesía según las teorías de Carlos Marx. En febrero de 1917, Andrei Taganov condujo a las masas por las calles de Petrogrado. Llevaba su primera bandera roja, recibía su primera herida, y daba muerte a un hombre, un policía, por primera vez en su vida. La única cosa que le impresionó fue la bandera.

Pavel Syerov no vio cómo la revolución de febrero surgía triunfante del suelo de la ciudad. Estaba encerrado en su casa, porque tenía un resfriado.

Pero en octubre de 1917, cuando el Partido cuyos carnets llevaban Andrei y Pavel asumió el poder, ambos se echaron a la calle. Andrei Taganov, con sus cabellos al viento, luchaba en el sitio del Palacio de Invierno. Pavel Syerov se acreditó por haber logrado que cesase el saqueo del palacio del Gran Duque, después que ya habían desaparecido muchos de los tesoros allí guardados.

En 1919, Andrei Taganov, en uniforme del Ejército Rojo, marchaba alineado con gentes en otros uniformes distintos, arrebatados por los almacenes acá y acullá, por las calles de Petrogrado hacia los depósitos, y luego hacia el frente de la guerra civil. Desfilaba solemne, en un silencioso triunfo, como si fuera a una boda.

La mano de Andrei empuñaba la bayoneta como había manejado el hierro de la fábrica, y apretaba el gatillo con la misma seguridad con que había manipulado las palancas de sus máquinas.

En el lecho voluptuoso del barro de las trincheras, su cuerpo era joven y elástico como una vida madurada al sol. Sonreía poco a poco y disparaba de prisa.

En 1920, la suerte de Melitopol pendía de un hilo entre el Ejército Rojo y el Blanco. El hilo se rompió una oscura noche de primavera. La rotura se estaba esperando. Uno y otro ejército tenían sus últimas posiciones en un valle estrecho y silencioso. En el Ejército Blanco, una división cinco veces superior a la adversaria, había un deseo desesperado de conservar Melitopol a todo trance, y reinaba un vago y murmurador resentimiento contra los oficiales, una especie de sorda simpatía secreta por la bandera roja que ondeaba en las trincheras del otro lado, a pocos centenares de metros de allí.

En el Ejército Rojo reinaba una disciplina de hierro y se trabajaba desesperadamente.

Estaban inmóviles, a pocos centenares de metros de distancia, dos trincheras de bayonetas que centelleaban débilmente como el agua bajo un cielo oscuro, hombres prontos y silenciosos, rígidos, esperando.

Negras rocas se alzaban sobre el fondo del cielo por el Norte; negras rocas se alzaban sobre el fondo del cielo al Sur; pero entre unas y otras había un valle en que quedaba todavía algunas briznas de hierba entre las motas de tierra removida, y espacio suficiente para disparar, gritar, morir, y decidir el destino de los que estaban detrás de las rocas de uno y otro lado. Las bayonetas no se movían en las trincheras, y las briznas de hierba no se movían tampoco porque no había viento ni, de las trincheras, les llegaba ni un hálito que pudiera hacerlas ondear.

Andrei Taganov estaba en posición de firmes, muy erguido, pidiendo a su comandante permiso para desarrollar el plan que acababa de exponer. El comandante le dijo:

– Es la muerte. Diez contra uno, camarada Taganov. -No importa, camarada comandante -replicó Andrei. -¿Estás seguro de que vas a poder hacerlo? -Está hecho, camarada comandante. Están maduros. Sólo falta un empujón. -El proletariado te da las gracias, camarada Taganov.

Entonces los de la trinchera de enfrente le vieron salir de las líneas: levantó los brazos contra el cielo oscuro y su cuerpo se destacó, alto y delgado. Luego siguió andando con los brazos en alto hacia las trincheras blancas. Sus pasos eran seguros. No llevaba prisa. Bajo sus pies crujían los restos de la hierba y este crujido llenaba el valle. Los blancos le miraban con ojos desorbitados, aguardando en silencio.

A pocos pasos de su trinchera, se detuvo. No podía ver los numerosos fusiles que estaban apuntando a su pecho, pero sabía que estaban. Rápidamente se quitó del cinto la funda de la pistola y la arrojó al suelo.

– ¡Hermanos! -gritó-, ¿por qué nos combatís? ¿Nos dais la muerte porque queremos daros la vida? ¿Apuntaréis vuestras bayonetas contra nuestros vientres porque deseamos que los vuestros estén llenos? ¿Porque queremos que tengáis pan blanco todos los días y os queremos dar la tierra en que lo podáis hacer crecer? ¿Porque queremos abrir la puerta de vuestra pocilga y haceros hombres como lo erais cuando nacisteis? ¿Pero cómo habéis olvidado ya que lo sois? ¡Hermanos! Si combatimos contra vuestros fusiles, es por vuestra propia vida. Cuando nuestras banderas rojas -las nuestras o las vuestras- se alzarán… Se oyó un tiro: un golpe seco como si se rompiese algo en el valle; una llamita azul salió del fusil de un oficial, un fusil empuñado muy estrechamente, bajo unos labios violáceos. Andrei Taganov vaciló, sus brazos se agitaron en el cielo y cayó sobre las motas de tierra.

Luego silbaron otros tiros en las trincheras blancas, pero no obtuvieron respuesta. El cuerpo de un oficial fue arrojado fuera de una trinchera y un soldado agitó las manos hacia los rojos, gritando: -¡Camaradas!

Se oyeron fuertes hurras, se oyó la fuerte pisada de los pies sobre el valle y se vieron banderas rojas que ondeaban al viento y manos que levantaban el cuerpo de Andrei. Su cara era blanca, sobre la tierra negra, y su pecho caliente estaba cubierto de sangre. Entonces Pavel Syerov del Ejército Rojo salió a las trincheras blancas, donde rojos y blancos se estrechaban las manos y erguido sobre un montón de piedra gritó: -Camaradas, dejad que salude en vosotros el despertar de la conciencia de clase. Un paso más en la Historia, un nuevo adelanto hacia el comunismo. Se acabó con los malditos explotadores burgueses. Saquead a los saqueadores, camaradas. Quien no trabaja no come. ¡Proletarios del mundo entero, unios! Como dijo Carlos Marx, nosotros, los…

Andrei curó de su herida en pocos meses. Le quedó una cicatriz en el pecho; la de la frente se la dejó más tarde otra batalla. Pero de esa otra batalla no le gustaba hablar y nadie supo lo que le aconteció después de ella.

La batalla de Perekop en 1920 dio por tercera y última vez la Crimea a los soviets. Cuando Andrei abrió los ojos vio una blanca niebla extendida sobre su pecho, una niebla pesada que le oprimía. Detrás de la niebla, algo rojo y resplandeciente se abría ■camino hacia él. Abrió la boca y vio una ligera columna de vapor que salía de sus labios y se disolvía en la niebla. Entonces pensó que hacía frío y que era el frío lo que le tenía clavado en el suelo con agudos dolores como de alfileres que le estuvieran punzando los músculos. Se sentó, y entonces comprendió que no era el frío de sus músculos, sino un negro boquete que se abría en su muslo, cubierto de sangre, y otra herida ensangrentada en su sien derecha. También se dio cuenta de que la niebla blanca no estaba tan cerca de su pecho como había creído: debajo de ella había espacio suficiente para que él pudiera tenerse en pie. Estaba muy lejos, alta en el cielo, y la roja aurora la cortaba como una débil línea allá bajo, mucho más lejos todavía.

Se levantó. El ruido de sus pasos sobre el terreno parecía demasiado fuerte en medio de un silencio sin fin. Echó hacia atrás sus cabellos que le cubrían los ojos, y se le ocurrió que la niebla que se cernía sobre él no era quizá otra cosa que el aliento helado de los hombres que le rodeaban. Pero sabía que aquellos hombres ya no respiraban. La sangre era purpúrea y parda, y Andrei no hubiera sabido decir dónde terminaban los cuerpos y dónde empezaba la tierra, ni si las manchas blancas eran masas de niebla o rostros humanos.

Vio un cuerpo bajo sus pies, y a su lado una cantimplora. La cantimplora estaba intacta, pero el cuerpo no. Se inclinó y una gota roja cayó de su sien a la cantimplora. Bebió.

Una voz le pidió: -Dame de beber, hermano.

Los restos de un hombre se arrastraron hacia él por una grieta del terreno. No llevaba uniforme. Sólo una camisa que había sido blanca y unas botas que seguían a la camisa, aunque no parecía que hubiera nada que las hiciera seguir.

Andrei comprendió que era un blanco: sostuvo la cabeza del hombre y acercó la cantimplora a sus labios, que eran del mismo color que la sangre sobre la tierra. El pecho del hombre se estremeció convulsivamente, y se oyó el borbotear del líquido al beber. En torno a ellos dos, no se movía nadie. Andrei no sabía quién había ganado la batalla de la noche anterior: no sabía si habían tomado Crimea, o si, cosa que para muchos era todavía más importante, habían capturado al capitán Karsavin, uno de los últimos hombres del Ejército Blanco que infundían temor, un hombre sobre quien pesaban muchas vidas de militares rojos y cuya cabeza estaba puesta a buen precio. Andrei quería andar. En algún sitio, aquel silencio debía terminar. En algún sitio encontraría hombres rojos o blancos, no lo sabía, pero echó a andar hacia el alba.

Caminaba sobre un terreno denso, húmedo de rocío fresco, pero limpio y desierto, por un camino que llevaba quién sabe dónde, cuando oyó pasos detrás de sí y un rumor como de pesados esquíes arrastrados por el barro. El hombre le seguía. Se apoyaba en un pedazo de madera y sus pies andaban sin levantarse de tierra. Andrei se paró a esperarle. Los labios del otro se abrieron en una sonrisa. Dijo: -¿Puedo seguirte, hermano? No estoy seguro… de encontrar la dirección. Andrei contestó:

– Tú y yo vamos por el mismo camino. Cuando encontremos hombres, todo habrá concluido para ti o para mí. -Probemos -dijo el otro. -Probemos -repuso, como un eco, Andrei. Anduvieron juntos en dirección al sol. Altas márgenes defendían el camino y sombras de secos matorrales pendían inmóviles sobre sus cabezas, con ramas delgadas que parecían dedos de esqueletos, abiertos y confusos en medio de la niebla. Las raíces serpenteaban a lo largo del camino y sus cuatro pies las iban rebasando en un esfuerzo silencioso. Ante ellos, el cielo llameaba entre la neblina. Sobre la frente de Andrei se veía una sombra de color rosa. Sobre su sien izquierda, gotitas de sudor transparentes como cristal; sobre su sien derecha, gotas rojas. El otro hombre respiraba como si dentro de su pecho se agitasen unos dados. -Mientras se puede andar… -dijo Andrei. -Se anda… -concluyó el otro.

Sus ojos se encontraron, como si quisieran mantenerse cogidos uno a otro; gotitas rojas iban siguiendo sus pasos sobre la tierra, espesa y húmeda, a uno y otro lado del camino. Luego el hombre cayó. Andrei se detuvo. -Sigue adelante -dijo el otro.

Andrei se echó al hombro el brazo de su compañero y siguió, tambaleándose ligeramente bajo el peso. -Estás loco -dijo el hombre.

– No se abandona a un buen soldado, sea el que fuera el color de su uniforme -replicó Andrei.

– Si nos encontramos con los míos -dijo el hombre-, procuraré que sean generosos contigo.

– Procuraré que obtengas una buena cama y la enfermería de la cárcel, si encontramos a los míos -dijo Andrei. Y siguió andando con cuidado para no caerse con aquel peso. Iba escuchando el corazón que latía débilmente contra su espalda. La niebla se había dispersado y el cíelo llameaba como una inmensa hoguera, en la que el oro no era ni derretido ni líquido, sino un aire ardiente. Contra el oro se veían las masas pardas de un pueblo a lo lejos. Entre las gibas de las casas, un largo poste se erguía hacia el cielo claro y fresco que se hubiera creído barrido durante la noche. En lo alto del poste ondeaba una bandera; ondeaba sobre el viento de la mañana como un ala negra sobre la aurora. Y los ojos de Andrei y los áridos ojos del hombre que llevaba sobre su espalda miraban fijamente aquella bandera con la misma pregunta muda y ansiosa…, pero estaban todavía demasiado lejos. Cuando vieron su color, Andrei se paró y dejó cuidadosamente al hombre en el suelo; luego tendió los brazos en un ademán de reposo y de saludo. La bandera era roja. El hombre dijo, en un extraño tono:

– Déjame aquí.

– No temas -dijo Andrei-, no somos tan crueles con los compañeros soldados.

– No -dijo el hombre-, no con los compañeros soldados. Entonces Andrei se dio cuenta de una manga que colgaba sobre el cinto del hombre y sobre ella vio las insignias de capitán. -Si tienes compasión de mí -dijo el hombre-, déjame. Pero Andrei había apartado de la frente del otro sus cabellos, y por primera vez contemplaba con atención un rostro joven e indómito que había visto en fotografías.

– No -dijo Andrei, muy lentamente-, no puedo hacerlo, capitán Karsavin.

– Estoy seguro de morir aquí.

– No se puede dejar nada a la suerte -dijo Andrei-, con enemigos como usted.

– No; no se puede -asintió el capitán.

Se levantó apoyándose en la mano. Su frente, que echó hacia atrás, estaba pálida. Miraba la aurora, dijo:

– Cuando era joven deseaba constantemente ver salir el sol, pero mi madre no me permitió nunca levantarme tan de mañana. Temía que me resfriase.

– Le dejaré descansar un poco -dijo Andrei. -Si tiene usted compasión, máteme -dijo el capitán Karsavin.

– No -dijo Andrei-, no puedo. Callaron.

– ¿Es usted un hombre? -preguntó Karsavin. -¿Qué quiere usted? -preguntó Andrei. -Su pistola.

Andrei miró fijamente aquellos ojos oscuros y serenos, y tendió la mano. El capitán se la estrechó. Al retirar la suya, Andrei dejó en manos del capitán su pistola.

Luego se irguió y marchó hacia el pueblo. Cuando oyó el disparo, no se volvió. Andaba seguro, la cabeza alta, los ojos puestos en la bandera roja que ondeaba sobre el suelo húmedo y blanco… pero ahora sólo por un lado del camino.

Capítulo noveno

El Jabón Náutico Argounov fue un fracaso.

El contable, sin afeitar, se rascó el pescuezo, balbució algo acerca de la competencia burguesa sin principios y desapareció con el producto de las tres pastillas que había vendido. Alexander Dimitrievitch se quedó con un cajón lleno de jabón y una desesperación sombría.

La energía de Galina Petrovna descubrió una segunda aventura financiera.

El nuevo patrono llevaba un gorro de astracán y un cuello muy alto, también de astracán. Llegaba jadeando por haber subido los cuatro pisos de la vivienda de los Argounov, extraía de las misteriosas profundidades de su largo gabán forrado de pieles un grueso fajo de pliegos crujientes, los contaba mojándose el dedo con saliva y siempre tenía frío.

– Dos calidades -explicaba-; los cristales en los tubos de vidrio, y las pastillas en las cajitas de papel. Yo proporciono el material. Vosotros lo confeccionáis. Acordaos bien: sólo debéis poner 87 pastillas en la cajita que lleva la etiqueta de 100. La sacarina tiene un porvenir magnífico.

El caballero del gorro de astracán tenía una gran clientela. Una red de familias que empaquetaban su mercancía, una red de vendedores ambulantes que vendían los paquetes por las esquinas de las calles, y una red de contrabandistas que le traían milagrosamente la sacarina del lejano Berlín.

Cuatro cabezas se inclinaban alrededor de la lamparilla de aceite en el comedor de los Argounov y ocho manos contaban cuidadosamente, con motonía, de una manera desesperada, a medida que los iban sacando de un reluciente bote de estaño que venía del extranjero, seis cristalitos que ponían en tubos de vidrio, y ochenta y siete pastillas blancas que ponían en una cajita blanca. Las cajitas llegaban por hacer; únicamente indicadas en grandes hojas de cartulina que habían que cortar y doblar. Llevaban una inscripción en alemán en letras verdes: "Auténtica sacarina alemana", y en el otro lado de la hoja se veían los colores chillones de unos anuncios rusos del antiguo régimen. -Lo siento por tus estudios, Kira. Verdaderamente es lástima, pero tienes que ayudarnos -decía Galina Petrovna-. Tienes que comer, ¿sabes?

Aquella noche sólo había tres cabezas alrededor de la lamparilla: Alexander Dimitrievitch había sido movilizado. Se había desencadenado una violenta tempestad de nieve y había que barrer las aceras de Petrogrado; para ello se había ordenado la movilización de todos los comerciantes particulares y de todos los burgueses desocupados.

Al amanecer tenían que presentarse; luego murmuraban encorvados sobre el hielo; mientras sus narices azuladas por el frío humeaban, los viejos guantes de piel estrechaban las palas; las manos, dentro de los guantes, estaban rojas, y, al compás de sus murmullos, las palas atacaban con indiferencia el blanco muro de nieve. Les proporcionaban palas, pero no les daban ningún jornal.

María Petrovna llegó de visita. Se quitó del cuello algunos metros de bufanda, al par que sacudía la nieve de sus botas de fieltro en el recibidor, tosiendo.

– No, no, Marussia, gracias -protestó Galina-. Tú no puedes ayudarnos. El polvo te daría tos. Siéntate junto a la estufa y caliéntate. Setenta y uno, setenta y dos, setenta y tres… -¿Qué hay de nuevo, tía Marussia? -preguntó Lidia. -¡Graves son nuestros pecados! -suspiró María Petrovna-. ¿Es venenoso eso?

– No, no; sólo es dulce. Es el postre de la revolución. -Vasili ha vendido la mesa de mosaico del salón. Cincuenta millones de rublos y cuatro libras de manteca. He hecho una tortilla con unos huevos en polvo que nos dieron en la cooperativa; pero no lograrán hacerme creer que aquellos polvos están hechos de huevos frescos.

– Dieciséis, diecisiete, dieciocho… Dicen que esto de la NEP es un fracaso, Marussia… Diecinueve, veinte… Pronto restituirán las casas a sus propietarios.

María Petrovna se sacó del bolso una pequeña lima y empezó a hacerse las uñas mientras seguía hablando. Sus manos habían sido siempre su orgullo y nunca había dejado de cuidarlas, aunque alguna vez se le había ocurrido dudar de si las conservaba iguales que antes.

– ¿Os han contado lo de Boris Koulikov? Iba de prisa y saltó de un tranvía en marcha: las dos piernas le quedaron segadas. -¿Qué tienes en los ojos, Marussia?

– No sé. Durante estos últimos tiempos he llorado tanto… Y sin motivo…

– No nos queda ningún consuelo espiritual, tía Marussia -suspiró Lidia-. Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta… Estos paganos, estos apóstatas sacrilegos han arrancado los iconos de las iglesias para satisfacer de alguna manera su rabia, han profanado las santas reliquias… Sesenta y tres, y sesenta y cuatro, sesenta y cinco… Y el castigo caerá sobre todos nosotros, porque ellos han desafiado al Señor.

– Irina ha perdido su carnet -suspiró María Petrovna-, y ahora se va a quedar sin pan durante todo el resto del mes. -No me extraña -dijo fríamente Lidia-. No se puede tener confianza en Irina.

Lidia había cogido antipatía a su prima desde el día en que ésta, siguiendo su costumbre- de expresar por medio de caricaturas sus opiniones sobre los caracteres, la había dibujado en forma de sauce llorón.

– ¿Qué es esto que hay en tu pañuelo, Marussia? -preguntó Ga-lina Petrovna.

– Oh, nada… Lo siento… está sucio… Por las noches no puedo dormir… ¡Me parece que la ropa está caliente y pegajosa! ¡Estoy tan preocupada por Víctor! ¡Ahora lleva a casa unos tipos tan raros! Entran en el salón sin quitarse la gorra y echan la ceniza de sus cigarrillos sobre la alfombra. Creo que son… comunistas. Vasili no ha dicho ni una palabra. Y esto me asusta. Sé lo que piensa… ¡Comunistas en casa!

– No sois los únicos -dijo Lidia, mirando torvamente a Kira que estaba introduciendo cristalitos en un tubo de vidrio. -Intento hablar con Víctor y me contesta: "La diplomacia es la más grande de las artes". ¡Graves son nuestros pecados! -Convendría que te cuidases la tos, Marussia. -Oh, no es nada, absolutamente nada. Es el frío. Los doctores son unos tontos que no saben lo que dicen.

Kira contó los cristales en la palma de la mano; se proponía no respirar ni tragarse la saliva. Cuando lo hacía, el polvillo blanco, filtrándose a través de la nariz, y de los labios, le irritaba la garganta, con un dolor metálico, agudo, dulzón. María Petrovna seguía tosiendo.

– Sí, Nina Mirskaia…, imagínate. Ni siquiera un matrimonio soviético. Duermen juntos, así, como gatos. Lidia se aclaró la garganta y se ruborizó. Galina Petrovna dijo:

– ¡Es una vergüenza! Esto del amor libre arruinará al país. Pero, a Dios gracias, a nosotros no nos sucederá nada parecido. Todavía quedan familias que conservan el sentido de la moral. -Es papá -dijo Lidia, corriendo a abrir la puerta. Era Andrei Taganov.

– ¿Puedo ver a Kira? -preguntó sacudiéndose la nieve de los hombros.

Kira se levantó cuando él entró en el comedor. Sus ojos, en la penumbra, se abrieron extraordinariamente.

– ¡Oh, oh, qué sorpresa! -dijo Galina Petrovna, mientras del tubo que tenía en la mano volvían a caer sobre la mesa los cristales de sacarina-. Oh…, esto sí que es… agradable… ¿Cómo está usted? ¡Ah, sí! ¿Me permite que le presente? Andrei Fedorovitch Taganov, mi hermana María Petrovna Dunaeva. Andrei se inclinó, María Petrovna contempló con sorpresa el tubo de vidrio en la mano de su hermana. -¿Puedo hablarle a solas, Kira? -preguntó Andrei. -Perdón -dijo Kira-. Por este lado, Andrei. -Pero… ¿en tu habitación? -murmuró María Petrovna medio sofocada-. Estos jóvenes modernos se portan como… unos comunistas.

Galina Petrovna dejó caer la sacarina. Lidia dio un pisotón a su tía. Andrei siguió a Kira a su habitación.

– No hay más luz que la de la lamparilla de ahí fuera -dijo Kira-. Siéntate ahí, sobre la cama de Lidia. Andrei se sentó y ella se acomodó en su colchón sobre el suelo. La luz que venía de la ventana señalaba un cuadro blanco en el suelo y sobre él se proyectaba la sombra de Andrei. En el rincón, bajo los iconos de Lidia, vacilaba una lucecita. -Se trata de lo de esta mañana -dijo Andrei-, de Syerov. -¿Ah, sí?

– Quería decirle que no tiene usted que preocuparse. El no tiene ninguna autoridad para interrogarla. Nadie más que yo puede dar orden de hacerlo. Y esa orden yo no la daré. -Gracias, Andrei.

– Sé lo que piensa de nosotros. Es usted honrada, pero no se meta en política. No es una adversaria militante. Tengo confianza en usted.

– No sé las señas de aquel hombre, Andrei.

– No le pregunto a quién conoce. Sólo le pido que no se deje arrastrar por ellos.

– Andrei, ¿sabe usted quién es aquel hombre? -¿Le sabría mal que cambiáramos de conversación, Kira? -No, pero ¿me permite una pregunta? -Sí; ¿de qué se trata? -¿Por qué hace usted esto por mí?

– Porque tengo confianza en usted y creo en nuestra amistad. Pero no me pregunte por qué creo en ella; ni yo mismo lo sé. -Yo sí lo sé. Es porque, ¿ve usted?, si tuviéramos alma, que no tenemos, y nuestras almas, la suya y la mía, se encontrasen, lucharían en un combate a muerte. Pero después de haberse destrozado mutuamente se darían cuenta de que sus raíces son las mismas. No sé si me puede comprender, porque, ¿sabe usted?, yo no creo en el alma.

– Yo tampoco, pero la comprendo a usted. ¿Y cuáles son estas raíces?

– ¿Cree usted en Dios, Andrei?

– No.

– Yo tampoco. Pero ésta es una de mis preguntas favoritas. Una pregunta al revés, ¿comprende? -¿Qué quiere usted decir?

– Si pregunto a la gente si cree en la vida, no entienden lo que les pregunto. Es una pregunta equivocada; puede tener tanta significación que acaba por no querer decir nada. Por esto les pregunto si creen en Dios. Y si me contestan que sí, entonces sé que no creen en la vida. -¿Por qué?

– Porque, ¿ve usted? Dios, sea el Dios que fuere y de la gente que fuere, es la concepción individual más alta que se puede imaginar. Y todo aquel que pone su más alta concepción por encima de sí mismo y de sus propias posibilidades, se estima poco y no da importancia a su vida. No es un don frecuente, ¿sabe usted?, este de mirar con reverencia la vida propia de uno y desear cuanto hay de más alto, más grande y mejor… para sí mismo. Imaginar un cielo, no soñarlo, sino pedirlo. -Es usted una muchacha muy rara.

– ¿Ve usted? Usted y yo creemos en la vida. Pero usted desea combatir por ella, matar por ella, tal vez morir por ella si es necesario. Yo me contento con vivirla.

Detrás de la puerta cerrada, Lidia, cansada de contar sacarina, descansaba tocando el piano. Tocaba Chopin. Andrei dijo, de pronto: -¿Sabe usted que es muy hermoso? -¿Quó es lo que es muy hermoso? -La música.

– Creía que no le interesaba.

– Nunca me había interesado, pero ahora, en este momento, me gusta.

Permanecieron sentados en la oscuridad, escuchando. Abajo, en la calle, un camión dobló la esquina. Los cristales de la ventana temblaron con un rápido estremecimiento tenso. El cuadro luminoso con la sombra de Andrei se levantó del pavimento, pasó rápido como un ala por las paredes y volvió de nuevo a caer a sus pies.

Cuando hubo cesado la música volvieron al comedor. Lidia estaba sentada ante el piano. Andrei dijo, vacilando: -Era muy hermoso, Lidia Alexandrovna. ¿Quiere usted volver a tocarlo?

– Lo siento -dijo Lidia levantándose bruscamente-; estoy cansada.

Y salió del comedor con el aire de una Juana de Arco. María Petrovna se acurrucó en su silla como si quisiera ocultarse a los ojos de Andrei Taganov. Cuando su tos atrajo la atención del joven, murmuró:

– Siempre he dicho que nuestra juventud no sigue con bastante fidelidad el ejemplo de los comunistas. Cuando Kira le acompañó a la puerta, Andrei dijo:

– Creo que no volveré más, Kira. Mi presencia estorba a su familia. Por lo demás, lo comprendo perfectamente.

¿Nos veremos en el Instituto?

– Sí -dijo Kira-; gracias, Andrei.

Buenas noches.

Leo estaba de pie en la escalinata del palacio vacío. Cuando oyó a Kira que corría por encima de la nieve, no se movió. Permaneció inmóvil, con las manos en los bolsillos. Cuando ella llegó junto a él, sus ojos se encontraron en una mirada que era algo más que un beso. Luego, los brazos de él la estrecharon con una pasión que tenía la violencia del odio, como si quisiera destruirla. Luego dijo: -¡Kira!

En el tono de Leo había algo que desagradó a Kira. Ella se quitó la boina, se puso de puntillas y tomó entre los suyos los labios del joven, mientras sus dedos se hundían en su cabellera. -¡Me voy, Kira! -dijo él.

Ella le miró con calma, con la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro de él y una pregunta, no una comprensión, en los ojos.

– Esta noche me voy… para siempre… a Alemania. -Leo… -dijo ella, y sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, pero no asustados.

El habló como si mordiese cada palabra, como si todo su odio y toda su desesperación procedieran de estos sonidos y no de lo que significaban:

– Soy un fugitivo, Kira. Un anturevolucionario. Tengo que dejar a Rusia antes de que me encuentren. He recibido dinero… de mi tía… que está en Berlín. Lo esperaba. Me lo han traído de contrabando.

– ¿El barco sale esta noche? -preguntó Kira. -Es un barco de contrabandistas. Hacen el contrabando de carne humana fuera de esta trampa de lobos. Y se llevan almas desesperadas como la mía. Si no nos cogen, llegaremos a Alemania. Si nos cogen, bien… no creo que todos seamos condenados a muerte, pero no sé de nadie que haya escapado de ella.

– Leo, tú no vas a querer dejarme -dijo ella.

El la miró, y en sus ojos hubo una expresión de odio, más elocuente que la de ternura. Dijo:

– Alguna vez me he sorprendido yo mismo dándome cuenta de que deseaba que detuvieran el barco y me volvieran a Rusia.

– Yo voy contigo, Leo -dijo Kira.

El, sin mostrar estupefacción, le preguntó: -¿Ya ves el riesgo que corres?

– Sí.

– ¿Ya sabes que si no llegamos a Alemania está en juego tu vida, y si llegamos, quizá también?

– Sí.

– El barco zarpa dentro de una hora. Está lejos. Hay que ir en seguida; no queda tiempo para llevarse equipaje.

– Estoy dispuesta.

– No puedes decir nada a nadie, no puedes ni telefonear " adiós ".

– No es necesario.

– Está bien. Vamos.

Tomó su gorra y se puso en marcha, ligero, silencioso, sin mirarla, como si no tuviera en cuenta su presencia. Llamó un trineo. Las únicas palabras que pronunció fueron las señas que murmuró al cochero.

Los rápidos patines cortaron la nieve y el viento sutil hirió el rostro de los fugitivos.

Junto a una casa en ruinas dieron la vuelta a una esquina: ladrillos cubiertos de nieve habían rodado lejos, hasta la carretera; la luz de una lámpara, en el interior de la casa, hacía resaltar las habitaciones vacías; en un punto, los rayos de la luna dibujaban el esqueleto de una casa de hierro. Un vendedor de periódicos gritaba sin convicción: -¡Pravda! ¡Krasnaia Gazeta!

– Más allá… -susurró Leo- hay autos… y calles… y luces… Un viejo estaba en el umbral de una puerta y la nieve se posaba sobre el ala de su deslucido sombrero: el hombre, con la cabeza inclinada sobre una caja de dulces hechos en casa, dormía. Kira susurró:

– … carmín para los labios, medias de seda… Un perro, bajo el oscuro escaparate de una cooperativa, olisqueaba un cubo lleno de basura.

– … champaña, radio, jazz… -susurró Leo. Y Kira le hizo eco:

– Como La canción de la copa rota…

Un hombre, soplándose las manos ateridas, gemía: -¡ Sacarina, ciudadanos!

Un soldado masticaba pepitas de girasol y cantaba " la Manza nea".

Los pasquines les iban siguiendo como si surgiesen lentamente de casa en casa: rojo, anaranjado, blanco, brazos, martillos, ruedas, palancas, piojos, aeroplanos.

El rumor de la ciudad moría detrás de ellos. Una fábrica proyectaba sobre el cíelo sus negras chimeneas. En la calle, colgando de una cuerda tendida de tejado a tejado, una inmensa bandera luchaba ruidosamente contra el viento, se retorcía en furiosas contorsiones gritando al viento y a los caminos:

"Proletarios… Nuestra colectiv… unión de cías… lucha lib… porvenir…"

Luego sus ojos se encontraron y su mirada fue como un juramento.

Leo sonrió y dijo: -No podía pedírtelo. Pero sabía que vendrías. Se pararon ante una empalizada en una calle no adoquinada. Leo pagó al cochero. Y empezaron a andar, poco a poco. Leo, cautelosamente, estuvo mirando hasta que el trineo desapareció detrás de la esquina. Entonces dijo:

– Tenemos que andar dos millas antes de llegar al mar. ¿Tienes frío? -No.

Le tomó la mano. Fueron siguiendo la empalizada por una acera de madera. Un perro ladró. Un árbol desnudo silbó en el viento. Dejaron la acera. La nieve les llegaba a los tobillos. Una vez en campo abierto anduvieron por una oscuridad sin fin. Ella iba decidida y serena: decidida y serena como cuando se come, se duerme, se respira o se actúa frente a lo inevitable. El la llevaba de la mano. Detrás de ellos resplandecía en el cielo la luz roja de la ciudad. Frente a ellos el cielo se inclinaba hacia la tierra y la tierra se elevaba hacia el cielo. Y la divisoria entre cielo y tierra eran sus cuerpos.

La nieve subía hasta sus pantorrillas. El viento soplaba contra ellos. Andaban encorvados hacia adelante y sus abrigos parecían velas que luchasen contra un huracán; el frío endurecía sus mejillas. Más allá de la nieve estaba el mundo, más allá de la nieve estaba aquella cosa fantástica y completa ante la cual se inclinaba con reverencia la ciudad que dejaban detrás; el extranjero. Más allá de la nieve empezaba la vida.

Cuando se detuvieron la nieve terminó bruscamente. Vieron un vacío negro, sin cielo ni horizonte. De un punto dado, por debajo de ellos, les llegó un rumor de latigazos y de chasquidos; parecía que alguien vaciase cubos de agua a intervalos regulares. Leo murmuró:

– El mar está tranquilo.

La llevaba lejos, siguiendo un sendero resbaladizo y las huellas de alguien. Kira distinguió una sombra vaga que se levantaba en el abismo, un árbol, un puntito de luz como el de una cerilla que se apaga. En el barco no había luces. No se dio cuenta de la gruesa figura que seguía el sendero hasta que el rayo de luz de una linterna dio en la cara de Leo, pasó por su hombro, luego por el de ella y desapareció. Detrás de la luz quedaron una barba negra y una mano que sostenía un fusil. Pero éste estaba inclinado hacia el suelo.

La mano de Leo rebuscó en su bolsillo, luego entregó algo a aquel hombre.

– Otro billete -murmuró Leo-, esta joven va conmigo.

– No nos quedan camarotes.

– No importa. Basta con el mío.

Pasaron sobre unas vigas que se balanceaban suavemente; surgió, quién sabe de dónde, otra figura, y les acompañó hasta una puerta; Leo condujo a Kira por una escalera que llevaba a su camarote. En el puente inferior había una luz y se veían sombras furtivas; un hombre de cuidada barba, con la cruz de San Jorge sobre el pecho, les contemplaba en silencio; en el quicio de una puerta una mujer envuelta en una capa de brocado descolorido les observaba con temor, estrechando entre sus manos temblorosas una cajita de madera.

El guía abrió la puerta y con un movimiento de cabeza señaló el interior del camarote.

Este se componía únicamente de una cama encajada en el nicho, y un espacio algo mayor que la cama entre el cobertor gris oscuro de la cama y la pared húmeda y descasillada. Una columna atravesaba uno de los rincones, formando una especie de mesa. Sobre ésta estaba una linterna humeante y una mancha de luz amarillenta y trémula. El pavimento subía y bajaba suavemente, como si respirase. La ventanilla estaba cerrada. Leo cerró también la puerta y dijo:

– Quítate el abrigo.

Ella obedeció. Leo colgó el abrigo de un clavo en la pared y dejó el suyo al lado; echó su gorra encima de la mesa. Atada a los brazos y a los hombros, llevaba una pesada maleta negra. Era la primera vez que se veían sin abrigo. Ella se sintió desnuda y se alejó un poco.

El camarote era tan pequeño que incluso el aire que la envolvía parecía formar parte de Leo. Retrocedió lentamente hasta la mesa, en el rincón.

El contempló las pesadas botas de fieltro, demasiado pesadas para aquel cuerpo grácil, envuelto en un traje negro. Ella siguió su mirada. Se quitó las botas y las arrojó lejos. Leo se sentó sobre la cama. Ella, junto a la mesa, escondía sus piernas cubiertas de groseras medias negras de algodón bajo el banco, las manos detrás de la espalda, los brazos muy juntos a las caderas, los hombros encorvados, el cuerpo ligeramente recogido como si se estremeciese de frío, el blanco triángulo de su escote abierto, luminoso, en la penumbra.

– Mi tía de Berlín -dijo Leo- me odia, pero quería a mi padre, y mi padre… murió.

– Sacúdete la nieve de las botas, Leo -dijo ella-. Se está derritiendo por el pavimento.

– De no haber sido tú, hubiera embarcado hace tres días. Pero no podía marcharme sin verte. Por esto aguardé. Aquel barco desapareció. Naufragado o capturado, nadie lo sabe. No llegaron a Alemania. ¡De modo que me salvaste la vida… quizá! Cuando oyeron un ruido sordo y los maderos crujieron más fuertemente y la llama de la linterna vaciló contra el viento. Leo se puso en pie, apagó la luz y abrió la ventanilla. Juntos los rostros, observaron cómo la luz roja de la ciudad se iba alejando. Por fin desapareció. Sólo quedaban algunas llamitas entre cielo y tierra, que no se movieron, sino que poco a poco se transformaban en estrellas, luego en puntos y por fin desaparecían. Kira miró a Leo: los ojos de éste estaban desmesuradamente abiertos, llenos de una emoción que ella no había visto nunca. Lentamente, triun-falmente, le preguntó:

– ¿Te das cuenta de lo que estamos abandonando? Luego sus manos agarraron los hombros de Kira y sus labios se apoderaron de los de ella. Kira tuvo la sensación de caerse de espaldas en el vacío: cada uno de sus músculos sentía el peso de cada uno de los de él.

Luego él la dejó. Cerró la ventana y encendió la linterna. La cerilla crepitó con una llama azul. Leo encendió el cigarrillo y se paró junto a la puerta, sin mirar a Kira, fumando. Ella se sentó junto a la mesa, sumisa, sin una pregunta, sus ojos fijos en los de él.

Leo aplastó el cigarrillo contra la pared y se acercó a Kira; con las manos en los bolsillos, permaneció silencioso. Su boca dibujaba un arco irónico, su cara no tenía expresión.

Kira se levantó, dócil, como si los ojos de él arrastrasen. Leo dijo:

– Desnúdate.

Kira no dijo una palabra, y sin apartar sus ojos de los de él, obedeció.

Capítulo diez

Cuando Kira despertó, la cabeza de Leo descansaba sobre su pecho y un marinero les estaba contemplando. Se subió la sábana hasta la barbilla, y Leo despertó a su vez. Los dos se quedaron atónitos.

Era por la mañana. La puerta estaba abierta y el marinero estaba en el umbral. Sus hombros eran demasiado anchos para la puerta y su puño se cerraba sobre una pistola que llevaba al cinto: su chaqueta de cuero se abría sobre una camiseta rayada, y su boca se abría en una amplia sonrisa sobre dos hileras de dientes blanquisimos. Se inclinaba ligeramente, porque su gorra azul tocaba al dintel de la puerta; en la gorra se veía la estrella roja de cinco puntas de los soviets. Murmuró, sin dejar de sonreír: -Siento estorbaros, ciudadanos.

