PRIMERA PARTE Noche de fiesta

Marte estaba vacío antes de que llegáramos. Esto no significa que nunca hubiera sucedido nada. El planeta había conocido dilataciones, fusiones, perturbaciones, y al fin se había enfriado, dejando una superficie marcada por inmensas cicatrices geológicas: cráteres, cañones, volcanes. Pero todo eso ocurrió en la inconsciencia mineral, sin que nadie lo observara. No hubo testigos, excepto nosotros, que mirábamos desde el planeta vecino, y eso sólo en el último momento de una larga historia. Marte no ha tenido nunca otra conciencia que nosotros.

Ahora todo el mundo conoce la influencia de Marte en la cultura humana: para las generaciones de la prehistoria era una de las luces principales del cielo, a causa de su color rojo y de las fluctuaciones de su luz, y por cómo retrasaba su curso errante entre las estrellas, y a veces incluso lo invertía. Parecía que con todo aquello quisiera decir algo. Así pues, no sorprende que los nombres más antiguos de Marte pesen de un modo peculiar en la lengua: Nirgal, Mángala, Auqakuh, Harmakis. Suenan como si fueran aún más viejos que las lenguas antiguas en las que los encontramos, como si fueran palabras fósiles de la Edad de Hielo o anteriores. Sí, durante miles de años Marte tuvo un poder sagrado para los humanos; y su color lo convirtió en un poder amenazante, ya que representaba la ira, la sangre, la guerra y el corazón.

Luego los primeros telescopios nos dieron una imagen más próxima, y vimos el pequeño disco anaranjado de polos blancos y manchas oscuras, que se expandían y se contraían junto con las largas estaciones. Ningún avance en la tecnología del telescopio nos dio mucho más: pero las imágenes captadas desde la Tierra bastaron a Lowell para inspirarle una historia, la historia que todos conocemos, la de un mundo agonizante y un pueblo heroico, que construía canales desesperadamente para contener la última y mortal invasión del desierto.

Era una gran historia. Pero luego las sondas Mariner y Viking enviaron sus fotografías, y todo cambió. Nuestro conocimiento de Marte se multiplicó, literalmente supimos millones de veces más sobre este planeta. Y ahí ante nosotros apareció un mundo nuevo, un mundo insospechado.

Sin embargo, parecía un mundo sin vida. Se buscaron señales de vida marciana pasada o presente, desde microbios hasta constructores de canales, o incluso visitantes alienígenas. Como todos saben, nunca se ha encontrado una sola prueba. Y, así, las historias han florecido de manera natural para llenar el vacío, igual que en el tiempo de Lowell, o de Homero, o como en las cuevas o en la sabana… historias de microfósiles destruidos por nuestros biorganismos, de ruinas encontradas en medio de las tormentas de polvo y luego perdidas para siempre, de un gigante y sus aventuras, de un pueblo de pequeños y esquivos seres rojos, siempre vislumbrados fugazmente de soslayo. Y todas esas historias se hilvanan en un intento por dar vida a Marte, o por traerlo a la vida. Porque todavía somos esos animales que sobrevivieron a la Edad de Hielo, y contemplaban el cielo nocturno maravillados, y contaban historias. Y Marte jamás ha dejado de ser aquello que fue para nosotros desde el principio mismo: una gran señal, un gran símbolo, un gran poder.

Y entonces llegamos aquí. Había sido un poder; ahora se convirtió en un lugar.


—…Y entonces llegamos aquí. Pero lo que no comprendieron fue que cuando llegáramos a Marte estaríamos tan cambiados por el viaje que ya nada importaría de todo lo que nos habían dicho que hiciéramos. No era lo mismo que navegar en un submarino o colonizar el Salvaje Oeste… era una experiencia completamente nueva, y a medida que el vuelo del Ares proseguía, la Tierra se convirtió al fin en algo tan distante que no fue más que una estrella azul entre otras estrellas, las voces terrestres llegaban con tanta demora que parecían venir de un siglo pasado. Estábamos solos; y así nos convertimos en seres fundamentalmente diferentes…

Todo mentiras, pensó con irritación Frank Chalmers. Estaba sentado en una hilera de dignatarios, observando a su viejo amigo John Boone que pronunciaba su habitual Discurso Inspirado. Chalmers estaba cansado de oírlo. La verdad era que el viaje a Marte había sido el equivalente funcional de un largo recorrido en tren. No sólo no se habían convertido en seres fundamentalmente diferentes, sino que en realidad se habían convertido más en ellos mismos que nunca, despojados de hábitos hasta que no quedó nada más que una desnuda materia prima. Pero John estaba allí arriba de pie, agitando un dedo índice hacia la multitud, diciendo «¡Vinimos aquí para hacer algo nuevo, y cuando llegamos nuestras diferencias terrestres, irrelevantes en este mundo nuevo, desaparecieron del todo!». Sí, él realmente lo creía así. Su visión de Marte era una lente que distorsionaba todo lo que veía, una especie de religión.

Chalmers dejó de escuchar y miró el panorama de la ciudad. Iban a llamarla Nicosia. Era la primera ciudad de cualquier tamaño construida sobre la superficie marciana; todos los edificios estaban dentro de lo que era en realidad una tienda inmensa y transparente, sostenida por una estructura casi invisible y levantada en las alturas de Tharsis, al oeste de Noctis Labyrinthus. Ese emplazamiento le permitía ver el horizonte occidental interrumpido por la ancha cumbre del Monte Pavonis. A los veteranos les daba vértigo: ¡estaban en la superficie, estaban fuera de los canales, mesas y cráteres, y podrían verlos siempre! ¡Hurra!

La risa del público atrajo de vuelta la atención de Frank. John Boone tenía una voz ligeramente ronca y un afable acento del Medio Oeste; se mostraba por turnos (y, de algún modo, aun a la vez) tranquilo, apasionado, sincero, modesto, seguro, serio y gracioso. En resumen, el perfecto orador público. Y la audiencia escuchaba arrobada; quien les hablaba era el Primer Hombre en Marte, y a juzgar por las expresiones de todos bien podrían haber estado mirando a Jesús que repartía panes y pescados. En verdad, admiraba a John por llevar a cabo un milagro similar en otra dimensión, transformando una existencia enlatada en un asombroso viaje espiritual.

