Segunda Parte

París (1968)

Moi qui ai connu Rimbaud, je sais qu'il se foutait pas mal si A était rouge ou vert. Il le voyait comme ça, mais c'est tout.

Verlaine a Pierre Louys


– ¿Así que viviste en París durante un tiempo?

– Sí.

– ¿Cuándo fue eso?

En realidad no miento nunca, aunque durante un tiempo intenté hacerlo para evitar las preguntas subsiguientes. Para empezar, nunca mencionaba el mes de mayo. Lo máximo que llegaba a decir era «a principios de verano».

– En mil novecientos… -fruncía el ceño para evidenciar mi mala memoria y abría la boca como un pez explorando la superficie del agua-… debió de ser hacia el sesenta y ocho.

Lo del año cada vez impresiona menos y ya no creo estarle tomando el pelo a la gente cuando confundo las fechas.

– Oh, al final de los sesenta. Sesenta y siete, sesenta y ocho, por ahí.

Durante unos años, sin embargo, tenía que salir al paso de diversas réplicas.

– Ah, sí, cuando aquellas terribles… -empezaban los amigos de mis padres, imaginándome en una barricada y llenándome los bolsillos de piedras.

– ¿Viste algo de… -solían reaccionar, con esas medias tintas como si estuviéramos hablando de alguna película o de amigos comunes.

Y estaban, en tercer lugar, los que daban un giro indiferente a la conversación; esos eran los que más incómodo me hacían sentir.

– Ah -(un movimiento en la silla, un golpecito en la pipa o cualquier otro gesto social conciliador)-, «les événements».

No habría sido tan grave si hubiera sido una pregunta. Pero siempre era un planteo. Se producía entonces la correspondiente pausa reflexiva sólo turbada, por decirlo de alguna manera, por el crujido de una chaqueta de cuero recién comprada. Y si caía en el error de no romper el silencio, me concedían otra oportunidad (dignándose a asumir que padecía neurosis de guerra).

– Conocí a un individuo que estuvo allí en esa época…

O bien:

– Lo que nunca he tenido muy claro es…

O bien:

– Pero, vaya, que…

La cuestión es… pues, que yo estuve allí todo el mes de mayo, entre el incendio de la Bolsa, la ocupación del Odeón, el encierro de Billancourt, el rumor de los tanques que de noche volvían rugiendo desde Alemania. Pero lo cierto es que no vi nada. Honestamente, ni siquiera puedo recordar una columnita de humo en el cielo. ¿Dónde pusieron todas sus pintadas? Desde luego, no donde yo vivía. Tampoco puedo recordar los titulares de los periódicos de la época. Supongo que los diarios continuaron publicándose como siempre; de lo contrario, me acordaría. Luis XVI (si me perdonáis la comparación) salió de caza el día de la toma de la Bastilla, volvió y esa tarde escribió en su diario la palabra «Rien». Yo volví a casa y durante semanas enteras escribí: «Annick». No sólo eso, por supuesto: después de su nombre escribía largos párrafos de goce desaforado, irónica autocomplacencia y fingido abatimiento. ¿Cabían en este diario palpitante y alborozado «nítidas viñetas describiendo la lucha» o pesadas reflexiones políticas? No he conservado el diario, pero no creo que cupiesen.

Recientemente, Toni me enseñó una carta que le escribí desde París y que contenía un raro comentario sobre la crisis. Por lo visto explicaba los desórdenes diciendo que los estudiantes eran demasiado estúpidos para entender lo que les explicaban en clase, se frustraban mentalmente y, a falta de posibilidades para hacer deporte, se dedicaban a luchar contra la policía antidisturbios. «Tendrías que ver una fotografía extraordinaria», le escribía, «de un grupo de policías cargando contra un estudiante y lanzándolo al río. El estudiante se está volviendo hacia la cámara. La foto tiene un aire a lo Lartigue. Al menos, hizo un poco de ejercicio. Mens sana in corpore sano».

Cuando cree que me vuelvo autocomplaciente, cosa que sucede a menudo, Toni me recuerda todavía frases de esa carta. Se ve que el estudiante en cuestión se ahogó -o al menos eso dijeron algunos-, pero, aunque fuese verdad, yo entonces no estaba como para enterarme de esas cosas ¿no es así? Toni, con bastante razón, es ligeramente mordaz en lo que se refiere a la totalidad de mis experiencias parisinas.

– Joder, es decididamente típico. La única vez en tu vida que has estado a tiempo en el lugar preciso y ¿qué haces? Te encierras en un ático para meterle mano a una chavala. Casi me convence de que existe un orden cósmico, tan coherente es. Supongo que durante aquella escaramuza que hubo entre mil novecientos catorce y mil novecientos dieciocho habrías estado reparando la bicicleta. O examinándote de la reválida durante lo de Suez. (Lo digo casi en serio). ¿Y qué hacías durante las guerras troyanas?

– Estaba en el lavabo.

1. Karezza

A los veintiuno, solía decir que creía en la postergación del placer. En general, no me entendían. La palabra era postergación y no rechazo, represión, abandono ni ninguno de los otros términos en que aquello se traducía automáticamente. Ahora ya no estoy tan seguro, aunque sí creo en la equilibrada y delicada entrada del individuo en la experiencia. No es preceptivo, pero sí de sentido común. ¿Cuántos chicos de veintiún años, se consumen hoy conscientemente o, lo que es peor, les parece «chic» el hecho de creérselo? ¿Acaso toda la estructura de la experiencia no está construida a base de contrastes?

Lo que quiero decir es que cuando llegué a París, con casi dos décadas de educación a mis espaldas, más una embelesada lectura de los clásicos de la pasión – Racine, Marivaux, Lacios eran guías absolutamente fiables para mí-, yo era todavía virgen. Por favor, no hay que deducir inmediatamente todas esas conclusiones (puritanismo que acecha tras una apariencia de sabiduría mundana; miedo al sexo disfrazado de austeridad; celos camuflados de los chicos de hoy) porque ya las conozco. El hecho de que los actuales adolescentes vayan por ahí follando antes de que les hayan descendido por completo los testículos, no me preocupa en absoluto. De verdad que no. Por lo menos, no demasiado.

– Quizá no te gusta el sexo -me diría Toni, después de que lo que llamábamos el Objetivo Común lo llevara a unirse a la Gran Tradición-. Ya es hora de que lo reconsideres, muchacho.

– Sé que me gusta. Por eso puedo privarme de él.

Me gustaba este argumento.

– No puedes decir que sabes que te gusta. Quieres decir que crees que te gustaría.

– De acuerdo -si él quería decirlo así-. En todo caso, De Rougemont dice que la pasión florece con los obstáculos.

– Eso no quiere decir que tengas que ponértelos tú mismo. Un artista del Hazlo Tú Mismo. ¿Por qué no quieres meterte y echar raíces? La polla en la olla. No sé, yo quiero echar raíces con todas.

Toni soltó unos cuantos gruñidos nasales y retumbantes como los de un cerdo.

– No puedo pensar en una mujer con quien no quiera follar. Piensa en todos esos conejitos por ahí sueltos, Chris. Todos esos recovecos húmedos. Tú no eres precisamente un mariquita. Aunque también es verdad que no pareces tener la tremenda urgencia que a mí me domina. -(Tengo que admitir que Toni parecía mayor que yo y estaba más ávido)-. Pero creo que la mayoría de las mujeres, si les das la oportunidad, se lanzarían sobre ti como un enjambre. Bueno, descuenta a las que tienen más de setenta, no, de cincuenta, y a las de menos de quince; a las monjas; a las que tienen prejuicios religiosos; a la mayoría de las recién casadas, aunque no todas; a unos cuantos millones que padecen mala nutrición, a quienes probablemente no querrías ni rozar; a tu madre, tu hermana, no, pensándolo mejor, la dejamos en un nunca se sabe; a tu abuela, más a June Ritchie y cualquiera que esté saliendo conmigo en ese momento… ¿y qué es lo que te queda? Cientos de millones de mujeres, de las cuales no todas van a negarse a descapullarte de una vez por todas. ¿Francesas, italianas, suecas -(ladeó la ceja)-, americanas, persas…? -(torció la cabeza) -. ¿Japonesas: el inescrutable yoni? ¿Malayas? ¿Criollas? ¿Esquimales? ¿Birmanas? -impaciente encogimiento de hombros-. ¿Pielrrojas? ¿Letonas? ¿Irlandesas? -luego, ya de mal humor-, ¿zulúes?

Se detuvo, como un tendero que ha desplegado ante ti sus mejores mercancías y sabe que con un poco de dedicación, encontrarás lo que buscas.

– No me imaginaba que te hicieras pajas sobre un mapamundi.

– Licenciado por el National Geographic.

– Bueno, ¿quién no?

– Pero tú también podrías serlo ya. -(Toni, como un eficiente controlador aéreo, estaba siempre al tanto de lo que llamaba mis «casi perdidas») [1] -. ¿Te acuerdas de la enfermera que te dijo que si eras bueno la próxima vez te daría bombones?

– Sí.

– ¿Y de aquella chica que no era ni judía ni católica y había visto películas X?

– Sí.

– ¿Y qué pasó con aquella mujer? Cuando trabajaste en correos unas navidades

– Podría haber perdido la prima.

– De eso se trata, tío, de no hacer el primo. Y Oxidada, joder con Oxidada…

Oxidada se llamaba en realidad Janet, pero Toni le puso un apodo más intencionado debido, creo, a su tendencia a americanizar el sexo; aunque oficialmente decía que si yo no me decidía a abalanzarme sobre ella (como él, y no yo, hubiera hecho), acabaría oxidándose

Al terminar el colegio, pasé un par de meses tonteando con Oxidada. Era la hija de un vecino abogado y cumplía todos nuestros requisitos A.C.T. (Aunque en su caso era más bien T.C.A. Tenía unas tetas enormes y era infeliz. Toni deducía, con lógica irrefutable, que era desdichada porque, tan pronto como sus tetas fueron más grandes que las de su madre, sus padres se lo habían hecho pasar muy mal. Así pues, había tenido sus Cuitas y, si se han tenido Cuitas, es imposible no tener Alma.) Janet y yo solíamos tirarnos por ahí al sol. Casi diría que para mí era un placer (aunque en el fondo sospechara que era un placer que siempre me resultaría ajeno. Mi alma, aterida, necesita interiores; lo mismo que un tallo de rubiarbo crece mejor en la caperuza invertida de una chimenea). Salíamos de paseo y nos reíamos de los jugadores de golf; intentábamos aprender a fumar; pensábamos en el Futuro con mayúscula. Le expliqué que yo pertenecía a la Generación de los Jóvenes Airados, y ella me preguntó si eso significaba que yo no pensaba buscar empleo. Le contesté que no lo sabía con certeza; no se podía predecir por dónde iba a estallar la Ira. Ella dijo que lo entendía.

Janet/Oxidada fue la primera chica con la que intercambié besos de una duración respetable. Es decir, la primera, con la que me di cuenta de que se podía respirar sólo por la nariz. Inicialmente, era como estar en el dentista: te pasabas el rato esperando que tu único y operativo conducto de aire no se atascase antes de levantarte de la butaca. Con todo, gradualmente, fui cogiendo confianza en mí mismo. Después se pareció más a bucear con tubo y gafas submarinas.

Yo buceaba muchísimo con Janet. Fue casi el amor de parte de mi vida.

– Fue casi el amor de parte de mi vida.

– Eso dijiste.

– ¿Suena bien todavía?

– Sí, está bien. Irónico, aunque algo frío; pero supongo que estaba más o menos bien. Entonces, ¿por qué no le metiste un buen gol a la pobre Oxidada?

– ¿Por qué todas tus metáforas son deportivas? Meter un gol, hacer diana, canasta, dejar K.O. ¿Por qué haces que suene tan competitivo?

– Porque lo es, lo es. Y si no vas con cuidado te vas a quedar atrás. Oxidada, lo digo en serio, Oxidada…

Puso una cara como de morirse de ganas de hacerlo y movió las manos en círculos como un cantante negro de los años veinte.

– ¿Te gustaba?

– ¿Gustarme? Si no hubiese sido por ti… le habría metido cinco golazos, tres jaques mate, dos estocadas, ocho fuera de juegos y batido el récord de maratón mientras tú seguías dándole vueltas al asunto.

– Salto de pértiga.

– Lanzamiento de jabalina.

– Tiro al hoyo.

Simuló hacer malabarismos con dos tetas gigantescas en sus palmas extendidas.

– Triple salto.

– ¿Y por qué no, Chris?

– Porque puedas no quiere decir que tengas que hacerlo.

– Si puedes, y quieres, entonces debes.

– Si lo haces tan sólo porque debes, entonces, realmente, no quieres.

– Si puedes y quieres y no lo haces, eres maricón.

– Era el hombre que había en Oxidada lo que yo amaba.

Oxidada/Janet y yo pasamos bastante tiempo sin desvestirnos el uno al otro. En parte por falta de oportunidades, aunque -como yo me decía a mí mismo constantemente- los ingeniosos y los desesperados siempre encuentran alguna mata con césped, algún asiento reclinable o algún portal poco seguro iluminado por los coches al pasar. Pero entonces, supongo, no estábamos desesperados, y nuestra mayor ingeniosidad consistía en hacer creer a nuestros padres que en realidad no nos importaba si nos dejaban solos o no. De esa forma, nos dejaban solos más a menudo.

A veces, sin embargo, nos abandonábamos a una traviesa, parcial, a medias gozosa búsqueda mutua. Poníamos al desnudo una pequeña parte del cuerpo del otro: la curva de un pecho, una franja de estómago, un hombro, un muslo. Después de las pocas veces en que nos desvestimos totalmente, nos quedaba siempre cierta sensación de decepción. Pero tal como comprendí más adelante, no se trataba del sentimiento de frustración por no haber hecho el amor. Era un sentimiento más vago: el de la insatisfacción del logro más que la del fracaso. Me preguntaba si el placer de luchar por algo no excedía el placer del logro, de la victoria, del orgasmo. Quizá el colmo de la satisfacción sexual era, entonces, la técnica hindú del karezza. Es, solía decirle a Toni desde el santuario de mi virginidad, sólo nuestra competitiva y desafiante sociedad la que nos dirige escandalosamente a alcanzar la meta.

2. Demandez nuts

Todavía no sé la importancia de todo lo que sigue.

