Hay ocasiones en las que el hombre ilustre, que actúa y encarga siempre a través de intermediarios (por lo general está muy lejos), quiere conocer a su negro para darle instrucciones directas o para que admire su personalidad y se contagie algo de ella o también por curiosidad poco recomendable, y es entonces cuando a Ruibérriz le han surgido problemas. Es consciente de su aspecto indecoroso y sabe que no es cuestión de vestuario ni de dicción ni modales, sino de estilo y carácter y por lo tanto algo inmutable. No es que vaya mal trajeado, ni que lleve un peinado estrafalario (raya muy baja para cubrir una calva, por ejemplo) o no se lave y apeste o le cuelguen cadenas del cuello, nada de eso. Es que lleva pintada en el rostro y los ademanes, en los andares y la complexión y en su incontenible labia su esencia de sinvergüenza. A nadie un poco observador podría hacer objeto de una estafa, no por falta de ganas ni de facultades, sino porque se lo ve venir desde el primer momento a distancia, incluso cuando sus propósitos no son dolosos. Por suerte para él no escasean los distraídos y los incautos, así que a más de uno y una ha engañado en su vida, y la cuenta no ha acabado; pero sabe que no tiene posibilidades con alguien mínimamente suspicaz o precavido. (Se rodea de personas encantadoras por tanto, víctimas excelentes, hombres ufanos y mujeres candidas.) No ser capaz de disimularlo le lleva a no intentarlo tampoco y a dejarse conducir por su gusto y por ese carácter diáfano en su fraudulencia, de manera que las pocas veces en que un prohombre ha querido entrevistarse con él para aleccionarlo o inspeccionarlo o pedirle algún rasgo concreto de su discurso o artículo, ese prohombre se ha encontrado con un sujeto demasiado bien vestido y coqueto, demasiado oloroso y apuesto y demasiado atlético, de sonrisa demasiado cordial y continua y dientes demasiado blancos y rectangulares y sanos, con un agradable pelo echado hacia atrás y con ondulaciones sobre las sienes, un poco abultado pero ortodoxo, con algunas canas que no le dan respetabilidad porque parecen pintadas o de mercurio (un pelo de músico), amable y dicharachero en exceso, de actitud nada modesta y descomunal optimismo, alguien jovial y que no quiere sino gustar o no sabe hacer otra cosa que procurarlo, lleno de proyectos y sugerencias, con demasiadas ideas no solicitadas, demasiado activo, algo aturdidor y que inevitablemente da la impresión de buscar algo más de lo que se le está proponiendo, un enredador en suma. Tiene largas pestañas vueltas, la nariz recta y picuda con el hueso muy marcado, y el labio superior se le dobla hacia arriba al sonreír y reír (y ríe y sonríe mucho), dejando ver su parte interior más húmeda y confiriendo a su rostro una salacidad innegable que parece involuntaria (no es extraño que cautive a bastantes tipos de mujeres). Siempre está muy erguido para subrayar su estómago demasiado plano y sus pectorales tan pronunciados, cuando está de pie suele cruzar los brazos de manera que cada mano cae sobre el bíceps del otro lado, parece que se los esté acariciando o midiendo. Es uno de esos individuos a los que, vayan como vayan vestidos, uno ve siempre en niki y con botas altas, y creo que con esto ya he dicho bastante. Lo cierto es que cuando lo ven las personas eminentes, suelen sobresaltarse y echarse las manos a la cabeza: 'Ah mais non!', se sabe que dijo una vez un antiguo embajador en Francia para el que iba a escribir una delicada pieza internacional. 'Me han traído ustedes a un marsellés, a un maquereau, a Pépéle-Moko en persona, cómo decir, ¡me quieren poner en manos de un chuloputas!', le salió por fin la palabra patriótica. El embajador no quiso atender a razones ni ver ninguno de sus textos, le negó el trabajo y castigó al intermediario. Y un Director General del Libro con el que había cumplido extraordinariamente (tres discursos impecables, aburridos y vacuos como es la norma, pero llenos de citas sugestivas de autores nada manidos) decidió no encargarle nada más tras recibirlo un día en su despacho: el encuentro duró pocos minutos, pues Ruibérriz, para congraciarse, le habló de esos escritores que solía citar en su beneficio, lo cual irritó al director general, ya que no sólo le recordaba que él no era el verdadero autor de los competentes discursos, como había llegado a creer hasta aquel mismo instante gracias a un notable proceso de disociación (esto es, pese a tener delante a su negro), sino que además le impidió meter baza y lo obligó a balbucir, ya que, falto hasta de curiosidad, lo desconocía todo sobre esos nombres que habían estado en sus labios y le habían hecho recoger aplausos, sobre todo de sus subordinados. Se sabe que comentó luego a esos inferiores: 'Ese Ruy Berry tiene el aire podrido y me parece un farsante' (y 'Berry' lo dijo con acento inglés), 'no quiero saber nada más de él, es un name-dropper, verdad; naturalmente, no hace más que hablar de autores oscuros e insignificantes que nadie conoce, ¿y cómo sabemos que no nos mete goles en los discursos para desprestigiarnos? Digan al señor Berri' (y ahora le salió pronunciarlo a la francesa, con acento agudo) 'que sus servicios, verdad, ya no son requeridos ni necesarios. Páguenle para que no hable y, naturalmente, hagan el favor de buscarme a un negro, verdad, que no parezca un bañista.' Ruibérriz hubo de esperar a la destitución de ese director general para volver a recibir encargos de esa dirección general. Aprendió la lección, y hace ya mucho que no se presta a entrevistas con sus contratantes, o mejor dicho, las acata cuando no hay más remedio y hace que vaya yo en su lugar con la connivencia de los intermediarios, quienes comprenden que a un senador o al nuncio les acompleje o escueza encontrarse con un sujeto garrido que parece ir en albornoz o en niki (mi aspecto es más discreto y no causa alarma). Por eso no sólo he sido su voz a veces, sino también su presencia: de mala gana, ya que el trato con la gente suprema suele ser vejatorio.

Fue por lo tanto a Ruibérriz, que está tan enterado de todo y conoce a tantas personas, a quien pregunté por el excelentísimo Juan Téllez Orati. Lamentablemente no lo conocía en persona, aunque sí sabía quién era, es decir, me dio su ficha:

– Académico de Bellas Artes y creo que de la Historia -me dijo-, de ahí lo de excelentísimo, aunque el tratamiento se lo podría haber ganado también, supongo, por los otros dos costados, y aún puede que de aquí a su muerte le caiga algún título menor nobiliario, está en buen contacto con la Casa Real. Aunque ya está muy retirado les presta servicios, un buen cortesano, de los de hace veinte o más años. No ha escrito gran cosa, quiero decir de libros, pero tiene o tenía influencias y aún publica artículos sobre pedanterías remotas en algún periódico. Imagino que asistirá como un clavo a las sesiones de sus Academias, a falta de otras actividades de las que lo habrán ido apartando. Está ya de despedida, seguramente es un fue que se resiste a serlo, como la mayoría. A él lo mantiene a flote el contacto palaciego, pocos favores sensatos se le negarían por ese lado, según he oído. Eso es lo que sé, no sé si es bastante. ¿Por qué?

Esto me dijo Ruibérriz, los dos sentados ante una barra, al día siguiente del entierro de Marta Téllez. No mencionó esa muerte, no parecía al tanto. Sus datos me hicieron extrañarme de que sólo una treintena de personas hubiera asistido a ese entierro, y también de no haber visto allí ninguna cara que conociera con anterioridad, de la televisión o de fotografía. Tal vez la familia había querido una ceremonia más bien íntima, dadas las circunstancias mal explicables del fallecimiento, pero en cambio había publicado esquela, bien es verdad que la misma mañana del sepelio, la gente no lee el periódico de madrugada, ni siquiera muy de mañana: quizá así habían cumplido el precepto social y a la vez habían esquivado presencias que les habrían resultado inquisitivas o intrusas en aquellos momentos.

– Por nada que valga la pena contar por ahora -contesté. No había pasado el suficiente tiempo para que mi muerte se constituyera en anécdota (la muerte de Marta, mía sólo porque la había visto, no es poco para hacerla propia, si bien tanto menos que causarla), y aunque sé que Ruibérriz es fiel amigo de sus amigos, tampoco yo logro fiarme de él enteramente. Su rostro me agrada y se me hace cada vez más simpático con los años, pero no por eso deja de inspirarme aprensión y recelo: vaya como vaya vestido, yo también lo veo en niki, como todo el mundo. Así lo veía aquel día pese a ir los dos vestidos de invierno, los dos incómodamente sentados en taburetes ante la barra, lugar por el que él tiene predilección en los cafés y en los bares, como si sentarse ahí fuera un signo de juvenilismo, también una manera de controlar los locales y facilitarse la precipitación de una huida. Me lo imagino bien saliendo a la carrera de un tugurio o una timba, con una flor en el ojal y de madrugada. Incluso con la flor entre los dientes-. ¿Y Deán? ¿Te dice algo? Eduardo Deán. -Vi que Ruibérriz se quedaba parado como si no fuera la primera vez que oía el nombre-. Eduardo Deán Ballesteros -completé.

Ruibérriz se pasó brevemente la lengua por su labio superior que se le doblaba hacia arriba (pero ahora estaba pensativo). Luego negó con la cabeza.

– No.

– ¿Estás seguro?

– No me dice nada. Por un momento he creído que sí, que me sonaba el apellido, pero no, o si me dice algo no logro acordarme de lo que pueda ser. A veces a uno le suena algo porque acaban de mencionárselo, sólo que ese presente recién transcurrido se aparece un instante como pasado lejano. Creo que eso es lo que me ha sucedido. ¿Quién es?

Ruibérriz no podía evitar preguntar. No lo hacía tanto por verdadera indiscreción o curiosidad cronificada cuanto por confianza, sabedor de que si yo no quería contestarle a algo no lo haría, y se lo dejaría claro, como de nuevo hice.

– No lo sé muy bien, tengo casi sólo el nombre. -Y eso era cierto, sabía de su estado casado y viudo pero no de su profesión, Marta había mencionado su nombre de pila natural e intolerablemente varias veces, pero siempre en el ámbito conyugal y doméstico, no en ningún otro. Tampoco me había contado de él en las dos ocasiones previas, como si no quisiera ocultar que estaba casada (no lo ocultaba), pero tampoco hacerlo demasiado presente-. ¿Conoces a otros Téllez? ¿Luisa Téllez, Guillermo Téllez?

– El segundo debe de ser el hijo de Guillermo Tell, llevará una manzana con flecha en la coronilla. -Ruibérriz no pudo abstenerse de hacer el chiste. Se tocó la rodilla cruzada como gesto festivo. Tampoco lograba abstenerse de hacerlos ante quienes no apreciaban los chistes, ni buenos ni malos, y entonces caía fatal, era uno de sus problemas. Esperó a que le reconociera la gracia y sonriera un poco para continuar-. Hay un tipo de la radio -añadió-, pero no se llama Guillermo. ¿Qué son, hijos de Téllez Orati?

– Sí, son hijos. -Y estuve a punto de añadir 'los que le quedan vivos', pero no lo añadí, eso sólo habría traído más preguntas de mi amigo-. ¿Habría manera de conocer a Téllez el padre?

Ruibérriz se echó a reír ahora, el labio vuelto y la dentadura relampagueante como si le estallara. Me miró con zumba. Con las dos manos se agarró del foulard que llevaba al cuello y que se había dejado puesto pese a estar en un interior caldeado, a modo de adorno. (Se agarró a él para sujetar la carcajada corta.) Hacía juego con sus pantalones, ambas cosas de color crudo: distinguido color, pero más apropiado para la primavera. En un taburete cercano había dejado su largo abrigo de cuero negro, a veces lleva uno así, como si saliera de una película de las SS, le gusta resultar llamativo sin esforzarse.

– ¿Qué interés tienes en entrar en contacto con esa momia? No me digas que te traes negocios reales.

– No, claro que no, eso acabas de decírmelo tú -dije-. Ni siquiera estoy seguro de querer conocerlo a él, y ni siquiera tengo muy claro el motivo; pero de todos ellos es el único del que sabemos algo. Puede que lo que quiera sea conocer a los hijos. O a la hija, el padre sería un medio.

– ¿Y ese Deán qué pinta? -preguntó Ruibérriz.

– ¿Habría manera con Téllez? -le pregunté yo, para insistirle y también para evitar responderle.

A Ruibérriz le agrada hacer favores, o al menos mostrar que está en disposición de hacerlos, eso agrada a todo el mundo, cavilar, dudar y poder decir luego: 'A ver qué se puede hacer', o 'Me lo voy a pensar', o 'Yo te lo arreglo', o 'Me ocuparé de lo tuyo'. Caviló, pero durante pocos segundos (es hombre de acción, piensa rápido o apenas piensa), luego pidió otra cerveza al camarero (Ruibérriz es uno de los pocos hombres que hoy en día se atreven a dar palmas o a chasquear los dedos en los bares y en las terrazas, y nunca he visto que ningún camarero se lo afee o se ofenda, como si tuviera bula para conservar las prácticas abusivas de los años cincuenta y fuera tan innegable su pertenencia a ellos -uno imita y aprende en la infancia- que se comprendiera por tanto el gesto. Ahora chasqueó los dedos dos veces, el corazón y el pulgar, el pulgar y el corazón). Descruzó las piernas y se puso de pie, así estaba más alto que yo; se volvió más hacia mí con la cerveza nueva en la mano derecha y su gran sonrisa reventona.

– Siempre puedes hacerte pasar por periodista -dijo-. Seguro que estaría encantado de concederte una entrevista. Cuanto más olvidados y viejos, más locos por que les hagan caso. Se vuelven ansiosos, se les acaba el tiempo.

– Prefiero no ir con engaños, esa entrevista no se publicaría y él la estaría esperando. ¿Habría otra manera?

Ruibérriz de Torres cruzó los brazos y dejó caer sus manos sobre los bíceps, estaba de pie, parecía divertido, algo se le había ocurrido que le divertía, una maquinación, un artificio.

– Puede que la haya -dijo-. Pero a lo mejor tendrías que hacer un trabajito fino.

– ¿Qué trabajito?

– No te preocupes, nada que no sepas hacer. -Se pasó la lengua por los labios, se le acentuó la cara de sinvergüenza y miró a su alrededor, en la mirada una mezcla de búsqueda de alguna presa y consideración de una huida-. Dame un poco de tiempo y quizá te lo ponga a huevo. -La última parte de la frase la dijo con un poco de excitación, la misma expresión lo indicaba, 'quizá te lo ponga a huevo' sonó como si hubiera dicho 'Déjalo de mi cuenta' o 'Yo te lo soluciono' o 'No sabes qué idea'-. No me quieres decir tus intenciones, ¿eh?

Quise contestar la verdad, y decirle: 'En realidad no las tengo, me ha ocurrido una cosa horrible y ridicula y no dejo de pensar en ella como si estuviera encantado; no quiero averiguar nada porque no tengo nada que averiguar, ni quiero salvar a nadie porque ella ya ha muerto, ni quiero conseguir nada porque no hay nada que conseguir, si acaso reproches o el odio injustificado de alguien, de ese Deán por ejemplo, o del propio Téllez o de sus hijos vivos, o hasta de un tal Vicente despótico y malhablado que se la tiraba sin más misterios, yo ni siquiera llegué a hacerlo una vez, la primera. Tampoco quiero suplantar ni perjudicar a nadie, usurpar nada ni vengarme de nadie, expiar una culpa ni proteger o tranquilizar mi conciencia ni ahuyentar mi miedo, no hay por qué, no he hecho nada ni me han hecho nada y lo malo o peor ya ha pasado sin causa, no me mueve ninguna de esas cosas que son las que siempre nos mueven, averiguar, salvar, conseguir, suplantar, perjudicar, usurpar, vengar, expiar, proteger o tranquilizar y ahuyentar; tirármela. Y aunque no haya nada algo nos mueve, no es posible estar quietos, no en nuestro sitio, como si de nuestra mera respiración emanasen rencores y deseos vacuos, tormentos que nos podríamos haber ahorrado. Y ahora no sólo no hay nada que quiera saber sino que soy yo quien debe ocultar, es de mí de quien se pueden averiguar los actos y también los pasos o arrancarme un relato y obligarme a que cuente, mis pasivos actos y mis envenenados pasos, "Pero no han hecho sino empezar, y por lo visto Eduardo está dispuesto a encontrarlo", he oído decir, y ese "lo" se refiere a mí y no a otro, ni siquiera a ese Vicente que estará en mis manos si yo me descubro y a quien de hecho iba dirigida inocentemente la frase. No tengo intenciones. Es sólo que me ha ocurrido una cosa horrible y ridicula y me siento como si estuviera bajo un encantamiento, frecuentado, acechado, revisitado, habitado, mi cabeza habitada y también mi cuerpo habitado y haunted por quien no he conocido más que en su muerte, y en algunos besos que nos podríamos haber ahorrado.' Habría querido contestar todo esto, pero hasta las primeras cinco palabras solas habrían intrigado a Ruibérriz más que la respuesta que le di, más común y más simple y más comprensible:

– No de momento.

No faltaba ya mucho para la hora de comer, en que nos separaríamos, cuando aún se siente el día como mañana; fuera llovía, lo veíamos por las cristaleras grandes y en la gente que entraba empapada por la puerta giratoria, enredándose con sus paraguas aún mal cerrados. Caía la lluvia como cae tantas veces en la despejada Madrid, uniforme y cansinamente y sin viento que la sobresalte, como si supiera que va a durar días y no tuviera furia ni prisa. La mañana era anaranjada y verdosa, y esa lluvia caería con aún menos prisa un poco más lejos, más allá del centro y más allá de los barrios sobre la tumba de Marta Téllez, gotas sobre la piedra que sería lavada gratis hasta el fin de los tiempos o el fin de la piedra, aunque sólo de tarde en tarde en este lugar de aire tan seco, ella estaba a cubierto y además no escaparía como escapaban los transeúntes de la Gran Vía cruzando rápidos la calzada y retirándose de la acera y buscando aleros y tiendas y bocas de metro para cobijarse, como cuando sus antepasados que llevaban sombrero y faldas más largas corrían para protegerse de los bombardeos durante el largo asedio sujetándose esos sombreros y con esas faldas volando, según he visto en los documentales y fotos de nuestra Guerra Civil padecida: aún viven algunos de los que corrieron entonces para no ser matados y en cambio otros nacidos después ya se han muerto, qué extraño: Téllez vive y no su hija Marta. Un grupo de personas refugiadas bajo la marquesina de nuestro bar, ese bar que ya existía en los años treinta y vio por tanto caer las bombas y caer a los transeúntes que no escaparon en la desolada Madrid hace medio siglo y más tiempo, nos dificultarían la salida cuando saliéramos.

Ruibérriz se echó un puñado de peladillas a la garganta y miró con aprensión su abrigo de nazi: se le mojaría, un fastidio. Se disculpó y fue al lavabo, tardó más de la cuenta y cuando regresó pensé que tal vez se había metido una raya para hacer frente a la lluvia y al estropicio previsto de su prenda de cuero, también al almuerzo que le aguardara, en el que se ventilaría sin duda algún asunto importante, no hay nada en lo que él intervenga que para él no lo sea. Sé que esas rayas las toma de vez en cuando para mantenerse jovial más rato y seguir gustando y poder seguir aturdiendo, también eso le ha traído algún problema con sus clientes, sobre todo con los que tenían interés por el género y acababan por exigírselo. Se quedó de pie junto al taburete, melancólico o pensativo un momento, como si lamentara sentirse excluido de un proyecto importante que además iba a depender de él en sus primeros pasos.

– Bueno, como quieras, no me cuentes nada, en eso quedamos -me dijo-. Pero tampoco me preguntes tú de momento. La cosa es posible pero el medio es delicado. Dame un poco de tiempo y ya te avisaré cuando haya algo de algo.

Y a continuación hinchó el pecho con sus pectorales tan desarrollados y, cogiéndose la muñeca izquierda con la mano derecha como hacen los luchadores antes de sus combates, pasó a hablarme o a ponerme al día de sus ventajosos tratos con algunas mujeres.

No le pregunté durante el poco de tiempo que le di o bien todo el tiempo que quiso, no le llamé ni supe nada de él durante casi un mes, el que tardé en conocer a Téllez y a Deán y a Luisa, primero al padre y después a la hija y al yerno, a estos dos casi simultáneamente. No le pregunté, y al cabo de esas cuatro semanas me llamó y me dijo:

– Espero que sigas interesado en lo de Téllez Orati.

– Sí -di je yo.

– Porque ya te lo tengo: te lo voy a presentar, o mejor dicho vas a conocerlo tú sin que yo esté delante. Pero prepárate, hijo, no es el único a quien vas a conocer.

– A ver. ¿Cuál es el trabajito fino?

Ruibérriz hace los favores de sumo grado, no se abstiene de subrayar y luego recordar su mérito durante meses y años, exige que se aprecien la habilidad y el esfuerzo.

– No te creas que no me ha costado conseguírtelo, sin engaños, como pediste: dos mil llámalas, mucha espera, mucho intermediario y un par de encuentros. Ahí va: le vas a escribir un discurso al Único.

– ¿Al Único?

– Así es como lo llaman los de su entorno, el Único, el Solo, Solus, hasta el Solitario y de ahí el Llanero, Only the Lonely también lo llaman, y Only You, de todo, cuanto más cerca de alguien grandioso menos se utiliza su nombre o su título, y Téllez lo está aún bastante, ya te dije. La cosa ha sido un poco lenta, como corresponde, pero ahora está ya a punto: sabía por gente del Ministerio que el Único no andaba contento con sus últimos discursos, al parecer nunca lo ha estado mucho, es muy quisquilloso con eso, y él y los suyos han probado ya de todo, funcionarios, académicos, catedráticos, notarios, columnistas fachas y columnistas rosados, columnistas calumnistas, poetas untuosos y poetas místicos, novelistas caligráficos y novelistas castizos, dramaturgos huraños y dramaturgos cursis, todos españolísimos, y no han quedado nunca muy satisfechos con nadie: ninguno de estos negros ocasionales se atreve a no ser impersonal y mayestático, así que el Único se aburre cuando ensaya ante el espejo en casa y también cuando lee el tostón en público, y además ya le harta que al cabo de tantos discursos y tanto reinado siga siendo tan irreconocible y neutra su voz oratoria. Quiere tener un estilo propio, como todo el mundo, se huele que nadie le atiende nunca. Parece que ha querido escribir algo él en persona, pero trataron de impedírselo y además no le salió, tiene ideas pero le cuesta ordenarlas. A través de un tipo del Ministerio le hice llegar a Téllez algunas de nuestras piezas, mejor dicho de las tuyas más recientes, y están dispuestos a probarnos, se habían fijado ya por su cuenta en la conferencia del presidente de la Cámara y en la salutación de las Vírgenes sevillanas al Papa, no captaron las indecencias. Téllez nos es favorable y está encantado, nos considera descubrimiento suyo y se siente feliz de ser útil una vez más, buen cortesano. Pero el Único quiere verte, se toma sus molestias con esto. Bueno, quiere ver a Ruibérriz de Torres, y ya comprenderás que yo no voy a presentarme en Palacio, ni ganas. Téllez también lo comprende, está al tanto de nuestros métodos y limitaciones, sabe que serás tú quien componga y comprende que Ruibérriz seamos dos, a estos efectos.

– Lo has visto, entonces -dije.

– Sí, me citó en la Academia de Bellas Artes, y noté que estaba a punto de hacer que los ujieres me trincaran o echaran en cuanto me vio aparecer, tomándome por un carterista, un ganzúa, qué sé yo, lo de siempre, se llevó la mano al pecho en seguida como quien se cruza con un pickpocket. Es algo pesado, los años; pero agradable, la cara se la conocía, del hipódromo más que de fotos, iba antes, no sale mucho retratado. Luego se calmó, creo que no le caí mal, un poco momia pero se puede tratar con él. Así que prepárate: pasado mañana a las nueve te pasará a recoger en coche el propio Téllez, te verás con él y con el Único media hora o menos y no sé si con alguien más, y si todo va bien les harás el discurso. No creo que eso te obligue a hacerles más en el futuro, seguramente tampoco quedarán satisfechos, es su norma y su esencia. No pagan gran cosa, como negocio es mediano tirando a basura, la Casa es tacaña, demasiado acostumbrada a que todo el mundo se sienta extasiado por el encargo y nadie les cobre nada. A veces, si el negro es muy vanidoso o bien viperino, le envían un cortaplumas con una R, un escudo, una moneda de emisión especial, una foto dedicada con un marco pesado de Villanueva y Laiseca, cosas así. Yo ya he dejado claro que nosotros tarifa mínima, somos profesionales. Pero eso no te importará, ¿verdad? Se trataba de conocer a Téllez, ¿verdad?

