El temporal voto de abstinencia de Charles sólo fue eso, temporal, y pronto Ellie y él volvieron a sus hábitos de recién casados.
Sin embargo, también tenían sus tareas independientes y un día, mientras ella miraba las páginas económicas del periódico, Charles decidió ir a dar una vuelta a caballo por el perímetro de la propiedad. Hacía un tiempo extraordinariamente cálido y quiso aprovechar la luz del sol antes de que empezara a hacer demasiado frío para los largos paseos. Le hubiera gustado llevarse a Ellie, pero no sabía montar y se negaba en rotundo a empezar las clases hasta la primavera, cuando haría más calor y el suelo no estaría tan duro.
– Seguro que me caeré varias veces -le explicó-, así que prefiero hacerlo con el suelo verde y blando.
Mientras montaba, Charles recordó la conversación, se rió y salió al trote. Su mujer era muy práctica. Era una de las cosas que más le gustaban de ella.
Por lo visto, esos días su mente estaba constantemente ocupada con Ellie. Empezaba a darle vergüenza la frecuencia con que la gente tenía que chasquear los dedos frente a su cara porque tenía la mirada perdida. No podía evitarlo. Si empezaba a pensar en ella, se le dibujaba una estúpida sonrisa en la cara y suspiraba como un idiota.
Se preguntó si la dicha del amor verdadero desaparecía algún día. Esperaba que no.
Cuando llegó al final del camino, había recordado tres comentarios graciosos que Ellie había hecho la noche anterior, la había recordado cuando le había dado un abrazo a Judith y había fantaseado con lo que iba a hacerle esa noche en la cama.
Aquella última forma de soñar despierto le hacía arder la sangre y le dejó los reflejos algo dormidos, y por eso probablemente no notó enseguida que su caballo estaba nervioso.
– Tranquilo, Whistler. Tranquilo, chico -dijo mientras tensaba las riendas. Sin embargo, el animal no le hizo caso y resopló de miedo y dolor-. ¿Qué te pasa? -se inclinó para acariciarle el cuello. No funcionó y, al cabo de poco, Charles estaba luchando por mantenerse sentado-. ¡Whistler! ¡Whistler! Tranquilo, chico.
Nada. Charles tenía las riendas en la mano y, al cabo de un segundo, estaba volando por los aires sin apenas tiempo para decir «Maldición» antes de caer, con un golpe seco, sobre el tobillo derecho, el mismo que se había lesionado el día que había conocido a Ellie.
Y luego repitió «¡Maldición!» varias veces más. El improperio no le ayudó a calmar el dolor que le subía por la pierna, ni a apaciguar su enfado, pero lo siguió gritando de todas formas.
Whistler relinchó por última vez y salió al galope hacia Wycombe Abbey, dejando a Charles atrás, con un tobillo que sospechaba que no podría soportar ningún peso.
Murmurando una sorprendente variedad de improperios, se puso a cuatro patas y gateó hasta la base de un árbol cercano, donde se sentó apoyado en el tronco y siguió maldiciendo. Se tocó el tobillo a través de la bota y no le sorprendió descubrir que se le estaba hinchando a toda velocidad. Intentó quitarse la bota, pero le dolía demasiado. Tendrían que cortársela. Otro par de botas buenas a la basura.
Gruñó, agarró un palo que podría servirle de bastón y empezó a cojear hacia casa. El tobillo le dolía horrores, pero no sabía qué otra cosa hacer. Le había dicho a Ellie que estaría fuera varias horas, de modo que nadie notaría su ausencia durante un tiempo.
Avanzaba muy despacio y a un ritmo no demasiado estable, pero consiguió llegar al final del camino y vio Wycombe Abbey.
Y, por suerte, también a Ellie, que corría hacia él a toda velocidad mientras gritaba su nombre.
– ¡Charles! -exclamó-. ¡Gracias a Dios! ¿Qué ha pasado? Whistler ha vuelto, está sangrando y… -en cuanto lo alcanzó, se interrumpió para poder coger aire.