París. 1968. Annick. Un precioso nombre bretón, ¿verdad? A propósito, se pronuncia con acento en la i, así que rima con pique[2], lo cual no es muy apropiado, al menos para empezar.

Fui a París en busca de documentación para la tesis que había comenzado, a fin de poder conseguir una beca e irme a París. Un orden de prioridades completamente normal entre los recién licenciados. Entonces, el afán de vagabundeo -con provecho o sin él- llevaba a mis amigos a la mayoría de las capitales europeas, tras haber manifestado un interés desorbitado por materias que sólo podían ser investigadas a fondo donde daba la casualidad que estaban los documentos pertinentes. En mi caso, se trataba de «La importancia e influencia de los estilos de representación británicos en el teatro de París desde 1789 a 1850». Siempre había que colar, al menos, una fecha importante (1789, 1848, 1914) en el título, porque así el tema parece más importante, y satisface la creencia general de que todo cambia con el estallido de una guerra. La verdad, como descubrí en seguida, es que las cosas cambian: por eso, inmediatamente después de 1789, los estilos teatrales británicos tuvieron muy poca importancia e influencia en los teatros parisinos, por la simple razón de que ningún profesional británico en su sano juicio hubiese arriesgado la piel para trabajar allí durante la Revolución. Supongo que hubiera debido imaginármelo. Pero a decir verdad, lo único que sabía sobre actores británicos en Francia cuando me inventé el tema de la tesis, se reducía a que Berlioz se enamoró de Harriet Smithson en 1827. Encima, según averigüé más tarde, ella era irlandesa. Pero yo sólo pedía dinero para vivir seis meses en París y los que manejaban el dinero no eran tan remilgados.

– Can-can, frou-frou, vin blanc, lencería francesa -fue el comentario de Toni cuando le dije que me iba a París.

El se iba a Marruecos para «desanglificarse», y ya se estaba tragando sin parar metros y metros de cintas de torturantes silbidos y gruñidos aberrantes.

– Kif. Hachís. Lawrence de Arabia. Dátiles -le dije yo, no sin advertir que no había conseguido dar el matiz correcto.

En realidad la cosa no era así. Ya había estado muchas veces en París antes de 1968, y no iba con ninguna de las ingenuas expectativas que Toni tanto se complacía en adjudicarme. Había agotado ya su faceta Paree [3] antes de los veinte años: los libros de bolsillo de tapas verdes de la Olympia Press, las pérdidas de tiempo en las terrazas de los cafés de los bulevares, los empujones entre tangas de cuero y bolsas en una parodia de antro de Montparnasse. Cuando era estudiante había agotado la ciudad-como-parte-de-la-historia, husmeando celebridades en Père Lachaise para volver a casa exultante después de hacer un descubrimiento inesperado: las catacumbas de Denfer-Rocherau, donde la historia post-revolucionaria y la melancolía personal pueden combinarse armoniosamente mientras se divaga entre bóvedas y zarandeados esqueletos, clasificados por huesos y no por cuerpos: pulcras hileras de fémures y sólidos cubos de cráneos aparecían repentinamente bajo la luz temblequeante de la vela. Por aquella época ya había incluso dejado de despreciar a mis exhaustos compatriotas, apiñados en los cafés de los aledaños de la Gare du Nord, levantando los dedos para indicar el número de Pernods que querían.

Escogí París porque era un lugar familiar donde podía, si quería, vivir solo. Conocía la ciudad; hablaba el idioma. No me preocupaban ni la comida ni el clima. París era demasiado grande como para verme amenazado por la hospitalidad de una colonia de emigrados ingleses. Tendría pocos estorbos para concentrarme en mí mismo.

Por mediación del amigo de un amigo, me prestaron un piso en Buttes-Chaumont (la ruidosa línea de metro 7-bis: Bolívar, Buttes-Chaumont, Botzaris). Era un estudio espacioso pero un poco decrépito, con un suelo de madera que crujía a cada paso y, en un rincón una máquina tragaperras, que funcionaba con una provisión de francos antiguos amontonados encima de un estante. En la cocina había un anaquel lleno de botellas de calvados casero que podía beberme, siempre y cuando repusiera cada botella con una de whisky (perdí dinero con el trato pero gané en color local).

Me instalé con mis pocas posesiones, le hice un poco la pelota a la portera, Mme. Huet, metida en su cuchitril lleno de plantas, gatos diarreicos y números atrasados de France Dimanche (me mantenía informado sobre cada nouvelle intervention chirurgicale à Windsor), me hice socio de la Bibliothèque Nationale (que no estaba demasiado cerca) y comencé a considerarme, por fin, un ser autónomo. El colegio, la familia, la universidad, los amigos… Cada uno, a su manera, brindaban un consenso de valores, ambiciones, formas aceptadas de fracaso. Se aceptaban pequeñeces, se reaccionaba contra pequeñeces, se reaccionaba contra la reacción ante las pequeñeces, y ese movimiento constante y pendular del proceso daba la ilusión de avanzar. Por fin tendría la oportunidad de aclarar las cosas. Me tomaría un respiro y las aclararía de verdad.

Quizá no de golpe. Llegar, sentarse y empezar, metódicamente, a replantearse la vida: ¿no sería eso lo mismo que sucumbir a una forma de pensar programada y burocrática que con tanto atrevimiento había desdeñado heroicamente? Así pues, durante las primeras semanas vagabundeé, sin preocupaciones ni remordimientos. Me tragué todo el ciclo de Howard Hawks, que siempre se ofrece en algún cine de París. Me senté, adrede, en algunos de los jardines y plazas menos célebres. Redescubrí esa sonrisa que se escapa al viajar en el metro en primera clase con un billete de segunda. Miré distraídamente un puñado de reportajes sobre las representaciones del Cato de Addison, durante la época de la Revolución (la obra era una de las favoritas de Marat). Hojeé algunos folletos de cómo llevar una Vida Artística en París. Pasé largos ratos en la librería Shakespeare & Company. Leí las memorias póstumas de Hemingway en París, que se rumoreaba habían sido escritas por su mujer («No hay duda, están tan mal escritas que deben de ser auténticas», me aseguró Toni).

Hice unos cuantos dibujos, bastante buenos, de acuerdo a lo que llamaba Principio Fortuito. La teoría era que todo es intrínsecamente interesante, que el arte no debería concentrarse únicamente en los temas más elevados (sé que antes algunas personas ya habían tomado ese camino). Así que se lleva encima la libreta de bocetos a todos lados, deteniéndose no por el interés oficial y heredado de lo que se ve, sino según un factor aleatorio que se decide ese mismo día, como recibir un empujón en la calle, ver dos bicicletas circulando a la misma altura u oler a café. Entonces, se queda uno clavado, mirando en dirección a donde se dirigía, y examina la primera cosa que aparece ante los ojos. Tenía ciertos resabios de la vieja teoría que Toni y yo llamamos el Callejeo Provechoso.

También pergeñé algún escrito. Afición por la que sentía un entusiasmo moderado. Ejercicios de memoria. Por ejemplo, describir al carnicero que vendía carne de caballo y de quien yo era cliente semanal (siempre -reconozco que a propósito- los viernes), pero a quien no miré nunca, de verdad, hasta que intenté describirlo y me di cuenta de cuántas cosas era incapaz de recordar. Otro ejercicio consistía en sentarme junto a la ventana y escribir simplemente lo que veía. Al día siguiente, comprobaba la selectividad de mi visión. Luego, unos cuantos ejercicios estilísticos, inspirados en Queneau, para aflojar la mano. Y montones de cartas, algunas (a mis padres) contando lo que no hacía, y las más largas, con frases más tajantes a Toni, contando lo que hacía.

Era una existencia muy agradable. Naturalmente, Toni (que sólo había aguantado tres semanas en África y ahora empezaba a trabajar dando clases a mayores de veinticinco años) me escribía para reprenderme por la irrealidad económica de esta existencia. Yo argumentaba en mis respuestas que la felicidad dependía necesariamente de la irrealidad de un aspecto de tu vida: que en un campo concreto (emocional, financiero, profesional) uno debía vivir más allá de sus posibilidades. ¿Acaso Toni y yo no lo habíamos dejado asentado así cuando íbamos al colegio?

El caballo apropiado

tu banca habrá reformado,

si no hay dinero contado

acabarás divorciado

Y entonces, cuando ya llevaba un mes en París, conocí a Annick. ¿No habría tenido esto que añadir mayor irrealidad, una vida más allá de todas las posibilidades, más felicidad? ¿Pero fue así? ¿Cómo era esa vieja regla matemática que aprendimos en el colegio? ¿Más y más da menos?

La conocí, siempre sonrío al recordarlo, como resultado de una de mis escasas visitas a la Bibliothèque Nationale. Llevaba casi una hora allí, hojeando unas cartas tempranas de Víctor Hugo para averiguar si tenía algo que decir sobre actores ingleses que estuvieran actuando cuando él trabajaba en el Cromwell (si alguien le interesa saberlo, decía y no decía… apenas un par de frases casuales). Agotado por el espectáculo de la masa de eruditos en acción, me largué pronto en pos de un vin blanc cassis que servían en un bar de la Rue de Richelieu y que, de ordinario, se disputaba mi asiduidad con la biblioteca. No era inapropiado: la atmósfera me recordaba muchísimo a la de la Bib. Nat. La misma atención, soporífera y sistemática para lo que se tenía delante; el apacible crujido de las hojas de periódico en vez del de las páginas del libro: los filosóficos asentimientos de cabeza; los dormilones profesionales. Sólo la cafetera mecánica, rugiendo como una máquina de vapor, insistía en recordarte dónde estabas.

Recorrí con la mirada los reconfortantes estereotipos visuales del lugar: en un marco, la ley contra la embriaguez pública; la barra de acero inoxidable; la carta que ofrecía la austera elección entre sandwichy croque; la pared de los espejos deformantes; el árbol asesinado convertido en sombrerero oculto detrás de la puerta; las polvorientas flores de plástico encima de una repisa alta. Esta vez, empero, mi vista tropezó de pronto con:

– ¡Mountolive!

Allí estaba, sobre la silla de mimbre de plástico de la mesa de al lado. La edición de Livre de Poche, con el punto lo bastante adelantado como para indicar, por lo menos, tenacidad y, probablemente, entusiasmo.

Ella se volvió al oírme. Yo pensé inmediatamente: «Dios, esto no lo hago con frecuencia», y mis ojos se desenfocaron, como si se disociaran por sí solos de mi voz. Tenía que decir algo.

– ¿Estás leyendo Mountolive? -logré exclamar en el patois local, y, el esfuerzo de esta modesta actividad mental, persuadió a mi vista para que volviera a su estado normal. Ella era…

– Como puedes ver.

(Rápido, rápido, piensa algo.)

– ¿Has leído los otros?

Era más bien morena y…

– He leído los dos primeros. Naturalmente aún no he leído Clea.

Claro que no, qué pregunta más estúpida. Su piel era algo amarillenta, pero sin tacha; por supuesto esto es normal, sólo las pieles muy pálidas…

– Oh, naturalmente. ¿Te gusta?

¿Por qué seguía preguntando estupideces tan obvias? Claro que le gustaba. Si no, no se hubiera leído dos libros y medio. Por qué no le explicaba que yo lo había leído, que adoraba El Cuarteto de Alejandría, que leía todo lo de Durrell que caía en mis manos, que incluso conocía a alguien que escribía poemas al estilo de Pursewarden.

– Sí, mucho, aunque no entiendo por qué el estilo de este es mucho más simple y convencional que el de los otros dos.

Iba vestida de gris y negro, aunque eso no la desfavorecía en absoluto, no, era elegante, los colores no se destacaban tanto como el conjunto…

– Estoy de acuerdo. Quiero decir que yo tampoco lo sé. Si quieres otro café, me llamo Christopher Lloyd.

¿Qué dirá? ¿Lleva anillo de compromiso? ¿Importa si dice que no? ¿Merci quiere decir sí gracias o no gracias? Mierda, no me acuerdo.

– Sí.

Ah. Un respiro, por fin. Un minuto o dos en la barra. No, no corras, Gaspard, o como te llames, sirve antes a todos los demás. Eh, seguro que hay un montón de gente en la terraza que necesita ser atendida antes que yo. No, la verdad, pensándolo bien, es mejor que me sirvas ahora, ella podría creer que soy de esas personas tan educadas que nunca consiguen una copa en los intermedios del teatro. Pero qué tomar, mejor que no pida lo mismo, son sólo las cinco y media. No puedo pasarme a licores más fuertes o va a pensar que soy un clocharden potencia, qué tal una cerveza, la verdad no me apetece, oh, bien, espero no parecer demasiado servil:

– Deux express, s'il vous plaît.

Mientras volvía con los cafés, me concentré en tratar de no derramarlos. A la vez, me concentré en no parecer concentrado. De acuerdo, ella estaba de espaldas a la barra, pero podía haber un espejo disimulado a su alcance; y, en cualquier caso, hay que tener estilo desde el principio: distante sin ser burgués, despreocupado pero sin pasarse. Uno de los cafés se derramó. Rápido, qué hago: ¿se lo doy a ella en nombre de la igualdad de sexos y veo cómo se lo toma, o me lo quedo yo en nombre de la caballerosidad y me arriesgo a que todo se venga abajo? Inmerso en estos malabarismos mentales me las arreglé para derramar el otro café.

– Perdón, estaban demasiado llenos.

– Es igual.

– ¿Azúcar?

– No, gracias. ¿No tomas lo mismo que antes?

– Hum, no. No quería que pensaras que soy un clo-clo.

Ella sonrió. Hasta yo sonreí. No hay nada como el argot para limar asperezas iniciales. Demuestra: (a) sentido del humor, (b) vivo interés por la adecuada jerga extranjera, (c) conocimiento de que una intimidad verbal amistosa puede lograrse con un inglés y que no va a ser necesario hablar con palabras altisonantes el resto del tiempo, sobre las Características Nacionales y le chapeau melon.

