En épocas prehistóricas, la Tierra fue visitada por seres desconocidos procedentes del cosmos. Estos seres desconocidos crearon la inteligencia humana por medio de mutaciones genéticas deliberadas. Los extra-terrestres recrearon a los homínidos «a su propia imagen». Por eso nosotros nos parecemos a ellos y no ellos a nosotros.
Las actividades mentales sublimes, como la religión, el altruismo y la moralidad, son fruto de la evolución, y tienen una base física.
La Bradbury era una nave nueva. Utilizaba tecnología muy avanzada respecto a la de sus predecesoras en la línea comercial, pues podía despegar del nivel del mar por sus propios medios en vez de ser transportada hasta la estación en lo alto de una de las «Agujas» ecuatoriales colgada de un globo gigante. La Bradbury era una enorme esfera, titánica según los primeros modelos.
Éste era el primer viaje de Jacob a bordo de una nave con energía de la ciencia de mil millones de años de antigüedad de los galácticos. Contempló desde la cabina de primera clase cómo la Tierra iba quedando atrás, y la Baja California se convertía primero en una costilla marrón, separando dos mares, y luego un simple dedo a lo largo de la costa de México. El panorama era espectacular, pero un poco decepcionante. El rugido y la aceleración de un avión transcontinental o la lenta majestuosidad de un zepelín crucero eran más románticos. Y las pocas veces que había salido de la Tierra, subiendo y bajando en globo, tenía las otras naves para contemplar, brillantes y atareadas, mientras flotaban hacia la Estación de Energía o volvían en el presurizado interior de una de las Agujas.
Ninguna de las grandes Agujas era aburrida. Las finas paredes de cerámica que contenían las torres de cuarenta kilómetros a niveles de presión del mar habían sido pintadas con gigantescos murales, grandes pájaros en vuelo y batallas espacíales de pseudociencia- ficción copiadas de las revistas del siglo xx. Nunca resultaban claustrofóbicas.
Con todo, Jacob se alegraba de estar a bordo de la Bradbury. Algún día tal vez visitara, por nostalgia, la Aguja Chocolate, en la cima del monte Kenya. Pero la otra, la de Ecuador… Jacob esperaba no tener que volver a ver la Aguja Vainilla nunca más.
No importaba que la gran torre estuviera sólo a un tiro de piedra de Caracas. No importaba que le dieran la bienvenida de un héroe, si iba allí alguna vez, pues era el hombre que había salvado la única maravilla de la ingeniería terrestre que llegó a impresionar a los galácticos.
Salvar a la Aguja le había costado a Jacob Demwa su esposa y una gran porción de su mente. El precio había sido demasiado elevado.
La Tierra se había convertido en un disco cuando Jacob se dispuso a buscar el bar de la nave. De repente le apetecía disfrutar de compañía. No se sentía así cuando subió a bordo. Lo había pasado mal poniendo excusas a Gloria y los demás del Centro. Makakai se había enfadado. Además, muchos de los materiales de investigación sobre Física Solar que había pedido no habían llegado, y habría que enviarlos a Mercurio. Finalmente había acabado por enfadarse consigo mismo por haberse dejado convencer para participar en este asunto.
Avanzó a lo largo del corredor principal, en el ecuador de la nave, hasta que encontró el salón, atestado de gente y tenuemente iluminado. Se abrió paso entre los grupitos que charlaban y los pasajeros que se acercaban a la barra a beber.
Unas cuarenta personas, muchas de ellas trabajadores contratados para operar en Mercurio, se congregaban en el salón. Bastantes de ellos, que habían bebido demasiado, hablaban en voz alta a sus vecinos o simplemente se quedaban atontados. Para algunos, marcharse de la Tierra había sido muy duro.
Unos pocos extraterrestres descansaban en cojines en un rincón aparte. Uno de ellos, un cintiano de piel brillante y gruesas gafas de sol, estaba sentado frente a Culla, que asentía en silencio mientras sorbía con una pajita lo que parecía ser una botella de vodka.
Había varios humanos cerca de los alienígenas, algo típico de los xenófilos que se agarraban a cada palabra que captaban en una conversación de extraterrestres y esperaban ansiosamente su oportunidad de hacer preguntas.
Jacob pensó en abrirse paso entre la multitud para llegar al rincón. Tal vez conociera al cintiano. Pero había demasiadas personas en aquella parte de la sala. Decidió tomar una copa y ver si alguien había empezado a contar historias.
Pronto formaba parte de un grupo que escuchaba a un ingeniero de minas que contaba una historia terriblemente exagerada de derrumbes y rescates en las profundas minas Herméticas. Aunque tuvo que esforzarse para oír por encima del ruido, Jacob estaba ya pensando que podía ignorar el dolor de cabeza que se aproximaba, al menos lo suficiente para escuchar el final de la historia, cuando un dedo en sus costillas le hizo dar un respingo.
— ¡Demwa! ¡Es usted! —chilló Fierre LaRoque—. ¡Qué suerte! Viajaremos juntos, y ahora siempre tendré alguien con quien poder intercambiar opiniones.
LaRoque llevaba una brillante túnica suelta. Blue Pur Smok flotaba en el aire, surgido de la pipa que chupaba con ansia.
Jacob trató de sonreír, pero como alguien le estaba pisando, fue más parecido a un rechinar de dientes.
—Hola, LaRoque. ¿Por qué va a Mercurio? ¿No le interesarían más a sus lectores las historias sobre las excavaciones peruanas o…?
