Los caminos son semejantes a surcos, y así como las eras dan el pan, los caminos dan las gentes, las posadas, las lenguas y los países. Se sienta uno a cosechar a orillas del camino, o viaja por él. Este camino del que hoy cuento se me aparece como un viejo mendigo, aunque cada pasajero que lo pise lo renueva, y suscite en la rota y polvorienta vía la mocedad primera. Desde Miranda yo veo un trozo del camino francés buscar el vado del ancho río. Desciende de una colina coronada de castaños, y se apresura por una vega de centeno florido y maizales nacientes hacia la ribera, una larga procesión de familias amigas de las aguas: sauces, álamos, chopos, en los que cuando cesa de cantar el mirlo comienza la alondra a decir su trova. Lejano el puente que dicen romano, se pasa el río por veinte padrones gemelos, en los que no es raro que el viajero ahuyente la paloma torcaz que allí bebe. La otra orilla es un áspero desconchado de pizarra, y el camino ha de labrar sus pasos trabajosamente hasta coronar aquel oscuro murallón, para poder luego tenderse feliz por la llanura de Beiral, donde son las abiertas veranias, el coro solemne de las robledas bernardos, y la gentileza de los abedules mirándose estremecidos en las quietas charcas. Desde las almenas de Belvís, yo veía humear una chimenea lejana: era la posada de Termar, adonde fui, antes de parar en barquero de Pecios -y éstas serán otras madejas que devanar, otras memorias que calentar, otros espejos en los que mirarse-, a conocer a las gentes que van y vienen por estas historias; digo, por este camino.
Termar fue hospital de peregrinos primero, al cuidado de los señores bernardos de la abadía vecina, cuyas armas tiene todavía, rodeadas de vieiras, sobre el portalón. Abandonado quedó cuando se fueron los monjes, y ya era una ruina cuando el señor Moran lo tejó y abrió allí tienda y ofreció posada, aprovechando que la diligencia de Lugo tenía que cambiar tiro. Le llamaron entonces Mesón del Castellano, nombre que conserva, y con el tiempo y porque el catorce de cada mes allí se hacía entrega de ganado, nació la Feria del Catorce, que es muy nombrada y se celebra en un soto muy alegre, y lo más del campo, como es por esta tierra costumbre, está cercado de laurel, y hay allí dos fuentes abundantes. El señor Moran fue a buscar mujer a su tierra, y los tres hijos que tuvo el matrimonio siguieron el ejemplo paterno. Al lado del viejo mesón un portugués les hizo casas nuevas, y toda la maragatería aposentó en Termar, que ahora se tiene por villa. ¡Pero yo aún recuerdo cuando en aquel alto, amigo de los vendavales, no existía más casa que el viejo hospital peregrino. Siempre había en la robleda de Termar cuco temprano y lechuza augurando. ¡Termar! Las dos fuentes del campo hacen un regatillo, que apenas mocete ya lo ponen de molinero, y toda la pajarería de la tierra de Beiral, la más de ella malvises afinados, se dio cita en la cerca de laurel. Cuando fui a Termar por alguacil del don mitrado del Cister, aún se hablaba de los monjes de antaño, de los misericordiosos peregrinos, de los señores condes locos que por aquí iban y venían a la jineta de su ira, de los milagros del vecino San Cosme de Galgane y los fantasmas del mesón viejo… Paréceme que aún me dan día, junto al portalón con las armas de Meira, en este alto de Termar, sombras que al acercarse por un instante cobran envoltura carnal, y se arraciman al amor del viejo hogar de piedra de Lis, en el que chisporrotean, llamas azules, rojas, amarillas, las historias de un tiempo que pasó.
A enano muerto, enano puesto – dijo don Munio, abad, sacando de la capucha un enanillo, un hombrecito de dos cuartas, vestido con el hábito bernardo, la cara redonda y rosada, el pelo en flequillo sobre la frente, los negros y menudos ojos vivarachos y tan gracioso todo él de cuerpo como muñeco florentino. Lo puso sobre la mesa, y el enano hizo una gentil reverencia a los monjes y a los peregrinos que aquella noche de mayo allí hacían posada, y con vocecilla que más parecía campanita de plata que canción humana, se puso a contar su nación e historia y su entrada en el Cister.
