PRIMERA PARTE

1

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie.

Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida.

Empecé a seguir -una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado -porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.

Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.

Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos camalics.

Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.

Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero.

Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.

El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida.

Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vivido de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil.

– Aquí es -dijo el cochero.

Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuando él cerró el portal detrás de mí, con gran temblor de hierro y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.

Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.

Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona: «¡Ya va! ¡Ya va!».

Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo cerrojos.

Luego me pareció todo una pesadilla.

Lo que estaba delante de mí era un recibidor alumbrado por la única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en las mudanzas. Y en primer término la mancha blanquinegra de una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los hombros. Quise pensar que me había equivocado de piso, pero aquella infeliz viejecilla conservaba una sonrisa de bondad tan dulce, que tuve la seguridad de que era mi abuela.

– ¿Eres tú, Gloria? -dijo cuchicheando. Yo negué con la cabeza, incapaz de hablar, pero ella no podía verme en la sombra.

– Pasa, pasa, hija mía. ¿Qué haces ahí? ¡Por Dios! ¡Que no se dé cuenta Angustias de que vuelves a estas horas!

Intrigada, arrastré la maleta y cerré la puerta detrás de mí. Entonces la pobre vieja empezó a balbucear algo, desconcertada.

– ¿No me conoces, abuela? Soy Andrea.

– ¿Andrea?

Vacilaba. Hacía esfuerzos por recordar. Aquello era lastimoso.

– Sí, querida, tu nieta… no pude llegar esta mañana como había escrito.

La anciana seguía sin comprender gran cosa, cuando de una de las puertas del recibidor salió en pijama un tipo descarnado y alto que se hizo cargo de la situación. Era uno de mis tíos, Juan. Tenía la cara llena de concavidades, como una calavera a la luz de la única bombilla de la lámpara.

En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombro y me llamó sobrina, la abuelita me echó los brazos al cuello con los ojos claros llenos de lágrimas y dijo «pobrecita» muchas veces.

En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido. Al levantar los ojos vi que habían aparecido varias mujeres fantasmales. Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de ellas, vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir. Todo en aquella mujer parecía horrible y desastrado, hasta la verdosa dentadura que me sonreía. La seguía un perro, que bostezaba ruidosamente, negro también el animal, como una prolongación de su luto. Luego me dijeron que era la criada, pero nunca otra criatura me ha producido impresión más desagradable.

Detrás de tío Juan había aparecido otra mujer flaca y joven con los cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y una languidez de sábanas colgada, que aumentaba la penosa sensación del conjunto.

Yo estaba aún, sintiendo la cabeza de la abuela sobre mi hombro, apretada por su abrazo y todas aquellas figuras me parecían igualmente alargadas y sombrías. Alargadas, quietas y tristes, como luces de un velatorio de pueblo.

– Bueno, ya está bien, mamá, ya está bien -dijo una voz seca y como resentida.

Entonces supe que aún había otra mujer a mi espalda. Sentí una mano sobre mi hombro y otra en mi barbilla. Yo soy alta, pero mi tía Angustias lo era más y me obligó a mirarla así. Ella manifestó cierto desprecio en su gesto. Tenía los cabellos entrecanos que le bajaban a los hombros y cierta belleza en su cara oscura y estrecha.

– ¡Vaya un plantón que me hiciste dar esta mañana, hija!… ¿Cómo me podía yo imaginar que ibas a llegar de madrugada?

Había soltado mi barbilla y estaba delante de mí con toda la altura de su camisón blanco y de su bata azul.

– Señor, Señor, ¡qué trastorno! Una criatura así, sola… Oí gruñir a Juan.

– ¡Ya está la bruja de Angustias estropeándolo todo! Angustias aparentó no oírlo.

– Bueno, tú estarás cansada. Antonia -ahora se dirigía a la mujer enfundada de negro-, tiene usted que preparar una cama para la señorita.

Yo estaba cansada y, además, en aquel momento, me sentía espantosamente sucia. Aquellas gentes moviéndose o mirándome en un ambiente que la aglomeración de cosas ensombrecía, parecían haberme cargado con todo el calor y el hollín del viaje, del que antes me había olvidado. Además, deseaba angustiosamente respirar un soplo de aire puro.

Observé que la mujer desgreñada me miraba sonriendo, abobada por el sueño, y miraba también mi maleta con la misma sonrisa. Me obligó a volver la vista en aquella dirección y mi compañera de viaje me pareció un poco conmovedora en su desamparo de pueblerina. Pardusca, amarrada con cuerdas, siendo, a mi lado, el centro de aquella extraña reunión.

Juan se acercó a mí:

– ¿No conoces a mi mujer, Andrea?

Y empujó por los hombros a la mujer despeinada.

– Me llamo Gloria -dijo ella.

Vi que la abuelita nos estaba mirando con una ansiosa sonrisa.

– ¡Bah, bah!… ¿Qué es eso de daros la mano? Abrazaos, niñas…, ¡así, así!

Gloria me susurró al oído:

– ¿Tienes miedo?

Y entonces casi lo sentí, porque vi la cara de Juan que hacía muecas nerviosas mordiéndose las mejillas. Era que trataba de sonreír.

Volvió tía Angustias autoritaria.

– ¡Vamos!, a dormir, que es tarde.

– Quisiera lavarme un poco -dije.

– ¿Cómo? ¡Habla más fuerte! ¿Lavarte? Los ojos se abrían asombrados sobre mí. Los ojos de Angustias y de todos los demás.

– Aquí no hay agua caliente -dijo al fin Angustias.

– No importa…

– ¿Te atreverás a tomar una ducha a estas horas?

– Sí -dije-, sí.

¡Qué alivio el agua helada sobre mi cuerpo! ¡Qué alivio estar fuera de las miradas de aquellos seres originales! Pensé que allí, el cuarto de baño no se debía utilizar nunca. En el manchado espejo del lavabo -¡qué luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!- se reflejaba el bajo techo cargado de telas de arañas, y mi propio cuerpo entre los hilos brillantes del agua, procurando no tocar aquellas paredes sucias, de puntillas sobre la roñosa bañera de porcelana.

Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes tiznadas conservaban la huella de manos ganchudas, de gritos de desesperanza. Por todas partes los desconchados abrían sus bocas desdentadas rezumantes de humedad. Sobre el espejo, porque no cabía en otro sitio, habían colocado un bodegón macabro de besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreía en los grifos torcidos.

Empecé a ver cosas extrañas como los que están borrachos. Bruscamente cerré la ducha, el cristalino y protector hechizo, y quedé sola entre la suciedad de las cosas.

No sé cómo pude llegar a dormir aquella noche. En la habitación que me habían destinado se veía un gran piano con las teclas al descubierto. Numerosas cornucopias -algunas de gran valor- en las paredes. Un escritorio chino, cuadros, muebles abigarrados. Parecía la buhardilla de un palacio abandonado, y era, según supe, el salón de la casa.

En el centro, como un túmulo funerario rodeado por dolientes seres -aquella doble fila de sillones destripados-, una cama turca, cubierta por una manta negra, donde yo debía dormir. Sobre el piano habían colocado una vela, porque la gran lámpara del techo no tenía bombillas.

Angustias se despidió de mí haciendo en mi frente la señal de la cruz, y la abuela me abrazó con ternura. Sentí palpitar su corazón como un animalillo contra mi pecho.

– Si te despiertas asustada, llámame, hija mía -dijo con su vocecilla temblona.

Y luego, en un misterioso susurro a mi oído:

¾Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo algo en la casa por las noches. Nunca, nunca duermo.

Al fin se fueron dejándome con la sombra de los muebles que la luz de la vela hinchaba llenando de palpitaciones y profunda vida. El hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga más fuerte. Era un olor a porquería de gato. Sentí que me ahogaba y trepé en peligroso alpinismo sobre el respaldo de un sillón para abrir una puerta que aparecía entre cortinas de terciopelo y polvo. Pude lograr mi intento en la medida que los muebles lo permitían y vi que comunicaba con una de esas galerías abiertas que dan tanta luz a las casas barcelonesas. Tres estrellas temblaban en la suave negrura de arriba y al verlas tuve unas ganas súbitas de llorar, como si viera amigos antiguos, bruscamente recobrados.

Aquel iluminado palpitar de las estrellas me trajo en un tropel toda mi ilusión a través de Barcelona, hasta el momento de entrar en este ambiente de gentes y de muebles endiablados. Tenía miedo de meterme en aquella cama parecida a un ataúd. Creo que estuve temblando de indefinibles terrores cuando apagué la vela.

2

Al amanecer, las ropas de la cama, revueltas, estaban en el suelo. Tuve frío y las atraje sobre mi cuerpo.

Los primeros tranvías empezaban a cruzar la ciudad, y amortiguado por la casa cerrada, llegó hasta mí el tintineo de uno de ellos, como en aquel verano de mis siete años, cuando mi última visita a los abuelos. Inmediatamente tuve una percepción nebulosa, pero tan vivida y fresca como si me la trajera el olor de una fruta recién cogida, de lo que era Barcelona en mi recuerdo: este ruido de los primeros tranvías, cuando tía Angustias cruzaba ante mi camita improvisada para cerrar las persianas que dejaban pasar ya demasiada luz. O por las noches, cuando el calor no me dejaba dormir y el traqueteo subía la cuesta de la calle de Aribau, mientras la brisa traía olor a las ramas de los plátanos, verdes y polvorientos, bajo el balcón abierto. Barcelona era también unas aceras anchas, húmedas de riego, y mucha gente bebiendo refrescos en un café… Todo lo demás, las grandes tiendas iluminadas, los autos, el bullicio, y hasta el mismo paseo del día anterior desde la estación, que yo añadía a mi idea de la ciudad, era algo pálido y falso, construido artificialmente como lo que demasiado trabajado y manoseado pierde su frescura original.

Sin abrir los ojos sentí otra vez una oleada venturosa y cálida. Estaba en Barcelona. Había amontonado demasiados sueños sobre este hecho concreto para no parecerme un milagro aquel primer rumor de la ciudad diciéndome tan claro que era una realidad verdadera como mi cuerpo, como el roce áspero de la manta sobre mi mejilla. Me parecía haber soñado cosas malas, pero ahora descansaba en esta alegría.

Cuando abrí los ojos vi a mi abuela mirándome. No a la viejecita de la noche anterior, pequeña y consumida, sino a una mujer de cara ovalada bajo el velillo de tul de un sombrero a la moda del siglo pasado. Sonreía muy suavemente, y la seda azul de su traje tenía una tierna palpitación. Junto a ella, en la sombra, mi abuelo, muy guapo, con la espesa barba castaña y los ojos azules bajo las cejas rectas.

Nunca les había visto juntos en aquella época de su vida, y tuve curiosidad por conocer el nombre del artista que firmaba los cuadros. Así eran los dos cuando vinieron a Barcelona hacía cincuenta años. Había una larga y difícil historia de sus amores -no recordaba ya bien qué…, quizás algo relacionado con la pérdida de una fortuna-. Pero en aquel tiempo el mundo era optimista y ellos se querían mucho. Estrenaron este piso de la calle de Aribau, que entonces empezaba a formarse. Había muchos solares aún, y quizás el olor a tierra trajera a mi abuela reminiscencias de algún jardín de otros sitios. Me la imaginé con ese mismo traje azul, con el mismo gracioso sombrero, entrando por primera vez en el piso vacío, que olía aún a pintura. «Me gustará vivir aquí -pensaría al ver a través de los cristales el descampado-, es casi en las afueras, ¡tan tranquilo!, y esta casa es tan limpia, tan nueva…» Porque ellos vinieron a Barcelona con una ilusión opuesta a la que a mí me trajo: el descanso, en un trabajo seguro y metódico. Fue su puerto de refugio la ciudad que a mí se me antojaba como palanca de mi vida.

Aquel piso de ocho balcones se llenó de cortinas -encajes, terciopelos, lazos-; los baúles volcaron su contenido de fruslerías, algunas valiosas. Relojes historiados dieron a la casa su latido vital. Un piano -¿cómo podía faltar?-, sus lánguidos aires cubanos en el atardecer.

Aunque no eran muy jóvenes tuvieron muchos niños, como en los cuentos… Mientras tanto, la calle de Aribau crecía. Casas tan altas como aquélla y más altas aún formaron las espesas y anchas manzanas. Los árboles estiraron sus ramas y vino el primer tranvía eléctrico para darle su peculiaridad. La casa fue envejeciendo, se le hicieron reformas, cambió de dueños y de porteros varias veces, y ellos siguieron como una institución inmutable en aquel primer piso.

Cuando yo era la única nieta pasé allí las temporadas más excitantes de mi vida infantil. La casa ya no era tranquila. Se había quedado encerrada en el corazón de la ciudad. Luces, ruidos, el oleaje entero de la vida rompía contra aquellos balcones con cortinas de terciopelo. Dentro también desbordaba; había demasiada gente. Para mí aquel bullicio era encantador. Todos los tíos me compraban golosinas y me premiaban las picardías que hacía a los otros. Los abuelos tenían ya el pelo blanco, pero eran aún fuertes y reían todas mis gracias. ¿Todo esto podía estar tan lejano?…

Tenía una sensación de inseguridad frente a todo lo que allí había cambiado, y esta sensación se agudizó mucho cuando tuve que pensar en enfrentarme con los personajes que había entrevisto la noche antes. «¿Cómo serán?», pensaba yo. Y estaba, allí, en la cama, vacilando, sin atreverme a afrontarlos.

La habitación con la luz del día había perdido su horror, pero no su desarreglo espantoso, su absoluto abandono. Los retratos de los abuelos colgaban torcidos y sin marco de una pared empapelada de oscuro con manchas de humedad, y un rayo de sol subía hasta ellos.

Me complací en pensar en que los dos estaban muertos hacía años. Me complací en pensar que nada tenía que ver la joven del velo de tul con la pequeña momia irreconocible que me había abierto la puerta. La verdad era, sin embargo, que ella vivía, aunque fuera lamentable, entre la cargazón de trastos inútiles que con el tiempo se habían ido acumulando en su casa.

Tres años hacía que, al morir el abuelo, la familia había decidido quedarse sólo con la mitad del piso. Las viejas chucherías y los muebles sobrantes fueron una verdadera avalancha, que los trabajadores encargados de tapiar la puerta de comunicación amontonaron sin método unos sobre otros. Y ya se quedó la casa en el desorden provisional que ellos dejaron.

Vi, sobre el sillón al que yo me había subido la noche antes, un gato despeluzado que lamía sus patas al sol. El bicho parecía ruinoso, como todo lo que le rodeaba. Me miró con sus grandes ojos al parecer dotados de individualidad propia; algo así como si fueran unos lentes verdes y brillantes colocados sobre el hociquillo y sobre los bigotes canosos. Me restregué los párpados y volví a mirarle. Él enarcó el lomo y se le marcó el espinazo en su flaquísimo cuerpo. No pude menos de pensar que tenía un singular aire de familia con los demás personajes de la casa; como ellos, presentaba un aspecto excéntrico y resultaba espiritualizado, como consumido por ayunos largos, por la falta de luz y quizá por las cavilaciones. Le sonreí y empecé a vestirme.

Al abrir la puerta de mi cuarto me encontré en el sombrío y cargado recibidor hacia el que convergían casi todas las habitaciones de la casa. Enfrente aparecía el comedor, con un balcón abierto al sol. Tropecé, en mi camino hacia allí, con un hueso, pelado seguramente por el perro. No había nadie en aquella habitación, a excepción de un loro que rumiaba cosas suyas, casi riendo. Yo siempre creí que aquel animal estaba loco. En los momentos menos oportunos chillaba de un modo espeluznante. Había una mesa grande con un azucarero vacío abandonado encima. Sobre una silla, un muñeco de goma desteñido.

Yo tenía hambre, pero no había nada comestible que no estuviera pintado en los abundantes bodegones que llenaban las paredes, y los estaba mirando, cuando me llamó tía Angustias.

El cuarto de mi tía comunicaba con el comedor y tenía un balcón a la calle. Ella estaba de espaldas, sentada frente al pequeño escritorio. Me paré, asombrada, a mirar la habitación porque aparecía limpia y en orden como si fuera un mundo aparte en aquella casa. Había un armario de luna y un gran crucifijo tapiando otra puerta que comunicaba con el recibidor; al lado de la cabecera de la cama, un teléfono.

La tía volvía la cabeza para mirar mi asombro con cierta complacencia.

Estuvimos un rato calladas y yo inicié desde la puerta una sonrisa amistosa.

– Ven, Andrea -me dijo ella-. Siéntate.

Observé que con la luz del día Angustias parecía haberse hinchado, adquiriendo bultos y formas bajo su guardapolvo verde, y me sonreí pensando que mi imaginación me jugaba malas pasadas en las primeras impresiones.

– Hija mía, no sé cómo te han educado…

(Desde los primeros momentos, Angustias estaba empezando a hablar como si se preparase para hacer un discurso.)

Yo abrí la boca para contestarle, pero me interrumpió con un gesto de su dedo.

– Ya sé que has hecho parte de tu bachillerato en un colegio de monjas y que has permanecido allí durante casi toda la guerra. Eso, para mí, es una garantía. Pero… esos dos años junto a tu prima -la familia de tu padre ha sido siempre muy rara-, en el ambiente de un pueblo pequeño, ¿cómo habrán sido? No te negaré, Andrea, que he pasado la noche preocupada por ti, pensando… Es muy difícil la tarea que se me ha venido a las manos. La tarea de cuidar de ti, de moldearte en la obediencia… ¿Lo conseguiré? Creo que sí. De ti depende facilitármelo.

No me dejaba decir nada y yo tragaba sus palabras por sorpresa, sin comprenderlas bien.

– La ciudad, hija mía, es un infierno. Y en toda España no hay una ciudad que se parezca más al infierno que Barcelona… Estoy preocupada con que anoche vinieras sola desde la estación. Te podía haber pasado algo. Aquí vive la gente aglomerada, en acecho unos contra otros. Toda prudencia en la conducta es poca, pues el diablo reviste tentadoras formas… Una joven en Barcelona debe ser como una fortaleza. ¿Me entiendes?

– No, tía. Angustias me miró.

– No eres muy inteligente, nenita.

Otra vez nos quedamos calladas.

