Un asunto vecinal

1. Una posición en la vida

El concejal alzó aparatosamente las cejas y, sin cuidarse de la falta de diplomacia o de consideración que ello pudiera suponer, tuvo a bien espetarme a bocajarro lo que andaba pensando:

– Ah, ¿sólo sargento?

Sostuve su mirada no demasiado despejada, mientras con el rabillo del ojo reparaba, para hacérmelo todo más insufrible, en el pingajo de embutido que se había quedado atrapado entre dos de sus incisivos inferiores. Sobre la marcha cavilé una respuesta que pudiera valer como justa correspondencia a su observación:

– Hombre, a este poblacho no van a mandar a alguien de nivel. Si su partido le deja a usted ser teniente de alcalde…

Pero tengo aprendido que mi oficio, entre otras muchas cosas que también me fastidian, y algunas pocas que he llegado a sobrellevar con gusto, suele consistir en guardarse las réplicas mordaces y la franqueza para los ratos libres. Incluso cuando uno anda de un humor de perros y con pocas ganas de tolerar los malos modales de sus semejantes. El cenutrio del concejal no tenía por qué saber que aquel día era el de mi cuadragésimo cumpleaños, ni tampoco hacerse cargo de cuánto me envenenaba no poder saborear con parsimonia la íntima conmoción vital a la que en ese trance se suponía que tenía derecho. En cambio, y por orden superior, me había visto forzado a desplazarme hasta aquel maldito pueblo a cuatrocientos kilómetros de mi casa. Cuatrocientos kilómetros que encima había tenido que comerme a toda pastilla, por una carretera atestada de veraneantes que acudían a solazarse a la playa, tras comprobar que de nada me servía hacerle notar a mi oficial lo señalado de la fecha, ni siquiera revelarle mis miserias personales, a saber, que aquella tarde, por cortesía de mi ex cónyuge, se me brindaba una ocasión extra para estar con mi hijo. Seguían resonando en mi mente sus amables palabras:

– Sé que te jodo, Vila, pero estamos en cuadro. Me gustaría poder darte cariño y pedirte disculpas, pero ya no llego a más y todo lo que te digo es que te vas para allá, por narices. Tienes mi permiso para ponerme de cabrón para arriba con quien sea.

Había hecho uso, desde luego, de la autorización que tan generosamente me había otorgado mi inmediato superior, el capitán Luque, quien por lo demás, aunque sólo le conocía desde hacía dos meses, no me parecía un jefe demasiado chungo. Pero ello no me había evitado el chasquido de lengua de la madre de mi hijo, ni que mi unigénito, con su habitual parquedad expresiva, me hiciera advertir su honda decepción, aunque en apariencia aceptara mis razones. Pronto, pensé, sería un adolescente, y a partir de ahí relacionarme con él sería como jugar a la ruleta rusa.

Todas estas ideas, y algunas un poco más furibundas, se revolvían en mi cerebro cuando repuse flemáticamente al concejal:

– Lo siento, pero no crea que es porque no haya intentado subir. Es que me han suspendido tres veces en el curso de ascenso.

Chamorro, que sabía que nunca me había presentado a ese curso, aunque alguno de mis jefes me había insistido para que lo hiciera, me dedicó una de sus características miradas de soslayo. Era la que solía ponerme cuando a su juicio, como luego no se privaba de comentarme, afloraba lo que ella llamaba mi inmadurez.

Al menos, la mentira obró el efecto de descolocar al munícipe y devolvernos al feo y concreto asunto que nos ocupaba, que no era por cierto mi incapacidad para labrarme una posición en la vida, sino un ecuatoriano llamado Wilmer Washington Estrada, de treinta y cuatro años, del que cabía afirmar, como primer y fehaciente dato, que ya no iba a cumplir los treinta y cinco. Estaba en el depósito de cadáveres municipal, a cuya puerta departíamos con el concejal delegado de urbanismo y seguridad ciudadana y primer teniente de alcalde del ayuntamiento, que tal era su investidura oficial (aunque oficiosamente, según había podido informarme, venía a ser el alcalde en la sombra, aprovechándose de la vejez y la holgazanería del presunto titular del bastón de mando). El ambiente que nos rodeaba no era precisamente bucólico. Los centenares de ciudadanos ecuatorianos afincados en el pueblo se arremolinaban frente al depósito, coreando airadas consignas que en resumen se centraban en la petición de justicia habitual en estos casos, aunque con un aderezo inusual: el arrojo con que presionaban al cordón de fornidos antidisturbios, nuestros hoscos GRS, que les venían a sacar medio metro de promedio.

– Ya ve que no me preocupo por gusto -dijo el concejal.

– Nos percatamos de la situación -repuse, aprovechando que la conversación regresaba a donde debía-. Y no dude de que vamos a resolver esto tan rápido como resulte posible hacerlo. Lo que no le puedo prometer es que tendrá mañana un detenido, porque así: es como funciona normalmente la investigación criminal. Pero vamos a darle a esto la máxima prioridad, descuide usted.

Ése era mi cometido. Demostrarle a aquella gente que la cosa se tomaba lo bastante en serio, que para eso se enviaba a los expertos de la unidad central de Madrid, como al día siguiente reflejarían con gran pompa y circunstancia (la costumbre me permitía pronosticarlo) todos los periódicos de la provincia. Viendo el panorama, podía entender que aquel hombre hubiera movilizado a sus jefes regionales del partido, quienes a su vez habían llamado al Ministerio, de donde había partido la orden que tras pasar por el coronel y por Luque me llegaba a mí convertida en un aerolito incandescente. Por lo menos para eso, el edil había demostrado buen juicio. Se trataba, en definitiva, de arrojar alguna luz sobre el caso antes de que los ánimos se desbordasen y aquello derivara en un episodio de desintegración de la comunidad afectada, una de tantas en las que convivían, con armonía precaria y bastante mar de fondo, los habitantes autóctonos con los extranjeros llegados en aluvión para bregar con la parte dura de la prosperidad agrícola local. Lo que mi interlocutor no esperaba era que los expertos de Madrid fueran una cabo y un sargento, pero ya se sabe que la vida suele complacerse en defraudar nuestras expectativas.

– No les voy a decir cómo tienen que hacer su trabajo -concedió el concejal-. Ustedes sabrán, que para eso se supone que son los profesionales de esto. Pero a mí me toca seguir gobernando este pueblo mientras tanto, y me toca también recordarles, y no es por meterles prisa, que cada hora que pase sin que podamos dar a la gente alguna información, y a ser posible la que ya les he dicho, la pelota se nos va a ir haciendo un poco más gorda.

En un mundo ideal, debería haberme ofendido al oír eso. Mi trabajo no consiste en pulverizar récords, y mucho menos en llegar a metas predeterminadas. Pero estaba habituado a ambas cosas. A que los políticos que al final me marcaban o intentaban marcarme el paso quisieran resultados rápidos, y a constatar que unos resultados les convenían más que otros y no se privaban de presionar para que los obtuviera. Lo que el concejal quería era que pudiéramos colgarle en pocas horas el marrón a otro indio, ajuste de cuentas entre ellos, y aquí paz y después gloria. Para ello no había dudado en ofrecerme esa hipótesis como la más plausible, habida cuenta del carácter de aquella gente, del subdesarrollo y la violencia de los países de los que venían, etcétera. No me había molestado en aclararle entonces que Ecuador no era un país especialmente violento, ni tampoco lo eran los inmigrantes de esa nacionalidad que por aquí teníamos, según nuestra experiencia. No pensaba entrar en discusión con él más de lo imprescindible.

– Bueno, ya se verá -dije-. Pero mientras el forense termina con la autopsia, puedo darle una información esperanzadora. Nuestra gente de criminalística ha levantado varias huellas dactilares de la bolsa de plástico, y una de neumático en la cuneta. Esto no es como en CSI, donde con eso ya van y pillan al malo, pero nos ayudará mucho en cuanto centremos un poco las pesquisas. Eso es lo que nos tienen que dejar hacer, no le pedimos nada más.