– A ti no te importa que tu parte sea también la mínima -le dije.

– No, claro está que no.

– ¿Qué discurso es?

– Eso no lo sé aún, Téllez te lo explicará, o alguien del Ministerio más adelante, si por fin nos aceptan. Cosa extranjera, creo, Estrasburgo, Aquisgrán, quizá Londres, o Berna, no sé, no me han dicho. Pero eso es lo de menos, ¿no? Vaguedades en todo caso. Se trataba de ver a Téllez, ¿no? -insistió Ruibérriz. Esperaba que lo premiara contándole por qué me había dado por conocer a la momia. Había sido eficaz, aunque, como siempre, por la vía más complicada posible, siempre busca más de lo que se le pide, siempre amplía lo que se le propone, sus ideas no solicitadas y sus enredos. Podía haberme convocado también a mí en la Academia de Bellas Artes para su cita previa, y luego ya habría yo decidido si quería o no más encuentros, sin necesidad de meter al Solo por medio. Pero ya estaba así hecho.

– Sí, de eso se trataba. -Fue lo único que le contesté inicialmente, es decir, por iniciativa propia; pero como noté en su silencio que le parecía poco y a mí también me lo parecía, añadí-: Te debo una, no sabes cómo te lo agradezco.

– Me debes la historia, más adelante -contestó él, y su tono me hizo ver su sonrisa tan blanca al otro lado del teléfono: no me la exigía, no lo había dicho imperativamente.

– Sí, más adelante -dije, y pensé que tal vez se la iba debiendo ya a mucha gente, contar una historia como pago de una deuda, aunque sea simbólica o no exigida, nadie puede exigir lo que no sabe que existe y a quien no conoce, lo que ignora que ha sucedido o está sucediendo y por tanto no puede exigir que se revele o que cese. Se la debía al curioso y activo Ruibérriz y al marido Deán, que no había hecho sino empezar y estaba dispuesto a encontrarme; quizá al precario e inactivo Téllez y a sus dos hijos vivos, a ninguno de ellos le gustaría saberla, pero puede que le gustara a María Fernández Vera, pariente sólo política, y sin duda querría estar enterado el irritable Vicente, aunque habría preferido ser él quien contara, y en cambio a Inés le horrorizaría oírla; quizá se la debía también a la joven del portal de Conde de la Cimera, había interrumpido su discusión o su despedida o sus besos, aunque ella no se habría preguntado por tal historia ni por mí tampoco, seguramente; puede que se la debiera incluso al conserje nocturno del Wilbraham Hotel de Londres, lo había molestado a altas horas de la noche o muy de mañana por esa causa. Se la debía a Eugenio, el niño, que habría vuelto a su casa si se lo habían llevado de allí la primera noche, a su cuarto, él y su conejo enano amenazados de nuevo por los apacibles aviones pendientes de hilos mientras durmieran -la oscilación inerte-, soñando ahora el peso de su madre ausente y cada vez más leve, pasajera de uno de esos aviones, también el niño bajo encantamiento. Sólo que el suyo viajaba ya hacia su difuminación, y se desharía pronto.


Téllez y yo llegamos con adelanto en su coche aparentemente oficial, pero el Único nos hizo esperar, como corresponde a su rango y a su ocupación, supongo que irá con retraso siempre en sus actividades diarias y que cuando se acumule el retraso cancelará alguna actividad en el último instante recuperando así de golpe la puntualidad y el horario, para mí esa estela continua y el azaroso método para suprimirla serían una maldición, y ahora era consciente de que aunque estuviéramos hacia el comienzo de la jornada podríamos ser nosotros los cancelados, disculpas formales y vuelta atrás, a un cortesano y a un negro se los puede siempre postergar. Durante la espera en el saloncito algo frío Téllez aprovechó para machacarme una vez más con lo que ya me había recomendado en el viaje, a saber, que no interrumpiera pero tampoco diera lugar a silencios, que sólo hablara cuando se me preguntase directamente o se me invitase a hacer una exposición, que me abstuviera de hacer gestos bruscos y de alzar la voz, ya que eso malquistaba y desconcertaba al Solo (eso dijo, 'malquistaba', sonó a algo en verdad desaconsejable), el tratamiento que debía darle tanto en vocativo como al referirme a su persona, cómo había de saludar, cómo habría de despedirme, no debía tomar asiento hasta que él lo hiciera y me lo indicara, ni levantarme por nada del mundo sin que él lo hiciera, durante todo el trayecto me había sentido como en el colegio o en vísperas de la primera comunión, no sólo por las instrucciones en sí, sino por la manera y el tono en que el viejo Téllez me las transmitía, con una mezcla de indulgencia, reprobación, pomposidad y derrotismo (descontento de los subditos, y poca fe), ahora estaba seguro de que sería un experto en redactar esquelas. Al verme aparecer por el portal de mi casa me había escrutado desde el interior del coche, como si de mi aspecto dependiera que me dejara subir o no (la puerta trasera abierta y sujetada por su moteada mano, su cara grande e inquisitiva inclinada, sus cejas de duende escépticamente enarcadas, me sentí como una puta a la que examina y valora el cliente antes de hacer el humillante gesto con la cabeza, el gesto que significa 'Adentro'); y tras darme la aprobación que sin duda Ruibérriz le había asegurado que me ganaría, me hizo un ademán más bien de urgencia con el mango discreto del bastón que llevaba y con el que se parapetó levemente al entrar yo por fin en el coche, los viejos temen siempre que la gente se les caiga encima. Ahora jugaba con el bastón mientras esperábamos, a ratos se lo cruzaba sobre los muslos como una espada sin filo, a ratos lo hacía girar entre sus piernas con la punta en el suelo como si fuera un compás cerrado. No estábamos solos: desde que nos había hecho pasar al salón un camarlengo vestido de calle o chambelán o lo que quiera que fuese (tras los controles), estaba allí inamovible un criado o factótum disfrazado a la antigua (época para mí indefinida, pero vestía librea verde sandía, calzas negras hasta la pantorrilla, medias blancas y zapatillas acharoladas, si bien no peluca de ninguna clase), hombre francamente anciano junto al que Téllez parecía un muchacho. Téllez lo había saludado diciéndole: 'Hola, Segarra', y él había contestado con alegría: 'Buenos días, señor Tello', sin duda viejos conocidos de tiempos menos benévolos. Este anciano tenía el pelo muy blanco y peinado hacia adelante como el de los emperadores romanos y se mantenía en posición poco marcial de firmes junto a una chimenea en desuso sobre la que colgaba un espejo grande y minado; apenas si cambiaba de postura para apoyarse más en un pie o en otro o quitarse con la mano enguantada alguna mota o bolita del otro guante que así pasaba indefectiblemente al primero (ambos blancos, como las medias, éstas recordaban a las de las enfermeras con grumos); y aunque a los pocos segundos me preocupé por su equilibrio y su resistencia, supuse que llevaría tantos años acostumbrado a permanecer de pie que ese sería ya su natural estado y no notaría el cansancio (por lo demás, tenía una butaquita palaciega al lado, quizá se sentara en ella cuando no hubiera testigos). Y alejado de nosotros, en una esquina, había también un pintor senescente con una paleta en la mano y ante sí una tela de considerable tamaño que nos quedaba de espaldas, montada sobre un caballete que le venía pequeño y hacía temer por la estabilidad del lienzo: no hizo caso de nuestra presencia ni nos saludó ni nada, parecía muy absorto en su obra inconclusa, debía de estar concentrándose para aprovechar al máximo los inminentes minutos en que tuviera a su modelo a tiro. No llevaba bonete, pero sí una especie de guardapolvo o carrick azul pavonado. La paleta le bailaba no poco en la mano, el pincel otro tanto cuando daba un retoque (tenía que ser memorístico), su pulso no me pareció muy firme.

Téllez lo miraba de vez en cuando con displicencia y actitud molesta, y al cabo de unos minutos se dirigió a él esgrimiendo una pipa que se había sacado del bolsillo de la chaqueta y le preguntó:

– ¡Eh, oiga, maestro! ¿Le importa a usted que fume? -No se le ocurrió consultarnos a mí ni al paje Segarra.

El pintor no atendió, por lo que Téllez hizo un gesto aún más desdeñoso ('Que lo zurzan', vino a significar más o menos) y empezó a preparársela. Se le cayeron al suelo algunas briznas del tabaco que recogía con la cazoleta y empujaba con el índice. 'Se va a fumar una pipa', pensé, 'esto puede ir para largo, a menos que en verdad tenga muchísima confianza y aunque llegue Solus no vaya a apagarla.' Pero no me atreví a encender a mi vez un cigarrillo. El viejísimo librea disfrazado de antigüedad se acercó vacilante con un cenicero historiado y de mucho peso que cogió de la repisa de la chimenea inútil.

– Aquí tiene el señor, encantado -dijo depositándolo a cámara lenta en la mesita baja que teníamos al lado, no fuera a calcular mal la distancia y a dejarlo caer abismándola.

– ¿Qué, cómo van las cosas, Segarra? -aprovechó para preguntarle Téllez.

– No lo sé, señor Tello. Cuando han llegado ustedes él estaba todavía fletcherizando sus cereales.

– ¿Estaba qué? -preguntó Téllez aterrado (dejó caer más briznas al suelo), aunque Segarra lo había dicho con naturalidad y confianza. Aquel debía de ser el salón para las visitas de confianza o bien insignificantes (todos éramos servicio, en última instancia), allí probablemente se las amontonaba, como hacen las estrellas del rock con los periodistas.

El maestresala o senescal Segarra (no soy versado en este tipo de cargos) pareció complacido de haber creado intriga o alarma, y también de poder ofrecer una información a la vez útil y extravagante. Tenía los ojos optimistas y vivos del que ha visto muchas cosas insólitas sin entenderlas y por ello conserva íntegra su capacidad de entusiasmo y celebración y sorpresa, también su curiosidad intacta.

– ‘Fletcherizando', señor -dijo, y ahora lo dijo entre comillas a la vez que levantaba uno de sus dedos con guante-. Se trata de un antiguo método de masticación muy sano, que convierte el sólido en líquido, lo inventó un tal Fletcher, de ahí su nombre, y hoy en día hay mucha gente que lo está recuperando. Pero duele un poco en las encías y lleva su tiempo. El sólo lo pone en práctica en el desayuno, con los cereales y el huevo escalfado.

Téllez volvió la cabeza un instante hacia el pintor de corte, para ver si había pegado el oído y estaba atendiendo, pero el hombre del carrick estaba muy ocupado ahora (no le daban de sí los brazos) intentando poner más recto en su caballete el inestable lienzo que no veíamos. Empecé a desear poder echarle un vistazo.

– ¿Quiere decir que son las propias mandíbulas las que acaban licuando los alimentos? -dijo Téllez dirigiéndose a Segarra al tiempo que iba apretando con el pulgar el tabaco que no se le desparramaba. Yo habría dicho que aquel era un tabaco demasíado aromatizado con whisky y tal vez especias picantes, un producto holandés afeminado.

– Exacto, señor, y por lo visto así es mucho más sano que por procedimientos mecánicos. Lo llaman licuefacción anatómica, he oído mencionar el término, al igual que el otro que he empleado. -El criado se disculpaba por su adquisición involuntaria de conocimientos.

– Ya -contestó Téllez-. ¿Y qué le parece si averigua usted cómo va esa fletcherización? No es que tengamos ninguna prisa, pero en fin, para hacernos una idea.

– Cómo no, señor Tello, faltaría más, encantado. Voy en seguida a ver si puedo informarme de algo.

Con paso infinitesimal (aunque no tanto como cuando el peso del cenicero estuvo a punto de siniestrarlo), el lacayo Segarra se dirigió hacia una de las tres puertas del saloncito algo frío (cuanto más rato llevaba uno allí más frío), no desde luego a aquella por la que habíamos entrado, sino a la que él tenía más cerca, al otro lado de la chimenea desperdiciada. (El único muro sin abertura tenía en cambio un gran ventanal apaisado y cuadriculado, excelente luz para pintar, por ejemplo). No quiero ser irrespetuoso ni afirmo ni insinúo nada, pero lo cierto es que durante los largos segundos en que el lento Segarra mantuvo abierta esa puerta oí un inconfundible estrépito de futbolines procedente de la habitación contigua. A Téllez, sin embargo, no pareció llamarle la atención, aunque tal vez era duro de oído para ciertos ruidos, o no le era familiar este en concreto, por barriobajero. El pintor sí lo oyó, e irguió y volteó la cabeza dos veces como si fuera un pájaro, pero despreció el sonido al instante (no le atañía) para volver a colocarse mejor su paleta en la mano, que le vacilaba al menor movimiento imprevisto o mal estudiado. Como si fuera a ser él el retratado.

Téllez no parecía tener mucho interés en mí ni tampoco impaciencia. Probablemente lo que le satisfacía era prestar el servicio, llevarme hasta allí, descubrirme, tener un recomendado y recibir el parabién si ese candidato gustaba y cumplía luego, nada más, y si acaso pasar la mañana en Palacio ocupado de aquella manera indecisa. Mientras encendía la pipa con cerilla de madera me miró de reojo, como para comprobar que no me había despojado de la corbata ni me había ensuciado los pantalones durante la espera, esa fue la sensación que tuve (de hecho avanzó la cabeza para inspeccionarme el calzado con mirada un poco crítica). Yo me había esmerado con mi apariencia, quizá iba demasiado planchado, me sentía pulcro y como envuelto.

Al cabo de varios minutos de pipa muy perfumada (aún más ardiendo) reapareció Segarra con su pelo romano levemente despeinado como si le hubieran pasado una mano festiva por la cabeza y desde lo alto, y ahora, al abrir de nuevo la puerta y tardar en cerrarla, oí sin duda el fragor de un flipper, lo conozco bien desde mi adolescencia y además apenas quedan, por lo que es ya un sonido pretérito, más fijado y reconocible que los que aún se dan y por ello van variando. Oí correr una bola loca y marcar muchos puntos, confié en que la máquina no regalara partida. Segarra, en vez de dar su recado desde la puerta y ahorrarse así un desplazamiento, se acercó muy paulatinamente hasta donde estábamos -creándonos expectativa y algo de temor a que nunca llegara- y no habló hasta que estuvo al lado, un cubiculario observante:

– El proceso de que le hablé ha concluido hace rato con éxito, señor Tello, no se inquiete -dijo-. Ha tenido que recibir a unos sindicalistas, pero ya se están yendo y él viene hacia aquí, está en camino.

Y en efecto, no había terminado Segarra de decir sus frases cuando se abrió la tercera puerta y apareció el Solitario con zancadas veloces y seguido de una señorita que intentaba no quedarse atrás, la falda corta y estrecha la hacía correr un poco con las puntas de los pies hacia fuera y los tacones altos iban arañando el suelo de madera -tal vez muy noble- con diminutas y rectangulares incrustaciones de mármol o de sucedáneo. Yo me levanté en seguida, mucho más rápidamente que el corpulento Téllez, a quien (lo vi en ese instante) se le había desatado de nuevo un zapato, y ahora no estaba su hija para anudárselo. El pintor ya estaba de pie por su parte, pero al ver entrar al Llanero extendió los brazos como una quinceañera histérica ante la irrupción de su ídolo (o quizá -más viril- como un luchador en su esquina que se pone en guardia) y se le acentuó el gesto de empeño artístico. Al saludar yo antes mascullando mi falso nombre (y añadí torpemente y con la boca pequeña: 'para servirle') no pude imitar a Téllez como tenía previsto, y desde luego olvidé la reverencia que me había encarecido; él, en cambio, una vez alzado, se inclinó cuanto le permitió su tórax voluminoso y cogió con veneración una mano de Only the Lonely con las dos suyas, pese a que en la izquierda sujetaba la pipa encendida, con la que estuvo a punto de quemarlo. Seguramente no habría tenido demasiada importancia, ya que una de las primeras cosas en que me fijé fue en que Only You llevaba sendas tiritas de plástico en los dedos índices, una ampolla por quemadura sólo habría roto la simetría. Las efusiones estuvieron a punto de arrollar a Segarra, a quien pillaron allí por medio mientras iniciaba la retirada hacia su lugar con la habitual parálisis. El Único se sentó a mi derecha, en un sillón libre, y la señorita estrechada a mi derecha también, entre ambos, pero en el mismo sofá que yo ocupaba (llevaba en las manos un bloc de notas, un lápiz y una calculadora de bolsillo Texas, y le asomaba de la chaqueta un teléfono); Téllez, tras bambolearse un poco, se dejó caer de nuevo con pesadez en el sillón que había elegido antes, enfrente de mí y casi de espaldas al pintor, al que el Solo saludó de lejos agitando la mano y diciéndole: 'Qué hay, Seguróla', sin esperar su respuesta: debía de verlo a diario, el pintor seguramente lo impacientaba y él procuraba mantenerlo a distancia. Solus tenía unas piernas largas y flacas que cruzó en seguida con desenvoltura (a continuación las cruzó la joven de manera mimética, tenía una carrera en la media que le daba un aire libertino, tal vez se la había hecho forcejeando con los sindicalistas o haciéndole falta a la máquina); vi que llevaba esos calcetines llamados de ejecutivo, demasiado transparentes para mi gusto, se disciernen los pelos aplastados de las pantorrillas; por lo demás, iba vestido como cualquier hombre de mundo, los pantalones un poco arrugados a la altura de los muslos.

– Ojo, Juanito -le dijo a Téllez-, tienes desatado el cordón del zapato. -Y señaló el zapato con su dedo de esparadrapo.

Téllez se miró entonces con estupor, verticalmente -de nuevo su cabeza como una gárgola-, luego con renuncia, como quien se encuentra ante un problema irresoluble. Mordió la pipa.

– Ya me lo ataré después, cuando me levante; sentado no hay peligro de que me lo pise.

El Solitario se inclinó entonces hacia él para cuchichearle -el tórax entero sobre el brazo del sillón, temí que fuera a vencerse-, pero no bajó la voz lo bastante o la distancia era demasiado escasa para que yo no oyera-. Dime, ¿quién es? -le preguntó señalándome levísimamente con las cejas y haciendo bailar dos dedos inquietos en el aire-. Se me ha olvidado para qué veníais hoy.

– Es Ruibérriz de Torres: el discurso nuevo -musitó mi padrino mordiendo aún más la pipa (y por lo tanto en verdad entre dientes).

– Ah, sí, este Ruibérriz de Torres -dijo el Llanero con tranquilidad y ya en voz alta; y se volvió hacia mí-. A ver qué me vas a escribir, ya te puedes andar con cuidado.

No había amenaza en su tono, más bien tendencia a la broma. Es prerrogativa de Only the Lonely tutear a quien tenga delante aunque no lo conozca e independientemente de su edad, condición o título, jerarquía y sexo. La verdad es que la práctica hace muy mal efecto, si yo fuera él renunciaría a ese privilegio. Yo había decidido llamarle de usted y 'señor', tanto al dirigirme como al referirme a él, esto es, 'el señor' en el segundo caso. Lo juzgaba suficientemente respetuoso y no me confundiría, y además me daba lo mismo que luego me regañara Téllez.

– Con todo el cuidado del mundo, señor -dije-. Seguiré al pie de la letra las instrucciones que tenga a bien darme. Usted dirá. -Me pareció que estas primeras palabras me habían salido bastante serenas y circunspectas, aunque él no parecía engolado ni particularmente ceremonioso. Pensé que quizá podía haberme ahorrado las dos últimas, de pronto me chirrió el 'usted' e iban demasiado al grano.

Only You se sentó más recto (había quedado ladeado tras susurrarle a su cortesano), como si por fin se centrara en aquello a lo que estábamos. Cruzó las manos sobre las rodillas cruzadas (llegaba bien, de sobra, los brazos muy largos) y dijo pensativo aunque con buen ánimo:

– Mira, Ruibérriz, vamos al grano: la verdad es que estoy cansado de que nadie me conozca al cabo de veinte años. No es que yo crea que la gente lea o preste mucha atención a mis discursos, pero por algo se empieza, no hay muchas más maneras de que se me conozca sin hacer el ridículo, la mayoría me están prohibidas. Lo que es seguro es que nadie puede tragarse los que vengo soltando desde hace la tira de tiempo, y no se lo reprocho a nadie, hasta a mí me producen bostezos. -Dijo 'desde hace la tira de tiempo', lo cual no me pareció muy elevado; supongo que 'tragarse' podía tragarse en su boca, en cambio-. Los del gobierno tienen siempre la mejor voluntad, y no digamos los escritores. Demasiada buena voluntad, seguramente, cuando me hacen un trabajito se revisten de realeza, o de lo que ellos creen que ha de ser la realeza, como pavos. Unos se inspiran en otros, no hay ninguno que no pida ver algunos de los anteriores discursos cuando se le hace el encargo, y eso se convierte… ¿cómo es la expresión, Juanito?

– ¿En un círculo vicioso? -sugirió Téllez.

– No, hombre, no, no iba a dudar sobre eso -contestó el Único-. Otra. Lo que gira sobre sí mismo sólo para repetirse y volver a su sitio.

– ¿El eterno retorno? ¿Una aguja de marear? -apuntó más dubitativo Téllez.

– ¿Una brújula? -se adhirió la señorita al último sesgo, con cierto oportunismo. Nunca había sido presentada. Tenía agradables piernas de muslos gordos, favorecida una de ellas por la mínima carrera, en realidad no era extraño que se le reventaran las medias.

– No, qué decís, nada de eso, qué tendrá que ver. Otra cosa, sí, hombre, la vuelta entera y otra vez donde estábamos.

Vi que el pintor Seguróla levantaba el brazo con el pincel en la mano, como si fuera un niño aplicado que sabe la respuesta en clase. Eso quería decir que ahora sí estaba escuchando, quizá porque miraba al Solo con intensidad y sin tregua -mirada de fuego-, era de desear que sólo para pintarlo. Solus también lo vio y alzó la barbilla hacia él con hastío y sin fe, como diciéndole: 'A ver con qué nos vas a venir tú ahora.'

– ¿La rueda de la fortuna? -dijo entonces Seguróla, no desprovisto de ilusión y con talante renacentista.

El Solitario abatió una mano en el aire dando al artista plástico por imposible.

– Sí, hombre, y la ruleta rusa, y un satélite, mira este -dijo-. Bueno, da lo mismo, a lo que iba: yo me doy cuenta de que no se conoce mi personalidad, cómo soy, y quizá tenga que ser así mientras viva; pero mientras vivo no puedo dejar de pensar que tal como van las cosas voy a pasar a la historia sin atributos, o lo que es peor, sin un atributo, lo cual es lo mismo que decir sin carácter, sin una imagen nítida y reconocible. No me gustaría que se me recordara tan sólo con frases como 'Era muy bueno' o 'Hizo mucho por el país', aunque no estén mal, no me quejo, tantos otros no han tenido ni eso, y esas apreciaciones confío en poder conservarlas hasta que me llegue el día. Pero no me basta si yo puedo remediarlo en algo, llevo algún tiempo dándole vueltas al asunto y no sé qué hacer, no lo tengo fácil después de tantos años. No quisiera empañar mi ejecutoria, como ahora se dice, pero no se me escapa que son más memorables aquellos que dudaron mucho, o que traicionaron, o que cometieron crímenes o fueron crueles; los que padecieron desvarios graves o llevaron vida de crápulas, los muy sufrientes y los tiranos, los abusivos y escandalosos y los muy desdichados, los trastornados y aun los pusilánimes, los barbazules. En suma, los más cabrones. -Esa fue la palabra que empleó, pero la verdad es que no chocó en el contexto y aun quedó convincente, retóricamente-. En todos los países es lo mismo, basta con echar un vistazo a sus respectivas historias: más llamativos cuanto más denostados. Tampoco quiero que se me vea meramente como el Añorado, a los que vengan detrás no estaría bien jugarles tan mala pasada.

