Álvaro Pombo
Luzmila

Luzmila

Luzmila era flaca, alta y común. Había sido una buena moza de carga allá en sus tiempos de recadera de las monjas. Desde siempre, desde mucho antes de esa zona lamida y difusa donde empiezan sus recuerdos, han acudido a ella toda suerte de errátiles enjambres. Sus padres, cada cual tirando por su lado, la abuela imposibilitada desde el camastro, extendiendo las dos manos, con esa certera y ciega voracidad de la criaturas atrapadas, sus hermanos, las monjitas, que sin proponérselo pero con el infalible egoísmo de los ángeles, entretuvieron a Luzmila nueve o diez años haciéndole creer que entraría un día de novicia -para lega, que es lo que Luzmila quería ser-, llevando y trayendo los recaditos de pitiminí de las madres, y decir luego, a última hora, que no tenía «verdadera vocación» y que, en frase de la madre superiora, «estará mucho más hallada en una buena casa».

«¡Oh, Buen Jesús, yo creo firmemente -bisbiseaba Luzmila todas las noches, arrullándose al dormirse-. Que por mi bien estás en el altar /, Que das tu Cuerpo y Sangre juntamente / Al alma fiel en el celestial manjar.» Y repetía Luzmila, ahilando la voz en el arrullo como la ahilaban las monjitas del Convento de la Purísima Concepción en el coro: «Al alma fiel en celestial manjar.»

A las monjas del Convento de la Purísima Concepción las llamaba la gente «las Purísimas», por abreviar en parte y porque como la Santa Madre Fundadora, Beata María Antonia de Izarra y Vilaorante, se dedicaban a la restauración de chicas de la vida airada; y en parte por lo fino que les salía un cierto encaje de bolillos y el bordado de sábanas y manteles. Las chicas de «las Purísimas» dormían en un dormitorio azul y blanco en doce camas iguales, separadas entre sí por seis armarios, uno para cada dos, los seis tembleques, que eran motivo continuo de hurtos y engarradas. Las madres les enseñaban a madrugar, a repasar -con aquel repaso invisible, como una enmienda de todo corazón, que era el orgullo del convento-, a decir: «Sí, señora», «No, señora» y «Como prefiera la señora», y a las más listas y dispuestas, a guisar los guisos blanquecinos que inventaban las monjas (por aquello que dicen de que la virginidad se nota en todo) y la receta de las «yemas de la Beata», receta ésta buscadísima por las damas de cierto predominio de la localidad. Y así equipadas las colocaban luego de cocineras y doncellas en casas selectas de familias de la Adoración Nocturna. A Luzmila, las chicas la querían porque iba a cambiarles las novelas, aunque la tenían entre ellas por meapilas y medio cabra.

Cuando Luzmila dejó el convento -colocada «para niños» por las madres-, empezó una larga peregrinación por casas y más casas que terminaba cada vez de la misma manera: cuando los niños salían de primaria y empezaban a vestirse solos se le decía a Luzmila que «empezara a buscar».

Y Luzmila empezaba a buscar y daba siempre con una casa u otra, pronto o tarde (generalmente pronto, porque siempre le daban buenas referencias). Luzmila dejaba las casas muy temprano por la mañana, cuando se oye calle arriba el talán del basurero, decía adiós a los porteros, se acordaba de los niños, se iba con su maleta de madera.

Lleva el pelo recogido en una trenza gruesa, canosa, que se enrosca todas las mañanas en un moño aplastado cerca de la nuca. Usa medias de algodón marrones. Trabaja sin levantar cabeza. Habla sin levantar la voz. Lleva siempre en la bolsa un par de zapatillas a cuadros que se calza para andar por las casas. Anda por las casas como andaba por el convento, sin curiosear nada, sin mirar las estampas de los devocionarios de las madres, sin hojear los periódicos de los señoritos antes que los señoritos, sin golosear en las despensas. A los sesenta y cinco dio con sus huesos en Madrid y como, a esas alturas, ya nadie quería añas, Luzmila se colocó de asistenta por horas.

