La luz de la mañana formaba una blanca columna que, surgida a través de una grieta entre las nubes, formaba lo que Tom Waaler llamaba un «haz de Cristo» sobre el fiordo. En casa tenían varias fotografías de ese fenómeno. Pasó por encima de las cintas de plástico que impedían el acceso al lugar del crimen. Quienes lo conocían habrían dicho que formaba parte de su naturaleza saltar por encima, en lugar de agacharse y pasar por debajo. Tenían razón en lo primero, pero no en lo segundo. Tom Waaler no sabía de nadie que lo conociera. Y él quería que siguiera siendo así.
Levantó una pequeña cámara digital hasta la altura del cristal azul metálico de las gafas de sol estilo Police, idénticas a las otras doce que tenía en casa, pago de un cliente agradecido por un servicio prestado. Igual que la cámara. El encuadre de la imagen captó el agujero que horadaba el suelo y el cadáver que yacía al lado. Vestía un pantalón negro y una camisa que fue blanca en su día, pero que el lodo y la arena habían vuelto de color marrón.
– ¿Otra foto para tu colección privada? -preguntó Weber.
– Éste es nuevo -dijo Waaler sin levantar la vista-. Me gustan los asesinatos imaginativos. ¿Habéis identificado a este hombre?
– Arne Albu. Cuarenta y dos años. Casado. Tres hijos. Al parecer, tiene dinero. Es dueño de una cabaña que está aquí detrás.
– ¿Alguien ha visto u oído algo?
– Están haciendo una ronda por el vecindario en este momento. Pero ya ves lo solitario que es esto.
– ¿Alguien de ese hotel, quizás?
Waaler señaló un gran edificio de madera y de color amarillo que se veía al final de la playa.
– Lo dudo -dijo Weber-. No hay gente en esta época del año.
– ¿Quién encontró al tipo?
– Llamada anónima desde una cabina de Moss. A la policía de Moss.
– ¿El asesino?
– No lo creo. Contó que vio dos piernas sobresaliendo del agua mientras paseaba con su perro.
– ¿Grabaron la conversación?
Weber negó con la cabeza.
– No llamó al número de emergencias.
– ¿Qué pensáis de esto?
Waaler señaló hacia el cadáver.
– Los forenses emitirán su informe, pero yo diría que lo enterraron vivo. Ningún signo externo de violencia en el cuerpo, pero presenta sangre en boca y nariz y rotura capilar ocular, y todo ello indica gran acumulación de sangre en la cabeza. Además hemos encontrado arena en el interior de la garganta, lo que indica que aún respiraba cuando lo enterraron.
– Comprendo. ¿Algo más?
– Al perro lo encontramos atado fuera de la cabaña. Un rottweiler grande y horroroso que se hallaba en un buen estado sorprendente. La puerta de entrada no estaba cerrada. Ni rastro de enfrentamiento tampoco dentro de la cabaña.
– En otras palabras, entraron tranquilamente, lo amenazaron con un arma, amarraron al perro, cavaron un agujero y le pidieron, por favor, que se metiera dentro.
– Si fueron varios.
– Un rottweiler grande, un hoyo de metro y medio de profundidad. Creo que podemos asegurar que eran varios, Weber.
Weber no respondió. Nunca había tenido nada en contra de trabajar con Waaler. El tipo tenía un talento especial para investigar; los resultados que obtenía hablaban por sí solos. Pero eso no significaba que a Weber le gustase. Sin embargo, no sería correcto afirmar que le disgustaba. Era otra cosa, algo que, después de un rato, le hacía pensar en esos pasatiempos gráficos titulados «Encuentre-los-siete-errores», donde no consigues decir exactamente qué es pero hay algo que te incomoda. Le incomodaba, ésa era la palabra.
Waaler estaba en cuclillas junto al cadáver. Sabía que él no le gustaba a Weber. Pero daba igual. Weber era un viejo policía de la científica que no aspiraba a llegar a ninguna parte y del que no cabía pensar que pudiera influir en la carrera de Waaler, ni en su vida en general. Era una persona a la que no tenía que gustar.
– ¿Quién lo ha identificado?
– Uno de los lugareños vino a echar un vistazo -respondió Weber-. El dueño de la tienda de ultramarinos lo reconoció. Contactamos con su esposa, que está en Oslo, y la trajimos aquí. Ella confirmó que se trata de Arne Albu.
– ¿Y dónde está ahora la mujer?
– En la cabaña.
– ¿Ha hablado alguien con ella?
Weber se encogió de hombros.
– Me gustaría ser el primero -dijo Waaler inclinándose hacia delante y sacando un primer plano del rostro del cadáver.
– El caso lo lleva la comisaría de Moss. Sólo nos han llamado para que les ayudemos un poco.
– Pero nosotros tenemos experiencia -objetó Waaler-. ¿Alguien se lo ha explicado a los camperos con una pizca de educación?
– En realidad, algunos de nosotros ya hemos investigado asesinatos con anterioridad -resonó una voz tras ellos.
Waaler vio a un hombre sonriente con la chaqueta negra de cuero de la policía y una estrella en los galones, ribeteados con hilo dorado.
– No hard feelings -replicó el comisario riendo-. Soy Paul Sørensen. Tú debes de ser el comisario Waaler.
Waaler asintió con reserva e ignoró el amago que hizo Sørensen de estrecharle la mano. No le gustaba el contacto físico con hombres desconocidos. Ni tampoco con los conocidos, por cierto. Con las mujeres, en cambio, era otra cosa. Al menos, mientras él llevaba la batuta. Y la llevaba siempre.
– Nunca antes habíais investigado algo como esto, Sørensen -observó Waaler y levantó los párpados del cadáver, dejando al descubierto un par de globos oculares inyectados en sangre-. Esto no es un navajazo en el baile del pueblo, ni el disparo fortuito de un borracho. Por eso nos habéis llamado, ¿no?
– Así es, no parece algo de este pueblo -convino Sørensen.
– Entonces, propongo que tú y tus chicos os quedéis completamente quietos y vigiléis. Yo iré a hablar con la esposa del fiambre.
Sørensen se rió como si Waaler hubiera contado un buen chiste, pero se calló al ver que el comisario enarcaba las cejas por encima de las gafas de sol estilo Police. Tom Waaler se levantó y echó a andar hacia las cintas policiales. Contó lentamente hasta tres, y gritó sin girarse:
– ¡Y mueve ese coche policial que veo que habéis aparcado en la rotonda, Sørensen! Nuestros técnicos están buscando huellas de las ruedas de un asesino. Gracias por adelantado.
No necesitaba girarse para saber que había borrado la bobalicona sonrisa de la cara de Sørensen. Y que la escena del crimen acababa de quedar bajo la responsabilidad de la comisaría de Oslo.