Se quedó callado un momento, como si estuviera contemplando sus propias exequias y viendo el futuro que aguardaba a sus sucesores varios. Seguía abrazándose la rodilla derecha, pero su expresión se había hecho un poco añorante, quizá se estaba añorando a sí mismo anticipadamente. Yo no quería interrumpir pero tampoco dar lugar a silencios, Téllez me había recomendado evitarlos. Esperé un poco. Esperé otro poco. Tenía ya una frase en la punta de la lengua cuando por fin se me adelantó Téllez:

– Pero no podéis cometer villanías ni atraeros desgracias, señor, por ese motivo -le dijo levemente angustiado-. Quiero decir tropelías -rectificó en seguida la connotación incompatible.

'Santo cielo, le llama de vos', pensé, este hombre es en verdad un entusiasta.'

– Descuida, Juanito, no pienso hacerlo contestó el Llanero dándole una palmadita en la mano con una de sus tiritas: le dio un poco fuerte en la mano floja que sostenía la pipa, que salió volando humeante. Vi cómo Segarra la contemplaba en el aire con aprensión indecible (dos dedos enguantados sobre los labios), temiendo que fuera a caer sobre la cabeza o el traje de mundo de Only the Lonely (de haber sido joven habría corrido para cazarla al vuelo). Por suerte se estrelló contra el cenicero, ahí se vio la ventaja de que éste fuera enorme; rebotó dos veces y con tanta fortuna que no se partió, así que Téllez la recogió como se atrapa una pelota rebelde de ping-pong y sin dilación sacó una cerilla y le aplicó otra llama, mientras él y Only You, la señorita y yo, Seguróla y Segarra desde la distancia, reíamos todos brevemente al unísono. La risa de la joven fue la más aparatosa: estuvo a punto de salírsele de la chaqueta el teléfono por culpa de las sacudidas un poco histéricas, y temí que fuera a malquistar al Único con sus movimientos tan bruscos. Luego éste prosiguió, era de esos hombres que no pierden el hilo, suelen ser personajes temibles-: Pero eso no quita para que en las escasas ocasiones que tengo de dirigirme a la gente quiera que se me adivine más, y se me reconozca. Por supuesto que nadie cree que esos discursos los escriba yo, en realidad la cosa es fantástica: todo el mundo sabe positivamente que no los escribo yo, y sin embargo todo el mundo los recoge y se ocupa de ellos como si fueran en verdad mis palabras y reflejaran mi pensamiento particular. Los periódicos y las televisiones dicen tan tranquilos que yo dije tal cosa o que dejé de mencionar tal otra, y fingen atribuirle a eso mucho significado y alguna importancia, fingen entender entre líneas y ver oscuras alusiones o incluso reproches, cuando ellos son los primeros en saber que de cuanto yo he leído en todos estos años no soy en modo alguno el responsable auténtico ni directo, es decir, que como mucho he dado mi visto bueno, o ni siquiera yo sino mi Casa; que a lo sumo he suscrito o hecho mías (un mero nihil obstat, no más) unas palabras que nunca son mías, sino de cualquiera o de muchos distintos o de esa cosa vaga llamada la institución, en realidad de nadie. Todo esto es un fingimiento fantástico al que nos prestamos todos, desde yo mismo hasta los políticos y la prensa hasta los pocos lectores o telespectadores, los ciudadanos tan candidos o con tan buena fe como para fijarse en lo que se supone que digo y pienso. -El Solo hizo una pausa, o más bien se quedó de nuevo callado mientras se acariciaba una sien meditativo. Vi que la tirita del dedo índice derecho se le estaba levantando un poco por causa de estas caricias absortas, me pregunté qué dejaría al descubierto si se le desprendía: ¿un corte, una quemadura, una llaga, mercromina, forúnculo, un callo efecto del futbolín y el flipper? Me regañé a mí mismo por tener tales pensamientos, había que ser muy vicioso de estos juegos recreativos para que a uno le saliera callo. A mí aún me divierte y relaja jugar a ellos, pero si me falta tiempo cuánto no iba a faltarle a Solus, siempre tan ocupado e institucionalizado, en el supuesto improbable de que le gustaran semejantes entretenimientos. Deseché la irreverente idea, se habría hecho lo que fuera esquiando o por dar mucho la mano. También me pregunté de nuevo si debíamos permitir tanto silencio. Pero esta vez fue la señorita quien me impidió caer en las tentaciones (la carrera se le iba agrandando, y más que levemente disoluta empezaba a parecer una perdida):

– Pues yo soy de esas, señor, de las que se fijan: tanto en la prensa como en los telediarios bebo vuestras palabras cuando las pillo. Aunque no las escribáis vos mismo, hace gran efecto que seáis vos quien las dice; hasta a mí misma, que os veo a diario en privado y sé lo que hacéis y lo que opináis sobre muchas cosas, me cuesta no tomármelas al pie de la letra sobre la pantalla, aunque no siempre entienda de qué se trata.

También lo llamaba de vos, no supe si como norma o por momentáneo influjo de Téllez.

– Tú eres muy buena y leal, Anita -contestó el Solitario sin hacer mucho caso.

– Yo también me intereso, señor, y os grabo mucho en mi vídeo cuando salís en la tele, para estudiaros las expresiones cuando pensáis en voz alta -dijo entonces el pintor desde su rincón de castigo, aupado también al vos en imitación de los otros.

– Tú es que no te enteras, Seguróla -le respondió el Llanero, pero lo dijo entre dientes y el pintor no oyó bien: de hecho se llevó una mano al oído olvidando que tenía el pincel en ella, se embadurnó un poco la oreja, se pasó un trapo sucio para limpiársela. Todos menos él reímos otra vez brevemente, pero ahora con disimulo. Era obvio que a su modelo lo sacaba de quicio-. Bueno, a lo que iba: no tengo nada en contra de toda esta farsa, que sin duda es necesaria; así ha sido siempre y más ha de serlo ahora, en estos tiempos en que los personajes más públicos tenemos encima perpetuamente el ojo y el oído del mundo multiplicados por mil cámaras y micrófonos, manifiestos y ocultos, un verdadero agobio, yo no sé cómo no nos suicidamos todos. A menudo me siento como un… ¿cómo es esto, Juanito? Ya sabes, un chisme de esos ante el microscopio. -Y formó un diminuto círculo con el pulgar y el índice para mirar por él, inclinado, hacia el cenicero con cerillas y briznas.

– ¿Una brizna? -apuntó Téllez sin esforzar la imaginación lo más mínimo.

– No, hombre, no, eso lo tengo aquí delante.

– ¿Un insecto? -volvió a probar.

– No, qué un insecto, qué dices.

– ¿Una molécula? -aventuró la señorita Anita.

– Parecido, pero no.

– ¿Un virus? -dijo el mayordomo Segarra desde su puesto junto a la chimenea inservible. Había alzado respetuosamente el guante blanco.

– No, tampoco.

– ¿Un pelo? -voceó Seguróla desde su caballete recurriendo sin duda a recuerdos de infancia. -Pero qué pelo ni qué pelo, venga de ahí.

– ¿Una bacteria? -me atreví por fin a hablar yo.

Dudó Only the Lonely, pero parecía ya harto de nuestra incompetencia.

– Bueno, posiblemente sea eso. Como una bacteria ante el microscopio, da lo mismo. Y eso es lo incongruente: que con tanta vigilancia y estudio no se me conozca de veras y mi personalidad sea difusa; y como todo es farsa, no veo por qué no podríamos dirigir nosotros un poco más esa farsa y hacerla más a nuestro gusto, de manera que presentemos unos atributos más claros y reconocibles para las generaciones presentes y más memorables para las futuras -me pregunté si ahora estaba empleando un plural mayestático o si nos estaba incluyendo amablemente a nosotros en estas frases y en sus proyectos: en seguida salí de dudas-, yo aún no tengo ni idea de cómo soy percibido, no sé cuál es mi imagen fuerte, la predominante, lo cual, no nos engañemos, significa lamentablemente que carezco de ella. Cómo decirlo, no tengo imagen artística y, no nos engañemos, esa es la que al final más cuenta, también en vida, también en vida. Así que un primer o segundo paso podrían ser mis discursos, no creo que sea imposible que las vaguedades y vacuidades que institucionalmente estoy obligado a decir no puedan sin embargo ser dichas de una manera más personal, cómo decirlo, sí, menos burocrática y más artística, una manera que haga que la gente se fije y se sorprenda, e intuya que tras todo eso hay un buen mar de fondo, quiero decir un individuo que también pasa lo suyo, un hombre algo atormentado, con su drama a cuestas y ese drama oculto. En mi imagen pública no se ve drama, seamos francos, y quiero que se lo vislumbre al menos, un poco de enigma artístico. Eso es lo que creo que quiero, ¿comprendes, Ruibérriz?, te lo digo como lo pienso.

Ahora no me cupo duda de que me tocaba hablar, se había dirigido a mí con mi nombre que no era el mío.

– Creo comprender, señor -dije-. ¿Y cuál es la imagen que le gustaría tener, o que se trasluciera? ¿Por cuál siente predilección, si puedo preguntar?

Vi un poco de censura en los ojos claros de Téllez, a buen seguro producto de mi tratamiento de usted, que tras el vos de los otros me chirrió hasta a mí mismo, todo se contagia muy fácilmente, de todo podemos ser convencidos. La pipa que fumaba era eterna, como si el tabaco quemado se regenerara y se consumiera varias veces.

– No lo sé bien del todo -respondió Only You acariciándose la otra sien ahora-, ¿a ti qué te parece, Juanillo? Hay mucho donde elegir, pero estaría bien que hubiera cierta autenticidad en la farsa nuestra, quiero decir cierta correspondencia con la verdad de mi carácter y de mis hechos. Por ejemplo, casi nadie sabe que yo soy muy dubitativo. Dudo mucho y de todo, ¿verdad que tú lo sabes bien, Anita? Muchas veces me alegro de que me vengan dadas la mayoría de las decisiones, en otra época mi vida habría sido pura oscilación, pura confusión, mi ánimo un vaivén perpetuo. Por dudar, yo dudo hasta de la justicia de la institución que represento, casi nadie se lo imaginaría, eso es seguro.

– ¿Cómo es eso, señor? -no pude evitar preguntar en mi interesado afán por no dar el menor pie al silencio, esto es, por adelantarme a Téllez, a quien no debía de haber gustado esta última frase: de hecho se irguió en su asiento y mordió más la maltratada pipa.

– Sí, yo no estoy convencido de su razón de ser, quizá he empleado a la ligera la palabra 'justicia', ese es un concepto muy difícil, subjetivo siempre en contra de lo que se quiere y pretende, y desde luego nunca prevalece, en este mundo al menos, para que eso sucediera el condenado por la justicia tendría que estar absolutamente de acuerdo con esa condena, y rara vez sucede, sólo en casos extremos de contrición y arrepentimiento no muy creíbles. Incluso me atrevería a decir que cuando sucede es porque al condenado se lo ha hecho abdicar de su propia idea de justicia, se lo ha convencido con amenazas o con argumentos, tanto da, y se lo ha hecho adoptar el punto de vista del otro, de su contrincante, del favorecido por el fallo, o bien el común, el de la sociedad de su tiempo, y, no nos engañemos, el de la sociedad nunca es el propio de nadie, es sólo del tiempo: el punto de vista común a todos, o a la mayoría, no es nunca propio más que en la medida en que cada uno desea no quedar al margen del conjunto, y transige. Digamos que es una mera concesión de la subjetividad, un apaño. Nadie condenado exclamará con satisfacción y alivio: 'Ha prevalecido la justicia.' Eso significa siempre: 'La justicia ha coincidido conmigo y con mi idea previa.' El condenado dirá como mucho: 'Acato la sentencia', o 'Acepto el veredicto'. Pero no es lo mismo aceptar o acatar que estar plenamente de acuerdo, es más, si tal cosa como la justicia objetiva existiera de veras, entonces no harían falta juicios y los propios condenados exigirían su condena, en realidad no habría delitos. No se cometerían, o mejor dicho, no existiría el concepto de delito, nada lo sería, porque nadie hace nada convencido de su injusticia, no al menos en el momento de hacerlo, nuestra idea de la justicia va variando según nuestras necesidades, y siempre consideramos que lo necesario puede ser también justo. Y por raro que te parezca, te lo digo como lo pienso.

Pensé que era cierto lo que me había comentado el verdadero Ruibérriz de Torres: el Único tenía ideas, pero le costaba ordenarlas. Lo había seguido hasta sus penúltimas frases y ahí me había perdido. -Hmm, señor: -aprovechó Téllez el respiro, iba a llamarle la atención probablemente, pero el Solo continuó de inmediato, ahora sin pausas, parecía haber tomado carrerilla y él no perdía su hilo aunque lo perdiéramos los demás:

– Pero a lo que iba: yo no estoy convencido de que un hombre o una mujer deban tener fijada su profesión desde su nacimiento y aun desde antes, o su destino si lo preferís así, no hay inconveniente por mi parte en utilizar la palabra -ahora era evidente que se dirigía a todos nosotros-. No creo que para él sea justo, y sin duda no lo es para los ciudadanos, que normalmente no tienen nada que decir al respecto. Pero esto a mí no me atañe tanto, los ciudadanos también nos cortan la cabeza cuando les viene en gana y se empeñan en ello, no hay quien los pare. Es cierto que a nadie se le pregunta si quiere nacer, y a la gente se la hace nacer. Es cierto que no se nos pregunta si queremos ser del país del que somos, o hablar la lengua que hablamos, o ir al colegio, o tener los hermanos y padres que nos tocan en suerte. A todo el mundo se le imponen cosas desde el principio y a todo el mundo se lo interpreta hasta edad relativamente avanzada, sobre todo las madres interpretan lo que necesitan y quieren sus hijos pequeños y durante años deciden por ellos según ese criterio interpretativo suyo. -'Quién interpretará ahora al niño Eugenio, quién decidirá por él', me vino este pensamiento como un relámpago-. Todo eso está bien, hasta ahí es normal porque así son las cosas y no hay más remedio, no nacemos con opinión, aunque sí con deseos, al parecer (deseos primarios, se entiende). Pero me pregunto si más allá de eso puede trazársele la vida a nadie, sobre todo en casos extremos como los nuestros. La gravedad del asunto es considerable, fijaos. Representar a esta institución supone, para empezar, una enorme pérdida de libertad personal, y en segundo lugar una pérdida aún mayor de tiempo para pensar en lo que no es obligado pensar, y poder pensar en lo no obligado es algo crucial para cualquiera en la vida, sea quien sea, yo al menos lo encuentro crucial, poder pensar en lo que no corresponde, vagar con el pensamiento. Supone, además, convertirse en el blanco principal de bandas asesinas y de asesinos aislados, y que a uno lo quieran matar por su cargo, en seco, en abstracto y no por lo que haya hecho o haya omitido; lo cual, aparte del riesgo al que nos acostumbramos, me parece una verdadera calamidad personal: da igual lo que uno haga y cómo lo haga y el cuidado que ponga en hacerlo, siempre habrá quien lo quiera matar, algún megalómano, algún chalado, un sicario, gente que ni siquiera nos tendrá antipatía, tal vez. Morir así, sin merecerlo, sin habérselo ganado, por el nombre tan sólo. En el fondo es una muerte ridicula. -El rostro de Solus se estaba ensombreciendo, aunque no había cambiado de postura, seguía abrazándose la rodilla cruzada y sólo de vez en cuando la dejaba para acariciarse las sienes, una u otra, sus pobres sienes. 'El desprecio del muerto hacia su propia muerte", me vino ahora este pensamiento como un fogonazo. Las arrugas de la frente se le acentuaban-. Supone asimismo estar rodeado continuamente por otro grupo de homicidas potenciales que, más mediante pago que por lealtad o convicción, intentarán protegerle la vida en vez de atentar contra ella, y tal vez maten a otros en su misión bien remunerada, será nuestra vida contra la de otros, pero a veces se precipitan los que nos guardan, tienen orden de precipitarse y siempre se los justificará. Supone también no poder elegir con quién se trata y con quién no, verse obligado a estrechar la mano de sujetos que inspirarán repugnancia, y a pactar con ellos, a no darse por enterado de lo que han hecho o se proponen hacer con sus gobernados o con sus iguales. Supone tener que disculpar lo que no es disculpable. Y fingir, por supuesto fingir todo el rato; y mientras se finge estrechar manos manchadas de sangre y así se manchan un poco las nuestras, si es que no están ya manchadas desde el principio, desde nuestro nacimiento y aun antes. Yo no sé si desde ciertos lugares puede uno no tenerlas teñidas, a veces pienso que no es posible, a lo largo de la historia no ha habido un solo gobernante ni rey que no haya tenido responsabilidad en muertes, casi siempre directa y si no indirecta, así ha sido siempre y en todas partes. A veces es sólo que no las han impedido, o que no han querido enterarse. Pero con eso ya basta para no estar a salvo.

El Solitario se quedó callado. Anita fruncía el ceño en inconsciente imitación de su jefe, apretaba las mandíbulas y le brotaban arrugas sobre los labios. Seguróla temblaba con su paleta en la mano más de lo acostumbrado, por suerte el Llanero no lo veía y no podía malquistarse por ello, aunque quizá se había malquistado a sí mismo con sus pensamientos no obligados y errantes. Segarra mantenía muy abiertos sus ojos optimistas y vivos del que nunca entiende del todo nada y ya no estaba tan firme, había apoyado un guante en el respaldo de la butaca que tenía a su lado. Téllez vaciaba por fin su pipa exhausta dándole golpecitos contra el cenicero y mascullaba con envaramiento, decía:

– No es para tanto, no es para tanto, un exceso de escrúpulos, no hay que atormentarse, señor, por cosas hipotéticas e improbables. Además, uno no puede ser responsable de aquello que ignora o de lo que se entera cuando es ya tarde, y a vos no os lo cuentan todo.

– Ni falta que hace, oiga -intervino Anita con celo-, ya tiene demasiado en la cabeza.

– ¿No? -dijo Only the Lonely rápidamente (aunque no tanto como para impedir la intercesión maternal de la señorita)-. ¿Estás seguro de eso, Juanito? Un cazador puede ir de caza y disparar al bulto y a distancia. Mata inadvertidamente a un muchacho que dormía entre la maleza en el bosque y que ni siquiera grita cuando le alcanza la bala, muere en sueños: el cazador no se entera de lo que ha hecho, puede no llegar a saberlo nunca, pero está hecho: el muchacho no murió por sí solo. Un conductor atropella a un transeúnte una noche, le da un topetazo, lleva prisa o tiene miedo o va borracho, aun así frena un poco dudando; ve por el espejo retrovisor que su víctima se levanta tambaleante, no ha sido gran cosa, respira tranquilo y sigue adelante. A los pocos días una hemorragia interna se lleva al viandante a la tumba, el conductor no se entera, puede no llegar a saberlo nunca, pero está hecho: el transeúnte no murió por sí solo. O aún más azaroso, más involuntario: un médico llama a una mujer enferma, ella no está en casa y sale su contestador, él deja un recado trivial y olvida apretar el botón que cuelga estos teléfonos modernos -Only You señaló con un dedo el que llevaba en el bolsillo Anita, que lo sacó en seguida como para hacer una demostración si se terciaba-; a continuación (se ha quedado pensando en ella) el médico comenta con su enfermera el fatal diagnóstico de la mujer, a la que de momento piensa dar muchas esperanzas o bien no decirle nada. Sus comentarios piadosos y los de la enfermera quedan grabados en la cinta de la paciente, quien al oírlos decide no esperar al dolor y a la lenta ruina, se quita la vida esa misma noche. El médico puede no llegar a saberlo nunca, sobre todo si la mujer vive sola y a nadie más se le ocurre escuchar esa cinta. Pero está hecho: la enferma no murió de su enfermedad, no murió por sí sola.

'O si se la lleva alguien', pensé, y esta vez el pensamiento me vino mucho más despacio, 'si alguien la roba, el propio médico o la enfermera que se dieron cuenta, aunque demasiado tarde. O cuyos comentarios no fueron involuntarios sino piedad fingida, si conocían ambos a la paciente y tenían algo contra ella, o les estorbaba.'

– Pero eso nos ocurre a todos -protestó Téllez-, no sólo a los gobernantes, buena prueba son estos mismos ejemplos. Lo único seguro sería no decir ni hacer nunca nada, y aun así: puede que la inactividad y el silencio tuvieran los mismos efectos, idénticos resultados, o quién sabe si todavía peores.

– Eso no me consuela, Juanillo, saber que así son las cosas, que nada puede medirse -le respondió el Único, ahora con claras muestras de pesadumbre en su rostro, parecía tener de pronto la boca pastosa-. Es como si me dijeras ante la muerte de un amigo: 'Bueno, al fin y al cabo así son las cosas, se muere todo el mundo', eso no me consolaría. No por eso es tolerable que se mueran los amigos, es intolerable que mueran. Tú has perdido hace poco a una hija, y perdóname que te lo recuerde, y saber que así son las cosas no te habrá servido de mucho ni te habrá aliviado. En mi caso… lo que yo haga o no haga tiene más repercusiones que lo que haga nadie, es más grave, mis deslices o errores pueden afectar a muchos, no sólo a un muchacho durmiente o a un transeúnte o a una mujer sentenciada. Cada uno de mis actos puede tener consecuencias en cadena y masivas, por eso vacilo tanto. Cada uno de vuestros actos afecta a los individuos, y yo apenas trato con ellos. Cada vida, sin embargo, me consta que es única y frágil. -Se volvió más hacia mí, se quedó mirándome un momento sin verme y añadió-: Es intolerable que las personas que conocemos se conviertan en pasado.

Téllez sacó su bolsa de tabaco oloroso y empezó a prepararse una segunda pipa como para disimular con alguna actividad manual la voz que le iba a salir quebrada. (Quizá también para bajar la vista.) Dijo muy despacio mientras lo hacía, como con pereza:

– No tenéis que pedirme perdón, señor. Ya me acuerdo yo todo el rato, vos no me habéis recordado nada. Lo más intolerable es que se convierta en pasado quien uno recuerda como futuro. Pero la única solución a lo que decís, señor, es que todo acabara y no hubiera nada.

– No me parece mala solución a veces -contestó el Solo, y esa respuesta debió de juzgarla Téllez demasiado nihilista para que la oyeran testigos salir de tan prominentes labios, ya que reaccionó en el acto intentando cambiar de conversación y dijo:

– Pero volvamos a lo que nos ocupa, señor, si os parece. ¿Qué os gustaría que se reflejara de vuestra personalidad verdadera, aparte de las vacilaciones, que no sé si serían bien vistas? A Ruibérriz hay que darle instrucciones.

Se abrió entonces la puerta por la que habían entrado Solus y Anita, y por ella apareció una mujer de la limpieza bastante mayor y de aspecto montaraz y malhumorado. Llevaba un plumero y una escoba en las manos y se deslizaba algo encorvada sobre dos paños para no pisar el suelo con las suelas de sus zapatillas, por lo que avanzó muy lentamente como si fuera una esquiadora sobre la nieve compacta con un solo bastón muy largo y el otro muy corto. Nos volvimos todos atónitos a contemplarla en su interminable progreso, con su pelo suelto blanco que tanto avejenta a las viejas, y la conversación quedó un minuto o dos en suspenso porque ella tarareaba con mala voz durante su marcha absorta; hasta que por fin Segarra, cuando la limpiadora llegó a su altura, la cogió del brazo con su guante blanco -de pronto como una zarpa- y le dijo algo en voz baja al tiempo que nos señalaba. La mujer dio un respingo, nos miró, se llevó una mano a la boca para ahogar una exclamación que no fue emitida y apretó cuanto pudo el paso hasta desaparecer por la primera puerta, la que nos había introducido a mí y a Téllez hacía rato. 'Parecía una bruja', pensé, 'o quizá una banshee: ese ser sobrenatural femenino de Irlanda que avisa a las familias de la muerte inminente de alguno de sus miembros. Dicen que a veces canta un lamento fúnebre mientras se peina el cabello, pero más frecuentemente grita o gime bajo las ventanas de la casa amenazada una o dos noches antes de que se produzca la muerte que vaticina. La mujer de la limpieza había tarareado algo irreconocible, no había llegado a lanzar su grito o gemido y no era de noche, pensé: 'No creo que esta casa esté amenazada, somos Téllez y yo los que ya hemos tenido hace un mes una muerta, él en su familia, yo en mis amores. Un vaticinio sobre el pasado.' Cerró la puerta tras de sí, lo último que vimos desaparecer fue el plumero, enganchado con el picaporte un instante.