– Está bien, yo ya he dicho lo que tenía que decir -rezongó el concejal-. Por cierto, ¿no entran ustedes a las autopsias?

– Depende. Antes entraba más, pero desde que me hice vegetariano… Y la cabo es una persona muy religiosa y le resulta violento ver a un hombre desnudo. Entra sólo a las de mujeres.

Chamorro me dirigió una mirada flamígera. El concejal dudó entre pensar que le estaba tomando el pelo o que éramos un par de freaks. Supongo que optó por lo segundo, y se alejó sacudiendo la cabeza. El informe del forense, por lo demás, fue claro y conciso, y no habría sido otro de haber estado allí nosotros estorbando: muerte por asfixia, y una lesión contusa en la base del cráneo, no mortal, pero sí suficiente para provocar pérdida de conciencia. A Wilmer le habían pegado un garrotazo por detrás y una vez desvanecido lo habían asfixiado con la bolsa de plástico que habíamos encontrado tirada a treinta metros del cadáver, con las huellas. Lo podía haber hecho cualquiera. Incluso un aficionado.

2. Un Don Juán mediano

Al atardecer celebramos cónclave en la casa-cuartel No diré que mi cerebro se encontraba en su mejor momento, pero no tenía otra cosa para reunir y procesar todos los indicios y tratar de diseñar una estrategia de investigación. Por fortuna, no estaba solo. Además de Chamorro, me acompañaban en la reunión el sargento Novales, jefe del puesto local, el alférez Vega, jefe del grupo de investigación de la unidad de policía judicial de la provincia, y dos de sus subordinados, el sargento Lucas y la guardia Robles. El alférez era cuarentón curtido, pero de buen trato, y no parecía poner demasiado en entredicho que fuera yo quien marcara el paso en las pesquisas. Para favorecérselo estaba al quite mi capitán, que aun de cuerpo ausente hacía como que dirigía el caso desde Madrid y me convertía en su vicario en Murcia, prestándome la autoridad de las estrellas que él tenía y a mí me faltaban.

Fue Novales, el jefe del puesto, quien nos puso en antecedentes sobre los aspectos sociológicos más relevantes del entorno.

– Según los últimos cálculos, y tomando como base el padrón, que es bastante fiable porque sirve para tener asistencia sanitaria y escuela y éstos no perdonan nada que puedan recibir gratis, andamos por un veinticuatro por ciento de población inmigrante y treinta y tres nacionalidades representadas en el pueblo.

– ¿Treinta y tres? -se asombró Chamorro.

– Treinta y tres, ni una menos -ratificó Novales-. Yo también alucinaba, pero lo hemos comprobado. Alguna tiene representación testimonial, por ejemplo hay un mozambiqueño, un sirio y un indonesio, pero otras andan bien surtidas. Y la primera de todas, mira tú qué mala suerte hemos tenido, son los ecuatorianos.

– No es mala suerte, sino cuestión de probabilidades -anotó el sargento Lucas, que parecía uno de esos individuos que no sólo analizan todo, sino que no pueden dejar de compartir con los demás el resultado de sus análisis, por banal que resulte.

– También es verdad -admitió Novales, sin ofenderse-. Bueno, pues de eso, ecuatorianos, tenemos entre quinientos y seiscientos. Un buen día apareció por aquí uno, encontró trabajo, llamó a sus primos, éstos a los suyos, y zas, en tres años, parte del paisaje. Hasta tienen ya apodo, puesto por los gitanos, quién si no.

– ¿Qué apodo? -pregunté.

– Los payoponis, los llaman. Como son bajitos y no son calés…

Sólo Chamorro y yo nos reímos. Los demás debían de saberlo.

– Pues eso -siguió Novales-, unos seiscientos payoponis. No trabajan mal, no son conflictivos, hablan español, sus hijos se integran bastante bien. Siempre hay a quien le molestan, claro, pero en general no hay demasiado rechazo hacia ellos en el pueblo. Así que el móvil xenófobo me parece bastante dudoso. Otra cosa te diría si fuera un marroquí, o un ucraniano, o un rumano, que son los otros tres grupos importantes. Entre ésos tenemos a unos pocos mangantes, unos pocos chulos y unos pocos hijos de puta sin paliativos, que a alguno ya le hemos tenido que traer alguna vez por aquí. A los moros sí hay gente que los odia, y que incluso los maltrata de alguna manera. Con los ucranianos y los rumanos, aunque el rechazo existe también, se tiene más miramiento. Yo creo que el personal tiende a pensar que los moros son simplemente choris, pero que los otros, los del este, muy bien pueden ser mafiosos y asesinos. Aunque de momento no hayan matado a nadie ni protagonizado agresiones excesivamente graves.

– Bueno, no vamos a juzgar a la gente de este pueblo demasiado severamente -dije-. A fin de cuentas vienen a ajustarse bastante a lo que registra el inconsciente colectivo en el resto del país.

– Entiéndeme, Vila, lo que te digo es hurgando un poco en lo que la gente se guarda en la cabeza. No hemos tenido grandes problemas. A lo mejor algún moro al que no le han servido en un bar, chavales del instituto que se pelean, broncas entre la peña cuando bebe, que igual te puede pasar con inmigrantes que con gente del pueblo de al lado, o los ucranianos que andan con rollos de prostitutas y que amenazan a alguien o se dan de hostias. De alguno de ellos hemos pasado informe a la comandancia para que lo miren y tampoco han sacado gran cosa en claro.

– Hace unos meses -explicó el alférez- anduvimos investigando en los puticlubs de por aquí. Las chicas juraban hacerlo por su santa voluntad, y hasta se las habían arreglado para que tuvieran permiso de residencia y seguridad social. Todas como camareras. No me preguntes cómo se lo hacen, que yo todavía estoy intentando legalizar a la peruana que me cuida al abuelo desde hace dos años, pero así es el asunto. Y el jefe de los ucranianos de por aquí, un tal Andréi, pues qué quieres que te diga, estoy convencido de que es más malo que hecho de la piel de Satanás, pero nos haría falta toda la unidad central para demostrarlo. Te atiende exquisitamente, habla español como si hubiera nacido aquí y no para de ofrecerse para ayudarnos a localizar a los elementos de su comunidad que no traen buenas intenciones, o como él dice, hacer lo que pueda para separar a las manzanas podridas. Hasta ahora hemos venido declinando el ofrecimiento porque el comandante sospecha, me temo que con buen criterio, que lo que quiere el cabrón es utilizarnos para deshacerse de sus competidores. Pero supongo que en diez años le pondrán una calle, lo harán hijo adoptivo o incluso le acabarán dando la Cruz de Isabel la Católica.

Me tomé nota, aunque la música, como todas las que había estado escuchando, me resultaba más que conocida. Un país cada vez más complicado, y cada vez menos medios para hacerle frente, lo que en sí resultaba un sarcasmo y muy bien podía conducir a los resultados más grotescos. Como que la enfermera peruana del abuelo que mencionaba Vega estuviera ilegal y las putas y los matones del capo ucraniano con los papeles en regla. Pero eso era lo que había, y yo no podía exigir que fuese de otra forma.

– Vale, éste es el plano general -concluí-. Pero bajando un poco al detalle, ¿qué sabemos de Wilmer Washington?

Novales suspiró.

– Pues, de entrada, como decía Sófocles, sólo sabemos que no sabemos nada -bromeó Novales.

– Sócrates, no Sófocles -corrigió Lucas.