—En Marte llegaremos a preocuparnos por los demás como nunca antes lo hicimos —decía John, lo que en realidad significaba, pensó Chalmers, una repetición alarmante del comportamiento de las ratas en experimentos de superpoblación—. Marte es un lugar sublime, exótico y peligroso —afirmó John, lo que quería decir que era una bola congelada de roca oxidada en la que estaban expuestos a unos quince rem al año—. Y con nuestro trabajo —continuó John—, estamos preparando un nuevo orden social y el siguiente paso en la historia humana… —es decir, la última variante sobre el tema de la dinámica del poder entre los primates.

John terminó con esa filigrana retórica y hubo, desde luego, una salva de aplausos. Entonces Maya Toitovna se encaminó al estrado para presentar a Chalmers. Frank le lanzó una mirada secreta que le indicaba que no estaba de humor para bromas; ella entendió y dijo:

—Nuestro siguiente orador ha sido el combustible de nuestra pequeña nave —comentario que, de algún modo, fue recibido con una carcajada—. Para empezar, su decisión y energía son lo que nos ha traído a Marte, así que guarden las quejas que puedan tener para nuestro siguiente orador, mi viejo amigo Frank Chalmers.

En el estrado le sorprendió lo grande que parecía la ciudad. Abarcaba un largo triángulo, y se habían reunido en el punto más elevado, un parque que ocupaba el vértice occidental. Siete senderos partían de allí y descendían a través del parque y se convertían en amplios bulevares, bordeados de árboles y cubiertos de hierba. Entre los bulevares asomaban edificios bajos y trapezoidales, cada uno revestido de piedra pulida de diferentes colores. El tamaño y la arquitectura de los edificios daban a la escena un leve aire parisino, París vista por un fauvista ebrio en primavera, con cafés al aire libre y todo lo demás. Cuatro o cinco kilómetros más abajo, tres esbeltos rascacielos marcaban el límite de la ciudad y detrás se extendía el verdor de la granja. Los rascacielos eran parte del armazón de la tienda, que se desplegaba sobre ellos como un entramado abovedado de hilos celestes. El tejido invisible de la tienda les daba la impresión de que estaban al aire libre. Eso era oro. Nicosia iba a ser una ciudad popular.

Chalmers así se lo dijo al público, y éste mostró su acuerdo con entusiasmo. En apariencia dominaba a la multitud, almas inconstantes que eran, casi con la misma seguridad que John. Chalmers, corpulento y sombrío, sabía que contrastaba bastante con el seductor aspecto rubio de John; pero también sabía que tenía su propio carisma hosco, y a medida que entraba en calor recurrió a él, con una selección de sus propias frases hechas.

Entonces un rayo de luz atravesó las nubes y cayó sobre los rostros alzados de la multitud, y Chalmers sintió una punzada en el estómago.

¡Había tanta gente allí, tantos extraños! Una multitud aterradora: esos ojos de cerámica húmeda, encerrados en glóbulos de color rosa, todos clavados en él… casi fue demasiado. Cinco mil individuos en una sola ciudad. Después de los años pasados en la Colina Subterránea era difícil acostumbrarse.

Estúpidamente intentó decir algo de lo que sentía.

—Mirando —dijo—, mirando alrededor… la extrañeza de nuestra presencia aquí es… se ve acentuada.

Estaba perdiendo a la multitud. ¿Cómo expresarlo? ¿Cómo decir que sólo ellos en todo ese mundo rocoso, con caras que brillaban como lámparas de papel a la luz, estaban vivos? ¿Cómo decir que incluso si las criaturas no fueran más que portadoras de genes despiadados, eso todavía era, de algún modo, mejor que la nada del mineral vacío o cualquier otra cosa?

Por supuesto, jamás podría expresarlo. Al menos no en un discurso. Así que se serenó.

—En la desolación de Marte —prosiguió— la presencia humana es, bueno, algo extraordinario. —Se preocuparían por los demás como nunca antes lo habían hecho, repitió con sarcasmo una voz dentro de su cabeza—. Marte, por sí mismo, es una pesadilla gélida y muerta —por lo tanto exótica y sublime— y, abandonados a nosotros mismos, descubrimos la necesidad de… reorganizarnos —o de fundar un nuevo orden social. ¡De modo que sí, sí, sí, se encontró proclamando exactamente las mismas mentiras que acababan de oír de John!

Por tanto, al final del discurso también él recibió una salva de aplausos. Irritado, anunció que era hora de comer, privando a Maya de la oportunidad de decir algo nuevo. Aunque era probable que ella no se hubiera molestado en preparar una réplica. Sabía que a Frank Chalmers le gustaba tener la última palabra.


La gente se apiñó en la plataforma para mezclarse con las celebridades. Ya era raro reunir a tantos de los primeros cien en un solo lugar, y las personas se arracimaban en torno a John y Maya, Samantha Hoyle, Sax Russell y Chalmers.

Frank miró por encima del gentío a John y Maya. No reconoció al grupo de terranos de alrededor, lo que despenó su curiosidad. Avanzó por la plataforma, y al acercarse vio que Maya y John intercambiaban una mirada.

—No hay ninguna razón por la que en este sitio no pueda regir la ley normal —decía uno de los terranos.

—¿De verdad el Monte Olimpo le recordó al Mauna Loa? —le preguntó Maya.

—Claro —repuso el hombre—. Todos los volcanes de cúpula son iguales.

Frank buscó la mirada de Maya por encima de la cabeza de aquel cretino. Ella no se la devolvió. John fingía no haberse enterado de la llegada de Frank. Samantha Hoyle hablaba con otro hombre en voz baja, explicándole algo; el hombre asintió y luego, casualmente, miró a Frank. Samantha siguió dándole la espalda. Pero era John quien importaba, John y Maya. Y los dos actuaban como si no ocurriera nada anormal; aunque el tema de conversación, cualquiera que hubiera sido, había cambiado.


Chalmers dejó la plataforma. Todavía había gente bajando en grupos por el parque hacia las mesas dispuestas en lo alto de los siete bulevares. Chalmers los siguió, caminando bajo los jóvenes sicómoros. Las hojas de color caqui teñían la luz de la tarde y hacían que el parque pareciera el fondo de un acuario.

A las mesas del banquete los obreros de la construcción bebían vodka y hacían ruido, pensando oscuramente que acabada la construcción terminaba la edad heroica de Nicosia. Quizá eso fuera cierto para todo Marte.