– ¿Señora Albu? -preguntó Waaler al entrar en el salón.
Estaba decidido a acabar con aquello enseguida. Tenía una cita para almorzar con una chica que prometía, y no pensaba faltar.
Vigdis Albu levantó la cabeza del álbum de fotos que estaba hojeando.
– ¿Sí?
A Waaler le gustó lo que vio. Un cuerpo muy cuidado, la forma en que estaba sentada, consciente de sí misma, colocada como una Dorthe Skappel cualquiera y con el tercer botón de la blusa desabrochado. Y le gustó lo que oyó. Una voz suave, perfecta para las palabras especiales que le gustaba hacer decir a las mujeres. Y le gustó la boca de la que ya abrigaba la esperanza de oír esas palabras.
– Comisario Tom Waaler -se presentó antes de sentarse frente a ella-. Entiendo la impresión que te habrá causado. Y, aunque parezca una frase hecha y probablemente no signifique nada para ti en estos momentos, sólo quiero presentarte mis condolencias. Yo también he perdido a una persona muy querida.
Esperó. Al final ella tuvo que levantar la vista y él consiguió interceptar su mirada que descubrió velada por el llanto, pensó Waaler al principio. Hasta que no le contestó, no se dio cuenta de que estaba borracha.
– ¿Tienes un cigarrillo, agente?
– Llámame Tom. No fumo. Lo siento.
– ¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí, Tom?
– Intentaré que sea el menor posible. Sólo tengo que hacerte un par de preguntas. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Bien. ¿Tienes idea de quién quería ver muerto a tu marido?
Vigdis Albu apoyó el mentón en la mano y miró por la ventana.
– ¿Dónde está el otro agente, Tom?
– ¿Perdón?
– ¿No debería estar aquí ahora?
– ¿Qué agente, señora Albu?
– Harry. Es él quien lleva este asunto, ¿no?
La razón fundamental por la que Tom Waaler había hecho carrera en la policía con más rapidez que todos los de su promoción radicaba en que sabía que nadie, ni siquiera los abogados defensores, cuestionaba cómo se obtenían las pruebas si éstas demostraban la culpabilidad del acusado con suficiente claridad. La segunda razón consistía en que tenía el vello de la nuca muy sensible. Por supuesto, quizá su vello no reaccionara cuando debía. Pero nunca lo hacía cuando no debía. Y ahora reaccionó.
– ¿Estás hablando de Harry Hole, señora Albu?
– Puedes parar aquí.
A Tom Waaler le seguía gustando la voz. Acercó el coche al bordillo de la acera, se inclinó hacia delante en el asiento y miró arriba, hacia la casa rosa situada en la parte superior del montículo. El sol de la mañana se reflejaba en lo que parecía un animal en el jardín.
– Ha sido muy amable por tu parte -dijo Vigdis Albu-. Tanto que consiguieras que Sørensen me dejase ir como que me trajeras.
Waaler sonrió con calidez. Sabía que podía ser amable. Varias personas le habían dicho que se parecía a David Hasselhoff en Los vigilantes de la playa, que tenía el mismo mentón, el cuerpo y la sonrisa. Él había visto Los vigilantes de la playa y sabía a qué se referían.
– Soy yo quien debe darte las gracias -respondió.
Y era cierto. Durante el trayecto desde Larkollen se había enterado de muchas cosas interesantes. Como que Harry Hole intentaba encontrar pruebas de que su marido había asesinado a Anna Bethsen que, si no se equivocaba, era la mujer de la calle Sorgenfrigata, que se había suicidado hacía algún tiempo. El caso estaba cerrado, fue él mismo quien concluyó que se trataba de un suicidio y quien redactó el informe. ¿Qué andaría buscando ese chalado de Hole? ¿Era una venganza por su vieja enemistad? ¿Estaría intentando demostrar que Anna Bethsen había sido víctima de un acto criminal para comprometerlo a él, a Tom Waaler? Definitivamente, una invención así sería propia de ese alcohólico perturbado, pero no le cuadraba que Hole invirtiera tanta energía en un asunto que, en el peor de los casos, sólo evidenciaría que Waaler se había precipitado en su conclusión. Descartó enseguida que el móvil de Harry consistiera únicamente en reabrir el caso. Que los policías pierdan su tiempo libre en esas cosas sólo pasa en las películas. El hecho de que el sospechoso de Harry hubiera aparecido ahora asesinado abría, por supuesto, varias respuestas alternativas. Waaler ignoraba cuáles, pero ya que los pelos de la nuca indicaban alguna relación con Harry Hole, quería averiguarlo. Así que, cuando Vigdis Albu le preguntó a Tom Waaler si quería pasar a tomar un café, no fue la excitante idea de estrenar viuda lo que le animó a aceptar, sino el hecho de que ello pudiera conducirlo a quitarse de encima al hombre que llevaba pisándole los talones… ¿cuánto era? ¿Ocho meses?
Sí, habían pasado ocho meses. Ocho meses desde que la agente Ellen Gjelten, por culpa de una de las meteduras de pata de Sverre Olsen, desenmascaró a Tom Waaler como principal responsable del tráfico de armas organizado con destino a Oslo. Cuando le ordenó a Olsen que la liquidara antes de que tuviera tiempo de contarle a alguien lo que sabía, por supuesto, era consciente de que Hole nunca se rendiría hasta dar con quien la mató. Por eso había procurado que la gorra de Olsen apareciera en la escena del crimen para, luego, pegarle un tiro al sospechoso en «defensa propia» durante la detención. Ninguna pista lo señalaba pero, aun así, de vez en cuando Waaler tenía la desagradable sensación de que Hole se le acercaba. Y de que podía ser peligroso.
– La casa está tan desolada cuando todos están fuera… -se lamentó Vigdis Albu al abrir la puerta.
– ¿Cuánto tiempo estarás… esto… sola? -preguntó Waaler mientras seguía subiendo las escaleras hasta el salón.
Le seguía gustando lo que veía.
– Los niños están en casa de mis padres, en Nordby. La idea era que se quedaran allí hasta que las cosas se normalicen -explicó con un suspiro antes de desplomarse en uno de los hondos sillones-. Necesito una copa. Y tengo que llamarles.
Tom Waaler se quedó de pie, mirándola. Aquella mujer acababa de estropearlo todo con la última frase. El pequeño cosquilleo que había sentido un momento antes se esfumó sin remedio. Y, de repente, aparentaba más edad. A lo mejor estaban disminuyendo los efectos del alcohol. Los efectos habían alisado las arrugas y suavizado la boca que ahora se había endurecido en una fisura torcida, pintada de rosa.
– Siéntate, Tom. Voy a preparar un poco de café.
Se dejó caer en el sofá mientras Vigdis se fue a la cocina. Separó las piernas y vio una mancha descolorida en la tela del sofá. Le recordó la mancha en su propio sofá, una mancha de sangre menstrual.