– Bueno, el que sea, que tampoco se me dio nunca la filosofía -se excusó Novales, con buen humor-. No lo teníamos fichado por nada. Con los inmigrantes nos cuesta más. Pregúntame por cualquier español y te ligo en seguida de qué pie cojea, si cojea de alguno, o en unas horas ato cabos, veo de quién es hijo o primo y te lo sitúo. Pero con los forasteros la cosa se complica. Se relacionan entre ellos, no tienen situaciones familiares normales ni arraigo antiguo en el pueblo, y todo se nos pone mucho más cuesta arriba. Lo único que puedo contarte es lo que hemos averiguado desde esta mañana, una vez que nos encontramos con el paquete.

– Pues venga, recapitulemos -sugerí.

Novales se restregó los ojos. Tampoco debía de andar muy fino. El aviso les había llegado a las tres de la mañana. Una pareja en busca de intimidad se había tropezado con el pobre Wilmer en medio de una huerta, a cien metros escasos de la carretera. Según el forense, el hallazgo había tenido lugar apenas un par de horas después del homicidio. Una casualidad infrecuente, casi anormal, si cupiera hablar de normalidad en el crimen. En cualquier caso, calculé, el sargento llevaba veinte horas en pie. Tenía razones suficientes para encontrase fatigado. Hizo un esfuerzo:

– Bien, he aquí el resumen. Nuestro hombre trabajaba en una fábrica de muebles, desde hace aproximadamente un año y medio. Contrato, papeles, no se le tenía por mal operario. Incluso se ocupaba de enseñar a los nuevos. Más no hemos podido averiguar por ahí. En cuanto a sus circunstancias familiares, no las tengo muy claras. Vivía con una mujer desde hace un par de meses, pero al parecer tenía otra en Ecuador y otra en Madrid. A ambas les hizo hijos, aunque sobre el número sus compatriotas que le conocían no se me ponen de acuerdo. Unos dicen que cinco en total, otros que tres, quién sabe. El caso es que el hombre debía de ser un donjuán mediano, tampoco es muy raro entre esta gente. La que podemos considerar como viuda disponible, es decir la que tenemos a mano, es la chica con la que vivía, también ecuatoriana, veinticinco años, Cintia algo, ahora no recuerdo. Está hecha un manojo de nervios y no ha podido decirnos dónde localizar a las otras, ni a su familia. El único pariente que vive aquí es un primo lejano, el que le trajo, pero tampoco parece capaz de aportarnos mucho. Qué más… Sí, nuestro hombre vivía en un bloque barato de la zona nueva del pueblo. Mezcla de inmigrantes y gente española de pocos recursos. No nos han contado gran cosa esta mañana. Y me gustaría ser más generoso con vosotros, compañeros, pero eso es todo lo que os puedo ofrecer por ahora.

Asentí en silencio.

– Bueno, suficiente para empezar. Dale a Chamorro ias direcciones de su casa y la empresa. Y ahora, al tanatorio.

3. Era gallito

No me gusta ir a los tanatorios. De hecho, incluso tiendo a pensar que debería evitarlo, y sólo me decido a hacerlo cuando tengo la sensación de que no hay otro remedio, porque así me lo exige el deber. Con ello no quiero decir que participe de la enfermiza alergia a la muerte que aqueja a la mayoría de mis conciudadanos, y que los lleva a no ocuparse del asunto más que cuando arrea cerca (y siempre teniendo a mano un buen arsenal de lugares comunes, frases hechas y miradas huidizas para que el cáliz pase cuanto antes). No, en ese sentido yo soy muy diferente. No en vano convivo siempre con ellos, con los muertos, y en cierta medida es a través de ellos como me he habituado a entender o, según se tercie, dejar de entender el mundo. Lo que me dificulta ir a los tanatorios es la sensación de que cuando lo hago, con mi placa y en el desempeño de mi oficio, mi presencia resulta un atentado a la intimidad a la que tienen derecho los supervivientes, una intromisión grosera e inoportuna. Noto el mensaje que con mi interrogatorio recibe la viuda, o los huérfanos: «Vale, os lo han matado, pero lo que importa, lo que tiene que seguir adelante, es nuestra maquinaria, que en el fondo no concede ningún valor a vuestras lágrimas, sino a nuestras leyes, a nuestros procedimientos, a nuestra tarea que tenemos que dejar hecha para poder irnos a casa y olvidar, que a fin de cuentas a nosotros hoy no se nos ha muerto nadie».

En la sala de velatorios que correspondía a Wilmer Washington, como horas antes ante el depósito de cadáveres, se congregaba una buena porción de la colonia ecuatoriana del pueblo. La sala en sí estaba atestada, y de su interior venía un incesante murmullo de sollozos. A la puerta, en los corredores, en la terraza, en el exterior del inmueble, se habían formado un montón de corrillos. Con la llegada de la oscuridad, su actitud se había vuelto más tranquila, aunque de vez en cuando alguno se exaltaba y lanzaba un juramento, mientras sus compatriotas trataban de aplacarlo. Sobra decir que no fue fácil abrirse paso entre ellos, aunque llevaba conmigo a tres guardias. La gente terminaba por apartarse, pero no sin mostrar su recelo. Entrar en la sala se reveló imposible. Decidí dirigirme a una mujer que estaba en la puerta.

– Disculpe, señora. ¿Sabe si está ahí dentro la mujer del difunto?

– ¿Cómo dice usted?

– La mujer. La que vivía con él.

– Y, pues no sabría decirle si ahorita…

– ¿Y su primo?

– ¿Su qué?

– El primo del fallecido…

– No, señor, no sé tampoco.

La misma conversación, con escasas variaciones, la repetí con otra media docena de personas. Todos andaban revoloteando por allí, pero nadie podía orientarnos. Al final, Chamorro y yo nos adentramos en la sala. A grandes males, grandes remedios.

Allí encontramos a Cintia, que estaba deshecha y se mostró bastante asustada cuando la interpelamos. Luego comprendimos por qué, cuando supimos que se encontraba en España en situación irregular. Esa noche, por no abusar de su estado, nos limitamos a emplazarla para el día siguiente y a pedirle que nos facilitase el contacto con el primo. Nos proporcionó un número de teléfono móvil. Lo marcamos y respondió. La señal debió de dar un rodeo por unas cuantas antenas de telecomunicaciones, pero el primo, Augusto Walter Losada, resultó estar a menos de quince metros de nosotros. Fuimos a su encuentro. Augusto era un hombre de estatura mediana, bien vestido y con cierto aplomo. No en vano era uno de los que llevaban más tiempo en el país.

– Ustedes deben de ser los guardias que han venido de Madrid, ¿no? -preguntó, apenas nos sentamos en una terraza cercana.

Sopesé su mirada. Su desparpajo. Su empeño por mostrarse enterado y perspicaz, como si hacer hincapié en aquellos detalles, guardias, de Madrid, probara su conocimiento del terreno. Ojalá exhibiera la misma soltura cuando le preguntara por lo que me interesaba para la investigación. Aunque me permitía dudarlo.

– Mi compañera y yo, nada más -me presté a explicarle, aunque no tenía por qué-. Los demás son de aquí.

– Ya me sorprende, si no le incomoda que lo diga, que hagan todo este despliegue por uno de nosotros.

Vaya, Augusto era un irónico, y le gustaba pisar fuerte.

– No le sorprenda. Aquí tratamos de hacer cumplir las leyes.

– Bueno, no todas, ni siempre igual para todos.

– Lo siento, señor Losada, no soy la persona indicada para servir de conducto a sus quejas -dije-. Le sugiero que se dirija a su embajada, o a los servicios sociales, o al Defensor del Pueblo. Si no le importa, me gustaría pedirle información para tratar de resolver la muerte de su primo. Que es lo que a mí me trae aquí.

– No era mi primo, en realidad.

– ¿Ah, no?

– Y, no. Somos del mismo barrio, en Guayaquil. Nos conocíamos de allá, y cuando yo me vine y me hice un huequito, pues lo llamé y le dije que por acá había oportunidades. Y se vino él también.