El aire se llenó de conversaciones que se superponían. Frank se hundió bajo la turbulencia, y caminó hasta el perímetro norte. Se detuvo ante un remate de hormigón que le llegaba a la cintura: el muro de la ciudad. Del encofrado de metal se elevaban cuatro capas de plástico transparente. Un suizo daba explicaciones a un grupo de visitantes, señalando con aire satisfecho:

—Una membrana exterior piezoeléctrica genera electricidad a partir del viento. Luego hay otras dos láminas: una capa aislante de airgel y una membrana antirradiación que con el tiempo enrojece y tiene que ser sustituida. Es más transparente que una ventana, ¿no?

Los visitantes asintieron. Frank alargó el brazo y empujó la membrana interior. Los dedos se le hundieron hasta los nudillos. Ligeramente fría. Había una tenue inscripción en el plástico: POLÍMEROS ISIDIS PLANITIA. A través de los sicómoros, por encima del hombro, aún podía ver la plataforma en el vértice. John y Maya y la multitud de admiradores terranos todavía seguían allí, hablando con animación. Discutiendo los asuntos del planeta. Decidiendo el destino de Marte.

Dejó de respirar. Apretó las mandíbulas. Golpeó la pared de la tienda con tanta fuerza que alcanzó la membrana exterior: parte de esta ira sería captada y almacenada como electricidad en la red ciudadana. En ese sentido, aquél era un polímero especial: los átomos de carbono se unían a átomos de hidrógeno y de flúor, de tal modo que la sustancia resultante era más piezoeléctrica que el cuarzo. Sin embargo, si se modificaba uno de los tres elementos todo era distinto; sustituyendo el flúor por el cloro, por ejemplo, se obtenía un envoltorio de resina termoplástica.

Frank se miró la mano envuelta, y luego observó un rato las dos membranas. No eran nada sin él.

Furioso, se internó en las estrechas calles de la ciudad.


Apiñados en una plaza como mejillones en una roca, un grupo de árabes bebía café. Los árabes habían llegado a Marte hacía sólo diez años, pero ya eran una auténtica comunidad. Tenían un montón de dinero, y se habían asociado a los suizos para construir un cierto número de ciudades, incluyendo esta última. Y les gustaba Marte. «Es como un día frío en el Distrito Vacío», como decían los saudíes. Las palabras árabes estaban infiltrándose rápidamente en el inglés, pues el vocabulario árabe es mucho más rico para este tipo de escenario: akaba para las abruptas pendientes de las faldas de los volcanes, badia para las grandes dunas, nefuds para la arena profunda, seyl para los lechos de ríos secos desde hacía millones de años… La gente decía que bien podían ponerse a hablar en árabe y terminar de una vez.

Frank había pasado bastante tiempo con los árabes y a los hombres de la plaza les complació verlo.

—¡Salaam akyk! —Lo saludaron, y él contestó:

—¡Marhabba!—. Dientes blancos brillaron bajo bigotes oscuros. Sólo había hombres, como de costumbre. Algunos jóvenes lo condujeron hasta una mesa central a la que se sentaban los mayores, entre ellos su amigo Zeyk.

—Vamos a llamar a esta plaza Hajr el-kra Meshab, la plaza de granito rojo de la ciudad —dijo Zeyk. Señaló las baldosas de color de orín.

Frank asintió y preguntó qué clase de piedra era. Habló en árabe hasta donde pudo, y algo más, provocando algunas carcajadas. Luego se sentó a la mesa central y se relajó, con la sensación de que hubiera podido encontrarse en una calle de Damasco o El Cairo, envuelto en la fragancia de un refinado perfume árabe.

Estudió las caras de los hombres mientras hablaban. Una cultura extranjera, no cabía la menor duda. No iban a cambiar sólo porque estuvieran en Marte; ellos demostraban la falsedad de la visión de John. No aceptaban, por ejemplo, la separación de Iglesia y Estado, y no estaban de acuerdo con los occidentales sobre la estructura y límites de los gobiernos. Y parecían tan patriarcales que se decía que algunas de sus mujeres eran analfabetas… ¡analfabetos en Marte! Esa era una señal. Y en verdad estos hombres tenían la expresión dura que Frank asociaba con el machismo, el aire de hombres que oprimían a las mujeres con tanta crueldad que naturalmente las mujeres devolvían el golpe cómo y dónde podían, aterrorizando a los hijos que a su vez aterrorizaban a las esposas que aterrorizaban a los hijos, y así sucesivamente, en una interminable espiral de muerte y amor y odio sexual entrelazados. De modo que, en ese sentido, todos ellos estaban locos.

Por eso le gustaban a Frank. Y ciertamente le serían útiles, pues actuarían como un nuevo centro de poder. Defiende a un vecino nuevo y débil para debilitar a los viejos vecinos poderosos, como había dicho Maquiavelo. Así que bebió café, y poco a poco, cortésmente, ellos pasaron a hablar en inglés.

—¿Qué les parecieron los discursos? —preguntó, mirando la borra en el fondo de la taza.

—John Boone es el mismo de siempre —contestó el viejo Zeyk. Los otros rieron de mala gana—. Cuando habla de una cultura indígena, lo que quiere decir es que algunas de las culturas terranas serán promovidas aquí y que otras serán rechazadas. Aquellas que parezcan regresivas serán aisladas y destruidas más tarde. Es una forma de ataturkismo.

—Él cree que todo el mundo en Marte debería convenirse en norteamericano —dijo un hombre llamado Nejm.

—¿Por qué no? —preguntó Zeyk, sonriendo—. Ya ha sucedido en la Tierra.

—No —dijo Frank—. No tienen que malinterpretar a Boone. La gente dice que sólo piensa en sí mismo, pero…

—¡Tienen razón! —exclamó Nejm—. ¡Vive en una galería de espejos!

¡Cree que no hemos venido a Marte más que para establecer aquí una buena y vieja supercultura norteamericana, y que todo el mundo estará de acuerdo porque ése es el plan de John Boone!

—No entiende que otros pueblos puedan tener otras opiniones —dijo Zeyk.

—No es eso —repuso Frank—. Lo que pasa es que sabe que no son tan sensatas como la suya.