Había ahorrado Luzmila unos miles de pesetas que, por no entrar en Bancos o en Cajas de Ahorro, llevaba siempre encima, en un sobre, junto a la cajita del Niño Jesús. Tenía una idea sumamente precisa del Reino de los Cielos. El Reino de los Cielos -creía firmemente Luzmila- era la casa del Niño Jesús de Praga. Y la Gloria era como la Bendición de los Carmelitas, a las seis, sin tener que salir después a la lluvia ajena de la tarde, a la soledad entrante de las calles y pasar delante del guardia de asalto plantado ante la puerta de la comisaría enfrente de la iglesia. Luzmila no iba nunca al cine, ni leía los periódicos, ni oía la radio. Con los años y los viajes de un lado a otro de España (porque Luzmila había viajado mucho de capital a capital de provincia en sus tiempos de aña) había dejado también de tener iglesia fija, un sitio fijo, quiero decir, donde ir a la iglesia. Su familia se había dispersado años atrás, al morir la madre y la abuela, y Luzmila, que había querido mucho a sus hermanos, los recordaba apenas. O recordaba sólo los monos sucios de diario, los inertes trajes de los dias festivos colgando en el armario, el olor rancio y el desorden cabrío de la habitación de sus hermanos varones. Recordaba, de hecho, ese desorden como un dato puro, subsistente, agobiante e ingrato. Quizá era esto sin saberlo lo que en un principio la había atraído al mundo aquél, pulido, del convento y de las madres, lindas como estampas, que iban y venían con sus caritas prietas, eternamente jóvenes, favorecidas por las tocas. Los dichos y maneras irreales de las monjitas la cautivaron como un cuento de princesas. Y quiso ser la lega que da cera al locutorio y que conserva brillante como una pared de espejos el alicatado de los pasillos.

Toda la imprecisión con que Luzmila recordaba a la familia propia había ido con los años transformándose en precisión minuciosísima al pensar en la Sagrada Familia. San José volviendo de la carpintería por las noches, la Virgen que hilaba o que cosía los pantalones del Niño Jesús. El Niño Jesús que eternamente juega con las palomas (unas palomas que son siempre cinco y siempre blancas). Luzmila no movía mucho sus figuras. Todo lo contrario. Lo poco que hacían, lo hacían siempre igual y casi sin moverse. El misterio, el encanto de la figuración consiste precisamente en que sea tota simul et perfecta possessio. Y en que fuera inmóvil.

Luzmila comulgaba todos los días muy temprano por las mañanas y luego se iba andando haciendo tiempo hasta las nueve, que entraba en la casa de turno. Comulgar es comer y beber el cuerpo y la sangre del Niño Jesús de Praga. A Luzmila siempre le aterró ligeramente esta idea. La truculencia sagrada del banquete y los estómagos vacíos y las almas sin sombra, ni mota, ni partícula de falta. Siempre antes de comulgar se quitaba Luzmila la dentadura postiza para que entrara «sin morderse» – pensaba Luzmila- el Divino Pastor en el redil, en la cueva sonrosada, blanda, dulce, lavada, de la boca. Se horrorizaba Luzmila de todas aquellas bocazas abiertas de los comulgatorios, aquellos tragaderos cuajados de muelas sacrilegas. Tanta angustia llegó a producirle esta idea del sacrilegio y mordedura del Divino Infante, que para no ver a nadie cometiéndolo acabó Luzmila yendo a la primera misa de las cinco y media en Manuel Becerra. En los inviernos se arrodillaba Luzmila, tibia aún de la cama y la caminata, en una iglesia oscura que era -le parecía a Luzmila- solamente suya, y contemplaba, sin rezar ni pensar, encantada, la mariposa ardiente del aceite de la lámpara del sagrario. Husmo devoto, híbrido, ácido de la iglesia arropada en la levedad submarina del filo del amanecer que encandila los dibujos de las vidrieras de las capillas laterales.