Te lo diré de otra forma: eres mi sobrina; por lo tanto, una niña de buena familia, modosa, cristiana e inocente. Si yo no me ocupara de ti para todo, tú en Barcelona encontrarías multitud de peligros. Por lo tanto, quiero decirte que no te dejaré dar un paso sin mi permiso. ¿Entiendes ahora?

– Sí.

– Bueno, pues pasemos a otra cuestión. ¿Por qué has venido? Yo contesté rápidamente:

– Para estudiar.

(Por dentro, todo mi ser estaba agitado con la pregunta.)

– Para estudiar letras, ¿eh?… Sí, ya he recibido una carta de tu prima Isabel. Bueno, yo no me opongo, pero siempre que sepas que todo nos lo deberás a nosotros, los parientes de tu madre. Y que gracias a nuestra caridad lograrás tus aspiraciones.

– Yo no sé si tú sabes…

– Sí; tienes una pensión de doscientas pesetas al mes, que en esta época no alcanzará ni para la mitad de tu manutención… ¿No has merecido una beca para la universidad?

– No, pero tengo matrículas gratuitas.

– Eso no es mérito tuyo, sino de tu orfandad. Otra vez estaba ya confusa, cuando Angustias reanudó la conversación de un modo insospechado.

– Tengo que advertirte algunas cosas. Si no me doliera hablar mal de mis hermanos te diría que después de la guerra han quedado un poco mal de los nervios… Sufrieron mucho los dos, hija mía, y con ellos sufrió mi corazón… Me lo pagan con ingratitudes, pero yo les perdono y rezo a Dios por ellos. Sin embargo, tengo que ponerte en guardia…

Bajó la voz hasta terminar en un susurro casi tierno:

– Tu tío Juan se ha casado con una mujer nada conveniente. Una mujer que está estropeando su vida… Andrea; si yo algún día supiera que tú eras amiga de ella, cuenta con que me darías un gran disgusto, con que yo me quedaría muy apenada…

Yo estaba sentada frente a Angustias en una silla dura que se me iba clavando en los muslos bajo la falda. Estaba además desesperada porque me había dicho que no podría moverme sin su voluntad. Y la juzgaba, sin ninguna compasión, corta de luces y autoritaria. He hecho tantos juicios equivocados en mi vida, que aún no sé si éste era verdadero. Lo cierto es que cuando se puso blanda al hablarme mal de Gloria, mi tía me fue muy antipática. Creo que pensé que tal vez no me iba a resultar desagradable disgustarla un poco, y la empecé a observar de reojo. Vi que sus facciones, en conjunto, no eran feas y sus manos tenían, incluso, una gran belleza de líneas. Yo le buscaba un detalle repugnante mientras ella continuaba su monólogo de órdenes y consejos, y al fin, cuando ya me dejaba marchar, vi sus dientes de color sucio…

– Dame un beso, Andrea -me pedía ella en ese momento.

Rocé su pelo con mis labios y corrí al comedor antes de que pudiera atraparme y besarme a su vez.

En el comedor había gente ya. Inmediatamente vi a Gloria que, envuelta en un quimono viejo, daba a cucharadas un plato de papilla espesa a un niño pequeño. Al verme, me saludó sonriente.

Yo me sentía oprimida como bajo un cielo pesado de tormenta, pero al parecer no era la única que sentía en la garganta el sabor a polvo que da la tensión nerviosa.

Un hombre con el pelo rizado y la cara agradable e inteligente se ocupaba de engrasar una pistola al otro lado de la mesa. Yo sabía que era otro de mis tíos: Román. Vino enseguida a abrazarme con mucho cariño. El perro negro que yo había visto la noche anterior, detrás de la criada, le seguía a cada paso. Me explicó que se llamaba Trueno y que era suyo; los animales parecían tener por él un afecto instintivo. Yo misma me sentí alcanzada por una ola de agrado ante su exuberancia afectuosa. En honor mío, él sacó el loro de la jaula y le hizo hacer algunas gracias. El animalejo seguía murmurando algo como para sí; entonces me di cuenta de que eran palabrotas. Román se reía con expresión feliz.

– Está muy acostumbrado a oírlas el pobre bicho.

Gloria, mientras tanto, nos miraba embobada, olvidando la papilla de su hijo. Román tuvo un cambio brusco que me desconcertó.

– Pero ¿has visto qué estúpida esa mujer? -me dijo casi gritando y sin mirarla a ella para nada-. ¿Has visto cómo me mira ésa? Yo estaba asombrada. Gloria, nerviosa, gritó:

– No te miro para nada, chico.

– ¿Te fijas? -siguió diciéndome Román-. Ahora tiene la desvergüenza de hablarme esa basura…

Creí que mi tío se había vuelto loco y miré, aterrada, hacia la puerta. Juan había venido al oír las voces.

– ¡Me estás provocando, Román! -gritó.

– ¡Tú, a sujetarte los pantalones y a callar! -dijo Román, volviéndose hacia él.

Juan se acercó con la cara contraída y se quedaron los dos en actitud, al mismo tiempo ridícula y siniestra, de gallos de pelea.

– ¡Pégame, hombre, si te atreves! -dijo Román-. ¡Me gustaría que te atrevieras!

– ¿Pegarte? ¡Matarte!… Te debería haber matado hace mucho tiempo…

Juan estaba fuera de sí, con las venas de la frente hinchadas, pero no avanzaba un paso. Tenía los puños cerrados.

Román le miraba con tranquilidad y empezó a sonreírse.

– Aquí tienes mi pistola -le dijo.

– No me provoques. ¡Canalla!… No me provoques o…

– ¡Juan! -chilló Gloria-. ¡Ven aquí!

El loro empezó a gritar encima de ella, y la vi excitada bajo sus despeinados cabellos rojos. Nadie le hizo caso. Juan la miró unos segundos.

– ¡Aquí tienes mi pistola! -decía Román, y el otro apretaba más los puños.

Gloria volvió a chillar:

– ¡Juan! Juan!

– ¡Cállate, maldita!

– ¡Ven aquí, chico! ¡Ven!

– ¡Cállate!

La rabia de Juan se desvió en un instante hacia la mujer y la empezó a insultar. Ella gritaba también y al final lloró.

Román les miraba, divertido; luego se volvió hacia mí y dijo para tranquilizarme:

– No te asustes, pequeña. Esto pasa aquí todos los días.

Guardó el arma en el bolsillo. Yo la miré relucir en sus manos, negra, cuidadosamente engrasada. Román me sonreía y me acarició las mejillas; luego se fue tranquilamente, mientras la discusión entre Gloria y Juan se hacía violentísima. En la puerta tropezó Román con la abuelita, que volvía de su misa diaria, y la acarició al pasar. Ella apareció en el comedor, en el instante en que tía Angustias se asomaba, enfadada también, para pedir silencio.

Juan cogió el plato de papilla del pequeño y se lo tiró a la cabeza. Tuvo mala puntería y el plato se estrelló contra la puerta que tía Angustias había cerrado rápidamente. El niño lloraba, babeando.

Juan entonces empezó a calmarse. La abuelita se quitó el manto negro que cubría su cabeza, suspirando.

Y entró la criada a poner la mesa para el desayuno. Como la noche anterior, esta mujer se llevó detrás toda mi atención. En su fea cara tenía una mueca desafiante, como de triunfo, y canturreaba provocativa mientras extendía el estropeado mantel y empezaba a colocar las tazas, como si cerrara ella, de esta manera, la discusión.

3

– ¿Has disfrutado, hijita? -me preguntó Angustias cuando, todavía deslumbradas, entrábamos en el piso de vuelta de la calle.

Mientras me hacía la pregunta, su mano derecha se clavaba en mi hombro y me atraía hacia ella. Cuando Angustias me abrazaba o me dirigía diminutivos tiernos, yo experimentaba dentro de mí la sensación de que algo iba torcido y mal en la marcha de las cosas. De que no era natural aquello. Sin embargo, debería haberme acostumbrado, porque Angustias me abrazaba y me dirigía palabras dulzonas con gran frecuencia.

A veces me parecía que estaba atormentada conmigo. Me daba vueltas alrededor. Me buscaba si yo me había escondido en algún rincón. Cuando me veía reír o interesarme en la conversación de cualquier otro personaje de la casa, se volvía humilde en sus palabras. Se sentaba a mi lado y apoyaba a la fuerza mi cabeza contra su pecho. A mí me dolía el cuello, pero, sujeta por su mano, así tenía que permanecer, mientras ella me amonestaba dulcemente. Cuando, por el contrario, le parecía yo triste o asustada, se ponía muy contenta y se volvía autoritaria.

Otras veces me avergonzaba secretamente al obligarme a salir con ella. La veía encasquetarse un fieltro marrón adornado por una pluma de gallo, que daba a su dura fisonomía un aire guerrero, y me obligaba a ponerme un viejo sombrero azul sobre mi traje mal cortado. Yo no concebía entonces más resistencia que la pasiva. Cogida de su brazo corría las calles, que me parecían menos brillantes y menos fascinadoras de lo que yo había imaginado.

– No vuelvas la cabeza -decía Angustias-. No mires así a la gente.

Si me llegaba a olvidar de que iba a su lado, era por pocos minutos.

Alguna vez veía un hombre, una mujer, que tenía en su aspecto un algo interesante, indefinible, que se llevaba detrás mi fantasía hasta el punto de tener ganas de volverme y seguirles. Entonces recordaba mi facha y la de Angustias y me ruborizaba.

– Eres muy salvaje y muy provinciana, hija mía -decía Angustias, con cierta complacencia-. Estas en medio de la gente, callada, encogida, con aire de querer escapar a cada instante. A veces, cuando estamos en una tienda y me vuelvo a mirarte, me das risa.

Aquellos recorridos de Barcelona eran más tristes de lo que se puede imaginar.

A la hora de la cena, Román me notaba en los ojos el paseo y se reía. Esto preludiaba una envenenada discusión con tía Angustias, en la que por fin se mezclaba Juan. Me di cuenta de que apoyaba siempre los argumentos de Román, quien, por otra parte, no aceptaba ni agradecía su ayuda.

Cuando sucedía algo así, Gloria salía de su placidez habitual. Se ponía nerviosa, casi gritaba:

– ¡Si eres capaz de hablar con tu hermano, a mí no me hables!

– ¡Naturalmente que soy capaz! ¡A ver si crees que soy tan cochino como tú y como él!

– Sí, hijo mío -decía la abuela, envolviéndole en una mirada de adoración-, haces bien.

– ¡Cállate, mamá, y no me hagas maldecir de ti! ¡No me hagas maldecir!

La pobre movía la cabeza y se inclinaba hacia mí, bisbiseando a mi oído:

– Es el mejor de todos, hija mía, el más bueno y el más desgraciado, un santo…

– ¿Quieres hacer el favor de no enredar, mamá? ¿Quieres no meter en la cabeza de la sobrina majaderías que no le importan para nada?

El tono era ya destemplado y desagradable, perdido el control de los nervios.

Román, ocupado en preparar con la fruta de su plato una golosina para el loro, terminaba la cena sin preocuparse de ninguno de nosotros. Tía Angustias sollozaba a mi lado, mordiendo su pañuelo, porque no sólo se veía a sí misma fuerte y capaz de conducir multitudes, sino también dulce, desdichada y perseguida. No sé bien cuál de los dos papeles le gustaba más. Gloria apartaba de la mesa la silla alta del niño y, por detrás de Juan, me sonreía llevándose un índice a la sien.

Juan, abstraído, silencioso, parecía inquieto, a punto de saltar.

Cuando Román terminaba su tarea, daba unos golpecitos en el hombro a la abuela y se marchaba antes que nadie. En la puerta se detenía para encender un cigarrillo y para lanzar su última frase:

– Hasta la imbécil de tu mujer se burla ya de ti, Juan; ten cuidado…

Según su costumbre, no había mirado ni una vez a Gloria.

El resultado no se hacía esperar. Un puñetazo en la mesa y un barboteo de insultos contra Román, que no se cortaban cuando el ruido seco de la puerta del piso anunciaba que Román había salido ya.

Gloria tomaba en brazos al niño y se iba a su cuarto para dormirle. Me miraba un momento y me proponía:

– ¿Vienes, Andrea?

Tía Angustias tenía la cara entre las manos. Sentía su mirada a través de los dedos entreabiertos. Una mirada ansiosa, seca de tanta súplica. Pero yo me levantaba.

– Bueno, sí.

Y me premiaba una sonrisa temblona de la abuelita. Entonces, la tía corría a encerrarse en su cuarto, indignada, y sospecho que temblando de celos.

El cuarto de Gloria se parecía algo al cubil de una fiera. Era un cuarto interior ocupado casi todo él por la cama de matrimonio y la cuna del niño. Había un tufo especial, mezcla de olor a criatura pequeña, a polvos para la cara y a ropa mal cuidada. Las paredes estaban llenas de fotografías, y entre ellas, en un lugar preferente, aparecía una postal vivamente iluminada representando dos gatitos.

Gloria se sentaba en el borde de la cama con el niño en las rodillas. El niño era guapo y sus piernecitas colgaban gordas y sucias mientras se dormía.

Cuando estaba dormido, Gloria lo metía en la cuna y se estiraba con delicia, metiéndose las manos entre la brillante cabellera. Luego se tumbaba en la cama, con sus gestos lánguidos.

– ¿Qué opinas de mí? -me decía a menudo. A mí me gustaba hablar con ella porque no hacía falta contestarle nunca.

– ¿Verdad que soy bonita y muy joven? ¿Verdad?…

Tenía una vanidad tonta e ingenua que no me resultaba desagradable; además, era efectivamente joven y sabía reírse locamente mientras me contaba sucesos de aquella casa. Cuando me hablaba de Antonia o de Angustias tenía verdadera gracia.

– Ya irás conociendo a estas gentes; son terribles, ya verás… No hay nadie bueno aquí, como no sea la abuelita, que la pobre está trastornada… Y Juan, Juan es buenísimo, chica. ¿Ves tú que chilla tanto y todo? Pues es buenísimo…

Me miraba y ante mi cerrada expresión se echaba a reír…

– Y yo, ¿no crees? -concluía-. Si yo no fuera buena, Andreíta, ¿cómo les iba a aguantar a todos?

Yo la veía moverse y la veía charlar con agrado inexplicable. En la atmósfera pesada de su cuarto ella estaba tendida sobre la cama igual que un muñeco de trapo a quien pesara demasiado la cabellera roja. Y por lo general me contaba graciosas mentiras intercaladas a sucesos reales. No me parecía inteligente, ni su encanto personal provenía de su espíritu. Creo que mi simpatía por ella tuvo origen el día en que la vi desnuda sirviendo de modelo a Juan.

Yo no había entrado nunca en la habitación donde mi tío trabajaba, porque Juan me inspiraba cierta prevención. Fui una mañana a buscar un lápiz, por consejo de la abuela, que me indicó que allí lo encontraría.

El aspecto de aquel gran estudio era muy curioso. Lo habían instalado en el antiguo despacho de mi abuelo. Siguiendo la tradición de las demás habitaciones de la casa, se acumulaban allí, sin orden ni concierto, libros, papeles y las figuras de yeso que servían de modelo a los discípulos de Juan. Las paredes estaban cubiertas de duros bodegones pintados por mi tío en tonos estridentes. En un rincón aparecía, inexplicable, un esqueleto de estudiante de anatomía sobre su armazón de alambre, y por la gran alfombra manchada de humedades se arrastraban el niño y el gato, que venía en busca del sol de oro de los balcones. El gato parecía moribundo, con su fláccido rabo, y se dejaba atormentar por el niño abúlicamente.

Vi todo este conjunto en derredor de Gloria, que estaba sentada sobre un taburete recubierto con tela de cortina, desnuda y en una postura incómoda.

Juan pintaba trabajosamente y sin talento, intentando reproducir pincelada a pincelada aquel fino y elástico cuerpo. A mí me parecía una tarea inútil. En el lienzo iba apareciendo un acartonado muñeco tan estúpido como la misma expresión de la cara de Gloria al escuchar cualquier conversación de Román conmigo. Gloria, enfrente de nosotros, sin su desastrado vestido, aparecía increíblemente bella y blanca entre la fealdad de todas las cosas, como un milagro del Señor. Un espíritu dulce y maligno a la vez palpitaba en la grácil forma de sus piernas, de sus brazos, de sus finos pechos. Una inteligencia sutil y diluida en la cálida superficie de la piel perfecta. Algo que en sus ojos no lucía nunca. Esta llamada del espíritu que atrae en las personas excepcionales, en las obras de arte.

Yo, que había entrado sólo para unos segundos, me quedé allí fascinada. Juan parecía contento de mi visita y habló deprisa de sus proyectos pictóricos. Yo no le escuchaba.

Aquella noche, casi sin darme cuenta, me encontré iniciando una conversación con Gloria, y fui por primera vez a su cuarto. Su charla insubstancial me parecía el rumor de lluvia que se escuchaba con gusto y con pereza. Empezaba a acostumbrarme a ella, a sus rápidas preguntas incontestadas, a su estrecho y sinuoso cerebro.

– Sí, sí, yo soy buena… no te rías.

Estábamos calladas. Luego se acercaba para preguntarme:

– ¿Y de Román? ¿Qué opinas de Román? Luego hacía un gesto especial para decir:

– Ya sé que te parece simpático, ¿no?

Yo me encogía de hombros. Al cabo de un momento me decía:

– A ti te es más simpático que Juan, ¿no? Un día, impensadamente, se puso a llorar. Lloraba de una manera extraña, cortada y rápida, con ganas de acabar pronto.

– Román es un malvado -me dijo- ya lo irás conociendo. A mí me ha hecho un daño horrible, Andrea -se secó las lágrimas-. No te contaré de una vez las cosas que me ha hecho porque son demasiadas; poco a poco las sabrás. Ahora tú estás fascinada por él y ni siquiera me creerías.