El comentario provocó algunas risas, pero entre los más jóvenes tuvieron un cierto tono de amargura. Todos creían que antes de que llegaran, Boone había abogado en secreto contra la aprobación de la UN a los asentamientos árabes. Frank fomentaba dicha creencia, que casi era verdad: a John le desagradaba cualquier ideología que pudiera cerrarle el paso. Quería que la pizarra de todos aquellos que vinieran estuviera tan en blanco como fuera posible.

Sin embargo, los árabes creían que John los detestaba. El joven Selim el-Hayil abrió la boca y Frank le echó una rápida mirada de advertencia. Selim no se movió y apretó los labios.

—Bueno, no es tan malo como parece —dijo Frank—. Aunque, a decir verdad, le oí decir que habría sido mejor que los norteamericanos y los rusos hubiesen reclamado el planeta cuando llegaron, igual que los exploradores de otro tiempo.

La risa fue breve y torva. Los hombros de Selim se encorvaron como si hubiera recibido un golpe. Frank se encogió de hombros, sonrió y extendió las manos, abriéndolas.

—¡Pero es inútil! Quiero decir, ¿qué puede hacer? El viejo Zeyk enarcó las cejas.

—Las opiniones cambian.


Chalmers se puso de pie y sostuvo durante un rato la mirada insistente de Selim. Luego se metió por una calle lateral, una de las estrechas callejuelas que conectaban los siete bulevares principales. Casi todas estaban pavimentadas con adoquines o astrocésped, pero en esa calle el suelo era de un basto hormigón claro. Se detuvo ante un portal y miró el escaparate de un taller de botas. Vio su propio y débil reflejo entre un par de pesadas botas de marcha.

Las opiniones cambian. Sí, un montón de gente había subestimado a John Boone… el mismo Chalmers, muchas veces. Recordó la imagen de John en la Casa Blanca, rebosante de convicción, los rebeldes cabellos rubios en desorden, el sol entrando a raudales por las ventanas del Despacho Oval e iluminándolo mientras él agitaba las manos y recorría la estancia y hablaba sin parar y el presidente asentía y sus ayudantes observaban, meditando sobre la mejor manera de ganarse a ese hombre de carisma electrizante. Oh, habían sido noticia en aquellos días, Chalmers y Boone; Frank con las ideas y John con la fachada y un impulso que era prácticamente irresistible. Intentar detenerlo hubiera provocado un auténtico descarrilamiento.

El reflejo de Selim el-Hayil apareció entre las botas.

—¿Es verdad? —inquirió.

—¿Es verdad qué? —preguntó Frank, malhumorado.

—¿Es Boone antiárabe?

—¿Tú qué crees?

—¿No fue uno de los que se opusieron a construir la mezquita en Pobos?

—Es un hombre poderoso.

La cara del joven saudí se descompuso.

—¡El hombre más poderoso de Marte y todavía quiere más! ¡Quiere ser rey! —Selim cerró la mano en un puño y la golpeó contra la otra. Era más delgado que los otros árabes, de barbilla débil, y el bigote le cubría una boca pequeña.

—Pronto se propondrá la renovación del tratado —dijo Frank—. Y la coalición de Boone me mantiene al margen. —Apretó los dientes—. No sé qué planes tienen, pero esta noche voy a averiguarlo. En cualquier caso, ya puedes imaginarte lo que serán. Prejuicios occidentales, sin duda. Tal vez rehusé aprobar el nuevo tratado a menos que garantice que sólo los firmantes del tratado original podrán fundar los asentamientos. —Selim se estremeció y Frank siguió presionando:— Es lo que él quiere, y es muy posible que lo consiga, porque la nueva coalición lo hace aún más poderoso. Podría significar el fin de los asentamientos para los no firmantes. Ustedes pasarían a ser científicos invitados. O los enviarían de vuelta a casa.

En la ventana, el reflejo de la cara de Selim se convirtió en una máscara de furia. —Batial, batial—, musitaba. Muy malo, muy malo. Las manos se le retorcieron y murmuró algo del Corán o de Camus, Persépolis o el Trono del Pavo Real, referencias diseminadas nerviosamente entre conclusiones erróneas. Balbuceos.

—Las palabras no significan nada —dijo con aspereza Chalmers—. Cuando se llega a cierto punto, lo único que cuenta son los hechos.

El joven árabe vaciló.

—No puedo estar seguro —dijo al fin.

Frank le dio un golpe en el brazo, que se sacudió de abajo arriba.

—Estamos hablando de tu gente. Estamos hablando de este planeta. La boca de Selim desapareció bajo su bigote. Después de un rato dijo:

—Es verdad.

Frank no replicó. Permanecieron en silencio, mirando el escaparate, como si estuvieran evaluando las botas. Finalmente Frank alzó una mano.

—Hablaré con Boone otra vez —dijo con calma—. Esta noche. Se va mañana. Intentaré hablar con él, razonar con él. Dudo que sirva de nada. Nunca ha servido de nada. Pero lo intentaré. Más tarde… deberíamos encontrarnos.

—Sí.

—En el parque, entonces, en el sendero más meridional. Alrededor de las once.

Selim asintió.

Chalmers lo traspasó con una mirada.

—Las palabras nada significan —dijo con brusquedad, y se alejó deprisa.


El siguiente bulevar al que fue Chalmers estaba atestado de gente que se amontonaba en las terrazas de los bares o ante quioscos que vendían cuscús y salchichas. Árabes y suizos. Parecía una combinación extraña, pero funcionaba bien.

Esa noche algunos de los suizos distribuían máscaras desde la puerta de un apartamento. Parecía que estaban celebrando una especie de Mardi Gras, o Fassnacht como lo llamaban ellos, con máscaras y música y saltándose todas las convenciones sociales, tal como sucedía en casa en aquellas salvajes noches de febrero en Basel y Zurich y Lucerna… Obedeciendo a un impulso, Frank se unió a la fila.

—Alrededor de todo espíritu profundo siempre crece una máscara — les dijo a dos mujeres jóvenes que tenía delante.

Éstas asintieron con educación y luego continuaron su conversación en un gutural schwyzerdüütsch, un dialecto jamás puesto por escrito, un código privado, incomprensible incluso para los alemanes. Era otra cultura impenetrable la suiza, en algunos aspectos aún más que la arábiga. Sí, pensó Frank; funcionaban bien juntos porque ambos estaban tan aislados que nunca tuvieron un contacto real. Se echó a reír cuando escogió la máscara, una cara negra tachonada con gemas rojas de vidrio. Se la puso.