—¿O similares pruebas dramáticas de que nuestros antepasados primitivos fueron creados por antiguos astronautas? —interrumpió LaRoque—. ¡Sí, Demwa, esa evidencia será pronto tan abrumadora que incluso los píeles y los escépticos que se sientan en el Consejo de la Confederación verán el error de sus conceptos!
—Veo que lleva la camisa —Jacob señaló la túnica plateada de LaRoque.
—Llevo la túnica de la Sociedad Daniken en mi último día en la Tierra, honrando a los arcanos que nos dieron el poder para salir al espacio. —LaRoque agarró la pipa y el vaso en una mano y con la otra alisó el medallón y la cadena de oro que colgaban de su cuello.
Jacob pensó que el efecto era demasiado teatral para tratarse de un hombre adulto. La túnica y las joyas parecían afeminadas, en contraste con los modales toscos del francés. Sin embargo, tuvo que admitir que iban bien con el tono afectado.
—Oh, vamos, LaRoque —sonrió Jacob—. Incluso usted tiene que admitir que salimos al espacio por nuestros propios medios, y que fuimos nosotros quienes descubrimos a los extraterrestres, no ellos a nosotros.
—¡No admito nada! —respondió LaRoque acaloradamente—. ¡Cuando demostremos que somos dignos de los Tutores que nos dieron la inteligencia en el pasado, cuando ellos nos reconozcan, entonces sabremos cuánto nos han ayudado a escondidas durante todos estos años!
Jacob se encogió de hombros. No había nada nuevo en la controversia pieles-camisas. Un bando insistía en que el hombre debería sentirse orgulloso de su herencia única como raza autoevolucionada, por haber conseguido la inteligencia de la propia Naturaleza en la sabana y en las costas del este de África. El otro bando sostenía que el homo sapiens, igual que cualquier otra clase de seres inteligentes conocidos, era parte de una cadena de elevación genética y cultural que se remontaba a los míticos inicios de la galaxia, la época de los Progenitores.
Muchos, como Jacob, eran cuidadosamente neutrales en el conflicto, pero la humanidad, y las razas de pupilos de la humanidad, esperaban el resultado con interés. La arqueología y la paleontología se habían convertido en los grandes entretenimientos desde el Contacto.
Sin embargo, los argumentos de LaRoque eran tan rancios que podrían usarse para hacer tostadas. Y el dolor de cabeza de Jacob empeoraba.
—Eso es muy interesante, LaRoque —dijo mientras se retiraba—. Tal vez podamos discutirlo en otra ocasión…
Pero LaRoque no había terminado todavía.
—El espacio está lleno de sentimiento neandertalense, ¿sabe? ¡Los hombres a bordo de nuestras naves prefieren llevar pieles de animales y gruñir como monos! ¡Ignoran a los Antiguos y desprecian a la gente sensata que practica la humildad!
LaRoque reforzó su razonamiento apuntando a Jacob con la caña de su pipa. Jacob retrocedió, intentando ser amable, aunque le costaba trabajo.
—Bueno, creo que eso es ir demasiado lejos, LaRoque. ¡Está usted hablando de astronautas! La estabilidad emocional y política son los criterios principales para su selección…
— ¡Aja! No sabe de lo que está hablando. Bromea, ¿verdad? ¡Sé un par de cosas sobre la «estabilidad emocional y política» de los astronautas!
»En alguna ocasión se las contaré —continuó—. ¡Algún día se conocerá toda la historia del plan de la Confederación para aislar a gran parte de la humanidad de las razas mayores, y de su herencia en las estrellas! ¡Todos esos pobres «indignos de confianza»! ¡Pero entonces será demasiado tarde para sellar la filtración!
LaRoque resopló y exhaló una nube de Blue PurSmok en dirección de Jacob. Éste sintió una oleada de náusea.
—Sí, LaRoque, lo que usted diga. Ya me lo contará en alguna ocasión —se dio la vuelta.
LaRoque se le quedó mirando un momento, luego sonrió y palmeó la espalda de Jacob mientras se dirigía a la puerta.
—Sí —dijo—. Se lo contaré. Pero mientras tanto, será mejor que se acueste. No parece encontrarse muy bien. ¡Adiós! —dio otra palmada a la espalda de Jacob, y luego se dirigió a la barra.
Jacob se acercó a la portilla más cercana y apoyó la cabeza contra el cristal. Estaba frío y le ayudó a aliviar su dolor de cabeza. Cuando abrió los ojos, la Tierra no estaba a la vista… sólo un gran campo de estrellas, brillantes e inmóviles en la negrura. Las más brillantes estaban rodeadas por rayos de difracción, que podía aumentar o reducir entornando los ojos. A excepción del brillo, el efecto no era distinto a contemplar las estrellas desde el desierto. No parpadeaban, pero eran las mismas.
Jacob sabía que debería sentir más. Las estrellas vistas desde el espacio deberían ser más misteriosas, más… «filosóficas».
Una de las cosas que mejor podía recordar sobre su adolescencia era el rugido asolopsístico de las noches estrelladas. No se parecía en nada a la sensación oceánica que ahora conseguía a través de la hipnosis. Era como sueños medio recordados de otra vida.
Encontró a Bubbacub, Fagin y al doctor Kepler en la cubierta principal. Kepler le invitó a unirse a ellos.
El grupo estaba reunido alrededor de un puñado de cojines junto a las portillas. Bubbacub llevaba con él una copa de algo que parecía desagradable y olía mal. Fagin caminaba despacio, retorciéndose sobre sus raíces, sin llevar nada encima.