Yo, honradamente, no me creía fascinada por Román, casi al contrario, a menudo le examinaba con frialdad. Pero en las raras noches en que Román se volvía amable después de la cena, siempre borrascosa, y me invitaba: «¿Vienes, pequeña?», yo me sentía contenta. Román no dormía en el mismo piso que nosotros: se había hecho arreglar un cuarto en las buhardillas de la casa, que resultó un refugio confortable. Se hizo construir una chimenea con ladrillos antiguos y unas librerías bajas pintadas de negro. Tenía una cama turca y, bajo la pequeña ventana enrejada, una mesa muy bonita llena de papeles, de tinteros de todas épocas y formas con plumas de ave dentro. Un rudimentario teléfono servía, según me explicó, para comunicar con el cuarto de la criada. También había un pequeño reloj, recargado, que daba la hora con un tintineo gracioso, especial. Había tres relojes en la habitación, todos antiguos, adornando acompasadamente el tiempo. Sobre las librerías, monedas, algunas muy curiosas; lamparitas romanas de la última época y una antigua pistola con puño de nácar.

Aquel cuarto tenía insospechados cajones en cualquier rincón de la librería, y todos encerraban pequeñas curiosidades que Román me iba enseñando poco a poco. A pesar de la cantidad de cosas menudas, todo estaba limpio y en un relativo orden.

– Aquí las cosas se encuentran bien, o por lo menos eso es lo que yo procuro… A mí me gustan las cosas -se sonreía-; no creas que pretendo ser original con esto, pero es la verdad. Abajo no saben tratarlas. Parece que el aire está lleno siempre de gritos… y eso es culpa de las cosas, que están asfixiadas, doloridas, cargadas de tristeza. Por lo demás, no te forjes novelas: ni nuestras discusiones ni nuestros gritos tienen causa, ni conducen a un fin… ¿Qué te has empezado a imaginar de nosotros?

– No sé.

– Ya sé que estás siempre soñando cuentos con nuestros caracteres.

– No.

Román enchufaba, mientras tanto, la cafetera exprés y sacaba no sé de dónde unas mágicas tazas, copas y licor; luego, cigarrillos.

– Ya sé que te gusta fumar.

– No; pues no me gusta.

– ¿Por qué me mientes a mí también?

El tono de Román era siempre de franca curiosidad respecto a mí.

– Sé perfectamente todo lo que tu prima escribió a Angustias… Es más: he leído la carta, sin ningún derecho, desde luego, por pura curiosidad.

– Pues no me gusta fumar. En el pueblo lo hacía expresamente para molestar a Isabel, sin ningún otro motivo. Para escandalizarla, para que me dejara venir a Barcelona por imposible.

Como yo estaba ruborizada y molesta, Román no me creía más que a medias, pero era verdad lo que le decía. Al final aceptaba un cigarrillo, porque los tenía siempre deliciosos y su aroma sí que me gustaba. Creo que fue en aquellos ratos cuando empecé a encontrar placer en el humo. Román se sonreía.

Yo me daba cuenta de que él me creía una persona distinta; mucho más formada, y tal vez más inteligente y desde luego hipócrita y llena de extraños anhelos. No me gustaba desilusionarle, porque vagamente yo me sentía inferior; un poco insulsa con mis sueños y mi carga de sentimentalismo, que ante aquella gente procuraba ocultar.

Román tenía una agilidad enorme en su delgado cuerpo. Hablaba conmigo en cuclillas junto a la cafetera, que estaba en el suelo, y entonces parecía en tensión, lleno de muelles bajo los músculos morenos. Luego, inopinadamente, se tumbaba en la cama, fumando, relajadas las facciones como si el tiempo no tuviera valor, como si nunca hubiera de levantarse de allí. Casi como si se hubiera echado para morir fumando.

A veces, yo miraba sus manos, morenas como su cara, llenas de vida, de corrientes nerviosas, de ligeros nudos, delgadas. Unas manos que me gustaban mucho.

Sin embargo, yo, sentada en la única silla del cuarto, frente a su mesa de trabajo, me sentía muy lejos de él. La impresión de sentirme arrastrada por su simpatía, que tuve cuando me habló la primera vez, no volvió nunca.

Preparaba un café maravilloso, y la habitación se llenaba de vahos cálidos. Yo me sentía a gusto allí, como en un remanso de la vida de abajo.

– Aquello es como un barco que se hunde. Nosotros somos las pobres ratas que, al ver el agua, no sabemos qué hacer… Tu madre evitó el peligro antes que nadie marchándose. Dos de tus tías se casaron con el primero que llegó, con tal de huir. Sólo quedamos la infeliz de tu tía Angustias y Juan y yo, que somos dos canallas. Tú, que eres una ratita despistada, pero no tan infeliz como parece, llegas ahora.

– ¿No quieres hacer música hoy, di?

Entonces Román abría el armarito en que terminaba la librería y sacaba de allí el violín. En el fondo del armario había unos cuantos lienzos arrollados.

– ¿Tú sabes pintar también?

– Yo he hecho de todo. ¿No sabes que empecé a estudiar medicina y lo dejé, que quise ser ingeniero y no pude llegar a hacer el ingreso? También he empezado a pintar de afición… Lo hacía mucho mejor que Juan, te lo aseguro.

Yo no lo dudaba: me parecía ver en Román un fondo inagotable de posibilidades. En el momento en que, de pie junto a la chimenea, empezaba a pulsar el arco, yo cambiaba completamente. Desaparecían mis reservas, la ligera capa de hostilidad contra todos que se me había ido formando. Mi alma, extendida como mis propias manos juntas, recibía el sonido como una lluvia la tierra áspera. Román me parecía un artista maravilloso y único. Iba hilando en la música una alegría tan fina que traspasaba los límites de la tristeza. La música aquella sin nombre. La música de Román, que nunca más he vuelto a oír.

El ventanillo se abría al cielo oscuro de la noche. La lámpara encendida hacía más alto y más inmóvil a Román, sólo respirando en su música. Y a mí llegaban en oleadas, primero, ingenuos recuerdos, sueños, luchas, mi propio presente vacilante, y luego, agudas alegrías, tristezas, desesperación, una crispación importante de la vida y un anegarse en la nada. Mi propia muerte, el sentimiento de mi desesperación total hecha belleza, angustiosa armonía sin luz.

Y de pronto un silencio enorme y luego la voz de Román.

– A ti se te podría hipnotizar… ¿Qué te dice la música? Inmediatamente se me cerraban las manos y el alma.

– Nada, no sé, sólo me gusta…

– No es verdad. Dime lo que te dice. Lo que te dice al final.

– Nada.

Me miraba, defraudado, un momento. Luego, mientras guardaba el violín:

– No es verdad.

Me alumbraba con su linterna eléctrica desde arriba, porque la escalera sólo se podía encender en la portería, y yo tenía que bajar tres pisos hasta nuestra casa.

El primer día tuve la impresión de que, delante de mí, en la sombra, bajaba alguien. Me pareció pueril y no dije nada.

Otro día la impresión fue más viva. De pronto, Román me dejó a oscuras y enfocó la linterna hacia la parte de la escalera en que algo se movía. Y vi clara y fugazmente a Gloria que corría escaleras abajo hacia la portería.

4

¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al volver de la universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro.

El tiempo era húmedo y aquella mañana tenía olor a nubes y a neumáticos mojados… Las hojas lacias y amarillentas caían en una lenta lluvia desde los árboles. Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de las casas y en los troles de los tranvías; y sin embargo, me envolvía la tristeza. Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo y cerrar los ojos.

¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias incompletas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea… Y sin embargo, habían llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis propios ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a olvidarme de mi aspecto y de mis sueños. Iba dejando de tener importancia el olor de los meses, las visiones del porvenir y se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada reticencia de Román. El resultado parecía ser aquella inesperada tristeza.

Cuando entré en la casa empezó a llover detrás de mí y la portera me lanzó un gran grito de aviso para que me limpiara los pies en el felpudo.

Todo el día había transcurrido como un sueño. Después de comer me senté, encogida, metidos los pies en unas grandes zapatillas de fieltro, junto al brasero de la abuela. Escuchaba el ruido de la lluvia. Los hilos del agua iban limpiando con su fuerza el polvo de los cristales del balcón. Primero habían formado una capa pegajosa de cieno, ahora las gotas resbalaban libremente por la superficie brillante y gris.

No tenía ganas de moverme ni de hacer nada, y por primera vez eché de menos uno de aquellos cigarrillos de Román. La abuelita vino a hacerme compañía. Vi que trataba de coser con sus torpes y temblonas manos un trajecito del niño. Gloria llegó un rato después y empezó a charlar, con las manos cruzadas bajo la nuca. La abuelita hablaba también, como siempre, de los mismos temas. Eran hechos recientes, de la pasada guerra, y antiguos, de muchos años atrás, cuando sus hijos eran niños. En mi cabeza, un poco dolorida, se mezclaban las dos voces en una cantinela con fondo de lluvia y me adormecían.

ABUELA.-No había dos hermanos que se quisieran más. (¿Me escuchas, Andrea?) No había dos hermanos como Román y Juanito… Yo he tenido seis hijos. Los otros cuatro estaban siempre cada uno por su lado, las chicas reñían entre ellas, pero estos dos pequeños eran como dos ángeles… Juan era rubio y Román muy moreno, y yo siempre los vestía con trajes iguales. Los domingos iban a misa conmigo y con tu abuelo… En el colegio, si algún chico se peleaba con uno de ellos, ya estaba el otro allí para defenderle. Román era más pícaro…, pero ¡cómo se querían! Todos los hijos deben ser iguales para una madre, pero estos dos fueron sobre todos para mí… como eran los más pequeños… como fueron los más desgraciados… Sobre todo Juan.

GLORIA.-¿Tú sabías que Juan quiso ser militar y, como le suspendieron en el ingreso de la Academia, se marchó a África, al Tercio, y estuvo allí muchos años?

ABUELA.-Cuando volvió trajo muchos cuadros de allí… Tu abuelo se enfadó cuando dijo que se quería dedicar a la pintura, pero yo le defendí y Román también, porque entonces, hija mía, Román era bueno… Yo siempre he defendido a mis hijos, he querido ocultar sus picardías y sus diabluras. Tu abuelo se enfadaba conmigo, pero yo no podía soportar que los riñesen… Pensaba: «Más moscas se cogen con una cucharada de miel»… Yo sabía que salían por las noches de juerga, que no estudiaban… Les esperaba temblando de que tu abuelo se enterara… Me contaban sus picardías y yo no me sorprendía de nada, hijita… Confiaba en que, poco a poco, sabrían dónde estaba el bien, empujados por su corazón mismo.

GLORIA.-Pues Román no la quiere a usted, mamá; dice que los ha hecho desgraciados a todos con su procedimiento.

ABUELA.-¿Román?… Je, je! Sí que me quiere, ya lo creo que me quiere… pero es más rencorosillo que Juan y está celoso de ti, Gloria; dice que te quiero más a ti…

gloria.-¿Dice eso Román?

ABUELA.-Sí; la otra noche, cuando yo buscaba mis tijeras… era ya muy tarde y todos estabais durmiendo, se abrió la puerta despacito y apareció Román. Venía a darme un beso. Yo le dije: «Es inicuo lo que haces con la mujer de tu hermano; es un pecado que Dios no te podrá perdonar…». Y entonces fue… Yo le dije: «Es una niña desgraciada por tu culpa, y tu hermano sufre también por tu causa. ¿Cómo te voy a querer igual que antes?»…

GLORIA.-Román antes me quería mucho. Y esto es un secreto grande, Andrea, pero estuvo enamorado de mí.

abuela.-Niña, niña. ¿Cómo iba a estar Román enamorado de una mujer casada? Te quería como a su hermana, nada más…

GLORIA.-Él me trajo a esta casa… Él mismo, que ahora no me habla, me trajo aquí en plena guerra… Tú te asustaste cuando entraste aquí la primera vez, ¿verdad que sí, Andrea? Pues para mí fue mucho peor… Nadie me quería…

ABUELA.-Yo sí que te quería, todos te quisimos, ¿por qué eres tan ingrata al hablar?

GLORIA.-Había hambre, tanta suciedad como ahora y un hombre escondido porque le buscaban para matarle: el jefe de Angustias, don Jerónimo; ¿no te han hablado de él? Angustias le había cedido su cama y ella dormía donde tú ahora… A mí me pusieron un colchón en el cuarto de la abuela. Todos me miraban con desconfianza. Don Jerónimo no me quería hablar porque, según él, yo era la querida de Juan y mi presencia le resultaba intolerable…

ABUELA.-Don Jerónimo era un hombre raro; figúrate que quería matar al gato… Ya ves tú, porque el pobre animal es muy viejo y vomitaba por los rincones, decía que no lo podía sufrir. Pero yo, naturalmente, lo defendí contra todos, como hago siempre que alguien está perseguido y triste…

GLORIA.-Yo era igual que aquel gato y mamá me protegió. Una vez me pegué con la criada esa, Antonia, que aún está en la casa…

abuela.-Es incomprensible eso de pegarse con un criado… Cuando yo era joven eso no se hubiera podido concebir… Cuando yo era joven teníamos un jardín grande que llegaba hasta el mar… Tu abuelo me dio una vez un beso… Yo no se lo perdoné en muchos años. Yo…

GLORIA.-Yo, cuando llegamos aquí estaba muy asustada. Román me decía: «No tengas miedo». Pero él también había cambiado.

abuela.-Cambió en los meses que estuvo en la checa; allí lo martirizaron; cuando volvió casi no le reconocimos. Pero Juan había sido más desgraciado que él, por eso yo comprendo más a Juan. Me necesita más Juan. Y esta niña también me necesita. Si no fuera por mí, ¿dónde estaría su reputación?

GLORIA.-Román había cambiado antes. En el momento mismo que entramos en Barcelona en aquel coche oficial. ¿Tú sabes que Román tenía un cargo importante con los rojos? Pero era un espía, una persona baja y ruin que vendía a los que le favorecieron. Sea por lo que sea, el espionaje es de cobardes…

ABUELA.-¿Cobardes? Niña, en mi casa no hay cobardes… Román es bueno y valiente y exponía su vida por mí, porque yo no quería que estuviera con aquella gente. Cuando era pequeño…

GLORIA.-Te voy a contar una historia, mi historia, Andrea, para que veas que es como una novela de verdad… Ya sabes tú que yo estaba en un pueblo de Tarragona, evacuada… Entonces, en la guerra, siempre estábamos fuera de nuestras casas. Cogíamos los colchones, los trastos, y huíamos. Había quien lloraba. ¡A mí me parecía tan divertido!… Era por enero o febrero cuando conocí a Juan, tú ya lo sabes. Juan se enamoró de mí en seguida y nos casamos a los dos días… Le seguí a todos los sitios a donde iba… Era una vida maravillosa, Andrea. Juan era completamente feliz conmigo, te lo juro, y entonces estaba guapo, no como ahora, que parece un loco… Había muchas chicas que seguían a sus maridos y a sus novios a todos lados. Siempre teníamos amigos divertidos… Yo nunca tuve miedo a los bombardeos, ni a los tiros… Pero no nos acercábamos mucho a los sitios de peligro. Yo no sé bien cuál era el cargo que tenía Juan, pero también era importante. Te digo que yo era feliz. La primavera iba llegando y pasábamos por sitios muy bonitos. Un día me dijo Juan: «Te voy a presentar a mi hermano». Así mismo, Andrea. Román al principio me pareció simpático… ¿Tú lo encuentras más guapo que Juan? Pasamos algún tiempo con él, en aquel pueblo. Un pueblo que llegaba al mar. Todas las noches Juan y Román se encerraban, para hablar, en un cuarto junto al que yo dormía. Yo quería saber lo que decían. ¿No te hubiera pasado a ti lo mismo? Y además había una puerta entre las dos habitaciones. Creía que hablaban de mí. Estaba segura de que hablaban de mí. Una noche me puse a escuchar. Miré por la cerradura: estaban los dos inclinados sobre un plano y Román era el que decía:

«Yo tengo que volver aún a Barcelona. Pero tú puedes pasarte. Es sencillísimo…». Poco a poco empecé a comprender que Román estaba instando a Juan para que se pasara a los nacionales… Figúrate, Andrea, que por aquellos días fue cuando yo empecé a sentir que estaba embarazada. Se lo dije a Juan. Él se quedó pensativo… Aquella noche en que se lo dije ya te imaginarás mi interés al volver a escuchar tras de la puerta del cuarto de Román. Yo estaba en camisón, descalza, todavía me parece que siento aquella angustia. Juan decía: «Estoy decidido. Ya no hay nada que me detenga». Yo no lo podía creer. Si lo hubiera creído, en aquel mismo momento habría aborrecido a Juan…

abuela.-Juan hacía bien. Te mandó aquí, conmigo…

GLORIA.-Aquella noche no hablaron nada de mí, nada. Cuando Juan vino a acostarse me encontró llorando en la cama. Le dije que había tenido malos sueños. Que había creído que me abandonaba sola con el niño. Entonces me acarició y se durmió sin decirme nada. Yo me quedé despierta viéndole dormir, quería ver qué cosas soñaba…

abuela.-Es bonito ver dormir a las personas que se quieren. Cada hijo duerme de una manera diferente…

GLORIA.-Al día siguiente, Juan le pidió a Román, delante de mí, que me trajera a esta casa cuando viniese a Barcelona. Román se quedó sorprendido y dijo: «No sé si podré», mirando muy serio a Juan. Por la noche discutieron mucho. Juan decía: «Es lo menos que puedo hacer; que yo sepa, no tiene ningún pariente». Entonces Román dijo: «¿Y Paquita?». Yo no había oído nunca ese nombre hasta entonces y estaba muy interesada. Pero Juan dijo otra vez: «Llévala a casa». Y aquella noche ya no hablaron más de eso. Sin embargo, hicieron algo interesante: Juan le dio mucho dinero a Román y otras cosas que luego él se ha negado a devolverle. Usted lo sabe bien, mamá.

ABUELA.-Niña, no se debe escuchar por las cerraduras de las puertas. Mi madre no me lo hubiera permitido, pero tú eres huérfana… es por eso…

gloria.-Como se oía el mar, muchas frases se me perdían. No pude enterarme de quién era Paquita, ni de nada interesante. Al día siguiente me despedí de Juan y estaba yo muy triste, pero me consolaba pensar que iba a venir a su casa. Román conducía el coche y yo iba a su lado. Román empezó a bromear conmigo… Es muy simpático Román cuando quiere, pero en el fondo es malo. Nos parábamos muchas veces en el trayecto. Y en una aldea estuvimos cuatro días alojados en el castillo… Un castillo maravilloso; por dentro estaba restaurado y tenía todo el confort moderno… Algunas habitaciones estaban devastadas, sin embargo. Los soldados se alojaban en la planta baja. Nosotros, con la oficialidad, en las habitaciones altas… Entonces Román era muy distinto conmigo. Muy amable, chica. Afinó un piano y tocaba cosas, como ahora hace para ti. Y además me pidió que me dejara pintar desnuda, como ahora hace Juan… Es que yo tengo un cuerpo muy bonito.