Kira con los ojos clavados en la estrella roja, aquella estrella que le entraba por los ojos, pero que pugnaba en vano por llegar hasta su cerebro, murmuró inconscientemente, suavemente, como una chiquilla:

– Por favor, márchese. Nosotros…

Su voz se quebró. La estrella roja había llegado a su cerebro. El marinero prosiguió con cinismo:

– No habría usted podido elegir un momento peor, ciudadana. Verdaderamente no lo podía elegir peor. Leo sólo dijo: -Salga, déjenos vestir.

Su voz no era ni arrogante ni de súplica; era una orden tan implacable que el marinero obedeció como si se lo hubiera mandado un superior. Leo cerró la puerta tras él.

– Estáte quieta -dijo a Kira- hasta que te dé tu ropa; hace frío. Saltó de la cama y se inclinó para recoger los vestidos de Kira, desnudo como una estatua y con la misma indiferencia que si lo fuera. A través de una hendidura del postigo cerrado llegaba hasta ellos una luz gris.

Se vistieron en silencio. El techo temblaba sobre sus cabezas, bajo pasos precipitados. En algún punto lejano una voz de mujer chillaba como un animal enfurecido. Cuando se hubieron vestido dijo Leo:

– Todo va bien, Kira. No tengas miedo.

Estaba tan sereno que por un momento ella se alegró del desastre que le permitía verle así. Sus ojos se encontraron por un segundo en una silenciosa sanción de lo que los dos recordaban. El abrió luego la puerta. El marinero aguardaba fuera. Leo dijo sencillamente:

– Todas las confesiones que queráis. Firmaré cualquier cosa a condición de que la dejéis marchar.

Kira abrió la boca. Leo se la cerró brutalmente con la mano, clavándole las uñas en las mejillas. Siguió diciendo: -Ella no tiene nada que ver en esto. La he raptado. Podéis procesarme por ella, si queréis.

– ¡Miente! -chilló Kira.

– ¡Cállate! -dijo Leo.

– A callarse los dos -tronó el marinero.

Le siguieron. Los chillidos de aquella mujer continuaban, ensordecedores. La vieron arrastrarse de rodillas detrás de dos marineros que llevaban su caja de madera; ésta estaba abierta y las joyas resplandecían ante los ojos de los marineros, mientras la mujer hería el espacio con sus gritos y los cabellos le caían sobre la cara. Al pasar por delante de una puerta abierta Leo empujó a Kira de tal modo que ella pasó sin ver nada. En el camarote había algunos hombres inclinados sobre un cuerpo inmóvil tendido en el suelo; la mano de aquel cuerpo estrechaba la empuñadura de una daga clavada en su corazón, junto a la cruz de San Jorge. Sobre el puente el cielo gris bajaba hasta lo alto del palo mayor, y el vapor salía al mismo tiempo que las órdenes de los labios de los hombres que habían tomado el mando del barco; los hombres del negro guardacostas que subía y bajaba en medio de la niebla como una sombra enorme: sobre el palo mayor del guardacostas ondeaba ligeramente una bandera roja.

Dos marineros tenían cogido por los brazos al capitán, que mantenía la mirada fija en la punta de sus zapatos. Los marineros aguardaban las órdenes de un gigante en chaqueta de cuero.

El gigante sacó de su bolsillo una lista y la puso bajo la barba del capitán; con el pulgar señaló por detrás de sus hombros a Leo y preguntó: -¿Quién es?

El capitán señaló un nombre. Kira vio abrirse los ojos del gigante, con una extraña expresión que no supo definir.

– ¿Y la muchacha? -preguntó.

– No lo sé -contestó el capitán-. No está en la lista de pasajeros. Llegó con él en el último momento.

– Dieciséis serpientes contrarrevolucionarias que intentaban huir al extranjero, camarada Timoshenko -dijo un marinero. -¿Creías poder escapar? ¿De las manos de Stepan Timoshenko de la flota del Báltico?

El capitán seguía con la mirada fija en sus zapatos. -Abrid bien los ojos y tened los fusiles preparados -dijo el camarada Timoshenko- y a la más pequeña dificultad disparad contra ellos y destripadlos.

Miró a la niebla guiñando un ojo, con su deslumbrante dentadura y su cuello bronceado expuesto al frío, y luego se alejó silbando.

Cuando los dos buques empezaron a moverse el camarada Timoshenko volvió atrás. Pasó junto a Leo y Kira que estaban en el grupo de los prisioneros, sobre el puente húmedo y resbaladizo, y se detuvo a mirarles un segundo, con una expresión inexplicable en sus negros ojos redondos. Pasó, y luego volvió atrás y dijo en voz alta, sin dirigirse especialmente a nadie, pero señalando con el pulgar a Kira:

– La muchacha no tiene nada que ver. El la ha raptado.

– Pero si yo digo… -intentó decir Kira.

– Haga callar a su mujercita -dijo Timoshenko cambiando con Leo una mirada que casi parecía de complicidad. Vieron cómo Petrogrado se dibujaba en el cielo, como una larga e informe hilera de casas alineadas en el límite de un cielo inmenso y helado. La cúpula de la catedral de San Isaac, como media bola de oro pálido, parecía una luna cansada que remontase su curso en medio del humo que salía de los tejados. Leo y Kira se sentaron sobre un rollo de cuerda. Detrás de ellos un marinero picado de viruela fumaba un cigarrillo, con una mano sobre la pistola.

No se dieron cuenta de que el marinero se alejaba. Stepan Timoshenko se les acercó y murmuró, mirando a Kira: -Cuando bajemos a tierra, habrá un camión aguardándoles. Los muchachos estarán ocupados. Tengo la impresión de que se volverán de espaldas. Aproveche el momento para marcharse… y siga su camino.

– No -dijo Kira-, quiero quedarme con él.

– ¡Kira! Tú…

– ¡No haga usted locuras, mujer! No puede ayudarlo en nada.

– ¡No obtendréis ninguna confesión suya para salvarme!

Timoshenko guiñó un ojo. -No tiene que confesar nada. ¡Y yo no quiero criaturas mezcladas en cosas que no entienden. Procura que esté lejos cuando lleguemos al carro, ciudadano.

– Es más fácil que la G. P. U. suelte a uno que a dos. Estaré hacia las cuatro de la tarde. Vaya y pregunte por Stepan Timoshenko. Tal vez tenga alguna noticia que comunicarle. Nadie le hará daño. Gorovkhaia, 2.

No esperó su respuesta. Se alejó y golpeó ligeramente en la barbilla del marinero picado de viruelas que había dejado solos a los prisioneros. Leo susurró:

– ¿Quieres crearme todavía más dificultades? Vete y no te acerques por Gorovkhaia.

Cuando vieron las casas cerca del palo mayor se besaron. A Kira le costó separar sus labios de los de Leo, como si fuera un vidrio helado.

– Kira, ¿cuál es tu apellido? -preguntó Leo.

– Kira Argounova. ¿Y el tuyo?

– Leo Kovalensky.

– De casa de Irina. Hemos estado hablando y se nos pasó el tiempo. Era demasiado tarde para volver a casa.

Galina Petrovna suspiró con indiferencia. Su camisón temblaba sobre sus hombros en el frío recibimiento.

– ¿Y por qué has vuelto a las siete de la mañana? Supongo que habrás despertado a tu tía Marussia. La pobre… con aquella tos… -No podía dormir. Tía Marussia no me oyó.

Galina Petrovna bostezó y se volvió a su habitación arrastrando los pies. Kira había pasado varias otras noches en casa de su prima. Galina Petrovna no tenía por qué preocuparse. Kira se sentó, y sus manos cayeron abandonadas. ¡Faltaban tantas horas para las cuatro de la tarde! Debería estar asustada -pensaba- y lo estaba; pero, bajo el terror, había algo sin nombre que no podía expresarse en palabras, un himno sin sonidos, algo que reía a pesar de que Leo estuviera en una celda negra en la Gorovkhaia. En su cuerpo había todavía un sufrimiento que la hacía sentirse junto a él.

La casa que llevaba el número 2 de Gorovkhaia era de un color verde como el de la vaina de los guisantes. La pintura y el rebozo se agrietaban, en las ventanas no había cortinas ni rejas. Daban tranquilamente a una tranquila calle secundaria. Allí estaba el cuartel general de la G. P. U.

Había palabras que la gente no se atrevía a pronunciar: un mismo terror supersticioso les sobrecogía al hablar de un cementerio desolado, de la Inquisición, o de Gorovkhaia número 2. Muchas noches habían pasado por Petrogrado; muchos pasos habían resonado en aquellas noches; se habían oído campanillazos en muchas casas; y muchas personas habían desaparecido para no volver. Una ola de silencioso terror se extendía por la ciudad reduciendo las voces a susurros, y el centro de esta ola estaba en Gorovkhaia número 2.

Era un edificio semejante a los que le rodeaban; al otro lado de la calle, detrás de unas ventanas parecidas, se cocía el mijo en familia o se tocaba el gramófono; en la esquina había una mujer que vendía dulces; la mujer tenía las mejillas rosadas y los ojos azules, y los dulces una corteza dorada que olía a grasa caliente. Un pasquín pegado a un farol anunciaba los nuevos cigarrillos del Trust del Tabaco. Pero, mientras se iba acercando al edificio, Kira vio que la gente pasaba junto a las paredes sin mirar la casa, con una expresión forzada de indiferencia, y se dio cuenta de que apresuraban el paso, como si tuvieran miedo de su propia presencia, de sus ojos, de sus pensamientos. Detrás del muro verde había aquello que nadie deseaba saber.

La puerta estaba abierta. Kira entró, con las manos en los bolsillos, mirando a su alrededor con decisión, indiferente, andando con calma. Dentro había una ancha escalinata, corredores, cocinas. Mucha gente estaba aguardando, mucha se apresuraba como en todas las oficinas públicas de los soviets; muchos pies se arrastraban por el suelo desnudo, y se oían pocas voces; en los rostros no se veía ni una lágrima. Muchas puertas estaban cerradas y las caras estaban tan cerradas y tan impasibles como las puertas. Kira encontró a Stepan Timoshenko sentado ante un escritorio en una cocina: la acogió con una sonrisa sarcástica. -Es lo que pensaba -dijo-. No hay nada contra él. Es por su padre. Pero esto ya pasó. Si le hubieran detenido hace dos meses, hubiera sido cuestión de pocas preguntas y el piquete de ejecución… Pero ahora, bien, ya veremos.

– ¿Qué ha hecho?

– ¿El? ¡Nada! Es su padre. ¿Se enteró usted de la conspiración del profesor Gorsky, hace dos meses? El viejo no estaba en ella; ¿cómo hubiera podido si estaba ciego? Pero había escondido a Gorsky en su casa. Bien; lo pagó.

– ¿Quién era el padre de Leo?

– El viejo almirante Kovalensky.

– Aquel que… -Kira se detuvo, jadeante.

– Sí; aquel que perdió la vista en la guerra… le fusilaron.

– ¡Oh!

– Bien. Yo no lo hubiera hecho… por lo menos aquella vez. Pero no soy yo el único que manda. No se hacen revoluciones con guantes blancos.

– Pero si Leo no tenía nada que ver con todo esto, ¿por qué…?

– En aquel momento hubieran fusilado a cualquiera que supiera algo de la conspiración. Ahora se han calmado. Ya pasó. Ha tenido suerte… No me mire usted así, como una tonta. Si hubiese usted trabajado aquí sabría lo que cambian las cosas con el tiempo; a veces es cuestión de días, y aun de horas. En fin. Este es nuestro método de trabajo. ¿Y quién es el maldito estúpido que cree que la revolución está todavía perfumada de agua de colonia? -Entonces… podrán dejarle…

– No lo sé. Lo intentaré. Investigaremos. Después hay el asunto de haber intentado salir del país sin permiso. Pero esto creo que lo podré… No luchamos contra los muchachos, especialmente si se trata de muchachos alocados que encuentran tiempo para hacer el amor sobre un volcán en erupción.

Kira miró a aquellos ojos redondos; no tenía ninguna expresión, pero la boca sonreía, la nariz chata y arremangada tenía un aire insolente.

– Es usted muy amable -dijo.

– ¿Quién es amable? -rió él-. ¿Stepan Timoshenko de la flota del Báltico? ¿Se acuerda de los días de octubre de 1917, cuando todavía era una chiquilla que no podía ni pensar en la cama de un hombre? ¿Oyó hablar alguna vez de oficiales hervidos vivos en las calderas de los buques de la flota del Báltico? ¿Sabe quién echaba leña al fuego de las calderas? Stepan Timoshenko. No se estremezca como un gato. Stepan Timoshenko era un bolchevique antes de que estos recién llegados hubieran podido secarse la leche de los labios.

– ¿Puedo verle?

– No; es imposible. En aquella oficina no se permiten visitas.

– Entonces…

– Entonces vuélvase a casa a chupar su biberón. Y no se preocupe. Eso es todo cuanto tenía que decirle.

– Tengo un amigo que está bien relacionado y que podría… -Cierre usted el pico y déjese de relaciones. Estése quieta dos o tres días.

– ¿Tanto tiempo?

– ¡Bah! No es tanto como no verle más. Y no tema, que se lo guardaremos bien cerrado, sin mujeres a su alrededor. Se levantó de su escritorio y rió burlonamente; luego sus labios se cerraron en una línea recta. Se acercó a Kira con aire de dominio y la miró a los ojos, de hito en hito, y su mirada tenía una expresión… poco alegre. Dijo:

– Cuando vuelva a tenerlo, no lo deje escapar de sus manos. Si no tiene usted uñas, déjeselas crecer. No es un individuo fácil. Y no intenten dejar el país. Están en Rusia soviética: pueden odiarla hasta las entrañas; no es fácil vivir y pueden dejar la piel en ella; pero en Rusia soviética tienen que quedarse. A mí me parece que tiene usted garras para guardarlo. Vigile. Su padre le quería.

Kira tendió su mano, que desapareció en la manaza bronceada de Stepan Timoshenko.

Cuando llegó a la puerta se volvió y preguntó con dulzura:

– ¿Por qué hace esto?

El no la miraba; miraba a la ventana. Contestó: -Hice la guerra en la flota del Báltico. El almirante Kovalensky se quedó ciego mientras servía en la flota del Báltico. No era el peor de los comandantes que hemos tenido… ¡Márchese!

– Se pasa la noche dando vueltas en el colchón -dijo Lidia-. Parece que haya ratones en casa. No puedo dormir.

– Tengo entendido que eres estudiante, Kita Alexandrovna: ¿O estoy equivocada? Has pasado tres días sin acercarte al Instituto.

Lo dijo Víctor. ¿Quieres dignarte informarnos qué nueva forma de tontería se ha apoderado de ti?

Alexander Dimitrievitch no dijo nada. Se despertó sobresaltado, porque se había quedado adoimecido con un tubo de sacarina a medio llenar en la mano.

Kira no dijo nada tampoco.

– ¡Fíjate en sus ojeras! ¡Ninguna muchacha decente tiene una cara semejante!

– ¡Estaba segura! -chilló Lidia-. ¡Estaba segura! ¡Ha vuelto a poner ocho cristales de sacarina en el tubo!

Por la tarde del cuarto día, sonó la campanilla. Kira no levantó los ojos del tubo de sacarinas; Lidia, cuya curiosidad se despertaba cada vez que sonaba un campanillazo, fue a abrir la puerta. Kira oyó una voz que preguntaba: -¿Está Kira?

El tubo de sacarina se cayó al suelo y se hizo añicos, mientras Kira corría al recibimiento, apretándose el corazón con las manos. El sonrió, con las comisuras de los labios plegadas hacia abajo, arrogantemente.

– Buenas noches, Kira -dijo con calma.

– Buenas noches, Leo.

Lidia les contemplaba estupefacta. Kira estaba en la puerta, con los ojos puestos en los de él, incapaz de hablar. Galina Petrovna y Alexander Dimitrievitch dejaron de contar sacarina.

– Ponte el abrigo, Kira, y ven -dijo Leo.

– Sí, Leo -murmuró ella, descolgando su abrigo del perchero. Sus movimientos eran como los de una sonámbula. Lidia tosió discretamente. Leo la miró. Su mirada provocó una cálida sonrisa pensativa de los labios de Lidia: todas las mujeres, cuando él las miraba, sonreían del mismo modo; y, sin embargo, en su mirada no había nada especial, sino que cuando miraba a una mujer parecía decirle que él era un hombre y ella una mujer, y que él lo sabía muy bien. Lidia concentró todo su valor, intentó superar la falta de presentación, pero no sabía cómo empezar y contemplaba intimidada al hombre más bello que jamás había traspuesto la puerta de su casa,

y luego, bruscamente, profirió la pregunta que tenía en la mente:

– ¿De dónde sale usted?

– De la cárcel -repuso Leo con una bella sonrisa.

Kira se había abrochado el abriga Sus ojos seguían fijos en el joven, como si no se diera cuenta de la presencia de los demás.

El la cogió del brazo con un gesto de dominio y se fue con ella.

– Bueno, como falta de educación… -balbució Galina Petrovna poniéndose en pie.

Pero la puerta ya estaba cerrada.

Leo dio unas señas al conductor del trineo, fuera. -¿Dónde? -dijo, repitiendo la pregunta de Kira con los labios junto al cuello de su abrigo-. A mi casa. Sí; la he recobrado. La habían sellado cuando detuvieron a mi padre.

– ¿Cuándo?

– Esta tarde estuve en el Instituto para saber tus señas, luego fui a casa a encender fuego en la chimenea. Parecía una tumba. No se había calentado desde hacía dos meses. Ahora estará caliente para nosotros.

La puerta que transpusieron llevaba el sello rojo de la G. P. U. El sello había sido roto; dos fragmentos de lacre quedaban abiertos para dejarles paso.

Atravesaron un salón oscuro. La chimenea resplandecía proyectando sobre sus pies y sobre sus figuras reflejadas en el espejo del pavimento de madera una luz roja. El piso había sido registrado. El suelo estaba cubierto de papeles, y había sillas con las cuatro patas al aire. Sobre los pedestales de malaquita había vasos de cristal; uno de ellos estaba roto y los pedazos brillaban por el suelo en medio de la oscuridad; a través de ésta danzaban y vacilaban llamitas rojas, como si se hubieran caído fuera de la chimenea carbones vivientes. En el dormitorio de Leo ardía una sola luz; una lámpara sola con una pantalla de plata sobre una chimenea de ónix negro. Una última llama azul temblequeaba sobre los moribundos carbones, lanzando un reflejo purpúreo sobre el cobertor plateado de la cama.

Leo echó a un lado su gabán, desabrochó el de Kira y se lo quitó; sin decir palabra le desabrochó el vestido; ella permaneció inmóvil y dejó que la desnudase. Y él susurró en el cálido hoyuelo que tenía ella bajo la barbilla:

– Ha sido un suplicio. Esperar. Tres días… y tres noches.

Kira miraba al techo, que era de una blancura plateada y parecía lejano, muy lejano. La luz entraba a través de las cortinas de seda gris. Se sentó en la cama con los pechos rígidos de frío. Dijo: -Me parece que ya es mañana.

Leo dormía. Tenía la cabeza echada hacia atrás, sin almohada, y uno de sus brazos colgaba de la cama. Las medias de Kira estaban en el suelo, su vestido en una columna de la cama, su camisa a través del cuerpo de Leo.

Poco a poco se movieron los párpados del joven. Levantó la mirada y dijo: -¡Buenos días, Kira!

Ella estiró los brazos y los cruzó detrás de la cabeza, luego echó la cabeza hacia atrás, sacudiendo los cabellos que le caían a la cara.

– Estaba pensando en mi familia -dijo-. Es seguro que me echan de casa. -Te quedarás aquí.

– Dentro de un rato iré a decirles adiós.

– ¿Para qué quieres ir?

– Algo tengo que decirles.

– Ve. Pero no tardes. Te quiero aquí.

Estaban de pie, como tres pilastras altas y silenciosas alrededor de la mesa del comedor, con los ojos hinchados y enrojecidos por la noche sin sueño que habían pasado. Los cabellos de Lidia estaban anudados en una gruesa trenza sobre su espalda. Kira estaba frente a ellos, apoyada en el quicio de la puerta, tranquila, indiferente.

– ¿Bien? -preguntó Galina Petrovna. -Bien, ¿qué?

– No vas a decirnos que has estado en casa de Irina, esta vez. -No.

Galina Petrovna se acomodó sobre los hombros su vieja bata de franela.

– No sé hasta dónde puede llegar tu estúpida inocencia. Pero supongo que te darás cuenta de qué la gente puede pensar que… -Es cierto: he dormido con él. De los labios de Lidia se escapó un grito. Galina Petrovna abrió la boca; luego la volvió acerrar. Alexander Dimitrievitch se quedó con la boca abierta. El brazo de Galina Petrovna, en línea recta con sus hombros, le señaló la puerta.

– Vas a dejar mi casa -dijo- para no volver más. -Está bien.

– ¿Cómo has podido? ¡Una hija mía! ¿Cómo te atreves a mirarnos la cara? ¡No tienes vergüenza, no te das cuenta de la desgracia que significa tu depravación!

– No discutamos -dijo Kira.

– ¿No has pensando que es un pecado mortal? Dieciocho años y un hombre que sale de la cárcel. Y la Iglesia… durante siglos. Por tus padres, por tus abuelos… Todos nuestros santos han dicho que no había pecado más vil. Son cosas que se oyen decir, pero ¡una hija mía! Los santos que por nuestros pecados…

– ¿Puedo llevarme mis cosas -preguntó Kira- o queréis quedaros con ellas?

– No quiero nada tuyo aquí. No quiero ni tu aliento en est? habitación, ni tu nombre en esta casa.

Lidia sollozaba histéricamente, con la cabeza sobre los brazos encima de la mesa.

– ¡Dile que se vaya, mamá! -gritó entre sollozos-. ¡No lo puedo resistir! ¡Hay mujeres que no deberían vivir!

– Toma tus cosas; de prisa -silbó Galina Petrovna-. A partir de ahora, sólo tenemos una hija. Golfilla, mala mujer de… Lidia miraba a Kira, asustada, incrédula.

Leo abrió la puerta y tomó el fardo envuelto en una vieja sábana.

– Hay tres habitaciones -dijo-; puedes guardar tus cosas como quieras. ¿Hace frío en la calle? ¡Tienes la cara helada!

– Sí; hace un poco de frío.

Deja eso en un rincón. -En el salón tienes un poco de té caliente.

Había puesto una mesita junto a la chimenea. Pequeñas lenguas rojizas temblaban sobre la antigua vajilla de plata. Sobre el fondo gris de un gran ventanal colgaba una lámpara de cristales. Al otro lado de la calle había una larga cola de gente, con la cabeza baja, frente a la puerta de una cooperativa. Nevaba. Kira puso sus manos sobre la tetera de plata y las guardó un momento; luego se las pasó por las mejillas. Dijo: -Tendré que lavar las copas y barrer…

Se detuvo. Estaba en medio de la vasta sala. Tendió los brazos, echó la cabeza hacia atrás y rió.

En su risa había un desafío, una alegría, un triunfo. Gritó: -¡Leo!

El la cogió. Ella le miró a la cara y le pareció que era una sacerdotisa, con el alma perdida en las comisuras de los labios de un dios arrogante: una sacerdotisa y al mismo tiempo una ofrenda para el sacrificio: ambas cosas a la vez y más todavía. En su risa no había vergüenza alguna; era casi oprimida, con algo que bullía en ella como si fuese demasiado difícil soportarlo; como si llevase su alma entre los labios.

Los ojos de él la miraron, negros e inmensamente abiertos; luego dijo, respondiendo a un pensamiento no expresado: -Kira, pienso en todo lo que tenemos en contra. Ella inclinó levemente su cabeza sobre el hombro del joven, con los ojos serenos, los labios dulces, tranquila y confiada como una chiquilla; miró por la ventana y a través de la nieve que caía divisó a los hombres en la cola, inmóviles, desesperados, destrozados. Sacudió la cabeza:

– Combatiremos, Leo. Juntos. Lucharemos contra todo el país, contra el siglo, contra millones de hombres. Podemos resistir y resistiremos. El dijo sin esperanza: -Lo probaremos.

Capítulo once

La Revolución se había desencadenado en un país que había vivido tres años de guerra. Tres años de guerra y la Revolución habían destrozado las líneas ferroviarias, devastado los campos, convertido las fábricas en informes montones de ladrillos, y reducido a los hombres a hacer cola, con viejos cestos bajo el brazo, en espera de las pocas migajas de vida que todavía caían de los centros de abastecimientos.

Los bosques permanecían inmóviles en el silencio de la nieve, pero en las ciudades la leña era un lujo, y el petróleo el único combustible. Los dones de la Revolución estaban todavía por llegar; pero el pueblo estaba por lo menos en posesión de uno de ellos, el principal, del signo de una vida nueva, de la primera guía del país renovado: éste era el "Primus"

Kira estaba arrodillada junto a la mesa, accionando el pistón del hornillo de latón en que se leían las palabras: "Auténtico Primus fabricado en Suecia". Como no tenía alcohol para quemar, observaba el débil chorro del petróleo que llenaba el depósito. Luego fue dándole al émbolo, contemplando atentamente el fuego que lamía los negros tubos con su fuliginosa lengua y respirando el olor del petróleo que invadía su nariz, hasta que algo empezó a silbar en los tubos y se encendió una corona de "llamas azuladas, tiesas y crepitando como antorchas de viento. Entonces puso sobre el fuego una cazuela de mijo.

Después, de rodillas ante la chimenea, recogió algunos húmedos pedazos de leña, que resbalaban entre sus dedos oliendo acremente a moho, abrió la portezuela de la bourgeoise o estufa económica, puso la leña dentro, amontonó encima algunos periódicos arrugados y encendió una cerilla, soplando luego con fuerza, de cara al suelo, con los cabellos sobre los ojos, mientras el humo rodeaba su cabeza, subiendo luego hasta la blanca techumbre del salón. La lámpara de cristal brillaba en medio del humo gris, y grises cenizas volaban hasta la nariz de la joven, posándose sobre sus cejas.

La bourgeoise era una caja de hierro cuadrada, con largos tubos que llegaban hasta el techo, doblándose luego en un ángulo recto para entrar en la chimenea por un agujero. Habían tenido que instalar la bourgeoise en el salón, porque no tenían leña suficiente para encender la chimenea. Dentro de la caja de hierro crepitaban los leños, y por las grietas de los ángulos se veían danzar llamitas rojas; de vez en cuando surgían sutiles chorros de humo, y las paredes de la bourgeoise puestas al rojo por el exceso de temperatura, olían a barniz quemado. Estas nuevas estufas se llamaban bourgeoise porque habían nacido en casa de los que no podían permitirse el lujo de gastar leña abundante para encender las grandes estufas de los pasados tiempos de esplendor. La morada del almirante Kovalensky tenía siete habitaciones, pero hacía ya mucho tiempo que cuatro de ellas habían tenido que ser alquiladas. El almirante había mandado levantar un tabique en medio del vestíbulo que separaba sus habitaciones de las de los otros inquilinos. A Leo le quedaban, pues, ahora, tres habitaciones, el baño y la puerta principal; y los inquilinos disponían de cuatro habitaciones, la puerta de servicio y la cocina. Kira cocinaba en el "Primus" y lavaba los platos en la bañera. A veces, al otro lado del tabique, oía voces y pasos, o el murmullo de un gato. Allí vivían tres familias y el gato; Kira no había visto aún a ninguno de ellos. Cuando Leo se levantaba por la mañana encontraba la mesa puesta ta en el comedor, con unos manteles blancos como la nieve, y una tetera llena de té humeante, y a Kira que andaba por el comedor, con las mejillas rosadas y los ojos sonrientes, ligera y desenvuelta como si todo aquello hubiera surgido solo.

Desde el primer día de su vida común, Kira había formulado su ultimátum: "Cuando esté cocinando no deberás verme, y cuando me veas no tienes que saber que he cocinado". Kira seguía teniendo la impresión de vivir, pero nunca había pensado excesivamente en la necesidad de conservar la vida. De pronto, descubrió que este mero hecho se había convertido en un complicado problema que requería horas de arduos esfuerzos; arduos esfuerzos únicamente para lograr aquello que ella había considerado siempre, con orgullo y desprecio, como algo natural. Descubrió que hubiera podido luchar manteniéndose más altivamente que nunca en su actitud despectiva; aquella actitud despectiva que, si hubiera cedido, habría rebajado la vida entera al mismo nivel que la llamita azulada del "Primus" en que se cocía el mijo para la comida. Descubrió que habría podido sacrificar a la lucha todas las horas necesarias, a condición de que no se interrumpiesen entre Leo y ella y que la vida entera, aquella vida que era de Leo, se hubiese podido mantener absolutamente intacta. Las horas invertidas en la lucha no contaban, y nunca habría hablado de ellas: se callaba, en efecto, y sólo en sus ojos centelleaba la excitación de la batalla. Porque realmente era una batalla; los primeros choques de una batalla imprecisa, indefinida, que Kira no hubiera podido nombrar, pero de la que se daba perfecta cuenta. La batalla de dos personas solas contra algo enorme y desconocido, algo que se levantaba como una marea alrededor de las paredes mismas de su casa, algo que estaba en aquellos pasos innumerables que se oían fuera, por la calle, y en las colas ante las puertas de las cooperativas; algo que invadía su casa con el "Primus" y la bourgeoise, algo que traía consigo el mijo y la leña húmeda y el hambre de millones de estómagos vacíos y crispados, contra dos vidas que luchaban por su derecho a un porvenir.

– ¿Vas al Instituto, hoy?

– Sí.

– ¿Necesitas dinero?

– Un poco.

– ¿Volverás a comer?

– Sí.

– Yo estaré aquí a las seis.

Ella se iba al Instituto, él a la Universidad. Kira corría patinando por el pavimento helado, riendo a los desconocidos, soplando sobre un dedo amoratado por el frío a través de un agujero de su guante, subiendo a un tranvía a toda marcha y desarmando con su sonrisa al conductor que balbucía:

– Deberían multarla, ciudadana. Cualquier día un coche le segará las piernas.

Oía las lecciones inquieta, mirando al reloj de pulsera de su vecino, si por casualidad lograba encontrar un vecino con reloj de pulsera. Estaba impaciente por volver a casa, como cuando, de niña, no sabía estarse quieta en la escuela el día de su cumpleaños, con el afán de ver los regalos que la aguardaban. Ahora no la aguardaban más que el "Primus" y el mijo, la cazuela de la sopa, y, cuando regresaba Leo, una voz que desde el otro lado de la puerta cerrada le decía:

– Ya estoy en casa.

– Tengo que hacer -respondía ella con indiferencia.

Y reía feliz, en medio del humo de la sopa. Después de la comida, uno y otro llevaban sus libros junto a la bourgeotse. El estudiaba Historia y Filosofía en la Universidad del Estado, y además había encontrado un empleo. Cuando, después de dos meses, había reanudado la vida que la muerte de su padre había desgarrado, había encontrado su empleo que le estaba aguardando. Trabajaba en el Gossizdat, la empresa estatal de publicidad. Por las noches, junto al fuego de la bourgeoise, traducía libros del inglés, del alemán o del francés. Eran libros que no le gustaban: novelas de autores extranjeros en que se referían los sufrimientos de algún pobre y honrado trabajador que había sido enviado a presidio por haber robado una hogaza con que alimentar a su madre que se moría de hambre, o se narraban las desventuras de su esposa, joven y bella, que había sido violada por un capitalista y se había suicidado luego de dolor. Y a consecuencia de ello el obrero había sido despedido por el capitalista, y su hijo se había visto reducido a mendigar por las calles, donde el auto de aquel mismo capitalista le había atropellado; un auto con guardabarros relucientes y un chófer de librea.

Pero Leo podía trabajar en casa y le pagaban bien, aunque cada vez que iba a cobrar al Gossizdat le hiciesen la misma observación:

– Hemos deducido el dos y medio por ciento como contribución a la nueva Sociedad Roja de Química para la defensa del Proletariado. Esto aparte del cinco por ciento para la Flota Aérea Roja, el tres por ciento para la Lucha contra el Analfabetismo, el cinco por ciento para los Seguros Sociales, y…

Cuando Leo trabajaba, Kira andaba por la habitación sin hacer ruido, o permanecía sentada en silencio ante sus diseños, sus cuadernos, sus planos azules, sin interrumpirle jamás… Algunas veces su trabajo era estorbado por la visita del Upravdom que entraba con la gorra en la nuca y les reclamaba la cuota por las tuberías heladas, las cañerías obturadas, las bombillas de la escalera… -alguien ha vuelto a llevárselas-; las goteras del tejado, la reparación de la escalera del sótano o la suscripción voluntaria de la casa para la Flota Aérea Roja.

Cuando Kira y Leo se hablaban, sus palabras eran breves y precisas y su indiferencia excesiva; pero sus rostros inmóviles guardaban un secreto que ninguno de los dos podía olvidar. Pero cuando estaban solos en su dormitorio gris y plata se reían juntos, y sus ojos, sus labios y sus cuerpos enteros se buscaban ávidamente y la pasión contenida durante tantas horas interminables surgía victoriosa entonando el himno de la juventud.

Leo no tenía familia en Petrogrado.

Su madre había muerto antes de la Revolución. Era hijo único. Su padre había contemplado sus extensos trigales bajo el cielo azul, bordeados por bosques sombríos, y había pensado que algún día aquellos campos y aquellos bosques pertenecerían a un chiquillo de ojos negros y negros cabellos, y en su corazón había sentido una luz más viva que la del sol sobre el trigo maduro. El almirante Kovalensky asistía muy raramente a las ceremonias de la Corte. Se sentía más seguro sobre el puente de su navio que sobre el pavimento de mármol de un palacio real. Pero cuando iba, miradas de estupor y de envidia seguían con atención a la mujer que avanzaba lentamente, cogida a su brazo. Su mujer, una condesa de antiguo linaje, era de una belleza que sólo largos siglos habían podido acumular, detalle por detalle, en un cuerpo perfecto. Cuando murió, su marido se dio cuenta de que en sus sienes habían aparecido los primeros cabellos blancos, pero en lo más íntimo de su corazón, y sin que lograse expresarlo en palabras, estaba agradecido a Dios porque había conservado la vida de su hijo.

El almirante Kovalensky tenía un solo tono de voz para mandar a sus hombres y para hablar con su hijo. Y no faltaba quien dijera que era demasiado amable con sus marineros, ni quien le encontrase demasiado duro con su hijo. Con todo, adoraba todos los movimientos del muchacho, a quien sus preceptores extranjeros habían trocado por el de "Leo" su nombre ruso de "Lev", y estaba desarmado ante el menor movimiento de sus altivas cejas oscuras.

Preceptores, servidores e invitados, todos miraban a Leo con los mismos ojos atónitos con que contemplaban el Apolo de marmol que ornaba el estudio del almirante, y detrás de sus miradas había la misma reverencia deferente que despertaba aquella blanca estatua antigua, y sus palabras eran vacilantes y tímidas. Leo sonreía: era la única orden que debía dar, la única excusa a cualquier orden.

Cuando sus jóvenes amigos referían, en voz baja, las últimas historietas francesas, Leo estudiaba Kant y Nietzsche; discutía sobre Oscar Wilde en las puritanas reuniones del Club Femenino de Caridad de su autoritaria tía; con su fascinadora sonrisa describía la superioridad de la cultura occidental sobre la rusa ante los austeros diplomáticos de cabellos grises, amigos de su padre e inflamados eslavófilos, que Leo saludaba con un despreocupado Alió; y una vez que le enviaron a confesarse, hizo ruborizarse al anciano sacerdote, revelándole a los dieciocho años, cosas que el venerable anciano no había aprendido en sus setenta. Le molestaba el retrato del zar en el despacho de su padre; le molestaba la lealtad inflexible y ciega de éste; pero cuando tomó parte en una reunión secreta de jóvenes revolucionarios y un muchacho sin afeitar pronunció un discurso sobre la fraternidad humana y le llamó "camarada", Leo se marchó a su casa canturreando Dios salve al zar.

A los dieciséis años pasó su primera noche en el lecho con una dama de la aristocracia, y cuando luego la encontró en los ricos salones, en su cara no se movió ni un músculo, mientras se inclinaba con gracia para besar su mano, y el grave marido de cabellos grises no sospechó nunca qué lecciones estaba enseñando aquella desdeñosa belleza que él poseía a un esbelto muchacho de cabellos negros.

A ésta siguieron muchas, y el almirante tuvo que intervenir una vez para recordar a Leo que su carrera se vería comprometida si alguien volvía a ver a su hijo abandonar, al rayar el alba, el palacio de una famosa bailarina de cuyo real protector nadie se atrevía a pronunciar en voz alta el nombre.

La Revolución encontró al almirante Kovalensky con lentes negros sobre los ojos apagados, y la cinta de San Jorge en el ojal; a Leo le encontró con una lenta sonrisa de desdén en los labios, un paso rápido, y en la mano una ligera fusta que solía llevar desde su infancia.


Durante dos semanas Kira no visitó a nadie ni recibió visitas. Luego fue a ver a Irina. María Petrovna abrió la puerta y murmuró un saludo, confusa, asustada, insegura.

La familia estaba reunida en el comedor en torno a una bourgeoise recién instalada. Irina, en cuanto vio a su prima, se puso rápidamente en pie con una luminosa sonrisa y la besó, cosa que nunca había hecho antes.

– ¡Qué alegría me da verte, Kira! ¡Creía que no querías venir más!

Kira miró a la alta figura que de pronto había surgido de un rincón de la sala.

– ¿Cómo estás, tío Vasili? -sonrió.

Vasili Ivanovitch no contestó ni la miró; se volvió de espaldas y salió del comedor.

Irina se mordió los labios y sus mejillas se cubrieron de un intento de rubor. María Petrovna retorcía su pañuelo y la pequeña Asha medio escondida detrás de una silla, miraba fijamente a Kira. Esta, inmóvil, contemplaba la puerta cerrada.

– ¡Qué hermosos zapatos de fieltro llevas, Kira! -murmuró María Petrovna, aunque había visto aquellos zapatos varias veces-. Es lo que hace falta con este frío. ¡Qué mal tiempo! -Sí -dijo Kira-; está nevando.

Víctor entró arrastrando los pies, en zapatillas, con una bata sobre el pijama; a pesar de ser ya una hora avanzada de la tarde, sus cabellos despeinados le caían ante los ojos hinchados por el sueño interrumpido.

– ¡Qué sorpresa, Kira! -dijo inclinándose significativamente, tomando la mano de la muchacha y mirándola a los ojos con una audaz e irónica expresión, como si entre ella y él existiese algún secreto-. No te esperábamos, Kira. Pero, por lo menos, ¡ahora suceden "tantas" cosas inesperadas! -No se excusó de su aspecto: por el contrario, su desenvoltura parecía dar a entender que ya sabía que no la podía escandalizar.- En fin, Kira, después de todo no se trata del camarada Taganov. Oh, no te hagas la sorprendida. En el Instituto se oyen ciertas cosas. Pero al fin y al cabo el camarada Taganov es un amigo útil. Tiene una posición influyente y puede servir en el caso de que se tengan amigos… en la cárcel.

– Víctor -dijo Irina-, pareces un bellaco, y no te limitas a parecerlo. Ve a lavarte la cara.