Charlamos, sonreímos, nos bebimos el café, lo pasamos medianamente bien juntos e hicimos algunos tanteos. Sugerí lo interesante que sería echarle una mirada a la traducción del Cuarteto para demostrar mi sutileza. Me preguntó cuánto tiempo me llevaría mi investigación en París y yo pensé «todavía no estamos casados, querida». Preguntas que no significan nada o significan mucho más de lo que parece. Estaba demasiado nervioso para saber si me gustaba de verdad o no; el aplomo y el nerviosismo se sucedían alternativamente, sin seguir un esquema racional. Por ejemplo, fue una chapucería preguntarle cómo se llamaba: la pregunta salió disparada, como si escupiese un trozo de comida, en un momento de la conversación que exigía una pregunta sobre la reputación de Graham Greene en Francia. En cambio el cuándo-podemos-volver-a-vernos me salió bastante bien, para decirlo con honestidad, evité tanto ser hauteurcomo, lo más probable y peligroso, rebajarme a mí mismo.

Conocí a Annick un martes, y quedamos en vernos en el mismo bar el viernes siguiente. Si ella no estaba allí (había algún problema que tenía que ver con un primo o una prima suyos; ¿por qué siempre tienen primos los franceses? Los ingleses no tienen tantos), yo le telefonearía al número que me había dado. Consideré no presentarme a la cita pero decidí finalmente que hablara el corazón, y me presenté como si tal cosa. Después de todo me había pasado tres días preguntándome cómo sería eso de estar casado con ella.

Lo cierto es que había pensado tanto en Annick que no podía recordar su rostro. Fue como ir poniendo capa tras capa de papier maché sobre un objeto y ver, gradualmente, cómo desaparece la forma original. Sólo faltaba que no fuera capaz de reconocer a la mujer con quien llevaba tres días casado. Un estudiante amigo mío, que compartía fantasías y nervios similares, ideó una vez un buen truco para superar esta dificultad: tenía unas gafas expresamente rotas para jugar con ellas, con mucha ostentación, mientras esperaba a la chica. Siempre funcionaba, decía él; y además, cuando más tarde confesaba la estratagema, lograba indefectiblemente una afectuosa reacción por parte de la chica. No hay que admitirlo demasiado pronto, por supuesto. Uno no debe comportarse, me dijo, con debilidad e incompetencia, siempre hay momentos mucho más seguros después, cuando necesitas mostrar dicha debilidad como una característica muy humana.

Sin embargo, como tenía la vista perfecta, no me era demasiado fácil utilizar este truco. Tenía que llegar allí temprano y recurrir a la pretensión de estar-absolutamente-absorto-en-el-libro. El día de nuestra cita, por la tarde, temblaba, dos de mis mejores uñas estaban hechas polvo y mi vejiga se había estado llenando todo el día con la misma velocidad que la cisterna de un wáter. Mi pelo estaba bien; tras muchas deliberaciones, decidí lo que me iba a poner; me cambié los calzoncillos (otra vez) después de una reinspección de última hora, y escogí el libro con el cual quería que me descubriera: los Contes Cruels de Villiers de l'Isle-Adam. Ya lo había leído, de modo que estaría bien preparado en caso de que resultara que ella también.

Todo esto puede sonar cínico y calculador, pero no me haría justicia. Se debía, como me gustaba pensar (quizá todavía lo pienso), al normal deseo de agradar. Era más una cuestión de cómo imaginaba que a ella le gustaría que yo apareciese, que de cómo me gustaría a mí aparecer ante ella.

– ¡Salut!

Di un respingo y aparté a Villiers. La sacudida y la emoción hicieron que mis ojos perdieran el enfoque. Eso solucionó el problema de reconocerla o no.

– ¡Oh, hum, salut!

Comencé a levantarme cuando ella empezaba a sentarse. Ambos nos quedamos inmovilizados, nos reímos y acabamos por sentarnos. De manera que ella era así. Sí, un poco más delgada de lo que recordaba y (cuando se quitó el impermeable) hum, sí, em, muy bien, no eran enormes pero eran… bueno, ¿reales? Sólo quedaban Alma y Cuitas. Tenía el pelo castaño oscuro, con raya al centro y le llegaba liso hasta los hombros, donde se curvaba hacia arriba. Los ojos eran bonitos, marrones y, supongo, de tamaño y forma normales, pero muy vivos. La nariz funcional. Gesticulaba muchísimo mientras hablábamos. Creo que lo que más me gustaba de ella eran las partes que se movían, sus manos, sus ojos. Cuando hablaba la mirabas tanto como la escuchabas.

Charlamos de las cosas más obvias: mi tesis, su trabajo en un archivo fotográfico, Durrell, cine, París. Es lo que se hace normalmente, a pesar de esas fantasías sobre lazos instantáneos de las mentes, el descubrimiento gozoso de asunciones compartidas. Estábamos de acuerdo en la ma¬yoría de las cosas; teníamos que estarlo, dada mi ansia co¬barde de quedar bien. No quiero decir que asintiera a todo lo que Annick decía; por ejemplo, no dejé de demostrar cierto desacuerdo con el sentido de humor de Bergman (sosteniendo gallardamente que carecía de él). Pero había decoro natural en nuestras investigaciones; lo único im¬portante que asumíamos ambos es que no íbamos a dis¬gustarnos el uno al otro.Después de un par de copas, se nos ocurrió ir al cine. En última instancia no se puede estar hablando eternamente y lo mejor es ofrecer, lo antes posible, una pequeña experiencia compartida. Nos decidimos pronto por la última de Bresson, Au Hasard, Balthazar. Con Bresson sabe uno dónde está (o al menos dónde se supone que está). Asperas, con una mentalidad independiente y rodadas en un blanco y negro intelectual; eso era lo que se decía de sus películas.

El cine estaba cerca, era de los que hacían descuento a los estudiantes incluso en la sesión de noche y había bastante gente con aspecto enrollado mirando los fotogramas que había afuera. Pasaron la habitual tanda de nefastos y grotescos comerciales, representando animales de especies imposibles de identificar. Durante mi anuncio favorito, el de la matrona que exige con voz estridente Demandez Nuts, me vi obligado a ahogar mi acostumbrada, despectiva, afectada y anglosajona risita. Ponderé la posibilidad de comparar los anuncios franceses con los ingleses, pero no di con una frase redonda, de modo que no me molesté en esperarla. Esa era otra de las ventajas que suponía ir al cine.

Al salir, dejé pasar el minuto de costumbre para superar la primera reacción de demasiado-impresionados-para-hablar, y luego:

– ¿Qué te ha parecido? -(Es lo primero que se dice).

– Muy triste. Y muy auténtica. La mar de…

– ¿Integra?

– Sí, eso es, íntegra. Honesta. Pero también con una gran dosis de humor. Un humor triste.

La integridad no puede fallar. Es una cosa digna de admiración. Bresson era tan íntegro que en una ocasión, cuando intentaba filmar el silencio de cierto bosque lúgubre, mandó por delante hombres armados con escopetas para matar a los pájaros, cuyo regocijo desentonaba en ese escenario. Le conté la anécdota a Annick y estuvimos de acuerdo en no saber cómo juzgarla. ¿Lo hizo porque pensó que era imposible simular un bosque sin pájaros con una cinta virgen por banda sonora? ¿O por un profundo y puritano sentido de la honestidad?

– Quizá no le gustan los pájaros -dije en plan de chiste, después de repetirme la frase mentalmente para poder soltarla como si tal cosa.

En este punto de una relación, cada risa vale el doble, cada sonrisa es una razón para felicitarse uno mismo.

Flaneamos (en el más amplio sentido del término) hasta un bar, nos tomamos un par de copas rápidas y la acompañé a la parada del autobús. Charlamos bastante rato y, durante los permitidos instantes de silencio, estuve dándole vueltas a cuestiones de etiqueta. Conseguimos traspasar la barrera del vous/tu casi sin notarlo, aunque era más una asunción de las convenciones entre estudiantes que otra cosa. Pero -me preguntaba- ¿y el primer beso? Y en todo caso, ¿podía llegar tan pronto? No tenía ni idea de las costumbres francesas, aunque sabía que no debía hacer preguntas: baiser, después de todo, también significa follar. Estaba totalmente despistado respecto a lo permitido o esperado. Toni y yo solíamos recitar:

Un beso a la vez primera,

puede ser tu perdición.

Un beso a la segunda,

no hay miedo de que no te cunda.

¡Pero un beso a la tercera…

sólo un subnormal espera!

Pero esto lo escribimos con la suficiencia que da la inexperiencia y, de todos modos, no debía tener validez más allá de nuestro país. Más tarde, me atuve, como es natural, a las costumbres locales. Aprovechar la asiduidad del apretón de manos. Dale tu manaza, aprieta la de ella más tiempo del necesario y entonces, con lentitud pero con una fuerza sensual irresistible, atráela gradualmente hacia ti, mirándola a los ojos como si te acabasen de regalar la primera edición secuestrada de Madame Bovary. Buena idea.

Llegó su autobús y adelanté una mano indecisa. Ella la asió con rapidez, me rozó la mejilla con los labios antes de que pudiese reaccionar, se liberó de mi flojo apretón, sacó el pase del autobús, gritó A bientôt y desapareció.

¡La había besado! ¡Eh, había besado a una francesa! ¡Yo le gustaba! Y, por si fuera poco, ni siquiera había tenido que pasarme semanas rondándola antes de saber algo de ella.

Me quedé mirando el autobús hasta que se marchó. Si hubiese sido uno de los antiguos, Annick se habría quedado de pie sobre la plataforma abierta, con una mano agarrada a la barandilla y la otra levantada, pálidamente iluminada por una farola solitaria haciendo un leve ademán de despedida. Podría haber sido una emigrante desbordada por las lágrimas en la popa de un barco a punto de zarpar. En realidad, las puertas neumáticas se cerraron tras ella con el ruido sordo de las gomas, y dejé de verla mientras el autobús rezongaba y se sacudía alejándose.

Anduve hasta el Palais Royal impresionado conmigo mismo. Me senté en un banco del patio y aspiré el aire cálido de la noche. Sentía que, de repente, todas las cosas encajaban. El pasado había quedado atrás. Yo era el presente, el arte estaba aquí, y la historia, y ahora la promesa de algo muy parecido al amor o al sexo. Cerca de aquí, en esa esquina, trabajó Moliere, al otro lado Cocteau, más allá Colette. Allí Blücher perdió seis millones jugando a la ruleta y se pasó el resto de su vida montando en cólera cada vez que oía la palabra París. Allí se abrió el primer café mécanique y allí, un poco más lejos, en una pequeña ferretería de la Galerie de Valois, Charlotte Corday compró el cuchillo con el que asesinó a Marat. Y aunándolo todo, digiriéndolo, haciéndolo mío, estaba yo, fundiendo todo el arte y la historia con lo que pronto, con suerte, llamaría la vida. La frase de Gautier que Toni y yo citábamos en el colegio me rondaba por la cabeza: Tout passe me susurraba. Quizá, me contestaba, pero no hasta dentro de una buena temporada. No, si yo puedo evitarlo.

Tenía que escribir a Toni.

Lo hice, pero este ocultó toda demostración de regocijo fraternal que pudiese haber sentido.

Querido Chris:

C 'est magnifique, mais ce n 'est pas la chair. Hasta que no llegues al otro par de labios no creo que despiertes mi interés. ¿Qué has leído? ¿Qué has visto? ¿Y sobre qué, no sobre quién, has estado trabajando? Te darás cuenta, espero, de que la primavera todavía no ha terminado oficialmente, de que estás en París y de que si me entero de que no eres capaz de cumplimentar el cliché podrás contar con mi desprecio infinito. ¿Qué pasa con las huelgas?

Toni

Supongo que tenía razón. En cualquier caso, la enfermiza efusividad de mi propia carta puede ser rápidamente inferida por el tono de su respuesta. Pero cuando llegó ya no tenía sentido.

Perdí la virginidad el veinticinco de mayo de mil novecientos sesenta y ocho. (¿Es raro recordar la fecha? La mayoría de las mujeres la recuerdan.) Querrán oír detalles, maldita sea, a mí tampoco me molestaría oír la historia otra vez. No salgo tan mal parado.

Era apenas la tercera noche que salíamos juntos.

Creo que eso merece un párrafo aparte. A la sazón, se trataba de una cuestión de típico orgullo, como si en realidad yo lo hubiera planeado todo. Cosa que, por supuesto, no hice.

Los tanteos previos fueron casi del todo mudos. Aunque, probablemente, por distintas razones para uno y otro. Habíamos ido otra vez al cine: a ver un clásico, Les Liasons Dangereuses, la versión actualizada de Vadim con Jeanne Moreau y, (para nuestro común deleite), Boris Vian acechando sarcásticamente en las sombras.

Cuando salimos mencioné, como por casualidad, la provisión de calvados que tenía en mi estudio. Su proximidad ya era conocida.

El piso estaba tal y como lo había dejado, es decir ordenado a medias. Razonable pero no obsesivamente arreglado. Unos cuantos libros abiertos como si se estuvieran leyendo (en algún caso era cierto… las mejores mentiras tienen una pizca de verdad). Iluminación escasa y distribuida por los rincones (por razones obvias, pero también para evitar que alguna bombilla traicionera se encendiera intempestivamente en medio de la película). Los vasos estaban limpios pero los volví a lavar, sin secarlos, para que el calvados no tuviese que deslizarse entre la pelusa que dejan los paños de cocina.

Al entrar, dejé caer mi chaqueta sobre la butaca, a fin de que al invitar a Annick a sentarse eligiera el sofá (no era fácil que escogiera la cama, a pesar de su disfraz diurno, oculta bajo una colcha india y un montón de cojines). Si al llegar a cierto punto, yo iniciaba una arremetida amorosa, no quería golpearme en el estómago con el brazo de una silla. Estos pensamientos no eran tan brutales como puede parecer. Iban ganando espacio en mi cabeza de forma provisional y vacilante, y su tenacidad me hacía sentir ligeramente culpable. Pensaba en futuro condicional y no en futuro simple. Es el tiempo verbal lo que minimiza la responsabilidad.

Así que allí estábamos, yo en la butaca, ella en el sofá. Sentados dando sorbitos y mirando. No había tocadiscos en el piso y «¿quieres jugar a la máquina tragaperras?» parecía poco apropiado. Así que mirábamos. Seguía sin saber qué decir. Me pregunté, durante un minuto o dos, si l'amour libre era la traducción correcta de amor libre. Me alegra no haber encontrado nunca la respuesta.