– Aunque no tiene que ver con la investigación propiamente dicha, nos gustaría localizar a su familia, para informarles.

– Bueno, ¿a cuál de ellas?

– ¿Cómo dice?

– Perdone, sargento. Es que Wilmer tenía una mujer en Madrid y otra en Guayaquil, no sé si sabía…

– Algo había oído. Me es igual, a la que sea. A las dos.

– Yo sólo sé que hablaba más con la de Guayaquil. Con la de Madrid sólo de mes en mes, por el chico. Pero no sé el teléfono. Yo que usted iba al locutorio. Allí seguro que saca algo.

Buena lección que me daba, Augusto, de lo que se suponía que era mi trabajo. Y bien que le satisfacía lucir su agudeza. No negaré que me fastidiaba un poco que me retase a ser ingenioso, después del día de mierda que llevaba a mis ya maduras espaldas.

– Chamorro, apúntatelo, el locutorio -dije, secamente.

Virginia tomó nota en su cuaderno, impasible. Miré a Augusto Losada bien dentro de los ojos, antes de atacarle:

– Bien, señor Losada, me permitirá que empiece a lo bravo. ¿Alguna idea de por qué alguien podía querer acabar con su amigo?

– En particular, ninguna, sargento.

– Así que nada en particular -repetí-. ¿Y en general? Para empezar nos vale cualquier cosa, no sea usted escrupuloso.

Por primera vez, Augusto necesitó un momento para pensar.

– Pues verá usted -dijo al fin-. A Wilmer, y me pesa decirlo porque era compadre y compatriota, no le faltaba maña para hacerse enemigos. Era gallito, no creo que sirva de nada escondérselo.

– ¿Gallito? ¿Qué quiere decir con eso?

– Pues nada, gallito, peleador. Para tratar con los hombres y sobre todo para tratar con las hembras. ¿Sabe que no le vino nada mal apartarse de Guayaquil? ¿Y sabe por qué?

– Ilústrenos, se lo ruego.

– Pues porque andaba en tratos con una mujer casada y el cornudo acabó enterándose. Si tarda un poco más en salir, lo mismo se ahorra usted toda esta faena, lo habrían enterrado allá.

La información tenía su valor, si es que Augusto no era un fabulador nato que disfrutaba ejercitándose ante la policía, posibilidad que no me cabía descartar y mucho menos contrastar, al menos en relación con las historias de allende el océano.

– Y por aquí, ¿pudo volver a las andadas? -intervino Chamorro.

– Bueno, con casadas, no que yo sepa -contestó Augusto-. Pero desde que vino ha tenido unas pocas mujeres, ya lo creo. Es algo que estaba en su naturaleza, no podía evitarlo. Y ellas entraban.

– ¿Tampoco podría darnos razón de conflictos que hubiera podido crearse por otros motivos? -pregunté.

Augusto se rascó la cabeza. Había ido perdiendo la sorna del principio. Antes de responder, carraspeó un poco.

– Verá, sargento, desde hacía unos meses yo lo trataba muy poco. Apenas tomaba con él de vez en cuando. Wilmer no era mala persona, pero seguía un poco en la onda de allá, y yo estoy en adaptarme a esto, porque a Ecuador no vuelvo ni muertito. Tengo dos hijos que me gustaría que fueran españoles, el mayor me juega al fútbol que ni se imagina. Igual me acaba en el Real Madrid. Vamos, a lo que iba, que Wilmer ya no era para mí el compadre que había sido en Guayaquil. El tiempo aleja a la gente.

– Ya veo.

– Entiéndame, no es que no lo sienta. He jugado de chico con ese hombre que está frío ahí dentro. Pero Wilmer y yo hace tiempo que andábamos por distintos caminos. Lo que sé de él, lo sé de oídas. Y quién se fía de todo lo que dice la gente.

– Sí, quién se fía -suscribí, sintiéndome de pronto exhausto.

4. El roce diario

Nos alojamos en un hotel nuevo, de dos estrellas según la placa que había a la puerta, pero con unas habitaciones descomunales llenas de mármol y madera con griferías de lujo en el baño. Se veía que el dueño había invertido allí algunos ahorrillos no declarados a Hacienda. Tampoco se lo afeé esa noche, porque me vino bien la enorme y suntuosa cama en la que dejé caer mis huesos. Dormí como una piedra y desperté espiritual y físicamente renovado, hasta tal punto que mientras esperaba a Chamorro y a los otros tomando un café en la cafetería del hotel, entre viajantes ajados por los años y la vida trashumante, me dije que tampoco resistía tan mal para llevar vivo cuarenta años y un día.

Chamorro vino en seguida. De hecho, eran contadas las ocasiones en que la esperaba yo. No se le veía muy buena cara.

– ¿Qué te pasa, Virginia? No estarás afectada por el trabajo que tenemos entre manos, ¿no? Sólo era un indio pichabrava.

– Muy gracioso -refunfuñó.

– No, en serio, ¿estás bien?

– No. Pero no hace falta evacuarme. Aguantaré.

– Oye, ¿quieres que te lleve a un médico?

– Coño, Rubén, que no me pasa nada anormal. Me ha bajado la regla. Que hay que decírtelo todo.

– Perdona -reculé, sabiendo lo que valía ese coño en sus labios.

El alférez y los dos miembros de su equipo llegaron media hora más tarde. Pero no habían desperdiciado en absoluto el tiempo desde que nos habíamos separado la tarde anterior.

– Aquí está la lista de los modelos que pueden montar esos neumáticos -la guardia Robles me tendió un folio impreso-. No son demasiados, esta vez ha habido bastante suerte.

– Sí, cuando son de un ancho mediano ya llegan a salimos listas de hasta cien modelos -anotó el sargento Lucas.

Allí no había muchos más de veinte. Un detalle prometedor.

– Las huellas dactilares son buenas -añadió el alférez-. En alguna podemos tener cuarenta puntos significativos. Suficientes para una identificación dactiloscópica fiable al cien por cien. La única mala noticia es que restos biológicos susceptibles de darnos ADN no hemos levantado ni uno. Y peinamos bien la zona. Lástima.

– Qué se le va a hacer -dije-. Habrá que resolver a la antigua. Los de antes no tenían pruebas de ADN y se las apañaban.

Pero sabía hasta qué punto podía suponer un atajo gratificante disponer de un pelillo, una pizca de piel o unas gotas de fluido corporal. Y la perspectiva de carecer de esa ayuda sólo significaba una cosa: más trabajo. Debatí con el alférez el plan del día. Propuse empezar por el domicilio de la víctima. Pavor me daba abrir la caja de Pandora del interrogatorio vecinal. Hablar con los vecinos de alguien es una diligencia de resultados impredecibles, y no pocas veces desorientadores. Tan pronto pueden decirte que Barrabás era un chico dulce que subía la compra a las vecinas y les cedía el paso en el ascensor como que Blancanieves maltrataba sistemáticamente a los enanitos. Y lo peor no es que te despisten, sino que a menudo lo hacen convencidos de colaborar. Pero no podíamos omitirlo, y como iba a ser laborioso, decidimos abordarlo lo primero y con todo el equipo. Nos pusimos en marcha.

El edificio en el que había vivido Wilmer Washington tenía pinta de haber sido construido en los últimos diez años, y quien lo había proyectado no derrochaba talento arquitectónico. Con cuatro plantas y su forma de paralelepípedo soso, no tenía nada que ver con la fisonomía tradicional del pueblo. Pero eso no debía de importarle demasiado a quien lo levantó, ni parecía tampoco afectar a quienes lo habitaban. En el mismo portal nos cruzamos con un vecino que salía. Mientras los otros subían a recorrer los pisos, Chamorro y yo nos quedamos un momento con él.

– Guardia Civil -le mostré la placa-. ¿Puede dedicarnos unos minutos, por favor?