– Para lo que usa mi familia, yo doy algo más de lo que en enanos sería la talla de quintas, y yo y los míos servimos para pajes de los pavos reales del patriarca de Constantínopla, y las mujeres para el bordado que en la Levantía llaman "punto de Adana", y que es sabido está hecho con aire, un hilo que otro y espejo de oriente de perla. Un hermanito mío era tan poquita cosa que el arcipreste de las Blanquernas lo ponía disfrazado de mirlo picando en un racimo de uvas catalanas el día de la Natividad de Nuestra Señora, que es cuando los griegos celebran la vendimia. Es una muy sería opinión, que muchas veces fue defendida con gran copia de argumentos, que descendemos de los príncipes samantes, y así nos vemos por culpa de un poeta enamorado, llamado Firadusi el de las Rosas. Este dulce poeta que podía, en pleno desierto, cantando la hermosura y frescor de una fuente, hacer que los nómadas vieran de pronto en el aire copas de Bagdad llenas de líquido cristalino y frío, contemplando dos niños que jugaban en Damasco con una naranja, como los enamorados juegan con la luna, dijo que ojalá nunca saliesen de aquel día feliz y edad alegre. Y así fue: quedáronse en el infantil tamaño y en la gozosa alegría de aquel tiempo, y casándose dieron nación a nuestra familia. Con los disturbios de los tiempos aventado el reino samaníe, vinieron mis abuelos a parar a Antioquía, donde se convirtieron al cristianismo, y de allí pasaron a Constantinopla porque el Basileo quería conocer aquella tropilla que toda junta no cabía en un serón de higos de Esmirna. Al principio nos ocupamos en Bizancio en el rizado de la barba del emperador, que es sabido se hace por escala de música, y de decorar las uñas de los dedos meñiques de las emperatrices y princesas, que era una de las delicadezas que gastaban aquellos señores isaurios. Una empetratriz hubo, llamada doña Arquipas, que en una de las uñas tenía pintado, y había que verlo con cristal de aumento, al emperador y su comitiva yendo del palacio al hipódromo, con las calles y las gentes y los "verdes" y los "azules" que aclamaban, y toda la plantilla palatina con sus mitras, sus bastones y sus portacolas, y en la otra uña una cacería de faisanes en la Cólquida, con los halcones imperiales volando sobre el bosque coloreado del otoño. Pero, cambiando las modas, vinimos a los nuevos oficios.
El enano tenía un decir muy gracioso y retorneado, como discípulo de la elocuencia antigua. Sacó de debajo del escapulario un vasito de plata del tamaño de un dedal, y lo sumergió en la gran copa del abad, que era de grueso cristal tallado y estaba llena de tinto de Valdeorras, valle este en el que los señores bernardos de Meira cobraban tantos y tantos mollos, tanto de blanco como de tintorro. Refrescó el enanito la pausa y prosiguió la historia.
– Tenía la princesa Macarea, en la cuya cámara yo estaba puesto por asistente de flauta y columpio, un ratoncito blanco muy gracioso, que la punta del rabo adornaba con tres manchas negras. El ratón brincaba por todo el palacio, y lo dejaban ir y venir, que cuando lo daban por perdido me llamaban, y entonces yo le silbaba de cierta sabrosa manera, y el ratoncillo, oyéndome, venía de nuevo a su dueña, que estaba enjugándose, no más que con oírme silbar, las lágrimas de sus asombrados ojos azules. Esto pasó una y mil veces, y tanto el ratón como la princesa lo tenían por divertido juego. Pero en una de estas fiestas el ratoncillo no acudió a mi silbo, corrí todo el palacio sorprendido, y estaba mismo silbándole en el salón del trono, cuando me llegó aviso de que lo vieran en el jardín. Salí a silbarle al medio de los tulipanes, y lo vi salir por puertas, y silbándole crucé los estrechos y la Grecia, y como venían correos que lo vieran en Mostar y en Salzburgo, seguí camino y entré a Roma, que lo habían visto pasar el Tíber por la puente donde está el castillo del Papa, Yo mismo lo vi en Florencia, en la plaza, y aún me hizo una gracia por debajo del rábico, y siguiéndole atravesó Francia y España, y por noticias de unos peregrinos que lo vieran en un queso en Villalón de Campos supe que venía a Compostela, y ayer fue mi grande gozo volverlo a ver comiendo una castaña al arrimo de un árbol en la orilla de vuestro río, y estaba el pobre flaco y sin el lustre aquel que daba a su pelo la pomada de leche de Armenia de mi princesita, y le silbé otra vez la tonada de nuestro juego, que ya, acordándome del dolor de mi lejana señora -de la que, ¿por qué no decirlo?, hasta andaba yo algo enamorado-, en vez de alegre fiesta me sonaba a responso funeral; y el ratoncillo me oyó y se me acercaba como en otros tiempos, jugando, y en el juego pegó un brinco, resbaló y cayó al río, y el remolino que hay junto a aquellos sauces se lo tragó. Ahora hago promesa de quedarme aquí, en vuestra santa casa, por criado de vuestro abad, y voy a escribirle una carta al Basileo diciéndole la desgracia, y cómo no me atrevo a volver a ver más los ojos llorando de mi señora doña Macarea. ¿Y cómo decís que se llama, para ponerlo en la carta, el río donde ahogó el ratón?