– Cuando reciba órdenes de ti, querida hermana, podrás ponerlo en los periódicos.

– ¡Muchachos, muchachos! -suspiró María Petrovna. -Tengo que marcharme -dijo Kira-; sólo entré un momento, de paso hacia el Instituto. -Oh, Kira -rogó Irina-, ¡no te vayas aún! -No tengo más remedio. Tengo una clase.

– ¡Qué diablos! -dijo Irina-. Hay una cosa que todo el mundo te quiere preguntar y nadie se atreve a hacerlo. Pero yo quiero que me lo digas antes de que te marches. ¿Cómo se llama?

– Leo Kovalensky.

– ¿No será el hijo de…? -balbució María Petrovna. -Sí -dijo Kira.

Cuando Kira se hubo marchado Vasili Ivanovitch volvió al comedor. María Petrovna jugueteaba nerviosamente con la lima de las uñas, evitando la mirada de su marido. Este añadió un trozo de leña a la bourgeoise, y no dijo ni una palabra.

– Papá, ¿qué es lo que ha hecho Kira?-comenzó Irina.

– Irina, éste no es un tema para poderlo discutir contigo.

– El mundo anda completamente del revés -dijo María Petrovna, y tosió.

Víctor dirigió a su padre una mirada de inteligencia. Pero Vasili Ivanovitch no contestó a aquella mirada, sino que, decididamente, le volvió la espalda. Hacía ya varias semanas que evitaba a su hijo.

Asha, entretanto, estaba acurrucada en un rincón detrás del aparador y lloriqueaba en voz baja. -Asha, ven acá -ordenó Vasili Ivanovitch. La niña se le acercó de mala gana, poco a poco, y con timidez, mirándose a la punta de la nariz y limpiándosela con el cuello del traje.

– ¿Cómo es que las notas de la escuela son siempre tan malas, Asha? -preguntó su padre.

Asha no contestó y se sorbió las lágrimas. -¿Qué te ha sucedido esta vez en Aritmética? -Fueron los tractores.

– ¿Los qué?

– Los tractores. No lo supe. -¿Qué fue lo que no supiste?

– Los Selskosoyuz tenían doce tractores y los distribuyeron entre seis pueblos pobres. ¿Cuántos tocaron a cada oueblo? -Vamos a ver, Asha, ¿cuánto es doce partido por seis? Asha volvió a mirarse la punta de la nariz, y volvió a sorber.

– A tu edad, Irina era la primera de la clase -dijo amargamente Vasili Ivanovitch alejándose.

Asha corrió a refugiarse detrás de la silla de María Petrovna. Vasili Ivanovitch salió del comedor. Víctor le siguió a la cocina. Si Vasili Ivanovitch oyó los pasos de su hijo, no les prestó atención. La cocina estaba a oscuras. El cristal de la ventana se había roto, y ahora ésta estaba cerrada con unos listones. Sólo tres hilos de luz se proyectaban como tres estrechas tiras sobre las largas grietas del suelo. Las camisas de Vasili Ivanovitch estaban en un montón debajo del lavadero. Vasili Ivanovitch se inclinó lentamente y las cogió, y las metió en un caldero de cobre lleno de agua fría. Su grueso puño se cerró sobre un pedazo de jabón azulado. Torpemente, se puso a frotar el cuello de una camisa. Habían tenido que despedir a la sirvienta, y María Petrovna estaba demasiado débil para lavar.

– ¿Qué sucede, papá? -preguntó Víctor.

– Ya lo sabes -contestó su padre, sin volverse.

Víctor protestó con demasiada energía:

– ¡Pero, papá, no tengo la menor idea! ¿He hecho algo malo durante estos últimos tiempos?

– ¿Has visto a esa muchacha?

– ¿A quién? ¿Kira? ¿Porqué?

– Creía poder confiar en ella como en mi propia alma. Y me la ha robado la Revolución, como te me robará a ti.

– ¡Pero, papá…!

– En mis tiempos, la virtud de una mujer no era arrastrada por el barro del primero que pasaba. La virtud de una mujer era sagrada.

– Pero Kira…

– Yo soy chapado a la antigua. Así nací y así quiero morir. Pero vosotros, los jóvenes, todos estáis marchitos antes de haber llegado a madurar. Socialismo, marxismo, comunismo, y ¡al diablo la decencia!

– Pero yo, papá…

– Tú… A ti te dará de otro modo. Me estoy fijando. Tus amigos, durante estas últimas semanas, han sido… tú has estado anoche en una reunión y no has vuelto a casa hasta esta mañana.

– Es verdad, pero, ¿qué mal hay en ello?

– ¿Quién estaba? -Algunas muchachas bonitas.

– Sí. ¿Y quién más?

Víctor se quitó un grano de polvo de la manga y contestó: -Algunos comunistas. Vasili Ivanovitch no replicó.

– Papá, hay que tener una mentalidad más amplia. Un poco de vodka con ellos no puede hacerme daño. Y en cambio puede ayudarnos mucho.

La voz de Vasili Ivanovitch era inspirada como la de un profeta. Bajo sus manos, en el agua fría, se formaban ruidosas burbujas. -Hay cosas con las que no se puede transigir. Víctor rió alegremente y rodeó con uno de sus brazos los fuertes hombros encorvados de su padre.

– ¡Ea, papá! Tú y yo podemos comprender muy bien la situación, uno y otro. No vas a querer que un hombre como yo se quede sentado con los brazos cruzados, y lo abandone todo porque "ellos" tienen el poder, ¿verdad? Ganarles en su propio juego, he aquí lo que me propongo. Diplomacia. Esta es la mejor filosofía de nuestros días. Estamos en el siglo de la diplomacia. No tienes nada que objetar a esto, ¿verdad? Pero ya me conoces. No pueden alcanzarme.

No me ganarán; aún soy demasiado caballero. Vasili Ivanovitch se volvió hacia él. Un rayo de luz, a través de los listones que cerraban la ventana, le daba en el rostro. Este no parecía ya el de un profeta; sus ojos, bajo sus espesas cejas blancas, eran cansados, desesperados, y su sonrisa era tímida. Aquella sonrsia era un esfuerzo, como era un esfuerzo cada una de sus palabras.

– Ya lo sé, hijo mío. Supongo… En fin, sabes más que yo. Pero los tiempos son difíciles, y tú, sí, tú e Irina sois todo cuanto me queda.

Irina fue la primera, entre las personas que constituían el viejo mundo de Kira, que fue a visitarla. Leo se inclinó con gracia, pero reservado; Irina, en cambio, le miró firmemente, y firmemente entró en materia.

– Está bien. Me gustas. Por lo demás, imaginaba que me gustarías y por mi parte también espero gustarte, porque soy la única persona de la familia que verás… por mucho tiempo. Pero puedes estar seguro de que me preguntarán por ti. Se sentaron en la oscuridad del salón, y hablaron de Rembrandt, que Irina estaba estudiando, y del nuevo perfume que Vava Milovskaia había recibido de contrabando, un auténtico perfume francés de "Coty", a cincuenta millones de rublos el frasco. Irina se había puesto una gota en el pañuelo, y María Petrovna, al olerlo, había llorado. Habló de la película americana que había visto, en la que las mujeres llevaban vestidos sin mangas, cubiertos de cuentas centelleantes, y de una vista de Nueva York por la noche… con auténticos rascacielos, pisos y más pisos de ventanas iluminadas sobre el cielo negro. Se había quedado a ver la repetición de la película para contemplar una vez más aquella vista: pero ¡ era tan rápida! ¡Sólo un relámpago! Le hubiera gustado dibujar Nueva York.

Había tomado un libro de encima de la mesa y estaba dibujando con atención sobre el anverso de la cubierta blanca. Su lápiz corría velozmente. Luego, cuando hubo terminado, echó el libro a Kira, a través de la habitación. El libro fue a caer a los pies de Kira, con un revoloteo de páginas.

Kira miró el dibujo. Era un buen retrato de Leo, de pie, de cuerpo entero, desnudo. -¡Irina!

– Puedes enseñárselo.

Leo sonrió, con sus labios plegados hacia abajo, y miró a Irina con aire interrogativo.

– Esta es la manera que te conviene mejor. Y no me digas que mi fantasía te ha favorecido, porque no es verdad. Los vestidos no esconden nada a los ojos de… sí, de una artista. ¿Tienes alguna objeción que hacer?

– Sí -dijo Leo-; este libro pertenece al Gossizdat. -¡Bueno! -arrancó rápidamente la cubierta-, diles que las has utilizado para tapizar la pared, como un buen ciudadano.

A solas con Kira, al despedirse en el rellano, le preguntó, mirándola con interés, casi tímidamente: -¿Eres… feliz?

– Sí, lo soy -contestó Kira con cierta indiferencia.

Kira decía raramente lo que pensaba y, aún más raramente, lo que sentía. Pero había un hombre para quien hacía una excepción; mejor dicho, las dos excepciones. Para él hacía todavía otras, no sin maravillarse un poco de hacerlas. Los comunistas despertaban en ella un sentido de miedo: miedo a su propia degradación si se encontraba con ellos, les hablaba o aunque sólo les mirase; miedo no de sus fusiles, de sus cárceles, de sus ojos misteriosos y observadores, sino de algo que estaba detrás de sus frentes arqueadas, algo que quizá tenían o que quizá, ¿quién sabe…? no tenían, pero que le daba la sensación de hallarse en presencia de una fiera de abiertas fauces, que nunca lograría reducir a la razón.

En cambio sonreía confiada a Andrei Taganov, y ligeramente apoyada en la pared de una aula vacía del Instituto, con la mirada radiante, y una sonrisa tímida y confiada como la de un niño que se abandona a la mano que le guía le estaba diciendo: -Soy feliz, Andrei.

Llevaba varias semanas sin verle. Andrei, a su vez, sonrió afectuosamente, tranquilo, mirándole a los ojos brillantes.

– La he echado de menos, Kira.

– Y yo a usted, Andrei.

He… tenido quehacer. -No quise ir a verla. Pensé que preferiría que no fuera a su casa.

– Ve usted… -y se interrumpió. No podía decírselo, no podía llevarle a casa de Leo. Andrei podía ser peligroso, era un miembro de la G. P. U., tenía un deber que cumplir. Más valía no tentar este deber. De modo que se limitó a decir

– : Sí, Andrei, prefiero que no venga… a mi casa.

– No iré. Pero, ¿vendrá usted más regularmente a clase? Que pueda verla de vez en cuando y pueda oírla decir que es feliz. Me gusta oírselo decir.

– ¿Ha sido feliz alguna vez, Andrei?

– Nunca me he sentido desgraciado.

– ¿Es bastante?

– ¡Psch…! Siempre tengo lo que quiero, y cuando se tiene lo que se quiere se va derechamente a lo que uno se propone. A veces se adelanta de prisa, a veces sólo se avanza un centímetro en un año. Quizás uno se sienta más feliz cuando va de prisa. No sé… Hace mucho tiempo que he olvidado la diferencia, porque esto no importa, mientras se vaya adelantando.

– ¿Y si quiere algo hacia lo que no se pueda dirigir? -Nunca me he encontrado en este caso.

– ¿Y si en su camino encontrase una barrera que no quisiera romper?

– Nunca la he encontrado.

– Andrei, no me ha preguntando por qué soy feliz.

– ¿Acaso tiene importancia, desde el momento que lo es?

Cogió entre sus dedos fuertes las dos manos finas y confiadas de la muchacha y le preguntó:

– ¿Le han dado su ración de pan esta semana?

– Todavía no.

– A mí tampoco. Vamos ahora. Abróchese el cuello. Está nevando.

– He perdido el botón. ¿Tiene un imperdible?

– Creo que sí. Aquí está. Ahora vamonos. A esta hora no habrá cola en la cooperativa.

Los primeros signos de la primavera en Petrogrado fueron lágrimas y sonrisas. Los hombres sonreían. Las casas goteaban lágrimas. En los tejados la nieve se derretía, gris a causa del polvo de la ciudad, como algodón sucio, crujiente y brillante como azúcar mojado. Alguna gota centelleante caía poco a poco, perdiéndose en el burbujeo de los arroyuelos que salían de las tuberías de desagüe, atravesando las aceras y arrastrando hasta los imbornales colillas de cigarrillos y cascaras de pepita de girasol. Los hombres salían de las casas, respiraban profundamente y sonreían sin saber por qué hasta que levantaban la cabeza y descubrían sobre los tejados aquel cielo de un azul leve, indeciso, como incrédulo, un azul tan pálido que parecía que un pintor hubiese desleído en un cubo de agua el color de su pincel, guardando sólo una gota y una promesa.

Un cieno helado crujía bajo los chanclos y el sol lanzaba blancos destellos sobre los pies calzados de goma negra. Los conductores de trineos se abrían paso refunfuñando a través de oscuros montones de nieve medio derretida; una voz gritaba: "¡Sacarina, ciudadanos!"; gotas de agua iban cayendo sobre la acera con un ruido monótono y persistente, como el crepitar de una ametralladora, y otra voz gritaba: " ¿Quién me compra violetas? "

Pavel Syerov se compró un par de botas nuevas. La luz del sol le hacía guiñar los ojos al mirar a la camarada Sonia. Le compró, a una mujer que vendía en una esquina, un buñuelo de col, caliente y sabroso. Sonia se lo comió riendo, y dijo:

– A las tres, conferencia en el Konsomol. Sobre nuestro viaje al frente de la NEP. A las cinco, conferencia en el círculo del Rabfac sobre Las mujeres proletarias y el analfabetismo. A las siete, discusión en el Círculo del Partido sobre el espíritu de Colectividad. ¿Por qué no vienes a las nueve? Me parece que no nos vemos nunca.

– Sonia, amiga mía -dijo él-, no quisiera abusar de tu tiempo precioso. Las personas como tú y como yo no tienen vida privada, sino únicamente sus deberes de clase.

A la puerta de las zapaterías había largas colas de gente. El Sindicato daba tíquets para la compra de chanclos. María Petrovna se pasaba casi todo el día en cama, contemplaba el sol a través de los cristales de su ventana y escondía el pañuelo a la vista de los demás.

El camarada Lenin había sufrido un segundo ataque: había perdido el habla. Pravda decía: "No hay sacrificio más alto a la causa del proletariado que el de un jefe que consume su voluntad, su salud y su cuerpo entero en el sobrehumano esfuerzo de las responsabilidades confiadas a él por los obreros y campesinos." Víctor invitó a su cuarto a tres estudiantes comunistas y estuvo discutiendo con ellos acerca de la futura electrificación proletaria. Para evitar a Vasiü Ivanovitch, les hizo salir por la puerta del servicio. Inglaterra maquinaba alevosías contra la República de los Obreros y los Campesinos. En las escuelas se prohibía la enseñanza del inglés.

Asha tenía que aprender alemán, y, en medio de las dificultades del der, die, das iba sorbiéndose los mocos mientras se esforzaba en recordar qué habían hecho en Rapallo los hermanos de clase alemanes.

El director del Gossizdat dijo a Leo:

– El proletariado de la ciudad organiza para mañana una manifestación de protesta contra la política francesa en el Ruhr. Imagino que todos nuestros empleados asistirán, camarada Kovalensky. Mañana me quedaré en casa -dijo Leo-. Tendré dolor de cabeza.

Vasili Ivanovitch vendió la pantalla de la lámpara del salón, pero guardó la lámpara porque era la última que les quedaba.

Por las tardes oscuras y tibias, las iglesias se llenaban de cabezas inclinadas, de incienso, de cirios resplandecientes. Liria rogaba por la Santa Rusia y por el sordo terror que sentía en su corazón. Un cartel anunciaba en letras azules:

Teatro de la Comedia Musical. Bayadera. Opereta en tres actos de Emmerich Kalmann. Ultimo éxito en Viena, Berlín y París.


Andrei llevó a Kira al teatro Marinsky, donde daban el ballet de Tchaikowsky, La bella durmiente. La dejó en su casa de la Moika, y allí tomó el tranvía para ir a su nueva residencia. Una nieve ligera le mojaba la cara, como si lloviera.

– ¿Cómo va tu amigo el comunista? -preguntó Leo.

– ¿Te has sentido solo? -dijo ella.

El le echó la cabeza hacia atrás, y le miró a los labios, con el delicioso tormento de negarle un beso. Contestó: -Quisiera decirte que no, pero ya sabes que sí. Y sus labios cálidos cogieron en los de ella la fría nieve primaveral. El año 1923, como todos, tuvo una primavera.

Capítulo doce

Kira había estado tres horas haciendo cola para recoger el pan en la Cooperativa del Instituto. Era de noche ya cuando bajó del tranvía con su hogaza bajo el brazo. En las esquinas lejanas, los faroles proyectaban sus luces que serpenteaban en los charcos. Kira andaba sin desviarse, y sus zapatos chapoteaban en el agua, produciendo salpicones de hielo que centelleaban como cristales. Al dar la vuelta a la esquina de su casa, una sombra apresurada la, llamó con un silbido en medio de la oscuridad.

Alló -exclamó la voz de Irina-. ¿En quién te hace pensar el que te llame así?

– ¡Irina!, ¿qué haces ahí a estas horas?

– Vengo de tu casa. Te he estado aguardando más de una hora. Ya había perdido la esperanza.

– Bien; vuélvete a casa conmigo.

– No -dijo Irina-, tal vez es mejor que te hable aquí. Yo… había venido a decirte una cosa… Y quizás a Leo no le gustaría, y en casa… -Irina, contrariamente a su costumbre, vacilaba.

– ¿De qué se trata? -preguntó Kira.

– Kira… ¿cómo van… cómo van tus finanzas?

– ¡Espléndidamente! ¿Por qué me lo preguntas?

– Porque… verás tú… si me encuentras demasiado atrevida, dime que me calle… no te enfades… Ya sabes que no te los he mentado antes… Se trata de tu familia… Kira escrutó en la oscuridad la cara preocupada de Irina. ¿Qué ha pasado?

– Están desesperados, Kira. Sé que tía Galina me mataría si supiese que te lo he dicho, pero… ¿sabes?, aquel hombre de la sacarina ha sido detenido como especulador. Le han encerrado para seis años. Y los tuyos… ¿qué van a poder hacer? ¿Sabes? Papá les llevó una libra de mijo, la semana pasada… ¡Si pudiéramos…! Pero ya sabes cómo van nuestros asuntos, también. ¡Mamá está tan enferma! Y ya no nos queda más que el papel de las paredes para llevarlo al mercado Alexandrovsky. Creo que en tu casa ya no tienen nada. He pensado que quizá… quizá preferirías saberlo.

– Toma -dijo Kira-, llévate este pan. No lo necesitamos. Compraremos a una tienda privada. Di que lo has encontrado… que te lo han prestado, que lo has robado… en fin, di lo que te parezca. Pero no les digas que te lo he dado yo.

Al día siguiente Galina Petrovna tocó la campanilla, Kira no estaba en casa. Leo abrió la puerta y se inclinó amablemente. -Mi suegra… creo, ¿no?

– Esto es lo que quisiera ser -observó Galina Petrovna. La sonrisa del joven la desarmó; era contagiosa; también ella sonrió. Al volver Kira fueron las lágrimas. Galina Petrovna la estrechó entre sus brazos sin poder pronunciar una palabra; luego sollozó:

– ¡Kira, hija mía, hija mía querida! ¡Dios nos perdone nuestros pecados! Los tiempos son duros… muy duros… Después de todo, ¿qué derecho tenemos a juzgar? ¡Todo se fue a rodar! ¿Qué importa esto? Si se pudiese olvidar, reconstruir lo que ha quedado destruido… Dios nos enseñó el camino… nosotros lo hemos perdido…

Cuando por fin dejó a Kira y se empolvó con los polvos de patata que llevaba en una cajita, murmuró:

– Aquel pan… Kira… no nos lo hemos comido todo. Lo escondí. Me daba miedo de que quizás a ti también pudiera hacerte falta. Te lo traigo por si lo necesitas. Sólo nos quedamos un poco. ¡Tu padre tenía tanta hambre!

– Irina charla demasiado -dijo Kira-; a nosotros no nos hace falta este pan, mamá. No te preocupes. Guárdatelo. -Debes ir a vernos -dijo Galina Petrovna-, tenéis que ir los dos. Lo que pasó, pasó, aunque naturalmente yo no entiendo por qué vosotros dos no… En fin, esto es cosa vuestra. Las cosas no son como hace diez años. Debes ir a casa, Leo. ¿Puedo llamarte Leo? ¡Lidia tiene tantas ganas de verte…!

En las tiendas particulares se podía comprar pan, pero su precio hizo dudar a Kira.

– Vamos a una estación -dijo Leo.

Las estaciones de ferrocarril eran los mercados más económicos y más peligrosos de la ciudad. Había leyes severas contra los "especuladores" privados que traían de contrabando víveres del campo. Pero aún así, los harapientos especuladores se atrevían a emprender viajes a grandes distancias, subidos en los techos de los vagones o agarrados a los estribos, recorrían millas a pie por resbaladizas carreteras llenas de barro, y desafiaban a los piojos y al tifus exantemático, a pesar de la vigilancia de los agentes del Gobierno. El tifus se infiltraba en la capital por los zapatos polvorientos, los forros de los trajes infestados de insectos, los paquetes de ropa blanca sucia. La ciudad, hambrienta, estaba aguardando los trenes. En cuanto llegaba uno, en las oscuras callejuelas cercanas a la estación, se veía trocar copas de cristal y camisas de encaje por kilos de manteca y húmedos sacos de harina.

Kira y Leo, cogidos del brazo, se dirigieron a la estación Nikola-ievsky. Iban cayendo gotas de agua sobre el pavimento, y con cada gota caía un rayo de sol. En una esquina, Leo compró un ramo de violetas. Lo prendió del hombro de Kira, como un penacho de color, fresco y perfumado sobre su viejo traje negro. Ella sonrió de felicidad y dio con el pie a un pedacito de hielo, que fue a parar a un charco y salpicó de barro a los transeúntes. Acababa de llegar el tren. Se abrieron paso entre una muchedumbre excitada que les empujaba de un lado para otro, arrastrándoles hacia adelante y metiéndoles los codos en el estómago y los tarones entre los pies. Algunos soldados observaban con aire inquisitivo a los pasajeros que bajaban silenciosamente del tren.

Bajó un hombre. Su nariz era muy rara. Era tan corta y arremangada en forma tan brusca que las dos aberturas quedaban casi verticales: debajo de ella había un ancho espacio y luego unos labios gruesos, cubiertos de pecas. Su vientre temblaba como gelatina, mientras ponía el pie en el suelo. Su gabán daba la impresión de demasiado astroso, sus botas parecían demasiado sucias. Los soldados le cogieron del brazo y se disponían a registrarle. El lanzó un débil gemido.

– ¡Camaradas, hermanos, Dios os ayude! ¡Os equivocáis! No soy más que un pobre campesino, hermanos; nada más que un pobre campesino. Nunca he oído hablar de especulación. Pero al mismo tiempo soy un ciudadano responsable. Si me soltáis os diré una cosa.

– ¿Qué puedes decirnos, hijo de perra?

– ¿Veis a aquella mujer? Es una especuladora. Lo sé. Os diré dónde esconde sus mercancías; lo he visto con mis propios ojos. Unas manos fuertes agarraron a la mujer. Sus brazos parecían los de un esqueleto entre los puños de los soldados: unas greñas grises le caían sobre los ojos, debajo de un viejo sombrero con una pluma negra. Su chal, prendido sobre el pecho con un broche de mosaico, oscilaba silenciosamente, de una manera convulsiva, con un ligero temblor nervioso parecido al de una ventana cuando se produce una explosión a lo lejos. Gemía enseñando tres dientes amarillos en medio de una boca muy negra.

– Camaradas, es para mi nieto… no vendo nada… únicamente es para mi nieto… soltadme por favor, camaradas. Mi nieto tiene el escorbuto… es necesario que coma… por favor, camaradas… el escorbuto… por favor…

Los soldados se la llevaron a rastras. Se le cayó el sombrero. No se detuvieron a recogerlo, y alguien lo pisó, aplastando la negra pluma.

El hombre de las narices verticales les miró alejarse. Sus gruesos labios rojos sonreían. Luego se volvió a Kira y se dio cuenta de que ésta le estaba mirando. Guiñó un ojo y con aire de misterio y de inteligencia, le señaló la salida con un movimiento de cabeza. Luego se fue, y Kira y Leo, estupefactos, le siguieron. En un oscuro callejón, no lejos de la salida, se detuvo mirando con cautela a su alrededor. Guiñó de nuevo un ojo y abrió su gabán. El harapiento sobretodo tenía un forro de hermosas pieles, que despedían el sofocante olor a clavo que todos los viajeros usaban como medio de protección contra los piojos en el tren. En la profundidad de estas pieles desprendió algo de unos ganchos invisibles, y su brazo, que había desaparecido en el forro, volvió a aparecer con una hogaza y un pedazo de jamón ahumado. Sonrió. Los labios y la parte inferior de su cara sonrieron, pero la parte superior, la corta nariz y los brillantes ojos semicerrados permanecieron extrañamente quietos y como paralizados.

– Ahí está, ciudadanos. Pan, jamón, todo lo que deseen. No hay ningún peligro. Sabemos hacer nuestro negocio.

Un momento más tarde, Kira corría por la calle, huyendo ciegamente, inexplicablemente, de una sensación incomprensible.

Una noche Vava Milovskaia telefoneó a Kira. -Una pequeña reunión, querida Kira. El sábado, hacia las diez de la noche. ¿Verdad? Y traerás a Leo contigo, naturalmente: me muero de ganas de conocerlo. Sólo seremos unos quince o veinte… y por cierto, Kira, me encuentro con una ligera dificultad. Invito a Lidia, y… ¿podrías traer a un muchacho para ella? ¿Sabes? Tengo exactamente el mismo número de hombres que de chicas en la lista. Todo el mundo tiene pareja y… ¿comprendes?, es tan difícil encontrar jóvenes en estos tiempos… y, en fin, pensé que tal vez conocerías a alguien… quien sea… -¿Quién sea? ¿Tienes inconveniente en que sea un comunista? -¿Un comunista? ¡Oh, qué interesante! ¿Es guapo? ¡Sí, sí; tráelo, desde luego…! Bailaremos y tomaremos un refresco… Sí, algo de comer… oh, sí, Kira, se ruega a todos los invitados que traigan un poco de leña… Sólo un trozo cada uno, para calentar el salón. Es tan grande que no hay manera… ¿No te sabe mal? Eres muy amable. Hasta el sábado por la noche. Las recepciones eran raras en Petrogrado durante el año 1923. Esta era la primera a que iba Kira. Decidió invitar a Andrei. Estaba cansada de su propio engaño, y extrañada de que hubiese podido durar tanto. Leo estaba enterado de todo lo que se refería a Andrei. Pero Andrei no sabía nada de Leo. Kira había hablado a Leo de aquella amistad suya, y Leo no le había puesto ningún inconveniente. Cuando ella le hablaba de Andrei sonreía con desprecio, y de vez en cuando preguntaba a Kira por "su joven amigo el comunista". Andrei no conocía a nadie del ambiente de Kira, a sus oídos no había llegado ningún chismorreo, nunca preguntaba nada, había mantenido su promesa de no ir nunca a casa de Kira y sólo la encontraba en el Instituto. Hablaban de la humanidad, de su porvenir y de los dirigentes; hablaban de ballets, de tranvías y de ateísmo. Por un tácito acuerdo, nunca hablaban de la Rusia Soviética. Parecía que un abismo les separase, pero por encima del abismo sus manos y sus almas podían llegar a juntarse.

Los duros rasgos del rostro de Andrei recordaban la efigie de algún santo medieval de la época de las Cruzadas; había heredado su disciplina, su abnegación e incluso su austera castidad. Kira no podía hablar de amor con él, ni pensar en el amor delante de él; no porque temiese una severa condenación, sino porque temía su sublime indiferencia.

Pero no quería seguir ocultándole su situación. Los dos hombres tenían que encontrarse. Kira tenía cierto miedo a este encuentro: recordaba que el uno era el hijo de un hombre condenado a muerte, y el otro un miembro de la G. P. U. La recepción de Vava era una ocasión excelente. Leo y Andrei se conocerían, y Kira observaría sus impresiones; luego tal vez pudiera llevar a Andrei a su casa. Tanto mejor si en la recepción éste se enteraba de la verdad.

En la biblioteca del Instituto le preguntó: -¿Le asustaría una recepción burguesa, Andrei?

– No, si usted estuviera para protegerme… y si esto es una invitación.

– Estaré, y, en efecto, esto es una invitación. El sábado por la noche. Lidia y yo iremos con dos jóvenes y usted será uno de los dos.

– Muy bien, si Lidia no tiene miedo de mí.

– El otro es Leo Kovalensky.

– ¡Ah!

– No sabía sus señas… entonces, Andrei.

– No se lo pregunté, Kira, ni me importa.

– Pase a buscarnos a las nueve y media, en casa, en la calle Moika.

– Me acuerdo perfectamente de sus señas.

– ¿Mis señas…? Ah, claro, naturalmente…

Vava Milovskaia recibía a sus invitados junto a la puerta. Su sonrisa era radiante: sus ojos negros y sus negros rizos brillaban como el estrecho cinturón que ceñía su esbelto talle. La delicada flor de charol sobre su hombro -la última moda soviética- competía en brillo con sus ojos. Los invitados iban entrando con trozos de leña debajo del brazo.

Una camarera alta y tiesa, vestida de negro, con delantal y cofia, tomaba la leña en silencio.

– ¡Kira, Lidia, queridas! ¡Qué contenta estoy! ¿Cómo estáis? -exclamaba Vava, feliz-. He oído hablar tanto de usted, Leo, que casi me da miedo -dijo abandonando su mano en él; incluso Lidia comprendió la mirada con que éste contestó; en cuanto a Vava, contuvo el aliento, se retiró unos pasos y miró a Kira, que no se dio cuenta de nada.

A Andrei, Vava le dijo:

– ¡De manera que es usted un comunista! Es interesante. Siempre he dicho que los comunistas son como los demás.

El gran salón había estado sin calefacción durante todo el invierno. El fuego acababa de encenderse, de modo que un humo un tanto pobre intentaba subir por la chimenea, escapándose de vez en cuando por la sala. Una niebla gris empañaba los grandes espejos cuidadosamente fregados y las mesitas sin una mota de polvo, encima de las cuales se veía un sinfín de figuritas sin valor; y un olor a leña húmeda destruía la impresión de dignidad tan penosamente lograda de una habitación preparada demasiado ostensiblemente para recibir visitas.

Los invitados se agolpaban en los rincones, tiritando de frío, nerviosos, flacos, y al mismo tiempo afectando actitudes demasiado indiferentes en sus mejores trajes viejos. Mantenían los brazos pegados al cuerpo para ocultar los rotos de los sobacos, los codos inmóviles sobre las rodillas para esconder los zurcidos, y los pies debajo de las sillas para no dejar ver lo viejos que estaban sus zapatos de fieltro. Sonreían porque sí, se reían demasiado fuerte, tímidos y embarazados, con una sensación casi culpable de estar allí para algo prohibido; con el único objeto, ya olvidado, de estar alegres. Miraban hacia la chimenea, deseosos de acercarse al fuego, pero esforzándose en contener este deseo. Todos tenían frío y todos deseaban desesperadamente estar de buen humor. El único cuya alegría vivaz y ruidosa parecía espontánea era Víctor. Su largo paso iba de grupo en grupo ofreciendo el tónico de su voz sonora y su resplandeciente sonrisa. -Por aquí, señoras y señores. Acerqúense ustedes a este hermoso fuego y en un momento estaremos todos reanimados. ¡Ah, mis hermosas primas, Lidia y Kira! Encantado, camarada Taganov, encantado… Ahí tienes un sillón, mi querida Lidia, te lo he guardado adrede… Querida Rita, me recuerdas la heroína de la nueva novela de Smirnov. ¿No la has leído? ¡Magnífica! Literatura emancipada de los viejos moldes. Una mujer nueva, la mujer del porvenir. Camarada Taganov, el proyecto de electrificación de toda la R. S. F. S. R. es la empresa más maravillosa de la historia de la humanidad. Cuando consideramos el potencial eléctrico por ciudadano que puede sacarse de nuestros recursos nacionales… Vaya, estas flores de charol son la última palabra de la elegancia femenina. Sé que un famoso sastre de París ha… Estoy de acuerdo contigo, Boris. El pesimismo de Schopenhauer resulta completamente pasado de moda frente a la concepción filosófica sana, práctica, del despertar del Proletariado, y sean las que fueren nuestras ideas políticas, todos tenemos que ser lo bastante objetivos para reconocer que el Proletariado es la clase dirigente del porvenir…

Con un gran aplomo, Víctor había asumido el papel de dueño de la casa. Los negros ojos de Vava que se posaban sobre él cada vez que atravesaba la sala confirmaban este derecho con una lenta mirada de orgullo, llena de adoración. Vava se precipitaba al recibimiento cada vez que se oía la campanilla y volvía luego con una pareja que sonreía tímidamente, frotándose las manos heladas y esforzándose en esconder las partes más raídas de sus trajes. La solemne camarera les seguía en silencio, llevando los trozos de leña como si sirviese algún plato, y dejándolos amontonados junto al fuego.

Kolya Smiatkin, un muchacho rubio y mofletudo de simpática sonrisa, que estaba empleado en el Trust del Tabaco, dijo tímidamente:

– Se dice… en fin, he oído hablar… temo que habrá una reducción de personal en nuestra oficina… Todo el mundo lo rumorea… Tal vez me despidan esta vez, tal vez no, pero esto no le deja a uno tranquilo…

Otro caballerete con lentes de oro y profunda mirada de filósofo poco alimentado dijo en tono lúgubre:

– Yo tengo un excelente empleo en el archivo. Pan casi todas las semanas. Sólo me asusta pensar que hay una mujer que aspira a mi puesto. Es la amante de un comunista, y…

Alguien le dio discretamente un golpecito, señalando a Andrei que estaba fumando cerca del fuego. El caballerete tosió con aire molesto.

Rita Eksler era la única mujer del salón que fumaba. Estaba repantigada en un sillón, con las piernas en alto sobre uno de los brazos y la falda levantada por encima de las rodillas; los rubios cabellos cortos sobre unos ojos de color verde pálido, y apretando un cigarrillo entre los labios insolentemente pintados. Sus padres habían sido asesinados durante la Revolución. Ella se había casado con un comandante del Ejército Rojo y se había divorciado a los dos meses. Era fea, pero explotaba su fealdad con un aplomo tan audaz que las más hermosas muchachas temían su rivalidad.

Se desperezó, y dijo con su voz baja y ronca:

– He sabido algo divertido. Un muchacho amigo mío me ha escrito desde Berlín…

Todas las miradas se dirigieron hacia ella, atentas y respetuosas. -… y me dice que en Berlín hay cafés que no cierran en toda la noche… en toda la noche… es interesante, ¿verdad? Se llaman "Nacht Lokal"… y en un famoso "Nacht Lokal" muy concurrido, una famosa bailarina, Rikki Rey, danzaba con dieciséis muchachos… completamente desnudos. La detuvieron, y por la noche siguiente la bailarina y los muchachos salieron en taparrabos de chiffon, con dos tirantes dorados cruzados sobre el pecho y un gran gorro de pieles. Y se les consideró vestidos. Es elegante, ¿no?

Rió roncamente ante su escandalizado auditorio, pero sus ojos no se apartaron de Leo. Se habían fijado en él en cuanto entró en la sala. La respuesta de Leo había sido una mirada directa y burlona, como de inteligencia, una mirada que era a la vez un insulto y un estímulo.

Una muchacha anémica que estaba sentada en un rincón, escondiendo melancólicamente debajo de la silla sus pies calzados de pesados zapatos de fieltro, de calle, dijo, con una mirada inexpresiva, como si no creyera en sus mismas palabras:

– En el extranjero, he oído decir… dicen que no tienen cartillas de racionamiento, ni cooperativas ni nada de eso; que se va a la tienda y se compra lo que se quiere cuando se necesita, y que hay de todo: patatas, pan; en fin, de todo, incluso azúcar. Yo no lo creo.

– También dicen que en el extranjero se compran los trajes sin necesidad de los cupones del Sindicato.

– No tenemos porvenir -dijo el filósofo de los lentes de oro-. Lo hemos perdido detrás del materialismo. El destino de Rusia ha estado siempre en el espíritu. Y ahora la Santa Rusia ha perdido su Dios y su Alma.

– ¿Os habéis enterado de lo que le ha sucedido al pobre Mitya Vessiolkyn? Quiso bajar del tranvía en marcha y cayó debajo de las ruedas. En medio de todo, ha tenido suerte, sólo ha perdido una mano.

– La vieja civilización está condenada -dijo Víctor-. Está llenando nuevas formas con un contenido ya gastado que no puede satisfacer a nadie. Nosotros tal vez encontraremos dificultades, pero estamos construyendo una cosa nueva. El porvenir es nuestro.

– Cogí un resfriado -decía la muchacha anémica-. A mamá le dieron un cupón del sindicato para comprar chanclos; pero como no los había de mi medida, perdimos el turno; hemos tenido que aguardar tres meses, y mientras tanto me resfrié.

– A Vera Borodine le explotó la estufa. Quedó ciega, y ¡ con una cara…! Parece que haya estado en la guerra… -Yo me compré un par de chanclos en una tienda particular -dijo Kolya Smiatkin con cierto orgullo-, pero ahora tengo miedo de haberme precipitado. Como están reduciendo el personal en mi oficina y…

– Vava, ¿puedo añadir un poco de leña al fuego? Todavía hace mucho frío.

– El mal de nuestros tiempos -dijo Lidia- es que no hay luz espiritual. El pueblo ha olvidado la fe.

– El mes pasado ya hubo una reducción de personal, pero a mí me dejaron. Socialmente actúo bastante. Todas las noches doy clase gratuita en una escuela de analfabetos, y todo el mundo sabe que soy un ciudadano consciente.

– Yo soy vicesecretario de la biblioteca de nuestro centro -dijo Kolya Smiatkin-; esto me ocupa tres noches por semana, sin retribución, y gracias a ello me salvé en la última reducción. Pero esta vez temo que se tratará de mí o de otro… que es vicesecretario en dos bibliotecas.

– Cuando hay reducciones de personal -dijo la muchacha anémica- siempre me da miedo que despidan a todas las mujeres y a todos los hombres que tengan el marido o la mujer empleados. ¡Misha tiene un empleo tan bueno en el Trust de Abastecimientos…! Por esto pensábamos… Temo que tendré que divorciarme. Pero no me importa. Podremos seguir viviendo juntos. Nada nos lo impide.

– Mi carrera es mi deber para con la sociedad -dijo Víctor-, por esto he elegido la ingeniería, como la profesión más necesaria a nuestra República.

Miró a hurtadillas hacia la chimenea, para asegurarse de que An-drei le había oído.

– Yo -dijo Leo- estoy estudiando filosofía, porque es una ciencia que no hace ninguna falta a la República Soviética. -Algunos filósofos -dijo lentamente Andrei, en medio de un silencio absoluto- creen tener necesidad del proletariado de la República Soviética.

