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Leyendo Los idus de marzo encontré una frase siniestra que el autor atribuye a Julio César: Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es. No pude comprobar su verdadero origen en la propia obra de Julio César ni en las obras de sus biógrafos, desde Suetonio hasta Carcopino, pero valió la pena conocerla. Su fatalismo aplicado al curso de mi vida en los meses siguientes fue lo que me dio la determinación que me hacía falta no sólo para escribir esta memoria, sino para empezarla sin pudores con el amor de Delgadina.


No tenía un instante de sosiego, apenas si probaba bocado y perdí tanto peso que no se me tenían los pantalones en la cintura. Los dolores erráticos se me quedaron en los huesos, cambiaba de ánimo sin razón, pasaba las noches en un estado de deslumbramiento que no me permitía leer ni escuchar música, y en cambio se me iba el día cabeceando por una somnolencia sonsa que no servía para dormir.


El alivio me cayó del cielo. En la atestada góndola de Loma Fresca una vecina de asiento que no había visto subir me susurró al oído: ¿Todavía tiras? Era Casilda Armenia, un viejo amor de a tres por cinco que me había soportado como cliente asiduo desde que era una adolescente altiva. Una vez retirada, medio enferma y sin un clavo, se había casado con un hortelano chino que le dio nombre y apoyo, y quizás un poco de amor. A los setenta y tres años tenía el peso de siempre, seguía bella y de carácter fuerte, y conservaba intacto el desparpajo del oficio.


Me llevó a su casa, una huerta de chinos en una colina de la carretera al mar. Nos sentamos en las sillas de playa de la terraza umbría, entre helechos y frondas de astromelias, y jaulas de pájaros colgadas en el alero. En la falda de la colina se veían los hortelanos chinos con sombreros de cono sembrando las hortalizas bajo el sol abrasante, y el piélago gris de las Bocas de Ceniza con los dos tajamares de rocas que canalizan el río varias leguas en el mar. Mientras conversábamos vimos entrar un trasatlántico blanco por la desembocadura y lo seguimos callados hasta oír su bramido de toro lúgubre en el puerto fluvial. Ella suspiró. ¿Te das cuenta? En más de medio siglo es la primera vez que no te recibo la visita en la cama. Ya somos otros, dije. Ella prosiguió sin oírme: Cada vez que dicen cosas de ti en el radio, que te elogian por el cariño que te tiene la gente y te llaman maestro del amor, imagínate, pienso que nadie te conoció tus gracias y tus mañas tan bien como yo. En serio, dijo, nadie hubiera podido soportarte mejor.


No resistí más. Ella lo sintió, vio mis ojos húmedos de lágrimas, y sólo entonces debió descubrir que ya no era el que fui y le sostuve la mirada con un valor del que nunca me creí capaz. Es que me estoy volviendo viejo, le dije.Ya lo estamos, suspiró ella. Lo que pasa es que uno no lo siente por dentro, pero desde fuera todo el mundo lo ve.


Era imposible no abrirle el corazón, así que le conté la historia completa que me ardía en las entrañas, desde mi primera llamada a Rosa Cabarcas la víspera de mis noventa años, hasta la noche trágica en que hice añicos el cuarto y no regresé más. Ella me oyó el desahogo como si estuviera viviéndolo, lo rumió muy despacio, y por fin sonrió.


– Haz lo que quieras, pero no pierdas a esa criatura -me dijo-. No hay peor desgracia que morir solo.


Fuimos a Puerto Colombia en el trenecito de juguete tan despacioso como un caballo. Almorzamos frente al muelle de maderas carcomidas por donde había entrado el mundo entero al país antes que se dragaran las Bocas de Ceniza. Nos sentamos bajo un cobertizo de palma, donde las grandes matronas negras servían pargos fritos con arroz de coco y tajadas de plátano verde. Dormitamos en el sopor denso de las dos, y seguimos conversando hasta que se hundió en el mar el inmenso sol de candela. La realidad me parecía fantástica. Mira adonde ha venido a dar nuestra luna de miel, se burló ella. Pero prosiguió en serio: Hoy miro para atrás, veo la fila de miles de hombres que pasaron por mis camas, y daría el alma por haberme quedado aunque fuera con el peor. Gracias a Dios, encontré mi chino a tiempo. Es como estar casada con el dedo meñique, pero es sólo mío.