ABUELA.-¡Niña! ¿Qué estás diciendo? Esta picarona inventa muchas cosas… No hagas caso…

GLORIA.-Es verdad. Y yo no quise, mamá, porque usted sabe muy bien que aunque Román ha dicho tantas cosas de mí, yo soy una chica muy decente.

abuela.-Claro, hijita, claro… Tu marido hace mal en pintarte así; si el pobre Juan tuviera dinero para modelos no lo haría… Ya sé, hija mía, que haces ese sacrificio por él; por eso yo te quiero tanto…

GLORIA.-Había muchos lirios morados en el parque del castillo. Román quería pintarme con aquellos lirios morados en los cabellos… ¿Qué te parece?

ABUELA.-Lirios morados…, ¡qué bonitos son! ¡Cuánto tiempo hace que no tengo flores para mi Virgen!

gloria.-Luego vinimos a esta casa. Ya te puedes imaginar lo desgraciada que me sentí. Toda la gente de aquí me parecía loca. Don Jerónimo y Angustias hablaban de que mi matrimonio no servía y de que Juan no se casaría conmigo cuando volviera, de que yo era ordinaria, ignorante… Un día llegó la mujer de don Jerónimo, que venía a veces, muy escondida, para ver a su marido y traerle cosas buenas. Cuando se enteró de que en casa había una mujerzuela, como ella decía, le dio un ataque. La mamá le roció la cara con agua… Yo le pedí a Román que me devolviera el dinero que Juan le había dado, porque quería marcharme de aquí. Aquel dinero era bueno, en plata, de antes de la guerra. Cuando Román supo que yo había estado escuchando las conversaciones que él tuvo con Juan en el pueblo, se puso furioso. Me trató peor que a un perro. Peor que a un perro rabioso…

ABUELA.-Pero ¿vas a llorar ahora, tontuela? Román estaría un poco enfadado. Los hombres son así, algo vivos de genio. Y escuchar detrás de las puertas es una cosa fea, ya te lo he dicho siempre. Una vez…

GLORIA.-Por aquellos días vinieron a buscar a Román y se lo llevaron a una checa; querían que hablara y por eso no le fusilaron. Antonia, la criada, que está enamorada de él, se puso hecha una fiera. Declaró a su favor. Dijo que yo era una sinvergüenza, una mujer mala. Que Juan, cuando viniese, me tiraría por la ventana. Que yo era la que había denunciado a Román. Dijo que me abriría el vientre con un cuchillo; entonces fue cuando yo le pegué…

ABUELA.-Esa mujer es una fiera. Pero gracias a ella no fusilaron a Román. Por eso la aguantamos… Y no duerme nunca; algunas noches, cuando yo vengo a buscar mi cestillo de costura, o las tijeras, que siempre se me pierden, aparece en la puerta de su cuarto y me grita: «¿Por qué no se va usted a la cama, señora? ¿Qué hace usted levantada?». La otra noche me dio un susto tan grande que me caí…

gloria.-Yo pasaba hambre. Mamá, pobrecilla, me guardaba parte de su comida. Angustias y don Jerónimo tenían muchas cosas almacenadas, pero las probaban ellos solos. Yo rondaba su cuarto. A la criada le daban algo, de cuando en cuando, por miedo…

ABUELA.-Don Jerónimo era cobarde. A mí la gente cobarde no me gusta, no… Es mucho peor. Cuando vino un miliciano a registrar la casa, yo le enseñé todos mis santos, tranquilamente. «¿Pero usted cree en esas paparruchas de Dios?», me dijo. «Claro que sí; ¿usted no?», le contesté. «No, ni permito que lo crea nadie.» «Entonces yo soy más republicana que usted, porque a mí me tiene sin cuidado lo que los demás piensen; creo en la libertad de ideas.» Entonces se rascó la cabeza y me dio la razón. Al otro día me trajo un rosario de regalo, de los que tenían ellos requisados. Te advierto que ese mismo día a los vecinos de arriba, que sólo tenían un san Antonio sobre la cama, se lo tiraron por la ventana…

GLORIA.-No te quiero decir lo que padecí aquellos meses. Y al final fue peor. Mi niño nació cuando entraron los nacionales. Angustias me llevó a una clínica y me dejó allí… Era una noche de bombardeos terribles; las enfermeras me dejaron sola. Luego tuve una infección. Una fiebre altísima más de un mes. No conocía a nadie. No sé cómo el niño pudo vivir. Cuando terminó la guerra aún estaba yo en la cama y pasaba los días atontada, sin fuerzas para pensar ni para moverme. Una mañana se abrió la puerta y entró Juan. No le reconocí al pronto. Me pareció altísimo y muy flaco. Se sentó en mi cama y me abrazó. Yo apoyé la cabeza en su hombro y empecé a llorar, entonces me dijo: «Perdóname, perdóname», así bajito. Yo le empecé a tocar las mejillas porque casi no podía creer que era él y así estuvimos mucho rato.

ABUELA.-Juan trajo muchas cosas buenas para comer, leche condensada y café y azúcar… Yo me alegré por Gloria; pensé: «Le haré un dulce a Gloria al estilo de mi tierra»…, pero Antonia, esa mujer tan mala, no me deja meterme en la cocina…

GLORIA.-¡Estuvimos abrazados así tanto rato! ¿Cómo podía suponer yo lo que ha venido después? Era ya como el final de una novela. Como el final de todas las tristezas. ¿Cómo me podía imaginar yo que iba a empezar lo peor? Luego Román salió de la cárcel y era como si resucitara otro muerto. Me hizo todo el daño que pudo acerca de Juan. No quería que se casara conmigo de ninguna manera. Quería que nos echara a patadas a mí y al niño… Yo tuve que defenderme y decir cosas que eran verdad. Por eso Román no me puede ver.

abuela.-Niña, los secretos se deben guardar y nunca se deben decir para enemistar a los hombres. Cuando yo era muy jovencilla, una vez… una tarde del mes de agosto, muy azul, me acuerdo bien, y muy caliente, vi algo…

GLORIA.-Pero yo no me puedo olvidar de aquel rato en que estuve así, abrazada a Juan, y de cómo latía su corazón debajo de los huesos duros de su pecho… Me acordé que don Jerónimo y Angustias decían que tenía una novia guapa y rica y que se casaría con ella. Se lo dije y movió la cabeza para decirme que no. Y me besaba el pelo… Lo horrible fue que luego tuvimos que vivir aquí otra vez, que no teníamos dinero. Si no, hubiéramos sido una pareja muy feliz y Juan no estaría tan chiflado… Aquel momento fue como el final de una película.

ABUELA.-Yo fui la madrina del niño… Andrea, ¿estás dormida?

GLORIA.-¿Estás dormida, Andrea?


Yo no estaba dormida. Y creo que recuerdo claramente estas historias. Pero la fiebre que me iba subiendo me atontaba. Tenía escalofríos y Angustias me hizo acostar. Mi cama estaba húmeda, los muebles, en la luz grisácea, más tristes, monstruosos y negros. Cerré los ojos y vi una rojiza oscuridad detrás de los párpados. Luego, la imagen de Gloria en la clínica, apoyada, muy blanca, contra el hombro de Juan, distinto y enternecido, sin aquellas sombras grises en las mejillas…

Estuve con fiebre varios días. Una vez recuerdo que vino a verme Antonia con su peculiar olor a ropa negra y su cara se mezcló a mis sueños afilando un largo cuchillo. Veía también a la abuelita, joven y vestida de azul, una tarde de agosto, junto al mar. Pero sobre todo a Gloria, llorando contra el hombro de Juan; y las grandes manos de él acariciando sus cabellos. Y los ojos de Juan, que yo conocía extraviados e inquietos, enternecidos por una luz desconocida.

La última tarde de mi enfermedad vino Román a verme. Trajo el loro en el hombro y el perro entró también de una manera impetuosa, dispuesto a lamerme la cara.

– ¿Por qué no tocas el piano un rato para mí? Me han dicho que tocas el piano muy bien…

– Sí, sólo de afición.

– ¿Y no has compuesto algo para piano, nunca?

– Sí, algunas veces, ¿por qué me lo preguntas?

– Yo creo que deberías haberte dedicado a la música exclusivamente, Román. Tócame eso que compusiste para el piano.

– Cuando estás enferma hablas como si dijeras las cosas con doble intención, no sé por qué. Tecleó un poco y luego dijo:

– Esto está muy desafinado, pero te voy a tocar la canción de Xochipilli… ¿No te acuerdas del idolillo de barro que tengo arriba?… No vayas a creer que es auténtico. Lo fabriqué yo mismo. Pero representa a Xochipilli, el dios de los juegos y de las flores de los aztecas. En sus buenos tiempos, este dios recibía ofrendas de corazones humanos… Yo, muchos siglos más tarde, en un rapto de entusiasmo por él compuse un poco de música. El pobre Xochipilli está en decadencia, como verás…

Se sentó al piano y tocó algo alegre, contra su costumbre. Tocó algo parecido al resurgir de la vida en primavera, con notas roncas y agudas como un aroma que se extiende y embriaga.

– Tú eres un gran músico, Román -le dije y así lo creía de veras.

– No. Tú no tienes ni pizca de cultura musical, por eso me juzgas así. Pero me halaga.

– ¡Ah! -dijo cuando estaba ya en la puerta-; puedes creer que he hecho un pequeño sacrificio en tu honor al tocar eso. Xochipilli me trae siempre mala suerte.

Aquella noche tuve un sueño clarísimo en que se repetía una vieja y obsesionante imagen: Gloria, apoyada en el hombro de Juan, lloraba… Poco a poco, Juan sufrió curiosas transformaciones. Le vi enorme y oscuro con la fisonomía enigmática del dios Xochipilli. La cara pálida de Gloria empezó a animarse y a revivir; Xochipilli sonreía también. Bruscamente su sonrisa me fue conocida: era la blanca y un poco salvaje sonrisa de Román. Era Román el que abrazaba a Gloria y los dos reían. No estaban en la clínica, sino en el campo. En un campo con lirios morados y Gloria estaba despeinada por el viento.

Me desperté sin fiebre y confusa, como si realmente hubiera descubierto algún oscuro secreto.

5

No sé a qué fueron debidas aquellas fiebres, que pasaron como una ventolera dolorosa, removiendo los rincones de mi espíritu, pero barriendo también sus nubes negras. El caso es que desaparecieron antes de que nadie hubiera pensado en llamar al médico y que al cesar me dejaron una extraña y débil sensación de bienestar. El primer día que pude levantarme tuve la impresión de que al tirar la manta hacia los pies quitaba también de sobre mí aquel ambiente opresivo que me anulaba desde mi llegada a la casa.

Angustias, examinando mis zapatos, cuyo cuero arrugado como una cara expresiva delataba su vejez, señaló las suelas rotas que rezumaban humedad y dijo que yo había cogido un enfriamiento por llevar los pies mojados.

– Además, hija mía, cuando se es pobre y se tiene que vivir a costa de la caridad de los parientes, es necesario cuidar más las prendas personales. Tienes que andar menos y pisar con más cuidado… No me mires así, porque te advierto que sé perfectamente lo que haces cuando yo estoy en mi oficina. Sé que te vas a la calle y vuelves antes de que yo llegue, para que no pueda pillarte. ¿Se puede saber a donde vas?

– Pues a ningún sitio concreto. Me gusta ver las calles. Ver la ciudad…

– Pero te gusta ir sola, hija mía, como si fueras un golfo. Expuesta a las impertinencias de los hombres. ¿Es que eres una criada, acaso?… A tu edad, a mí no me dejaban ir sola ni a la puerta de la calle. Te advierto que comprendo que es necesario que vayas y vengas de la universidad…, pero de eso a andar por ahí suelta como un perro vagabundo… Cuando estés sola en el mundo haz lo que quieras. Pero ahora tienes una familia, un hogar y un nombre. Ya sabía yo que tu prima del pueblo no podía haberte inculcado buenos hábitos. Tu padre era un hombre extraño… No es que tu prima no sea una excelente persona, pero le falta refinamiento. A pesar de todo, espero que no irías a corretear por las calles del pueblo.

– No.

– Pues aquí mucho menos. ¿Me has oído?

Yo no insistí, ¿qué podía decirle?

De pronto se volvió, espeluznada, cuando ya se iba.

– Espero que no habrás bajado hacia el puerto por las Ramblas.

– ¿Por qué no?

– Hija mía, hay unas calles en las que si una señorita se metiera alguna vez, perdería para siempre su reputación. Me refiero al barrio chino… Tú no sabes dónde comienza…

– Sí, sé perfectamente. En el barrio chino no he entrado… pero ¿qué hay allí?

Angustias me miró furiosa.

– Perdidas, ladrones y el brillo del demonio, eso hay.

(Y yo, en aquel momento, me imaginé el barrio chino iluminado por una chispa de belleza.)

El momento de mi lucha contra Angustias se acercaba cada vez más, como una tempestad inevitable. A la primera conversación que tuve con ella supe que nunca íbamos a entendernos. Luego, la sorpresa y la tristeza de mis primeras impresiones habían dado una gran ventaja a mi tía. «Pero -pensé yo, excitada, después de esta conversación- este período se acaba.» Me vi entrar en una vida nueva, en la que dispondría libremente de mis horas y sonreí a Angustias con sorna.

Cuando volví a reanudar las clases en la universidad me parecía fermentar interiormente de impresiones acumuladas. Por primera vez en mi vida me encontré siendo expansiva y anudando amistades. Sin mucho esfuerzo conseguí relacionarme con un grupo de muchachas y muchachos compañeros de clase. La verdad es que me llevaba a ellos un afán indefinible que ahora puedo concretar como un instinto de defensa: sólo aquellos seres de mi misma generación y de mis mismos gustos podían respaldarme y ampararme contra el mundo un poco fantasmal de las personas maduras. Y verdaderamente, creo que yo en aquel tiempo necesitaba este apoyo.

Comprendí en seguida que con los muchachos era imposible el tono misterioso y reticente de las confidencias, al que las chicas suelen ser aficionadas, el encanto de desmenuzar el alma, el roce de la sensibilidad almacenado durante años… En mis relaciones con la pandilla de la universidad me encontré hundida en un cúmulo de discusiones sobre problemas generales en los que no había soñado antes siquiera y me sentía descentrada y contenta al mismo tiempo.

Pons, el más joven de mi grupo, me dijo un día:

– Antes, ¿cómo podías vivir, siempre huyendo de hablar con la gente? Te advierto que nos resultabas bastante cómica. Ena se reía de ti con mucha gracia. Decía que eras ridícula, ¿qué te pasaba?

Me encogí de hombros un poco dolida, porque de toda la juventud que yo conocía Ena era mi preferida.

Aun en los tiempos en que no pensaba ser su amiga, yo le tenía simpatía a aquella muchacha y estaba segura de ser correspondida. Ella se había acercado algunas veces para hablarme cortésmente con cualquier pretexto. El primer día de curso me había preguntado que si yo era parienta de un violinista célebre. Recuerdo que la pregunta me pareció absurda y me hizo reír.

No era yo solamente quien sentía preferencia por Ena. Ella constituía algo así como un centro atractivo en nuestras conversaciones, que presidía muchas veces. Su malicia y su inteligencia eran proverbiales. Yo estaba segura de que si alguna vez me había tomado como blanco de sus burlas, realmente debería haber sido yo el hazmerreír de todo nuestro curso.

La miré desde lejos, con cierto rencor. Ena tenía una agradable y sensual cara, en la que relucían unos ojos terribles. Era un poco fascinante aquel contraste entre sus gestos suaves, el aspecto juvenil de su cuerpo y de su cabello rubio, con la mirada verdosa cargada de brillo y de ironía que tenían sus grandes ojos.

Mientras yo hablaba con Pons, ella me saludó con la mano. Luego vino a buscarme atravesando los grupos bulliciosos que esperaban en el patio de letras la hora de la clase. Cuando llegó a mi lado tenía las mejillas encarnadas y parecía de un humor excelente.

– Déjanos solas, Pons, ¿quieres?

– Con Pons -me dijo cuando vio la delgada figura del muchacho que se alejaba- hay que tener cuidado. Es de esas personas que se ofenden enseguida. Ahora mismo cree que le he hecho un agravio al pedirle que nos deje…, pero tengo que hablarte.

Yo estaba pensando que hacía sólo unos minutos también me había sentido herida por burlas suyas de las que hasta entonces no tenía la menor idea. Pero ahora estaba ganada por su profunda simpatía.

Me gustaba pasear con ella por los claustros de piedra de la universidad y escuchar su charla pensando en que algún día yo habría de contarle aquella vida oscura de mi casa, que en el momento en que pasaba a ser tema de discusión, empezaba a aparecer ante mis ojos cargada de romanticismo. Me parecía que a Ena le interesaría mucho y que entendería aún mejor que yo sus problemas. Hasta entonces, sin embargo, no le había dicho nada de mi vida. Me iba haciendo amiga suya gracias a este deseo de hablar que me había entrado; pero hablar y fantasear eran cosas que siempre me habían resultado difíciles, y prefería escuchar su charla, con una sensación como de espera, que me desalentaba y me parecía interesante al mismo tiempo. Así, cuando nos dejó Pons aquella tarde no podía imaginar que la agridulce tensión entre mis vacilaciones y mi anhelo de confidencias iba a terminarse.

– He averiguado hoy que un violinista de que te hablé hace tiempo…, ¿te acuerdas?…, además de llevar tu segundo apellido, tan extraño, vive en la calle de Aribau como tú. Su nombre es Román. ¿De veras no es pariente tuyo? -me dijo.

– Sí, es mi tío; pero no tenía idea de que realmente fuera un músico. Estaba segura de que aparte de su familia nadie más sabía que tocara el violín.

