Estás a punto de huir. Tienes de tu parte el tiempo y el sigilo. El tiempo favorece a los que huyen. Sus pasos desaparecen. No se sabe cómo se esconden hasta que ya han desaparecido.
No quieres que yo lo sepa. El propósito de tu vida secreta era evitar la entrada de ciertos hombres. Huiste de los hombres y hacia los hombres y te quedaste en nada. Tenías la astucia del fugitivo y su camuflaje. Tu pasión de fugitiva te mató.
No puedes huir de mí. Yo he escapado de ti demasiado tiempo. Es aquí donde fuerzo una competición entre fugitivos.
Ahora es nuestro tiempo.
Volé a Los Ángeles para ver el expediente del asesinato de mi madre. Mis motivos eran ambiguos, como poco.
Estábamos en marzo del 94. Jean Ellroy llevaba treinta y cinco años y nueve meses muerta. Yo tenía cuarenta y seis años.
Vivía en una zona adinerada de Connecticut. Tenía una casa tan grande como aquellas en que solía entrar para robar. Tomé un vuelo, a primera hora, y me alojé en una suite del hotel Mondrian. Quería acercarme al expediente con la cabeza clara y el corazón frío.
El impulso había surgido seis semanas antes. Mi amigo Frank Girardot me había llamado para contarme que estaba escribiendo un artículo sobre los viejos asesinatos del valle de San Gabriel. El artículo se publicaría en el Tribune de San Gabriel y en el Star-News de Pasadena. Se centraría en cinco asesinatos sin resolver, el de mi madre entre ellos, y expondría a la luz pública al Departamento de Casos No Resueltos de la Oficina del Sheriff de Los Ángeles.
Frank iba a ver el expediente de mi madre. Leería los informes y vería las fotos de la escena del crimen. Vería a Jean Ellroy muerta. Aquello me afectó de inmediato. Me afectó profunda y rápidamente y en dos niveles distintos.
Yo también tenía que ver el expediente. Tenía que escribir sobre aquella experiencia y publicar el escrito en alguna revista importante. Sería un buen golpe publicitario para mi siguiente novela.
Llamé a mi editor en GQ y se lo propuse. La idea lo puso en acción y habló con su jefe. Éste me dio luz verde. Llamé a Frank Girardot y le pedí que pusiera al corriente a sus hombres del Departamento de Casos No Resueltos. Frank se puso en contacto con los sargentos Bill McComas y Bill Stoner, quienes me aseguraron que podría ver el expediente.
Me dispuse a hacer el viaje, pero el gran terremoto de Los Ángeles retrasó mis planes en varias semanas. El Palacio de Justicia fue clausurado. Homicidios de la Oficina del Sheriff estaba de traslado y los expedientes se hallaban en tránsito. El retraso me dio cierto tiempo para bailar con la pelirroja.
Sabía que era el momento de enfrentarme a ella. Una vieja fotografía me dijo por qué.
Mi mujer la encontró en el archivo de un periódico, compró un duplicado y lo enmarcó. En ella aparecía yo, de pie junto al banco de trabajo de George Krycki. Era el 22 de junio de 1958.
En la foto no se puede discernir mi estado de ánimo. Quizás estuviera aburrido. Quizá, catatónico. Mi actitud no delata nada.
Es mi vida en el nivel cero. Estoy demasiado aturdido, aliviado o perdido en cálculos como para dar señales de simple pena.
La foto tenía treinta y seis años y definía a mi madre como un cuerpo en una cuneta y como fuente de inspiración literaria. Yo no me sentía capaz de separar lo que era suyo de lo que era mío.
Me gusta encerrarme en suites de hotel. Me gusta apagar las luces y poner el acondicionador de aire. Me gustan los ambientes contenidos y con temperatura controlada. Me gusta sentarme en la oscuridad y dejar vagar la mente. Por la mañana me encontraría con Bill Stoner. Pedí al servicio de habitaciones que me subieran algo de cenar y una jarra enorme de café. Apagué las luces y dejé que la pelirroja me llevara por ahí.
Conocí cosas de nosotros. Otras, las presentí. Su muerte corrompió mi imaginación y me proporcionó unos dones explotables. Me enseñó autosuficiencia mediante ejemplos negativos. Mi tendencia a la autoconservación estaba a la altura de mis impulsos autodestructivos. Mi madre me aportó el don y me maldijo con la obsesión. Empezó como curiosidad en lugar de hacerlo como pena infantil. Floreció como una búsqueda de oscuro conocimiento y mutó en una horrible avidez de estimulación. Los impulsos obsesivos estuvieron a punto de matarme. La furia por convertir mis obsesiones en algo bueno y útil me salvó. Sobreviví a la maldición. El don adoptó su forma final en el lenguaje.
Ella me cargaba de energía para el sexo y para la muerte. Era la primera mujer en mi camino hacia la mujer brillante y valerosa con que me había casado. Ella me daba un rompecabezas resistente sobre el cual reflexionar y del que aprender. Me proporcionaba el tiempo y el lugar de su muerte para extrapolar cosas de ella. Era el centro, tácito o susurrado, del mundo de ficción que yo había creado y del mundo placentero en el cual vivía. Y, hasta aquel momento, apenas se lo había reconocido de manera suficientemente rutinaria.
Escribí mi segunda novela, Clandestine, en el 80. Era mi primera confrontación mano a mano con Jean Ellroy. La retrataba como una borracha torturada con un pasado hiperbólicamente torturado en un pueblucho de Wisconsin. Le di un hijo de nueve años y un ex marido malvado que se parecía físicamente a mi padre. Incluí detalles autobiográficos en el libro y situé la acción a principios de los años cincuenta para desarrollar un subargumento policiaco sobre la amenaza roja. Clandestine hablaba de Jean Ellroy de forma anecdótica. La historia giraba en torno a su hijo, de treinta y dos años. El héroe era un policía joven y ambicioso dispuesto a follarse a cuanta mujer se le pusiera por delante y a ascender a toda costa. Yo era un joven escritor ambicioso, impaciente por ascender.
La ascensión significaba dos cosas: escribir una gran novela policiaca y atacar la historia fundamental de mi vida.
Me dispuse a ello. Llevé a la práctica mi decisión consciente de manera inconsciente. Clandestine era más rico y complejo que mi libro anterior. La madre y el hijo estaban perfectamente logrados. Sólo fallaban en comparación con la vida real. No éramos mi madre y yo, sino producto de la ficción. Yo quería que se hicieran a un lado y siguiesen su camino. Había creído que podría perfilar a mi madre con detalles fríos y de ese modo expulsarla de mi vida. Había pensado que podría confesar unos cuantos secretos de juventud y darme por satisfecho. Mi víctima del crimen preferida no era Jean Ellroy. Era Elizabeth Short. De nuevo, dejé a un lado a la pelirroja por la Dalia.
Aún no estaba preparado para Elizabeth. Quería dirigirme a ella como novelista maduro, pero antes quería ampliar mi diálogo con las mujeres.
Dejé Los Ángeles en el 81. Era demasiado conocido y demasiado fácil. Alcohólicos Anónimos era demasiado fácil. Quería desembarazarme de toda aquella gente enganchada a la terapia y a la religión de los doce peldaños. Sabía que podía mantenerme sobrio de todas maneras. Quería volar Los Ángeles y limitar mi dosis de la urbe a lo meramente ficticio. En octubre tenía fijada su salida al mercado Réquiem por Brown. La publicación de Clandestine estaba prevista para algún momento del año 82. Tenía un tercer libro terminado. Quería volver a empezar en algún nuevo local sexy.
Me trasladé a Eastchester, Nueva York, a treinta kilómetros al norte de la Gran Manzana. Alquilé un apartamento en un sótano y conseguí un trabajo de cadi en el Wykagyl Country Club. Tenía treinta y tres años y me creía un auténtico valor en alza. Quería probarme en Nueva York. Quería entrar a saco con la Dalia y encontrar a la mujer trascendental de la vida real que, estaba seguro, nunca encontraría en Los Ángeles.
Nueva York era puro cristal de metadona. Se enredaba con mi vida en un mundo dual. Escribía en mi apartamento y cargaba bolsas de golf a cambio de un sueldo de subsistencia. Manhattan estaba a un latido de distancia. Manhattan estaba lleno de mujeres provocativas.
Mis amigos varones desdeñaban mis gustos en cuestión de mujeres. Las estrellas de cine y las modelos me aburrían. Me gustaban las mujeres de negocios con trajes de chaqueta. Me gustaba la costura de una falda a punto de reventar a causa de los siete kilos de más. Me atraían las personalidades serias. Me interesaban las visiones del mundo radicales y no programáticas. Desdeñaba a diletantes, envidiosos, incompetentes, roqueros, seguidores de extrañas terapias, ideólogos chiflados y a todas las mujeres que no eran ejemplo del equilibrio entre el protestantismo del Medio Oeste y el libertinaje que había heredado de Jean Ellroy. Me gustaban las mujeres atractivas más que las que otros hombres consideraban guapas. Admiraba la puntualidad y la pasión y consideraba ambas como virtudes iguales. Era un fanático moralista y sentencioso que actuaba en una dinámica tiempo perdido / vida recuperada. Esperaba de mis mujeres que observasen las reglas más estrictas, se sometieran a la fuerza carismática que yo pensaba poseer, me follaran hasta ponerme en coma y me sometieran a su carisma y a su rectitud moral sobre una base equitativa.
Todo eso era lo que deseaba. No lo que conseguí. Mis aspiraciones eran ligeramente irrazonables. Las revisaba cada vez que conocía a una mujer con la que deseaba acostarme.
Rehacía a esas mujeres a la imagen de Jean Ellroy, salvo el alcohol, la promiscuidad y el asesinato. Yo era un tornado que pasaba por sus vidas. Tomaba el sexo y escuchaba sus historias. Les contaba la mía. Intenté que funcionara una serie de emparejamientos, breves y más prolongados, pero nunca me esforcé tanto como las mujeres con quienes estaba.
Mientras lo hacía, aprendí cosas. Nunca rebajé mis expectativas románticas. Era un tipo falso e imprevisible y un rompecorazones con una fachada convincentemente suave. En la mayor parte de mis asuntos de faldas yo llevaba la iniciativa cuando de poner fin a la relación se trataba. Me encantaba cuando alguna mujer me veía las intenciones y me daba puertas primero. Yo nunca di puertas a mis expectativas románticas. Nunca acepté un comentario tierno de amor. Me sentía mal por las mujeres con quienes follaba. Con el tiempo, me acerqué a las mujeres con menos ferocidad. Aprendí a disimular mi ansia, que pasaba directamente a mis libros, cada vez más obsesivos.
Yo era una antorcha perpetua con tres llamas.
Mi madre. La Dalia. La mujer que yo sabía que Dios me daría.
Escribí cuatro novelas en cuatro años. Mantuve separados mis dos mundos, Eastchester y Manhattan. Me sentía cada vez mejor. Desencadené una especie de fenómeno de culto y elaboré un álbum de recortes de revistas de cuatro estrellas. Los anticipos que me daban por mis libros se incrementaron. Jubilé mis zapatos de cadi. Me encerré durante un año y escribí La dalia negra. El año pasó volando. Viví con una mujer muerta y con una docena de hombres malos. Betty Short me guió. Construí el personaje a partir de diversos aspectos del deseo masculino e intenté describir el mundo de hombres que había sancionado su muerte. Cuando acabé la última página, lloré. Dediqué el libro a mi madre. Sabía que podía unir a Jean con Betty y encontrar oro de veinticuatro quilates. Financié mi propia gira de promoción. Hice público el vínculo. Convertí La dalia negra en un best-seller nacional.
Conté una docena de veces la historia de Jean Ellroy y la Dalia. Reduje la narración a fragmentos de sonido y la vulgaricé en aras de la accesibilidad. Procedí a contarla con desapasionamiento minucioso. Me retraté como un hombre formado por dos mujeres asesinadas y por un hombre que ahora vivía en un plano por encima de tales cuestiones. Mis actuaciones en los medios eran convincentes a primera vista y faltas de sinceridad cuando se reflexionaba sobre ellas. Explotaban la desacralización de mi madre y me permitían trocear su recuerdo en porciones manejables.
La dalia negra fue mi libro decisivo. Era pura pasión obsesiva y una elegía a la patria chica. Quería seguir en los años cuarenta y en los cincuenta. Quería escribir novelas más ambiciosas. Sentía la llamada de unos hombres malvados que hacían cosas perversas en nombre de la autoridad. Deseaba mearme en el mito del noble solitario y exaltar a policías dedicados a joder a los privados de derechos civiles. Quería canonizar el Los Ángeles secreto que había vislumbrado, por primera vez, el día en que murió la pelirroja.
La dalia negra quedaba atrás. Mi gira promocional cerraba un tránsito de veintiocho años. Comprendí que debía dejar atrás el libro. Supe que podía volver al Los Ángeles de los años cincuenta y reescribir esa antigua pesadilla según mis propias especificaciones. Era mi primer mundo separado. Supe que podía extraerle sus secretos y contextualizarlos, reclamar el tiempo y el lugar, cerrar el paso a aquella pesadilla y forzarme a encontrar otra nueva.
Escribí tres secuelas de La dalia negra y denominé a esa obra colectiva «El cuarteto de Los Ángeles». Mi reputación y mi imagen pública se agrandaron como una bola de nieve. Conocí a una mujer, me casé y me divorcié de ella en el plazo de tres años. Rara vez pensaba en mi madre.
Dejé de centrarme en el Los Ángeles de los años cincuenta y me pasé a la Norteamérica de la era de Jack Kennedy. El salto modificó mi ámbito geográfico y temático y me impulsó hasta la mitad de una nueva novela negrísima. El Los Ángeles de los años cincuenta quedaba atrás. Jean Ellroy, no. Conocí a una mujer y ella me empujó hacia mi madre.
El nombre de la mujer era Helen Knode. Escribía para un periódico izquierdoso llamado L.A. Weekly. Nos conocimos. Nos emparejamos. Nos casamos. Fue un amor extravagante. Fue un reconocimiento mutuo con el motor a seis mil revoluciones por minuto.
Progresamos. Las cosas fueron cada vez mejor. Helen era hiperbrillante. Era todo elevada rectitud y risas profanas. Dos imaginaciones desatadas se combinaron y colisionaron.
Helen estaba obsesionada con el siempre desconcertante asunto de la relación entre hombres y mujeres. Lo disecaba, lo satirizaba, lo desmontaba y volvía a montarlo. Se lo tomaba a broma y se burlaba de mi enfoque melodramático del tema.
Se concentró en mi madre. La llamaba «Geneva». Imaginábamos escenas en las que aparecían mi madre y algunos hombres famosos de su época. Nos partíamos de risa. Metimos a Geneva en la cama con Porfirio Robirosa y criticamos la misoginia americana. Geneva volvía heterosexual a Rock Hudson, Geneva le daba unos meneos a JFK y lo volvía monógamo. Hablamos una y otra vez de Geneva y de la polla monolítica de mi padre. Nos preguntábamos por qué coño no me habría casado con una pelirroja.
Helen encontró la foto. Me instó a estudiarla. Era la abogada de mi madre y su agente provocadora.
Me conocía. Citó a un autor teatral muerto y me llamó bala perdida sin otra cosa que un futuro. Comprendía mi falta de autocompasión. Sabía la razón de mi desprecio a todo lo que pudiese limitar mi impulso hacia delante. Sabía que las balas no tienen conciencia. Pasan ante las cosas a toda velocidad y fallan el blanco tan a menudo como aciertan en él.
Helen quería que conociera a mi madre. Quería que descubriese quién era y por qué había muerto.
Aparqué delante de la Brigada de Homicidios. Bebí un trago de café en el coche e hice un poco de tiempo. Pensé en las fotos de la escena del crimen.
La había visto muerta. La había visto por primera vez desde que aún estaba viva. No guardaba ninguna foto de ella. Lo único que tenía eran retratos mentales, vestida y desnuda.
Los dos éramos altos. Yo tenía sus facciones y la tez de mi padre. Estaba volviéndome gris y calvo. Ella había muerto con la cabeza cubierta de brillantes cabellos rojizos.
Subí y llamé al timbre. Me respondió el crepitar de un altavoz situado sobre la puerta. Pedí por el sargento Stoner.
La puerta se abrió con un chasquido. Bill Stoner apareció en el quicio y se presentó.
Medía cerca de un metro ochenta y debía de pesar unos ochenta kilos. Tenía los cabellos castaños, finos, y lucía un gran bigote. Llevaba traje oscuro, camisa a rayas y corbata a juego.
Nos dimos la mano y volvimos a entrar en Casos No Resueltos. Stoner me mostró brevemente un ejemplar de mi novela, Jazz Blanco. Me preguntó por qué todos los policías eran extorsionadores y pervertidos. Le dije que los buenos policías no daban bien en la ficción. Él señaló la foto de la contracubierta. En ella yo aparecía con mi bull terrier tendido sobre mis muslos.
Le dije que el perro parecía un cerdo blanqueado. Añadí que se llamaba Barko. Era un cabronazo muy listo. Lo echaba de menos. Mi ex esposa había conseguido la custodia.
Stoner se echó a reír. Nos sentamos en escritorios contiguos. Me pasó un archivo de acordeón marrón.
Dijo que las imágenes de la escena del crimen eran explícitas. Me preguntó si aún quería verlas.
Contesté que sí.
Estábamos solos en la oficina. Nos pusimos a hablar.
Le conté que en los años sesenta y setenta había pasado algún tiempo en el condado. Hablamos de las ventajas y desventajas del Biscailuz Center y del Wayside Honor Rancho. Dije que me encantaban los pimientos rellenos del almuerzo. Stoner me contó que él los comía cuando iba por el Wayside.
Tenía una voz suave de inquisidor y adornaba los monólogos con breves pausas. Nunca interrumpía, pero ni por un instante apartaba la mirada de quien le hablaba.
Sabía cómo sonsacar a la gente. Sabía extraer secretos íntimos. Noté que me incitaba a ello. No me resistí. Sabía que Stoner había reparado en mi lado exhibicionista.
Sólo estaba ganando tiempo. El expediente marrón me asustaba. Y sabía que Stoner estaba incitándome a abrirlo.
Charlamos. Intercambiamos historias policíacas de Los Ángeles. Él tenía una percepción aguda y lúcida, carente de la ideología policial típica de tantos de sus compañeros. Catalogaba al DPLA de institución racista y confería una intensa carga dramática a sus relatos. Decía «jodido» con la misma frecuencia y tranquilidad que yo y utilizaba un lenguaje procaz para aumentar el efecto de sus palabras. Describió el caso Beckett y me condujo de cabeza al terror de Tracy Stewart.
Tras dos horas de charla guardamos silencio, casi como si nos hubieran indicado que lo hiciéramos.
Stoner abandonó la estancia. Yo me dejé de evasivas.
Dentro del expediente había sobres, hojas de teletipo y notas sueltas garabateadas en recortes de papel, así como un «Libro Azul» de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. El libro en cuestión, de cincuenta páginas, contenía informes mecanografiados en orden cronológico.
El informe del cuerpo encontrado. El informe del forense. Informes sobre sospechosos exonerados. Tres entrevistas literales.
El Libro Azul era frágil y estaba enmohecido. En la tapa aparecían dos nombres mecanografiados. No los reconocí. Sargentos John G. Lawton y Ward E. Hallinen.
Eran los hombres que me habían preguntado con quién follaba mi madre. Uno de ellos me había comprado un dulce, hacía un millón de años.
El expediente estaba mal conservado y rebosaba de papeles y notas sueltas metidas de cualquier manera y luego olvidadas. El aspecto descuidado resultaba tan ofensivo para mí como simbólico. Me hallaba ante el alma perdida de mi madre.
Puse orden en todo aquello. Formé una hilera de pilas de papeles, bien ordenados. Aparté a un lado el sobre con el rótulo «Fotos Escena del Crimen». Estudié por encima el primer montón de informes del Libro Azul y aprecié detalles extraños.
Mi dirección en El Monte era Maple, 756. Dos testigos vieron a mi madre sentada a la barra del Desert Inn. El nombre me dejó aturdido. Los periódicos decían que mi madre acudía a una coctelería de la localidad. Nunca concretaban más.
Hojeé algunos informes. Un testigo del Desert Inn aseguraba que el acompañante masculino de mi madre era mexicano. El hecho me sorprendió. Jean Ellroy era derechista y estaba obsesionada con las apariencias. No me la imaginaba en un lugar público con un cholo.
Eché un vistazo a la última sección y vi dos cartas manuscritas. Un par de mujeres delataban a sus ex maridos. Escribían a John Lawton y daban razones detalladas de sus sospechas.
La mujer número uno escribía en 1968. Decía que su ex trabajaba con Jean en la planta de Packard-Bell. Había estado liado con Jean y con otras dos mujeres de la empresa. Después de la muerte su comportamiento había sido sospechoso. La mujer le había preguntado dónde estaba esa noche y él, tras golpearla, le había exigido que cerrara el pico.
La mujer número dos había escrito en 1970. Según ella, su ex tenía una cuenta pendiente con Jean Ellroy, que se había negado a tramitar una reclamación por lesiones que él había presentado. Aquello «lo había sacado de quicio». La mujer número dos añadía en una posdata que su ex había prendido fuego a una tienda de muebles. Habían tenido que devolver una mesa de cocina que él había comprado, lo cual «lo había sacado de quicio» una vez más.
Las dos cartas sonaban a venganza. John Lawton había añadido una nota a la número dos; en ella dejaba constancia de que ambas pistas habían sido investigadas y desechadas por inválidas.
Eché un vistazo al libro. Capté leves destellos de datos.
Harvey Glatman fue interrogado y descartado como sospechoso. Recordé el día en que lo llevaron a la cámara de gas. Un testigo del Desert Inn discutía el detalle del mexicano. Decía que el tipo que estaba con la rubia y la pelirroja era «un hombre blanco, moreno». Mi madre trabajaba en Airtek Dynamics desde septiembre del 56. Yo creía que por entonces aún estaba en Packard-Bell. El informe de la autopsia señalaba la presencia de semen en la vagina de mi madre. No había ninguna mención a lesiones internas o abrasiones vaginales. No había indicio alguno de violación; nada hacía pensar que el encuentro sexual no hubiese sido de mutuo acuerdo. Mi madre estaba con el período. El cirujano forense le encontró un tampón en la vagina.
Los hechos me golpearon como una andanada. Sabía que debía contener la ráfaga. Saqué pluma y libreta de notas y pasé a las declaraciones transcritas. La primera fue toda una revelación.
Lavonne Chambers atendía los coches del restaurante Stan's Drive-In, a cinco manzanas del Desert Inn. Había atendido a mi madre y a su acompañante masculino dos veces, el sábado por la noche y el domingo de madrugada.
Según ella, el tipo era griego o italiano. Conducía un Oldsmobile del 55 o del 56, de dos tonos. Había llegado con mi madre hacia las 22.20. Cenaron en el coche. Hablaron. Se marcharon y volvieron hacia las 2.15.
El hombre estaba callado y tenía aire hosco. Mi madre estaba «muy animada». «Charlaba por los codos.» Tenía mal colocado el escote y uno de los pechos quedaba medio a la vista. Se la veía «algo desaliñada». El hombre «parecía aburrido con ella».
Todo aquello era información nueva y caliente. Y mandaba al cuerno mi vieja teoría.
Yo creía que mi madre había dejado el bar con el Hombre Moreno y la Rubia. Que habían intentado forzarla a un menage à trois, que ella se había resistido y el asunto había terminado mal.
Él estaba «aburrido». Ella, «desaliñada». Lo más probable era que ya hubiesen follado y él quisiera desembarazarse de ella. Mi madre quería más de su tiempo.
Yo solía frecuentar el Stan's Drive-In, que quedaba al otro lado de Hollywood High. Las camareras que atendían los coches llevaban uniforme rojo y blanco. El Krazy Dog era estupendo. Las hamburguesas y las patatas fritas, famosas.
Leí la declaración tres veces. Anoté los datos clave. Me preparé y abrí el primer sobre.
Contenía tres instantáneas. Vi a Ed y a Leoda Wagner, hacia el año 50. Vi a mi padre a los cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Las fotos llevaban sendas leyendas: «Herrn. de la víct. y su mar.» y «Ex mar. de la víct.». Mi padre aparecía guapo y en forma.
La tercera foto lleva esta leyenda: «Víct., agosto del 57.»
La mujer de la foto llevaba un sarong blanco. Me acordaba de él. Sostenía una copa y un cigarrillo. Tenía los cabellos recogidos, corno los llevaba siempre. Detrás de ella había gente de juerga. Parecía un picnic o algo así.
Su aspecto era deplorable, con la cara hinchada y ojerosa. Parecía mayor de los cuarenta y dos años y cuatro meses que tenía. Semejaba una borracha que intentase simular, sin éxito, que no lo era. La imagen se contraponía radicalmente con la que yo conservaba en mi recuerdo.
Esa foto reflejaba deseos satisfechos. Congelé en mi mente su imagen a unos lascivos cuarenta. Las arrugas de su rostro no eran huellas de vida disoluta, sino de fuerza, de energía. La foto era todo ansia soterrada. Sucumbí a la imagen y le hice el amor unas pocas veces, todas ellas preciosas y fantásticas.
Abrí el segundo sobre. Vi dos retratos robot del Hombre Moreno. El retrato número uno mostraba a un enjuto soplapollas. El retrato número dos mostraba a un sádico de rasgos similares.
Abrí el tercer sobre. Contenía treinta y dos fotos para las fichas de otros tantos hombres, todos ellos catalogados de delincuentes sexuales. Unos eran blancos y otros hispanos. Todos los rostros se parecían a los retratos robot.
Los treinta y dos habían sido interrogados y dejados en libertad. Todos tenían ese aspecto de viles pervertidos que produce el fogonazo del flash. Llevaban al cuello el rótulo de identificación de anteriores detenciones por asuntos de carácter sexual. Los rótulos recogían las fechas de detención y diversos números de artículos del código penal. Las fechas iban desde el 39 hasta el 57. Los números cubrían desde violaciones y escándalos sexuales hasta media docena de delitos pasivos. Casi todos los tipos ofrecían un aspecto desaseado. Unos cuantos aparecían encogidos, como si acabaran de golpearlos con un listín telefónico. El efecto que producían en conjunto era repulsivo. Tenían el aire de una mancha venérea o de una salpicadura de semen en la pared de un cagadero.
Abrí el último sobre. Vi a mi madre muerta cerca del instituto Arroyo.
Tenía las mejillas hinchadas y las facciones abotargadas. Parecía una mujer enferma pillada en pleno sueño.
Vi el cordel y la media en torno a su cuello. Vi las picaduras de insectos en los brazos. Vi el vestido que llevaba puesto. Me acordaba de él. Contemplé las fotos en blanco y negro y recordé que el vestido era celeste y azul marino. Le llegaba por debajo de las rodillas, pero alguien se lo había levantado hasta las caderas. Vi su vello pubiano. Aparté rápidamente la mirada y convertí la imagen en algo borroso.
La última foto correspondía a la autopsia. Mi madre estaba boca arriba en una mesa del depósito de cadáveres, con la cabeza apoyada en un bloque de caucho negro.
Vi su pezón deformado y la sangre seca que cubría sus caderas. Vi una incisión abdominal suturada. Era muy probable que la hubiesen abierto en la escena misma del crimen, para hacer un estudio del hígado antes de que sobreviniera el rigor mortis.
Examiné todas las fotos tomadas en el lugar donde la hallaron. Grabé cada detalle en la memoria. Me sentía en perfecta calma. Volví a colocarlo todo en el expediente y le entregué éste a Stoner.
Me acompañó hasta el coche. Nos estrechamos la mano y nos despedimos. Stoner estaba algo alicaído. Sabía que mi mente se hallaba muy lejos de allí.
Esa noche me acosté pronto. Cuando desperté aún no había amanecido. Vi las fotos incluso antes de abrir los ojos.
Noté que un pequeño engranaje encajaba en su lugar con un chasquido. Era como decir, «¡Oh!», al reconocer una gran revelación.
Ahora lo sabes.
Creíste que lo sabías, pero te equivocabas. Ahora sabes de verdad. Ahora vas a donde ella te lleva.
Ella y el Hombre Moreno regresaron al Stan's Drive-In. Eran las dos y cuarto de la madrugada. Acababan de follar y él estaba aburrido, quería deshacerse de aquella mujer desesperada y continuar con su vida. La combustión se había producido porque ella quería más. Más sexo o más atenciones masculinas. La promesa de una siguiente vez con flores y un trato más lujoso.
Confié en mi nueva teoría. Hacía que sintiese una poderosa oleada de amor hacia mi madre.
Yo era hijo suyo. Estaba tan enganchado como ella a aquel «querer más». La diferencia de sexo y la época me favorecían. Yo me había dedicado a beber y a follar con una aprobación general que ella nunca habría soñado tener. La suerte y la cautela del cobarde me salvaron.
Vi la cuesta abajo que ella había recorrido. Me había imbuido a la fuerza de un instinto de supervivencia que ella nunca había desarrollado. Su dolor era mayor que el mío. Definía el vacío que había entre nosotros.
Regresé a Connecticut y escribí mi artículo para GQ. No era nada catártico. No desconectó ese pequeño mecanismo. Ella siempre estaba allí, conmigo.
Fue un abrazo torpe y una reunión. Fue un paso temerario. Fue una cita a ciegas a la que me habían empujado Helen y Bill Stoner.
Ahora vas a donde ella te conduce.
La idea me confundió. Entregué mi devoción con fe ciega.
Ella me señaló el camino que conducía a sus secretos. Su guía fue una provocación y un reto. Me desafiaba a descubrir cómo había vivido y cómo había muerto.
Decidí ampliar mi artículo para GQ, hacerlo cincuenta veces más largo y convertirlo en libro. A mi editor la idea le pareció bien. Bill Stoner se jubiló en abril. Me puse en contacto con él y le hice una oferta. Le dije que quería que investigase el homicidio de mi madre. Le pagaría un porcentaje del anticipo del libro y cubriría todos los gastos. Formaríamos equipo e intentaríamos encontrar al Hombre Moreno, vivo o muerto. Sabía que nuestras probabilidades eran mínimas, pero no me importaba. La pelirroja constituía mi principal objetivo.
Stoner aceptó.
El artículo de GQ se publicó en agosto. Se centraba en las figuras de mi madre y mía y en él se subrayaba nuestra ansia común de «tener más». Entregué la novela y alquilé un apartamento en Newport Beach, California. Stoner dijo que nuestro trabajo podía llevar un año, o más.
Volé allí el Día del Trabajo. En el avión, la gente hablaba de O.J. Simpson sin parar.
El caso ya tenía tres meses. Se había convertido en el asunto relacionado con el asesinato de una mujer más ventilado de todos los tiempos. El de la Dalia Negra había sido un caso importante -y angelino hasta la médula-, pero el de Simpson lo había eclipsado rápidamente. Era enorme, una escenificación épica, un circo multimedia representado sin disimulo y basado en la poco sostenible defensa de un robo con escalo frustrado por la víctima. Todo el mundo sabía que había sido O.J., pero los corifeos desafiaban el consenso y se volvían locos buscando la verdad oculta y algún precedente empírico. Los lacayos de los medios de comunicación atacaban la verdad con fuerza cada vez mayor. Consideraban el asunto O.J. como un tosco microcosmos. Era cosa de cocaína y sexo. Era narcisismo de club de salud y mutuas ataduras a pagos de pensiones mensuales de cinco cifras. Fue el público de bajo nivel económico quien definió el delito. Ese público ambicionaba el ostentoso estilo de vida de O.J. y no podía tenerlo. Por eso, se conformó con la representación teatral, de moralidad pestilente, que les decía que aquel estilo de vida era venal.
O.J. y el hombre Moreno. Nicole y Geneva.
Mi madre era una mujer muy reservada. Yo era dado a los faroles y un oportunista redomado. Siempre deseaba llamar la atención e intuía que ella nunca lo había hecho. Yo quería entregarla al mundo. Podría llamárseme secuestrador de recuerdos y señalar mis anteriores hazañas para demostrarlo.
Quizá fuera así, o quizá fuese un error. En vista de mi pasión recientemente desatada, me declararía culpable de tal delito.
Pero ella estaba muerta. Insensible. Preguntarse si lo entendería o no era ridículo. Yo tenía una faceta chismosa, descarada. Ella era el centro de mi relato.
El tema me preocupaba. Respetaba su intimidad y a la vez me disponía a destruirla. Sólo veía una salida.
Tenía que someterme a su espíritu. Si la perjudicaba en algo, notaría en mí su censura.
Stoner se reunió conmigo en el aeropuerto. De allí, fuimos directamente al instituto Arroyo.
Era mi segunda visita, tiempo después de que un equipo de filmación me tomase unos planos allí. La entrevista había salido muy bien. No había visto las imágenes. No fui capaz de señalar el punto exacto ni colocar allí a mi madre.
Stoner aparcó cerca del lugar. Hacía calor y humedad. Conectó el aire acondicionado y cerró las ventanillas.
Dijo que debíamos hablar de mi madre, con franqueza y sin reservas. Le aseguré que me sentía capaz de hacerlo. Entonces, anunció que pretendía reconstruir el crimen según su idea de lo sucedido.
Mencioné mi nueva teoría. Stoner se mostró en desacuerdo.
Según él, el Hombre Moreno iba tras un coño, pero Jean tenía la regla y no había querido dárselo. No pasaban de los besos y magreos y el Hombre Moreno buscaba más. Jean pretendía enfriarlo un poco y le propuso regresar al Stan's Drive-In. Allí los atendió nuevamente Lavonne Chambers. Jean había bebido y estaba algo achispada. El Hombre Moreno estaba caliente y harto de ella. Y conocía esa calle solitaria junto al instituto…
Terminaron la consumición y el Hombre Moreno sugirió ir a dar otra vuelta en el coche. Jean asintió. El Hombre Moreno la llevó directamente al lugar donde ahora estábamos y le exigió pasar a mayores.
Jean se negó. Discutieron hasta que el Hombre Moreno golpeó a Jean en la cabeza cinco o seis veces, utilizando los puños o alguna pequeña herramienta de metal que tenía en el coche.
Jean perdió el conocimiento. El Hombre Moreno la violó. La lubricación explicaba la ausencia de abrasiones vaginales. Un rato antes estaban sobándose y besándose. Jean se había excitado y aún estaba mojada. El Hombre Moreno la había penetrado suavemente. La violación en sí había sido torpe y frenética. El forense había encontrado un tampón en el fondo del conducto vaginal. El pene del Hombre Moreno lo había encajado allí dentro.
Jean seguía sin volver en sí. El Hombre Moreno, aturdido, se dejó llevar por el pánico. Estaba en su coche con una mujer inconsciente que podía identificarlo y acusarlo de violación. Decidió matarla.
En el coche tenía una cuerda de persiana. La enrolló en torno al cuello de Jean y tiró de los extremos. La cuerda se rompió. Entonces, le quitó la media izquierda y la utilizó para estrangularla. Arrastró el cuerpo fuera del coche y lo dejó sobre la hiedra. Después, abandonó la zona a toda prisa.
Cerré los ojos y repasé nuevamente la reconstrucción de los hechos. Incluso fijé la atención en primeros planos sumamente elocuentes.
Empecé a temblar. Stoner apagó el aire acondicionado.
Vivía en un apartamento amueblado. Las sillas y el sofá estaban impregnados de un repelente de manchas sintético. La agencia de alquileres suministraba la ropa de cama y los utensilios de cocina. El anterior inquilino me dejó un insecticida en aerosol y un frasco de colonia Old Spice. Los de la agencia instalaron un teléfono. Conecté un contestador automático. Se trataba de un lugar de clase baja para mi nivel de entonces. El salón y el dormitorio eran pequeños, las paredes blancas y lisas. Alquilé el apartamento por meses, sin límite. Podía marcharme sin previo aviso.
Me trasladé. De inmediato comencé a echar de menos a Helen.
El lugar parecía una buena cámara de obsesiones. Apenas si tenía ventanas. Para que semejase aún más una cueva, podía correr las cortinas. Podía desconectar las luces y perseguir a la pelirroja en la oscuridad. Podía comprar un reproductor de discos compactos, escuchar a Rachmaninoff y a Prokofiev y desencadenar ese punto en que los vuelos líricos se vuelven discordantes.
La casa de Bill quedaba a veinte minutos. Bill llevaba un brazalete de reservista y permiso de armas. Trabajaba como colaborador externo para la oficina del ayudante del fiscal. Estaban preparando las pruebas contra Bob Beckett. Bill tenía carta blanca en la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. Tenía acceso a todos los archivos y equipos de comunicaciones. Nuestra investigación fue aprobada: Bill compartiría la información con el Departamento de Casos No Resueltos y contaría en todo momento con el expediente de Jean Ellroy. Me dijo que tendríamos que estudiar cada pedazo de papel que contuviera.
Compré un gran tablero de corcho y lo clavé a la pared del salón. Pedí prestadas algunas fotos del expediente e hice un collage.
Clavé con chinchetas dos instantáneas de mi madre en agosto del 57. También clavé el retrato robot del Hombre Moreno. Escribí un interrogante en un papel adhesivo y lo pegué sobre las imágenes. Seleccioné un cinco por ciento de fotos de identificación y las coloqué debajo de los tres retratos. Mi escritorio estaba de cara al tablero. Cuando levantaba la vista observaba a mi madre entrar en su caída en barrena. Y alcanzaba a vislumbrar el resultado final. Podía devastar mi recuerdo de ella cuando era más joven y tierna.
Bill me llamó. Dijo que debía reunirme con él en la Academia de Policía de la Oficina del sheriff. Quería enseñarme cierta prueba.
Fui en el coche y salió a recibirme al aparcamiento. Me anunció que tenía noticias frescas.
El sargento Jack Lawton había muerto en 1990. Ward Hallinen seguía vivo y residía en el condado de San Diego. Tenía ochenta y tres años. Bill había hablado con él. No recordaba en absoluto el caso Ellroy. Bill le explicó nuestra situación. Hallinen se mostró interesado y le dijo que le llevara el expediente. Quizás encontrase algo en él que le refrescara la memoria.
Nos dirigimos hacia el almacén de pruebas materiales. Junto a él había una pequeña oficina y, en ella, tres hombres enfrascados en una conversación tópica. Un tipo blanco decía que lo había hecho O.J. Dos negros discrepaban de él. Bill enseñó la placa y firmó un formulario de petición de pruebas.
Uno de los hombres de la oficina nos llevó al almacén. En éste, de las dimensiones de dos campos de fútbol colocados uno junto al otro, hacía un calor terrible. El interior estaba lleno de estanterías de acero que llegaban hasta el techo, a diez metros de altura. Conté veinte o treinta hileras, rebosantes de paquetes envueltos en plástico.
Bill salió del almacén. Yo permanecí delante de un escritorio, cerca de la puerta. El encargado me trajo un paquete. Llevaba la marca identificativa Z-483-362.
El envoltorio era transparente. Vi cuatro pequeñas bolsas de plástico en el interior. Abrí el paquete y coloqué las bolsas sobre el escritorio.
La más pequeña contenía unas muestras minúsculas de polvo y fibras. Una etiqueta señalaba su procedencia: «Oldsmobile de 1955 / NPR-558 / 26/6/58.» La segunda encerraba tres pequeños sobres sellados. Llevaban anotado el nombre de mi madre y el número del expediente. El contenido de cada uno aparecía rotulado más abajo:
«Uñas de la víctima (muestra).»
«Cabellos de la víctima (muestra).»
«Vello pubiano de la víctima (muestra).»
No los abrí. Sí lo hice con la tercera bolsa grande, para ver el vestido y el sujetador que llevaba mi madre el día de su muerte.
El vestido era celeste y azul marino. El sujetador, blanco, con encajes en las copas. Lo tomé entre mis manos y me lo llevé a la cara.
No percibí ningún olor a ella. No logré sentir su cuerpo dentro de aquella prenda. Y lo deseaba. Deseaba reconocer su perfume y tocar su contorno.
Me pasé el vestido por el rostro. El calor me hacía sudar. Mojé ligeramente la tela.
Dejé el vestido y el sujetador. Abrí la cuarta bolsa. Vi la cuerda y la media de nailon.
Estaban enroscadas juntas. Vi el punto en que la cuerda había rodeado y apretado el cuello de mi madre. Los dos lazos estaban intactos. Formaban círculos perfectos de apenas ocho centímetros de diámetro. A mi madre le habían apretado el cuello hasta reducirlo a esas dimensiones, exactamente. Con esa fuerza la habían asfixiado.
Cogí las ligaduras. Las observé y las hice girar con los dedos. Me llevé la media a la cara e intenté percibir el olor de mi madre.
Esa noche subí al coche y fui a El Monte. El calor y la humedad eran insoportables.
El valle de San Gabriel siempre había sido muy caluroso. Mi madre murió durante una oleada de calor de principios de verano. La sensación de bochorno era ahora la misma de entonces.
Seguí un viejo instinto que me condujo a la casa. Mantuve las ventanillas bajadas y dejé que el aire caliente entrara en el coche. Pasé por delante de la comisaría de El Monte. Seguía allí, en el mismo lugar que en 1958. Pero el edificio tenía un aspecto distinto. Quizá le hubieran hecho un lavado de cara. El coche me parecía una condenada máquina del tiempo.
Doblé hacia el norte por Peck Road. Recordé un largo regreso a casa a la salida del cine. Había visto entera Los diez mandamientos y, al llegar, había encontrado a mi madre borracha perdida.
En Peck con Bryant torcí hacia el oeste. En la esquina sudoeste vi una tienda 7-Eleven. Los clientes eran hispanos. El hombre del mostrador, asiático. El Monte había dejado de ser blanco hacía tiempo. Tomé por Maple y aparqué enfrente de mi antigua casa, al otro lado de la calle.
Era mi tercera visita en treinta y seis años. Las dos anteriores me acompañaban periodistas y reporteros. En ambas ocasiones me mostré locuaz y desenvuelto. Señalé los anacronismos y me extendí sobre lo que habían hecho a la propiedad los inquilinos posteriores. Ésta era mi primera visita nocturna. La oscuridad disimulaba los cambios y me devolvió la imagen de la casa tal como estaba entonces. Recordé la noche en que había contemplado una tormenta desde la ventana del dormitorio de mi madre. Me había tendido en su cama y había apagado las luces para distinguir mejor los colores. Mi madre había salido a alguna parte. En una ocasión me había sorprendido en su dormitorio y me había regañado. Cada vez que ella salía de noche yo me colaba en la estancia e inspeccionaba el cajón de la lencería.
Tomé otra vez por Peck Road y bajé hasta Medina Court. El lugar estaba exponencialmente más ruinoso que en el 58. En apenas tres manzanas vi cuatro trapicheos de droga en las aceras. Unas cuantas semanas antes de su muerte mi madre me había llevado hasta Medina Court.
Yo era un chiquillo holgazán y ella quiso enseñarme el futuro que me esperaba como «espalda mojada» anglosajón.
Ahora, El Monte era un agujero infecto. Ya lo era en 1958, pero se trataba de un agujero infecto apacible, armonioso con su tiempo. La droga era clandestina y las armas, escasas. Por entonces El Monte tenía apenas el diez por ciento de su población actual y la tasa de criminalidad era una trigésima parte de la presente.
Jean Ellroy había sido una víctima anómala en El Monte. Aquel lugar atraía su lado salvaje, el que gustaba de las tabernas sórdidas. Creía haber encontrado un buen lugar para esconderse, un lugar que cumplía con sus exigencias de seguridad y le proporcionaba terreno para divertirse los fines de semana. Después de tantos años sin duda sabría reconocer el peligro y se mantendría alejada. En 1958, había llevado a El Monte su propio peligro.
Ella escogió el lugar y lo convirtió en su mundo aparte. Había poco más de veinte kilómetros entre mi Los Ángeles de ficción y la ciudad real.
El Monte me asustó. Era el puente entre mis dos mundos separados, una zona de pérdida y de absoluto terror aleatorio.
Seguí hasta el 11.721 de Valley. El Desert Inn se había convertido en el restaurante Valenzuela's. Era un edificio de adobe blanqueado y techo de tejas.
Me detuve en el aparcamiento trasero. Aquella noche mi madre había estacionado su Buick en el mismo lugar.
Entré en el restaurante. La distribución me sorprendió.
El local era estrecho y tenía forma de ele. Frente a la puerta había un mostrador de servicio. Tenía el mismo aspecto, exactamente, que la imagen que había conservado en mi mente durante treinta y seis años.
Los reservados. El techo bajo. El ángulo de la ele a mi derecha. Todo encajaba con mi antigua impresión mental.
Acaso ella me había llevado allí alguna vez, o quizás hubiese visto alguna foto. O tal vez acababa de entrar en una extraña matriz psíquica.
Me quedé en la puerta y miré alrededor. Todas las camareras y todos los clientes eran hispanos. Media docena de miradas se volvieron hacia mí, preguntándose quién mierda era yo.
Regresé al coche y seguí por Valley arriba hasta Garvey. Pasé por delante del aparcamiento de la esquina nordeste.
En aquel tiempo se alzaba allí el Stan's Drive-In. Ahora sólo vi una cafetería abandonada. Stan's quedaba a seis manzanas del Desert Inn. El Desert Inn quedaba a dos kilómetros del 756 de Maple. Y el 756 de Maple quedaba a dos kilómetros del instituto Arroyo.
Todo quedaba muy cerca y resultaba muy vecinal.
Fui hasta el instituto Arroyo. Había oscurecido y la bruma me impedía ver las montañas, a tres kilómetros de donde me encontraba.
Aparqué en King's Row. Puse las luces largas y enfoqué la escena del crimen.
Adopté la perspectiva del Hombre Moreno. Sustituí mis ansias de «más» por su deseo de follarse a mi madre. Convertí mi rabia por remontar mi pasado en la suya por destruir la resistencia de aquella mujer. Percibí su determinación y la sangre de sus ojos. Me quedé corto en cuanto a su voluntad de infligir dolor en búsqueda del placer.
Recordé un triste incidente. Sucedió en el 71 o en el 72.
Eran las dos o las tres de la madrugada y yo estaba en Robert Burns Park, volviendo en mí de un viaje de inhaladores. Creí oír un grito de mujer.
No estaba seguro del todo. Estaba colgado de las anfetaminas y por aquella época solía oír voces.
El grito me asustó. Advertí que procedía de los apartamentos del lado oeste del parque. Quise huir y esconderme. Quise salvar a la mujer. Dudé y corrí hacia el sonido.
Escalé la valla del parque. Hice mucho ruido.
Me asomé a la ventana de un dormitorio; estaba iluminada y vi a una mujer que se ponía una bata. Se volvió en dirección a mí, apagó la luz y soltó un grito. Pero no sonó como el que acababa de oír desde el parque. Salté de nuevo la valla y escapé por Beverly Boulevard abajo. Las voces me siguieron. Me decían que buscara a la mujer y le asegurara que no pretendía hacerle daño. Llegué a la conclusión de que el primer grito no había sido tal. Era una mujer haciendo el amor.
A la mañana siguiente me emborraché. Las voces remitieron. Nunca pedí disculpas a la mujer.
El incidente me asustó. Le había dado un susto a aquella mujer y sabía que nunca entendería mis buenas intenciones.