– Hace cosa de un mes tuve insomnio una noche -dijo el Solitario entonces sin hacer mucho caso de la aparición de la banshee-. Me levanté y me fui a otro cuarto para no molestar, puse la televisión y estuve viendo una película antigua ya empezada, no sé cómo se titulaba, fui a buscar luego el periódico del día y ya me lo habían tirado, me lo tiran todo antes de tiempo. Era en blanco y negro y salía Orson Welles muy viejo y gordísimo, os acordáis, está enterrado en España. La película también había sido rodada en España, reconocí las murallas de Avila, y Calatañazor, y Lecumberri, y Soria, la iglesia de Santo Domingo, pero pasaba en Inglaterra y uno se lo creía pese a ver esos sitios tan conocidos, hasta la Casa de Campo salía y daba el pego, todo parecía Inglaterra, una cosa extraña, ver lo que uno sabe que es su país y creer que sea Inglaterra en una pantalla. La película trataba de reyes, Enrique IV y Enrique V, el segundo cuando todavía era Príncipe de Gales, Príncipe Hal lo llamaban a veces, un bala perdida, un calavera, todo el día por ahí de juerga mientras su padre agonizaba, en prostíbulos y tabernas con rameras y con sus amigachos, el gordo Welles, el corruptor más viejo, y otro de su edad, un tipo con cara desagradable y cínica al que llamaban Poins y que se va tomando con él demasiadas confianzas, se ve que no sabe medir hasta dónde puede permitírselas y el príncipe le va parando los pies a medida que en él se opera el cambio. El viejo rey está preocupado y enfermo, pide en una escena que le pongan la corona sobre la almohada y el hijo se la coge antes de tiempo creyendo que ha muerto. En medio hay otra escena en la que el rey tiene insomnio, como me sucedía a mí aquella noche, por suerte en mi caso fue una noche suelta. El no puede dormir desde hace días, mira el cielo por la ventana y desde allí increpa al sueño, al que reprocha que visite los hogares más pobres y los hogares de los asesinos, desdeñando en cambio el suyo más noble. 'Oh tú, sueño parcial', le dice con amargura al sueño, no pude evitar sentirme un poco identificado con él en aquellos momentos, mirando la televisión en bata mientras los demás dormían, aunque también con el príncipe en otros. En realidad el rey no sale mucho en la película o en la parte que yo vi, pero basta para hacerse una idea de cómo es, e incluso de cómo ha sido. Al príncipe se lo ve cambiar, cuando por fin muere el padre y él es coronado rey abjura de su vida pasada (pero inmediatamente pasada, fíjaos, es de anteayer y ayer mismo) y aleja de sí a sus compinches, al pobre Welles lo destierra pese a que el viejo lo llama 'mi dulce niño' arrodillado ante él en plena ceremonia de coronación, a la espera de los prometidos favores y las alegrías aplazadas, aplazadas hasta su decrepitud. 'Ya no soy lo que fui', le dice el nuevo rey, cuando tan sólo unos días antes había compartido con él aventuras y chanzas. A todos decepciona, el viejo rey Enrique llega a sentir la prisa de su hijo cambiado, 'Permanezco demasiado tiempo a tu lado, te canso', le dice ya moribundo. Y aun así le da consejos y le cuenta secretos, le dice: 'Dios sabe por qué atajos y retorcidos caminos llegué a la corona; cómo la conseguí, que Él me perdone', le dice justo antes de expirar. Sus manos están manchadas de sangre y no lo ha olvidado, quizá fue pobre y sin duda conspirador o asesino, aunque haga años que la dignidad del cargo lo haya hecho dignificarse y haya aparentado borrarlo todo superficialmente, al igual que el príncipe deja de ser disoluto cuando se convierte en rey, como si nuestras acciones y personalidad las determinara en parte la percepción que de nosotros se tiene, como si llegáramos a creernos que somos otros de los que creíamos ser porque el azar y el descabezado paso del tiempo van variando nuestra circunstancia externa y nuestros ropajes. O son los atajos y los retorcidos caminos de nuestro esfuerzo los que nos varían y acabamos creyendo que es el destino, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, como si el pasado hubiera sido sólo preparativos y lo fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y lo comprendiéramos del todo al término. Cree la madre que hubo de ser madre y la solterona célibe, el asesino asesino y la víctima víctima, como cree el gobernante que sus pasos lo llevaron desde el principio a disponer de otras voluntades y se rastrea la infancia del genio cuando se sabe que es genio; el rey se convence de que le tocaba ser rey si reina y de que le tocaba erigirse en mártir de su linaje si no lo logra, y el que llega a anciano acaba por recordarse como un lento proyecto de ancianidad en todo su tiempo: se ve la vida pasada como una maquinación o como un mero indicio, y entonces se la falsea y se la tergiversa. No varía en la película Welles, que muere fiel a sí mismo, viendo cómo los favores y las alegrías se le aplazan una vez más hasta después de la muerte, traicionado y con el corazón hecho trizas por su dulce niño. ('Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos.') Tanto la suya como esas figuras de reyes entrevistas en hora y media son nítidas y reconocibles, nunca podré dejar de ver esos rostros ni de oír sus palabras cuando piense en Enrique IV y Enrique V de Inglaterra, si es que vuelvo a pensar en ellos. Yo no soy así, mi rostro y mis palabras no dicen nada, y ya va siendo hora de que eso cambie. -El Llanero se detuvo en seco como si saliera de la lectura de un libro, irguió la cabeza y añadió en otro tono-: Es la fuerza de la representación, supongo, tendría que ver un día la película entera.

Campanadas a medianoche, señor, si le interesa saberlo -dije yo entonces.

– ¿Cómo dices?

– El título de la película que vio, señor. Es Campanadas a medianoche.

Only the Lonely me miró con sorpresa y una sombra de recelo:

– ¿Y tú cómo lo sabes? ¿La viste esa noche?

– No, estaba viendo otra en otro canal, pero al zapear vi que la estaban poniendo también. La reconocí en seguida, la vi hace años en el cine.

– Ah, pues tendré que hacer que me la pasen o me la presten en vídeo. Anótalo, Anita. ¿Y tú cuál estabas viendo? ¿También insomnio? Fue hace cosa de un mes, ya os he dicho.

Miré a Téllez, pero no observé en él ninguna reacción particular, sin duda él dormía aquella noche y los programas de televisión no le hacían identificarla. Se había recompuesto de su momento quebrado, había encendido su segunda pipa y parecía cómodo allí, complacido de pasar así la mañana, aunque cada vez hacía más frío. Aquella circunstancia tenía algo de colegial, como cuando los chicos nos reuníamos en el patio durante el recreo en mi infancia, y el que había visto una película se la contaba a los otros y hacía nacer en ellos las ganas, o bien los compensaba de no haberla visto con el relato, una forma de generosidad, contar algo. Only You era el jefe de la clase.

– Tampoco sé cómo se titulaba la mía, la pillé también empezada y no tenía el periódico a mano. No estaba en mi casa. -Y esta última frase no sé por qué la añadí, podía habérmela ahorrado, quizá quise ser generoso. Aunque no comenté que la había visto sin sonido.

– Pues era un poco tarde para no estar en casa -dijo el Único con una media sonrisa-. ¿Qué te parece el amigo, Anita? Un noctámbulo.

Anita se tocó la carrera instintivamente, como para taparse la carne que quedaba al descubierto. Enganchó un hilo con una uña y amplió aún más el estropicio, aquella media se convirtió en un despojo. Todos hicimos como que no veíamos, ella dijo:

– Ay Dios Santo -y no quedó claro si lo decía por su ruina de seda o por mi insinuado noctambulismo eufemístico.

– Bien, a lo que iba -continuó entonces el Solo-: yo creo que me he hecho entender bastante, ¿no, Ruibérriz? De todas formas trabajarás estos días en contacto permanente con Juanito, incluso con él en su casa si a los dos os parece, que él vigile y controle todo y te dé instrucciones, me conoce desde hace mil años. Y si quedamos contentos no te quepa duda de que tendrás más trabajos -añadió como si fuera una bicoca lo que me ofrecía: seguramente ignoraba las tarifas tan bajas que manejaba su Casa. Se puso en pie y al instante lo imitamos los que estábamos sentados, Anita y yo raudamente, Téllez con parsimonia o dificultades; Segarra se puso de nuevo en posición de firmes y Seguróla rindió las herramientas, pincel y paleta en las manos caídas, se acababa la posibilidad de continuar su obra. Solus se iba, pero antes señaló el pie de Juanito-: Juanillo -le dijo-, acuérdate de ese cordón, vas a pisártelo.

Téllez volvió a mirárselo, ahora con un poco de desesperación, era evidente que no podría anudárselo él solo ni con el zapato en alto. En un instante comprendí la situación: a Segarra le llevaría siglos llegarse hasta donde estábamos y aún menos que Téllez podría doblar la espalda; con Seguróla no podía contarse, tal vez ni siquiera tenía permiso para abandonar su esquina y acercarse al Solitario, se lo veía allí desterrado o encastillado; la señorita Anita, joven y diligente, habría sido perfecta, pero si se agachaba o arrodillaba podían saltársele los botones de la chaqueta y las medias quedarle colgando. La cosa estaba entre el Llanero y yo. Lo miré de reojo y no vi el ademán. Era de esperar no verlo. No dudé más.

– Yo se lo ataré, descuide -dije, y aunque pareció que se lo decía a Téllez se lo estaba diciendo a Only the Lonely, como si hubiera habido alguna posibilidad de que él se encargara.

– Deje, deje -protestó Téllez con alivio o quizá con agrado. No hacía falta que me dirigiera a él, a él me lo ganaba con mi propio gesto no solicitado.

Puse la rodilla en tierra y agarré los extremos del cordón, que no tenían longitud pareja; le até el zapato haciéndole doble nudo, como si él fuera un niño y yo fuera Luisa, su hija en el cementerio, con la que por un momento me sentí identificado o quizá hermanado. Todos miraron la operación fugaz mientras se llevaba a cabo, como un grupo de cirujanos observa al maestro en el momento justo de extirpar la bala. Me arrodillé ante el viejo padre de Marta Téllez como el viejo Welles o bien Falstaff había caído de hinojos ante el nuevo rey, que por serlo ahora dejaba de ser lo que fue para siempre, su dulce niño.

– Ya está -dije, y me levanté, y me soplé los dedos en un gesto impremeditado.

Téllez se quedó mirando con atención un momento el cordón bien atado.

– No sé si me aprieta ahora -dijo-. Pero más vale.

Only You se sopló sus dedos con esparadrapo en un acto imitativo reflejo. Y entonces ya no pude evitar preguntarle, aun a riesgo de malquistarlo a última hora.

– ¿Y esas tiritas, señor? -le dije.

El Único alzó los dos índices como si se dispusiera a dar inicio a un concierto, mirándolos con ojos rememorativos de broma. Volvió a bailarle en los labios su media sonrisa y dijo:

– Ah, si yo os contara.

Y todos volvimos a reír brevemente.


No hace falta decir que los vagos deseos del Solo no solamente excedían mis temporales atribuciones, sino que sin duda fueron un pasajero capricho debido seguramente al azar del sueño parcial que no siempre elude o visita las mismas casas y de la programación televisiva nocturna. Él había visto incompleta aquella película y había sentido instantánea y primaria envidia, sin acordarse ni darse cuenta de que los dos medievales Enriques de Lancaster se beneficiaban del paso de los siglos que ya por sí solos los hacían ficticios, objeto sólo de representación, ni siquiera de investigación o estudio, de ninguna otra cosa, tan nítidos y reconocibles como nunca lo son las personas o sólo en cambio los personajes. El era aún persona, aunque a diferencia de la mayoría de los mortales pudiera tener el casi convencimiento de que postumamente cruzaría esa frontera que casi nadie cruza; y las personas son volubles e inestables y frágiles y se distraen de sus intereses por cualquier cosa traicionando o desdibujando así su carácter, miran hacia otro lado y el retrato se va al traste, o bien hay que falsearlo y anticiparse a la muerte del retratado, pintarlo como si ya no pudiera variar porque ya no estuviera vivo y no fuera a renegar más de nada, como Marta Téllez, a la que cada día voy más percibiendo como si hubiera sido una muerta siempre, lleva tanto más tiempo siéndolo del que yo la vi y traté y besé viva: sólo tres días viva, testigo yo de su aliento durante unas horas de esos días. Y aunque así no hubiera sido: mucho más dura cualquier vida muerta que la vida viva tan inconstante, no es sólo la vida muerta de ella que llegó prematuramente, son todos los vivos que en el mundo han sido y que perduran más en su existencia de muertos cuando ya son pasado, mientras se los recuerda. Y debió creer ella cuando me dijo 'Cógeme' que había nacido para morir más bien joven y casada y madre, quizá vio todos sus anteriores pasos y sus días primeros como un itinerario por fin comprensible que conducía a la noche conmigo infiel pero sin cumplimiento. Y yo a mi vez hube de verla a ella como a alguien aparecido en mis días solamente para morir a mi lado y provocarme este encantamiento, que extraña misión o tarea es esa, aparecer y desaparecer para que yo dé otros pasos que no habría dado -el hilo de la continuidad no interrumpido, mi hilo de seda aún intacto pero sin guía-, para que tenga preocupación por un niño y busque una esquela y asista disimulando a un entierro ante una tumba de 1914, y escuche una y otra vez una cinta ('desde luego no dice mucho de tus ganas de estar conmigo, si quieres todavía podría pasar un rato, el tipo no suena nada mal, pero vaya, no es hombre de letras, no te hagas ilusiones, povero me, no están aquí las cosas para que él ande ilocalizable, así que haremos lo que tú digas, podemos quedar el lunes o el martes, hola, soy yo, dejadme un poco de jamón, por favor por favor'; y llanto), para que me inmiscuya sin ningún propósito y solapadamente en las vidas de otras personas que ni siquiera conozco como si fuera un espía que ignora lo que tiene que averiguar -o si algo- y en cambio pone en peligro su propio secreto ante quienes menos debe, aunque tampoco ellos sepan que tiene un secreto que los atañe; para que lo guarde entretanto y vaya ahora a escribir las palabras que Solus dirá ante el mundo cuando yo no soy nadie ni casi pertenezco al mundo, aunque quizá sea eso lo más adecuado, que esas palabras atribuibles a su figura provengan de lo más oscuro y anónimo de su reino para que en verdad se hagan suyas; o es oscuro y pseudónimo, pues para él fui Ruibérriz de Torres, ese fue mi nombre. Extraña misión o tarea la de Marta Téllez, aparecer y desaparecer para que yo encamine esos pasos hacia la casa de su padre anciano y haga su existencia un poco menos precaria, le haga sentirse útil y hasta con responsabilidades de Estado durante una semana, para que insufle vida a un premuerto que sin embargo va sobreviviendo a sus propios vastagos. Si Marta estuviera viva yo no estaría entrando por el portal anticuado y enorme de una casa del barrio de Salamanca, ni estaría subiendo en el ascensor de puertas de madera pretencioso y vetusto y con anacrónico banco para sentarse, ni llamando al timbre durante varios días seguidos, no estaría pasando las mañanas en un gran estudio lleno de libros y cuadros abigarrado y aún vivo, sentado ante una mesa prestada tras haber llevado hasta allí el primer día mi máquina de escribir portátil que ya casi no uso, con un hombre mayor que hace ilusionada guardia en el salón de al lado, un hombre afable y contento de tener en la casa alguna presencía además de la de una criada como ya no se ven, vestida de uniforme con delantal, no con cofia, y que sin duda será quien le anude por las mañanas sus cordones rebeldes. No estaría recibiendo las disimuladas visitas o supervisión de ese viejo, que con el pretexto de coger un libro o buscar una carta merodeaba por el estudio silboteando una melodía y me preguntaba invariablemente: '¿Qué, cómo va eso? ¿Avanzando? ¿Necesita usted algo?', en la esperanza de que le hiciera alguna consulta o le dejara leer las últimas líneas del discurso escritas para que diera su aprobación o sugiriera enmiendas en su calidad de privilegiado conocedor antiguo de la psique del Solitario. (Y luego, de vez en cuando, se iba a la cocina a moler café.) Y no estaría conociendo a Luisa, Luisa Téllez, la hija viva y la hermana, que llegó a última hora de la segunda mañana de silboteo y trabajo a recoger a su padre, ni a Eduardo Deán, el yerno, el marido, el viudo, que llegó no mucho más tarde para ir a almorzar con ellos, es decir, con nosotros, o los habría conocido en otras circunstancias ('¿Quiere usted acompañarnos?', la iniciativa había sido de Téllez, y yo dije 'Sí, cómo no' sin hacerme de rogar, sin que hubieran de mostrarme la menor insistencia, que tal vez no habrían mostrado en modo alguno). Y tampoco estaría entrando en un restaurante acompañado por ellos, el primero en franquear la puerta el padre, como hacen los padres y también los varones italianos, que no dejan que en un local público pase la mujer delante porque antes hay que comprobar cómo está el ambiente (en ese momento pueden volar botellas y refulgir navajas, los hombres se pelean hasta en los sitios más inconcebibles para una reyerta), luego Luisa Téllez, luego yo a quien Deán cedió el paso con un gesto a mitad de camino entre el paternalismo y el señalamiento de una vaga superioridad social (o quizá era la deferencia falsa con que se trata a los asalariados), imbécil, no sabes que tu mujer murió entre mis brazos mientras estabas en Londres, imbécil, aún no lo sabes, y en seguida rectifiqué avergonzado: a veces tengo con el pensamiento reacciones demasiado ofensivas o masculinas. El insulto mental sólo admite el tuteo.

Deán era un hombre más bien apuesto, había ganado mucho con los años ahora que lo veía de cerca, y con la desaparición del desfallecimiento en su rostro visto en el cementerio un mes antes, las manos contra sus sienes. No sé si es lícito decir lo que voy a decir, ya que desde el primer momento yo sabía lo bastante de él y había asistido a su cambio de estado cuando él aún lo ignoraba, pero lo cierto es que tenía cara de viudo, resultando difícil saber si se le había puesto en ese último mes o si la habría tenido desde mucho antes de serlo. (Los viudos parecen personas apaciguadas aun dentro de su desesperación o tristeza, cuando hay desesperación o tristeza.) La mano que ofrecía para saludar era la izquierda, sin que por lo demás fuera zurdo ni llevara la derecha vendada o inmovilizada, una originalidad, un capricho que ya hacía el primer contacto con él un poco torpe y dificultoso y sesgado, como si eso formara parte de su expresión o figura nunca decisas, las cejas burlonas y los ojos rasgados y graves, el mentón partido como el de Grant y Mitchum y MacMurray (pero él era más flaco que cualquiera de ellos). Durante las presentaciones en la casa de Téllez estuve seguro de que ni él ni su cuñada Luisa se habían fijado en mí en el entierro ni por tanto podían reconocerme; de pronto, durante el almuerzo o su espera, tuve una duda momentánea mientras Téllez y su hija solventaban un asunto doméstico que no nos interesaba y él y yo escuchábamos sin apenas decir nada: durante esos dos o tres minutos me miró de soslayo o de frente como si supiera algo de mí, o mejor dicho, como si ante él no se pudieran tener secretos, esa clase de ojos incrédulos y expectantes que lo obligan a uno a seguir hablando aunque no haya preguntas sino silencio, a dar más explicaciones de las pedidas, a probar con nuevos argumentos lo que no ha sido puesto en duda ni refutado verbalmente por nadie pero uno siente que no vale o no cuela porque el otro no contesta sino que sigue esperando más, como quien asiste a un espectáculo y no participa y quiere ser satisfecho hasta que la función termine. Y uno es el espectáculo, aunque durante aquellos dos o tres minutos en los que me miró yo fui un espectáculo mudo al que se echaba tan sólo vistazos, como a una televisión encendida con el sonido quitado. 'No comprendo cómo Marta podía tener un amante', pensé, 'el estridente Vicente que no es nunca discreto según su mujer Inés, un bocazas de los que acaban contándolo todo, hasta lo que los perjudica y pierde. No comprendo cómo era tal cosa posible ante este marido de mirada tan conminatoria, a quien nadie podría ocultar algo así durante mucho tiempo, a no ser que esa relación entre Marta y Vicente no fuera de mucho tiempo, sino nueva precisamente pese a las confianzas grabadas y los insultos verbales y no sólo mentales, la carne da confianza e invita al abuso, todo se arruga o se mancha o maltrata, tendré que oír una vez más esa cinta, quizá había en la voz del hombre la impaciencia que trae lo reciente consigo, cuando lo reciente entusiasma y no se puede pasar sin ello. Deán es penetrante y debe de ser vengativo, está dispuesto a encontrarme según Inés, no parece la clase de hombre que acepta sin más lo que le va llegando o no toma medidas, más bien ha de ser maquinador y activo, manipulador, persuasivo, debe de forzar y torcer los hechos y las voluntades, esa mirada denota posturas inamovibles una vez tomadas y mucho convencimiento adquirido, esas incipientes arrugas múltiples que harán de su rostro corteza de árbol cuando sea más viejo, esa lentitud y esa capacidad de sorpresa y esa capacidad de comprensión infinita que ahora siento y veo de cerca al otro lado de la mesa, se trata de alguien que conoce y mide las consecuencias de sus actos y que sabe que todo es posible y no debe extrañarnos más que un instante -sólo el que antecede a la comprensión infinita-, ni siquiera lo que pensemos o hagamos nosotros mismos, la crueldad, la piedad, la irrisión, la melancolía y la cólera; la guasa, la rectitud y la buena fe y el ensimismamiento; la vehemencia, o quizá inclemencia, todo ello sin las rectificaciones que desechan o desconocen los que se paran a pensar un poco, y luego obran. Este hombre es previsor y anticipatorio, está alerta y cuenta con lo que casi nadie cuenta: cuenta con lo venidero y ve lo que ocurrirá después, y por ello cuando hace algo cree que además es justo. O acaso no será así sino que será a la inversa, acaso tenga buena retórica mental y verbal y actúe en todo sin premeditación, sabiendo que encontrará más tarde el argumento o juicio adecuado para justificar lo que habrán improvisado su gusto o su instinto, esto es, para explicarse sus actos y sus palabras, sabedor de que todo puede defenderse y de que cualquier convicción contraria puede ser rebatida, la razón puede dársenos siempre y todo puede contarse si se ve acompañado de su exaltación o su excusa o su atenuante o su mera representación, contar es una forma de generosidad, todo puede suceder y todo puede enunciarse y ser aceptado, de todo se puede salir impune, o aún es más, indemne, los códigos y los mandamientos y leyes no se sostienen y son convertibles siempre en papel mojado, siempre habrá alguien que logre decir: "No se aplican conmigo, o no en mi caso, o no esta vez, aunque quizá sí la próxima, si cometo la próxima." Alguien que logrará mantenerlo, y convencer de ello.' Su voz era excepcionalmente grave, oxidada y ronca como si saliera de un yelmo o llevara siglos meditando y guardando cada una de sus palabras, hablaba muy lentamente y fue así como habló cuando ya en el segundo plato hizo por fin una referencia a Marta, a su mujer muerta un mes antes sin el beneficio de su presencia:

– No sé si os habéis dado cuenta de que dentro de una semana es el cumpleaños de Marta -dijo-. Habría cumplido treinta y tres, ni siquiera llegó a la edad famosa.