Una fila de celebrantes enmascarados serpenteaba bulevar abajo, borrachos, excitados, casi descontrolados. En un cruce el bulevar se abría a una plaza pequeña, donde una fuente proyectaba al aire un agua del color del sol. Alrededor de la fuente una banda de percusión aporreaba un calipso. La gente se agrupó, bailando o saltando al ritmo del grave bong del bombo. Cien metros por encima de ellos un respiradero en la estructura de la tienda derramaba aire en la plaza, un aire gélido en el que flotaban pequeños copos de nieve, centelleando a la luz como diminutas lascas de mica. Entonces unos fuegos artificiales estallaron justo debajo del entoldado y las chispas de colores cayeron mezclándose con los copos de nieve.


El ocaso, más que cualquier otro momento del día, les recordaba que se encontraban en un planeta alienígena; algo en la inclinación y el color rojizo de la luz era fundamentalmente erróneo, y trastornaba las nociones adquiridas por el cerebro de la sabana a lo largo de millones de años. Esa noche era un ejemplo particularmente llamativo e inquietante. Frank deambuló bajo la luz, de regreso hacia el muro de la ciudad. La planicie del sur estaba cubierta de rocas, todas acompañadas por una sombra larga y negra. Se detuvo bajo el arco de hormigón de la puerta sur. No había nadie. Las puertas se cerraban durante las fiestas para evitar que los borrachos salieran y se hicieran daño. Pero la red informática del departamento de bomberos le había proporcionado esa mañana el código de emergencia, y cuando estuvo seguro de que nadie miraba introdujo el código y entró deprisa en la antecámara. Se puso un traje, botas y casco, y atravesó las puertas intermedia y exterior.

Fuera hacía un frío intenso, como siempre, y el revestimiento térmico, distribuido siguiendo la estructura del diamante, lo calentó a través de la ropa. El hormigón crujió bajo sus pies, y luego la costradura. Una pequeña nube de arena suelta voló hacia el este, empujada por el viento.

Miró con aire sombrío a su alrededor. Rocas por todas partes. Un planeta machacado billones de veces. Y los meteoritos todavía caían. Algún día una de las ciudades recibiría un impacto. Se volvió y miró hacia atrás. Parecía un acuario brillando en el crepúsculo. No habría aviso previo: de pronto todo volaría por doquier: muros, vehículos, árboles, cuerpos. Los aztecas creían que el mundo terminaría de cuatro maneras: terremoto, fuego, diluvio o jaguares cayendo desde lo alto. Aquí no habría fuego. Y, ahora que lo pensaba, ni terremoto ni diluvio. Sólo quedaban los jaguares.

El cielo crepuscular era de un rosa oscuro sobre el Monte Pavonis. Al este se extendía la granja de Kicosia, un invernadero largo y bajo que descendía en pendiente desde la ciudad; más allá se alcanzaba a ver la granja toda verde y más grande que la ciudad propiamente dicha. Frank caminó con torpeza hacia una de sus antecámaras exteriores y entró.

Dentro de la granja hacía calor, quince grados más que afuera y cuatro más que en la ciudad. No se quitó el casco, ya que el aire de la granja estaba preparado para las plantas, cargado de CO2, y pobre en oxígeno. Se detuvo y hurgó en los cajones de herramientas pequeñas y parches de pesticida, guantes y bolsas. Eligió tres parches diminutos y los metió en una bolsa de plástico; luego se los guardó con cuidado en el bolsillo del traje. Los parches eran pesticidas inteligentes, biosaboteadores diseñados para proporcionar a las plantas defensas sistémicas; había estado informándose y conocía una combinación que sería mortífera para un organismo animal…

Guardó unas cizallas en el otro bolsillo del traje. Unos estrechos senderos de grava lo llevaron por entre largos bancales de cebada y trigo de regreso a la ciudad. Entró en la antecámara, se soltó el casco, se quitó a tirones el traje y las botas y pasó el contenido de los bolsillos del traje a la chaqueta. Luego volvió a la parte baja de la ciudad.

Allí los árabes habían construido una medina, diciendo que un barrio así era crucial para la salud de los ciudadanos; los bulevares se estrechaban y entre ellos se extendía un laberinto de tortuosas callejuelas copiadas directamente de los mapas de Túnez o Argel, o generadas al azar. No era posible allí ver un bulevar desde otro, y arriba el cielo sólo asomaba en franjas moradas entre los edificios inclinados.

La mayoría de los callejones estaban ahora vacíos, ya que la fiesta se celebraba en la parte alta de la ciudad. Una pareja de gatos avanzaba furtivamente entre los edificios, explorando. Frank se sacó las cizallas del bolsillo y arañó en algunas ventanas de plástico, en árabe, Judío, Judío, Judío. Siguió caminando, silbando entre dientes. Los cafés de las esquinas eran pequeñas cuevas de luz. Las botellas tintineaban como los martillos de los prospectores de minas. Un árabe estaba sentado sobre un altavoz bajo y negro tocando una guitarra eléctrica.

Llegó al bulevar central y subió. Sentados en las ramas de los tilos y los sicómoros, los niños se gritaban unos a otros canciones en inglés o en schwyzerdüütsch. Una de ellas decía:

John Boone

fue a la luna,

como no había

coches rápidos

se marchó a Marte.

Pequeñas y desorganizadas bandas de música se movían entre la creciente multitud. Algunos hombres con bigote, vestidos como animadoras norteamericanas, se contoneaban con habilidad en un complicado número de cancán. Los niños aporreaban pequeños tambores de plástico. Había mucho ruido; aunque las paredes de la tienda absorbían el sonido y no se oía ningún eco, como bajo la bóveda de un cráter.

Allí arriba, donde el bulevar se abría al parque de sicómoros, estaba John en persona, rodeado por una pequeña multitud. Vio acercarse a Chalmers y lo saludó con la mano, identificándolo a pesar de la máscara. Hasta ese extremo habían llegado a conocerse los primeros cien…

—Eh, Frank —dijo—. Parece que te diviertes.