Volví a Newport Beach. Consulté el contestador y encontré un mensaje de Bill Stoner.
Decía que tenía noticias urgentes. Que lo llamara, no importaba la hora.
Lo llamé. Había encontrado un viejo expediente Sin Resolver que lo había sacado de sus casillas.
Tenía fecha 23/1/59. La víctima se llamaba Elspeth Bobbie Long. Le habían dado una paliza. La habían estrangulado con una media de nailon. La habían arrojado a la cuneta de una carretera en La Puente, a seis kilómetros de El Monte. Los casos Long y Ellroy eran idénticos, punto por punto.
El ulular de un búho lo denunció. La centralita de San Dimas recogió la llamada a las 2.35.
El tipo dijo que había salido a cazar mapaches y que había visto un cuerpo junto a la calzada, en Don Julian con la Octava. El hombre se llamaba Ray Blasingame. Vivía y trabajaba en El Monte y telefoneaba desde la estación de servicio de Valley con la Tercera.
El agente de la centralita se puso en contacto con una unidad que patrullaba por la zona. Los agentes Bill Freese y Jim Harris se dirigieron a la esquina de Valley con la Tercera y siguieron a Ray Blasingame hasta el sitio donde había visto el cuerpo. Ray conducía una furgoneta Ford en la caja de la cual llevaba cuatro perros de cazar mapaches.
El lugar estaba apartado. La calzada era de grava. Más allá se extendía un terraplén y una valla de alambre de espino. El camino conducía a una estación de bombeo.
Hacía frío. Estaba oscuro. Puente Hills quedaba hacia el sur; Valley Boulevard, poco menos de un kilómetro al norte.
La mujer yacía boca arriba. Estaba tendida sobre la tierra entre la calzada y la valla. Llevaba un suéter gris y negro, falda negra y escarpines negros con correa. Un abrigo rojo le cubría las piernas. En el hombro izquierdo llevaba prendido un broche con la figura de un caballo y un yóquey. Junto a la valla había un bolso negro de plástico.
Era una mujer blanca, de complexión mediana y cabellos cortos y rubios. Tenía entre cuarenta y cinco y cincuenta años.
Había recibido varios golpes en el rostro y una media de nailon aparecía enrollada en torno al cuello.
Harris llamó por radio a la comisaría de San Dimas. El encargado de la centralita llamó a la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. El teniente Charles McGowan, el sargento Harry Andre y el sargento Claude Everley salieron hacia el lugar. Un teniente patrullero y un agente experto en huellas llegaron un par de minutos más tarde.
Andre había visto la escena del crimen del caso Jean Ellroy y le comentó a Everley que se parecía mucho a la que ahora tenían delante. El asesino del caso Ellroy también había cubierto las piernas de la víctima con su abrigo.
Llegó un coche de la Oficina del Forense. Llegó un fotógrafo. Un ayudante del forense examinó el cuerpo. Un agente iluminó la escena del crimen y la retrató.
El ayudante del forense señaló varios primeros indicios de rigor mortis. La víctima presentaba rigidez de cuello y cabeza. Everley le quitó las prendas externas y examinó la ropa interior. Llevaba braguitas rojas, sujetador rojo y liguero también rojo. No llevaba medias.
Andre vació el bolso. Contenía unas gafas, un dólar con treinta y dos centavos, un paquete de cigarrillos Camel, un cepillo para el pelo, un par de guantes azul celeste de lana o de mezcla de lana y algodón. Un frasco de aspirinas, un llavero de plástico, un bolígrafo, un espejo de bolsillo y un monedero de piel marrón con un caballo blanco y plateado repujado en la tapa. El monedero contenía fotos de la víctima, un taco de billetes de autobús, un recorte de periódico con el resultado de una carrera de caballos y sendas tarjetas de identificación a nombre de Elspeth Evelyn Long y Bobbie Long. Las direcciones que aparecían en las tarjetas eran de Nueva Orleans, Miami y Phoenix, Arizona. En los documentos aparecía como fecha de nacimiento de la víctima el 10/7/06 y el 10/7/13. Una tarjeta de identificación de una compañía de seguros traía una dirección de Los Ángeles: calle 52 Oeste, 2.233 1/2. La tarjeta había sido expedida el 18 de febrero de 1957.
La gente del depósito de cadáveres se llevó el cuerpo. Andre llamó a la Brigada de Homicidios. Le dijo al agente de la centralita que enviase a alguien a la dirección de la víctima. Everley sacó su linterna del coche y exploró la zona. No distinguió huellas de neumáticos ni dio con objetos que hubiesen podido utilizarse como armas.
Ray Blasingame se fue a casa. El fotógrafo tomó algunas instantáneas más. Salió el sol. Ya a plena luz del día, Andre y Everley recorrieron la calzada a pie.
No vieron nada nuevo.
La víctima vivía en un pequeño edificio de apartamentos. El suyo estaba en la planta baja y se accedía a él por la parte de atrás. Ward Hallinen, Ray Hopkinson y Ned Lovretovich lo registraron.
Despertaron al portero y le enseñaron la placa. El hombre los condujo al apartamento, abrió y se volvió a la cama. El trío examinó las dos habitaciones. Encontraron una caja de medias de nailon y una pila de monedas de plata de dólar y medio dólar. Encontraron un montón de recortes de prensa sobre carreras de caballos. Encontraron una cámara preparada para tomar la foto número seis del carrete. Encontraron una agenda. Encontraron un cheque de treinta y siete dólares, con fecha 21/1/59. Estaba librado por Bill's Cafe, West Florence Avenue, 1.554, y correspondía a la paga semanal. Encontraron algunos programas de carreras de caballos y cartas y hojas de papel con anotaciones de un informador introducido en el mundo de la hípica.
El apartamento estaba limpio. Las pertenencias de la víctima estaban pulcramente ordenadas. Las medias estaban emparejadas.
Se llevaron la cámara y la agenda. Volvieron a despertar al portero y le dijeron que mantuviese el lugar bajo llave. El hombre respondió que debían hablar con una mujer llamada Liola Taylor. Vivía en la puerta de al lado. Él apenas conocía a Bobbie Long. Liola la conocía mejor.
Encontraron a Liola y la interrogaron. Dijo que Bobbie Long había sido vecina suya durante cuatro años, más o menos. Trabajaba en un restaurante de Florence. Conocía montones de hombres. Nunca iba sola. Le gustaba la compañía masculina y salía con un tipo rico. Decía que iba tras su dinero. Nunca mencionó el nombre del tipo. Tampoco hablaba de su propia familia.
Hallinen, Hopkinson y Lovretovich se dirigieron hacia el Bill's Cafe. Hablaron con el jefe, William Shostal, quien les dijo que Bobbie Long era una camarera amable y eficiente. Le gustaban las carreras de caballos. Solía pasar el rato con una compañera de trabajo llamada Betty Nolan.
Shostal les dio la dirección de Betty. Los polis se presentaron en la casa de la camarera y la interrogaron.
Betty dijo que el martes había visto a Bobbie en el trabajo. De eso hacía tres días. Bobbie tenía previsto ir al hipódromo el jueves. Bobbie conocía a un tipo llamado Roger. Bobbie conocía a un tipo que trabajaba en las mantequerías Challenge. Betty aseguró que desconocía los apellidos. Según ella, Bobbie no conocía a ningún «tipo rico». Dos semanas atrás un hombre había llevado a Bobbie al trabajo. Era un tipo con bigotes, cuidadosamente peinado hacia atrás con gomina. Conducía un coche blanco y turquesa. Betty añadió que no sabía su nombre y que no había vuelto a verlo. Indicó a los policías que debían hablar con Fred Mezaway, el cocinero del Bill's Cafe, que el miércoles o el jueves le había llevado el cheque de la paga a Bobbie.
Hallinen telefoneó a Bill Shostal y consiguió la dirección de Mezaway. Shostal dijo que probablemente ya estuviera en casa. Hallinen, Hopkinson y Lovretovich fueron hasta allí e interrogaron a Mezaway.
El hombre dijo que tenía pensado llevarle el cheque a Bobbie a primera hora de la noche del miércoles, pero que se había enredado en una partida de cartas y no se lo había entregado hasta el jueves por la mañana. Bobbie le había echado una bronca por jugar a cartas.
Según Mezaway, Bobbie salía mucho, pero no pudo aportar nombres de acompañantes. Agregó que le debía trescientos dólares a un corredor de apuestas. Desconocía su nombre. Tampoco sabía de ningún «tipo rico», de nadie llamado Roger, de ningún hombre con el cabello peinado hacia atrás con gomina ni de ningún empleado de las mantequerías Challenge.
Los policías volvieron al apartamento de Bobbie Long. Revisaron la agenda y empezaron a llamar a los amigos de Bobbie. Obtuvieron una serie de respuestas inconducentes. Por fin, se pusieron en contacto con una mujer llamada Freda Fay Callis. Freda Fay dijo que había visto a Bobbie el martes. Salieron juntas y recogieron a una amiga común, Judy Sennett. Acompañaron a Bobbie al médico, pues sufría intensos dolores de cabeza después de darse un golpe con una máquina de té helado, en el trabajo. El doctor tomó una radiografía de la cabeza de Bobbie y le extrajo una muestra de sangre. Las chicas fueron a Rosemead y dejaron a Judy en casa de su yerno. Freda Fay condujo a Bobbie de regreso a Los Ángeles y la dejó en su apartamento. Bobbie la había llamado el día anterior, explicó Freda Fay a los policías, para preguntarle si quería ir con ella al hipódromo pero Freda Fay estaba sin un centavo y había declinado la invitación.
Freda Fay dijo que Bobbie era una fanática de las carreras de caballos. Por lo general tomaba el autobús a Santa Anita. A veces, conocía a alguien que luego la llevaba a casa en coche. Bobbie era amistosa. No andaba como loca detrás de los hombres. Le gustaban los que tenían dinero. Freda Fay no conocía a ningún «tipo rico» ni a nadie llamado Roger. Tampoco conocía al corredor de apuestas de Bobbie. No sabía de ningún hombre de cabello peinado hacia atrás con gomina ni de nadie que trabajara en las mantequerías Challenge.
Los policías hicieron unas cuantas llamadas más. Se pusieron en contacto con Ethlyn Manlove, otra amiga de Bobbie. Según ella, Bobbie nunca hablaba de su familia. Le había contado que había estado casada, pero que de eso hacía muchísimo tiempo. Había contraído matrimonio en Nueva Orleans y se había divorciado en Miami. Ethlyn Manlove explicó que Bobbie salía a menudo. No pudo aportar nombres de sus acompañantes. No conocía a ningún «tipo rico». No sabía quién era el corredor de apuestas de Bobbie. No conocía a ningún hombre que se peinara cuidadosamente con gomina ni a nadie que trabajara en las mantequerías Challenge. El nombre de Roger la hizo dudar. Bobbie solía salir con un tipo casado; tal vez fuese él.
Eran las dos de la madrugada. El asesinato de la Long salió en los periódicos de la tarde. Un hombre se presentó en la comisaría del DPLA en la calle Setenta y siete. Dijo llamarse Warren William Wheelock. La gente lo llamaba Roger. Se había enterado del asesinato de Bobbie Long. La conocía. Pensaba que la policía querría hablar con él.
El sargento de guardia informó a la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. El comandante de guardia telefoneó al apartamento de Bobbie Long y habló con Hopkinson. Éste telefoneó a la comisaría y habló con Warren William Wheelock.
Wheelock contó que había conocido a Bobbie en el hipódromo de Hollywood Park, en mayo del 58. Añadió que él y su mujer habían pasado por el apartamento de ella el miércoles por la mañana, hacía dos días, para invitarla a bajar a San Diego. Bobbie rechazó el ofrecimiento. Dijo que quería ir a las carreras el jueves. Wheelock y su esposa siguieron camino hacia San Diego. Visitaron a su cuñado. Fueron a los frontones de Tijuana. Tenía una entrada para el séptimo partido, con fecha del día anterior.
Wheelock dijo que no conocía al corredor de apuestas de Bobbie. No conocía a ningún «tipo rico», a nadie con el cabello engominado peinado hacia atrás ni a nadie que trabajara en las mantequerías Challenge. Hopkinson le dio las gracias y le dijo que se mantendría en contacto con él.
Hallinen, Hopkinson y Lovretovich se trasladaron al Palacio de Justicia. Comprobaron el taco de billetes de autobús que Bobbie Long llevaba en el bolso. Lovretovich llamó a la Dirección de Tráfico de Los Ángeles. Le explicó su situación y le cantó los números del billete. Su contacto hizo unas comprobaciones y volvió a llamar. Dijo que había sido adquirido el día anterior, 22/1/59, en la Sexta y Main, en pleno centro de Los Ángeles. El billete que tenía el policía era la parte sin utilizar de un pase de ida y vuelta. Alguien había tomado un autobús metropolitano para el hipódromo de Santa Anita, pero no lo había usado para volver.
Hallinen regresó a pie al depósito de cadáveres. El ayudante del forense, Don H. Mills, le resumió la autopsia.
Bobbie Long había muerto de asfixia aguda. Recibió varios golpes contundentes en la cabeza y tenía el cráneo fracturado en cuatro puntos. Una de las fracturas presentaba forma de media luna. Tal vez el asesino la hubiese golpeado con una llave inglesa. La víctima tenía fracturada y desplazada la sexta vértebra cervical. En el estómago se le halló arroz, maíz y frijoles a medio digerir. En su vagina había semen. Los genitales externos no presentaban lesiones ni abrasiones. El contenido de alcohol en sangre era del cero por ciento. Había muerto completamente sobria.
Aquella noche se difundió un teletipo
EMISIÓN N.° 76 23/1/59 EXPEDIENTE N.° Z-5.214-820
PETICIÓN DE INFORMACIÓN SOBRE ASESINATO EMERGENCIA
ENCONTRADA A APROX. 2.30 MADRUGADA 23/1/59 VÍCTIMA BOBBIE LONG, MUJER, BLANCA, AÑOS 40-45, 1,53/1,55, 60 KILOS, OJOS AZULES, CABELLOS CORTOS RUBIOS AGUA SUCIA. VESTIDA CON BLUSA NEGRA Y GRIS, FALDA DE FIELTRO NEGRA, ABRIGO HASTA LOS PIES ROJO BRILLANTE CON BROCHE DE CABALLO DE JOYERÍA PRENDIDO EN EL HOMBRO IZQUIERDO. EL LIGUERO, EL SUJETADOR Y LAS BRAGAS DE LA VÍCTIMA TAMBIÉN ERAN ROJO INTENSO. LLEVABA ESCARPINES NEGROS CON CORREA Y BOLSO NEGRO. LA VÍCTIMA FUE ENCONTRADA TENDIDA BOCA ARRIBA JUNTO A UN CAMINO DE ACCESO SIN ASFALTAR, CERCA DE UNA ESTACIÓN DE BOMBEO EN DON JULIAN ROAD CON OCTAVA AVENIDA, ZONA DE LA PUENTE, COMPLETAMENTE VESTIDA, ESTRANGULADA CON UNA MEDIA DE NAILON. FUE GOLPEADA EN LA CABEZA CON UN INSTRUMENTO QUE DEJA MARCAS EN FORMA DE MEDIA LUNA. MANTUVO RELACIONES SEXUALES 0 FUE VIOLADA. ASISTIÓ A LAS CARRERAS DE SANTA ANITA EL 22/1/59. EL BOLSO CONTENÍA GAFAS Y CIGARRILLOS CAMEL, MÁS LOS EFECTOS FEMENINOS HABITUALES. EN EL COCHE DEL SOSPECHOSO PUEDE HABER MANCHAS DE SANGRE. POR FAVOR, COMPRUEBEN SUS ANOTACIONES DE NOVEDADES DE LA TARDE Y NOCHE DESDE LAS 12.00 HASTA LA MEDIANOCHE DEL 22/1/59.
A LA ATENCIÓN DE:
COMISARÍA DE TEMPLE
COMISARÍA DE SAN DIMAS
DEPTOS. DE POLICÍA DEL VALLE DE SAN GABRIEL
ENVIAR A MCGOWAN, ANDRE, EVERLEY, BRIGADA CENTRAL DE HOMICIDIOS
EXPEDIENTE Z-524-820
PETER J. PITCHESS, SHERIFF CD SNDG 18.00 HORAS
Ward Hallinen se reunió con Harry Andre y Claude Everley en el despacho. Discutieron el caso Long durante catorce horas seguidas. Todos opinaban que guardaba grandes semejanzas con el caso Ellroy. Jean Ellroy había sido violada, probablemente. Bobbie Long se había prestado con gusto a la relación, casi con seguridad. Tenía la ropa interior en perfecto orden, lo cual implicaba que la relación había sido consensuada.
Las dos mujeres presentaban heridas en la cabeza. Los lugares donde habían sido arrojadas distaban diez kilómetros el uno del otro. Santa Anita estaba a tres kilómetros al norte del instituto Arroyo. Ambas víctimas eran divorciadas. Las escenas del crimen eran casi idénticas. El asesino de la Ellroy le había cubierto las piernas con su abrigo. El de la Long había hecho lo mismo. Bobbie Long era rubia. Jean Ellroy había sido vista con una rubia. Jean Ellroy había cenado enchiladas en Stan's Drive-In. Bobbie Long había tomado comida mexicana. El tiempo transcurrido entre los dos homicidios era de siete meses y un día.
El asesino de la Ellroy había utilizado una media de nailon y una cuerda de persiana. El de la Long sólo había empleado la media. Las medias de nailon eran instrumentos comunes para el estrangulamiento. El modus operandi tanto podía relacionar ambos asesinatos como no hacerlo.
Andre y Everley llamaron a todos los departamentos de policía del valle de San Gabriel. Expusieron el caso y pidieron supervisores de patrullas para comprobar los informes de incidencias y los de tráfico. Bobbie Long había salido con un hombre, la noche anterior. Buscaron posibles testigos oculares.
Extrajeron una foto de carné del billetero de Bobbie Long. Recorrieron los restaurantes y bares cercanos al lugar donde habían dejado el cuerpo. Entraron en algunos tugurios a lo largo de Valley Boulevard. Probaron en el French Basque, en Tina's Cafe, en The Blue Room, en The Caves Cafe, en Charley's Cafe y en Silver Dollar Cafe. De todos ellos salieron con las manos vacías.
Probaron en el Canyon Inn. Oyeron que un tipo hablaba del caso en voz demasiado alta. Lo interrogaron. Estaba bebido e intentaba impresionar a unas mujeres.
Andre y Everley decidieron que tenían suficiente y se marcharon a casa. Ward Hallinen dejó la cámara de Bobby Long en el laboratorio de criminología y le pidió a un técnico que revelara el carrete. Ned Lovretovich trabajó hasta tarde en su despacho. Seguía probando los nombres de la agenda de Bobbie Long.
Habló con Edith Boromeo, quien dijo conocer a Bobbie desde hacía unos veinte años. Habían trabajado de camareras en Nueva Orleans. Bobbie se había casado con un conductor de reparto de una lavandería. El hombre le pegaba a menudo. Edith Boromeo no recordaba cómo se llamaba el individuo. Tampoco conocía al corredor de apuestas de Bobbie, a ningún «tipo rico», a nadie con los cabellos peinados hacia atrás con gomina ni a nadie que trabajara en las mantequerías Challenge.
Habló con Mabel Brown. También había sido camarera con Bobbie. Bobbie era muy atrevida y no tenía pelos en la lengua. Había ido bastantes veces al hipódromo con ella. Bobbie perdía todo su dinero en las apuestas y nunca recuperaba ni para gasolina. Aceptaba subir a coches de desconocidos continuamente. Mabel Brown no conocía al corredor de apuestas de Bobbie. No conocía a ningún «tipo rico». No conocía a nadie que se peinara cuidadosamente hacia atrás con gomina. No conocía a nadie que trabajara en las mantequerías Challenge.
Habló con Bill Kimbrough. El hombre dijo que era propietario de una tienda de alimentación próxima al apartamento de Bobbie Long. Había visto a Bobbie en la parada del autobús la noche anterior. Estaba sola y, según le dijo, iba al hipódromo.
Lovretovich regresó al apartamento de Bobbie Long. Lo registró otra vez. Encontró dos botellas de licor ocultas bajo el fregadero de la cocina.
El caso Long tenía un día. Todo el mundo pensaba lo mismo.
Bobbie había encontrado a un chiflado en las carreras. El tipo le había preparado algo de comer en su casa o la había llevado a un restaurante. Habían follado en su apartamento o en un motel o la había violado en la escena del crimen y luego la había obligado a ponerse de nuevo la ropa interior. Tenían que hacer pesquisas en Santa Anita. Tenían que preguntar en todos los restaurantes y moteles del valle.
Andre y Everley fueron al hipódromo. Se pusieron en contacto con el jefe de palcos y le mostraron la fotografía grande de Bobbie Long. El hombre dijo que le resultaba familiar. Había visto a una chica parecida el jueves. Besaba a un hombre rubio, de cabello fino y nariz grande y bulbosa. La mujer llevaba un vestido oscuro, sin abrigo. En el hipódromo había cinco guardarropas. Tal vez lo hubiese dejado allí.
Las instalaciones de Santa Anita eran grandes y extensas. El jefe de palcos acompañó a Andre y Everley en su recorrido. Preguntaron en cada guardarropa, bar, ventanilla de apuestas y mostrador de cafetería. En todos mostraron la fotografía de Bobbie Long. Una docena de personas dijeron que les resultaba familiar.
Andre telefoneó a la Brigada. Blackie McGowan anunció que a primera hora de la mañana habían recibido un soplo.
En la lavandería industrial Bedon Cleaners, de Rosemead, alguien había encontrado una media de nailon en un traje de hombre. La persona que hizo el descubrimiento había leído el periódico matutino, sabía que Bobbie Long había sido estrangulada e imaginaba que la media faltante tenía que estar en alguna parte. Llamó a la comisaría de Temple City. Una patrulla de policía recogió la media y la llevó de inmediato al Laboratorio de Criminología. Un técnico la examinó y la comparó con la que había servido para estrangular a Bobbie Long. No correspondían al mismo par.
Andre y Everley volvieron al despacho y llamaron al dibujante, Jack Moffett. Le indicaron que hiciese un retrato de Bobbie Long con su llamativo conjunto rojo y negro. Le pidieron que lo coloreara, tomase fotos de él y sacara unas cuantas copias con acabado brillante.
Moffett se puso a ello. Andre llamó a la central y pidió dos ayudantes. El sargento de guardia envió a Bill Vickers y a Frank Godfrey. Ambos habían recorrido los bares y restaurantes cuando el caso Jean Ellroy. Andre les dio órdenes precisas: cubrir el valle de San Gabriel. Preguntar en todos los restaurantes que servían comida mexicana y en cada motel. Buscar parejas que se hubieran registrado el jueves por la noche, anotar la matrícula del coche y ponerse en contacto con la Dirección de Tráfico. Conseguir los datos de archivo completos. Ponerse en contacto con los propietarios de los vehículos y descubrir con quién vivían. Los empleados de moteles tenían la obligación de anotar el número de matrícula cuando los huéspedes se registraban. Conseguir esa información y seguirla.
Vickers y Godfrey se marcharon a cumplir el encargo. Ward Hallinen se dirigió hacia El Monte. Allí encontró a Margie Trawick. Le enseñó una foto de Elspeth Bobbie Long. Margie dijo que no. Bobbie no era la mujer con la que había visto a Jean Ellroy.
Claude Everley se dirigió hacia el Laboratorio de Criminología. Le indicó a un técnico que tomara fotos de las ropas de la víctima y preparase algunas copias en papel brillante. El hombre dijo que ya había revelado el carrete de la cámara de Bobbie Long. Había obtenido seis fotos en total. En ellas aparecía Bobbie sola y con unas cuantas mujeres más. Una de las fotos mostraba a una mujer ante un Oldsmobile del 56 pintado de dos tonos distintos.
Everley informó a Andre, quien dijo que el sospechoso del caso Ellroy conducía un Oldsmobile de dos tonos. Everley llamó otra vez al técnico del laboratorio y le dijo que enviara la foto del coche al Servicio de Información. Quizá pudiesen insertarla en los periódicos de Los Ángeles. Tal vez lograran identificar el coche por ese sistema.
A Andre le gustaba el asunto del coche. Empezaba a imaginar que el estrangulador de Bobbie y el de la enfermera pelirroja eran el mismo.
Vickers y Godfrey recorrieron moteles y restaurantes. Andre y Everley investigaron en el hipódromo todo el fin de semana. Ned Lovretovich visitó a las personas que aparecían en la agenda de Bobbie Long. Todas dijeron lo mismo.
A Bobbie le encantaban las carreras de caballos. Bobbie era frugal. Bobbie desdeñaba todas las formas de sexo. Bobbie había estado casada entre dos y cuatro veces. Nadie sabía cuándo, dónde o con quién. Nadie conocía a su corredor de apuestas. Nadie conocía al «tipo rico», ni al de cabello cuidadosamente peinado hacia atrás con gomina, ni al que trabajaba en las mantequerías Challenge.
Blackie McGowan asignó cuatro detectives más al caso. Les indicó que se dedicaran en exclusiva a la investigación. El valle de San Gabriel era grande y estaba lleno de moteles para parejas.
El lunes 21 de enero se recibió una pista. El comunicante tenía un molino de heno en La Puente.
Acusó a un camionero. El tipo se había ido de la lengua. Se ufanaba de haberse follado a una chica en la Octava con Don Julian. Decía que se la había follado bien follada, el viernes por la mañana, temprano.
El camionero era mexicano. Vivía en Beaumont.
Harry Andre llamó a la policía de Beaumont y pidió que fueran a buscar al hombre. Así lo hicieron. Andre y Everley se desplazaron a Beaumont y lo interrogaron.
En efecto, se había follado a la chica, pero a primera hora de la mañana del jueves. La chica se llamaba Sally Ann. La había conocido en Tina's Cafe, en Simpson con Valley. Antes de tirársela habían estado en el apartamento de ella, en la Octava Avenida. El hombre vio el apellido Vasquez en el buzón.
El tipo se mantuvo en su versión. Dijo que su amigo Pete, que vivía en La Puente, lo corroboraría.
Andre y Everley se dirigieron hacia La Puente. Hablaron con Pete. Encontraron la casa con el apellido Vasquez en el buzón. Hablaron con Sally Ann. El mexicano quedó libre de toda sospecha.
El martes 27 de enero, llegó otro soplo. Un hombre llamado Jess Dornan denunció a su vecino, Sam Carnes.
Últimamente Sam tenía un comportamiento extraño. Sam era un loco de las carreras de caballos. Hacía un par de días, había defecado en la tapicería de su coche. Quizás intentaba disimular alguna mancha de sangre.
Andre interrogó a Sam. Tenía una coartada para el jueves por la noche.
Vickers y Godfrey hicieron pesquisas. Andre y Hallinen hicieron pesquisas. El sargento Jim Wahlke y el agente Cal Bublitz hicieron pesquisas. El sargento Dick Humphreys y el agente Bob Grover hicieron pesquisas. Pasaron por el restaurante El Gordo, por el restaurante Panchito's, por el restaurante El Ponche, por el restaurante Casa Del Rey, por el Morrow's y el Tic-Toc, por el Country Kitchen. Por el Utter Hut, por Stan's Drive-In, por Rich's Cafe, por el Horseshoe Club, por el Lucky X, por el restaurante Belan's, por el motel Spic & Span, por el motel Rose Garden, por el motel End-of-the-Trail, por los moteles Fair, El Portal y 901, por el motel Elmwood, por el motel Valley, por el Shady Nook Cabins, por el motel 9.331, por el motel Santa Anita, por el motel Flamingo, por los moteles Derby, Bradson y El Sorrento, por el motel Duarte, por el motel Filly, por el motel Ambassador, por el Walnut Auto Court, por los moteles Welcome y Wonderland, por el motel Sunkist, por el motel Bright Spot, por el Home, por el Sun View, por el Mecca, por el motel El Barto, por los moteles Scenic, La Bonita, The Sunlite y El Monte, por el motel Troy, por el motel El Campo, por el motel Garvey, por el Victory, por el Rancho Descanso, por el Rainbow, por los moteles Mountain, Walnut Lane, Covina y La Siesta, por el motel Stan-Marr y por el motel Hialeah.
Obtuvieron información poco o nada concreta. Comprobaron ciento treinta placas de matrícula. Dieron con parejas casadas, con parejas de una noche, con parejas adúlteras y con parejas de prostituta y cliente. A algunas personas no pudieron localizarlas. Elaboraron una lista sustancial de gente que visitar y comprobar. Muy pronto anduvieron tras los pasos de sospechosos más sólidos.
El miércoles 28 de enero llegó otra denuncia. Una tal Viola Ramsey delataba a su marido.
Se llamaba James Orville Ramsey. Había abandonado a la señora Ramsey hacía un mes. La había llamado el lunes por la noche. «Si te empeñas en sacarme de mis casillas -le dijo-, terminarás como esa camarera de Puente Hills. Si tus amigas te echan de menos durante tres o cuatro días, diles que te encontrarán con el culo en la cuneta, como ella.»
James Orville Ramsey tenía treinta y tres años. Era ayudante de cocinero. La señora Ramsey decía que su ex detestaba a las camareras. Las consideraba vulgares e inútiles. Le gustaban las carreras de caballos y la comida mexicana. Era un borracho. Había estado en la cárcel varias veces por allanamiento de morada y desórdenes públicos. Le gustaban las mujeres mayores. Había amenazado a su mujer con matarla y «escupir sobre su sangre». Conducía un Chevrolet del 54 de dos puertas. Su último lugar de trabajo conocido había sido la bolera Five Points de El Monte. Estaba liado con una chica de diecinueve años llamada Joan Baker, camarera del Happy's Cafe. La señora Ramsey era camarera en el Jack's Bar de Monterey Park.
Claude Everley interrogó a James Orville Ramsey. La denuncia era un absurdo arrebato vengativo.
El jueves 29 de enero los periódicos de Los Ángeles mostraban la foto del coche. También aparecía un anuncio adjunto en el que se solicitaba información y se indicaba el número de teléfono de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. El caso Long ya estaba en su sexto día. Y era un callejón sin ninguna clase de salida.
Andre y Everley volvieron al hipódromo. La chica que atendía el mostrador de una cafetería dijo que había visto a Bobbie Long la semana anterior. Se había abierto paso a empujones hasta colocarse la primera de la cola. Se había mostrado muy brusca.
Otra chica de la cafetería confirmó la historia. Bobbie se había abierto paso hasta ponerse la primera de la cola. Había actuado con mucha brusquedad. Se negaba a guardar turno, como todo el mundo.
Una cajera dijo que había visto a Bobby la última semana. Había cobrado una apuesta en su ventanilla. Su comportamiento había sido «raro».
Un guarda de seguridad dijo que había visto a Bobbie el jueves. Iba sola.
El encargado de un bar dijo que había servido a Bobbie la semana anterior. Estaba «medio borracha».
Un conductor de autobús dijo que la semana anterior había visto a una mujer que se parecía a Bobbie Long. Había subido a un Ford del 53 en el que iban dos hombres negros. El coche era azul pálido. La puerta del lado del acompañante chirriaba.
Los chicos del laboratorio hicieron un buen trabajo. Colgaron el abrigo, la blusa y la falda de Bobbie Long en varias clavijas y tomaron fotos en color de las prendas. Ward Hallinen tomó dos docenas de copias y salió en coche hacia el valle de San Gabriel. Dejó copias en las comisarías de Temple City y San Dimas, y en los departamentos de policía de Baldwin Park, Arcadia y El Monte. Habló con cinco tenientes detectives y les pidió que investigaran por su cuenta en sus respectivas jurisdicciones. Los cinco tenientes respondieron que intentarían encontrar tiempo para todo.
Ethlyn Manlove se presentó en la Brigada de Homicidios el jueves por la tarde. Ray Hopkinson habló con ella. Un taquígrafo transcribió la declaración.
Ethlyn afirmó que Bobbie Long mentía acerca de su edad y que había estado casada dos veces: con un tipo en Nueva Orleans y con otro en Abilene, Kansas. La mujer no sabía los nombres de los maridos. Bobbie tenía dos hermanos y una hermana. Tampoco sabía cómo se llamaban. Dijo que Bobbie no tenía necesidad de amor ni de sexo. Sólo amaba el dinero. Era «muy mercenaria».
Hopkinson preguntó a la señorita Manlove si creía que Bobbie sería capaz de cambiar sexo por dinero. La mujer contestó que sí. Añadió que durante la Segunda Guerra Mundial un capitán de la Marina «mantenía» a Bobbie. Le pagaba la ropa y el apartamento, y le enviaba doscientos cincuenta dólares cada mes.
Ethlyn Manlove dijo que Bobbie pedía dinero a lo grande. Quería veinticinco o cincuenta dólares por salida. Quizás hubiese pretendido estafar a alguien. Y el tipo acabó por matarla. Tal vez Bobbie hubiera iniciado una pelea y el hombre la hubiese matado para silenciarla y conservar su dinero.
Hopkinson dijo que era posible.
El viernes 30 de enero una mujer llamó a la Brigada de Homicidios. Se identificó como la señora K.F. Lawter y dijo que había visto la foto en los periódicos. La mujer que aparecía en ella era su antigua inquilina, Gertrude Hoven. Gertrude vivía en un edificio de su propiedad.
Ward Hallinen llamó a la señora Lawter, quien le informó de que Gertrude Hoven se había trasladado a San Francisco. La foto había sido tomada en el exterior del edificio, en el distrito de Crenshaw. El Odsmobile pertenecía a la señora Nevala, otra inquilina.
Hallinen visitó a la señora Nevala. La anciana recordaba el incidente. Bobbie Long había sacado aquella foto en un acto impulsivo y descarado. Antes de hacerlo debería haber pedido permiso.
Hablaron de Bobbie Long. La señora Nevala dijo que Bobbie solía apostar con un corredor llamado Eddie Vince. Eddie frecuentaba un restaurante en la Cincuenta y cuatro con Crenshaw. Había muerto en un accidente de tráfico el año anterior. Otro tipo se había hecho cargo del negocio.
El caso Long ya tenía una semana. Y todo en él eran cabos sueltos y desinformación.
Los tipos de los moteles quedaron libres de cargos. Los investigadores comprobaron informes sobre asesinatos por ahorcamiento que se remontaban cinco años atrás y continuaron con las manos vacías. Probaron con algunos de los delincuentes sexuales del caso Ellroy y volvieron a apretarles las clavijas. También se las apretaron a veintidós fichados recientemente por delitos similares. No sacaron nada en claro.
Se produjeron otros asesinatos. Quienes investigaban el caso Bobbie Long se dedicaron a nuevos casos y esporádicamente seguían alguna pista relacionada con el crimen de la camarera.
Les llegó un soplo e identificaron al tipo de las mantequerías Challenge. Se llamaba Tom Moore. La noche en que Bobbie había sido estrangulada se encontraba en su lugar de trabajo.
El 14 de febrero dos agentes de la zona este de Los Ángeles detuvieron a un payaso llamado Walter Eldon Bosch. Siguiendo una pista, lo sorprendieron en una habitación de motel mientras hacía llamadas telefónicas obscenas y se la cascaba. Comprobaron sus explicaciones y lo descartaron como sospechoso.
El 17 de febrero la patrulla de Norwalk detuvo a un tipo llamado Eugene Thomas Friese. Dos agentes lo sorprendieron mientras arrastraba a una mujer hacia un callejón. Friese tenía un historial de violador que se remontaba a 1951. El hombre pasó por el detector de mentiras en relación con el caso de Bobbie Long. Según el experto, la prueba «no había resultado concluyente».
El 29 de marzo llegó un nuevo soplo. Lo recibió la brigada de Temple City. Una mujer llamada Evelyn Louise Haggin denunciaba que un hombre llamado William Clifford Epperly la había secuestrado, violado y sometido a toda clase de perversiones sexuales. Harry Andre habló con Evelyn Louise Haggin, quien dijo que Epperly la había dejado inconsciente. La mujer no tenía marcas en el cuello. Según declaró, habían hecho el amor un par de veces antes de que el hombre la violara. Andre habló con Epperly. El hombre dijo que acababa de cumplir un año de condena. Había estado en prisión desde el 20 de febrero del 58 hasta el 8 de febrero del 59. Andre confirmó las fechas y descartó a Epperly como sospechoso.
Encontraron al socio de Eddie Vince y también lo descartaron. Siguieron el rastro de Bobbie Long hasta Nueva Orleans y Miami sin obtener respuestas concretas. El caso Long dejó de chisporrotear y quedó inactivo.
El 15 de marzo de 1960 recibieron otra confidencia. Dos desgraciados secuestraron a una adolescente. La forzaron en su camioneta y se la llevaron a la montaña. La violaron, se corrieron sobre ella y la obligaron a hacerles una mamada. Luego, la soltaron. La chica contó lo sucedido a sus padres y éstos llamaron a la comisaría de San Dimas. La chica habló con dos detectives de la brigada. Describió a los asaltantes. Uno de los tipos respondía a la descripción de un chiflado del pueblo llamado Robert Elton Van Gaasbeck. Los detectives llevaron a la chica al apartamento de Van Gaasbeck. Ella identificó al hombre y también la camioneta, una Ford del 59. Van Gaasbeck delató a su compinche, Max Gaylord Stout.
Harry Andre encerró a Van Gaasbeck y a Stout. Pero los exoneró de cualquier responsabilidad en los casos Bobbie Long y Jean Ellroy.
El 29 de junio les transmitieron otra información. Un mexicano había intentado violar a una mujer en un aparcamiento de camiones, en Azusa. La víctima se llamaba Clarisse Pearl Heggesvold.
El mexicano había entrado en el remolque de la mujer y la había sacado de él a tirones. La arrastró detrás del vehículo y le arrancó el vestido y las bragas. «Me vas a dar un poco de eso», había murmurado. La víctima empezó a gritar y su vecina, Sue Sepchenko, acudió corriendo y empezó a golpear al mexicano con el palo de la escoba. El mexicano soltó a Clarisse Pearl Heggesvold y corrió hacia Sue Sepchenko. Clarisse Pearl Heggesvold arrancó del suelo varios adoquines y los arrojó contra el coche del individuo, un Buick de dos puertas blanco y rojo, del 55, matrícula MAG-780. Las piedras rompieron el parabrisas y dos cristales de un costado. El mexicano subió a toda prisa al coche y escapó. Sue Sepchenko llamó a la comisaría de San Dimas. Informó del accidente y dio el número de matrícula del sospechoso. Los agentes de tráfico investigaron los datos y detuvieron al propietario del vehículo. Charles Acosta Linares, alias Rex.
Al Sholund se encargó de comprobar la información. Encerró a Linares pero lo soltó enseguida. Linares era obeso y manifiestamente psicótico.
El 27 de julio recibieron otro soplo. Un tipo llamado Raymond Todd Lentz había irrumpido en una casa de La Puente completamente desnudo. Encontró a Donna Mae Hazleton y a Richard Lambert Olearts dormidos en el sofá del salón. Donna Mae y Richard despertaron. Lentz salió corriendo. Richard llamó a la comisaría de San Dimas. Unos agentes de patrulla encontraron a Lentz y lo detuvieron. Lentz declaró que había estado bebiendo con el ex esposo de Donna Mae y que sabía que la mujer acababa de divorciarse. Había pensado que podría entrar en la casa y acostarse con ella. Estaba casado, pero su mujer esperaba un hijo y no podía complacerlo.
Claude Everley interrogó a Lentz y lo descartó como sospechoso en tiempo récord.
En mayo del 62 una mujer fue estrangulada en Baldwin Park. El caso quedó sin aclarar. Se trataba de un estrangulamiento de manual. Parecía un trabajo rápido: asfixiar y largarse. Prácticamente no guardaba parecido con las muertes de Jean Ellroy y de Bobbie Long.
El 29 de julio del mismo año se produjo un intento de violación. La víctima se llamaba Margaret Jane Telsted. El violador era un tal Jim Boss Bennett. Se habían conocido en el Torch Bar de Glendora.
Bennett y la señorita Telsted tomaron unas cervezas juntos, luego, él la invitó a su apartamento de La Puente. Fueron hasta allí en el coche de ella. Tomaron una cerveza en la cocina. Bennett condujo a la señorita Telsted hasta el dormitorio y, una vez allí, la arrojó sobre la cama. «Vamos, has estado casada y sabes lo que quiero», le dijo. La chica respondió: «No soy una fulana.» Bennett la golpeó en el pecho y le arrancó los pantalones, la blusa y las bragas. Él se desnudó y dejó a la vista sus partes pudendas. Dijo que quería follar. Arrojó al suelo a la señorita Telsted, la obligó a abrirse de piernas y consiguió penetrarla ligeramente. La mujer se resistió. Bennett le golpeó la cabeza contra el suelo, pero siguió sin conseguir una penetración completa.
La señorita Telsted se refugió en un dormitorio contiguo y vio a un hombre dormido en la cama. Huyó a la cocina. Benett le dio alcance. Ella dijo que se sometería a sus deseos si le permitía vestirse y mover el coche de sitio. Dijo que su ex esposo podía andar al acecho y quería ser discreta. Bennett accedió. La señorita Telsted se puso la ropa y salió de la casa. Bennett la siguió. La mujer subió al coche. Bennett intentó impedírselo. El perro salió de la casa y dedicó un gruñido a su dueño. Bennett retrocedió. El perro saltó al coche y se sentó al lado de la señorita Telsted. Ésta se dirigió hacia la comisaría de policía de West Covina e informó del incidente. Se llevó al perro a casa con ella.
Los agentes de West Covina llamaron a la comisaría de San Dimas y trasmitieron la denuncia. Dos detectives fueron a casa de Jim Boss Bennett. Lo condujeron a la comisaría y lo encerraron. El hombre negó las acusaciones de Margaret Telsted. Según sus palabras, en ningún momento había llegado a estar dentro de ella. Los detectives formularon cargos contra él. Después, sometieron a Bennett a una investigación exhaustiva. Creyeron encontrar cierto parecido entre Bennett y el retrato robot realizado hacía ya tanto tiempo. Llamaron a la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff y lo señalaron como sospechoso de asesinato.
Ward Hallinen se acercó a la comisaría de San Dimas. Desde detrás de un falso espejo, observó a Jim Boss Bennett. Guardaba cierto parecido con el sospechoso de la muerte de Jean Ellroy. Buscó a Bennett en el registro de vehículos y en el de antecedentes penales.
Ambas consultas obtuvieron rápida respuesta.
Bennett no tenía vehículos registrados a su nombre, pero sí un prontuario que ocupaba dos páginas.
Había nacido hacía cuarenta y cuatro años en Norman, Oklahoma. Desde 1942 había sido condenado varias veces por asalto. También lo habían denunciado por conducir en estado de ebriedad, el 16/3/57 y el 7/7/57. Esta última denuncia se había producido en el cercano Baldwin Park.
Bennett conducía un Mercedes del 47 y había estado a punto de llevarse por delante a seis peatones frente a la sala de baile Jubilee. Una patrulla lo había perseguido. Bennett había desviado el coche a un terraplén sin asfaltar, había detenido el vehículo y había salido de él trastabillando. Las dos agentes le echaron el guante antes de que cayese al suelo. El tipo se resistió al arresto y tuvo que ser reducido por la fuerza.
También había sido detenido por agresión, el 22/2/58. El hecho había tenido lugar en la sala de conciertos VFW, en el cercano Baldwin Park.
Bennett estaba bailando con una mujer llamada Lola Reinhardt y de pronto, sin motivo aparente, empezó a gritarle. Le dijo que quería marcharse de inmediato. La señorita Reinhardt se negó. Bennett la arrastró fuera y la obligó a subir al coche a empujones.
La abofeteó y le gritó. «O me matas, o te mato», exclamaba. Un hombre llamado Lester Kendall se acercó al coche. Bennett rodeó con un brazo el cuello de la señorita Reinhardt e intentó asfixiarla. Kendall agarró a Bennett. La mujer se desasió. Alguien llamó a la comisaría de Temple City. Llegó una patrulla y un agente detuvo a Jim Boss Bennett.
Hallinen hizo una comprobación en las empresas de servicios públicos. Encontró seis direcciones anteriores de Jim Boss Bennett.
Había vivido en Baldwin Park, en El Monte y en La Puente. Sus antecedentes laborales mostraban grandes lagunas entre un empleo y el siguiente. Había trabajado en Hallfield's Ceramics y en United Electrodynamics. Era peón, tractorista y electricista. Estaba casado con una mujer llamada Jessie Stewart Bennett. De vez en cuando vivían juntos.
Hallinen tomó declaración a Bennett. En ningún momento mencionó a Bobbie Long ni a Jean Ellroy. Habló de lo sucedido en el VFW. Bennett contradijo la declaración de Lola Reinhardt. Dijo que un chiflado le había roto las ventanillas del coche con una botella de Coca-Cola. Otro tipo le había reventado el parabrisas de un puñetazo. Lo que decía Bennett no tenía sentido.
Hallinen decidió hacer una rueda de identificaciones con cinco hombres. Telefoneó a Margie Trawick y le dijo que estuviera pendiente del asunto. Localizó a Lavonne Chambers en Reno, Nevada. Trabajaba de crupier en un casino, pero accedió a tomar un avión y presentarse. Hallinen le aseguró que la Oficina del Sheriff correría con los gastos.
Encontró cuatro presos internados en cárceles del condado cuyas características físicas coincidían con las del retrato robot. Todos accedieron a participar en la rueda de identificación.
Llegó Lavonne. Hallinen la recogió en el aeropuerto y la llevó a la comisaría de Temple City. Llegó Margie Trawick.
En la sala de interrogatorios había cinco hombres de pie, uno al lado del otro. Jim Boss Bennett ocupaba el lugar número dos.
Margie y Lavonne se hallaban detrás de un falso espejo. Las dos observaron a los cinco hombres por separado.
Margie dijo: «El número dos es la viva imagen de ese hombre. Su rostro parece el que vi aquella noche. Los cabellos parecen los de ese hombre; la frente y el rostro son un poco más delgados. Su aspecto me resulta familiar, me recuerda al hombre que vi aquella noche.»
Lavonne señaló al número dos y declaró: «Para mí, ése es el hombre que vi con la mujer pelirroja.»
Hallinen habló primero con Lavonne y luego con Margie. Les preguntó si estaban absolutamente seguras. Dieron rodeos y evasivas, titubearon y dijeron que, absolutamente, no.
Hallinen les agradeció su sinceridad. Bennett era un buen sospechoso, un híbrido que constituía una apuesta arriesgada. Su aspecto coincidía con el retrato robot. No parecía griego, italiano ni hispano. Sólo parecía magra basura blanca.
No podían retenerlo por más tiempo. No podían formular acusaciones de asesinato contra él. La acusación de intento de violación no se basaba en pruebas contundentes. La demandante se pasaba media vida metida en los bares. Tendrían que soltar a Jim Boss Bennett.
Lo soltaron. Hallinen continuó considerándolo un posible sospechoso.
Habló con la esposa de Bennett y con sus amigos y conocidos. Todos decían que Jim era malo, pero no tanto. Él nunca les dijo que Jim fuese sospechoso de un asesinato sexual.
Hallinen carecía de pruebas. Lo único que tenía era dos identificaciones poco firmes. Acusó a Bennett de agresión y lo encerró. Quería apretarle las clavijas.