– El río -dijo el padre abad-, que aquí mismo al lado nace, le llamamos Miño, y esta parte del mundo cristiano es Galicia, a dos manos sobre el camino de Santiago.
El enanillo se secó una lágrima, y se volvió a su escondite, que era la capucha del mitrado, a sosegar su pena.
– Este señor enano -dijo un mozalbete que allí estaba muy atento a la historia del ratón y el enano, tanto que dejó enfriar en el plato una torreznada con huevos- peregrinó a Santiago Apóstol sin saberlo, y tengo para mí que las más de las leguas las anduvo por el amor que confesó a esa infanta lejana de los ojos azules, Macarea llamada. Pero yo peregrino a sabiendas desde Aviñón de los Papas, y por pedir al Patrón que me deje, siquiera una vez en esta ribera de la vida, volver a contemplar el pálido rostro de otra princesa, tan lejana y tan hermosa. Esta mi señora se llama Anglor y vive en un río.
El mocete, que andaría por los dieciocho años, era muy gentil de talle y espigado, moreno con el soleo del largo viaje peregrino, y el cabello cortado sobre la frente a la manera de los donados de San Pablo, como llaman "perrera de expósito". Vestía a la provenzal, de vivos colores y ropón colorado muy holgado. La nariz le surtía del rostro aquilina y un algo en demasía grande, pero tenía mucha gracia en los ojos grises y en la boca franca y risueña. Dijo llamarse François, Pichegru por mal nombre.
– El amor las más de las veces está en un abrir y cerrar de ojos. El mío nació así, y en una noche de San Juan, precisamente en la del pasado año. Salí de los donados por paje de un señor canónigo de Aviñón, muy amigo de pasear por el puente tal noche como aquella viendo el animado y abigarrado concurso, y más que nada por oír tambores, que es música en la que los canónigos de Aviñón, como los de Tarascón, siempre fueron peritos. Yo iba dos pasos tras él, con la sombrilla plegada bajo el brazo, una "ombrella" italiana de seda verde, por si el río dejaba aquella noche florecer en las ondas los deshilados lirios de la niebla, que al señor canónigo concedía la niebla rodanesa la llamada fluxión concomitante, que es lo peor que en materia de mocos puede acontecerle a una nariz. Y no le extrañe a vuestra paternidad, ni sorprenda a vuestras mercedes, el floreo de mi lenguaje, que baste con decir que soy de nación provenzal y estoy dolorosamente enamorado… Se paró mi amo a ver las habilidades de un dálmata que jugaba con cajitas de fuego, cuando sintió el primer flujo de la niebla en el aire de la noche sanjuanina, y me ordenó que abriese la sombrilla, y al abrirla, de dentro de la seda cayó, como una rosa puede caer de un búcaro, una gentil doncella solamente vestida de su rubor, la larga cabellera dorada y una cinta de oro en el tobillo izquierdo. Pasmó todo el puente, dejó el dálmata apagarse las cajitas de fuego, y las gentes comenzaron a reír de mi amo el canónigo, viendo a la niña tan ataviada a su lado, y ya mi señor se encendía en iras y sentándose en las brasas de la cólera comenzaba a hilvanar cánones boloñeses, todos con anatema contra los burladores de su corona, cuando la niña, a todo esto ya envuelta en la capa de un alguacil del mostacero mayor del Papa, que por casualidad pasaba por allí, pidió silencio y dijo:
– ¡No burléis! Hace un año que vine por jugar en la niebla, y me oculté en la sombrilla del señor canónigo por ver qué tal me sentaba la seda verde napolitana, justamente cuando su paje la cerraba, y en ella quedé prisionera, y tuve que esperar a este año para volver a mi libertad y a mi natural forma, que sólo tengo la noche de San Juan, que todos los otros días soy agua que pasa bajo el puente de Aviñón. ¡Ved todos a Anglor, la princesa del río!