Un día se confabularon la irrealidad de la iglesia desierta y la de la conciencia de Luzmila, y Luzmila comulgó dos veces. Para sentir dos veces la presencia aquella, mágica, del Pan de los Ángeles, el redondel rígido y soso que cosquilleaba en el paladar, pegándose a él como una mejilla de barquillo. Al segundo día, sin embargo, le pareció a Luzmila una voracidad sin precedentes consumir las dos sagradas formas de una tirada y disimuladamente, al volver a su banco, se guardó la segunda en el pañuelo, haciendo como que tosía. Anduvo inquieta todo el día deseando terminar el trabajo y volver a casa para poner al Niño a salvo. Iba cada rato a mirar el pañuelo, sin atreverse a destaparlo, para que no se enfriara el Niño, el barquillo indefenso. Al terminar el trabajo compró en una mercería un joyero de conchas esmaltadas, el mejor y el más grande, con una vista de la playa de la Concha en la tapa y una inscripción que dice: «Recuerdo de San Sebastián». El sagrario aquél, el nido, fue llenándose con los Niños Jesuses de cada día, y a veces Luzmila ahorraba los dos que iban abarquillándose, amarilleándose, de la saliva reseca. Y esa era la reserva de Luzmila, mucho más real, en su pura irrealidad, que los miles del sobre. Y confortaba a Luzmila, como nos conforta lo imposible en nuestra imposibilidad.

Luzmila vivía en Madrid en una buhardilla con derecho a cocina. Lo del derecho a cocina quería decir que tenía derecho Luzmila a bajar a la cocina de la portera – un descansillo más abajo- «a calentarse lo que usted quiera». Ya desde el primer día, sin embargo, se vio que la portera -que ocupaba una habitación de dormir y la cocina dichosa- tenía mucho que decir sobre el concepto de derecho. Entendía la portera que la pura legalidad no hace justicia a los verdaderos intríngulis de los casos particulares y que convenía, por consiguiente, moderar la augusta impersonalidad de la ley con una prudente aplicación de la misma, enriqueciendo el mero concepto de derecho a cocina con el concepto infinitamente más sutil de favor especial a hacer uso de ella. De este modo, cada vez que un nuevo inquilino ocupaba el ático en cuestión la portera pronunciaba un pequeño discurso destinado a hacer entender al nuevo inquilino que era en virtud de la peculiarísima bondad de corazón de la portera (que siempre había sido de derechas, como podía comprobar el inquilino con sólo ver el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús encima de la cabecera de la cama con la palma del Domingo de Ramos adornándolo y las fotos de José Antonio y el Caudillo, combinadas, y ligeramente torcidas, encima mismo de la radio) que el derecho en cuestión permanecía en vigencia. Habían pasado años desde que Luzmila disfrutó de ese favor por última vez. Y este hecho, además de lo demás, desconectó lo poco de Luzmila que aún quedaba conectado con el mundo exterior. Después de eso ya sólo hubo para Luzmila la identidad profesional, el tratar de hacerse a ser lo más exactamente posible una asistenta por horas y llevar consigo el parecido tan lejos y tan hondo como fuera necesario. A partir de aquí es cuando Luzmila empieza a pasar tan desapercibida por el mundo que lo visible y lo invisible coincidían en ella sin asombro.

Un año antes de la desaparición de Luzmila vino a vivir con la portera una sobrinilla del pueblo, hija de una hermana menor, llamada Rosa, que había fallecido de un tantarantán que le dio un mulo (o el marido, la cosa nunca estuvo clara). La sobrina acababa de cumplir veinte años, aunque representaba dieciséis. Se llamaba Dorita, como la portera, y parecía un chico listo. Precisamente por ser lista y parecer un chico listo consiguió en el pueblo el empleo de las incubadoras. La mujer del encargado nunca hubiera dejado que una hembra de más porte se acercara al marido, pero Dorita era tan poquita cosa que se coló a la primera. Colarse en los sitios empezó ese día a ser parte de la figura de Dorita. Lo de las incubadoras era un trabajo fácil (aunque de poco dormir), y entre Dorita (que tenia algo de larva en la figura) y las vicisitudes higrométricas de los huevos alineados por millares en bandejas, se estableció inmediatamente una como afinidad natural. Todo fue bien hasta que apareció en escena el representante de productos agrícolas, un sujeto de media edad, algo gordo y baboso, que le dio veinte duros y un paquete de Chester por dejar Dorita que se la iniera. A partir de ahí -nunca entendió nadie bien por qué- todo empezó a ir de mazo en calabazo y Dorita, cuando la madre murió del patadón del mulo o del marido, se vino a Madrid a casa de la tía.