– Pues ya ves que yo sí que le conocía de oídas.

A mí me empezó a entrar una ligera excitación al pensar que Ena pudiera tener algún contacto con la calle de Aribau. Al mismo tiempo me sentí casi defraudada.

– Yo quiero que me presentes a tu tío.

– Bueno.

Nos quedamos calladas. Yo estaba esperando que Ena me explicara algo. Ella, tal vez que hablara yo. Pero sin saber por qué me pareció imposible comentar ya, con mi amiga, el mundo de la calle de Aribau. Pensé que me iba a ser terriblemente penoso llevar a Ena delante de Román -«un violinista célebre»- y presenciar la desilusión y la burla de sus ojos ante el aspecto descuidado de aquel hombre. Tuve uno de esos momentos de desaliento y vergüenza tan frecuentes en la juventud, al sentirme yo misma mal vestida, trascendiendo a lejía y áspero jabón de cocina junto al bien cortado traje de Ena y al suave perfume de su cabello.

Ena me miraba. Recuerdo que me pareció un alivio enorme que en aquel momento tuviéramos que entrar en clase.

– ¡Espérame a la salida! -me gritó.

Yo me sentaba siempre en el último banco y a ella le reservaban un sitio sus amigos, en la primera fila. Durante toda la explicación del profesor yo estuve con la imaginación perdida. Me juré que no mezclaría aquellos dos mundos que se empezaban a destacar tan claramente en mi vida: el de mis amistades de estudiante con su fácil cordialidad y el sucio y poco acogedor de mi casa. Mi deseo de hablar de la música de Román, de la rojiza cabellera de Gloria, de mi pueril abuela vagando por la noche como un fantasma, me pareció idiota. Aparte del encanto de vestir todo esto con hipótesis fantásticas en largas conversaciones, sólo quedaba la realidad miserable que me había atormentado a mi llegada y que sería la que Ena podría ver, si llegaba yo a presentarle a Román.

Así, en cuanto terminó la clase de aquel día me escabullí fuera de la universidad y corrí a mi casa como si hubiera hecho algo malo, huyendo de la segura mirada de mi amiga.

Cuando llegué a nuestro piso de la calle de Aribau deseé, sin embargo, encontrar a Román, porque era una tentación demasiado fuerte darle a entender que conocía el secreto -secreto que al parecer él guardaba celosamente- de su celebridad y de su éxito en un tiempo pasado. Pero aquel día no vi a Román a la hora de la comida. Esto me decepcionó, aunque no llegó a extrañarme, porque Román se ausentaba con frecuencia. Gloria, sonando los mocos a su niño, me pareció un ser infinitamente vulgar, y Angustias estuvo insoportable.

Al día siguiente y algunos otros días más rehuí a Ena hasta que pude convencerme de que al parecer ella había olvidado sus preguntas. A Román no se le veía por casa.

Gloria me dijo:

– ¿Tú no sabes que él se va de cuando en cuando de viaje? No se lo dice a nadie, ni nadie sabe adonde va más que la cocinera… («¿Sabrá Román -pensaba yo- que algunas personas le consideran una celebridad, que la gente aún no le ha olvidado?») Una tarde me acerqué a la cocina.

– Diga, Antonia, ¿sabe usted cuándo volverá mi tío?

La mujer torció hacia mí, rápidamente, su risa espantosa.

– Él volverá. Él nunca deja de volver. Se va y vuelve. Vuelve y se va… Pero no se pierde nunca, ¿verdad, Trueno? No hay que preocuparse.

Se volvía hacia el perro que estaba, como de costumbre, detrás de ella, con su roja lengua fuera.

– ¿Verdad, Trueno, que no se pierde nunca?

Los ojos del animal relucían amarillos mirando a la mujer y los ojos de ella brillaban también, chicos y oscuros, entre los humos de la lumbre que estaba comenzando a encender.

Estuvieron así los dos unos instantes, fijos, hipnotizados. Tuve la seguridad de que Antonia no añadiría una palabra a sus poco informadores comentarios.

No hubo manera de saber nada de Román hasta que él mismo apareció un atardecer. Estaba yo sola con la abuela y con Angustias, y además me encontraba algo así como en prisión correccional, pues Angustias me había cazado en el momento en que yo me disponía a escaparme a la calle andando de puntillas. En un instante así, la llegada de Román me causó una alegría inusitada.

Me pareció más moreno, con la frente y la nariz quemada del sol, pero demacrado, sin afeitar y con el cuello de la camisa sucio.

Angustias le miró de arriba abajo, -¡Quisiera yo saber dónde has estado!

Él la miró a su vez, maligno, mientras sacaba al loro para acariciarle.

– Puedes estar segura de que te lo voy a decir… ¿Quién me ha cuidado al loro, mamá?

– Yo, hijo mío -dijo la abuela, sonriéndole-, no me olvido nunca…

– Gracias, mamá.

La enlazó por la cintura, de modo que parecía que iba a levantarla, y le dio un beso en el cabello.

– A ningún sitio muy bueno habrás ido. Ya me han puesto sobre aviso de tus andanzas, Román. Te advierto que sé que no eres el mismo de antes…, tu sentido moral deja bastante que desear.

Román ensanchó el pecho, como para sacudirse del enervamiento del viaje.

– ¿Y si te dijera que tal vez en mis andanzas he logrado averiguar algo sobre el sentido moral de mi hermana?

– No digas absurdos, ¡necio! Y menos delante de mi sobrina.

– Nuestra sobrina no se espantará. Y mamá, aunque abra esos ojillos redondos, tampoco…

Los pómulos de Angustias aparecieron amarillos y rojos y me pareció curioso que su pecho ondulase como el de cualquier otra mujer agitada.

– He estado corriendo algo por el Pirineo -dijo Román-, he parado unos días en Puigcerdá, que es un pueblo precioso, y naturalmente he ido a visitar a una pobre señora a quien conocí en mejores tiempos y a la que su marido ha hecho encerrar en su casona lúgubre, custodiada por criados como si fuese un criminal.

– Si te refieres a la mujer de don Jerónimo, del jefe de mi oficina, sabes perfectamente que la pobre se ha vuelto loca y que antes de mandarla al manicomio él ha preferido…

– Sí, ya veo que estás muy al tanto de los asuntos de tu jefe, me refiero a la pobre señora Sanz… En cuanto a que esté loca, no lo dudo. Pero ¿quién ha tenido la culpa de que llegue a ese estado?

– ¿Qué eres capaz de insinuar? -gritó Angustias tan dolorida (esta vez de verdad) que me dio pena.

– ¡Nada! -dijo Román con sorprendente ligereza, mientras flotaba bajo su bigote una sonrisa asombrada.

Yo me había quedado con la boca abierta, parada en medio de mi deseo de hablar con Román. Había pasado días excitada con la perspectiva de hablar a mi tío; tantas noticias, que yo creía interesantes y agradables para él, me parecía guardar.

Cuando me levanté de la silla para abrazarle con más ímpetu del que solía poner en estas cosas, me saltaba la alegría de esta sorpresa que le tenía preparada en la punta de la lengua. La escena que siguió me había cortado el entusiasmo.

Con el rabillo del ojo vi a tía Angustias -mientras Román me hablaba- apoyada en el aparador, muy pensativa, afeada por una mueca dolorosa, pero sin llorar, lo que era extraño en ella.

Román se acomodó tranquilamente en una silla y empezó a hablarme de los Pirineos. Dijo que aquellas magníficas arrugas de la tierra que se levantan entre nosotros -los españoles- y el resto de Europa eran uno de los sitios verdaderamente grandiosos del Globo. Me habló de la nieve, de los profundos valles, del cielo gélido y brillante.

– No sé por qué no puedo amar a la naturaleza; tan terrible, tan hosca y magnífica como es a veces… Yo creo que he perdido el gusto por lo colosal. El tictac de mis relojes me despierta los sentidos más que el viento en los desfiladeros… Yo estoy cerrado -concluyó.

Al oírle estaba yo pensando que no valía la pena hablar a Román de que una muchacha de mi edad conociera su talento, que la fama de ese talento a él no le interesaba. Que también para todo halago externo estaba él voluntariamente cerrado.

Román mientras hablaba acariciaba las orejas del perro, que entornaba los ojos de placer. La criada, en la puerta, los acechaba; se secaba las manos en el delantal -aquellas manos aporradas, con las uñas negras- sin saber lo que hacía y miraba, segura, insistente, las manos de Román en las orejas del perro.

6

Con frecuencia me encontré sorprendida, entre aquellas gentes de la calle de Aribau, por el aspecto de tragedia que tomaban los sucesos más nimios, a pesar de que aquellos seres llevaban cada uno un peso, una obsesión real dentro de sí, a la que pocas veces aludían directamente.

El día de Navidad me envolvieron en uno de sus escándalos; y quizá porque hasta entonces solía estar yo apartada de ellos me hizo éste más impresión que otro alguno. O quizá por el extraño estado de ánimo en que me dejó respecto a mi tío Román, al que no tuve más remedio que empezar a ver bajo un aspecto desagradable en extremo.

Aquella vez la discusión tuvo sus raíces ocultas en mi amistad con Ena. Y mucho más tarde, recordándolo, he pensado que una especie de predestinación unió a Ena desde el principio a la vida de la calle de Aribau, tan impermeable a elementos extraños.

Mi amistad con Ena había seguido el curso normal de unas relaciones entre dos compañeras de clase que simpatizan extraordinariamente. Volví a recordar el encanto de mis amistades de colegio, ya olvidadas, gracias a ella. No se me ocultaban tampoco las ventajas que su preferencia por mí me reportaba. Los mismos compañeros me estimaban más. Seguramente les parecía más fácil acercarse así a mi guapa amiga.

Sin embargo, era para mí un lujo demasiado caro el participar de las costumbres de Ena. Ella me arrastraba todos los días al bar -el único sitio caliente que yo recuerdo, aparte del sol del jardín, en aquella universidad de piedra- y pagaba mi consumición, ya que habíamos hecho un pacto para prohibir que los muchachos, demasiado jóvenes todos, y en su mayoría faltos de recursos, invitaran a las chicas. Yo no tenía dinero para una taza de café. Tampoco lo tenía para pagar el tranvía -si alguna vez podía burlar la vigilancia de Angustias y salía con mi amiga a dar un paseo- ni para comprar castañas calientes a la hora del sol. Y a todo proveía Ena. Esto me arañaba de un modo desagradable la vida. Todas mis alegrías de aquella temporada aparecieron un poco limadas por la obsesión de corresponder a sus delicadezas. Hasta entonces nadie a quien yo quisiera me había demostrado tanto afecto y me sentía roída por la necesidad de darle algo más que mi compañía, por la necesidad que sienten todos los seres poco agraciados de pagar materialmente lo que para ellos es extraordinario: el interés y la simpatía.

No sé si era un sentimiento bello o mezquino -y entonces no se me hubiera ocurrido analizarlo- el que me empujó a abrir mi maleta para hacer un recuento de mis tesoros. Apilé mis libros mirándolos uno a uno. Los había traído todos de la biblioteca de mi padre, que mi prima Isabel guardaba en el desván de su casa, y estaban amarillos y mohosos de aspecto. Mi ropa interior y una cajita de hoja de lata acababan de completar el cuadro de todo lo que yo poseía en el mundo. En la caja encontré fotografías viejas, las alianzas de mis padres y una medalla de plata con la fecha de mi nacimiento. Debajo de todo, envuelto en papel de seda, estaba un pañuelo de magnífico encaje antiguo que mi abuela me había mandado el día de mi primera comunión. Yo no me acordaba de que fuera tan bonito y la alegría de podérselo regalar a Ena me compensaba muchas tristezas. Me compensaba el trabajo que me llegaba a costar poder ir limpia a la universidad, y sobre todo parecerlo junto al aspecto confortable de mis compañeros. Aquella tristeza de recoser los guantes, de lavar mis blusas en el agua turbia y helada del lavadero de la galería con el mismo trozo de jabón que Antonia empleaba para fregar sus cacerolas y que por las mañanas raspaba mi cuerpo bajo la ducha fría. Poder hacer a Ena un regalo tan delicadamente bello me compensaba de toda la mezquindad de mi vida. Me acuerdo de que se lo llevé a la universidad el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad y que escondí este hecho, cuidadosamente, a las miradas de mis parientes; no porque me pareciera mal regalar lo que era mío, sino porque entraba aquel regalo en el recinto de mis cosas íntimas del cual los excluía a todos. Ya en aquella época me parecía imposible haber pensado nunca en hablar de Ena a Román, ni aun para decirle que alguien admiraba su arte.

Ena se quedó conmovida y tan contenta cuando encontró en el paquete que le di la graciosa fruslería, que esta alegría suya me unió a ella más que todas sus anteriores muestras de afecto. Me hizo sentirme todo lo que no era: rica y feliz. Y yo no lo pude olvidar ya nunca.

Me acuerdo de que este incidente me había puesto de buen humor y de que empecé mis vacaciones con más paciencia y dulzura hacia todos de la que habitualmente tenía. Hasta con Angustias me mostraba amable. La Nochebuena me vestí, dispuesta a ir a Misa del Gallo con ella, aunque no me lo había pedido. Con gran sorpresa de mi parte se puso muy nerviosa.

– Prefiero ir sola esta noche, nena…

Creyó que me había quedado decepcionada y me acarició la cara.

– Ya irás mañana a comulgar con tu abuelita…

Yo no estaba decepcionada, sino sorprendida, pues a todos los oficios religiosos, Angustias me hacía ir con ella y le gustaba vigilar y criticar mi devoción.

La mañana de Navidad apareció espléndida cuando ya llevaba muchas horas durmiendo. Acompañé, en efecto, a la abuela a misa. A la fuerte luz del sol, la viejecilla, con su abrigo negro, parecía una pequeña y arrugada pasa. Iba a mi lado tan contenta, que me atormentó un turbio remordimiento de no quererla más.

Cuando ya volvíamos, me dijo que había ofrecido la comunión por la paz de la familia.

– Que se reconcilien esos hermanos, hija mía, es mi único deseo y también que Angustias comprenda lo buena que es Gloria y lo desgraciada que ha sido.

Cuando subíamos las escaleras de la casa oímos gritos que salían de nuestro piso. La abuela se cogió a mi brazo con más fuerza y suspiró.

Al entrar encontramos que Gloria, Angustias y Juan tenían un altercado de tono fuerte en el comedor. Gloria lloraba histérica.

Juan intentaba golpear con una silla la cabeza de Angustias y ella había cogido otra como escudo y daba saltos para defenderse.

Como el loro chillaba excitado y Antonia cantaba en la cocina, la escena no dejaba de tener su comicidad.

La abuelita se metió en seguida en la riña, aleteando e intentando sujetar a Angustias, que se puso desesperada.

Gloria corrió hacia mí.

– ¡Andrea! ¡Tú puedes decir que no es verdad! Juan dejó la silla para mirarme.

– ¿Qué va a decir Andrea? -gritó Angustias-; sé muy bien que lo has robado…

– ¡Angustias! ¡Cómo sigas insultando, te abro la cabeza, maldita!

– Bueno, ¿pero qué tengo que decir yo?

– Dice Angustias que te he quitado un pañuelo de encaje que tenías…

Sentí que me ponía estúpidamente encarnada, como si me hubieran acusado de algo. Una oleada de calor. Un chorro de sangre hirviente en las mejillas, en las orejas, en las venas del cuello…

– ¡Yo no hablo sin pruebas! -dijo Angustias con el índice extendido hacia Gloria-. Hay quien te ha visto sacar de casa ese pañuelo para venderlo. Precisamente es lo único valioso que tenía la sobrina en su maleta y no me negarás que no es la primera vez que revuelves esa maleta para quitar de ella algo. Dos veces te he descubierto ya usando la ropa interior de Andrea.

Esto era efectivamente cierto. Una desagradable costumbre de Gloria, sucia y desastrada en todo y sin demasiados escrúpulos para la propiedad ajena.

– Pero eso de que me haya quitado el pañuelo no es verdad -dije oprimida por una angustia infantil.

– ¿Ves? ¡Bruja indecente! Más valdría que tuvieras vergüenza en tus asuntos y que no te metieras en los de los demás. Éste era Juan, naturalmente.

– ¿No es verdad? ¿No es verdad que te han robado tu pañuelo de la primera comunión?… ¿Dónde está entonces? Porque esta misma mañana he estado viendo yo tu maleta y allí no hay nada.

– Lo he regalado -dije conteniendo los latidos de mi corazón-. Se lo he regalado a una persona.

Tía Angustias vino tan deprisa hacia mí, que cerré los ojos con un gesto instintivo, como si tratara de abofetearme. Se quedó tan cerca, que su aliento me molestaba.

– Dime a quién se lo has dado, ¡enseguida! ¿A tu novio? ¿Tienes novio?

Moví la cabeza en sentido negativo.

– Entonces no es verdad. Es una mentira que dices para defender a Gloria. No te importa dejarme en ridículo con tal de que quede bien esa mujerzuela…

Corrientemente tía Angustias era comedida en su modo de hablar. Aquella vez se debió contagiar del ambiente general. Lo demás fue muy rápido: un bofetón de Juan, tan brutal, que hizo tambalearse a Angustias y caer al suelo.

Me incliné rápidamente hacia ella y quise ayudarle a levantarse. Me rechazó, brusca, llorando. La escena, en realidad, había perdido todo su aspecto divertido para mí.

– Y escucha, ¡bruja! -gritó Juan-. No lo había dicho antes porque soy cien veces mejor que tú y que toda la maldita ralea de esta casa, pero me importa muy poco que todo dios se entere de que la mujer de tu jefe tiene razón en insultarte por teléfono, como hace a veces, y que anoche no fuiste a Misa del Gallo ni a nada por el estilo…

Creo que me va a ser difícil olvidar el aspecto de Angustias en aquel momento. Con los mechones grises despeinados, los ojos tan abiertos que me daban miedo y limpiándose con dos dedos un hilillo de sangre de la comisura de los labios…, parecía borracha.

– ¡Canalla! ¡Canalla!… ¡Loco! -gritó.

Luego se tapó la cara con las manos y corrió a encerrarse en su cuarto. Oímos el crujido de la cama bajo su cuerpo, y luego su llanto.

