28. Destrucción gravitatoria

Corría la quinta semana de la Guerra en el Nido, y el resultado aún estaba indeciso.

Después de la muerte de la Madre, Sarm y sus partidarios —la mayoría de los Reyes Sacerdotes porque él era el Primogénito— se alejaron velozmente de la cámara para apoderarse de los tubos de plata.

Eran armas cilíndricas, que se operaban manualmente, pero que incorporaban principios muy semejantes a los de la Muerte Llameante. Durante muchos siglos no se habían usado, y se guardaban envueltas en recipientes de plástico; pero cuando se abrieron esos recipientes y los irritados Reyes Sacerdotes comenzaron a manipularlas, se hallaban en perfectas condiciones para ejecutar su siniestro trabajo.

A lo sumo un centenar de Reyes Sacerdotes acudieron a la llamada de Misk, y esa tropa contaba sólo con poco más de una docena de tubos de plata.

El cuartel general de las fuerzas de Misk estaba en el compartimento de mi amigo, y desde allí él organizaba la defensa.

Las fuerzas de Sarm creyeron que nos derrotarían fácilmente, y avanzaron en sus discos de transporte, a través de túneles y plazas; pero los Reyes Sacerdotes de Misk, ocultos en las habitaciones, atrincherados detrás de los portales, y haciendo fuego desde las rampas y los techos de los edificios, pronto obligaron a retroceder a las tropas excesivamente confiadas de Sarm.

En esta guerra, las fuerzas mucho más numerosas del Primogénito podían ser neutralizadas, y comenzó a crearse una situación de infiltración y contrainfiltración, con frecuentes tiroteos y ocasionales escaramuzas.

El segundo día de la batalla, después que las fuerzas de Sarm se habían retirado, ocupé un disco de transporte y atravesé la tierra de nadie, dirigiéndome al Vivero.

De pronto, sorprendido, oí un canto lejano en el túnel y un canto que a medida que me aproximaba cobraba mayor volumen. Detuve el disco de transporte y esperé, el arma preparada.

Mientras esperaba, el túnel, y según supe después, todo el complejo, quedó sumido en sombras. Por primera vez quizá en siglos los bulbos de energía estaban apagados.

Pero el canto continuaba. Era como si la oscuridad no hubiese variado la situación. De pronto, en el túnel vi el súbito resplandor azul de una antorcha, y después otra y otra más.

Eran los portadores de Gur, que habían salido de sus cámaras. Contemplé atónito la larga procesión de criaturas humanoides, que marchaban de a dos, los pies pegados al techo del túnel.

—Salud, Tarl Cabot —dijo una voz que venía del suelo.

Hasta ese momento no había visto a quien me saludaba, tan absorto estaba en la extraña procesión que marchaba con los pies pegados al techo.

—¡Mul-Al-Ka! —exclamé.

Se acercó al disco y me estrechó firmemente la mano.

—Al-Ka —dijo—. He decidido que ya no seré un mul.

Al-Ka alzó un brazo y señaló las criaturas que pendían del techo.

—También ellos —dijo— han decidido liberarse.

Una voz fina pero firme, como proveniente de un ser al mismo tiempo anciano y niño, resonó desde lo alto.

—Hemos esperado quince mil años este momento —dijo.

Y otra voz pidió:

—Dinos qué debemos hacer.

—Ahora no traen Gur —explicó Al-Ka— sino agua y hongos.

—Bien —dije—, pero explícales que esta guerra no es su guerra, sino una disputa entre los Reyes Sacerdotes, y que si lo desean pueden regresar a la seguridad de sus cámaras.

—El Nido se muere —dijo una de las criaturas— y hemos decidido que moriremos libres.

Al-Ka me miró a la luz de las antorchas. —Los admiro —dijo Al-Ka—, porque pueden ver a mil metros en la oscuridad, a la luz de una sola antorcha, y pueden vivir con un puñado de hongos y un trago de agua por día, y porque son valerosos y dignos.

Miré a Al-Ka. —¿Dónde está Mul-Ba-Ta? —pregunté. Era la primera vez que veía separados a los dos hombres.

—Fue a los Prados y las Cámaras de Hongos —dijo Al-Ka.

—¿Solo?

—Por supuesto —dijo Al-Ka—, de ese modo podemos realizar doble tarea.