El hombre, de unos cuarenta y cinco años, abdomen generoso y espaldas anchas, nos observó con unos espantados ojos azules. No era la primera vez que asistía al apuro de un ciudadano al ver mi placa. Como no es mi función ir asustando, traté de calmarle:

– Hacemos comprobaciones rutinarias. ¿Vive usted aquí?

– Sí -dijo, rehaciéndose un poco.

– ¿Su nombre, por favor?

– Castro, Francisco Castro.

Chamorro apuntó en su libreta, mientras él la miraba de reojo.

– ¿Conocía al fallecido?

– Bueno, de aquí, de cruzármelo en la escalera.

– ¿Y qué idea tenía de él?

– ¿Idea? Pues no sé. Una persona normal. Bueno, como son ellos.

– ¿Ellos?

– Sí, ya me entiende, éstos, los sudamericanos.

– ¿Y cómo son? -preguntó Chamorro.

– Usted sabe. Un poco relajados en casi todo. Un poco ruidosos a veces. Y un poco vagos para las cosas comunes, mi mujer está ya harta de decirles a sus mujeres que la escalera se limpia entre todos, que todos la usamos, pero como quien oye llover.

– Entonces, diría usted que crean problemas de convivencia…

Francisco Castro pareció reflexionar.

– No, problemas, tampoco. Aquí no somos racistas ni nada de eso. Que tienen que venir, que hacen falta sus brazos para el campo y para las fábricas, pues qué se le va a hacer. Por lo menos éstos no son como los otros, que ni siquiera los entiendes y se pueden estar cagando en tu madre sin que te enteres. Pero el roce diario tiene sus cosas, y hay que estar aquí para saberlo.

– Ya -dije-. Y qué me dice de este hombre, Wilmer Estrada, ¿tenía alguna actividad extraña, venía gente rara a verle, o vio usted algo que en algún momento resultara sospechoso?

– Que yo sepa, trabajaba en una fábrica de muebles -repuso nuestro informante-. A veces venía a verle gente de su país, y hacían fiestas. Raros a mí no me parecían. Como él, sin más.

– Y con la mujer, ¿algún problema?

– ¿Quiere decir si se peleaban?

– Sí, o cualquier otra cosa sospechosa que observara.

– No, no se peleaban. Tampoco tenía motivo. La mujer es una inocente, se ve de lejos que él le tenía sorbido el seso.

Chamorro asintió con rostro coriáceo.

– ¿Vio usted ayer al difunto? -preguntó al vecino.

– Espere, que haga memoria… Sí, lo vi volver del trabajo, por la tarde. Sobre las siete. Pero nada, entrar en el portal y poco más.

– ¿Tenía buen aspecto? ¿Notó alguna actitud inusual en él?

Francisco Castro se encogió de hombros.

– Qué quiere que le diga, yo lo vi como siempre. Tampoco me fijé especialmente en él, no me gusta fisgar a los vecinos.

– Está bien, señor Castro, le agradecemos su colaboración.

– No hay de qué. ¿Tienen ya alguna pista? ¿Es verdad eso que dicen los periódicos de que…?

– Siempre tenemos varias pistas -dije-. Y no solemos informar a los periodistas antes de tiempo. No crea todo lo que lee.

Los periódicos locales, en efecto, y ya me imaginaba intoxicados por quién, aventuraban algunas hipótesis, todas ellas en la línea del ajuste de cuentas dentro de la propia comunidad ecuatoriana del pueblo, aunque con variaciones en cuanto al móvil. Se hablaba de un crimen pasional, de una deuda impagada, de rivalidad entre bandas dedicadas a la introducción ilegal de inmigrantes… De fantasía y de credulidad el mundo anda bien abastecido.

Francisco Castro, cumplido su deber cívico con la autoridad competente, o sea nosotros, prosiguió su camino. Visto el resultado más bien pobre de nuestra entrevista con él, y previendo que eso era lo que íbamos a sacar de los demás habitantes del inmueble, cambié de opinión respecto del plan de operaciones. Miré la hora. Si nos dábamos prisa, todavía podíamos llegar al entierro. Saqué el teléfono móvil y marqué el número del alférez.

– Sí -sonó la voz de Vega en el auricular.

– Mi alférez, si no le importa, Chamorro y yo vamos darnos una vuelta por el cementerio y luego nos aceramos a la empresa, para ver qué encontramos por allí. Así vamos adelantando.

– Ya -dijo el alférez-. Deduzco que mientras tanto nosotros nos encargamos de sacarle al vecindario lo que sepa.

– Si no tiene inconveniente…

– Claro que no. Es gente muy divertida.

– ¿Divertida?

– Ya te contaré. Vamos, que no llegáis.

– Gracias, mi alférez. Luego le llamo.

Sin incurrir en el feo extremo del servilismo, siempre procuro ser atento con los oficiales, aun con los de más bajo rango. Nunca sabes cuál de ellos puede acabar un mal día siendo tu jefe.

5. Una empresa decente

Mi primer jefe en una unidad de información, el subteniente Arias, un picoleto viejo con miles de leguas en las suelas, me regaló unos pocos consejos, tan sabios como sucintos. Uno de ellos: nunca metas paja en los informes; lo que no suma, resta y distrae. Ateniéndome a esa regla, supongo que me toca pasar muy brevemente por el relato del entierro y de nuestra conversación subsiguiente con Cintia, la mujer que Wilmer había dejado para que le llorase a pie de ataúd. El entierro fue como tantos otros, con la diferencia de que había mucha gente y toda provenía del mismo país extranjero, a excepción de la concejala de servicios sociales y los dos policías municipales que la escoltaban. En cuanto a la entrevista con Cintia, sirvió ante todo para confirmar la impresión que nos había facilitado el vecino Francisco Castro: era un alma de cántaro, y de lo que hacía su compañero sentimental de las puertas de su piso para afuera debía de saber más o menos lo mismo que yo sé de escritura cuneiforme y bolsos de Chanel. Eso sí, tenía unas facciones agraciadas, un tipito estupendo y un par de razones en la proa que permitirían a cualquier varón bien hormonado que viviera con ella (por ejemplo Wilmer) olvidarse de todas sus escaseces en otros aspectos. El resumen de su testimonio era que no sabía nada, que ella no se metía en lo que hacía su hombre y que Wilmer, a pesar de lo que oyéramos por ahí, era bueno.

Quizá fuera esto último lo más útil. Que alguien como Cintia sintiera la necesidad de subrayar una afirmación, aunque resultara una maldad pensarlo, era un motivo para cuestionarla.

Pero nos limitamos a sumar sus declaraciones a los demás indicios que llevábamos recogidos y nos dirigimos sin pérdida de tiempo a la fábrica de muebles. Allí enseñé mi placa al que parecía el encargado y le pregunté por el dueño. El encargado nos pidió que esperásemos y subió por una escalera. Mientras estuvo ausente, observamos la actividad productiva que allí se desarrollaba. No menos de cuarenta operarios, todos ellos inmigrantes, y la mayoría sudamericanos, bregaban a buen ritmo con piezas de mobiliario en diversos estados de terminación. Allí, desde luego, no hacían honor a la fama de perezosos que les atribuían sus vecinos. Cuando volvió el encargado, nos dijo con rostro serio:

– El señor Vázquez les ruega que suban a su oficina. El señor Vázquez ya podía estirarse y bajar a recibirnos, pensé, porque el hecho de ser un comemierda profesional no le impide a uno mantener un residuo de autoestima ni le lleva a dejar de creerse acreedor a alguna deferencia ajena. Pero bueno, si ésa era su manera de darse importancia, las había conocido peores.