Me miró a los ojos, midió mi reacción a lo que acababa de contarme, y me dijo: Así que vete a buscar ahora mismo a esa pobre criatura aunque sea verdad lo que te dicen los celos, sea como sea, que lo bailado no te lo quita nadie. Pero eso sí, sin romanticismos de abuelo. Despiértala, tíratela hasta por las orejas con esa pinga de burro con que te premió el diablo por tu cobardía y tu mezquindad. En serio, terminó con el alma: no te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.


El pulso me temblaba al día siguiente cuando marqué el número del teléfono. Tanto por la tensión del reencuentro con Delgadina, como por la incertidumbre de la forma en que Rosa Cabarcas me respondiera. Habíamos tenido una disputa seria por el abuso con que tasó los destrozos que hice en su cuarto. Tuve que vender uno de los cuadros más amados de mi madre, cuyo valor se calculaba en una fortuna, pero a la hora de la verdad no llegó a un décimo de mis ilusiones.


Aumenté la suma con el resto de mis ahorros y se la llevé a Rosa Cabarcas con una consigna inapelable: Lo tomas o lo dejas. Fue un acto suicida, porque sólo con vender uno de mis secretos ella habría aniquilado mi buen nombre. Pero no respingó, sino que se quedó con los cuadros que había tomado en prenda la noche del pleito. Fui el perdedor absoluto en una sola jugada: me quedé sin Delgadina, sin Rosa Cabarcas y sin mis últimos ahorros. Sin embargo, oí el timbre del teléfono una vez, dos veces, tres, y por fin ella: ¿A ver? No me salió la voz. Colgué. Me eché en la hamaca, tratando de serenarme con la lírica ascética de Satie, y sudé tanto que el lienzo quedó empapado. Hasta el día siguiente no tuve el valor de llamar.


– Bueno, mujer -dije con voz firme-. Hoy sí.


Rosa Cabarcas, cómo no, estaba más allá de todo. Ay, mi sabio triste, suspiró con su ánimo invencible, te pierdes dos meses y sólo vuelves para pedir ilusiones. Me contó que no había visto a Delgadina desde hacía más de un mes, que parecía tan repuesta del susto de mis estropicios que ni siquiera habló de ellos ni preguntó por mí, y estaba muy contenta en un nuevo empleo, más cómodo y mejor pagado que coser botones. Una oleada de fuego vivo me quemó las entrañas. Sólo puede ser de puta, dije. Rosa me replicó sin pestañear: No seas bruto, si así fuera estaría aquí. ¿O dónde podría estar mejor? La rapidez de su lógica me agravó la duda: ¿Y cómo sé que no está ahí? En ese caso, replicó ella, lo que más te conviene es no saberlo. ¿O no? Una vez más la odié. Ella, a prueba de erosiones, prometió rastrear a la niña. Sin muchas esperanzas, porque el teléfono de la vecina donde la llamaba seguía cortado y no tenía la menor idea de dónde vivía. Pero no era para echarse a morir, qué carajo, dijo, te llamo en una hora.