Eso dijo con los ojos tártaros de color cerveza mirando hacia Luisa, cuyas anteriores frases habían dado pie a las suyas, o habían permitido al menos que las suyas no parecieran extemporáneas y producto sólo de sus cavilaciones aisladas de la conversación de los otros, que hasta aquellos momentos había discurrido sin mucho rumbo, a saltos y hasta con breves pausas, quizá condicionada por mi presencia incómoda y quizá también por el asunto doméstico que habían empezado por solventar Luisa y su padre, nada más sentarnos, un asunto de intendencia. O puede que fuera una forma de intentar evitar o más bien postergar lo que sin duda los tres tendrían aún como un latido incesante en el pensamiento, sobre todo cuando se juntaran, y que Deán no había podido dejar sin mencionar más tiempo, había esperado a pedir, y a tomar el primer plato, y a que nos hubieran traído el segundo (comía lenguado y bebía vino). Hasta entonces no me habían hecho mucho caso, es decir, no me habían tratado como a una persona nueva por la cual hay que interesarse mínimamente según es cortesía, no como a un igual sino en verdad como a un asalariado que simplemente acompaña a almorzar a quienes le pagan porque si no no almuerza, sólo que no eran ellos quienes iban a pagarme nada, ni siquiera Téllez, y yo podía haber almorzado solo sin que ello hubiera supuesto hacia mí desconsideración alguna. También era posible que estuvieran demasiado ensimismados y demasiado acostumbrados a hablar de sus cosas (pasa en todas las familias) como para variar el programa y el tono y los erráticos temas habituales de sus reuniones, quizá más frecuentes ahora de lo que nunca lo habían sido, la muerte de alguien acerca pasajeramente a quienes deja atrás ese alguien. Luisa le había preguntado a su padre cuánto dinero quería que gastara en el regalo que él haría pero ella compraría por él esa tarde para la nuera y cuñada María (María Fernández Vera, yo retengo todos los nombres), cuyo cumpleaños era al día siguiente, este tipo de conversación era la que se traían, y fue entonces cuando Deán dijo lo que he dicho que dijo, con su comprensible confusión de tiempos verbales, primero había hablado como si Marta estuviera aún viva ('Es el cumpleaños'), luego se había corregido al mencionar los años que ya no cumplía, los muertos abandonan la edad y así acaban por ser los más jóvenes, si los que vivimos acordándonos de ellos duramos mucho, por ahora un mes más tan sólo, en este caso. Luisa debió de tener un pensamiento parecido, porque fue ella la que contestó primero tras un silencio que reconocía lo inútil de evitar verbalmente aquello en lo que están pensando a la vez tres personas que en realidad eran cuatro y esa cuarta haunted, aunque de esto nada sabían las tres que quizá también estaban bajo encantamiento desde que habían visto caer la tierra simbólica. Téllez dejó en cruz sobre el plato sus cubiertos de pescado (mero a la plancha, había comido hasta entonces con ganas); Luisa se llevó la servilleta a los labios y allí la sostuvo durante unos segundos como si con ella contuviera las lágrimas -más que lo que la boca despide, vómito o palabras- antes de devolverla a sus muslos manchada de su carmín y saliva y del jugo de su solomillo sanguinolento (no irlandés a buen seguro); el propio Deán se llevó la mano derecha a la frente y apoyó ese codo aparatosamente sobre la mesa como si de pronto hubiera perdido las formas convencionales, antes dejó su tenedor pinchado en una patata asada. Y cuando Luisa devolvió por fin la servilleta a sus muslos que pude vislumbrar a través de la mesa mientras quedaron al descubierto -la falda menos subida que la de su hermana, el paño blanco sobre la boca abierta-, lo que dijo fue esto, parecido a mi pensamiento:

– Nunca imaginé que yo pudiera ser un día mayor que Marta, es una de esas cosas que desde niña sabes que son imposibles, aunque puedas desearla en algunos momentos, cuando la hermana mayor te quita un juguete o te peleas con ella, y siempre pierdes porque eres la más pequeña. Y sin embargo es posible. Dentro de dos años ya seré mayor que ella, si vivo hasta entonces. Es increíble.

Aún sostenía el cuchillo en su mano derecha, un cuchillo puntiagudo y dentado con mango de madera, como a veces ponen en los restaurantes para cortar la carne con poco esfuerzo. El tenedor lo había depositado también en el plato para coger la servilleta, luego no lo había recuperado. Parecía una mujer temerosa que va a defenderse, con aquel cuchillo con filo y sierra enarbolado en la mano.

– No digas majaderías y toca madera, niña -le dijo Téllez con aprensión-. Si vivo hasta entonces, si vivo hasta entonces, no te parece. Qué más desgracias quieres. -Y volviéndose hacia mí añadió como explicación (supersticioso pero el más consciente de mi presencia), vacilando asimismo con los tiempos verbales: -Marta es mi hija mayor, la mujer de Eduardo. Murió hace poco más de un mes, de repente. -A pesar de todo creía en la suerte y que las cosas no tienen por qué repetirse.

– Algo me pareció oír en Palacio -contesté yo, el único que aún tenía en sus manos los dos cubiertos, aunque ya tampoco comía-. No saben cómo lo siento. -Y esta frase hecha no era en mis labios sino demasiado exacta y demasiado cierta ('cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro'). Luego callé, ni siquiera pregunté de qué había muerto (no me había importado nunca, y cada vez menos), quise decir sólo lo justo para permitir que siguieran hablando como habían hecho hasta aquel momento, como si yo no estuviera, como si no fuera nadie, aunque a ellos sí había sido presentado debidamente, y con mi verdadero nombre que nunca aparece en ninguna parte.

Deán bebió de su vino blanco y se llenó de nuevo el vaso, siempre con el codo apoyado en la mesa y la frente en la mano. Pero fue Luisa la que volvió a hablar, y dijo (sin por ello dejar de tocar la madera que le había recomendado su padre: la vi buscar maquinalmente la mesa bajo el mantel como quien asocia una palabra a un acto, era un gesto normal, consuetudinario en ella, también era supersticiosa, quizá contribuía la herencia italiana, aunque en Italia más bien tocan hierro):

– Todavía me acuerdo de los guateques de la adolescencia, en los que yo lo pasaba fatal por su culpa: me prohibía que me gustara ningún chico hasta que ella no hubiera elegido. 'Espérate a que yo decida, ¿eh?', me decía a la puerta de la casa en que se celebrara. 'Te vas a esperar, ¿verdad? Seguro, si no no entro', me decía, y sólo cuando yo contestaba 'Bueno, vale, pero date prisa' llamábamos al timbre. Por ser la mayor ejercía una especie de derecho de tanteo, y yo se lo consentía. Después tardaba bastante en decidirse durante la fiesta, bailaba con unos cuantos antes de comunicarme a quién había elegido, yo pasaba ese rato angustiada temiendo lo que casi siempre ocurría, acababa fijándose en el chico que a mí más me apetecía. Estoy segura de que muchas veces trataba de adivinar quién me gustaba a mí para entonces escogerlo, y luego, cuando yo protestaba, me acusaba de ser una copiona, de fijarme siempre en los chicos que a ella le hacían gracia. Y ya no dejaba de bailar con él en toda la tarde. A cada ocasión yo disimulaba más mis preferencias, pero no había manera, me conocía bien y siempre acertaba, hasta que dejamos de ir a las mismas fiestas, ya más mayores. Era así -dijo Luisa con los ojos un poco perdidos de quien se abisma con facilidad recordando-, aunque también es verdad que habría podido elegir en todo caso, por entonces tenía bastante más pecho que yo y por lo tanto más éxito.

No pude evitar mirarle un momento el pecho a Luisa Téllez y, por así decir, calculárselo. Quizá el sostén de su hermana Marta no había sido de talla menor de la necesaria, quizá sus pechos habían sobresalido siempre. 'Cómo puede ser que me esté fijando en el busto y los muslos de Luisa Téllez', pensé. Sé que es normal en mí y en muchos otros hombres en cualquier circunstancia, aunque sea la más triste o más trágica, no podemos evitar el aprecio visual más que violentándonos mucho, pero me hizo sentirme como un miserable -en el habla de la adolescencia un guarro-, y aun así volví a medirle ese busto con la mirada, fue un instante o dos, y disimuladamente, con ojos tan velados e hipócritas que a continuación los bajé hasta mi plato y comí un bocado, el primero que se comía en la mesa desde que Deán había mencionado el cumpleaños cercano de quien no cumpliría esos años. Yo no había podido gustarle antes, a mí no me había visto antes Luisa, cuya voz no me parecía la misma que por los siglos de los siglos diría en mi contestador, si yo no borraba esa cinta: '… nada, mañana sin falta me llamas y me lo cuentas todo de arriba a abajo. El tipo no suena nada mal, pero vaya. La verdad es que no sé cómo tienes tanto atrevimiento. Bueno, hasta luego y que haya suerte.' No había querido pensarlo mucho, pero tal vez yo era 'el tipo', aquel mensaje tenía que haber sido el penúltimo o más bien el último (el penúltimo seguramente borrado por la superposición de la voz eléctrica que yo había oído en directo y ya nunca Marta) antes de que yo llamara al timbre y se me franqueara el paso; era posible que después de decidir que por fin iba a verme, a Marta le hubiera dado tiempo a contárselo a una amiga o a su hermana: 'He quedado con un tipo al que apenas conozco y va a venir a cenar a casa; Eduardo está en Londres, no estoy segura de lo que va a pasar pero puede que pase', con la misma excitación que antes de una fiesta de la adolescencia ('Espérate a que yo decida, ¿eh?', y sólo luego llamar al timbre), tal vez Marta había dejado a su vez en el contestador de la amiga o la hermana este mensaje que a su vez había sido respondido mientras ella salía a última hora al Vips cercano dejando al niño solo un momento como yo lo había dejado durante media noche, a comprar los helados Háagen-Dazs para el postre: tal vez, por ejemplo. O podía no haber dicho 'el tipo' sino mi nombre y aun mi apellido, haber logrado hablar con la amiga o la hermana sin contestadores por medio y haber hablado de mí (pero entonces sabrían ese nombre mío y desde luego Luisa no lo conocía cuando nos presentó su padre, quizá ahora mismo ni lo recordaba), haber hecho especulaciones y consideraciones, lo conocí en un cocktail y quedé a tomar un café otro día, está muy relacionado con todo tipo de gente, está divorciado, se dedica a escribir guiones entre otras cosas, eso es lo que suelo decir que hago y en principio callo mi faceta de negro o escritor fantasma, aunque tampoco la oculto si se tercia mencionarla, sé que sus anécdotas divierten a los interlocutores. También esa noche Marta había dudado o ejercido su derecho de tanteo previo, había llamado a Vicente sin encontrarlo, a él por lo menos y tal vez a algún otro, yo había sido malhadado plato de segunda mesa probablemente, y sólo por eso ella había muerto ante mis ojos y entre mis brazos. Ya he dicho que no me importaba nada la causa médica, tampoco es que quisiera reconstruir lo ocurrido aquel día antes de nuestro encuentro ni el proceso que nos había unido, ni saber su historia o la de su familia o la de su matrimonio cansado, ni vivir de alguna forma vicaria lo que había quedado interrumpido o más bien cancelado, soy una persona pasiva que casi nunca busca ni quiere nada o no sabe que busca y quiere y a la que alcanzan las cosas, basta con estarse quieto para que todo se complique y llegue y haya furia y litigios, basta con respirar en el mundo, el mínimo balanceo de nuestro aliento como el vaivén levísimo que no pueden evitar tener las cosas ligeras que penden de un hilo, nuestra mirada velada y neutra como la oscilación inerte de los aviones colgados del techo, que acaban siempre por entrar en batalla a causa de ese temblor o latido mínimo. Y si ahora estaba dando unos cuantos pasos era más bien sin propósito definido, ni siquiera deseaba desentrañar esa cinta tantas veces oída porque además no era posible: hasta aquel mensaje podía haber sido para Deán y no para Marta, tal vez 'el tipo' era alguien con quien Deán iba a negociar un asunto precisado de grandes atrevimientos y ella no había hablado de mí con nadie y nadie en el mundo sabía que yo había sido elegido para aquella noche: no para acostarme con ella sino para acompañarla en su muerte. Lo que buscaba tal vez -se me ocurrió mientras masticaba el bocado y apartaba los ojos hipócritas del pecho de Luisa-, lo que quería tal vez era algo absurdo pero que se comprende, quizá quería convertir mi presencia indebida de aquella noche en algo más merecido y conforme, aunque fuera después de los hechos y por lo tanto jugando sucio, una manera de alterarlos más plausible que ninguna otra, ver la vida pasada como una maquinación o como un mero indicio, como si hubiera sido sólo preparativos y la fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y la comprendiéramos del todo al término: como si pensara que no era adecuado ni justo que ella hubiera dicho su adiós junto a un individuo casi desconocido que se limitó a no desaprovechar una ocasión galante, y que se haría más justo si ese desconocido acababa por convertirse en alguien cercano de quienes eran cercanos a ella, si en virtud de su muerte y de lo que iba trayendo yo acababa por ser fundamental o importante o aun sólo útil en la vida de alguno de sus seres queridos, o si los salvaba de algo. Y sin embargo había tenido una primera oportunidad de inmediato, pensé, podía haber garantizado con mi permanencia en Conde de la Cimera la seguridad del niño Eugenio que se quedaba solo en la casa con un cadáver, no lo había hecho. También podía haber llamado de nuevo, haber insistido con el melodioso conserje del Wilbraham Hotel de Londres y haber advertido a Mr Ballesteros, haberle hecho saber lo que ella habría querido que supiera en seguida de haberse dado cuenta de que se moría, no soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas, hay cuatro o cinco personas en la vida de cada uno que deben estar enteradas de cuanto nos ocurre al instante, y es insoportable que nos crean vivos si nos hemos muerto. No lo había hecho, para protegerme de las posibles iras y para protegerla a ella, que me había dicho al principio: 'Estás loco, cómo voy a llamarle, me mataría.' Pero no tiene sentido proteger a una muerta para evitar que la maten cuando ya está muerta, y además no había servido ni para guardar su figura, sabían que me había recibido esa noche, es decir, a un hombre. No lo había hecho. Era bien poco distraer al padre de sus vacíos durante unos días, lo único que hasta ahora estaba logrando.

– Hay que ver qué tonterías decís -dijo Téllez, y él también dio un bocado furtivo a su mero, aún tendría apetito, pero después volvió a cruzar los cubiertos sobre el plato como si no se atreviera a seguir comiendo. Era evidente que no le gustaba que sus hijas hablaran de sus propios pechos, aunque fueran los pechos adolescentes que pertenecían ya al pasado y por tanto fácilmente a la broma: para él seguramente sus hijas no tendrían tal cosa, no más que la que se llamó Gloria y tuvo una duración tan breve, creí verlo un poco ruborizado, aunque en las personas de edad resulta muy difícil distinguir el sonrojo del acaloramiento, aquél no suele darse. Había utilizado la segunda persona del plural como si Luisa fuera la azarosa representante individual en aquella mesa de lo que siempre era un colectivo, las hijas, como si el comentario de Luisa también lo hubiera podido hacer o suscribir su hermana, cuesta acostumbrarse a que alguien ya no vaya a hacer más comentarios-. Qué visión más ramplona tenéis de las cosas. Un café, por favor -añadió levantando un dedo hacia un camarero que pasó a nuestro lado llevando bandejas y no le hizo caso-. ¿Queréis postre? Yo voy a saltármelo. -Este último plural fue distinto: me incluía a mí, a los dos hombres.

Estábamos en un restaurante en el que lo conocían muy bien, vecino a su casa, lo normal era que lo atendieran en todo momento. Miró mal al camarero y sacó su pipa, la golpeó contra la palma de su mano; en cuanto el maítre le vio hacer este gesto se acercó solícito y lo llamó 'donjuán':

– ¿No le ha gustado el mero, donjuán? -le dijo.

– Sí, sí, pero no tengo mucha gana, y me parece que los demás tampoco, ya pueden retirar todo esto. Quiero café. ¿Vosotros? -Confirmé que en plural había pasado a tutearme, lo haría en singular muy pronto.

En aquel momento el maítre se volvió hacia la ventana justo antes de que sonara un trueno -como si lo hubiera presentido- y empezó a llover ávidamente igual que un mes o más antes, o no igual, esta vez con más furia y prisa, como si la lluvia tuviera que aprovechar su duración tan breve o fuera una incursión aérea combatida por artillería. En el plazo de medio minuto vimos amontonarse gente de la calle a la puerta del restaurante, vimos correr a mujeres y hombres y niños para protegerse de lo que venía del cielo, siempre como los hombres y mujeres y niños de los años treinta en esta misma ciudad entonces sitiada, que corrían buscando refugio para protegerse también de lo que venía del cielo y de los cañonazos que venían de las afueras, del cerro de los Ángeles o del de Garabitas, los llamados obuses que hacían su parábola y caían sobre la Telefónica o en la plaza de al lado cuando fallaba la puntería, llamada por eso 'plaza del gua' con inverosímil humor fatídico, o en el enorme café Negresco que quedó destrozado y sembrado de muertos mientras al día siguiente la gente impertérrita y a la vez resignada iba a tomar su malta al café vecino, La Granja del Henar en la calle de Alcalá frente a la desembocadura de la Gran Vía, sabiendo que allí podía suceder lo mismo, las afueras y el cielo como la mayor amenaza de los transeúntes que buscaban las aceras no enfiladas como las buscaban ahora bajo la tormenta, pues esta lluvia era sesgada por causa del viento y las balas de los cañones tenían más probabilidades de alcanzar una u otra acera según el cerro desde el que dispararan los sitiadores, dos años y medio de la vida de todos sitiando y siendo sitiados, dos años y medio corriendo por estas calles con las manos sobre los sombreros y gorras y boinas y las faldas al vuelo y las medias rotas o simplemente sin medias, en esta ciudad que ya desde entonces no ha sabido desacostumbrarse a vivir y ser como una isla.

El maítre tomó nota personalmente, llevaba anudada a la cintura una especie de sábana blanca (más que delantal) que le llegaba casi hasta los pies, a la manera de los camareros franceses, paño blanco sobre el uniforme negro, así podía ensuciarse. Los cuatro comensales miramos caer la lluvia un instante.

– No durará, pero más vale que nos tomemos un postre -dijo Deán-. Aunque yo tengo que irme zumbando.

– No tengas tanta prisa -le dijo Luisa entonces-, aún no hemos hablado del niño.

– Ya, será mejor que lo aplacemos para otra ocasión -contestó Deán con su lentitud, y no pudo o no quiso dejar de lanzarme una ojeada colérica como quien señala, luego otra a Téllez más contenida, que se dio por aludido y apartó los ojos acariciando la pipa aún apagada. Tal vez habían quedado a almorzar para eso, para hablar del niño, significara eso lo que significara (al fin y al cabo otro asunto doméstico), y la invitación de Téllez y sobre todo mi aceptación habían dejado la reunión sin propósito. Téllez desvió la mirada como quien sabe que ha metido la pata y no está dispuesto a que se lo subrayen, yo mantuve la mía neutra como si la cosa no me tocara.

– Es muy sencillo, Eduardo -contestó Luisa-, dime lo que has decidido ahora que está papá delante y también puede opinar, prefiero que esto lo hablemos todos y que no haya malentendidos. Yo no puedo pasarme la vida de tu casa a la mía descuidando ambas. Si quieres que lo tenga yo de momento dímelo de una vez, y si prefieres tenerlo tú dímelo también y te ayudamos a organizártelo, aunque no será fácil con tanto trabajo tuyo y tus viajes. Lo que yo no puedo es estar de un lado a otro como un mensajero, llevo más de un mes así.

– O como una novia de las de ahora -intervino Téllez sintiéndose ya impune de su desliz cometido por cortesía-. ¿No es por eso por lo que se casa la gente hoy en día, porque se cansan de levantarse en una casa para luego cruzar la ciudad y hacer como que se levantan de nuevo en la propia? Eso he oído contar, que los matrimonios perviven gracias al olvido crónico del cepillo de dientes o a la pereza de comprar un segundo, antes la gente no se acostaba en casa ajena, eso está muy mal. -Y movió el índice de un lado a otro como si le constara que era algo que hacíamos los tres presentes-. Luisa tiene razón, Eduardo. Deja que ella se encargue, le será más fácil organizarlo todo desde su propia casa y de acuerdo con sus horarios. Al menos por ahora, hasta que veas qué pasa, cómo te arreglas, o proyectes otro matrimonio, aún eres joven y puede que alguien se canse un día de dormir en tu casa sin tener a mano su cepillo de dientes por la mañana. -Y de nuevo fue Téllez quien reparó en mi presencia o la tuvo en cuenta, y añadió educadamente para que comprendiera de lo que hablaban-: Mi hija Marta ha dejado un hijo, mi nieto Eugenio. Es muy pequeño, sólo tiene dos años. Eduardo tiene una vida muy atareada y Luisa está dispuesta a ocuparse del niño. Eduardo además viaja mucho, y a veces en mala hora.