– Es posible -dijo Leo-, y tal vez huiré al extranjero y venderé mis servicios al más grande especulador… y me entenderé luego con su hermosa mujer.

– Sin duda -dijo Víctor- esto puede lograrlo.

– En realidad -se apresuró a decir Vava- todavía hace frío y me parece que valdría más bailar. ¿Nos harás el favor, Lidia…?

Miró a ésta con aire a la vez cariñoso e interrogativo. Lidia suspiró, resignada, se levantó, y fue a sentarse al piano. Era la única pianista de la sala. Sospechaba que ésta era la razón de su popularidad en todas las escasas recepciones que se daban todavía en Petrogrado. Se frotó los dedos helados y se puso a tocar con energía. Tocó John Gray.

Los historiadores escribían que La Internacional fue el gran himno de la Revolución. Pero las ciudades de la revolución tenían su himno propio. En los años futuros, la gente de Petrogrado evocará los años de hambre, de luchas y de esperanzas al ritmo convulso de John Gray.

Le llamaban fox-trot, y su ritmo se parecía al de las nuevas danzas que se inventaban más allá de las fronteras, en el extranjero.

La letra era una poesía extranjera que hablaba de un John Gray también extranjero. Su amante Kitty rehusaba su amor por miedo a tener una criatura, y se lo decía sin ambages.

Petrogrado había conocido epidemias terriblemente mortales de cólera, había conocido epidemias de tifus todavía más graves, pero la peor de todas las epidemias era la de John Gray.

Los hombres hacían cola a la puerta de las cooperativas silbando John Gray. En las horas de recreo en las escuelas, jóvenes parejas bailaban en los grandes vestíbulos, mientras un alumno complaciente tocaba John Gray. Las asociaciones de obreros escuchaban atentamente una conferencia sobre el marxismo, y luego descansaban mientras un camarada demostraba sus facultades de pianista tocando John Gray.

Su alegría era triste; su ritmo brusco era brutal, su frivolidad era una súplica, una invocación de algo que existía en alguna parte y que era imposible alcanzar. En las noches de invierno, las banderas rojas ondeaban entre la nieve, mientras la ciudad rogaba desesperadamente con las breves notas ásperas de John Gray. Lidia tocaba con energía. Las parejas pasaban bailando lentamente por el salón. Irina, que no tenía voz, recitaba las palabras canturreándolas, suspendiéndolas en su ronco gemido como había oído hacerlo a una cantatriz alemana de opereta.


"John Gray – era bravo y audaz. – Kitty – era muy bonita.

– Locamente – John Gray se enamoró – de Kitty. – Como su

pasión – no tenía freno – John le declaró – sus sentimientos.

– Pero Kitty – dijo: No, esto no."


Kira bailaba entre los brazos de Leo. Este murmuraba mirándola: -¡Qué hermoso sería bailar así, ebrios de champaña… de trajes de lentejuelas… de brazos desnudos… en un lugar que se llamase " Nacht Lokal"…!

Ella cerró los ojos, y le parecía que el fuerte cuerpo que la guiaba con maestría e imperio la transportaba a aquel otro mundo que viera en otro tiempo junto a un negro río, y que murmuraba la Canción de la copa rota.

Vava se encargó de enseñar a bailar a Andrei. Le arrastró entre las parejas. El la siguió obediente, sonriendo como un tigre que no puede hacer daño a un gatito. No era mal alumno, pensó ella. Se sentía muy valiente, muy audaz. Estaba descarriando a un rígido comunista. Sentía no poder descarriarle más. Le molestaba encontrar a un hombre que no se excitase ante su belleza, que la contemplase con los mismos ojos serenos y firmes con que miraba a Lidia o a la muchacha anémica de las botas de fieltro.

Lidia tocó el Vals del Destino. Andrei invitó a Kira. Leo les miró con una fría sonrisa, pero se alejó sin decir una palabra.

– Vava es una buena maestra -susurró Kira mientras Andrei la llevaba entre los grupos-. Pero estrécheme, más, mucho más.

El Vals del Destino era lento y dulce; de vez en cuando se detenía un segundo para recomenzar después su ritmo, lentamente, oscilando un poco como si esperase que mórbidas faldas de seda ondeantes le contestasen con un suave crujido, en una sala de baile como ya no quedaba ninguna.

Kira miró el grave rostro de su pareja, que sonreía tímido e irónico a la vez. Descansó un momento su cabeza en el pecho de él, sus ojos le miraron rápidamente, como en un relámpago; luego echó la cabeza hacia atrás, y sus cabellos se enredaron en un botón del traje de Andrei, dejando alguno prendido.

Andrei sintió entre sus brazos el suave contacto de un traje de seda, y debajo de éste, el calor de un cuerpo esbelto. Miró al escote y entrevio una tenue sombra que dividía la carne. Y no miró más abajo.

Leo bailaba con Rita, y sus ojos estaban unidos en una silenciosa inteligencia, y el cuerpo de ella estrechaba el de él de una manera experta, profesional.

Vava daba vueltas sonriendo con orgullo a las parejas que pasaban por su lado, con la mano puesta sobre el hombro de Víctor con aire de posesión. Kolya Smiatkin observaba a Vava con timidez, ansiosamente. No se atrevía a invitarla; era más bajo que ella. Sabía que todo el mundo estaba enterado de la devoción sin esperanza que le tenía atado a ella como un perro, y que todos se reían, pero este sentimiento era más fuerte que él. Las botas de fieltro de la muchacha anémica hacían temblar la lámpara y tintinear su franja de perlas de cristal. Una vez, pisó uno de los zapatitos de charol de Vava. Un individuo, presuroso, añadió un pedazo de leña al fuego, que empezó a silbar y a echar humo. Alguien poco escrupuloso había traído un leño húmedo. A las dos de la madrugada, la madre de Vava asomó tímidamente su rostro pálido por la puerta entreabierta y preguntó a los invitados si querían tomar algo. La precipitada carrera hacia el comedor interrumpió un vals.

En el comedor, una larga mesa helada mostraba su esplendor solemne de blanco y de plata, de reluciente cristal y de bruñidos cubiertos dispuestos con elegante precisión. Lujosos platos de porcelana de color marfil, de tenues reflejos, ofrecían rebanadas de pan negro con una apariencia de manteca, tajadas de pescado salado, tortas de patata, de col en vinagre, y té con azúcar cande en vez de blanco azúcar de terrón. La madre de Vava sonrió afablemente.

– Sírvanse de todo, por favor. De todo hay uno para cada uno. No tengan miedo: los he contado.

El padre de Vava estaba sentado, sonriendo cordialmente, a la cabecera de la mesa. Era médico ginecólogo. Antes de la Revolu ción no tenía mucho éxito; pero después dos razones habían contribuido a darle clientela; la de que como médico pertenecía a las "profesiones liberales" y no era considerado explotador, y la de que se dedicaba a ciertas operaciones no estrictamente legales. En un par de años había llegado inesperadamente a ser el miembro más próspero de su círculo de relaciones, y aun de otros de condición superior.

Estaba sentado, cómodamente recostado en su silla, con las manos en las solapas, el grueso vientre echado hacia adelante, bajo una pesada cadena de oro con valiosos dijes que se inclinaban y se estremecían con los músculos abdominales. Sus ojos pequeños desaparecían en los gruesos pliegues de su cara blanca. Sonreía calurosamente a sus invitados, orgullosísimo de su raza y envidiable posición de anfitrión, un anfitrión que podía permitirse el lujo de dar algo que comer. Tenía la impresión de ser el protector de los hijos de aquellos ante quienes se había inclinado años antes, los hijos del magnate Argounov y del almirante Kovalensky. Mentalmente, se proponía dar algo de suplemento, al día siguiente, para la Flota Aérea Roja. Su sonrisa se acentuó cuando entró la camarera, con cara de mal humor, trayendo una bandeja de plata con seis botellas de un vino exquisito, prenda de gratitud de una de sus influyentes clientes. Llenó las copas de cristal murmurando amablemente:

– Excelente vino de otros tiempos; auténtico vino de antes de la guerra. Apostaría que vosotros, muchachos, no habéis probado nunca nada parecido.

Las copas pasaron de mano en mano a lo largo de la mesa. Kira estaba entre Andrei y Leo. Andrei alzó su copa gravemente, con firmeza, como un guerrero. -A su salud, Kira.

Leo levantó la suya ligeramente, con gracia, como un diplomático en un bar extranjero.

– Puesto que ya ha brindado por ti un superior mío de clase, Kira, yo brindaré por nuestra gentil anfitriona. Vava contestó con una cálida sonrisa de agradecimiento. Leo levantó su copa por ella, pero bebió mirando a Rita. Cuando volvieron al salón el fuego había sido avivado. Lidia estaba de nuevo sentada al piano. Algunas parejas bailaban perezosamente. Vava cantó una canción que hablaba de los dedos de una muerta que olían a incienso. Kolya Smiatkin estaba completamente borracho. Víctor contaba anécdotas, otros siguieron su ejemplo, y como muchas de las anécdotas tenían que ver con la política, de vez en cuando las miradas se volvían cautelosas a Andrei, y las palabras morían sin terminar en los labios del ruboroso narrador.

A las cinco de la mañana todo el mundo estaba cansado, pero nadie hubiera vuelto a casa antes del amanecer: era demasiado peligroso. Los milicianos no podían nada contra los malhechores, y ningún ciudadano se atrevía a salir después de medianoche. El doctor Milovsky y su esposa se retiraron, dejando a los jóvenes que aguardasen el día. La rígida camarera almidonada llevó al salón colchones prestados por los vecinos. Tendieron los colchones en el suelo; la camarera se retiró, y Vava apagó las luces. Los invitados se sentaron cómodamente, por parejas. Sólo rasgaba la oscuridad el último destello del fuego en la chimenea, alguna punta de cigarrillo encendido, algún murmullo, algún ruido sospechoso que no era un murmullo… Los reglamentos no escritos de las recepciones decretaban que no había que ser demasiado curioso en aquellas últimas horas de cansancio, las más deliciosas de la fiesta. Kira sintió la mano de Andrei sobre su brazo.

– Creo que hay un balcón -susurró él-, salgamos.

En el balcón hacía frío. La calle estaba silenciosa, bajo un cielo que iba aclarándose lentamente con una luz gris. Los charcos helados parecían pedazos de vidrio en el suelo, y las ventanas parecían charcos helados en las paredes. Un miliciano estaba apoyado en un farol. Una bandera colgaba sobre la calle. La bandera no se movía, y el hombre tampoco.

– Es curioso -dijo Andrei-; nunca lo hubiera creído, pero me gusta bailar.

– Andrei, estoy un poco enojada con usted. -¿Por qué?

– Es la segunda vez que no se fija en mi traje, mi traje más elegante.

– Es verdad que es bonito…

Detrás de ellos chirrió la puerta. Leo salió al balcón, con un cigarrillo en la comisura de los labios. Dijo:

– ¿También Kira es propiedad del Estado?

– Alguna vez creo -repuso Andrei- que más le valiera serlo.

– Bien; pero mientras el Partido no tome las disposiciones necesarias, no lo es -dijo Leo.

Volvieron a la cálida oscuridad del salón. Leo llevó a Kira al colchón y se sentó junto a ella; no dijo una palabra y ella se durmió, con la cabeza apoyada en su hombro. Rita se alejó moviendo la cabeza.

A las ocho de la mañana levantaron las cortinas. Un triste cielo blancuzco, como agua de jabón, se extendía sobre los tejados. Vava salió a la puerta a despedir a sus invitados: vacilaba un poco; oscuras sombras de cansancio bordeaban sus ojos y un rizo negro le caía sobre la nariz; el rojo de los labios le manchaba la barbilla. Los invitados se marcharon en grupos, para ir reunidos cuanto fuera posible.

En el frío amanecer, mientras bajo sus pies se quebraba el hielo, Andrei se llevó por un momento a Kira aparte y, señalando a Leo, que estaba ayudando galantemente a Lidia a pasar un charco helado, le preguntó: -¿Le ve usted a menudo?

La pregunta le dio a entender que Andrei no se había enterado de la verdad, y el tono en que se la hizo no le permitió decírsela.

Las luces se encendían detrás de los escaparates protegidos por rejas con gruesos candados. En muchas puertas había una advertencia: "Camaradas ladrones, no se molesten. No hay nada aquí dentro."

Capítulo trece

En verano, Petrogrado era un horno. Los tarugos de madera del pavimento se hendían en negras grietas, secas como cauces vacíos. Los muros parecían sudar fiebre, y los tejados olían a tinta quemada. La gente buscaba desesperadamente con ojos ofuscados por la blancura, algún árbol en la ciudad de piedra. Cuando encontraban uno se dejaban. Sus hojas inmóviles eran grises por el polvo que se había acumulado encima. Los cabellos se pegaban a las frentes. Por la calle, los caballos se sacudían las moscas de las narices humeantes. El Neva estaba inmóvil; sobre el agua danzaban gotas de fuego como racimos de lentejuelas doradas que parecían dar una sensación mayor de calor a los hombres que atravesaban los puentes.

Cuando podían, Leo y Kira se iban a pasar el día al campo. Caminaban cogidos de la mano a la sombra de los pinos o por las manchas de sol. Parecidos a columnas de oscura piedra, o como cuerpos nervudos que el sol hubiera bronceado dejando sólo de vez en cuando alguna raya clara en la corteza, los pinos montaban la guardia junto al camino, dejando caer avaramente, a través de sus densas copas de color de malaquita, algunos rayos, muy pocos, de sol, y permitiendo ver de vez en cuando algún jirón de cielo azul claro. Por las verdes márgenes de los arroyos, oscuras manchas de violetas se inclinaban sobre un suelo de amarillenta arena y sólo el brillo cristalino sobre el fondo de arena dejaba adivinar el agua que la cubría. Kira se quitó las medias y los zapatos. Entre el polvo y la pinocha, se divertía dando con el pie a las pinas parduscas. Leo colgó sus zapatos en una rama seca. Llevaba la camisa desabrochada, y se había subido las mangas por encima del codo. Los desnudos pies de Kira pisaban los maderos de un viejo puente. A través de las grietas oscuras vio el agua surcada de destellos que parecían escamas flotando a lo largo de la corriente, y renacuajos que evolucionaban en apretados enjambres.

Se sentaron a la sombra. A su alrededor, la alta hierba crecía como un muro más alto que sus cabezas, tan alto que parecían guarecerse en ella, como animales indefensos que se confiasen a su protección. Verdes brotes les rodeaban, un cálido cielo azul se inclinaba sobre las lejanas ramas, y ese cielo parecía exhalar un fresco olor a trébol. Un grillo cantaba, monótono como una máquina eléctrica. Kira estaba sentada en el suelo; Leo estaba tendido, con la cabeza sobre su regazo. Masticaba una brizna de hierba, y su mano, que sostenía el frágil tallo, tenía la elegancia y la perfección de una obra de arte. De vez en cuando, Kira se inclinaba sobre él para besarle.

Estaban sentados en un grueso tronco de árbol, a orillas del río. Los heléchos, abriéndose en estrella junto al agua, parecían una jungla de palmeras enanas. El blanco tronco de un abedul brillaba como el agua que corría debajo de él, sus hojas parecían una cascada, algunas gotas verdes permanecían suspendidas en el aire, vacilando, y cambiando de color, del plateado al blanco, del blanco al verde. De vez en cuando caía una hoja que la corriente se llevaba hacia abajo. Kira saltaba sobre las rocas, las raíces, los heléchos, ágil, esbelta y alegre como un pequeño animal salvaje. Leo la observaba. Sus movimientos eran rápidos, angulosos, y, sin embargo, tenían una gracia inefable; no eran los movimientos fluidos de una mujer, sino los movimientos secos, decididos, geométricos de una bailarina futurista. Leo observaba mientras ella, encaramada en el tronco de un árbol, miraba al agua, con las manos en ángulo recto con sus brazos, los codos en ángulo recto con el cuerpo, el cuerpo en ángulo recto con las piernas, figurina salvaje suelta, intensa, viva, como un relámpago reducido a forma humana. Luego él se ponía en pie y corría a cogerla y los ángulos rectos se quebraban para convertirse en una línea recta adherida a él; el aliento de la joven se unía al suyo, y su corazón latía bajo la mano de él. El tronco muerto que pendía sobre el río se balanceaba peligrosamente. Y ella se reía con su extraña risa demasiado alegre para estar contenta: una risa que era un desafío, un triunfo, un éxtasis. Y sus labios resplandecían, húmedos.

Cuando regresaron a la ciudad, el polvo les salió al encuentro con pasquines y banderas cubiertas de inscripciones: sobre las calles llameaban cuatro letras: U. R. S. S.

Ahora el país tenía un nombre nuevo y nuevas instituciones. Así lo había decretado el Congreso de todas las Uniones Soviéticas. Las banderas proclamaban: "La unión de los soviets socialistas,en el núcleo de la futura constitución de un Estado mundial". Las manifestaciones desfilaban por calles calurosas y polvorientas, y rojos pañuelos enjugaban las frentes sudorosas de los manifestantes. "Nuestra fuerza está en los estrechos lazos del colectivismo."

Una columna de muchachos, al son de los tambores, desfilaban mientras moría la tarde; una columna de piernas desnudas, de calzones azules, de camisas blancas y corbatas rojas: los párvulos del Partido, los "pioneros". Sus agudas voces juveniles entonaban:

"En el dolor del ávido burgués – encenderemos mañana nuestro fuego -; nuestro fuego mundial de sangre."

Una vez, Kira y Leo quisieron pasar la noche en el campo. -Desde luego, ciudadanos -dijo la patrona del establecimiento-, puedo darles una habitación para esta noche. Pero antes necesitan el certificado de la milicia de su departamento, luego tienen que traerme su carnet de trabajo que debo registrar en el Soviet y el departamento de la milicia de aquí para obtener un permiso para ustedes como huéspedes de tránsito. Y entonces no tienen más que pagar según tarifa, y les doy la habitación. Se volvieron a la ciudad.

Alguna vez iban a visitar a la familia de Kira.

Galina Petrovna había tomado una valiente decisión; estaba empleada. Enseñaba a coser en una escuela para hijos de obreros. Recorría en tranvía millas de calles polvorientas a través de toda la ciudad, hasta el suburbio donde estaban las fábricas; vigilaba sucias manecitas que confeccionaban delantales y camisas, y a veces cosían letras sobre una bandera roja; y hablaba de la importancia de los trabajos de aguja y de la política constructiva del Gobierno soviético en el campo de la educación. Alexander Dimitrievitch se pasaba la mayor parte del día durmiendo. Cuando estaba despierto hacía solitarios sobre el hornillo de la cocina y se entretenía en mezclar con todo cuidado una especie de leche, compuesta de agua, almidón y sacarina, para Plutarco, un gato que había encontrado en el arroyo. Lidia tocaba valses de Strauss. Se pasaba largas horas bordando con gran diligencia coronas de margaritas y de "no me olvides" en un traje nuevo de algodón blanco. Mostraba un súbito interés por llevar recados: cualquier excusa le parecía buena para salir. Galina Petrovna se había fijado en el nuevo inquilino de la puerta de al lado, en el mismo rellano de la casa: un joven alto, rubio, con bigotes llenos de cosmético y zapatos nuevos de charol. Una noche el caballero en cuestión volvió a casa con una joven. Al día siguiente se supo que se había casado. Lidia perdió todo su interés por los recados y dejó de bordar.

Cuando Kira y Leo, no tenían de qué hablar, Galina Petrovna hablaba en voz demasiado alta y demasiado de prisa de la educación de las masas y del deber sagrado que tenían las clases más instruidas de servir a sus hermanos menos ilustrados. Lidia hablaba de las cosas del espíritu. Alexander Dimitrievitch se callaba. Galina Petrovna había renunciado ya hacía tiempo a sus ilusiones sobre la sagrada institución del matrimonio. Únicamente Lidia se turbaba cuando Leo le dirigía la palabra, y se ruborizaba, agitada y confusa.

Kira continuaba yendo a verles porque, cuando entraba, Alexander Dimitrievitch la observaba en silencio, con una leve sombra de sonrisa, como si, a no haber sido la oscura niebla que de pronto había surgido entre él y la vida que le rodeaba, hubiera estado contento de verla.

Kira, sentada junto a la ventana, observaba cómo la primera lluvia de otoño caía sobre la acera. Cristalinas burbujas se levantaban de los charcos negros como la tinta, y junto a ellas se formaba un círculo hasta que las burbujas explotaban al cabo de unos segundos como pequeños volcanes. La lluvia tamborileaba melancólicamente sobre el pavimento de la ciudad como el lejano ruido de una lenta máquina sobre la que cayese gota a gota el líquido de algún caño.

Por la calle, bajo la ventana de Kira, sólo pasaba una persona: un cuello levantado entre dos hombros encorvados, las manos en los bolsillos, los brazos pegados al cuerpo; se alejaba, vacilante sombra solitaria, por una ciudad de brillantes tejados bajo una sutil y oblicua llovizna.

Kira no encendió la luz. Leo la encontró en la oscuridad junto a la ventana. Acercó su mejilla a la de Kira, y le preguntó:

– ¿Qué te pasa?

– Nada -replicó suavemente ella-: llega el invierno, empieza otro año.

– No tienes miedo; ¿verdad, Kira? Hemos resistido hasta ahora…

– No -dijo Kira-, no tengo miedo.


El año nuevo fue inaugurado por el Upravdom.

– He aquí cómo están las cosas, ciudadano Kovalensky- dijo apoyándose alternativamente sobre los dos pies y evitando la mirada de Leo, mientras estrujaba la gorra entre sus manos-; se trata de las nuevas disposiciones sobre domicilios. Hay una ley que dice que es inmoral que dos ciudadanos tengan tres habitaciones cuando la población está acumulada como ahora y en la ciudad no queda sitio para que viva toda la gente que hay en ella. El Gilotdel me ha enviado un inquilino para una habitación. Es un buen proletario y tengo que darle una de las vuestras. Puede quedarse con el comedor y ustedes se quedan con las otras dos. Por lo demás, los tiempos no están para que pueda vivirse en siete habitaciones, como cierta gente estaba acostumbrada a hacerlo.

El nuevo inquilino era un pobre anciano que tartamudeaba, llevaba lentes, y trabajaba como contable en la fábrica de calzados "Red Skorohod". Salía muy de mañana y no regresaba hasta muy tarde por la noche. Cocinaba en su "Primus" y no recibía nunca a nadie.

– No les molestaré, ciudadana Argounova -dijo-; no les molestaré. Sólo quisiera hablarles del cuarto de baño. Si me permitieran tomar un baño una vez al mes, se lo agradecería mucho. Para las demás necesidades ya hay un sitio en el patio. Perdone si le hablo de esto. A mí me da lo mismo. No quiero molestar a una señora.

_ Tanto para usted como para nosotros -dijo ella- es necesa

rio cierta independencia.

Nunca se encontraban con su vecino. No miraban la puerta cerrada, ni hablaban nunca de él.


Andrei pasó el verano en los pueblos del Volga, con una misión del Partido. El primer día del curso se encontró con Kira en el Instituto. Estaba algo más moreno: junto a sus labios se veían unas huellas que no eran ni heridas ni cicatrices, pero que parecían ambas cosas a la vez.

– Sabía que estaría contento de volverla a ver, Kira -dijo-; pero no me figuraba que me sentiría tan… feliz.

– Ha pasado un verano muy duro, ¿no es verdad, Andrei?

– Gracias por todas sus cartas. Me han traído un poco de alegría.

Ella miró a sus labios endurecidos.

– ¿Qué le han hecho, Andrei?

– ¿Quién?

Pero Andrei comprendió que ella lo sabía. Dijo sin mirarla: -Bien. Comprendo que lo sabe. Todo el mundo lo sabe. Los pueblos, he aquí el punto negro de nuestro porvenir. No han sido conquistados. No están con nosotros. Tienen una bandera roja en el edificio del Soviet local y un cuchillo escondido detrás de la espalda. Se inclinan, saludan y ríen por lo bajo. Ponen retratos de Lenin en los graneros donde esconden el trigo. ¿Ha leído en los periódicos que han pegado fuego a un Centro y han quemado vivos a los tres comunistas que había dentro? Yo llegué al día siguiente.

– Espero que habrán detenido a esos salvajes, Andrei.

El no pudo contener una sonrisa.

– Pero, Kira, ¿una señora blanca como usted habla de este modo de unos hombres que luchan contra el comunismo?

– Pero… ¡esto se lo hubieran podido hacer a usted!

– ¡Bah! Ya ve usted que no me pasó nada. No se fije en esta cicatriz del cuello. Un arañazo. Aquel imbécil no tenía práctica en el uso de armas de fuego y su puntería no valía nada.

El jefe de Gossizdat tenía cinco retratos en las paredes de su despacho; uno de Carlos Marx, otro de Trotzky, otro de Zinoviev y dos de Lenin. Sobre la mesa había dos bustos de yeso: los de Lenin y Carlos Marx, llevaba una camisa a la moda campesina, con un alto cuello de rica seda negra. Miró sus uñas manicuradas y luego miró a Leo. -Estoy seguro, camarada Kovalensky, de que usted, como todos nosotros, estará contento de que se le dé esta oportunidad de cumplir con su deber en nuestra gran empresa cultural.

– ¿Qué desea usted? -preguntó Leo.

– Esta organización ha aceptado el puesto honorario de "Guía cultural" de una división del Báltico. Ya comprende lo que quiero decir. Naturalmente, de acuerdo con las directrices del nuevo brillante movimiento del Partido hacia una expansión cada vez mayor de la educación y de la cultura proletaria, hemos aceptado este puesto en relación con unos hombres menos ilustrados, lo mismo que han hecho todas las instituciones importantes. De modo que somos responsables del progreso intelectual de nuestros bravos hermanos de la Escuadra del Báltico. Esta es nuestra modesta contribución al gigantesco desarrollo de la nueva civilización de la nueva clase dirigente. -Bien -dijo Leo-; ¿y yo qué tendría que hacer? -Me parece claro, camarada Kovalensky. Estamos organizando una escuela nocturna gratuita para nuestros protegidos. Con su conocimiento de las lenguas extranjeras, creo que podría encargarse de una clase de alemán… dos veces por semana. Alemania es la piedra miliaria de nuestra futura diplomacia, la próxima etapa de la revolución mundial. Y también podría dar una clase de inglés, una vez por semana. Naturalmente no tiene usted que esperar ninguna recompensa pecuniaria por este trabajo; sus servicios deben ser un don. Por lo demás, no se trata de una orden del Gobierno, sino de un don absolutamente voluntario.

– Desde que empezó la Revolución -dijo Leo-, no he regalado nada a nadie, ni a mis amigos. No puedo permitírmelo.

– Camarada Kovalensky, ¿ha tenido usted alguna vez en cuenta lo que pensamos de la gente que sólo trabaja por un sueldo y no toma parte en ninguna actividad social durante sus horas libres? -Y usted, ¿ha tenido alguna vez en cuenta que yo tengo una vida que vivir en mis horas libres?

El hombre sentado detrás de la mesa miró a los cinco retratos de las paredes.

– El Estado soviético no reconoce más vida que la de una clase social.

– No creo que sea oportuno discutir sobre este punto. -Dicho en otras palabras, ¿se niega usted a prestarnos su concurso?

– Sí.

– Muy bien. Este servicio no es obligatorio. En absoluto. Su significación y su novedad consisten en la libre voluntad de los que toman parte en él. Al ofrecérselo pensaba únicamente en hacerle un favor. Creía que en vista de ciertos acontecimientos de su pasado estaría usted contento de… No importa. Con todo, tengo que llamarle la atención sobre el hecho de que el camarada Zoubikov, de la célula comunista, no se mostró muy satisfecho de ver en nuestra oficina a un hombre de su pasado social. Y cuando se entere de esto…

– Cuando se entere -replicó Leo-, dígale que vaya a encontrarme. A "él" le daré una lección gratuita… si tantas ganas tiene de ello…

Leo volvió a casa más temprano que de costumbre. La llama azul de "Primus" silbaba en el crepúsculo que avanzaba. El delantal de Kira era una mancha blanca inclinada sobre el "Primus".

Leo echó sobre la mesa su gorra y su cartera. -Ya está -dijo-. Me han despedido. Kira se quedó inmóvil, con la cuchara en la mano. Preguntó: -¿Quieres decir… el Gossizdat?

– Sí. Reducción de personal. Se ha librado del elemento indeseable. Me han dicho que había adoptado actitudes burguesas, que no tengo mentalidad social.

– Bien… Está bien… Ya nos arreglaremos.

– Claro está que está bien. ¿Crees que me importa su condenado empleo? Una pequeña molestia de esta índole no me preocupa más que un cambio de tiempo.

– Claro. Ahora quítate el gabán y lávate las manos. Vamos a cenar.

– ¿Cenar? ¿Qué tienes? -Sopa de nabos…; a ti te gusta.

– ¿Cuándo he dicho que me gusta? No quiero. No tengo apetito. No quiero cenar. Me voy a la cama a estudiar. No me estorbes, por favor.

– Bien.

Una vez sola, Kira tomó una servilleta, levantó la tapadera de la cazuela y movió la sopa lentamente, deliberadamente, más de lo que era necesario. Luego tomó un plato. Mientras lo llevaba a la mesa vio que el plato temblaba. Se paró y murmuró en la oscuridad, hablando por primera vez en su vida consigo misma, como si hablase a una persona que hubiera encontrado: -No, Kira, no hagas esto. No… no…

Se quedó sosteniendo el plato, sin dejarlo encima de la mesa, y concentrando toda su voluntad en la mirada, como si del plato dependiese algo trascendental miró hacia él. El plato no se movió más.

Leo llevaba una hora haciendo cola. Encendió un cigarrillo. Llevaba dos horas en la cola cuando empezó a sentirse calambres en las piernas.

A las tres horas, sintió que los calambres habían llegado hasta el pecho y tuvo que apoyarse en la pared. Cuando le llegó el turno, el director miró a Leo y dijo: -No sé cómo podré utilizar su trabajo, ciudadano. Naturalmente, nuestra publicación es estrictamente artística, pero… debo recordarle que se trata de arte proletario. Un punto de vista estrictamente de clase. Usted no pertenece al Partido y su situación social no es la más adecuada; supongo que convendrá usted en ello. En mi lista tengo a diez redactores expertos y miembros del Partido…


Kira decidió que no era necesario freír el pescado con manteca. Podía usar aceite de semilla de girasol. Empleando aceite de buena calidad, no tendría mal sabor y le saldría más barato. Contó cuidadosamente el dinero sobre el mostrador de la Cooperativa y volvió a casa vigilando aquel espeso líquido amarillo en su untada botella.

El secretario dijo a Leo:

– Siento que haya tenido que aguardar tanto, ciudadano. Pero el camarada director es un hombre muy ocupado. Puede usted pasar.

El camarada director estaba repantigado en su sillón y tenía en la mano una plegadera de bronce, con la que golpeaba el borde de un candelabro de sobremesa en el que campeaba el retrato de Lunacharsky, comisario del Pueblo para la Educación y las Bellas Artes. La voz del director resonó crudamente, con un ruido como de hojas cortadas de un golpe.

– No, no hay trabajo. Ningún empleo a la vista. Hay cientos de proletarios que mueren de hambre, y vosotros, los burgueses, pidiendo empleos. Yo soy un proletario: vengo directamente del banco del taller. En otros tiempos estuve sin trabajo y sus hermanos burgueses no tuvieron compasión de mí. Le hará bien aprender qué efecto produce…

– Se equivoca usted, ciudadano. Las horas de recibo son de nueve a once, sólo los jueves… ¿Una hora y media? ¿Y cómo podría saber yo por qué estaba usted sentado aquí? Nadie le dijo que se sentara…

Cuando volvió a casa, Leo estaba silencioso.

Kira le sirvió la cena. Leo se sentó a la mesa y comió. Ella había preparado la cena con todo cuidado. El no dijo una palabra. No miró a los grandes ojos grises que le contemplaban desde el otro lado de la mesa, serenos y juveniles sobre unos labios que sonreían. No profirió una queja ni dijo una palabra de consuelo.

De vez en cuando, se pasaba un rato contemplando el vaso de cristal sobre su pie de malaquita. Era el único vaso que no se había roto, y Leo lo miraba con ojos sin expresión, sin moverse, sin parpadear, mientras sólo se movía, oscilando, el humo de su cigarrillo. Luego sonreía; el cigarrillo caía al suelo formando un negro círculo sobre el pavimento, pero Leo no se daba cuenta, ni Kira tampoco porque sus ojos grandes y asustados permanecían fijos en la sonrisa helada y sardónica de Leo.

– ¿Tiene usted práctica en este trabajo, ciudadano?

– No.

– ¿Miembro del Partido?

– No.

– Lo siento. Nada que hacer. Que pase otro.

Era un lunes, y el empleo le había sido prometido para el lunes. Leo estaba ante el pequeño y arrugado director de la oficina y sabía que tenía que sonreír de gratitud. Pero Leo no sonreía nunca cuando sabía que debía sonreír. Además, tal vez fuera inútil. El director le acogió con aire de excusa y le dijo evitando su mirada:

– Lo siento, ciudadano. Sí; le había prometido el empleo, pero, ¿sabe usted?, ha llegado de Moscú la prima del jefe, que está sin trabajo, y… circunstancias imprevistas; ciudadano. Ya se sabe, el hombre propone y Dios dispone. Vuelva otra vez, ciudadano.

Kira iba al Instituto con menos frecuencia.

Pero cuando estaba sentada en la espaciosa aula oyendo conferencias sobre el hierro, los remaches o los kilowatios, enderezaba sus hombros como si un esfuerzo hubiese tirado del hilo de sus nervios. Miraba al hombre que estaba sentado a su lado y a veces se preguntaba maravillada si aquellas palabras sobre vigas y barreras de hierro no se referían a los huesos y los músculos de un hombre, un hombre para quien habría sido creado el hierro o que quizás habría sido creado para el hierro y el cemento y las altas temperaturas: por esto hacía tanto tiempo que había olvidado dónde empezaba la vida de Andrei Taganov y dónde terminaba la de las máquinas.

Y cuando él la interrogaba solícito, le contestaba: -Andrei, mis ojeras no están más que en su imaginación. Y usted no acostumbra pensar en mis ojos.

Cuando Leo se sentó a la mesa, la sonrisa de Kira fue algo forzada.

– ¿Sabes? Esta noche no tenemos cena -explicó con dulzura- o por lo menos lo que se dice una verdadera cena. No hay más que este pan. En la cooperativa habían terminado el mijo antes de que me tocara el turno, pero me han dado el pan. Esta es tu porción. Y además he frito cebollas en aceite de semilla de girasol. Con pan están buenísimas. -¿Dónde está tu parte?

– Yo… Me la comí antes de que llegases.

– ¿Cuánto te han dado esta semana?

– Verás, figúrate que me han dado una libra entera, en lugar de media, como de costumbre. No está mal, ¿eh?

– No. Pero no tengo apetito. Me voy a la cama.

El hombrecillo de al lado reía con una risa desagradable, servil, una especie de silbido que no llegaba a la garganta, como si repitiese sin alegría "ji… ji".

– Veo que se ha fijado usted en mi pañuelo rojo, ciudadano. Ji… ji… -murmuró confidencialmente a Leo-. Voy a confiarle un secreto. En realidad, no es ningún pañuelo. ¿Ve usted? Sólo un pedazo de trapo rojo. Pero cuando entro, de momento se figuran que es un distintivo del Partido o algo así… Ji… ji… Luego se dan cuenta de que no hay tal cosa, pero el efecto psicológico… ji… ji… y si hay esperanza de obtener una plaza… Vaya usted. Le ha llegado la vez… ¡Señor Dios mío! ¡Ya es de noche! ¡cómo vuela el tiempo haciendo cola! Ji… ji…n la cooperativa de la Universidad, el estudiante que estaba delante de Leo dijo a uno de sus compañeros que llevaba como él el distintivo del Partido.

– Es curioso, ¿no?, ver cómo algunos ciudadanos descuidan las clases. Pero ya puedes tener la seguridad de que no faltarán a la cola del suministro.

Al empleado del mostrador, Leo le dijo, con voz que quería hacer suplicante, pero que sólo le salió dura e inexpresiva: -Camarada empleado, ¿tendría inconveniente en que cortase también el cupón de la semana que viene? Me quedaré con él y se lo daré entonces, cuando venga por el pan. Pero, ¿sabe? Yo… en casa hay alguien a quien quisiera decirle que me han dado la ración de dos semanas y que me he comido la mía por el camino; así podrá quedarse con todo el pedazo… Gracias, camarada.

El corpulento empleado guió a Leo por un corredor estrecho, hasta un despacho vacío en que había un retrato de Lenin colgado en la pared, y cerró luego la puerta con gran cuidado. -Así estaremos más tranquilos, ciudadanos. Las cosas están así. Un empleo es algo raro en estos días que corremos. Ahora bien, un camarada que ocupa un puesto de responsabilidad y puede proporcionar empleos tiene en sus manos algo de valor, ¿no te parece? Y en los tiempos que corremos, un camarada que ocupa un puesto de responsabilidad no gana un gran sueldo. ¡Y todo está tan caro! Hay que vivir, ¿no le parece? Un individuo que obtiene un empleo debe agradecerlo, ¿no es verdad? ¿Dice usted que está en la miseria? ¿Ah, sí? ¿Pues qué hace usted aquí, vagabundo? ¿Se figura que nosotros los proletarios damos empleos al primer burgués que se presenta?

– ¿Inglés, alemán, francés? Es importante, muy importante, ciudadano. Nos hacen falta maestros para las clases de lenguas. ¿Es usted miembro de algún Sindicato? ¿De ningún Sindicato? Lo siento, ciudadano, no tomamos más a que a camaradas sindicados.


– ¿De modo que quiere usted entrar en el Sindicato de Pedagogos?

Muy bien, ciudadano. ¿Dónde trabaja?

– No tengo trabajo.

– Entonces, si no trabaja no puede sindicarse.

– Pero si no entro en el Sindicato no puedo obtener trabajo.

– Es inútil. Si no trabaja usted, no puede entrar en el Sindicato.

¡Otro!

– Media libra de aceite de linaza. No demasiado rancio, por favor, si puede ser… No, no puedo comprar aceite de semilla de girasol. Es demasiado caro.

– Kira, ¿qué estás haciendo en camisón de noche? Levantó la cabeza del libro. Una única lamparilla sobre la mesa dejaba en la sombra los ángulos de la sala y los ojos de Leo. La camisa de Kira se estremecía en la oscuridad. -Son más de las tres -murmuró Kira.

– Ya lo sé. Pero tengo que estudiar. Hay corriente, aquí; vuélvete a la cama, por favor. Estás temblando.

– Leo, tú te consumes.

– ¿Qué importa? Cuanto antes termine mejor. Imaginó la mirada de los ojos que no podía ver en la oscuridad, se levantó y tomó entre sus brazos aquella sombra blanca y temblorosa.