¿Se piensa siempre, en situaciones como esta, que la otra persona está mucho más tranquila que uno? En este caso, mientras estuve concentrado pensando en Annick, asumí que si quería decir algo, como era ella quien mejor dominaba el idioma local, hablaría. Ella no lo hizo ni yo tampoco. Y lo que se fue plasmando era algo cualitativamente distinto a una mera pausa larga en la conversación. Era un silencio cómplice, a la vez que una total concentración en la otra persona. El resultado era más erótico de lo que yo creía posible. La fuerza de este silencio se debía a su espontaneidad. Más tarde, cada vez que he intentado recrear el efecto, me ha fallado siempre.

Estábamos a unos dos metros uno del otro y completamente vestidos, pero la sutileza y la fuerza de aquel intercambio erótico eran mucho mayores que las del mundo violento y apremiante del cuerpo a cuerpo que llegué a conocer más tarde. No era una de esas miradas sugestivas que suele colar como el juego previo que aparece en las películas. Comenzamos, es verdad, mirándonos a los ojos y a la cara, para apartar la vista pronto, para luego volver a empezar. Cada correría visual por una nueva parte del cuerpo, producía un nuevo estremecimiento de excitación. Cada contracción muscular, cada temblor de las comisuras de los labios, cada movimiento de los dedos sobre la cara tenía una significación particular, tierna y, parecía entonces, sin ambigüedades.

Nos quedamos así por lo menos una hora y, después, nos fuimos a la cama. Fue una sorpresa. No diría una desilusión, porque era demasiado interesante para eso, pero fue una sorpresa. Los momentos que había esperado con tanta ansiedad fueron casi una decepción. Las cosas que yo no sabía fueron divertidas. Respecto al placer relacionado con el pene no hubo grandes novedades, y los rasgos dominantes de nuestra breve pugna fueron la curiosidad y la torpeza. Pero las otras cosas… las que nunca te cuentan… la mezcla de poder, ternura y absoluto engreimiento rebosante del júbilo que te inunda ante el ofrecimiento total del cuerpo de una mujer… ¿Cómo es posible que antes no hubiera leído nada sobre eso? ¿Y por qué no se decía nada sobre ese hincha de fútbol que se te clava en la nuca, el hombre de la carraca y la bufanda que no para de gritar «¡Muy buena!», dando patadas contra el suelo? Y luego, además, esa curiosa sensación de haberse librado de una carga social, como si por fin se entrara a formar parte de la comunidad de la raza humana, como si, después de todo, no se fuera a morir totalmente ignorante.

Después (esta era una palabra que significaba tanto cuando niño, una palabra que llamando de repente la atención en medio de una página podía producirte una rápida erección, una palabra sobre la cual, por encima de todas las demás, habría querido escribir yo mismo); después, cuando el fanático clavado en la nuca abandonó la carraca, enrolló la bufanda y se sentó callado sobre las gradas; después, me venció el sueño mientras murmuraba para mis adentros: «Después… después…»

La carta que le escribí a Toni a la mañana siguiente se perdió (según él). Quizá sea su forma misericordiosa de no recordarme el profuso júbilo de mi prosa. En todo caso, todavía conservo su respuesta.

Querido Chris:

He planchado e izado banderas y estandartes, lanzado cohetes sobre el Támesis, bebido excesivamente a tu salud. Así que por fin te has estrenado. Para tomar prestada, o mejor dicho robar (ya que estoy seguro de que no la quiere), la frase de una carta de una novia mía, que yo iba a echar por ella en el buzón y descubrí que estaba abierta, te has «desembarazado del peso de tu virginidad». Qué carcajada. Ahora ya puedes leer Les Fleurs du Mal en la versión para adultos y te puedo escribir un juego de palabras que se me ocurrió el otro día: Elle m'a dit des maux d'amour. ¿Es correcta la frase gramaticalmente? Ya no me acuerdo.

Dicho esto, o mejor cela dit, debo señalar en nombre de nuestra amistad (por no decir, para ser fiel a la verdad) que si bien el contenido de tu carta me proporcionó gran alivio, cosa que te agradezco, el tono dejaba mucho que desear. Me gustaron los pasajes descriptivos pero, bueno, para decirlo claro, no hace falta que te enamores. La verdad: una cosa no lleva necesariamente a la otra. Que te hayas desbordado por un lado no quiere decir que tengas que desbordarte por otro. Cuento con que no quieras oír nada de esto y estoy seguro de estar perdiendo el tiempo diciéndotelo: o no necesitas que te lo diga o no me vas a hacer caso. Pero aunque no me hagas caso, recuerda el viejo proverbio franchute (que traduzco para tu cerebro enamorado): «En el amor hay siempre uno que besa y otro que ofrece la mejilla.» A propósito, ¿quieres que te envíe algunos condones?

Pórtate mal y mete uno a mi salud.

Un abrazo,

Toni

Era el tipo de carta que sólo lees a medias, te hace sonreír y la dejas por ahí. Tiene sentido, en parte, aconsejar a los que carecen totalmente de experiencia, pero dar consejos a aquellos para quienes la vida se ha vuelto muy amarga o desmesuradamente dulce, es malgastar sellos. Además, Toni y yo comenzábamos a distanciarnos. Los enemigos que nos proporcionaron una causa común ya no existían. Nuestros entusiasmos adultos iban a ser menos afines que nuestros odios adolescentes.

Así pues, el único consejo que aceptaba entonces era:

– No, así no.

– Perdón, ¿así?

– Casi…

– Será un milagro acertar…

– Así está mejor.

– Ah, ya veo…

– Mmmm.

Y al cabo de un rato, era yo quien soltaba los mmmms y aaahhhhs. La práctica, como empecé a descubrir, era realmente distinta de la teoría. En el colegio, por supuesto, habíamos leído todo lo necesario. Estudiábamos El amante de Lady Chatterley durante horas y soñábamos con dos tetas colgando sobre nuestras cabezas mientras oíamos campanas celestiales bajo un arco iris. Devoramos los grandes clásicos de la literatura hindú (y, como resultado, nos tomamos más en serio durante unos meses la Educación Física, con una jadeante sensación de expectativa). Nos hacíamos preguntas, medio asustados, sobre ungüentos.

No puedo decir que los textos que estudiamos nos hicieran daño alguno. Todo lo que les reprocho son sus implicaciones equívocas sobre el funcionamiento y distribución de músculos y tendones. La primera vez que intenté con Annick algo remotamente exploratorio (no es que lo deseara con particular anhelo, pero pensé que si no lo hacía, ella iba a creer que yo carecía de un ritmo natural propio), me llevé un gran susto. Habíamos empezado de la forma que yo habría llamado, desdeñosamente, la postura del misionero (hoy considero que los misioneros se la sabían larga) y decidí colocarme, como si nada y espontáneamente, a horcajadas sobre ella y de rodillas. Levanté la pierna derecha sobre la pierna izquierda de Annick, y la doblé al tiempo que le sonreía. Luego intenté mover la pierna izquierda. Ya la tenía encima de su pierna derecha, cuando el movimiento me propulsó hacia adelante y mi cabeza aterrizó de lleno sobre su oreja derecha. Annick se retorció para escapar a mi involuntario cabezazo. Sentí como si la ingle se me desgarrara en el lado izquierdo y la polla me quedó atrapada y como a punto de partirse en dos. La pierna derecha se me quedó inmovilizada en una posición insostenible, mis ojos, nariz y boca, fuera de juego hundidos en la almohada, y mis brazos sólo eran capaces de empujar en direcciones inútiles.

– Perdona, ¿te he hecho daño? -musité al girar la cabeza (ay, otra vez) y conseguir un poco de aire.

– Casi me rompes la nariz.

– Perdón.

– ¿Qué querías hacer?

– Intentaba esto… aaaahhhh.

Me encallé de nuevo, aunque esta vez mi desalentada polla se escurrió hacia afuera, y yo me desplomé hacia un lado con lentitud.

– Ah, ya veo.

Me colocó en posición, se dobló y levantó el cuerpo ligeramente, mientras yo movía las piernas, primero una y luego la otra, y, de repente, lo hicimos. ¡Lo hicimos! ¡Una postura! A horcajadas, ¡funcionaba! El hincha de la carraca estaba encantado. Alirón, alirón.

– ¿Por qué querías hacerlo? -preguntó Annick con una sonrisa cuando me senté sobre ella sonriendo burlonamente. (Oh Dios, quizá no se debía hacer así, ni siquiera con católicas que ya hubieran dado el mal paso.)

Pero no, su sonrisa era de una confusa tolerancia.

– Pensé que podría ser agradable -respondí. Luego añadí con más sinceridad -: Lo había visto en un libro.

Sonrió.

– ¿Y lo fue? -preguntó quitándose el pelo de la cara.

(Bueno, no dolía, pero por otro lado supongo que no había sido para tanto. Las piernas estaban demasiado tensas. Uno se sentía como un culturista en pose, cada centímetro cúbico en tensión a la espera del gesto aprobatorio de los jueces. Y, encima, de pronto caí en la cuenta, era imposible moverse ni un milímetro. Todo el trabajo lo tenía que hacer tu pareja).

– No estoy seguro.

– ¿Decía el libro que era agradable?

– No me acuerdo. Sólo decía que era una de las cosas que se podían hacer. No lo diría si no fuese agradable.

Consideré casi para mí mismo si sería esa una de las posturas que mejoraban con el uso de lubricantes. Entonces, la solemnidad de mi voz fue ya demasiado para Annick. Se echó a reír, yo me eché a reír, mi polla se salió atacada por esos espasmos musculares desconocidos y acabamos fundiéndonos en un abrazo.

Cuando más tarde medité sobre aquel diálogo, comprendí que fue esa cómica sinceridad la que me condujo a reflexiones más graves, esas reflexiones que se muerden la cola. Las noches en que dormía solo me interrogaba a mí mismo, hurgaba en busca de señales o indicios. Me quedaba despierto cavilando sobre el amor y, de mi propia vigilia, deducía el amor.

Con ella era diferente, fácil. Su sinceridad era también contagiosa, aunque sospecho que en mi caso era tanto una función del ánimo como del intelecto. Annick fue la primera persona con quién me relajé de verdad. Previamente -incluso con Toni-, no había sido sincero más que con el propósito de una candorosa rivalidad. Ahora, aunque para el observador externo la impresión fuera la misma en el fondo era distinta.

Descubrí que era sorprendentemente fácil acostumbrarse a esa nueva modalidad, aunque se necesitaba un empujoncito. La tercera noche que pasamos juntos, mientras nos desnudábamos, Annick preguntó:

– ¿Qué hiciste a la mañana siguiente de acostarte conmigo?

Oculté de momento mi confusión por el hecho de estar quitándome los pantalones. Pero como vacilé, ella continuó:

– ¿Y qué sentiste?

Todavía peor si cabe. No podía admitir francamente que sentí una mezcla de gratitud y de presunción, pensé.

– Quería que te fueras para escribir ocurrido -dije cautelosamente.

– ¿Puedo leerlo?

– No, por Dios. Bueno, todavía no. Quizá más adelante.

– De acuerdo. ¿Y qué sentiste?

– Presunción y gratitud. No, alterando el orden. ¿Y tú?

– Me pareció una experiencia divertida acostarme con un inglés, cómoda porque hablabas francés, culpable pensando en lo que diría mi madre, estaba ansiosa por contarles a mis amigas lo que había pasado e… interesada.

Entonces hice algunos comentarios desatinados y torpes, alabando su sinceridad y le pregunté cómo se había entrenado para actuar de ese modo.

– ¿Qué quieres decir con «entrenado»? Eso no se aprende. Dices lo que quieres decir o no. Ya está.

Al principio me pareció que aquello sonaba a más vale algo que nada, pero con el tiempo lo comprendí. La clave de la franqueza de Annick era la inexistencia de una clave. Como la bomba atómica: el secreto es que no hay secreto.

Hasta que conocí a Annick, siempre había tenido la certeza de que el cinismo y el descreimiento en los que yo me movía, más la sumisa confianza en la palabra de cualquier escritor imaginativo, eran las únicas herramientas posibles para la dolorosa extracción de verdades, arrancadas del entorno hipócrita y falaz que nos rodea. La búsqueda de la verdad parecía hasta entonces una postura combativa. Ahora, si no de repente sí al cabo de pocas semanas, me preguntaba si no se trataba de algo más sublime -por encima del supuesto conflicto- y más simple, que se lograba no con esfuerzo sino con una sencilla mirada al fondo de uno mismo.

Annick me enseñó qué era la sinceridad (al menos el principio) y me ayudó a aprender lo que era el sexo. A cambio yo le enseñé… bueno, ciertamente nada que pueda englobarse en un nombre abstracto. Al cabo de cierto tiempo, esto fue una especie de chiste privado entre los dos, una confirmación de la personalidad nacional: los franceses se ocupan de las cosas abstractas, de lo teórico, de lo general; los ingleses de los detalles, el acabado, la conclusión, las excepciones, lo particular. No creíamos que fuera más que una verdad a medias, en escala mayor, pero en nuestro caso concreto parecía encajar.

– ¿Qué piensas de Rousseau? -le preguntaba; o del existencialismo, la función del cine en la sociedad, la teoría del humor, el proceso de descolonización, la mitificación de De Gaulle, los deberes del ciudadano en tiempos de guerra, los principios del arte neoclásico o de Hegel.

Al principio, ella me parecía descorazonadoramente bien educada a la francesa, manejando teorías con la misma facilidad con que comía espaguetis, utilizando citas para apoyar sus opiniones, moviéndose con soltura de una disciplina a otra.

Me costó semanas poder derribar sus defensas de una forma sustancial y, para entonces, mi creencia en un sistema británico de intuición personal fortuita -en gros el Callejeo Provechoso- se había venido abajo. Hablábamos de Rimbaud cuando, de repente, me di cuenta de que todas las citas que ella utilizaba para defender su idea de que Rimbaud era un romántico autodestructivo (en contra de mi punto de vista, según el cual era el segundo poeta moderno después de Baudelaire), provenían de los mismos poemas: Le Bateau Ivre, Voyelles y Ophélie. ¿Había leído Les Illuminations?

– No.

¿Había leído sus cartas?

– No.

¿Había leído el resto de sus poemas?

– No.

Mejor que mejor. Seguí presionando por donde llevaba ventaja. No había leído Ce qu'on dit au poète a propos des fleurs; no había leído Les Déserts de l'Amour; no había siquiera leído Une Saison en Enfer. No cabía duda, no entendía el significado de JE est un autre. Cuando terminé, Annick preguntó:

¿Qué, te encuentras mejor?