El recuerdo le hizo sonreír.
El recuerdo de Beate Lønn.
La dulce e inocente Beate Lønn que había permanecido sentada al otro lado de la mesa del salón engullendo cada una de las palabras que él fue pronunciando como si fueran terrones de azúcar en su café con leche, lo que solían beber las jovencitas. «Creo que lo más importante es atreverse a ser uno mismo. Lo más importante en una relación es la honestidad, ¿no te parece?» A veces, con las chicas jóvenes era difícil saber a qué altura había que poner el listón de los tópicos presuntamente sabios pero, al parecer, con Beate había dado en el blanco. Ella le había seguido dócilmente hasta su casa, donde él le preparó una copa de lo menos apta para una jovencita.
Tuvo que reírse. Incluso al día siguiente, Beate Lønn creyó que la amnesia que sufría se debía al cansancio y que la copa que tomó sólo era un poco más fuerte de lo habitual. La dosificación correcta lo era todo.
Pero lo más cómico fue cuando entró en el salón por la mañana y la vio limpiando el sofá con una bayeta húmeda, donde la noche anterior habían efectuado la primera ronda antes de que ella perdiera el conocimiento y diera comienzo la verdadera juerga.
– Lo siento -dijo ella casi llorando-. No me he dado cuenta hasta ahora. Qué vergüenza. Creía que no me tocaba hasta la semana que viene.
– No pasa nada -le respondió él acariciándole la mejilla-. Con tal de que hagas cualquier cosa para quitar esa mierda.
Y se tuvo que ir corriendo a la cocina, abrir el grifo y hacer ruido con la puerta de la nevera para encubrir la risa, mientras Beate Lønn seguía limpiando la mancha de sangre menstrual de Linda. ¿O era de Karen?
Vigdis le gritó desde la cocina.
– ¿Tomas leche con el café, Tom?
Su voz sonó dura y aguda. Además, ya sabía lo que necesitaba saber.
– Acabo de recordar que tengo una cita en el centro -dijo.
Se giró y la vio en la puerta de la cocina con dos tazas de café y expresión de perplejidad en la mirada. Como si acabara de darle una bofetada. Jugó con ese pensamiento.
– Además, necesitas estar sola -dijo levantándose-. Lo sé; como te dije antes, yo también he perdido a un ser querido.
– Lo siento -dijo Vigdis desconcertada-. Ni siquiera te he preguntado quién era.
– Se llamaba Ellen. Una colega. La quería mucho.
Tom Waaler ladeó un poco la cabeza y miró a Vigdis, que le sonreía insegura.
– ¿En qué piensas? -preguntó ella.
– En que a lo mejor me paso un día de éstos a ver qué tal te va.
Dicho esto, le brindó su más cálida sonrisa, a lo David Hasselhoff, y pensó en lo caótico que sería el mundo si pudiéramos leer el pensamiento a los demás.
Había llegado la hora punta. Por Grønlandsleiret desfilaban lentamente los coches y, ante la Comisaría General, los esclavos asalariados. Un acentor común posado en una rama vio caer la última hoja, alzó el vuelo y pasó ante la sala de reuniones de la quinta planta.
– No soy buen orador en ocasiones festivas -comenzó Bjarne Møller, y todos los presentes que ya le habían escuchado en situaciones anteriores, asintieron con la cabeza.
Todos los participantes en la investigación del caso del Dependiente, una botella de vino espumoso Opera de 79 coronas y catorce vasos de plástico sin desenvolver, aguardaban a que Møller terminase.
– En primer lugar, en nombre del pleno del Ayuntamiento, del alcalde y del comisario jefe principal, quiero daros las gracias a todos por un trabajo tan bien hecho. Como sabéis, estábamos en una situación bastante difícil cuando comprendimos que se trataba de un atracador en serie…
– ¡Yo no sabía que los había de otro tipo! -gritó Ivarsson cosechando risas.
Se había quedado en la parte posterior de la sala, junto a la puerta, desde donde veía a todo el mundo.
– No, y que lo digas -sonrió Møller-. Me refería a que… bueno, ya sabéis… Nos alegramos de que todo haya acabado. Y, antes de tomarnos una copa de champán y volver a casa, quiero darle las gracias a la persona a la que debemos atribuirle gran parte del mérito…
Harry notó que los demás le miraban. Odiaba este tipo de ocasiones especiales. Discursos del jefe, discursos para el jefe, gracias a los payasos, el teatro de la trivialidad.
– Rune Ivarsson, que ha estado al mando de la investigación. Enhorabuena, Rune.
Aplausos.
– ¿Quieres decir unas palabras, Rune?
– No, gracias -dijo Harry entre dientes.
– Sí, gracias -respondió Ivarsson.
La gente se volvió hacia él. El comisario jefe carraspeó.
– Por desgracia, no tengo tanta suerte como tú, Bjarne, que no te consideras buen orador de ocasiones festivas. Porque yo sí lo soy. -Más risas-. Y como orador con experiencia en otros casos resueltos, sé que es aburrido que uno dé las gracias a diestro y siniestro. El trabajo policial es, como todos sabemos, una labor de equipo. Beate y Harry tuvieron el honor de marcar el gol, pero la labor previa la realizó el equipo.
Harry contempló incrédulo los nuevos gestos de asentimiento de la gente.
– Por esa razón, gracias a todos.
Ivarsson paseó la mirada por los rostros de todos los presentes, con la intención evidente de que cada cual se sintiera visto y reconocido, antes de gritar con voz jovial:
– ¡Y a ver si abrimos ese champán, hombre!
Alguien le pasó la botella y, después de agitarla a conciencia, empezó a descorcharla.
– No aguanto esto -le susurró Harry a Beate-. Me largo.
Ella lo miró de forma crítica.
– ¡Cuidado! -El corcho dio en el techo-. ¡Venga, coged un vaso!
– Sorry -dijo Harry-. Nos vemos mañana.
Pasó por el despacho, cogió la chaqueta y, una vez en el ascensor, apoyó la cabeza contra la pared. La noche anterior sólo había dormido unas horas en la cabaña de Albu. A las seis de la mañana, cogió el coche y puso rumbo a la estación de ferrocarril de Moss. Encontró una cabina telefónica y el número de la comisaría de Moss, y llamó para informar sobre el cadáver que había en el agua. Sabía que pedirían ayuda a la policía de Oslo. Por eso, cuando llegó a Oslo, hacia las ocho de la mañana, se sentó en Kaffebrenneriet, el café de la calle Ullevålsveien, para tomarse un cortado hasta estar seguro de que el asunto le habría sido asignado a otra persona y de que él podía ir a la oficina sin miedo.