– ¿Whistler está sangrando? -preguntó él.
– Sí. El mozo no está seguro de por qué, y yo no sabía qué te había pasado y… ¿Qué te ha pasado?
– Whistler me tiró al suelo. Me he torcido el tobillo.
– ¿Otra vez?
Él bajó la mirada, enfadado, hacia su pie derecho.
– El mismo. Imagino que todavía estaba débil por la lesión anterior.
– ¿Te duele?
La miró como si fuera tonta.
– Muchísimo.
– Ah, sí, supongo que sí. Toma, apóyate en mí y volveremos a casa juntos.
Charles le rodeó los hombros con el brazo y se sirvió de su peso para apoyarse y caminar hasta su casa.
– ¿Por qué tengo la sensación de estar reviviendo una pesadilla? -se preguntó en voz alta.
Ellie se rió.
– Sí, ya lo hemos hecho antes, ¿verdad? Pero no sé si recuerdas que si no te hubieras torcido el tobillo la primera vez no nos habríamos conocido. Al menos, no me habrías pedido que me casara contigo si no te lo hubiera curado con tanto amor y ternura.
– ¿Amor y ternura? -se rió él, irónico-. Si prácticamente sacabas fuego por las muelas.
– Sí, bueno, no podíamos permitir que el paciente sintiera lástima por sí mismo, ¿verdad?
Cuando se acercaron a la casa, Charles dijo:
– Quiero ir a los establos para ver por qué sangra Whistler.
– Podrás ir cuando te haya curado.
– Cúrame en los establos. Estoy seguro de que alguien tendrá un cuchillo para cortar la bota.
Ellie gruñó y se detuvo en seco.
– Insisto en que vayas a la casa, donde puedo atenderte en condiciones y ver si te has roto algún hueso.
– No me he roto nada.
– ¿Cómo lo sabes?
– Ya me he roto huesos antes. Sé qué se siente -tiró de ella para intentar dirigirse hacia los establos, pero no consiguió moverla-. Ellie, vamos -gruñó.
– Descubrirás que soy más tozuda de lo que crees.
– Si es verdad, voy a tener problemas -dijo él entre dientes.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que te diría que eres más tozuda que una mula, pero estaría insultando a la mula.
Ellie se echó hacia atrás y lo dejó caer al suelo.
– ¿Cómo te atreves?
– Oh, por el amor de Dios -refunfuñó él mientras se frotaba el codo sobre el que había aterrizado-. ¿Vas a ayudarme a llegar a los establos o tendré que arrastrarme?
La respuesta de Ellie fue dar media vuelta y dirigirse hacia Wycombe Abbey.
– Maldita mujer, tozuda como una mula -dijo entre dientes. Por suerte, todavía tenía el bastón y, al cabo de unos minutos, se dejó caer en un banco de los establos-. ¡Que alguien me traiga un cuchillo! -gritó. Si no se quitaba la bota, el pie le iba a estallar.
Un mozo llamado James acudió a su lado y le dio un cuchillo.
– Whistler está sangrando, milord -dijo.
– Ya lo sé. -Charles hizo una mueca de dolor mientras empezaba a cortar la piel de su segundo mejor par de botas. Las mejores ya las había destrozado Ellie-. ¿Qué le ha pasado?
Thomas Leavey, que era el encargado de los establos y, según Charles, uno de los mayores entendidos en caballos del país, dio un paso adelante y dijo:
– Encontramos esto bajo su silla.
El conde contuvo la respiración. En la mano, Leavey tenía un clavo doblado y oxidado. No era demasiado largo, pero el peso de Charles en la silla había bastado para clavarlo en la espalda del animal, provocándole una horrible agonía.
– ¿Quién lo ha ensillado? -preguntó.
– Yo -respondió Leavey.
Charles lo miró unos segundos. Sabía que Leavey sería incapaz de hacerle daño a un animal, y mucho menos a una persona.
– ¿Tienes alguna idea de cómo ha podido suceder?