Bennett salió con una fianza. Hallinen decidió olvidarse del asunto. Normalmente, las tácticas de acoso se volvían contra quien las practicaba. El acoso era el acoso. Los sospechosos más evidentes lo merecían, pero Bennett no entraba en esa categoría. Lavonne y Margie eran testigos fiables. Y Lavonne y Margie no estaban completamente seguras.
Era el primero de septiembre de 1962. El caso Long permanecía inactivo. El caso Ellroy tenía cuatro años, dos meses y diez días.
La digresión sobre Bobbie Long me dejó aturdido. Pasé cuatro días a solas con el expediente.
Coloqué tres fotos de la escena del crimen en el tablero de corcho. Coloqué una instantánea de Bobbie Long aún con vida al lado de una foto de mi madre. Con chinchetas, añadí una foto de identificación de Jim Boss Bennett. Centré el collage en tres fotografías de Jean Ellroy, muerta.
El efecto era más contundente que sorprendente. Yo pretendía quitar importancia a la condición de víctima de mi madre y exponer su muerte de manera objetiva. La sangre en sus labios. El vello pubiano. La cuerda y la media en torno al cuello.
Estudié el tablero. Compré otro y lo coloqué junto al primero. Clavé en él todas las fotos tomadas en los lugares donde habían sido asesinadas Bobbie Long y mi madre, en orden contrapuesto. Estudié las semejanzas y las diferencias entre las dos escenas del crimen.
Dos ligaduras en Jean. Una ligadura en Bobbie. El bolso junto a la valla de alambre. El seto de hiedra y el camino de tierra junto a la estación de bombeo. Los dos abrigos caídos de la misma manera.
Mi madre aparentaba la edad que tenía y algunos años más. Bobbie Long parecía más joven de lo que era. Jim Boss Bennett parecía demasiado pueblerino para ser el Hombre Moreno.
Estudié el expediente Long. Estudié el expediente Ellroy. Leí los Libros Azules de los casos Long y Ellroy y todos los informes y notas de ambos. Quería deserotizar a mi madre y acostumbrarme a verla muerta. Puse juntos ambos casos y elaboré cronologías y líneas narrativas a partir de esporádicos datos fragmentarios.
Mi madre salió de casa entre las 20.00 y las 20.30. Fue vista en el Manger Bar «entre las 20.00 y las 21.00». Estaba sola. El Manger Bar queda cerca del Desert Inn y del Stan's Drive-In. Mi madre y el Hombre Moreno llegaron al Stan's un rato después de las 22.00. Los atendió Lavonne Chambers. Dejaron el Stan's y llegaron al Desert Inn pasadas las 22.30. La Mujer Rubia iba con ellos. Michael Whittaker se les unió. Margie Trawick observó al grupo. Margie dejó el Desert Inn a las 23.30. Mi madre, el Hombre Moreno, la Rubia y Mike Whittaker seguían sentados juntos. Mi madre, el Hombre Moreno y la Rubia se marcharon alrededor de medianoche. Una camarera llamada Myrtle Mawby vio a mi madre y al Hombre Moreno en el Desert Inn hacia las 2.00. Se marchaban. Llegaron a Stan's Drive-In hacia las 2.15. Volvió a atenderlos Lavonne Chambers. Se marcharon hacia las 2.40. El cuerpo de mi madre fue descubierto a las 10.10. Su coche fue localizado detrás del Desert Inn.
Todo aquello estaba verificado por testigos. Los saltos cronológicos formaban vacíos teóricos. La cronología de Bobbie Long era sencilla. Bobbie había acudido a las carreras de Santa Anita. Su cuerpo fue encontrado en La Puente, doce kilómetros al sudeste.
En el hipódromo conoció a un hombre. Él la llevó a cenar, follaron y la mató. Era una verdad no corroborada por ningún testigo. Yo creía a pies juntillas en ella. Stoner también. No podíamos demostrarlo. En el 59, la policía ya funcionaba a base de pruebas. Transcurrido el tiempo, en la actualidad era un hecho incontrovertible. La última noche de la vida de mi madre desafiaba cualquier interpretación estricta.
Había salido de casa en su coche. En el Manger Bar estaba sola. Encontró al Hombre Moreno en alguna parte. Dejó el coche donde fuese y subió al de él. Lavonne Chambers los atendió y les llevó la comida al coche. Se marcharon del Stan's Drive-In. Fueron al Desert Inn. Por el camino recogieron a la Rubia. Regresaron al Stan's en el coche del hombre. El de ella fue localizado detrás del Desert Inn.
Quizá se reunió con el Hombre Moreno en el apartamento de éste. Quizá lo conoció en una coctelería. Quizá dejó el coche donde estaban. Fueron a Stan's en el coche de él. Ella podía haber recogido el suyo inmediatamente después. Quizá se encontraron con la Rubia a la puerta del Desert Inn. Estuvieron de juerga en el Desert Inn. Se marcharon juntos. Quizá fueron a otra parte en grupo. O quizá la Rubia se marchó por su cuenta. Quizá mi madre y el Hombre Moreno se besaron y sobaron en el coche de él, o en el de ella, detrás del Desert Inn. Quizá fueron al apartamento de él. Quizá se dedicaron a besarse y sobarse en el aparcamiento del Desert Inn antes del bocado de última hora de las dos de la madrugada. Quizás ella se negó a mantener una relación en el coche de él o en el de ella. Quizá se resistió a las proposiciones del hombre en el apartamento de éste. Quizá fueron al piso de la Rubia. Quizás allí le dijo que no. Volvieron al Desert Inn. Quizá regresaban de casa de la Rubia o de casa del Hombre Moreno o de otra coctelería o de cualquier calle oscura del valle de San Gabriel. Mi madre podía haber dejado el coche en cualquier sitio durante cualquiera de esos momentos en blanco de la reconstrucción temporal de lo sucedido. Quizás el Hombre Moreno utilizó el coche de su víctima después de matarla. Quizá lo dejó en el aparcamiento del Desert Inn entre las 3.00 y las 4.00. Quizá quien lo dejó fue la Rubia. Quizá fueron con los dos coches. Quizá los dos abandonaron la escena del crimen en el coche de la Rubia, o en el del Hombre Moreno.
Son las 2.40. Mi madre y el Hombre Moreno se separan en el Stan's Drive-In. El coche de ella está aparcado detrás del Desert Inn o en cualquier otra parte. El hombre parece aburrido y malhumorado. Ella parece algo bebida y se muestra locuaz. Van a la casa de él, o a la de la Rubia, o al instituto Arroyo o donde fuera. Ella se resiste otra vez a los intentos del hombre o dice lo que no debe o lo mira como no debe o lo enfurece con algún gesto apenas perceptible.
Quizá se trate de violación, quizá de sexo consentido. Quizá sea válida la reconstrucción de Stoner. Tal vez mi teoría sobre el «más» aportaba ciertos detalles a los hechos. Quizá mi madre se resistió a un menage à trois en algún momento de la velada. Quizás el Hombre Moreno decidió conseguir por la fuerza algo para él solo. Quizá Lavonne Chambers y Margie Trawick se equivocaron al calcular la hora y de ese modo se frustró cualquier posibilidad de determinar una cronología precisa de lo sucedido. Quizás era Myrtle Mawby quien se equivocaba en la hora. Tal vez mi madre y el Hombre Moreno hubiesen dejado el Desert Inn con la Rubia y no hubieran vuelto para ese bocado de última hora, a las 2.00. Había un asesino y una víctima. Había una mujer sin identificar. Había tres testigos femeninos y un testigo masculino borracho. Había un lapso de siete horas en blanco y estaba perfectamente localizada una serie de sucesos prosaicos que terminaban en un asesinato. Uno podía extrapolar los hechos establecidos e interpretar el preludio de infinitas maneras diferentes.
Era probable que esa noche mi madre se reuniera con el Hombre Moreno y con la Rubia. Tal vez los conociera de alguna salida anterior. Quizá los hubiese conocido por separado. Era posible que la Rubia la hubiera puesto en contacto con el Hombre Moreno. La Rubia podía ser alguna vieja amiga. Quizá la Rubia la hubiese convencido de que se trasladara a El Monte. El Hombre Moreno quizá fuese un antiguo amante que volvía en busca de más. O un antiguo empleado de Packard-Bell o de Airtek. O una vieja pasión pasajera. O quien había matado a Bobbie Long siete meses después de acabar con la vida de mi madre.
En el 756 de Maple no había teléfono. La policía no tenía forma de comprobar las llamadas que había hecho mi madre desde teléfonos públicos. Quizás hubiese llamado a la Rubia o al Hombre Moreno, esa noche o en algún momento de los cuatro meses que pasó en El Monte. Todas las llamadas fuera de El Monte quedarían registradas en la factura. La Rubia quizá viviese en Baldwin Park o en West Covina. El Hombre Moreno quizá viviese en Temple City. La policía no encontró el bolso de mi madre. Tampoco halló ninguna agenda en el 756 de Maple. Probablemente estuviese en el bolso. Esa noche, mi madre lo llevaba. El Hombre Moreno se había deshecho de él. Quizá su nombre constase en la agenda. O el de la Rubia.
Corría el año 1958. La mayoría de la gente tenía teléfono. Mi madre, no. Ella estaba en El Monte para esconderse.
Estudié el expediente de mi madre. Estudié el expediente Long. Seleccioné hechos extraños y una omisión flagrante.
Mi madre dejó una copa sin acabar en la cocina. Quizá la Rubia la llamó para proponerle que salieran a divertirse. Quizá nuestra casita la agobiase y la obligara a salir. Bobbie Long quizás empinase el codo en la intimidad. Un policía encontró dos botellas en la cocina. Yo siempre pensé que mi madre se había resistido al hombre que la había matado. Siempre había creído que la policía había encontrado piel y sangre bajo sus uñas. El informe de la autopsia no mencionaba nada semejante. El detalle formaba parte de mi esfuerzo heroico por embellecer los hechos. Había modelado a mi madre como una especie de tigresa pelirroja y había conservado esa imagen durante treinta y seis años.
Jean y Bobbie. Bobbie y Jean.
Dos víctimas de asesinato. Dos escenas del crimen casi idénticas y separadas por pocos kilómetros.
En la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff reinaba un consenso rotundo; allí todo el mundo pensaba que a las dos mujeres las había matado el mismo hombre.
Stoner se inclinaba por la misma idea. Yo también, pero con reparos. En mi opinión el Hombre Moreno no era un asesino en serie.
Me obligué a no sacar conclusiones. Sabía que el motivo de mi rechazo era, en parte, estético. Los asesinos en serie me aburrían e irritaban. Constituían una rareza estadística en la vida real, pero una auténtica peste en los medios de comunicación. Novelas, películas y espectáculos televisivos los celebraban como monstruos y explotaban su potencial en sencillas tramas de suspense. Los asesinos en serie eran unidades de maldad autocontenidas, el contraste perfecto para el policía tópico con los nervios de punta. La mayoría de esos psicópatas sufrían espantosos traumas infantiles. Los detalles daban para un buen psicodrama y les proporcionaba cierta aura de víctimas. Los asesinos en serie eran folladores compulsivos y drogados y niños maltratados por dentro. Asustaban de entrada y eran tan prescindibles como una caja de palomitas de maíz vacía. Sus impulsos hiperbólicos absorbían a lectores y espectadores y los distanciaban de su propio arrebato fantasmal. Los asesinos en serie eran muy poco prosaicos. Eran mundanos, ingeniosos y fríos. Hablaban con un eco nietzscheano. Eran más atractivos sexualmente que el retorcido cabrón que había matado a dos mujeres por lujuria y pánico y había aplicado la presión exacta a un gatillo de dos tiempos.
Yo también saqué partido de los asesinos en serie. En mis tres novelas los rechacé a sabiendas. Eran buenos figurantes para una trama, pero pura basura literaria desde cualquier otro punto de vista. Yo estaba convencido de que a mi madre y a Bobbie Long no las había matado ningún asesino en serie. Incluso dudaba de que a ambas las hubiera matado el mismo hombre. El Hombre Moreno se había dejado ver en público con la Rubia y con mi madre. Al parecer, su furia había ido en aumento conforme avanzaba la noche. El tipo conocía el instituto Arroyo. Probablemente viviese en el valle de San Gabriel. Los psicópatas calculadores no cagan donde comen.
La Rubia conocía al Hombre Moreno. Sabía que había matado a mi madre. La Rubia tenía un mal historial con los hombres y se complacía con cada pequeño triunfo que conseguía sobre ellos.
Quizá conoció al Hombre Moreno en el hipódromo. El hombre había matado a aquella jodida enfermera el año anterior y aún estaba un poco desmelenado. Había llevado a Bobbie a cenar, la había atraído a su cubil y le había propuesto un revolcón. Bobbie le había exigido un pago y el hombre se había puesto furioso. Había perdido la cabeza por completo.
Quizá lo de la pelirroja le hubiese servido de lección. Quizá lo hubiese transformado por completo, lo hubiese sacado del marasmo y le hubiera enseñado que la violación y el sexo consensuado estaban incompletos sin el estrangulamiento. Quizá fue así como se convirtió en asesino en serie.
Quizá Jean y Bobbie lo hubiesen sacado de sus cabales de la misma manera. Quizá mató a las dos mujeres y se recluyó de nuevo en alguna especie de agujero negro psíquico. El estrangulamiento con una media era un modus operandi habitual. El Hombre Moreno asfixió a mi madre con una cuerda de persiana y una media. Bobbie Long fue estrangulada con una sola ligadura.
Tal vez las hubieran matado dos hombres distintos.
Dejé de prestar atención al tema. Stoner me había advertido de que no me aferrase a ninguna teoría o reconstrucción hipotética que se ofreciera.
Pasé cuatro días a solas con los expedientes. Me encerraba y me concentraba en los informes, anotaciones y fotos de los tableros. Stoner tenía duplicados de los Libros Azules de los casos Long y Ellroy. Nos llamábamos tres o cuatro veces al día y discutíamos algún punto en concreto de las indagaciones o la lógica general del caso. Coincidíamos en que Jim Boss Bennett no era el Hombre Moreno. Estaba demasiado pegado a la botella y, claramente, demasiado desquiciado como para seducir a una mujer en el transcurso de una larga velada o de un día entero en las carreras. Jim Boss Bennett era alcohólico. Iba detrás de mujeres alcohólicas. Las encontraba en los locales más baratos. El Desert Inn era un local de categoría, para lo habitual en él. Él frecuentaba tugurios donde servían cerveza barata y vino ordinario con hielo. Stoner dijo que probablemente fuese violador desde hacía mucho tiempo. No había penetrado a Margaret Telsted, pero tal vez sí a otras mujeres, una decena de ellas, quizá. Probablemente hubiese obtenido muy poco de otros intentos de violación debido a impotencia alcohólica o a mala planificación estratégica. A mi madre le gustaban los tipos sin clase. Tenía impulsos igualitarios. Pero Jim Boss Bennett era demasiado vulgar y penoso incluso para ella. A mi madre le encantaba el aroma a macho de clase baja. Pero Jim Boss Bennett andaba escaso en aroma y sobrado de olor a sudor. No era su tipo.
Hablamos de las dos mujeres que habían denunciado a sus maridos. La número uno se llamaba Marian Poirier. Su ex, eterno faldero, se llamaba Albert. Al parecer, el hombre mantenía relaciones con Jean Ellroy y dos mujeres más de Packard-Bell Electronics.
La señora Poirier había admitido que no tenía pruebas. Dijo que su marido conocía a otras dos mujeres asesinadas. Añadió que era «demasiada coincidencia». No dio sus nombres. Jack Lawton le escribió una carta en la que le pedía que los mencionase. La señora Poirier respondió sin hacer referencia a la petición de Lawton. Stoner desechó el testimonio de la mujer. Ésta, según sus palabras, debía de ser una chiflada.
La mujer número dos se llamaba Shirley Ann Miller. Su ex era Will Lenard Miller. Presuntamente, Will había matado a Jean Ellroy. Presuntamente, una noche, mientras dormía, Will había balbuceado: «¡No debería haberla matado!» Presuntamente, Will había repintado su Buick de dos tonos pocos días después del asesinato. Presuntamente, Will prendió fuego a un almacén de muebles en 1968.
Encontré un montón de notas sobre Will Lenard Miller. La mayor parte de ellas estaba fechada en 1970. Vi el nombre de Charlie Guenther media docena de veces.
Guenther era el antiguo compañero de Stoner. Según éste, Guenther vivía cerca de Sacramento. Debíamos tomar un avión e ir a verlo para repasar con él las notas sobre Miller.
Hablamos de Bobbie Long y de mi madre. Especulamos sobre la posibilidad de que en vida se hubiesen conocido.
Las dos trabajaban a pocos kilómetros de distancia. Las dos habían huido después de que su matrimonio fracasase. Las dos eran reservadas y autosuficientes. Las dos eran distantes, aunque superficialmente comunicativas.
Mi madre bebía. Bobbie era jugadora compulsiva. A mi madre el juego la aburría. El sexo dejaba fría a Bobbie.
Nunca se habían conocido. Nuestras conjeturas carecían de fundamento.
Dediqué algún tiempo a Bobbie. Apagué las luces del salón y me tendí en el sofá con fotos de ella y de mi madre. Tenía a mano un interruptor de la luz. Podía pensar a oscuras y encender las luces para contemplar a Bobbie y a Jean.
Me sobraba Bobbie. No quería que me distrajera de mi madre. Cogí la foto de ésta y dejé a un lado la de Bobbie.
Bobbie era una víctima tangencial.
Bobbie se abre paso hasta el principio de la cola del café. Bobbie juega hasta endeudarse y convence a un amigo de jugar a cartas. El juego era una obsesión banal. La verdadera emoción estaba en el riesgo de autoaniquilación y en la apuesta por la trascendencia a través del dinero. La obsesión sexual era un impulso alejadísimo del amor. Ambas aficiones compulsivas resultaban mortificantes, destructoras. El juego siempre tenía que ver con la autoabnegación y el dinero. El sexo era una estúpida disposición glandular y, en ocasiones, el camino para un gran amor pernicioso.
Las dos, Jean y Bobbie, eran tristes y solitarias. Estaban en el mismo nivel. Si uno pasaba por el tamiz todos los fragmentos de datos dispersos de sus expedientes, podía decir que se referían a la misma mujer.
Yo no lo veía así. Bobbie se proponía destacar. Jean buscaba esconderse, salir de sí misma y, quizás, entregarse a algo extraño, nuevo o mejor.
Bobbie Long no era nuestro verdadero foco de atención. Se trataba de la víctima de un asesinato que tenía una relación posible o probable con el que nos interesaba y proporcionaba un dato posible o probable sobre el progresivo deterioro mental del Hombre Moreno. En el caso Long no existían testigos presenciales. En el 59, los amigos de Bobbie eran cincuentones y probablemente ya estuviesen todos muertos. El Hombre Moreno también debía de estar muerto. Probablemente llevara una existencia muy dura y frecuentase los bares. Probablemente fumara y le diese al whisky o a cualquier otra bebida destilada. Probablemente hubiese reventado de cáncer en 1982. Probablemente estuviera conectado a una mascarilla de oxígeno en la pintoresca La Puente.
Sentado en la oscuridad, sostuve en las manos dos retratos robot. Encendí las luces y los contemplé de vez en cuando. Violé la norma de Stoner y reconstruí el Hombre Moreno.
Bill lo imaginaba como un vendedor meloso. Yo lo veía como un ejecutivo de pega que hacía trabajos esporádicos para sacar algún dinero extra. Se desplazaba en un Oldsmobile desvencijado del 55 o del 56. Llevaba una caja de herramientas en el asiento trasero. La caja contenía unos metros de cuerda de persiana.
El hombre tenía treinta y ocho o treinta y nueve años y le gustaban las mujeres mayores que él. Por un lado, sabían cuántas eran cinco; por otro, aún se dejaban engañar con la promesa de un romance. Las odiaba tanto como le gustaban. Nunca se había preguntado a qué se debía aquello.
Conocía mujeres en bares y clubes nocturnos. A lo largo de los años había golpeado a algunas. Decían o hacían cosas que lo ponían furioso. Con otras había sido más duro. Se había mostrado amenazador y las había convencido de que se prestaran a sus requerimientos si no querían que las violase. Era minucioso. Era cauto. Era capaz de mostrarse encantador.
Vivía en el valle de San Gabriel. Le gustaban los locales nocturnos. Le gustaba el ambiente que se había creado con el florecimiento económico de la zona. Se pasaba el día perdido en ensoñaciones. Pensaba en maltratar a las mujeres. Nunca se preguntaba el porqué de sus perversas obsesiones.
Mató a la enfermera en junio del 58. La Rubia mantuvo la boca cerrada. Él vivió asustado durante seis semanas, seis meses o un año. Luego, el miedo se desvaneció. Persiguió mujeres, se folló mujeres y golpeó mujeres de vez en cuando.
Pasaron los años. Su impulso sexual se apagó. Dejó de perseguir, de follar y de golpear mujeres. Pensó en la enfermera que había matado hacía tanto tiempo. No sentía remordimientos. Nunca había matado a otra mujer. No era un psicópata furioso. Las cosas nunca se salían de madre como había sucedido aquella noche con la enfermera.
O:
Recogió a Bobbie Long en Santa Anita. La enfermera llevaba muerta siete meses. Mientras tanto, él había ligado con varias mujeres. No les había hecho daño. Acabó por convencerse de que lo ocurrido con la enfermera había sido un accidente extraño.
Se folló a Bobbie Long. Ella dijo algo o hizo algo. Él la estranguló y se deshizo del cuerpo. Vivió asustado largo tiempo. Tenía miedo de la policía, de la cámara de gas y de sí mismo. El temor no lo abandonó en ningún momento. Se hizo viejo con él. No volvió a matar a otra mujer.
Telefoneé a Stoner y le expuse mis conjeturas. A él le pareció posible la primera y descartó la segunda. Uno no mata a dos mujeres y lo deja allí. Discrepé. Le dije que se dejaba llevar demasiado por el empirismo policial. Añadí que el valle de San Gabriel era una especie de ente que se creaba a sí mismo. La gente que acudía allí lo hacía por razones inconscientes que sobrepasaban la aplicación consciente de la lógica, y que eso hacía posible cualquier cosa. La región definía el delito. La región era el delito. Había dos asesinatos sexuales y había uno o dos asesinos sexuales que escapaban a la conducta habitual de un asesino sexual. La explicación de todo ello estaba en la región. La migración inconsciente al valle de San Gabriel explicaba todos los actos absurdos y homicidas que se producían allí. Nuestro trabajo consistía en localizar e identificar a tres personas entre todos aquellos inmigrantes.
Bill escuchó mis explicaciones y concretó. Dijo que era preciso estudiar a fondo el expediente de mi madre y empezar a buscar viejos testigos. Teníamos que revisar los datos del Departamento de Vehículos a Motor y examinar los antecedentes policiales. Debíamos evaluar la investigación realizada en 1958 y seguir los pasos de mi madre desde la cuna hasta su muerte violenta. En la mayor parte de los casos, las investigaciones de homicidios tomaban rumbos extraños. Teníamos que estar al día en nuestra información y preparados para saltar sobre lo que fuera.
Respondí que por mi parte estaba dispuesto en aquel mismo instante.
Bill me dijo que apagara las luces y volviese al trabajo.
Ward Hallinen tenía ochenta y tres años. Lo vi y lo recordé al instante.
Me había dado un caramelo en la comisaría de El Monte. Siempre se sentaba a la izquierda de su compañero. Mi padre admiraba sus trajes.
Sus ojos azules me llevaron de nuevo a aquel tiempo. Eran todo cuanto recordaba de él. Se había convertido en un anciano frágil, con la piel cubierta de marcas rojas y rosáceas. En 1958 debía de tener cuarenta y seis o cuarenta y siete años.
Salió a recibirnos a la puerta de su casa, una especie de falso rancho rodeado de árboles umbríos que crecían en una bonita extensión de terreno. Vi un establo y un par de caballos que pastaban.
Stoner me presentó. Nos dimos la mano y murmuré algo parecido a un «Cómo está, señor Hallinen?». Mi memoria corría a una velocidad vertiginosa. Quería encender su recuerdo. Stoner me había dicho que tal vez estuviera senil y no se acordara del caso Jean Ellroy.
Entramos en la casa, nos condujo hasta la cocina y nos sentamos. Stoner puso nuestro expediente en una silla desocupada. Miré a Hallinen. Él me miró. Mencioné la anécdota del caramelo. Dijo que no se acordaba.
Pidió disculpas por su mala memoria. Stoner hizo una broma acerca de su propia edad, ya avanzada, y el modo en que uno perdía facultades. Hallinen le preguntó qué edad tenía. «Cincuenta y cuatro», respondió Bill. Hallinen soltó una carcajada y se dio unas palmadas en las rodillas.
Stoner mencionó a algunos hombres de la vieja Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. Hallinen dijo que Jack Lawton, Harry Andre y Claude Everley habían muerto. Blackie McGowan, también, así como el capitán Etzel y Ray Hopkinson. Ned Lovretovich todavía seguía vivito y coleando. Él se había jubilado años atrás. No estaba seguro de cuántos, pero eran muchos. Había trabajado para algunas agencias privadas de seguridad y luego se dedicó a criar caballos de carreras. Por una vez en la vida le sobraba el tiempo y podía disfrutar del condado de Los Ángeles.
Stoner se echó a reír. Yo, también. La esposa de Hallinen hizo su entrada en aquel instante. Stoner y yo nos pusimos de pie. Frances Traeger Hallinen nos pidió que nos sentáramos.
Se la veía en buena forma física y muy despierta. Era la hija del viejo sheriff Traeger. Tomó asiento y pronunció algunos nombres.
Stoner también lo hizo. Luego fue el turno de Hallinen. Los nombres encendían fugazmente alguna historia. Presencié un breve recorrido nostálgico entre policías.
Reconocí alguno de los nombres. Un centenar de agentes había aportado anotaciones a los expedientes Ellroy y Long. Intenté imaginar a Jim Wahlke y a Blackie McGowan.
Frances Hallinen trajo a colación el caso Finch-Tregoff. Yo dije que de joven lo había seguido. Ward Hallinen apuntó que había sido el más importante de su carrera. Yo mencioné algunos detalles. Él no los recordaba.
Frances Hallinen se excusó y salió de la casa. Bill abrió el expediente. Yo señalé los caballos de la finca y mis pensamientos volaron al hipódromo de Santa Anita y el caso Bobbie Long. Hallinen cerró los ojos. Advertí que se esforzaba por evocar el asunto. Dijo que recordaba haber ido al hipódromo, pero no consiguió revivir un hecho concreto.
Bill le mostró las fotos del instituto Arroyo. Al mismo tiempo, yo me ocupé de realizar una descripción oral de la escena del crimen. Hallinen contempló las fotos y dijo que creía recordar el caso. Según su parecer había tenido un sospechoso perfecto.
Mencioné a Jim Boss Bennett y la rueda de reconocimiento de 1962. Bill sacó un montón de fotos de identificación de Jim Boss Bennett. Hallinen dijo que no se acordaba de la rueda de identificación. Contempló las fotos durante tres minutos al menos.
Contrajo el rostro. Sostuvo las fotos con una mano mientras mantenía la otra cerrada sobre la mesa de la cocina. Afirmó los pies en el suelo. Estaba luchando con todas las fuerzas contra su incapacidad de recordar.
Sonrió y confesó que no acababa de ubicar al tipo. Bill le entregó el Libro Azul del caso Ellroy y le pidió que le echase un vistazo.
Hallinen leyó el informe sobre el cadáver y el de la autopsia. Leyó las transcripciones de las declaraciones de los testigos. Leyó despacio. Dijo que recordaba algunos otros casos en los que había trabajado con Jack Lawton. Agregó que el nombre de la taquígrafa le sonaba, y que recordaba al antiguo jefe de policía de El Monte.
Contempló las fotos de la escena del crimen. Nos aseguró que sabía que había estado allí. Me dirigió una mirada que parecía decir: «Ésa es su madre. ¿Cómo puede mirar esas fotos?»
Bill le preguntó si conservaba sus antiguas libretas de notas sobre los casos. Hallinen respondió que lo lamentaba, pero se había deshecho de ellas hacía unos años. Tenía voluntad de ayudar, pero su mente no se lo permitía.
Me volví hacia Bill y le indiqué con un gesto que ya estaba bien. Recogimos el expediente y nos despedimos. Hallinen se disculpó de nuevo. Yo comenté «El tiempo nos alcanza a todos», o algo así, con tono condescendiente.
Hallinen señaló que lamentaba no haber encerrado a aquel cabrón. Dije que se las había tenido que ver con una víctima muy astuta. Le agradecí su esfuerzo y su amabilidad.
Bill y yo volvimos al condado de Orange. En el trayecto, discutimos acerca de nuestros planes futuros. Bill dijo que estábamos librando una batalla por un suceso que no había dejado memoria. Hablaríamos con personas que ya eran de mediana edad en 1958. Nos moveríamos a través de vacíos en el recuerdo y de memorias tergiversadas por el paso del tiempo. Los viejos confundían las cosas sin querer. Deseaban complacer e impresionar. Querían demostrar su solvencia mental.
Mencioné las libretas de notas de Hallinen. Bill comentó que nuestro expediente escaseaba en informes complementarios.
Hallinen y Lawton trabajaron en el caso durante todo el verano. Probablemente llenaron media docena de libretas con notas. Teníamos que reconstruir su investigación. Quizás hubiesen entrevistado al Hombre Moreno sin tomarlo por sospechoso. Le pregunté si Jack Lawton estaba casado. Bill respondió que sí. Dos de sus hijos habían sido agentes por un tiempo. Antes, Jack había trabajado con su viejo compañero, Bill Farrington. Billy sabría si la mujer de Jack aún vivía. Podía ponerse en contacto con ella y averiguar si conservaba las libretas de notas de su esposo.
Para mí, las libretas de notas eran una apuesta a largo plazo. Bill se mostró de acuerdo en ello.
Apunté que la clave estaba en la Rubia. Ella conocía al Hombre Moreno, sabía que había matado a Jean Ellroy, pero nunca lo había delatado. Temía a las represalias o tal vez tuviese algo que esconder. Yo apunté que lo más probable era que él le hubiese cerrado la boca definitivamente. La Rubia había contado lo sucedido a alguien. Se había ufanado de frecuentar la compañía de un asesino o había comentado el suceso como lección de la que tomar nota. Transcurrió el tiempo y se le pasó el miedo. Se lo contó a más gente. Dos personas, seis o una docena se enteraron de la historia o de fragmentos de la misma.
Bill dijo que debíamos hacer público nuestro caso. Yo indiqué que la Rubia había hablado con gente que se lo había contado a otra gente, y ésta a otra. Bill manifestó que era la mejor publicidad que podía existir. Propuse instalar una línea telefónica gratuita para recibir informaciones. Bill dijo que se encargaría de arreglarlo con la compañía.
Hablamos del caso Long. Bill sugirió que llamásemos a la Oficina del Forense y preguntásemos si guardaban las muestras de semen que habían recogido en los cuerpos de Bobbie Long y de mi madre.
Bill conocía un laboratorio que hacía pruebas de ADN por dos mil dólares. Allí podían determinar de forma concluyente si Bobbie Long y mi madre habían estado con el mismo hombre.
Le pedí que diera prioridad al caso Long. Respondió que no parecía gran cosa. Un desconocido al azar había recogido a Bobbie y la había matado. Era probable que mi madre hubiese conocido a la Rubia y al Hombre Moreno, o al menos a uno de ellos, antes de aquella noche.
Mencioné el coche del Hombre Moreno y las tarjetas perforadas de IBM del expediente. Al parecer, la policía sólo había comprobado las matrículas de coches del valle de San Gabriel. Lavonne Chambers se refirió concretamente a un Oldsmobile del 55 o del 56. Yo imaginaba que la policía habría cotejado los datos de los vehículos de todo el estado. Bill dijo que la pista de la tarjeta perforada era confusa. Los trabajos de Homicidios estaban llenos de pruebas inconsistentes.
Yo apunté que la clave de todo estaba en la Rubia. «Cherchez la femme», dijo Bill.
A la mañana siguiente volamos a Sacramento. Al hacerlo, dejamos atrás algunas malas noticias.
Bill llamó a la Oficina del Forense. Allí le dijeron que se habían deshecho de las muestras de semen, como solía hacerse con las pruebas antiguas. Había que dejar espacio para almacenar las nuevas.
Alquilamos un coche y regresamos a casa de Charles Guenther. Bill lo había llamado la noche anterior anunciándole nuestra visita. Le hizo algunas preguntas y Guenther dijo que el caso le resultaba vagamente familiar. El expediente tal vez le ayudase a recordar. Llevamos el expediente. Yo aporté cincuenta posibles preguntas.
Guenther se mostró amistoso. Tenía buen aspecto, con sus cabellos canosos y sus ojos azules como los de Ward Hallinen. En lugar de recibirnos con un «hola» corriente, lo hizo con frases de desprecio hacia O.J. Simpson. Enseguida, pasó a nuestro caso.
Bill repasó los puntos clave. Guenther dijo que ahora lo recordaba. El y su compañero, Duane Rasure, habían recibido una llamada. Una mujer denunciaba a su ex esposo. Investigaron al tipo. No consiguieron confirmar ni desmentir su culpabilidad.
Nos sentamos en torno a una mesilla auxiliar. Extendí encima de ella el contenido del sobre de Will Lenard Miller: tres fotos de éste; informes de la Oficina del Sheriff del condado de Orange; copias de las declaraciones de la renta de Will Lenard Miller correspondientes a los años 1957, 1958 y 1959; una factura de una empresa financiera con fecha 17/5/65; un teletipo de la Oficina del Sheriff del condado de Orange al Departamento de Policía de El Monte con fecha 4/9/70; una lista de chequeo con la caligrafía de Charlie Guenther; una hoja de notas que detallaba el historial delictivo de Will Lenard Miller, con dos acusaciones por librar cheques falsos en el 67 y el 69 y una falsificación de tarjeta de crédito en el 70; una carta de un abogado, con fecha 3/11/64, en la que se detallaban presuntas lesiones sufridas por Will Lenard Miller el 26/3/62 mientras trabajaba en la tienda de maquinaria C.K. Adams; una orden del tribunal municipal de Libertad Provisional del condado de Orange y un informe sobre las pruebas del detector de mentiras a que había sido sometido Will Lenard Miller, con fecha 15/9/70.
Revisamos los documentos. Dejamos a un lado las declaraciones de la renta. Contemplamos las fotos de Will Lenard Miller.
Tenía los cabellos oscuros y era de constitución robusta. Sus facciones eran toscas. No se parecía en absoluto a la descripción del Hombre Moreno.
Guenther examinó su lista de comprobaciones. Dijo que las anotaciones eran parte del procedimiento normal. Siempre hacía lo mismo cuando retomaba viejos casos. No tenía problemas de memoria; la lista, sencillamente, constituía un recordatorio personal.
Leímos la carta del abogado. En ella se pormenorizaban las desgracias de Will Lenard Miller en su lugar de trabajo.
Miller había resbalado y se había fastidiado la rodilla izquierda. Al cabo de poco tiempo había empezado a sufrir mareos y lagunas mentales. Al caer había recibido un golpe en la cabeza. Las lesiones físicas acabaron por perjudicar su equilibrio psicológico.
Mencioné un informe del Libro Azul. De acuerdo con Shirley Miller, mi madre se había negado a llevar adelante una reclamación por lesiones que había presentado su esposo. Según ella, lo había «sacado de sus casillas».
Guenther dijo que Miller era un jodido llorón. Añadió que, sin duda, su aspecto no era el de un hispano.
Comprobamos la orden de libertad condicional. Will Lenard Miller había colado unos cuantos cheques falsos. Le había caído una multa de veinticinco dólares y dos años de libertad condicional. Tuvo que reponer el dinero. También se vio obligado a consultar a un asesor financiero. No podía hacer compras por valor superior a cincuenta dólares sin autorización previa.
Todos estuvimos de acuerdo.
Will Lenard Miller era un lamentable saco de mierda. Comprobamos las declaraciones de la renta. Confirmaron nuestra valoración.
Will Lenard Miller duraba poco en los trabajos. En tres años estuvo empleado en nueve tiendas de maquinaria distintas.
Leímos los informes de la Oficina del Sheriff del condado de Orange. Evaluamos los datos de que disponíamos.
Finales de agosto del 70. La policía del condado de Orange busca a Will Lenard Miller. Quiere detenerlo por saltarse las normas de la libertad condicional. El agente J.A. Sidebotham habla con Shirley Ann Miller, quien le dice que ha roto con Will Lenard Miller hace un año. Dice también que en 1968 Will prendió fuego a un almacén de muebles. Y que en 1958 mató a una enfermera llamada Jean Hilliker.
Jean trabajaba en Airtek Dynamics. Entonces salía con Will Lenard Miller. Rechazó una reclamación médica que él le envió. Esto lo puso furioso. Dos semanas después Jean Hilliker era asesinada. Shirley Miller leyó la noticia. Will Lenard Miller se parecía al retrato robot del sospechoso. Los periódicos decían que éste conducía un Buick. Will Lenard Miller tenía un Buick del 52 o del 53. Lo había repintado días después del asesinato. La compañía de muebles McMahon había recuperado algunos muebles que Will Lenard Miller había dejado impagados. Unas semanas más tarde alguien prendía fuego al almacén de la empresa. Shirley Miller leyó al respecto y le enseñó el artículo a Will Lenard Miller, que dijo: «Lo hice yo.» Will Lenard Miller sufría una enfermedad mental; era un psicópata.
Sidebotham llamó al Departamento de Policía de El Monte. Allí le informaron que Jean Hilliker era Jean Hilliker Ellroy. La Oficina del Sheriff de Los Ángeles se encargaría del caso. El Departamento de Policía de El Monte colaboraría.
Sidebotham detuvo a Will Lenard Miller. Lo empapeló por saltarse las normas de la libertad condicional y lo encerró en la cárcel del condado de Orange. El Departamento de Policía de El Monte se puso en contacto con la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. Los agentes Charlie Guenther y el sargento Duane Rasure recibieron orden de reabrir el caso Jean Ellroy.
Guenther y Rasure se entrevistaron con Shirley Ann Miller, quien les contó lo mismo que había explicado al agente Sidebotham. Guenther y Rasure hablaron con varias personas de Airtek. El Departamento de Policía de El Monte asignó dos hombres más para que los ayudaran. El sargento Mary Martin y el detective Ness interrogaron a más gente de Airtek. Guenther y Rasure y Martin y Ness hablaron con Will Lenard Miller, quien declaró que él no había matado a Jean Hilliker. Will Lenard Miller pasó la prueba del detector de mentiras con éxito.
Guenther dijo que todo el asunto volvía a su memoria. Recordaba a Will Lenard Miller. Lo habían encerrado en la cárcel del condado de Orange. Tomaba píldoras para alguna enfermedad cardíaca. Tenía un aspecto repulsivo. Querían llevarlo a Los Ángeles para pasar la prueba del detector de mentiras, pero el fiscal del distrito se negó a soltarlo. Guenther confesó que no se fiaba del detector de mentiras del condado de Orange. Estaba seguro de que la prueba no resultaría concluyente.
Comprobamos la transcripción de la prueba:
RE: WILL LENARD MILLER
Alegación: Participación en la muerte de JEAN ELLROY, junio de 1958, El Monte.
Asunto: Examen poligráfico de WILL LENARD MILLER
Por: FREDERICK C. MARTIN examinador poligráfico de la Oficina del Fiscal del Distrito
15 de septiembre de 1970
Durante la entrevista previa a la prueba, después de tratar con MILLER las circunstancias que rodearon la muerte de JEAN ELLROY y de mostrarle una foto en la que aparecían cuatro varones y cuatro mujeres en torno a una mesa, declaró que no reconocía a ninguna de las personas de la foto ni, en concreto, a ELLROY. Además, declaró que jamás la había visto, que sólo le resultaba conocida porque su esposa trabajaba en la empresa en que ELLROY era enfermera y porque ELLROY proporcionaba medicación a su esposa. Declaró también que había reparado en ello en conversaciones con su esposa, así como al observar su nombre en el frasco del medicamento.
MILLER fue sometido a una serie de pruebas y, a partir de ellas, se determinó que MILLER estaba en condiciones de someterse al polígrafo.
Durante el examen se utilizaron las siguientes preguntas relevantes, que obtuvieron las respuestas que se adjuntan:
1. ¿Ha conocido alguna vez en persona a cualquiera de las mujeres que aparecen en la foto que le he enseñado?
RESPUESTA: No.
2. ¿Mató usted a JEAN ELLROY durante el mes de junio de 1958?
RESPUESTA: No.
3. ¿Se deshizo usted del cuerpo de JEAN ELLROY abandonándolo en un solar de El Monte durante el citado mes de junio de 1958?
RESPUESTA: No.
4. ¿Mató usted de un tiro a JEAN ELLROY?
RESPUESTA: No.
No hubo reacciones que indicaran respuestas falsas a las preguntas formuladas. La pregunta número cuatro era un control; tal hecho no se produjo ni se comentó.
Frederick D. MARTIN, examinador polígrafo
Oficina del Fiscal del Distrito
Pc
Dictado 16-9-70
Bill comentó que la prueba le parecía incompleta. Guenther dijo que Miller nunca había sido un sospechoso muy destacado. Yo apunté que Shirley Miller se equivocaba al relacionar los hechos.
Shirley Miller trabajaba en Airtek. Will Lenard, no. No había declaraciones de impuestos de Airtek. Mi madre conducía un Buick. El Hombre Moreno, no. Que Miller hubiera repintado el coche no significaba nada.
Bill dijo que llamaría a Duane Rasure y a los dos policías de El Monte. Tal vez tuviesen más información. Guenther dijo que debíamos encontrar a la Rubia. Sin ella estábamos jodidos.
Volvimos en avión al condado de Orange. A la mañana siguiente Bill me llamó para decirme que había hablado con Rasure y con los policías de El Monte. Rasure recordaba el caso. Añadió que se había entrevistado con cuatro o cinco empleados de Airtek. Todos le habían asegurado que Will Lenard trabajaba para Airtek. Nadie pudo relacionarlo con Jean Ellroy en ningún contexto. Rasure calificaba de absoluta inutilidad la pista Miller.
Marv Martin recordaba el caso. Dijo que en los años setenta había tratado acerca de él con Ward Hallinen. Ward se había presentado en la comisaría de El Monte y habían hablado de Will Lenard Miller. Hallinen ignoraba la existencia de Miller. Martin le soltó una bomba: dijo que creía que Will Lenard Miller se había colgado en su celda inmediatamente después de que lo interrogaran. Ness aseguró que Marv se equivocaba por completo: Miller había muerto en su celda a consecuencia de un ataque cardíaco.
El rumor del suicidio me sorprendió. Bill dijo que no daba crédito a los comentarios. Alguien habría dejado alguna nota al respecto en el expediente de mi madre. Agregó que acababa de llamar a Louie Danoff, de la Brigada de Homicidios, quien le había dicho que él telefonearía al sheriff del condado de Orange. Los cuerpos de policía conservaban archivos de las muertes producidas bajo su custodia.
Consideraba a Will Lenard Miller un tiro al azar intergaláctico. Bill me llamó optimista. Dijo que deberíamos ir a la Oficina del Sheriff a entrevistar a algunos testigos. Yo llevé una lista. Bell me enseñó tres terminales de ordenador.
Uno de ellos conectaba con el Departamento de Justicia del estado de California. Suministraba estadísticas personales, alias y fichas de detenidos en las que figuraban los antecedentes penales del individuo. Otro terminal conectaba con el Departamento de Vehículos a Motor. Éste suministraba los datos personales de los dueños de los coches, sus direcciones anteriores y la dirección vigente. El ordenador «libro inverso» almacenaba datos de ocho estados occidentales. Se introducía el nombre del sujeto y se obtenía una dirección y un número de teléfono.
Conocí a Louie Danoff y a John Yarbrough. Trabajaban en el Departamento de Casos No Resueltos. Danoff me aseguró que Will Lenard Miller no se había suicidado en la cárcel del condado de Orange. Acababa de hablar con su contacto allí, quien, tras indagar, había llegado a la conclusión de que el rumor era rotundamente falso. Bill le pidió a Yarbrough que buscara la pista de Lavonne Chambers. En 1958 tenía veintinueve años. En 1962, trabajaba en un casino de Nevada.
Comprobé mi lista de testigos.
El señor George Krycki y esposa, Margie Trawick, Jim Boss Bennett, Michael Whittaker. Shirley Miller, Will Lenard Miller, Peter Tubiolo. Margie Trawick había nacido el 14/6/22. Jim Boss Bennett, el 17/12/17. Michael Whittaker tenía veinticuatro años en 1958. Yo era consciente de que la esperanza de vida condicionaba nuestra investigación.
Bill probó primero con los Krycki. No constaba nada sobre ellos en el Departamento de Justicia ni en el de Vehículos a Motor. En el «libro inverso» encontró algo. George y Anna May Krycki vivían en Kanab, Utah. El ordenador me dio la dirección y el número de teléfono.
Bill probó con Jim Boss Bennett. En el Departamento de Justicia no encontró mención alguna de él. Bill comentó que, probablemente, Jim Boss Bennett hubiese muerto. El Departamento de Justicia borraba de su ordenador central a las personas fallecidas. Quería confirmar la muerte de Bennett. Dijo que conocía a un tipo que podía consultar los archivos de la Seguridad Social.
Probamos con Peter Tubiolo. Aparecía una mención en el Departamento de Vehículos a Motor. Tubiolo tenía setenta y dos años y vivía en Covina.
Probamos con Shirley Miller. Aparecía una mención en el Departamento de Vehículos a Motor. La dirección coincidía con una de las que constaban en el expediente de Will Lenard Miller. Al pie de la hoja impresa había un asterisco y la abreviatura «fallec.».
Probamos con Will Lenard Miller. Aparecía una mención en el Departamento de Justicia. El caso había sido archivado. Bill dijo que el cabrón estaba muerto.
Probamos con Margie Trawick. No constaba en ninguno de los tres ordenadores. Recordé que Margie estaba divorciada o había enviudado. Su apellido de soltera era Phillips. Bill probó con Margie Phillips y la fecha de nacimiento que habíamos determinado. No constaba en el Departamento de Vehículos a Motor ni en el de Justicia. El «libro inverso» suministraba una larga lista. Margie Phillips era un nombre corriente.
Probamos con Michael Whittaker. Aparecía una mención en el Departamento de Vehículos a Motor y otra en el de Justicia, bajo el nombre de Michael John Whittaker, así como una dirección de San Francisco, en 1986. En Justicia constaba un número de ficha policial y la fecha de nacimiento 1/1/34.
Abrí el maletín y comprobé el Libro Azul del caso Ellroy. El segundo nombre de Whittaker era John.
Bill anotó el número de la ficha y entregó el papel a una empleada. Ésta dijo que ordenaría hacer una copia de la ficha de Whittaker y sus últimos datos conocidos.
Entró John Yarbrough. Entregó una nota a Bill. Dijo que había llamado a un tipo de la policía de Las Vegas. El tipo llamó a otro de la Comisión de Juego de Nevada. Localizaron la ficha laboral de Lavonne Chambers en el casino. Llamaron al Departamento de Vehículos a Motor del estado de Nevada y dieron con el dato clave.