Se abrieron las puertas del ascensor y Harry salió por las puertas giratorias. Se enfrentó al frío y nítido aire otoñal de Oslo que, según decían, estaba más contaminado que el de Bangkok. Se recordó que no tenía prisa y se obligó a caminar despacio. Hoy no pensaría en nada, sólo en dormir con la esperanza de no soñar, en despertarse mañana con todas las puertas cerradas detrás de sí.
Todas, menos una. La que nunca se dejaba cerrar, la que él no quería cerrar. Pero no quería pensar en ello hasta el día siguiente. Ese día, Halvorsen y él darían un paseo a lo largo del río Akerselva. Se detendrían en el árbol donde la habían encontrado. Reconstruirían los hechos por enésima vez. No porque se les hubiera olvidado nada, sino para recuperar la sensibilidad, para recuperar el olfato en las fosas nasales. Ya empezaba a sentir miedo.
Eligió el camino estrecho para cruzar el césped. El atajo. No miró hacia la izquierda, al edificio gris de la cárcel donde Raskol probablemente hubiera guardado ya el tablero de ajedrez, por esta vez. Jamás hallarían nada en Larkollen -ni en ningún otro lugar- que señalara al gitano ni a ninguno de sus esbirros, ni siquiera en caso de que el propio Harry hubiese llevado la investigación. Que siguieran el tiempo que estimaran necesario. El Dependiente estaba muerto. Arne Albu estaba muerto. «La justicia es como el agua -le dijo Ellen en una ocasión-, siempre encuentra un cauce.» Sabían que no era verdad pero, al menos, era una falacia que de vez en cuando les servía de consuelo.
Harry oyó sirenas. Llevaba un rato oyéndolas. Los coches blancos le adelantaban con los girofaros azules encendidos y desparecían por Grønlandsleiret. Intentó no preguntarse por qué salían. Quizás no era de su incumbencia. Y si lo era, tendría que esperar. Hasta el día siguiente.
Tom Waaler confirmó que había llegado demasiado pronto, que los inquilinos del edificio amarillo pálido hacían algo más que quedarse sentados en casa durante el día. Acababa de pulsar el último timbre del portero automático y ya se había dado media vuelta para marcharse cuando escuchó el sonido hermético y tintineante de una voz: «¿Hola?».
Waaler se volvió.
– ¿Hola, es…? -Miró la placa contigua al timbre-, ¿… Astrid Monsen?
Veinte segundos más tarde estaba dentro, ante una cara pecosa y asustada que le miraba por la ranura de la puerta, desde detrás de una cadena de seguridad.
– ¿Puedo entrar, señorita Monsen? -preguntó y le enseñó los dientes brindándole una especial de David Hasselhoff.
– Prefiero que no lo haga -dijo ella con voz de pito.
Quizá no hubiese visto Los vigilantes de la playa.
Le mostró su tarjeta de identificación.
– Vengo para preguntarte si crees que hay algo que debiéramos saber sobre el fallecimiento de Anna Bethsen. Ya no estamos seguros de que fuera un suicidio. Sé que uno de mis colegas lo ha investigado por iniciativa propia y me preguntaba si has hablado con él.
Tom Waaler había oído que algunos animales, sobre todo los salvajes, huelen el miedo. No le extrañaba. Lo que le extrañaba era que no todo el mundo oliera el miedo. El miedo tiene el mismo olor fugaz y agrio que el meado de toro.
– ¿De qué tienes miedo, señorita Monsen?
Sus pupilas se dilataron más aún. Waaler tenía erizado el vello de la nuca.
– Es crucial que nos ayudes -dijo Waaler-. Lo más importante de la relación entre la policía y los ciudadanos es la honestidad, ¿no crees?
Su mirada era errática y él aprovechó la ocasión.
– Creo que mi colega está implicado de alguna forma en este asunto.
A la joven se le desencajó la mandíbula inferior. Lo miró desvalida. Bingo.
Se sentaron en la cocina. Las paredes marrones estaban forradas de dibujos infantiles. Waaler suponía que era tía de muchísimos niños. Él tomaba notas mientras ella hablaba.
– Escuché un ruido en el pasillo y, cuando salí, había un hombre acurrucado en el rellano, delante de mi puerta. Era obvio que se había caído, así que le pregunté si necesitaba ayuda, pero no obtuve ninguna respuesta coherente. Subí y llamé a la puerta de Anna Bethsen, pero tampoco allí me contestaron. Cuando bajé, le ayudé a levantarse. Todo lo que llevaba en los bolsillos se había esparcido por el suelo. Encontré la cartera y una tarjeta de crédito con su nombre y dirección. Luego le ayudé a salir a la calle, paré un taxi que pasaba y le di la dirección al taxista. Eso es todo lo que sé.
– ¿Y está segura de que es la misma persona que vino a verla más tarde, es decir, Harry Hole?
Ella tragó saliva e hizo un gesto afirmativo.
– Esto va muy bien, Astrid. ¿Cómo sabías que él había estado en casa de Anna?
– Lo oí llegar.
– ¿Lo oíste llegar, y oíste que entró en casa de Anna?
– Mi cuarto de trabajo da al pasillo. Se oye todo.
– ¿Oíste a alguien más entrar y salir de la casa de Anna?
Ella titubeó.
– Me pareció oír que alguien subía de puntillas la escalera justo después de que el policía se hubiera marchado, pero me pareció una mujer. Tacones altos, ya sabes. Hacen un ruido diferente. Pero creo que era la señora Gundersen, la vecina del cuarto.
– ¿Ah, sí?
– Suele andar de puntillas cuando vuelve de tomarse un par de copas en el Gamle Major.
– ¿Oíste algún disparo?
Astrid negó con la cabeza.
– Hay una buena insonorización entre los pisos.
– ¿Te acuerdas del número del taxi?
– No.
– ¿Qué hora era cuando oíste el ruido en el pasillo?
– Las once y cuarto.
– ¿Estás completamente segura, Astrid?
Ella afirmó con la cabeza y respiró hondo.
A Waaler le sorprendió la repentina firmeza de su voz cuando dijo: «Fue él quien la mató».
Él notó que se le aceleraba el pulso. Un poco.
– ¿Qué te hace decir eso, Astrid?
– Comprendí que algo no cuadraba cuando oí que, supuestamente, Anna se había suicidado esa noche. Ese hombre totalmente borracho, tirado en la escalera, y luego ella, que no contestó cuando llamé al timbre… ¿sabes? Pensé en llamar a la policía, pero entonces él volvió… -Miró a Tom Waaler como si estuviera ahogándose y él fuera su socorrista-. Lo primero que me preguntó fue si lo reconocía. Y entendí lo que quería decir; ya sabes.
– ¿Qué quiso decir, Astrid?
Su voz subió media octava.