Trepamos por la escalera que separaba la zona de los operarios de las oficinas desde las que se dirigía el negocio. El pobre Karl Marx habría dicho que allí era donde se enajenaba al obrero, en este caso al nuevo y barato obrero inmigrante, la jugosa plusvalía de la que se apoderaba el patrón. Pero Marcial Vázquez, gerente y propietario de aquella fábrica, no debía de haber leído al viejo ateo de Tréveris, ni falta que le hacía para reírse de la bendita ingenuidad de aquel barbudo que creía que en el obrero alienado palpitaba la revolución, cuando en el obrero, como en el patrono, palpitan sobre todo la codicia y el miedo a la intemperie. Que se lo preguntaran a él, que probablemente había nacido con una mano detrás y otra delante, y que ahora, además del inmenso todoterreno Lexus que se veía manchado de polvo a la entrada (polvo del camino de la finca, deduje), poseía todo aquel tinglado. La cara con que nos recibió en su despacho, sin dejar de reflejar alguna tensión (por la circunstancia que nos llevaba allí, me permití suponer), denotaba hasta qué punto estaba contento de sí mismo. Y eso que la camisa Polo Ralph Lauren que gastaba, y que a cualquier otro le habría dado aire pijo, a él, merced a su protuberante panza, le quedaba como si llevara un saco de estiércol.

– Hola, buenos días, les estaba esperando -nos escupió, casi sin darnos tiempo a presentarnos-. Ahí los tienen.

Tuve la patente sensación de que se me estaba escapando algo. Reaccioné con la prudencia aconsejable en esa tesitura:

– Perdone, ahí tenemos ¿los qué?

– Los permisos -dijo, señalando unos impresos apilados.

– ¿Los permisos?

– Joder, sí, los permisos. Los de residencia y trabajo de toda esa gente que hay ahí abajo. Supongo que se pensaban que soy un pirata, que los tengo de cualquier manera y que con eso van a buscarme las vueltas. Pues ya ve, se equivocan. Esto es una empresa decente, aquí se cumple con la ley y se paga religiosamente lo que marca el convenio. Nadie se aprovecha de los trabajadores. Se les exige que trabajen y se les paga lo justo. Como a cualquiera de aquí. Si tengo que traerme ecuatorianos y lo que pille no es por mi gusto. Yo no tengo la culpa de que los jóvenes españoles sólo quieran estar en el botellón y drogándose y sacándoles los cuartos a los padres. Tengo clientes y tengo que servirles los pedidos. Con que lo deje de hacer un par de veces, buscarán a otro.

Tenía bien preparado el alegato, no cabía duda. Pero lo estaba soltando sin necesidad y ante la persona errónea. Si fuéramos pidiendo los permisos de residencia en todos los casos en los que nos tropezamos con extranjeros, nos pasaríamos la vida denunciado irregulares, y no podríamos resolver homicidios.

– No venimos a pedirle esos papeles -le informé, sin alterarme-. Puede recogerlos. ¿Le importaría que nos sentáramos? Resulta incómodo hablar de pie, y le robaremos al menos unos minutos.

Marcial Vázquez se quedó descolocado. No parecía concebir que un agente del orden que entrara en su fábrica no sintiera el irreprimible prurito de hurgar en todo aquel papelote.

– Esto, sí -farfulló-, perdonen, ahí tienen…

Ocupamos las sillas que nos señaló. Él tomó asiento también. Busqué la mejor manera de entrarle, dándole confianza:

– No se preocupe, señor Vázquez. Nos consta por nuestros compañeros que es usted un hombre de orden, y que esto no es ninguna cueva donde se explote al personal. Basta con ver las instalaciones, la maquinaria, y el equipo que llevan los trabajadores. Los policías somos observadores, nos fijamos en las cosas, para no perder el tiempo ni hacérselo perder a los ciudadanos.

Era verdad que la fábrica era nueva, que no estaba nada mal montada y que los empleados parecían disponer de todas las medidas de seguridad reglamentarias. Y a Marcial debía de enorgullecerle que así fuera: se esponjó notoriamente al oírme.

– Por lo demás, ya sabemos que Wilmer Estrada tenía sus papeles en regla -añadí-. Es uno de los primeros datos que nos da el ordenador. La razón de nuestra visita es bien diferente.

– Pues usted dirá.

– Queremos que nos cuente quién era Wilmer Washington Estrada, en su opinión. Qué concepto tenía de él, en lo bueno y en lo malo. Y qué puede decirnos acerca de su vida.

Marcial Vázquez perdió unos segundos en meditar su respuesta. Después de todo, pensé, quien había levantado y mantenía un emporio como aquél difícilmente podía ser un estúpido.

– Lo que yo puedo decirle, principalmente, es cómo se portaba aquí -explicó al fin-. En la vida privada de la gente no me meto. Wilmer era un buen operario. Bastante mañoso, con eso se nace o no, pero también meticuloso trabajando. No le diré que siempre fuera así, porque al principio venía un poco como todos éstos, que creen que con cualquier chapuza vale. Pero cuando terminan un mueble mal y les obligas a repetirlo, advirtiéndoles que otra cagada les cuesta el puesto, tienden a espabilar, y Wilmer espabiló como el que más. Me enseñaba a los nuevos, y podía responsabilizarlo del trabajo de otros. Cumplía y hacía cumplir.

Nuevos datos sobre Wilmer: capacidad adaptativa, posible doble personalidad, pulcro en el trabajo y caótico en su vida íntima. Me afeé al instante caer en esas pamemas psicológicas, pero no dejaron de quedarse revoloteando en mi mente. En todo caso, me esforcé por volver a lo concreto, los hechos, mi testigo. No se me ocultaba que llevábamos ya un día mareando la perdiz y todavía no habíamos encontrado un mísero cabo de hilo del que tirar. Más valía quemar aquel cartucho, aunque fuera a la desesperada:

– Ya sé que aquí sólo trabajaba, pero en el trabajo se echan muchas horas, se acaba viendo cómo es uno. Yendo al grano: ¿cree que Wilmer era la clase de persona que se busca problemas?

El empresario miró al techo. Luego nos miró alternativamente a mí y a Chamorro. Se dirigió de improviso a mi compañera:

– Perdone, señorita, ¿se encuentra bien?

– Mi compañero le ha hecho una pregunta -le repelió Chamorro, con una calma admirable, teniendo en cuenta que era el segundo hombre que se fijaba en sus penalidades menstruales.

– Pues verán ustedes -dijo Marcial-. No lo descartaría. Supongo que tendré que contarles la historia, aunque no me apetezca.

6. Una oportunidad de hacer méritos

La historia, como la había llamado Marcial Vázquez, encajaba con la personalidad de Wilmer, tal y como habíamos podido irla reconstruyendo. Una tarde, el empresario lo vio discutir airadamente con un compañero a la puerta de la fábrica. Según el otro, Wilmer molestaba a su hija. Marcial hizo que los separaran, amenazó con echarlos y ya no hubo más bronca. Al cabo del tiempo, el otro empleado se fue de la empresa. Marcial Vázquez creía que aún andaba por el pueblo, pero no podía asegurarlo. Lo que podía hacer, e hizo, fue darnos la última dirección que le constaba de él. Chamorro tomó nota, mientras yo sopesaba la perspectiva de ir a buscar a aquel hombre y tratarlo como sospechoso de homicidio por un incidente nimio ocurrido meses atrás. No tenía ganas, pero es que tampoco me parecía un camino nada prometedor.

En cualquier caso, eso fue todo lo que sacamos de la visita a la fábrica, y con eso teníamos que lidiar. Apenas nos sentamos en el coche cuando sonó mi teléfono móvil. Era el alférez Vega:

– Vila, aunque sé que te va a sorprender, hemos dado con algo.

– No me digas. Porque nosotros vamos casi de vacío.

– Nos vemos en el puesto, ¿te parece?

El alférez, después de haberse comido con su gente el tedioso trajín de ir llamando puerta por puerta, se mostraba ufano de tener aquello que yo, seleccionando el trabajo, no tenía: una buena pista.