El grupo de portillas que corrían por la curvada periferia de la nave quedaba interrumpido por un gran disco circular, como un ventanal redondo y gigantesco, que tocaba suelo y techo. La parte lisa se alzaba un palmo en la sala. Lo que había dentro quedaba oculto tras un panel.
—Nos alegramos de que lo consiguiera —ladró Bubbacub a través de su vodor. Estaba tendido en uno de los cojines y, tras decir esto, metió el hocico en la copa que llevaba e ignoró a Jacob y a los demás. Jacob se preguntó si el pil intentaba ser sociable, o si ése era su encanto natural.
Consideraba a Bubbacub masculino, aunque no tenía ni idea de su auténtico género. Aunque Bubbacub no llevaba ropas, aparte del vodor y una bolsita, lo que Jacob podía ver de la anatomía del alienígena sólo servía para confundirle. Había aprendido, por ejemplo, que los pila era ovíparos y no amamantaban a sus crías. Pero una fila de algo que parecían tetillas le corría como una hilera de botones de la garganta a la entrepierna. Ni siquiera podía imaginar cuál era su función. La Red de Datos no las mencionaba. Jacob había pedido a la Biblioteca un sumario más completo.
Fagin y Kepler hablaban sobre la historia de las naves solares. La voz de Fagin sonaba ahogada porque su follaje superior y su aparato fonador rozaban contra los paneles a prueba de sonido del techo. (Jacob esperó que el kantén no tuviera tendencia a la claustrofobia. Pero, de todas formas, ¿a qué temían los vegetales? A que se los comieran, supuso. Se preguntó por las conductas sexuales de una raza que para hacer el amor precisaba unos intermediarios parecidos a abejas domesticadas.)
—¡Entonces, esas magníficas improvisaciones, sin la menor ayuda exterior, les permitieron llevar paquetes de instrumentos hasta la misma fotosfera! —decía Fagin—. ¡Es de lo más impresionante y me maravillo, tras los años que llevo aquí, de no haberme enterado de esta aventura de su período anterior al Contacto!
Kepler sonrió.
—Debe comprender que el proyecto batisfera fue sólo… el principio, muy anterior a mi época. Cuando se desarrolló la propulsión láser para las naves anteriores al Contacto interestelar, pudieron lanzar naves robots capaces de gravitar y, por la termodinámica de usar un láser de alta temperatura, expulsar el exceso de calor y enfriar el interior de la sonda.
—¡Entonces les faltaba poco para enviar hombres!
Kepler sonrió tristemente.
—Bueno, tal vez. Se hicieron planes. Pero enviar seres vivos al sol y hacerlos regresar implicaba algo más que calor y gravedad. ¡El peor obstáculo eran las turbulencias!
»Sin embargo, habría sido magnífico ver si habríamos podido resolver el problema. —Los ojos de Kepler brillaron durante un momento—. Se hicieron planes, sí.
—Pero entonces, la Vesarius encontró naves timbrimi en Cygnus — dijo Jacob.
—Sí. Por eso nunca lo averiguamos. Los planes fueron descartados cuando yo no era más que un chiquillo. Ahora están obsoletos. Y es probable que se hubieran producido pérdidas inevitables, incluso muertes, si se hubieran llevado a cabo sin estasis… El control del flujo temporal es ahora la clave del Navegante Solar, y desde luego no me quejo de los resultados.
La expresión del científico se ensombreció de repente.
—Es decir, hasta ahora.
Kepler guardó silencio y miró la alfombra. Jacob lo observó un instante, luego se cubrió la boca y tosió.
—Ya que estamos en el tema, he advertido que no hay ninguna mención de los Espectros Solares en la Red de Datos, ni en la Biblioteca siquiera… y yo tengo un permiso 1-AB. Me preguntaba si podría prestarme algunos de sus informes sobre el tema para que los estudie durante el viaje.
Kepler apartó la mirada, nervioso.
—No estábamos preparados para dejar que los datos salieran todavía de Mercurio, señor Demwa. Hay consideraciones políticas en el descubrimiento que, uh, retrasarán su puesta al día hasta que lleguemos a la base. Estoy seguro de que todas sus preguntas serán respondidas allí. —Parecía realmente tan avergonzado que Jacob decidió olvidar el asunto por el momento. Pero no era una buena señal.
—Me tomo la libertad de añadir un fragmento de información — dijo Fagin—. Ha habido otra inmersión desde nuestra reunión, Jacob, y nos han dicho que en esa inmersión sólo se han observado las primeras y más prosaicas especies de solarianos. No la segunda variedad que tantas preocupaciones ha causado al doctor Kepler.
Jacob estaba todavía confundido por las apresuradas explicaciones que había dado Kepler de los dos tipos de criaturas solares observadas hasta el momento.
—¿Ese tipo era el herbívoro?
—¡Herbívoro no! —intervino Kepler—. Magnetóvoro. Se alimenta de la energía de los campos magnéticos. Es fácil de comprender ese tipo, pero…
—¡Interrumpo! Con el más solemne deseo de ser perdonado por la intrusión, insto a la discreción. Se acerca un desconocido.
Las ramas superiores de Fagin rozaron el techo.
Jacob se volvió hacia la puerta, un poco molesto porque había algo capaz de hacer que Fagin interrumpiera la frase de otro. Advirtió con tristeza que esto era otro signo de que se había metido en una tensa situación política, y seguía sin conocer las reglas.