—Espero verlo pronto —dije.

—Así será —contestó Al-Ka—, pues las luces se apagaron. Los Reyes Sacerdotes no necesitan luz, pero los humanos se ven en dificultades cuando reinan las sombras.

—En ese caso —dije— apagaron las luces a causa de los muls.

—Los muls están rebelándose —dijo sencillamente Al-Ka.

—Necesitarán luz —dije.

—En el Nido hay humanos que saben de esto —sostuvo Al-Ka—. Tendremos luz apenas pueda armarse el equipo necesario.

Al-Ka había hablado con absoluta seguridad y firmeza, como quien está muy seguro de lo que dice.

—¿Adónde vas? —preguntó Al-Ka.

—A uno de los Viveros —dije— en busca de una mul hembra.

—Excelente idea —dijo Al-Ka—. Quizá también yo un día de estos vaya a buscar a una mul hembra.

Y así, se formó una extraña procesión que caminó detrás del disco de transporte, ahora pilotado por Al-Ka en dirección al Vivero.

Allí, en la hilera correspondiente, encontré la caja de Vika de Treve. Ella estaba agazapada en un rincón, lejos de la puerta, en la oscuridad, y la vi a través del plástico, iluminada por la luz azul de la antorcha.

Aún con la cabeza afeitada me pareció increíblemente bella, y muy atemorizada, ataviada apenas con la túnica de plástico que era el único atuendo permitido a las muls hembras.

Retiré de mi cuello la llave de metal, y la introduje en el pesado mecanismo de la cerradura.

Abrí la caja.

—¿Amo? —preguntó.

—Sí.

De sus labios brotó un tierno grito de alegría. Pero sus ojos al mismo tiempo mostraban desconfianza pues no sabía cuáles eran mis intenciones, y por qué había regresado a buscarla.

La presencia de las extrañas criaturas colgadas del techo no contribuía a aliviar su temor.

—¿Quiénes son? —murmuró.

—Hombres con extrañas características —dije.

Vika contempló los cuerpos redondos y pequeños, las piernas largas de pies acolchados, y las manos de dedos largos con anchas palmas.

Centenares de ojos grandes, redondos y oscuros estaban fijos en ella, y Vika se estremeció.

Pensé si valdría la pena retirarla de la caja. Los hombros le temblaban mientras esperaba mi decisión definitiva.

No deseaba que continuase confinada allí, en vista de la situación que prevalecía en el Nido. A pesar de la caja de plástico estaría más segura con las fuerzas de Misk. Por otra parte, los ayudantes del Vivero habían desaparecido y las restantes cajas estaban vacías, de modo que en poco tiempo más comenzaría a pasar hambre y sed. No deseaba regresar periódicamente al Vivero para alimentarla, e imaginaba que si era necesario podía encontrarle un encierro apropiado cerca del cuartel general de Misk. Si no hallaba otra solución, pensé que siempre podría tenerla encadenada en mi propia habitación.

Deseaba confiar en ella, pero al mismo tiempo sabía que eso no era posible.

—Vika de Treve, esclava, vine a buscarte —dije con voz severa—, y a retirarte de la caja.

—Gracias, amo —dijo con voz baja, humildemente. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Llámame Cabot —ordené—, como hacías antes.

—Muy bien, Cabot, mi amo —dijo Vika.

Después de unos minutos le dije con voz severa:

—Ahora, debemos salir de aquí.

Me volví y salí de la caja, y como correspondía Vika me siguió a dos pasos de distancia.

Descendimos la rampa y nos acercamos al disco de transporte. Al-Ka examinó atentamente a Vika.

—Es muy sana —dijo.

—Sus piernas no parecen muy fuertes —observó Al-Ka después de examinar atentamente los muslos, las pantorrillas y los tobillos de la esclava.

—Pero eso no me preocupa —expliqué.

—Tampoco a mí —dijo Al-Ka—. Después de todo, uno puede ordenarle que suba y baje escaleras para fortalecerlas.

—Muy cierto —contesté.

—Creo que uno de estos días —explicó Al-Ka—, también yo me buscaré una mul hembra. —Después agregó—: Pero con las piernas más fuertes.

—Una excelente idea —comenté.

Al-Ka guió el disco de transporte y los tres iniciamos el viaje hacia el compartimento de Misk. Detrás marchaban los portadores de Gur.