Esto dijo, y dejando caer la capa del alguacil, por el aire con la niebla se volvió a las sombras y a las aguas, y al irse me dejó enamorado… ¡Ay de mí! A escondidas anduve oliendo la "ombrella" que quedó perfumada de jazmín y agua rosa de Genova, y en papeles de colores escribiendo canciones que echaba al río por si podían leerlas las ondas que pasan, y que son parte feliz y espumosa de su cuerpo, y aun alguna vez me pareció oír, en los árboles de la ribera, en el murmullo del Ródano sereno, palabras de mis trovas.
Calló el paje para sonarse con un gran pañuelo amarillo, de los que dicen de dos hierbas, y tengo para mí que más que sonarse lo que hizo fue enjugar dos lágrimas. Y con voz velada por la emoción, prosiguió:
– Me pasaba los días en el puente y en las orillas del río, descuidando el chocolate de mi amo, y me olvidaba de sacarle brillo a las hebillas de plata, poner a refrescar el vino, engrasar la escopeta, y todas mis obligaciones quedaban para mañana. ¡Y Anglor no volvió el San Juan de hogaño! ¡Quizás Anglor no vuelva nunca! Y por temor de que tan triste cosa suceda, ¡no volver a verla!, peregrino a Compostela, y de camino me distraigo enseñándole a este mirlo una tonada dolorida que compuse en Sahagún, en la posada aquella, y cuando el mirlo la tenga bien sabida lo soltaré, para que sea maestro de otros mirlos y todos ellos la canten, parleruelos. Y así sabrá todo el mundo cómo ama y amará siempre a Anglor, la princesa del río, el paje Francois, más conocido por Pichegru en la antigua ciudad de Aviñón en Provenza, la del hermoso puente.
Se levantó de su banqueta el paje y salióse del hospital a dar un paseo por el camino, y el mirlo amaestrado al verle marchar puso por solfa en el aire aquel cantar enamorado que Pichegru le estaba enseñando y que era, en verdad, una tonada dolorida.
– Bien se ve -dijo un sastre de Zamora que también peregrinaba-, que anda el hombrecillo en amores, que de otro modo no dejase en el plato la torreznada con huevos.
Aún me parece estar en aquella anochecida en Termar, y ver cómo bajo la llovizna pasea el paje Pichegru, con la cabeza inclinada y el viento revolándole el holgado ropón colorado.
De la mesa donde los peregrinos comían en Termar se contaba que tenia una mancha de sangre que nadie pudo nunca lavar ni borrar, y que aun cepillando la madera no se iba, que había colado la mancha de sangre fresca todo el grueso del tablón de cerezo, y esto se lo oí yo al carpintero que vino a Miranda a hacer la escalera nueva del desván y pisar el desván trasero, señor Felpeto llamado, muy considerado de mi amo don Merlín, que el tal señor Felpeto fue carpintero muy famoso y el que le hizo un triciclo de madera de roble a aquel obispo de Mondoñedo que se firmaba don López Borricón, y que cuando la primera carlista dejó la mitra por irse a las Provincias a oír los cañones del rey legítimo, y el tal obispo corría las carreras de la huerta episcopal en el artificio, y llevaba de pie en el eje de las ruedas traseras a un monaguillo tocando un pito, para avisar a sobrinos, fámulos y familiares que se apartasen, que venía Su Ilustrísima poco menos que volando. Siempre hubo opiniones discordes en lo que toca a aquella mancha de sangre. Muchos sostenían que debía de ser la señal que dejó un inocente de Belén peregrinando a Santiago, y que señal semejante había dejado otro inocente en la Gran Cartuja, y aun otro en Falermo, en una casa de San Francisco, y este inocente, amén de la mesa a la que lo sentaron, manchó de sangre el pan que comió y el vaso en que bebió. Otros apuntaban que quizás hubiesen asesinado allí, en una noche oscura, a un peregrino desconocido, y que convenía avisar a Lugo para que se hiciesen pesquisas. No faltó quien sacase a cuento las señales que dejaba el Judío Errante, ni quien se diese por avisado y atestiguase ser cierto que desde que hacían vino en el país catalanes y maragatos aquellas manchas eran corrientes en las mesas de las tabernas y posadas. Pero la verdad es que era sangre, sangre humana, y ésta es la historia de ella, y me la contó el ex claustrado de Goás, don Ernestíno Tejada, una vez que pasó por Pacios camino de Lugo, siendo yo allí barquero, a llevarle a un magistrado de su misma nación riojana un obsequio de pollas en vinagre. ¡Siempre andaba aquel predicador de arriba para abajo con la fiesta de sus guindillas!