No oigo nada, pensó. Entonces Pierre LaRoque apareció en la puerta, con una copa en la mano y su rostro siempre florido todavía más ruborizado. La sonrisa inicial del hombre se hizo mayor al ver a Fagin y a Bubbacub. Entró en la sala y dio a Jacob un jovial golpecito en la espalda, insistiendo en que debía ser presentado ahora mismo.
Jacob reprimió un gesto de indiferencia.
Realizó las presentaciones muy despacio. LaRoque estaba impresionado, y se inclinó profundamente ante Bubbacub.
— ¡Ab-Kisa-ab-Soro-ab-Hul-ab-Puber! Y dos pupilos, ¿qué eran, Demwa? ¿Jello y algo? ¡Me siento muy honrado de conocer a un sofonte de la línea soro en persona! ¡He estudiado el lenguaje de sus antepasados, quienes tal vez algún día demuestren que también son los nuestros! ¡La lengua soro es similar a la protosemítica, y también al protobantú!
Los cilios de Bubbacub se agitaron sobre sus ojos. El pil, a través de su vodor, empezó a dar voz a un discurso complicado, aliterativo e incomprensible. Entonces las mandíbulas del alienígena chascaron y pudo oírse un gruñido agudo, medio ampliado por el vodor.
Desde detrás de Jacob, Fagin respondió con su lengua chascante. Bubbacub se volvió hacia él con los ojos negros encendidos mientras respondía con un gruñido, agitando un brazo rechoncho en dirección a LaRoque. La chirriante respuesta del kantén provocó un escalofrío en Jacob.
Bubbacub se dio la vuelta y salió de la sala sin decir nada más a los humanos.
Durante un instante de aturdimiento, LaRoque no dijo nada. Entonces miró a Jacob, sorprendido.
—¿Qué es lo que he hecho, por favor?
Jacob suspiró.
—Tal vez no le guste que le llame primo suyo, LaRoque. —Se volvió hacia Kepler para cambiar de tema. El científico contemplaba la puerta por la que se había marchado Bubbacub.
—Doctor Kepler, si no tiene ningún dato específico a bordo, tal vez podría prestarme algunos textos básicos de física solar y alguna información histórica sobre el proyecto Navegante Solar.
—Con mucho gusto, señor Demwa. Se los enviaré antes de la cena —dijo Kepler, aunque su mente parecía estar en otra parte.
—¡Yo también! —chilló LaRoque—. Soy periodista acre ditado y solicito el informe de su infausta empresa, señor di rector.
Tras un momento de vacilación, Jacob se encogió de hombros. Que se lo entregara a LaRoque.
El desprecio puede ser confundido fácilmente con la resistencia.
Kepler sonrió, como si no hubiera oído.
—¿Perdone?
—¡La gran fantasía! ¡Ese «Proyecto Navegante Solar» suyo, que usa dinero que podría ir destinado a la recuperación de los desiertos de la Tierra, o a una Biblioteca mayor para nuestro mundo!
»¡La vanidad de este proyecto, estudiar lo que nuestros superiores entendían perfectamente antes de que fuéramos simios!
—Verá usted, señor. La Confederación ha subvencionado esta investigación… —Kepler se puso rojo.
—¡Investigación! ¡Pérdida de tiempo es lo que es! ¡Investigan ustedes lo que ya está en las Bibliotecas de la Galaxia, y nos avergüenzan a todos haciendo que los humanos parezcamos bobos!
—LaRoque… —empezó a decir Jacob, pero el hombre no se callaba.
—¡Y vaya con su Confederación! ¡Encierran a los Superiores en reservas, como los antiguos indios americanos! ¡Impiden que la gente tenga acceso a la Sucursal de la Biblioteca! ¡Permiten que continúe este absurdo del que todos se ríen, esa proclamación de inteligencia espontánea!
Kepler retrocedió ante la vehemencia de LaRoque. El color se borró de su cara y tartamudeó.
—Yo… n-no creo…
—¡LaRoque! ¡Basta!
Jacob lo agarró por el hombro y lo acercó para susurrarle urgentemente al oído.
—Vamos, hombre, no querrá avergonzarnos a todos delante del venerable kantén Fagin, ¿verdad?
LaRoque puso una expresión de asombro. Por encima del hombro de Jacob, el follaje superior de Fagin se agitaba ruidosamente. Por fin, LaRoque bajó la mirada.
El segundo momento de embarazo debió ser suficiente para él. Murmuró una disculpa al alienígena, y tras mirar fríamente a Kepler se marchó.
—Gracias por los efectos especiales, Fagin —dijo Jacob después de que LaRoque se hubo ido.
Fagin contestó con un silbido, corto y grave.
A cuarenta millones de kilómetros, el sol era un infierno en cadena. Ardía en el negro espacio, sin ser ya el brillante punto que veían los niños de la Tierra y evitaban inconscientes con los ojos. Su atracción se extendía a millones de kilómetros. Compulsivamente, uno sentía la necesidad de mirar, pero ceder a ella era peligroso.
Desde la Bradbury, tenía el tamaño aparente de una moneda colocada a un palmo del ojo. El espectro era demasiado brillante para poder soportarlo. Captar «un atisbo» de aquel orbe, como se hacía a veces en la Tierra, provocaría ceguera. El capitán ordenó que polarizaran las pantallas protectoras de la nave y sellaran las portillas de observación.
La ventanilla Lyot de la cubierta no estaba cerrada, para que los pasajeros pudieran examinar al dador de vida sin sufrir daños.