– ¿Un asesino que pregunta a la única testigo si lo reconoce? ¿Tu qué crees? Naturalmente, había venido para advertirme de lo que pagaría si lo delataba. Hice lo que él quería, le dije que no lo había visto en mi vida.
– Pero ¿dijiste que volvió otra vez para preguntarte sobre Arne Albu?
– Sí, quería que yo inculpara a otro. Tienes que entender que tenía mucho miedo. Me hice la tonta y le seguí el juego…
Waaler notó que se le tensaban las cuerdas vocales por el llanto.
– Pero, ahora, ¿estarías dispuesta a hablar de esto? ¿También ante un tribunal, bajo juramento?
– Sí, si tú… si sé que no me pasará nada.
Desde otra habitación se oyó el pequeño clic de la recepción de un correo electrónico. Waaler miró el reloj. Las cuatro y media. Había que actuar deprisa, preferiblemente aquella misma noche.
Harry entró en su apartamento a las cinco menos veinte y, en ese mismo instante, cayó en la cuenta de que había olvidado su cita con Halvorsen para ir en bicicleta. Se quitó los zapatos, entró en el salón y pulsó el botón play del contestador, que parpadeaba. Era Rakel.
– Dictarán sentencia el miércoles. He reservado billetes para el jueves. Llegaremos a Gardermoen a las once. Oleg pregunta si vendrás a recogernos.
A nosotros. Ella le dijo que la sentencia sería firme de inmediato. Si perdían, no habría ningún nosotros a quien recoger, sólo a una persona, que lo habría perdido todo.
No dejó ningún número al que llamarla para comunicarle que todo había acabado y que ya no había nada que temer. Dejó escapar un suspiro y se hundió en el sillón de orejas de color verde. Cerró los ojos y allí estaba ella. Rakel. La blanca sábana, tan fría que quemaba en la piel; las cortinas, que apenas se agitaban ante la ventana abierta, dejaron pasar un rayo de luna que alcanzó su brazo desnudo. Pasó las yemas de los dedos con sumo cuidado sobre sus ojos, sus manos, los hombros estrechos, el largo y esbelto cuello, las piernas entrelazadas a las suyas. Sentía aquella respiración tranquila y cálida contra el hueco de su cuello, oía la respiración de ella dormida que, casi imperceptiblemente, cambiaba de ritmo con sus exquisitas caricias en la región lumbar. Las caderas de Harry empezaron a moverse, también imperceptibles, como si sólo hubiera estado aletargado, esperando.
A las cinco, Rune Ivarsson levantó el auricular del teléfono de su casa en Østerås con la intención de decirle a quien llamaba que la familia acababa de sentarse a la mesa y que, en aquella casa, la cena era sagrada, así que, por favor, tuviera la amabilidad de llamar más tarde.
– Siento molestarte, Ivarsson. Soy Tom Waaler.
– Hola, Tom -respondió Ivarsson con una patata a medio masticar en la boca.
– Escucha… Necesito una orden de arresto contra Harry Hole. Con orden de registro domiciliario de su apartamento. Y cinco personas para llevar a cabo el registro. Tengo razones para pensar que Hole está implicado en un caso de asesinato de una forma muy poco conveniente.
A Ivarsson se le atragantó la patata.
– Es urgente -dijo Waaler-. El riesgo de destrucción de pruebas es enorme.
– Bjarne Møller… -fue todo lo que alcanzó a decir Ivarsson en pleno ataque de tos.
– Sí, sé que es cosa de Bjarne Møller -dijo Waaler-. Pero supongo que estarás de acuerdo conmigo en que él no es competente en este caso. Él y Harry llevan diez años trabajando juntos.
– Algo de eso hay. Pero nos llegó otro caso al final del día, así que mis hombres están ocupados.
– Rune… -se oyó decir a la esposa de Ivarsson.
Él prefería no irritarla, había llegado a casa veinte minutos tarde, debido a la celebración con champán y a la alarma por el atraco a la sucursal del banco DnB, en la calle Grensen.
– Te volveré a llamar, Waaler. Voy a hablar con el fiscal, a ver qué puedo hacer -carraspeó y añadió en un tono lo bastante elevado para asegurarse de que lo oyera su esposa-. Después de cenar.
Unos tremendos golpes en la puerta despertaron a Harry. Su cerebro llegó automáticamente a la conclusión de que aquellos golpes provenían de alguien que ya llevaba algún tiempo llamando y de que ese alguien tenía la seguridad de que Harry estaba en casa. Miró el reloj. Las seis menos cinco. Había soñado con Rakel. Se estiró y se levantó del sillón de orejas.
Volvieron a golpear la puerta.
– Sí, sí -gritó Harry de camino a la puerta.
Vio la silueta de una persona a través de cristal esmerilado de la puerta. Pensó que tal vez fuera un vecino, puesto que nadie había llamado al portero automático.
Ya tenía la mano en el pomo cuando se dio cuenta de que vacilaba. Unos pinchazos en la nuca. Una mancha flotando delante del ojo. El pulso algo acelerado. Tonterías. Giró el pomo y abrió la puerta.
Era Ali, con el ceño fruncido.
– Prometiste que hoy recogerías el trastero del sótano -protestó.
Harry se dio en la frente con la palma de la mano.
– ¡Mierda! Sorry, Ali. Soy un desastre.
– No pasa nada, Harry, si tienes tiempo te puedo ayudar esta noche.
Harry lo miró sorprendido.
– ¿Ayudarme? Lo poco que tengo se recoge en diez segundos. La verdad sea dicha, ni siquiera recuerdo que tenga nada ahí abajo, pero está bien.
– Son cosas valiosas, Harry. -Ali sacudió la cabeza-. Qué locura guardar algo así en un trastero.
– No lo creo. Me voy al Schrøder a comer algo y te llamo cuando vuelva, Ali.
Harry cerró la puerta, se hundió en el sillón de orejas y pulsó el mando a distancia. Las noticias en el lenguaje para sordos. Harry había tenido un caso en que hubo que tomar declaración a varias personas sordas y aprendió algunos de los signos, de modo que ahora intentaba cotejar la gesticulación del reportero con los titulares que aparecían en pantalla. Sin novedad en el frente. Un estadounidense iba ser sometido a un consejo de guerra por luchar a favor de los taubanes. Harry se rindió. El menú del día en el Schrøder, pensó. Un café, un cigarrillo. Bajar al trastero, y a la cama. Cogió el mando a distancia e iba a apagar la tele cuando vio que el locutor estiró la mano hacia él para apuntarle con el dedo índice manteniendo el pulgar hacia arriba. Recordaba ese signo. Habían disparado a alguien. Harry pensó automáticamente en Arne Albu, pero recordó que lo habían ahogado. Bajó la vista hasta el titular. Se quedó petrificado en la silla. Y empezó a pulsar el mando a distancia frenéticamente. Malas noticias, probablemente muy malas noticias. El teletexto no decía mucho más que el titular:
«Empleada de banca tiroteada durante un atraco. Un atracador tiroteó a una empleada durante un atraco en la sucursal del banco DnB de la calle Grensen, de Oslo, esta tarde. La empleada se encuentra en estado crítico.»