Hubo un año en Francia, que fue el de mil y quinientos y setenta y dos, y aseguro que fue éste del Señor porque lo tengo en una entrega de la "Defensa del crimen del Ravellaco", y fue el crimen que el tal Ravellaco cosió a puñaladas a un rey cristianísimo, dicen unos que por enmendarlo del puterío, y los más concuerdan en que lo encontraba hereje y desasistía la Santa Iglesia; digo que en este año de mil y quinientos y setenta y dos, en la marina de las Asturias de Oviedo, por donde cae el Navia, finándose el mes de agosto, unos marineros de Luarca encontraron una barca al garete, en la que agonizaba un hombre malherido; era un joven caballero de la nobleza del país de Médoc, hugonote fanático, huido de la matanza que una doña Catalina de los Médicos, que reinaba en Francia, mandó hacer la noche de San Bartolo contra los filiales de la Protesta. Lo llevaron a la casona de Riol, cuyo jardín baja hasta las peñas de la mar, y en ella murió a las dos horas, fiel a su secta, clamando venganza y maldiciendo a doña Catalina. Y tan empecinado estaba el hugonote, tal era la hiel de su ira y tanto su faccioso ánimo, que no pareció hallar en la muerte reposo, pues cada año la víspera de San Bartolomé aparece en el gran salón de la casona, se acerca al balcón y apoyando la diestra en uno de los cristales, deja en él sangrienta huella; junto al balcón el caballero desaparece, pero la sangre fresca y caliente moja el vidrio… Y así cada año hasta aquel en que se hospedó en Riol un clérigo francés que venía a Compostela y traía cartas de los Gastón de Isaba de Francia para sus parientes de Óseos, los señores Ibáñez de la loza de Sargadelos. Le entró al gálico tonsurado compasión por su aquel casi vecino de castillo y viña, el hugonote, y la pena que cumplía por su herética soberbia, y a mientes le vino ofrecer el protestante al señor Santiago por peregrino, y se pasó los días que faltaban hasta el San Bartolo imaginando cómo hacer el ofrecimiento y no veía cómo poder llevarse el fantasma, que al fin era vagante sombra, a Compostela, y pensando, pensando, se le ocurrió recoger en una ampolla de cristal de Murano, que llevaba con espíritu de menta piperita, que es tan sutil y tan gracioso para la cargazón de cabeza, la sangre que el hugonote dejaba en el cristal, y que según testigos, a veces era bastante para llenar una copita de las de anisete; comparecería el clérigo con la sangre en Santiago, y pediría al Apóstol perdón para el contumaz. Tal pensó y tal hizo el señor abad, que se llamaba Laffite, y era gordo y campesino, parco en latines, muy cerrado de barba y en nada parecido a los abates franceses de las novelas que leían el enano y las condesitas de Belvís. Este pére Laffite era de una calidad más antigua y rural, clérigo cazador y vinatero, y sobresalía en cebar pavipollos para Pascuas, y era muy buscado en la Guyena para predicar el sermón del Desenclavo; hay que añadir que era hombre piadoso y risueño, muy limosnero, y de niño, viniendo de Vic-Fesenzac de ver correr los toros embolados, invitado por una tía carnal, había tenido una visión de San Miguel Arcángel.
La víspera de San Bartolo, el señor reverendo Laffite se arrodilló cerca del balcón esperando la aparición del hugonote, que fue tan puntual como las doce en el reloj ingles, y tal como lo hallaron los marineros en la barca de la huida vestía, y él rostro se lo envolvía una como niebla fosforescente. Se acercó al balcón, y como solía apoyó la mano diestra en el cristal, y pareció que oteaba en la noche y escuchaba el balbor del mar, y en un repente aquella encendida niebla lo envolvió todo, antes de que se perdiese en la sombra. Levantóse raudo el cura y con hilas recogió la sangre y le ayudaba el señor de Riol con una cucharilla, y mediaron la ampolla de Murano, y vieron que la sangre no cuajaba y se mantenía viva y fresca. Al siguiente día pére Laffite emprendió viaje, y tras echar un par de siestas en Lorenzana, donde fue muy obsequiado por los frailes benitos, vino en su mula poitevina -que son las de esta casta pacíficas bestias y sensatas, siendo el garañón del Poitou linfático
de temperamento y algo remiso en cubrir yeguas, por lo que, llegado el caso, hay que alegrarlo con cancioncillas- a hacer posada en Termar.