Fue una hora de tres días, pero encontró a la niña disponible y sana. Volví avergonzado, y la besé palmo a palmo, como penitencia, desde las doce de la noche hasta que cantaron los gallos. Un perdón largo que me prometí seguir repitiendo para siempre y fue como empezar otra vez por el principio. El cuarto había sido desmantelado, y el mal uso había acabado con todo lo que yo había puesto. Ella lo había dejado así, y me dijo que cualquier mejora tenía que hacerla yo por lo que estaba debiéndole. Sin embargo, mi situación económica tocaba fondo. El dinero de las jubilaciones alcanzaba cada vez para menos. Las pocas cosas vendibles que quedaban en la casa -salvo las joyas sagradas de mi madre- carecían de valor comercial y nada era bastante viejo para ser antiguo. En tiempos mejores, el gobernador me había hecho la oferta tentadora de comprarme en bloque los libros de los clásicos griegos, latinos y españoles para la Biblioteca Departamental, pero no tuve corazón para venderlos. Después, con los cambios políticos y el deterioro del mundo, nadie del gobierno pensaba en las artes ni las letras. Cansado de buscar una solución decente, me eché al bolsillo las joyas que Delgadina me había devuelto, y me fui a empeñarlas en un callejón siniestro que conducía al mercado público. Con aires de sabio distraído recorrí varias veces aquel tugurio atiborrado de cantinas de mala muerte, librerías de viejo y casas de empeño, pero la dignidad de Florina de Dios me cerró el paso: no me atreví. Entonces decidí venderlas con la frente en alto a la joyería más antigua y acreditada.


El dependiente me hizo algunas preguntas mientras examinaba las joyas con su monóculo. Tenía la conducta, el estilo y el pavor de un médico. Le expliqué que eran joyas heredadas de mi madre. El aprobaba con un gruñido cada una de mis explicaciones, y por fin se quitó el monóculo.


– Lo siento -dijo-, pero son culos de botellas.


Ante mi sorpresa, me explicó con una suave conmiseración: Menos mal que el oro es oro y el platino es platino. Me toqué el bolsillo para asegurarme de que llevaba las facturas de compra, y dije sin resabios:


– Pues fueron compradas en esta noble casa hace más de cien años.


El no se inmutó. Suele suceder, dijo, que en las joyas hereditarias vayan desapareciendo las piedras más valiosas con el paso del tiempo; sustituidas por díscolos de la familia, o por joyeros bandidos, y sólo cuando alguien trata de venderlas se descubre el fraude. Pero permítame un segundo, dijo, y se llevó las joyas por la puerta del fondo. Al cabo de un momento regresó, y sin explicación alguna me indicó que me sentara en la silla de espera, y siguió trabajando.


Examiné la tienda. Había ido con mi madre varias veces, y recordaba una frase recurrente: No se lo digas a tu papá. De pronto se me ocurrió una idea que me crispó: ¿no sería que Rosa Cabarcas y Delgadina, de común acuerdo, habían vendido las piedras legítimas y me devolvieron las joyas con las piedras falsas?


Estaba ardiendo en dudas cuando una secretaria me invitó a seguirla por la misma puerta del fondo, hasta una oficina pequeña, con una larga estantería de gruesos volúmenes. Un beduino colosal se levantó en el escritorio del fondo y me estrechó la mano tuteándome con una efusión de viejo amigo. Hicimos juntos el bachillerato, me dijo, a modo de saludo. Me fue fácil recordarlo: era el mejor futbolista de la escuela y campeón de nuestros primeros burdeles. Había dejado de verlo en algún momento incierto, y debió verme tan decrépito que me confundió con un condiscípulo de su infancia.


Sobre el cristal del escritorio tenía abierto uno de los mamotretos del archivo donde estaba la memoria de las joyas de mi madre. Una relación exacta, con fechas y detalles de que ella en persona había hecho cambiar las piedras de dos generaciones de hermosas y dignas Cargamantos, y había vendido las legítimas a la misma tienda. Esto había ocurrido cuando el padre del propietario actual estaba al frente de la joyería, y él y yo en la escuela. Pero él mismo me tranquilizó: aquellas triquiñuelas eran de uso corriente entre las grandes familias en desgracia, para resolver urgencias de plata sin sacrificar el honor. Ante la realidad cruda, preferí conservarlas como recuerdo de otra Florina de Dios que nunca conocí.