Harry fue al dormitorio y encendió el ordenador. El atraco al banco era el titular de la página principal. Pulsó dos veces.
«Justo antes del cierre de la sucursal, el atracador enmascarado entró y obligó a la directora de la sucursal a vaciar el cajero automático. Como no lo hizo en el plazo de tiempo que le había dado el atracador, disparó a otra empleada de treinta y cuatro años en la cabeza. El estado de la mujer tiroteada es crítico. El comisario Rune Ivarsson dice que la policía no tiene pistas sobre el atracador y se niega a hacer declaraciones sobre el hecho de que el atraco parezca seguir las mismas pautas que las del llamado Dependiente que, según informó la policía hace unos días, fue hallado muerto en la localidad brasileña de D'Ajuda.»
Podía ser una casualidad. Por supuesto que podía. Pero no lo era. Ni por casualidad. Harry se pasó una mano por la cara. Había temido algo así en todo momento. Lev Grette sólo había cometido un atraco. Los siguientes eran de otro. Alguien que pensaba que todo iba muy bien. Tan bien que empezaba a tomarse como una cuestión de honor el hecho de imitar al verdadero Dependiente hasta en el más mínimo detalle.
Harry intentó interrumpir su línea de pensamientos. En aquel momento no quería pensar más en atracos. Ni sobre empleadas de banca tiroteadas. Ni sobre las consecuencias de que pudiera haber dos Dependientes. Ni que quizá le tocara trabajar para Ivarsson en el Grupo de Atracos y se pospusiera aún más el asunto de Ellen.
«Déjalo. No pienses más por hoy. Mañana.»
Pero las piernas lo condujeron de todas formas hasta la entrada donde los dedos, por iniciativa propia, marcaron el número del móvil de Weber.
– Aquí Harry. ¿Qué tenéis?
– Tenemos suerte, eso es lo que tenemos. -Weber denotaba una alegría un tanto sorprendente-. Las chicas y los chicos buenos al final siempre tienen suerte.
– Eso es nuevo para mí -dijo Harry-. Cuéntame.
– Beate Lønn me llamó desde House of Pain mientras estábamos trabajando en el banco. Acababa de empezar a ver el vídeo del atraco cuando descubrió algo interesante. El atracador estaba muy cerca de la mampara termoplástica situada sobre el mostrador cuando habló. Ella propuso que comprobáramos si había saliva. Había pasado media hora desde el atraco y todavía era posible encontrar algo.
– ¿Y? -preguntó Harry.
– Nada de saliva en la mampara.
Harry suspiró.
– Pero sí una gota microscópica de aliento condensado -dijo Weber.
– ¿De verdad?
– Yes.
– Se ve que alguien habrá cumplido con Dios rezando sus plegarias últimamente. Enhorabuena, Weber.
– Cuento con que tengamos listo el perfil de ADN dentro de tres días. Y entonces sólo hay que empezar a cotejar. Apuesto a que lo tenemos antes del fin de semana.
– Ojalá tengas razón.
– La tendré.
– Bueno. De todas formas, te agradezco que saciaras parte de mi apetito.
Harry colgó y se puso la chaqueta. Estaba a punto de salir cuando se acordó de que no había apagado el ordenador, y volvió al dormitorio. Y justo cuando iba a pulsar el botón de cierre, lo vio. Tuvo la impresión de que dejaba de latirle el corazón y la sangre se le coagulaba en las venas. Tenía un correo. Naturalmente, podía apagar de todas formas. Debía apagar, nada indicaba que fuera urgente. Podía enviarlo cualquiera. En realidad, sólo había una persona de la que NO podía venir. A Harry le habría gustado estar camino del Schrøder en ese momento. Subiendo por la calle Dovregata, meditando sobre ese viejo par de zapatos que colgaban suspendidos entre el cielo y la tierra, disfrutando de las imágenes del sueño con Rakel. Cosas así. Pero era demasiado tarde, sus dedos habían asumido el control, otra vez. La torre del ordenador empezó a respirar. Apareció el correo. Era largo.
Cuando Harry acabó de leerlo, miró el reloj. 18.40. Era un reflejo que se adquiría después de años escribiendo informes. Para poder escribir exactamente a qué hora se hundió el mundo tal y como él lo conocía.
¡Hola Harry!
¿Por qué tienes esa cara tan larga? ¿Acaso no contabas con volver a saber de mí? Bueno, la vida está llena de sorpresas, Harry. Algo que, espero, Arne Albu también habrá descubierto cuando leas esto. Nosotros, tú y yo, le hemos complicado bastante la vida, ¿no? No me equivocaré mucho si apuesto a que su mujer lo ha dejado y se ha llevado a los niños. Terrible, ¿verdad? Quitarle a un hombre su familia, sobre todo cuando se sabe que es lo más importante que tiene en la vida. Pero es culpa suya. Ningún castigo es lo bastante duro para la infidelidad, ¿no estás de acuerdo, Harry? De todas formas, mi pequeña venganza se acaba aquí. No sabrás más de mí.
Pero, ya que se puede decir que eres una persona inocente que se ha visto involucrada en esto, creo que te debo una explicación. La explicación es relativamente sencilla. Yo amaba a Anna. De verdad que la amaba. Tanto lo que era como lo que me dio.
Por desgracia, ella sólo amaba lo que yo le daba. La H con mayúscula. The Big Sleep. ¿No lo sabías? Era una drogata empedernida. Como ya he dicho, la vida está llena de sorpresas. Fui yo quien la introdujo en las drogas después de, seamos sinceros, una de sus fracasadas exposiciones. Y las dos estaban hechas la una para la otra, fue amor a primera vista. Anna fue mi cliente y mi amante secreta durante cuatro años, era imposible separar ambos papeles, por decirlo de alguna manera.
¿Desconcertado, Harry? ¿Porque no encontrasteis marcas de agujas al desnudarla, quizá? Bueno, aquello del amor a primera vista sólo era una manera de hablar. A Anna no le sentaban bien los pinchazos. Fumábamos la heroína en el papel de plata del chocolate Cuba. Naturalmente, es más caro que inyectarla directamente. Por otro lado, Anna conseguía la droga a precio de mayorista mientras estuvo conmigo. Éramos, ¿cómo se dice?, inseparables. Todavía se me llenan los ojos de lágrimas al pensar en aquellos tiempos. Ella me ofreció todo lo que una mujer puede hacer por un hombre: follaba, me daba de comer y de beber, me entretenía y me consolaba. Y me rogaba. En realidad, lo único que no hizo fue quererme. ¿Por qué eso, precisamente, tiene que ser la hostia de difícil, Harry? Te quería a ti, a pesar de que tú no hiciste nada por ella.