Dorita callejeó por Madrid un poco pensando en colocarse y un mucho pensando en no colocarse y ver en cambio lo bonita que es la capital. Hasta que un día dio en un cine de la calle de Carretas con uno parecido al representante de productos agrícolas y se ganó allí mismo los segundos veinte duros. Y de cine en cine y de maña en maña se propagó la homología por toda la vida de Dorita hasta no dejarle tiempo apenas para pensar un poco en colocarse. Eran siempre figuras parecidas de señores suaves, fondones, paternales, que no se entendían del todo a sí mismos y que invariablemente se avergonzaban de sí mismos cuando aquello terminaba. Siempre parecían asustados o solitarios. Siempre decían «no te puedo dar mucho», pero siempre pagaban muy de prisa lo poco que prometían al principio. Al final se deshacían sin dejar rastro. Por eso, entre otras cosas, era tan bueno aquel empleo de Dorita. «Me pasan a mí unos casos -pensaba regocijada- que ni "El Caso".» Y todas las semanas leía, de hecho, Dorita, «El Caso», en busca de uno parecido al suyo sin acabar de encontrarlo. Dorita y sus acompañantes coinciden en sólo poder percibirse mutuamente como invencible realidad.

En este segundo Madrid irreal, de picaresca revenida, que como una segunda naturaleza cubre el Madrid real, se le iba a Dorita el dinero, en todo, como agua. En cosas raras que se venden en las calles, en esmaltes de las uñas llegó a coleccionar cientos de frascos. Seguía pareciendo la misma Dorita en guardapolvo de las incubadoras, sólo que ahora no llevaba guardapolvo sino una especie de blusón largo y pantalones. Cuando llevaba pantalones, todavía parecía más un chico listo y hasta hubo equívocos de maricas que la seguían por eso. Y lo que decía su tía: que era poco mirada. Lo cual era verdad, pero no sólo en el sentido monetario en que lo decía su tía, sino también en el sentido de que a Dorita apenas se la veía ir y venir. Este carácter lábil de la figura de Dorita impregnará su existencia entera. Según la portera, era una ventaja tenerla en casa porque «ésta es lista como el hambre y tira para casa». Y la verdad es que en casa dejaba Dorita un tanto semanal para la comida y la cama. Y lo que decía la portera a las que preguntaban: «Que es que se tiene a alguien con una por las noches.» Dorita, pues, se estableció firmemente con su tía e iba -según todas las apariencias- aprendiendo de peluquera en una peluquería de la calle de Atarazanas. Esta precisa y cuidadosa mentira, como Dorita esperaba, había tranquilizado a su tía por completo.

Dorita y Luzmila se encontraron una noche en la puerta del retrete. Fue pura casualidad porque podían no haberse encontrado jamás y este relato no depende de ese encuentro en nada que no sea accidental.

El retrete da a un descansillo dos escalones más abajo que la buhardilla de Luzmila y tres más alto que la cocina de la portera. Es un lugar angosto, alto, con un ventanillo arriba a ras de techo y una bombilla, cagada de moscas, balanceándose, y como mirándose en el tazón mortuorio. Luzmila estaba dentro del retrete cuando giró, movido desde afuera, el picaporte. Luzmila se apresuró a salir en seguida. «Usted perdone», dijo sin mirar al salir, y pasó de largo, alta y hueca, con el abrigo puesto encima del camisón largo. Pero Dorita, que era sociable por naturaleza (y que había ya tratado sin éxito de abordar a Luzmila por pura curiosidad en otras ocasiones), se agarró esta vez al brazo de Luzmila y dijo: «Perdone las prisas, pero no sé qué he comido que estoy que me voy sola.» Luzmila subió a su habitación agitada y contenta. La noche siguiente Dorita se coló en la habitación y dijo: «Me vengo aquí de palique porque estoy de mi tía hasta el gorro.» Luego se hizo la costumbre de que Dorita viniera cada noche. Y Luzmila se acostumbró a esa costumbre y la costumbre, como siempre pasa, la entrampó miserablemente. Dorita charlaba sentada a los pies de la cama e intercalaba trozos de sus aventuras en la charla y se divertía viendo volvérsele la vida, al hablar de ella; un caso. «A mí follar, no creas, no me gusta -contaba-. Algunos lo primero te maman y sobarte y luego los hay los que te cuentan, a los tacaños les da por el novelón, y uno, oye, me dio suavecín todo por el culo como un supositorio y me dijo que no lo sabía hacer de otra manera; si es que la vida es, vamos, de película de miedo.»