Estaba entonces, y por razones de política, acogido al cobijo de Meira un tal salmantino llamado don Jovito Bejarano, que había sido guerrillero con don Julián el Charro, y tenía un hermano bernardo profeso, y acostumbraba ir de tertulia a Termar, por si pasaba algún peregrino o simple viajero, que entonces, a la verdad, no eran muchos, por el desasosiego del tiempo. De paso, con aquel su montar charriano, reventaba las yeguas de la abadía, con gran enojo del lego de cuadras, el que después fue mayoral de la diligencia de Curtís, betanceiro él, por mal nombre señor Témporas. Estaba don Jovito en Termar cuando llegó el reverendo francés, y se convidaron ambos, y el clérigo explicó al guerrillero la revolución de Francia y las aventuras de don Napoleón, y se encontraron de la misma católica política, y refrescaron este acuerdo con una jarrilla de vino chantadino, y el cura contó cómo llevaba la sangre del hugonote en la ampolla y su intención de pedir el favor de Santiago para aquella alma en pena. Pidió ver la ampolla don Jovito y con gusto se la mostró pére Laffite, haciéndole notar cómo iba fresca la sangre y suelta, y teniendo la ampolla en la mano, el guerrillero salmantino dijo:
– Este no debe ser milagro de hugonotería, sino virtud de la fiel espada católica que cató en su tiempo el pellejo protestante, entrando en él como venencia en bota de vino. Me gustaría haber estado en ese Médoc que decís con mi fusil, a ver si se me escapaba ese mayorazgo galicoso.
Y decir tal cosa don Jovito, y encenderse fuego en la ampolla y estallarle en la mano el vidrio de Murano, todo fue uno. El salmantino se puso pálido, y se quedó mirando la sangre caída en la mesa, que todavía parecía llama y quemaba la madera.
– |Vaya mala leche! -exclamó don Jovito recobrándose un algo.
Pére Laffite se había arrodillado y rezaba, entornando los ojos, por el alma del hereje inveterado.
Siempre le oí hablar a mi señor amo Merlín con mucho respeto de la antigua ciudad de Braga, de donde era nativo, y en ella tenía rico aposento en un palacio de la rúa que llaman dos Confidentes un gentil caballero portugués, de fina nobleza y muchos posibles, don Esmeraldino da Cámara Mello de Limia, vizconde de Ribeirinha. Fue este don Esmeraldino vizconde, por lo que de él oí contar a un su criado de librea y escopetero, el hombre más hermoso de Portugal en su tiempo, muy lucido de lunares y con una mirada tan triste en los grandes y negros ojos, que parecía, dicen, que cuando demoradamente os miraba era como si una niebla de oscuras caricias saliese, para envolveros, por entre la aleteante seda de las largas pestañas. Con sólo esta mirada despertaba grandes amores, pero
todavía le ayudaba el que era pequeño y muy gracioso de maneras, convidador y en regalos de mérito la voluntad muy fácil; traía a Braga las modas de París, tanto de vestir y chalecos como de baile, tanto de peinar como de juegos, y aun ponía palabras de moda cuando de Francia venía, como sentimental, bombón, nenúfar, y "la merde latine" y "le doré aux cochons", frases estas últimas para aludir a los clérigos y al arzobispo, respectivamente, y que muy vivas se me quedaron, quizá porque me animaban a ello los revuelos liberales de aquellos días insurrectos… Pero todas las delicadezas y atractivos que envasaba aquel cuerpo fidalgo sólo le servían a don Esmeraldino para contrarrestar el sexto mandamiento, en lo que estaba siempre activo y puntual, y para no perder la cuenta de las hazañas mandó clavar en la puerta de su palacio un hierro rizado, y colgó en él una tablilla de caoba en la que iba marcando los triunfos de Venus, haciendo él mismo con una navajita la señal de un aspa. Esto gustaba a los bracarenses, que en seguida se ponían a seguirle los pasos al vizconde, a discutir acerca de quién sería la dama caída, qué regalo le puso la zancadilla o si fue amor, y todos aseguraban oír serenatas secretas, y todo Braga se llenó de falsos testimonios fácilmente levantados, de doncellas deshonradas y de maridos cornudos cabalmente asentados en ellos, tal que mejor no lo hiciera escribano de número en papel sellado.