Jacob se paró delante de la ventana redonda cuando hizo una última excursión nocturna a la máquina de café, medio despierto tras haber dado una cabezada en su diminuto camarote. Se quedó mirando durante varios minutos, con el rostro inexpresivo, sólo consciente a medias, hasta que una voz susurrante le sacó de su ensimismamiento.
—Eshta esh la forma en que she ve shu shol deshde el afelio de la órbita de Mercurio, Jacob.
Culla estaba sentado ante una de las mesitas del vestíbulo tenuemente iluminado. Tras el alienígena, sobre una fila de máquinas expendedoras, un reloj de pared anunciaba las 04.30 con números brillantes.
La voz soñolienta de Jacob sonó pastosa en su garganta.
—¿Tan… ejem, tan cerca estamos ya?
Culla asintió.
—Shí.
Asomaron las cuchillas de los labios del alienígena. Sus grandes labios plegados se arrugaban y dejaban escapar un silbido cada vez que intentaba pronunciar la «s». Con aquella tenue luz, sus ojos reflejaban el brillo rojo del ventanal.
—Shólo nosh quedan otrosh dosh díash para llegar —dijo el alienígena. Tenía los brazos cruzados sobre la mesa. Los pliegues sueltos de su túnica plateada cubrían la mitad de la superficie.
Jacob, tambaleándose un poco, se volvió para mirar la portilla. El orbe solar se agitó ante sus ojos.
—¿She encuentra bien? —preguntó el pring ansiosamente. Empezó a levantarse.
—Sólo me siento un poco aturdido. —Jacob alzó una mano—. No he dormido lo suficiente. Necesito un café.
Se dirigió a las máquinas expendedoras, pero a la mitad del camino se detuvo, se volvió y contempló de nuevo la imagen del horno solar.
— ¡Es rojo! —gruñó, sorprendido.
—¿Le explico por qué mientrash trae shu café? —preguntó Culla.
—Sí. Por favor. —Jacob se volvió hacia la oscura fila de expendedores de comida y bebida, buscando una máquina de café.
—La ventanilla Lyot shólo permite la luz en forma monocromática — dijo Culla—. Eshtá hesha de mushash placash redondash; algunosh polarizadoresh y algunosh retardantesh de luz. Giran unosh con reshpecto a otrosh para shintonizar con la longitud de onda que she permite pashar.
»Esh un aparato muy delicado e ingeniosho, aunque bashtante obsholeto para los nivelesh galácticosh… como uno de los relojesh «zuizosh» que algunosh humanosh aún llevan en eshta era electrónica. Cuando shu gente se acoshtumbre a la Biblioteca eshoh… ¿Rube Goldbersh? sherán arcaicosh.
Jacob se inclinó para contemplar la máquina más cercana. Parecía una máquina de café. Había un panel transparente, y tras él una pequeña plataforma con una rejilla de metal en el fondo. Si pulsaba el botón adecuado, aparecería una tacita de plástico en la plataforma y luego, de alguna arteria mecánica, surgiría un chorro del amargo brebaje negro que quedara.
Mientras la voz de Culla zumbaba en sus oídos, Jacob profería algunas palabras amables.
—Aja, aja… sí, ya veo.
Observó la máquina con ansiedad. ¡Ahora! ¡Un zumbido y un chasquido! ¡Ahí está la taza! Ya… ¿pero qué es esto?
Una gran píldora amarilla y verde cayó en la taza.
Jacob alzó el panel y la recogió. Un segundo más tarde un chorro de líquido caliente cayó en el espacio vacío donde estaba la taza, desapareciendo por el desagüe de abajo.
Jacob contempló la píldora, aturdido. Fuera lo que fuese, no era café. Se frotó los ojos con la muñeca izquierda, primero uno y luego el otro. Entonces dirigió una mirada acusadora hacia el botón que había pulsado.
Observó entonces que el botón tenía una etiqueta. «Síntesis nutritiva E.T.», decía. Bajo la etiqueta surgió de una ranura de datos una etiqueta informática. Tenía impresas en un extremo las palabras «Pring: Suplemento dietético. Complejo vitamínico de cumarina».
Jacob miró rápidamente a Culla. El alienígena continuó su explicación mientras contemplaba la ventanilla Lot. Culla agitó un brazo señalando el brillo dantesco del sol para reforzar su razonamiento.
—Eshta esh la línea roja alfa de hidrógeno —dijo—. Una línea eshpectral muy útil. En vez de sher abrumadosh por la gran cantidad de luz aleatoria de todosh losh nivelesh del shol, podemosh mirar shólo aquellash regionesh donde el hidrógeno elemental abshorbe o emite másh de lo normal…
Culla señaló la superficie moteada del sol. Estaba cubierta de puntos rojos oscuros y arcos deshilachados.
Jacob había leído cosas sobre ellos. Los arcos deshilachados eran «filamentos». Vistos contra el espacio, en el limbo solar, eran las prominencias que habían sido observadas desde la primera vez que se empleó un telescopio durante un eclipse. Al parecer, Culla estaba explicando la forma en que esos objetos se veían de frente.
Jacob reflexionó. Desde que partieron de la Tierra, Culla se había abstenido de comer con los demás. Todo lo que hacía era sorber algún vodka o cerveza ocasional con una pajita. Aunque no había dado ninguna razón, Jacob imaginaba que aquel ser tenía alguna inhibición cultural que le impedía comer en público.