Pasé el brazo sobre los hombros de Vika. —¿Sabías —pregunté— que volvería a buscarte?

Se estremeció y miró hacia delante, hacia el túnel en sombras. —No —dijo—, sabía únicamente que harías lo que se te antojara.

Alzó los ojos hacia mí.

—¿Una pobre esclava puede rogar —murmuró en voz baja—, que se le ordene acercar sus labios a los tuyos?

—Así se le ordena —dije, y sus labios buscaron ansiosamente los míos.


Esa misma tarde, poco después, Mul-Ba-Ta, que ahora era sencillamente Ba-Ta, apareció a la cabeza de largas líneas de antiguos muls. Venían de los Prados y las Cámaras de Hongos, y también ellos llegaron cantando. Algunos hombres de las Cámaras de Hongos cargaban grandes sacos de esporas selectas, otros llevaban enormes canastos de hongos recién cosechados; y los que venían de los Prados traían grandes artrópodos, grises, el ganado de los Reyes Sacerdotes.

—Pronto encenderemos lámparas —dijo Ba-Ta.

—Tenemos hongos suficientes para vivir —dijo uno de los cultivadores— hasta que plantemos estas esporas y recojamos la próxima cosecha.

—Hemos quemado lo que no trajimos —dijo otro.

Misk contempló asombrado a los hombres que desfilaban ante mí.

—Agradecemos tanta ayuda —dijo—, pero tienen que obedecer a los Reyes Sacerdotes.

—No —dijo uno de ellos—, ya no obedecemos a los Reyes Sacerdotes.

—Pero —agregó otro— aceptaremos órdenes de Tarl Cabot, de Ko-ro-ba.

—Creo que les convendría —dije— mantenerse fuera de esta guerra entre Reyes Sacerdotes.

—Tu guerra es nuestra guerra —dijo Ba-Ta.

—Sí —agregó un hombre de los Prados, que traía una estaca puntiaguda que podía usar a modo de lanza.

Uno de los cultivadores de hongos miró a Misk. —Nacimos en este Nido —le dijo—, y es nuestro, tanto como de los Reyes Sacerdotes.

—Creo que este hombre dice la verdad —afirmé.

—Sí —continuó Misk—, yo también creo que dice la verdad.

De esta manera los antiguos muls, que eran humanos, comenzaron a unirse al bando del Rey Sacerdote Misk y sus escasos partidarios.

Por mi parte, creía que en vista de los depósitos de alimentos que Sarm y sus fuerzas tenían, la batalla dependería en definitiva de la capacidad de fuego de los tubos de plata, que escaseaban bastante en el bando de Misk; aun así, imaginaba que la habilidad y el coraje de los antiguos muls todavía podían representar un papel en los fieros combates que se avecinaban.


Como Al-Ka había previsto, los bulbos de energía del Nido volvieron a encenderse excepto, por supuesto, los casos en que el fuego de los tubos de plata de Sarm habían destruido por completo.

Los ingenieros muls, instruidos por los Reyes Sacerdotes, habían organizado una unidad auxiliar, y aplicado su energía al sistema principal.

Intrigado por la dureza del plástico usado en las cajas del Vivero, hablé con Misk, y ambos, con la colaboración de otros Reyes Sacerdotes y otros humanos, construimos una flota de discos de transporte, que era muy eficaz si se montaban en ella los tubos de plata. Estos discos incluso sin armamento eran bastante aceptables como vehículos de exploración o transporte, relativamente seguros. Las intensas descargas de los tubos de plata podían chamuscar y rasgar el plástico, pero a menos que la exposición fuese bastante prolongada no conseguían penetrarlo.

Durante la tercera semana de la guerra, equipados con los discos de transporte blindado, comenzamos a llevar la batalla al terreno de las fuerzas de Sarm, pese a que éstas todavía nos superaban holgadamente en número.

Nuestro servicio de inteligencia era muy superior al de Sarm, y la red de tubos de ventilación permitían que los ágiles hombres de las cámaras de hongos y los extraños portadores de Gur pudieran llegar a todos los lugares del Nido. Además, todos los antiguos muls que luchaban en nuestro bando vestían túnicas sin olor, y así tenían un camuflaje muy eficaz en el Nido.