Dorita contaba aquellas historias con el tono de voz con que se cuentan curiosidades o chismes y Luzmila llegó a acostumbrarse a ellas sin entenderlas muy bien, como nos acostumbramos a los vecinos sin llegar a entenderlos nunca.

Por aquel entonces tuvo Luzmila un tropiezo que clausuró aún más, si cabe, su vida y la llevó a depender del todo de la compañía infirme de Dorita. A don Antonio el Comulguero le llamaban el Comulguero porque daba la comunión cada diez minutos durante toda la mañana en la capilla de la Virgen del Perpetuo Socorro. Decía misa temprano y luego ya se quedaba en el reclinatorio del altar mayor con la estola puesta y una media casulla sin planchar que le marcaba la cargazón de espaldas. Había siempre, pues, en esa iglesia una fila india, como la cola de la carne, de comulgantes a la espera de don Antonio el Comulguero. Con la práctica había adquirido don Antonio una manera abreviada de decir el Corpus Domini Nostri de un tirón, en una sola palabra, y un sistema de reflejos condicionados que le hacían saltar a dar la comunión tan pronto como veía un bulto arrodillándose ante el altar de la Virgen del Perpetuo Socorro. Así es que, como iba don Antonio al bulto más que a otra cosa, le era fácil a Luzmila comulgar como todo el mundo con la comunión de la misa y luego otra vez u otras dos veces en las comuniones de don Antonio el Comulguero. Pero a don Antonio el Comulguero le llegó el retiro y vino a sustituirle un cura en pompa, fisgón y estudioso, que preparaba la oposición de canonjías y que aprovechaba los espacios entre misas, bendiciones, confesiones, novenas y rosarios para preparar los temas. Solía sentarse en un confesonario céntrico con un bombillón encendido cuya luz iluminaba la garita como un escenario de títeres, y entre tema y tema y ficha y ficha observaba a los devotos y devotas. Llegó a conocerlos a todos, uno por uno, y como era memorioso por naturaleza, además de fijón, llegó un momento en que tenía que hacer exámnes especiales de conciencia, como purgas, para olvidarse de las infimitas necedades en que se había ido fijando sin fijarse, junto con los artículos de la Suma Teológica, y que ahora no se le iban de la cabeza. El caballero del pelo cano con pinta de ordenanza del Banco de Vizcaya, la dama esponjosa que viene a misa sin pintar (Dios la bendiga) y que reza tres rosarios en lo que va del lavabo al último evangelio, la viuda que se pasa la misa buscando la misa en el misal, la niña con las botitas de agua, un chico guapito como San Estanislao que viene piadosísimo todas las mañanas menos los viernes y se arrodilla siempre debajo de la Séptima Estación. Y esa mujer alta, encorvada, que comulga dos veces. La primera vez lo dejó pasar creyendo haberse confundido. La segunda vez saltó como un diablo encima de Luzmila, que se tragó su segundo Niño Jesús del susto y que salió de la iglesia al poco rato con terror indecible y si haber entendido una palabra. Nadie ha visto a Luzmila dos veces seguidas ni una sola vez detenidamente. Cuando nunca más se sepa de ella, no será mucho más invisible, o mucho menos, que antes.