Incluso llegó a querer a Arne Albu. Y yo que creía que él no era más que un idiota al que le sacaba el dinero para comprar droga a precio de mercado y librarse de mí por un tiempo.
Pero la llamé una noche de mayo. Acababa de cumplir tres meses de condena por unas pequeñeces, y Anna y yo llevábamos mucho tiempo sin hablar. Le dije que teníamos que celebrar que había conseguido la mercancía más pura del mundo directamente desde Chang Rai. Enseguida le noté en la voz que algo iba mal. Dijo que lo había dejado. Le pregunté si se refería a la droga o a mí, y ella me contestó que las dos cosas. Es que había empezado esa obra de arte por la que se la recordaría, dijo, y para eso necesitaba concentración total.
Como sabes, era una gitana muy tozuda cuando se le metía algo en la cabeza, así que me apuesto lo que sea a que tampoco encontrasteis droga en las muestras de sangre que le tomasteis. ¿Verdad?
Y luego me habló de ese tío. Arne Albu. Que llevaban un tiempo saliendo y querían vivir juntos. Sólo que, antes, él tenía que arreglar las cosas con su mujer. ¿Te suena eso, Harry? Bueno, a mí también.
¿No es extraño lo lúcidos que podemos llegar a ser cuando el mundo se hunde a nuestro alrededor? Sabía qué tenía que hacer incluso antes de colgar. Venganza. ¿Primitivo? En absoluto. La venganza es el reflejo del ser humano pensante, una compleja constelación de acción y reacción que ninguna otra especie animal ha conseguido desarrollar hasta ahora. Desde el punto de vista de la evolución, el recurso de la venganza se ha revelado tan eficaz que sólo los más vengativos de nosotros han logrado sobrevivir. Vengarse o morir. Parece el título de una película del Oeste, de acuerdo, pero recuerda que es esta lógica de la venganza la que ha creado el Estado de Derecho. La promesa permanente del ojo por ojo, de que el pecador arderá en el infierno o, al menos, colgará en la horca. Sencillamente, la venganza forma los cimientos de la civilización, Harry.
Así que aquella misma noche me senté y empecé a trabajar en el plan.
Un plan sencillo.
Encargué a Trionor unas llaves para el apartamento de Anna. Cómo lo hice, no te lo contaré. Cuando tú saliste de su apartamento, yo abrí la puerta con la llave. Anna ya se había acostado. Ella, yo y una Beretta M92 tuvimos una larga y convincente charla. Le pedí que sacara algo que le hubiera regalado Arne Albu, una postal, una carta, una tarjeta de visita, lo que fuera. El plan era colocarlo sobre ella para ayudaros a relacionarlo con el asesinato. Pero lo único que tenía era la foto que ella había sacado de un álbum y en la que aparecía su familia delante de la cabaña. Supe que sería demasiado críptico, que necesitaríais más ayuda. Así que se me ocurrió una idea. La señora Beretta la convenció para que dijera cómo podría entrar en la cabaña de Albu, que la llave estaba en el farol de la entrada.
Después de haberle pegado el tiro, algo que no te voy a relatar en detalle porque sería un anticlímax decepcionante (no expresó miedo ni remordimiento), metí la foto en su zapato y me fui directo a Larkollen. Dejé, como seguramente habrás adivinado, la llave de repuesto del apartamento de Anna en la cabaña. Pensé en pegarla dentro de la cisterna del baño, es mi sitio favorito, es ahí donde Michael esconde una pistola en El padrino I. Pero probablemente no habrías tenido suficiente imaginación para buscar ahí y, además, no tenía sentido. Así que la dejé en el cajón de la mesilla de noche. Fácil, ¿no?
Con esto había montado el escenario, y tú y el resto de marionetas podíais ejecutar vuestra representación. Espero que no te molestase que te facilitara algunas pistas, el coeficiente intelectual que tenéis los policías no es precisamente alarmante. De elevado, quiero decir.
Me despido ya de ti. Te agradezco la compañía y la ayuda; ha sido un placer colaborar contigo, Harry.
S#MN
Había un coche de policía aparcado justo delante de la puerta del edificio, y otro cruzado en la calle Sofie, cerca de la calle Dovre.
Tom Waaler había ordenado por el walkie-talkie que nada de sirenas ni de girofaros.
Comprobó por el walkie-talkie que todos estaban en sus puestos y recibió a su pregunta confirmaciones breves y roncas. La información de Ivarsson de que la hoja azul, la resolución de detención con autorización de registro domiciliario, estaba en camino, había llegado hacía exactamente cuarenta minutos. Waaler comunicó con claridad que no necesitaban la intervención del grupo Delta, quería encargarse de la detención él mismo, y ya contaba con la gente que necesitaba. Ivarsson no le puso pegas.
Tom Waaler se frotaba las manos. En parte debido al gélido viento que bajaba soplando por la calle desde el Estadio de Bislett pero, sobre todo, de satisfacción. Las detenciones eran lo mejor del trabajo. Lo sabía desde pequeño cuando, las tardes otoñales, él y Joakim se apostaban al acecho en el manzanar de sus padres esperando a que los idiotas de los niños de los bloques fueran a robar manzanas. Y venían. Unos ocho o diez a la vez. Pero, independientemente del número, el pánico era total cuando él y Joakim encendían las linternas y les gritaban a través de sus megáfonos de fabricación casera. Siguiendo el mismo principio de los lobos cuando cazan renos, aislaban al más pequeño y débil. Mientras que a Tom le fascinaba la detención, la captura de la presa, a Joakim le gustaba más el momento del castigo.
Su creatividad en ese terreno llegaba tan lejos que, en ocasiones, Tom se vio obligado a detenerlo. No porque Tom sintiera pena por las víctimas, sino porque él, al contrario que Joakim, conseguía mantener la cabeza fría y sopesar las consecuencias. Tom pensaba a menudo que no fue casualidad que a Joakim le hubiese ido como le fue. Era ayudante del fiscal en el Juzgado de Oslo y le auguraban un brillante futuro.
Pero cuando se presentó al Cuerpo de Policía, Tom pensaba en el instante de la detención. Su padre quería que estudiase medicina o teología, como él. Tom sacaba las mejores notas del colegio de modo que, ¿por qué iba a hacerse policía? Es importante para la autoestima tener una buena formación, le dijo su padre y le comentó que su hermano mayor, que trabajaba en una ferretería vendiendo tornillos, odiaba a la gente porque se sentía inferior a los demás.