¡Qué alivio! Creía que lo sabías todo.

– No. Sólo que yo digo lo que sé, ni más ni menos.

– Mientras que yo…

– Tú sabes cosas que no dices.

– ¿Y hablo de cosas que no sé?

– Por supuesto, eso no hace falta decirlo.

Segunda lección. Después de la sinceridad de su reacción, la sinceridad de su forma de expresarse. ¿Pero cómo llegó la conversación hasta ahí? Pensaba que mo estaba recuperando y, de pronto, otra vez contra las cuerdas, mientras un pulgar de uña esmaltada arrancaba el gelatinoso globo ocular.

– ¿Por qué sales ganando siempre?

– Eso no es verdad. Tan sólo aprendo en silencio. Tú lo haces de forma melodramática, por instrucción y no por observación. Y te gusta que te digan que estás aprendiendo.

– ¿Por qué estás tan insoportablemente segura de ti misma?

– Porque tú crees que lo estoy.

– ¿Y por qué creo que lo estás?

– Porque nunca hago preguntas. «En la vida sólo hay dos tipos de personas, los que preguntan y los que responden.»

– ¿De quién es la frase?

– Ya empezamos. Adivínalo.

– No.

– Bueno. ¿Oscar Wilde (en traducción francesa, por supuesto), Víctor Hugo, D'Alembert?

– La verdad es que no me importa.

– Sí que te importa. A todo el mundo le importa.

– En todo caso, es una cita bastante ramplona. Seguro que te la has inventado tú.

– Claro que sí.

– Lo sabía.

Nos miramos el uno al otro, un poco excitados tras nuestra primera pelea. Annick se retiró el pelo que le cubría la mejilla derecha, abrió la boca y, parodiando la sensualidad peliculera, se pasó la punta de la lengua por el labio superior. Dijo con dulzura:

– Vauvenargues.

– ¡Vauvenargues! Vaya, no he leído nada de él. Sólo lo he visto citado.

Annick se lamió también el labio inferior.

– ¡Eres una cabrona! Estoy seguro de que es la única frase de Vauvenargues que te sabes. Seguro que la has sacado de Bédier-Hazard.

– Il faut tout attendre et tout craindre du temps et des hommes.

– Et des femmes.

– Il vaut mieux…

– De acuerdo, de acuerdo, me rindo. No quiero oír más. Eres un genio. Eres la Bibliothèque Nationale.

Hubo un tiempo en que la derrota me hacía llorar. Ahora me ponía agresivo y de mal humor. La miré y pensé que me sería fácil odiarla.

El cabello le caía otra vez sobre la cara. Se lo retiró y separó levemente los labios. Podía seguir siendo una parodia, pero si lo era podía muy bien tomarse en serio. Me lo tomé en serio.

Cuando terminamos de hacer el amor, ella se apartó de mí rodando y se quedó sobre el lado izquierdo. Miré de soslayo su cuerpo pequeño y, echándome de espaldas, me pareció haber envejecido varias semanas. ¡Qué extraño que el Tiempo diese estos repentinos saltos de conejo! A este paso, pronto maduraría hasta alcanzar mi verdadera edad. Miré un grupo de pecas que subían y bajaban al compás de su respiración, y recordé las desesperadas y rebuscadas fantasías que Toni y yo elaborábamos. La posibilidad de castración por los rayos X de los nazis me parecía extraordinariamente remota, la teoría A.C.T. árida y académica. El sexo prematrimonial -un triple épat y un écras doble en el colegio- dejaba de tener que ver, de pronto, con la burguesía. Y en cuanto a la estructura de las décadas, de ser verdad, sólo me quedaba un año de Sexo antes del comienzo de mis treinta años de alternancia entre Guerra y Austeridad. Esto no parecía muy probable.

Annick estaba soñando a mi lado y se le escapó un misterioso quejido. Así son las cosas, pensé: una disputa sobre Rimbaud (que gané… bueno, más o menos), sexo «al mediodía», una chica durmiendo, y aquí estoy yo, despierto, alerta, observando. Salí de la cama deslizándome, cogí un bloc e hice un esmerado dibujo de Annick. Luego, firmé el dibujo y lo feché.

3. Redon, Oxford

Fui a París con la intención se sumergirme en la cultura, el idioma, la vida en la calle y -habría añadido, sin duda, con una vacilante despreocupación- las mujeres. Al principio, rehuí deliberadamente todo periódico, persona o libro inglés. Mis labios evitaban tanto los anglicismos como el whisky o la Coca-Cola. Comencé a gesticular: así como la lengua y los labios tienen que esforzarse para situar con más precisión las vocales francesas, se supone igualmente que las manos tienen que moverse de otra manera. Me acariciaba la mandíbula con la punta de los dedos para indicar aburrimiento. Aprendí a encoger los hombros al tiempo que curvaba la boca para abajo. Unía las manos sobre el estómago, con las palmas hacia adentro y separando ambos pulgares, mientras mis labios producían un sonido apagado. Este último gesto, que significaba algo así como «Regístrame», hubiese encantado en el colegio. Yo lo hacía muy bien.

A pesar de todo, cuanto mejor hablaba y gesticulaba, y más me sumergía en la cultura, mayor era mi resistencia interna a la totalidad del proceso. Años después, leí un artículo sobre un experimento llevado a cabo en California con mujeres japonesas casadas con americanos destinados al Extremo Oriente y que se habían ido a vivir a Norteamérica. Había muchas mujeres en esas condiciones, que todavía hablaban japonés con la misma frecuencia que inglés: japonés en las numerosas tiendas de productos orientales y entre ellas; inglés en casa. Les hacían dos entrevistas sobre su vida en general, la primera en japonés y la segunda en inglés. El resultado demostraba que en japonés eran sumisas, solidarias, conscientes del valor de una fuerte cohesión social; en inglés eran independientes, francas y mucho más expansivas.

No estoy diciendo que una dicotomía semejante se hubiera producido en mí. Pero al cabo de un tiempo advertí con toda claridad que, si bien no decía cosas en las cuales no creyera, al menos decía cosas que no creía haber considerado previamente. Me descubrí más proclive a la generalización y a la etiquetación, a los rótulos y los marbetes, a seccionar y a explicar, a la lucidez… Dios, sí, a la lucidez. Sentía una especie de agitación interior. No era ni soledad (tenía a Annick) ni que echase de menos mi país, era algo que tenía que ver con ser inglés. Parecía como si una parte de mí fuese ligeramente infiel a la otra.

Una tarde, en la época en que era quejumbrosamente consciente de esta resentida metamorfosis, fui a visitar el Museo Gustave Moreau. Es un lugar poco acogedor cerca de la Gare Saint-Lazare que tiene la picardía de cerrar un día más de lo normal a la semana (además de todo el mes de agosto), razón por la cual tiene aún menos visitantes de los que sería de esperar. Uno suele oír hablar de él la tercera vez que visita París y acaba yendo allí la cuarta. Cubierto hasta el techo con cuadros y dibujos. Moreau a su muerte lo donó al Estado, y, desde entonces, se ha conservado a duras penas. Era uno de mis lugares favoritos.

Le enseñé al gardiendel uniforme azul mi carné de estudiante, tal y como había hecho ya otras veces durante esa primavera. Nunca me reconocía, así que tenía que repetir el mismo ritual cada vez. Se sentaba con un cigarrillo en la mano derecha, que ocultaba debajo de su mesa, mientras con la izquierda sujetaba una novela de la Série Noire. Tales son las transgresiones de la jerarquía burocrática. Levantaba la cabeza, veía a un cliente, abría el cajón de arriba con los dos últimos dedos de la mano derecha, depositaba el cigarrillo medio desmenuzado, ovalado y húmedo en el cenicero, cerraba el cajón, apoyaba la Série Noire sobre su estómago, aplanando el libro, si cabe, más todavía; buscaba el rollo de las entradas, murmuraba: «No hay descuento», arrancaba una entrada, me la acercaba de mala gana, cogía mis tres francos, empujaba los cincuenta céntimos de cambio, se apoderaba de mi billete otra vez, lo partía por la mitad, arrojaba una mitad en la papelera y me devolvía la otra. Cuando yo tenía un pie sobre la escalera, el humo ya ascendía por los aires otra vez y había vuelto a poner la novela sobre la mesa.

Al final de las escaleras había una especie de granero enorme de techo altísimo, cuya escasa calefacción consistía en una estufa negra y amplia en el centro que, sin duda, era insuficiente desde los tiempos de Moreau. De las paredes colgaban cuadros ya acabados y otros a medio terminar, muchos de ellos enormes y todos muy complejos, ilustrando esa extraña mezcla de simbolismo público y personal que por entonces encontraba tan seductora. Grandes muebles de madera con cajones muy delgados, como los que albergarían una inmensa colección de mariposas, contenían una gran cantidad de dibujos preliminares. Era posible abrir los cajones y mirar, a través de tu propio reflejo en el cristal protector, una suerte de garabatos y borrones muy tenues y hechos a lápiz, adornados aquí y allá con detalles que más tarde se transformarían en platas y oros: tocados resplandecientes, fajas y petos enjoyados, espadas con empuñaduras incrustadas, y todo ello se convertía en una nueva y bruñida versión de lo antiguo o lo bíblico: adornada con toques eróticos, teñida con la violencia necesaria, coloreada con paleta de un exceso controlado.

– El arte de hacerse pajas, ¿no?

Una voz inglesa, descaradamente alta, que llegaba cruzando los maderos desnudos del suelo del otro lado del estudio. Yo continué examinando un boceto a lápiz y tinta de Los novios. Luego otro, color sepia, realzado con unos toques blancos.

– Es raro. Es realmente surrealista. Qué gusto por las mujeres. Amazonas.

Esta era una voz distinta, también masculina pero más grave, más pausada, más dispuesta a la admiración. Seguí mirando otros cajones de mariposas, pero sin dedicar exclusivamente mi atención a los dibujos. Oía cómo esos palurdos -sus bolsillos todavía repletos de lo que habían comprado en el duty-free shop- hacían crujir el suelo mientras caminaban lentamente hacia el otro lado del estudio.

– Pero es una empanada mental -(la primera voz otra vez) -. Puro juego de muñeca.

– Bueno, no sé -(segunda voz)-. La verdad, tiene muchas cosas que decir. Ese brazo está muy bien.

– No empieces a soltarnos uno de tus rollos estéticos, Dave.

– Es algo autocomplaciente -(tercera voz, de chica, tranquila pero muy aguda)-. Pero juzgamos un poco por la apariencia, ¿no? Deberíamos conocer mejor el contexto, me parece. ¿Será ésta Salomé?

– No sé -(segunda voz)-. ¿Por qué lleva la cabeza sobre una cítara? Creía que se paseaba con ella en una bandeja.

– Licencia poética -(la chica).

– Puede ser -(segunda voz, «Dave», otra vez)-, aunque el fondo no parece Egipto. ¿Y quiénes son esos pastores amariconados?

Ya está bien. Me volví hacia ellos y estallé, en francés, por supuesto. Con tanto nombre abstracto me salió bastante ampuloso y profesional. Hasta donde yo sé, paja es masturbation, y la palabra tiene una riqueza malsonante, siempre útil cuando se pretende cargarla de desprecio. Los volví a llevar ante la supuesta Salomé que, en realidad, es una mujer tracia con la cabeza de Orfeo. Saqué a relucir a Mallarmé, Chassériau -de quien Moreau fue ayudante- y Redon, cuyos insulsos y deslavazados devaneos algunos llaman simbolistas, aunque están tan lejos de Moreau como Burne-Jones de Holman Hunt.

Se produjo un silencio. Los tres, que no eran mayores que yo, se quedaron atónitos. La primera voz, una especie de enano machote con una cazadora de cuero marrón y tejanos gastados, se volvió hacia el segundo, más alto pero de aspecto más débil, vestido a la inglesa (chaqueta de tweed, jersey con cuello en pico, corbata), y le dijo:

– ¿Has entendido algo, Dave?

– Me suena a chino.

Luego, contradiciendo su aparente apacibilidad, me miró, dijo «Verdún» casi a gritos, y se pasó el dedo índice de lado a lado del cuello.

– ¿Entiendes algo, Marion?

Ella era de la misma estatura que el de la chaqueta de cuero, tenía uno de esos rostros ingleses rosados, pecosos y con algo de vello; su actitud, aunque tranquila, parecía más directa.

– Algo -dijo-. Pero me parece que todo es una comedia.

– ¿Sí?

– Creo que este es inglés.

Hice como que no entendía nada. El de la chaqueta de cuero y Dave se acercaron a mí como pigmeos a un reportero de la televisión. Noté cómo me examinaban la ropa, luego mi corte de pelo, luego el libro que llevaba en la mano. Era Collinede Jean Giono, así que me tranquilicé. Cuando vieron que yo me había fijado en que lo miraban, se lo enseñé. El de la chaqueta de cuero lo examinó.

Con un acento francés que no podía ser peor empezó la frase «Perdón, Mesié, ¿es usted actuellement un inglés?»

Le puse el libro delante de la cara por miedo a reírme. Por aquel entonces, yo era exageradamente riguroso con respecto a la ropa. Cualquier desviación de un estilo aseado y convencional, según veía yo, era en cuanto a mí concierne, lo mismo que desviarse de la razón, la lucidez, la integridad y la estabilidad emocional. Rara vez me detenía a cuestionar mis prejuicios. A pesar de todo, ahí había un hombre con tejanos viejos y descoloridos casi a punto de hacerme reír. Qué trío más extraño: el tipo ese, una chica que no llevaba maquillaje, por lo que yo pude ver, y «Dave», que parecía, bueno, que casi podría ser un amigo mío.

– Je suis prácticamente seguro que c'est un Brit. -Dave, esta vez. El de la chaqueta de cuero tocó con el dedo la solapa de mi chaqueta.

– Pouvez vous… -Y Dave se aferró a él y lo hizo girar como si bailaran un torpe vals campestre. La chica me miró de una forma verdaderamente encantadora. No, no llevaba maquillaje; pero, además, estaba muy bien sin él. Qué raro.

– ¿Qué haces aquí en París? -preguntó.

– Oh, de todo un poco. Un poco de investigación, un poco de literatura, un poco de cambio y no hacer nada para no tener que hacer nada. ¿Y tú?

– De vacaciones unas semanas.

– ¿Y ellos?