Lavonne Chambers era ahora Lavonne Parga. Acababa de renovar el permiso de conducir. Vivía en Reno, Nevada.
Bill no quería llamar a Lavonne Chambers y pedirle una entrevista. Pretendía sorprenderla para no darle tiempo a pensar y elaborar sus respuestas.
Volamos a Reno. Ocupamos dos habitaciones en un Best Western. El empleado de recepción nos dio un plano de la ciudad. Alquilamos un coche y fuimos a la última dirección conocida de Lavonne Chambers. Estaba fuera del casco urbano de Reno, en una zona medio rural, medio ruinosa. Allí todo el mundo tenía camioneta o todoterreno. Los vehículos estaban relucientes. Las casas daban lástima.
Llamamos a la puerta de la vivienda de Lavonne Chambers. Abrió un hombre. Bill le enseñó la placa y le explicó nuestra situación. El hombre dijo que Lavonne era su madre y que estaba en el Hospital Washoe County, pues padecía otro de sus terribles ataques de asma.
El hombre recordaba el asesinato. Entonces era un bebé. Dijo que llamaría a su madre y la prepararía.
Nos dio la dirección del hospital. Llegamos en diez minutos y una enfermera nos condujo a la habitación.
Lavonne Chambers estaba sentada en la cama, con un tubo de oxígeno en la nariz. No se la veía enferma, sino fuerte y sana. Parecía perpleja.
Nos presentamos. Bill declaró su condición de policía. Yo expliqué que era el hijo de Jean Ellroy. Lavonne Chambers me miró. Le quité treinta y seis años y la vestí con el uniforme rojo y blanco del Stan's Drive-In. Sentí que me fallaban las piernas y me senté en una silla sin que nadie me invitara a hacerlo.
Bill se sentó a mi lado. Teníamos la cama delante, a unos palmos de nosotros. Saqué un bolígrafo y un cuaderno de notas. Lavonne comentó que mi madre era muy guapa. Su voz sonó firme, sin jadeos ni resuellos.
Le di las gracias. Lavonne Chambers dijo que se sentía culpable. Las camareras que servían a la gente en los coches tenían orden de anotar las matrículas, pues eso ayudaba a la policía a echarle el guante a quienes se saltaban la revisión del vehículo, pero ella no había tomado nota de la placa. Mi madre y el hombre que iba con ella tenían un aspecto muy respetable. Lavonne nunca había lamentado tanto un descuido.
Le pregunté si se acordaba bien de aquella noche. Respondió que sí. Lavonne tenía la costumbre de revivir sus recuerdos como un disco rayado. Quería estar segura de que nada escapaba a su memoria.
Bill le hizo algunas preguntas. Volvamos atrás en el tiempo, le dijo. Lavonne asintió. Para empezar, describió a mi madre y al Hombre Moreno. Dijo que mi madre era pelirroja. Explicó que había atendido a mi madre y al Hombre Moreno en dos ocasiones. Era incapaz de ubicarlos en orden cronológico. La policía creía que el asesino era de la zona. Por eso, mientras estuvo trabajando en el Stan's Drive-In no había dejado de fijarse en las caras de los clientes ni una sola noche. Durante años mantuvo los ojos bien abiertos.
Bill mencionó el asesinato de Bobbie Long. Lavonne dijo que no sabía nada al respecto. Yo apunté que a Bobbie Long quizá la hubiese matado el mismo hombre. Lavonne preguntó cuándo había sucedido el hecho. Respondí que el 23 de enero del 59. Lavonne dijo que el verano anterior había hablado con la poli, pero antes de enero los contactos prácticamente se habían interrumpido.
Bill hizo referencia a la rueda de identificación del año 62. Los recuerdos de Lavonne comenzaron a contradecirse con los hechos establecidos en el Libro Azul. Dijo que sólo había un hombre en la sala de identificación y que ella había sido la única testigo. Confirmó en lo fundamental su declaración recogida en el Libro Azul. No estaba segura de que el hombre que había visto allí ese día fuera el mismo que acompañaba a mi madre.
Bill le mostró dos fotografías de ficha policial de Jim Boss Bennett. Lavonne no consiguió encajar a Jim Boss en ningún contexto. Le enseñé los dos retratos robot. Los situó de inmediato.
Retrocedamos hasta entonces, insistió Bill. Lavonne asintió. Nos llevó otra vez a esa noche. Yo planteé cuestiones espaciales. Quería saber dónde se encontraba Lavonne, exactamente, cada vez que había visto al Hombre Moreno. Me explicó que los clientes hacían parpadear los faros para indicar que querían la cuenta. Vi coches, luces largas cegadoras y a Lavonne cargada de bandejas y vislumbres de un hombre que estaba a punto de matar a una mujer.
Mencioné el coche del Hombre Moreno. Bill me interrumpió para preguntarle si conocía los coches de esa época. La mayoría de camareras que atendían los coches se sabía de memoria todas las marcas y modelos. ¿Y ella? ¿Era también tan experta en automóviles?
Lavonne dijo que no era experta en coches, que era incapaz de distinguir diferentes marcas y modelos. Vi por dónde iba Bill y le pregunté a Lavonne cómo había sabido identificar el coche del Hombre Moreno.
Me explicó que había oído un boletín de noticias. La mujer asesinada le recordó a la pelirroja a quien había atendido el sábado por la noche y se puso a pensar. Intentó recordar en qué coche iba. Habló con su jefe y éste señaló diferentes automóviles. Así fue como consiguió determinar el utilizado por la pareja.
Miré a Bill, quien me indicó que lo dejase hacer a él. Le entregó a Lavonne una copia del Libro Azul del caso Jean Ellroy y le pidió que repasara su declaración. Volveríamos más tarde para hablar de ello.
Lavonne dijo que nos esperaba después de cenar. Nos recomendó que evitáramos los casinos. No se puede vencer a la casa.
Cenamos en el asador del Reno Hilton. Tratamos extensamente acerca del tema del coche.
Apunté que la identificación del vehículo hecha por Lavonne quizás estuviese contaminada. Quizá su jefe la hubiera inducido a error. Su declaración en el Libro Azul era enfática. El Hombre Moreno conducía un Oldsmobile del 55 o del 56. Quizá Lavonne se hubiera equivocado al identificar el coche. Quizá la identificación fuese defectuosa desde el primer momento. Quizá Hallinen y Lawton se desanimaron al caer en la cuenta de ello. Quizás eso explicara el que la tarjeta de IBM que incluía el expediente estuviese poco perforada.
Bill dijo que era posible. A veces los testigos se convencían a sí mismos de que ciertas cosas eran verdad y mantenían su declaración contra viento y marea. Le pregunté si podíamos comprobar los archivos de matriculación de vehículos. Respondió que no: los datos no estaban informatizados y los registros en papel habían sido destruidos hacía mucho tiempo.
Terminamos de cenar y cruzamos el casino. Sentí el irrefrenable impulso de echar unos dados.
Bill me explicó cómo se debía apostar. Las combinaciones me confundieron. «Al carajo», dije, y puse cien dólares sobre la mesa de juego.
La suerte me favoreció cuatro veces seguidas. Gané mil seiscientos dólares.
Regalé cien al crupier y convertí en dinero el resto de las fichas. Bill dijo que debería cambiarme el nombre por el de Bobbie Long, junior.
Lavonne nos esperaba levantada. Había leído su vieja declaración, pero no había despertado nuevos recuerdos.
Le di las gracias por su diligencia, tanto entonces como ahora. Ella repitió que mi madre era muy guapa, realmente.
El viaje a Reno me enseñó algunas cosas. Aprendí a hablar con amabilidad. Aprendí a no mostrarme agresivo.
Stoner era mi maestro. Advertí que siguiendo sus indicaciones estaba moldeando el aspecto detectivesco de mi personalidad. Stoner sabía controlar su ego para conseguir que la gente le contara cosas. Yo quería desarrollar esa habilidad, y deprisa. Quería que los viejos me contaran cosas antes de morir o de volverse seniles.
Me llamó una reportera del L.A. Weekly. Había pensado en escribir un artículo sobre la nueva investigación. Le pregunté si incluiría en ella un número de teléfono gratuito para que pudiera aportar pistas sobre el caso. La periodista respondió que sí.
El contacto de Bill en la Seguridad Social informó que Jim Boss Bennett había muerto de causas naturales en 1979. Billy Farrington nos informó de que la viuda de Jack Lawton aún vivía. Prometió buscar viejos cuadernos de notas de Jack en el garaje y llamar si los encontraba. La recepcionista de la Oficina del Sheriff llamó a Bill. Había recibido los antecedentes policiales de Michael Whittaker. El expediente constaba de diez páginas. La agente expuso los detalles.
Eran penosos y aterradores. Whittaker ya tenía sesenta años. Se pinchaba. Llevaba treinta años enganchado. Había bailado con mi madre en el Desert Inn.
Bill dijo que tal vez estuviese en San Francisco o en alguna cárcel. Apunté que quizás hubiera muerto de sida o de desgaste general. Bill dijo a la recepcionista que hiciera una comprobación en las empresas de servicios públicos. Quería localizar a Whittaker. Teníamos que encontrarlo. Y teníamos que dar con Margie Trawick.
Saqué nuestra copia impresa del «libro inverso». Dije que podíamos telefonear a todos los números de Margie Phillips que teníamos. Bill indicó que primero debíamos realizar una comprobación de empleo.
Yo había memorizado el nombre y la dirección. Margie Trawick trabajaba en el 2.211 de Tubeway Avenue, Tubesales. Bill consultó una guía Thomas. El lugar quedaba a cinco minutos de donde nos encontrábamos.
Fuimos en coche. Era un almacén inmenso y un edificio de oficinas contiguo. Dimos con la jefa de personal. Hablamos con ella. La mujer comprobó sus expedientes y confirmó que Margie Trawick había trabajado allí desde el 56 hasta el 71. Nos explicó que todos los expedientes personales eran estrictamente confidenciales.
Insistimos. La mujer dejó escapar un suspiro y anotó las señas de Bill. Dijo que llamaría a algunos antiguos empleados y les preguntaría por Margie.
Bill y yo regresamos a la Oficina del Sheriff. Revisamos el Libro Azul del caso Ellroy y descubrimos tres nombres más por comprobar.
Roy Dunn y Al Manganiello: dos encargados de barra del Desert Inn. Ruth Schienle: directora de personal de Airtek.
Buscamos datos de ellos en el ordenador del Departamento de Vehículos a Motor. Encontramos cuatro Roy Dunn, ninguna Ruth Schienle y un Al Manganiello en Covina. Consultamos los nombres en el ordenador del Departamento de Justicia. La búsqueda fue infructuosa en los tres casos. Buscamos el nombre de Ruth Schienle en el «libro inverso» que nos señaló una posible dirección en el estado de Washington.
Bill llamó a Al Manganiello. El teléfono estaba fuera de servicio. Yo llamé a Ruth Schienle. Respondió una mujer.
Tenía veintiocho años y era soltera. No conocía a ninguna Ruth Schienle.
Bill y yo nos trasladamos al condado de Orange. Durante el día, nos separamos. Yo me dediqué al expediente. Quería conocerlo hasta la última palabra. Quería establecer conexiones que nadie había advertido hasta entonces.
Por la noche, Bill me llamó. Dijo que Margie Trawick había muerto en 1972. Tenía cáncer terminal. Estaba sentada en un salón de belleza y sufrió una hemorragia cerebral fulminante.
Seguimos el rastro de Michael Whittaker hasta un tugurio, en el barrio de Mission, San Francisco. Bill le telefoneó. Quería hablar del asesinato de Jean Ellroy. Whittaker se apresuró a asegurar que «sólo la había sacado a bailar».
Tomamos un taxi hasta su hotel. No estaba. El encargado nos explicó que se había marchado apresuradamente con su esposa hacía apenas unos minutos. Aguardamos en el vestíbulo. Llegaron putas y drogadictos. Nos dedicaron miradas de extrañeza. Se sentaron por allí y se dedicaron a hacer comentarios carentes de gracia. Escuchamos una decena de bromas acerca de O.J. Simpson. Las opiniones estaban divididas en dos sentidos: O.J. estaba injustamente acusado, y O.J. había acabado con la zorra de su mujer en una reacción justificable.
Esperamos. Vimos un tumulto en los bloques de pisos que se alzaban al otro lado de la calle. Un chico negro había entrado y había soltado una ráfaga en medio del patio con alguna clase de arma de asalto.
Nadie resultó herido. El chico escapó corriendo. Parecía un niño contento con su juguete nuevo. Llegó la policía y echó un vistazo. El tipo de recepción comentó que cosas así sucedían cada día. A veces, los pequeños hampones disparaban unos contra otros.
Esperamos seis horas. Nos acercamos a una tienda de rosquillas y tomamos un café. Regresamos al hotel. El hombre de recepción dijo que Mike y su mujer acababan de subir a escondidas a su habitación.
Subimos y llamamos a la puerta. Yo estaba irritado y cansado. Whittaker nos franqueó el paso.
Era todo huesos y panza. Llevaba el cabello largo recogido en una cola de caballo, al estilo de los motoristas. No parecía asustado, sino débil, un chiflado que hubiera llegado a San Francisco para conseguir droga y hacerse viejo con la pensión de indigente.
La habitación medía tres metros por cuatro. El suelo estaba cubierto de frascos de píldoras y novelas policíacas. La mujer de Whittaker debía de pesar más de ciento veinte kilos. Estaba acostada en un camastro estrecho. La habitación apestaba. Vi bichos en el suelo y una hilera de hormigas junto al zócalo. Bill señaló los libros y comentó que quizás hubiese algún seguidor mío en aquella covacha.
Me eché a reír. Whittaker se estiró en la cama. El colchón se hundió hasta tocar el suelo.
No había sillas. No había baño. El lavabo apestaba como un urinario.
Bill y yo nos quedamos en la puerta. Una corriente de aire soplaba en el pasillo. Whittaker y su esposa se mostraron obsequiosos. Empezaron a justificar su vida y los frascos de píldoras que estaban a la vista. Los corté en seco. Quería ir al grano y escuchar la versión de Whittaker sobre lo sucedido aquella noche. Su declaración formal no tenía sentido. Me entraron deseos de arrojarme sobre él y estrujarle el cerebro.
Bill advirtió que estaba impacientándome, y me indicó con una seña que lo dejase hablar a él. Retrocedí y me quedé al otro lado del umbral. Bill miró a Whittaker como diciéndole: «No estoy aquí para juzgarte; no venimos a traerte problemas.» Whittaker y su mujer tragaron.
Bill habló. Whittaker habló. La mujer de éste calló y miró a Bill. Yo escuché y miré a Whittaker.
Repasó sus cuarenta y cuatro detenciones. Había cumplido pena de cárcel por todos y cada uno de los delitos relacionados con drogas del jodido código penal.
Bill lo llevó a junio del 58. Lo acompañó al Desert Inn la noche de autos. Whittaker dijo que acudió allí con «un hawaiano gordo que sabía kárate». El hawaiano gordo «sacudió a unos cuantos tipos». Todo era pura palabrería.
No recordaba a la Rubia ni al Hombre Moreno. No recordaba demasiado bien a la víctima. Aquella noche, más tarde, lo detuvieron por ebriedad. La policía lo interrogó la noche siguiente al asesinato y un par de días después. Ahora estaba con la metadona. La metadona le jodía la mente. Sólo había ido a aquel bar una vez. No había vuelto más. El lugar le daba mala suerte. En esa época tenía un colega llamado Spud, que conocía a unos hermanos de apellido Sullivan. Provenían de su mismo pueblo, McKeesport, Pennsylvania. Su propio hermano había muerto de cirrosis. Tenía dos hermanas llamadas Ruthie y Joanne…
Le indiqué a Bill con un gesto que ya estaba bien de aquello. Asintió y miró a Whittaker como diciéndole: «Bueno, vayamos más despacio.»
Whittaker interrumpió su perorata. Bill le dijo que debíamos darnos prisa o perderíamos el avión. Me señaló y dijo que era el hijo de la mujer fallecida. Whittaker soltó una serie de exclamaciones. Su esposa se mostró muy sorprendida. Yo olvidé un poco mi frialdad y les solté cien dólares. Era dinero de los dados.
Billy Farrington nos informó de que Dorothy Lawton no encontraba las libretas de notas de Jack. Dijo que se pondría en contacto con los hijos de éste y que vería si ellos las tenían.
Conseguí que incorporaran a mi línea telefónica normal otra de llamadas gratuitas. Cambié el mensaje del contestador. Ahora decía: «Si posee información sobre el asesinato de Geneva Hilliker Ellroy, ocurrido el 12 de junio de 1958, por favor deje su mensaje después de que suene la señal.» Tenía dos líneas de teléfono y un solo contestador. Todo el que llamaba recibía el mensaje que hacía referencia al asesinato.
Me llamó un productor del programa Day One. Dijo que había leído mi artículo en GQ. Habló con alguien de la revista y se enteró de que estaba llevando a cabo una investigación. Quería filmar un reportaje al respecto. Aparecería en televisión, por cadena nacional, en hora de máxima audiencia.
Acepté. Le pregunté si podría aparecer nuestro número para dejar información. Respondió que sí.
Empecé a sentirme un poco incómodo. La pelirroja estaba haciéndose conocida a una escala enorme. Ella, que vivía en una intimidad compartimentada y rehuía todas las demostraciones públicas. Pero la publicidad era nuestro camino más directo hacia la Rubia. Así era como justificaba ante mí mismo la exhibición pública a que la sometía.
Bill y yo pasamos cuatro días con el periodista de L.A. Weekly y una semana con el equipo de Day One. Los llevamos al instituto Arroyo y al restaurante Valenzuela's y a la vieja casa de piedra de Maple. Comimos un montón de mala comida mexicana. Los tipos del Valenzuela's se preguntaban quién diablos éramos y qué hacíamos con aquellos cámaras, aquel viejo expediente y todas aquellas fotos morbosas en blanco y negro. Allí nadie hablaba inglés. Nosotros no hablábamos español. Les dejamos una propina extraordinaria y convertimos Valenzuela's en nuestro cuartel general en El Monte. Bill y yo llamábamos al local «el Desert Inn». Era el nombre que mejor le cuadraba. Empecé a amar aquel lugar. La primera visita nocturna me asustó. Las posteriores suavizaron y endulzaron esa impresión. Mi madre había bailado allí. Ahora era yo quien bailaba con ella. Y el baile tenía mucho que ver con la reconciliación.
Encontramos al propietario de mi antigua casa. Se llamaba Geno Guevara. En el 77 se la había comprado a un predicador. Hacía tiempo que los Krycki ya no vivían allí.
Geno estuvo encantado con la gente de los medios de comunicación. Los dejaba deambular por su jardín y tomar fotos. Entré un rato en la casa. El interior estaba cambiado y agrandado. Cerré los ojos y eliminé las reformas. Entré en mi dormitorio y en el de mi madre tal como estaban entonces. Noté su presencia. La olí. Olí a bourbon Early Times. El baño seguía intacto desde 1958. La vi desnuda. La vi pasarse una toalla entre las piernas.
Arroyo se convirtió en un plató. El equipo de Day One hizo unas tomas de Bill y mías allí. El fotógrafo de L.A. Weekly sacó sus propias fotos de la escena del crimen. Los chicos del instituto se arremolinaron alrededor de nosotros. Querían conocer toda la historia. Se echaban a reír e intentaban colocarse delante de la cámara. En el curso de dos semanas estuvimos en Arroyo cinco o seis veces. Las visitas me parecían violaciones y vulgarizaciones. No quería que aquel sitio perdiera su poder. No quería convertir King's Row en una calle de público acceso y en una parada cotidiana en el camino publicitario de mi vida.
El Monte estaba convirtiéndose en un lugar benignamente familiar. La metamorfosis resultaba predecible y, a la vez, perturbadora. Yo deseaba que continuara siendo una elipsis, que se escondiera de mí y me mostrara cómo se ocultaba. Quería recuperar mi viejo miedo y aprender de él, atascarme en los escasos kilómetros cuadrados de El Monte. Quería desarrollar un instinto de cazador de hombres a partir de ese aislamiento.
Bill y yo terminamos nuestro primer encuentro con la prensa. Dimos con Peter Tubiolo, con Roy Dunn y con Jana, la hija de Ellis Outlaw. Ellos nos remontaron a El Monte en 1958.
Tubiolo tenía ya setenta y dos años, exactamente el doble que en aquel entonces. Se acordaba de mí. Recordaba a mi madre. Seguía siendo robusto y de trato amistoso. En una rueda de identificación lo habría identificado entre cincuenta tipos. Había envejecido de forma absolutamente reconocible.
Estuvo cálido, gracioso incluso. Dijo que nunca había salido con mi madre y que jamás se explicó de dónde había sacado esa idea la policía.
La había sacado de mí, y no cabía la menor duda. Yo lo vi recoger a mi madre en su Nashville azul y blanco. Mencioné el coche y Tubiolo dijo que le encantaba el viejo Nash. Pero no puse en duda lo que decía acerca de mi madre. En aquella época la policía lo soltó de toda sospecha. Su aspecto y su aire de sinceridad lo exoneraban ahora. Había enviudado y no tenía hijos. Se lo veía feliz y próspero. Había dejado la escuela Ann LeGore en el 59 y con los años se había convertido en un alto cargo de la administración en el condado de Los Ángeles. Llevaba una vida apacible y probablemente le quedasen todavía algunos años buenos.
Declaró que nunca había estado en el Desert Inn ni en el Stan's Drive-In. Dijo que yo era un chico muy excitable y sensible. Contó que por esa época los chicos mexicanos de Medina Court tenían un truco: se quitaban los zapatos y acudían a la escuela descalzos. En la escuela los obligaban a ir calzados. Era una regla estricta. Tubiolo no paraba de enviar a casa a aquellos chicos sin zapatos. Mis amigos Reyes y Danny emplearon aquel truco. Yo me fumé un porro de marihuana con ellos. Era una delicia. Fui a ver Los diez mandamientos con ellos. Me pasé el rato riéndome de todo aquel jaleo sagrado. Reyes y Danny, que eran católicos, me hacían callar. Mi madre detestaba a los católicos. Decía que recibían órdenes de Roma. El Hombre Moreno era un hombre caucásico de rasgos mediterráneos. Probablemente fuese católico. Todos mis circuitos mentales volvieron a esa noche.
Roy Dunn y Jana Outlaw nos devolvieron al Desert Inn.
Los entrevistamos en su casa. Dunn vivía en Duarte; Jana Outlaw, en El Monte. Ambos residían en el valle de San Gabriel.
Dunn recordaba el asesinato; Jana, no. Por entonces, ella tenía nueve años. Dunn solía tomar copas con Harry Andre. Harry frecuentaba el Playroom Bar. Dunn trabajaba en el Playroom y en el Desert Inn. Ellis Outlaw pagaba buenos sueldos. Ellis se asfixió con un pedazo de comida en 1969. Ya estaba medio muerto de tanto beber. Myrtle Mawby también había fallecido, como la esposa de Ellis. El Desert Inn había disfrutado de una década dorada. El local subió como un cohete. Allí tocó Spade Cooley, años antes de que matara a su esposa de una paliza. Ellis introdujo los números artísticos con artistas de color. Joe Liggins y un grupo que era una copia exacta de los Ink Spots cantaron en el Desert Inn. El local era una tapadera. Ellis levantaba apuestas ilegales, organizaba partidas de cartas y servía alcohol fuera de horario. Las putas trabajaban el bar. La comida era buena. Ellis daba de comer a los policías de El Monte con un descuento considerable. Luego, vendió el Desert Inn a un tipo llamado Doug Schoenberger. Doug le cambió el nombre por el de The Place y dejó florecer el juego, la prostitución y las apuestas. Doug estaba conchabado con un ex policía de El Monte llamado Keith Tedrow. Keith vio la escena del crimen de Jean Ellroy y difundió un rumor absurdo acerca del cuerpo de ésta. Dijo que el asesino le había arrancado un pezón de un mordisco. Keith se dio de baja en el Departamento de Policía de El Monte e ingresó en el de Baldwin Park. Murió asesinado en el 71. Había aparcado el coche, una mujer se acercó a él y le pegó un tiro. Luego alegó locura transitoria y se libró de la cárcel. Al parecer, Keith intentaba extorsionarla. Doug Schoenberger vendió The Place y se trasladó a Arizona. Murió asesinado a mediados de los 80. El crimen quedó sin resolver. El principal sospechoso era el propio hijo de Doug.
Roy y Jana conocían el Desert Inn. No opinaban bien del lugar y apenas tenían información de interés.
Nosotros necesitábamos nombres.
Necesitábamos nombres de antiguos asiduos del Desert Inn y de los locales de copas del valle de San Gabriel. Teníamos que descubrir con qué personas se relacionaban en 1958. Teníamos que establecer un abanico de amistades y conocidos. Teníamos que descubrir nombres que encajaran con las características físicas de la Rubia y del Hombre Moreno. Teníamos que crear un círculo concéntrico de nombres cada vez más amplio. Teníamos que encontrar dos nombres en un lugar inmenso y en un tiempo lejano.
Roy y Jana nos dieron tres:
Una antigua camarera del Desert Inn, que ahora trabajaba en un Moose Lodge de la localidad. Una antigua camarera del Stan's Drive-In. Una antigua encargada de barra del Desert Inn.
Encontramos a las dos primeras. No sabían nada del caso Jean Ellroy ni pudieron aportar nombre alguno. Roy y Jana se habían confundido de tiempo y de gente. La camarera trabajaba en el Simon's Drive-In. La otra no había trabajado en el Desert Inn, sino en The Place. La clientela en éste era mucho más joven.
Bill y yo hablamos del Desert Inn. Lo situamos en el contexto de finales de junio de 1958.
Ellis Outlaw se disponía a cumplir una sentencia por conducir en estado de ebriedad. Ellis proveía a los palurdos de la zona y a apostadores ilegales. Proveía a matones de la localidad y a sus compinches con mierda que esconder de los policías. Margie Trawick vio a la Rubia y al Hombre Moreno, pero sólo una vez. Myrtle Mawby, también. Margie trabajaba a tiempo parcial. Myrtle también. El Hombre Moreno era un tipo de la zona, probablemente. El Desert Inn se había convertido en el local de moda. Era muy posible que el Hombre Moreno hubiera pasado por allí antes de esa noche y hubiera dejado su imagen en un centenar de bancos de memoria. Hallinen y Lawton se pasaron todo el verano delante del Desert Inn. Anotaron nombres en las libretas, y allí quedaron. Era posible que cierta gente les hubiera mentido. Era posible que cierta gente los conociera. Era posible que la Rubia le debiera dinero a Ellis Outlaw. Era posible que el Hombre Moreno le comentase a alguien que la enfermera era una jodida calientapollas. Era posible que alguien opinara que la muy puta se lo tenía merecido. Era posible que cierta gente mintiera a la policía.
Bill y yo estuvimos de acuerdo.
El drama de nuestro crimen se representaba dentro de unos límites muy estrechos. La Rubia y el Hombre Moreno habían tenido suerte y habían desaparecido por las rendijas.
Teníamos que descubrir dos nombres y relacionarlos con un fugitivo que seguía oculto.
Kanab, Utah, quedaba recién cruzada la frontera de Arizona. La calle mayor tenía tres manzanas de longitud. Los hombres del pueblo llevaban botas vaqueras y parkas de nailon. La temperatura era veinte grados más baja que la del sur de California.
El trayecto nos condujo a Las Vegas y a una zona de suaves colinas más allá de la ciudad. Ocupamos dos habitaciones en un Best Western y nos acostamos pronto. Teníamos que ver a George y Anna May Krycki por la mañana.
Bill había llamado a la señora Krycki un par de días antes. Yo escuché la conversación desde un teléfono supletorio. En 1958, la señora Krycki tenía una voz chillona. A pesar de los años transcurridos, la conservaba igual. Mi padre solía burlarse de sus gestos espasmódicos.
Le costó creer que la policía siguiese interesada en un caso tan antiguo. Se refería a mí como «Leroy Ellroy, ese chico espástico». Su marido había intentado enseñar a Leroy Ellroy a manejar una escoba, pero Leroy Ellroy había sido incapaz de aprender.
La señora Krycki accedió a que habláramos con ella. Bill le dijo que la visitaría con su compañero. Pero no le explicó que su compañero era Leroy Ellroy.
Bill pasó dos días burlándose de mí. Me llamaba Leroy y me preguntaba continuamente dónde tenía la escoba. La señora Krycki había declarado a la policía que Jean Ellroy nunca bebía. Una noche yo había llegado a casa y había encontrado a mi madre y a la señora Trycki bastante trompas.
La casa de los Krycki en Kanab se parecía mucho a la que tenían en El Monte. Era pequeña y sencilla y estaba bien cuidada. Al llegar encontramos al señor Krycki barriendo el camino de acceso. Recordé su postura, más que su rostro. Bill comentó que tenía una gran técnica con la escoba.
Nos apeamos del coche. El señor Krycki dejó la escoba y se presentó. La señora Krycki salió de la casa. Al igual que ocurría con Peter Tubiolo, aún era reconocible a pesar de haber envejecido. Se acercó a nosotros y nos saludó con gestos nerviosos, como aquellos de los que solía burlarse mi padre.
Nos indicó que entrásemos en la casa. El señor Krycki se quedó fuera con la escoba. Tomamos asiento en el salón. La tapicería del mobiliario era chillona y desparejada: cuadros escoceses, rayas, dibujos geométricos y motivos de flores. El efecto general era de agitación.
Bill se presentó y enseñó la placa. Yo pronuncié mi nombre. Esperé un instante y agregué que era hijo de Jean Ellroy.
La señora Krycki hizo algunos gestos y se sentó con las manos bajo las piernas. Me dijo que había crecido mucho. Añadió que jamás había visto un chico tan espástico como yo; era incapaz hasta de manejar una escoba. Dios sabía que su marido había intentado enseñarme. Comenté que nunca se me habían dado bien las escobas. La señora Krycki no se rió.
Bill se dirigió a la señora Krycki: queríamos hablar de Jean Ellroy y de su muerte. Necesitábamos que fuese absolutamente sincera.
La señora Krycki empezó a hablar. Bill me dirigió un gesto que significaba: «No la interrumpas.»
La mujer dijo que la llegada de mexicanos había echado a perder el valle de San Gabriel y ella y George se habían visto obligados a dejar El Monte. Su hijo, Gaylord, vivía ahora en Fontana. Tenía cuarenta y nueve años y cuatro hijas. Jean era pelirroja. Freía palomitas de maíz y las comía con cuchara. Jean había alquilado la casita de atrás luego de responder a un anuncio en el periódico. «Creo que este lugar será seguro», había dicho. La señora Krycki pensaba que Jean se había trasladado a El Monte para esconderse.
La mujer guardó silencio. Bill le pidió que explicara su último comentario. La mujer dijo que Jean era culta y refinada. Demasiado para lo habitual en El Monte. Le pregunté por qué pensaba tal cosa. La señora Krycki respondió que Jean leía libros condensados publicados por el Reader's Digest. En El Monte, destacaba claramente. No pertenecía a aquel lugar. Había llegado allí por alguna razón misteriosa.
Bill le preguntó de qué solía hablar Jean. La señora Krycki explicó que de sus aventuras en la escuela de enfermería. Le pedí que describiese aquellas aventuras, pero ella dijo que no recordaba nada más.
Le pedí a la señora Krycki que me hablase de la relación de mi madre con los hombres. Contestó que salía casi todos los sábados por la noche. Nunca llevaba hombres a casa. Nunca se vanagloriaba de ellos, ni siquiera los mencionaba. Le pregunté acerca de mi madre y la bebida. Ella contradijo anteriores declaraciones.
En una ocasión, George había notado que el aliento de Jean olía a alcohol. Otro día, encontró dos botellas vacías en los matorrales. Jean llevaba a casa botellas envueltas en bolsas de papel marrón. Casi siempre se la veía cansada. El matrimonio Krycki sospechaba que era alcohólica.
La señora Krycki dejó de hablar. La miré a los ojos y asentí. A continuación, me soltó una retahíla de datos acerca de mi madre.
Jean tenía un pezón deformado. La señora Krycki había visto el cuerpo en el depósito de cadáveres. Reconoció los pies, que asomaban por debajo de la sábana. Jean siempre andaba descalza por el jardín. La policía repasó su factura de teléfono, pero nunca se ofreció a pagar las llamadas. La señora Krycki dejó de hablar. Bill le preguntó por lo sucedido los días 21 y 23 de junio del 58. Lo que la mujer contó encajaba con los informes del Libro Azul.
Entró en la estancia el señor Krycki. Bill le pidió que contase lo que recordaba de ese par de días. La historia que nos explicó el señor Krycki coincidía prácticamente con la de su esposa. Le pedí que describiese a mi madre. Dijo que era una mujer atractiva, de las que no solían verse en El Monte. Anna May sabía más que él.
El señor Krycki parecía incómodo. Bill sonrió y le dijo que habíamos terminado con las preguntas. El hombre le devolvió la sonrisa y salió de la sala.
La señora Krycki comentó que había una cosa que no le había contado a la policía. Bill y yo asentimos, y ella prosiguió.
Había sucedido hacia el 52. Por entonces vivía en Ferris Road, El Monte. Se había separado de su primer marido y Gaylord tenía seis o siete años.
Solía hacer la compra en un autoservicio cercano, propiedad de una familia de apellido LoPresti. El cajero hizo de Cupido: insistía en que su tío John tenía muchísimas ganas de salir con ella. John LoPresti rondaba la treintena; era un hombre alto, de cabellos oscuros y tez aceitunada.
Ella accedió a salir con él. John LoPresti la llevó al Coconino Club. Al hombre se le daba bien el baile. Era «meloso y astuto».
Dejaron el Coconino y fueron a Puente Hills. LoPresti detuvo el coche y empezó a manosearla con descaro. Ella le dijo que parase y él le dio un bofetón. La mujer saltó del coche. Él la agarró, la arrojó al asiento trasero y trató de arrancarle la ropa.
Ella se resistió. El hombre se corrió y se limpió los pantalones con un pañuelo. «Tienes gancho -le dijo-. Ahora ya no debes preocuparte de nada.»
La llevó de regreso a casa. No volvió a tocarla. La mujer no llamó a la policía, pues tenía un litigio judicial con su ex y no quería hacer público un suceso que podía manchar o empañar su reputación.
Tras esto, topó con LoPresti un par de veces más. En una de ellas, estaba caminando por la calle y él pasó por su lado en coche y la saludó. Le preguntó si quería que la llevara a alguna parte. Ella no le hizo caso.
Volvió a encontrárselo dos años más tarde. Estaba en el Coconino con George. LoPresti la invitó a bailar, pero ella hizo caso omiso. Minutos antes de que Jean Ellroy saliera aquel sábado por la noche la previno con respecto a él.
La historia resultaba desagradable, pero parecía auténtica. El final olía a artificioso, a falso incluso.
LoPresti vivía en la zona. Era italiano. Le gustaba la juerga. Cerré los ojos y reviví la escena de Puente Hills. Añadí un coche y unas ropas acordes con la época. Le puse las facciones de John LoPresti al Hombre Moreno.
Teníamos un sospechoso de verdad.
Volvimos al condado de Orange. Hablamos de John LoPresti sin parar. En 1952, John era un tipejo que se dedicaba a agredir sexualmente a las mujeres, pero lo hacía de forma chapucera. Seis años más, apunté, y su actuación se refinaría y se haría más retorcida. Bill coincidió conmigo. LoPresti era nuestro primer sospechoso en firme.
El trayecto nos llevó trece horas. Llegamos hacia medianoche. Dormimos para recuperarnos del viaje y luego nos dirigimos a El Monte.
En el museo de la población buscamos los directorios telefónicos de 1958. En las páginas amarillas aparecían ocho autoservicios: Jay's, en Tyler; Jay's, en Central; The Bell Market, en Peck Road; Crawford's Giant Country Store, en Valley; Earp's Market y The Foodlane, en Durfee; The Tyler Circle, en Tyler, y Fran's Meats, en Garvey.
Ningún LoPresti Market. Ninguna lista de establecimientos de especialidades italianas.
Consultamos otros listines. En la mayor parte de las menciones personales figuraban, entre paréntesis, la ocupación y el nombre de la esposa del titular. Buscamos en la ele y encontramos dos menciones.
LoPresti, John (Nancy) (Mecánico) – Frankmont, 10.806.
LoPresti, Thomas (Rose) (Vendedor) – Maxson, 3.419.
Frankmont quedaba cerca del 756 de Maple. Maxson estaba próxima al Stan's Drive-In y al Desert Inn.
Fuimos a la Oficina del Sheriff. Buscamos a los cuatro LoPresti en los ordenadores del Departamento de Vehículos a Motor y del Departamento de Justicia. No encontramos nada sobre Thomas y Rose. En cambio, había datos sobre John y Nancy.
Nancy tenía un permiso de conducir vigente expedido en el estado de California. La hoja de la impresora indicaba la dirección actual y la antigua de Frankmont. La fecha de nacimiento era 16/8/14. John vivía en Duarte. Señalé unos números misteriosos junto a la dirección. Bill me explicó que se trataba de una caravana. John tenía sesenta y nueve años, medía poco más de un metro ochenta, pesaba casi cien kilos y sus ojos eran azules.
Yo señalé los datos de peso y estatura; Bill, los de edad y color de ojos. El cabrón no coincidía en nada con la descripción del Hombre Moreno. Duarte quedaba cinco kilómetros al norte de El Monte. El camping de caravanas era un lugar repulsivo. Los vehículos, encajados uno junto al otro, sin espacio entre ellos, eran viejos y se caían a trozos.
Encontramos el número 16 y llamamos al timbre. Un viejo abrió la puerta. Coincidía con los datos del permiso de conducir de nuestro amigo. Tenía ojos azules y facciones grandes. Su rostro lo exoneraba.
Bill le enseñó la placa y le preguntó cómo se llamaba. El hombre respondió que John LoPresti. Bill dijo que quería hacerle algunas preguntas acerca de un asesinato cometido mucho tiempo atrás. John contestó que adelante. No se mostró nervioso o intranquilo, ni reconoció o negó su culpabilidad.
Entramos en su caravana. El interior medía un metro ochenta de anchura, como máximo. Las paredes estaban decoradas con desplegables de Playboy, montados con cuidado y pintados con esmalte brillante.
John se sentó en un viejo sillón reclinable; Bill y yo, en la cama. Bill hizo un esbozo del caso Jean Ellroy. John dijo que no lo recordaba.
Bill comentó que estábamos buscando a la antigua gente de El Monte. Queríamos averiguar qué aspecto tenía la zona a finales de los años cincuenta. Y sabíamos que por entonces vivía en Frankmont.
John aseguró que no se trataba de él, sino de su difunto tío Tom y de su tía Nancy. Él vivía en La Puente. A El Monte iba a divertirse. Su tío Tom tenía una tienda en El Monte. El Monte era un lugar desinhibido.
Le pregunté qué locales solía frecuentar. Respondió que el Coconino y el Desert Inn. A veces iba al Playroom, que estaba detrás del Stan's Drive-In. Allí servían whisky a veinticinco centavos el chupito.
Bill le preguntó si lo habían detenido alguna vez. John contestó que sí, por conducir borracho. Me mostré escéptico y le pregunté qué más. Añadió que lo habían detenido en el 46. Alguien le había cargado algún asunto.
Le pregunté qué clase de asunto y respondió que alguien había deslizado un libro guarro por debajo de la puerta de cierta mujer y le echaron la culpa a él. Bill dijo que necesitábamos nombres. Queríamos encontrar a los asiduos del antiguo Desert Inn y en general, de los locales de Five Points.
John encendió un cigarrillo. Dijo que al día siguiente iban a ingresarlo para operarlo del corazón. Necesitaba todo el placer que pudiera conseguir.
Insistí en que nos diera algún nombre. John dejó caer ocho o diez. Le pedí los apellidos. Mencionó a Al Manganiello. Bill le informó de que andábamos buscándolo. Según John, Manganiello trabajaba en el club de campo de Glendora.
Lo presioné para que nos diera más nombres. Bill hizo otro tanto. Citamos todos los locales de El Monte y le dijimos que los relacionara con nombres de clientes concretos de cada uno. John no pudo proporcionarnos un solo nombre.
Me dieron ganas de joderlo vivo.
Nos han dicho que las mujeres iban locas detrás de usted, solté. John contestó que era cierto. Hemos oído que le gustaban muchísimo las tías, añadí. Él asintió. Aseguran que tenía usted cuantas quería. John respondió que más de la cuenta. Dicen que maltrató a una mujer llamada Anna May Krycki y que tuvo una eyaculación precoz, intervino Bill.
John se estremeció, sacudió la cabeza y negó que fuese culpable de aquello.
Le dimos las gracias y nos fuimos.
Profundizamos en el caso. Hurgamos en archivos de memoria defectuosos. Registramos información. Desentrañamos nombres de pila y apellidos y apodos y nombres completos y descripciones que encajaban y otras que no. Sacamos nombres del expediente. Sacamos nombres de antiguos policías. Sacamos nombres de viejos asiduos de bares y de presidiarios. Trabajamos en el caso durante ocho meses. Cultivamos nombres y cosechamos nombres. Nos creamos un círculo concéntrico de nombres en constante expansión. Nos enfrentábamos con un territorio extenso y con un plazo de tiempo muy amplio.
Insistimos.
Encontramos al ex agente Bill Vickers. Recordaba las dos investigaciones. Creían andar tras un doble asesino. Imaginaban que a la enfermera y a la muchacha del hipódromo las había estrangulado el mismo tipo. Le pedimos nombres. No nos dio ninguno.
Encontramos a Al Manganiello. Nos proporcionó los mismos nombres que Roy Dunn y Jana Outlaw. Nos habló de una antigua camarera que atendía los coches en Pico Rivera. La encontramos. Estaba senil. No recordaba nada de finales de los años cincuenta.
Encontramos a los hijos de Jack Lawton. Se comprometieron a buscar los cuadernos de notas de su padre. Los buscaron, pero no dieron con ellos. Suponían que debían de haberlos tirado.
Encontramos al ex capitán de la Oficina del Sheriff de Los Ángeles, Vic Cavallero. Recordaba la escena del crimen de Jean Ellroy. Había olvidado todo lo referente a la investigación, como así también el asesinato de Bobbie Long. Dijo que a finales de los años cincuenta había detenido a un tipo que trabajaba en el DPLA. Circulaba borracho por Garvey al doble de la velocidad permitida. Iba con él una mujer que atendía los coches en el Stan's Drive-In. La mujer declaró que el poli le había pegado, pero se negó a presentar denuncia. El tipo era gordo y rubio. Cavallero no recordaba su nombre, pero sí que era un gilipollas consumado.
Encontramos a un ex policía de El Monte, Dave Wire. Le pedimos nombres y aseguró que tenía un sospechoso. Se trataba de un ex poli de El Monte, ya fallecido, llamado Bert Beria. Era alcohólico. Estaba chiflado. Maltrataba a su mujer y conducía su coche patrulla a toda velocidad por la autopista de San Bernardino. Parecía uno de esos viejos retratos robot. Frecuentaba el Desert Inn y era capaz de violar lo que se le pusiese por delante. Wire sugirió que investigáramos a Bert. También que habláramos con la ex esposa de Keith Tedrow, Sherry, quien estaba al corriente de la movida de los bares de El Monte.
Encontramos a Sherry Tedrow. Nos dio tres nombres. Buscamos a dos camareras del Desert Inn y a un gordo llamado Joe Candy. Joe le había prestado dinero a Doug Schoenberger para que comprase el Desert Inn.
Hicimos algunas comprobaciones en el ordenador. Joe Candy y la primera camarera habían muerto. Encontramos a la segunda camarera. No había trabajado en el Desert Inn, sino en The Place. No sabía nada acerca de la movida de El Monte a finales de los años cincuenta.
Hablamos con el jefe de policía de El Monte, Wayne Clayton, quien nos enseñó una foto de Bert Beria tomada en 1960. No se parecía en nada al Hombre Moreno. Era demasiado viejo y demasiado calvo. Clayton dijo que había designado a dos detectives para que investigaran al viejo Bert y nos presentó al sargento Tom Armstrong y al agente John Eckler. Les explicamos nuestra situación y les entregamos una fotocopia del Libro Azul. Repasaron los expedientes que se conservaban en la comisaría, convencidos de que darían con uno sobre Jean Ellroy preparado de forma independiente por el Departamento de Policía de El Monte.
Encontraron un número de expediente y descubrieron que el que buscaban había sido destruido hacía veinte años.
Armstrong y Eckler interrogaron a la viuda y al hermano de Bert Beria. Ambos consideraban a Bert un misántropo y una verdadera mierda en todos los sentidos. Pero no creían que hubiera matado a Jean Ellroy.
Encontramos a la hija de Margie Trawick, que por esa época tenía catorce años. Recordaba el caso, pero cuando le pedimos nombres no supo darnos ninguno.
Encontramos a un agente que sabía muchísimo de informática. En su ordenador personal guardaba una base de datos sobre personas que abarcaba los cincuenta estados. Introdujo el nombre de Ruth Schienle y obtuvo una extensa lista de mujeres que se llamaban así.
Bill y yo nos pusimos en contacto con diecinueve de ellas. Ninguna era la nuestra. Seguirle el rastro a una mujer resultaba difícil. Se casaban, se divorciaban y con los cambios de apellido su nombre se perdía.
Volvimos al Libro Azul del caso Ellroy. Seleccionamos cuatro nombres. Por un lado estaban Tom Baker, Tom Downey y Salvador Quiroz Serena. Los tres habían quedado exonerados de toda sospecha. Serena trabajaba en Airtek. Se había ufanado de que «podría haberse» liado con mi madre. También encontramos el nombre de Grant Surface. El 25/6/59 y el 1/7/59 había sido sometido al detector de mentiras con resultados no concluyentes debido a ciertas «dificultades psicológicas». Buscamos a Baker, Downey, Serena y Surface en el libro inverso y en los ordenadores de los departamentos de Vehículos a Motor y de Justicia. No obtuvimos datos de Surface ni de Serena. En cambio, recibimos muchísimos de tipos llamados Baker y Downey. Los llamamos a todos. No encontramos a los nuestros.
Bill llamó a Rick Jackson, de la Brigada de Homicidios del DPLA.
Jackson repasó los casos de violación y estrangulamiento y de muertes a golpes en la época comprendida entre los asesinatos de Ellroy y de Long. Encontró dos en los archivos. Ambos estaban resueltos y adjudicados a los verdaderos autores.
La víctima número uno se llamaba Edith Lucille O'Brien. Había sido asesinada el 18/2/59. Tenía cuarenta y tres años y, tras matarla a golpes, habían abandonado el cuerpo en una zona despoblada de Tujunga. Llevaba los pantalones puestos del revés y tenía el sujetador por encima de los pechos. La muerte parecía producto de una agresión sexual frenética.
Edith O'Brien frecuentaba los bares de Burbank y Glendale. Escogía hombres para llevárselos a la cama. La habían visto por última vez en el Bamboo Hut, en la carretera de San Fernando. Se había marchado con un tipo que conducía un Oldsmobile del 53. Más tarde, el hombre volvió al Bamboo Hut sin la chica. Habló con otro parroquiano y le comentó que Edith estaba fuera, en el coche. Se le había caído un plato de espaguetis en el asiento delantero. Los hombres cuchichearon por lo bajo. El del coche se quedó en el bar. El otro salió del local.