Una tarde Luzmila llegó a casa temprano. Al intentar abrir la puerta y descubrir que estaba corrido el pestillo por dentro, empezó a gritos. Aporreaba la puerta y gritaba. Dorita abrió desde dentro. Luzmila al entrar vio al hombre vistiéndose precipitadamente, escapando envuelto en el lío de la chaqueta y la gabardina echadas sobre los hombros. Dorita salió corriendo detrás. Luzmila se sentó en la cama sin quitarse el abrigo. Llegaba hasta la habitación el rumor de la atardecida urbana, el fosco invierno amarillento, castellano. Se veían las tejas verdosas del tejado muy cerca de la cabecera de la cama, como un despeñadero. Dorita estuvo dos semanas sin venir. Y Luzmila anduvo desparramada y confusa como un hormiguero

Enflaqueció y parecía más ensimismada cada vez o más gris. Es difícil decir si era color lo que Luzmila visiblemente iba perdiendo o corporeidad o entidad o bulto. Quizá ni siquiera sufría porque quizá el dolor tiene para Luzmila la misma estructura tenaz de los objetos materiales a cuya gravedad insoslayables nos acostumbramos al nacer y ya no son ni siquiera obstáculos.

Al cabo de dos semanas volvió Dorita llorosa, contando que algo era un apuro horrible y lo que yo te quiero Luzmila y esto ha sido la primera vez. Dorita se creía hasta tal punto su propia mentira, que lloraba a lágrima viva y decía: «Luzmila, mira como lloro», queriendo hacer notar a Luzmila que siempre hay algo bueno en quien llora. Un esfuerzo en realidad en vano: Dorita y el Niño Jesús de Praga aparecían en la conciencia de Luzmila más alla o más acá del momento judicativo (al fin y al cabo nuestras creencias son estructuras judicativas acerca de objetos reales, posibles o imposibles). Los dos eran parte de la última brizna de identidad que le quedaba a Luzmila. Por lo demás, Luzmila no tuvo ni siquiera ocasión de enjuiciar la historia porque apenas había prestado atención a ella. Lo único que de hecho vio y oyó fue que Dorita pedía perdón, aunque Luzmila no sabía por qué (puesto que el incidente de dos semanas atrás no se conectaba causalmente en la imaginación de Luzmila con el incidente que ahora presenciaba). A Luzmila le había desconcertado terriblemente la ausencia de Dorita; con desconcierto puro; no como aquello que trastorna un plan o un proyecto determinado, sino como aquello que desconcierta pura y simplemente. Este puro desconcierto se cancelaba automáticamente ahora con la pura alegría sin objeto de la vuelta de Dorita, como dos cosas cuantitativa y cualitativamente iguales se cancelan entre sí. «Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» Esta frase había sorprendido siempre a Luzmila porque Luzmila nunca había llegado a descubrir del todo quiénes podían ser en este mundo sus deudores. Luzmila pensaba que nadie le debía nada. Ni los deudores ni los enemigos entran en la verdadera soledad. Ahí sólo entra la enemistad sin enemigos y la falta sin culpables. No hizo falta, pues, que Luzmila perdonara a Dorita. Y le regaló en esa ocasión trescientas pesetas y Dorita vio el sobre de billetes de banco de Luzmila. Se asombró tantísimo Dorita al verlo, que pudo verse la espalda del silencio encorvándose y los claros de las arboledas del polvo del cuarto de Luzmila brillando como nevadas de alfileres fantasmas.

La noche siguiente, cuando Luzmila salió al retrete, Dorita cogió cuarenta duros. En ese momento nació en Dorita la vergüenza, esa misma vergüenza que se volvería años más tarde, para todos los demás, menos para la propia Dorita, desvergüenza. Y de la vergüenza nació, como un buen sentimiento, o por lo menos como un sentimiento fácil e inmediato, la idea de compensar a Luzmila de algún modo porque la idea de compensar de algún modo es de inmediato presente, como posibilidad, en el desequilibrio que sigue a La caída. Para compensar de algún modo a Luzmila por el hurto, comenzó Dorita a copiar en la piel y ternura no saciada de Luzmila las líneas ambiguas del amor. Era como una mala representación en un teatrito de feria. Así, cada tarde al volver Luzmila a casa pensaba en el dulce cuerpo húmedo de Dorita y se alegraba. Y Dorita, en los sueños y duermevelas de Luzmila, era el Niño Jesús -al fin y al cabo una encarnación cualquiera es Encarnación lo mismo que las otras- que dormía hecho una pasta en la cajita del Niño Jesús. Enredada en las líneas de la copia que Dorita hizo del amor, trepaba la crueldad con sus diminutas ventosas translúcidas. Luzmila vivió durante un par de semanas -quizá más tiempo- la enumeración acelerada de la sangre enhebrándose en las inclinadas agujas de una primavera retrasada y vacía. La sexualidad no añade nada al concepto de una relación interpersonal que no se encuentre ya contenido en el mero concepto de esa relación. Lo que añade (y que no se encuentra contenido en el concepto) es la animación sin objeto, la aceleración sonámbula, la trampa absoluta. En cualquier caso, durante esos días las figuraciones devotas de Luzmila se volvieron más agudas, perfectas y absurdas que de costumbre. Y empezó a hablar de ellas sola por las calles y al llegar a casa a contárselas a Dorita.