El comedor se quedó envuelto en una tranquilidad pasmosa. Miré a Gloria y vi que me sonreía. Yo no sabía qué hacer. Intenté una tímida llamada en el cuarto de Angustias y noté con alivio que no me contestaba.

Juan se fue al estudio y desde allí llamó a Gloria. Oí que empezaban una nueva discusión que hasta mí llegaba amortiguada como una tempestad que se aleja.

Yo me acerqué al balcón y apoyé la frente en los cristales. Aquel día de Navidad, la calle tenía aspecto de una inmensa pastelería dorada, llena de cosas apetecibles.

Sentí que la abuelita se acercaba a mi espalda y luego su mano estrecha, siempre azulosa de frío, inició una débil caricia sobre mi mano.

– Picarona -me dijo-, picarona…, has regalado mi pañuelo. La miré y vi que estaba triste, con un desconsuelo infantil en los ojos.

– ¿No te gustaba mi pañuelo? Era de mi madre, pero yo quise que fuera para ti…

No supe qué contestar y volví su mano para besarle la palma, arrugada y suave. Me apretaba a mí también un desconsuelo la garganta, como una soga áspera. Pensé que cualquier alegría de mi vida tenía que compensarla algo desagradable. Que quizás esto era una ley fatal.

Llegó Antonia para poner la mesa. En el centro, como si fueran flores, colocó un plato grande con turrón. Tía Angustias no quiso salir de su cuarto para comer.

Estábamos la abuela, Gloria, Juan, Román y yo, en aquella extraña comida de Navidad, alrededor de una mesa grande, con su mantel a cuadros deshilachado por las puntas.

Juan se frotó las manos, contento.

– ¡Alegría! ¡Alegría! -dijo, y descorchó una botella. Como era día de Navidad, Juan se sentía muy animado. Gloria empezó a comer trozos de turrón empleándolos como pan desde la sopa. La abuelita reía, dichosa, con la cabeza vacilante después de beber vino.

– No hay pollo ni pavo, pero un buen conejo es mejor que todo -dijo Juan.

Sólo Román parecía, como siempre, lejos de la comida. También cogía trozos de turrón para dárselos al perro.

Teníamos semejanza con cualquier tranquila y feliz familia, envuelta en su pobreza sencilla, sin querer nada más. Un reloj que se atrasaba siempre dio unas campanadas intempestivas y el loro se esponjó, satisfecho, al sol.

De pronto a mí me pareció todo aquello idiota, cómico y risible otra vez. Y sin poderlo remediar empecé a reírme cuando nadie hablaba ni venía a cuento, y me atraganté. Me daban golpes en la espalda, y yo, encarnada y tosiendo hasta saltárseme las lagrimas, me reía; luego terminé llorando en serio, acongojada, triste y vacía.

Por la tarde me hizo ir tía Angustias a su cuarto. Se había metido en la cama y se colocaba unos paños con agua y vinagre en la frente. Estaba ya tranquila y parecía enferma.

– Acércate, hijita, acércate -me dijo-, tengo que explicarte algo… Tengo interés de que sepas que tu tía es incapaz de hacer nada malo o indecoroso.

– Ya lo sé. No lo he dudado nunca.

– Gracias, hija, ¿no has creído las calumnias de Juan?

– ¡Ah!…, ¿que anoche no estabas en Misa del Gallo? -contuve las ganas de sonreírme-. No. ¿Por qué no ibas a estar? Además, a mí eso no me parece importante. Se removió inquieta.

– Me es muy difícil explicarte, pero…

Su voz venía cargada de agua, como las nubes hinchadas de primavera. Me resultaba insoportable otra nueva escena, y toqué su brazo con las puntas de mis dedos.

– No quiero que me expliques nada. No creo que tengas que darme cuenta de tus actos, tía. Y si te sirve de algo, te diré que creo imposible cualquier cosa poco moral que me dijeran de ti.

Ella me miró, aleteándole los ojos castaños bajo la visera del paño mojado que llevaba en la cabeza.

– Me voy a marchar muy pronto de esta casa, hija -dijo con voz vacilante-. Mucho más pronto de lo que nadie se imagina. Entonces resplandecerá mi verdad.

Traté de imaginarme lo que sería la vida sin tía Angustias, los horizontes que se me podrían abrir… Ella no me dejó.

– Ahora, Andrea, escúchame -había cambiado de tono-; si has regalado ese pañuelo tienes que pedir que te lo devuelvan.

– ¿Por qué? Era mío.

– Porque yo te lo mando.

Me sonreí un poco, pensando en los contrastes de aquella mujer.

– No puedo hacer eso. No haré esa estupidez.

Algo ronco le subía a Angustias por la garganta, como a un gato el placer. Se incorporó en la cama, quitándose de la frente el pañuelo humedecido.

– ¿Te atreverías a jurar que lo has regalado?

– ¡Claro que sí! ¡Por Dios!

Yo estaba aburrida y desesperada de aquel asunto.

– Se lo he regalado a una compañera de la universidad.

– Piensa que juras en falso.

– ¿No te das cuenta, tía, que todo esto llega a ser ridículo? Digo la verdad. ¿Quién te ha metido en la cabeza que Gloria me lo quitó?

– Me lo aseguró tu tío Román, hija -se volvió a tender, lacia, sobre la almohada-, que Dios le perdone si ha dicho una mentira. Me dijo que él había visto a Gloria vendiendo tu pañuelo en una tienda de antigüedades; por eso fui yo a registrar la maleta esta mañana.

Me quedé perpleja, como si hubiera metido mis manos en algo sucio, sin saber qué hacer ni qué decir.

Terminé el día de Navidad en mi cuarto, entre aquella fantasía de muebles en el crepúsculo. Yo estaba sentada sobre la cama turca, envuelta en la manta, con la cabeza apoyada sobre las rodillas dobladas.

Fuera, en las tiendas, se trenzarían chorros de luz y la gente iría cargada de paquetes. Los belenes armados con todo su aparato de pastores y ovejas estarían encendidos. Cruzarían las calles, bombones, ramos de flores, cestas adornadas, felicitaciones y regalos.

Gloria y Juan habían salido de paseo con el niño. Pensé que sus figuras serían más ñacas, más borrosas y perdidas entre las otras gentes. Antonia también había salido y escuché los pasos de la abuelita, nerviosa y esperanzada como un ratoncillo, husmeando en el prohibido mundo de la cocina; en los dominios de la terrible mujer. Arrastró una silla para alcanzar la puerta del armario. Cuando encontró la lata del azúcar oí crujir los terrones entre su dentadura postiza.

Los demás estábamos en la cama. Tía Angustias, yo y allá arriba, separado por las capas amortiguadas de rumores (sonidos de gramófono, bailes, conversaciones bulliciosas) de cada piso, podía imaginarme a Román tendido también, fumando, fumando…

Y los tres pensábamos en nosotros mismos sin salir de los límites estrechos de aquella vida. Ni él, ni Román, con su falsa apariencia endiosada. Él, Román, más mezquino, más cogido que nadie en las minúsculas raíces de lo cotidiano. Chupada su vida, sus facultades, su arte, por la pasión de aquella efervescencia de la casa. Él, Román, capaz de fisgar en mis maletas y de inventar mentiras y enredos contra un ser a quien afectaba despreciar hasta la ignorancia absoluta de su existencia.

Así acabó para mí aquel día de Navidad, helada en mi cuarto y pensando estas cosas.

7

Dos días después de la borrascosa escena que he contado, Angustias desempolvó sus maletas y se fue sin decirnos adonde, ni cuándo pensaba volver.

Sin embargo, aquel viaje no revistió el carácter de escapada silenciosa que daba Román a los suyos. Angustias revolvió la casa durante los dos días con sus órdenes y sus gritos. Estaba nerviosa, se contradecía. A veces lloraba.

Cuando las maletas estuvieron cerradas y el taxi esperando, se abrazó a la abuela.

– ¡Bendíceme, mamá!

– Sí, hija mía, sí, hija mía…

– Recuerda lo que te he dicho.

– Sí, hija mía…

Juan miraba la escena con las manos en los bolsillos, impaciente.

– ¡Estás más loca que una cabra, Angustias!

Ella no le contestó. Yo la veía con su largo abrigo oscuro, su eterno sombrero, apoyada en el hombro de la madre, inclinándose hasta tocar con su cabeza la blanca cabeza y tuve la sensación de encontrarme ante una de aquellas últimas hojas de otoño, muertas en el árbol antes de que el viento las arranque.

Cuando al fin se marchó quedaron mucho rato vibrando sus ecos. Aquella misma tarde sonó el timbre de la puerta y yo abrí a un desconocido que venía en su busca.

– ¿Se ha marchado ya? -añadió él mismo, ansioso, como si hubiera venido corriendo.

– Sí.

– ¿Puedo entonces ver a su abuela?

Le hice pasar al comedor y él lanzó a toda aquella ruinosa tristeza una mirada inquieta. Era un hombre alto y grueso, con las cejas muy grises y espesas.

La abuelita apareció con el niño pegado a sus faldas, con su espectral y desastrado señorío, sonriéndole dulcemente sin reconocerle.

– No sé de dónde…

– He vivido muchos meses en esta casa, señora. Soy Jerónimo Sanz.

Miré al jefe de Angustias con curiosidad impertinente. Parecía un hombre de mal genio, que se contuviera con dificultad. Iba muy bien vestido. Sus ojos oscuros, casi sin blanco, me recordaron a los de los cerdos que criaba Isabel en el pueblo.

– Jesús! Jesús! -decía la abuelita, temblona-. Claro que sí… Siéntese usted. ¿Conoce a Andrea?

– Sí, señora. Ya la vi la última vez que estuvo aquí. Ha cambiado muy poco…, se parece a su madre en los ojos y en lo alta y delgada que es. En realidad, Andrea tiene un gran parecido con la familia de ustedes.

– Es igual que mi hijo Román; si tuviera los ojos negros sería como mi hijo Román -dijo la abuela inesperadamente.

Don Jerónimo resopló en su sillón. La conversación sobre mí le interesaba tan poco como a mí misma. Se volvió a la abuela y vio que se había olvidado de él, ocupada en jugar con el niño.

– Señora. Yo quisiera la dirección de Angustias… Es un favor que le pido a usted. Ya sabe…, tengo algunos asuntos en la oficina que sólo ella puede resolver, pues…, no se ha acordado de eso… y…

– Sí, sí -dijo la abuela-. No se ha acordado… Se le ha olvidado a Angustias decir adonde iba. ¿Verdad, Andrea? Sonrió a don Jerónimo con sus ojillos claros y dulces.

– Se ha olvidado de dar su dirección a todo el mundo -concluyó-, quizás escriba… Mi hija es un poco especial. Figúrese usted, tiene la manía de decir que su cuñada, que mi nuera Gloria no es perfecta…

Don Jerónimo, enrojecido sobre su blanco cuello duro, buscó un momento para despedirse. Desde la puerta me lanzó una mirada de odio singular. Tuve el impulso de correr tras él, de cogerle por las solapas y de gritarle furiosa:

«¿Por qué me mira usted así? ¿Qué tengo yo que ver con usted?». Pero, naturalmente, le sonreí y cerré la puerta con cuidado. Al volverme encontré la cara de la abuelita, infantil, contra mi pecho.

– Estoy contenta, hijita. Estoy contenta, pero me parece que esta vez me tendré que confesar. Estoy segura, sin embargo, de que no será un pecado muy grande. Pero de todas maneras…, como quiero comulgar mañana…

– ¿Es que le has dicho una mentira a don Jerónimo?

– Sí, sí… -y la abuela se reía.

– ¿Dónde está Angustias, abuela?

– A ti tampoco puedo decírtelo, picarona… Y me gustaría, porque tus tíos creen muchas barbaridades de la pobre Angustias que no son verdad y tú podrías creerlas también. La pobre hija mía lo único que tiene es muy mal genio… Pero no hay que hacerle caso.

Gloria y Juan vinieron.

– ¿De modo que no se ha fugado Angustias con don Jerónimo? -dijo Juan, brutalmente.

– ¡Calla!, ¡calla!… De sobra sabes que tu hermana es incapaz.

– Pues nosotros, mamá, la vimos la noche de Nochebuena volver a casa con don Jerónimo casi de madrugada. Juan y yo nos escondimos en la sombra para verlos pasar. Debajo del farol que hay a la entrada se despidieron, don Jerónimo le besó la mano y ella lloraba…

– Hija -dijo la abuela, moviendo la cabeza-, no todas las cosas que se ven son lo que parecen.

Un rato después la vimos salir desafiando la sombra helada de la tarde para confesarse en una iglesia cercana.

Entré en el cuarto de Angustias y el blando colchón desguarnecido me dio la idea de dormir allí mientras ella estuviera fuera. Sin consultarlo a nadie trasladé mis ropas a aquella cama, no sin cierta inquietud, pues todo el cuarto estaba impregnado del olor a naftalina e incienso que su dueña despedía, y el orden de las tímidas sillas parecía obedecer aún a su voz. Aquel cuarto era duro como el cuerpo de Angustias, pero más limpio y más independiente que ninguno en la casa. Me repelía instintivamente y a la vez atraía a mi deseo de comodidad.

Horas más tarde, cuando la casa estaba en la paz de la noche -corta tregua obligatoria-, ya de madrugada me despertó la luz eléctrica en los ojos.

Me incorporé sobresaltada en la cama y vi a Román.

– ¡Ah! -dijo con el ceño fruncido, pero esbozando una sonrisa-, te aprovechas de la ausencia de Angustias para dormir en su alcoba… ¿No tienes miedo a que te ahogue cuando se entere?

Yo no le contesté, pero le miré interrogante.

– Nada -dijo él-, nada…, no quería nada aquí.

Brusco, apagó otra vez la luz y se fue. Luego le oí salir de la casa.

Durante los siguientes días yo tuve la impresión de que esta aparición de Román a altas horas de la noche había sido un sueño; pero la recordé vividamente poco tiempo después.

Fue una tarde de luz muy triste. Yo me cansé de ver los retratos antiguos que me enseñaba la abuela en su alcoba. Tenía un cajón lleno de fotografías en el más espantoso desorden, algunas con el cartón mordisqueado de ratones.

– ¿Ésta eres tú, abuela?

– Sí…

– ¿Éste es el abuelito?

– Sí, es tu padre.

– ¿Mi padre?

– Sí, mi marido.

– Entonces no es mi padre, sino mi abuelo…

– ¡Ah!… Sí, sí.

– ¿Quién es esta niña tan gorda?

– No sé.

Pero detrás de la fotografía había una fecha antigua y un nombre: «Amalia».

– Es mi madre cuando pequeña, abuela.

– Me parece que estás equivocada.

– No, abuela.

De sus antiguos amigos de juventud se acordaba de todos.

– Es mi hermano… Es un primo que ha estado en América…

Al final me cansé y fui hacia el cuarto de Angustias. Quería estar allí sola y a oscuras un rato. «Si tengo ganas -pensé con el ligero malestar que siempre me atacaba al reflexionar sobre esto- estudiaré un rato.» Empujé la puerta con suavidad y de pronto retrocedí, asustada: junto al balcón, aprovechando para leer la última luz de la tarde, estaba Román, con una carta en la mano.

Se volvió con impaciencia, pero al verme esbozó una sonrisa.

– ¡Ah!… ¿Eres tú, pequeña?… Bueno, ahora no me huyas, haz el favor.

Me quedé quieta y vi que él con gran tranquilidad y destreza doblaba aquella carta y la colocaba sobre un fajo de ellas que había sobre el pequeño escritorio (yo miraba sus ágiles manos, morenas, vivísimas). Abrió uno de los cajones de Angustias. Luego sacó un llavero de bolsillo, encontró enseguida la llavecita que buscaba y cerró el cajón silenciosamente después de haber metido las cartas dentro.

Mientras efectuaba estas operaciones me iba hablando:

– Precisamente tenía yo muchas ganas de charlar esta tarde contigo, pequeña. Tengo arriba un café buenísimo y quería invitarte a una taza. Tengo también cigarrillos y unos bombones que compré ayer pensando en ti… Y… ¿bien? -dijo al terminar, en vista de que yo no contestaba.

Se había recostado contra el escritorio de Angustias y la última luz del balcón le daba de espaldas. Yo estaba enfrente.

– Se te ven brillar los ojos grises como a un gato -me dijo. Yo descargué mi atontamiento y mi tensión en algo parecido a un suspiro.

– Bueno, ¿qué me contestas?

– No, Román, gracias. Esta tarde quiero estudiar.

Román frotó una cerilla para encender el cigarrillo; vi un instante, entre las sombras, su cara iluminada por un resplandor rojizo y su singular sonrisa, luego las doradas hebras ardiendo. Enseguida un punto rojo y alrededor otra vez la luz gris violeta del crepúsculo.

– No es verdad que tengas ganas de estudiar, Andrea… ¡Anda! -dijo acercándose rápidamente hacia mí y cogiéndome del brazo-. ¡Vamos!

Me sentí rígida y suavemente empecé a despegar sus dedos de mi brazo.

– Hoy, no…, gracias.

Me soltó enseguida; pero estábamos muy cerca y no nos movíamos.

Se encendieron los faroles de la calle, y un reguero amarillento se reflejó en la vacía silla de Angustias, corrió sobre los baldosines…

– Puedes hacer lo que quieras, Andrea -dijo él al fin-, no es cuestión de vida o muerte para mí.

La voz le sonaba profunda, con un tono nuevo.

«Está desesperado», pensé, sin saber a ciencia cierta por qué encontraba desesperación en su voz. Él se marchó rápidamente y dio un portazo al salir del piso, como siempre. Yo me sentía emocionada de una manera desagradable. Me entró un inmediato deseo de seguirle, pero al llegar al recibidor me detuve otra vez. Hacía días que yo rehuía la afectuosidad de Román, me parecía imposible volver a sentirme amiga suya después del desagradable episodio del pañuelo. Pero aún me inspiraba él más interés que los demás de la casa juntos… «Es mezquino, es una persona innoble», pensé en alta voz, allí, en la tranquila oscuridad de la casa.

Sin embargo, me decidí a abrir la puerta y subir las escaleras. Sintiendo por primera vez, aun sin comprenderlo, que el interés y la estimación que inspire una persona son dos cosas que no siempre van unidas.