– No creas que lo pienso, Kira; claro está que no. Anda, vuélvete a la cama y te daré un beso… Tienes los labios helados. Si no vas, te llevo yo.

La levantó entre sus brazos todavía fuertes y firmes y cálidos a través del camisón, y la llevó hasta el dormitorio, pegando su cabeza a la de ella y murmurando:

– Sólo unas páginas y estoy contigo. Duerme. Buenas noches; no te preocupes.

– Mi deber de Upravdom es éste, ciudadana Argounova. La ley es la ley. Como ninguno de ustedes es funcionario de los soviets, el alquiler les costará más caro: ustedes entran en la categoría de los que viven de renta… ¿Qué sé yo de qué renta? La ley es la ley.

Detrás de él una larga hilera de hombres: encogidos, envilecidos, con el pecho hundido y los hombros encorvados, estrechando una contra otra las pálidas manos; últimos espasmos vibrantes en los profundos abismos de almas ya extinguidas, ojos abiertos con desesperado abandono, un horror sombrío, una súplica contenida… una larga hilera desolada de hombres como animales que llevan al matadero. Y entre éstos estaba él, alto, erguido, joven, hermoso como un dios, con unos labios todavía altivos. Un transeúnte se detuvo, miró con estupor a aquel hombre entre los demás, y le hizo una seña. Pero él no se movió; sólo volvió la cabeza.

Capítulo catorce

Una tarde, se derrumbó una casa. La fachada se precipitó como una avalancha de ladrillos, en medio de una nube de polvo y de cal. Al volver de su trabajo, los inquilinos se encontraron con sus dormitorios expuestos a la fría luz de la calle, como una hilera de bambalinas; un lienzo de pared vertical pendía de una viga desnuda, precariamente alto sobre el suelo. Hubo gemidos, pero lo ocurrido no sorprendió a nadie. Por toda la ciudad se estaban derrumbando casas que hubieran debido ser restauradas desde hacía tiempo. Montones de viejos ladrillos obstruían los rieles del tranvía, impidiendo el tráfico. Leo pudo trabajar dos días en el desescombro de la calle. Trabajaba bajándose y levantándose durante horas y horas sin interrupción, con un intenso dolor en el espinazo y los dedos ensangrentados cubiertos de rojo polvo de ladrillo.

En el Museo de la Revolución había una exposición en honor de los delegados de los Sindicatos suecos que habían ido a visitar el país. Kira obtuvo el encargo de pintar los carteles. Durante cuatro largas noches estuvo inclinada, con los ojos cansados, la mano temblando sobre una regla, dibujando nítidas letras negras que decían: "Obreros que se mueren de hambre en las fincas de los explotadores capitalistas de 1910." "Obreros deportados a Siberia por la policía zarista en 1905."

La nieve se amontonaba, blanca, bajo las ventanas de los sótanos. Leo pasó tres noches barriendo la nieve, mientras su aliento salía como un chorro de blanco vapor y carámbanos de hielo se posaban centelleantes en su vieja bufanda, estrechamente ceñida a su cuello.

Un ciudadano que no tenía medios aparentes de vida, poseía un auto y un piso con cinco habitaciones y sostenía frecuentemente conversaciones en voz baja con los empleados del Trust de Abastecimientos, decidió que sus hijos tenían que aprender a hablar francés. Kira se encargó de darles lección dos veces por semana, y tuvo que aburrirse explicando el passé défini a dos flacos arrapiezos que se hurgaban las narices con el dedo. La voz se le ponía ronca, la cabeza le daba vueltas, y sus ojos evitaban el aparador donde relucían unos pasteles de oscura y untuosa corteza. Leo ayudaba a un estudiante proletario que tenía que examinarse. Explicaba detenidamente las leyes del capital y del interés a un individuo muerto de sueño que se pasaba el tiempo rascándose los nudillos cubiertos de sarna.

Dos horas por día, inclinada sobre un gran barreño que olía a pescado podrido, Kira estuvo lavando los platos de un restaurante privado… hasta que el restaurante quebró.

Cada día desaparecían durante largas horas, y cuando regresaban a casa no decían nunca en qué colas habían tenido que aguardar, por qué calles se habían arrastrado muertos de cansancio ni qué puertas se les habían cerrado bruscamente a la cara. Por las noches Kira encendía su bourgeoise y estaban sentados en silencio, de cara a sus libros. Todavía tenían que estudiar, y por lo menos les quedaba una meta por alcanzar, aunque hubieran de olvidar todo lo demás; tenían que concluir su carrera.

– No importa -decía Kira-, nada importa. No tenemos que pensar. No tenemos que pensar en absoluto. Únicamente debemos acordarnos de que es preciso terminar la carrera y entonces quizás… quizás… encontraremos el medio de marchar al ex… -y no terminaba la frase. No podía pronunciar aquella palabra. Esta era como una silenciosa herida secreta en la profunda intimidad de uno y otra.

A veces leían el periódico. El camarada Zinoviev, presidente del Soviet de Petrogrado, decía:

– La revolución mundial, camaradas, ya no es una cuestión de años ni de meses; ahora es sólo una cuestión de días. La llamarada del Proletariado que se levanta abrasará la tierra, destruyendo para siempre la maldición del Capitalismo mundial. Publicaban también una entrevista con el camarada Biriuchin, tercer fogonero en una navio de guerra rojo. El camarada Biriuchin decía:

"-Bien. Entonces tendremos las máquinas bien untadas, y de nuevo tendremos que vigilar que no se cubran de moho; teniendo, como tenemos, que vigilar las máquinas humanas y siendo proletarios conscientes cumplimos con nuestra obligación, tanto más cuanto que no nos preocupamos de nada más que de hacer buen trabajo práctico, y luego están los burgueses extranjeros que nos observan y…" Alguna vez leían revistas. Nasha le miró fríamente.

– Temo que nuestras ideologías sean demasiado diferentes. Hemos nacido en clases sociales distintas. Los prejuicios burgueses están arraigados demasiado profundamente en tu conciencia. Yo soy una hija de las masas que anuncian la vida nueva. El amor por el individuo es un prejuicio burgués.

– ¿Hemos terminado, Nasha? -preguntó él con voz ahogada, mientras una palidez mortal cubría su rostro hermoso, pero burgués.

"-Sí, Iván -replicó ella-, hemos terminado. Soy la mujer nueva de los tiempos nuevos. -Y seguía la poesía: "Mi corazón es un arado que surca el terreno-; mi alma es humo del petróleo de la fábrica…" Una vez fueron al cine.

Proyectaban una película americana. Racimos de sombras, con el aliento entrecortado, contemplaban afanosamente a través de los cristales las fotografías de inverosímiles comercios extranjeros. Gruesos copos de nieve se rompían contra los cristales, los rostros ansiosos sonreían ligeramente como ante un pensamiento común, el pensamiento de que el cristal, y más aún que el cristal, algc más fuerte separaba del desesperado invierno ruso aquel mundo lejano y maravilloso.

Kira y Leo aguardaban entre el gentío que llenaba la sala de espera. Cuando terminaba la representación y se abrían las puertas, el público se precipitaba hacia la sala, empujando a los que trataban de salir, a empellones, furiosamente, con una desesperación brutal, como carne trinchada que saliese de una máquina. El título de la película decía en grandes letras blancas: Los tentáculos de oro. "Dirigida por Reginald Moore y censurada por el camarada Zavadkov."

La película era bastante rara. Las vistas oscilaban, aparecía una sombría oficina en la que se movían convulsivamente unas sombras confusas. En la pared había un manifiesto en inglés, lleno de faltas de ortografía. La oficina era la del Sindicato americano, donde un duro camarada confiaba al héroe, un joven rubio de ojos oscuros, la recuperación de unos documentos de capital importancia para el Sindicato que habían sido robados por un capitalista.

– ¡Maldición! -susurró Leo-. ¿También en América hacen películas de éstas?

De pronto, como si se disipase la niebla, la fotografía se vio más clara. Pudieron ver la delicada línea del maquillaje sobre los labios de una hermosa dama, y pudieron contar una a una sus largas pestañas. Hombres y mujeres en traje extranjero se movían con gracia a través de una intriga sin ningún sentido. Los subtítulos no correspondían a la acción. Aquéllos proclamaban en grandes letras blancas los sufrimientos de nuestros hermanos americanos bajo el yugo capitalista. Y en la pantalla se veía a una gente alegre que reía, bailaba y corría por la playa con los cabellos al viento y los músculos de sus jóvenes brazos en espléndida tensión, monstruosamente vigorosos. El héroe se había vuelto súbitamente más alto y más delgado, más rubio y con ojos azules. Su elegante traje sorprendía en un obrero sindicado, y los papeles que andaba buscando en medio de aquella incoherente sucesión de acontecimientos se parecían de una manera alarmante al testimonio de un tío suyo.

Un subtítulo rezaba:

"Le odio. Es usted un explotador capitalista que chupa la sangre del obrero. Salga usted de mi habitación."

En la pantalla un caballero se inclinaba galantemente para besar con lentitud la mano a una dama muy elegante que le contemplaba melancólicamente acariciándole los cabellos. El final de la historia no se veía. Terminaba bruscamente, como si la hubieran cortado. Un subtítulo ponía:

"Seis meses más tarde, el capitalista sediento de sangre encontró la muerte en manos de los obreros durante el curso de una huelga. Nuestro héroe renunció a los goces de un amor egoísta a que una sirena burguesa había intentado arrastrarle, y dedicó su vida a la causa de la Revolución mundial."

– Ya sé qué han hecho -dijo Kira-. El principio lo han hecho ellos y luego han cortado la película en pedazos. En la oscuridad, un acomodador sonrió al oírla.

De vez en cuando tocaba la campanilla. El Upravdom iba a recordarles que no faltasen a la reunión general de vecinos para tratar de un asunto urgente.

– No hay excepciones, ciudadanos -decía-. Todos los inquilinos tienen que asistir.

Entonces Kira y Leo se dirigían a la sala más espaciosa de la casa, una sala desnuda con una sola lámpara eléctrica en el techo, en el piso de un conductor de tranvía que la había cedido graciosamente para las necesidades sociales. Los vecinos llegaban trayéndose las sillas, y se sentaban masticando semillas de girasol. Los que no traían silla se acomodaban por el suelo. -En mi calidad de Upravdom -dijo éste-, declaro abierta la reunión de inquilinos de esta casa número… de la calle Sergievskaia. En la orden del día figura la cuestión de las chimeneas. Ahora bien, camaradas ciudadanos, como todos somos ciudadanos responsables, conscientes de nuestros deberes de clase, tenemos que hacernos cargo de que éstos no son los tiempos antiguos en que el dueño de la casa no se preocupaba de la vivienda de uno. Ahora, camaradas, es muy distinto. Gracias al nuevo régimen y a la dictadura del proletariado y en vista de que las chimeneas están obstruidas, tenemos que hacer algo, puesto que los propietarios de la casa somos nosotros. Ahora bien: si las chimeneas están obstruidas, la casa se llenará de humo, y si la casa se llena de humo habrá suciedad, y si hay suciedad faltaremos a la disciplina proletaria. De modo, camaradas ciudadanos, que… Las amas de casa se agitaban porque se sentía el olor de algo que se estaba quemando en la cocina. Un hombre gordo en camisa roja cruzaba los pulgares. Un joven de boca abierta y labios colgantes se rascaba la cabeza, sacando cada vez alguna cosa que arrollab entre sus dedos, y que luego arrojaba al suelo. -… y la organización especial se dividirá en varias partes… ¿Piensa usted marcharse, camarada Argounova? Vale más que no lo haga; ya sabe usted lo que pensamos de los que sabotean sus deberes sociales… La organización especial, pues, se dividirá de acuerdo con la condición social del inquilino. Los obreros pagarán el treinta por ciento, los que pertenecen a profesiones liberales el diez, y los comerciantes privados y los no empleados pagarán el resto. ¿De acuerdo? Los que están de acuerdo que levanten la mano. Camarada secretario, cuente las manos de los ciudadanos… ¿Quién se opone? Levante la mano… Camarada Michliuk. no puede usted levantar la mano en favor y en contra de una misma proposición.

La visita de Víctor fue algo inesperado que no supieron explicarse.

Acercó sus manos a la bourgeoise, se las frotó con energía y sonrió alegremente a Kira y a Leo.

– Pasaba casualmente por aquí… y se me ocurrió entrar… Estás bien en esta casa. Irina me había hablado de ella. Está bien, gracias. No; mamá no se encuentra bien. El doctor dice que es indispensable enviarla al Sur. Pero ¿quién puede pensar en viajar en estos tiempos…? He estado muy ocupado en el Instituto. Relegido para el Consejo de Estudiantes. ¿Leéis poesías? Acabo de leer unos versos de una mujer… Sentimientos de una delicadeza exquisita… Sí; verdaderamente estáis muy bien instalados. Un lujo prerrevolucionario… Vosotros sois unos verdaderos burgueses, ¿no es cierto? Dos habitaciones grandes como éstas… ¿No tenéis dificultades por causa del reglamento de habitaciones? A nosotros, la semana pasada, nos han obligado a aceptar dos inquilinos. Uno es un comunista. Papá está que muerde. Irina ha tenido que partirse la habitación con Asha, y están constantemente peleando como perro y gato. ¿Qué se le va a hacer? La gente tiene que estar bajo techado… Verdaderamente, Petrogrado está demasiado poblado.

Entró una cinta en el pelo y restos de polvos sobre la nariz, llevando un fardo envuelto en una sábana blanca, de la que salía una media negra. Preguntó: -¿Dónde está el salón?

Kira le preguntó estupefacta: -¿Qué desea usted, ciudadana?

La muchacha no contestó. Abrió la primera puerta que encontró, la que comunicaba con la habitación del inquilino. La cerró de un golpe. Abrió la otra puerta y se coló en el salón. -Muy bien -dijo-; puede usted llevarse su bourgeoise, sus platos y demás cosillas; yo tengo las mías.

– ¿Qué quiere usted ciudadana? -repitió Kira.

– ¡ Ah, sí! -replicó la otra-. Véalo usted misma.

Y tendió a Kira una hoja de papel arrugado con un gran timbre oficial. Era una orden de Gilotdel que autorizaba a la ciudadana Marisha Lavrova a ocupar la habitación denominada "salón" en el cuarto número 22 de la casa de la calle Sergievskaia, y ordenaba a los actuales ocupantes que abandonen inmediatamente aquella habitación, llevándose únicamente "los efectos personales de necesidad inmediata".

– Pero esto es imposible -tartamudeó Kira.

La muchacha rió. -Déjelo, ciudadana, déjelo.

– Óigame. Márchese pacíficamente. No se quedará con esta habitación.

– ¿No? ¿Y quién me lo impedirá? ¿Usted?

Se acercó a su sillón. Encima había un delantal de Kira. Lo echó al suelo, y en su lugar dejó su fardo. Dando un portazo, Kira salió corriendo escaleras arriba hasta llegar al cuarto del Upravdom, tres pisos más alto, y golpeó ferozmente la puerta, jadeando.

El Upravdom abrió la puerta y escuchó toda la historia, muy preocupado.

– ¿Una orden del Gilotdel? Es extraño. No me lo han notificado. Esto es irregular. Voy a entendérmelas con esta ciudadana. -Camarada Upravdom, usted sabe que esto es contrario a la ley. El ciudadano Kovalensky y yo no estamos casados. Tenemos derecho a dos habitaciones separadas.

– Es cierto.

El día anterior, Kira había cobrado un mes de lecciones; se sacó del bolsillo el fajo de billetes y, sin mirarlos, sin contarlos, los puso en manos del Upravdom.

– Camarada Upravdom, no acostumbro pedir auxilio, pero, por favor, dígale que se vaya. Esto sería, sería… sencillamente sería el final para nosotros.

El Upravdom embolsó furtivamente los billetes, y luego miró a Kira con aire sereno e inocente como si no hubiera sucedido nada.

– No se preocupe usted, ciudadana Argounova. Sabemos nuestra obligación. Pondremos a esta señora en su sitio, la echaremos al fango como le corresponde.

Se puso la gorra sobre la oreja y siguió a Kira escaleras abajo.

– A ver, ciudadana, ¿qué sucede? -preguntó bruscamente.

La ciudadana Marisha Lavrova se había quitado el abrigo y había abierto su fardo. Llevaba una blusa blanca, una falda vieja, zapatos con tacones altísimos y un collar de perlas falsas. Sobre la mesa había ido amontonando ropa blanca, libros y una tetera.

– ¿Cómo le va, camarada Upravdom? -preguntó sonriendo amablemente-. Vale más conocerse en seguida. Se sacó del bolso un papel que le presentó abierto. Era el carnet de miembro de la Juventud Comunista del Konsomol.

– ¡Oh! -dijo el Upravdom-. ¡Oh! Y volviéndose a Kira:

– ¿Qué quiere usted, ciudadana? ¿Tiene usted dos habitaciones y una joven obrera tendría que quedarse en la calle? Ya pasó el tiempo de los privilegios burgueses, ciudadana. A la gente como usted le conviene vigilar lo que hace.

Kira y Leo llevaron el caso ante el Tribunal del Pueblo. Estaban en una sala desnuda que olía a sudor y a suelo por barrer. Lenin y Marx, sin marco, mayores que de tamaño natural, les contemplaban desde la pared. Un jirón de tela ponía: "Proletarios del mun…" y el resto no se veía porque el extremo de la tira de tela se había desclavado y ondeaba a la corriente de aire, enrollado como una serpiente.

El magistrado que presidía bostezó y preguntó a Kira:

– ¿Cuál es su posición social, ciudadana?

– Estudiante.

– ¿Empleada? -No.

– ¿Miembro del Sindicato? -No.

El Upravdom testificó que si bien la ciudadana Argounova y el ciudadano Kovalensky no estaban legalmente casados, sus relaciones eran de "intimidad sexual" porque en su habitación no había más que una cama, como él había podido comprobar, y esto les equiparaba a "marido y mujer" ante la ley del domicilio, la cual concedía una sola habitación a los tres matrimonios, como sabía muy bien el camarada juez. Por lo demás, la habitación denominada "salón", además del dormitorio, daba a los ciudadanos en cuestión tres pies cuadrados más de lo que les correspondía; además, había que tener en cuenta que los ciudadanos en cuestión se habían mostrado muy morosos en el pago de su alquiler durante los últimos tiempos.

Se preguntó a Kira si reconocía el estado de "intimidad sexual", si era verdad que no tenía más que una cama, y dónde y cómo dormían.

– ¿Quién era su padre, ciudadana Argounova?

– Alexander Argounov.

– ¿El exfabricante de tejidos y dueño de una fábrica?

– Sí.

– Bien. ¿Y el suyo, ciudadano Kovalensky?

– El almirante Kovalensky.

– ¿El que fue ajusticiado por actividades antirevolucionarias?

– El que fue ajusticiado, sí.

– ¿Quién era su padre, ciudadana Lavrova?

– Un obrero, camarada juez; desterrado a Siberia por el zar en 1913. Mi madre es una campesina, que viene de su aldea.

– El veredicto del Tribunal del Pueblo es que la habitación en cuestión pertenece de derecho a la ciudadana Lavrova.

– ¿Esto es un tribunal de justicia o un teatro de opereta? -preguntó Leo.

El presidente le miró severamente.

– La llamada justicia imparcial es un prejuicio burgués. Este es un tribunal de justicia de clase. Esta es nuestra actitud oficial y la base de nuestra conducta. ¡El siguiente!

– Camarada juez -preguntó Kira-, ¿cómo se arregla la cuestión de los muebles?

– ¿No pueden ponerlos todos en una habitación? -No, pero podemos venderlos. Estamos… estamos en una situación difícil.

– ¿Ah, sí? ¿Quieren venderlos para sacar dinero de ellos, y luego una joven proletaria que no tiene muebles tendría que dormir en el suelo? ¡El siguiente!

– Dígame una cosa -preguntó Kira a la ciudadana Lavrova-. ¿Cómo obtuvo precisamente que le concedieran esta habitación nuestra? ¿Quién le habló de ella?

La ciudadana Lavrova sonrió evasivamente y le dirigió una mirada sin expresión.

– Una tiene amigos… -fue su única respuesta.


Su cara era pálida, su nariz chata, y sus labios delgados y salientes le daban una expresión de eterno descontento. Sus cabellos le caían en rizos sobre la frente y siempre llevaba pendientes unos aritos de latón con una pequeña turquesa falsa pegada al lóbulo de la oreja. Era poco sociable y hablaba poco. Pero la campanilla estaba sonando continuamente por causa de las visitas que recibía. Sus amigos la llamaban Marisha.

En el dormitorio gris y plata de Leo hubo que abrir un boquete encima de la chimenea de ónix negro para que pudiera pasar el tubo de la bourgeoise. Hubo que vaciar dos estantes del armario para poner los platos, los cubiertos y la comida. Entre la ropa blanca había mendrugos de pan, y las sábanas olían a aceite de linaza. Los libros de Leo se amontonaban encima del tocador, y los de Kira debajo de la cama. Leo, mientras iba disponiendo sus libros, silbaba un fox-troi; pero Kira prefería no verlo. Después de algunas vacilaciones, Marisha les devolvió el retrato de la madre de Leo que estaba en el salón, pero se quedó con el marco, en el que puso un retrato de Lenin. Tenía también retratos de Trotzky, de Marx, de Engels y de Rosa Luxemburg, y un gran cartel representando al espíritu de la Flota Aérea Roja. Tenía asimismo un gramófono. Por las noches, hasta muy tarde, tocaba viejos discos: su favorito era una canción sobre la derrota de Napoleón en Rusia. Crepitaba, llameaba, el incendio de Moscú. Cuando estaba cansada del gramófono tocaba el Vals del Destino en el gran piano de cola. Para ir al cuarto de baño tenía que pasar por el dormitorio de Kira y Leo.

Marisha lo atravesaba tranquilamente, en su peinador descolorido y sin abrochar.

– Le agradecería que llamase antes de pasar.

– ¿Por qué? El baño no es suyo.

Marisha era estudiante en la Universidad de Rabfac. Las Rabfac eran Facultades especiales para obreros, en las que el programa académico era algo menos exigente que el de la Universidad, y el de ciencias revolucionarias lo era mucho más, y cuyo ingreso estaba limitado según bases estrictamente proletarias.

A Marisha no le gustaba Kira, pero a veces hablaba con Leo. Empujaba la puerta con tal violencia que hacía oscilar los retratos colgados de la pared, y chillaba imperiosamente:

– Ciudadano Kovalensky, ¿puede usted ayudarme a estudiar esta maldita historia?

¿En qué siglo quemaron a Martín Lutero?

¿Fue en Alemania o no? ¡O a lo mejor ni siquiera lo quemaron!

Otras veces abría la puerta y decía, sin dirigirse especialmente a nadie:

– Voy al Consejo del Komsomol. Si viene el camarada Rilenko dígale que me en contrará en el Círculo. Pero si viniera aquel chismoso de Misha Gvozdev, dígale que me marcho a América. Ya sabe quién es: aquel pequeño que tiene una verruga en la nariz.

O entraba con una taza en la mano:

– Ciudadana Argounova, ¿puede usted prestarme un poco de manteca? No sabía que la había acabado… ¿Sólo aceite de linaza?

¿Cómo puede comer esa basura? En fin, déme una taza. Cuando Leo salía a las siete de la mañana, al atravesar la habitación de Marisha la encontraba dormida, con la cabeza apoyada sobre la mesa llena de libros. Marisha despertaba con un estremecimiento, al oír el ruido de pasos.

– ¡Maldita sea! -exclamaba bostezando y desperezándose-. ¡Es esta comunicación que tengo que leer esta noche en el Círculo Marxista a nuestros camaradas menos ilustrados, acerca del "Significado social de la electricidad como factor histórico"

! Ciudadano Kovalensky, ¿quién diablos es Edison?

Por la noche, la oían llegar tarde a casa. Daba un portazo y luego tiraba furiosamente al suelo los libros de encima de una silla; se oía el rodar de los libros y luego la voz de Marisha mezclada al bajo profundo de adolescente del camarada Rilenko.

– Aleshka, querido, eres un ángel. ¿Quieres encender ese maldito "Primus"? Estoy muerta de hambre.

Se oían los pasos de Aleshka, y luego el silbido del "Primus".

– Eres un ángel, Aleshka, siempre he dicho que eres un ángel. Estoy más cansada que un caballo de tiro.

Por la mañana el Rabfac, a mediodía el Círculo del Konsomol, a las dos el Círculo Marxista, a las dos y media una Junta para tratar de las guarderías infantiles para las fábricas, a las tres manifestación contra el analfabetismo… ¡Cómo me sudan los pies…! A las cuatro conferencia sobre la electricidad, a las siete Junta de los directores de periódicos murales… Yo dirigiré uno. Reunión de amas de casa hacia las siete y media, conferencia sobre nuestras camaradas de Hungría a las… ¿qué sé yo? No podrás decir que tu amiga no tenga una gran mentalidad de clase y una actividad social extraordinaria, Aleshka; realmente no puedes decirlo.

Aleshka se sentaba al piano y tocaba John Gray. Una vez, en plena noche, Kira se despertó al ruido de alguien que entraba furtivamente en el cuarto de baño. Tuvo la rápida visión de un cuerpo desnudo y unos cabellos rubios. En el cuarto de Marisha no había luz.

Una tarde, Kira oyó detrás de la puerta una voz familiar. Un hombre decía:

– Claro está que somos amigos. Ya lo sabe usted bien. Tal vez, por mi parte, hay algo más que amistad… pero no me atrevo a esperar. Le he demostrado mi afecto. Ahora es usted quien debería hacer algo por mí. Deseo conocer a aquel amigo suyo del Partido.

Kira iba a salir. Al atravesar la habitación de Marisha se detuvo de golpe. Víctor estaba sentado en el diván y tenía entre las suyas la mano de Marisha. Se puso en pie de un salto, ruborizándose.

– ¡Víctor! ¿Venías por mí?

El no acertó a contestar. Kira comprendió.

– Kira, no quisiera que fueras a creer que yo… -empezó a decir Víctor.

Kira salió corriendo, atravesó el rellano y bajó la escalera a toda velocidad.

Cuando refirió la escena a Leo, éste quería romper las costillas a Víctor. Kira le recomendó que se mantuviera sereno.

– Si vas a hacerle una escena, su padre se enterará. Y esto será el golpe de gracia para tío Vasili, que ya es tan desgraciado. Y total, ¿para qué? Tampoco nos devolverán el salón…

En la cooperativa del Instituto, Kira encontró a la camarada Sonia y a Pavel Syerov. La camarada Sonia estaba masticando un pedazo de corteza del pan que acababan de darle. Pavel Syerov iba elegante como un figurín militar. Sonrió a Kira con efusión.

– ¿Cómo está usted, camarada Argounova? ¡No se la ve a menudo por el Instituto, desde hace algún tiempo!

– He tenido quehacer.

– No se la ve con el camarada Taganov. ¿Han reñido?

– ¿Por qué le interesa saberlo?

– ¡Oh, no me interesa personalmente!

– Pero nos interesa como deber respecto al Partido -dijo suavemente la camarada Sonia-. El camarada Taganov es un elemento de gran valor para el Partido… Y es natural que nos preocupemos por él, porque su amistad con una mujer de la procedencia social de usted puede perjudicar su posición.

– ¡No digas tonterías, Sonia, no digas tonterías! -protestó Pavel Syerov con súbita energía-. La posición de Andrei en el Partido es demasiado elevada. Nada puede comprometerla. La camarada Argounova no tiene por qué preocuparse por ello y romper una buena amistad.

Kira le preguntó, mirándole de hito en hito:

– ¿No le sabe mal que la posición del camarada Taganov en el Partido sea tan elevada?

– ¿Por qué? El camarada Taganov es un excelente amigo mío y…

– Y usted es un excelente amigo suyo, ¿no?

– ¡Vaya una pregunta rara, camarada Argounova!

– En estos tiempos se hacen cosas muy raras, ¿no es verdad?

Buenos días, camarada Syerov.

Marisha entró mientras Kira estaba sola. Su boca, malhumorada, estaba hinchada, y sus ojos, enrojecidos por las lágrimas. Sin preámbulos, preguntó:

– Ciudadana Argounova, ¿qué sistema usa usted para no tener criaturas?

Kira la miró sorprendida.

– Temo haber hecho una tontería -gimió Marisha-. Y aquel maldito chinchoso de Aleshka decía que era una burguesa si no le dejaba… me prometía andar con cuidado… ¿Qué tengo que hacer?

Kira le dijo que no lo sabía.

Kira se pasó tres semanas trabajando secretamente en un nuevo traje. No era otra cosa que el antiguo vuelto del revés; poco a poco, penosamente, con grandes dificultades, logró hacerlo. Por el revés, la lana azul turquí era suave y sedosa al tacto como si fuera nueva. Tenía que ser una sorpresa para Leo. Trabajaba de noche, cuando Leo ya estaba en la cama. Ponía una vela en el suelo, abría la gran puerta del armario de luna, como si fuera un biombo, y luego se sentaba en el suelo, detrás, al lado de la vela. Kira no había aprendido nunca a coser. Sus dedos se movían lentamente, inseguros. Cuando se pinchaba con la aguja, se secaba furtivamente las gotas de sangre en la camisa. Sentía que le escocían los ojos como si la pinchasen con pequeños alfileres por debajo de los párpados, y los párpados eran tan pesados que sólo con dificultad lograba entreabrirlos, y era necesario un esfuerzo para que sus ojos permaneciesen abiertos a la luz amarillenta de la vela, que parecía enorme.

De vez en cuando, en la oscuridad, Leo, dormido, suspiraba profundamente.

El traje estaba terminado el día que Kira encontró a Vava por la calle. Vava sonreía feliz, misteriosamente, sin motivo aparente, como si sonriese a un pensamiento secreto. Anduvieron juntas un rato, y Vava no pudo contener su secreto por más tiempo.

– ¿Quieres subir, Kira? -preguntó-. Sólo un momento. Quiero enseñarte algo… Algo… del extranjero.

Abrió un paquete cuidadosamente envuelto en papel de color; manejaba lo que había dentro con reverencia, casi sin atreverse a tocarlo con sus dedos temblorosos. En el paquete había dos pares de medias de seda y una pulsera de galalit negro. Kira suspiró profundamente.

Alargó la mano, vaciló, y luego, con la punta de los dedos, tocó una media, acariciándola tímidamente como si fuese la piel de un animal de valor inestimable.

– De contrabando -susurró Vava-; una señora cliente de papá… su marido se dedica a los negocios. Lo han traído de Riga… y el brazalete… es la última moda en el extranjero. ¡Imagínate! ¡Joyas falsas! ¿No es algo maravilloso?

Kira tenía reverentemente el brazalete en la palma de la mano, sin osar ponérselo.

Vava preguntó de pronta, tímidamente, sin sonreír:

– Dime, Kira, ¿qué es de Víctor? -Está bien.

– Yo… hace muchísimo tiempo que no le he visto.

Sí, ya lo sé. ¡Está tan ocupado! He renunciado a nuestras citas. ¡Oh, es tan activo…! Estoy contenta con estas medias. Me las pondré cuando… cuando él venga. Esta mañana he tenido que tirar el último par que me quedaba.

– ¿Las has tirado?

– ¡Claro! Me parece que todavía están en la basura. Están viejísimas. Hay una con no sé cuántas carreras.

– Vava… ¿podrías dármelas? -¡Cómo! ¿Las rotas? ¡Pero si ya no se pueden llevar! -Es… para una broma.

Kira volvió a su casa estrujando en su bolsillo un apretado ovillo. Llevaba la mano en el bolsillo sin atreverse a sacarla. Leo, al regresar, por la noche, abrió la puerta con una mano y con la otra tiró la cartera en medio de la habitación. La cartera se abrió, y los libros se esparcieron por todo el pavimento. Luego entró él.

No se quitó el gabán, sino que se fue directamente hacia la bourgeoise y alargó sus manos, frotándoselas vigorosamente, con rabia. Luego se quitó el gabán y lo arrojó encima de una silla, al otro lado de la habitación: el gabán no llegó a la silla y cayó al suelo hecho un montón.

Leo no lo recogió. Preguntó: -¿Tienes algo que comer?

Kira se quedó silenciosa ante él, inmóvil en el esplendor de su traje nuevo y de sus medias de seda cuidadosamente remendadas. Sólo dijo, suavemente: -Sí; siéntate.

Leo se sentó. La había mirado varias veces, sin darse cuenta de nada. Naturalmente, el traje era el mismo de color azul turquí; pero Kira se había esmerado mucho en adornarlo con franjas y botones de hule negro, que parecían de charol. Cuando sirvió el mijo y Leo hundió su cuchara en las gachas amarillas y humeantes, Kira se paró junto a la mesa y, levantándose un poco la falda, expuso sus piernas a la luz, observando contenta la brillante seda. Tímidamente dijo: -Mira, Leo.

El miró, y preguntó secamente: -¿Dónde las has encontrado? -Yo… me las ha dado Vava. Estaban… rotas. -Yo no llevaría lo que los otros tiran.

No dijo ni una palabra del traje nuevo. Ella, por su parte, tampoco se lo hizo observar. Comieron en silencio.

Marisha abortó.

Se oían sus gemidos al otro lado de la puerta. Se arrastraba pesadamente por la habitación, insultando a gritos a la comadrona que no conocía su oficio.

– Ciudadana Lavrova, ¿quiere hacerme el favor de fregar el cuarto de baño?

– Déjeme en paz; no me encuentro bien. Si es usted tan condenadamente burguesa que quiere el cuarto de baño limpio, limpíeselo usted misma.

Marisha dio un portazo, pero al rato volvió a abrir la puerta con cautela.

– Ciudadana Argounova, no le dirá usted nada a su primo de esto que me pasa, ¿verdad? El no está enterado de mi… fracaso. El es… un caballero.

Leo volvió a casa al amanecer. Había trabajado toda la noche en un puente en construcción, en el fondo de un río casi helado. Kira le estaba aguardando. Había conservado la bourgeoise encendida.

Entró con el gabán manchado de aceite y barro, con aceite y sudor en el rostro, y aceite y sangre en las manos. Vacilaba un poco y se paró un momento en el umbral. Sobre la frente llevaba un mechón de pelo pegado por el sudor. Entró en el cuarto de baño, y volvió a salir preguntando: -¿Tengo ropa limpia, Kira?

Estaba desnudo. Sus manos estaban hinchadas, su cabeza se inclinaba sobre su hombro, sus párpados eran azulados. Su cuerpo era blanco como el mármol, y tan firme y erguido que parecía el de un dios. Kira pensó que hubiera podido subir, al amanecer, a una montaña; a sus pies hubiera crujido la hierba fresca y el rocío habría cubierto sus músculos en señal de homenaje.

La bourgeoise humeaba. Una acre niebla se extendía bajo la lámpara eléctrica: debajo de los pies, la alfombra gris olía a petróleo; de la juntura de los tubos de la estufa caían sobre la alfombra, con un ruido apagado, gotas de hollín.

Kira estaba frente a Leo. No podía hablar. Le tomó una mano y se la llevó a los labios. El vaciló un poco, echó la cabeza atrás y tosió…


Leo tardaba. Le había retenido una clase en la Universidad. Kira le estaba aguardando, y el "Primus" silbaba débilmente, manteniendo caliente la comida.

Sonó el teléfono. Kira oyó una voz infantil, temblorosa, asustada, en la que las lágrimas se mezclaban a las palabras.

– ¿Eres tú, Kira? Aquí Asha. Kira, por favor, ven en seguida tengo miedo. Es algo grave. Creo que mamá… No, en casa no hay nadie; sólo está papá… y no quiere llamar… no quiere hablar… y yo tengo miedo… No hay nada que comer en casa… Por favor, Kira, tengo tanto miedo… Ven, por favor… Por favor, Kira… Con todo el dinero que le quedaba, Kira compró una botella de leche y dos libras de pan en una tienda particular, mientras corría a casa de su tía. Asha le abrió la puerta. Se cogió al vestido de Kira sollozando desesperadamente, de una manera convulsa, sacudiendo nerviosamente los hombros, apretando su cara contra el borde de la falda de su prima.

– ¿Qué sucede, Asha? ¿Dónde está Irina? ¿Y Víctor? -Víctor no está en casa. Irina salió a llamar al médico. Yo he pedido auxilio a un vecino y me ha mandado al infierno. Tengo miedo…

Vasili Ivanovitch estaba sentado al lado de la cama de su mujer. Sus manos pendían inertes entre sus rodillas, y todo su cuerpo permanecía inmóvil. Los cabellos de María Petrovna estaban sueltos sobre la almohada. Su respiración era sibilante, y el cobertor subía y bajaba de una manera desigual. Sobre él se veía una gran mancha oscura.

Kira se detuvo aterrada, con la botella de leche en una mano y el pan en la otra. Vasili Ivanovitch levantó lentamente la cabeza para mirarla.

– Kira -dijo en tono indiferente-. Leche… ¿Tienes inconveniente en calentarla? Puede reanimarla un poco…

Kira encendió el "Primus". Calentó la leche; acercó una taza a los labios temblorosos y azulados de la enferma. María Petrovna se tragó dos sorbos, pero luego rehusó la taza.

– Hemorragia -dijo Vasili Ivanovitch-. Irina fue a por el doctor. No tiene teléfono. Ningún otro médico quiere venir. No tengo dinero. El hospital no envía a nadie porque no pertenecemos al Sindicato…

Sobre la mesita ardía una vela. A través de un amarillento resplandor, que mejor merecía el nombre de niebla, se abrían como negras heridas tres altos ventanales sin cortinas. Un vaso blanco, vuelto del revés, estaba sobre la mesita dejando caer sobre un negro charco sus últimas gotas. En el techo, sobre la vela, temblequeaba un pálido círculo de luz, y una luz pálida se reflejaba temblorosa sobre las temblorosas manos de María Petrovna. La enferma gimió débilmente:

– Estoy bien… Estoy bien… Lo sé, que estoy bien… Vasili quiere asustarme. Nadie puede decir que no estoy bien… Quiero vivir… Viviré… ¿Quién dice que no?

– Claro está que vivirás, tía Marussia; estás muy bien. Pero te conviene estar quieta. Cálmate.

– Kira, ¿dónde está mi lima de las uñas…? Búscamela. Irina ha vuelto a perderla. Siempre le estoy diciendo que no la toque. ¿Dónde está mi lima?

Kira abrió un cajón para buscarla. La detuvo un extraño ruido. Parecía el rodar de guijarros sobre un terreno duro, el borboteo del agua en un tubo obturado, el alarido de un animal herido. María Petrovna tosía. Una línea oscura surcaba su blanca barbilla.

– Hielo, Kira-gritó Vasili Ivanovitch-, ¿tenemos hielo? Kira corrió por el oscuro pasillo hasta la cocina. Una gruesa capa de hielo cubría el antepecho de la ventana. Rompió un poco con la hoja aguda y mohosa de un viejo cuchillo, y al hacerlo se hirió en una mano. Volvió, estrechando entre sus dedos el hielo que goteaba.