—Así es —repuso Frank a través de la máscara—. Me encantan las ciudades como ésta, ¿a ti no? Un rebaño de especies mezcladas. Marte es una colección de culturas. —La sonrisa de John fue relajada. Miró a lo largo del bulevar. Bruscamente, Frank dijo:— Un lugar así es un estorbo para tus planes, ¿no?

La mirada de Boone volvió a posarse en él. La multitud se apartó, advirtiendo la naturaleza antagónica del intercambio.

—No tengo ningún plan —respondió Boone.

—¡Oh, vamos! ¿Qué me dices de tu discurso? John se encogió de hombros.

—Lo escribió Maya.

Una mentira doble: que lo escribiera Maya, que John no creyera en él. Aun después de tanto tiempo era casi como hablar con un extraño.

Con un político en campaña.

—Vamos, John —dijo Frank—. Crees en todo eso y lo sabes bien. Pero ¿qué vas a hacer con las diferentes nacionalidades? ¿Con todos los odios étnicos, los fanatismos religiosos? Es imposible que tu coalición lo controle todo. Marte ya no es una estación científica, y no van a conseguir un tratado que cambie eso de la noche a la mañana.

—No lo pretendemos.

—¿Entonces por qué me mantienes fuera de las discusiones?

—¡No es verdad! —John pareció ofendido—. Tranquilízate, Frank. Seguiremos trabajando juntos, como siempre. Tranquilízate.

Desconcertado, Frank miró a su viejo amigo. ¿Qué creer? Nunca había sabido qué pensar de John… Se mostraba tan cordial y sin embargo un día lo había utilizado como trampolín… Pero ¿no habían comenzado como aliados, como amigos?

Se le ocurrió que John estaba buscando a Maya.

—¿Dónde está Maya?

—Por ahí —dijo Boone con brusquedad.

Hacía años que eran incapaces de hablar de Maya. Boone le echó una mirada penetrante, como si le dijera que no era asunto suyo. Como si todo lo que tuviera importancia para Boone se hubiera convertido a lo largo de los años en algo que no era asunto de Frank.

Frank lo dejó sin decir una palabra.


El cielo era ahora de un violeta intenso, rasgado por cirros amarillos. Frank pasó junto a dos figuras que llevaban máscaras de cerámica blanca, los antiguos personajes de la Comedia y la Tragedia, esposados juntos. Las calles de la ciudad se habían oscurecido y las ventanas resplandecían, revelando dentro siluetas que estaban de fiesta. Unos ojos grandes se movían inquietos en cada máscara desdibujada, buscando la fuente de la tensión que había en el aire. Bajo el chapoteo de la marea de la multitud había un sonido grave y perturbador.

No debería haberse sorprendido, no debería. Conocía a John todo lo bien que se puede conocer a otra persona, quizás. Avanzó entre los árboles del parque, bajo las hojas del tamaño de manos de los sicómoros. ¿Cuándo había sido distinto? Todo ese tiempo juntos, esos años de amistad; pero nada de todo eso importaba ahora. Otra clase de diplomacia.


Miró su reloj. Casi las once. Tenía una cita con Selim. Otra cita. Una vida de días divididos en cuartos de hora lo había acostumbrado a correr de una cita a la siguiente, cambiando de máscara, abordando crisis tras crisis, dirigiendo, manipulando, haciendo negocios con una agitación febril que no terminaba nunca; y aquí había una celebración, Mardi Gras, Fassnacht, y él seguía como de costumbre. No era capaz de recordar ninguna otra manera.

Llegó al emplazamiento de una obra, un armazón esquelético de magnesio rodeado de pilas de ladrillos y arena y adoquines. Un descuido haber dejado esas cosas ahí. Se llenó los bolsillos de la chaqueta con trozos de ladrillo. Al incorporarse, vio a alguien que lo observaba desde el otro lado del emplazamiento: un hombrecito de cara delgada bajo unas trenzas negras y rígidas. Algo en su expresión era desconcertante, como si el extraño viera a través de las máscaras de Chalmers y estuviera mirándolo con tanta atención porque se daba cuenta de lo que pensaba, de lo que estaba planeando.

Asustado, Chalmers se retiró rápidamente hacia el fondo del parque. Cuando estuvo seguro de que había perdido al hombre y de que nadie más lo vigilaba, empezó a arrojar con fuerza piedras y ladrillos hacia la parte baja de la ciudad. ¡Y también una para ese extraño, en plena cara! Arriba, la estructura de la tienda no era más que una trama difusa de estrellas ocultas; parecía que estuvieran al aire libre en un frío viento nocturno. Habían puesto al máximo la circulación del aire aquella noche, por supuesto. Cristales rotos, gritos, alguien que chillaba. Ciertamente había mucho ruido, la gente se estaba desmandando. Tiró un último adoquín a una ventana grande e iluminada al otro lado de la hierba. Erró el blanco. Se escabulló entre los árboles.

Cerca del muro meridional vio a alguien bajo un sicómoro… Selim, que daba vueltas, inquieto.

—Selim —llamó en voz baja, sudando.

Metió la mano en el bolsillo, tanteó con cautela la bolsa y palpó el trío de parches que había obtenido en la granja. La sinergia podía ser muy poderosa, para bien o para mal. Avanzó y abrazó toscamente al joven árabe. El contenido de los parches atravesó la camisa de algodón de Selim. Frank se apartó.

Ahora Selim disponía de unas seis horas.

—¿Hablaste con Boone?

—Lo intenté —dijo Chalmers—. No escuchó. Me mintió. —Era tan fácil fingir aflicción…— ¡Veinticinco años de amistad y me mintió! — Golpeó el tronco de un árbol con la palma de la mano y los parches se perdieron volando en la oscuridad. Se dominó—. La coalición va a recomendar para todos los asentamientos a los países que firmaron el primer tratado. —Era posible; y ciertamente era plausible.

—¡Nos odia! —gritó Selim.

—Odia todo lo que se le interpone en el camino. Y puede ver que el islam aún es una fuerza real en las vidas de las gentes. Les moldea la forma en que piensan y eso no lo soporta.

Selim se estremeció. Los ojos le brillaban en la oscuridad.

—Hay que detenerlo.

Frank se hizo a un lado y se apoyó en un árbol.

—Yo… no sé.

—Tú mismo lo dijiste. Las palabras no significan nada.

Frank se abrazó al árbol, sintiéndose mareado. Idiota, pensó, las palabras significan todo. ¡No somos más que un intercambio de información, las palabras son todo lo que tenemos!