Ahora que lo pensaba, con aquellas cuchillas por dientes, podía ser un poco desagradable. Al parecer había llegado cuando estaba tomando el desayuno y era demasiado educado para decirlo.
Miró la píldora que aún tenía en la mano. Se la guardó en el bolsillo y tiró la taza a una papelera cercana.
Pudo ver entonces el botón que anunciaba «Café solo». Sonrió tristemente. Tal vez sería mejor prescindir del café y no correr el riesgo de ofender a Culla. Aunque el E.T. no había puesto ninguna objeción, se había vuelto de espaldas mientras Jacob visitaba las máquinas expendedoras de comida y bebida.
Culla alzó la cabeza cuando Jacob se acercó. Abrió un poco la boca y durante un instante el humano atisbo un destello de porcelana.
—¿Eshtá menosh aturdido ya? —preguntó solícito.
—Sí, sí, gracias… gracias también por la explicación. Siempre había considerado el sol un lugar bastante liso… a excepción de las manchas solares y las prominencias. Pero supongo que en realidad es bastante complicado.
Culla asintió.
—El doctor Kepler esh el experto. Él le dará una explicación mejor cuando venga a una inmershión con noshotrosh.
Jacob sonrió amablemente. ¡Qué bien estaban entrenados estos emisarios galácticos! Cuando Culla asentía, ¿tenía el gesto un significado personal? ¿O era algo que le habían enseñado a hacer en algunas ocasiones y lugares donde hubiera humanos?
¿Inmersión con nosotros?
Decidió no pedirle a Culla que repitiera la frase.
Es mejor no forzar mi suerte, pensó.
Empezó a bostezar. Se acordó justo a tiempo de cubrirse la boca con la mano. ¿Quién sabía qué podía significar un gesto similar en el planeta natal de los pring?
—Bueno, Culla, creo que me vuelvo a mi habitación para intentar dormir un poco más. Gracias por la charla.
—No hay de qué, Jacob. Buenash nochesh.
Recorrió el pasillo y apenas consiguió llegar a la cama antes de quedarse profundamente dormido.
Una luz suave e irisada se filtraba por las portillas, iluminando los rostros de los que contemplaban el paso de Mercurio bajo el descenso de la nave.
Casi todos los que no tenían que ejercer funciones a bordo estaban en la cubierta, contemplando la tremenda belleza del planeta desde la fila de ventanas. Hablaban en susurros, y las conversaciones tenían lugar en grupitos alrededor de cada portilla. Durante la mayor parte de la maniobra el único sonido fue un leve chasquido que Jacob no pudo identificar.
La superficie del planeta estaba marcada por cráteres y largas estrías. Las sombras proyectadas por las montañas de Mercurio eran bruscas en su negrura, recortadas contra marrones y plateados brillantes. En muchos aspectos recordaba a la luna de la Tierra.
Había diferencias. En una zona todo un trozo había quedado desgajado en algún antiguo cataclismo. La cicatriz producía una amplia serie de surcos en el lado que daba al sol. El límite de iluminación corría por el borde de la muesca, una brusca frontera del día y la noche.
Allá abajo, en los lugares donde no había sombra, caía una lluvia de siete tipos distintos de fuego. Protones, rayos x surgidos del magnetoscopio del planeta, y la simple luz cegadora del sol mezclados con otras cosas letales para convertir la superficie de Mercurio en algo completamente diferente a la luna.
Parecía un lugar donde podían encontrarse fantasmas. Un purgatorio.
Jacob recordó un fragmento de un antiguo poema japonés preHaku que había leído hacía tan sólo un mes:
Más que tristes pensamientos acuden a mi mente
cuando cae la noche; pues entonces
aparece tu forma fantasmal,
hablando como te he visto hablar.
—¿Ha dicho algo?
Jacob salió del leve trance y vio a Dwayne Kepler a su lado.
—No, no mucho. Aquí tiene su chaqueta. —Tendió a Kepler la prenda doblada, quien la recogió con una sonrisa.
—Lo siento, pero la biología ataca en los momentos menos románticos. En la vida real los viajeros espaciales también tienen que ir al cuarto de baño. Bubbacub parece encontrar irresistible este tejido aterciopelado. Cada vez que suelto mi chaqueta para hacer algo, se echa a dormir encima. Voy a tener que comprarle una cuando vuelva a la Tierra. ¿De qué estábamos hablando antes de que me marchara?
Jacob señaló hacia la superficie de debajo.
—Estaba pensando… ahora comprendo por qué los astronautas llaman a la luna «el corral». Hay que tener cuidado.
Kepler asintió.
— ¡Sí, pero es mucho mejor que trabajar en algún estúpido proyecto casero! —Kepler hizo una pausa, como si estuviera a punto de decir algo importante. Pero el impulso se extinguió antes de que pudiera continuar. Se volvió hacia la portilla y señaló el panorama de debajo—. Los primeros observadores, Antoniodi y Schiaparelli, llamaron a esta zona Charit Regio. Ese enorme cráter de ahí es Goethe.
Señaló un montículo de material más oscuro en una brillante llanura—. Está muy cerca del polo norte, y debajo se halla la red de cuevas que hacen posible la Base Hermes.
Kepler era ahora la imagen perfecta del erudito, excepto los momentos en que alguno de los extremos de su largo bigote color arena se le metía en la boca. Su nerviosismo pareció remitir a medida que se iban acercando a Mercurio y la Base Navegante Solar, donde era el jefe.