María Petrovna gritaba, en medio de su acceso de tos: -¡Socorro, socorro, socorro!

Envolvieron el hielo en una toalla y se lo pusieron sobre el pecho. Sobre el camisón iban extendiéndose unas manchas rojas. De pronto la enferma se incorporó y el hielo rodó estrepitosamente por el suelo. De los labios de María Petrovna salía una espuma rojiza; sus ojos se abrían con una expresión de horror profundo, más allá de los límites de la dignidad humana. Miró a Kira y chilló:

– ¡Quiero vivir, Kira, quiero vivir!

Cayó hacia atrás. Sus cabellos se esparcieron sobre la almohada.

Luego sus brazos cayeron a lo largo del cobertor, y se quedó inmóvil. Sobre su boca se formó una gruesa burbuja encarnada, que explotó en un chorro de algo denso y oscuro que borboteó como la última gota que sale de un tubo obstruido. María Petrov-na no se movió. Nada se movía sobre la cama, excepto aquella cosa oscura que iba resbalando lentamente por su cuello… Kira no acertó a moverse. Alguien la tomó por la mano. Vasili Ivanovitch escondió la cara en su regazo y rompió a llorar; sollozaba en silencio; Kira veía moverse convulsivamente sus blancos cabellos.

Detrás de una silla, en un rincón, Asha gemía débilmente acurrucada en el suelo, con una monótona cantilena.

Kira no lloró.

De vuelta a casa, encontró a Leo sentado junto al "Primus", cenando; Leo tosía.

Estaban sentados en una mesita, en un rincón oscuro del restaurante. Kira se había encontrado con Andrei en el Instituto y él la había invitado a tomar una taza de té con "auténticos pasteles franceses". El establecimiento estaba casi vacío. Desde la acera, incrédulos rostros, en los que se leía la envidia, observaban por la ventana a los afortunados que podían sentarse ante la mesa de un restaurante. En una mesa del centro, un hombre en un grueso abrigo de pieles ofrecía un plato de dulces a una elegante y sonriente señora, que vacilaba en su elección… Su mano, suspendida sobre los mates reflejos del chocolate helado, llevaba en uno de sus dedos un brillante deslumbrador.

El restaurante olía a goma vieja y a pescado pasado. De la lámpara central caía un largo tubo de papel pegajoso, donde se debatían en la agonía varios miles de moscas. El tubo oscilaba cada vez que se abría la puerta de la cocina. Encima de esta puerta había un retrato de Lenin en un marco de papel trenzado.

– Kira, he estado a punto de faltar a mi palabra e ir a buscarla. Está tan… pálida. ¿Hay algo que no marcha bien, Kira?

– Sí… hemos pasado algunos malos ratos… en casa.

– Tenía entradas para el ballet El lago de los cisnes. La esperé, pero no asistió a las clases.

– Lo siento. ¿Era bonito?

– No fui.

– Andrei, creo que Pavel Syerov se está proponiendo crearle dificultades en el Partido.

– Es probable. No me gusta Pavel Syerov. Mientras el Partido está luchando con los especuladores, él les protege. Se sabe que ha comprado un paquete extranjero a un contrabandista. -Andrei, ¿por qué su Partido no cree en el derecho que tiene cada uno a vivir, mientras no se muere? -¿Habla usted por Syerov o por usted misma?

– Por mí misma.

– En nuestra lucha, Kira, no cabe la neutralidad.

– Tienen ustedes derecho a matar, como lo tienen todos los combatientes. Pero nadie, antes que vosotros, ha pensado en negar la vida a los que todavía viven.

Kira contempló el rostro implacable que tenía enfrente. Vio dos triángulos oscuros en sus negras mejillas; los músculos del rostro de Andrei eran rígidos como duro cuero. Decía:

– Cuando se pueden soportar todos los sufrimientos también se puede ver sufrir a los demás. Tal vez se sienta la necesidad de verles sufrir. Es la ley marcial. Nuestra época es un amanecer. Ha aparecido un nuevo sol, que el mundo no había visto nunca todavía. Nosotros andamos bajo sus primeros rayos. Todos nuestros sufrimientos, todos nuestros gritos encontrarán, gracias a esta nueva aurora, una gigantesca expansión en los siglos futuros; cada figura insignificante se convertirá en una sombra enorme que por cada momento de dolor nuestro ahorrará al mundo siglos de dolor futuro.

El camarero trajo el té y los pasteles.

Los dedos de Kira, al tomar un dulce, se estremecieron en un involuntario temblor, como con una prisa mal contenida, que era algo más que el deseo de una golosina rara.

– ¡Kira! -balbució Andrei dejando caer su tenedor-. ¡Kira!

Ella le miró asustada.

– ¿Por qué no me lo había dicho, Kira?

– No sé de qué está hablando, Andrei… -intentó decir ella, pero comprendió que él había adivinado.

– Aguarde, no coma esto. ¡Camarero, un plato de sopa caliente!,pronto… y luego, traiga todo lo que tengan. ¡Aprisa…!

Kira… no sabía… no sabía que las cosas fueran tan graves…

Ella se limitó a sonreír con tristeza, débilmente.

– ¿Por qué no me lo decía?

– Sé que no quiere valerse de su influencia en el Partido para ayudar a los amigos.

– Oh; pero esto… Kira… esto… -y Kira le vio asustado por primera vez. Se levantó.

– Perdóneme un momento -dijo, y atravesando la estancia se dirigió al teléfono. Kira pudo oír parte de la conversación. -¿Camarada Voronov…? Debes inmediatamente… Sí… No me importa… Hacedlas… Sí… No… ¡No! Mañana por la mañana… Sí… Gracias, camarada, adiós.

Volvió sonriendo ante la cara incrédula y maravillada de ella. -De modo que mañana por la mañana puede usted ir a trabajar. En las oficinas de la "Casa del Campesino". No es una gran colocación, pero es lo que he podido obtener de momento… y no la cansará a usted mucho. Esté allí a las nueve y pregunte por el camarada Voronov. El ya sabrá quién es usted. Y… tome usted. Abrió la cartera y vaciándola puso en manos de Kira un fajo de billetes.

– Oh, Andrei… no puedo…

– Tal vez no pueda… para usted misma. Pero puede para otros. ¿No hay alguien que lo necesita? ¿Su familia? Kira pensó en alguien que lo necesitaba, y tomó el dinero.

Capítulo quince

Cuando Kira dormía, su cabeza se caía hacia atrás sobre la almohada, de modo que la débil luz de las estrellas que penetraba por la ventana dibujaba un triángulo blanco debajo de su barbilla. Sus pestañas reposaban inmóviles sobre las mejillas serenas y pálidas. Sus labios respiraban suavemente como los de un niño, con una sombra de sonrisa en las comisuras, confiados, llenos de esperanza, tímidos y radiantemente jóvenes.

El despertador tocaba a las seis y media. Llevaba dos meses tocando a esa hora.

El primer movimiento del día era para Kira un salto convulso en un precipicio helado. Al primer alarido histérico del despertador, se apresuraba a pararlo para dejar dormir a Leo; luego permanecía erguida, un poco vacilante, estremecida por el sonido del despertador, que todavía hería sus oídos como un insulto, con un odio oscuro difuso por todo su cuerpo, con un deseo ardiente de todos sus músculos que la atraía hacia la cama, con la cabeza demasiado pesada para su cuerpo, mientras el frío pavimento, bajo sus pies desnudos, parecía de fuego.

Luego, tambaleándose un poco, se dirigía a tientas al cuarto de baño. Sus ojos se negaban a abrirse. Buscaba el grifo, que había estado goteando toda la noche para evitar que el agua se helase en la cañería. Con los ojos cerrados, se echaba un poco de agua fría al rostro con una mano, mientras apoyaba la otra en el lavabo para no caerse.

Luego abría los ojos, se quitaba el camisón y sus brazos exhalaban vapor en el aire helado mientras ella, castañeteándole los dientes, intentaba sonreír para convencerse de que era hora de empezar la jornada y de que ya se le había pasado el frío.

Se vestía y volvía silenciosamente al dormitorio. No encendía la luz; podía ver la negra silueta del "Primus" encima de la mesa, destacándose sobre el oscuro azul del cielo que se recortaba en la ventana. Encendía una cerilla, interponiendo su cuerpo entre la cama y aquella débil luz, y se ponía a encender el "Primus". El "Primus" no quería encenderse; en la oscuridad, se oía palpitar el reloj, aumentando la prisa de Kira; accionaba el émbolo con furia, mordiéndose los labios, hasta que por fin surgía la llama azul, y la joven ponía un cazo de agua al fuego.

Tomaba su té con sacarina y masticaba un pedazo de pan seco; ante ella, la ventana, helada, ofrecía un sólido arabesco de blancos heléchos que centelleaban débilmente; al otro lado de la ventana seguía siendo de noche. Kira se sentaba hecha un ovillo junto a la mesa, sin osar moverse, esforzándose en masticar sin hacer ruido. El sueño de Leo era agitado. Se revolvía por la cama, tosía, con una tos seca, sofocada por el almohadón, y de vez en cuando suspiraba con un suspiro ronco que casi era un gemido.

Kira se ponía las botas de fieltro, el abrigo, y se envolvía el cuello en una vieja bufanda. De puntillas se dirigía a la puerta, daba una última mirada al pálido rostro de Leo, blanco vislumbre en medio de la oscuridad, y le enviaba un beso silencioso con la punta de los dedos; luego abría lentamente la puerta y lentamente también volvía a cerrarla detrás de sí.

Fuera la nieve era todavía azulada; la oscuridad se iba retirando poco a poco por encima de los tejados, y a lo lejos, en el cielo, empezaba a adivinarse un azul algo más claro. Los tranvías corrían chillando como aves de presa.

Kira se inclinaba hacia adelante, escondiendo sus manos bajo los sobacos, encogida como un trémulo ovillo que avanzaba estremeciéndose contra el viento. El frío le quitaba el aliento y le daba en la nariz un agudo dolor. Corría, resbalando por el suelo helado, hasta el tranvía que pasaba a lo lejos. Ya había una larga cola que lo estaba aguardando. Ella, como los demás, esperaba, encorvada contra el viento y silenciosa. Cuando llegaba el tranvía -amarillos cuadros de luz que se movían a saltos en la oscuridad- la cola se rompía. En la portezuela se producía un rápido remolino, una agitación de cuerpos que se empujaban apresuradamente, de sombras estrechamente apretujadas, y a veces Kira se quedaba fuera, mientras el tranvía arrancaba al sonido de la campanilla. El coche próximo no llegaba hasta al cabo de media hora. Kira hubiera llegado tarde y esto le hubiera costado el empleo. Corría detrás del tranvía, de un salto lograba cogerse a una agarradera, y por un momento sus pies seguían resbalando sobre el hielo mientras el coche aumentaba su velocidad; un fuerte brazo la cogía por los hombros y la subía al estribo y una voz ronca le chillaba junto al oído:

– ¿Está usted loca, ciudadana? Así es como se mata tanta gente. Subida en el estribo al lado de un racimo de hombros, apoyada únicamente en una mano y un pie, viendo cómo debajo de sus pies se deslizaba velozmente la nieve, se arrimaba con todas sus fuerzas a sus vecinos, cuando por la vía de al lado pasaba otro coche, amenazando arrastrarla.

La "Casa del Campesino" ocupaba un antiguo palacio. Tenía una escalinata de mármol rosa pálido, con una balaustrada de bronce iluminada por un gran ventanal, en cuyos cristales se veían uvas purpúreas y rosados melocotones saliendo de cuernos de la abundancia. En lo alto de la escalera campeaba una inscripción: " Camaradas, no escupir en el suelo ".

Había también otros carteles: una hoz y un martillo de cartón-piedra dorado, la figura de una campesina llevando una espiga de trigo, otros pasquines cubiertos de grandes espigas doradas, verdes, rojas, un retrato de Lenin, la imagen de un campesino aplastando una araña con cabeza de cura, un retrato de Trotzky, un campesino con un arado rojo, un retrato de Carlos Marx… "Proletarios del mundo entero, unios. Quien no trabaja, no debe comer." "Viva el largo reinado de los obreros y los pobres campesinos." "Camaradas campesinos, aplastad a los acaparadores."

Recientemente se había iniciado con gran aparato periodístico y de pasquines una nueva campaña para "una comprensión más estrecha entre los obreros y campesinos, una mayor expansión de las ideas de la ciudad por todo el país". A este movimiento se le llamaba, para que todos pudiesen entender su significación, "Unión de las ciudades con los pueblos". La "Casa del Campesino" se dedicaba a esta unión. Se veían allí pasquines representando obreros y campesinos que se estrechaban la mano, o un obrero y una campesina, o un campesino y una obrera, bancos de taller y arados, chimeneas de fábrica y campos de trigo. "Nuestro porvenir está en la unión de las ciudades con los pueblos." "Camaradas, reforzad la unión." "Camaradas, colaborad a la unión." "Camaradas, ¿qué habéis hecho por la unión? "

Los pasquines subían como espuma desde la puerta de entrada hasta las oficinas, llenando todas las paredes de la escalera. En las oficinas había columnas de mármol esculpido alternando con una valla de madera basta; escritorios, cedularios, retratos de jefes del proletariado y una máquina de escribir; había la camarada Bitiuk, directora, y cinco empleados, entre los cuales estaba Kira.

La camarada Bitiuk era una mujer alta y flaca, de pelo gris y ademanes militares, con una simpatía extraordinaria por el Gobierno soviético. La principal finalidad de su vida era poner en evidencia lo profundo de esta simpatía, a pesar de que había estudiado en un buen colegio de señoritas y de que llevaba en el pecho un reloj pasado de moda, colgando de una cadena de plata oxidada. Los otros cuatro empleados eran: una muchacha alta, con una larga nariz y una chaqueta de cuero, miembro del Partido y que tenía el poder de hacer estremecer a la camarada Bitiuk cada vez que le dirigía la palabra, y era plenamente consciente de semejante poder; un joven de feo cutis, que no era todavía miembro del Partido, pero que había presentado la solicitud de ingreso y no dejaba perder ocasión de recordarlo; luego había dos muchachas que trabajaban sin ningún ahínco, únicamente para justificar su sueldo: Nina y Tina. Nina llevaba unos auriculares y estaba encargada de contestar al teléfono. Tina se empolvaba la nariz y escribía a máquina. Una costumbre salida de quién sabe dónde y extendida por todo el país, una costumbre que ni aun el Partido lograba frenar y a la que no podía oponerse, de la que nadie era responsable y que por lo mismo no se podía castigar, era la de llamar "soviéticas" a todas las cosas que no marchaban bien. Había "cerillas soviéticas" que no se encendían, "pañuelos soviéticos" que se rasgaban al primer día, "zapatos soviéticos" con suela de cartón. A las jóvenes como Nina y Tina se las llamaba "muchachas soviéticas".

En la "Casa del Campesino" había muchos pisos y muchas oficinas. Muchos pies atravesaban continuamente los corredores, en un continuo rumor de actividad. Kira no supo nunca en qué consistía esta actividad, ni quién trabajaba en el edificio, fuera de su oficina, y aparte del imponente camarada Voronov a quien había visto una vez, el primer día, cuando se había presentado a trabajar.

Como la camarada Bitiuk se lo estaba recordando continuamente, la "Casa del Campesino" era el corazón de una red gigantesca cuyas venas transmitían los rayos benéficos de la cultura proletaria a los rincones más oscuros de los pueblos más lejanos. Representaba los brazos amorosos de la ciudad, abiertos para dar la bienvenida a todos los delegados de los pueblos y, en general, a todos los camaradas que desde sus campos iban a la capital. Allí estaba, como un guía y un intérprete, devoto sirviente de todos ellos para todo cuanto necesitasen en el orden cultural y espiritual.

Desde su mesa, Kira observaba a la camarada Bitiuk que hablaba efusivamente por teléfono:

"Sí, sí, camarada, todo está listo. A la una los camaradas campesinos de la delegación siberiana visitarán el Museo de la Re volución… La historia de nuestra revolución desde los primeros días… una lección fácilmente comprensible de historia del proletariado… en dos horas… de gran utilidad… y disponemos también de un guía especial… A las tres los campesinos visitarán nuestro club marxista, donde se ha preparado una conferencia especial sobre "Problemas de las ciudades y los pueblos soviéticos…" A las cinco se espera a los camaradas campesinos en un círculo de pioneros donde los muchachos celebrarán un mitin especial en su honor. A las siete los camaradas campesinos irán a la ópera; les hemos reservado dos palcos en el Marinsky, donde representan Aída."

Cuando había colgado el receptor, daba una vuelta en su silla y ordenaba en tono militar:

– Camarada Argounova, ¿tiene la solicitud de la conferencia oficial?

– No, camarada Bitiuk.

– Camarada Ivanova, ¿ha puesto usted a máquina esta solicitud?

– ¿Qué solicitud, camarada Bit…?

– La solicitud de una conferencia especial para la delegación de los camaradas campesinos de Siberia.

– Pero usted no me ha dicho que pusiera a máquina ninguna solicitud, camarada Bitiuk.

– Se la dejé sobre su mesa, escrita a mano por mí misma. -¡Ah, sí, claro está! ¿Es ésta? La vi, pero no sabía que tuviera que copiarla a máquina, camarada Bitiuk. Y la cinta de la máquina está rota.

– Camarada Argounova, ¿tiene usted la petición aprobada de una cinta nueva para la máquina de escribir de la camarada Ivanova?

– No, camarada Bitiuk.

– ¿Pues dónde está? -En la oficina del camarada Voronov.

– ¿Y qué hace allí?

– El camarada Voronov no la ha firmado todavía.

– ¿La han firmado los otros?

– Sí, camarada Bitiuk. La han firmado el camarada Syerov, el camarada Pereverstov y la camarada Vlassova. Pero el camarada Voronov no la ha devuelto todavía.

– Hay gente que no se da cuenta de la tremenda importancia cultural de nuestro trabajo. -La camarada Bitiuk se irritaba, pero, dándose cuenta de la mirada fría y suspicaz de la muchacha de la chaqueta de cuero al oír su crítica de un alto funcionario, se apresuraba a corregirse.

– Lo decía por usted, camarada Argounova. No demuestra usted bastante interés por su trabajo ni por la conciencia proletaria. Ocúpese usted de que se firme esta petición.

– Sí, camarada Bitiuk.

Durante horas y horas, flaca y pálida bajo su descolorido abrigo viejo, Kira registraba documentos escritos a mano, documentos escritos a máquina, certificados, informes, cuentas, demandas que debían registrarse donde nadie volvía a verlas jamás; contaba libros, columnas de libros, montañas de libros acabados de imprimir que le manchaban los dedos de tinta, libros de cubiertas de papel blanco y rojo que había que enviar a las organizaciones de campesinos de todo el país. Lo que tenéis que hacer por la unión, El campesino rojo, El taller y el arado, El abecé del comunismo, El camarada Lenin y el camarada Marx.

Abundaban las llamadas telefónicas, la gente que entraba y salía y a la que había que tratar de "camarada" o "ciudadano", había que repetir innumerables veces, mecánicamente, como un gramófono a toda prueba, imitando las inflexiones de voz entusiásticas de la camarada Bitiuk: "De este modo, camarada, se contribuye a la unión y al progreso del proletariado."

A veces iba en persona a la oficina algún camarada campesino. Se quedaba detrás de la valla, estrujando tímidamente la gorra de piel en una mano y rascándose la cabeza con la otra. Iba asintiendo lentamente con la cabeza, sin comprender una palabra, y sus ojos atónitos no se apartaban de Kira, que le decía:

– … y hemos combinado una visita al Palacio de Invierno, para los camaradas de vuestra delegación; así verán cómo vivía el zar… una lección visual, sobre la tiranía de clase…

El campesino murmuraba en su rubia barba:

– Así, eso de la escasez de trigo…

– Luego, después de la visita hemos organizado una conferencia sobre La destrucción del capitalismo…

Cuando el camarada campesino se marchaba, Nina y Tina daban una vuelta, con cautela, por donde él había estado, inspeccionando la barandilla de hierro. Una vez Kira vio a Nina que aplastaba algo con la uña del pulgar.

Aquella mañana, Kira estaba preocupada. Mientras subía a su oficina se había fijado en el Diario Mural del rellano. La "Casa del Campesino", como todas las demás instituciones, tenía su diario mural, al que colaboraban los empleados y que publicaba la célula comunista local; todas las semanas salía un número nuevo, que se pegaba en algún sitio a propósito para que todos los camaradas pudiesen verlo. Los diarios murales debían estimular el espíritu social y la conciencia de la actividad colectiva: estaban dedicados a las "Noticias locales de importancia social y a la crítica proletaria constructiva".

El diario mural de la "Casa del Campesino" era un metro cuadrado de tiras de papel impreso, pegadas a una tabla oscura, con los títulos en mayúsculas a mano, de color rojo y azul. Había un artículo de fondo sobre "lo que cada uno de nosotros, cama-radas, debe hacer por la unión", un artículo humorístico sobre "cómo atravesaremos de parte a parte el vientre del extranjero imperialista", había el poema Ritmo de trabajo, de un poeta de la casa, una caricatura de un artista de la casa que representaba a un hombre gordo con chistera, sentado en el retrete y había muchas notas de crítica proletaria constructiva.

"La camarada Chernova lleva medias de seda. Ya es hora de que recuerdes que este alarde de lujo es antiproletario, camarada Chernova."

"Un camarada que ocupa una elevada posición ha permitido últimamente que su posición se le subiera a la cabeza. Se sabe que se ha mostrado brusco y rudo con dos jóvenes miembros del Komsomol. Esto es una advertencia, camarada. Muchas cabezas mejores que la tuya han caído en alguna reducción de personal."

"El camarada E. Ovsov charla demasiado cuando se le interroga sobre cosas de su oficina. Esto trae consigo la pérdida de un tiempo precioso y está en completa contradicción con el espíritu de eficiencia proletaria."

"Cierto camarada, que muchos reconocerán por esta nota, se olvida de apagar la luz cuando sale del retrete. La electricidad, camarada, cuesta cara al Estado soviético."

"Se nos dice que la camarada Argounova carece de espíritu social. Ya pasaron los tiempos de las arrogantes actitudes burguesas, camarada Argounova."

Kira se quedó inmóvil; oía los latidos de su corazón. Nadie se atrevía a no hacer caso del poderoso dedo acusador del diario mural. Todo el mundo se fijaba en él, algo nerviosamente; todo el mundo se inclinaba ante su veredicto, desde Nina y Tina hasta el propio camarada Voronov. El diario mural era la voz de la actividad social. Nadie, ni siquiera Andrei Taganov, podía salvar a quienes eran tachados de "elementos antisociales". Se había hablado de reducción del personal. Kira sintió frío en el espinazo. Pensó que el día antes, Leo sólo había comido mijo; se acordó de la tos de Leo.

Sentada en su escritorio, observaba a los demás ocupantes de la sala, preguntándose si serían ellos quienes la habrían denunciado y por qué. ¡Andaba con tanto cuidado! No había pronunciado ni una sola palabra de crítica contra los soviets. En su trabajo se había mostrado tan lealmente entusiasta como la propia cama-rada Bitiuk, por lo menos en cuanto había podido imitar a ésta. Había procurado no discutir jamás, no contestar nunca con brusquedad, no enemistarse con nadie. Sus dedos iban contando rápidamente los volúmenes de Carlos Marx, mientras se preguntaba desesperada:

– ¿Seguiré siendo distinta? ¿Todavía soy distinta de ellos? ¿Cómo lo saben? ¿Qué habré hecho? ¿Qué habré olvidado hacer?

Cuando la camarada Bitiuk salía de la oficina -cosa que sucedía a menudo -el trabajo cesaba; todas las muchachas se agrupaban alrededor del escritorio de Tina. Con gran interés, se hablaba de cooperativas que daban el mejor algodón estampado o que tenían las camisas mejor hechas; se hablaba del comerciante privado que vendía en el mercado unas medias de algodón que parecían de seda, de tan finas que eran; se hablaba de amores, especialmente de los amores de Tina. Esta pasaba por ser la más bonita de la oficina y la que mayores éxitos cosechaba entre los hombres. Nadie había visto jamás su naricita sin empolvar, y se sospechaba que se ennegrecía las pestañas; se habían visto diferentes veces figuras masculinas que la aguardaban a su salida de la oficina para acompañarla a casa. La muchacha de la chaqueta de cuero, en su calidad de miembro del Partido, era el arbitro indiscutible y la autoridad suprema en todas las discusiones, pero en cuanto se refería a aventuras era Tina quien se llevaba el primer puesto. La camarada de la chaqueta de piel escuchaba con una sonrisa de superioridad y de condescendencia que apenas lograba encubrir su ardiente curiosidad a Tina que, casi sin aliento, susurraba: -… y Minka toca la campanilla, y conmigo estaba Ivashka, desnudo, y oigo a Elena Maximovna que dice: "Es una visita para ti, Tina, y antes de que yo hubiera podido contestar, he aquí que entra Mishka… e Ivashka en camisa… hubierais tenido que ver la cara que puso Mishka. Palabra de honor: era mejor que una comedia. Yo reflexiono un momento y le digo: "Querido Mishka, es Iván, el vecino. Vive con Elena Maximovna; se ha encontrado mal y vino a por una tableta de aspirina." Hubieras tenido que ver la cara de Ivashka. Y Elena Maximovna dice: "Es verdad: vive conmigo. Anda, vuelve a mi habitación, querido." ¿Y queréis creer que aquel chinchoso de Ivashka no fue bueno para decir ni una palabra?

El joven candidato al Partido no intervenía en estas conversaciones, sino que permanecía modestamente en su escritorio, escuchando atento y diciendo de vez en cuando:

– Me atrevería a decir, camaradas, que estáis hablando unas cosas que un ciudadano serio, candidato al Partido, no debería ni siquiera escuchar.

Las muchachas sonreían, lisonjeadas, y le recompensaban con una mirada amistosa.

Kira no se movía de su escritorio y continuaba su trabajo sin escuchar; no hablaba más que por razones del servicio, y si alguna vez le llegaban miradas, no eran ciertamente amistosas.

Kira, al leer el diario mural, pensó con cierto terror que tal vez ésta era la razón de la modestia de sus compañeros, que veían en su reserva una arrogante actitud burguesa. Kira necesitaba su empleo. Leo lo necesitaba también y había que conservarlo a toda costa.

Se levantó y se acercó con aire indiferente al escritorio de Tina.

El grupo notó su presencia con alguna fría mirada de sorpresa, y siguió murmurando. Kira aguardó una pausa y dijo de pronto, con desenfado, intentando dar a su voz profunda e incierta el artificial entusiasmo que había aprendido a fingir:

– Ayer me sucedió una cosa muy curiosa. Mi amigo riñó conmigo porque… porque me vio llegar a casa con otro… armó un escándalo terrible… Yo le dije que estas pretensiones de propiedad eran una vieja costumbre… pero él… no se dejó convencer de ningún modo…

Sentía que la camisa se le pegaba al cuerpo, entre los omoplatos. Se esforzó en dar a su voz una entonación voluble y alegre como la de Tina; probó a creer en el cuento que estaba inventando; pero no podía avenirse a imaginar a este fantástico amigo que quería hacer brillar a los ojos de aquellos animales de presa con la figura de Leo desnudo, como un dios, tal como Irina le había dibujado una vez.

– … siguió chillando terriblemente, de una manera que daba miedo.

– i Oh, uh! -dijo Nina.

La muchacha de la chaqueta de cuero no dijo ni una palabra.

– He visto que en el mercado Kouznetzky -dijo Tina- venden rojo para los labios, ese nuevo rojo soviético del Trust de Cosméticos. Y lo venden barato. Lo único que pasa es que dicen que su uso es peligroso. Lo fabrican con grasa de caballo, de caballos muertos del muermo.

A las doce y media la oficina se cerraba para el almuerzo; a las doce y veinticinco la camarada Bitiuk dijo:

– Una vez más, camaradas, tengo que recordarles que a la una y media, en vez de volver a la oficina, tienen ustedes que ir al Instituto Smolny para tomar parte en la manifestación que todos los obreros de Petrogrado han organizado en honor de los delegados de los Sindicatos ingleses. Esta tarde no habrá oficina.

Kira pasó la hora del almuerzo haciendo cola en la cooperativa donde tenían que darle el pan a que le daba derecho su calidad de empleada. Estaba indiferente, extraña a todo cuanto sucedía a su alrededor. Los rizos que escapaban de su viejo sombrero eran blancos de escarcha. Pensó que en algún sitio, lejos de todas estas cosas que no le interesaban, estaba su vida y estaba Leo. Cerró los ojos, mirando perezosamente a través de sus párpados semicerrados por el poso de la escarcha que se había posado sobre sus pestañas.

Había traído su almuerzo: un pedazo de pescado salado envuelto en un papel. Lo comió únicamente porque sabía que tenía que comer. Cuando le dieron el pan -dos libras de pan moreno que todavía estaba blando- aspiró su cálido olor con una sensación de alivio y arrancó lentamente un pedazo de corteza; el resto, que se llevó estrechándolo fuerte bajo el brazo, era para Leo. Corriendo, logró alcanzar el tranvía para ir al Instituto Smolny, en el otro extremo de la ciudad, para participar en la manifestación de todos los obreros de Petrogrado en honor de la delegación de los Sindicatos ingleses.

La Nevsky parecía un sólido tapiz de cabezas quietas encima de una enorme correa que rodase poco a poco, llevándolas hacia adelante; parecía que las pancartas rojas, hinchadas como velas sobre los dos mástiles que las sostenían a uno y otro lado, flotase majestuosamente sobre todas aquellas cabezas tocadas con gorras o boinas. Un sordo rumor llenaba las calles, de pared a pared hasta los tejados: el rumor crujiente, chirriante, pero al mismo tiempo ritmado como el de un tambor, que hace una multitud de pies andando sobre un pavimento de guijarros.

Los tranvías se detenían, los camiones aguardaban en las esquinas a que hubiera pasado la manifestación. En las ventanas se veían algunas cabezas, que miraban con indiferencia a las de abajo y desaparecían luego. Petrogrado estaba ya acostumbrado a las manifestaciones.

"Nosotros, obreros de Petrogrado, saludamos a nuestros hermanos de clase." "Bienvenidos a la tierra de los soviets, donde el trabajo es libre." "Las mujeres de las plantaciones textiles número dos están al lado del proletariado inglés en su lucha contra el imperialismo."

Kira iba entre Nina y la camarada Bitiuk. Esta, para aquella ocasión, había trocado su sombrero por un pañuelo rojo.

Kira desfilaba con energía, con los hombros hacia atrás y la cabeza erguida. Tenía que desfilar para conservar su empleo, y tenía que conservar su empleo para Leo: no traicionaba a sus ideas, por lo tanto, aunque la bandera que llevaban a su lado Tina y el candidato al Partido decía: "Nosotros, los camaradas soviéticos, nos unimos todos para saludar a nuestros hermanos de clase ingleses ".

Kira había perdido la sensibilidad en los pies, pero sabía que andaba porque se veía avanzar con los demás. Sus manos parecían estar enfundadas en guantes llenos de agua hirviendo. Tenía que andar y andaba.

En un punto del largo cortejo que se desenroscaba como una serpiente, poco a poco, a lo largo de la Nevsky, una voz ronca y fuerte inició La Internacional. Otras voces se le unieron y el canto, en roncas oleadas discordantes, se propagó a lo largo de la interminable columna de pechos cansados, oprimidos por el hielo.

En la Plaza de Palacio, modernamente bautizada Plaza de Uritzki, se había erigido un anfiteatro de madera. Contra las paredes rojas y las ventanas, que parecían espejos, del Palacio de Invierno, en el estrado de madera recubierta de paño rojo, estaba la delegación de los Sindicatos ingleses. Los obreros de Petrogrado desfilaban lentamente ante ella. Los hermanos de clase inglesa permanecían muy erguidos, algo rígidos, algo envarados y algo atónitos.

Los ojos de Kira no vieion más que a una persona: la delegada de los Sindicatos ingleses. Era alta y delgada, no joven, y tenía el aspecto cansado de una maestra de escuela. Pero llevaba un oscuro abrigo sastre, y aquel abrigo gritaba más fuerte que los hurras de la multitud, más fuerte que La Internacional , que era un abrigo "extranjero", bien cortado en rico paño de profundos pliegues; no denunciaba con sus gemidos, como los abrigos de los vecinos de Kira, la miseria de los músculos que había debajo de él. La camarada inglesa llevaba medias de seda, de un hermoso color pardo, muy tirantes, y sus pies calzaban unos zapatos oscuros de excelente confección, nuevos, lustrosos.

Y de pronto Kira sintió el deseo de chillar, de arrojarse contra el estrado, de coger aquellas piernas delgadas y relucientes, de agarrarse a ellas con los dientes, como a una ancla, para que la llevasen a otro mundo, a cualquier parte donde no llegase el eco de aquella hora que la rodeaba. Pero se limitó a tambalearse un poco y a cerrar los ojos.

El desfile se detuvo, taconeando para calentarse mientras escuchaba los discursos. Se pronunciaron muchos. La camarada inglesa delegada de los Sindicatos habló y un ronco intérprete repitió a gritos sus palabras a la multitud que se agolpaba en la plaza roja y caqui.

– El espectáculo que presenciamos es conmovedor. Los obreros ingleses nos han enviado para que viéramos y dijéramos la verdad del gran experimento que estáis llevando a cabo. Les diremos que hemos visto las grandes masas de los obreros rusos en una libre y magnífica expresión de lealtad hacia el Gobierno soviético.

En un momento de locura, se le ocurrió a Kira hender la muchedumbre, correr hacia aquella mujer y decirle a ella, a los obreros ingleses y al mundo entero la verdad que buscaban. Pero se acordó de Leo que estaba en casa pálido y blanco como la nieve, y que tosía.

A las cinco era ya de noche. Un coche reluciente se llevó a los delegados y la manifestación se disolvió. Kira tenía tiempo para asistir a una clase en el Instituto.

El aula, aunque fría y mal iluminada, daba una sensación de repuso y de comodidad, con sus mapas, sus dibujos y sus grabados en los paredes, sus bancos y su techo envigado.

Durante una breve hora, a pesar de que su estómago sentía las torturas del hambre, Kira logró acordarse de que un día tenía que llegar a ser ingeniero y construir puentes de aluminio y torres de hierro y cristales… y de que tenía un porvenir. Mientras corría por los pasillos, después de la clase, se encontró con la camarada Sonia.

– ¡Hola, camarada Argounova! -dijo ésta- ¡cuánto tiempo sin verla por aquí! Descuida usted algo sus estudios, ¿no es verdad? Y por lo que se refiere a actividades sociales, es usted la estudiante más individualista.

– Yo… -empezó a decir Kira.

– No me importa, ya lo sé, camarada Argounova. Pero estaba pensando en las cosas que estos días se dicen sobre la decisión que el Partido podría tomar con los estudiantes que conserven su mentalidad especial… Usted no piensa en ello.

– Y… ¿ve usted…? -Kira comprendió que valía más dar explicaciones- yo trabajo, y llevo una gran actividad social en nuestro círculo Carlos Marx.

– ¿Ah, sí? ¡Ya os conocemos, a vosotros los burgueses! ¡Toda vuestra actividad es para conservar miserables empleos! No engañáis a nadie.

Cuando Kira entró, Marisha saltó como un resorte.

– Ciudadana Argounova, guárdese en casa a su gato o le retuerzo el pescuezo a ese maldito animal.

– ¿Mi gato? ¿Qué gato? No tengo gatos, yo. -¿Quién ha hecho esto, pues? ¿Su amigo?

Marisha mostraba un charco oscuro en medio de la estancia.

– ¿Y esto qué es? ¿Un elefante? -se enfurecía Marisha mientras por debajo de una silla asomaba un maullido y un par de orejas grises y peludas.

– No es mío -dijo Kira.

– ¿De dónde viene, entonces?

– ¿Qué sé yo?

– Usted nunca sabe nada.

Kira, sin contestar, entró en su cuarto. Oyó a Marisha que golpeaba el tabique que la separaba de los otros inquilinos y gritaba:

– ¡Eh, ustedes! Llévense su maldito gato o le abro en canal y le denuncio al Upravdom.

Leo no estaba en casa. La habitación estaba oscura y fría como un sótano. Kira encendió la luz. La cama no había sido hecha, la sábana se arrastraba por el suelo. Encendió la bourgeoise soplando sobre la leña húmeda mientras el humo hinchaba sus ojos. Los tubos perdían. Kira colgó una lata a la tubería para recoger el hollín, e intentó encender el "Primus". Este no quería encenderse: los tubos estaban obturados. Kira buscó por toda la habitación la baqueta para limpiarlos, pero no logró dar con ella. Golpeó la puerta.

– Ciudadana Lavrova, ¿ha vuelto usted a llevarse mi baqueta para limpiar el" Primus"?

La otra no le contestó; Kira abrió la puerta. -Ciudadana Lavrova; ¿tiene usted mi baqueta?

– ¡Vayase al diablo! -dijo Marisha-. ¡Qué avara es usted de su baqueta! Ahí la tiene.

– ¿Cuántas veces tengo que pedirle, ciudadana Lavrova, que no toque mis cosas mientras yo estoy fuera?

– ¿Y qué le va usted a hacer? ¿Va a denunciarme por ello?

Kira se llevó la baqueta y cerró de un portazo. Estaba pelando patatas cuando Leo volvió a casa.

– ¡ Ah! ¿ya estás en casa? -preguntó.

– Sí. ¿Dónde estuviste, Leo?

– ¿Te importa saberlo?

Kira no contestó. Los hombros de Leo se encorvaban, sus labios estaban azulados.

Kira ya sabía adonde había ido y sabía que no había obtenido lo que buscaba.

Siguió pelando patatas. Leo estaba de pie, con las manos tendidas hacia la bourgeoise, y los labios contraídos por el dolor. Tosió. Luego se volvió bruscamente y preguntó:

– Siempre es igual, ¿sabes? Desde las ocho de la mañana. Ninguna esperanza, ningún empleo, ningún trabajo.

– No importa, Leo, no te preocupes.

– ¿No, eh? Te divierte, ¿no es verdad?, verme vivir a tu costa. ¿Te alegra poder decirme que no tengo por qué preocuparme, mientras tú te revientas como una mártir hasta parecer un espantajo?

– ¡Leo!

– ¡Pues sí! ¡No quiero verte trabajar, no quiero verte cocinar! ¡No quiero! ¡Oh, Kira!

Se le acercó y le puso una mano sobre los hombros y escondió el rostro junto al, de ella.

– ¿Me perdonas, Kira?

Kira le acarició los cabellos con la mejilla, porque tenía las manos sucias de pelar patatas.

– Claro, querido… Pero ¿por qué no te sientas, por qué no descansas un poco? Dentro de un momento estará la cena.

– ¿Por qué no quieres que te ayude?

– ¡Oh, hace ya tanto tiempo que no se habla de eso!

Leo se inclinó sobre ella y le levantó la barbilla.

Ella susurró estremeciéndose ligeramente:

– No, Leo, no me beses, aquí. Y tendió hacia el "Primus" sus manos sucias.