De acuerdo con el informe del forense, el asesino había atado con fuerza a la víctima por las muñecas, y luego, probablemente, la había golpeado con una llave inglesa.
El DPLA detuvo a un tal Walter Edward Briley, quien fue juzgado y condenado. Tenía veintiún años. Era alto y corpulento. Sentenciado a cadena perpetua, había salido de prisión en libertad condicional en 1978.
Un hombre llamado Donald Koinman violó y estranguló a dos mujeres, Ferne Wessel y Mary Louise Tardy, el 6/4/58 y el 22/11/59 respectivamente. Kinman conoció a la víctima número uno en un bar, alquiló una habitación de hotel y la mató allí. A la víctima número dos también la conoció en un bar; acabó con ella en una caravana estacionada en el camping de su padre. Había dejado huellas dactilares en ambas escenas del crimen. Kinman se entregó voluntariamente y confesó. Era un hombre corpulento y de cabellos rizados. Fue declarado culpable de dos asesinatos y pasó veintiún años en prisión.
Kinman me intrigó. Se trataba, al parecer, de un asesino que sólo había matado en dos ocasiones. Era más veleidoso que el Hombre Moreno, y extraordinariamente autodestructivo. Comprendí que el motivo de sus reacciones violentas era el alcohol. La ingestión de licores perfecta y la mujer perfecta se habían cruzado en su camino por dos veces. «No sé qué me sucedió, pero lo percibí como algo que tenía que hacer», fue su comentario.
Bill y yo discutimos sobre si el Hombre Moreno era un asesino en serie. Bill decía que sí. Yo, que no. Tratamos la cuestión cien mil veces. En opinión de Bill nos convenía hablar con un especialista en perfiles psicológicos.
Carlos Avila trabajaba para el Departamento de Justicia del Estado. Era instructor de elaboración de perfiles criminológicos. Daba seminarios. Llevaba nueve años en la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff y conocía nuestro escenario geográfico.
Teníamos que encargar un perfil sobre los casos Ellroy y Long. Bill telefoneó a Carlos Avila. Le prestamos nuestros expedientes.
Él los estudió y redactó un informe.
SUJETO DESCONOCIDO;
GENEVA JEAN HILLIKER ELLROY; VÍCTIMA (FALLECIDA);
ALIAS JEAN ELLROY;
22 DE JUNIO DE 1958;
ELSPETH BOBBIE LONG; VÍCTIMA (FALLECIDA);
23 DE ENERO DE 1959;
OFICINA DEL SHERIFF DEL CONDADO DE LOS ÁNGELES; LOS ÁNGELES, CALIFORNIA;
HOMICIDIOS (ANÁLISIS CRIMINOLÓGICO)
Este análisis criminológico ha sido preparado por el analista criminólogo Carlos Avila, consultor privado, en colaboración con la agente especial Sharon Pagaling, de la Oficina de Investigación del Departamento de Justicia de California. El análisis se ha basado en una minuciosa revisión de los materiales relativos al caso aportados por el sargento (retirado) de la Oficina del Sheriff del condado de Los Ángeles, William Stoner, y de James Ellroy, hijo de la víctima Jean Ellroy. Las conclusiones son el resultado del conocimiento obtenido de la tarea de indagación personal, de la búsqueda y de los estudios llevados a cabo por los citados analistas criminólogos.
Este documento no puede sustituir una investigación a fondo, bien planificada, y no debe considerarse completo. La información aportada se basa en la revisión y el análisis de casos criminales parecidos a los remitidos por el sargento (retirado) Stoner, de la Oficina del Sheriff del condado de Los Ángeles.
Se han revisado para este análisis dos delitos sin conexión. Tras el estudio de los datos remitidos, y después de reflexionar sobre los dos casos, este informe presentará la descripción de la personalidad de quien podría considerarse responsable de la muerte de las víctimas Ellroy y Long.
VICTIMOLOGÍA
El examen de los antecedentes de las víctimas es un aspecto importante del proceso de análisis. Su vulnerabilidad, su propensión a ser objeto de un delito violento, fue examinada conjuntamente con un análisis de su estilo de vida, su conducta, su historia personal y sus costumbres sociales y sexuales. En concreto, se valoró qué riesgo corrían de sufrir las consecuencias de un delito violento.
La víctima Jean Ellroy era una mujer blanca, de 43 años, 1,63 de estatura, 58 kilos de peso aproximadamente y cabellos pelirrojos. Estaba divorciada y en 1958 se había trasladado con su hijo, menor de edad, a una casa de alquiler, bien cuidada, en El Monte, California. Desde 1956 estaba empleada como enfermera en una empresa de Los Ángeles. La víctima Ellroy era atractiva y los fines de semana, mientras su hijo visitaba al padre, frecuentaba los clubes nocturnos de la zona. Los caseros de Jean Ellroy la describen como una inquilina tranquila que parecía disfrutar de su soledad con su hijo. Se señala que siempre era reservada acerca de su vida personal y que tenía pocos amigos íntimos. Tras su muerte, los caseros informaron que habían encontrado botellas de licor vacías entre los matorrales junto a la casa de la víctima y en el contenedor de basuras.
Los caseros declararon que el sábado 21 de junio de 1958 la vieron salir en coche de su residencia hacia las 20.00 horas. Otros testigos declararon que habían visto a la víctima Ellroy más tarde, aquella misma noche, hacia las 22.00 horas, en compañía de un varón adulto sin identificar en un restaurante con servicio directo en los coches; luego, bailando en un club nocturno hacia las 22.45 y, finalmente, otra vez en el restaurante, sobre las 2.15. El cuerpo fue descubierto cerca de un instituto próximo el 22 de junio de 1958, sobre las 10.00 horas. La zona donde fue vista por última vez está considerada «de baja criminalidad», sin que consten denuncias previas de raptos, agresiones sexuales o delitos parecidos.
El riesgo de que Ellroy fuese víctima de un crimen violento era elevado debido a su costumbre de frecuentar clubes nocturnos, de relacionarse con personas a las que no conocía bien y de ingerir bebidas alcohólicas. En la fecha de su muerte, el riesgo era aún más elevado debido a sus circunstancias personales: una mujer a solas en un coche con un hombre.
La víctima Bobbie Elspeth Long era una mujer blanca, de 52 años, 1,65 de estatura, un peso aproximado de 60 kilos y cabello rubio. Estaba divorciada y vivía sola en un pulcro apartamento de dos habitaciones en Los Ángeles, que alquilaba desde hacía cuatro años. Long trabajaba de camarera en un restaurante cercano, donde se ocupaba del turno de noche. Varias personas que la conocían declararon que a Long le gustaba apostar en el hipódromo y que había contraído deudas con un corredor de apuestas. Según las declaraciones, era reservada en lo que a su vida personal y a sus orígenes se refería. Long falseaba su edad, y la autopsia determinó que tenía ocho años más de los que declaraba. Se decía que le gustaba salir y que lo hacía con varios hombres, pero que no solía mantener relaciones sexuales con ellos a menos que considerase que tal contacto podía ser lucrativo para ella. La investigación del apartamento de Long después de su muerte reveló la presencia de botellas de licor escondidas. Según las descripciones, Long era de natural confiada y extrovertida.
El cuerpo de Bobbie Long fue descubierto a las 2.30 horas, aproximadamente, del viernes 23 de enero de 1959, junto a la cuneta de una carretera en la localidad de La Puente. El día anterior Long había tomado el autobús al hipódromo de Santa Anita donde, según varios testigos, hizo apuestas en diversas carreras a lo largo de la sesión. Personas que la conocían consideraron muy posible que aceptara una proposición de llevarla a casa en coche por parte de algún desconocido que la abordó en el hipódromo, si el hombre le resultó aceptable.
La zona en que Long fue vista por última vez está considerada «de baja criminalidad», sin que consten denuncias previas de raptos, agresiones sexuales o delitos parecidos.
El riesgo de que Long fuese víctima de un crimen violento era elevado debido a su personalidad confiada, su tendencia al juego y a endeudarse y a su facilidad para aceptar proposiciones de desconocidos.
En general, y en atención a las circunstancias antes apuntadas en ambos casos, creemos que el autor tenía cierto grado de relación con la víctima y que al principio, durante cierto período de tiempo indeterminado, ésta aceptó su compañía voluntariamente.
INFORME FORENSE
Los informes forenses aportan una valoración de las lesiones sufridas por las víctimas y no es preciso reiterar tales datos. Sin embargo, se comentarán ciertos puntos que deben tenerse en cuenta en el análisis general de estos crímenes.
El patólogo determinó que la muerte de la víctima Ellroy se había producido por asfixia debida a estrangulamiento mecánico con ligaduras. El cuerpo también presentaba profundas laceraciones en el cuero cabelludo y una abrasión menor en el párpado superior del ojo derecho. El frotis vaginal señaló la presencia de espermatozoides. Se observó que la víctima estaba en la última fase de su período menstrual. Las pruebas toxicológicas realizadas mostraban que tenía un nivel de alcohol en sangre de 0,08 por 100.
La causa de la muerte de la víctima Long también era asfixia debida a estrangulamiento mecánico con ligaduras. En cambio, Long presentaba una fractura craneal con contusiones cerebrales como resultado de visibles laceraciones con incisión, causadas por golpes propinados con un objeto contundente. Estas laceraciones tenían forma de media luna con los bordes claramente marcados y definidos. La víctima presentaba asimismo una fractura con separación en el sexto espacio intervertebral cervical.
Ambas víctimas fueron estranguladas con medias de nailon. Además de la media, la víctima Ellroy tenía una cuerda de persiana firmemente enrollada en torno al cuello. En la vagina de esta víctima se advirtió también presencia de espermatozoides. El índice de alcohol en sangre resultó ser del 0 por 100.
ANÁLISIS DE LA ESCENA DEL CRIMEN
Aunque no se han realizado intentos de reconstruir una pauta cronológica precisa en ambos crímenes, procederemos a describir ciertas observaciones respecto a las escenas en que se cometieron y sobre su significado en relación con el autor. Examinadas individualmente, ninguna de las dos escenas del crimen proporciona una abundancia de evidencias forenses. Sin embargo, una vez analizadas, el comportamiento demostrado por el autor en el lugar resulta más significativo.
La víctima Ellroy fue vista por última vez con vida entre las 2.15 y las 2.30 horas del 22 de junio de 1958 en compañía de un varón con quien había estado antes, aquella misma noche.
A las 10.00 horas del mismo día fue descubierta tendida, cubierta de hiedra, en la calzada de acceso a un instituto de la población de El Monte. La víctima estaba vestida, aunque le faltaban las bragas y tenía el sujetador desabrochado y subido hasta el cuello. La media de la pierna izquierda estaba bajada hasta el tobillo y la otra atada en torno al cuello junto con un pedazo de cuerda. A la víctima le habían cubierto la mitad inferior del cuerpo con su propio abrigo.
Al parecer la víctima había mantenido relaciones sexuales consentidas, a pesar de la menstruación. Durante la autopsia se encontró un tampón en su vagina.
Poco después de consumar esta relación sexual, el agresor golpeó a la víctima con un objeto contundente que tenía a mano, tras lo cual utilizó la cuerda y, por último, la media de la víctima. En vista de la manifiesta ausencia de heridas que indiquen que la víctima intentó defenderse, resulta improbable que se produjera la menor lucha entre ella y su agresor. Según informes de testigos, la mujer parecía cómoda en compañía del posible futuro agresor y es muy probable que no llegara a percibir a éste como una amenaza para su integridad física.
Al dejar el restaurante Stan's Drive-In, es muy probable que el agresor llevara el coche directamente al lugar donde la víctima fue encontrada. El agresor conocía el lugar y lo escogió debido a que estaba apartado de la vista de la gente y a que solía utilizarse como «rincón de enamorados», por lo que la presencia del vehículo no despertaría demasiada atención.
El acto sexual debió de tener lugar en el interior del vehículo, en cuyo caso las bragas de la víctima seguramente quedaron en él. La víctima no tuvo oportunidad de volver a ponérselas. Cualquiera que fuese el motivo que desencadenó la furia del agresor, tuvo lugar después de que la víctima se introdujera otra vez el tampón.
Una vez que la víctima fue estrangulada, el agresor sacó el cadáver del vehículo y lo arrojó sobre la hiedra. En el proceso, el collar de la víctima se rompió y las perlas cayeron a la calle. El último acto del agresor fue cubrir la parte inferior del cuerpo de la víctima con el abrigo de ésta.
Respecto a la muerte de la víctima Bobbie Long, y en ausencia de cualquier información testimonial, la cronología específica de los hechos que condujeron a su asesinato no puede realizarse con un mínimo rigor. Por lo tanto, no haremos ningún intento de reconstrucción del asesinato. Con todo, existen algunos factores relacionados con la escena del crimen que sugieren ciertos actos concretos.
Un billete de autobús de ida y vuelta encontrado en el bolso de la víctima apoya las declaraciones de los testigos según las cuáles ésta tenía pensado asistir a las carreras de caballos del hipódromo de Santa Anita el 22 de enero de 1959.
Si damos por sentado que la víctima acudió al hipódromo, quizá conociera al agresor aquel mismo día o tal vez lo conociese de otras ocasiones y aceptara la propuesta de éste de llevarla en coche. Como sea que la víctima solía aceptar subir a coches de desconocidos, parece que su seguridad personal no le preocupaba demasiado.
La víctima era reservada respecto a su vida personal, pero lo poco que se sabía de ella apunta a que aceptaba con gusto cualquier cosa que un hombre tuviera para ofrecer.
Al parecer, y según el informe de la autopsia, la víctima había consumido una cena mexicana en algún momento del principio de la velada. Al parecer también, había mantenido relaciones sexuales con el agresor sin oponer resistencia. Estaba completamente vestida, a excepción de las medias, y la ropa estaba intacta y no presentaba desgarrones.
La víctima fue encontrada en el terraplén de un camino sin asfaltar a menos de doscientos metros de una calle principal de la población de La Puente. Yacía boca arriba y tenía la parte inferior del cuerpo cubierta con el abrigo (de manera parecida a la víctima Ellroy). Todo indica que Long también fue arrojada al suelo después de que se hubiese producido su muerte. El deceso de la víctima Long tuvo lugar de manera muy similar al de la víctima Ellroy. Después de mantener relaciones sexuales de mutuo acuerdo con su agresor, lo cual también pudo producirse en el vehículo, fue golpeada inesperadamente y con gran violencia en numerosas ocasiones con un objeto contundente. Después, el agresor echó mano de algo, una de las medias de la víctima, tal vez, la colocó en torno al cuello de ésta y la estranguló.
Luego, el agresor sacó a la víctima del vehículo y arrojó el cuerpo al terraplén, junto con el bolso. De nuevo, el último acto del agresor fue cubrir la parte inferior del cuerpo de la víctima con el abrigo de ésta, de modo muy parecido a lo que había ocurrido con la víctima Ellroy.
El lugar donde fue encontrado el cuerpo de la víctima Ellroy dista unos siete kilómetros de donde fue encontrada la víctima Long. El cuerpo de la primera fue hallado a algo más de dos kilómetros de la zona en que fue vista bailando y comiendo antes de su muerte. Esta zona queda a apenas un kilómetro de donde apareció el cuerpo de Long.
No parece que el robo fuera el móvil de ninguna de las dos muertes. Creemos que, en el caso de la víctima Ellroy, el agresor se olvidó, sencillamente, de deshacerse del bolso de ésta antes de abandonar el lugar. Los actos sexuales, los golpes contundentes seguidos de estrangulamiento con las medias de nailon de la propia víctima y el hecho de cubrir la parte inferior del cuerpo con el abrigo constituyen, según todos los indicios, la firma del agresor.
CARACTERÍSTICAS Y RASGOS DEL AGRESOR
De acuerdo con las estadísticas, los delitos violentos son de naturaleza intrarracial: blancos contra blancos, negros contra negros. Por lo tanto, y al no haber ninguna evidencia física en contra, cabe presuponer que, en estos casos, el agresor fue un hombre blanco.
Respecto a su edad, se han examinado diversos datos relativos al crimen. La edad de la víctima, el grado de control o de falta del mismo por parte del agresor, el daño infligido, el descuido a la hora de dejar pruebas o hacerlas desaparecer, así como la interacción sexual con la víctima, si la hay, son factores importantes que deben tomarse en consideración. Según tales factores, cabe esperar que el agresor tuviera más de treinta años y menos de cuarenta. Con todo, este dato es uno de los aspectos más difíciles de determinar, ya que la edad cronológica es, con frecuencia, completamente distinta de la emocional. Como evaluamos la edad sobre la base de la conducta, la cual es resultado directo de la madurez emocional y mental, no debe descartarse a ningún sospechoso guiándose exclusivamente por este dato.
Con toda probabilidad, el agresor podía mantener relaciones con mujeres. Sin embargo, hay motivos para pensar que era soltero y, en el caso de estar casado, que su relación matrimonial era conflictiva y existían en ella episodios de violencia doméstica. El agresor cohabitaba, quizá, con una mujer, pero continuaba manteniendo encuentros sexuales con otras.
También podemos suponer que nuestro hombre tenía una inteligencia entre media y superior a la media, que había terminado la enseñanza secundaria y que había sido capaz de asimilar el nivel universitario. Es más que probable que estuviese empleado y que su historial laboral fuera acorde con su formación académica.
Con toda seguridad, el hombre conocía la zona donde se encontraron los cuerpos de las víctimas lo suficiente para saber que se trataba de lugares «razonablemente seguros» para deshacerse de los cadáveres. Según nuestra experiencia en el análisis de casos similares, los agresores como el que nos ocupa dejan los cadáveres en puntos con los que tienen alguna clase de relación o que conocen de algo. Por lo tanto, nuestro hombre debía de vivir, trabajar o visitar a menudo la zona donde fueron encontradas las víctimas. En el caso de que lo vieran, habría podido ofrecer una explicación razonable de su presencia allí.
El agresor sería un hombre cuidadoso de su aspecto exterior y de su indumentaria y estaría en buenas condiciones físicas. Como sea que la escena de un crimen suele reflejar la personalidad del autor, cabe esperar que éste fuera metódico y pulcro de apariencia. Tenía pocos amigos íntimos, pero numerosos conocidos. Con frecuencia actuaba impulsivamente y buscaba la autogratificación inmediata. Más que un solitario, era una especie de «lobo estepario».
Por su forma de actuar parecería confiado, pero no abiertamente machista, entre sus amigos. En su trato con las mujeres buscaría controlarlas, y da la impresión de que se mostraba como un individuo muy dominante. Cabe la posibilidad de que intentara pasar por un individuo pasivo. Seguramente evitaba dar la impresión de poseer un temperamento explosivo o un carácter agresivo. Los episodios de comportamiento explosivo se alternaban con una actitud de indiferencia hacia los demás. Sin duda, demostraría una actitud manifiestamente ruda en el trato con la gente.
El agresor tomaba bebidas alcohólicas y, quizá, consumía drogas, pero no hasta el punto de quedar incapacitado por ello. No existen indicios de que cometiese el crimen bajo los efectos del alcohol o las drogas, aunque es posible que empleara una o varias de tales sustancias como modo de desinhibirse.
Es probable que el agresor poseyera un vehículo bien cuidado, motivo por el cual encajaría con la posición económica de los individuos con que solían salir las víctimas. Al agresor le gustaba conducir y no debía de tener reparos en buscar diversión lejos de la zona en que residía.
No creemos que el agresor tuviera un historial delictivo extenso. Sin embargo, cabe la posibilidad de que fuera detenido por altercados domésticos o por agresiones.
Las armas preferidas por este individuo serían, según los indicios, objetos que tuviese a mano; una herramienta en forma de media luna que muy probablemente guardaba en el coche, un pedazo de cuerda y las medias de nailon de las víctimas. Esto, unido al hecho de que golpease en la cabeza repetidamente a cada víctima como medio de controlarla, demuestra que, probablemente, el agresor no planeó los asesinatos hasta muy poco antes de que fueran cometidos.
CONDUCTA POSTERIOR AL DELITO
En vista del lapso transcurrido entre la comisión de los crímenes, en este caso la conducta del agresor tras el delito, que muchas veces es el elemento más revelador del análisis, tendrá una significación mucho menor. Esta sección se dedicará concretamente a analizar la situación que debió de producirse inmediatamente después de que fuesen cometidos los crímenes.
Tras éstos, es probable que el agresor se marchara directamente a su casa o a algún otro lugar seguro. Es posible también que se ensuciara la ropa y manchase el vehículo como consecuencia de los golpes brutales propinados a ambas víctimas y de la sangre menstrual de la víctima Ellroy. Tras cometer en ambos casos lo que seguramente consideraba un asesinato sin testigos, el agresor no debió de sentirse preocupado o nervioso por mucho tiempo. Quizás, en un intento de aislarse, fingiese alguna enfermedad; puede que al día siguiente avisara de que no acudiría al trabajo, si tenía previsto hacerlo. Salvo este retroceso inicial, la rutina diaria del agresor no se modificaría de forma significativa.
Evitaría aquellos lugares en que lo hubiesen visto con cada una de las víctimas poco antes de la muerte de éstas. Entre estos lugares debían de estar el Desert Inn, el Stan's Drive-In y el restaurante mexicano donde probablemente estuvo con la víctima Long la noche en que ésta fue asesinada.
Tal vez mostrase interés por los comentarios hechos en los telediarios acerca de los crímenes, pero sin intención de interferir en las investigaciones policiales. Es poco probable que formulara teorías acerca de lo sucedido, y casi seguro que declarase tener un conocimiento meramente indirecto de los asesinatos, obtenido a través de amigos o de los medios de comunicación.
Una vez que las investigaciones empezaron a perder intensidad, el agresor se habría tranquilizado, convencido de que nadie lo había visto con las víctimas y de que no era sospechoso. No debía de sentir la menor culpabilidad ni remordimiento alguno por lo que había hecho. En su opinión, esas mujeres eran cosas de usar y tirar y se justificaría a sí mismo diciéndose que ellas mismas eran responsables, de algún modo, de obligarlo a hacerles aquello. Sólo debía de preocuparle él mismo y el efecto que pudieran tener los crímenes en su vida. A esas alturas, es probable que ya hubiese olvidado la mayor parte de los detalles relacionados con aquéllos.
A menos que el agresor fuese detenido y encarcelado durante un período de tiempo prolongado, cabe suponer que continuase matando. Si no en este estado, en otros.
Carlos Avila
Consultor para la elaboración
de perfiles criminológicos
Avila creía que nos hallábamos ante un asesino en serie. En su opinión mi madre había consentido en follar con el Hombre Moreno. Lo decía con ligeros rodeos:
«Parece que la víctima había aceptado mantener relaciones sexuales…»
«Fueran cuales fueren las circunstancias que provocaron la furia del agresor, se produjeron después de la que la víctima se introdujera otra vez el tampón.»
Bill y yo discutimos acerca del informe en general y sobre el aspecto concreto de si había habido sexo consentido o violación. Estuvimos de acuerdo en el enfoque de Avila sobre el perfil psicológico del asesino. Bill coincidía con su conclusión de que se trataba de un asesino en serie. Yo discutí tal extremo. Sólo acepté un punto: que mi madre tal vez hubiese sido la primera víctima de la cadena de muertes de un asesino en serie. Carlos Avila era un criminólogo experto y reconocido. Yo, no. Desconfiaba de su conclusión porque se basaba en un conocimiento acumulado de casos criminales parecidos y de sus fundamentos patológicos comunes. Desconfiaba de las rigideces lógicas y del conocimiento acotado que lo llevaba a sacar determinadas conclusiones. La conclusión subvertía la, para mí, ley fundamental del asesinato, según la cual la pasión criminal derivaba de temores reprimidos durante largo tiempo y devueltos momentáneamente a la consciencia por la alquimia única del asesino y la víctima. Dos estados inconscientes encajan y crean un punto de fusión que explica los hechos. El asesino lo sabe. El asesino sigue adelante: «Sentía que era lo que tenía que hacer.» La víctima proporciona el conocimiento. Las víctimas femeninas son como semáforos que emiten señales de carácter sexual. Ahí está el esmalte de uñas desconchado. Y qué sórdido se vuelve hacer el amor dos segundos después de que uno se ha corrido. El semáforo sexual es un subtexto misógino. Todos los hombres odian a las mujeres por razones probadas que comparten entre ellos mediante chistes y bromas. Ahora, uno lo sabe. Sabe que la mitad del mundo perdonará lo que se dispone a hacer. Observa las bolsas bajo los ojos de la pelirroja. Observa las arrugas. La mujer está poniéndose otra vez ese tapacoños. Está manchándote de sangre la funda del asiento… El la mató esa noche. No podría haber matado a ninguna otra mujer. No buscaba ninguna mujer a la que matar, esa noche. Y ella no podría haber impulsado a ningún otro hombre a tal punto de fusión que explicase los hechos. La alquimia entre ambos era vinculante y mutuamente exclusiva.
Bill lo consideró violación. Yo, también. Bill dijo que debíamos permanecer atentos. Yo acepté la teoría del asesino en serie, por el momento. Pregunté a Bill si podíamos acceder a archivos estatales o federales y catalogar los asesinatos por estrangulamiento hasta la época que nos interesaba. Bill respondió que la mayor parte de los archivos no estaban computerizados y que muchos de ellos, cumplimentados a mano, ya habían sido destruidos. No había manera de acceder a la información de forma sistemática. El gran ordenador del FBI no almacenaba datos tan antiguos. Nuestra mejor alternativa seguía siendo la publicidad. El artículo en L.A. Weekly salía a mediados de febrero. Day One se emitiría en abril. Quizás algún antiguo poli leyese el reportaje o mirase el programa y nos telefoneara para decirnos que recordaba un caso en que…
Dejamos a un lado el perfil psicológico. Rastreamos otros nombres.
Encontramos a un anciano médico que tenía su consulta cerca del Desert Inn. El hombre nos sugirió que habláramos con Harry Bullard, el propietario del Coconino. También mencionó a los hermanos Pitkin, que tenían un par de estaciones de servicio cerca de Five Points.
Encontramos a los hermanos. No nos dieron ningún nombre. Y nos dijeron que Harry Bullard había muerto.
Queríamos desatar una avalancha de nombres. Estábamos hambrientos de nombres y fanáticamente dispuestos a conseguirlos. La investigación duraba ya tres meses y medio.
Helen vino por Navidad. Pasamos la Nochebuena con Bill y con Anne Stoner. Bill y yo tratamos el caso junto al árbol iluminado. No presté atención a los chismorreos de las vacaciones. Helen conocía el caso perfectamente. Durante más de tres meses habíamos hablado de él cada noche. Ella me había enviado a perseguir un fantasma pelirrojo. No trataba al fantasma como si se tratase de una rival o de una amenaza. Seguía su evolución a través de mis pensamientos y discutía la teoría y la reconstrucción del asesinato con la misma precisión que Bill y yo. Helen era la abogada y la destructora de Geneva. Me advertía que no la juzgase ni idealizara. Se burlaba de los apetitos de Geneva, la comparaba con políticos del momento y se ganaba algunas merecidas risas. Bill Clinton dejaba a Hillary por Geneva y fastidiaba las elecciones del 96. Hillary se trasladaba a El Monte y empezaba a follar con Jim Boss Bennett. Chelsea Clinton ligaba clientes detrás del Desert Inn. El Hombre Moreno era un pez gordo del movimiento antiabortista. La Rubia tenía un hijo extraconyugal de Newt Gingrich.
Bill pasó una semana con su familia. Yo pasé una semana con Helen. Dejamos el caso en suspenso, temporalmente. Me entró el síndrome de ausencia de asesinatos. Hablé con el jefe de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff y me dejó participar activamente en algunos operativos.
Llevaba un busca. Me llamaron y me condujeron a las escenas de un par de crímenes. Me encontré con dos asesinatos cometidos por bandas callejeras. Vi manchas de sangre y agujeros de bala y familias dolientes. Tuve ganas de escribir un ensayo para una revista. Quería confrontar aquel nuevo horror mecanicista con mi antiguo horror sexual. Las ideas no cristalizaron. Las dos víctimas eran varones.
Observé los restos de masa encefálica esparcidos en el suelo y vi a mi madre en King's Row. Vi al hermano de uno de los pandilleros muertos y vi a mi padre tranquilo y satisfecho en la comisaría de El Monte. La vieja Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff constaba de catorce hombres. La actual era una división completa. En 1958 se habían contabilizado cuarenta y tres homicidios en el condado de Los Ángeles. El último año, la cifra había ascendido a quinientos. Los miembros de la Brigada de Homicidios se llamaban a sí mismos los Bulldogs. Sus oficinas parecían una auténtica perrera llena de bulldogs. En todas había insignias y adornos que lo atestiguaban. El lugar estaba a rebosar de papeles y documentos con los emblemas de los Bulldogs estampados en ellos. En la pared del fondo una gran placa recordaba, por sus nombres, a todos los detectives que habían trabajado en la Brigada.
Los nuevos Bulldogs eran de ambos sexos y de todas las razas. Estaban contra el asesinato sofisticado, contra la responsabilidad pública, contra la polarización racial, contra la superpoblación y contra una jurisdicción decadente. Los antiguos Bulldogs eran hombres, eran blancos y tenían botellas de licor en los escritorios. Las cosas les eran favorables. Se enfrentaban al asesinato vulgar en una sociedad estratificada y segregada. Todo el mundo los respetaba o temía. Podían emplear métodos coactivos impunemente. Podían mantener un esquema mental con dos mundos separados sin temor a que se superpusieran. Podían ocuparse de asesinatos en los barrios negros o de muertes violentas de inmigrantes ilegales en El Monte y volver a la seguridad de sus casas, donde guardaban a sus familias. Eran hombres brillantes, impulsivos y susceptibles a las tentaciones placenteras de su oficio. No eran pensadores prescientes ni futuristas desnutridos. No podían predecir que un día su mundo seguro sería engullido por su mundo profesional. En 1958, los Bulldogs eran catorce. Ahora su número ascendía a ciento cuarenta. El incremento de componentes indicaba que no había dónde ocultarse. La reducida cifra de entonces contextualizaba el horror que yo sentía en esa época. Implicaba que mi antiguo horror aún ejercía cierta influencia. Mi antiguo horror vivía en recuerdos previos a la técnica. La Rubia se lo había contado a alguien. Los chismorreos de taberna aún flotaban en el ambiente. Los recuerdos significaban nombres.
Las vacaciones terminaron. Helen se fue a casa. Bill y yo volvimos al trabajo.
El jefe Clayton nos proporcionó algunos nombres. El director del museo de El Monte, también. Los buscamos. No aparecían por ninguna parte. Visitamos los dos bares de El Monte que se mantenían abiertos desde 1958. Por entonces eran tugurios de blancos pobres y racistas. Con los años, se habían convertido en tugurios de hispanos. Habían cambiado de mano una docena de veces. Intentamos seguir el rastro de los propietarios hasta 1958, pero nos encontramos con registros y documentos perdidos, con nombres perdidos de los que nadie sabía nada.
Seguimos el rastro de los nombres por el valle de San Gabriel. La gente se trasladaba al valle y rara vez lo abandonaba para instalarse en otra parte. A veces se marchaban a poblaciones pestilentes, como Colton o Fontana. Siempre era yo quien conducía. Bill se había jubilado por pasar demasiado tiempo en la carretera. Ahora yo lo «desjubilaba», lo que significaba que debía hacer de chófer y soportar sus insultos por mi impericia al volante.
Hablábamos. Le dábamos vueltas a nuestro caso hasta abarcar el mundo del delito en su totalidad. Recorrimos autovías y caminos secundarios. Bill señaló lugares ideales para arrojar un cadáver y me contó anécdotas de su oficio. Yo le hablé de mis patéticas hazañas delictivas. Él describió sus años de patrulla con fervor picaresco. Los dos adorábamos la sobrecarga de testosterona. A los dos nos encantaban los cuentos de energía masculina sublimada. Ambos veíamos el mundo a través de ella. Los dos sabíamos que aquello había matado a mi madre. Bill vio la muerte de mi madre en todo su contexto, y eso le valió mi estimación.
Todo el mes de enero llovió sin parar. Teníamos que esperar pacientemente en las horas punta y cuando topábamos con una carretera inundada. Estuvimos en el Pacific Dining Car y tomamos grandes bistecs para cenar. Charlamos. Empecé a darme cuenta de lo mucho que ambos detestábamos la pereza y el desorden. Yo había vivido en ellos durante veinte años seguidos. Bill lo había vivido no hacía mucho tiempo, como policía en activo. La pereza y el desorden pueden ser sensuales y seductores. Los dos lo sabíamos. Comprendíamos el tirón que producían. Tenía que ver con la testosterona. Uno debía controlarse, hacerse valer. Si se perdía el control, el tirón lo obligaba a capitular y a rendirse. El placer barato era una tentación condenable. La bebida, la droga y el sexo sin orden ni concierto proporcionaban una versión barata del poder al que uno se proponía renunciar. Destruían la voluntad de llevar una vida decente. Promovían el delito. Destruían los contratos sociales. La dinámica tiempo perdido / tiempo recuperado me lo enseñó. Los estudiosos atribuían la delincuencia a la pobreza y el racismo. Tenían razón. Vi el crimen como una plaga moral concurrente cuyo origen era absolutamente empático. El delito era energía masculina mal dirigida, un anhelo absoluto de rendición extática, un anhelo romántico fracasado. El delito era la pereza y el desorden del descuido personal a escala epidémica. El libre albedrío existía. Los seres humanos eran mejores que las ratas en sus reacciones a los estímulos. El mundo era un lugar jodido. Todos éramos responsables, en cualquier caso.
Yo lo sabía. Bill, también. Él templaba su conocimiento con un sentido de la caridad mayor que el mío. Yo me juzgaba con dureza y traspasaba a otra gente los niveles de exigencia para conmigo mismo. Bill creía en la moderación más que yo. Y quería que hiciese extensivo a mi madre cierto sentido de tal moderación.
Bill consideraba que yo era demasiado duro con ella. Le gustaba mi sinceridad de colega y le desagradaba mi falta de sentimentalismo materno filial. Comenté que estaba tratando de mantener a raya su presencia. Desarrollaba un diálogo con ella. Básicamente, un diálogo interno. Mi actitud externa era de permanente crítica y de valoración falsamente objetiva. Ella cobraba plena fuerza dentro de mí. Me hostigaba y me tentaba. Me puse una bata blanca y me dirigí a ella públicamente, haciéndome pasar por médico. Formulé comentarios desconsiderados para provocar respuestas francas. Mantuvimos una relación clandestina. Éramos como amantes ilícitos que vivían en dos mundos.
Sabía que Bill estaba enamorándose de ella. Y no era una cana al aire como la que había echado con Phyllis Bunny Krauch, sino una fantasía de resurrección. Tampoco era un juego, como su deseo de ver a Tracy Stewart y a Karen Reilly exhumadas, más allá de su condición de víctimas. Estaba interesándose por los espacios en blanco de la pelirroja. Con el mismo interés que sentía por encontrar al asesino, Bill deseaba resolver los misterios del carácter de la víctima.
Hablábamos. Perseguíamos nombres. Nos desviamos por tangentes antropológicas. Nos detuvimos en el aparcamiento del otro lado de la calle, frente al Desert Inn. Anotamos algunos nombres y seguimos el rastro de los diversos propietarios hasta remontarnos a 1958. El hijo del antiguo dueño, que tenía un concesionario Toyota, nos proporcionó cuatro nombres. La pista de dos de ellos nos condujo al depósito de cadáveres y la de los otros dos a sendos establecimientos de coches usados, en Azusa y Covina. Bill tuvo el presentimiento de que el Hombre Moreno era un vendedor de coches. Seguimos aquel presentimiento durante diez días seguidos. Hablamos con un montón de antiguos vendedores. Todos estaban fosilizados.
Ninguno de ellos recordaba el caso que nos interesaba. Ninguno se acordaba del Desert Inn. Ninguno había asomado jamás la nariz por el Stan's Drive-In. No eran de fiar. Casi todos tenían pinta de auténticos desgraciados. Negaban haber frecuentado los bares de El Monte.
Hablábamos. Perseguíamos nombres. Rara vez nos salimos del valle de San Gabriel. Cada nueva pista, cada nueva sugerencia, nos conducía de vuelta allí. Me aprendí de memoria todas las rutas por autovía desde Duarte a Rosemead, a Covina y al norte, hasta Glendora, así como las entradas y salidas de El Monte. Siempre pasábamos por El Monte. Era la ruta más corta hacia las autovías 10 Este y 605 Sur. Aquella población se nos hizo muy familiar. El Desert Inn se había convertido en Valenzuela's. La comida era mala; los camareros, incompetentes. Era una sentina con una banda de mariachis. La repetición me hizo aborrecer aquel tugurio. Perdió su encanto y su factor sorpresa. Dejó de existir para servirme de fondo en mis citas mentales con mi madre. En El Monte ya sólo quedaba un campo de fuerza magnético: King's Row por la noche.
A veces me cerraban en las narices. Llegaba a medianoche y encontraba la verja con el candado puesto. King's Row era un camino de acceso al instituto. No existía para volver a inyectarme el horror. Otras veces encontraba la verja abierta. Entonces entraba con el coche y aparcaba con las luces apagadas. Me quedaba allí sentado, temeroso. Imaginaba toda clase de horrores de 1995 y los esperaba pacientemente. Quería arriesgar mi físico en nombre de ella. Quería que su miedo se fundiera con el mío y se transformara como por ensalmo. Quería asustarme hasta alcanzar un grado de conciencia que provocara nuevas y lúcidas percepciones.
Pero mi temor disminuía al llegar a su punto culminante; nunca lograba asustarme a mí mismo lo suficiente para llegar a esa noche en concreto.
Salió el L.A. Weekly. El artículo sobre Ellroy-Stoner estaba perfectamente realizado. Exponía los casos de mi madre y de Bobbie Long con considerable minuciosidad y subrayaba el papel de la Rubia. Erróneamente, decía que mi madre había sido estrangulada con la media de seda. La omisión de la cuerda resultaba fundamental, pues nos ayudaba a eliminar falsas confesiones y a confirmar las legítimas. Los hechos auténticos ya se habían publicado en GQ y en artículos de periódico antiguos. La omisión del L.A. Weekly era un recurso de urgencia.
En la revista apareció nuestro número de teléfono para quien quisiera dejar mensajes, en negrita destacada.
Recibimos llamadas. Mantuve en marcha el contestador automático las veinticuatro horas. Repasaba los mensajes periódicamente y anotaba la hora precisa en que había llegado cada uno. Bill comentó que los teléfonos 1-800 identificaban el número desde el que se llamaba. Podíamos anotar la hora en que se producía la llamada sospechosa y seguir el rastro del comunicante a través de la factura mensual.
El primer día, cuarenta y dos personas llamaron y colgaron. Dos videntes se ofrecieron a trabajar por dinero. Un hombre dijo que podía organizar una sesión e invocar el espíritu de mi madre por una tarifa puramente simbólica. Un gilipollas metido en la industria del cine planteó que debía contemplar mi vida como una producción de gran presupuesto. Una mujer aseguraba que su padre había matado a mi madre. Cuatro personas dijeron que lo había hecho O.J. Simpson. Un antiguo camarada llamó para darme un sablazo. Al día siguiente, los que llamaron y colgaron fueron veintinueve. Hubo cuatro propuestas de videntes. Dos personas llamaron y acusaron a O.J. Nueve llamadas fueron para desearme suerte. Una mujer aseguró que le encantaban mis libros y propuso que nos viéramos. Un hombre me acusó de escribir novelas racistas y homófobas. Tres mujeres declararon que quizá su padre hubiese matado a mi madre. Dos de ellas añadieron que sus padres las habían sometido a abusos deshonestos.
Las llamadas continuaron.
Hubo más comunicantes que colgaban y más que acusaban a O.J. hubo más propuestas de videntes y más llamadas de apoyo. Nos llegaron dos de mujeres que padecían el síndrome de la memoria reprimida. Decían que su padre abusaba de ellas y que tal vez hubiese matado a mi madre. Recibimos tres llamadas de la misma mujer, quien afirmaba que su padre no sólo había matado a mi madre, sino también a la Dalia Negra.
Nadie llamó para decir que conocía a la Rubia. Nadie llamó para decir que conocía a mi madre. Ningún antiguo policía llamó para decir que él se había cargado a aquel moreno hijo de puta.
El número de llamadas descendió día a día. Reduje nuestra lista de pistas a seguir. Descarté a los chiflados, a los videntes y a la mujer de la Dalia Negra. Bill llamó a las otras mujeres que habían delatado a sus padres y les formuló algunas preguntas clave.
Las respuestas dejaban libres de sospecha a los padres. Eran demasiado jóvenes. O en 1958 estaban en prisión. O no se parecían en absoluto al Hombre Moreno.
Las mujeres querían hablar. Bill dijo que las escucharía. Seis de ellas contaron la misma historia. Su padre le pegaba a su madre. Su padre las sometía a abusos deshonestos. Su padre se gastaba en juergas el dinero del alquiler. Su padre perseguía a chicas menores de edad. Su padre estaba muerto o atrozmente impedido por la bebida.
Todos los padres respondían a un estereotipo. También sus hijas. Todos eran de mediana edad y se sometían a terapia. Se definían en términos terapéuticos. Vivían la terapia y hablaban de ella y utilizaban una jerga terapéutica para expresar su sincera creencia en que sus padres realmente podían haber matado a mi madre. Bill grabó tres de esas conversaciones. Las escuché y tomé en serio cada una de las acusaciones concretas de abusos sexuales. Las mujeres eran traicionadas y sometidas a malos tratos. Sabían que sus padres eran violadores y asesinos de corazón. Creían que la terapia les proporcionaba una visión sobrenatural. Eran víctimas. Veían el mundo en términos víctima-depredador. Me veían como una víctima. Querían crear familias en que un miembro fuese víctima y el otro depredador. Querían reclamarme como hermano y ungir a mi madre y a sus padres como nuestros progenitores disfuncionales. Pensaban que la fuerza traumática que daba forma a sus visiones suplantaba la simple lógica. No importaba que sus padres no se parecieran al Hombre Moreno. Éste podía haber dejado a mi madre a la entrada del Desert Inn. Sus padres podían haberla raptado en el aparcamiento. La acusación de aquellas mujeres no era en absoluto concluyente, pero querían que se hiciera pública. Estaban escribiendo la historia oral de los niños maltratados de nuestro tiempo. Querían que en ella se incluyera mi relato. Eran reclutadoras evangélicas.
Me conmovieron y me asustaron. Pasé de nuevo las cintas y comprendí el origen de mi miedo. Por teléfono, las mujeres parecían complacidas de sí mismas. Su condición de víctimas hacía que se sintiesen atrincheradas y satisfechas.
Las llamadas a la línea abierta cesaron. El productor de Day One se puso en contacto conmigo. Dijo que no podíamos seguir con nuestro número 1-800 pues violaba su código de Usos y Prácticas. El invitado ante las cámaras añadiría unas cuantas palabras al final de nuestra intervención y sugeriría a quien pudiera dar alguna pista que llamase a la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff, pero no daría el número de ésta.
Me sentí decepcionado. También Bill. La restricción echaba al traste nuestro acceso a información a nivel nacional. El número de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff no era de llamada gratuita. Una persona sospechosa quizá telefonease al 1-800, pero jamás a la pasma. Una persona corriente y un pobre llamarían a un teléfono gratuito, pero no pondrían una conferencia.
Bill predijo que recibiríamos quinientas llamadas a nuestra línea y apenas diez al número de la Brigada de Homicidios.
Pasé una semana a solas con el expediente de Jean Ellroy. Leí todos los informes y notas catorce docenas de veces. Me concentré en un pequeño detalle.
Airtek Dynamics pertenecía al grupo Pachmyer. Los nombres Pachmyer y Packard-Bell eran fonéticamente similares. Yo tenía entendido que mi madre había trabajado en la Packard-Bell hasta junio del 58, pero el Libro Azul decía que no. Quizás hubiese soñado lo de Packard-Bell, hacía cuarenta años. Quizá se tratase de un desliz de memoria disléxico.
Bill y yo discrepamos al respecto. Él opinaba que debíamos ponernos en contacto con mis parientes en Wisconsin. Tío Ed y tía Leoda tal vez viviesen todavía. Quizá pudiesen confirmar el asunto de la Packard-Bell o conocieran algún nombre. O tal vez tuviesen la documentación del entierro de mi madre. Yo apunté que había hablado con los Wagner en 1978. Había llamado a Leoda para disculparme por las veces que le había sisado dinero. Discutimos. Me dijo que Jeannie y Janet, mis primas, estaban casadas. ¿A qué esperaba yo? Me trató con aire condescendiente. Según ella, el trabajo de cadi no debía de ser muy estimulante.
En esa ocasión envié al carajo a los Wagner. Los envié al carajo definitivamente. Así pues, le dije a Bill que no quería ponerme en contacto con ellos otra vez. Él replicó que me daba miedo, que no quería revivir la figura de Lee Ellroy ni por dos segundos. Y yo reconocí y acepté que tenía razón.
Rastreamos nombres. Encontramos a una anciana de noventa años, lúcida y despierta. La mujer conocía El Monte y nos dio algunos nombres. Sus pistas nos condujeron al depósito de cadáveres.
Pasé dos semanas a solas con los expedientes de los casos Ellroy y Long. Hice inventario de todas las notas escritas en cualquier pedazo de papel. Reuní sesenta y una páginas, las fotocopié y se las entregué a Bill.
Encontré otra nota arrugada en la que ninguno de los dos había reparado. Se trataba del resumen de una declaración. Reconocí la caligrafía de Bill Vickers. El policía hablaba con una camarera del restaurante Mama Mia. La mujer había visto a mi madre en el local «hacia las 20.00 horas» del sábado. Estaba sola. Se detuvo a la entrada y contempló el local «como si buscara a alguien».
Repasé mi inventario. Encontré una nota que acompañaba la anterior. Decía que Vickers había llamado a la camarera del Mama Mia. Ésta mencionó a una mujer pelirroja. Vickers dijo que le llevaría una foto de la víctima.
La nota que acababa de encontrar resumía lo sucedido a continuación. La camarera contempló la foto y dijo que la mujer pelirroja era mi madre.
Constituía una pista importante para la reconstrucción.
Mi madre «buscaba a alguien». Bill y yo extrapolamos quién era ese «alguien». Buscaba a la Rubia y/o al Hombre Moreno. Antes de aquella noche ya estaba relacionada con uno de ellos, por lo menos.
Day One salió al aire. El espacio dedicado a la pareja Ellroy-Stoner fue punzante y directo al grano. El director comprimió la historia en diez minutos de tiempo en pantalla. Introdujo la figura de la Rubia. Mostró los retratos robot del Hombre Moreno. Diane Sawyer indicó a los posibles comunicantes que llamaran a la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff.
Llamó la mujer de la Dalia Negra. Llamaron cuatro mujeres más para decir que su padre podría ser el autor de la muerte. Llamó un hombre y delató a su padre. Llamó otro y denunció a su suegro. Llamamos a las personas que nos habían llamado. La información resultó falsa en todos los casos.