Por el camino iba pensando en que la primera noche que dormí en el cuarto de Angustias, después de la aparición de Román y de haber oído el portazo que dio a su marcha y sus pasos en la escalera, oí salir de la casa a Gloria. El cuarto de Angustias recibía directamente los ruidos de la escalera. Era como una gran oreja en la casa… Cuchicheos, portazos, voces, todo resonaba allí. Impresionada como estaba, me había puesto a escuchar. Había cerrado los ojos para oír mejor; me parecía ver a Gloria, con su cara blanca y triangular, rondando por el descansillo sin decidirse. Dio unos cuantos pasos y se detuvo luego vacilante; otra vez comenzó a pasear y a detenerse. Me empezó a latir el corazón de excitación porque estaba segura de que ella no podría resistir el deseo de subir los peldaños que separaban nuestra casa del cuarto de Román. Tal vez no podía resistir la tentación de espiarle… Sin embargo, los pasos de Gloria se decidieron, bruscamente, a lanzarse escalera abajo, hacia la calle. Todo esto resultaba tan asombroso que contribuyó a que yo lo achacara a trastornos de mi imaginación medio dormida.

Ahora era yo quien subía despacio, latiéndome el corazón, al cuarto de Román. En realidad me parecía que le hacía yo verdadera falta, que le hacía verdadera falta hablar, como me había dicho. Tal vez quería confesarse conmigo; arrepentirse delante de mí o justificarse. Cuando llegué le encontré tumbado, acariciando la cabeza del perro.

– ¿Crees que has hecho una gran cosa con venir?

– No… Pero tú querías que viniera.

Román se incorporó mirándome con una expresión de curiosidad en sus ojos brillantes.

– Quisiera saber hasta qué punto puedo contar contigo; hasta qué punto puedes llegar a quererme… ¿Tú me quieres, Andrea?

– Sí, es natural… -dije cohibida-, no sé hasta qué punto las sobrinas corrientes quieren a sus tíos… Román se echó a reír.

– ¿Las sobrinas corrientes? ¿Es que tú te consideras sobrina extraordinaria…? ¡Vamos, Andrea! ¡Mírame!… ¡Tonta! A las sobrinas de todas clases les suelen tener sin cuidado los tíos…

– Sí, a veces pienso que es mejor la amistad que la familia. Puede uno, en ocasiones, unirse más a un extraño a su sangre…

La imagen de Ena, borrada todos aquellos días, se dibujaba en mi imaginación con un vago perfil. Perseguida por esta idea pregunté a Román:

– ¿Tú no tienes amigos?

– No -Román me observaba-. Yo no soy un hombre de amigos. Ninguno de esta casa necesita amigos. Aquí nos bastamos a nosotros mismos. Ya te convencerás de ello…

– No lo creo. No estoy tan segura de eso… Hablarías mejor con un hombre de tu edad que conmigo…

Las ideas me apretaban la garganta sin poderlas expresar. Román tenía un tono irritado, aunque sonreía.

– Si necesitara amigos los tendría, los he tenido y los he dejado perder. Tú también te hartarás de todo… ¿Qué persona hay, en este cochino y bonito mundo, que tenga bastante interés para aguantarla? Tú también mandarás a la gente al diablo dentro de poco, cuando se te pase el romanticismo de colegiala por las amistades.

– Pero tú, Román, te vas al diablo también detrás de esa gente a la que despides… Nunca he hecho tanto caso yo de la gente como tú, ni he tenido tanta curiosidad de sus asuntos íntimos… Ni registro sus cajones, ni me importa lo que tienen en sus maletas los demás.

Me puse encarnada y lo sentí, porque estaba encendida la luz y estaba encendido un claro fuego en la chimenea. Al darme cuenta, me subió una nueva oleada de sangre, pero me atreví a mirar la cara de mi tío.

Román levantaba una ceja.

– ¡Ah! ¿Conque es eso lo que motivaba las huidas de estos días?

– Mira -cambió de tono-, no te metas en lo que no puedes comprender, mujer… No sabrías entenderme si te explicara mis acciones. Y, por lo demás, no he soñado en darte a ti explicaciones de mis actos.

– Yo no te las pido.

– Sí… Pero tengo ganas de hablar yo… Tengo ganas de contarte cosas.

Aquella tarde me pareció Román trastornado. Por primera vez tuve frente a él la misma sensación de desequilibrio que me hacía siempre tan desagradable la permanencia junto a Juan. En el curso de aquella conversación que tuvimos hubo momentos en que toda la cara se le iluminaba de malicioso buen humor, otras veces me miraba medio fruncido el ceño, tan intensos los ojos como si realmente fuera apasionante para él lo que me contaba. Como si fuera lo más importante de su vida.

Al principio parecía que no sabía cómo empezar. Manipuló con la cafetera. Apagó la luz y nos quedamos con la claridad única de la chimenea para beber más confortablemente el café. Yo me senté sobre la estera del suelo, junto al fuego, y él estuvo a mi lado un rato, en cuclillas, fumando. Luego se levantó.

«¿Le pediré que haga un poco de música como siempre?», pensé, al ver que el silencio se hacía tan largo. Parecía que habíamos recobrado nuestro ambiente normal. De pronto me asustó su voz.

– Mira, quería hablar contigo, pero es imposible. Tú eres una criatura… «lo bueno», «lo malo», «lo que me gusta», «lo que me da la gana de hacer»…, todo eso es lo que tú tienes metido en tu cabeza, con una claridad de niño. Algunas veces creo que te pareces a mí, que me entiendes, que entiendes mi música, la música de esta casa… La primera vez que toqué el violín para ti, yo estaba temblando por dentro de esperanza, de una alegría tan terrible cuando tus ojos cambiaban con la música… Pensaba, pequeña, que tú me ibas a entender hasta sin palabras; que tú eras mi auditorio, el auditorio que me hacía falta… Y tú no te has dado cuenta siquiera de que yo tengo que saber -de que de hecho sé- todo, absolutamente todo, lo que pasa abajo. Todo lo que siente Gloria, todas las ridículas historias de Angustias, todo lo que sufre Juan… ¿Tú no te has dado cuenta de que yo los manejo a todos, de que dispongo de sus vidas, de que dispongo de sus nervios, de sus pensamientos…? ¡Si yo te pudiera explicar que a veces estoy a punto de volver loco a Juan!… Pero ¿tú misma no lo has visto? Tiro de su comprensión, de su cerebro, hasta que casi se rompe… A veces, cuando grita con los ojos abiertos, me llega a emocionar. ¡Si tú sintieras alguna vez esta emoción tan espesa, tan extraña, secándote la lengua, me entenderías! Pienso que con una palabra lo podría calmar, apaciguar, hacerle mío, hacerle sonreír… Tú eso lo sabes, ¿no? Tú sabes muy bien hasta qué punto Juan me pertenece, hasta qué punto se arrastra tras de mí, hasta qué punto le maltrato. No me digas que no te has dado cuenta… Y no quiero hacerle feliz. Y le dejo, así, que se hunda solo… Y a los demás… Y a toda la vida de la casa, sucia como un río revuelto… Cuando vivas más tiempo aquí, esta casa y su olor, y sus cosas viejas, si eres como yo, te agarrarán la vida. Y tú eres como yo… ¿No eres como yo? Di, ¿no te pareces a mí algo?

Así estábamos; yo sobre la estera del suelo y él de pie. No sabía yo si gozaba asustándome o realmente estaba loco. Había terminado de hablar casi en un susurro al hacerme la última pregunta. Estaba yo, quieta, con muchas ganas de escapar, nerviosa.

Rozó con las puntas de los dedos mi cabeza y me levanté de un salto, ahogando un grito.

Entonces se echó a reír de verdad, entusiasmado, infantil, encantador como siempre.

– ¡Qué susto! ¿Verdad, Andrea?

– ¿Por qué me has dicho tantos disparates, Román?

– ¿Disparates? -pero se reía-. No estoy tan seguro de que lo sean… ¿No te he contado la historia del dios Xochipilli, mi pequeño idolillo acostumbrado a recibir corazones humanos? Algún día se cansará de mis débiles ofrendas de música y entonces…

– Román, ya no me asustas, pero estoy nerviosa… ¿No puedes hablar en otro tono? Si no puedes, me voy…

– Y entonces -Román se reía más, con sus blancos dientes bajo el bigotillo negro-, entonces le ofreceré Juan a Xochipilli, le. ofreceré el cerebro de Juan y el corazón de Gloria…

Suspiró.

– Mezquinos ofrecimientos, a pesar de todo. Tu hermoso y ordenado cerebro quizá fuera mejor…

Bajé las escaleras hasta la casa, corriendo, perseguida por la risa divertida de Román. Porque de hecho me escapé. Me escapé y los escalones me volaban bajo los pies. La risa de Román me alcanzaba, como la mano huesuda de un diablo que me cogiera la punta de la falda…

No quise cenar para no encontrarme con Román. No porque le tuviera miedo, no; un minuto después de terminada me había parecido absurda la conversación, pero me había trastornado, me sentía enervada y sin ganas de afrontar sus ojos. Ahora y no cuando le vi husmear mezquino, sin respeto a la vida de los demás, ahora y no todos aquellos días anteriores en que me escapaba de él, creyendo despreciarle, era cuando empezaba a sentir contra Román una repulsión indefinible.

Me acosté y no podía dormirme. La luz del comedor ponía una raya brillante debajo de la puerta del cuarto; oía voces. Los ojos de Román estaban sobre los míos: «No necesitarás nada cuando las cosas de la casa te agarren los sentidos»… Me pareció un poco aterrador este continuo rumiar de las ideas que él me había sugerido. Me encontré sola y perdida debajo de mis mantas. Por primera vez sentía un anhelo real de compañía humana. Por primera vez sentía en la palma de mis manos el ansia de otra mano que me tranquilizara… Entonces el timbre del teléfono, allí, en la cabecera de la cama, empezó a sonar. Me había olvidado de que existía ese chisme en la casa, porque sólo Angustias lo utilizaba. Descolgué el auricular sacudida aún por el escalofrío de la impresión de su sonido agudo, y se me entró por los oídos una alegría tan grande (porque era como una respuesta a mi estado de ánimo) que al pronto ni la sentí.

Era Ena, que había encontrado mi número en el listín de teléfonos y me llamaba.

8

Angustias volvió en un tren de medianoche y se encontró a Gloria en la escalera de la casa. A mí me despertó el ruido de las voces. Rápidamente me di cuenta de que estaba durmiendo en un cuarto que no era el mío y de que su dueña me lo reclamaría.

Salté de la cama traspasada de frío y de sueño. Tan asustada, que tenía la sensación de no poder moverme aunque, en realidad, no hice otra cosa: en pocos segundos arranqué las ropas de la cama y me envolví con ellas. Tiré la almohada, al pasar, en una silla del comedor y llegué hasta el recibidor envuelta en una manta, descalza sobre las baldosas heladas, en el momento en que Angustias entraba de la calle seguida del chofer con sus maletas y conduciendo a Gloria por un brazo. La abuelita apareció también, aturrullada y balbuciente al ver a Gloria.

– Vamos, hija, vamos… ¡Corre a mi cuarto! -le dijo. Pero Angustias no soltaba el brazo de Gloria.

– No, mamá. No, de ninguna manera. El chofer miraba de reojo la escena. Angustias le pagó y cerró la puerta. Enseguida se volvió a Gloria.

– ¡Sinvergüenza! ¿Qué hacías a estas horas en la escalera, di? Gloria estaba reconcentrada como un gato. Su boca pintada resultaba muy oscura.

– Ya te dije, chica, que te había sentido llegar y que iba a recibirte.

– ¡Qué descaro! -gritó Angustias.

Mi tía presentaba un aspecto lamentable. Llevaba su sombrero inmutable, lo mismo que el día que se fue; pero la pluma, torcida, apuntaba como un cuerno feroz. Se santiguó y empezó a rezar con las manos sobre el pecho.

– ¡Dios mío, dame paciencia! ¡Dame paciencia, Dios mío!

Yo sentía el frío quemándome las plantas de los pies y temblaba violentamente debajo de mi manta.

«¿Qué dirá -pensaba yo- cuando sepa que he utilizado su cuarto?» La abuelita empezó a llorar:

– Angustias, suelta a esta niña, suelta a esta niña… Parecía una criatura.

– ¡Parece mentira, mamá! ¡Parece mentira! -volvió a gritar Angustias-. Ni siquiera le preguntas dónde ha estado… ¿Te hubiera gustado a ti que una hija tuya hiciera eso? ¡Tú, mamá, que ni siquiera nos permitías ir a las fiestas en casa de nuestros amigos cuando éramos jóvenes, proteges las escapadas nocturnas de esta infame!

Se llevó las manos a la cabeza, quitándose el sombrero. Se sentó en la maleta y empezó a gemir:

– ¡Me vuelvo loca! ¡Me vuelvo loca!

Gloria se escabulló como una sombra hacia el cuarto de la abuela, en el momento en que Antonia aparecía husmeadora y luego Juan, embutido en su abrigo viejo.

– ¿Se puede saber a qué vienen esos gritos? ¡Animal! -dijo dirigiéndose a Angustias-. ¿No te das cuenta de que mañana me tengo yo que levantar a las cinco y me hace falta sueño?

– ¡Más valdría que preguntaras a tu mujer qué es lo que hace en la calle a estas horas, en vez de insultarme!

Juan se quedó parado, con la mandíbula apuntada hacia la abuela.

– ¿Qué tiene que ver Gloria con esto?

– Gloria está en su cuarto, hijito…, quiero decir en mi cuarto con el niño… Salió a recibir a Angustias a la escalera y ella creyó que se iba a la calle. Es un malentendido.

Angustias contemplaba furiosa a la abuela y Juan estaba en medio de todos nosotros, gigantesco. Su reacción no se hizo esperar.

– ¿Por qué mientes, mamá? ¡Maldita sea!… Y tú, bruja, ¿por qué te metes en lo que no te importa? ¿Qué tienes que ver tú con mi mujer? ¿Quién eres para impedirle que salga de noche, si le da la gana? Yo soy el único de esta casa a quien ella tiene que pedir permiso, y el que se lo concede…, conque ¡métete en tu cuarto y no aúlles más!

Angustias se metió en su cuarto, en efecto, y Juan se quedó mordiéndose las mejillas, como siempre que estaba nervioso. La criada dio un chillido de gozo, ansiosa como estaba, en la puerta de su cubil. Juan se volvió hacia ella con el puño levantado, y luego lo volvió a dejar caer, fláccido, a lo largo del cuerpo.

Yo entré en el salón donde tenía mi alcoba y me sorprendió el olor a aire enmohecido y a polvo. ¡Qué frío hacía! Sobre el colchón de aquella cama turca, fino como una hoja, yo no podía hacer más que tiritar.

Se abrió la puerta en seguida detrás de mí y apareció otra vez ante mis ojos la figura de Angustias. Gimió al tropezar con un mueble, en la oscuridad.

– ¡Andrea! -gritó-. ¡Andrea!

– Estoy aquí.

La sentía respirar fuerte.

– Ofrezco al Señor toda la amargura que me causáis… ¿Se puede saber qué hace tu traje en mi cuarto?

Me reconcentré un momento. En aquel silencio se empezó a oír una discusión en la lejana alcoba de la abuela.

– He dormido estos días allí -dije al fin.

Angustias abrió los brazos como si se fuera a caer o a tantear el aire para encontrarme. Yo cerré los ojos, pero ella volvió a tropezar y a gemir.

– Dios te perdone el disgusto que me das… Pareces un cuervo sobre mis ojos… Un cuervo que me quisiera heredar en vida.

En aquel momento cruzó el recibidor un grito de Gloria y luego el golpe de la puerta de la alcoba que compartían ella y Juan, al cerrarse. Angustias se irguió escuchando. Ahora parecía venir un llanto ahogado.

– ¡Dios mío! ¡Es para volverse loca! -murmuró mi tía. Cambió de tono:

– Contigo, señorita, ajustaré las cuentas mañana. En cuanto te levantes ven a mi cuarto. ¿Oyes?

– Sí.

Cerró la puerta y se fue. La casa se quedó llena de ecos, gruñendo como un animal viejo. El perro, detrás de la puerta de la criada, empezó a ulular, a gemir y a su voz se mezcló otro grito de Gloria, y al llanto de ella que siguió, otro llanto más lejano del niño. Luego este lloro del niño fue el que predominó, el que llenó todos los rincones de la casa ya apaciguada. Oí salir a Juan nuevamente de su alcoba, para ir a buscar a su hijo al cuarto de la abuela. Oí después cómo él mismo lo paseaba monótonamente por el recibidor, cómo le hablaba para tranquilizarle y dormirlo. No era la primera vez que las cantinelas de Juan a su hijo llegaban a mí en las noches frías. Juan tenía para la criatura ternuras insospechadas, íntimas y casi feroces. Sólo una vez cada quince días Gloria se iba a dormir a la alcoba de la abuela con el pequeño, para que el llanto caprichoso de éste no despertara a Juan, que estaba precisado a salir de casa cuando aún no había amanecido y luego habría de pasar la jornada haciendo unos duros trabajos suplementarios de los que volvía, rendido, a la noche siguiente.

Aquélla tan desgraciada en que llegó Angustias era una de estas noches en que mi tío tenía que madrugar.

Despierta todavía, le oí salir antes de que las sirenas de las fábricas rompieran a pitidos la neblina de la mañana. Todavía estaba el cielo de Barcelona cargado de humedades del mar y de estrellas cuando Juan se fue a la calle.

Me acababa de dormir, encogida y helada, cuando me desperté bajo la impresión de los ojos de Antonia. Aquella mujer respiraba un íntimo regodeo. Chilló:

– Su tía dice que vaya usted…

Y se quedó en jarras mirándome, mientras yo me restregaba los ojos y me vestía.