– Dave trabaja aquí en un banco. Mickey está becado en el Instituto Courtauld; por eso estamos aquí.

– ¿Ah, sí? -(Dios mío)-. ¿Y sobre qué está trabajando?

– Pues sobre Moreau -sonrió.

– Cielos. Y supongo que habla francés muy bien…

– Su madre era francesa.

Bueno, a veces se pierde, como decíamos en el colegio. Dave y Mickey retrocedieron mecánicamente tarareando «El Danubio Azul».

– Bueno, Marion, ¿y él?

– Pues es francés -contestó ella, sonriendo otra vez-, pero su inglés es excelente.

– Ip, ip, uga -gritó Dave, y continuó parodiando el acento francés-: Tott-en'am, Ot-spure, Mi-chel Ja-zy. Bob-ee Moiré. Pegmítame que lo bese.

Afortunadamente no lo hizo. El gardienacababa de subir las escaleras, todavía con su Série Noire en la mano izquierda. Nos echó.

Fuimos a un bar a tomar algo. Poco a poco descubrimos quién era inglés y quién francés, a pesar del curioso sistema de conversación de Dave, que consistía principalmente en nombres propios pronunciados con un fuerte acento francés (o fransé, como él decía) acompañado de una gesticulación semihistérica. Marion no tenía amaneramiento alguno digno de destacar. Se hablara de lo que se hablara, permanecía serena. Era franca, abierta y brillante. Mickey, en cambio, era más difícil de calar. Una mezcla de voluntad, encanto, competitividad y cierta astucia, que le hacía aparentar saber menos de lo que, en realidad, sabía hasta que tenía una idea aproximada de lo que sabían los demás. El tipo de persona que me hace reaccionar adoptando un tono académico, apocado, hasta cierto punto retorcido, aunque en el fondo ecuánime.

– Sé que estás trabajando sobre Moreau -fue mi primer intento vacilante de conciliación.

– Sería más exacto decir que él me está trabajando a mí. Una llave contra el suelo, y cuando tienes encima semejante peso te rindes.

Dave parecía estar a punto de intervenir, pero, por lo visto, no se le ocurrió qué postura de lucha invocar.

– ¿Pero por qué no te gusta?

– Creo haber dicho antes que no es más que un puñetero academicista. ¿No es así? Quiero decir que la idea de un simbolismo académico me parece una jodida ridiculez.

– Es un menguado gigante.

– Admito lo primero. No tiene chispa. Es inteligente, sabe pintar y es original, de acuerdo en todo eso. Pero es muy frío, como sus colores, que parecen brillantes y perturbadores pero que si los miras con atención, son colores desvaídos.

– No como los de…

– Redon, exacto.

– Redon -empezó Dave.

– Redon. Oxfor. Bahnbri. Burmeeng'am. Bugmingam. Changez, changez -dijo imitando los ruidos y los silbidos de un tren. Era la lista de las paradas entre Londres y Birmingham.

– Entonces ¿por qué haces un trabajo sobre él?

– Por la beca, hombre, la beca. Me ha tocado justo aquí… ¡Ay! [4]

Gimió mientras se apretaba la mano sobre el corazón, como si estuviera herido de muerte. Dave se inclinó sobre él, poniéndole la oreja sobre el pecho.

– Tiene que decirme la verdad, doctor -dejó escapar Mickey con un hilo de voz-. Tiene que decírmela, doctor. ¿Es muy grave lo que tengo?

Dave le estiró un párpado para verle el ojo, le dio un par de palmaditas en la cara y se puso a consultarle el corazón otra vez. Marion contemplaba la escena impasible. Dave se puso serio.

– Usted es un hombre inteligente. Creo que podrá enfrentarse con la verdad. Es grave, sin duda, pero probablemente no será mortal. Tiene la cartera dislocada y su cuenta corriente está en rojo. Se está deshidratando, pero creo que podré remediarlo.

– Gracias, doctor, usted sí que es un buen amigo. No lo habría aguantado si me lo hubiera dicho algún otro.

Se callaron y me miraron. No dije nada, preguntándome qué estaba pasando.

– ¿Se da usted cuenta, por supuesto -continuó Dave-, de que padece una insuficiencia alcohólica aguda?

– Oh, no, doctor, quiere decir que podría…

– Me temo que sí. Es uno de los casos más graves que he visto en muchos años. Fíjese en esto.

Levantó el vaso vacío de Mickey.

– No, no, no, no quiero verlo, no puedo -sollozó Mickey, ocultando la cabeza entre los brazos.

– Tiene que mirar -dijo Dave con firmeza-. Tiene que enfrentarse con estas cosas.

Poco a poco, le fue apartando los brazos de la cabeza. Sostuvo el vaso ante los del paciente. Mickey simuló desmayarse.

Caí de las nubes. Habría caído antes si no hubiese estado absorto en la escena. Esa ronda la pagaba yo.

4. Parejas beatíficas

Cuando no estaba con Annick o vagando por las calles para coger la vida al vuelo -la aparición repentina de una monja, un clochardcon Le Monde, la prodigiosa tristeza del sonido de un organillo-, estaba con Mickey, Dave y Marion. Al mes de estar juntos se habían vuelto inseparables. Los comparé inevitablemente con los personajes de Jules et Jim; Mickey contestó con una franqueza turbadora que a él le había tocado el papel de Jeanne Moreau. Era verdad: era el instigador y el provocador por cuya atención los otros competían. Dave competía participando, Marion simulando estar aparte. Sin saber con certeza cuál era mi posición con respecto al trío, yo los acompañaba de café en café, a visitar de nuevo el Museo Gustave Moreau (el gardiennunca nos reconocía), y en repentinas excursiones fuera de París, hasta el Beauce o a la loca fábrica policromada de chocolate de Noisiel.

Los padres de Marion creían que asistía a un curso que los organizadores -con modestia gala- llamaban Civilisation: fragmentos de Descartes, conferencias sobre Napoleón, sesiones de Rameau, visitas en autocar a Versalles y Sèvres. Marion siempre encontraba buenas razones para no asistir. Comer conmigo era una de las más habituales.

Empezamos a citarnos cada dos o tres días en un pequeño café restaurante llamado Le Petit Coq, cerca de République (Metro: Filles du Calvaire). Solíamos pedir unos bocadillos cilíndricos del tamaño de un perro salchicha. No era una conspiración amorosa; nos encontrábamos porque teníamos tiempo. Hablábamos mucho de Mickey y Dave. Yo practicaba mi recién descubierta franqueza y le hacía sesudos y graves análisis de las cambiantes reacciones que ellos me provocaban; Marion era más reticente en sus juicios, pero también más generosa. Advertí que era realista e inteligente fuera el tema el que fuera. Era fácil hablar con ella; pero también tenía el desconcertante hábito de hacerme preguntas de las cuales creía haber escapado y con las cuales no iba a tener que enfrentarme hasta mi regreso a Inglaterra.

– ¿Qué vas a hacer después? -me preguntó una vez, durante nuestra tercera o cuarta comida juntos.

(¿Hacer? ¿Que qué iba a hacer? ¿Qué quería decir? ¿Se me estaba insinuando? Seguro que no, por lo menos aquí; aunque estaba muy guapa, con su corte de pelo de muchacho y un vestido de un marrón rosáceo ceñido en los sitios más convenientes. ¿Hacer? Ella no se estaría refiriendo a…)

– ¿Quieres decir… con… mi vida? -Intenté sonreír, esperando que ella también lo hiciese.

– Por supuesto. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

– Bueno, es gracioso que seas la primera persona de mi edad que me pregunta eso. Es tan… autoritario.

– Lo siento, no pretendía parecer autoritaria, sólo curiosa. Me preguntaba si alguna vez te has hecho esa pregunta.

Nunca lo había necesitado, eso era parte del problema: siempre eran otros los que me lo preguntaban. De niño, la pregunta descendía siempre sobre mí desde lo alto, entre billetes naranja de diez chelines, el consabido aguinaldo navideño, aromas y especias extrañas y la bofetada ocasional. Al llegar a la adolescencia, llegaba desde otro ángulo (pero siempre desde lo alto). Entonces, la pregunta la soltaban curiosos profesores armados de panfletos y de la palabra «vida», que pronunciaban como si fuera parte de un uniforme militar. Finalmente, al entrar en la universidad, la pregunta llegaba horizontalmente, compartiendo una botella de vino con tus padres o riendo del mismo chiste verde con tus profesores; incluso, una vez, la hizo una chica esperando que funcionara como antiafrodisíaco. ¿Cuándo iba a cambiar la perspectiva? ¿Cuándo iba yo a mirar esa cuestión desde arriba?

– Bueno, supongo que mi problema ha sido siempre a corto plazo. Hay un montón de empleos en los cuales no me importaría acabar. No me disgustaría dirigir la BBC, por ejemplo, o tener una editorial con una galería de arte en la puerta de al lado, por supuesto siempre que me dejaran tiempo suficiente como para dirigir la Royal Philarmonic Orquestra. Tampoco me importaría, hasta cierto punto, ser general, o ministro, aunque eso me lo guardaría en la manga por si todo lo demás fallaba. Tampoco estaría mal mandar un barco de pasajeros que cruzara el Canal de la Mancha… Ah, y la arquitectura desde luego también es una posibilidad. Y crees que estoy bromeando, pero te sorprendería saber que hablo en serio.

Marion se quedó mirándome, medio sonriente, medio impaciente.

– Quiero decir que a veces bromeo pero no del todo. El problema es que a veces siento que no tengo la edad adecuada. ¿Te pasa a ti eso?

– No.

– Quiero decir que puede que pienses que soy bastante inmaduro, pero, la verdad, a menudo no me encuentro cómodo con la edad que tengo. A veces, es curioso, quisiera ser un sesentón marchoso. ¿A ti no te pasa?

– No.

– Es como si todo el mundo tuviese una edad perfecta, a la cual aspira, y sólo estuviera auténticamente cómodo consigo mismo al llegar a ella. Supongo que para la mayoría de la gente, esto sucede entre los veinticinco y los treinta y cinco, de modo que la cuestión no se plantea o se plantea disfrazada: cuando sobrepasan los treinta y cinco asumen que su malhumor es una condición de la madurez y del hecho de ver aproximarse la senilidad y la muerte. Pero también es el resultado de estar dejando atrás la edad perfecta.

– Qué raro. Imagínate, anhelar botellas de agua caliente en la cama y andar a tropezones sobre las piedras del pavimento.

– He dicho un sesentón marchoso.

– Ah, pues entonces paseos por el campo y leer a Peacock junto a la chimenea, mientras unos nietos adorables te hacen bizcochos.

– No lo sé. Mi fantasía no ha creado una imagen específica. Sólo tengo la sensación. Y no siempre.

– Quizá no puedas enfrentarte con la lucha por la vida.

– ¿Por qué crees que tiene que ser una lucha? -(Aja, no dejarla irse por la tangente con tanta facilidad. Sólo porque quiera ser funcionaría o algo así.)

– Entonces, ¿cómo vas a mantener a tu mujer y a tus hijos?

– ¿Dónde, dónde?

Lancé una mirada de consternación por encima del hombro. Lo más realista que pude entrever fue un par de niños calzados con zapatos de batalla, las carteras del colegio al hombro, contemplando el largo camino que tienen por delante. Desde luego, esposa ninguna, ni siquiera en fotografía. ¿Qué se proponía Marion? Si quería podía largarse, ¿no?

– Dame tiempo, dame tiempo.

– ¿Por qué? -(Lo curioso es que sus maneras no eran en absoluto intimidantes. Era muy amable, pero jodidamente tenaz.)

Sólo tengo veintiún años. Quiero decir que…

¿Todavía qué?

– Pues que aún tengo relaciones.

– ¿En plural?

– Bueno, simultáneamente no, claro que no.

– ¿Por qué no? -(¿Por qué no podía nunca predecir por dónde iba a salir?)

– Bueno, supón que haya descartado la ética sexual cristiana, pero sigo creyendo en la fidelidad a una persona mientras se tienen relaciones con ella.

– Esa sí que es una frase bien rara. En todo caso, ¿el matrimonio no es una relación?

– Por supuesto. ¿Y qué?

– Bueno, has dicho que tendrías relaciones y luego te casarías.

– Yo no he dicho que me fuera a casar.

– Técnicamente, supongo que no. -(La verdad es que no lo dije ni por asomo.)

– ¿Pero?

Había inclinado la cabeza hacia un lado y jugaba con las migas que le quedaban en el plato. En ese momento levantó la cabeza. ¿Por qué presiente uno cuando le van a decir algo desagradable?

– Que tú no eres tan raro como para no casarte.

– En todo caso, depende de…

– La chica adecuada en el lugar adecuado y al precio adecuado.

– Sí, supongo que sí.

– No lo creas. Me atrevería a decir que a veces es así o así lo parece al reconsiderar el pasado. Pero por lo general se trata de otras cosas, ¿no?

– ¿…?

– Oportunidad, garantía de subsistencia, deseo de tener hijos…

– Sí, supongo.

– …miedo a envejecer, sentido de posesión. No lo sé, creo que a menudo la gente se casa por negarse a reconocer que jamás en la vida ha querido a nadie tanto como para acabar casándose. En el fondo, una especie de idealismo equivocado, la determinación de mostrar que se es capaz de la experiencia definitiva.

– Sabes, eres mucho más escéptica de lo que creía ser yo.

Era extraordinario. Escuchar a una chica diciendo esas cosas expresadas con una crudeza propia de hombres, el tipo de observaciones en las cuales se cree a medias pero que se invocan en ocasiones diversas. (Annick nunca hablaba así, y yo pensaba que ella era singularmente sincera.) Pero Marion hablaba sin arrogancia alguna; se portaba como si no estuviera más que haciendo aseveraciones obvias e irrefutables. De nuevo me miraba sonriendo.

– No creo que sea cínica, si eso es lo que insinúas al llamarme escéptica.

– Pero habrás leído a La Rochefoucauld. Il y a certains gens…

– Ya lo sé. No, no le he leído; he observado. -(Me miró atentamente; me gustaba que me mirase) -. Poco antes de venirme se casó una amiga mía. Tenía mi edad, alrededor de treinta años. Una semana antes de la boda, íbamos a ir al cine los tres, pero ella se resfrió o algo así y yo fui sola con él. Acabamos hablando del matrimonio. Me comentó las ganas que tenía de casarse, y cómo esperaba que las cosas les fueran bien aunque todo el mundo tuviera sus altibajos… Vamos, lo que se dice siempre. Luego añadió, «para ser sincero, no es, desde luego, el amor más grande del mundo».