– Dejé a Whistler solo en su compartimiento uno o dos minutos antes de que usted viniera. Sólo se me ocurre que alguien entrara y colocara el clavo debajo de la silla.
– ¿Quién diablos haría algo así? -preguntó Charles.
Nadie le ofreció una respuesta.
– No ha sido un accidente -dijo Leavey al final-. Eso seguro. Algo así no sucede por accidente.
Charles sabía que decía la verdad. Alguien había intentado herirlo de forma deliberada. Se le heló la sangre. Posiblemente, alguien lo había querido ver muerto.
Mientras digería aquella terrible información, Ellie entró en estampida en los establos.
– Soy demasiado buena persona -anunció a todos en general.
Los mozos la miraron sin saber cómo responder.
Se acercó a Charles.
– Dame el cuchillo -dijo-. Ya me encargo yo de la bota. Él se lo dio sin decir nada, porque todavía estaba consternado por el reciente intento de asesinato.
Ella se sentó sin demasiado decoro a sus pies y empezó a cortarle la bota.
– La próxima vez que me compares con una mula -susurró -será mejor que definas con qué mula.
Él ni siquiera se rió.
– ¿Por qué estaba sangrando Whistler? -preguntó.
Charles miró a Leavey y a James. No quería que Ellie supiera que habían intentado matarlo. Tendría que hablar con los dos chicos en cuanto ella se fuera porque, si se lo decían a alguien, su mujer se enteraría antes de acabar el día. En el campo, las habladurías volaban.
– Sólo era un rasguño -le dijo-. Debió de engancharse con alguna rama de camino a casa.
– No sé demasiado de caballos -dijo ella sin levantar la cabeza de la bota-, pero me parece extraño. Whistler ha tenido que golpearse muy fuerte para hacerse sangre.
– Eh… Sí, supongo que sí.
Ellie le quitó la bota.
– No entiendo cómo ha podido engancharse con una rama corriendo por el camino principal o la entrada de la casa. Ambos caminos están muy limpios.
Allí lo pilló. Charles miró a Leavey para que lo ayudara, pero el responsable de los establos se encogió de hombros.
Ellie le tocó el tobillo con delicadeza, comprobando la hinchazón.
– Además -dijo-, tiene más sentido que se hiciera la herida antes de tirarte al suelo. Al fin y al cabo, su angustia debe de tener alguna explicación. Nunca te había tirado, ¿no?
– No -respondió Charles.
Le giró el tobillo hacia un lado.
– ¿Te duele?
– No.
– ¿Y esto? -se lo giró hacia el otro lado.
– No.
– Perfecto -dejó el pie en el suelo y lo miró-. Creo que me estás mintiendo.
Charles se dio cuenta de que, por suerte, Leavey y James se habían marchado.
– ¿Qué le ha pasado a Whistler realmente, Charles? -como él no respondió enseguida, lo miró fijamente y añadió-: Y recuerda que soy tozuda como una mula, así que no creas que vas a ir a algún sitio hasta que no me digas la verdad.
Charles soltó un largo suspiro. Tener una mujer tan inteligente tenía sus desventajas. Ellie acabaría descubriendo la historia ella sola. Así que era mejor que la escuchara de sus propios labios. Le dijo la verdad y terminó enseñándole el clavo que Leavey había dejado a su lado en el banco.
Ellie retorció los guantes en las manos. Se los había quitado antes de empezar a cortarle la bota, y ahora estaban totalmente arrugados. Después de una larga pausa, dijo:
– ¿Y qué esperabas ganar ocultándomelo?
– Sólo quería protegerte.
– ¿De la verdad? -preguntó con voz aguda.
– No quería preocuparte.
– No querías preocuparme -esta vez lo dijo con un tono neutro poco natural-. ¿No querías preocuparme? -ahora le pareció que el tono era un poco más estridente-. -¿No querías preocuparme? -ahora Charles estaba seguro de que la mitad del personal de Wycombe Abbey podía oír sus gritos.
– Ellie, amor mío…
– No intentes escabullirte llamándome «amor mío» -dijo ella, furiosa-. ¿Cómo te sentirías si yo te mintiera acerca de algo tan importante? Dime. ¿Cómo te sentirías?