De nuevo se acercó a Selim y preguntó:

—¿Cómo?

—El planeta. Es nuestra única posibilidad.

—Esta noche las puertas de la ciudad están cerradas. —Eso detuvo a Selim. Empezó a retorcerse las manos. Frank añadió:— Aunque la puerta que da a la granja aún está abierta.

—Pero las puertas exteriores estarán cerradas.

Frank se encogió de hombros, y dejó que Selim pensara en la solución.

Y casi en el acto Selim parpadeó y dijo:

—Ah. —Y de pronto ya no estaba allí.


Frank se sentó en el suelo, entre los árboles. Era una tierra arenosa, marrón y húmeda, producto de mucha ingeniería. Nada en la ciudad era natural, nada.

Después de un rato se levantó. Caminó por el parque, mirando a la gente. Si encuentro una persona buena, ciudad, salvaré a ese hombre. Pero, en un espacio abierto, unas figuras enmascaradas se estaban enzarzando en una pelea, rodeadas por espectadores que olían la sangre. Frank regresó al emplazamiento de la obra en busca de más ladrillos. Los tiró y algunas personas lo vieron, y corrió a esconderse entre los árboles, en la pequeña selva cubierta por la tienda, escapando de los predadores mientras se sentía intoxicado de adrenalina, la mejor droga de todas. Rió salvajemente.

De pronto descubrió a Maya, sola de pie junto a la plataforma provisional del vértice. Llevaba una máscara blanca, pero sin duda era ella: las proporciones, el cabello, el mismo porte, todo inequívocamente Maya Toitovna. Los primeros cien, el pequeño grupo; ya eran los únicos que para él estaban realmente vivos, los demás eran fantasmas. Frank corrió hacia ella, tropezando en el terreno irregular. Apretó con fuerza una piedra enterrada en uno de los bolsillos de la chaqueta, pensando:

«Vamos, zorra. Di algo para salvarlo. ¡Di algo que me haga recorrer toda la ciudad para salvarlo!».

Ella lo oyó acercarse y se volvió. Lucía una máscara blanca fosforescente con lentejuelas metálicas de color azul. Era difícil verle los ojos.

—Hola, Frank —dijo, como si él no llevara máscara.

Estuvo a punto de girar en redondo y huir. El reconocimiento era más que suficiente. Pero se quedó.

—Hola, Maya. Fue una bonita puesta de sol, ¿no?

—Espectacular. La naturaleza no tiene medida. Sólo era la inauguración de una ciudad, pero me pareció el Día del Juicio Final. Estaban bajo una farola, de pie sobre sus sombras.

—¿Lo has pasado bien? —preguntó ella.

—Mucho. ¿Y tú?

—Se está descontrolando un poco.

—Es comprensible, ¿no crees? Hemos salido de nuestros agujeros, Maya, ¡por fin estamos en la superficie! ¡Y qué superficie! Sólo consigues estas vistas inmensas en Tharsis.

—Es un buen sitio —concedió ella.

—Será una gran ciudad —predijo Frank—. Pero ¿dónde vives últimamente, Maya?

—En la Colina Subterránea, Frank, como siempre. Tendrías que saberlo.

—Pero nunca estás allí, ¿no? Hacía un año o más que no te veía.

—¿Ha pasado tanto? Bueno, he estado en Hellas. ¿No te enteraste?

—¿Quién me lo iba a decir?

Ella sacudió la cabeza y las lentejuelas azules rutilaron.

—Frank. —Se hizo a un lado, como para alejarse de las implicaciones de la pregunta.

Enojado, Frank la rodeó y le cerró el paso.

—Aquella vez en el Ares —dijo. Tenía la voz tensa, y movió el cuello para aflojar la garganta—. ¿Qué pasó, Maya? ¿Qué pasó?

Ella se encogió de hombros y esquivó los ojos de Frank. Durante largo rato no habló. Al fin lo miró.

—El impulso del momento —dijo.


Y entonces tocaron la medianoche, y entraron en el lapso marciano, el intervalo de treinta y nueve minutos y medio entre las 00:00:00 y las 00:00:01, cuando las cifras desaparecían o las agujas dejaban de moverse. Así fue como los primeros cien habían decidido reconciliar el día un poco más largo de Marte con el reloj de veinticuatro horas, y la solución había resultado extrañamente satisfactoria. Salir cada noche durante un rato de la oscilación de los números, del despiadado barrido del segundero…

Y esa noche, mientras las campanadas daban la medianoche, toda la ciudad enloqueció. Casi cuarenta minutos fuera del tiempo: el punto culminante de la celebración, todo el mundo lo sabía de manera instintiva. Los fuegos artificiales estallaron, la gente vitoreó; las sirenas desgarraron el aire, y los vítores se redoblaron. Frank y Maya observaron los fuegos artificiales, escucharon el ruido.

Entonces se oyó un ruido que sonó diferente: gritos desesperados, chillidos serios.

—¿Qué es eso? —preguntó Maya.

—Una pelea —replicó Frank, aguzando el oído—. Quizás algo que nació del impulso del momento. —Ella lo miró y él se apresuró a añadir:— Tal vez deberíamos ir y mirar.

Los gritos crecieron. Problemas en alguna parte. Emprendieron la marcha por el parque, con pasos cada vez más largos, hasta que alcanzaron la zancada marciana. El parque le pareció más grande a Frank, y durante un momento tuvo miedo.

El bulevar central estaba cubierto de basura. La gente se movía en la oscuridad en grupos predadores. Sonó una sirena ululante, la alarma que indicaba una rotura en la tienda. Las ventanas estallaban en añicos por todo el bulevar. Allí, sobre el astrocésped manchado de rayas negras, había un hombre tendido boca arriba. Chalmers agarró el brazo de una mujer acuclillada.

—¿Qué ha pasado? —gritó. Ella lloraba.

—¡Se pelearon! ¡Están peleando!

—¿Quiénes? ¿Suizos, árabes?

—Extranjeros —le dijo ella—. Auslander. —Miró ciegamente a Frank.

— ¡Consiga ayuda!

Frank se acercó a Maya, que estaba hablando con un grupo junto a otra figura caída.

—¿Qué demonios está pasando? —le preguntó cuando pusieron rumbo al hospital de la ciudad.