– Los testimonios de los vecinos sobre Wilmer, te los ahorramos -dijo, disfrutando de la expectación en que nos sabía sumidos-. En líneas generales, lo que ya habíamos oído antes de ir por allí. Quizá entre los vecinos españoles de su bloque le tenían algo más de ojeriza, hay quien nos ha dicho que era demasiado chulo para ser un inmigrante, una afirmación sintomática, estarás de acuerdo conmigo. Pero la pista no viene por ahí. Resulta que en el bloque vivían también unos ucranianos, un grupo extraño, tres hombres y una mujer, los hombres en la treintena y la mujer de veintipocos. Nadie sabe cómo se llamaban, llevaban un par de meses y no tenían puesto nombre en el buzón. Y resulta, y he aquí el detalle, que no nos han abierto la puerta esta mañana. La razón nos la ha dado una de las vecinas: se largaron ayer. Los vio bajar deprisa, con un montón de bultos, meterse en el coche y poner tierra por medio.

– Vaya, eso sí que tiene pinta de ser algo -juzgó Chamorro.

– Sí, tiene pinta de ser una putada -dije-. Cuatro ucranianos de los que no conocemos ni el nombre, a los que vete tú a saber si tenemos fichados, y si lo estuvieran, tampoco me animo a apostar mis ahorros a que los vecinos serán capaces de reconocerlos por las fotos que les hicieran en su día con barba y ojeras.

– Bueno, en la vida moderna hay soluciones alternativas. No hay más que acompasarse a los tiempos en que uno vive y adaptarse a las nuevas circunstancias -bromeó el alférez.

– Perdone, mi alférez, pero me he perdido.

– Andréi, nuestro amigo, el padrino ucraniano.

– ¿Cree que nos contará algo?

– Lo creo. Porque le conozco. Y porque no se le presentará una oportunidad mejor de hacer méritos ante nosotros.

Por no juntar un grupo demasiado numeroso, Vega se vino con Chamorro y conmigo, mientras el resto del equipo se dedicaba a tratar de encontrar a aquel ex empleado de Marcial Vázquez con el que se había peleado Wilmer. Le cedí el volante al alférez, que prefería, como yo mismo habría preferido, llevar el coche en lugar de irle indicando la ruta al que lo llevaba. Nos condujo a un edificio descomunal que habían plantado no debía de hacer mucho al lado de una autovía. Se llamaba Xanadú (el encargado de márketing de Andréi, que quizá fuera él mismo, no se había exprimido las meninges) y era una de las cosas más espantosamente horteras y obscenas que había visto en mi vida. Lo que resultaba evidente era que Andréi no sentía necesidad de pasar inadvertido, y que en la concejalía de urbanismo del municipio en que se hallaba enclavado el inmueble, que seguramente había otorgado la preceptiva licencia de obras, no quedaba una pizca de vergüenza.

El recibimiento que nos dispensó el dueño, tan pronto como el fornido armario de un par de metros cúbicos que nos abrió la puerta le avisó de nuestra presencia, fue muy diferente del que nos había dado Marcial Vázquez en su fábrica. Andréi vino con grandes aspavientos fraternales hacia el alférez y dijo:

– Qué honor, la Guardia Civil en mi casa. Adelante, por favor, no se queden ahí. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

Era la una, hora propicia para una cañita, y el verano murciano pegaba en las espaldas con la fuerza suficiente como para desear desesperadamente una. Pero me forcé al ascetismo:

– No, muchas gracias.

– ¿Ni un poquito de agua mineral? -se burló Andréi. Era un tipo de mediana estatura, bien vestido y peinado, y gastaba una sonrisa de probador de aparatos gimnásticos de la teletienda.

– Yo eso sí -aceptó Chamorro, debilidad que le disculpé por la deshidratación inherente a su estado.

– Diga que sí, agente, permítame ser hospitalario -repuso Andréi, mirando a Virginia de arriba abajo de un modo que a ella no debería haberle gustado, pero ante el que no puso mal gesto.

– Vale, también para mí -me rendí.

– Para mí una cerveza, si hay -nos arruinó la seriedad el alférez.

Alrededor de una de las mesas del tugurio (al que como sucede con todos los locales nocturnos no le beneficiaba la luz del día, pero tampoco lo deslucía hasta extremos intolerables) charlamos con Andréi acerca del asunto que nos ocupaba. Apenas estábamos iniciando la conversación cuando nos interrumpió una silenciosa camarera de brazos largos y felinos, con los que fue depositando cada bebida junto a su destinatario. El agua mineral era San Pellegrino, por si alguien podía pensar que Andréi era un roñoso. Luego, el capo ucraniano escuchó atentamente la consulta que veníamos a plantearle. Pidió todos los datos, la dirección, las descripciones de las personas, la fecha en que habían desaparecido. Fue anotando todos y cada uno de los detalles al dorso de una tarjeta de visita impresa en relieve y con las letras XANADÚ UKR SL grabadas en dorado en la parte superior de la cartulina. Lo sé porque después tuvo a bien regalarnos una igual a cada uno.

– Está bien, señores -dijo, cuando lo hubo anotado todo-. Pueden dejar esto de mi cuenta. No creo que necesite mucho tiempo. Les aviso tan pronto sepa algo. Y si hay algo más, en la tarjeta está mi móvil. Lo marcan a cualquier hora del día o de la noche.

Dudé quién era el policía, en aquel momento. Si los tres picoletos despistados o aquel Andréi Voltsov que nos daba la tarjeta con su teléfono (y su e-mail: ta_rasjbul_ba@hotmail.com).

Al despedirnos, Andréi alzó la mano de Chamorro y dobló un poco el espinazo. Me pareció un exceso de énfasis innecesario y de dudoso gusto en un proxeneta, pero Virginia no protestó.

En el camino de vuelta me embargaba una mala sensación. No me gusta que todo el peso de la investigación recaiga en una línea, y menos cuando esa línea escapa a mi control. Nos habíamos puesto en manos de aquel tipo, que ante todo iba a mirar por su interés. En un arranque de orgullo, decidí que fuéramos al bloque a recoger a la vecina cotilla para llevarla a ver fotos de malvados ucranianos. Fue una idea bastante penosa. La mujer estaba aterrorizada y no reconoció a nadie. A eso de las seis, cuando todavía andábamos enredados en ese estéril trámite, sonó mi móvil.

– Sargento, tengo algo para usted -anunció Andréi.

7. Así de crudo

Lo que me dijo Andréi, en condiciones normales, no me lo habría creído, y mucho menos habría preparado el siguiente paso en función de ello. Si lo hice fue por dos poderosas razones: la historia cuadraba con lo que sabíamos de Wilmer, y una rápida comprobación en el ordenador de Tráfico, donde metimos el apellido de la persona a la que apuntaba la información de Andréi, nos llevó a un modelo de coche que estaba en la lista de veintitantos que habíamos identificado como posibles portadores de los neumáticos cuyas huellas habían aparecido en el lugar del crimen.

Por eso, y porque la maniobra que se me ocurrió podía probarse sin excesivo esfuerzo, decidí hacerle caso al ucraniano, pese a que me dijera que no podía facilitarme el paradero de sus compatriotas. Me contó que había pactado con ellos no delatarlos, a cambio de la información que me proporcionaba, y me aclaró que eran residentes ilegales y por eso habían huido. Como es lógico, le pregunté si no dudaba de la veracidad de esa información, que era exculpatoria para quienes la estaban dando y tan sospechosamente se comportaban. Andréi respondió, firme:

– A mí no me mentirían. Usted haga la comprobación. Y si no saca nada me lo dice, y les doy otra vuelta. Si resulta que me han contado un cuento se los entrego atados de pies y manos para que les hagan lo que quieran. Pero creo que la pista es de fiar.