En general, los humanos y los Reyes Sacerdotes de Misk formaban una fuerza de combate bastante eficaz. Los datos sensoriales que escapaban a las antenas podían ser descubiertos por los humanos de ojos agudos, y los olores sutiles que los humanos no percibían probablemente eran recogidos por el Rey Sacerdote que formaba parte del grupo. A medida que se iban sucediendo los combates, los miembros de grupos acabaron respetándose, confiando unos en otros, e incluso hasta llegaron a ser amigos. Cierta vez, un valeroso Rey Sacerdote de las fuerzas de Misk fue muerto, y los humanos que habían luchado con él lloraron. En otra ocasión, un Rey Sacerdote desafió el fuego de una docena de tubos de plata para rescatar a uno de los portadores de Gur que había sido herido.

Incluso diré que, en mi opinión, el peor error de Sarm en la Guerra del Nido fue su actitud frente a los muls.

Cuando comprendió que los muls de todas las categorías se unían a Misk llegó a la conclusión de que debía considerar enemigos a todos los muls del Nido. Por eso, emprendió el exterminio sistemático de todos los que caían en sus manos, y de ese modo muchos muls que sin duda le habían servido se pasaron al bando de Misk.

Con estos nuevos muls, que no venían de las cámaras de hongos y los prados, sino de los complejos del propio Nido, llegó una multitud de cualidades y talentos. Comenzó a correr el rumor de que los únicos muls a quienes Sarm no había destruido eran los Implantados, entre los cuales había criaturas como Parp, a quien yo había conocido mucho tiempo atrás, el primer día que entré en el mundo de los Reyes Sacerdotes.

Una de las ideas más notables destinadas a promover nuestra causa se originó en Misk, que me explicó algo de lo cual antes yo sólo había oído rumores: el dominio que los Reyes Sacerdotes ejercían sobre el fenómeno general de la gravedad.

—¿No sería útil —preguntó— que los discos de transporte blindado pudiesen volar?

Creí que bromeaba, pero contesté:

—Sí, a veces sería muy útil.

—En tal caso, lo haremos —dijo Misk, moviendo las antenas.

—¿Cómo? —pregunté.

—¿Habrás comprobado la notable liviandad del disco de transporte? —preguntó, a su vez.

—Sí.

—En realidad, lo construimos con un metal que en parte resiste la gravitación.

Reconozco que me eché a reír. Misk me miró desconcertado.

—¿Por qué enroscas las antenas? —preguntó.

—Porque no existe eso que tú llamas un metal resistente a la gravitación.

—¿Y el disco de transporte? —preguntó.

—El efecto de la gravedad —le dije— es una característica de los objetos materiales, lo mismo que el tamaño y la forma.

—No.

—Por lo tanto, no existe un metal resistente a la gravitación.

—¿Y el disco de transporte? —volvió a preguntar.

Me pareció que Misk se mostraba muy irritado. —Sí —dije—, el disco existe.

—En tu antiguo mundo —explicó Misk—, la gravedad es todavía un fenómeno natural tan inexplorado como era antes el caso de la electricidad y el magnetismo, y sin embargo ustedes consiguieron dominar relativamente ambos fenómenos... y nosotros, los Reyes Sacerdotes, hasta cierto punto hemos conseguido dominar la gravedad.

—La gravedad es diferente.

—Sí, lo es —dijo—, y por eso quizá ustedes todavía no la conocen bien. El trabajo de los humanos acerca de la gravedad todavía está en la etapa matemática descriptiva, no en la del control y la manipulación.

—No es posible controlar la gravedad —afirmé—, los principios son diferentes, y se trata de una fuerza que actúa sobre todo lo que existe.

—¿Qué es la gravedad? —preguntó Misk.

—No lo sé —reconocí.

—Yo sí lo sé —observó Misk—. Por lo tanto, vamos a trabajar.