—Es un disturbio —dijo ella—. No sé por qué. —Su boca era un corte recto en una piel tan blanca como la máscara que aún le cubría los ojos. Frank se quitó la máscara y la tiró lejos. Había cristales rotos por toda la calle. Un hombre corrió hacia ellos, llamándolos:

—¡Frank! ¡Maya!

Era Sax Russell; Frank jamás había visto al hombrecito tan agitado.

—Se trata de John… ¡lo han atacado!

—¿Qué? —exclamaron al unísono.

—Trató de detener una pelea, y tres o cuatro hombres saltaron sobre él. ¡Lo derribaron y se lo llevaron a rastras!

—¿No los detuvieron? —gritó Maya.

—Lo intentamos… un montón de nosotros los perseguimos. Pero nos despistaron en la medina. Maya miró a Frank.

—¿Qué está pasando? —gritó Chalmers—. ¿Adónde lo llevarían?

—A las puertas —dijo ella.

—Pero esta noche están cerradas, ¿no?

—Quizá no para todo el mundo.

La siguieron a la medina. Las farolas estaban rotas, había cristales en la calle. Encontraron al jefe de bomberos y se encaminaron a la Puerta Turca. El jefe la abrió y un grupo de bomberos entró deprisa, poniéndose los trajes. Luego salieron a la noche helada a examinar los terrenos de alrededor, iluminados por la batisfera de la ciudad. A Frank le dolían los tobillos y pudo sentir la configuración precisa de sus pulmones, como si le hubieran insertado dos globos de hielo en el pecho para enfriarle el rápido latido del corazón.

No había nada allí fuera. De vuelta adentro. Hacia el muro norte y la Puerta Siria, y otra vez al exterior bajo las estrellas. Nada.

Tardaron bastante en pensar en la granja. Para ese entonces había treinta de ellos enfundados en trajes; atravesaron a la carrera la antecámara e inundaron los pasillos de la granja, dispersándose, corriendo entre los cultivos.

Lo encontraron entre los rábanos. La chaqueta le cubría la cabeza en la posición de emergencia atmosférica; tenía que haberlo hecho inconscientemente, pues cuando lo pusieron de lado le vieron un hematoma detrás de la oreja.

—Llevadlo dentro —dijo Maya, con un graznido amargo—. ¡Rápido, dentro!

Cuatro de ellos lo levantaron. Chalmers sostuvo la cabeza de John, y entrelazó los dedos con los de Maya. Trotaron de regreso por los escalones bajos. Se tambalearon a través de la puerta de la granja, de vuelta a la ciudad. Uno de los suizos los condujo al centro médico más próximo, ya atestado de gente desesperada. Pusieron a John sobre un banco vacío. El rostro inconsciente tenía una expresión de cansancio, de decisión. Frank se quitó el casco y fue en busca de ayuda, entrando a la fuerza en las salas de emergencia y gritándoles a los médicos y enfermeras. Lo ignoraron hasta que una doctora dijo:

—Cállese. Ya voy.

Salió al pasillo y con la ayuda de una enfermera conectó a John a un monitor, luego lo examinó con la expresión abstraída y ausente que tienen los médicos mientras trabajan: las manos en el cuello, la cara, la cabeza y el pecho, el estetoscopio…

Maya explicó lo que sabían. La doctora tomó una unidad de oxígeno de la pared sin quitar la vista del monitor. Tenía la boca fruncida en un pequeño nudo de disgusto. Maya se sentó en el extremo del banco, la cara súbitamente enajenada. Hacía rato que la máscara había desaparecido.

Frank se agachó a su lado.

—Podemos seguir insistiendo —dijo la doctora—, pero me temo que no sirva de nada. Ha estado demasiado tiempo sin oxígeno.

—Sigan insistiendo —dijo Maya.

Lo hicieron, por supuesto. Al rato llegaron otros médicos, y se lo llevaron a una sala de emergencia. Frank, Maya, Sax, Samantha y alguna de la gente de allí esperaron sentados fuera, en el pasillo. Los médicos iban y venían; sus rostros tenían esa expresión vacía con que se enfrentaban a la muerte. Máscaras protectoras. Uno salió y sacudió la cabeza.

—Ha muerto. Estuvo demasiado tiempo ahí afuera. Frank apoyó la cabeza contra la pared.

Cuando Reinhold Messner regresó de la primera ascensión en solitario al Everest, estaba gravemente deshidratado y del todo exhausto; cayó la mayor parte del descenso, y se derrumbó en el glaciar Rongbuk, y marchaba arrastrándose sobre manos y rodillas cuando la mujer que era todo su equipo de apoyo llegó hasta él; y él, en su delirio, la miró y dijo: «¿Dónde están todos mis amigos?».

No se oía ni un ruido salvo los murmullos y silbidos bajos de los que uno jamás escapaba en Marte.

Maya apoyó una mano en el hombro de Frank, y éste casi retrocedió; la garganta se le cerró en un nudo de dolor.

—Lo siento —consiguió decir.

Ella apartó el comentario con un encogimiento de hombros. Tenía el mismo aire de los médicos.

—Bueno —dijo—, de todos modos, nunca te gustó demasiado.

—Es cierto —dijo él, pensando que sería diplomático parecer honesto con ella en ese momento. Pero entonces tuvo un escalofrío y dijo con amargura—: ¿Qué sabes tú sobre lo que me gusta y lo que no me gusta? Con un ademán apartó la mano de ella y se puso trabajosamente de pie. Ella no lo sabía; ninguno de ellos lo sabía. Avanzó hacia la sala de urgencias pero cambió de parecer. Habría suficiente tiempo para eso en el funeral. Se sentía vacío; y de repente le pareció que ya no había nada bueno en Marte.

Abandonó el centro médico. Era imposible no sentirse sentimental en momentos semejantes. Caminó por la oscuridad extrañamente silenciosa de la ciudad, adentrándose en un mundo de ensoñaciones. Las calles centelleaban como si las estrellas hubieran caído al pavimento. La gente se había juntado en grupos, silenciosa, aturdida por las noticias. Frank Chalmers se abrió pasó sintiendo sus miradas, moviéndose sin pensarlo hacia la plataforma que había en el extremo alto de la ciudad; y mientras andaba, se dijo a sí mismo: Ahora veremos qué puedo hacer con este planeta.

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