– ¿Cómo reaccionaste tú?

– Al principio me chocó, en parte porque se casaba con mi amiga, pero, sobre todo, porque me costaba creer que alguien se casara sin estar previamente convencido de que a nadie en el mundo había querido antes con la misma intensidad.

– ¿Se lo dijiste a tu amiga?

– No. Porque después de pensarlo me di cuenta de que no estaba en absoluto sorprendida, de que su comentario era más admirable que otra cosa. Y de que probablemente mi amiga tuviera similares reservas aunque no las dejara traslucir. Además, ambos eran personas razonables y no eran imbéciles ni débiles de carácter de modo que pensé que no tenía derecho a interferir.

– Hiciste bien.

– Pero lo que más tarde me produjo verdadero desasosiego, fue verlos el día de la boda, ofreciendo la misma beatífica imagen que cualquier otra pareja. Eso me hizo pensar que, lo más probable, es que todas llegaran al matrimonio con parecidas reservas.

– Tu lógica no es aplastante.

– No, pero la observación sí.

– Sí, supongo que puede serlo.

En realidad, no tenía razones para disentir; no podía siquiera ofrecer una evidencia propia.

Se produjo un silencio, como si durante la conversación se hubieran deslizado complicidades hasta entonces no admitidas. La miré, notando por primera vez el color de sus ojos: eran oscuros, de un color gris pizarra, el color de los tejados franceses después de la lluvia. No sonreía.

– No empieces a deducir cosas de esta conversación -dijo de pronto.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que si te empiezas a sentir amenazado, podrías acabar pensando que me gustas.

– ¿Cómo es ella? Sólo por curiosidad. La chica con la que tienes una relación, como tú dices.

– ¿Qué tiene de raro esa expresión? Su nombre es Annick.

– Annick.

¿Qué podía decir? Sentí que cualquier descripción que hiciese sería como una traición: pero no decir nada parecía como avergonzarse de ella; incluso vacilar podía interpretarse como deliberada ocultación de algo.

– No tienes que explicarme nada; después de todo no es asunto mío.

– No, no, quiero, o, en todo caso, no me importa hablar de ella. Es… muy sincera y… ejem, emocional, y… -(Dios, ¿qué más?)-… y no le miento nunca.

– Suena bien.

Marion se había levantado y buscaba en el bolso para pagar su parte de la cuenta.

– No te preocupes, no quiero ponerte en aprietos.

Noté que me había ruborizado. Cuando me pidió que describiera a Annick, sólo pude recordarla, no sé por qué, en la intimidad del orgasmo, cuando la poseía. Tampoco me resultaba fácil, así de pronto, traducir mis experiencias con ella a un inglés que no me era nada familiar.

– No me siento metido en aprietos, sólo…

Dejó caer unos cuantos francos sobre la mesa y se fue. Yo ataqué el trozo de pan que me quedaba (una rebanada enorme, húmeda, insípida y porosa). Luego, intenté quitarle la nata al último dedo de café que me quedaba, pero sólo logré remover el poso. ¿Por qué estaba tan trastornado? ¿Me estaba encaprichando con Marion? ¿Por qué había lamentado que se fuera? Era lo único que me faltaba, enamorarme de dos a la vez… y ellas ¿qué? ¿Habría fantaseado Marion conmigo? Tiene unas tetas preciosas, murmuré casi para mis adentros; aunque para ser sincero no sabía exactamente si eran bonitas o impúdicas. Sí que lo sabía, claro que lo sabía. Eran hermosas porque existían. Eran bonitas porque existían. Eran bonitas porque existían bajo unos sostenes con ganchitos en la espalda y elásticos y tirantes secretos que podían vislumbrarse ocasionalmente. Eran bonitas porque, si sabías ganártelo, acabarían por mostrar los pezones.

Pero no hacía más que fantasear. Lo que más me llamaba la atención de Marion era lo franca y poco complicada que era. Parecía desbordar salud física; me hacía sentir un poco deshonesto incluso cuando decía la verdad. Pero Annick también. ¿Era una coincidencia, o era así como todas las chicas te hacían sentir? ¿Y cómo averiguarlo?

Pagué la cuenta y flaneé (aunque es bastante difícil hacerlo solo) hacia la Place de la République. Dumas pèreconstruyó su théâtre historique aquí, donde representaba sus propias obras. El público hacía cola dos días enteros para conseguir una entrada la noche del estreno. Dumas cosechó éxitos espectaculares, pero, a pesar de ello, a los diez años aquel proyecto lo llevó a la quiebra. No parecía que tiempos como aquéllos pudieran volver, vivimos otra época y otras ambiciones. Dumas entraba a caballo al establo, se agarraba a una viga del techo y, apretando con fuerza las piernas, lo levantaba en vilo. También alardeaba de tener trescientos sesenta y cinco hijos ilegítimos repartidos por todo el mundo: uno por cada día del año. Pensar en tamaña energía me hacía estremecer. Pero hay que reconocer, reflexioné dirigiéndome a la boca del metro, que la escala del mundo ha cambiado desde aquellos días. Para empezar, tener hijos bastardos ya no mejora la puntuación.

5. Je t'aime bien

Que me preguntasen sobre mi relación con Annick me puso nervioso por otra razón: a ella no le había hablado de Marion. Había oído hablar de mis trois amis anglais -socorrida frase de género neutro- pero no sobre mis almuerzos tête-à-tête. ¿Había algo digno de contar? Pero si no había nada que contar, ¿por qué me sentía como un mentiroso? ¿Era amor, sentido de culpabilidad o mera gratitud sexual? ¿Y por qué no lo sabía?: «los sentimientos» se sienten, ¿por qué no podía identificarlos?

No era fácil saber cómo explicarle a Annick lo de Marion. Una simple constatación del hecho sería ridícula, y la verdad parecería una mentira. Tenía que deslizar algún comentario como por casualidad. Practiqué diciendo para mí mismo mon amie anglaise, y une amie anglaise, y cette amie anglaise. Mencionar la nacionalidad le quitaría malicia.

Una buena oportunidad pareció presentarse una mañana mientras desayunábamos (café y pan del día anterior recalentado en el horno). Hablábamos de lo que íbamos a hacer esa tarde, y Annick mencionó la última película de Melville.

– Ah, sí -dije como por casualidad-, mon amie anglaise la ha visto. Ella (astuta confirmación del género) dice que es bastante buena.

(Marion no había visto la película. Mierda. Una mentira para decir la verdad; ¿ibas a quedar malparado?)

– ¡Muy bien! Entonces ¿vamos?

Pensé que era mejor poner las cosas en claro.

– Sí. Mon amie anglaise dice que es buena de verdad.

– ¡Magnífico! ¡Arreglado!

Para mí no se había arreglado nada. No parecíamos haber llegado a ninguna parte.

– ¿Quieres decirme algo?

– ¿…?

– ¿Este es le tact anglais?

Annick encendió su segundo cigarrillo del desayuno. Dios, se le torcían hacia abajo las comisuras de los labios. Lanzó dos rápidas bocanadas. Nunca había visto en su cara esa expresión, casi de ferocidad. Era nueva en ella.

– ¿Qué? No. ¿Qué quieres decir?

– ¿Quieres decirme algo?

– Hum… esta… esta película… se ve que es muy buena.

– ¿Sí? ¿Cómo lo sabes?

– Oh. Me lo dijo uno de mis amigos.

Otra vez el género neutro; también inútilmente. En lugar de decirlo sin darle importancia y sin rodeos, me salía con tono sospechosamente furtivo y vacilante.

– Me ha parecido que hablabas de una amiga inglesa.

– Ah, hmm, sí, es verdad. ¿Y qué, no tienes tú ningún amigo francés? -(Irremediablemente hostil.)

– Sí, pero no me refiero a ninguno tres veces seguidas a menos que quiera decir algo sobre él en particular.

– Bueno, supongo que lo único que quería decir… sobre cette amie anglaise es que… es una amiga.

– Quieres decir que te acuestas con ella. -Annick aplastó la colilla y fijó la mirada en mí.

– No. Por supuesto que no. Me acuesto contigo.

– Ya lo sé. Me he dado cuenta de eso de vez en cuando. Pero no las veinticuatro horas del día.

– No soy… pérfido. -(No me salió la palabra francesa que significa «infiel»; no sé por qué, pero sólo adultere me vino a la cabeza, palabra de implicaciones más que inconvenientes.)

– La pérfida Albión. Eso lo aprendemos en el colegio.

– Y nuestros libros dicen que los franceses suelen ser celosos sin razón.

– Pero puede que tú me estés dando razón para serlo.

– Claro que no. Je…

– ¿Sí?

Iba a decir je t'aime, pero me faltaron ánimos para hacerlo. Después de todo, no había pensado lo suficiente en ello; y no iba a argüir en esas circunstancias lo que creía debía declararse con calma y sobriedad. En su lugar, lo diluí:

– Je t'aime bien, tu sais.

– ¡Por supuesto que me quieres! Por supuesto. ¡Qué racional, qué mesurado, qué inglés! Lo dices como si me conocieras desde hace veinte años y no desde hace unas semanas. ¿A qué se debe esa blandengue precisión sentimental? ¿Por qué recurrir a una frase para decirme que ya tienes bastante? ¿Por qué no decírmelo por carta? Hubiera sido mejor. Escríbeme una carta tan formal como te sea posible y hazla firmar por tu secretaria.

Se calló. Yo no sabía que decir. Se me acusaba de ser sincero: qué irónico. Era la primera vez que una chica tenía un ataque de cólera por mí. Las emociones inesperadas me dejaban confuso. Pero, al mismo tiempo, este arrebato estimulaba mi orgullo: el orgullo de la participación y el orgullo de la instigación. No importaba que la furia y el dolor de Annick hubieran sido provocados por mi falta de habilidad para utilizar la información: ahora son «míos». Son parte de «mí», de «mi» experiencia.

– Lo siento.

– No eres sincero.

– No quiero decir que lo sienta por haber cometido una falta, lo que pasa es que siento que hayas interpretado mal la situación. Eso es lo único que siento porque tú, precisamente, has intentando enseñarme a decir lo que siento y lo que quiero expresar. Soy incapaz de satisfacer tu necesidad de gestos emocionales extravagantes que no estén sustentados en sentimientos reales.

No era del todo honesto, supongo, pero lo bastante como para que no me importara la diferencia.

– Pensaba que te había enseñado a ser sincero, no cruel.

Una frase muy francesa, pensé (recordando lo dicho por ella sobre los ingleses y su flema). De repente me di cuenta de que -Dios mío, otra primera vez- ella estaba llorando.

– No llores -dije, y la dulzura con que lo dije me cogió por sorpresa.

Ella siguió llorando. No pude evitar mirarla a la cara y pensar, muy a mi pesar, que ahora me parecía mucho menos atractiva; su boca imbesable, el pelo pegado a las mejillas por las lágrimas, y las contorsiones del llanto creando, inesperadamente, bolsas bajo los ojos y patas de gallo. No se me ocurría qué hacer. Me levanté, rodeé la mesa para acercarme a ella (poniendo la mantequilla fuera del alcance de su pelo mientras me movía), y me arrodillé a medias, con bastante torpeza, a su lado. No podía quedarme de pie y ponerle el brazo por encima de los hombros -parecería condescendiente-; no podía arrodillarme del todo -parecería servil -; así que me quedé a medio camino, con el brazo a una altura suficiente como para rodearle los hombros.

– ¿Por qué lloras? -pregunté estúpidamente.

Annick no respondió. Sacudía los hombros: ¿sollozaba

violentamente o intentaba liberarse de mi brazo? ¿Cómo saberlo? Había llegado el momento de ser tierno, pensé. Lo fui, sumido en un desconcertado silencio, durante un rato. Sin embargo, la escena llegó a ser bastante fastidiosa.

– ¿Lloras porque he mencionado a esa chica?

– No hubo respuesta.

– ¿Lloras porque crees que no te amo lo suficiente?

No hubo respuesta. Estaba perplejo.

– ¿Lloras porque me amas?

Siempre cabía la posibilidad, pensé.

Annick se marchó. Se deshizo de mi brazo, se levantó, cogió su bolso de encima de la mesa, ignoró su ejemplar de L'Express, y se largó antes de que yo pudiese abandonar mi extraña postura. ¿Por qué ocultaba su rostro mientras se iba? Me quedé intrigado. ¿Por qué inclinó la cabeza para que el cabello le tapase la cara? ¿Había terminado de leer L'Express? ¿Por qué se había ido? ¿Me había dejado o se había ido solamente al trabajo? ¿Cómo averiguar todo esto? Difícilmente podía llamarla a la oficina y pedirle que me especificara cuál era el significado de su partida. Me acerqué a la máquina tragaperras e introduje uno o dos francos de los viejos. Pierdes algo, pierdes algo. Me sentí Humphrey Bogart.

De modo que, para variar, trabajé; no en la Bibliothèque Nationale, donde cabía la remota posibilidad de tropezarme con Annick, sino en el Musée du Théâtre. Después de un par de horas de revolver enormes ficheros que se referían, principalmente, a oscuras actrices de la década de 1820 a 1830, me sentí moralmente mejor y sexualmente más estable; quizá los grabados de mujeres muertas hacía tiempo era lo que en ese momento me hacía sentir más animado.

Tras un breve descanso para comerme un croque, el espectáculo de la gente real comenzó a deprimirme otra vez. Me dejé caer en el Rex-Alhambra, donde estaba programado un ciclo de Gary Cooper. Dos horas más tarde, reanimado por lo irreal, me sentí capaz de volver al piso. Después de todo, puede que ella hubiera vuelto allí, dispuesta a decirme lo mal que me había interpretado. Luego, nos acostaríamos (los libros decían que era todavía mejor después de una pelea). Por otra parte, puede que me estuviese esperando con una pistola o un cuchillo (la cuchillería francesa parecía inventada para el crime passionnel). A lo mejor había una nota. Incluso un regalo.