Así que allí estábamos, en el bar del que, según nos habían informado, era parroquiano habitual nuestro objetivo. No faltó a su cita con la barra. A eso de las ocho y media se presentó en el local. Vega y yo nos quedamos en la mesa, con el listillo del sargento Lucas. Las dos chicas, Chamorro y Robles, se acercaron a la barra con el pretexto de pedir algo de beber. Vi cómo Chamorro trababa conversación con él y le presentaba a Robles. Nuestro hombre sonreía a ambas un poco azorado, pero con ese gustillo que da encontrarse, al final de la jornada, junto a dos mujeres jóvenes y no del todo de mal ver. En medio de la cháchara, vació deprisa su caña y pidió otra. No reparó en que Robles se hacía con el vaso vacío y lo guardaba en una bolsita de plástico antes de echárselo al bolso. En aquella circunstancia, ni se habría dado cuenta de que un buldózer le pasaba por encima del pie. Luego Robles se excusó, se alejó de la barra y salió del bar. Tampoco se dio cuenta de nada de esto el pobre incauto, porque Chamorro cuidaba de seguirle dando palique. Incluso se aposentó en el taburete, como si quisiera hablar más relajada. El tipo se puso entonces algo nervioso, y no dejaba de mirar hacia donde estábamos los demás, pero ni por un momento temí que hubiera peligro de perderlo.

A los veinte minutos regresó Robles. Desde el umbral nos hizo una seña afirmativa. Apuramos sin prisa nuestras bebidas y nos pusimos en pie. Mientras caminaba hacia la barra, pensé en lo caprichosa, lo absurda y lo idiota que podía ser la vida. Tenía un caso resuelto, en apenas día y medio y de la forma más rocambolesca e imprevisible. No había trabajado, ni había puesto de mí en él una milésima parte de lo que había invertido en tantos otros asuntos que aún criaban polvo en la carpeta de pendientes. Pero allí estaba, yendo hacia un hombre que antes de acabar aquel día, o yo no sabía nada de asesinos, habría firmado una confesión.

Chamorro le puso alerta cuando se quedó observando fijamente algo que había detrás de su espalda, es decir, a nosotros.

– Señor Castro -le dije, apenas se volvió-. Tengo que pedirle que nos acompañe. Salgamos discretamente, por favor.

Francisco Castro me miró con ojos de cordero degollado. Pero ni era la primera vez que yo estaba en aquella circunstancia ni la primera vez que un homicida me miraba así. Dejé sobre la barra un billete de veinte euros, que supuse suficiente para cubrir sus cervezas y nuestras consumiciones, y le requerí:

– Vamos, preferimos no esposarle.

En el camino hacia la casa-cuartel no abrió la boca. Llevaba la mirada perdida ante sí, su cerebro aún trataba de comprender lo que había pasado, lo que estaba pasando, lo que iba a pasar. Francisco Castro, se notaba, no era un criminal curtido. En su favor apunté que no trataba de jugar a algo a lo que no estaba acostumbrado. Las protestas de inocencia les quedan bien a los canallas, que tienen costumbre de engañar al prójimo. Pero a un hombre que ha descarrilado en un momento de ofuscación, y que no vive en la realidad anómala del delincuente habitual, le habría salido una representación titubeante, fallida y quizá patética.

Siempre que puedo, prefiero tratar a la gente con consideración y ahorrarle sufrimientos innecesarios. Por eso le expliqué al detenido, antes de nada, que sus huellas dactilares, según el análisis rápido que había hecho nuestro equipo de criminalística, y que confirmaríamos debidamente después, coincidían con las halladas en la bolsa aparecida en el lugar del crimen. También le dije que había unas huellas de neumático que en ese momento se estaban cotejando con las ruedas de su coche, aunque ya sabíamos que el modelo coincidía. Y que nos constaba cuál había sido el móvil. Francisco Castro se fue hundiendo en el asiento. No preguntó cómo habíamos llegado a averiguar todo aquello, no puso nada en duda. A veces he usado faroles, y tengo cierto aplomo para marcármelos, pero tengo mucho más aplomo cuando sé que lo que digo es cierto y fetén. Aquel hombre lo percibió al instante.

– Y ahora nos gustaría escuchar lo que tenga que contarnos usted -añadió Chamorro, ya que le tenía más confianza.

– Ah, ¿pero me queda algo? -murmuró.

– Claro, tiene derecho a dar su versión.

– Todavía estoy alucinando -se sinceró-. Apenas llevan aquí un día. ¿Tan torpe he sido?

– No fue demasiado cuidadoso -dijo Chamorro.

– Y hemos tenido suerte -admití, por si le aliviaba.

La versión de Francisco Castro no se apartó, en cuanto a los motivos, de la información que nos habían dado los ucranianos a través de Andréi. El bueno de Wilmer, impelido como de costumbre por su exceso de testosterona, había adquirido el molesto pasatiempo de tirarle los tejos a la hija adolescente de Castro, detalle que ninguno de los vecinos había querido o sabido apuntarnos, pero que los ucranianos sí habían visto, como también sus inmediatas consecuencias: un forcejeo entre ambos en el que, según le habían dicho a Andréi, habían intervenido para separarlos. La fecha de la pelea, una semana antes del crimen, coincidía en ambos testimonios. De lo que había pasado a partir de ahí, Castro nos ofreció un relato confuso, toscamente autojustificativo.

Aquel salido no se había privado de seguir molestando a su hija, y él había pensado en denunciarlo, pero ya sabía que el otro estaba legal, y que no podía asustarlo por ahí. Se había ido calentando, y al final se había dicho que no necesitaba a nadie para defender a su familia y que no iba a permitir que un sudaca de mierda lo chuleara. Castro admitía que a partir de ahí había acabado llegando a una conclusión incorrecta (incluso muy incorrecta, pensé que habría apostillado entonces De Quincey), pero nos pedía que le entendiéramos, un padre, la seguridad y el bienestar de su hija…

Sea como fuere, esperó a Wilmer y le arreó a traición con una tranca, en principio con intención de llevarlo luego al campo y darle un escarmiento. Pero del palazo lo dejó tan tieso que media hora después no había despertado, y cuando se vio en la huerta con el cuerpo inerte, algo se le encendió en el pecho, se le nubló el entendimiento y le puso la bolsa en la cabeza. Ya estaba, quién iba a preocuparse por un cerdo de indio menos en el mundo.

– Perdonen que lo diga así de crudo, pero así lo sentí.

Chamorro y yo nos miramos en silencio. Si delante del juez repetía aquel testimonio, su abogado podía alegar falta de premeditación y tratar de librarle así de los cargos de asesinato. Pero de la agravante de xenofobia no le iba a salvar ni la Virgen. No creía que aquel hombre fuera necesariamente racista, o no lo bastante como para merecerse la pena suplementaria. Así que hice algo que a lo mejor no debía, me permití darle un consejo:

– Está bien, señor Castro, va a tener que quedarse aquí y vamos a tener que entregarle al juez. Pero le recomiendo que cuide cómo habla de la víctima. No va ayudarse si lo desprecia por su nacionalidad o utiliza vocablos despectivos hacia su origen racial.

Castro hizo chascar la lengua.

– Ya, ya lo sé. Es un discurso muy feo. Lo dicen todos los políticos, todos los cantantes enrollados, todos los intelectuales, todos los obispos. Todos los que no tienen que vivir en el mismo bloque con ellos, ni aguantar que hagan ruido o que miren el culo a sus hijas. Así yo soy tolerante hasta con el diablo, mire qué le digo.

Chamorro meneó la cabeza. Cuando se lo llevaron, vaticinó:

– Está perdido. Lo van a triturar.

– ¿Piensas como él?

– No. Pero es un pobre hombre.

Eso mismo fue lo que les dijo el teniente de alcalde a los medios, cuando se hizo pública la detención. Sobra decir que no pidió a nuestros jefes que nos felicitaran por nuestra rapidez.

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