Pasé otra semana con los expedientes de los casos Ellroy y Long. No encontré más conexiones. Bill despejó su escritorio en la central. Encontró un sobre con la anotación Z-483-362.
El sobre contenía:
Una tarjeta de visita a nombre de John Howell, de Van Nuys, California. El talonario para pagos del coche de Jean Ellroy. Había efectuado el último desembolso el 5/6/58. Los plazos ascendían a 85,58 dólares mensuales.
Un cheque cancelado de quince dólares, con fecha 15/4/58. Jean Ellroy lo había firmado el día en que cumplía cuarenta y tres años. Lo endosaba un hombre llamado Charles Bellavia.
Una hoja de papel de un bloc de notas, en una de cuyas caras se leía: «Nikola Zaha. ¿Novio de Vic? Whittier.»
Consultamos los nuevos nombres en los ordenadores del Departamento de Vehículos a Motor y del Departamento de Justicia. En el segundo no tuvimos ningún éxito. En el de Vehículos a Motor no había nada de Zaha, pero si de John Howell y de Charles Bellavia. Ya eran un par de viejos. Bellavia vivía en West Los Ángeles. Howell, en Van Nuys. Bellavia era un apellido raro, y dimos por supuesto que hablábamos con el hombre en cuestión. En cuanto a John Howell, sabíamos que teníamos al auténtico. Su dirección en aquellos momentos variaba unos cuantos números de la que constaba en su tarjeta de visita.
Buscamos en el «libro inverso» algún dato sobre Zaha. Encontramos un par en Whittier. Zaha también era un apellido extraño. Whittier quedaba cerca del valle de San Gabriel, de modo que los dos Zaha que se apellidaban así debían de estar emparentados con el nuestro.
Recordé a Hank Hart, un antiguo novio de mi madre. En una ocasión los sorprendí juntos en la cama. Hank Hart tenía un solo pulgar. Encontré a mi madre con otro hombre. Nunca supe cómo se llamaba. El nombre de Nikola Zaha tampoco me sonaba de nada.
Podía tratarse de un nombre clave. El tal Nikola tal vez fuese el motivo del precipitado traslado de mi madre a El Monte.
Bill y yo nos dirigimos en coche a Van Nuys. Encontramos la casa de John Howell. La puerta estaba abierta de par en par. Hallamos a Howell y a su esposa en la cocina. Una enfermera les preparaba el almuerzo.
El señor Howell permanecía conectado a un respirador. La señora Howell iba en silla de ruedas. Los dos eran viejos y frágiles; no parecía que fuesen a vivir mucho tiempo más.
Hablamos con ellos amablemente. La enfermera hizo caso omiso de nuestra presencia. Les explicamos nuestra situación y les pedimos que hicieran un esfuerzo por recordar. La señora Howell estableció la primera conexión. Dijo que su madre se había encargado de cuidarme cuando era pequeño. La mujer había muerto hacía quince años. Tenía ochenta y ocho. Me esforcé por recordar cómo se llamaba. Al fin lo conseguí.
Ethel Ings. Casada con Tom Ings. Inmigrantes galeses. Ethel adoraba a mi madre. Ethel y Tom estaban en Europa en junio del año 58. Mi madre los acompañó hasta el Queen Mary. Mi padre llamó a Ethel para comunicarle la muerte de mi madre. Ethel se sintió muy afectada.
El señor Howell dijo que se acordaba de mí. No me llamaba James, sino Lee. La policía encontró su tarjeta de visita en casa de mi madre. Lo interrogaron. Fueron muy rudos con él.
La enfermera señaló su reloj de pulsera y levantó dos dedos. Bill se inclinó hacia mí.
– Nombres -murmuró.
Vi una libreta de direcciones en la mesa de la cocina y le pregunté al señor Howell si podía echar una ojeada. Él asintió con la cabeza. Pasé las páginas y reconocí un nombre.
Eula Lee Lloyd. Nuestra vecina de al lado, hacia el año 54. Estaba casada con un hombre llamado Harry Lloyd. Últimamente vivía en North Hollywood. Memoricé la dirección y el número de teléfono.
La enfermera dio unos golpecitos sobre la esfera del reloj. La señora Howell temblaba y su marido respiraba con dificultad. Bill y yo nos despedimos. La enfermera nos acompañó hasta la puerta principal y, cuando estuvimos fuera, cerró de un portazo.
Por un instante logré hacerme cierta idea de hasta qué punto me fallaba la memoria. No recordaba a Eula Lee Lloyd. No recordaba a Ethel ni a Tom Ings. La investigación se prolongaba ya nueve meses. Los huecos en mi memoria quizás estuviesen perjudicando nuestro avance. Recuperé un recuerdo. Me encontraba en una barca con Ethel, Tom y mi madre. Era a finales de mayo o a principios de junio de 1958. Creía haber analizado exhaustivamente cada detalle del momento. Los Howell me enseñaron que no era así. Mi madre podría haber dicho cosas. Podría haber hecho cosas. Podría haber mencionado algún nombre. Los policías me interrogaron una y otra vez. Querían conocer mis recuerdos recientes. Ahora se trataba de que recuperase los antiguos. Tenía que dividirme en dos. El hombre de cuarenta y siete años tenía que interrogar al niño de diez. Mi madre vivía en mi esfera de acción, y yo tenía que vivir con ella una vez más. Tenía que ejercer una presión mental extrema y regresar al pasado que ambos compartimos. Tenía que colocar a mi madre en escenarios ficticios e intentar la exploración de recuerdos reales a través de expresiones simbólicas. Tenía que revivir mis fantasías incestuosas, ponerlas en contexto y embellecerlas más allá de la vergüenza y del sentido de restricción que los acotaba. Tenía que cohabitar con mi madre. Tenía que yacer a su lado en la oscuridad y pasar a…
Aún no estaba preparado. Primero, tenía que despejar un bloqueo temporal. Tenía que seguir el rastro de Lloyd, Bellavia y Zaha y comprobar adónde me conducía. Quería acercarme a mi madre con un cargamento completo de munición retrospectiva. Se aproximaba el juicio de Beckett. Bill estaría en la mesa de la acusación todo el día, todos los días. Y yo quería presenciar el juicio. Quería contemplar a papá Beckett y hacerle un maleficio a su alma despreciable. Quería ver cómo Tracy Stewart conseguía vengarse, por tarde que fuera para ello e insatisfactorio que resultase. Bill me advirtió que el juicio tal vez durase dos semanas. Casi con seguridad, terminaría a finales de julio o a principios de agosto. Para entonces, yo podía cohabitar con la pelirroja.
Teníamos tres nombres entre manos y nos dedicamos con ahínco a perseguirlos.
Telefoneamos a Eula Lee Lloyd y no obtuvimos respuesta. Llamamos a su puerta y no respondió. Lo intentamos durante tres días seguidos, sin éxito. Hablamos con la casera. Nos explicó que Eula Lee estaba fuera, en alguna parte, cuidando de su hermana enferma. La pusimos al corriente de nuestra situación y ella nos aseguró que hablaría con Eula Lee, tarde o temprano. Le diría que deseábamos charlar un rato. Bill le dio el número de su casa. La mujer dijo que se pondría en contacto.
Llamamos a la puerta de Charles Bellavia. Nos atendió su esposa. Dijo que Charles había ido a la tienda; padecía del corazón y cada día daba un paseo corto. Bill le enseñó el cheque cancelado y comentó que la mujer que lo había extendido había sido asesinada dos meses más tarde. Luego, preguntó por qué motivo Charles Bellavia había endosado aquel talón. La mujer nos aseguró que la firma no correspondía a Charles. Yo no le creí. Bill, tampoco.
La señora Bellavia nos pidió que nos fuéramos. Intentamos aplacarla con palabras amables, pero no se tragó nuestra representación. Bill me tocó el brazo para indicarme que era el momento de retirarse.
Retrocedimos. Bill me dijo que entregaría el cheque al Departamento de Policía de El Monte. Tom Armstrong y John Eckler se encargarían de hablar con el viejo Bellavia.
Buscamos a Nikola Zaha.
Fuimos en coche hasta Whittier y buscamos en la primera dirección que teníamos. Nos atendió una muchacha. Dijo que su abuelo, Nikola, había muerto hacía mucho tiempo. El otro Zaha de la localidad era la ex esposa de su tío.
Llamamos a la puerta del otro Zaha. No respondió nadie. Continuamos camino hacia la comisaría de El Monte y entregamos el cheque a Armstrong y a Eckler.
Volvimos al condado de Orange y nos tomamos el resto del día libre. Yo me acerqué a una tienda Home Depot y compré otro tablero de corcho. Lo instalé en la pared del dormitorio.
Tracé una gráfica de tiempos, desde el sábado por la noche hasta el domingo por la mañana. Empezaba en el 756 de Maple Street, a las 20.00 horas, y terminaba en el instituto Arroyo a las 10.10 de la mañana siguiente. Situé a mi madre en la zona de Five Points, de hora en hora. Escribí interrogantes para señalar los momentos de cuya presencia no había constancia. Situé su muerte a las 3.15. Clavé la gráfica en el tablero. Añadí una foto de la escena del crimen tomada a las 3.20.
Contemplé la gráfica durante más de dos horas largas. Bill llamó para decirme que había hablado con el hijo y con la ex nuera de Nikola Zaha. Según contaron, Zaha había muerto en el 63, con cuarenta y pocos años, de un ataque cardíaco. Le gustaba la bebida e ir detrás de cuanto coño se le cruzase en el camino. Era ingeniero y trabajaba en un polígono industrial cerca del centro de Los Ángeles. Cabía la posibilidad de que hubiera trabajado para Airtek Dynamics. A su hijo y a su ex el nombre de Jean Ellroy no les sonaba en absoluto. El primero comentó que su padre era un salido de tres al cuarto. Bill obtuvo dos descripciones de Zaha. En ambas, parecía la antítesis del Hombre Moreno.
Bill se despidió. Colgué el auricular y seguí contemplando la gráfica.
Armstrong.y Eckler nos informaron de que habían hablado con Charles Bellavia y que éste insistía en que la firma del cheque no era la suya. No resultaba muy convincente. Según explicó, en el 58 era propietario de un furgón de comidas que servía a los obreros de las fábricas del centro de Los Ángeles. Armstrong tenía una teoría. Imaginaba que Jean Ellroy había comprado algo que comer, había pagado con un cheque y, como cambio, había recibido diez o doce dólares en metálico. Bellavia aseguraba que no conocía a Jean Ellroy, y sonaba convincente. El hombre del furgón de comidas entregó el cheque a Bellavia, quien lo endosó y lo depositó en su cuenta corriente.
Llegó información de la casera de Eula Lee Lloyd. Se acordaba de Jean Ellroy y de su asesinato, pero no tenía nada que contarnos. Debía cuidar de su hermana y no tenía tiempo para hablar de viejos homicidios.
Bill empezó el trabajo previo al juicio con el fiscal del caso Beckett. Me encerré con el expediente de Jean Ellroy. La línea 1-800 sonaba esporádicamente. Eran llamadas de videntes o de gente que acusaba a O.J. En el plazo de dos semanas telefonearon cuatro periodistas. Querían escribir acerca de Ellroy y Stoner. Todos prometían incluir en los artículos nuestro número 1-800. Programé citas con informadores del Los Angeles Times, del Tribune del valle de San Gabriel, de la revista Orange Coast y de La Opinión.
Nos llegó una buena pista. Una mujer llamada Peggy Forrest leyó el Los Angeles Times con retraso y nos llamó. Se había trasladado a El Monte en 1956. No era vidente. No creía que su padre hubiese matado a mi madre. Vivía a kilómetro y medio de Bryant y Maple (tanto ahora como entonces).
El mensaje resultaba por demás interesante. Bill llamó a la mujer y concertó una cita. Nos desplazamos hasta su casa. Vivía en Embree Drive, junto a Peck Road, al norte de mi vieja casa.
Peggy Forrest era larguirucha y esbelta y debía de tener unos setenta años. Nos invitó a sentarnos en el patio trasero y nos contó su historia.
Habían encontrado a la enfermera un domingo por la mañana, según había oído en la radio. Willie Stopplemoor llamó a su puerta. La mujer deseaba hablar del asunto. Willie (abreviatura de Wilma) estaba casada con Ernie Stopplemoor. Tenían dos hijos, Gailand y Jerry. Gailand estudiaba en el instituto Arroyo. Ernie y Wilma tenían entre treinta y cinco y cuarenta años, procedían de Iowa y vivían en Elrovia. Elrovia quedaba cerca de Peck Road.
Willie estaba inquieta. Decía que los agentes buscaban a Clyde el Latas Green. El abrigo que habían encontrado sobre el cuerpo de la enfermera era de éste. La enfermera vendía droga por cuenta del Latas.
Green vivía enfrente de la casa de Peggy Forrest. Trabajaba con Ernie Stopplemoor en una tienda de maquinaria. El Latas medía algo menos de 1,80, era rechoncho y llevaba el pelo cortado a cepillo. En la época del asesinato debía de rondar la treintena. Estaba casado con Rita Green. Ambos procedían de Vermont o de New Hampshire. Rita era rubia. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. El Latas y Rita frecuentaban los bares. El era «una leyenda en El Monte» y «un conocido mal chico». La pareja tenía un hijo, Gary, y una hija, Candy. Los dos estudiaban en la escuela elemental Cherrylee. En 1958 debían de tener seis o siete años. Una mañana, Peggy vio a Green colarse en casa cargado con unos trajes y chaquetas de sport. El asunto no olía bien. Willie Stopplemoor no volvió a mencionar al Latas ni a la enfermera. Peggy se olvidó del asunto. El sorprendente final de toda esta historia fue el siguiente:
Los Green se marcharon con rumbo desconocido pocas semanas después del asesinato. Retiraron a sus hijos de la escuela, dejaron la casa y cancelaron la hipoteca. Nunca más regresaron a El Monte. Lo mismo hicieron los Stopplemoor. Se separaron inesperadamente. No le dijeron a nadie que proyectaban trasladarse. Levantaron el campo y se esfumaron, así de simple.
Le pedí a Peggy que me diese una descripción de Ernie Stopplemoor. Respondió que era muy alto y delgaducho. Bill mencionó la tienda de maquinaria. Peggy dijo que ignoraba el nombre. Estaba en alguna parte del valle de San Gabriel.
Le pedí nombres. Le pedí que relacionara alguno con el incidente de los Green. Peggy respondió que su padre le había contado que Bill Young y Margaret McGaughey conocían a la enfermera muerta.
Bill volvió a repasar con Peggy Forrest la historia que ésta le había contado. La mujer la repitió con el mismo tono de seguridad. Anoté todos los nombres, edades y descripciones físicas. Escribí una lista de prioridades y subrayé cuatro cosas:
Museo de El Monte: comprobar 58 directorios. Comprobación 1959: verificar si los Green y los Stopplemoor dejaron realmente El Monte.
Confirmar los archivos escolares de los hijos de los Green y de los Stopplemoor.
Buscar a Green y Stopplemoor a nivel nacional e intentar localizarlos.
Parecía algo. Aquello empezaba a gustarme.
Le enseñé la lista a Bill. Me dijo que estaba bien. Hablamos de la historia de los Green y los Stopplemoor. Apunté que el detalle del abrigo era mentira. La policía había encontrado a mi madre cubierta con su propio gabán. Bill observó que el cuento de la droga también era mentira. No creía que Jean tuviese acceso a narcóticos vendibles. Yo señalé que me gustaba el aspecto geográfico del asunto. Elrovia quedaba a una manzana de Maple. Empecé a establecer teorías. Bill me dijo que lo dejara. Antes, teníamos que determinar más hechos.
Nos acercamos al museo de El Monte. Comprobamos los listines telefónicos de 1958 y encontramos un Clyde Greene. Su esposa no constaba como Rita, sino como Lorraine. Revisamos las guías de los años 59, 60 y 61. No aparecía ningún Clyde o Lorraine Greene. A los Stopplemoor los encontramos en Elrovia durante los cuatro años consultados.
Bill llamó a Tom Armstrong, con quien había analizado el caso. Le proporcionó los nombres de los hijos de los Greene y los Stopplemoor y sus edades aproximadas. Los segundos muy probablemente seguían en El Monte. En cambio, era posible que los Greene se hubieran marchado de inmediato. Armstrong aseguró haber comprobado en los archivos escolares adecuados. Intentaba determinar si los Greene y los Stopplemoor habían cambiado de colegio a sus hijos.
Bill llamó al jefe Clayton y a Dave Wire. Dejó caer los nombres de Ernie Stopplemoor y de Clyde Greene, «la leyenda de El Monte», sin resultado. Clayton y Wire prometieron llamar a algunos antiguos agentes e informar de lo que averiguaran.
Llamaron a algunos antiguos agentes. Informaron de lo que habían averiguado. Nadie recordaba a Ernie Stopplemoor ni a Clyde el Latas Greene.
Consultamos los nombres de los Greene, de los Stopplemoor y de los hijos de ambos en los ordenadores del Departamento de Justicia y en el «libro inverso» de los cincuenta estados.
Consultamos los nombres de Rita Greene y de Lorraine Greene. Obtuvimos una lista, afortunadamente corta, de gente apellidada Greene. Los llamamos a todos. Ninguno respondió de forma sospechosa. Ninguno había vivido en El Monte. Ninguno de los Clyde utilizaba el alias el Latas. Ninguno de los Gary y de las Candy había tenido que vérselas con un padre llamado Clyde o una madre llamada Lorraine o Rita.
Localizamos a tres Stopplemoor en Iowa. Eran parientes del viejo Ernie. Dijeron que Ernie y Wilma habían muerto. Su hijo, Jerry, también. El otro hijo, Gailard, vivía en el norte de California.
Bill consiguió el número de Gailard y lo llamó. Gailard no recordaba a la familia Greene ni tenía presente el asesinato de Jean Ellroy o cualquier otra cosa relacionada con El Monte que no fueran los coches trucados y las chicas. No se mostró suspicaz en ningún momento. Más bien parecía sonámbulo.
Armstrong nos consiguió los archivos escolares que demostraban que los Stopplemoor se habían quedado en El Monte. También demostraban que los Greene habían retirado del colegio a sus hijos en octubre del 58. Peggy Forrest se había equivocado en ese extremo.
Intentamos encontrar a Bill Young y a Margaret McGaughey, pero no lo conseguimos. Nos despedimos de toda la tangente.
Encontramos a la reportera del Los Angeles Times. Le mostramos el expediente, le enseñamos El Monte y la llevamos a Valenzuela's, al instituto Arroyo y al 756 de Maple. Dijo que iba con retraso. Quizá no pudiera publicar el artículo hasta pasado el Día del Trabajo.
Bill reanudó los preparativos para el juicio de papá Beckett. Yo volví al expediente. Este era una vía de acceso a mi madre. Yo iba a esconderme con ella muy pronto. El expediente estaba preparándome. Cuando llegase el momento quería contar con hechos precisos y determinados y pretendía que los rumores estuviesen sincronizados con mi imaginación. El expediente olía a papel viejo. Yo podía convertir aquel olor en perfume derramado, en sexo y en ella.
Me encerré con el expediente. Hacía un calor infernal y mi apartamento no tenía aire acondicionado. Contemplaba los tableros de corcho y su contenido. Me hacía traer la comida. Cada noche hablaba por teléfono con Helen y con Bill, y con nadie más. Mantuve conectado el contestador automático. Una serie de médiums y videntes llamaron para asegurarme que podían ayudarme. Borré los mensajes. Inventé algunas medidas absurdas y se las transmití a Bill. Dije que podíamos poner un gran anuncio en los periódicos solicitando información acerca de la Rubia y del Hombre Moreno. En opinión de Bill sólo conseguiríamos atraer más chiflados, gilipollas y místicos. Propuse ofrecer una cuantiosa recompensa por la misma información. Eso animaría a los asiduos de los bares que oyeran la historia de la Rubia. Bill replicó que eso animaría a cualquier mamón del condado de Los Ángeles. Apunté que podíamos repasar todos los listines telefónicos de El Monte, Baldwin Park, Rosemead, Duarte, La Puente, Arcadia, Temple City y San Gabriel correspondientes a 1958 y anotar todos los nombres griegos, italianos y latinos caucásicos que sonaran a varones y pasarlos por los ordenadores del Departamento de Justicia y del de Vehículos a Motor para ponernos en contacto con aquellos que nos interesaran. A Bill le pareció una idea de locos. Tardaríamos un año y sólo obtendríamos datos vagos y una irritación catastrófica.
Me dijo que leyese el expediente y pensara en mi madre. Respondí que eso hacía. No le dije que una parte de mí estaba huyendo tal como ella solía hacer. No le dije que mis desquiciadas sugerencias eran una especie de esfuerzo postrero por evitarla.
La nueva investigación sobre Jean Ellroy cumplía ya diez meses.
Papá Beckett parecía un Papá Noel. En 1981 era un tipo dominante y de malas pulgas. Con el paso de los años se había convertido en un abuelete de barba cana. Sufría del corazón y se había hecho cristiano renacido.
Se encargaba de su caso el juzgado 107 del Tribunal Supremo del condado de Los Ángeles, presidido por el magistrado Michael Cowles. Un abogado llamado Dale Rubin representaba a papá Beckett. La sala de la audiencia estaba forrada en madera y agradablemente climatizada. Tenía una buena acústica, pero los bancos destinados al público eran duros e incómodos.
Cuatro plantas más abajo juzgaban a O.J. Simpson. El vestíbulo permanecía abarrotado todos los días, desde las ocho de la mañana hasta la hora de cerrar. Estábamos en la décima planta del edificio. El ascensor siempre iba repleto, tanto si subía como si bajaba. El edificio de los Juzgados de lo Criminal era un centro de entretenimiento con múltiples salas. En una tenía lugar la atracción principal, y en las otras espectáculos secundarios. Equipos de los medios de comunicación, manifestantes y vendedores de camisetas rodeaban el edificio. Los manifestantes a favor de O.J. eran negros. Los piquetes contrarios a O.J. estaban formados por blancos. Los de las camisetas eran birraciales. El aparcamiento estaba lleno de unidades móviles de televisión y de viseras reflectoras sostenidas sobre soportes. No había clases y mucha gente llevaba consigo a sus hijos.
El juicio de Beckett resultó un fracaso de taquilla. Al diablo con papá Beckett. Era un hombre de pocos recursos, un pobre tonto con un acordeón y una manta raída. La sala principal quedaba cuatro plantas más abajo. O.J. Simpson era el objeto de la atención de los medios de comunicación al completo. Al diablo con Tracy Stewart. Nicole Simpson tenía las tetas más grandes.
Papá Beckett se sentaba junto a Dale Rubin. Bill Stoner, junto a Dale Davidson. El jurado estaba situado a lo largo de la pared de la derecha y presenciaba la acción de lado. El juez, desde su estrado, lo hacía directamente de frente. Yo ocupaba un rincón junto a la pared del fondo.
Me sentaba allí todos los días. Unos bancos más adelante estaban los padres de Tracy Stewart. En ningún momento cruzamos una sola palabra.
Charlie Guenther acudió en avión para asistir al juicio. Gary White hizo lo propio desde Aspen. Bill no se apartó de los Stewart. Quería acompañarlos durante el juicio y ayudarlos a recuperar los restos de su hija. Papá Beckett dijo que recordaba el lugar donde había arrojado el cuerpo. Había dicho a los agentes de Fort Lauderdale que enviaría a los Stewart una nota anónima revelándoselo, pero aún no lo había hecho, seguramente porque no le habría reportado beneficio económico alguno y en el aspecto legal podía volverse en su contra. Los Stewart querían enterrar a su hija. Sabían, probablemente, que el concepto mismo de «caso cerrado» era una tontería. Su hija se había desvanecido un mal día. Tal vez quisieran celebrar una ceremonia y marcar su vida con un puñado de tierra y una lápida.
Bill opinaba que los padres de Tracy nunca recuperarían los restos. El rayo de esperanza que él veía era un engaño. Según sus propias declaraciones, Robbie Beckett había llevado a la muchacha al sur y había dejado el cuerpo cerca de una valla. Nadie había dado con él, aunque ya era hora de que lo hicieran. Quizás alguien lo hubiese encontrado sin informar de ello. Quizás estuviese enterrado bajo otro nombre. Unos días después del asesinato, papá Beckett le dijo a Robbie que vaciara por completo el interior de la camioneta. Se trataba de un acto irracional que contradecía implícitamente el relato de lo sucedido hecho por Robbie. Habían golpeado a Tracy con una cachiporra. Y papá Beckett la había estrangulado. El estropicio que habían organizado era mínimo.
El cuerpo debería haber sido localizado.
Era posible que hubiesen descuartizado a Tracy en la furgoneta y luego arrojado las partes en diferentes lugares.
Bill opinaba que nunca lo sabrían con seguridad. Robbie mantendría su declaración. Papá Beckett no enviaría aquella nota. Lo de «caso cerrado» era, en efecto, una tontería. Papá Beckett sería condenado por el jurado, pero el juez no le impondría la pena de muerte. Necesitaban un cuerpo. Necesitaban demostrar que papá Beckett había violado a Tracy, tal como había declarado Robbie, pero la palabra de éste no era prueba suficiente. Robbie aseguró que él no había violado a Tracy. Bill no le creyó.
Charlie Guenther prestó declaración. Describió el caso de la desaparición de Tracy Stewart. Describió el trabajo de Gary White para el Departamento de Policía de Aspen. Consultó un cuaderno de notas y enumeró metódicamente las fechas y lugares que mencionaba. Papá Beckett observaba. Dale Rubin protestó de algunas fechas y lugares. Guenther revisó sus anotaciones y las confirmó. Papá Beckett siguió observando. Vestía camiseta deportiva de manga larga y pantalones holgados. Las sandalias casaban con sus canas y sus gafas. Sus compañeros de celda probablemente lo llamasen «papi».
Gloria Stewart subió al estrado para declarar. Describió la vida de Tracy y los sucesos previos a su desaparición. Tracy era una chica tímida y miedosa. Había tenido problemas en el instituto y había dejado los estudios. Rara vez tenía citas. Tracy hacía recados y atendía el teléfono cuando no estaban sus padres. Pasaba muchísimo tiempo en casa.
Dale Davidson se mostró amable. Formuló sus preguntas con tono respetuoso. Dale Rubin interrogó a la testigo. Dio a entender que Tracy vivía enclaustrada y llevaba, en general, una existencia neurótica. Rubin terminó algo nervioso y poco convencido de su propio argumento. Observé a los miembros del jurado y me introduje en sus mentes. Supe que consideraban desmedidas las insinuaciones del abogado. Tracy había sido asesinada. Su vida hogareña carecía de importancia.
Davidson era amable. Rubin, casi educado. Gloria Stewart se mostró como una fiera.
Tembló. Sollozó. Miró a papá Beckett. Lloró, tosió y balbuceó. Su testimonio decía que el caso no estaba cerrado. El odio que sentía llenó la sala. Había asistido al juicio de Robbie y había presenciado cómo era condenado. Fue un fugaz momento de respiro en su odio. Esta vez, tenía otro de esos momentos. Todo aquello no era nada en comparación con la fuerza conjunta del odio que mantenía a diario.
Cuando dejó el estrado de los testigos, pasó junto a la mesa de la defensa y miró detenidamente a papá Beckett. Con un estremecimiento, siguió hasta su banco y tomó asiento. Su marido le pasó un brazo por los hombros.
Yo nunca había experimentado aquella clase de odio. Nunca había tenido un objetivo de carne y hueso.
El juicio de Beckett continuó. Cuatro plantas más abajo, también continuaba el de Simpson. Me cruzaba con Johnnie Cochran cada día. Era un hombrecillo perfectamente pulcro y atildado. Vestía mejor que Dale Davidson y que Dale Rubin.
Sharon Hatch compareció para testificar. En 1981 era la querida de papá Beckett, y dijo que lo había abandonado. Papá Beckett se puso furioso al oírla. La amenazó e hizo otro tanto con sus hijos. Sharon miró a Dale Davidson. Papá Beckett miró a Sharon. Sharon dijo que papá Beckett nunca le había pegado ni amenazado hasta el momento de abandonarlo. Seguí la lógica de Davidson. Estaba planteando el estado mental de papá Beckett antes y después de la ruptura. Antes, estaba tranquilo; después, se le habían cruzado los cables. Yo desconfiaba de aquella línea argumental. Contenía la insinuación, dirigida contra una mujer inocente, de que en lo sucedido existía una relación causa efecto. Tal línea argumental podía golpear a los varones del jurado en los huevos e inducirlos a tratar con conmiseración a papá Beckett. Una golfa carente de sentimientos había jodido al pobre viejo. Observé a Sharon Hatch. Intenté descifrar sus pensamientos. Parecía pasablemente despierta. Tal vez supiese que papá Beckett ya estaba chiflado mucho antes de que rompiese con él. El tipo era un matón que se dedicaba a cobrar préstamos, un fetichista de las armaduras cuya galantería con las mujeres constituía un síntoma del odio que le inspiraban, un psicópata sexual en estado de hibernación. En su fuero interno sabía que deseaba violar y matar mujeres. La ruptura le había proporcionado una excusa. Esta se basaba en una combinación de una parte de rabia y dos de autocompasión. Y no podía fijarse como fecha de inicio de su odio hacia todo el género femenino el día en que Sharon Hatch le había dicho: «Piérdete, encanto.» Papá Beckett ya se dirigía al punto culminante de su explicación. Era como el Hombre Moreno de la primavera del 58. Sentí un leve asomo de comprensión hacia el Hombre Moreno. Y sentí una gran descarga de odio hacia papá Beckett. Mi madre tenía cuarenta y tres años y un humor cáustico. Sabía poner en su sitio a los hombres débiles. Tracy Stewart estaba absolutamente indefensa. Papá Beckett la había atrapado en su dormitorio, donde la muchacha era como un cordero en el matadero.
Dale Davidson y Sharon Hatch formaron un buen equipo. Entre los dos describieron a papá Beckett como una mecha deshilachada a punto de arder. Dale Rubin planteó ciertas objeciones. El juez Cowles aceptó algunas y denegó otras. Las protestas se referían a aspectos legales y apenas presté atención. Yo volvía a estar en South Bay, en 1981, a medio paso de esa noche de hacía veintitrés años.
El juez anunció un descanso. Papá Beckett se encaminó hacia el calabozo contiguo a la sala de juicios. Dos policías de paisano entraron con Robbie, que venía esposado y con grilletes en los tobillos. Vestía ropa carcelaria. Los agentes lo instalaron en el asiento de los testigos y le quitaron las esposas y los grilletes. Robbie vio a Bill Stoner y a Dale Davidson y les hizo un gesto con la mano. Los dos hombres se acercaron a él, mientras todos los asistentes empezaban a sonreír y a charlar.
Robbie era duro de pelar. Alto y macizo, su índice de grasas en el cuerpo no debía de superar el 0,05 por 100. Lucía bigote poblado y larga cabellera color castaño. Parecía capaz de alzar ciento cincuenta kilos y de correr cien metros en menos de diez segundos.
Se reemprendió el juicio. Los policías de paisano se sentaron cerca del estrado de los testigos. El juez ordenó que entrase papá Beckett, quien se sentó al lado de Dale Rubin.
Robbie miró a papá. Papá miró a Robbie. Cada cual comprobó cómo estaba el otro y, a continuación, apartó la mirada.
El secretario tomó juramento a Robbie, tras lo cual éste respondió a algunas preguntas preliminares formuladas por Dale Davidson. Lo hizo con aire fanfarrón. Se encontraba allí para solventar un agravio familiar. Con sus palabras estaba diciendo que sabía lo que se jugaba y que le importaba una mierda. Y decía algo más: «Soy como soy y quien me ha hecho así es mi padre.»
Papá observó a Robbie. Los Stewart, también. Davidson condujo a Robbie de vuelta a Redondo Beach, a la casa de Tracy y al apartamento de papá. Hizo varias protestas. El juez las desestimó o las aceptó. Rubin parecía desconcertado e incapaz de frenar la carrerilla que traía Robbie, quien empezó a mirar directamente a su padre.
Davidson actuó despacio, con premeditación. Llevó a Robbie hasta el momento preciso. Robbie se puso a balbucir y a sollozar. Llevaba a Tracy a la habitación y se la entregaba a papá, que comenzaba a sobarla…
Robbie perdió el hilo. Vaciló y tropezó con sus propias palabras. Dale Davidson hizo una pausa. Suspendió su interrogatorio apenas por unos segundos, calculado con maestría superior. Luego le preguntó a Robbie si estaba en condiciones de continuar. Robbie se enjugó el rostro y asintió. Davidson le ofreció un vaso de agua y le pidió que prosiguiese. Robbie retomó su relato como un actor profesional.
Él estaba borracho. Papá violó a Tracy. A continuación, dijo que tenían que matarla. La llevaron abajo. Papá la golpeó en la cabeza con una cachiporra…
Robbie vaciló otra vez. Vaciló como si respondiese a una señal, pero nadie le dio tal señal. Sacó de dentro un llanto ruidoso y se puso a hipar. Lloró por su propia vida desperdiciada. No tenía intención de matar a la muchacha. Su padre lo había obligado. No lloraba por la muchacha a la que había matado. Lloraba por su propia pérdida.
Robbie era buen actor. Entendía cómo funcionaba el cambio de tono dramático. Buscó en su vieja autocompasión, extrajo algunas lágrimas y pulsó, en un molto bravissimo, la cuerda del típico buscador de redención. Él era malo, pero no tanto como su padre. Su carácter retorcido y sus remordimientos, espléndidamente fingidos, le proporcionaban carisma y credibilidad al instante. Viajé hacia atrás en el tiempo hasta el 9/8/81. Un hombre tenía que matar a una mujer. Un muchacho tenía que complacer a su padre. Papá sólo mataba mujeres en presencia de otros hombres. Papá necesitaba a Robbie. Sin él, papá no podía matar a Tracy. Robbie sabía qué quería su padre. ¿Tú también la violaste? ¿Lo hiciste porque tu padre lo hizo y lo odiabas y no soportabas verlo disfrutar más que tú? ¿La violaste porque sabías que tu padre la mataría y a fin de cuentas qué importaba una violación más? ¿Buscaste unas bolsas de basura y la descuartizaste en la parte trasera de la camioneta?
Davidson guió a Robbie en su recuerdo de las andanzas de aquella noche y en sus primeros actos para borrar el rastro. Robbie se mantuvo en la historia que ya había contado tantas veces y que había sido grabada de manera oficial. Davidson le dio las gracias y pasó el turno a Dale Rubin. En ese momento, Robbie volvió a hacerse real y tangible. Allí estaba Robbie, enfrentado a papá. Y sin ninguna tontería vendible que distorsionara el maldito asunto.
Rubin intentó desacreditar a Robbie. Le preguntó si había llevado a Tracy a su casa él solo. Robbie respondió que no. Rubin volvió a formular la pregunta de diversas maneras en varias ocasiones. Robbie lo negó repetidamente y alzó la voz con cada nueva negativa. Ahora era todo orgullo. Sentado en la tribuna de los testigos, se pavoneó y repitió sus noes con inflexiones exageradas al tiempo que movía la cabeza arriba y abajo como si hablara con un jodido retrasado mental. Rubin le preguntó si por aquel tiempo solía meterse en peleas. Robbie contestó que era un tipo de sangre caliente. Le gustaba patear culos. Había aprendido de su padre. Todas las cosas malas que sabía las había aprendido de su padre. Rubin le preguntó si acostumbraba pegar a sus novias. Robbie repuso que no. Rubin expresó su incredulidad. Robbie añadió entonces que Rubin podía pensar lo que le viniese en ganas. Cada vez que negaba algo, Robbie sacudía la cabeza arriba y abajo con mayor vehemencia. Rubin insistió. Robbie también, dándose aún más aires. Tenía al menos una decena de matices distintos para sus negativas. Miró fijamente a papá Beckett y sonrió a Dale Rubin. La sonrisa y la mirada decían: «No podéis ganarme porque no tengo nada que perder.»
Papá Beckett alzó varias veces la vista para fijarla en Robbie, en un gesto provocador. No permanecía con la mirada baja por miedo o vergüenza, sino porque estaba cansado. Padecía del corazón y era demasiado viejo para andarse con juegos mentales con los presos jóvenes.
Robbie pasó una jornada y media en el estrado. Fue interrogado y contrainterrogado y cocido a fuego lento y zarandeado de palabra. Lo aguantó todo. No titubeó ni por un instante. En ningún momento dio la impresión de desmoronarse. Era una demostración de arte escénico parricida. Robbie era todo energía y valor, aunque probablemente subestimase el efecto que aquello produciría en su padre, que no paraba de bostezar.
Davidson citó el caso de Sue Hamway. Robbie contó al tribunal todo lo que sabía. Davidson mencionó a Paul Serio. Robbie lo describió como un gilipollas, compañero de andanzas de su padre. Rubin también mencionó a Serio. Robbie se burló de aquel cabroncete e imitó el modo en que subía y bajaba la cabeza. Rubin no lograba sacar de quicio a Robbie, cuyo odio llenaba la sala. Era un odio de origen infantil que con el paso del tiempo se había cargado de razones. Robbie era el protagonista de su propia historia vital; Tracy Stewart, la ingenua actriz principal de la obra. Robbie no sentía nada por ella. No era más que una golfa que jugaba con dos hombres y hacía que las cosas se desmadraran.
Robbie terminó de prestar declaración. El juez ordenó un descanso. Estuve a punto de aplaudir.
Subió a testificar la primera ex esposa de papá Beckett. Dijo que éste era un padre pésimo y que trataba con brutalidad a Robbie, a David y a Debbie. David Beckett prestó declaración. Señaló a su padre y lo llamó «pedazo de mierda». Dale Rubin contrainterrogó a David. Le preguntó si lo habían condenado por abusar sexualmente de menores. David respondió que sí. Señaló a su padre y dijo que había aprendido de él. No abundó en detalles. Debbie Beckett no pudo declarar. Se pinchaba y había muerto de sida.
Fue el turno de Paul Serio. Describió su participación en el asesinato de Susan Hamway y echó toda la culpa a papá Beckett. Ignoraba que había sido un asesinato premeditado; creía que se trataba de un ajuste de cuentas por deudas. Papá Beckett se había cargado a Sue Hamway él solo. Después había sacado un consolador y había dicho: «Hagamos que parezca un asesinato sexual.»
Serio había sentido ciertos remordimientos por la hija de Sue Hamway, que había muerto de inanición mientras el cadáver de ésta se descomponía.
Bill Stoner subió al estrado. Describió la investigación sobre Beckett desde el primer día. Su actitud, de tranquilidad y certeza absolutas, contrastaba con las demostraciones histriónicas de Robbie. Bill era un auditor independiente llamado para pormenorizar y calcular el total de los costos. Dale Rubin intentó ponerlo nervioso, pero no lo consiguió.
La defensa llamó a tres testigos. Dos viejos amigos de Robbie acudieron a declarar. Ambos dijeron que Robbie solía agredir a perfectos desconocidos sin que mediara razón alguna. Rubin controló a sus testigos y éstos dieron una imagen conveniente. El Robbie anterior a Tracy era impetuoso e imprevisiblemente violento. El argumento carecía de fuerza. La actuación deliberada de Robbie la dejaba reducida a nada. Robbie había ofrecido la misma imagen, sólo que con mayor fuerza dramática y en primera persona.
Rubin llamó a su último testigo, otro viejo camarada. Según él, Robbie había reconocido que había violado a Tracy Stewart. Le creí. En cambio, se me escapó cómo lo interpretaba el jurado. Imaginé que su respuesta sería: «¿Y qué?» Robbie ya estaba en la cárcel y no se podía dudar de él. Su autoinmolación robaba la escena a todo lo demás. Los miembros del jurado estaban cansados. Querían volver a casa. Y agradecían la experiencia. Había resultado emocionante y entretenida, y mucho más fácil que si hubiesen tenido que vérselas con el asunto Simpson. Allí había habido sexo y desavenencias familiares. Y se habían obviado los rollos científicos y las apelaciones maliciosas a la raza. En comparación, el espectáculo de la sala principal era muy inferior.
El juicio estaba casi concluido. Bill predijo un veredicto rápido y condenatorio. Gloria Stewart pudo presentarse en el tribunal y enfrentarse a papá Beckett. Pudo insultarlo. Pudo suplicar que le devolvieran el cuerpo de Tracy. La «confrontación con la víctima» era un procedimiento novedoso que acudía en defensa de los derechos de las víctimas y la recuperación psicológica de éstas. Le dije a Bill que no deseaba asistir a las argumentaciones finales ni a la confrontación. Papá Beckett bostezaría. Gloria Stewart haría su declaración y continuaría expresando su dolor. La ley de la confrontación con la víctima fue aprobada gracias a retrasados mentales enganchados a la televisión matinal. No deseaba presenciar la intervención de Gloria. No quería verla representar el papel de víctima profesional. Bill no llegó a presentarnos. Nunca le dijo quién era yo ni a quién había perdido en junio del 58. Sabía que no teníamos nada que decirnos. Sabía que mi dolor nunca había sido comparable al de ella.
El juicio de Beckett se prolongó dos semanas. Bill y yo acudimos a las sesiones a diario, cada uno en su coche. Bill salía con Dale Davidson y con Charlie Guenther casi todas las tardes. A veces se les unía Phil Vanatter. Ahora, Vanatter era famoso. Trabajaba en el caso del asesinato del siglo. El grupo del caso Beckett decidió celebrar el final del juicio. Vanatter fue con ellos. Bill me propuso que los acompañara, pero decliné la invitación. Yo no era policía ni ayudante del fiscal de distrito. No quería ponerme a hablar con profesionales. No quería discutir los aspectos más ridículos y bufos del caso Simpson ni compadecer a quienes lo llevaban. Y andaba escaso de irritación por motivos raciales. No me sentía un blanquito ofendido. Durante más de cincuenta años el DPLA había tratado a patadas a los negros indiscriminadamente. Mark Fuhrman era Jack Webb con colmillos. El ADN era irreductiblemente preciso y confuso. Las conspiraciones racistas poseían más peso dramático. Bill lo sabía, pero era demasiado delicado como para restregárselo por la cara a Phil Vanatter. Marcia Clark necesitaba un Robbie Beckett negro. Un Robbie negro podía incriminar a O.J. con un alma de cosecha propia. La justicia era política y teatro. O.J. Simpson recurría a un victimismo explotable. Yo no era Gloria Stewart.
Me dirigí a West Los Ángeles. Quería encontrar un teléfono de pago privado y llamar a Helen. Quería hablar de Tracy y de Geneva.
Recordé las cabinas telefónicas del hotel Mondrian. Era hora punta. Sunset Boulevard estaría abarrotado, probablemente. Tomé hacia el norte por Sweetzer. Crucé Santa Mónica Boulevard y advertí de pronto dónde me encontraba.
Estaba conduciendo por una zona de asesinatos.
Karyn Kupcinet murió en el ochocientos treinta y algo de North Sweetzer. Fue a finales de noviembre del 63. John Kennedy llevaba cuatro o cinco días muerto. Alguien estranguló a Karyn en su apartamento. La encontraron desnuda, boca abajo en el sofá. La sala estaba revuelta. La Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff llevó el caso. Se ocupó de él Ward Hallinen. Investigaron al novio de Karyn, que era actor, y a uno de sus vecinos, un tipo raro. El padre de Karyn era Irv Kupcinet, un conocido conductor de programas de entrevistas y columnista en Chicago. Karyn se había trasladado a Los Ángeles para buscar una oportunidad como actriz. Su padre la mantenía, pero la muchacha no conseguía levantar cabeza. Su novio y los amigos de éste, sí. Karyn se puso demasiado esbelta; tenía algunos kilos de menos. Tomaba píldoras para controlar el peso y para volar. Guenther creía que su muerte había sido accidental. En la mesilla auxiliar, junto al cuerpo, habían encontrado un libro. Trataba exclusivamente de danza nudista. Una podía bailar como una ninfa de los bosques y liberar sus inhibiciones. Guenther suponía que la chica, borracha, estaba bailando desnuda, se había caído y se había roto el hueso hioides contra la mesilla. Había logrado arrastrarse hasta el sofá y allí había muerto. Bill pensaba que la habían asesinado, tal vez su novio, el vecino raro o algún chiflado que había ligado en un bar. En el 63 recibieron un montón de informaciones sobre el caso. Aún recibían algún soplo de vez en cuando. Recientemente, un tipo del FBI había tenido uno. Según el agente, lo había descubierto en una llamada grabada. Un mafioso aseguraba conocer la auténtica verdad. Karyn estaba chupándosela a un tipo y se había asfixiado con la polla.
Doblé al oeste en Sweetzer con Fountain. Vi el edificio de El Mirador. Judy Dull vivía allí. A sus diecinueve años, ya tenía un hijo y se había separado de su esposo. Posaba para unos anuncios de pastel de queso. Harvey Glatman la encontró. Glatman era sospechoso en el caso Jean Ellroy. Jack Lawton lo exoneró de toda sospecha en el caso Ellroy y lo detuvo por el asunto Dull.
En La Ciénaga, tomé hacia el norte. Allí mismo se alzaba el edificio de apartamentos donde vivía Georgette Bauerdorf. Georgette fue asesinada el 12 de octubre del 44. Un hombre irrumpió en su vivienda, le metió un rollo de vendas en la boca y la violó. La chica murió asfixiada en pleno acto. El asesino nunca apareció. Roy Hopkinson trabajó el caso.
Georgette tenía diecinueve años, como Judy Dull. Georgette tenía dinero, como Karyn Kupcinet. Georgette trabajaba como voluntaria en la cantina de una organización de servicios sociales para el Ejército. Su familia había regresado a Nueva York. Sus amigas aseguraban que se la veía nerviosa y que fumaba demasiado. Vivía por su cuenta. Conducía por Los Ángeles impulsivamente.
Karyn estaba moviendo droga, disimulada tras el dinero de su padre. Judy huía de demasiada vida demasiado deprisa. Georgette se contagió de la fiebre de a bordo y corrió a los chicos de la cantina. Tracy se ocultó en casa. Robbie la recogió allí. Jean escogió mal la población donde esconderse.
Visualicé sus rostros. Formé una fotografía de grupo. Convertí a mi madre en la madre de cada una de ellas. La coloqué en medio del encuadre.
Dime por qué.
Dime por qué eras tú y no otra.
Respóndeme y enséñame cómo has llegado hasta allí.
Mi madre afirmaba haber visto cómo los federales abatían a John Dillinger. Por entonces estudiaba enfermería en Chicago. Dillinger murió el 22 de julio del 34. En esa fecha Geneva Hilliker tenía diecinueve años. Mi padre decía que había sido entrenador de Babe Ruth. Tenía una vitrina llena de medallas que en realidad no había ganado. Las historias de mi madre siempre eran más creíbles. Él estaba más desesperado y ansioso por impresionar. Ella mentía para conseguir lo que quería; comprendía los límites de la verosimilitud. Era posible que estuviese a tres manzanas del cine Biograph y escuchara los disparos. Era posible que a partir de ciertos sonidos lo hubiese imaginado todo y hubiera acabado por convencerse de que era verdad, con la ayuda, tal vez, de unos cuantos vasos de bourbon. Era posible que me hubiese contado la historia de buena fe. Entonces tenía diecinueve años. Quizá con ello pretendiese decirme: «Mira lo brillante y prometedora que era.»