Leo no la besó. Una amarga sonrisa de comprensión asomó en la comisura de sus labios; se fue hacia la cama y se tendió. Estaba quieto, con la cabeza hacia atrás, un brazo colgando de de la dama, en forma tal que Kira se sintió turbada. De vez en cuando le llamaba en voz baja: "¡Leo!", sólo para verle abrir los ojos. Luego se arrepentía de haberlo llamado: hubiera preferido no ver aquellos ojos abiertos que la miraban de hito en hito, a ella, que en otro tiempo había cerrado con tanto cuidado la puerta para que Leo no pudiera verla cocinando. Y ahora estaba junto a él, inclinada sobre el "Primus", en una atmósfera de petróleo y de cebolla, con las manos sucias; los cabellos caídos a mechones lacios sobre una nariz sin empolvar, y el cuerpo abandonado debajo de un delantal sucio que no había tenido tiempo para lavar, y los movimientos pesados, perezosos, en una relajación de todos sus miembros cansados más allá de toda su fuerza de voluntad para disimularlo.

Como cena tenían mijo, y patatas y cebollas fritas en aceite de linaza. Kira estaba muerta de hambre, pero no logró probar el mijo. Sintió una repulsión súbita, invencible, tan grande que se hubiera muerto de hambre antes de tragarse una cucharada de aquella especie de barro amargo que, en aquel momento, le parecía que era lo único que había estado comiendo durante toda su vida. Se preguntó incrédula si había algún lugar en el mundo donde se pudiera comer sin sentir asco a cada bocado, un lugar donde los huevos, la mantequilla y el azúcar no fueran un sublime ideal siempre soñado y no logrado jamás.

Lavó los platos en agua fría, en la que flotaba la grasa; luego se puso otra vez las botas de fieltro.

– Tengo que salir, Leo -dijo con resignación-, esta noche tenemos Círculo Marxista. Actividad social, ¿sabes? Leo no contestó, ni la miró salir.


El Círculo Marxista celebraba sus reuniones en la biblioteca de la "Casa del Campesino". La biblioteca era una habitación como las demás, con la única diferencia de que en ella había más pasquines y menos libros, pero éstos, en lugar de amontonarse en altas columnas, prontos para los envíos, estaban dispuestos en estanterías.

La muchacha de la chaqueta de cuero era la presidente del Círculo, y los empleados de la "Casa del Campesino" eran todos miembros. El Círculo estaba dedicado a la "educación política individual" y al estudio de la "filosofía histórica revolucionaria". Las reuniones tenían lugar dos veces por semana; uno de los socios leía el trabajo que había preparado y los demás lo discutían. Le tocaba el turno a Kira, que leyó un trabajo sobre Marxismo y leninismo.

"El leninismo es el marxismo adaptado a la realidad rusa. Carlos Marx, el gran fundador del comunismo, creía que el socialismo debía ser la consecuencia lógica del capitalismo en un país intensamente industrial y cuyo proletariado tuviera una profunda conciencia de clase. Pero nuestro gran jefe, el camarada Lenin, demostró que…"

Había copiado el trabajo, cambiando sólo algunas palabras, de El abecé del comunismo, un libro cuyo estudio era obligatorio en todas las escuelas de la República. Sabía que sus compañeros lo habían leído, y que asimismo habían leído varias veces ia exposi ción de su tesis en todos los artículos de fondo de todos los diarios, durante los últimos seis años. Estaban sentados a su alrededor, algo encorvados, con las piernas muellemente tendidas, tintando en sus ligeros abrigos. Sabía que todos estaban allí por la misma razón. La muchacha de la chaqueta de cuero presidía bostezando.

Cuando Kira terminó, algunas manos aplaudieron débilmente. -¿Alguien desea hacer algún comentario? -preguntó la presidente.

Una joven de cara redonda y ojos tristes dijo, balbuciendo ligeramente y esforzándose en demostrar un gran interés: -Creo que es una hermosa tesis, muy instructiva y de gran valor, que expone con gran claridad una nueva teoría muy interesante.

Un joven de aspecto intelectual y tuberculoso, con lentes sobre sus párpados azulados, dijo en tono doctoral: -Yo quisiera observar, camarada Argounova, que cuando dice que el camarada Lenin situó a los campesinos junto a los obreros industriales en su esquema del comunismo, debería usted especificar que se trata de los campesinos "pobres", no de campesinos cualesquiera, porque todos sabemos que en los pueblos hay campesinos ricos, hostiles al leninismo.

Kira sabía que tenía que discutir y defender su tesis; sabía que el joven tísico tenía que discutir para demostrar su actividad, sabía que la discusión le interesaba tan poco a él como a ella misma; que sus párpados eran azulados por no haber dormido bastante y que se estrechaba nerviosamente las manos sin atreverse a mirar la hora en su reloj de pulsera ni a dejar vagar su pensamiento hacia su casa y las preocupaciones que en ella le estaban aguardando. Dijo cansadamente.

– Cuando hablo de los campesinos que están junto a los obreros en la teoría del camarada Lenin, debe sobreentenderse que se trata de los campesinos pobres, porque los otros no tienen sitio en el comunismo.

– De acuerdo -dijo el joven, soñoliento-, pero repito que sería mejor decir "campesinos pobres". La presidente concluyó:

– Estamos de acuerdo con el último orador. Debe corregirse la tesis y poner "campesinos pobres". ¿Hay alguna otra observación que hacer, camaradas? No hubo que hacer ninguna observación.

– Tenemos que dar las gracias a la camarada Argounova por su interesante trabajo -dijo la presidente-. Nuestra próxima reunión se dedicará a una tesis del camarada Lekov sobre "Marxismo y colectivismo". Se levanta la sesión.

En un momento todos se precipitaron fuera de la sala, en medio de un gran ruido de sillas, y corrieron por la oscura escalera abajo, hacia la calle oscura. Aquella noche, o por lo menos lo que quedaba de ella, les pertenecía.

Kira andaba de prisa, escuchando sus pasos. Los escuchaba mecánicamente, sin pensar en ello. Ahora hubiera podido pensar.

Pero después de tantas horas de un esfuerzo tan tremendo para evitar precisamente el pensar, para acordarse únicamente de que no debía pensar, le parecía que su pensamiento tardase en volver: sólo sabía que se oían sus pasos, rápidos, firmes, precisos, hasta que su fuerza subió como una esperanza a informar su cuerpo, su corazón, sus sienes en las que sentía el martilleo de su sangre. Echó la cabeza hacia atrás, como si descansase, tendida de espaldas, bajo un cielo puro y negro; las estrellas, que parecían estar junto a su frente, y los tejados cubiertos de nítida nieve bajo la helada luz estelar parecían las cumbres de blancas montañas vírgenes. Luego siguió adelante con los habituales movimientos del cuerpo de Kira Argounova y se murmuró a sí misma, como había hecho a menudo durante los dos últimos meses: -Es la guerra. No vas a caerte, ¿verdad, Kira? Mientras no te caigas no hay peligro. Eres un soldado, Kira, y no debes rendirte. Y cuanto más difícil sea, más contenta estarás de haber resistido. Es así. Cuanto más difícil, más contenta estarás. Es la guerra, y tú eres un soldado valiente, Kira Argounova.

Cuando Leo la abrazó y murmuró entre sus cabellos: -¡Oh, sí!, Kira, esta noche, por favor…, -Kira sintió que no podía negarse por más tiempo. Su cuerpo, que súbitamente se sentía rendido de cansancio, no quería más que dormir. La horrorizaba aquel abandono inanimado y de mala gana. Leo estrechaba contra su cuerpo el de ella, y su piel era tibia y suave bajo la fría sábana. Kira cerró los ojos.

– ¿Qué tienes, Kira?

Kira sonrió, recogiendo sus últimas fuerzas, junto al cuello de Leo, entre sus brazos que la estrechaban. Los brazos cayeron y una mano resbaló, mórbida y débil, cerrada en un puño pequeño sobre el cobertor. Kira se esforzaba en mantener los ojos abiertos. Le amaba, le deseaba, quería desearle, se lo estaba diciendo casi a gritos; Leo tocaba su cuerpo, pero ella estaba pensando en cómo sus compañeros habrían juzgado su tesis; pensaba en Tina y en la muchacha de la chaqueta de cuero, en la probable reducción de personal. La sobrecogió una súbita repulsión por aquellos labios ávidos, porque en ella sentía algo, suyo o que la rodeaba de cerca, que era indigno de él. Pero todavía podía mantenerse despierta por un momento; puso su cuerpo en tensión como para una prueba difícil, mientras todos sus pensamientos de amor se reducían a una prisa torturadora…

Era más de medianoche y Kira no sabía si había dormido o no. Leo respiraba con dificultad en la almohada a su lado, y su frente estaba empapada de sudor frío. En la confusión de su mente sólo se destacaba claramente una idea: se acordaba de su delantal. Aquel delantal estaba sucio, indecente: no podía permitir que Leo se lo volviese a ver puesto una vez más. No, ni una sola vez.

Saltó de la cama y se puso el abrigo encima del camisón. Hacía demasiado frío y ella estaba demasiado cansada para vestirse. Fue al cuarto de baño y puso en el suelo una palangana llena de agua fría, se arrodilló y sumergió el delantal, el jabón y las manos en un líquido que quemaba como un ácido.

No sabía si realmente estaba despierta y lo mismo le daba; sólo sabía que las grandes manchas amarillas de la grasa no querían marcharse, y frotaba con el jabón seco, acre, amarillento, con las uñas, con los nudillos; la espuma del jabón manchaba los puños de piel de su abrigo, mientras ella permanecía en cuclillas, palpitándole el pecho contra la palangana; frotaba, y sus cabellos le caían hacia adelante en la espuma del jabón, y tenía que echárselos hacia atrás con una mano húmeda y resbaladiza; frotaba, detrás de la estrecha abertura de la puerta entornada del cuarto de baño, debajo de un alto ventanal azul cubierto de hielo; frotaba con los nudillos dolientes y llagados, mientras al otro lado, en el cuarto de Marisha, alguien tocaba John Gray al piano y equivocaba una nota; frotaba con un agudo dolor en los nudillos, en los ojos, en las piernas y en la espalda, con las manos rojas cubiertas de espuma de jabón oscuro y grasienta.


Estuvieron muchos meses ahorrando hasta que un sábado por la noche se pudieron comprar dos entradas para ir a ver Bayadera, el último éxito de Viena, Berlín y París. Estaban sentados muy erguidos, tiesos, reverentes, como si estuvieran en una función religiosa. Kira algo más pálida que de costumbre en su traje de seda gris, y Leo esforzándose por no toser; y uno y otro escuchaban con atención la frivola opereta que venía del extranjero.

Era un alegre absurdo. Como si una mirada, atravesando la nieve y las banderas, penetrase a través de la frontera hasta el corazón de un mundo distinto. Había luces de colores y relucientes lentejuelas, copas de cristal y un auténtico bar extranjero con un arco de vidrio opaco en el que una luz se movía lentamente precediendo a cada una de las personas que entraban. Había un auténtico ascensor extranjero; mujeres en deslumbrantes trajes de seda que venían de países en que existía la moda, y gente que bailaba una curiosa y absurda danza llamada "shimmy", y una mujer que no cantaba sino que ladraba las palabras, como si las escupiera con desprecio sobre el público, con una voz áspera que terminaba bruscamente en un áspero gemido ronco, y una música que reía, delirante, jadeante, convulsiva, sacudiendo los oídos, el pecho, la respiración, una música ebria e insolente como un desafío de una alegría chispeante, perversa y loca, una música como la de la Canción de la copa rota, una promesa que existía en algún lugar, que existía o que hubiera podido existir.

El público reía, aplaudía y volvía a reír. Y cuando se apagaron las luces, luego que el telón hubo caído por última vez en medio de las últimas sonrisas, hubo quien observó a una joven vestida de seda gris que, sentada en una fila vacía, con la cabeza entre las manos, sollozaba.

Capítulo dieciséis

Al principio fueron sólo murmullos.

Los estudiantes hablaban en grupos por los rincones oscuros, y volvían nerviosamente la cabeza cada vez que se acercaba alguien nuevo: en sus murmullos se oía la palabra "depuración".

Y en las colas ante la cooperativa o en la parada del tranvía, todo el mundo se preguntaba: " ¿Sabe usted algo de la depuración? "

A fines de semestre de invierno, en el Instituto de Tecnología y en la Universidad, lo mismo que en todos los centros de enseñanza superior, apareció un gran cartel en que se veía en grandes letras, escrita en lápiz rojo, la palabra "Depuración". El aviso ordenaba que todos los estudiantes se presentasen a la secretaría de su centro, solicitasen cuestionarios, los llenasen a la mayor brevedad, obtuvieran un certificado del Upravdom conforme era verdad su declaración y entregasen luego el cuestionario al "Comité de Depuración". Había que desembarazar las escuelas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas de todos los elementos indeseables. Aquellos alumnos que fueran juzgados "socialmente indeseables" deberían ser expulsados y no se les admitiría en otros Institutos. Por todos los ámbitos del país, los diarios proclamaban:

" La Ciencia es un arma para la lucha de clases. Las escuelas proletarias son para el proletariado. No tenemos que instruir a nuestros enemigos de clase."

Pero no faltaban quienes procurasen que estas afirmaciones no rebasasen la frontera.

Kira fue a buscar su cuestionario a la secretaría del Instituto, y Leo recogió el suyo en la de la Universidad.

Sentados en silencio, a la hora de comer, los llenaron cuidadosamente. No comieron mucho aquella noche. Cuando hubieron contestado a las preguntas del cuestionario tuvieron la impresión de que acababan de firmar la sentencia de muerte de su porvenir. Pero no se lo confesaron en voz alta, ni se atrevieron a mirarse cara a cara.

Las principales preguntas eran las siguientes: " ¿Quiénes eran sus padres? " " ¿Qué hacía su padre antes de 1917? " " ¿Qué hace su padre en la actualidad? " " ¿Qué hace su madre? " " ¿Qué hizo usted durante la guerra civil? " " ¿Es usted miembro de algún Sindicato? " " ¿Es usted miembro del Partido Comunista? " Todo intento de dar una respuesta falsa era inútil. Las respuestas eran controladas por el "Comité de Depuración" y la G. P. U. Una respuesta falsa era castigada con la detención, la prisión y otras penas hasta la muerte.

La mano de Kira temblaba un poco cuando entregó al " Comité de Depuración" un cuestionario en el que se leía: "¿Qué hacía su padre antes de 1917? -Era propietario de la fábrica de tejidos Argounov."

De lo que aguardaba a quienes resultasen expulsados, nadie decía una palabra, ni nadie se atrevía siquiera a pensarlo: se entregaban los cuestionarios al Comité y se aguardaba a que éste llamase a cada uno; la espera era silenciosa, con los nervios tensos como conductores de corriente eléctrica a gran voltaje. En los largos corredores del Instituto en que se reunía en grupos agitados la turbada muchedumbre de los estudiantes, se susurraba que lo más importante era el origen social, y que no había esperanza para quienes fueran de origen burgués; que los hijos de padres ricos, aunque en la actualidad estuvieran en la más absoluta miseria, eran considerados "enemigos de clase", y que valía la pena intentar probar, aunque fuera pagándolo con la inmortalidad del alma, un origen obrero o campesino. En los centros de enseñanza superior se veían más pañuelos rojos, más chaquetas de cuero y más cascaras de semilla de girasol que nunca, y circulaban bromas como la siguiente: "¿Mis padres? Eran una campesina y dos obreros."

La primavera había vuelto, la nieve se derretía lentamente por las aceras, y en las esquinas volvían a verse puestos de flores. Pero los jóvenes no pensaban en la primavera, y los que todavía pensaban en la primavera ya no eran jóvenes.

Kira Argounova, muy alta la cabeza, se hallaba ante el "Comité de Depuración" del Instituto de Tecnología. Entre otros miembros que ella no conocía, en el Comitó figuraban tres personas conocidas: la camarada Sonia, Pavel Syerov y Andrei Taganov. Pavel Syerov era quien generalmente hacía las preguntas. El cuestionario de Kira estaba encima de la mesa, delante de él. -¿De modo, ciudadana Argounova, que su padre era dueño de una fábrica? -Sí.

– Bien. ¿Y su madre, trabajaba antes de la Revolución?

– No.

– ¿Tenían sirvientas en casa?

– Sí.

La camarada Sonia preguntó:

– ¿Se ha inscrito usted en algún Sindicato? ¿Lo ha considerado necesario alguna vez?

– Nunca tuve oportunidad de hacerlo.

– Bien.

Andrei Taganov escuchaba. Su rostro permanecía impasible. Sus ojos fríos, impersonales, firmes, parecían no haber visto a Kira en su vida. Y de pronto, fue ella quien sintió una inexplicable compasión por él, por aquella inmovilidad suya y por lo que se ocultaba tras esta inmovilidad, a pesar de que no diera ninguna señal de ocultar nada.

Pero cuando él hizo una pregunta, de improviso a pesar de lo duro de su voz y de lo inexpresivo de su mirada, esta pregunta fue una posibilidad de salvarse.

– Pero usted ha simpatizado siempre estrechamente con el Gobierno soviético, ¿no es verdad, ciudadana Argounova?

– Sí -contestó ella con mucha dulzura.

En torno a la lámpara, ya muy entrada la noche, entre un montón de papeles, informes y documentos, se celebraba una reunión del "Comité de Depuración".

– Los patronos de fábrica eran los peores explotadores del proletariado. Peores aún que los terratenientes.

– Los más peligrosos enemigos de nuestra clase.

– Estarnos prestando un gran servicio a la causa de la revolución, y ningún sentimiento personal debe ser obstáculo para que cumplamos nuestro deber.

– Orden de Moscú: los hijos de los patronos de fábricas pertenecen a la primera categoría de individuos que hay que expulsar.

Una voz preguntó, pensando muy bien sus palabras:

– ¿No hay excepciones a esta regla, camarada Taganov?

Andrei estaba inmóvil junto a la ventana, con las manos detrás de la espalda.

– Ninguna -contestó.

Los nombres de los expulsados estaban escritos a máquina en una larga lista clavada en una tabla en la oficina del Instituto de Tecnología. Kira se lo esperaba, pero cuando leyó "Kira Argounova" en la lista, cerró los ojos, y lo volvió a leer luego como para estar más segura.

Entonces se dio cuenta de que su cartera estaba abierta; la cerró cuidadosamente, miró el agujero que había en su guante y sacó por él el dedo para ver hasta dónde llegaba, retorció un hilo descosido, como si fuera una pequeña serpiente, y luego se entretuvo en ver cómo volvía a desenroscarse.

Luego tuvo la impresión de que alguien la estaba observando. Se volvió. Andrei estaba solo, mirando por una ventana. La estaba mirando, pero no se movió para acercársele, ni dijo una palabra, ni hizo un movimiento de cabeza para saludarla. Kira sabía lo que Andrei estaba temiendo y esperando. Se acercó a él, le miró y le tendió la mano con la misma sonrisa confiada que siempre había iluminado sus jóvenes labios; pero aquellos labios, esta vez, temblaban un poco.

– No importa, Andrei. Ya sé que no pudo usted evitarlo

– Si hubiese podido, le habría dado mi puesto…

– ¡Qué le vamos a hacer! No seré ingeniero… Ya veo que no podré construir puentes de aluminio… -intentó reír-; y no se perderá nada, porque todo el mundo me ha dicho siempre que no es posible construir puentes de aluminio.

Kira observó que le costaba más sonreír a él que a ella.

– Andrei -y dijo dulcemente lo que ya sabía que él no se habría atrevido a preguntar jamás-, esto significa que no debemos volver a vernos, ¿ verdad? El le tomó una mano entre las suyas.

– No, Kira, sí…

– En fin, déme sus señas y el número de su teléfono para que pueda comunicarme con usted, ya que no hemos de volver a vernos aquí… Eramos tan buenos amigos que… ¿No es extraño? No sabía sus señas. Pero ¿quién sabe? Quizá seremos todavía mejores amigos que antes…

Cuando volvió a su casa, Leo estaba tendido en la cama y no se levantó. Sólo la miró y rió, rió secamente, de un modo absurdo.

– Expulsada, ¿no? -preguntó, apoyándose sobre un codo que temblaba y con los cabellos caídos sobre el rostro como una cortina-. No necesito que me lo digas. Lo sé. Te han echado como a un perro. A mí también. Como a dos perros. Te felicito, Kira Argounova. Mi más cordial felicitación proletaria.

– Leo, tú has… tú has bebido.

– ¡Sí! Para celebrarlo. Todos lo hemos hecho. Somos docenas y más docenas en la Universidad. Un brindis a la dictadura del proletariado… Muchos brindis a la dictadura del proletariado. No me mires así… Es una buena costumbre, esa de brindar en los nacimientos, las bodas y los funerales… ¡Bah; No hemos nacido juntos, camarada Argounova. Y no nos hemos casado, camarada Argounova. Pero todavía podemos vernos… Todavía… podemos… Kira…

Ella se había arrodillado junto a la cama y estrechaba entre sus brazos un rostro lívido, con una boca que parecía una herida convulsa, y le echaba los cabellos hacia atrás mientras le decía en voz baja:

– Leo… querido… no hagas esto… Ahora es el momento en que no deberías… Tenemos que conservar las ideas más claras que nunca… -murmuraba sin convicción-; mientras nosotros no nos demos por vencidos no hay peligro. Debes cuidarte, Leo, debes ahorrar fuerzas…

– ¿Para qué? -gritó la boca de Leo.

Kira se encontró por la calle con Vasili Ivanovitch. Le fue necesario hacer un gran esfuerzo para que su cara no manifestase lo cambiado que le vio. Desde la muerte de María Petrovna no le había visto más que una vez; pero su aspecto era muy distinto. Ahora andaba como un viejo. Sus ojos limpios y orgullosos lanzaban a todos los rostros que veían una mirada amarga llena de suspicacia, de odio y de vergüenza. Sus manos duras y nudosas se agitaban con un cierto movimiento, como los de una vieja; desde las comisuras de sus labios hasta la barba se le veían tales surcos, causados por el sufrimiento, que uno se sentía culpable de indiscreción por el mero hecho de haberse dado cuenta de ellos y de haber adivinado lo que significaban.

– Estoy contento de volver a verte, Kira, muy contento -murmuró con aire desolado y sin ánimo-. ¿Por qué no vas por casa? Estamos muy tristes. Oh… Tal vez te has enterado… y por eso no quieres venir…

Kira no se había enterado de nada. Pero una voz interior le aconsejó no preguntar de qué se trataba. Y dijo, con su más afectuosa sonrisa:

– No, tío Vasili. Tendré mucho gusto en ir a verles. ¡Sólo que he tenido tanto que hacer…! Pero esta misma noche iré. ¿De acuerdo?

No preguntó por Irina ni por Víctor, ni quiso saber si también ellos habían sido expulsados. Como después de un terremoto, todo el mundo miraba a su alrededor contando las víctimas, pero nadie se atrevía a preguntar nada.

Aquella noche después de comer fue a casa de los Dunaev; había logrado convencer a Leo de que se fuera a dormir; tenía fiebre y sus mejillas ardían, rojas como dos ascuas. Kira dejó junto a la cama un poco de té frío y le prometió no tardar en volver. Junto a la mesa sin manteles, bajo una lámpara sin pantalla, Vasili Ivanovitch estaba sentado leyendo un viejo volumen de Tchekov; Irina, despeinada, dibujaba furiosamente figuras absurdas en una gran hoja de papel. Asha dormía completamente vestida, acurrucada en un sillón, en un ángulo del comedor. Una vieja bourgeoise humeaba. Vasili Ivanovitch salió a abrir.

– Por aquí, Kira, por aquí. Cerca de la estufa. Estarás más caliente junto a la estufa. ¡Hace tanto frío fuera…!

– ¡Hola! -dijo Irina contrayendo los labios.

Nunca Kira la había visto sonreír de aquel modo.

– ¿Quieres un poco de té, Kira? ¿Té caliente? Sólo que… no nos queda sacarina…

– No, tío Vasili, muchas gracias; acabo de comer ahora mismo.

– ¡Bien! -dijo Irina-. ¿Por qué no lo dices? Expulsada, ¿no?

Kira hizo una señal afirmativa.

– ¡Bien! ¿Y por qué no lo preguntas? Ya te lo diré yo misma.

También a mí me han expulsado. Pues ¿qué te figurabas? La hija de un rico peletero proveedor de la Corte…

– ¿Y… Víctor?

– No -dijo Irina lentamente-; Víctor no ha sido expulsado.

– Me alegro, tío Vasili. Es una buena noticia, ¿no es verdad? -Kira conocía el mejor medio de contentar a su tío-. ¡Víctor es un muchacho de tanto talento! Estoy contenta de que no hayan destruido su porvenir.

– Sí -dijo amargamente Vasili Ivanovitch-; Víctor tiene mucho talento.

– Llevaba un traje de encaje blanco -dijo histéricamente Irina-, y tenía una voz verdaderamente soberbia… Oh, hablaba de la reposición de La traviata en el Mikhailovsky…

La habrás visto, naturalmente… Las viejas óperas clásicas son…

– Sí -dijo Vasili Ivanovitch-; los viejos clásicos siguen siendo los mejores. En aquellos tiempos había cultura, fe y honradez…

– Sin duda -dijo Kira, nerviosa y asombrada-; tendré que ir a ver La traviata.

– En el último acto -dijo Irina-, en el último acto… ¡Lo mismo da! -y tiró al suelo su tablero de dibujo. Asha se despertó sobresaltada y se puso de pie con los ojos muy abiertos-. También lo vasa saber un día u otro… Víctor se ha inscrito en el Partido.

Kira había cogido el libro de Tchekov… Se le cayó de las manos.

– Víctor… ¿qué dices?

– Se ha inscrito en el Partido. En el Partido Comunista. Con una estrella roja, un carnet del Partido, la cartilla de racionamiento y las manos ensangrentadas por toda la sangre que se va a verter.

– Irina, pero ¿cómo… cómo ha podido ingresar?

No se atrevía a mirar a Vasili Ivanovitch. Sabía que no tenía que hacer preguntas que hubieran sido como otros tantos puñales clavados en una herida, pero no podía resistir su curiosidad.

– Oh, parece que lo tenía proyectado desde hace tiempo. Con cuidado había ido eligiendo a sus amigos. Durante meses y meses, sin que nosotros supiéramos nada, fue candidato a la admisión. Y por fin lo admitieron, con los padrinos que había sabido escoger, bastaba con que atestiguasen su espíritu proletario, aunque su padre hubiera vendido pieles al zar.

– ¿Sabía que esto… de la depuración estaba por llegar?

– ¡Oh, no digas tonterías! No se trata de esto. Naturalmente que no lo sabía. Sus aspiraciones van más allá que a conservar su puesto en el Instituto. Mi hermano Víctor es un joven muy brillante. Cuando quiere subir sabe perfectamente cómo debe hacerlo.

– En fin -dijo Kira intentando sonreír a su tío Vasili, pero sin atreverse a mirarle-, después de todo es cosa suya. Sabe lo que quiere. Y… ¿sigue con vosotros?

– Si dependiese de mí. -Irina se interrumpió bruscamente.- Sí; todavía sigue en casa el sinvergüenza.

– Irina -dijo tristemente Vasili Ivanovitch-, es tu hermano.

Kira cambió de conversación. Pero no era fácil.

Media hora más tarde llegó Víctor. La majestad de su porte y la estrella roja en el ojal saltaban a la vista de todos.

– Hola, Víctor -dijo Kira-. Me han dicho que ahora estás hecho todo un comunista.

– He tenido el honor de que me admitiesen en el Partido Comunista -replicó él-, y quiero que se sepa que no estoy dispuesto a tolerar que se hable del Partido a la ligera.

– ¡Ah! -dijo Kira-. ¡Muy bien!

Pero cuando se despidió no vio la mano que su primo le tendía.

Al salir a acompañarla hasta la puerta, Irina le dijo, ya en el rellano de la escalera:

– Al principio creía que papá iba a echarlo de casa. Pero después de la muerte de mamá… y… ¿sabes?, con la preferencia que siempre tuvo por Víctor… Se esfuerza en comprenderle… Pero creo que esto le matará… Por amor de Dios, Kira, ven a menudo a vernos. Papá te quiere mucho.

Como no tenían porvenir, se. agarraron al presente. Había días en que Leo se pasaba horas y horas sentado con un libro en la mano sin hablar apenas a Kira, y cuando lo hacía, su sonrisa era una mueca de amargo e infinito desprecio por sí mismo, por el mundo entero, por toda la eternidad.

Una vez, Kira volvió a encontrarle ebrio, apoyado en la mesa, absorto en la contemplación de una copa rota que yacía en el suelo.

– Leo, ¿dónde has encontrado esto?

– Me lo han prestado. Nuestra querida vecina, la camarada Lavrova. Siempre tiene tanto…

– ¿Por qué lo haces, Leo?

– ¿Y por qué no he de hacerlo? ¿Por qué? ¿Quién puede decirme por qué, en este condenado mundo?

Pero había otros días en que una nueva calma iluminaba de pronto sus ojos y su sonrisa. Aguardaba el regreso de Kira y cuando ella llegaba la besaba con ternura. Podían pasar una semana sin cambiar una palabra, pero su presencia, una sola mirada, un apretón de manos bastaban para darles una impresión de seguridad, les hacía olvidar la mañana siguiente… todas las mañanas siguientes…

Cogidos del brzo, paseaban por calles silenciosas iluminadas por la tenue claridad de las noches de primavera. El cielo era como un vidrio opaco que reflejase una luz procedente del más allá. En aquella luz rara, lechosa, podían verse uno a otro y contemplar la ciudad inmóvil e insomne. El le estrechaba con fuerza el brazo, y cuando estaban solos en una calle larga, iluminada únicamente por el crepúsculo y desierta, se inclinaba para besarla. Los pasos de Kira eran seguros. Tenía todavía que enfrentarse con demasiados problemas, pero estaba segura de su cuerpo erguido y firme, de sus manos largas y pálidas, de su boca orgullosa de arrogante sonrisa que contestaba a todas las preguntas, y alguna vez sentía compasión por los seres innumerables y anónimos que a su alrededor buscaban con ansia febril una respuesta, atropellando en su búsqueda a los demás y tal vez a sí mismos. Pero a Kira no podían aplastarla; ella tenía que vencer, no podía dudar del futuro. Y el futuro era Leo.

Leo estaba muy pálido y se callaba con demasiada frecuencia. Sobre sus sienes un matiz azulado recordaba las vetas del mármol.

Tosía y padecía de sofocación. Tomaba medicinas que no le servían de nada y se negaba a visitar a un médico. Kira veía a menudo a Andrei. Había preguntado a Leo si tendría inconveniente en ello y Leo le había dicho:

– Ninguno, si es amigo tuyo. Lo único que te pido es que no lo traigas aquí. No estoy seguro de portarme cortésmente con uno de… aquéllos.

Y ella no lo llevó nunca a su casa. Le telefoneaba algún domingo, y, al hablarle, sonreía alegremente ante el auricular. -¿Nos veremos, Andrei? A las dos, en el Jardín de Verano, a la entrada de la avenida.

Se sentaban en un banco. Encima de sus cabezas las hojas de encina luchaban contra el sol mientras ellos hablaban de filosofía. De vez en cuando, Kira sonreía, dándose cuenta de que con Andrei sólo le era posible pensar y hablar de sus pensamientos. No tenían razón ninguna para verse, y no obstante se veían y se citaban para nuevas entrevistas, y ella se sentía extrañamente contenta y él se reía de su absurdo traje de verano, tan ridiculamente corto, y su risa sonaba extrañamente alegre. Una vez, Andrei la invitó a pasar con él un domingo en el campo. Kira no se había movido de la ciudad durante todo el verano. No pudo rehusar. Leo había encontrado trabajo para aquel día; machacaba piedra para una carretera en reparación. No puso ningún inconveniente al paseo de Kira.

Kira y Andrei vieron un mar tranquilo y niquelado por el sol, una playa que el viento había cubierto de leves ondulaciones, graciosas como una rubia cabellera rizada por una mano experta. Vieron enormes candelabros rojizos de pinos con sus torcidas raíces agarradas a la arena, en medio del viento, y vieron a las pinas correr a encontrarse con las conchas.

Hicieron carreras de natación, y Kira ganó, porque él no pudo cogerle los pies, que barrenaban el agua delante de él, salpicando sus ojos. Pero cuando salieron del agua y corrieron por la playa en traje de baño, sobre la arena que volaba bajo sus pies y salpicando de agua y arena a los pacíficos turistas domingueros que descansaban al sol, la victoria fue de Andrei. Y Andrei agarró a Kira y ambos rodaron por el suelo confundidos; un nudo de piernas, brazos y arena fue a dar contra la bolsa de la merienda de una matrona que se puso a chillar asustada. Por fin se desenlazaron y se sentaron el uno junto al otro, riendo a porfía. Y cuando la señora se levantó, recogió su paquete y se marchó refunfuñando sobre "esta juventud moderna tan vulgar que no sabe guardar sus amores para sí misma", se rieron aún más fuerte. Almorzaron en un destartalado restaurante campestre, y Kira habló inglés al camarero, que no comprendía una palabra, pero se inclinaba profundamente a cada momento, tartamudeando y vertiendo el agua sobre la mesa, en su afán de servir con la debida corrección, que había olvidado ya, a la primera camarada extranjera que veía. Y cuando, al marcharse, Andrei le dio el doble del precio de su comida, el hombre se inclinó hasta el suelo, convencido de que acababa de servir a dos extranjeros auténticos. Kira no ocultó su sorpresa. Andrei se rió mientras se iban.

– ¿Por qué no? Bien puedo hacer feliz a un camarero. Después de todo, gano más dinero del que necesito.

En el tren, mientras éste corría ruidosamente en medio de la noche y del humo, Andrei le preguntó:

– ¿Cuándo volveré a verla, Kira?

– Ya le telefonearé.

– No; quiero saberlo ahora mismo.

– Dentro de pocos días.

– No; quiero que fijemos un día.

– Bien; ¿pongamos el miércoles por la tarde?

– De acuerdo.

– Después del trabajo, a las cinco treinta, en el Jardín de Verano.

– Muy bien.

De vuelta a casa, encontró a Leo dormido en una silla, con las manos colgando y huellas de polvo en ellas, en el rostro empapado de sudor, en las cejas y en todo el cuerpo abandonado y fatigado. Le lavó la cara y le ayudó a desnudarse. Leo tuvo un acceso de tos.

Durante las dos noches siguientes, Leo y Kira discutieron con gran calor, pero al fin él cedió y prometió ir a ver a un médico el miércoles.

Vava Milovskaia tenía cita con Víctor el miércoles por la tarde. Pero después de comer, Víctor la llamó por teléfono para excusarse en tono impaciente; tenía algo urgente que hacer en el Instituto y no podía ir a verla. Durante las últimas semanas, tres veces había prometido encontrarse con ella, y luego, a última hora, se le habían presentado asuntos inaplazables que no le habían permitido ir. Pero a los oídos de Vava había llegado un nombre, y ella había empezado a sospechar.

Aquella tarde se vistió con esmero; ciñó su delgado talle con un cinturón de charol, se retocó levemente los labios con un nuevo carmín extranjero, se puso el brazalete extranjero de galalit negro, un sombrerito blanco, caprichosamente colocado sobre sus negros rizos, y dijo a su madre que iba a ver a Kira.

Al llegar al rellano, delante de la puerta de Kira, vaciló, y al pulsar la campanilla, su mano calzada con un guante blanco temblaba un poco.

Salió a abrirle la puerta el inquilino de al lado.

– ¿La ciudadana Argounova? Por ahí, camarada -dijo-. Tiene usted que atravesar la habitación de la Lavrova… Por esa puerta.

Resueltamente, Vava abrió la puerta sin llamar. Allí estaban juntos Víctor y Marisha, inclinados sobre el gramófono, que tocaba el Incendio de Moscú.

En la cara de Víctor asomó una cólera fría, pero Vava ni le miró siquiera. Levantó la cabeza y dijo a Marisha, en tono tan altivo y orgulloso cuanto se lo permitieron las lágrimas que trataba de contener:

– Perdón, ciudadana. Busco a la ciudadana Argounova.

Sorprendida y sin sospechar nada, Marisha le indicó la puerta del cuarto de Kira. Vava atravesó la sala con la cabeza muy erguida. Y Marisha no logró explicarse por qué Víctor se marchó con tal precipitación.

Kira no estaba, pero sí estaba Leo.

Kira había pasado un día inquieto. Leo le había prometido llamarla por teléfono a la oficina para comunicarle el diagnóstico del doctor. Pero no telefoneó, y las tres llamadas de Kira se quedaron sin respuesta.

Mientras volvía a casa se acordó de que era miércoles y tenía cita con Andrei. No podía hacerle aguardar toda la tarde. Pensó pasar por el Jardín de Verano y decirle que no podía quedarse.

Pero Andrei no estaba.

Kira miró arriba y abajo de la avenida oscura, miró entre los árboles y las sombras del jardín. Aguardó. Por dos veces, preguntó la hora al miliciano. Andrei no fue.

Cuando por fin se decidió a volver a casa, Kira había pasado una hora aguardando.

Cerraba con furia los puños, con las manos metidas en los bolsillos. No podía preocuparse por Andrei cuando tenía que pensar en Leo, en el doctor, en lo que éste habría dicho… Subió corriendo la escalera, atravesó como un rayo el cuarto de Marisha y abrió la puerta del suyo. Sobre el diván, Vava, que había dejado caer al suelo su traje blanco, estaba estrechamente abrazada a Leo, con los labios pegados a los de él.

Kira les miró seranamente, con una atónita interrogación en sus cejas levantadas.

Ellos se pusieron en pie. Leo apenas se tenía sobre sus piernas: había vuelto a beber, se tambaleaba, y a sus labios asomaba su amarga y despectiva sonrisa.

La cara de Vava era de un rojo oscuro, casi violáceo. Abrió la boca como si le faltase aire, pero de sus labios no salió ni una palabra. Luego, como nadie hablaba, prorrumpió en un grito:

– Te parece horrible, ¿no es verdad? También me lo parece a mí. ¡Es horrible, es una vileza! Pero no me importa. No me importa nada lo que hago. Ya no me importa nada. ¿Soy una cualquiera? Bueno; no soy la única. ¡Y no me importa! ¡No me importa! -y sollozando histéricamente huyó dando un portazo.

Los otros no se movieron. El sonrió sarcásticamente. -¡Adelante, habla!

– No tengo nada que decir -contestó Kira lentamente.

– Oye: vale más que te acostumbres. Incluso puedes acostumbrarte a no tenerme más. Porque no podrás tenerme, no podrás, durante mucho tiempo. -¿Qué ha dicho el doctor, Leo? El rió.

– Muchas cosas.

– ¿Qué tienes?

– Nada, absolutamente nada.

– ¡Leo!

– Nada grave -repuso él, tambaleándose-. Nada más que… la tisis.