Pero en ocasiones, sobre todo cuando la conversación trataba de la elevación o la Biblioteca, el rostro de Kepler asumía la expresión del hombre que tiene mucho que decir y no encuentra la forma de hacerlo. Era una expresión nerviosa y cohibida, como si tuviera miedo de expresar sus opiniones por temor a ser rebatido.
Después de reflexionar un poco, Jacob llegó a la conclusión de que conocía parte del motivo. Aunque el jefe del Navegante Solar no había dicho nada de forma explícita, Jacob estaba convencido de que Dwayne Kepler era religioso.
En medio de la controversia camisas-pieles y el Contacto con los extraterrestres, la religión organizada había quedado hecha pedazos.
Los danikenitas proclamaban su fe en una gran raza de seres, no omnipotentes, que habían intervenido en el desarrollo del hombre y podrían hacerlo de nuevo. Los seguidores de la Ética Neolítica predicaban sobre la palpable presencia del «espíritu del hombre».
Y la mera existencia de miles de razas que surcaban el espacio, donde pocas profesaban algo que fuera similar a las antiguas religiones de la Tierra, hizo un gran daño a la idea de un Dios todopoderoso y antropomórfico.
La mayoría de los credos formales habían co-optado por un bando u otro en la guerra camisa-piel, o habían derivado en un teísmo filosófico. Los ejércitos de fieles habían volado hacia otras banderas, y los que se quedaron guardaban silencio en mitad del tumulto.
Jacob se había preguntado a menudo si estaban esperando una Señal.
Si Kepler era creyente, eso explicaría parte de su cautela. Había bastante desempleo entre los científicos. Kepler no querría labrarse una reputación de fanático y arriesgarse a añadir su nombre a las filas de parados.
Jacob consideraba que era una lástima que el hombre pensara así. Habría sido interesante oír sus puntos de vista. Pero respetaba su claro deseo de intimidad en este tema.
Lo que atraía el interés profesional de Jacob era la forma en que el aislamiento podría haber contribuido a los problemas mentales de Kepler. En la cabeza del hombre había algo más que un problema filosófico, algo que ahora mismo dañaba su eficacia como líder y su confianza en sí mismo como científico.
Martine, la psicóloga, acompañaba a menudo a Kepler, recordándole de modo regular que tomara sus medicinas, frasquitos de diversas píldoras multicolores que llevaba en los bolsillos.
Jacob sentía que volvían las viejas costumbres, pues no habían sido apagadas por la quietud de los últimos meses en el Centro de Elevación. Tenía casi tanto interés en saber qué eran aquellas píldoras como en conocer cuál era el trabajo real de Mildred Martine en el Navegante Solar.
Martine era aún un enigma para Jacob. A pesar de sus conversaciones a bordo, no había llegado a penetrar en los malditos modales amistosos de la mujer. Su divertida condescendencia hacia él era tan pronunciada como la exagerada confianza del doctor Kepler. Los pensamientos de la mujer estaban en otra parte.
Martine y LaRoque apenas apartaban la vista de su portilla. Martine hablaba de su investigación sobre los efectos del color y el brillo en la conducta psicótica. Jacob lo había oído en su primera reunión en Ensenada. Una de las primeras cosas que hizo Martine tras unirse al Navegante Solar fue reducir al mínimo los efectos psicogénicos del medio, por si los «fenómenos» eran una ilusión causada por el estrés.
Su amistad con LaRoque había ido creciendo a lo largo del viaje mientras escuchaba, embelesada, todas las contradictorias historias de civilizaciones perdidas y antiguos visitantes extraterrestres. LaRoque respondió a la atención recurriendo a su famosa elocuencia. Varias veces sus conversaciones privadas en la cubierta consiguieron reunir público. Jacob prestó atención un par de veces. LaRoque podía ser muy sensible cuando se lo proponía.
Sin embargo, Jacob se sentía menos cómodo con aquel hombre que con los demás pasajeros. Prefería la compañía de gente menos ubicua, como Culla. Jacob había llegado a apreciar al alienígena. A pesar de los grandes ojos rojos y su increíble trabajo dental, el pring tenía gustos muy parecidos a él en muchas cosas.
Culla hacía montones de preguntas ingeniosas sobre la Tierra y los humanos, la mayoría referidas a la forma en que trataban a sus especies pupilas. Cuando se enteró de que Jacob había participado en el proyecto para elevar a la inteligencia plena a los chimpancés, los delfines, y últimamente a los perros y gorilas, empezó a tratar a Jacob con más respeto aún.
Ni una sola vez se refirió Culla a la tecnología de la Tierra como arcaica u obsoleta, aunque todo el mundo sabía que era única en la galaxia por su rareza. Después de todo no había constancia de que ninguna otra raza hubiera tenido que inventarlo todo partiendo de cero. La Biblioteca se encargaba de eso. Culla era un entusiasta de los beneficios que proporcionaría la Biblioteca a sus amigos humanos y chimpancés.
En una ocasión, el extraterrestre siguió al humano al gimnasio de la nave y contempló, con aquellos grandes ojos rojos suyos, cómo Jacob se embarcaba en una de sus sesiones maratonianas, una de las varias que hizo desde que salieron de la Tierra. Durante los descansos, Jacob descubrió que el pring ya había aprendido el arte de contar chistes picantes. La raza pring debía de tener conductas similares a la humanidad contemporánea, pues el remate «…sólo estábamos regateando sobre el precio» parecía tener el mismo significado para ambos.