Yo no tenía por qué haber entendido este último comentario malévolo, pero lo entendí y tal vez fue extraño que no preguntara. O quizá no, me estaba mostrando discreto hasta la casi invisibilidad, no en vano estoy acostumbrado a difuminarme a menudo para dejar de ser alguien, una forma de adulación: si hay alguien menos los que quedan se sentirán más holgados y creerán ocupar su lugar y haber ganado con eso. 'Así que Téllez', pensé, 'puede ser malintencionado, con Deán al menos, bajo su apariencia pacífica y distraída y un poco pesada y un poco ingenua que llena los espacios cerrados', quizá era esa ingenuidad fingida tan común en los viejos, les sirve para acabar haciendo y diciendo lo que se les antoja sin que se lo reproche nadie ni tome en cuenta, se fingen premuertos para que parezca que no encierran peligro ni tienen deseos ni esperan nada, cuando nadie deja nunca de estar en la vida mientras tenga conciencia y baraje recuerdos, es más, son los recuerdos los que hacen a todo vivo peligroso y deseante y siempre a la espera, es imposible no poner y cifrar los recuerdos en el futuro, es decir, no apuntarlos sólo en el haber perdido sino también en el debe y en lo que está por venir, hay ciertas cosas que uno no concibe que no vayan a repetirse, lo que una vez fue no puede estar descartado que vuelva a ser, si uno tuviera la certidumbre de que ha hecho por última vez el amor pondría fin a su conciencia y recuerdo y se suicidaría: tal vez, por ejemplo, si la tuviera inmediatamente después de hacerlo esa vez que fue última. Y creen también los vivos que aún puede ocurrir lo que nunca ha sido, los mayores vuelcos y lo más imprevisto como en la historia y los cuentos, que sea rey el traidor o el mendigo o el asesino y que caiga la cabeza del emperador bajo el filo, que la bella ame al monstruo o que logre seducirla quien mató a su amado y le trajo ruina, que se ganen las guerras perdidas y que los muertos no acaben de irse y acechen o se aparezcan e influyan; que la hermana menor de las tres hermanas sea la mayor un día: tal vez, por ejemplo. Con quién habría hecho por última vez el amor Marta Téllez, con Deán el tenso o Vicente el exasperado pero no conmigo, en todo caso no habría sabido que era la última, en modo alguno se le habría ocurrido, con quien quiera que fuese no le habría concedido importancia ni solemnidad ni acaso siquiera pasión ni afecto, se habría duchado aturdida o con sueño cuando se hubiera quedado a solas si estuvo con Vicente en un hotel o en el coche, para quitarse el olor a obscenidad del otro como a mí tardó en írseme de la camisa y el cuerpo el de la propia Marta aunque me di un baño de madrugada, el suyo era además un olor a metamorfosis; y se habría lavado en el bidet tan sólo y después se habría dado media vuelta en la cama pensando que había perdido media hora de su descanso nocturno si estuvo con Deán en el dormitorio que yo conocía, el espejo de cuerpo entero y la televisión encendida, el tubo de Redoxon y un antifaz aéreo, los pantalones y faldas tirados sobre las sillas y sin planchar esa noche ni ninguna otra. Y en ambos casos se habría dormido un poco más tarde con el pensamiento al fin ahuyentado o en blanco, mientras que si hubiera sabido lo que casi nunca se sabe y no supo no habría podido conciliar el sueño, aún es más, habría importunado al marido o amante para seguir, para romper sin demora ese veredicto e impedir al instante que hubiera sido esa vez la última, pero de haber persuadido al uno o al otro, de haberlos instigado a abrazarla otra vez despiertos, al cabo de un rato más se habría encontrado con que esa vez última se había presentado de nuevo y ya había pasado, y así se va el tiempo sometido a esos forcejeos nuestros ineficaces y contradictorios, nos permitimos ser impacientes y desear que lleguen las cosas que ansiamos y se postergan o tardan, cuando todo parece poco y demasiado rápido una vez llegado y una vez concluido, repetir cada acto querido nos acerca algo más a su término, y lo malo es que también nos acerca no repetirlos, todo viaja lentamente hacia su difuminación en medio de nuestras aceleraciones inútiles y nuestros retrasos ficticios, y sólo la última vez es la última. Marta Téllez habría creído que aún se acostaría con otro hombre en su vida la noche que me recibió, lo habría creído al menos mientras caminábamos juntos hacia la alcoba (conducido de la mano por ella, Cháteau Malartic, con paso inseguro ambos) y cuando empecé a desvestirla y también a indagarla con mis maquinales dedos y nos dimos besos que nos podíamos haber ahorrado y así yo no tendría que recordarlos. Habría estado casi segura de lo que iba a ocurrir, de hecho habría llegado a acostarse conmigo, yo creo (habría llegado a tiempo), si el niño se hubiera dormido antes o yo hubiera hecho el primer gesto con menos vacilación o tardanza -ese primer gesto que se respira en el tiempo y que puede acelerarse o retrasarse indeciblemente, como la condensación de las nubes antes del trueno; la furia y la prisa luego-, entre nosotros no había habido tampoco importancia ni solemnidad ni pasión todavía, si acaso un poco de obscenidad y algo de naciente afecto, no dio tiempo a más, en realidad no se sabe, no ocurrió lo que iba a ocurrir sino su metamorfosis. Y si el niño hubiera tardado aún más en dormirse o la vacilación se hubiera vencido del otro lado y yo no me hubiera atrevido a hacer ese gesto que también puede no hacerse aunque se respire desde hace rato en el tiempo, entonces me habría ido de Conde de la Cimera al cabo de un poco más de conversación y un licor ofrecido y algunas bromas y ella se habría quedado a solas para ducharse y quitarse de encima el olor de la expectativa. Se habría sentado sin sonrisa ni risa a los pies de la cama tras recoger los platos y acostar al niño tranquilizado en cuanto yo hubiera desaparecido, se habría quitado la elegante camiseta acanalada de Armani por encima de la cabeza y se le habrían quedado las mangas vueltas enganchadas en las muñecas, permaneciendo así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada -el gesto de abatimiento de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas-, o tal vez por la expectativa frustrada a cuyo olor aún olía; esa camiseta de color crudo que yo la ayudé a quitarse se la habría sacado con la televisión encendida, mirando desinteresadamente la cara embrutecida y salaz de MacMurray, o tal vez habría caído en el canal que escogió el Llanero durante su insomnio, Campanadas a medianoche, España que era Inglaterra y el mundo entero en blanco y negro de madrugada; luego se habría metido bajo la ducha quizá pensando en llamar de nuevo a Vicente y dejarle otro mensaje: 'Si hubiera dado contigo podías haberte pasado un rato en vez de la nochecita que me he chupado. Si volvieras pronto, digamos antes de las dos y media o tres menos cuarto, llámame si quieres, yo no estoy para dormirme ahora y si quieres todavía podrías pasar un rato, he tenido una noche absurda, siniestra, ya te contaré en la que me he visto metida, y ya me da lo mismo acostarme más tarde, mañana estaré deshecha de todas formas. Podía haberme acordado antes, desde luego no tengo arreglo.' No, ella no le habría dicho eso, sólo un hombre es capaz de calificar de siniestra la noche que no ha salido según sus deseos, la noche en que pensaba follar y no folló o no mojó o no tocó pelo, como diría Ruibérriz de Torres ante una barra. Tampoco le confesaría que había invitado a su casa a un tipo para sustituirlo a él ya que no lo encontraba, al contrario, habría borrado al instante todo vestigio de mi presencia y la cena y su mensaje nocturno pensado para Vicente habría sido (pensado bajo el agua): 'No me puedo dormir, no sé qué me pasa, en vista de que no te encontraba me acosté pronto y no hay manera y eso que he bebido vino para adormilarme, debe de ser la rabia de no haberme acordado antes de que hoy no iba a estar Eduardo. Llámame cuando llegues, aunque sea tarde. Tengo ganas de verte. Y además, a este paso tampoco ibas a despertarme. Si no estás muy cansado vente.' Pero quién sabe si esta llamada no habría llegado a hacerla nunca después de la ducha, en albornoz o toalla, quién sabe si ni siquiera habría llegado a salir de la ducha nunca porque habría resbalado por culpa de su frustración o cavilación o cansancio y se habría golpeado la nuca y aún le habría dado tiempo a cerrar el grifo con un movimiento instintivo o desesperado en medio de la caída para quedar luego mal tendida y mojada, desnuda y mojada sobre la loza con su nuca decimonónica herida por la que al cabo de un rato habría parecido correr la sangre a medio secar como estrías o hilos de cabello negro y pegado o barro, aunque nadie lo habría visto porque yo ya no habría asistido: pero esta es una muerte horrible, sin poder pedir ayuda durante toda una noche, el niño por fin profundamente dormido y el teléfono demasiado lejos, ojalá me hubiera comprado uno móvil; pero esta es una muerte ridicula, nada tan ridículo como un accidente en la propia casa una noche en que mi marido está de viaje y cuando el invitado que podría salvarme se ha ido, ya es mala suerte, y desnuda, ya es desgracia, todo puede ser ridículo o trágico según quién lo cuente y cómo se cuente, y quién contará mi muerte o se contará varias veces, cuantos me conocen unos a otros de todas las maneras posibles. Y estos pensamientos veloces tan sólo al caer, porque quizá Marta Téllez habría muerto de todas formas y habría muerto en el acto sin tiempo para el malestar ni el miedo ni la depresión ni el arrepentimiento. Pero no sucedió nada de esto, sino otra muerte no menos horrible ni menos ridicula, con un desconocido al lado cuando estábamos a punto de echar un polvo, qué horror, qué vergüenza, cómo puedo decírmelo con estas palabras, lo que al suceder no es grosero ni elevado ni gracioso ni triste puede ser triste o gracioso o elevado o grosero al contarse, el mundo depende de sus relatores y yo tengo un testigo de mi propia muerte y no sé cómo la habrá entendido; pero quizá él no hable, quizá no la cuente y en realidad no importa cómo lo haga -el primero, el origen-, las historias no pertenecen sólo al que asiste a ellas o al que las inventa, una vez contadas ya son de cualquiera, se repiten de boca en boca y se tergiversan y tuercen, nada se cuenta dos veces de la misma forma ni con las mismas palabras, ni siquiera si el que cuenta dos veces es la misma persona, ni siquiera si el relator es único para todas las veces, y qué habrá pensado mi relator o testigo de mi propia inoportuna muerte, lo cierto es que no me ha salvado pese a no haberse ido y quedarse a mi lado, tampoco él me ha salvado estando presente, nadie me salva.

No, nada de esto sucedió, y pensar en lo que no sucedió ha de ser parte de mi encantamiento, no tengo por qué sacudirme estas voces y estos pensamientos sino que debo acostumbrarme a ellos mientras siga acechado o frecuentado o revisitado o haunted. Deán volvió a echarme una rápida ojeada impaciente a la vez que contestaba a Téllez con su voz herrumbrosa como espada o armadura o lanza:

– Bueno, creo que ya está bien de ventilar estos asuntos cuando no toca. Dejémoslo estar, ¿no os parece? -Y esta vez también hubo curiosidad en la ojeada, como si se hubiera parado a pensar un instante si en verdad no tocaba. Como si de pronto considerara hacer lo contrario de lo que estaba diciendo porque le conviniera amortiguar o frenar a sus interlocutores con la presencia del desconocido.

– Pero haz el favor de decirme algo, Eduardo. Yo tengo que saber a qué atenerme -dijo Luisa aún más impaciente-. No hay poca diferencia entre vivir sola y vivir con un niño, eso no se improvisa.

– Déjame un poco más de tiempo, unos días más no te van a hacer mucho daño. Quizá pueda arreglarme para no viajar o viajar menos, tengo que hablarlo más con Ferrán, no lo sé todavía. Tampoco sé si puedo vivir con el niño yo solo, el niño era de los dos, no sé si lo entiendes.

– Viajar, viajar: en mala hora -repitió Téllez con su mala voluntad hacia el yerno. Lo dijo levantando su dedo como si fuera un profeta.

– Mire, Juan -le respondió Deán entonces-, que yo no estuviera en casa no tuvo nada que ver, usted lo sabe. No se habría podido hacer nada.

Yo no había querido indagar, pero reconozco que al oír esto sentí un gran alivio: me alegré enormemente de que no se hubiera podido hacer nada, puesto que yo no hice nada. Era una alegría retrospectiva y condicionada.

Téllez tenía ya su café delante, encendió la pipa por fin y miró a Deán a través de la llama creciente y menguante. Le costó apagarla (no la sopló, la agitaba sin vigor en el aire) y mientras tanto dijo sin mirarle y con la pipa en la boca, quizá buscando una apariencia de ininteligibilidad (miraba la llama desobediente, más con sus puntiagudas cejas de duende que con sus ojos azules grandes):

– Lo que te reprocho no es eso, Eduardo, no soy tan irrazonable como para echarte en cara que no la salvaras si no había salvación posible, sino que Marta tuviera que morirse sola. Tú ni siquiera sabes si podrías vivir solo con el niño, ella murió sola, con el niño dormido. Y el niño se quedó solo del todo, con la madre muerta y el padre de viaje, qué te parece. Menos mal que es muy pequeño. -La llama le rozó las uñas justo antes de extinguirse. Téllez no estaba informado de las circunstancias, como yo había supuesto, donjuán o Juan o Juanito o Téllez o el excelentísimo, nunca las mismas palabras o vocativos para la misma persona, las personas tan variables como las historias, según quién las nombra o llama.

Deán musitó algo inaudible, tal vez estaba contando hasta diez como se dice que hace la gente para aplazar su cólera y así amainarla, no lo he hecho en mi vida, hay cosas que en cambio arrecian con la demora. Quizá estaba pensando si se lo decía o no a su zahiriente suegro: 'Tu hija no estuvo sola, viejo imbécil, ni tu nieto tampoco, Marta aprovechó bien mi ausencia, le vino de perlas, quién sabe de cuántas otras no habrá disfrutado. Pero en algo de lo que dices tienes razón, viejo estúpido: viajar, viajar, en mala hora.' Luisa había bajado la vista y había aplacado toda impaciencia y toda insistencia, se habría arrepentido del giro tan imprudente que había tomado la conversación por su causa, o tan indeseable, ella sí estaría enterada del fin de su hermana, su fin no solitario. Yo lo estaba, sentí una oleada de calor, debí de sonrojarme un poco, crucé los dedos, por suerte no me miraban en aquel momento, aunque mi rubor habría tenido excusa: podía deberse a mi presencia allí cada vez más inadecuada, de hecho se debía a eso en parte. Deán no cayó en la tentación, ahora él también ocultaba algo a alguien, y en su propio perjuicio, por piedad hacia el viejo imbécil; contestó lo sensato, o lo esperable si Marta había muerto como creía su padre:

– Nadie podía prever eso, ¿cómo podíamos saber ninguno? Yo me fui dejándola en perfecto estado, la llamé y hablé con ella desde Londres después de cenar y estaba bien aún, no me dijo nada, iba a acostar al niño, ya se lo he dicho. ¿Qué quería usted, que no hubiera viajado nunca en mi vida, por si acaso? Supongo que antes de que pasara nada a usted no le pareció mal ni raro que me hubiera ido, como tantas otras veces. ¿Qué pasa, usted no dejó a su familia nunca unos días? No sea absurdo. No sea injusto.

– A mí no me pareció nada porque no sabía que te habías ido.

– Bueno, tampoco creo que haya estado usted informado de todos mis pasos a lo largo de estos años. No tenía por qué saberlo.

– Yo no tenía por qué estar informado, pero ella sí. No te pudo pedir ayuda, no te pudo llamar, ¿verdad? Le habías dejado tu teléfono en Londres pero no hubo manera de que lo encontráramos, ni rastro de él en toda la casa y bien que lo buscaron todos, nadie pudo dar contigo hasta la noche siguiente, se dice pronto; tampoco se lo habías dejado a tu amigo Ferrán, ¿por qué hemos de creer que se lo dejaste a ella? Ni siquiera te molestaste. -Téllez recurría al plural para poner de su lado a Luisa, seguramente también a Guillermo y a María Fernández Vera, a toda la familia, a los otros Téllez, que sin embargo sentirían lástima por Deán, nunca le habrían reprochado nada sabiendo lo que sabían. Deán había recurrido asimismo al plural para no quedar excluido y asimilarse a ellos: '¿cómo podíamos saber ninguno?', había dicho. Téllez hizo una mínima pausa y añadió mordiendo bien la pipa, es decir, entre dientes y con dureza-: Me da escalofríos pensar cómo pasarías ese día, con tu mujer muerta aquí y tú sin saberlo. Supongo que todas esas horas de despreocupación e ignorancia se te presentan ahora a una luz bien distinta, no quisiera estar en tu lugar, se te deben de repetir en tus pesadillas. -Se detuvo, se sacó la pipa y dijo también sin estorbos o con más desprecio-: Claro que a lo mejor ni siquiera estabas en Londres.

Ahora se habían olvidado por completo de mi presencia, al menos Téllez a quien ya no se le ocurriría ponerme al tanto de los antecedentes, los viejos no hacen muchas distinciones, esto es, no suelen tener conciencia de todos los elementos de una situación y menos aún si es violenta, solamente de los principales, y lo principal era para él Deán y Luisa, yo ya formaba sólo parte del decorado invisible, no tenía más realidad ni importancia que el maítre o los camareros o los demás clientes o la gente apelotonada a la puerta del restaurante protegiéndose de la lluvia, no más que la propia tormenta en aquel instante (vi por la ventana un periódico desplegado cubriendo cabezas). Y fue sólo entonces, cuando nadie se fijaba en mí ni de refilón siquiera, cuando me sentí más decisivo al darme cuenta de que no habían sido tres sino cuatro las cosas con las que salí de Conde de la Cimera que al entrar no llevaba: el olor, el sostén, la cinta y un papel amarillo escrito seguramente por la mano de Deán y no la de Marta y que aún guardaba en mi cartera, estaba allí en mi bolsillo. Y pensé: 'Esto no va a aguantarlo Deán, ahora sí caerá en la tentación, contará, no soportará que se ponga en duda hasta la verdad de su viaje, va a decir: "Alguien se llevó el papel en el que yo anoté el nombre de mi hotel y el teléfono, alguien que estuvo con ella toda la noche y la vio agonizar y morir con sus propios ojos sin avisar a nadie, alguien se llevó ese papel que buscasteis todos afanosamente y lo utilizó veinticuatro horas después, a la noche siguiente, llamó a mi habitación de Londres y preguntó por mí y sin embargo no se atrevió a hablarme cuando yo descolgué, qué querría decirme, qué podía decirme entonces, ya era demasiado tarde para que nada cambiase, como lo fue el mensaje por fin recibido poco después cuando la voz de Ferrán y la voz de Luisa me dijeron que Marta llevaba muerta todo ese día y la noche anterior o parte de ella, porque la otra parte la pasó viva y acompañada. Luisa lo sabe y puede decírselo, todos menos usted lo saben, la muerte de Marta no fue sólo horrible, fue también ridicula, la encontraron medio desvestida bajo las sábanas y con el maquillaje corrido no sólo por sus lágrimas sino también por sus besos, el hombre al que se los dio debió quedarse espantado, cortado, perplejo, frustrado. Pensar en el horror de ese hombre es lo único que me alegra." Va a decir todo esto', pensé, 'y yo tendré que levantarme para ir al cuarto de baño con la servilleta en la boca porque no soportaré que lo diga.' Había estado a punto de copiar aquel nombre de hotel y aquel número (Wilbraham Hotel el nombre), había pensado hacerlo y hasta había arrancado una hoja del cuadernillo con ese propósito, había sacado la pluma de mi chaqueta y había aprovechado para ponérmela y así inducirme un poco más a mi marcha y al final no había copiado nada sino que me había quedado con el papel adhesivo ya escrito sin querer ni saberlo, robándolo sin intención y sin darme cuenta -tenía tantas cosas en que pensar-, conseguir un teléfono siempre tienta a hacer uso de él al instante y al día siguiente nadie lo había encontrado por tanto, Luisa y Guillermo y María Fernández Vera y quién sabe si la vecina del portal con su guante beige habrían mirado y rebuscado por todas partes con la angustia de no poder avisar a Deán de lo peor y más grave que podía ocurrirle y había ocurrido. Habrían hablado todos con aquel Ferrán varias veces y era cierto que él ignoraba el paradero de su socio, también de eso yo tenía la prueba en mi cinta, antes de que sucediera nada él le había dejado su mensaje a Marta, me lo sabía ya de memoria como todos los otros: 'Marta, soy Ferrán. Ya sé que Eduardo se ha ido hoy a Inglaterra, pero es que acabo de darme cuenta de que no me ha dejado teléfono ni señas ni nada, no me lo explico, le dije que me las dejara sin falta, no están aquí las cosas para que él ande ilocalizable. A ver si las tienes tú, o si hablas con él dile que me llame en seguida, a la oficina o a casa. Es bastante urgente. Gracias.' Y ella no le había llamado para darle ese teléfono que entonces sí estaba en la casa bien a la vista ni le había transmitido el recado a Deán cuando él llamó después de su cena estupenda en la Bombay Brasserie vecina al metro de Gloucester Road -la conozco-, o al menos yo no lo recordaba. También ella tenía seguramente tantas cosas en que pensar -aún pensaba entonces-, o quizá al contrario, las dos presencias que mutuamente se repelían, la del niño y la mía, no la dejaban pensar en nada que no fuera nosotros, él y yo, perder al niño de vista durante sólo un rato y acercarse a mí durante sólo ese rato, que no sonara más el teléfono, que su hijo no cogiera una perra y armara un escándalo, beber el suficiente vino para buscar y querer lo que aún no sabría si buscaba y quería. Y por todo ello Deán había estado justamente así, ilocalizable durante todo un día, Téllez tenía razón, era agudo y sabía hurgar donde abrasa, qué habría hecho Deán durante todas aquellas horas de descuido y desconocimiento en Londres, cómo habría pasado ese día creyendo que estaba viva quien ya estaba muerta, habría asistido a sus reuniones de trabajo temprano, el objeto del viaje, luego habría paseado tal vez por St James's Park o por el barrio de Hampstead o Chelsea, quizá le habría comprado algún regalo a Marta en su tiempo libre, y de haber sido así ese regalo y recuerdo ella no habría llegado a tenerlo ni habría sabido qué viaje o qué ausencia lo trajo, si fue la compensación por la espera o la embajada de una conquista o el apaciguamiento de una mala conciencia: se trajo demasiado tarde; y así ese regalo ni siquiera llegó a ser recuerdo ni a tener pasado ni origen, o los habrá tenido en otra conciencia y en otra memoria si Deán decidió dárselo a alguien una vez enterado de la muerte de su destinataria, a su cuñada Luisa o a su concuñada María o quizá a la vecina del cementerio con su guante beige o a ninguna de ellas -un broche, un vestido, pendientes, un pañuelo, un bolso, Eau de Guerlain, quién sabe qué fue lo elegido-. Deán habría cenado tal vez en Sloane Square, muy cerca de su hotel para no tener que desplazarse tras el cansancio de la jornada, solo o acompañado de colegas o conocidos o amigos, quién sabe, luego habría vuelto a su habitación con ventana de guillotina y habría mirado por ella a través de la oscuridad ya veterana de la noche de Londres, hacia los edificios de enfrente o hacia otras habitaciones del mismo hotel, la mayoría sin luces, hacia el cuarto abuhardillado de una criada negra que se desviste tras esa jornada quitándose cofia y zapatos y medias y delantal y uniforme, lavándose la cara y las axilas en un lavabo, lavándose británicamente. Él no la huele pero puede conocer ya su olor, quizá se cruzó con ella por un pasillo o en las escaleras. Y entonces habría sonado el teléfono a una hora impropia en esa ciudad, y cuando Deán lo hubiera cogido y hubiera respondido '¿Diga?' con otra palabra, yo colgué asustado el teléfono público de un Vips de Madrid, hay un tipo de dientes largos esperando a que se lo deje libre. Los timbrazos de mi llamada en la habitación de Deán resuenan y sobresaltan a través de la noche a la empleada medio vestida y medio desnuda y la hacen tomar conciencia de que puede ser vista, da unos pasos en sostén y bragas hasta su ventana y la abre y se asoma un momento como para comprobar que al menos nadie está trepando hacia ella -ningún burglar, en inglés hay palabra específica para el ladrón de edificios, para el intruso que yo había sido la noche anterior en casa de Marta y de su marido aunque no hubiera entrado subrepticiamente-, y entonces la cierra y corre las cortinas con mucho cuidado, nadie debe verla en medio de su desolación o fatiga o abatimiento, ni medio vestida ni medio desnuda ni tampoco sentada a los pies de la cama con las mangas del uniforme vueltas enganchadas en las muñecas, quizá así ya fue vista sin que ella se diera cuenta. 'Y aún va a decir más Deán', pensé todavía, 'dirá: "Pero no me basta con su estupefacción y fastidio y su pánico y su mala suerte, no me basta con su horror de un momento que ya ha pasado, quiero encontrar a ese hombre para hablar con él y pedirle cuentas y contarle lo que pasó por su culpa. Quiero contarle a él justamente cómo pasé ese día entero en que creí viva a Marta y ya estaba muerta y cómo veo ese día ahora cuando se repite en mis pesadillas y oigo la voz que dice: «Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo. Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal, y caiga herrumbrosa tu lanza. Pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla. Mañana en la batalla piensa en mí, desespera y muere.»" Eso va a decir, y si lo dice yo me llevaré las manos a los oídos y caeré desplomado, o quizá a las sienes que irán a estallarme, mis pobres sienes, porque no podré soportar que lo diga y yo deba escucharlo.'

Pero Deán tampoco cayó en la tentación ahora, no dijo nada de esto sino que se quedó callado o volvió a musitar inaudiblemente durante bastantes segundos como si contara hasta veinte esta vez y respondió luego con su parsimonia y su voz mohosa, o era con la infinita paciencia que debemos a los seres queridos de nuestros muertos:

– Mire, Juan, a usted se le ha metido entre ceja y ceja que yo tengo la culpa de lo que ha ocurrido. Está bien, puede ser, a lo mejor tengo parte de culpa y además no habrá forma de que lo convenza de lo contrario. Yo le puedo enseñar mi billete de avión, mis facturas del hotel y de restaurantes y de mis compras en Londres, pero si usted prefiere creer que ni siquiera estuve allí y eso le sirve de algo, adelante, créalo, no va a cambiar nada, sólo que su estima por mí será menor todavía, no es grave, es probable que dejemos de tratarnos pronto, apenas nos va a quedar vínculo ahora. Nada es grave en lo que a mí se refiere. Yo no sé dónde puso Marta el papel con mis señas, tal vez se lo echó al bolso y luego lo perdió en la calle, tal vez se voló con la ventana abierta y lo barrieron los barrenderos del suelo, no puedo saberlo. Yo sé que se lo dejé, pero no puedo demostrárselo y no tiene por qué creerme, es verdad que a mi amigo Ferrán olvidé dejárselas. Pero tiene razón en una cosa: no voy a olvidar esas horas a que usted se refiere. Hay cosas que uno debe saber de inmediato para no andar por el mundo ni un solo minuto en una creencia tan equivocada que el mundo es otro por ellas. No es admisible pensar que todo sigue como estaba cuando todo está ya alterado o ha dado un vuelco, y es verdad que el periodo durante el que se permaneció en el error se nos hace luego insoportable. Qué tonto fui, pensamos, y en realidad eso no debería dolemos tanto. Vivir en el engaño o ser engañado es fácil, y aún más, es nuestra condición natural: nadie está libre de ello y nadie es tonto por ello, no deberíamos oponernos mucho ni debería amargarnos. Sin embargo nos parece intolerable, cuando por fin sabemos. Lo que nos cuesta, lo malo, es que el tiempo en el que creímos lo que no era queda convertido en algo extraño, flotante o ficticio, en una especie de encantamiento o sueño que debe ser suprimido de nuestro recuerdo; de repente es como si ese periodo no lo hubiéramos vivido del todo, ¿verdad?, como si tuviéramos que volver a contarnos la historia o a releer un libro, y entonces pensamos que nos habríamos comportado de distinta manera o habríamos empleado de otro modo ese tiempo que pasa a pertenecer al limbo. Eso puede desesperarnos. Y además ese tiempo a veces no se queda en el limbo, sino en el infierno. ('Es más bien como cuando de niños íbamos al cine de programa doble y sesión continua', pensé, 'y entrábamos en la sala a oscuras con una película a medias que veíamos hasta su final deduciendo lo que habría pasado antes, qué habría llevado a los personajes a la situación tan grave en que los encontrábamos, qué ofensas se habrían hecho para ser enemigos y odiarse; luego nos ponían otra, y sólo después, al comenzar el nuevo pase de la primera y ver el inicio que nos faltaba, comprendíamos que lo que habíamos imaginado no tenía ningún fundamento ni se correspondía con la mitad perdida. Y entonces teníamos que borrar de nuestra cabeza no sólo lo imaginado, sino también lo que habíamos visto con nuestros propios ojos según esas adivinaciones, una película inexistente o por lo menos tergiversada. Ahora que ya no hay cines así nos ocurre lo mismo a menudo cuando ponemos la televisión al azar, sólo que ahí no nos ofrecen luego otra vez el principio y nos quedamos sólo con nuestra visión parcial, supuesta e imaginaria aunque asistamos al desenlace, qué entendería Only You de la historia de Poins y Falstaff y los Enriques de Lancaster, el rey y el príncipe, con qué extraña interpretación o cuento se quedaría que lo dejó tan impresionado durante su noche de insomnio aislada. Yo en cambio no vi el principio ni el fin de MacMurray y Stanwyck ni oí sus diálogos, sólo los vi en fantasmales subtítulos durante mi noche en vela y sin hacerles caso, tenía que atender a mi propia historia empezada.') -Deán respiró hondo como para tomar aliento, o bien para apaciguarlo un poco tras su leve vehemencia a la que se había dejado arrastrar desde su inicial parsimonia, como si sus consideraciones le hubieran servido de antídoto contra su ira, o de sustitutivo-. Así que tiene razón al pensar que ese día va a repetírseme, esté tranquilo -dijo-. No se crea, ya lo hace.