«Una vez el Niño Jesús no se quería dormir -contaba Luzmila-, y por más que le acunaba no se dormía y no se dormía y todo el rato hablando de la Pasión y lo que dolería la corona de espinas. Vinieron las golondrinas a quitarle los clavos.»

Y una y otra vez reaparecía la misma estampa: el Niño Jesús rubio y gordito, no como los sobrinos de Luzmila, los hijos de sus hermanos, que nacieron reviejos en los años del racionamiento con la piel verde -del color del pan- y las piernas zambas, escocidos, todo el día en un grito. Era diferente con el Niño Jesús, empezando por la Anunciación y lo que dijo el Ángel bien claro, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Aquella calle limpia donde vivía la Virgen en su casita blanca con las puertas verdes que las pintó San José muy bien pintadas. Las ventanas con tiestos de geranios y el jardín de detrás, de columnas de mármol todo el soportal, y una fuente de mármol del mismo color con un arbolito de agua que nunca se agotaba. Todo lo tenía la Virgen limpio, resplandeciente. Al fondo del jardín había perales de peras maduras todo el año y un cuadro de maíz de mazorcas de granos entrerrojos con luz por dentro y dorados que los desgrana el Niño Jesús por las tardes.

Las historias alarmaron a Dorita. «Ésta está como una chota», pensó para sus adentros. Y el pensarlo la tranquilizó en el sentido de que no se tienen las mismas consideraciones con una loca que con una persona corriente. Una loca es, al fin y al cabo, un chiste, la tonta del pueblo, a quien a ratos se acaricia y a ratos se apalea. A Dorita la entretuvieron las historias unos días y luego empezó a hartarse, hasta que una noche, después de rezar juntas «Jesusito de mi vida» que Luzmila había enseñado a Dorita y de dormirse Luzmila rendida, Dorita saltó como una flecha de la cama, abrió la bolsa y se largó con el sobre. Cuando despertó Luzmila a la mañana siguiente y fue a meter la cajita del Niño Jesús junto al sobre como todos los días, vio que el sobre faltaba. Lo rebuscó por toda la habitación cuidadosamente sin terror alguno, como se busca un dedal perdido; no había muchas cosas en la habitación y Luzmila las recorrió todas, una por una, como se comprueba una suma muy fácil. La invadió un vahído que se parecía al vacío de toda la vida en no presentar arista alguna. En no doler o angustiar o preocupar en ningún sentido preciso, en no conectarse causalmente con ningún acontecimiento pasado o futuro. Lo único que Luzmila no hizo -como si de pronto se deshiciera un hábito de toda la vida- fue ir a trabajar esa mañana. Dio vueltas por las calles y en Manuel Becerra entró en el polvoriento parque de plaza de pueblo que queda detrás de la iglesia. Ahí se sentó en un banco y ahí permaneció durante muchas horas, inmóvil. Luego sintió ganas de orinar y se fue andando Alcalá arriba hasta el Retiro, donde sabía que hay unos retretes. Luego volvió otra vez muy despacio a Manuel Becerra. Luego volvió a casa y durmió hasta la mañana siguiente. Y al día siguiente empezó de nuevo, o continuó como de costumbre, de asistenta por horas. E iba guardando más de la mitad del sueldo junto a la cajita del Niño Jesús en un sobre.

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