Estaba el vizconde de Ribeirinha muy feliz en su trato y boato, encumbrado por amoroso en todo Portugal, cuando vino a Braga una compañía italiana de ópera, y el mayor adorno que traía era una tal primadonna signorina Carla, rubia, desvestida y trinadora. Ya en la primera función se hizo presentar don Esmeraldino, quien tenia platea con repostero en el teatro, y aconteció que la cantante Carla era muy aficionada a las joyas. Don Esmeraldino puso a trabajar para él a todos los joyeros de Portugal tal que signorina Carla pudo estrenar cada día un escaparate. La llevaba y traía el vizconde en su carroza, de la Fonda Suiza al teatro y del teatro a la fonda, y aun mandó forrar de verde el coche, que verdes eran los ojos de la Carla y verde su color favorito; hubo guitarradas bajo los balcones de la tiple, meriendas en los jardines del vizconde y otras muchas finezas y obsequios. Y Braga entera no dormía, yendo y viniendo a consultar la tabla de caoba, por si estaba en ella el aspa venérea ya labrada, y aún hoy se asegura, cuando este paso se cuenta, que iba a excuso el pincerna de la Catedral a averiguar si tuviera buen fin la amorosa batalla, por pasarle aviso al canónigo penitenciario, quien estaba preparando un sermón de tabla contra el nuevo Tenorio. Y cantó por última vez la compañía italiana en el teatro de Braga la función que llaman "El solicitante de amor" y se facturó para Oporto, y acudió don Esmeraldino a despedir a la signorina Carla con besamanos y el regalo de un abanico envarillado de oro con amorcillos labrados, y estuvo el caballero en medio de la rúa diciéndole adiós con un pañuelo hasta que la diligencia dobló por el Atrio de la Canela. Seguido de sus amigos regresó lentamente y con alegre conversa don Esmeraldino a su palacio, se despidió de su séquito en la acera, y estaba media ciudad de Braga curiosa en la rúa dos Confidentes, y antes de subir a sus cámaras, el señor vizconde de Ribeirinha dándole el bastón a un criado, del bolsillo del chaleco verde, verde como los ojos de Carla cantora, sacó la navajita y grabó en la tabla de caoba un aspa más retorneada y grande que de costumbre. Y la concurrencia aplaudió como en el teatro.
Se corrió por todo Portugal la novedad, y era en toda parte alabada la cortesía lusitana de don Esmeraldino, quien esperó a que la Carla se fuese para propalar que había habido lo que el señor juez de Abadín llamaba retracto de colindantes. Y reunido en sesión el Estamento Noble se acordó hacer homenaje a tanta cortés caballería, digna de tiempo más antiguo, y fue una diputación de Lisboa a Braga, presidida por un marqués que en Évora, entre andaluzas y portuguesas, tallaba casi lo que don Esmeraldino en Braga, y aunque la vieja señoría de Braga no quiso, por no alarmar, asistir al homenaje, estaban los populares de fiesta por rúas y plazas. Y aconteció que don Esmeraldino obsequió a los pares con un refresco, y aplaudía el pueblo en la calle, y acordaron los titulados salir al balcón a agradecer los vivas, y don Esmeraldino estaba pálido con la emoción, y el marqués de Évora, pareciéndole que era justo ceder el paso ante el vizconde, quitándose la chistera de tres hebillas gritó:
– ¡Por Braga dos veces primada! ¡Aquí está el gallo de Portugal!
Y en aquel mismo instante don Esmeraldino se puso rojo, azul, amarillo, rompió como cohete, y se convirtió en gallo: en un gallo muy hermoso y logrado de cresta y rabilargo, que voló de un balcón a otro y terminó posándose en el hierro donde, como anuncio de mesón inglés, colgaba la tabla en que estaban las aspas mil, de las amorosas lides índice completo. Pasmó el Estamento Noble, gritaron y corrieron los populares, se desmayaron las mujeres, un franciscano clamó que era justo castigo a tanta fantasía y tanto pecado, y un sobrino de don Esmeraldino tuyo arte para sujetar el gallo y enjaularlo. El penitenciario adelantó un mes el sermón para poner muy aparente el pago que aguarda a los fanáticos del libre fornicio, y puede decirse, me aseguraba el criado de librea y escopetero de don Esmeraldino, que Portugal quedó triste, escasearon las serenatas, y amustiáronse las mujeres. Baste decir que sólo en Braga tuvieron que cerrar dos perfumerías.