Cuando me desperté del todo, sentada en el borde de la cama, me encontré en uno de mis períodos de rebeldía contra Angustias; el más fuerte de todos. Súbitamente me di cuenta de que no la iba a poder sufrir más. De que no la iba a obedecer más, después de aquellos días de completa libertad que había gozado en su ausencia. La noche inquieta me había estropeado los nervios y me sentí histérica yo también, llorosa y desesperada. Me di cuenta de que podía soportarlo todo: el frío que calaba mis ropas gastadas, la tristeza de mi absoluta miseria, el sordo horror de aquella casa sucia. Todo menos su autoridad sobre mí. Era aquello lo que me había ahogado al llegar a Barcelona, lo que me había hecho caer en la abulia, lo que mataba mis iniciativas; aquella mirada de Angustias. Aquella mano que me apretaba los movimientos y la curiosidad de la vida nueva… Angustias, sin embargo, era un ser recto y bueno a su manera entre aquellos locos. Un ser más completo y vigoroso que los demás… Yo no sabía por qué aquella terrible indignación contra ella subía en mí, por qué me tapaba la luz la sola visión de su larga figura y sobre todo de sus inocentes manías de grandezas. Es difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su modo de ver las cosas. Y en estos casos en que quieren hacernos ver con sus ojos, para que resulte medianamente bien el experimento se necesita gran tacto y sensibilidad en los mayores y admiración en los jóvenes.

Rebelde, estuve largo rato sin acudir a su llamada. Me lavé y me vestí para ir a la universidad y ordené mis cuartillas en la cartera antes de decidirme a entrar en su cuarto.

Enseguida vi a mi tía sentada frente al escritorio. Tan alta y familiar con su rígido guardapolvo, como si nunca -desde nuestra primera conversación en la mañana de mi llegada a la casa- se hubiera movido de aquella silla. Como si la luz que nimbaba sus cabellos entrecanos y abultaba sus labios gruesos fuera aún la misma luz. Como si aún no hubiera retirado los dedos pensativos de su frente.

(Era una imagen demasiado irreal la visión de aquel cuarto con luz de crepúsculo, con la silla vacía y las vivas manos de Román, diabólicas y atractivas, revolviendo aquel pequeño y pudibundo escritorio.)

Noté que Angustias tenía su aire lánguido y desamparado. Los ojos cargados y tristes. Durante tres cuartos de hora había estado proveyendo de dulzura su voz.

– Siéntate, hija. Tengo que hablarte seriamente.

Eran palabras rituales que yo conocía hasta la saciedad. La obedecí resignada y tiesa; pronta a saltar, como otras veces había estado dispuesta a tragar silenciosamente todas las majaderías. Sin embargo, lo que me dijo era extraordinario:

– Estarás contenta, Andrea (porque tú no me quieres…); dentro de unos días me voy de esta casa para siempre. Dentro de unos días podrás dormir en mi cama, que tanto envidias. Mirarte en el espejo de mi armario. Estudiar en esta mesa… Anoche me enfadé contigo porque lo que sucedía era inaguantable… He cometido un pecado de soberbia. Perdóname.

Me observaba de reojo al pedirme un perdón tan poco sincero que me hizo sonreír. Entonces se le quedó la cara tiesa, sembrada de arrugas verticales.

– No tienes corazón, Andrea.

Yo tenía miedo de haber entendido mal su primer discurso. De que no fuera verdad aquel anuncio fantástico de liberación.

– ¿Adónde te irás?

Entonces me explicó que volvía al convento donde había pasado aquellos días de intensa preparación espiritual. Era una orden de clausura para ingresar en la cual hacía muchos años que estaba reuniendo una dote y ya la tenía ahorrada. A mí, mientras tanto, me iba pareciendo un absurdo la idea de Angustias sumergida en un ambiente contemplativo.

– ¿Siempre has tenido vocación?

– Cuando seas mayor entenderás por qué una mujer no debe andar sola en el mundo.

– ¿Según tú, una mujer, si no puede casarse, no tiene más remedio que entrar en el convento?

– No es ésa mi idea. (Se removió inquieta.)

– Pero es verdad que sólo hay dos caminos para la mujer. Dos únicos caminos honrosos… Yo he escogido el mío, y estoy orgullosa de ello. He procedido como una hija de mi familia debía hacer. Como tu madre hubiera hecho en mi caso. Y Dios sabrá entender mi sacrificio…

Se quedó abstraída.

(«¿Dónde se ha ido -pensaba yo- aquella familia que se reunía en las veladas alrededor del piano, protegida del frío de fuera por feas y confortables cortinas de paño verde? ¿Dónde se han ido las hijas pudibundas, cargadas con enormes sombreros, que al pisar -custodiadas por su padre- la acera de la alegre y un poco revuelta calle de Aribau, donde vivían, bajaban los ojos para mirar a escondidas a los transeúntes?» Me estremecí al pensar que una de ellas había muerto y que su larga trenza de pelo negro estaba guardada en un viejo armario de pueblo muy lejos de allí. Otra, la mayor, desaparecería de su silla, de su balcón, llevándose su sombrero -el último sombrero de la casa- dentro de poco.)

Angustias suspiró al fin y me volvió a los ojos tal como era. Empuñó el lápiz.

Todos estos días he pensado en ti… Hubo un tiempo (cuando llegaste) en que me pareció que mi obligación era hacerte de madre. Quedarme a tu lado, protegerte. Tú me has fallado, me has decepcionado. Creí encontrar una huerfanita ansiosa de cariño y he visto un demonio de rebeldía, un ser que se ponía rígido si yo lo acariciaba. Tú has sido mi última ilusión y mi último desengaño, hija. Sólo me resta rezar por ti, que ¡bien lo necesitas!, ¡bien lo necesitas!

Luego me dijo:

– ¡Si te hubiera cogido más pequeña, te habría matado a palos!

Y en su voz se notaba cierta amarga fruición que me hacía sentirme a salvo de un peligro cierto.

Hice un movimiento para marcharme y me detuvo.

– No importa que hoy pierdas tus clases. Tienes que oírme… Durante quince días he estado pidiendo a Dios tu muerte… o el milagro de tu salvación. Te voy a dejar sola en una casa que no es ya lo que ha sido…, porque antes era como el paraíso y ahora -tía Angustias tuvo una llama de inspiración- con la mujer de tu tío Juan ha entrado la serpiente maligna. Ella lo ha emponzoñado todo. Ella, únicamente ella, ha vuelto loca a mi madre…, porque tu abuela está loca, hija mía, y lo peor es que la veo precipitarse a los abismos del infierno si no se corrige antes de morir. Tu abuela ha sido una santa, Andrea. En mi juventud, gracias a ella he vivido en el más puro de los sueños, pero ahora ha enloquecido con la edad. Con los sufrimientos de la guerra, que, aparentemente soportaba tan bien, ha enloquecido. Y luego esa mujer, con sus halagos, le ha acabado de trastornar la conciencia. Yo no puedo comprender sus actitudes más que así.

– La abuela intenta entender a cada uno.

(Yo pensaba en sus palabras: «No todas las cosas son lo que parecen», cuando ella intentaba proteger a Angustias…, pero ¿podía yo atreverme a hablar a mi tía de don Jerónimo?)

– Sí, hija, sí… Y a ti te viene muy bien. Parece que hayas vivido suelta en zona roja y no en un convento de monjas durante la guerra. Aun Gloria tiene más disculpas que tú en sus ansias de emancipación y desorden. Ella es una golfilla de la calle, mientras que tú has recibido una educación…, y no te disculpes con tu curiosidad de conocer Barcelona. Barcelona te la he enseñado.

Miré el reloj instintivamente.

– Me oyes como quien oye llover, ya lo veo… ¡Infeliz! ¡Ya te golpeará la vida, ya te triturará, ya te aplastará! Entonces me recordarás… ¡Oh! ¡Hubiera querido matarte cuando pequeña antes de dejarte crecer así! Y no me mires con ese asombro. Ya sé que hasta ahora no has hecho nada malo. Pero lo harás en cuanto yo me vaya… ¡Lo harás! ¡Lo harás! Tú no dominarás tu cuerpo y tu alma. Tú no, tú no… Tú no podrás dominarlos.

Yo veía en el espejo, de refilón, la imagen de mis dieciocho años áridos, encerrados en una figura alargada y veía la bella y torneada mano de Angustias crispándose en el respaldo de una silla. Una mano blanca, de palma abultada y suave. Una mano sensual, ahora desgarrada, gritando con la crispación de sus dedos más que la voz excitada de mi tía.

Empecé a sentirme conmovida y un poco asustada, pues el desvarío de Angustias amenazaba abrazarme, arrastrarme también.

Terminó temblorosa, llorando. Pocas veces lloraba Angustias sinceramente. Siempre el llanto la afeaba, pero éste, espantoso, que la sacudía ahora, no me causaba repugnancia, sino cierto placer. Algo así como ver descargar una tormenta.

– Andrea -dijo al fin, suave-, Andrea… Tengo que hablar contigo de otras cosas -se secó los ojos y empezó a hacer cuentas-. En adelante recibirás tú misma, directamente, tu pensión. Tú misma le darás a la abuela lo que creas conveniente para contribuir a tu alimentación y tú misma harás equilibrios para comprarte lo más necesario… No te tengo que decir que gastes en ti el mínimo posible. El día que falte mi sueldo, esta casa va a ser un desastre. Tu abuela ha preferido siempre sus hijos varones, pero esos hijos -aquí me pareció que se alegraba- le van a hacer pasar mucha penuria… En esta casa las mujeres hemos sabido conservar mejor la dignidad.

Suspiró.

– Y aún. ¡Si no se hubiese introducido Gloria!

Gloria, la mujer serpiente, durmió enroscada en su cama hasta el mediodía, rendida y gimiendo en sueños. Por la tarde me enseñó las señales de la paliza que le había dado Juan la noche antes y que empezaban a amoratarse en su cuerpo.

9

Como una bandada de cuervos posados en las ramas del árbol del ahorcado, así las amigas de Angustias estaban sentadas, vestidas de negro, en su cuarto aquellos días. Angustias era el único ser que se conservaba asido desesperadamente a la sociedad, en la casa nuestra.

Las amigas eran las mismas que habían valsado a los compases del piano de la abuelita. Las que los años y los vaivenes habían alejado y que ahora volvían aleteando al enterarse de aquella púdica y bella muerte de Angustias para la vida de este mundo. Habían llegado de diferentes rincones de Barcelona y estaban en una edad tan extraña de su cuerpo como la adolescencia. Pocas conservaban un aspecto normal. Hinchadas o flacas, las facciones les solían quedar pequeñas o grandes según las ocasiones, como si fueran postizas. Yo me divertía mirándolas. Algunas estaban encanecidas y eso les daba una nobleza de que las otras carecían.

Todas recordaban los tiempos viejos de la casa.

– Tu padre, ¡qué gran señor!, con su barba corrida…

– Tus hermanas, ¡qué traviesas eran!… Señor, Señor, lo que ha cambiado tu casa.

– ¡Lo que han cambiado los tiempos!

– Sí, los tiempos…

(Y se miraban azoradas.)

– ¿Te acuerdas, Angustias, de aquel traje verde que llevabas el día que cumpliste veinte años? La verdad es que nos reunimos aquella tarde una caterva de buenas mozas… ¿Y aquel pretendiente tuyo, aquel Jerónimo Sanz, por el que estabas tan loca? ¿Qué se hizo de él?

Alguien pisa el pie de la charlatana, que se calla asustada. Pasan unos segundos angustiosos y luego todas rompen a hablar a la vez.

(La verdad es que eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño.)

– Yo no sé, chica -decía Gloria-, por qué Angustias no se ha marchado con don Jerónimo, ni por qué se mete a monja, si ella no sirve para rezar…

Gloria estaba tumbada en su cama, por donde gateaba el niño, y se esforzaba en pensar, quizá por primera vez en su vida.

– ¿Por qué crees que no sirve Angustias para rezar? -le pregunté, admirada-. Ya sabes cuánto le gusta ir a la iglesia.

– Porque la comparo con tu abuelita, que sí que es buena rezadora, y veo la diferencia… Mamá se queda toda traspasada como si le vinieran músicas del cielo a los oídos. Por las noches habla con Dios y con la Virgen. Dice que Dios es capaz de bendecir todos los sufrimientos y que por eso Dios me bendice a mí, aunque yo no rezo tanto como debiera… ¡Y qué buena es! Nunca ha salido de su casa y, sin embargo, entiende todas las locuras y las perdona. A Angustias no le da Dios ninguna calidad de comprensión, y cuando reza en la iglesia no oye músicas del cielo, sino que mira a los lados para ver quién ha entrado en el templo con mangas cortas y sin medias… Yo creo que en el fondo el rezo le importa tan poco como a mí, que no sirvo para rezar… Pero la verdad -concluía-, ¡qué bien que se marche!… La otra noche me pegó Juan por su culpa. Por su culpa nada más…

– ¿Adonde ibas, Gloria?

– ¡Ay, chica! A nada malo. A ver a mi hermana, ya ves tú… Ya sé que no me crees, pero a eso iba y te lo puedo jurar. Es que Juan no me deja ir, y de día me vigila. Pero no me mires así, no me mires así, Andrea, que me da muchas ganas de reír esa cara que pones.

– ¡Bah! -dijo Román-. Me alegro de que se vaya Angustias, porque ahora es un trozo viviente del pasado que estorba la marcha de las cosas… De mis cosas. Que nos molesta a todos, que nos recuerda a todos que no somos seres maduros, redondos, parados, como ella; sino aguas ciegas que vamos golpeando, como podemos, la tierra para salir a algo inesperado… Por todo eso me alegro. Cuando se vaya la querré, Andrea, ¿sabes? Y me conmoverá el recuerdo de su feísimo gorro de fieltro con la pluma erguida, hasta el último momento, como un pabellón…, indicando que aún late el corazón de un hogar que fue y que nosotros, los demás, hemos perdido… -se volvió hacia mí sonriendo como si compartiéramos los dos un secreto-. Al mismo tiempo siento que se vaya, porque ya no podré leer las cartas de amor que recibe, ni su diario… ¡Qué cartas tan sentimentales y qué diario tan masoquista! Satisfacía todos mis instintos de crueldad leerlo.

Y Román se pasó la lengua por los labios rojos.

Juan y yo parecíamos ser los únicos sin opinión ante el desarrollo de los acontecimientos. Yo estaba demasiado maravillada, pues el único deseo de mi vida ha sido que me dejen en paz hacer mi capricho y en aquel momento parecía que había llegado la hora de conseguirlo sin el menor trabajo por mi parte. Recordaba la lucha sorda que tuve durante dos años con mi prima Isabel para que al fin me permitiera marchar de su lado y seguir una carrera universitaria. Cuando llegué a Barcelona venía disparada por mi primer triunfo, pero enseguida encontré otros ojos vigilantes sobre mí y me acostumbré al juego de esconderme, de resistirme… Ahora, de pronto, me iba a encontrar sin enemigo.

Me volví humilde con Angustias aquellos días. Hubiera besado sus manos si ella lo hubiera querido. La alegría espantosa parecía socavarme el pecho algunos ratos. En los demás no pensaba, en Angustias, no pensaba: sólo en mí.

Me extrañó, sin embargo, la falta de don Jerónimo en aquel interminable desfilar de amistades. Todas eran mujeres, exceptuando algún raro marido tripudo que aparecía alguna vez.

– Parecen días de entierro, ¿eh? -gritó Antonia desde su cocina.

A todos se nos vinieron a la imaginación pensamientos macabros en aquellas horas.

Gloria me dijo que don Jerónimo y Angustias se veían todas las mañanas en la iglesia, que ella lo sabía bien… Toda la historia de Angustias resultaba como una novela del siglo pasado.

El día en que se marchó tía Angustias recuerdo que los diferentes personajes de la familia nos encontramos levantados casi con el alba. Nos tropezábamos por la casa poseídos de nerviosismo. Juan empezó a rugir palabrotas por cualquier cosa. A última hora decidimos ir todos a la estación, menos Román. Román fue el único que no apareció en todo el día. Luego, mucho más tarde, me contó que había estado muy de mañana en la iglesia siguiendo a Angustias y viendo cómo se confesaba. Yo me imaginé a Román con las orejas tendidas hacia aquella larga confesión, envidiando al pobre cura, viejo y cansado, que derramaba desapasionadamente la absolución sobre la cabeza de mi tía.

El taxi que nos condujo estaba repleto. Con nosotros venían tres amigas de Angustias, las tres más íntimas.

El niño, espantadizo, se agarraba al cuello de Juan. No le sacaban de paseo casi nunca, y aunque estaba gordo, su piel tenía un tono triste al darle el sol.

En el andén estábamos agrupados alrededor de Angustias, que nos besaba y nos abrazaba. La abuelita apareció llorosa después del último abrazo.

Formábamos un conjunto tan grotesco que algunas gentes volvían la cabeza a mirarnos.

Cuando faltaban unos minutos para salir el tren, Angustias subió al vagón y desde la ventanilla nos miraba hierática, llorosa y triste, casi bendiciéndonos como una santa.

Juan estaba nervioso; lanzando muecas irónicas a todos lados, espantando a las amigas de Angustias -que se agruparon lo más distante posible- con el girar de sus ojos. Las piernas le empezaron a temblar en los pantalones. No podía contenerse.

– ¡No te hagas la mártir, Angustias, que no se la pegas a nadie! Estás sintiendo más placer que un ladrón con los bolsillos llenos… ¡Que a mí no me la pegas con esa comedia de tu santidad!

El tren empezó a alejarse y Angustias se santiguó y se tapó los oídos porque la voz de Juan se levantaba sobre todo el andén.

Gloria agarró a su marido por la americana, aterrada. Y él se revolvió con sus ojos de loco, furioso, temblando como si le fuera a dar un ataque epiléptico. Luego echó a correr detrás de la ventanilla, dando gritos que Angustias ya no podía oír.

– ¡Eres una mezquina! ¿Me oyes? No te casaste con él porque a tu padre se le ocurrió decirte que era poco el hijo de un tendero para ti… ¡Por esooo! Y cuando volvió casado y rico de América lo has estado entreteniendo, se lo has robado a su mujer durante veinte años…, y ahora no te atreves a irte con él porque crees que toda la calle de Aribau y toda Barcelona están pendientes de ti…

¡Y desprecias a mi mujer! ¡Malvada! ¡Y te vas con tu aureola de santa!…

La gente empezó a reírse y a seguirle hasta la punta del andén, donde, cuando el tren se había marchado, seguía gritando. Le corrían las lágrimas por las mejillas y se reía, satisfecho. La vuelta a casa fue una calamidad.

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