A principios de julio sentí la distancia real de la muerte. Mi corazón perdió el paso y empecé a ver y sentir por todos lados los presagios inequívocos del final. El más nítido fue en el concierto de Bellas Artes. El aire acondicionado había fallado y la flor y nata de las artes y las letras se cocinaban al bañomaría en el salón abarrotado, pero la magia de la música era un clima celestial. Al final, con el Allegretto poco mosso, me estremeció la revelación deslumbrante de que estaba escuchando el último concierto que me deparaba el destino antes de morir. No sentí dolor ni miedo sino la emoción arrasadora de haber alcanzado a vivirlo.


Cuando por fin logré abrirme camino empapado de sudor a través de los abrazos y las fotos, me encontré de manos a boca con Ximena Ortiz, como una diosa de cien años en la silla de ruedas. Su sola presencia se me imponía como un pecado mortal. Tenía una túnica de seda color marfil, tan tersa como su piel, un hilo de perlas legítimas de tres vueltas, el cabello color de nácar cortado a la moda de los veintes con una punta de ala de gaviota en la mejilla, y los grandes ojos amarillos iluminados por la sombra natural de las ojeras. Todo en ella contradecía el rumor de que su mente estaba quedándose en blanco por la erosión irredimible de la memoria. Petrificado y sin recursos frente a ella, me sobrepuse al vaho de fuego que me subió a la cara, y la saludé en silencio con una venia versallesca. Ella sonrió como una reina, y me agarró la mano. Entonces me di cuenta de que también aquello era una coartada del destino, y no la perdí, para sacarme una espina que me estorbaba desde siempre. He soñado durante años con este momento, le dije. Ella no pareció entender. ¡No me digas!, dijo. ¿Y tú quién eres? No supe nunca si en verdad lo había olvidado o si fue la venganza final de su vida.


La certidumbre de ser mortal, en cambio, me había sorprendido poco antes de los cincuenta años en una ocasión como aquélla, una noche de carnaval en que bailaba un tango apache con una mujer fenomenal a la que nunca le vi la cara, más corpulenta que yo como por cuarenta libras y más alta como de dos palmos, que sin embargo se dejaba llevar como una pluma al viento. Bailábamos tan apretados que sentía circular su sangre por las venas, y me hallaba como adormecido de gusto con su resuello trabajoso, su grajo de amoníaco, sus tetas de astrónoma, cuando me sacudió por la primera vez y casi me derribó por tierra el frémito de la muerte. Fue como un oráculo brutal en el oído: Hagas lo que hagas, en este año o dentro de ciento, estarás muerto hasta jamás. Ella se separó asustada: ¿Qué le pasa? Nada, le dije, tratando de sujetarme el corazón:


– Tiemblo por usted.


Desde entonces empecé a medir la vida no por años sino por décadas. La de los cincuenta había sido decisiva porque tomé conciencia de que casi todo el mundo era menor que yo. La de los sesenta fue la más intensa por la sospecha de que ya no me quedaba tiempo para equivocarme. La de los setenta fue temible por una cierta posibilidad de que fuera la última. No obstante, cuando desperté vivo la primera mañana de mis noventa años en la cama feliz de Delgadina, se me atravesó la idea complaciente de que la vida no fuera algo que transcurre como el río revuelto de Heráclito, sino una ocasión única de voltearse en la parrilla y seguir asándose del otro costado por noventa años más.