Charles abrió la boca, pero, antes de que pudiera decir algo, ella gritó:
– Yo te lo diré. Estarías tan enfadado que querrías estrangularme. Charles se dijo que, seguramente, tenía razón, pero no veía qué sentido tenía admitirlo en ese momento.
Ella respiró hondo y se presionó las sienes con las yemas de los dedos.
– Tranquila, Ellie, tranquila -se dijo a sí misma-. Cálmate. Matarlo ahora sería contraproducente -levantó la mirada-. Voy a controlarme porque se trata de una situación muy grave y seria. Pero no creas que no estoy furiosa contigo.
– Tranquila, lo sé.
– No te hagas el gracioso -le espetó-. Alguien ha intentado matarte, y si no averiguas quién es y por qué lo ha hecho, puedes acabar muerto.
– Lo sé -respondió él con suavidad-, y por eso voy a contratar protección adicional para Helen, para las niñas y para ti.
– ¡Nosotras no necesitamos protección! Quien está en peligro eres tú.
– Yo también tomaré precauciones adicionales -le aseguró.
– Dios mío, esto es horrible. ¿Por qué iba alguien a querer matarte?
– No lo sé, Ellie.
Volvió a frotarse las sienes.
– Me duele la cabeza.
El la tomó de la mano.
– ¿Por qué no volvemos a la casa?
– Ahora no. Estoy pensando -dijo apartándole la mano.
Charles desistió en su intento por seguir los vaivenes del proceso mental de su mujer.
Ella volvió la cabeza y lo miró.
– Apuesto a que querían que te envenenaras tú.
– ¿Cómo dices?
– Las natillas. No fue por la leche en mal estado. Monsieur Belmont lleva días hecho una furia por el mero hecho de que nos atreviéramos a mencionar esa posibilidad. Alguien envenenó las natillas, porque quería matarte a ti, no a mí. Todos saben que es tu postre favorito. Tú mismo me lo dijiste.
Charles la miró, anonadado. -Tienes razón.
– Sí, y no me sorprendería que el accidente que tuvimos con el carruaje antes de casarnos también fuera un… ¿Charles? ¿Charles? -Ellie tragó saliva-. Estás pálido.
Él sintió que lo invadía una rabia como jamás había sentido en su vida. El hecho de que alguien hubiera intentado matarlo ya era muy grave. Pero que Ellie se hubiera visto implicada en la línea de fuego le hacía venir ganas de despellejar a alguien.
La miró como si quisiera grabarse sus rasgos en la mente.
– No dejaré que te pase nada -prometió.
– ¿Quieres olvidarte de mí por un momento? Es a ti a quien intentan matar.
Desbordado por la emoción, se levantó y la atrajo hacia él, olvidándose por completo del tobillo herido.
– Ellie, yo… ¡Aaah!
– ¿Charles?
– Maldito tobillo -murmuró entre dientes-. Ni siquiera puedo besarte en condiciones. Es… No te rías. Ella meneó la cabeza.
– No me digas que no me ría. Alguien intenta matarte. Debo aprovechar las ocasiones que tenga para reírme.
– Supongo que si lo planteas así…
Ella le ofreció la mano.
– Volvamos a casa. Necesitarás algo frío para que te baje la hinchazón del tobillo.
– ¿Cómo diantres se supone que debo encontrar al asesino cuando ni siquiera puedo caminar?
Ellie se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Sabía lo horrible que era sentirse inútil, pero sólo podía tranquilizarlo.
– No puedes -le dijo, sencillamente-. Tendrás que esperar unos días. Mientras tanto, nos concentraremos en mantener a todo el mundo a salvo.
– No voy a quedarme mirando mientras…
– No te quedarás mirando -le aseguró ella-. Tenemos que reforzar nuestra protección. Cuando tengamos listas las defensas, el tobillo estará casi curado. Y entonces podrás… -no pudo evitar estremecerse- buscar a tu enemigo. Aunque ojalá pudieras esperar a que viniera a por ti.