Mi padre era un mentiroso. Mi madre era una farsante. Durante seis años los conocí juntos, y durante otros cuatro, separados. Luego pasé siete años más con mi padre. Él crió a mi madre y la mató a tiros. Sus historias siempre estaban hinchadas y cargadas de malicia. Resultaban sospechosas. Durante los siete últimos años de su vida difamaba continuamente a mi madre, a voluntad.
Permanecí en contacto con mi tía Leoda, quien me contó cosas de Geneva. La elogiaba mucho. Yo nunca recordaba una palabra de lo que Leoda me decía. Detestaba a mi tía. Yo era el confidente y ella hacía el papel de primo con la pasta.
Leoda me proporcionaba mentiras de las cuales partir. No podía desecharlas sin más. Quería dar forma a la percepción desde puntos de vista contradictorios. Yo tenía mi propia memoria, que funcionaba perfectamente. Después del juicio de Beckett la sometí a prueba. Recordaba el apellido de antiguos compañeros de clase. Recordaba todos los parques y todas las cárceles dónde había ido a parar alguna vez. Tenía ordenada cronológicamente toda mi vida al lado de mi madre. Recordaba el nombre de antiguos proveedores de droga y de todos mis profesores en el instituto. Tenía la mente clara y precisa. Y una memoria sólida. Podía contrarrestar los fallos sinápticos con las descargas de fantasía. Era capaz de rememorar escenas alternativas. ¿Y si ella hacía lo mismo? Tal vez lo hiciera. Tal vez hubiese reaccionado de la misma manera. La verdad literal era básica. Podía llegar en cantidades limitadas. A mi memoria podía faltarle elasticidad, pero no estaba reprimida.
No disponía de fotos de familia. No tenía fotos de ella a los diez, a los veinte o a los treinta. Tenía fotos de ella a los cuarenta y dos, ya en decadencia, y de su cuerpo, ya muerta. Yo no sabía gran cosa de nuestros antepasados. Nunca hablaba de sus padres ni de sus tíos o tías favoritos.
Yo poseía una voluntad decidida y recordaba mis pensamientos desde hacía años luz. Era capaz de desnudar mi cerebro y revivir en él mis antiguos pensamientos respecto a ella. La imaginación podía ayudarme o lastrarme. Podía bloquearse en situaciones lujuriosas. Tenía que ser explícito. Se lo debía. Tenía que llevarla más allá.
Bill seguía en Los Ángeles, a la espera del veredicto del caso Beckett. Le dije que quería perderme por un tiempo. Respondió que lo entendía; no lograba quitarse de la cabeza a Tracy Stewart.
Estaba preparado. Desconecté el teléfono y desconecté las luces. Me estiré en la cama y cerré los ojos.
Procedía de Tunnel City, Wisconsin. Tunnel City era una estación de ferrocarril y poco más. Se trasladó a Chicago. Luego, a San Diego. Mi padre afirmaba haberla conocido en el hotel Del Colorado. Decía que fue en 1939. Decía que escucharon juntos el combate Louis-Schmeling. La pelea se celebró en el 38. Entonces, ella tenía veintitrés. Él, cuarenta. Él vestía de punta en blanco. Mientras lo conocí siempre llevó trajes de antes de la guerra, lo cual, en 1960, parecía una incongruencia. Conforme decaía nuestro nivel de vida, la ropa se veía más antigua. En 1938 era ropa de moda. Mi padre estaba espléndido y mi madre se enamoró de él. Mi padre se encontró con una joven ardiente a la que creyó poder controlar siempre. Tal vez la llevase a Tijuana a ver las corridas de toros. Hablaba muy bien el español, de modo que no debió de tener problemas para pedir la comida. Sí, la llevó a México para cortejarla y controlarla. La pareja fue a Ensenada en coche. En el 56, mi madre también me llevó allí. En esa ocasión lucía un vestido blanco sin mangas. La vi depilarse las axilas. Quise besárselas. Mi padre la entonó a base de margaritas. Por entonces, ella todavía no era alcohólica. Él le vertió en la mano una pizca de sal y unas gotas de zumo de lima y lo lamió todo. Se mostró desesperadamente atento. Ella aún no le había tomado la medida. Con el tiempo, lo haría.
Actué según una dinámica tiempo perdido / tiempo aprovechado. Mi madre consideraba irrecuperable el tiempo que ya había perdido y echaba la culpa de ello a mi padre. También redujo sus expectativas. El bourbon hacía controlables y atractivos a los machos del taller mecánico. Mi madre nunca se preguntó por qué le atraían los hombres débiles y vulgares.
Tenía un porte soberbio. Parecía más alta de lo que figuraba en el informe de la autopsia. Tenía las manos y los pies grandes y unos hombros delicados. Quise besarla en el cuello y oler su perfume y cubrirle los pechos por detrás con mis manos. Usaba perfume Tweed. Tenía un frasco en su mesilla de noche, en El Monte. En cierta ocasión eché unas gotas en un pañuelo y me lo llevé a clase.
Mi madre tenía unas piernas largas y marcas de heridas en el vientre. Las imágenes de la autopsia resultaban sorprendentes y aleccionadoras. Sus pechos eran más pequeños de lo que yo recordaba. Era delgada de cintura para arriba y bastante gruesa de caderas y piernas. Tiempo atrás había grabado su cuerpo en mi memoria. Había reformado sus dimensiones. Había alterado sus contornos para que se adecuaran a mi gusto por las mujeres de constitución robusta. Había crecido con aquella visión de su desnudez y la había aceptado como real. Pero mi madre verdadera era una mujer de carne y hueso, muy diferente.
Mis padres se casaron. Se trasladaron a Los Ángeles. Según él, tenían un piso en la calle Ocho con New Hampshire. Ella encontró trabajo de enfermera. Él probó suerte en Hollywood. Luego se trasladaron al 459 de North Doheny Drive, en Beverly Hills. La dirección era más elegante que la casa. Según mi madre, sólo se trataba de un pequeño apartamento. Mi padre hizo un trabajo para Rita Hayworth. Yo nací en marzo del 48. Mi padre organizó el matrimonio de Rita con el Aga Khan. Lo de Rita Hayworth era cierto; en dos biografías de ella vi escrito su nombre.
Nos trasladamos a un edificio de estilo español en el 9.031 de Alden Drive. Eso quedaba más allá de los límites de West Hollywood. Allí vivían también Eula Lee Lloyd y su marido. Y una solterona que idolatraba a mi madre. Según mi padre, era lesbiana. Mi padre estaba obsesionado con las lesbianas. Decía que había un punto lésbico en Rita Hayworth. Yo, supuestamente, había conocido a Rita Hayworth en un puesto de perritos calientes. Supuestamente, había derramado encima de ella un vaso de zumo de uva. Supuestamente, Rita era ninfómana. Mi padre estaba obsesionado con las ninfómanas. Decía que todos los grandes actores eran maricas. Estaba obsesionado con los maricas. Rita acabó por despedirlo. Él empezó a pasarse el día durmiendo en el sofá como Dagwood Bumstead. Mi madre le decía que buscase trabajo. Él respondía que tenía padrinos. Esperaba la oportunidad adecuada. Mi madre venía del campo, de Wisconsin. No sabía nada de enchufes, y no quiso saber nada más de matrimonio.
Mis recuerdos corrían en línea cronológica. Mis fantasías se desarrollaban como añadidos, como cortes desechados de una película.
Creía estar repasando el mapa de la memoria. Creía estar palpando las minucias de la vida real. Estaba en la senda del recuerdo. Había conjurado el perfume Tweed y algunas instantáneas de la época. Avanzaba siguiendo una línea que ya conocía.
Aminoré el paso. La pelirroja quedó al desnudo. Su cuerpo era real y su rostro reflejaba los cuarenta y dos años que tenía. No podía seguir con aquello.
No es que tuviera miedo de hacerlo. Era, sencillamente, que no quería. Parecía innecesario. Dejé vagar mi mente. Pensé en Tracy Stewart. Había visto el antiguo apartamento de papá Beckett. Fui con Bill y Dale Davidson. Vi los lugares clave de Beckett. Vi el salón y el dormitorio y los escalones que conducían a la camioneta. Subí por esos escalones con Robbie y Tracy. Fui de mi madre desnuda a Robbie y Tracy en el tiempo que ocupan seis latidos. Robbie condujo a Tracy al dormitorio. Robbie se la dio a papá. Me detuve allí. No tenía miedo. Sabía que podía convertir aquel instante en aterrador. No creía que pudiera sacar nada de ello.
Dejé vagar mi mente. Volví al 55. Disponía de una línea cronológica. Decidí seguirla.
Mi padre ya no estaba. Éramos ella, yo y nadie más. La vi en bata de lino blanca. La vi en bata azul marino. La acosté con algunos machos de la cadena de producción. Puse a los tipos tupé y cicatrices de arma blanca. Se parecían a Steve Cochran en Private Hell 36. Me esforzaba por buscar la hipérbole. Creía que los detalles desagradables podían resucitar recuerdos desagradables. Quería seguir el rastro sexual de la pelirroja desde mi padre hasta el Hombre Moreno. Mi padre era débil. Tenía el cuerpo de un hombre duro y el espíritu amilanado. Mi madre lo echó de su vida a puntapiés y se volvió minimalista. Todos los hombres eran débiles y algunos débiles y atractivos. Su debilidad era incontrolable; sólo podía limitarse la conciencia de ello y adjudicarle eufemismos hasta hacerla irreconocible. La pelirroja podía dejar que entraran hombres en su vida, pero en dosis limitadas. Nunca vi una manada de machos a la puerta de mi madre. Sólo dos veces la sorprendí in fraganti. Mi padre decía que era una puta. Yo lo creí. Noté su sexualidad. Filtré esa percepción en el tamiz de mi propia codicia de ella. Vivió con mi padre durante quince años. Sucumbió a esa imagen. Espabiló. El fiasco fue iluminación. Hacía frente a los hombres desde una perspectiva desilusionada y completamente machista. Los hombres eran contenibles. La manera de contenerlos eran el sexo y el licor. Arrojó quince años por el retrete. Sabía que ella era cómplice por pasividad. Se despreciaba por ser tan estúpida y débil. Consideraba a los hombres vulgares una especie de premio de consolación. A mí me veía como una forma de redención. Me enviaba a la iglesia y me hacía estudiar. Predicaba diligencia y disciplina. No quería que me volviese como mi padre. No quería abrumarme con cuidados y convertirme en un afeminado de manual. Ella vivía en dos mundos. Yo marcaba la línea divisoria. Ella pensaba que aquel esquema era sostenible. Se equivocaba. No sabía que la ocultación nunca funciona. Por un lado tenía el alcohol y los hombres; por otro, a su pequeño. Se dispersaba. Vio que sus mundos se superponían. Mi padre me refregó por las narices su vida disipada. Hizo propaganda contra ella. Cada fin de semana me enseñaba a odiarla. Ella se burlaba de él todos los días laborables, me inoculaba el desprecio con menos violencia que él su odio, predicaba el esfuerzo y la determinación. Era una borracha y una puta y, por lo tanto, una hipócrita. El mundo que construía alrededor de mí no existía. Yo tenía acceso a su mundo oculto, como si de una radiografía se tratase.
La sorprendí en la cama con un hombre. Ella se cubrió los pechos con la sábana. La sorprendí en la cama con Hank Hart. Estaban desnudos. Vi una botella y un cenicero en la mesilla de noche. Nos trasladamos a El Monte. Vi a una puta fugitiva. Quizás escapase para crear un espacio entre sus dos mundos. Dijo que lo hacía por los dos. Iba demasiado acelerada y malinterpretó El Monte. Lo vio como una zona neutra entre dos mundos opuestos. Parecía un buen lugar para juergas de fin de semana. Parecía un buen lugar para educar a un muchacho.
Intentó enseñarme cosas. Las aprendí demasiado tarde. Me hice más disciplinado, meticuloso, diligente y decidido de lo que ella hubiese podido imaginar. Sobrepasé todos sus sueños respecto a mi éxito. Yo no podía comprarle una casa y un Cadillac y expresarle mi gratitud a la manera de un auténtico nuevo rico.
Viajamos en el tiempo. Recorrimos nuestros diez años juntos. Hicimos saltos irregulares hacia delante y hacia atrás. Cada viejo recuerdo tenía su contrapunto. Cada destello de Jean, la pelirroja licenciosa, iluminaba su imagen contrapuesta. Allí estaba la Jean borracha. La Jean con su hijo desagradecido. El chico se ha caído de un árbol. Ella le quita astillas de los brazos. Lo lava con agua de hamamelis. Lo inspecciona bajo una lupa con unas pinzas.
Viajamos en el tiempo. En la oscuridad, perdí conciencia del tiempo real. Aquel equilibrio contrapesado se mantuvo. Me quedé sin recuerdos y abrí los ojos.
Vi la gráfica de la pared. Noté el sudor en la almohada.
Desconecté la máquina del tiempo. Ya no quería llevarla a ningún otro sitio. No quería ponerla en ambientes de ficción ni recoger mis revelaciones y denominarlas un resumen de su vida. No quería descalificarla como una mujer compleja y ambigua. No quería darle menos de lo que le correspondía.
Estaba hambriento e inquieto. Deseaba respirar aire fresco y ver gente viva.
Me acerqué a un centro comercial. Dejé el coche, anduve hasta un merendero y tomé un bocadillo. El lugar estaba abarrotado. Observé a la gente. Observé a los hombres y a las mujeres juntos. Busqué seducciones. Robbie cortejó a Tracy en público. El Hombre Moreno llevó a Jean al Stan's Drive-In. Harvey llamó a la puerta de Judy e hizo que se sintiese segura.
No vi nada sospechoso.
Dejé de inspeccionar. Me quedé sentado, muy quieto. La gente cruzaba mi línea de visión. Me sentí como si flotara. Como si estuviera colocado de oxígeno.
Me vino a la cabeza suavemente.
El Hombre Moreno carecía de relevancia. Tal vez estuviese muerto, o no. Tal vez lo encontrásemos, o no. Nunca dejaríamos de buscar. Ese hombre no era más que una señal de dirección. Me obligaba a esforzarme por ser plenamente justo con mi madre.
Ella era ni más ni menos que mi salvación.
El jurado deliberó. Papá Beckett fue condenado por lo de Tracy Stewart. Bill dijo que le caería cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Gloria Stewart se enfrentó a papá Beckett. Clamó por el cuerpo de su hija y llamó a papá cosas terribles. Yo dije que no había cuerpo ni punto final. A papá Beckett lo sentenciaban de por vida. Gloria tenía otra cadena perpetua con papá y con Robbie.
Bill celebró una fiesta en su casa. La denominó «un ensayo para el Día del Trabajo». En realidad, se trataba de una fiesta de despedida por papá Beckett.
Asistí. Estaban Dale Davidson y su esposa, Vivian, que era ayudante del fiscal de distrito y conocía el caso Beckett a la perfección. Asistieron otros ayudantes de la Fiscalía. Gary White y su novia. El padre de Bill asomó la nariz. También se presentaron los vecinos. Todo el mundo comió perritos calientes y hamburguesas y habló del asesinato. Los policías y ayudantes del fiscal se sentían aliviados ahora que el asunto Beckett había terminado. Los que no eran agentes o ayudantes del fiscal pensaban que eso ponía punto final al asunto. Deseé conocer al estúpido que había inventado el concepto de punto final y meterle una buena placa de punto final por el culo. Todo el mundo hablaba de O.J. Todo el mundo especulaba sobre la posible sentencia y sus posibles ramificaciones. Yo no hablé gran cosa. Disfrutaba de mi propia fiesta con la pelirroja. Estaba juguetona. Me robaba las patatas fritas del plato. Compartíamos nuestros propios chistes privados.
Observé a Bill, que engullía hamburguesas y hablaba con los amigos. Sabía que estaba aliviado. Sabía que su alivio se remontaba a la detención de papá Beckett. Había hecho caso omiso de la declaración de papá Beckett respecto a matar a otras mujeres; resultó una decisión hipotéticamente firme. El veredicto de culpabilidad era más ambiguo. Papá Beckett estaba viejo y enfermo. Sus días de violador y asesino habían pasado. Robbie aún tenía edad para seguir violando, matando y moliendo a palos a una mujer. Y había llevado a cabo una actuación desconcertante. Había colaborado con la justicia en el caso del condado de Los Ángeles contra Robert Wayne Beckett, padre. Había hecho amistad con las fuerzas del orden y en nombre de éstos había cometido parricidio. En su expediente carcelario se señalaba su buena conducta. Quizá le sirviera para salir bajo palabra antes de lo previsto.
Bill seguía en la Autopista de los Cuerpos Abandonados. Cumplía su propia cadena perpetua. Había escogido el asesinato. El asesinato me había escogido a mí. Él llegó al asesinato como un deber moral. Yo llegué a él como mirón. Él se convirtió en mirón. Tenía que mirar. Tenía que saber. Sucumbió a repetidas seducciones. Las mías empezaban y terminaban en mi madre. Bill y yo éramos coacusados procesables. Estábamos encausados por el tribunal de Preferencias en las Víctimas de Asesinato. Nos sentíamos inclinados hacia las víctimas femeninas. ¿Por qué sublimar el deseo cuando éste puede utilizarse como instrumento de percepción? La mayoría de las mujeres morían a causa del sexo. Se trataba de la justificación de un mirón. Bill era un detective profesional. Sabía mirar, o cribar, o distanciarse de sus descubrimientos y conservar la compostura profesional. Yo podía evadirme de tales limitaciones. No tenía que consolidar pruebas demostrables ante un tribunal. No tenía que establecer unos motivos coherentes y explicables. Podía revolcarme en la vida sexual de mi madre o de otras mujeres muertas. Podía ordenarlas por categorías y reverenciarlas como a hermanas en el horror. Podía mirar y cribar y comparar y analizar y construir mi propio surtido de vínculos sexuales y no sexuales. Podía declararlos válidos para todo el género y atribuir un amplio abanico de detalles a la vida y la muerte de mi madre. No andaba tras los pasos de sospechosos activos. No intentaba que los hechos se adecuaran a ninguna tesis preestablecida. Lo que intentaba era saber. Andaba tras mi madre como elemento de verdad. Ella me había enseñado algunas verdades en una alcoba a oscuras. Quería devolverle el gesto. Quería honrar en ella a todas las mujeres asesinadas. Aquello sonaba rotundamente ampuloso y egoísta. Me decía que estaba contemplando la vida en la Autopista de los Cuerpos Abandonados. Hacía que reviviese, en una reposición perfecta, aquel momento en el merendero. En ese preciso instante me señalaba un camino.
Yo tenía que conocer su vida igual que conocía su muerte.
Me aferré a la idea. La abrigué en privado. Volvimos al trabajo.
Nos reunimos con los periodistas de La Opinión, Orange Coast y el San Gabriel Valley Times. Los llevamos a dar un paseo por El Monte. El Los Angeles Times publicó algo. Tuvimos sesenta llamadas en total. Hubo gente que colgó y llamadas de videntes y personas que hacían chistes sobre O.J. y otras que nos deseaban buena suerte. Dos mujeres llamaron para decir que su padre quizá fuese el asesino de mi madre. Atendimos estas llamadas y oímos más historias de abusos infantiles. Los dos padres quedaron libres de sospecha de asesinato.
Llamó una mujer joven. Delató a una anciana. Dijo que ésta vivía en El Monte. La anciana trabajaba en la Packard-Bell hacia 1950. Era rubia y llevaba cola de caballo.
Encontramos a la mujer. Su conducta no despertaba sospechas. No recordaba a mi madre ni que hubiese sido compañera suya en Packard-Bell Electronics.
Apareció La Opinión. Nadie llamó. La Opinión se editaba en español. Era un disparo a ciegas.
Apareció el San Gabriel Valley Times. Tuvimos un total de cuarenta y una llamadas. Hubo gente que colgó y algunos videntes que ofrecían sus servicios. Hubo llamadas con chistes sobre O.J. Llamó un hombre. Dijo que era un antiguo bohemio de El Monte. A finales de los años cincuenta había conocido a un colega, un tipo moreno. El tipo moreno solía estar en una estación de servicio de Peck Road. El hombre no recordaba cómo se llamaba el tipo moreno. La gasolinera había desaparecido hacía tiempo. Él conocía muchos tipos que en el 58 vivían en El Monte.
Nos reunimos con el hombre. Obtuvimos algunos nombres. Los repasamos con Dave Wire y el jefe Clayton, quienes recordaban a algunos habituales de los bares en esa época. Ninguno de ellos se parecía a nuestro Hombre Moreno. Introdujimos los nombres en nuestros tres ordenadores y no encontramos datos acerca de ellos.
Llamó un periodista de Associated Press. Quería escribir un artículo sobre la investigación que estábamos llevando a cabo. Se publicaría en todo el país. El reportero aseguró que incluiría nuestro número de teléfono 1-800. Acepté la propuesta.
Lo llevamos a El Monte. El reportero escribió su artículo. Apareció publicado en numerosos periódicos. Los editores lo destrozaron. La mayoría de ellos suprimió el número 1-800. Tuvimos muy pocas llamadas. Telefonearon tres videntes. Telefoneó la dama de la Dalia Negra. No telefoneó nadie para decir que conocía a la Rubia, ni nadie que afirmase haber conocido a mi madre.
Repasamos otra vez los nombres que considerábamos clave. Queríamos asegurarnos. Pensábamos que podíamos encontrar algo nuevo en los bancos de datos. No fue así. Ruth Schienle y Greene el Latas estaban muertos o ilocalizables. Salvador Quiroz Serena quizás hubiese vuelto a México. No dimos con Grant Surface. En 1959 había sido sometido por dos veces al detector de mentiras, pero los resultados no fueron concluyentes. Nosotros queríamos tener una solución más concreta.
Bill tuvo un presentimiento y llamó a Duane Rasure. Éste encontró sus notas sobre Will Lenard Miller y nos las envió. Las leímos y descubrimos seis nombres relacionados con Airtek. Dos de los mencionados aún vivían. Ambos recordaban a mi madre. Dijeron que trabajaba en Packard-Bell antes de incorporarse a Airtek. El nombre de Nikola Zaha no les sonaba. Tampoco fueron capaces de identificar a ninguno de los novios de mi madre. En cambio, nos proporcionaron más nombres de Airtek. Comentaron que Ruth Schienle se había divorciado de su marido y se había casado con un hombre llamado Rolf Wire. Al parecer, Rolf había muerto. Buscamos los nombres de Rolf y Ruth Wire en nuestros tres ordenadores y no obtuvimos información alguna. Buscamos los nuevos nombres de Airtek y tampoco encontramos nada. Nos acercamos a la oficina central de Pachmyer Group. Bill dijo que no nos permitirían husmear en sus expedientes personales. Yo propuse que lo intentásemos, de todos modos. Ya no estaba buscando pistas sobre el Hombre Moreno. Ahora, seguía pistas acerca de mi madre.
La gente de Pachmyer se mostró sumamente cortés. Nos dijo que la división Airtek había cerrado en el 59 o el 60 y que todos los ficheros de la empresa habían sido destruidos.
La pérdida de esta información me supo muy mal. Mi madre había trabajado en Airtek desde septiembre del 56 y yo quería saber cómo era entonces. La nueva investigación sobre Jean Ellroy duraba ya trece meses.
O.J. Simpson fue absuelto. Los Ángeles rezumaba apocalipsis. Los medios de comunicación se volvían locos tras las palabras «posibles ramificaciones». Todos los asesinatos las tenían. Que se lo preguntaran a Gloria Stewart o a Irv Kupcinet. El caso Simpson crisparía a los supervivientes inmediatos de los muertos. Los Ángeles lo encajaría.
Tarde o temprano, un hombre muy famoso tenía que matar a una mujer muy hermosa. El caso dejaría a la vista, microscópicamente, un estilo de vida aún más sexual y absurdo. Los medios de comunicación machacarían a O.J. y convertirían el caso en un suceso aún más extraordinario.
Yo quería volver a casa. Quería ver a Helen. Quería escribir este recuerdo. Las mujeres muertas me retenían y me impedían hacerlo. Habían muerto en Los Ángeles y me decían que me quedara por allí un tiempo, todavía. Yo estaba quemado como detective. Estaba frito hasta las pestañas de tantas consultas negativas en los bancos de datos y de tanta información imprecisa y errónea. Tenía a la pelirroja dentro de mí. Podía llevármela donde fuese. En mi ausencia, Bill seguiría las pistas y hurgaría en los detalles de su vida.
Me quedé para probar suerte con unos nuevos fantasmas recién aparecidos.
Fui cuatro veces a la central, por mi cuenta. Consulté antiguos Libros Azules. Releí de cabo a rabo varios casos cerrados. No disponía de fotos de la escena del crimen, pero me la imaginé. Leí informes sobre cadáveres encontrados, sobre autopsias y sobre antecedentes y repasé mentalmente mi propia historia de mujeres viviseccionadas. Miré. Filtré. Me sumergí. No comparé ni analicé como creía que haría. Las mujeres aparecían como individuos. No me devolvían a mi madre. No me enseñaban nada. Yo no podía protegerlas ni vengar su muerte. No podía honrarlas en el nombre de mi madre porque, en realidad, no sabía quiénes eran. Ni siquiera sabía quién era ella. Sólo tenía algunos indicios y unos deseos enormes de saber más.
Empecé a sentirme una especie de ladrón de tumbas. Sabía que ya no me quedaba nada por hurgar acerca de la muerte. Pero aún deseaba atar ciertos cabos respecto a la pelirroja. Quería recoger más información, guardarla y llevármela a casa. Me inventé unas justificaciones de último momento para seguir en Los Ángeles. Ideé anuncios para periódicos y publirreportajes y campañas por vía informática. Bill dijo que nada de todo aquello tenía sentido. Lo que debíamos hacer, según él, era interrogar a los Wagner de Wisconsin. Decía que me veía asustado. Bill no reflexionaba. No tenía que hacerlo. Sabía que mi madre me había hecho único. Sabía que yo la abrazaba con egoísmo. Los Wagner tenían sus opiniones, que podían contraponerse a las mías. Podían darme una buena acogida e intentar convertirme en un tipo dócil con una familia extensa. Tenían una opinión de mi madre, sin duda, pero yo no quería compartir la mía. No quería romper el hechizo de nosotros dos y de lo que me había hecho.
Bill estaba en lo cierto. Comprendí que era momento de regresar a casa.
Recogí los tableros de corcho y las gráficas y lo facturé todo hacia el este. Bill trasladó nuestro número 1- 800 a un servicio de contestador. Llevé conmigo el expediente.
Bill siguió trabajando en el caso. Perdió un socio y ganó otro. Joe Walker era un analista criminólogo de la Oficina del Sheriff de Los Ángeles. Conocía íntimamente la red informática de las fuerzas del orden. Estaba completamente colgado del caso Karen Reilly. Creía que a Karen la había matado un asesino en serie negro. Quería trabajar en el caso Jean Ellroy. Bill le dijo que podía hacerlo.
Eché de menos a Bill. Se había convertido en mi mejor amigo. Durante catorce meses me había cuidado y guiado.
Y en el momento exacto en que entrábamos en un callejón sin salida, me soltaba. Me enviaba con mi madre y con mis motivos aún por resolver.
En casa, no volví a colgar los tableros de corcho. No precisaba hacerlo. Ella estaba siempre allí, conmigo.
Apareció Orange Coast. Era una revistucha, pero el artículo estaba bien. Publicaban nuestro número 1-800. Tuvimos cinco llamadas. Dos de ellas fueron de videntes. Las otras tres, de personas que nos deseaban buena suerte.
Las vacaciones terminaron. Me llamó una productora de televisión que trabajaba para el programa Misterios sin resolver. Estaba perfectamente al corriente de la investigación Ellroy-Stoner. Quería dedicar uno de los reportajes del programa al caso Jean Ellroy. Harían una dramatización de ese sábado por la noche e incluirían una solicitud de información específica sobre el asunto. El programa contribuía a resolver delitos. Su audiencia estaba constituida por gente mayor. También por policías jubilados. Contaba con su propio número telefónico para pistas y telefonistas de servicio durante las veinticuatro horas del día. En verano, la cadena volvía a pasar los programas de la temporada y todas las pistas eran enviadas al pariente más próximo de la víctima y al detective que estuviese al frente de la investigación.
Acepté. La productora dijo que querían filmar en los escenarios auténticos.
Respondí que me pondría a soltar palabrotas. Llamé a Bill y le conté la noticia. Le pareció fantástica. Señalé que debíamos dar más densidad al reportaje. Teníamos que saturarlo de detalles de la vida de mi madre. Quería gente que llamara y dijese: «Yo conocía a esa mujer.»
Tal vez los Wagner viesen el programa. Tal vez el retrato de mi madre les abrumara. Ella enviaba a su hijo a la iglesia, y ahora su hijo sacaba provecho de su muerte. La convertía en una mujer fatal barata. Cuando joven había sido un artista del engaño. Ahora, era un asesino de personajes. Difamaba a su madre. Hacía suma y balance de la vida de ésta, se equivocaba en las cuentas y ofrecía al mundo un balance erróneo. El hijo fundamentaba su reclamación de propiedad sobre su memoria en recuerdos tergiversados y en las mentiras del inútil de su padre, quien la había malinterpretado sistemáticamente.
Volví a aquel dormitorio a oscuras y a la epifanía del merendero. El nuevo equilibrio de la memoria. La implicación de Bill. El vínculo exclusivo que yo no quería romper. Tal vez los Wagner viesen el programa. Lo que resultaba seguro era que no habían leído el libro que había dedicado a mi madre, o no habían reaccionado ante su aparición. No estaban al corriente de las noticias. O quizás hubiesen visto mi nombre en periódicos o revistas y no se hubiesen detenido a leer qué decían. Leoda me subestimaba. Yo la detestaba por ello. Quería restregarle por las narices a mi madre de la vida real y espetarle: «Mira cómo era y cómo, a pesar de todo, la venero.»
Ella podía hacerme callar con unas cuantas palabras severas. Podía decirme que no les había preguntado nada, que no había buscado los orígenes de mi madre en Tunnel City, Wisconsin, que no había basado mi retrato en suficientes datos.
Yo no quería regresar todavía. No quería romper el vínculo. No quería perturbar el fondo de sexo que aún lo definía. Los muertos pertenecen a los vivos que más obsesivamente los reclaman. Era toda mía.
La filmación de nuestro reportaje duró cuatro días. En un par de escenas Bill y yo aparecíamos en la comisaría de El Monte. Reviví el momento en el depósito de pruebas. Abrí una bolsa de plástico y saqué una media de seda.
No era la misma. Alguien había puesto una media vieja, la había retorcido y le había hecho unos cuantos nudos. No había ninguna cuerda de persiana. Omitimos el detalle de la doble ligadura.
El director alabó mi actuación. Fue un rodaje rápido.
El equipo lo celebró con vítores y algunas risas. Aquello semejaba una fiesta en honor de Jean Ellroy.
Hablé con el actor que representaba al Hombre Moreno. Me llamó Pequeño Jimmy. Yo lo llamé gilipollas. El tipo era delgado y desagradable. Se parecía al de los retratos robot. Conocí a la actriz que haría de mi madre. La llamé Mamá y ella, a mí, Hijo. Era pelirroja. Parecía salida de Hollywood más que del campo de Wisconsin. Bromeé con ella. «No vayas persiguiendo hombres mientras estoy fuera este fin de semana», le dije. «¡Lárgate de una vez, Jimmy! Necesito un poco de acción…», repuso.
Mamá y el Hombre Moreno se echaron a reír. Pasamos un buen rato. Bill vino todos los días. Era un torbellino de actividad.
Filmaron la secuencia del Desert Inn en una coctelería destartalada de Downey. El decorado resultaba anacrónico. Conocí a la actriz que representaba a la Rubia. Era una vulgar ligona de bar. El Hombre Moreno vestía de manera impecable. Lucía un impecable traje de seda. Mi madre llevaba un remedo del vestido con que la habían encontrado.
Filmaron unas cuantas tomas con los tres. Pintaron al Hombre Moreno como un malvado. Mi madre tenía un aspecto demasiado saludable. La Rubia daba el tono exacto. Yo pretendía una estampa negra. Los realizadores lograron una fiel exposición de los hechos.
Nos desplazamos calle abajo hasta el Harvey's Broiler. Vi veinte coches de época alineados ante el local. Se suponía que el Harvey's Broiler era el Stan's Drive-In. Una actriz secundaria estaba preparada para colgarse al cuello la bandeja e interpretar el papel de Lavonne Chambers.
El Hombre Moreno y mi madre llegaron en un Oldsmobile del 55. Lavonne les llevó el menú al coche. Los actores iban con los micrófonos incorporados y estaban a punto para actuar. El productor me dio unos auriculares. Escuché su diálogo y unos cuantos comentarios al azar. El Hombre Moreno hacía una interpretación realista dirigida a mi madre.
Filmaron el asesinato en el lugar donde se había cometido. El equipo ocupó el instituto Arroyo. Llegaron unidades móviles, furgonetas con el equipo de sonido, un vehículo-cantina y una furgoneta vestuario. Algunos vecinos se acercaron a mirar. En cierto momento llegué a contar treinta y dos personas.
Se encendieron los focos y King's Row se volvió alucinógena. El Oldsmobile del 55 se detuvo. Se produjo un casto preludio al asesinato seguido de un asesinato simulado. Observé el preludio y el asesinato y el abandono del cuerpo veinticinco veces. No resultaba doloroso. A esas alturas, ya era un profesional del asesinato. Era más que el hijo de una víctima y menos que un detective de homicidios.
Filmaron dos escenas en mi antigua casa, para lo cual pagaron una compensación a Geno Guevara. Conocí a un actor que me interpretaba a mí como era entonces, a la edad de diez años. Llevaba ropas como las que yo vestía el 22 de junio del 58.
El Departamento de Policía de El Monte había cerrado el cruce de Bryant con Maple. El equipo de filmación ubicó tres coches de época en la calle. Apareció el jefe Clayton. Se congregaron espectadores. Un taxi de los años cincuenta se materializó en el cruce. El director ensayó con el Ellroy niño y con el policía que le daba la noticia.
Esbozaron la escena de la llegada. El taxi se detuvo. El niño se apeó. El agente le dijo que su madre estaba muerta. Entre treinta y cuarenta personas observaban.
Filmaron la escena una y otra vez. El mundo comenzó a dar vueltas. Yo era el chico del taxi, media vida atrás. La gente me señalaba y agitaba la mano.
Filmaron una escena doméstica en la cocina de mi antigua casa. La cocina estaba decorada al estilo de los años cincuenta. Mi madre llevaba un uniforme blanco. Yo iba vestido igual que en la escena anterior. Mi madre me llamaba a la cocina y me decía que tomase la cena. Yo me dejaba caer en una silla y no le hacía caso. Era todo pura comedia televisiva. Bill dijo que deberían haberme tomado contemplando el vestido de mi madre.
Hicimos un alto para el almuerzo. Llegó un camión con el servicio. Un tramoyista dispuso en el jardín delantero de la casa de Geno Guevara una mesa para veinte. Llegaba hasta la calle, y algunos gamberros del barrio se llevaron los platos y a punto estuvieron de arruinar la fiesta.
Me senté al lado de una perfecta desconocida. Envié una plegaria a la pelirroja. «Esto es por ti», le dije.
La fiesta terminó. Regresé a casa. Estaba previsto que nuestro reportaje se emitiera el 22 de marzo del 96.
Bill y yo densificamos al máximo nuestras entrevistas. Hicimos hincapié en Airtek. Insistimos en el apellido de soltera de mi madre y en que Jean era diminutivo de Geneva. Nos habíamos convertido en verdaderos profesionales. Hablábamos en bytes de sonido. Aquélla era nuestra oportunidad de estimular y provocar a una amplia audiencia con detalles perfectamente precisos y expuestos con sencillez.
Ella estaba allí fuera. Noté su presencia. Pasé un mes sereno pero expectante. Perdí de vista a la Rubia y al Hombre Moreno. Ella estaba allí fuera. Habría gente que llamaría para decir que la conocía.
Bill estaba otra vez en el condado de Orange. Trabajaba con Joe Walker. Buscaban nombres. El programa nos proporcionaría ahora una cantidad de nombres sin precedentes. Nombres de gente de la zona. Nombres de todo el país. Nombres de informantes y posibles nombres del Hombre Moreno y de la Rubia. Nombres que verificar y contrastar con los registros criminales. Nombres que contactar y que descartar y que revisar y comparar con otros y que dejar de lado como el producto de una mente lunática.
Nombres.
De sus ex amantes. De sus ex colegas. De sus ex confidentes. De la gente que había visto fugazmente su plan de huida. Nombres.
Bill estaba preparado para recibirlos.
Le dio trabajo a Joe Walker: Comprueba los registros oficiales. Sigue los rastros documentales y busca en los bancos de datos. Llévanos de Tunnel City a El Monte.
Joe se ofreció a comprobar los registros de matrimonios y divorcios. Bill dijo que él se ocuparía de repasar los listines telefónicos. Añadió que deberíamos ir a Wisconsin. Respondí que todavía no. Él quería que insistiese en reclamar lo mío. Yo prefería sondear los nuevos nombres que recibiéramos y reforzar mi posición.
Vi el programa en casa. Bill lo siguió desde la centralita telefónica del estudio. Louie Danoff lo acompañó y juntos aguardaron con algunos policías que aparecían en otros reportajes.
La sala de comunicaciones recordaba el centro de control de una base espacial. Una decena de telefonistas se ocupaban de las llamadas y, simultáneamente, introducían los datos en sus ordenadores. Al instante los agentes podían leer en las pantallas y atender las llamadas urgentes por los auriculares. Los comunicantes no tardaron en aparecer. Estaban viendo el programa, habían reconocido a algún sospechoso, a algún ser querido o a algún antiguo conocido… Algunos llamaban porque determinado reportaje había tocado su fibra sensible o los había sacado de sus casillas.
Seguí el programa con Helen. El reportaje sobre Jean Ellroy tuvo un éxito arrollador. Fue el mejor programa desde el espectáculo en directo de Robbie Beckett. El narrador era Robert Stack. Cuando lo vi solté una carcajada. Yo había hecho de cadi para él unas cuantas veces, en Bel-Air. Las dramatizaciones eran explícitas. El director conseguía un equilibrio adecuado. Comprendía la demografía del espectador. El asesinato era espantoso y nada más. No ofendía a la gente de edad ni afectaba indebidamente a posibles comunicantes. Yo era un buen hombre. Bill, también. Robert Stack insistió en la conexión Airtek. El reportaje proporcionaba la información debida. La imagen que se ofrecía de mi madre y del Hombre Moreno era la adecuada. Todo se relató en términos sencillos y ajustados a la verdad.
Los teléfonos sonaron.
Llamó un hombre de Oklahoma City, Oklahoma. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a un tipo llamado Bob Sones. Bob había matado a su esposa, Sherry, y se había suicidado. Fue a finales del 58. El suceso se produjo en North Hollywood. Llamó un hombre de Centralia, Washington. Dijo que el Hombre Moreno era su padre. Éste medía dos metros, pesaba ciento veinte kilos y siempre llevaba encima una pistola y un montón de munición. Llamó un hombre de Savage, Minnesota. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a su padre, que por aquella época vivía en El Monte. Era un tipo violento, jugador y mujeriego, y había cumplido condena en la cárcel. Llamó un hombre de Dallas, Texas. Dijo que el Hombre Moreno le resultaba familiar. Se parecía a un antiguo vecino suyo. El tipo tenía una esposa rubia y conducía un Buick blanco y azul. Llamó un hombre de Rochester, Nueva York. Dijo que el Hombre Moreno era su abuelo. Sus abuelos vivían en una residencia. El hombre nos dio la dirección y el número de teléfono. Llamó una mujer de Sacramento, California. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a un médico de la ciudad. El médico vivía con su madre, detestaba a las mujeres y era vegetariano. Llamó una mujer de Lakeport, California. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a su ex esposo. Siempre andaba detrás de alguna falda. En ese momento no tenía ni idea de dónde se encontraba. Llamó una mujer de Fort Lauderdale, Florida. Dijo que su hermana había sido asesinada. Añadió que leía muchas novelas policíacas. Llamó una mujer de Covina, California. Dijo que su hermana había sido violada y asesinada en El Monte. Había sucedido en 1992. Llamó un hombre de Huntington Beach, California. Dijo que quería hablar con Bill Stoner. Bill se puso al aparato. El hombre colgó. Llamó una mujer de Paso Robles, California. Dijo que el Hombre Moreno le resultaba familiar. En 1957 había conocido a un tipo que se ajustaba a la descripción. Quería sexo. Ella se negó. Él dijo que tenía deseos de matarla. Por entonces el tipo vivía en Alhambra. Llamó un hombre de Los Ángeles. Dijo que su abuela conocía a Jean Ellroy. Eran amigas. Su abuela vivía en el condado de Orange.
La telefonista le hizo señas a Bill de que se acercara. Éste observó la pantalla del ordenador. La telefonista dijo al comunicante que aguardase un momento, por favor. El hombre colgó.
Llamó la mujer de la Dalia Negra. Dijo que su padre había matado a Jean Ellroy y a la Dalia Negra. Llamó una mujer de Los Ángeles. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a su padre. Había muerto en agosto del 58. Llamó una mujer de Los Ángeles. Dijo que la Rubia le resultaba familiar. A finales de los años cincuenta había conocido a una pareja. El marido era italiano; la mujer, rubia. Él trabajaba en un campo de tiro de misiles. Ella, en un estudio de danza. Él se llamaba Wally; ella, Nita. Llamó una mujer de Phoenix, Arizona. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a su difunto tío. En 1958 el hombre vivía en Los Ángeles. Llamó una mujer de Pinetop, Arizona. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a un chico moreno que ella conocía. En 1958 el chico moreno tendría dieciséis años. Llamó una mujer de Saginaw, Michigan. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a su ex esposo. Se había esfumado del mapa. No tenía ni idea de dónde se encontraba. Llamó una mujer de Tucson, Arizona. Dijo que era psicóloga. Añadió que James Ellroy estaba muy enfadado y que revivía la muerte de su madre como un modo de autocastigarse. Que no lo hacía por ella. Que se sentía culpable y necesitaba tratamiento. Llamó una mujer de Cartwright, Oklahoma. Dijo que el Hombre Moreno se parecía al ex marido de su madre. El hombre la había violado y había intentado asesinar a su madre. Era un demonio. Era camionero. Conducía Buicks. Recogía mujeres y se mofaba de su madre. La comunicante ignoraba si el hombre aún vivía. Llamó una mujer de Benwood, Virginia Occidental. Dijo que cuando tenía seis años un hombre los había seguido, a ella y a su hermano, en Los Ángeles. Tenía el cabello oscuro y la dentadura en buen estado. Conducía un camión. Le había quitado la ropa, la había acariciado y la había besado. Varios años más tarde lo vio en un concurso de televisión. Quizá fuese el programa de Groucho Marx. Llamó una mujer de Westminster, Maryland. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a un tipo llamado Larry. Resultó que Larry tenía cuarenta años. El Hombre Moreno podía ser su padre. Llamó un hombre de New Boston, Texas. Dijo que el tío de su esposa se había trasladado a Texas en el 58. Respondía a la descripción del Hombre Moreno. Sometía a abusos sexuales a los niños. Había muerto diez años atrás. Estaba enterrado en Comway, Arkansas.
Reunimos la información. Anotamos bromas e insinuaciones. El programa iba dirigido a un público hogareño. Advertimos algunos traumas familiares. No llamó nadie de Airtek. No llamaron ex policías. No llamaron ex amantes, ex colegas o ex confidentes. Los Wagner no llamaron. El único tipo que dio algún dato de interés colgó. Me sentí como si hubiera recibido una azotaina por tonto. Allí estaba yo, impaciente y cabreado, esperando junto al teléfono a que llamase una mujer especial. O la que fuera.
El productor dijo que tendríamos más llamadas. Bill tenía todas las notas sobre las ya recibidas y los números a los que se podía telefonear. Comprobó la pista de Bob y Sherry Sones. No consiguió encontrar antecedentes del caso. Llamó a la mujer de Paso Robles y hablaron del tipo moreno de Alhambra. Era demasiado joven, no podía tratarse de nuestro hombre. La pista no era buena. Ninguna de las que recibimos lo era.
Llegaron más. Bill y yo las recibimos vía Oficina Federal. Llamó un hombre de Alexandria, Virginia. Dijo que el Hombre Moreno se parecía a su hermano. Su hermano medía casi un metro noventa y era delgado. Cumplía condena en la prisión estatal de Chino. Llamó un hombre de Española, Nuevo México. Dijo que había vivido en El Monte en 1961. El Hombre Moreno le resultaba muy familiar. Llamó una mujer de Jackson, Misisipí. Dijo que su padre había cumplido condena en Alcatraz por matar a alguien en 1958. Tenía tatuajes en el antebrazo derecho y le faltaba el dedo índice de la mano diestra. El hombre había intentado matar a la madre de la comunicante. Conducía un Chevrolet azul. Volvió a llamar la mujer de la Dalia Negra. Dijo que su padre había matado a las dos: a mi madre y a la Dalia Negra. Llamó una mujer de Virginia Beach, Virginia. Dijo que conocía al Hombre Moreno. Trabajaba en el centro comercial Lynn Haven, en Lynn Haven, Virginia.
Llamó una mujer de La Puente. Su nombre era Barbara Grover. Explicó que Ellis Outlaw había sido su cuñado. Ellis estaba casado con Alberta Low Outlaw. Ambos habían muerto ya. Barbara Grover había sido esposa del hermano de Alberta, Reuben. Éste se parecía al Hombre Moreno. Era un borracho y un pervertido. Siempre rondaba por el Desert Inn. Murió asesinado en Los Ángeles en 1974.
Bill llamó a Barbara Grover. La mujer le dijo que Reuben solía matar las horas en el Stan's Drive-In. En una ocasión se había sometido a una operación quirúrgica de mastoides que le había dejado el rostro anguloso como el del tipo moreno.
Bill se reunió con Barbara Grover. La mujer le contó que había conocido a Reuben Low en 1951. Él tenía veinticuatro años; ella, dieciséis. Reuben salía con su madre, pero la dejó y empezó a salir con ella. Se casaron el 10 de mayo del 53. Su madre fue a vivir con ellos. Reuben se acostaba con su madre. Reuben las maltrataba. Reuben compraba coches y se olvidaba de pagar los plazos. Reuben era brutal. En una ocasión había intentado matarla con una botella de cerveza. Le gustaban las armas y los coches. Acosaba a las mujeres. Tenía gustos sexuales extraños. Continuamente llegaba a casa con arañazos en la cara. Detestaba trabajar. En ocasiones, se encargaba de llenar máquinas expendedoras. Había perdido la última falange del dedo índice de la mano derecha en un accidente laboral. Barbara dejó a Reuben a principios de los años sesenta. Diez o doce años después, lo mataron. Entonces vivía en South Los Ángeles. Volvía a casa de una tienda de licores. Dos chicos negros le robaron y lo rajaron.
Reuben nunca dijo que hubiese matado a una mujer. Los Outlaw jamás le dijeron a Barbara que Reuben hiciera tal cosa. Quizá matase a Jean Ellroy. Quizá los Outlaw lo supieran. En ese caso era incluso probable que estuviesen protegiéndolo.