Me volví de lágrima fácil. Cualquier sentimiento que tuviera algo que ver con la ternura me causaba un nudo en la garganta que no siempre lograba dominar, y pensé en renunciar al placer solitario de velar el sueño de Delgadina, no tanto por la incertidumbre de mi muerte como por el dolor de imaginarla sin mí en el resto de su vida. Uno de aquellos días inciertos fui a dar por distracción a la muy noble calle de los Notarios, y me sorprendió no encontrar nada más que los escombros del viejo hotel de lance donde fui iniciado por la fuerza en las artes del amor poco antes de mis doce años. Había sido una mansión de antiguos navieros, espléndida como pocas en la ciudad, con columnas enchapadas de alabastro y frisos de oropeles, alrededor de un patio interior con una cúpula de cristales de siete colores que irradiaba un resplandor de invernadero. En la planta baja, con un portal gótico sobre la calle, estuvieron por más de un siglo las notarías coloniales en las que trabajó, prosperó y se arruinó mi padre en toda una vida de sueños fantásticos. Las familias históricas abandonaron poco a poco los pisos superiores, que terminaron ocupados por una legión de nocheras en desgracia que subían y bajaban hasta el amanecer con los clientes atrapados por un peso y medio en las cantinas del cercano puerto fluvial.


A mis doce años, todavía con mis pantalones cortos y mis botitas de la escuela primaria, no pude resistir la tentación de conocer los pisos superiores mientras mi padre se debatía en una de sus reuniones interminables, y me encontré con un espectáculo celestial. Las mujeres que malvendían sus cuerpos hasta el amanecer se movían por la casa desde las once de la mañana, cuando ya la canícula del vitral era insoportable, y tenían que hacer su vida doméstica caminando en pelotas por toda la casa mientras comentaban a gritos sus aventuras de la noche. Me quedé aterrorizado. Lo único que se me ocurrió fue escapar por donde había llegado, cuando una de las desnudas de carnes macizas olorosas a jabón de monte me abrazó por la espalda y me llevó en vilo hasta su cubículo de cartón sin que yo pudiera verla en medio de la gritería y los aplausos de las inquilinas en cueros. Me tiró bocarriba en su cama para cuatro, me quitó los pantalones con una maniobra maestra y se acaballó sobre mí, pero el terror helado que me empapaba el cuerpo me impidió recibirla como un hombre. Aquella noche, desvelado en la cama de mi casa por la vergüenza del asalto, no pude dormir más de una hora con las ansias de volver a verla. Pero la mañana siguiente, mientras los trasnochados dormían, subí temblando hasta su cubículo, y la desperté llorando a gritos, con un amor enloquecido que duró hasta que se lo llevó sin misericordia el ventarrón de la vida real. Se llamaba Castorina y era la reina de la casa.


Los cubículos del hotel costaban un peso para los amores de paso, pero muy pocos sabíamos que costaban lo mismo hasta por veinticuatro horas. Además, Castorina me introdujo en su mundo de mala muerte, donde invitaban a los clientes pobres a sus desayunos de gala, le prestaban el jabón, les atendían los dolores de muela, y en casos de urgencia mayor les daban un amor de caridad.


Pero, en las tardes de la última vejez se acordaba de la inmortal Castorina, muerta quien sabía cuando, que había sucedido desde las esquinas miserables del muelle fluvial hasta el trono sagrado de mamasanta mayor, con un parche de pirata en el ojo perdido en el pleito de cantina. Su último machucante de planta, un negro feliz de Camagüey a quien llamaba Jonás el Galeote, había sido un trompetista de los grandes en La Habana hasta que perdió la sonrisa completa en una catástrofe de trenes.


Al salir de aquella visita amarga sentí una punzada en el corazón que no había logrado aliviar en tres días con toda clase de pócimas caseras. El médico al que acudí de urgencia, miembro de una estirpe de insignes, era nieto del que me vio a mis cuarenta y dos años, y me asustó que pareciera el mismo, pues estaba tan envejecido como su abuelo a los setenta, por una calvicie prematura, unos lentes de miope sin regreso y una tristeza inconsolable. Me hizo un examen minucioso de cuerpo entero con una concentración de orfebre. Me auscultó el pecho y la espalda, y me revisó la presión arterial, los reflejos de la rodilla, el fondo del ojo, el color del párpado inferior. En las pausas, mientras yo cambiaba de posición en la mesa de reconocimiento, me hacía preguntas tan vagas y rápidas que apenas si me daban tiempo de pensar las respuestas. Al cabo de una hora me miró con una sonrisa feliz. Bueno, dijo, creo que no tengo nada que hacer por usted. ¿Qué quiere decir? Que su estado es el mejor posible a su edad. Qué curioso, le dije, lo mismo me dijo su abuelo cuando yo tenía cuarenta y dos años, como si el tiempo no pasara. Siempre encontrará uno que se lo diga, dijo, porque siempre tendrá una edad. Yo, provocándolo para una sentencia aterradora, le dije: La única definitiva es la muerte. Sí, dijo él, pero no es fácil llegar a ella en tan buen estado como usted. Siento de veras no poder complacerlo.