Téllez fumaba su pipa en silencio y ahora le sostenía la mirada a su yerno, que no se la aguantó una vez que dejó de hablar: miró hacia un lado con sus ojos asiáticos buscando al maítre para pedirle la cuenta -le hizo el gesto de escribir inequívoco-, como si con ello quisiera poner término a la compañía o por lo menos pasar ya a otra cosa. 'Debe de estarse mordiendo la lengua', pensé, 'quizá busque luego estar a solas un rato con Luisa para desahogarse, ella sabe.' Luisa había cambiado de actitud por completo, se la veía compungida, ya no intervino más ni metió prisa a Deán para que decidiera nada, unos días más no iban a perjudicarla. Parecía como si a Téllez le hubieran hecho efecto las palabras de Deán, fumaba su pipa meditativa. Pero su obcecación fue mayor que su entendimiento: en realidad sólo estaba esperando a que se le disipara un poco ese efecto de duda y consideración y tal vez sorpresa para regresar a su anterior postura de acusación y resentimiento y al regresar hacerla aún más acerba. Cuando vio que Deán estaba afectado y apartaba la vista se creció y le dijo:

– Sea como sea no estabas aquí. Sea como sea ella no pudo llamarte, aunque a lo mejor prefirió no intentarlo. Tal vez se habría encontrado con tu ligereza y tu indiferencia. Quizá la habrías tildado de alarmista y exagerada y no habrías movido ni un dedo, ni para avisarnos a nosotros, o a un médico. Quién sabe. Ella te conocía. En todo caso lo que sí sabemos es que contigo no puede contarse -y volvió a utilizar el plural familiar que excluía a aquel viudo, al yerno-, y apenas va a quedarnos ningún vínculo ahora, eso es cierto. Cuando a mí me toque ya puedes estar en Londres o en Tampico o en el Peloponeso, sé que no estarás cerca de mí en ningún caso. Y no se te ocurra pagar esa cuenta, aquí me conocen.

Deán se guardó la cartera que ya había sacado tras hacer el ademán al maítre. Era de suponer que estaba harto, la única manera de conservar la paciencia a veces es retirarse, no seguir escuchando. Las incisiones de su piel leñosa se le vieron más profundas por el gesto sombrío, así serían permanentemente cuando tuviera más años. El mentón enérgico parecía en fuga, los ojos de color cerveza se le endemoniaron, tal vez por la luz verdosa de la tormenta: los tenía muy abiertos, como con un exceso de sequedad o pesadumbre. Se levantó, cogió sin esfuerzo su gabardina de la rejilla elevada en que la había dejado, se la puso y se echó las manos a los bolsillos.

– Si no voy a pagar esta cuenta no hace falta que espere. Tengo mucha prisa. Adiós, Juan. Ya hablaremos más tarde, Luisa. Buenas tardes.

No se había tomado el café, la última frase había sido para mí (lo justo para no ser grosero, yo contesté 'Hasta la vista'), besó a Luisa en la mejilla (ella contestó 'Luego te veo en casa' como si la casa ya fuera de ambos, Téllez no dijo nada). Se llegó hasta la puerta y allí se despidió del maítre que lo acompañó y se la abrió, un pariente de donjuán Téllez merecía la molestia. Se subió el cuello de la gabardina antes de adentrarse en la lluvia, las personas paradas le dificultaron la salida, lo obligaron a sortearlas. Pensé que ya no podría seguirlo si ese hubiera sido mi deseo tras el almuerzo, no me quedaba más elección que seguir a Luisa cuando saliéramos del restaurante si me decidía a seguir a alguien, no tenía gran cosa que hacer, había reservado aquella semana para trabajar junto a Téllez para Only the Lonely, los guiones de la serie de televisión que tenía entre manos no corrían prisa, probablemente acabaría por no hacerse esa serie que en todo caso me pagarían. Téllez sí se bebió su café, ya frío sin duda: de un solo trago, como si fuera un vodka. Entonces reparó en mí de nuevo y supongo que se disculpó, lo hizo indirectamente:

– Mi hija no pudo pedir ayuda -explicó como si yo pudiera no haber entendido-. Dicen los médicos que no habría podido salvarse. Pero se me parte el corazón de pensar en ella sola en su cama, muriéndose sin consolación y angustiada por el niño, que iba a quedarse solo sin nadie que lo cuidara. -Se le había ido toda mala voluntad, en cuanto Deán hubo desaparecido, como si se hubiera forzado a ella-. No lo soporto -añadió.

– Lo raro, papá (ya se lo he dicho otras veces) -dijo Luisa (y ese 'se' fue la primera vez que se dirigió a mí, quería decir 'ya se lo he dicho a él' y me lo explicaba a mí entre paréntesis, no es que la hija llamara de usted al padre, sino que me tenía en cuenta)-, es que tampoco nos avisara a nosotros. A lo mejor no pudo llamar a Eduardo a Londres, pero a nosotros sí pudo, y no lo hizo. -Me pareció que con estas palabras intentaba echarle un cable a Deán sin delatar a su hermana muerta, sin duda lo compadecía. Se quedó pensativa y añadió-: Tal vez no creyó que fuera a morirse, pensó que era pasajero y no quiso molestar a nadie tan tarde. Tal vez no lo supo, y entonces no le fue tan angustioso. Lo angustioso debe de ser pensarlo; y saberlo.

Me dieron ganas de decirle a Téllez: 'No estuvo sola en su cama, créame, lo sé bien. No murió sola, no fue tan horrible porque tardó en darse cuenta y cuando se la dio me dijo "Cógeme, cógeme, por favor, cógeme" y yo la cogí, la abracé por la espalda porque no quiso que hiciera otra cosa, me dijo "no hagas nada todavía, espera", no quiso que la moviera un milímetro ni que llamara a nadie. La cogí y la abracé y así al menos murió contra mí, con mi tacto, murió protegida, murió respaldada. No se atormente tanto.'

Pero no podía decírselo.

– No debería haberlos acompañado a comer "-dije en cambio-. Lo lamento de veras.

– No, no es culpa suya -respondió Téllez-. Somos nosotros quienes le hemos dado el almuerzo. La verdad es que no tenía intención de volver a hablar de esto. -Y dejando la pipa humeante apoyada en el cenicero se llevó las manos a la cabeza-. Mi pobre niña -dijo como si fuera Falstaff, y salía el humo.

La tormenta había cesado de golpe. La puerta estaba despejada.


Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, los nombres no cambian y se quedan fijos en la memoria cuando se quedan, sin que nada ni nadie pueda arrancarlos. Mi cabeza está llena de nombres cuyos rostros he olvidado o son sólo una mancha flotando en un paisaje, una calle, una casa, una edad o una pantalla. O son nombres de sitios y establecimientos que parecían eternos porque estaban allí desde que llegamos o desde que nacimos, una frutería llamada La Flor Sevillana, el cine Príncipe Alfonso, el María Cristina, el Voy y el Cinema X, la librería Buchholz cercana a Cibeles o los ultramarinos que conservan el rótulo y dice Viena Capellanes, la pastelería de las Hermanas Liso y el Hotel Atlantic y otro, el Londres y de Inglaterra, Oriel y San Trovase y le Zattere y Halífax, infinitos nombres de calles y tiendas y poblaciones -Calatañazor, Sils y Colmar y Melk; y Medina del Campo-, los nombres de los infinitos actores y actrices vistos desde la infancia y que resuenan para siempre en nuestra memoria sin que logremos ver bien sus facciones: Eduardo Ciannelli, Diane Varsi y Bella Darvi, Ivan Triesault y Leora Dana, Guy Delorme, Frank De Kova y Brigid Bazlen, y todavía con ellos podemos renovar el recuerdo si acertamos a tenerlos de nuevo delante, allí donde hace siglos los vimos en sus películas que no palidecen. Los lugares en cambio han cambiado, las tiendas han desaparecido o han sido sustituidas por bancos, y a veces las que perduran son sólo la lenta sombra de ellas mismas, miramos desde la calle sin atrevernos a entrar y vagamente reconocemos a través del escaparate a los empleados o dueños vetustos que nos daban bombones y nos gastaban bromas de niños, los vemos de pronto encorvados y menguados y en ruinas, con la vida por detrás a la que no hemos asistido, haciendo los mismos gestos ante sus mostradores de madera o mármol sólo que con más inseguridad y más despacio: les resulta complicado dar las vueltas, les cuesta envolver lo que venden. No veo apenas los rasgos de una criada joven y rubia a la que yo hacía cosquillas tras tirarla con argucia a una cama con mis nueve o diez años cuando salían mis padres, pero el nombre viene al instante: es Cati. Recuerdo mal la expresión de aquel mutilado que avanzaba en su cochecito de ruedas con manivela vendiendo tabaco y chicle y cerillas allí donde veraneábamos -medio hombre, la expresión era ufana y candida-, pero su nombre continúa nítido, y es Eliseo. Los compañeros del colegio más grises o de los que nunca fui demasiado amigo se me aparecen difuminados con sus caras de niños que ya habrán dejado de serlo, pero sus apellidos me llegan como si los estuviera oyendo al pasar lista la señorita Bernis: Lambea, Lantero, Reyna, y Tatay, Teulón, Vidal. No veo en absoluto a otro grupo de chicos menos constante con los que tantas veces me pegué en verano en el parque, pero nunca olvido sus apellidos sonoros de muchas letras: eran Casalduero, Mazariegos, Villuendas y Ochotorena. No sé qué aspecto tenía el peluquero que iba a casa de mi abuelo médico a afeitarlo y arreglarle el pelo ya escaso, pero sé que se llamaba Remigio, no me confundo. A aquel limpiabotas bravio y calvo con bigotón y patillas, sentado acechante sobre su caja, vestido de negro y con rojo pañuelo al cuello sé bien cómo lo llamaban: el Manolete. De ese hombre pequeño y con bigotito cuidado, dueño de una papelería, no recuerdo ya el nombre pero sí el apodo: mis hermanos y yo lo llamábamos 'Willem Dekker' por el personaje untuoso y cobarde de una película a quien se parecía, La casa de los siete balcones, y le enviábamos mensajes amenazadores firmados por la Mano Negra en papeles quemados con una lupa: 'Tus días están contados, Willem Dekker.' Las matemáticas suspendidas un año, y un profesor en verano del que veo tan sólo el llamativo cráneo con su cicatriz de guerra tan bien peinado con el agua del río, pero su nombre me viene entero, y es Victorino, nombres anticuados que ya no existen o nadie lleva, nombres de antes. De ese otro hombre alargado y paciente y risueño que vendía discos voy viendo la cara a medida que me la trae el nombre: es Vicen Vila, y así se llama también su tienda. Y veo mal al portero anciano que todas las mañanas durante dos años me daba los buenos días desde su garita con la mano festiva en alto: pero se llama Tom, lo recuerdo.

Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, el rostro que dejamos de ver un día se dedicará a traicionarse y a traicionarnos en el tiempo que le pertenece y le queda, irá apartándose de la imagen en que lo fijamos para llevar su propia vida en nuestra voluntaria o desdichada ausencia. El de aquellos que se fueron del todo porque no los retuvimos o han muerto se irá nublando en nuestra memoria que no es una facultad visiva, aunque a veces nos engañemos y creamos ver todavía lo que ya no tenemos delante y sólo evocamos envuelto en brumas, el ojo interior o de la mente se llama esa figura borrosa de nuestros espejismos o nuestra añoranza, o de nuestra maldición a veces. Yo podría creer que nunca te he conocido si no supiera tu nombre que permanece inmutable sin el menor deterioro y con su brillo intacto y así seguirá aunque hayas desaparecido del todo y aunque te hayas muerto. Es lo que resta y en nada se diferencia la nómina viva de la nómina muerta, y no sólo eso, es lo único que sirve para reconocernos y que no perdamos el juicio, porque si alguien nos niega el nombre y nos dice 'No eres tú aunque te vea, no eres tú aunque te parezcas", entonces dejaremos efectivamente de ser nosotros a los ojos del que nos lo dice y nos niega, y no volveremos a serlo hasta que nos devuelva ese nombre que nos ha acompañado lo mismo que el aire. 'No te conozco, viejo', le dijo el Príncipe Hal en cuanto fue Enrique V a su amigo Falstaff, 'no sé quién eres ni te he visto en mi vida, no vengas a pedirme nada ni a decirme dulzuras porque ya no soy lo que fui, y tú tampoco lo eres. He dado la espalda a mi antiguo yo, así que sólo cuando oigas que vuelvo a ser el que he sido acércate a mí y tú serás el que fuiste.' Y si eso nos ocurriera a nosotros pensaríamos con espanto: '¿Cómo puede ser que no me reconozca ni me llame ya por mi nombre?' Pero también a veces podríamos pensar con alivio: 'Menos mal que no me llama ya por mi nombre ni me reconoce, no admite que sea yo quien pueda estar haciendo o diciendo estas cosas que me son impropias, y como las ve suceder y me oye decirlas y no puede negarlas, me niega a mí con piedad para que no deje de ser el que fui a sus ojos, y así salvarme.'

Algo parecido me ocurrió a mí una noche hace tiempo, mucho antes de que conociera el nombre de Marta Téllez y el de su padre y el de Deán y Luisa y el de Eugenio, y la negación fue mutua si es que hubo lugar a ella, si es que hubo lugar al reconocimiento. Volvía hacia mi casa tarde en mi coche cuando vi a una mujer parada en la calle de los Hermanos Bécquer, esa calle corta que hace gran curva y cuesta y desemboca en la Castellana, tan en curva y en cuesta que sus dos breves tramos parecen perpendiculares el uno al otro y a distintos niveles como si el alto fuera un puente inconcluso del bajo, una calle cara en la que a menudo se apuestan las prostitutas y los travestidos pero más bien de una en una o bien de uno en uno, suele ser una mujer sola a quien se ve en esa esquina al final del descenso, mientras que unas calles más allá en dos direcciones distintas, al otro lado de la Castellana y pasada María de Molina, la proliferación es considerable, las putas están más juntas y se dan compañía y envidia mientras esperan con sus atuendos ligeros que contradicen el invierno y también el otoño. La mujer que está en esa esquina por la que paso a menudo y que siempre es otra o nunca parece la misma produce la impresión de una exploradora o una desterrada, o tal vez se sortean el sitio cada noche entre ellas porque es discreto y recóndito y a la vez tiene algo de tráfico y vigilancia cercana (la embajada americana muy próxima), un buen puesto para su mercado ambulante. Esa noche me detuvo el semáforo como de costumbre, y miré a la puta desde el coche con la mezcla de curiosidad y fantasía y dominio y lástima con que las miramos los hombres que no vamos con ellas -o es todo chulería-. Y cuando se me abrió el semáforo no avancé sino que seguí mirando a través de la ventanilla aún subida porque tras ver en seguida que era una mujer de verdad y no un simulacro logrado, me pareció que sabía su nombre. Llevaba puesta una gabardina corta que permitía ver la mitad de sus muslos con medias negras, tenía los brazos cruzados en un gesto de frío aún soportable, y al ver que mi coche no hacía uso de la luz verde le prestó más atención y descruzó los brazos para permitirme contemplar -permitirle al conductor, a mí todavía no podía verme- su falda aún más corta que la gabardina y una especie de body que seguramente le venía bien para realzar sus pechos -así los llaman, bodies-. Se llevó las manos a los bolsillos de la gabardina y de ese modo la abrió o entreabrió, en un mortecino gesto de exhibicionismo. Yo estaba allí parado, dejando a mi derecha espacio para el paso de los coches que pudieran llegar de donde yo venía pero sin tampoco mover el mío, sin arrimarlo a la acera, eso habría supuesto un paso adelante y un interés indisimulado que me habría obligado a hablar con ella, a cruzar al menos cuatro palabras. Y lo cierto es que durante unos segundos, y aunque mi interés se había hecho pavoroso y enorme, no estuve seguro de querer hablar con ella ni verla mejor porque temía saber su nombre y reconocerla, y el nombre que creía saber era el nombre de Celia, Celia Ruiz, Celia Ruiz Comendador porque lo utilizaba entero con sus dos apellidos, y ese era el nombre con el que me había casado años antes y del que también me había separado luego y del que me divorcié hace no mucho.

Había oído además decir algo y se lo había oído a alguien enterado de todo y cuyos informes suelen ser fidedignos y exactos cuando no busca engañar ni cometer un fraude: a Ruibérriz de Torres, aunque en aquella ocasión no le di crédito. Mi matrimonio no estuvo del todo mal para los tiempos impacientes que corren, mientras duró; y duró tres años, lo cual es bastante para una novia tan joven, once años más joven que yo cuando se vistió de novia y ya no sé si ahora tanto, algunos hechos y algunas visiones alteran las edades o les dan un vuelco. Ella tenía veintidós y yo treinta y tres cuando nos casamos por su insistencia, la insistencia de quien no puede ver más allá de dos o tres años en el concepto de 'para siempre' (y le parece deseable y amigable por tanto) o, si se prefiere, en el de 'indefinidamente', la niñez todavía demasiado cercana para imaginar un futuro distinto de lo que ya se da y es presente, el atolondramiento más arraigado, seguramente un rasgo de carácter. Yo tuve un acceso de debilidad o entusiasmo, y ambas cosas prevalecieron durante el primer año, me cuesta ya recordarlo; luego la joven pasó a hacerme gracia, que es lo principal que se pide a una joven y por ello más que suficiente; luego la toleré sin más, y al poco tiempo nos irritábamos el uno al otro, había que esperar a aplacarse en silencio para darse besos, la reconciliación afectiva y sexual es muy útil cuando puede haberla o incluso se impone a veces: prolonga lo concluido, pero no eternamente. Fui yo quien abandonó la casa común como es preceptivo, me vine a vivir donde aún vivo ahora, de esto hace ya tres años. Por ser tanto más joven que yo, sus irritaciones eran más pasajeras y no se le acumulaban, es decir, cada una se disipaba, para ella la siguiente y enésima no era más grave ni más onerosa que la primera, carecía de rencor y eran sin ánimo de ofender sus continuas ofensas, había que señalárselas y aun explicárselas para que se diera cuenta. Hacerle glosas. A mí sí se me acumulaban y fui impaciente como los tiempos que corren. Quiero decir con esto que ella no entendió y en consecuencia se desesperó y se opuso, por eso acabamos mal algo más tarde, después de haber puesto término a la convivencia. En una tregua de apaciguamiento decidimos o no quisimos ya vernos, al menos durante unos meses, esperar a ser un poco distintos el uno para el otro, excepto en nuestros nombres. Yo le pasaba dinero por medio de un cheque mensual que llevaba un mensajero (los dos veíamos este rostro y ninguno el del otro), no sólo porque fuera yo quien se había ido y hubiera dispuesto siempre de más ingresos, sino porque los más veteranos tienden a hacerse responsables de los más bisóños aunque estén lejos, temen por ellos en todo caso. Ahora le paso también un cheque, legalmente, y le doy dinero en persona a veces, una ayuda mientras le haga falta como quien da un aguinaldo a un niño, quizá muy pronto no le haga falta. Normalmente no me gusta hablar de Celia. Fui sabiendo lo que suele saberse en una ciudad en la que todo el mundo se encuentra y en la que los teléfonos zumban a todas horas, no son raras las llamadas en mitad de la noche y hay una parte de la población que no duerme ni deja dormir a los que lo intentan. Alguien me decía que había visto a Celia aquí o allá y con tal o cual personaje esperable o desconocido, no le faltaban cortejadores. Por estos informes deduje que no estaba forzando la imaginación y se limitaba a recorrer las estaciones previstas para los abandonados sentimentales de las grandes ciudades: salía mucho hasta tarde, bebía y fingía euforia, bailaba, se aburría, no quería retirarse a dormir y alguna vez se echó a llorar al final de la noche o era ya de madrugada; procuraba que me fueran llegando noticias y preguntaba por mí como se pregunta por un conocido distante, yo sé qué modo de preguntar es ese, los labios nos tiemblan y nos delatan, la voz nos vibra. Mi teléfono sonaba a veces a cualquier hora y al descolgar nadie respondía, quería sólo saber si estaba en casa o quizá no era tan innoble el propósito: escuchar mi voz aunque fuera un momento, aunque sólo fuera una repetida palabra interrogativa lo que oiría. Yo también marqué una noche mi antiguo número antes de acostarme, mientras me desvestía sentado a los pies de la cama, no dije nada cuando contestó ella, se me ocurrió de repente que tal vez estuviera acompañada. Y una vez Celia me dejó tres mensajes seguidos en el contestador: dijo muchas cosas, febriles y grotescas y sarcásticas y amenazantes, pero antes de que se le acabara el tiempo del último llegó a implorarme, y dijo: 'Por favor… por favor… por favor', yo ya había oído eso antes, años atrás en mi propia cinta. No me atreví a devolverle el mensaje, era mejor que no hubiera nada. Más adelante me llegó esa información de la que no hice caso aunque fuera Ruibérriz de Torres quien se encargó de dármela, primero con medias palabras y sondeándome, luego más abiertamente. Un día me preguntó qué sabía de Celia en los últimos tiempos, y al contestarle yo que por fin nada desde hacía meses me miró con preocupación fingida, esto es, con un poco de diversión en el fondo, eso pude advertirlo. “No sé si deberías intervenir algo más en su vida, echarle un ojo de vez en cuando”, me dijo. 'No, más vale que no', respondí, 'ha de pasar más tiempo, no quiero que recupere la costumbre de contar conmigo para solucionar problemas o para oírselos contar y que le dé consejo. Eso es siempre un vínculo fuerte y un buen pretexto, y ya costó bastante cortar toda comunicación que no sea la de los cheques que le mando.' 'Pues entonces a lo mejor tendrías que hacer esa comunicación más frecuente o más cuantiosa', contestó él. Y al preguntarle yo por qué o qué sabía me contó con algún melindre y leve fruición lo que me pareció una estupidez entonces, a saber: alguien había visto a Celia en un local de copas tardías frecuentado por putas, tomando esas copas con unos individuos inexplicables, dos tipos con aspecto de medianos empresarios bilbaínos o barceloneses o valencianos de paso por la ciudad, gente que no le pegaba en modo alguno y con la que, por así decirlo, era inverosímil que hubiera llegado al local desde otro sitio. '¿Y qué?', dije yo. '¿Qué se te ocurre sacar de eso?' Lo dije un poco airado. 'Bueno, da que pensar, es un poco preocupante, ¿no? Yo que tú hablaría con ella.' 'Qué tontería', respondí, 'a Celia siempre le ha divertido y gustado ir a todas partes, y cuanto más exótico o enrarecido el local mejor, así se siente aventurera, es muy joven. Estando ya casada conmigo fue un par de veces con unas amigas a un bar de lesbianas, no se me ocurrió que lo fuera por eso.' 'Ya, ya', respondió Ruibérriz, 'pero ahora es distinto.' '¿Por qué ha de serlo?' 'Ya no está casada contigo, uno; no estaba con amigas, dos; se la ha visto más de un par de veces, y en dos sitios de putas distintos, tres', y Ruibérriz fue sacando sucesivamente el meñique, el anular y el corazón de la mano derecha según iba enumerando. 'Pues cuántas cosas ven tus amigos', contesté yo, 'deben de ser puteros furiosos si van tanto a esos sitios. Y qué, ¿no la han visto también metiéndose los billetes en el escote? La gente no sabe qué inventar. Celia tiene rachas: de pronto le divierte un tipo de gente y sale sin parar con ellos, o va a un local o dos todas las noches, y a los quince días se harta de los locales y de los nuevos amigos y se encierra en casa durante otros quince. Así era cuando la conocí y así seguirá siendo mientras no vuelva a tener estabilidad y a poner su vida en orden. Además: le envío dinero suficiente, y seguro que sus padres la ayudan desde Santander. También hace sus trabajos esporádicos, no creo que tenga problemas.' 'El dinero es suficiente o no según las necesidades y la vida que lleva uno, depende de cómo se gaste. Ella sale mucho. A lo mejor le está dando a algo' '. No, siempre ha tenido horror a darle a nada que no sea alcohol y tabaco, nunca ha querido ni probar un canuto; y no faltará quien la invite cuando salga', contesté; 'pero ojo: de ahí a prostituirse hay un gran trecho, no me vengas con historias disparatadas y malintencionadas, Ruibérriz.' Ruibérriz se quedó callado un momento y se pasó una mano por las ondulaciones de su pelo musical mientras miraba al suelo, como si dudara si aportar alguna otra prueba o dejarlo estar. 'Bueno, allá tú', dijo, 'yo te he contado lo que otros han visto y me han dicho, me pareció que debías estar enterado.' 'A ver, venga, qué más han visto, suéltalo ya todo, qué más sabes', le dije yo impacientado. No pudo evitar sonreír con sus dientes flamantes como quien ha sido pillado en falta y eso le hace gracia, su labio vuelto hacia arriba dejando ver un poco de encías. 'Nada más, eso es todo. Para mí es bastante, a ti te parece filfa. Bueno, pues nada. Anda, dejémoslo, tampoco quiero que te cabrees.' De pronto se me cruzó una sospecha. '¿Tú la has visto?', le pregunté. '¿La has visto tú con tus propios ojos?' Hinchó el pecho y respiró muy hondo, quizá como quien toma el aire necesario para mentir de corrido y sin que la voz le tiemble (pero esto no lo pensé entonces, sino tres semanas más tarde mientras permanecía parado ante el semáforo de Hermanos Bécquer, al final del tramo más descendente que en realidad es el comienzo de General Oraa según me di cuenta de que dice la placa, pero yo siempre he visto ese tramo como parte de Hermanos Bécquer, y también los taxistas y los demás madrileños lo ven así. 'No, si la hubiera visto te lo habría dicho para convencerte de que hables con ella al menos. Cerciórate de que es falso al menos, habla con ella.'