– ¿Es usted su mujer? -preguntó el doctor. Kira vaciló; luego contestó:

– No.

– Ya comprendo -dijo el doctor. Y añadió-: Creo que tiene usted derecho a saberlo. El ciudadano Kovalensky está muy enfermo. Se trata de lo que llamamos tisis incipiente. Ahora puede detenerse. Pero dentro de pocas semanas sería demasiado tarde.

– Dentro de pocas semanas… ¿sería tísico?

– La tisis es una enfermedad muy grave, ciudadana; en la Rusia soviética es una enfermedad mortal. Hay que prevenirla a toda costa. Si se la deja empezar, luego es muy difícil detenerla.

– ¿Qué habría que hacer?

– Necesita descanso. Mucho descanso; sol, aire fresco, alimentación. Una alimentación humana. Debería pasar el invierno próximo en un sanatorio. Otro invierno en Petrogrado acabaría con él; tan seguro como si le fusilasen. Tiene usted que enviarle al Sur.

Kira no dijo nada, pero el doctor sonrió irónicamente, porque adivinaba su muda respuesta y se había dado cuenta del agujero que llevaba Kira en su zapato derecho.

– Si quiere usted a ese joven -dijo-, envíelo al Sur. Si tiene usted una posibilidad humana… o no humana… de hacerlo, hágalo.

Kira volvió a casa muy serena.

Cuando entró, Leo estaba junto a la ventana. Se volvió lentamente: su rostro estaba tan tranquilo y reflejaba una calma tal que parecía más joven. Preguntó sin inmutarse: -¿De dónde vienes, Kira? -De ver al doctor.

– Lo siento. No quería que lo supieses. -Me lo ha dicho todo.

– Siento lo de anoche, Kira; lo que ocurrió con aquella estúpida. Espero que no vas a creer que yo… -Naturalmente que no. Lo comprendo.

– Tal vez sucedió porque yo no sabía lo que hacía. Pero ahora sí lo sé. Todo parece mucho más sencillo… cuando se tiene marcado un límite… Lo que hay que hacer de momento, Kira, es no hablar de ello. El doctor te habrá dicho lo mismo que a mí… ya ves tú que no hay nada que hacer. Podemos seguir todavía juntos… por algún tiempo. Cuando la enfermedad sea contagiosa… entonces…

Ella le miraba con atención. He aquí de qué modo tomaba él su sentencia de muerte. Replicó, y su voz, al hacerlo, era dura: -No digas tonterías, Leo; tú irás al Sur.

El empleado del primer hospital del Estado que visitó le dijo: -¿Un puesto en un sanatorio de Crimea? ¿Y no es miembro del Partido? ¿Ni está sindicado? ¿Ni es funcionario público? No sabe usted lo que dice, ciudadana. En el segundo hospital, el empleado dijo:

– Tenemos centenares de inscritos que están aguardando, ciudadana. Miembros del Sindicato. Casos graves. No; no podemos ni siquiera ponerle en lista.

En el tercer hospital, el empleado se negó a recibirla. Había largas colas de gente que aguardaba, colas de espectros, de criaturas deformes, de cicatrices, de vendas, de muletas, de llagas abiertas y verdosas, de ojos inflamados, de lamentos, de gemidos, y, flotando por encima de aquella hilera de personas vivientes, el hedor de una cámara mortuoria.

Había que visitar las oficinas de los servicios médicos generales del Estado, había que pasar largas horas aguardando en pasadizos oscuros, húmedos, que olían a desinfectantes y a suciedad. Había que tratar con secretarios que olvidaban la cita que habían dado, y ayudantes que decían: "Lo siento, ciudadana. Que pase otro." Había que ver a jóvenes empleados presurosos, y a porteros que refunfuñaban: "Le digo a usted que ha salido. Ya no es hora de oficina. Tenemos que cerrar. No puede usted quedarse ahí sentada toda la noche."

Al terminar la primera quincena, Kira había aprendido de memoria, como quien aprende una oración, que si uno estaba enfermo de consunción debía estar sindicado para lograr que le enviasen a un sanatorio. Había que ver funcionarios, dar nombres, llevar cartas de recomendación, suplicar que se hiciera una excepción para su caso. Había que visitar a jefes de sindicato que escuchaban las palabras de súplica con el entrecejo fruncido, entre maravilloso e irónico.

Algunos se reían, otros se encogían de hombros, otros llamaban al secretario para que la acompañase a la puerta; encontró a uno que le dijo que podría concedérselo a cambio de una suma que ella no ganaba ni en un año.

Ella se mantenía segura, altiva, sin que le temblase la voz, sin miedo a tener que rogar. Era su misión, su objeto, su cruzada. A veces la extrañaba que las palabras "se está muriendo" significasen para ella tan poca cosa, y que las palabras "pero no es un obrero sindicado" significasen tan poca cosa para ella. No comprendía que fuera tan difícil explicarlo.

Hizo que Leo solicitase por su parte. Leo la obedeció sin discutir, sin quejarse y sin esperar nada.

Ella lo intentó todo. Preguntó a Víctor si, por medio de sus relaciones en el Partido… Pero Víctor contestó con mucho empaque: -Querida prima, quisiera que comprendieses que mi cualidad de miembro del Partido es una misión sagrada que no puede servir para ventajas de carácter personal. Se lo pidió a Marisha, que rió:

– Con todos nuestros sanatorios llenos como barriles de anchoas y con listas de personas que tendrán que aguardar hasta la próxima generación, y con camaradas obreros que están gravemente enfermos, mientras él ni siquiera lo está todavía. Ciudadana Argounova, usted no se da cuenta de la realidad. No podía dirigirse a Andrei. Andrei la había abandonado. Varias veces, desde el día en que él había faltado a la cita, Kira había preguntado a Lidia:

– ¿No ha estado aquí Andrei Taganov? ¿No tenéis ninguna carta para mí?

El primer día Lidia le contestó: -No-. Al segundo, le preguntó sonriendo de qué se trataba. -¿Algún idilio…? -Y añadió que se lo diría a Leo… a Leo, que era tan guapo…

Kira la interrumpió bruscamente:

– Déjate de tonterías, Lidia. Se trata de un asunto importante. En cuanto sepas algo, avísame en seguida

Una noche, en casa de los Dunaev, preguntó como por azar a Víctor si había visto a Andrei Taganov en el Instituto.

– Ya lo creo -dijo Víctor-. Va todos los días.

Kira se molestó. Se sintió encolerizada y extrañada. ¿Qué habría hecho? Por primera vez reflexionó acerca de su comportamiento. ¿Había hecho alguna locura durante la excursión de aquel domingo? Intentó recordar todos sus gestos, todas sus palabras. No pudo acordarse de nada. Sólo recordó que él había parecido más feliz que de ordinario. Pero terminó decidiendo poner a prueba su amistad y darle una posibilidad de explicar su conducta. Le telefoneó. Oyó la voz de la patrona que gritaba:

– ¡Camarada Taganov! -con una inflexión de voz que implicaba que él estaba en casa… Una larga pausa. Y luego la patrona volvió y preguntó-: ¿Quién es? -y antes de que terminara de pronunciar su nombre la patrona le gritó-: No está. -Y colgó el auricular. Kira colgó el suyo, y decidió olvidar a Andrei Taganov.

Tuvo que pasar un largo mes para que Kira se convenciese de que la puerta de los sanatorios del Estado estaba cerrada para Leo y de que ella no podía hacer que se le abriese.

En Crimea había también sanatorios particulares. Pero éstos costaban dinero.

Kira encontraría el dinero.

Pidió ver al camarada Voronov y le pidió un anticipo sobre su sueldo, un anticipo de seis meses, lo necesario para que Leo pudiera marchar. El camarada Voronov sonrió ligeramente y le preguntó cómo podía tener la seguridad de continuar ni siquiera un mes en su empleo.

Fue a ver al doctor Milovsky, el padre de Vava, el más rico de sus conocidos, aquel de quien se decía, no sin cierta envidia, que tenía una cuenta corriente considerable en un Banco. El doctor Milovsky se puso escarlata y sus manos cortas y gordas se agitaron en un ademán nervioso, como si quisiera alejar a un fantasma.

– Pero, querida joven, ¿qué la hace a usted creer que yo soy rico o poco menos? ¡Realmente tiene gracia! ¿Yo, una especie de capitalista? ¡Pero si vivimos al día, de mi trabajo, como proletarios! ¡Absolutamente al día!

Kira sabía que sus padres no tenían nada, pero les preguntó si podrían ayudarla en algo. Sólo le contestó el llanto de Galina Petrovna.

Se dirigió a Vasili Ivanovitch; éste le ofreció lo último que poseía: el abrigo de pieles de su difunta esposa. Pero el precio del abrigo no habría bastado ni para comprar el billete hasta Crimea. Kira no aceptó.

Aunque sabía que Leo lo hubiera tomado a mal, escribió a la tía que éste tenía en Berlín. En la carta le decía: "Escribo porque le quiero tanto, y me atrevo a dirigirme a usted porque me figuro que también usted le quiere un poco." Pero no obtuvo respuesta. Por medio de murmullos misteriosos y secretos, más misteriosos y secretos que la G. P. U. que los vigilaba atentamente, se enteró de que había medio de pedir dinero prestado. Secretamente, y a un interés elevadísimo, pero se podía. Le dieron un nombre y unas señas, y se dirigió a la barraca de un comerciante particular en el mercado; allí, un hombre gordo se inclinó hacia ella por encima de un mostrador lleno de pañuelos rojos y de medias de algodón. Ella susurró su nombre y dijo una cifra. -¿Negocios? -preguntó el otro-. ¿Especulación? Kira sabía que valía más decir que sí.

– Bien -dijo él-. Puede combinarse. Los intereses serán el veinticinco por ciento mensual.

Kira se apresuró a asentir. Pero ¿qué garantía podía darle la ciudadana? ¿Garantía? Kira ya sabía que no le prestarían el dinero por su cara bonita. Podían ser pieles o brillantes, pieles finas o brillantes de cualquier clase. Pero ella no tenía nada que ofrecer. El hombre le volvió la espalda como si nunca hubiera hablado con ella.

Mientras iba en busca del tranvía, a través de los estrechos callejones del mercado llenos de barro, entre dos hileras de barracas, se quedó atónita al ver, en una barraca de próspero aspecto detrás de un mostrador lleno de pan blando, de jamones ahumados y de pirámides de mantequilla, a una cara conocida: unos grandes labios rojos bajo una nariz chata, de fosas casi verticales: el especulador del abrigo forrado de pieles y perfumado de esencia de clavo que ella y Leo habían encontrado en la estación Nikolaevsky. El hombre se había abierto camino en la vida. Sonreía a su clientela bajo una cortina de salchichones.

De vuelta a casa se acordó de alguien que había dicho: "Gano más dinero del que necesito."

¿Había algo que tuviera importancia en aquel momento? Iría al Instituto e intentaría ver a Andrei.

Cambió de tranvía para dirigirse al Instituto. Vio a Andrei. Le vio que venía por un corredor y la miraba, de tal modo que ella iba ya a saludarle sonriendo cuando él, bruscamente, se volvió y entró en una aula cerrando la puerta con violencia detrás de sí.

Ella se quedó inmóvil en su sitio, largo rato.

Cuando llegó a casa, Leo estaba en medio del cuarto, con una

hoja de papel en la mano, y su rostro era lívido.

– ¡Ah!, ¿conque esas tenemos? -farfulló-. Ahora resulta que te ocupas de mis asuntos? ¿De modo que escribes cartas? ¿Quién te pidió que escribieras?

Kira vio encima de la mesa un sobre con un sello alemán: ¡el sobre estaba dirigido a Leo!

– ¿Qué dice, Leo?

– ¿Quieres saberlo? ¿De veras quieres saberlo?

Leo le arrojó la carta a la cara.

Ella sólo vio una frase: "No hay razón para que debas esperar que te ayudemos. Tanto más cuando vives con una mujer del arroyo, una descarada que tiene el atrevemiento de escribir a personas respetables…"

A principios de otoño, una delegación del Círculo de Obreras Textiles visitó la Casa del Campesino. La camarada Sonia era miembro honorario de la delegación. Al ver a Kira en la oficina de la camarada Bitiuk, se echó a reír.

– ¡Bien, bien, bien! ¡Una leal ciudadana como Kira Argounova en la Casa Roja del Campesino!

– ¿Qué sucede, camarada? -preguntó obsequiosamente la camarada Bitiuk, nerviosa.

– Una broma -exclamó riendo la camarada Sonia-, una broma. Kira se encogió de hombros, resignada.

Cuando hubo una reducción de personal en la Casa del Campesino y Kira vio su nombre entre los de los despedidos como "elementos antisociales", no se sorprendió. Ahora todo le era indiferente. Gastó la mayor parte de su última mensualidad en comprar huevos y leche para Leo, que ni siquiera quiso probarlos.

Durante el día, Kira permanecía serena, con la calma de un rostro vacío, de un corazón vacío, de un alma vacía de todo pensamiento, excepto uno. No tenía miedo porque sabía que Leo necesitaba ir al Sur y que iría; no tenía la menor duda y por esto no tenía nada que temer. ¡Pero durante las noches…!

Sentía a su lado el cuerpo helado y sudoroso de Leo, le oía toser. A veces, dormido, Leo se acercaba a ella y posaba la cabeza sobre su hombro, confiado y con abandono, como un niño, mientras su respiración parecía un continuo gemido.

Kira creía ver las burbujas en los labios agónicos de María Petrovna y le parecía oírla gritar: " ¡Quiero vivir, Kira, quiero vivir!" Sentía sobre su cuello el aliento de Leo, y no sabía si era Leo o María Petrovna quien estaba junto a ella y gritaba, cuando ya era demasiado tarde: " ¡Quiero vivir, Kira, quiero vivir!" ¿Se habría vuelto loca? ¡Era tan sencillo!

Necesitaba dinero, necesitaba una vida. La vida "de él" y el dinero.

"Gano más dinero del que necesito…" " ¡Quiero vivir, Kira, quiero vivir!"

Hizo una última tentativa para lograr dinero. Andaba bajo la lluvia otoñal por la calle húmeda y resbaladiza: luces amarillas iluminaban las negras aceras. El doctor había dicho que ahora cada semana, cada día de retraso era grave. En la luz anaranjada que proyectaba el vestíbulo de un teatro, vio detenerse un auto lujoso y bajar de él a un hombre. Su abrigo de pieles resplandecía como los faros de su coche. Kira se paró ante él, y su voz resonó muy clara: -Por favor, deseo hablar con usted. Necesito dinero. No le conozco. No tengo nada que ofrecerle. Sé que no hay que obrar de este modo. Pero usted me comprenderá… ¡es tan importante! Se trata de salvar una vida.

El hombre se paró a su vez. Nunca había oído una súplica que se pareciera tanto a una orden. Le preguntó, guiñando un ojo con aire de asentimiento: -¿Cuánto necesita? Ella se lo dijo.

– ¿Cómo? -replicó él, asombrado-. ¿Por una noche? ¡Pero si sus iguales no llegan a ganar tanto en toda su vida! Y no pudo explicarse por qué la extraña muchacha dio la vuelta y escapó a todo correr, sin fijarse en los charcos, como si él la persiguiera.

Dirigió una última súplica al Estado.

Necesitó varias semanas de visitas, cartas de presentación a secretarios y empleados, pero por fin obtuvo una audiencia de uno de los más poderosos funcionarios de Petrogrado. El podía ayudarla; entre él y su poder no había más que la habilidad de Kira en convencerle.

El funcionario estaba sentado detrás de su escritorio. Detrás de él había una ventana por la que entraba un estrecho rayo de luz, como en una catedral. Delante de él estaba Kira. Ella le miraba: sus ojos no eran ni hostiles ni suplicantes; eran limpios, confiados, serenos; su voz era tranquila, joven, clara.

– ¿Ve usted, camarada comisario? Yo le amo, y él está enfermo. ¿Sabe usted lo que es la enfermedad? Es algo extraño que ocurre en nuestro cuerpo y que no se puede detener. Y entonces viene la muerte. Ahora, la vida de él depende de un pedazo de papel. Si se mira así, ¡todo se va tan sencillo! No quieren enviarlo a un sanatorio porque no escribió su nombre en un papel, entre otros muchos nombres, y no pertenece a ningún sindicato. Se trata únicamente de tinta, papel, y en suma de algo que, bien considerado, puede escribirse, rasgarse, volverse a escribir. Pero aquello otro, lo que sucede en nuestro cuerpo, aquello no se puede detener. No es cuestión de presentar instancias. Camarada comisario, ya sé que aquellas cosas son muy importantes, el dinero, los sindicatos, los papeles y todo lo demás. Y si hay que sufrir, si hay que hacer algún sacrificio por ello, no me importa. No me importa tener que trabajar todas las horas del día. No me importa que mi vestido sea viejo. No lo mire, camarada comisario; ya sé que es feo; pero no me importa. Tal vez alguna vez no les he comprendido a ustedes ni tantas cosas como hay que comprender, pero puedo ser obediente y aprenderlas. Pero… pero cuando se trata de la vida, camarada comisario, entonces hay que ser serios, ¿no es verdad? No hemos de permitir que estas cosas cuesten una vida. Una firma suya, y él podrá ir al sanatorio y no morírrCamarada comisario, pensemos en las cosas con la calma y la simplicidad que merecen… ¿Sabe usted lo que es la muerte? ¿Sabe que la muerte quiere decir… nada… nada…, nunca más… irremediablemente? ¿No comprende que él no puede morir? Le amo. Todos tenemos que sufrir; todos debemos perder cosas queridas. Bien. Pero, desde el momento que vivimos, en nosotros hay algo, algo que es como el verdadero corazón de la vida, y este algo no se puede tocar. Es algo muy sagrado, de que no se debe decir el nombre, algo de que no se puede ni hablar. Usted me comprende, ¿no es cierto? Bien; él es esto para mí, y usted no puede quitármelo, porque no puede dejarme ahí delante de usted, mirándole, hablándole, respirando y viviendo, para decirme después que se lo lleva. No estamos locos, ¿no es verdad, camarada comisario? El camarada comisario contestó:

– Cien mil obreros murieron en la guerra civil. ¿Por qué no puede morir un aristócrata frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas?

Kira volvió a casa poco a poco, contemplando la oscura ciudad. Veía los relucientes pavimentos, hechos para millares de zapatos; veía los tranvías, hechos para que los hombres pudieran recorrer las calles más de prisa; veía las casas en que los hombres entraban furtivamente por las noches; los pasquines que proclamaban aquello de que los hombres vivían, aquello que los hombres soñaban, y se preguntó si alguno de aquellos miles de ojos que la rodeaban veía lo mismo que ella, y por qué había de ser ella sola quien lo viese.

– ¿Por qué?

En una cocina de un quinto piso, una mujer se inclina sobre una estufa y menea una maloliente pitanza en una cazuela, gimiendo de dolor de espalda y rascándose la cabeza con la cuchara.


¿Porqué?

A la esquina de un café, un hombre se apoya en un banco y levanta una copa rebosante de espuma. Y la espuma se vierte sobre su pantalón y cae al suelo, mientras él canta en voz ronca una alegre canción. -¿Por qué?

En una camita blanca, entre blancas sábanas manchadas, un niño duerme y lloriquea en sueños.

– ¿Por qué?

En el silencio de unos muros de piedra que dejan chorrear lentamente la humedad, una figura está arrodillada ante un Crucifijo dorado y levanta los brazos trémulos de exaltación y da con su frente contra la fría piedra del pavimento.

– ¿Por qué?

En medio del estrépito de máquinas que giran, entre destellos de acero y goteo de grasa hirviendo, unos hombres agitan sus fuertes brazos y se fatigan el torso de músculos duros y rojos, relucientes de sudor, para fabricar jabón.

¿Por qué?

En unos baños públicos hay unos calderos de cobre que despiden vapor, y unos cuerpos gelatinosos y encarnados se frotan con jabón, suspirando y refunfuñando mientras se esfuerzan en dejar limpia su espalda que humea y el agua sucia y jabonosa cae al suelo hasta la cañería de desagüe. Leo Kovalensky tenía que morir.

Capítulo diecisiete

Era su última esperanza y había que intentarlo. No dijo a Leo adonde iba. Escribió las señas de Andrei en un papel y lo escondió en uno de sus guantes. Era a última hora de la tarde, de modo que Andrei tenía que estar de vuelta del Instituto. Era una casa modesta en una calle modesta. La vieja patrona abrió la puerta con aire desconfiado; el camarada Taganov no recibía visitas femeninas. Pero no dijo nada y, arrastrando los pies, acompañó a Kira por un corredor. Se paró, le indicó una puerta, y se fue. Kira llamó.

– ¡Adelante! -contestó la voz de Andrei.

Ella entró.

Andrei estaba sentado en su escritorio; hizo ademán de levantarse, pero no se levantó en seguida. La miró un momento y luego, poco a poco, se levantó, tan poco a poco que ella se preguntó cuánto tiempo llevaba allí, en el umbral, mientras él se levantaba sin dejar de mirarla.

Luego dijo:

– Buenas tardes, Kira.

– Buenas tardes, Andrei.

– Quítese el abrigo.

Ella se sintió de pronto asustada, turbada, insegura; sintió desvanecerse toda la seguridad amarga y hostil que la había llevado hasta allí; pero le obedeció y se quitó el abrigo y el sombrero, que dejó encima de la cama. La habitación era grande y desnuda, con paredes encaladas, un camastro de hierro, un escritorio, una silla, una cómoda; pero ni un cuadro, ni una estampa; sólo libros, un mar de libros, papeles y periódicos, encima del escritorio, encima de la cómoda, por el suelo.

Andrei dijo:

– Hace frío esta tarde, ¿no es verdad?

– Sí; hace frío-contestó ella.

– Siéntese usted.

Kira se sentó junto al escritorio y él lo hizo encima de la cama, con las rodillas entre las manos. Ella hubiera querido que no la mirase de aquel modo, segundo tras segundo, minuto tras minuto. Pero él le preguntó con calma:

– ¿De dónde viene, Kira? Parece cansada.

– Lo estoy un poco. -¿Cómo va su empleo?

– Lo perdí.

– ¿Cómo?

– Reducción de personal.

– ¡Cuánto lo siento, Kira! Le buscaré otro.

– Gracias, pero no sé si lo necesitaré. ¿Cómo va su trabajo?

¿ La G. P. U.? He trabajado mucho. Registros, detenciones.

¿No me tiene usted miedo, verdad?

– No.

– No me gustan los registros.

– ¿Y las detenciones?

– Si son necesarias, no me importan.

Se callaron; luego ella dijo:

– Si le estorbo, Andrei, me marcharé.

– No, no se vaya. Por favor, no se vaya -intentó sonreír

– . ¿Estorbarme? ¿Por qué lo dice? Estoy… un poco confuso… mi cuarto… no merece recibir su visita.

– Oh, es una hermosa habitación. Grande, clara.

– ¿Ve usted? Estoy poco en casa, y cuando estoy apenas tengo tiempo para echarme encima de la cama, y ni siquiera sé qué hay a su alrededor.

– ¡Oh!

– ¿Cómo está su familia, Kira? ¿Su hermana Lidia?

– Bien, gracias.

– A menudo veo a su primo Víctor Dunaev en el Instituto. ¿Le gusta?

– No.

– A mí tampoco. Un nuevo silencio.

– Víctor se ha inscrito en el Partido.

– Yo voté contra él. Pero tenía muchos votos favorables.

– Me alegro de que votara usted en contra. Es el tipo de hombre del Partido que yo desprecio.

– ¿Qué tipo de hombre del Partido no desprecia usted, Kira?

– El suyo, Andrei. -Kira…

Iba a decir algo, pero se detuvo a la primera palabra. Ella le preguntó, resueltamente.

– ¿Qué he hecho, Andrei?

El la miró, frunció el entrecejo, apartó la mirada moviendo lentamente la cabeza.

– Nada.

Luego le preguntó, de pronto:

– ¿Por qué ha venido usted?

– ¡Hace tanto tiempo que no le veía, Andrei!

– Mañana hará dos meses.

– A menos que no me haya visto usted en el Instituto hace tres semanas.

– Sí; la vi a usted.

Kira aguardó, pero él no le dio ninguna explicación. Ella intentó no hacer caso y le habló en tono de súplica.

– He venido porque creía… porque pensaba que tal vez deseaba usted verme.

– No deseaba verla a usted.

Kira se levantó.

El le dijo: -No se marche usted, Kira.

– No comprendo, Andrei.

El la miraba de hito en hito; su voz era fría, áspera como un insulto.

– ¡No quiero que comprenda! ¡No quiero que sepa! Pero, si de veras quiere oír, oiga. He deseado no verla más. Porque…

Su voz parecía un latigazo.

– porque la quiero a usted.

Las manos de la joven cayeron abandonadas y sus nudillos golpearon la pared. El siguió diciendo:

– No diga usted nada. Ya sé lo que va a decir. ¡Yo mismo me lo he repetido tantas veces! Lo sé perfectamente. Pero es inútil. Sé que debería avergonzarme, pero no me avergüenzo; es inútil. Sé que usted me daba su simpatía y su confianza porque éramos amigos. Era hermoso y raro, y tiene el derecho de despreciarme.

Kira estaba erguida, junto a la pared, sin moverse ni pronunciar una palabra.

– Cuando ha entrado, pensé: "¡Dile que se vaya!" Pero sabía que si se hubiera usted marchado yo hubiera corrido detrás de usted; entonces pensé: "No diré ni una palabra", pero ya sabía que se lo habría confesado todo antes de que se marchara. La quiero. Y sé que me juzgaría con más indulgencia si le dijera que la odio.

Kira no dijo nada; permanecía apoyada en la pared con los ojos muy abiertos, y en ellos había, no compasión por él, sino una súplica de que se compadeciera de ella.

– ¿Tiene usted miedo? ¿Comprende ahora por qué no podía verla? Sabía lo que sentía usted por mí y lo que no sentiría jamás. Sabía lo que diría, cómo me miraría. ¿Cuándo empezó? No lo sé. Lo único que sé es que tiene que terminar, porque yo no puedo soportarlo más. ¡Verla, reír con usted, hablar del porvenir y de la humanidad y no estar pensando más que en el momento en que su mano tocará la mía, en la huella de sus pies en la arena, en la curva de su pecho, en su traje ondeando al viento! ¡Estar discutiendo con usted sobre el sentido de la vida y no pensar mientras tanto en otra cosa que en vislumbrar por el escote de su traje la raya de su pecho!

– No, Andrei… -casi gimió Kira.

No era la confesión de un amor, sino la confesión de un delito.

– ¿Por qué le digo todo esto? No lo sé. No estoy siquiera seguro de decírselo. ¡Me lo he gritado tantas veces a mí mismo durante tanto tiempo! No hubiera usted debido venir. No soy su amigo. No me importaría hacerle daño. Sólo una cosa me empuja hacia usted: mi deseo.

Ella susurró: -No sabía Andrei…

– Ni yo quería que lo supiese. Intentaba alejarme de usted y vencer. No sabe usted lo que ha hecho conmigo. Hicimos un registro. En la casa había una mujer. La detuvieron. Ella se revolcó por el suelo en camisón de noche, a mis pies, pidiéndome gracia. Pensé en usted, la imaginé a usted allí en camisón de noche pidiéndome gracia como yo se la había estado pidiendo durante tantos meses. La habría detenido y me la hubiera llevado; lo que me interesaba era el "después". Pensé que habría podido detenerla y llevarla adonde quisiera, en plena noche, y hacerla mía. Lo habría podido hacer; bien lo sabe usted. Y me eché a reír a la cara de aquella mujer y le di un puntapié. Mis hombres me contemplaban maravillados. Nunca me habían visto hacer tal cosa. Se llevaron a aquella mujer a la cárcel y yo encontré una excusa para escapar, para volver solo a casa, a pensar en usted… No me mire usted así. No hay que temer que lo haga… No tengo nada que ofrecerle. No puedo ofrecerle mi vida. Mi vida representa veintiocho años de aquello que a usted no le inspira más que desprecio. Y usted… usted representa todo aquello que yo he pensado constantemente tener que odiar. Pero la deseo. Daría todo cuanto tengo, Kira, todo cuanto puedo llegar a tener, a cambio de algo que usted no puede darme…

Andrei vio los ojos de Kira abiertos a un pensamiento que él no podía adivinar. Ella murmuró:

– ¿Qué dice, Andrei?

– He dicho: "Todo cuanto tengo a cambio de algo que usted no puede…"

En sus ojos se leía el terror, el terror del pensamiento que ella, por un segundo, había adivinado con tal claridad. Kira murmuró, temblando:

– Valdrá más que me marche, Andrei.

Pero él la miraba fijamente, se acercaba a ella y le preguntaba con una voz que súbitamente se había hecho dulce y sumisa: -¿Puede usted hacer algo…, Kira?

Ella no pensaba en él: pensaba en Leo; pensaba en María Petrovna y en la burbuja de sangre sobre los labios agónicos. Estaba adosada a la pared; sus cabellos, sus manos, sus diez dedos abiertos se pegaban al blanco rebozo. Se sentía arrastrada por la voz de Andrei, por la esperanza de Andrei. Su cuerpo se irguió lentamente contra la pared, en toda su altura, más alto aún, de puntillas, echando la cabeza atrás de modo que su garganta quedaba al nivel de la boca de Andrei cuando le gritó:

– ¡Sí, puedo! ¡Le amo!

Ella misma se extrañó de sentirse besar por los labios de un hombre distinto de Leo.

– Sí, enteramente… -le decía-. Pero no sabía que tú también…

– y sentía sus manos y su boca y se preguntaba si para él era una tortura o una alegría; sentía lo fuertes que eran sus brazos. Y esperaba que todo terminase cuanto antes.

La luz de la calle dibujaba un blanco cuadro y una cruz negra sobre la pared junto a la cama. Contra este cuadrado luminoso Kira podía ver destacarse la cara de Andrei sobre la almohada, y sus párpados no se movían. Los brazos de Kira, abandonados contra el cuerpo desnudo del joven, no sentían ningún movimiento; sólo apreciaban el latido de su corazón.

Kira tiró el cubrecama y se incorporó, cruzando los brazos sobre el pecho y cogiéndose los hombros desnudos. -Me voy a casa, Andrei.

– No te marches ahora, Kira, no te vayas esta noche. -Tengo que irme.

– Quiero que te quedes conmigo. Hasta mañana. -Debo irme… Hay… hay mi familia…, Andrei, tenemos que guardar el secreto.

– ¿Quieres casarte conmigo, Kira?

Kira no contestó, pero Andrei la sintió temblar. La hizo volver a acostarse y le subió el rebozo hasta la barbilla.

– Kira, ¿por qué te asusta esto? -Andrei… Andrei, no puedo.

– ¡Te quiero!

– Andrei, piensa en mí familia. Eres comunista. Ya sabes cómo son ellos: tienes que hacerte cargo. Han sufrido tanto que si me casase contigo sería demasiado duro para ellos. Y si supieran esto… Hay que evitarles un nuevo disgusto… Andrei, ¿qué falta nos hace?

– Ninguna, si tú estás conforme.

– ¡Andrei!

– ¡Kira!

– ¿Harás todo cuanto yo te pida?

– Todo.

– Te ruego el secreto absoluto, ¿me lo prometes?

– Sí.

– ¿Ves…? Yo tengo a mi familia, tú tienes el Partido. Yo no soy… no soy el tipo de amante que tu Partido aprobaría. De modo que más vale… ¿no es cierto? Lo que estamos haciendo es muy peligroso. Mucho. No quisiera que esto… destrozase nuestras vidas.

– ¿Destrozar nuestras vidas, Kira? El reía de felicidad, besándole las manos. -Vale más que nadie sepa… Sólo tú y yo.

– Te lo prometo, Kira; nadie lo sabrá más que tú y yo.

– Y ahora déjame marchar.

– No, por favor, no te marches esta noche. Sólo esta noche. Podrás explicarles… encontrar alguna excusa… pero ¡quédate!

No puedo dejarte marchar… te lo ruego, Kira… sólo para que pueda verte al despertar… Buenas noches… Kira.

Kira permaneció inmóvil hasta que él se hubo dormido. Entonces se deslizó silenciosamente fuera de la cama y conteniendo la respiración, sin hacer ruido, con los pies desnudos sobre el frío pavimento se vistió de prisa. Andrei no la oyó abrir la puerta y marcharse.

Por las largas calles vacías ululaba el viento bajo un cielo plomizo. Kira caminaba rápidamente. Sabía que tenía que huir de algo y se esforzaba en ir de prisa. Las ventanas muertas, oscuras, parecían espiarla, seguirla, hileras y más hileras de ventanas a lo largo de las calles. Aceleró el paso. El viento le levantaba la falda por encima de las rodillas enredándosela entre las piernas. Pero Kira aceleraba el paso. Junto a ella vio un cartel que representaba a un obrero con una bandera roja: el obrero reía. De pronto Kira echó a correr; figura incierta, trémula, entre los escaparates oscuros de las tiendas y la luz de los faroles; su vestido ondeaba, sus pasos resonaban como tiros de ametralladora, sus piernas brillaban confundidas como los radios de una rueda que corriese a toda velocidad. Lanzaba su cuerpo a través del espacio, manteniendo el equilibrio por puro instinto. Corría, volaba arrastrada por algo exterior a su cuerpo, sintiendo que todo iría bien a condición de que ella supiera correr más de prisa, todavía más de prisa.

Subió la escalera jadeando. Se paró ante su puerta. Se paró y miró fijamente, jadeando, el tirador de la puerta. Y de pronto comprendió que no podía llevar su cuerpo a la habitación de Leo, a su lecho, junto al cuerpo de él. Recorrió con las puntas de los dedos toda la puerta, tocándola, acariciándola vagamente: no podía acercarse más a Leo.

Se sentó en un peldaño. Pensó que podría oírle, a través de la puerta, mientras dormía respirando con fatiga, confiado como un niño. Estuvo sentada largo rato en la escalera, con los ojos en el vacío.

Cuando al levantar la cabeza vio que el contorno de la ventana, sobre el rellano, se recortaba en un azul más oscuro y brillante, pensó que había terminado la noche y se levantó, abrió la puerta con su llave y entró sin hacer ruido. Leo dormía. Ella se quedó sentada junto a la ventana, acurrucada. Leo no sabría a qué hora había vuelto.

Leo marchaba hacia el Sur.

El baúl estaba cerrado, el billete comprado. En un sanatorio de Yalta se le había reservado un sitio y se había pagado un mes por adelantado. Kira había explicado la procedencia de su dinero. -¿Sabes? Cuando escribí a tu tía de Berlín, escribí también a un tío mío que está en Budapest. Sí; tengo un tío en Budapest, pero no te lo había dicho porque… hay de por medio una cuestión de familia. Salió de Rusia antes de la guerra y mi padre nos tiene prohibido pronunciar siquiera su nombre. Pero no es mala persona y siempre me quiso bien; de modo que le escribí y me ha enviado dinero y me ha dicho que me ayudará mientras me haga falta. Pero, te lo ruego… no hables de ello en casa, porque papá… ya comprendes…

Le sorprendió mentir con tanta facilidad.

A Andrei le había hablado de que su familia se estaba muriendo de hambre. No tuvo que pedir nada; él le dio todo su sueldo, rogándole que le dejara únicamente lo más indispensable para sus gastos. Ella no esperaba menos, pero le costó aceptar aquel dinero. Pero se acordó del camarada comisario, de que un aristócrata podía morirse de hambre frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y se guardó la mayor parte del dinero con una sonrisa luminosa y dura a la vez.

No fue fácil convencer a Leo de que tenía que marchar; él dijo que no estaba dispuesto a hacerse mantener por ella ni por su tío; se lo dijo con ternura y se lo dijo con ira; fueron necesarias muchas horas y muchas noches para convencerle. -Leo… tu dinero o el mío… o el de quien sea… ¿qué importa? Tienes que vivir. Quiero que vivas. Ahora todavía podemos. Tú me quieres. ¿No me quieres bastante para vivir para mí? Ya lo sé que será penoso. Seis meses. Todo el invierno. Te echaré de menos. Pero podemos hacerlo… Te quiero, Leo, te quiero, te quiero… ¡Todavía podemos hacer tantas cosas!

Venció Kira, por fin.

El tren salía a las ocho y cuarto de la noche, y a las nueve Kira debía encontrar a Andrei. Le había pedido que la llevara a la inauguración de un nuevo salón de variedades. Leo permaneció silencioso desde que salió de su casa hasta que el coche llegó a la estación; ella subió al tren con él para ver la banqueta de madera en que tendría que pasar varias noches; le traía una almohada y una manta caliente. Luego bajaron y aguardaron junto al coche, sin saber qué decir. Cuando sonó el primer campanillazo, Leo habló:

– Por favor. Kira, no hagamos tonterías cuando salga el tren. Nada de agitar la mano, ni de correr detrás del tren, ni otras cosas de este género. -No, Leo.

Kira miraba un anuncio pegado a una pilastra de hierro. Era un anuncio en el que se prometía una gran orquesta, fox-trots extranjeros y deliciosos manjares en el local que se iba a inaugurar aquella noche a las nueve. Y maravillada, atónita, un poco asustada, como si por primera vez se diera cuenta, dijo:

– Esta noche a las nueve, Leo, ya no estarás aquí.

– No; no estaré. Sonó el tercer campanillazo.

El la cogió rudamente y tomó sus labios en un largo beso que la dejó sin aliento, mientras se oía el agudo silbido de la locomotora. Murmuró junto a sus labios:

– ¡Kira… mi único amor… te quiero… te quiero tanto! Y subió al estribo mientras el tren se ponía en marcha, desapareció y no se asomó a la ventanilla.

Ella se quedó inmóvil, oyó el ruido de las cadenas de hierro que se arrastraban, el estridor de las ruedas sobre los rieles, el jadeo de la locomotora, cada vez más lejano; vio subir lentamente el blanco humo bajo la armadura de acero del techo de la estación. De pronto pasaron por delante de ella los cuadros amarillos de las ventanillas. La estación olía a desinfectante. Una bandera roja descolorida colgaba de una viga de hierro. Las ventanillas corrían cada vez más de prisa, confundiéndose en una cinta de luz amarilla. No había más que acero, vapor y humo, y, debajo de un arco, muy lejos, un pedazo de cielo negro como un abismo.

De pronto Kira comprendió que el tren corría, que Leo iba en él y que el tren se estaba alejando de ella. Y algo más fuerte que el terror, algo inmenso, inconmensurable, algo que no era un sentimiento humano, se apoderó de ella. Echó a correr. Se cogió a una agarradera. Quería detener el tren; algo enorme e implacable se movía por encima de ella; hubiera debido detenerlo, pero no podía. Se sentía proyectaba hacia adelante; estuvo a punto de caerse, de rodar por el andén. Un robusto soldado que llevaba un gorro caqui, en el que campeaba una estrella roja, la cogió por los hombros, la hizo soltar la agarradera y la arrojó lejos del tren, dándole un codazo en el pecho. Y luego le chilló: -¿Qué está usted haciendo, ciudadana?

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