Durante la cuarta semana de la guerra en el Nido armamos y blindamos nuestra nave. Era un tanto primitiva, pero de todos modos los principios básicos eran mucho más avanzados que todo lo que hasta ahora se conoce en la Tierra. Se trataba sencillamente de un disco de transporte, cuyo fondo estaba revestido del mismo plástico que se utilizaba en las cajas, y el revestimiento superior era una cúpula transparente de idéntico material. Había controles en el sector delantero de la nave, y en los costados orificios para disparar los tubos de plata. No había hélices ni cohetes ni turbinas, y yo mismo no entiendo muy bien y no puedo explicar cuál era la fuerza impulsora; a lo sumo diré que usaba la fuerza de la gravedad de tal modo que la masa de “ur” gravitatoria, que es la expresión goreana correspondiente, permanece constante aunque se redistribuye. No creo que las palabras “fuerza” o “carga” o cualquiera de las restantes expresiones que acostumbramos expresar sea buena traducción de “ur” y prefiero considerar esta expresión que más vale no traducir, aunque quizás podría decirse que “ur” es aquello que satisface las ecuaciones de Misk acerca de la gravitación.

En resumen: el impulso combinado y el sistema de orientación del disco funcionaban mediante la orientación de sensores gravitatorios sobre objetos materiales, utilizando la atracción gravitatoria de estos objetos, al mismo tiempo que se bloqueaba la atracción de otros. Antes de construirla no hubiera creído que la nave fuera posible, pero me parece difícil esgrimir los argumentos de la física de mi viejo mundo ante el éxito de Misk.

El vuelo del disco es increíblemente suave, y se tiene la sensación de que lo que se mueve es el mundo, y no uno mismo. Cuando uno eleva la nave, parece que la tierra se desplaza debajo; cuando la adelanta, se diría que el horizonte viene a su encuentro; si acciona la marcha atrás, parece que el horizonte se aleja. Es más o menos como si uno estuviera sentado en una habitación, y el mundo se moviese y girase alrededor. Es, sin duda, el efecto de la falta de resistencia de las fuerzas gravitatorias que normalmente explican los efectos a veces desagradables, pero en todo caso tranquilizadores, de la aceleración y la desaceleración.

No necesito decir que la primera nave que construimos tuvo propósitos bélicos. Estaba tripulada por mí mismo, Al-Ka y Ba-Ta. Misk la pilotaba a veces, pero en realidad había muy poco espacio para él, y no podía estar de pie en su interior, circunstancia que a un Rey Sacerdote siempre le desagradaba mucho. Por otra parte, como Misk no había construido la nave de modo que tuviera espacio suficiente para él, sospecho que en realidad no deseaba intervenir en sus aventuras.

Misk no deseaba combatir directamente contra sus antiguos amigos; intelectualmente aceptaba la necesidad de matar, pero en la práctica no podía oprimir el disparador del tubo de plata. Los secuaces de Sarm y felizmente la mayoría de los que acompañaban a Misk no padecían esa peligrosa inhibición.

Una vez terminada la nave pensamos que ahora teníamos la que podría llegar a ser el arma decisiva en esa extraña guerra subterránea. Por lo tanto, Misk opinó, y yo coincidí, en que debía enviarse un ultimátum a las tropas de Sarm, y en que si tal cosa era posible no se utilizaría la nave en batalla. Si la hubiéramos usado inmediatamente podría no haber provocado muchos daños, pero ninguno de nosotros deseaba sorprender y destruir al enemigo si podía conquistarse la victoria sin derramamiento de sangre.

Estábamos considerando el asunto cuando de pronto, sin aviso previo, pareció que una pared del compartimento de Misk volaba por los aires convertida en polvo. Misk me aferró y con la vertiginosa velocidad de los Reyes Sacerdotes, atravesó a saltos la habitación, abrió la caja que yo había ocupado un tiempo antes, retiró la trampilla, y llevándome consigo se zambulló en el pasaje subterráneo.

Estaba aturdido, pero a lo lejos podía oír gritos y exclamaciones, los gemidos de los moribundos, y los horribles quejidos de los fracturados, los destrozados y los heridos.

Misk se pegó a la pared, bajo la trampilla, apretándome contra su torso.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Destrucción gravitatoria —dijo Misk—. Un arma prohibida incluso para los Reyes Sacerdotes.

Todo el cuerpo se le estremeció de horror.

—Sarm podría destruir el Nido —dijo Misk—, e incluso el planeta.

Escuchamos los gritos y los alaridos. No oíamos la caída de los edificios ni el rumor de los escombros, sólo sonidos humanos; y la amplitud y la intensidad de los gritos reflejaban la intensidad también de la destrucción que estaban sufriendo arriba.

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