Eran recuerdos nobles, pero la víspera del 29 de agosto sentí el peso inmenso del siglo que me esperaba impasible cuando subí con pasos de hierro las escaleras de mi casa. Entonces volví a ver una vez más a Florina de Dios, mi madre, en mi cama que había sido la suya hasta su muerte, y me hizo la misma bendición de la última vez que la vi, dos horas antes de morir. Trastornado por la conmoción lo entendí como el anuncio final, y llamé a Rosa Cabarcas para que me llevara a mi niña aquella misma noche, en previsión de que no se cumpliera mi ilusión de sobrevivir hasta el último aliento de mis noventa años. Volví a llamarla a las ocho, y una vez más repitió que no era posible. Tiene que serlo, a cualquier precio, le grité aterrorizado. Colgó sin despedirse, pero quince minutos después volvió a llamar:


– Bueno, aquí la tienes.


Llegué a las diez y veinte de la noche, y le di a Rosa Cabarcas las últimas cartas de mi vida, con mis disposiciones sobre la niña después de mi final terrible. Ella pensó que me había impresionado con el acuchillado y me dijo con aires de burla: Si te vas a morir que no sea aquí, imagínate. Pero yo le dije: Di que me atropello el tren de Puerto Colombia, ese pobre cacharro de lástima incapaz de matar a nadie.


Preparado para todo aquella noche, me acosté bocarriba a la espera del dolor final en el primer instante de mis noventa y un años. Oí campanas distantes, sentí la fragancia del alma de Delgadina dormida de costado, oí un grito en el horizonte, sollozos de alguien que quizás había muerto un siglo antes en la alcoba. Entonces apagué la luz con el último aliento, entrelacé mis dedos con los suyos para llevármela de la mano, y conté las doce campanadas de las doce con mis doce lágrimas finales, hasta que empezaron a cantar los gallos, y enseguida las campanas de gloria, los cohetes de fiesta que celebraban el júbilo de haber sobrevivido sano y salvo a mis noventa años.


Mis primeras palabras fueron para Rosa Cabarcas: Te compro la casa, toda, con la tienda y el huerto. Ella me dijo: Hagamos una apuesta de viejos: el que se muera primero se queda con todo lo del otro, firmado ante notario. No, porque si yo me muero, todo debería ser para ella. Es igual, dijo Rosa Cabarcas, yo me hago cargo de la niña y después le dejo todo, lo tuyo y lo mío; no tengo a nadie más en este mundo. Mientras tanto, remodelamos tu cuarto con buenos servicios, aire acondicionado, y tus libros y tu música.


– ¿Crees que ella estará de acuerdo?


– Ay mi sabio triste, está bien que estés viejo, pero no pendejo -dijo Rosa Cabarcas muerta de risa-. Esa pobre criatura está lela de amor por ti.


Salí a la calle radiante y por primera vez me reconocí a mí mismo en el horizonte remoto de mi primer siglo. Mi casa, callada y en orden a las seis y cuarto, empezaba a gozar los colores de una aurora feliz. Damiana cantaba a toda voz en la cocina, y el gato redivivo enroscó la cola en mis tobillos y siguió caminando conmigo hasta mi mesa de escribir. Estaba ordenando mis papeles marchitos, el tintero, la pluma de ganso, cuando el sol estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto. Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.


Mayo de 2004

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