Barbara Grover le enseñó una foto a Bill. Reuben Low, de joven, se parecía al Hombre Moreno si a éste se le quitaban algunos años. Tenía una expresión ruda y su pinta no era la de un hispano. La falta de la falange resultaba muy visible.
Bill llamó a la Brigada de Homicidios del DPLA. Un amigo consiguió el expediente de Reuben Low. La fecha de defunción era 27/1/74. Los autores de la muerte fueron capturados y condenados.
Bill y yo hablamos de Reuben Low. Apunté que Margie Trawick debía de haberlo conocido. Era un asiduo del Desert Inn. Y tenía una deformidad. Bill dijo que Hallinen y Lawton probablemente le hubiesen echado el guante y luego lo hubiesen soltado por falta de pruebas. Lo tachamos de nuestra lista de sospechosos. Y era el único nombre de la jodida lista.
Nos llegó otro informe vía Oficina Federal. Había llamado un hombre de Somerset, California. Se llamaba Dan Jones y decía que en 1957 trabajaba en Airtek. Conocía a mi madre. Le gustaba. Tenía una foto de ella.
Bill telefoneó a Dan Jones. Éste explicó que en Airtek Jean utilizaba el apellido Hilliker. Señaló que había dejado la empresa a principios de 1958. Nunca había hablado con la policía. Ignoraba con quién salía Jean.
Le dio algunos nombres a Bill, quien consultó las bases de datos estatales. Encontró a once personas de Airtek en el sur de California.
Dan Jones me envió cuatro instantáneas en color. Viajé hacia atrás en el tiempo hasta las Navidades del 57.
La fiesta de Navidad en Airtek.
Todo el mundo bebía. Todo el mundo fumaba. Todo el mundo se lo pasaba en grande. Mi madre aparecía en una foto.
Estaba de pie junto a la barra. Llevaba un uniforme blanco y una cazadora que le llegaba hasta las caderas. No se le veía la cara. La reconocí por las piernas y las manos. Sostenía una copa y un cigarrillo. Un hombre se inclinaba hacia ella para besarla. La mano izquierda del hombre estaba muy cerca del seno derecho de ella.
Bill se entrevistó con la gente de Airtek. La mayoría recordaba a mi madre. Bill transcribió las entrevistas y me las mandó. Los detalles hicieron que me sintiese elevado por los aires.
Airtek era la Ciudad del Amor. La gente de Airtek trabajaba duro y se divertía con el doble de intensidad. La gente llegaba a Airtek, se contagiaba el virus Airtek y abandonaba a su marido o mujer. El virus Airtek era muy contagioso. Era la gripe del boogie-woogie. En Airtek se hacía intercambio de esposas. Jean dejó Packard-Bell y entró en Airtek. Ruth Schienle y Margie Stipp, también. Ahora, Margie estaba muerta. Ruth había desaparecido. Jean era una mujer hermosa. Bebía demasiado y lo sabía. Bebía más de lo que Airtek podía tolerar. Y la mentalidad de Airtek era muy tolerante. Bebía en el restaurante Julie's, cerca del Coliseum. Al regreso del almuerzo, se demoraba para echar un trago. Nick Zaha trabajaba en Airtek. Tenía una relación íntima con Jean. En Airtek, los hombres eran grandes bebedores. Jean les administraba inyecciones de vitamina B, para las resacas. Los chicos de Airtek celebraron una fiesta en honor de Jean. Cantaron una y otra vez Chances are, la canción de Johnny Mathis. En una de las fiestas de Airtek, Jean se emborrachó y se encaramó a la plataforma de un toro de carga que la elevó hasta el techo del almacén principal. Jean le contó a un tipo que otro tipo estaba llevándola por mal camino. No dijo de quién se trataba. Una semana después, la mataron. Will Miller, una persona agradable, trabajaba en Airtek. Un empleado de Airtek viajó a Europa dos semanas antes del asesinato. Jean le pidió que le trajera un frasco de Chanel N.° 5. Jean era agradable. Jean trabajaba mucho. La melena pelirroja de Jean relucía detrás de tres vasos de bourbon.
Ahora se la veía reluciente. Yo quería más. Estábamos en un coche aparcado. Ella se encontraba allí bajo coacción. Yo no podía convencerla con halagos, ni excitarla, para que me diera más. Tenía que buscarlo en otros.
No sabía cómo conseguir más. Bill actuaba por su cuenta y me enseñó el modo de hacerlo.
Joe Walker repasó el listado de todos los Hilliker de Wisconsin. Había un Leigh Hilliker en Tomah. Tomah quedaba cerca de Tunnel City. Bill llamó a Leigh Hilliker. Tenía ochenta y cuatro años. Era primo hermano de mi madre. Dijo que Leoda Wagner había muerto. Ed Wagner estaba hospitalizado en Cross Plains, Wisconsin. Jeanne Wagner era ahora Jeanne Wagner Beck y vivía en Avalanche, Wisconsin. Tenía un marido y tres hijos. Leigh Hilliker estaba al corriente de la investigación que llevábamos a cabo. Había visto el programa de Day One el año anterior. Bill le preguntó si los Wagner lo sabían. Leigh respondió que lo ignoraba. Tenía sus señas y su número de teléfono. No se había mantenido en contacto. No los había llamado para comentarles lo del programa.
Bill consiguió el número de Janet Klock y el del hospital donde estaba Ed Wagner. Los llamó. Les contó lo que estábamos haciendo. Se mostraron tan sorprendidos como encantados. Me creían muerto en alguna cuneta de Los Ángeles hacía quince años.
Tío Ed tenía ochenta años y una dolencia cardíaca congestiva. Leoda había muerto hacía siete años, de cáncer. Janet tenía cuarenta y dos años y era la administradora pública de Cross Plains, Wisconsin. Dijo que tenía algunas fotografías encantadoras. Se las había dado su madre. Tía Jean era guapa. Janet explicó que las fotos se remontaban a su infancia.
Añadió que tía Jean había estado casada anteriormente, con un joven llamado Spalding heredero de la fortuna de la marca de productos deportivos Spalding. El matrimonio había sido muy breve.
Bill me llamó para darme la noticia. Me sentí más que perplejo. Bill me sugirió que fuésemos a Wisconsin. Insistía en la faceta familiar. Accedí. El aspecto familiar no fue un factor de peso en mi decisión. Me convencieron las fotografías y el factor Spalding.
Había más. Estaba ella.
Ed Wagner murió. Retrasamos nuestro viaje a Wisconsin.
Ed se encontraba viejo y enfermo, pero no en estado terminal. Murió inesperadamente. Las hermanas Wagner lo enterraron junto a Leoda. El cementerio estaba a cien metros de la puerta trasera de la casa de Janet.
Yo no lo conocía. Lo había visto una docena de veces en total. Siempre tomé la misma actitud severa de mi padre contra él. Era un alemán cabeza cuadrada que se había escaqueado del servicio militar. Las acusaciones resultaban muy poco sólidas. Ed siempre me había tratado bien. Se alegró de saber que estaba vivo y tenía éxito en mi profesión. Yo nunca lo llamé. Quería verlo. Le debía disculpas. Quería dárselas cara a cara.
Llamé a las hermanas Wagner. Hicimos planes para realizar el viaje antes de que su padre muriese. Al principio nos mostramos nerviosos. Luego, nos relajamos. Janet dijo que Leoda se habría sentido orgullosa de mí. Disentí de ella: quería destruir la visión que Leoda daba de su hermana. Janet señaló que Leoda no toleraba calumnias acerca de Geneva. Ed era más liberal. Tenía una opinión equilibrada. Jean bebía demasiado. Estaba preocupada. Nunca había compartido sus problemas con nadie.
Yo hablé con franqueza. Mis primas, también. Describí la vida y la muerte de mi madre en términos brutales. Ellas dijeron que le había roto el corazón a Leoda. Yo repliqué que había intentado arreglar las cosas con ella hacía dieciocho años. Critiqué a mi madre sin tacto. Leoda se escandalizó y con ello eché a perder mi intento de firmar la reconciliación.
Jeannie tenía cuarenta y nueve años y regentaba un invernadero. Su marido era profesor de universidad. Tenían dos hijos y una hija. Janet se había casado con un carpintero y tenía tres hijos y una hija. Yo no los veía desde las Navidades del 66. Leoda me había llevado en avión a Wisconsin. El primo no estuvo a la altura del timador.
Leoda se ofendió. Obsesionó a sus hijas. Desarrolló una inquina maliciosa. Sus hijas, no. Ellas acogieron mi regreso afectuosamente. Jeannie se mostró algo reservada. Janet, entusiasta. Acerca del matrimonio con Spalding, todo lo que sabía era que había durado muy poco. Ignoraba dónde se había celebrado la boda y qué circunstancias rodeaban la anulación o el divorcio. Desconocía el nombre de pila de Spalding. En junio del 58, Janet tenía cuatro años. Jeannie, casi doce. Leoda les explicó que tía Jean había salido a hacer la compra y la habían secuestrado. La policía había encontrado su cuerpo la mañana siguiente. Leoda abrevió el episodio de la muerte de mi madre del mismo modo que había expurgado su vida.
Janet me envió una copia del árbol genealógico de los Hilliker. Me sorprendió. Siempre había creído que mis abuelos eran inmigrantes alemanes. No sé de dónde había sacado tal idea. Mis antepasados poseían apellidos ingleses. El nombre completo de mi abuela era Jessie Woodard Hilliker. Tenía una hermana gemela llamada Geneva. El árbol enumeraba diversos Hilliker, Woodard, Smith, Pierce y Linscott. Llevaban siglo y medio en Norteamérica. Ed y Leoda estaban muertos. Ya no podían disputarme los derechos. Me habría opuesto a las pretensiones de ella con todo el tacto posible. Mis primas apenas conocían a mi madre. Podía permitirles que la compartiesen conmigo, superficialmente. Su corazón oscuro lo guardaba para mí.
Cross Plains era un barrio de las afueras de Madison. Bill y yo llegamos al aeropuerto de la ciudad.
Janet fue a recibirnos. La acompañaban su marido, su hijo menor y su hija.
No la reconocí. En el 66, Janet tenía doce años. No advertí en ella ningún rasgo característico de los Hilliker.
Brian Klock tenía cuarenta y siete años. Habíamos nacido en la misma fecha. Janet me contó que el día del cumpleaños de Brian Leoda rezaba por mí. También era mi aniversario. Nunca se olvidaba. Mindy Klock tenía dieciséis años. Tocaba el piano. Dijo que interpretaría algunas piezas de Beethoven para mí. Casey Klock tenía doce y el aspecto de un chico revoltoso. Los varones Klock poseían una cabellera abundante. Expresé mi envidia por ello y Brian y Casey se echaron a reír. Bill se mostró afable de inmediato. Jamás vi a nadie que supiese hacerlo tan bien. Los Klock nos llevaron a un Holiday Inn, en cuyo restaurante los invitamos a cenar. La conversación se desarrolló de manera fluida. Bill describió nuestra investigación. Mindy me preguntó si conocía algún astro del cine y mencionó sus ídolos del momento. Le dije que eran homosexuales. No me creyó. Le comenté algunos chismes de Hollywood. Janet y Brian se rieron. Bill también, y añadió que yo tenía la boca llena de mierda. Casey se hurgó la nariz y jugueteó con la comida.
Nos lo pasamos bien. Janet expuso el plan para el día siguiente. Iríamos a Tunnel City y a Tomah. Por el camino recogeríamos a Jeannie. Mencioné las fotos. Ella dijo que las tenía en casa y que las veríamos al día siguiente, por la mañana.
La cena se prolongó. La comida era extraña. Cada plato iba acompañado de queso fundido y salchicha. Imaginé que se trataba de una aberración regional. Los Klock hablaban con fuerte acento, similar al de Ed y Leoda. Escuché sus voces en el aire. No lograba recordar la voz de mi madre. Hablamos de ella. Janet y Brian se mostraron reverentes. Les dije que aflojaran un poco.
Las fotos eran viejas. Algunas estaban pegadas en álbumes; otras, dentro de sobres. Las examiné en la mesa de la cocina de Janet. A través de la ventana podía verse la tumba de los Wagner.
La mayor parte de las fotografías era en blanco y negro o en tonos sepia. Había unas pocas en color, de finales de los años cuarenta. Primero observé a mis antepasados. Tuve una visión fugaz de Tunnel City, Wisconsin. En todas las fotos tomadas al aire libre se veían vías de ferrocarril.
Mis bisabuelos. Una pareja típicamente victoriana, de aire severo. Posaban con gesto grave. Por entonces las poses naturales no existían. Vi el retrato del enlace Hilleker-Woodard. Earle aparecía como un joven resuelto y animoso. Jessie era frágil y adorable. Reconocí en sus facciones cierto parecido conmigo y con mi madre. Llevaba gafas y tenía nuestros mismos ojos pequeños. Le dio a mi madre unos hombros delicados y una piel blanca y suave.
Vi a mi madre. La seguí desde la infancia hasta los diez años. La vi con Leoda. Leoda miraba a su hermana mayor. Todas las fotos recogían su adulación. Geneva llevaba gafas. Tenía el cabello pelirrojo claro. Sonreía. Parecía feliz. Las fotos de interiores mostraban pocos adornos. Había crecido en una casa sin lujos superfluos. Los exteriores eran hermosos y salvajes. El oeste de Wisconsin era verde oscuro en flor o nevado y desierto de árboles.
Seguí adelante. Debía hacerlo. No había fotos de mi madre adolescente. Salté diez años. Vi a Geneva con veinte. Tenía el cabello más oscuro y una belleza tan grave e implacable que quitaba la respiración.
Llevaba el cabello recogido en un moño y dividido en el centro, por delante. Era un peinado algo pasado de moda, pero lo llevaba con majestuosa confianza. Sabía el aspecto que tenía. Sabía controlar su propia imagen.
Di un nuevo salto hacia delante. Vi tres fotos en color tomadas en agosto del 47. Mi madre llevaba dos meses embarazada. Estaba con Leoda. Una de las fotos estaba recortada. Tal vez Leoda hubiese decidido eliminar a mi padre. Mi madre tenía treinta y dos años. Sus facciones reflejaban resolución. Todavía llevaba el moño. ¿Para qué andarse con frivolidades y cambiar la marca de identidad de una misma? Sonreía. No se mostraba abstraída ni ferozmente orgullosa.
Vi una fotografía en blanco y negro. Mi padre había escrito la fecha en el reverso. Reconocí su caligrafía. Bajo la fecha había escrito:
«Perfección. ¿Y quién soy yo para embellecer el lirio?»
Era agosto del 46. En Beverly Hills. No podía ser en ningún otro sitio. Una piscina. Carpas estilo francés. Una fiesta ofrecida por alguien relacionado con el mundo del espectáculo. Mi madre estaba sentada en una silla plegable. Llevaba un vestido veraniego. Sonreía. Se la veía complacida y contenta.
Por entonces seguía al lado de mi padre, que trabajaba para Rita Hayworth.
Vi algunas fotos más, en blanco y negro. Eran de mediados de los años cuarenta. Todas estaban tomadas frente al 459 de North Doheny. Mi madre lucía un vestido claro y zapatos ligeros. El vestido le iba perfecto. Parecía de alta costura a precio asequible. Iba muy atildada. Llevaba un peinado diferente: el cabello recogido con trenzas a los lados y sujeto con alfileres. No logré interpretar su expresión.
Llegué a las fotos más sorprendentes, ampliadas a tamaño retrato.
Mi madre aparecía sentada o de pie junto a una valla. Debía de tener entre veinticuatro y veinticinco años. Llevaba camisa a cuadros, chaqueta, capucha, unos pantalones de montar y botas con cordones hasta las rodillas. Las fotos parecían instantáneas de luna de miel sin esposo. Detrás de la cámara estaba mi padre o el tal Spalding. Delante, Geneva Hilliker. Aquélla era mi madre sin ningún apellido de casada. Demasiado orgullosa para satisfacer. Los hombres acudían a ella, que se recogía el cabello y convertía la competencia y la rectitud en belleza. Estaba allí con un hombre. Estaba sola. Desafiando a todas las reclamaciones de derechos, pasadas y presentes.
Tunnel City y Tomah quedaban a tres horas en dirección noroeste. Fuimos en la furgoneta de Brian Klock. Brian y Janet iban delante. Bill y yo, detrás.
Tomamos carreteras secundarias. El paisaje de Wisconsin presentaba cinco colores básicos. Las montañas eran verdes. El cielo, azul. Los establos y silos, rojos, blancos y plateados.
Era un paisaje bonito. No le presté atención. Miré las fotografías que llevaba sobre los muslos. Las sostuve en diferentes ángulos y las levanté para aprovechar los esporádicos haces de luz. Bill me preguntó si me encontraba bien. Respondí que no lo sabía.
Recogimos a Jeannie. La reconocí. Tenía mis mismos ojos pardos, pequeños como cuentas. El tamaño lo heredamos de Jessie Hilliker y el color de nuestros respectivos padres.
A Jeannie el asunto Ellroy le resultaba perturbador. Su padre había muerto hacía tres semanas. Bill y yo actualizábamos un drama que ella no necesitaba. No se mostró ruda ni poco hospitalaria, sino distante. Bill le preguntó por el asesinato. Ella contó la misma historia que Leoda, punto por punto. Sus padres nunca le habían hablado del asunto. Leoda había alzado una muralla en torno a él. Había mentido acerca de la muerte de su hermana y revisó toda la vida de ésta de acuerdo con ello.
Avanzamos por el Wisconsin remoto y salvaje. Hablé con
Jeannie y miré las fotos. Se mostró algo menos gélida. Se contagió del espíritu del grupo. Yo acerqué algunas fotos a la ventanilla y las coloqué unas junto a otras.
Pasamos por delante de una base del Ejército. Vi un cartel indicador de Tunnel City. Janet dijo que el cementerio se encontraba nada más salir de la autovía. Había estado allí en otra ocasión. Conocía bien los lugares clave de los Hilliker.
Nos detuvimos frente al cementerio. Medía unos treinta metros cuadrados y estaba descuidado. Contemplé las lápidas. Coincidían con los apellidos de mi árbol genealógico: Hilliker, Woodard, Linscott, Smith y Pierce. Las fechas de nacimiento se remontaban a 1840. Earle y Jessie habían sido enterrados juntos. Él murió en el 49. Ella, en el 59. Eran jóvenes. Sus tumbas estaban muy descuidadas.
Llegamos a Tunnel City. Vi los raíles del ferrocarril y el túnel. Tunnel City tenía cuatro calles de anchura y poco más de quinientos metros de longitud. Se levantaba en la falda de una colina. Las casas eran de ladrillo y tablillas. Algunas se sostenían perfectamente a pesar de su antigüedad; otras, no. Vi personas regar el césped de su jardín y otros guardar en él coches y lanchas desvencijados. El pueblo carecía de centro propiamente dicho. Vi una oficina de correos y una iglesia metodista. Mi madre acudía a esa iglesia. Ahora estaba cerrada con tablones. La estación del ferrocarril había sido clausurada. Janet nos enseñó la vieja casa de los Hilliker. Parecía un refugio antibombas elevado del suelo. Era de ladrillo rojo y extremadamente pequeña.
Contemplé el pueblo. Contemplé las fotos.
Seguimos hasta Tomah. Pasamos por delante de un letrero que indicaba la granja Hilliker's Tree. Janet señaló que era de los hijos de Leigh. Nos detuvimos en Tomah. Janet nos explicó que las hermanas se habían trasladado allí en los años treinta. Tomah era un pueblo detenido en el tiempo, y de no ser por los rótulos de Pizza Hut y Kinko's habría parecido el decorado para una película ambientada antes de la guerra. La calle mayor se llamaba Superior Avenue. Las calles residenciales corrían perpendiculares a ella. Los solares eran grandes y las casas de madera pintada de blanco. La de los Hilliker se encontraba a dos manzanas de la avenida. Estaba adornada y reformada, de modo que resultaba, hasta cierto punto, anacrónica. Mi madre había vivido en aquella casa, había crecido con su severa belleza en aquel agradable pueblecito.
Aparcamos y contemplé la casa. Eché un vistazo a las fotos. Bill, también. Dijo que Geneva era la chica más guapa de Tomah, Wisconsin. Yo apunté que no podía esperar eternamente a salir de allí.
Regresamos a Avalanche. Cenamos en casa de Jeannie. Conocí a su esposo, Terry, y a sus dos hijos. La hija estaba en la universidad.
Terry llevaba barba y el cabello largo. Se parecía al Unabomber.
Los chicos tenían diecisiete y doce años respectivamente. Se mostraban ansiosos por oír alguna historia de policías. Bill habló y habló y me quitó la responsabilidad de hacer amena la velada. Me dediqué a observar. Las fotos estaban en la furgoneta. Resistí el impulso de dar por terminada la fiesta y encerrarme con ellas.
Jeannie parecía menos reservada. Bill y yo nos habíamos colado en su vida. La poníamos nerviosa. Hicimos buenas migas con el marido y los chicos. Con eso ganamos credibilidad.
La fiesta terminó a las once de la noche. Estaba molido de cansancio y algo acelerado. Bill había bebido más de la cuenta y andaba subido de revoluciones.
Los Klock nos llevaron al Holiday Inn. Tomamos otro café de última hora y subimos a nuestras habitaciones. Dije que teníamos que volver a Chicago y a Wisconsin, visitar la escuela de enfermería a la que había asistido Geneva y ver Tomah. Teníamos que encontrar a viejos compañeros de clase y antiguas amistades y a los Hilliker que aún vivían. Bill asintió. Anunció que haría el viaje solo. La gente podía retraerse en presencia del hijo de Geneva, y él quería que hablaran con total franqueza.
Estuve de acuerdo. Bill añadió que haría los preparativos para tomar el avión rumbo al este.
Yo sabía que no pegaría ojo. Tenía las fotos conmigo. Dejé vagar mi mente. Bill me preguntó en qué pensaba.
En este momento, detesto al Hombre Moreno, fue mi respuesta.
Me fui a casa. Bill, también. Concertó entrevistas en Tomah y en Chicago. Joe Walker halló el acta de divorcio de mis padres, la licencia de matrimonio y algunas antiguas direcciones. Se llevó más de una sorpresa. Bill voló al este. Hurgó en diversas hemerotecas. Habló con Leigh Hilliker, con su esposa y con tres mujeres octogenarias. Habló con el director del West Suburban College, la escuela de enfermería de mi madre. Tomó notas precisas. Volvió a casa en avión. Dio con la compañera de habitación de Geneva en la escuela. Me envió todos los papeles que encontró. Joe Walker hizo otro tanto. Lo leí todo. Lo leí con las fotografías delante. Janet descubrió más fotos. Vi a Geneva con gafas de sol y un conjunto de camisa y pantalones. Volví a verla con pantalones y botas de montar. La investigación tomó cuerpo. Los papeles y las fotografías formaban una vida en elipsis.
Gibb Hilliker era campesino y albañil. Se casó con Ida Linscott y tuvo cuatro hijos y dos hijas. Los varones se llamaban Vernon, Earle, Hugh y Belden; las mujeres, Blanche y Norma. Habían nacido entre 1888 y 1905.
Vivieron en Tunnel City. Dos líneas de ferrocarril pasaban por el pueblo. Estaba en el condado de Monroe. Las principales industrias eran la tala de árboles y el comercio de pieles. El tiro al pichón se daba estupendamente. Era un deporte y una forma de mantenerse ocupado. En aquella época el pichón constituía un plato popular. En el condado de Monroe abundaban las aves de caza. También los indios pendencieros. Les encantaba beber y armar alboroto.
A Earle Hilliker le encantaba beber y armar alboroto. Era terco. Tenía mal temperamento. Se marchó a Minnesota y consiguió trabajo en una granja. Conoció a una chica llamada Jessie Woodard. Se casó con ella. Corría el rumor de que eran parientes consanguíneos. Earle volvió a Tunnel City con Jessie. En 1915 tuvieron una hija. Le pusieron Geneva Odelia Hilliker.
Dos años más tarde Earle fue nombrado guarda forestal del condado de Monroe. Perseguía cazadores furtivos y los molía a palos. Contrataba indios para que apagaran los incendios. Pillaban el dinero y compraban licor. Luego, provocaban más incendios para obtener más dinero. A Earle le gustaban las peleas. Podía con dos hombres blancos, pero evitaba enfrentarse a los indios. Los indios jugaban sucio. Formaban piña. Eran rencorosos y traicioneros.
Earle y Jessie tuvieron otra hija. Leoda Hilliker nació en 1919.
Jessie educó a las chicas. Era una mujer tierna y de hablar suave. Geneva era una niña brillante. Luego fue una adolescente brillante y pensativa, silenciosa y segura de sí misma. Tenía un je ne sais quoi de pueblo pequeño.
En la escuela rendía bien, era magnífica en deportes y más madura que otras chicas a su edad.
Corría el año 1930. Los Hilliker se trasladaron a Tomah.
Earle bebía mucho. Dilapidaba el dinero y contraía deudas. La Depresión continuaba. Vernon Hilliker quebró y perdió la granja de ganado. Earle le dio empleo como guardabosques. Vernon hacía todo el trabajo. Earle se pasaba el día bebiendo y jugando a cartas. Vernon le aconsejó que anduviera con cuidado. Earle no le hizo caso. El director de la Oficina de Recursos Naturales del estado visitó Tomah. Encontró a Earle borracho. Lo destituyó y lo trasladó a la base de guardabosques de Bowler. Le dio a Vernon el empleo de Earle. Éste se lo tomó mal. Rompió todo contacto con Vernon y con su familia. Se trasladó a Bowler. Jessie se negó a acompañarlo. Se quedó en Tomah, con sus hijas.
Geneva creció junto a Norma, la hermana de Earle, que tenía nueve años más que ella. Era la mujer más hermosa de Tomah. Geneva era la chica más bonita. Norma estaba casada con Pete Pedersen, el propietario de la farmacia de Tomah. Tenía quince años más que Norma. Para que ésta se entretuviese, le montó un salón de belleza. Norma y Pete tenían dinero. Lo que dieron a Earle y a Jessie fue pura limosna. Norma era una celebridad local. Se decía que había tenido un lío con un ministro metodista. Presuntamente, el hombre había abandonado Tomah y se había suicidado. Norma y Geneva actuaban como hermanas o como buenas amigas. No parecían tía y sobrina. Eran muy amigas.
Geneva se había convertido en una joven atractiva. Iba a los bailes del pueblo. Earle se presentó e hizo de carabina. No le gustaba que otros hombres se acercaran a su hija.
Geneva se graduó en el instituto en junio del 34. Quería ser enfermera diplomada. Escogió una escuela de enfermería cerca de Chicago. Norma aseguraba que había corrido con todos los gastos. Geneva presentó una solicitud de ingreso en el West Suburban College. Fue aceptada. Dejó a su madre y a su hermana pequeña en Tomah. Dejó a su padre borracho en Bowler. Sólo volvió para breves visitas.
Se trasladó a Oak Park, Illinois. Acortó su nombre y lo dejó en Jean. Ocupó una habitación en el dormitorio del West Suburban. Durante seis meses compartió habitación con una chica llamada Mary Evans. Luego se trasladaron a cuartos contiguos con un baño común. Aquello duró dos años. Se hicieron íntimas amigas. Mary tenía un amante que era médico. A Jean le gustaba el lado salvaje de Mary. A Mary le gustaba el lado salvaje de Jean. Ésta salía con chicos y se quedaba por ahí después de la hora de dormir. Era como si quisiera sacudirse de encima la vida que había llevado en el pueblecito. Mary y Jean idearon un sistema para eludir el toque de queda. Manipularon la cerradura de la escalera para incendios. Por allí podían escabullirse del dormitorio y regresar sin que las vieran. Mary podía ver a su médico. Jean podía conocer hombres y rondar a su aire. Jean era silenciosa y reservada la mayor parte del tiempo. Le gustaba leer. Le gustaba sentarse y soñar despierta. Pero tenía un lado distinto. Mary observó cómo se desarrollaba. Era Jean sin las anteojeras. Jean empezó a beber bastante. Jean bebía siempre. Jean salía a beber y volvía después del toque de queda. Se sentaba en el retrete durante horas. Una noche volvió y se dirigió directamente al lavabo. Encendió un cigarrillo y dejó caer la cerilla en la taza. Una bola de papel higiénico prendió fuego y le chamuscó el trasero. A Jean le dio un ataque de risa.
Jean meditaba mucho. Nunca se dejaba aconsejar y evitaba hablar de sus padres. Su tía Norma la visitaba. Sus padres, jamás. A Mary aquello le parecía extraño. A Jean le gustaba la gente mayor. Le gustaban los hombres mayores. Le gustaba trabar amistad con mujeres mayores. Jean se hizo íntima amiga de una enfermera llamada Jean Atchison, quien le llevaba diez años. No salía con hombres. Jean Atchison estaba completamente prendada de Jean Hilliker. La seguía allí donde iba. Todo el mundo hablaba de ello. Todo el mundo pensaba que eran lesbianas. A Mary no le cabían dudas con respecto a Jean Atchison, pero a Jean Hilliker le gustaban demasiado los hombres para serlo.
Jean se enamoró de un tipo llamado Dan Coffey. Dan tenía veinticinco años; ella, veinte. Dan era diabético y alcohólico, y eso a Jean le preocupaba. Salieron cada noche durante un año y medio. Jean comenzó a beber demasiado, según le confesó a Mary.
Jean sabía cómo equilibrar las cosas. Era una buena estudiante de enfermería. Aprendía deprisa. Era trabajadora y atenta con los pacientes. Podía trasnochar y al día siguiente trabajar como si nada. Era competente, capaz y precavida.
Dan Coffey la abandonó. Jean se lo tomó a mal. Se volvió más pensativa y se dedicó a cazar hombres. Le gustaban los jóvenes duros. Algunos parecían gángsters o gentuza de los barrios bajos.
Jean se graduó en junio del 37. Ya era enfermera diplomada. Consiguió un trabajo a tiempo completo en el West Suburban. Dejó el dormitorio. Jean Atchison encontró un apartamento en Oak Park. Convenció a Jean y a Mary Evans de que se trasladaran allí con ella. Mary tenía una habitación propia. Jean compartía otra con Jean Atchison. Dormían en la misma cama.
El novio de Mary le consiguió a Jean un trabajito. Consistía en llevar a una pareja de viejos borrachines a Nueva York. La mujer estaba muriéndose de cáncer. Su marido quería que hiciesen un viaje por Europa antes de que expirase. Jean se encargaría de mantenerlos sobrios y conducirlos hasta el barco.
El trabajo era todo un fastidio. Cada vez que hacían una parada los vejetes se escapaban. Jean encontró botellas entre el equipaje y las vació. La pareja se las apañó para conseguir licor. Jean se rindió. Los animó a que se murieran de una vez y la dejasen en paz. Cuando llegaron a Manhattan soltó a los borrachos en el muelle. El marido dijo que tenía una suite de hotel reservada a su nombre. Podía descansar allí antes de emprender el viaje de regreso a Chicago.
Jean se fue al hotel. Allí conoció a un pintor que la dibujó desnuda. Pasaron juntos unos pocos días salvajes. Jean telefoneó a Jean Atchison y a Mary Evans y les dijo que vinieran a la Gran Manzana. Podían quedarse en su suite hasta que alguien las echara. Jean Atchison y Mary convencieron a otra enfermera llamada Nancy Kirkland. Nancy tenía coche. Fueron en él a Nueva York y montaron una juerga que duró cuatro o cinco días.
Las chicas regresaron a Chicago. Mary se trasladó a la casa de su novio. Jean Atchison vio un anuncio para un concurso que le llamó la atención. Lo patrocinaba Productos de Belleza Elmo. Querían encontrar cuatro mujeres. Querían coronarlas como la rubia, la morena, la plateada y la pelirroja «más atractivas» y enviarlas a Hollywood. Jean Atchison rellenó una hoja de inscripción y la mandó con la fotografía de Jean Hilliker. No le dijo nada a ésta, pues sabía que no lo aprobaría.
Jean ganó el concurso. Ya era la Pelirroja Más Atractiva de Norteamérica. Se puso furiosa con Jean Atchison. La cólera remitió. El 12 de diciembre del 38 voló a Los Ángeles. Se reunió con las otras chicas ganadoras del concurso. Se alojaron durante una semana en el hotel Ambassador y cada una recibió mil dólares. Pasearon por la ciudad. Varios cazadores de talentos las sondearon. Jean pasó con éxito una audición. El periódico de Tomah publicó un artículo sobre la Pelirroja Más Atractiva de Norteamérica. Era «una joven sencilla, callada y encantadora».
Jean regresó a Chicago. El viaje resultó ameno. Había hecho algún dinero. California le había gustado. La audición había sido divertida y nada más. No quería ser estrella de cine.
Corría el año 1939. Jean cumplió veinticuatro en abril. Tía Norma dejó a su marido. Se buscó a otro reverendo de la localidad. Abandonaron Tomah para siempre. Norma perdió el rastro de Jean. Nunca volvieron a verse. Jean perdió la pista de Mary Evans. Nunca volvieron a verse. El 7 de junio del 39 Leoda Hilliker se casó con Ed Wagner. Jean asistió a la boda, que tuvo lugar en Madison, Wisconsin. Por entonces Jean estaba saliendo con uno o varios tipos. Quedó embarazada. Llamó al novio de Mary y le pidió que le hiciese un aborto. Él se negó. Jean abortó por su cuenta. Mató al feto y tuvo una hemorragia. Llamó al novio de Mary y él la trató. No informó del aborto.
Jean se trasladó a Los Ángeles. Quizá conociera allí al tal Spalding. Se casaron en otra parte. No fue en Chicago. Ni en Los Ángeles, Orange, San Diego, Ventura, Las Vegas o Reno. Bill Stoner comprobó las actas de matrimonios de todas las localidades de esos condados. Janet Klock encontró algunas antiguas notas. Correspondían a los retratos en que Jean aparecía junto a la valla. Estaban escritas de su puño y letra. Decían que las fotos estaban tomadas cerca del monte Charleston, en Nevada. Mi madre aludía a «nosotros». Llevaba el anillo de boda. Parecían fotos de luna de miel. No había modo de comprobar si el matrimonio Hilliker-Spalding había existido realmente. Leoda nunca había conocido a Spalding. Y había dos hombres que podían considerarse herederos de la fortuna de la firma de artículos deportivos. Uno había muerto en la Primera Guerra Mundial. El hijo superviviente se llamaba Keith Spalding. Bill Stoner no consiguió relacionarlo con mi madre. Puede que se casara con él. O puede que lo hiciera con algún otro Spalding que no tuviese lazos de sangre con los Spalding de marras. El matrimonio, en cualquier caso, fue breve. Cinco testimonios confirmaban este hecho o rumor. Bill encontró una Geneva Spalding en el listín telefónico de Los Ángeles de 1939. Como ocupación constaba la de «doncella». La dirección era Bedford, 852, West Los Ángeles. Los listines de 1939 salieron en 1940. Tuvo tiempo de casarse y divorciarse del señor Spalding. Tuvo tiempo de encontrar trabajo y un apartamento para ella.
Earle Hilliker murió en 1940 a consecuencia de una neumonía. Jean Hilliker aparecía en el listín telefónico del 41. Era estenógrafa. Vivía en el 854 de South Harvard. Se había trasladado al este, al distrito de Wilshire. Probablemente trabajara para obtener el certificado superior de enfermería.
Y una cita con mi padre.
Mi padre se trasladó a San Diego después de la Gran Guerra. Eso me contó. Era un mentiroso. Todas sus afirmaciones despertaban sospechas. Bill Stoner repasó viejas guías telefónicas de San Diego. Encontró a mi padre en la correspondiente al año 26. Constaba como auditor auxiliar del condado. Conservó el empleo durante todo 1929. En 1930 era vendedor. En el 31, gerente de hotel. Durante los cuatro años siguientes trabajó en el hotel U.S. Grant, como detective y luego como contable. En el 35 cambió de empleo. Se hizo nuevamente vendedor. Trabajó para A.M. Fidelity. En el 36 no aparecía en los listines; en el 37 lo hacía en el de Los Ángeles. Su ocupación no se especificaba. Vivía en el 2819 de Leeward. En el 38 y en el 39 constaba en la misma dirección. Leeward estaba en el centro de Los Ángeles, a unos seis kilómetros al este de donde Geneva Spalding vivía en el 39. La guía telefónica del 40 situaba a mi padre en el 2845 de la calle 27 Oeste. La del 41, en el 408 de South Burlington. Aquello caía a dos kilómetros y medio de la dirección de Jean Hilliker en el 41.
Mi padre se casó en San Diego. La fecha: 22/12/34. El nombre de la mujer: Mildred Jean Feese. Procedía de Nebraska. Mi padre «la abandonó voluntariamente» el 5/6/41. Ella puso la demanda de divorcio el 11/9/44. Dijo que mi padre la trataba «de forma cruel e inhumana, que causaba a la demandante graves sufrimientos y alteraciones mentales, como consecuencia de las cuales se hallaba en un estado de extremo nerviosismo y se sentía angustiada y físicamente enferma».
Mi padre recibió una citación judicial. No se presentó en la vista. El 20/11/44 se libró una certificación de abandono de hogar. El divorcio se decretó el 27/11/45. La unión no tuvo hijos. La sentencia final no mencionaba pago de pensiones alimenticias.
Mi padre aparecía en el listín del 41. Había abandonado a su esposa el 5/6/41. Mildred Jean Ellroy aparecía en la guía telefónica del 42 como residente en el 6901/2 de South Catalina. Mi padre aseguraba que por la época del ataque a Pearl Harbor vivía con mi madre en la calle Ocho con New Hampshire. Su memoria era irregular. En realidad vivían tres calles al norte, en la Cinco con New Hampshire.
Bill y yo reconstruimos los posibles hechos.
Mi padre conoció a la pelirroja en 1941, en Los Ángeles. Abandonó a su mujer. Se fue a vivir con Jean Hilliker. Escapó de una mujer. Corrió hacia otra. La mujer plantada abandonó la casa que compartían. Se trasladó a otra, a tres manzanas de distancia del nido de amor de su marido. El traslado fue coincidencia… o maliciosa planificación.
Quizás acechara a mi padre.
Quizá se hubiera trasladado a tres manzanas de él para castigarlo.
Quizá lo hubiese hecho para ver a la pelirroja y sentir un placer malicioso. Conocía a mi padre. Sabía qué le esperaba a la pelirroja.
Durante el resto de la guerra no aparecieron más listines telefónicos. Los del 46 y 47 faltaban. Los de Beverly Hills, también.
No pudimos concretar cuándo fue el traslado a North Doheny, 457.
Se instalaron quién sabe dónde. El divorcio de los Spalding se produjo en el 39 o el 40. El de mi padre, a finales del 45. Entonces quedaron libres para casarse.
Lo hicieron en el condado de Ventura, el 29/8/47. Mi madre tenía treinta y dos años. Estaba embarazada de dos meses y medio. En la licencia de matrimonio constaba un domicilio común. Era el 459 de North Doheny. El documento especificaba que para ambos se trataba de su segundo matrimonio.
Yo nací en marzo del 48. Jessie Hilliker murió en el 50. Tuvo un derrame cerebral y cayó fulminada. Mis padres se trasladaron al 9.031 de Alden Drive. El matrimonio fue mal. Mi madre pidió el divorcio el 3/1/55.
Alegó «extrema crueldad». Adjuntó una lista de las propiedades comunes, como el mobiliario y un coche. También estableció su deseo de ser quien se ocupara de mí a tiempo completo. Mi padre aceptó los términos. Firmó un acuerdo sobre propiedades el 3/2/55. Ella se quedó con el coche y los muebles. Y se haría cargo de mí durante los meses escolares y parte del verano. A él le quedaban dos visitas semanales y algún tiempo de verano conmigo. Tenía que pagar la minuta del abogado y cincuenta dólares al mes en concepto de alimentos. El 28/2/55 se celebró una audiencia. Mi padre fue convocado. No se presentó. El abogado de mi madre instó un auto de incomparecencia. Mi padre me dijo que ella follaba con su abogado.
El auto de incomparecencia se libró el 30/3/55. El divorcio podía finalizarse en el plazo de un año. Mi madre presentó contra mi padre una demanda por daños y perjuicios. El tribunal le ordenó comparecer el 11/1/56. La orden exponía las acusaciones concretas.
Decía que mi padre me había llevado a casa la noche de Acción de Gracias. Se había quedado ante la puerta. Había escuchado a escondidas. El 27/11/56 había irrumpido en el apartamento. Había registrado sus ropas y los cajones del tocador. La había acosado en el supermercado Ralph's, en la Tercera con San Vicente. La había insultado a gritos mientras compraba. El incidente se produjo a finales de noviembre del 55.
Mi padre contrató un abogado. Escribió una nota y presentó otra querella contra mi madre. Decía que el estilo de vida que ella llevaba estaba reñido con mi desarrollo moral y social. Mi padre temía por mi salud y mi seguridad.
Mis padres vieron a un juez, que nombró un ayudante judicial. Y le aseguró a mi madre que investigaría las acusaciones.
Mis padres se entrevistaron. Él dijo que Jean era una buena madre cinco días a la semana. Bebía dos tercios de botella de vino cada noche y cuando llegaba el sábado «se descontrolaba». Añadió que era una maníaca sexual. La bebida iba unida a ello. Afirmó que esa noche ni siquiera tuvo que escuchar a escondidas. Devolvió a su hijo a las 17.15. Jean salió a la puerta. Tenía el cabello revuelto y aliento a alcohol. Un tal Hank Hart estaba sentado ante la mesa de la cocina. Sólo llevaba una camiseta de tirantes. Sobre la mesa había una botella de champán, tres latas de cerveza, una botella de vino y otra de whisky.
Se alejó del apartamento. Decidió visitar a unos amigos del vecindario. Volvió a pasar por el apartamento. Oyó que su hijo lloraba y «sonidos confusos». Se acercó a la ventana de la cocina y miró. Vio que su hijo entraba en el cuarto de baño a tomar una ducha. Vio que Jean y Hank Hart estaban tumbados en el sofá del salón. Empezaban a besarse. Hart le metía la mano bajo el vestido. El chico apareció en el salón. Llevaba pijama. Miraba la tele. Hank Hart se mofaba de él. El chico se iba a la cama. Hank Hart se quitaba los pantalones. Jean se levantaba la falda. Follaban en el sofá.
Mi padre dijo que se había marchado a casa. Había llamado a mi madre. Le había preguntado si no le daba vergüenza. Jean respondió que hiciera lo que quisiese. En el supermercado Ralph's no había acosado a mi madre. Había llevado a su hijo a casa unos días después de Acción de Gracias. Jean no estaba. Su hijo le enseñó la manera de entrar en el piso. Abrió una puertaventana y entró en el apartamento. No miró la ropa de Jean ni abrió los cajones. Nunca la había insultado. Era ella quien lo llamaba y le soltaba groserías.
El investigador judicial habló con Ethel Ings, quien aseguró que Jean era una madre excelente. Jean le pagaba setenta y cinco centavos por hora. Cuidaba de su hijo. Jean nunca lo dejaba solo. El niño asistía a una iglesia luterana todos los domingos. Jean jamás le alzaba la voz ni utilizaba un lenguaje soez.
El investigador habló con la directora de la escuela El Paraíso de los Niños, quien le dijo que Jean era una madre excelente. El padre mimaba al chico y no lo obligaba a estudiar. Lo utilizaba para controlar a su madre. Cada noche, lo llamaba y le hacía preguntas acerca de ella. Le decía que respondiera «sí» o «no» cuando su madre estaba cerca.
El investigador judicial habló con Eula Lee Lloyd, quien afirmó que Jean era una madre excelente. El señor Ellroy no era un buen padre. Últimamente lo había visto varias veces asomándose a las ventanas del apartamento de Jean.
El investigador habló con mi madre, quien rechazó el testimonio de mi padre. Negó las acusaciones de conducta sexual desordenada y de dipsómana. Añadió que su ex marido había mentido a su hijo repetidamente. Le había dicho que tenía una tienda en Norwalk. Le había dicho que estaba comprando una casa con piscina. Quería tener al chico sólo para él. La llamaba cosas horribles. Y lo hacía delante de su hijo. Su ex marido era un homosexual latente. Tenía constancia médica de lo que decía.
El investigador se puso del lado de mi madre. Tuvo en consideración el expediente de trabajadora de la salud de mi madre y dijo que parecía poseer un carácter firme. Ella no se comportó ni por un instante como una borracha o una desarrapada. El juez también se inclinó por mi madre. Emitió una orden formal. Señalaba a la querellante y al demandado que no se molestasen de ninguna manera el uno al otro. Dijo a mi padre que no rondara el apartamento de mi madre y mucho menos que irrumpiera en él. Le dijo que pasara a recogerme y a dejarme y que el resto del tiempo se mantuviera alejado.
La orden tenía fecha 29/2/56. Mi madre estaba a dos años y cuatro meses vista del sábado noche. Las notas y registros catalogaban su vida en mala alianza. Podía dar la investigación por exitosa. Sabía una cosa más allá de toda duda. Ignoraba quién había matado a mi madre. Pero sabía cómo había llegado a King's Row.
No bastaba. Era una pausa momentánea y un punto de partida. Tenía que saber más. Tenía que saldar mi deuda y obtener aquello que me pertenecía. Mi voluntad de mirar y aprender aún era fuerte y estaba perversamente sintonizada. Era mi padre, asomado a la ventana del dormitorio de mi madre. No quería que terminase. No quería dejar que terminase. No quería perderla otra vez.
King's Row no era más que una ventana que se abría hacia atrás. El Hombre Moreno no era más que un testigo con unos cuantos recuerdos. Yo era un detective sin sanción oficial y sin reglas sobre pruebas que me limitaran. Podía dar por ciertas insinuaciones o rumores. Podía recorrer su vida a mi propia velocidad mental. Podía demorarme en Tunnel City y en El Monte y en todos los puntos intermedios. Podía envejecer mientras buscaba. Podía temer mi propia muerte. Podía revivir sus domingos en aquella iglesia junto a las vías del ferrocarril. Allí se predicaban reuniones celestiales. Podía aprender a creer en ellas. Podía dejar a un lado mi búsqueda por un designio divino y esperar el momento en que fijáramos la mirada en una nube.
No sucedería. Ella se alejó de aquella iglesia. Acudía a ella a punta de pistola. Se sentaba en el banco y soñaba. La conozco lo suficiente para dar eso por seguro. Me conozco lo suficiente para declarar que nunca dejaré de mirar.
No permitiré que esto termine. No volveré a traicionarla ni a abandonarla.
Ahora estoy contigo. Huyes, te escondes y te encuentro. Tus secretos no estaban seguros conmigo. Te has ganado mi devoción. El precio que has pagado ha sido verte expuesta públicamente.
Te he robado la tumba. Te he revelado. Te he mostrado en momentos vergonzosos. He aprendido cosas de ti. Todo lo que he aprendido ha hecho que te ame más profundamente.
Aprenderé más cosas. Seguiré tus pasos e invadiré tu tiempo perdido. Dejaré al desnudo tus mentiras. Reescribiré tu historia y mientras tus viejos secretos estallan revisaré mis juicios. Lo justificaré todo en nombre de la vida obsesiva que me diste.
No oigo tu voz. Te huelo y percibo tu aliento. Te siento. Te rozas contra mí. Te has ido y quiero más de ti.