No hablé con ella, no di crédito a la noticia, no quise llamar a Celia rompiendo un silencio que se había instaurado a fuerza de tesón y paulatinamente y que convenía que aún durase más tiempo. Pero hablé con una amiga suya que solía verla y le comenté lo que había sabido a través de Ruibérriz. Iba a pedirle que indagara con Celia para localizar el posible motivo u origen de aquel infundio, pero no hizo falta. Antes de que pudiera pedírselo dijo lo mismo que yo había dicho y eso me hizo pensar que ni siquiera habría motivo ni origen: 'Pero qué estupidez y qué mala sangre, la gente no sabe qué inventar, desde luego hay que tener mala idea, pobre Celia.' Le pedí entonces que no le mencionara mi llamada, pero supongo que fue una petición inútil, las alianzas de las amigas prevalecen siempre, se cuentan todo lo que es de interés para una u otra, aunque quizá en esta ocasión no fuera a contárselo finalmente, no por mí, sino para ahorrarle el disgusto. En todo caso me quedé tranquilo, no hice más al respecto, no le di más vueltas.

Y ahora estaba allí parado con el semáforo cerrado de nuevo, mirando hacia los árboles torcidos de la Castellana -aún la fronda en otoño, los árboles quizá torcidos por las tormentas de décadas- y a la puta que hacía guardia ante el edificio rosado y verde de una compañía aseguradora, y admitiendo de pronto una situación hipotética mientras escudriñaba a aquella mujer cuyo nombre me pareció que era Celia Ruiz Comendador: y la hipótesis sobrevenida era que si la información hubiera sido cierta y Ruibérriz hubiera visto con sus propios ojos a Celia prostituida una noche, habría sido capaz de alquilarla para esa noche y de haberlo hecho desenfadada y festivamente. Sólo después le habría venido una preocupación tan sincera como insincera, a Ruibérriz nada le parece muy grave ni nada le importa mucho, o acaso es que ve la vida como sólo comedia. Y si ella era ella y coincidía el nombre -porque el rostro no basta, envejece y se maquilla y cambia-; y si siendo ella ella la había contratado Ruibérriz y había pasado una noche con Celia, entonces se habría establecido entre los dos hombres -entre él y yo, entre nosotros- ese parentesco que nuestras lenguas ya no reflejan y sí alguna muerta. Cuando sé de infidelidades sexuales o asisto a cambios de pareja o a segundas nupcias -también cuando veo en las calles putas al pasar en mi coche o en taxi o andando- siempre me acuerdo de mi época de estudiante de Filología Inglesa, en la que aprendí la existencia de un verbo abolido y antiguo, un verbo anglosajón que no ha pervivido y que además no recuerdo exactamente cuál era, lo oí mencionar una vez al profesor en clase y se me grabó para siempre su significado, que tengo en cuenta, pero no su forma. Ese verbo designa la relación o parentesco adquiridos por dos o más hombres que han yacido o se han acostado con la misma mujer, aunque sea en diferentes épocas y con los diferentes rostros de esa mujer con el mismo nombre en todas sus épocas. Lo más probable es que el verbo llevara el prefijo ge-, que originalmente significaba 'juntos' y en anglosajón indica a veces camaradería o conjunción o acompañamiento, como en algún sustantivo que no he olvidado, ge-fera, 'compañero de viaje', o ge-sweostor, 'hermanas'. Supongo que sería algo parecido a nuestros prefijos 'co-', 'com-' o 'con-' que aparecen tan a menudo, en 'copartícipe' y 'comensal' y 'conmilitón' y 'compinche' y 'cómplice' y 'cónyuge' y en tantas otras palabras, y ese verbo desaparecido que ya no recuerdo tal vez fuera ge-licgan, puesto que licgan quiere decir 'yacer' y la traducción e idea serían por tanto las de 'conyacer', o bien 'cofollar' si el vocablo fuese más rudo. Aunque puede que lo que transmitiera esta idea no fuera un verbo sino un sustantivo, tal vez ge-bryd-guma, que sería 'connovio', o quizá ge-for-liger, 'cofornicación', quién sabe, y me temo que nunca volveré a saberlo, ya que cuando quise confirmar la memoria y recobrar la palabra además de la idea y llamé a mi antiguo profesor para preguntarle, me dijo que no se acordaba; consulté en mi vieja gramática anglosajona y no encontré nada en ella ni en el glosario adjunto, tal vez lo inventó mi recuerdo; y así me limité a conjeturar estas posibilidades que tengo presentes cuando se da el caso. Pero existiera o no, este verbo o nombre medieval era de cualquier manera útil e interesante y también vertiginoso, y esa sensación de vértigo fue la que sentí al ver a la puta y pensar que si se llamaba Celia Ruiz Comendador me habría emparentado anglosajonamente con muchos hombres además de con Ruibérriz de Torres según la hipótesis. Ese parentesco o vínculo lo ignoramos muchas veces los hombres como las mujeres, y su manifestación más tangible y visible es la enfermedad, a la que están más expuestos los que vienen luego, más cuanto más tarde o más luego, quizá por eso las vírgenes fueron tan apreciadas en tiempos ya algo remotos. Y ese parentesco que tampoco se elige puede ser molesto o vejatorio u odioso cuando se sospecha o conoce, tenerlo lleva con frecuencia a la gente a detestarse y aun a matarse, es raro y a la vez común, acaso era un vínculo principalmente de odio el que designaba el verbo y por esa razón no ha sobrevivido en la lengua heredera ni en otras, un nexo de rivalidad y malestar y celos y gotas de sangre, una red con estribaciones o afluentes múltiples que podrían llevarse hasta el infinito y que ya no queremos denominar o albergar en la lengua aunque sí la concebimos con el pensamiento y los hechos, también un fastidioso recordatorio, los conyacentes o cofolladores; si bien lo contrario es asimismo posible y hay quien sabe que ciertas asociaciones sexuales por mujer o por hombre interpuestos dan prestigio y ennoblecen a quienes las establecen o contraen o adquieren, a los que vienen luego, que reciben tanto la enfermedad como el aura, seguramente más hoy que en ninguna otra época o más públicamente, yo no me sentí ennoblecido según la hipótesis, pero.yo había venido antes en esa hipótesis.

La mujer dio tres o cuatro pasos expectantes e incrédulos hacia la calzada al verme allí parado con el semáforo otra vez abierto y con el motor en marcha (no podía verme con mi sensación de vértigo), sin duda pensó que debía acercarse un poco y dejarse contemplar mejor para decidirme, quizá no había hecho aún en toda la noche de aquel martes frío una sola visita a un piso ni a un coche, sus pasos y sus visitas destinados a no dejar huella en nadie, o a superponerse en su memoria confusa y fatalista y frágil. Y entonces me pareció excesivo -cómo decir, humillante- hacer que fuera ella quien tuviera que pisar la calzada y aproximarse a mi ventanilla arriesgándose. Vi que no venía nadie por mi derecha y arrimé el coche a la acera dejando atrás la parada de autobuses bajo la que se cobijarían ella o sus compañeras alternas cuando lloviera -el 16 y el 61-, doblando ya un poco por el lateral de la Castellana, parándome en la misma esquina; y antes de comprobar que era esa mi maniobra ella se apresuró en sus pasos y levantó un brazo para retenerme con tan sólo el gesto, como temerosa de perder a un cliente por su indecisión o su orgullo o como si su costumbre fuera la de llamar así a taxis. No apagué el motor todavía, aún no sabía si cruzaría cuatro o más palabras con ella ni si la invitaría a subir al coche, no sólo dependía del nombre. Vi acercarse sus piernas fuertes y brillantes de seda y bajé la ventanilla de mi derecha automáticamente. Entonces ella se inclinó para verme la cara y hablar conmigo, se inclinó y apoyó en seguida un codo sobre la ventanilla bajada, quizá un truco para que no pueda uno volver a subirla precipitadamente si se arrepiente de su movimiento. Me miró y no parpadeó, como si nunca me hubiera visto, sólo me pareció que contenía el aliento: si era Celia estaba quizá preparando la primera frase o respuesta y también el tono de voz deformado, o la dicción distinta de la habitual, ganaba tiempo. El rostro era el rostro de Celia que conozco tan bien y a la vez no lo era, quiero decir que llevaba un peinado artificialmente asalvajado impensable en ella, con recreados rizos y mechas rubiáceas, y su maquillaje nunca se lo había visto, los labios pintados de color sanguina, se dibujaban más de la cuenta, los ojos con pestañas innegablemente postizas y pintado y alargado el rabillo, haciéndolos esos trazos más rasgados y más apremiantes. Tampoco su ropa era ropa de Celia, la falda demasiado corta, el body demasiado ajustado, sólo la gabardina podía ser suya porque al verla con más luz y de cerca vi que no era gabardina sino un impermeable como los que llevaba ella a veces, también los zapatos de tacón muy alto podían haber sido de Celia las noches en que salíamos a alguna fiesta. Con el codo apoyado en mi ventanilla lanzó un par de rápidas ojeadas hacia su derecha, controlaba a otras dos putas que ahora veíamos ambos desde la esquina subidas a los escalones de un portal noble de la Castellana, seguramente aguardaban el resultado de nuestra transacción, tendrían una oportunidad si no llegaba a buen término, eso creerían. Una de ellas miraba hacia arriba, hacia los árboles de la avenida o paseo -la fronda-, como si la atrajera el leve vaivén inarmónico de las ramas o más bien de las hojas, había sólo brisa y nubes. Eran menos guapas o menos vistosas, en la distancia.

'Sube', dije yo, y abrí la puerta obligándola a apartarse de la ventanilla un momento. No sabía bien cómo dirigirme a ella, de modo que le dije lo que le habría dicho a Celia si me la hubiera encentrado sola en la calle a esas horas. Yo era el conductor o el hombre de manos tan grandes y dedos torpes y duros sobre el volante -mis dedos son como teclas- que la invitaba a subir al coche desde mi asiento con la puerta abierta, yo era el que decía lo que debía hacerse y el que daba las órdenes, no así con Celia. Pero aún no, aún la transacción no estaba hecha.

'Eh, espera, espera. ¿A dónde vamos y con qué cargamento?', dijo ella dando un paso atrás -arrastró el tacón- y apoyando un puño en la cadera. Oí ruido de pulseras cuando hizo ese gesto, Celia hacía ese ruido a veces, aunque más seco, no tantas pulseras o más ceñidas.

'Vamos a dar una vuelta por aquí cerca para empezar; y voy bien cargado, descuida. A ver, elige, así estarás más simpática', contesté yo, y saqué unos cuantos billetes variados del bolsillo del pantalón, llevaba bastante efectivo. No habría el menor problema en ese aspecto, eso es lo que quise decirle y así lo entendió ella. A la vez que extendía la mano con los billetes como una baraja pensé que estaba cometiendo una imprudencia si no era Celia: era como invitarla a robarme de alguna forma -quizá lo que llaman el beso del sueño-, queremos quedarnos con cuanto vemos que existe y está a nuestro alcance. Pero se parecía demasiado a Celia para desconfiar tan pronto y decidir que no era ella. Más bien era ella, incluso si no lo era.

'Bueno, te voy a pillar esto y esto de momento, por el paseíto, ¿te parece?', dijo cogiéndome dos billetes como dos naipes, con mucho cuidado y como pidiendo permiso. Se los metió en el bolso. 'Luego ya hablamos, si quieres que vayamos más lejos: una cosa es Barajas y otra Guadalajara. Y si quieres ir hasta Barcelona ya puedes pasar por un cajero automático.'

'Venga, sube', dije, y di una palmada sobre el asiento vacío de mi derecha. Salió polvo.

Ella subió y cerró la puerta, al arrancar vi que las otras dos putas se sentaban en los escalones, su oportunidad se esfumaba, tendrían frío sobre la piedra, esperando así sentadas con sus faldas tan cortas, había llovido antes y el suelo no estaba del todo seco. La falda de Celia era también tan corta que una vez a mi lado parecía que no llevara, vi la parte de sus muslos que no cubrían las medias negras elásticas -nada de ligas-, vi una franja de piel muy blanca, demasiado blanca para mi gusto, era otoño. Empecé a alejarme de la zona, Castellana arriba.

'Eh, ¿a dónde vas?', dijo ella. 'Es mejor que nos metamos por una de esas calles de ahí atrás.' Se refería a Fortuny y Marqués de Riscal y Monte Esquinza y Jenner y Fernando el Santo, calles retiradas y sin apenas tráfico, calles con embajadas de países ricos rodeadas de verjas negras y con jardines particulares de césped uniforme y muy bien cortado, calles muy arboladas y apacibles de noche y también de día, cerca de las cuales transcurrió mi infancia, cuando los dos autobuses que hoy son alargados y rojos, el 16 y el 61 junto a cuya parada había recogido a la falsa Celia o a Celia, eran respectivamente un autobús de dos pisos como los de Londres y un tranvía sobre sus rieles de los que aún se ven tramos como fósiles incompletos en el asfalto de su trayecto, ambos azules, el tranvía y el autobús de dos pisos en los que yo montaba para ir y volver del colegio: les queda el número, es decir, el nombre, el 16 y el 61. En esas calles puede detenerse un coche y apagar su motor un rato sin que los faros de otros deslumbren a sus ocupantes continuamente, puede inhalarse y hablarse y puede lamerse y los chicos fumar a escondidas antes de entrar en clase, son las calles más extranjeras y las más libres.

'No te preocupes, luego volvemos. Y te dejaré de nuevo en tu esquina o donde me digas, no tendrás que coger taxi. No siempre querrán llevaros, supongo.' Este fue un comentario anticuado, tal vez ofensivo si no era Celia. 'Me apetece primero conducir un poco sin tráfico'.

'Vale, tú mandas", contestó ella, 'avísame cuando te canses, pero no tardes mucho o me voy a sentir como la novia de un taxista dando vueltas, sólo que sin bajar bandera.'

Su última frase me hizo reír un poco como me hacía reír Celia cuando acabó mi acceso de entusiasmo o debilidad por ella y pasó a hacerme tan sólo gracia. Era cierto, hay unos taxistas jóvenes que las noches de viernes y sábado llevan a su novia al lado, ellos tienen que trabajar y es la única manera de que puedan salir y verse, ellas tienen enorme paciencia, o están muy enamoradas o desesperadas. Ni siquiera pueden decirse mucho, con un viajero siempre a sus espaldas, mirándoles las nucas y tal vez escuchando, mirando sobre todo la nuca de ella si el viajero es un hombre desesperado o solo.

Conduje en silencio por la Castellana bien conocida, algunos lugares siguen en su sitio, no muchos, el Castellana Hilton ya no se llama así pero para mí es el Hilton, el cartel muy visible de House of Ming, un lugar y un nombre prohibidos y misteriosos durante la infancia, y luego Chamartin, el estadio del Real Madrid que también trae a la memoria nombres que no se han borrado ni se borrarán ya nunca, alineaciones enteras que aún me sé de corrido, y a veces los rostros que conocí en los cromos y trasladé a las chapas a las que jugaba a diario con uno de mis hermanos: Molowny, Lesmes, Rial y Kopa, el gordo Puskas, Velázquez, Santisteban y Zárraga, jugadores cuyas caras no reconocería ahora si tuviera oportunidad de verlas, sus apellidos persisten y Velázquez fue un genio.

Conduje en silencio porque miraba a la puta con el rabillo del ojo para ver si tenía la misma sensación de antaño, de llevar a Celia cansada a mi lado como tantas noches al regresar juntos a casa. Quería verla más de frente y con detenimiento y fijarme bien en sus rasgos, pero para eso habría tiempo y las caras engañan, a veces son más de fiar las emociones y sensaciones propias ante esos rostros y los detalles involuntarios del otro, el ritmo de la respiración, un carraspeo o un gesto, un defecto de pronunciación, un latiguillo del habla, el olor -queda el olor de los muertos cuando nada más queda de ellos-, los andares o la forma de cruzar las piernas, los dedos que tamborilean con impaciencia o el pulgar que se frota bajo los labios; y la risa, la risa delata a quien finge y niega su nombre y es casi inconfundible en cada persona, y me pregunté si debía correr el riesgo de intentar hacer reír a la puta que había recogido en mi coche, porque tal vez eso me obligara a tener certeza.

Conduje en silencio también porque me preguntaba el motivo de que Celia estuviera haciendo la calle si se trataba de Celia, no podía tener necesidad de dinero, quizá sí tenía frivolidad suficiente y las suficientes dosis de aventurerísmo, una palabra eminentemente soviética, aventurerísmo, aquello que permite decir 'yo he probado'; o sería acaso venganza, una represalia que habría empezado a cumplirse cuando la vieron los amigos de Ruibérriz que la habían visto en dos locales distintos o el propio Ruibérriz que la habría contratado para esa noche en que la hubiera visto, y que ahora se podía cumplir cabalmente si yo era yo y ella era ella, ella también podría tener respecto a mí sus dudas, cada uno es poco consciente de sus propios cambios, yo no lo soy de los míos que quizá son graves y decisivos. Y esa venganza en qué consistía, me dije en silencio, sino en emparentarme tumultuosamente con desconocidos de los que nunca sabría -no sabría quiénes ni cuántos-, de los que ni siquiera sabría bien ella a menos que llevara la cuenta y los anotara en su diario y les preguntase sus nombres que no le darían.

'¿Cómo te llamas?', le pregunté yo a la puta al final de la Castellana, cuando daba la vuelta para recorrerla de nuevo en sentido inverso.

'Victoria', mintió si era Celia, y quizá también si no lo era. Pero si lo era mintió con intención e ironía y malicia o incluso burla, porque esa es la versión femenina de mi propio nombre. Sacó un chicle de su bolso, el coche olió a menta. '¿Tú?'

'Javier', mentí yo a mi vez, dándome cuenta de que lo habría hecho en ambos casos, tanto si ella era Victoria como si era mi Celia que ya no era mía.

'Otro Javier', comentó, 'la ciudad está llena o es el nombre que os gustaría tener a todos, no sé qué os ha dado'.

'¿Todos quiénes?', pregunté yo. '¿Tus clientes?'

'Los tíos en general, los tíos, ¿qué te crees, que sólo conozco puteros?'

Tenía algo desabrido que Celia no tenía ni tiene, si era ella fingía bastante bien, o quizá el tiempo que llevara ejerciendo -acaso más de un mes o dos, hacía cuatro o cinco que lograba no verla ni hablar con ella- le había servido para contagiarse de algunos modales. También se me ocurrió que podía estar irritada por mi alquiler tan pronto, pagando además de antemano: se podía estar preguntando si la había cogido por el parecido y como excepción o si era un putero de siempre y ella lo había ignorado durante nuestro matrimonio.

'Ya me imagino que no, perdona. También tendrás familia, supongo.'

'Por ahí andan, no los veo, así que no me preguntes por ellos.' E insistió con resentimiento, en sus ojos pintada la noche oscura: 'Oye, yo me trato con mucha gente'.

'Ya ya, disculpa', dije.

La conversación no resultaba fácil, quizá era mejor continuar en silencio. Pensaba que era Celia un momento y que podíamos dejar de disimular y hablar de todo o de lo de siempre o interrogarnos abiertamente, y al siguiente pensaba que no podía ser ella y que se trataba sólo de uno de esos parecidos extraordinarios que sin embargo se dan a veces, como si fuera ella con otra vida o historia, la misma persona a la que hubieran trocado de niña en la cuna como en los cuentos infantiles o en las tragedias de reyes, el mismo físico con otra memoria y con otro nombre y otro pasado en el que yo no habría existido, tal vez un pasado de niña gitana encaramada a la pila de objetos destartalados e inútiles de una carreta tirada por una mula, la Virgen de los traperos golpeándose contra las ramas de los torcidos árboles y viendo a las niñas burguesas masticar sus chicles en el piso alto de un autobús de dos pisos (pero ella era demasiado joven para haberlos conocido). Aunque tampoco hacía falta tanto para explicárselo, la frontera es delgada y todo está expuesto a los mayores vuelcos -el revés del tiempo, su negra espalda-, los hemos visto en la vida como en la novela y el teatro y el cine, escritores o sabios mendigos y reyes sin reino o esclavizados, príncipes encerrados en torres y asfixiados por una almohada, suicidados banqueros y beldades convertidas en monstruos tras ser arrasadas por vitriolo o por un cuchillo, nobles sumergidos en tinajas de nauseabundo vino e ídolos de las multitudes colgados de los pies como cerdos o arrastrados por un caballo, desertores convertidos en dioses y criminales en santos, ingenios reducidos a la condición de borrachos obtusos y tullidos coronados que seducen a las más hermosas sorteando su odio o aun transformándolo; y amantes que asesinan a quienes los aman. El filo es delgado y basta un descuido para caer del lado del que se está huyendo, porque en todo caso corta el filo y se acaba por caer de uno u otro, al poco tiempo: basta con echar a andar e incluso basta estar quieto.

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