Puesto don Esmeraldino en una jaula muy pintada, vinieron médicos a verlo, el exorcista de Viseu también vino, y no hubo consulta que no se hiciese, y el único que pareció acertar en algo fue el sastre de Quintadinha, que es gran componedor de huesos, y que dispuso que para mantener al gallo vivo y alegre mientras se celebraban las opiniones, se pusiese a don Esmeraldino en una jaula más grande y se colgase en ella, como balancín, la tabla de caoba con las aspas. Tenía don Esmeraldino un primo Jerónimo, en el severo convento que estos penitentes disfrutan en Lisboa, y era hombre de muchas lecturas, y foliando un tomo antiguo leyó en él que dos casos se tenían ya dados de verse ave quien fuera hombre, y qué quedaba el remedio de la peregrinación a Santiago, donde era notorio que aquéllos emplumados de antaño volvieron a la natural forma. Acordó la familia ofrecer don Esmeraldino al Apóstol, y así fue como un día aparecieron en Termar el señor Jerónimo en su mula, el criado de librea y escopetero en un alazán muy nervioso, y en una litera la jaula, y aún venían, amén de los pajes de litera, dos criados de repuesto, y para dar testimonio de lo acontecido en la peregrinación venía el don Fiscal Eclesiástico de Braga por escribano puesto: nunca vi hombre tan alto en mula tan pequeña, tal que mientras la cabalgaba podía jugar a la pelota con las piedras del camino.
Se reunió en Termar media compañía de bernardos de Meira y toda la de los caseros y criados por ver el gallo don Esmeraldino, que era una hermosura de cantaclaro, brillante y variopinto de pluma, las más de ellas de un dorado viejo soleado, rico en espolones, la cresta sanguínea de las cinco puntas levantada, y el canto lo tenía fácil y continuo.
Y del techo de la jaula colgaba, como columpio, la tabla de caoba con las aspas, y los más jóvenes de los monjes se pusieron a contarlas y el gallo las numeraba con ellos a quiquiriquí lanzado. Uno de los pajes se puso a mudarle el agua y a servirle un huevo rallado, y levantó la trampilla más de la cuenta, lo que el gallo aprovechó, y no se vieron flechas más súbitas ni en la batalla de Solferino, para salirse de los mimbres pintados, volar a la viga del comedor, saltar de ella al lomo de la mula de don Fiscal, y de la mula a buscar campo. Todos los presentes corríamos a la caza del gallo, levantando los monjes las sayas, un lego haciendo los cacareos de la gallina, el Jerónimo rezando, don Fiscal dándose aire con el sombrero hongo, y los caseros, criados y yo, riendo la aventura y sorpresas de tanta novedad. El gallo tomó la vía de la abadía de Meira, voló las bardas del corral viejo, y cuando se dio con él, estaba entre las gallinas por galán, más soldanero que el turco de Constantinopla en su harem, y si fuera posible que un gallo tuviese navajilla en chaleco y supiese hacer aspas de Borgoña en tabla de caoba, estaría don Esmeraldino al trabajo, no se le escurriese de la memoria el número…
Cazado el gallo, volvió a su jaula, y siguió la procesión del encanto a Compostela, y las noticias que se tuvieron en Meira y en Termar, fue que en Mellid le entró un catarro a don Esmeraldino y le salieron dos lobanillos como cebollas de Verín en el papo, dispensando, y se le puso fiebre sabatina, que lo consumió en una fonda en Santiago, donde dio el alma. Dicen los más que lo enterraron allí mismo, con la tabla de caoba por asiento. Y hay ahora en Meira y en la Azumara una casta de gallinas doradas, muy ponedoras y también buenas para pepitoria, que dieron en llamar portuguesas, y son, a lo que parece, el fruto de la breve hora de don Esmeraldino en el corral viejo de la Siempre Ilustre Abadía de Santa María la Real de Meira. ¡Mucho le hubiese gustado a mi don Merlín encontrarse por maestro en este caso!