Fueron los chistes, sobre todo, los que hicieron que Jacob advirtiera lo lejos que estaba de casa el estirado diplomático pring. Se preguntó si Culla se sentía tan solitario como lo estaría él en aquella situación.
En las siguientes discusiones sobre si la mejor marca de cerveza era Tuborg o L-5, Jacob tuvo que esforzarse por recordar que se trataba de un alienígena, no un ser humano alto y terriblemente educado. Pero comprendió la lección cuando se encontraron separados por un abismo insalvable durante el curso de la conversación.
Jacob había contado una historia sobre la lucha de clases terrestres que Culla no pudo comprender. Intentó ilustrar su argumento con un proverbio chino: «El campesino siempre se cuelga en la puerta de su señor».
Los ojos del alienígena se volvieron más brillantes de repente, y Jacob oyó por primera vez un agitado chasquido procedente de la boca de Culla.
Se quedó mirando al pring por un instante, y luego cambió rápidamente de tema.
Pero en términos generales, Culla tenía un sentido del humor más parecido al humano que ningún otro extraterrestre que hubiera conocido. Con la excepción de Fagin, por supuesto.
Ahora, mientras se preparaban para el aterrizaje, el pring permanecía en silencio junto a su tutor. Su expresión, como la de Bubbacub, volvía a ser ilegible.
Kepler tocó suavemente a Jacob en el brazo y señaló la portilla.
—Muy pronto la capitana mandará tensar las Pantallas de Estasis y empezará a reducir el ritmo en que deja filtrarse el espacio-tiempo. Los efectos le parecerán interesantes.
—Creía que la nave dejaba que el tejido del espacio pasara de largo, más o menos, como se hace con una tabla de surf en la playa.
Kepler sonrió.
—No, señor Demwa. Ése es un error común. Hacer surf en el espacio es sólo una frase popular. Cuando hablo de espacio-tiempo, no me refiero a un «tejido». El espacio no es un material.
»De hecho, mientras nos acercamos a una singularidad planetaria (una distorsión en el espacio causada por un planeta), debemos adoptar una métrica constantemente cambiante, o un conjunto de parámetros por el que medir el espacio y el tiempo. Es como si la naturaleza quisiera que cambiáramos gradualmente la longitud de nuestros medidores y el ritmo de nuestros relojes cada vez que nos acercamos a una masa.
—¿He de entender que la capitana está controlando nuestra aproximación, dejando que este cambio tenga lugar lentamente?
—¡Exacto! En los viejos tiempos, por supuesto, la adaptación era más violenta. La métrica se conseguía frenando continuamente con cohetes hasta el contacto, o estrellándose contra el planeta. Ahora sólo arrojamos la métrica sobrante como si fuera un fardo de tela en estasis. ¡Ah! ¡Ya hemos vuelto a hacer otra vez una analogía «material»!
Kepler sonrió.
—Uno de los productos residuales de todo esto es el neutronio comercial, pero el propósito principal es aterrizar a salvo.
—Entonces, cuando por fin empecemos a meter el espacio en una bolsa, ¿qué veremos?
Kepler señaló la portilla.
—Puede ver lo que pasa ahora.
En el exterior, las estrellas se apagaban. El tremendo chorro de brillantes puntos de luz que las pantallas oscurecidas había dejado pasar se desvanecía lentamente mientras observaban. Pronto quedaron sólo unas cuantas, débiles y ocres contra la negrura.
El planeta de debajo empezó también a cambiar.
La luz reflejada de la superficie de Mercurio ya no era caliente y quebradiza. Adquirió un tinte anaranjado. La superficie estaba ahora bastante oscura.
Y también se acercaba. Lenta, pero visiblemente, el horizonte se alisó. Objetos en la superficie que antes apenas eran distinguibles se hicieron visibles a medida que la Bradbury descendía.
Grandes cráteres se abrieron para mostrar otros cráteres aún más pequeños en su interior. Mientras la nave descendía tras el irregular borde de uno de ellos, Jacob vio que estaba cubierto de pozos aún más pequeños, de forma similar a los más grandes.
El horizonte del diminuto planeta desapareció tras una cordillera, y Jacob perdió toda perspectiva. Con cada minuto de descenso el terreno no parecía cambiar. ¿Cómo podía saber a qué altura estaban? ¿Cómo saber si lo que tenían debajo era una montaña, un peñasco, o si iban a posarse dentro de un segundo o dos para descubrir que no era más que una roca?
Sintió la cercanía. Las sombras grises y los macizos anaranjados parecían tan inmediatos que tuvo la impresión de que podría tocarlos.
Como esperaba que la nave se posara en cualquier momento, se sorprendió cuando un agujero del suelo se apresuró a engullirlos.
Mientras se preparaban para desembarcar, Jacob recordó con sorpresa lo que había estado haciendo cuando se había sumido en trance ligero y había sostenido la chaqueta de Kepler durante el descenso.
Subrepticiamente, y con gran habilidad, había registrado los bolsillos de Kepler, tomando una muestra de todas las medicinas y un pequeño lápiz sin dejar sus huellas. Todo formaba ahora un bultito en el bolsillo de Jacob, demasiado pequeño para ser advertido.
—De modo que ya ha empezado —dijo entre dientes.
La mandíbula de Jacob se tensó.
«¡Esta vez voy a resolverlo yo solo!» —pensó—. No necesito ayuda de mi alter ego. ¡No voy a ir por ahí derribando puertas y entrando por la fuerza!
Se dio un puñetazo en el muslo para espantar la sensación picajosa y satisfecha que notaba en los dedos.