No había nada, por supuesto. El piso estaba tal y como yo lo había dejado. Empecé a buscar pruebas de una visita secreta de Annick durante el día; podía haber movido algo, haber puesto un poco de orden o dejado atrás alguna señal que la delatara. Pero no encontré nada. Un cigarrillo fumado a medias seguía en su plato desde el desayuno, doblado y arrugado como un nudillo. Tenía que haber algo que la hiciese volver. Pero no fue así; las cosas que necesitaba para pasar la noche nunca eran más de lo que cabría en un bolso. Con todo, se había llevado la llave, lo cual podía significar que volvería.

Esa noche fui a ver la película de Melville que estuvimos a punto de ir a ver juntos. Me paseé tontamente por la entrada del cine hasta perderme los diez primeros minutos, y luego entré lleno de impaciencia. Pero la impaciencia no logró anular el desengaño. No me gustó la película.

A la mañana siguiente encontré la llave en el buzón, pegada con celo a un trozo de cartón. Registré concienzudamente el sobre pero no había nada más.

Me quedé sentado durante un rato pensando en Annick. Cuánto la quería…, si es que la quería… De niño, mi abuela, que era la típica abuela de cuento con grandes pechos y el pelo blanco, solía extender los brazos sobre nosotros, los niños, y decir: «¿Cuánto queréis a la abuela?» Los tres, uno tras otro, alargábamos los brazos, estirando las puntas de los dedos, y respondíamos: «Así.»

Pero ¿es posible la medición en una escala más sutil que esa? ¿Acaso no sigue siendo una cuestión de gestos espectaculares, de garantías apocalípticas? Y, en cualquier caso, ¿no se necesita una escala de valores para establecer comparaciones? ¿Cómo juzgar la primera escapada? Podía haberle dicho a Annick que la quería más que a mi madre, tal y como hubiese podido decirle que de todas mis novias era la mejor en la cama; pero tales alabanzas carecían de valor.

Bueno, y volviendo otra vez a esa pregunta tan simple: ¿la quería?

Depende de lo que se entienda por amor. ¿Cuándo se supera la línea divisoria? ¿Cuándo je t'aime bien se convierte en je t'aime? La respuesta fácil es que uno sabe que está enamorado cuando no hay posibilidad de duda, tal y como sabes si tu casa está ardiendo. Y, sin embargo, esa es la cuestión: se intenta describir el fenómeno y se llega a una metáfora o a una tautología. ¿Hay alguien que todavía sienta cosas como si estuviera flotando? ¿O sienten tan sólo la sensación que creen que sentirían si estuvieran flotando? ¿O sienten meramente que deberían sentir que están flotando?

Las vacilaciones no indican falta de sentimiento, sólo incertidumbre terminológica (y, quizá, las repercusiones de mi conversación con Marion). En todo caso, ¿no afecta la terminología a la emoción? ¿No debería haber dicho je t'aime (y quién sabe si no habría dicho la verdad)? Del decir al hacer no hay más que un paso.

Sentado con la llave en la mano, estos eran mis pensamientos.

Descubrí que incluso una cuestión de semántica me ponía cachondo.

¿Sería, pues, que la amaba?

Lo cierto es que nunca la volví a ver.

Después de marcharse, Annick fui dándome excusas para no ver a mes amis anglais. Redescubrí, o al menos pretendí hacerlo, cierto interés por mi tesis. Iba todos los días a la misma hora a la Bibliothèque Nationale, y trabajaba con montones de material que transcribía disciplinadamente en fichas. Era de esos temas que comportan un trabajo fatigoso y honesto, además de requerir instinto para saber cómo y dónde buscar. El dominio del catálogo de la biblioteca es, por lo menos, la mitad de la clave. Se necesitaban muy pocas ideas originales, solamente habilidad para sintetizar las observaciones de los demás. Ese había sido, por supuesto, parte del plan inicial: dar con un trabajo que no exigiera excesivo desgaste cerebral y dejara mucho tiempo libre.

De hecho, mi vida volvió a ser lo que era cuando llegué a París. Volví a practicar mis ejercicios de memoria, que últimamente había comenzado a dejar de lado. Utilizándolos, escribí una serie de poemas en prosa que llamé Spleenters: alegorías urbanas, irónicos bocetos de personajes, poesía esquiva y descripciones detalladas que, gradualmente, se convertían en el retrato de una ciudad, de un hombre, y -¿quién sabe? -, quizá de algo más. Mi fuente de inspiración quedaba abiertamente reconocida en el título, pero no era una cuestión de imitación o parodia, me explicaba a mí mismo. Se trataba más de producir resonancias que de reproducir técnicas, en su mayoría, de este siglo.

Continué con mis dibujos de hallazgos fortuitos, que pensaba podrían utilizarse para ilustrar los spleenters, si es que llegaba algún día a publicarlos (no es que hiciera falta; con sólo escribirlos ya existían, se descubriesen o no). Fui a ver las películas más serias que pude encontrar. Con Annick habíamos acabado por coincidir en territorio común viendo películas sin pretensiones: un western, un clásico, la última de Belmondo. Solo parecía que podría llegar al fondo de las cosas: tomar notas del diálogo sin avergonzarse; salir del cine meditando todavía sobre la película sin tener que hacer comentarios brillantes de inmediato. Empecé a comprar Les Cahiers.

Leía; empecé a intentar cocinar unos cuantos platos franceses; alquilé una motocicleta Solex una semana entera y, con laboriosa lentitud, llegué hasta Sceaux y a Vincennes. Sentía que lo pasaba bomba; y cada vez que llamaban a la puerta, casi se me paraba el corazón, y me decía para mis adentros: ¿Annick?

Nunca era ella. Una vez, era una vecina preguntándome si tenía una botella de agua mineral Vittel, porque se le había olvidado al hacer la compra, y que si las escaleras y que si sus piernas… Otra vez fue Mme. Huet, enfadada por tener que subir a buscarme hasta el tercero, pero me llamaban por teléfono de Inglaterra y podía ser algo urgente (quizá hubiera muerto alguien, era lo que quería decir). Cuando llegué al teléfono, mi padre me dijo que llevaba esperando cinco minutos (Mme. Huet subió muy despacio las escaleras como venganza), y que la factura sería espantosa pero, en todo caso, feliz cumpleaños. Ah; se me había olvidado completamente.

Y luego, una noche, tardísimo, pocos días antes de la fecha en que tenía planeado marcharme de París, los golpes sonaron diferentes. Como una melodía, en verdad. Unos nudillos enormes marcando un ritmo, reforzados con golpecitos producidos con las puntas de unos dedos y un fondo de silbidos que los armonizaban y complementaban. Después de un momento de pánico, ante la perspectiva de unos ladrones filarmónicos, reconocí «Dios salve a la Reina»; abrí, y allí estaban Mickey, Marion y Dave. Marion se apoyaba contra la barandilla, guapa, silenciosa, inquisitiva. Mickey se sacó un peine que llevaba envuelto en papier de toilette y me obsequió con un estruendoso «Auld Lang Syne». [5] Dave había venido remedando a un gabacho; un jersey de rayas horizontales azules y blancas, boina y un delgado bigote negruzco; llevaba una baguette bajo el brazo y venia masticando ajo. El pan y el ajo me dieron de lleno en distintas partes de mi anatomía cuando se adelantó para besarme en ambas mejillas.

– Bobbi Charltong, Zhacky Charltong, Coupe du Monde, Monsieur Eat, God Shave de Queen [6] -dijo con acento francés, subiendo el tono conforme iba llegando al final de la copla.

Marion sonreía. Yo sonreía. No sabían qué habían hecho pero todo estaba perdonado. Nos amontonamos en el piso y saqué una botella de calvados para celebrarlo. Marion continuó mirando y sonriendo, mientras Dave y Makey especulaban.

– Quizá ha estado malade.

– A mí me parece que tiene muy buen aspecto. Quizá haya estado de mal humor.

– Mais il n'est pas bodeur. Quisá él trabajando dugo.

– Quizá su querida lo haya plantado.

Miré a Marion.

– Es verdad, quizá sí -dijo Dave.

Comenzaron a cantar una de las canciones de Chevalier en Gigi, mientras Dave empuñaba la baguette como si fuera un violín.

Sonreí con gesto de complicidad.

Marion me devolvió la sonrisa.

6. Relaciones entre objetos

Billancourt y la Bourse: ¿qué importan ya? Pregúntenme qué hacía en 1968 y lo diré: trabajé en mi tesis (descubriendo un intercambio de cartas poco conocido entre Hugo y Coleridge sobre la naturaleza del drama poético, que publiqué en el Modern Language Quarterly); me enamoré y el corazón se me hizo añicos; mejoré mi francés; escribí un libro lapidario, encuadernado en una edición escrita a mano de un solo ejemplar; hice algunos dibujos; entablé algunas amistades; conocí a mi mujer.

De haber leído esto antes de salir de Inglaterra, me habría muerto de miedo. Estaba amedrentado, impresionado y también, quizá, un poco desilusionado. Todas esas pamplinas que se dicen sobre que no es posible llegar y besar el santo son, desde luego, verdad; pero es posible que yo hubiera partido con demasiadas expectativas. ¿Que había ido yo a buscar? En primer lugar conocerme a mí mismo, de forma vivida, fulminante, enriquecedora. Pero, además, soñaba con encontrar la clave de una síntesis vital entre el arte y la vida. Por ingenuo que parezca, así era. Además, cuanto más ambicioso es el objetivo, más ingenuo suena. Era el único tema que me había interesado en serio desde mis tempranos experimentos con Toni en la National Gallery. «Hay quien dice que lo primero es vivir, pero yo prefiero leer»: eso lo hubiésemos aprobado entonces con sentimiento de culpabilidad; culpabilidad porque temíamos que nuestra pasión por el arte fuera el resultado de la vacuidad de nuestras «vidas». ¿Cómo influía un concepto en el otro? ¿Dónde hallar el equilibrio? ¿Eran tan fáciles de discernir como nosotros asumíamos? ¿Podía ser la vida una obra de arte; o una obra de arte una forma más elevada de vida? ¿Era el arte un mero pasatiempo sibarítico en el cual los no religiosos habían introducido por la puerta falsa una faceta espiritual? La vida terminaba; pero ¿acaso el arte no?

Me senté en la chirriante silla de mimbre esperando que fuese la hora de partir. Mejor media hora aquí y otra media hora en la Gare du Nord que una hora entera en cualquiera de los dos sitios dando ocasión para que la soledad y la inactividad anidasen en el cerebro. Hacer algo o no hacer nada en dos etapas.

Mis dos maletas -el peso distribuido equitativamente entre ellas- estaban primorosamente alineadas una al lado de la otra cerca de la puerta. Eché un último vistazo a mi alrededor, entristecido pero también vagamente orgulloso de estarlo. Todo había sido experiencia; ¿lo era? Todo había sido vivir; ¿lo era? ¿Lo era…?

A la izquierda estaba la cama donde, como aún me decía con ternura, perdí mi virginidad. Mentalmente, me pasé el brazo por encima del hombro durante un segundo; luego lo aparté. En la cama, Annick actuaba, reaccionaba, demandaba, acusaba, perdonaba, desaparecía. Podíamos, por supuesto, seguir siendo amigos. Hacía más de un mes que no la había visto.

Dejaba atrás toda una hilera de libros: la mayoría Livres de Poche, leídos con tanta avidez que el celofán de las cubiertas se había despegado de sus cóncavos lomos estrujados. Sobre ellos, una mancha pintada por el dueño del piso, que tenía los colores del primer cubismo sazonado con la jovialidad de Derain. No era ninguna maravilla, pensé por última vez, y sonreí ante el regalo de despedida que dejaba sobre la mesa: un dibujo fidedigno, y realizado con gran destreza, de la vista que ofrecía la ventana, incluido cada ladrillo visible, cada antena de televisión identificable, cada coche aparcado. Resultado: una curiosa mezcla monocroma de claridad y movimiento. Yo estaba, modestia aparte, muy satisfecho de él.

La máquina tragaperras, con un montón de francos antiguos en el estante de encima. Un instrumento milagroso e irónico: se ponen cosas dentro de él y luego, aparentemente al azar, pero en realidad de acuerdo con un programa, son devueltas. Se creía salir ganando pero de hecho no era verdad, aunque si se seguía jugando el tiempo suficiente era posible acabar a la par. Además, ¡lo que se ponía y se ganaba no tenía valor real! Piezas gastadas, de museo, círculos de cobre ya opacos. Si uno era proclive al desenfreno, la máquina se ofrecía como un símbolo bastante melancólico.

Mis maletas, ridículamente bien alineadas, enfundadas en previsión de cualquier brise marine.

La puerta, por la cual entró Annick. ¿Por la cual quería yo todavía que regresara? ¿Por la cual ella, de saberlo, regresaría?

Sobre el escritorio, una hilera de botellas de bebidas alcohólicas, una por cada calvados que yo había consumido. A su lado una papelera que no vacié, con deliberada negligencia. Aunque no dejé allí nada a propósito, era perfectamente consciente de lo que había dentro. Un ejemplar de Hara-Kiri (journal bête et méchant) y otro de Les Nouvelles Littéraires; el programa de una obra de teatro que tenía repetido; varios bocetos y apuntes de relatos y poemas; unos cuantos dibujos (los más despreciados): un par de cartas de mis padres; peladuras de mandarina; y una nota que dejó Annick una mañana que se levantó temprano: Pas mal, mon vieux, t'es pas mal du tout. A demain. A. Esto también era prácticamente un duplicado.

El último objeto era yo. Tan repleto como mis maletas; tuve que sentarme sobre mí mismo para que todo me cupiera dentro. Los equivalentes morales y sensuales de los programas de teatro estaban todos allí, empaquetados cronológicamente y sujetos con gomas. Mira esto, y esto, y esto. Mira cómo reaccionaste aquí, y aquí. ¿No era un poco despreciable? Y Dios, mira esto, si no te avergüenzas no te dirijo más la palabra ¿Estás avergonzado? Ese es el tíquet. De acuerdo, ahora puedes mirar esto otro… Ahí no estuviste del todo mal: sensibilidad genuina, diría, compasión, incluso (aunque es arriesgado mencionar la palabra) sabiduría. Sabiduría instintiva, quizá, más que de esa que se tarda tanto en aprender; pero no por eso hay que menospreciarla.

Lo apreté todo hasta ponerlo en su sitio, ajusté las hebillas, me levanté de la silla con un chirrido final, recogí mis maletas externas y me fui. En el bolsillo llevaba el libro que acababa de comenzar: L'Education Sentimentale.

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