– ¿Cómo dices?
Le dio varios codazos hasta que Charles empezó a caminar hacia la casa.
– No tenemos ni la menor idea de quién es. Lo mejor es quedarte en Wycombe Abbey, donde estarás a salvo, hasta que haga acto de presencia.
– Tú estabas en Wycombe Abbey cuando te envenenaron -le recordó él.
– Lo sé. Tendremos que reforzar la seguridad. Pero la casa es mucho más segura que cualquier otro lugar.
Charles sabía que tenía razón, pero le daba rabia tener que quedarse sentado sin hacer nada. Y, con el tobillo tan hinchado, sólo podría sentarse y no hacer nada. Refunfuñó algo que se suponía que tenía que transmitir su asentimiento y siguió cojeando hasta la casa.
– ¿Por qué no vamos por la entrada lateral? -sugirió Ellie-. Veamos si la señora Stubbs puede darnos un buen pedazo de carne.
– No tengo hambre -gruñó él.
– Para el tobillo.
Él no dijo nada. Odiaba sentirse un estúpido.
A mediodía del día siguiente, Charles se sintió con un poco más de control sobre la situación. Puede que todavía no estuviera bien para perseguir a su enemigo, pero al menos había podido llevar a cabo una labor detectivesca.
Un interrogatorio al personal de cocina había revelado que la última doncella que se había contratado había desaparecido misteriosamente la noche del envenenamiento de Ellie. Apenas hacía una semana que trabajaba en la casa. Nadie sabía si fue ella quien subió las natillas a la habitación de matrimonio, pero nadie recordaba haberlo hecho, así que Charles dio por sentado que la chica desaparecida había tenido tiempo de sobra para envenenar la comida.
Mandó a sus hombres a buscar por la zona, pero no le sorprendió que no encontraran ni rastro de ella. Seguramente, debía de estar camino de Escocia con el oro que sin duda le habían dado por envenenarlos.
Charles también estableció nuevas medidas para proteger a su familia. Prohibió expresamente que Judith y Claire salieran de casa y, si hubiera imaginado que tendría éxito, habría hecho lo mismo con Ellie y Helen. Afortunadamente, las dos mujeres parecían querer quedarse en casa, aunque sólo fuera para entretener a Judith y que no se quejara de que no la dejaban salir a montar su pony.
Sin embargo, no habían avanzado nada en la búsqueda de la persona que había colocado el clavo bajo la silla de montar de Charles. Aquello lo frustraba bastante y decidió inspeccionar los establos él mismo para buscar pruebas. No le dijo nada a Ellie, porque sólo conseguiría preocuparla. Así que, mientras estaba ocupaba tomando el té con Helen, Claire y Judith, él cogió el abrigo, el sombrero y el bastón y salió fuera.
Cuando llegó, los establos estaban muy tranquilos. Leavey estaba fuera ejercitando a uno de los sementales y Charles sospechaba que los mozos estarían comiendo. La soledad le vino bien; podría llevar a cabo una inspección más rigurosa sin nadie observándolo.
Sin embargo, y para mayor frustración, su búsqueda no dio nuevos frutos. No estaba seguro de qué buscaba, pero supo que no había encontrado nada. Se estaba preparando para regresar a la casa cuando oyó que alguien entraba por la puerta de atrás de los establos. Seguramente, sería Leavey. Charles quiso decirle que había estado echando un vistazo. Le había dado órdenes de que vigilara cualquier cosa que pareciera estar fuera de su sitio, y si él había movido algo, seguro que el responsable de los establos lo vería y se preocuparía.
– ¡Leavey! -gritó-. Soy Billington. He venido a… Oyó un ruido tras él. Dio media vuelta, pero no vio nada. -¿Leavey?
No obtuvo respuesta. Le empezó a doler el tobillo, como si quisiera recordarle que estaba herido y no podía correr. Otro ruido.
Se volvió, y esta vez vio la culata de un rifle que se dirigía hacia su cabeza.
Y luego ya no vio nada.