Tom escuchaba los consejos con aquella media sonrisa que sabía que su padre no soportaba. A él no le preocupaba la autoestima de Tom, sino lo que opinarían los vecinos y la familia si su único hijo sólo llegaba a ser policía. Su padre nunca comprendió que se podía odiar a la gente siendo mejor que los demás. Porque él era mejor.
Miró el reloj. Las seis y trece minutos. Llamó a uno de los timbres del primer piso.
– ¿Hola? -dijo una voz de mujer.
– Es la policía -dijo Waaler-. ¿Puedes abrir?
– ¿Cómo sé que eres policía?
Una tía pakistaní, pensó Waaler, antes de pedirle que se asomase por la ventana para ver los coches de policía. La cerradura de la puerta zumbó.
– Quédate en casa -espetó Waaler al portero automático.
Waaler apostó a un hombre en el patio interior, junto a la escalera de incendios. Cuando consultó los planos del edificio por intranet, memorizó la ubicación del apartamento de Harry y vio que no había escalera trasera de la que preocuparse.
Armados con sendos MP3 colgados del hombro, Waaler y dos hombres subieron sigilosamente las desgastadas escaleras de madera. Waaler se detuvo en el tercero y señaló hacia la puerta que no tenía y que, en realidad, nunca había necesitado una placa con el nombre. Miró a los otros dos. Sus cajas torácicas ascendían y descendían bajo los uniformes, aunque no por el esfuerzo de haber subido las escaleras.
Se pusieron las capuchas. Las palabras clave eran rapidez, eficacia y decisión. Esta última significaba, en realidad, estar dispuestos a emplear la fuerza; en caso necesario, matar. Rara vez era necesario. Hasta los criminales más curtidos se quedaban paralizados cuando varios enmascarados armados entraban sin previo aviso en su salón. En resumen, usaban la misma táctica que cuando se atraca un banco.
Waaler se preparó e hizo un gesto de asentimiento a uno de sus hombres, que llamó suavemente a la puerta con los nudillos. Eso les permitía escribir en el informe que antes habían llamado a la puerta. Waaler rompió el cristal de la puerta con el cañón de la metralleta, metió la mano por dentro y abrió, todo en el mismo movimiento. Cuando irrumpió corriendo en el apartamento, lanzó un grito. Una vocal o el comienzo de una palabra, no estaba seguro. Sólo sabía que era lo mismo que solía gritar cuando él y Joakim encendían las linternas. Aquélla era la mejor parte.
– Albóndigas de patata -dijo Maja con el plato en alto y una mirada reprobatoria-. Y no lo has tocado.
– Lo siento -se disculpó Harry-. No tengo hambre. Dile al cocinero que no es culpa suya. Esta vez.
Maja se rió de buena gana y se fue a la cocina.
– Maja…
La joven se volvió lentamente. Notó algo en la voz de Harry, en su tono, que le dijo lo que vendría a continuación.
– Tráete una cerveza, por favor.
Ella siguió hacia la cocina. «No es mi problema -se dijo-. Yo sólo sirvo. No es mi problema.»
– ¿Qué pasa, Maja? -preguntó el cocinero mientras vaciaba el plato en la basura.
– No es mi vida -dijo-. Es la suya. La de ese idiota.
El teléfono del despacho de Beate sonó débilmente y ella levantó el auricular. Lo primero que percibió fue ruido de voces, risas y vasos tintineantes. Luego oyó la voz.
– ¿Molesto?
Por un instante, dudó, había algo extraño en su voz. Pero no podía ser otra persona.
– ¿Harry?
– ¿Qué estás haciendo?
– Yo… yo estoy mirando en internet si ha llegado información. Harry…
– ¿Así que habéis colgado el vídeo del atraco de Grensen en internet?
– Sí, pero oye…
– Tengo que contarte un par de cosas, Beate. Arne Albu…
– Bien, pero espera un poco y escúchame.
– Pareces nerviosa, Beate.
– ¡Lo estoy! -Su exclamación chisporroteó a través del hilo telefónico. Y luego, más calmada, añadió-: Van a por ti, Harry. Intenté llamarte para advertírtelo en cuanto se fueron de aquí, pero no había nadie en casa.
– ¿De qué estás hablando?
– Tom Waaler. Tiene una orden de detención contra ti.
– ¿Qué? ¿Me van a detener?
Beate entendió qué notaba de extraño en su voz. Había bebido.
– Dime dónde estás y voy a buscarte. Podemos decir que te has entregado voluntariamente. No sé exactamente de qué va todo esto, pero te voy a ayudar, Harry. Lo prometo. ¿Harry? No hagas ninguna tontería, ¿de acuerdo? ¿Hola?
Se quedó sentada escuchando voces, risas y vasos tintineantes hasta que oyó una voz ronca de mujer a través del auricular.
– Soy Maja, del Schrøder.
– ¿Dónde…?
– Se ha ido.
Vigdis Albu se despertó al oír fuera los ladridos de Gregor. La lluvia tamborileaba en el tejado. Miró el reloj. Las siete y media. Había echado una cabezada. El vaso que tenía delante estaba vacío, la casa estaba vacía, todo estaba vacío. No era así como lo había planeado.
Se levantó, avanzó hasta la puerta de la terraza, y miró a Gregor. Estaba vuelto hacia la verja con las orejas y el rabo tiesos. ¿Qué iba a hacer con él? ¿Regalárselo a alguien? ¿Sacrificarlo? Ni siquiera los niños tenían cariño a aquel animal hiperactivo y nervioso. Exacto, el plan. Miró la botella de ginebra medio vacía encima de la mesa de cristal. Era hora de planear algo nuevo.
Los ladridos de Gregor cortaban el aire. ¡Guau! ¡Guau! Arne decía que el sonido le resultaba enervantemente tranquilizador, que le transmitía la sensación inconsciente de que alguien estaba de guardia. Decía que los perros huelen a los enemigos porque quienes pretenden hacer daño emanan un olor distinto al de los amigos. Decidió llamar a un veterinario al día siguiente, estaba harta de alimentar a un perro que ladraba cada vez que ella entraba en una habitación.
Entreabrió la puerta de la terraza y escuchó. Entre los ladridos y la lluvia oyó el crujido de la gravilla. Le dio tiempo a pasarse un cepillo por el cabello y a quitarse una mancha de rímel de debajo del ojo izquierdo antes de que el timbre de la puerta reprodujera las tres notas del Mesías de Handel, un regalo de sus suegros cuando estrenaron la casa. Tenía cierta idea sobre quién podía ser. Acertó. Casi.
– ¿Agente? -dijo francamente sorprendida-. Qué sorpresa más agradable.
El hombre que había en la escalera estaba empapado y le goteaban las cejas. Se apoyó en el umbral de la puerta y la miró sin responder. Vigdis Albu abrió la puerta del todo y entrecerró los ojos.
– ¿No quieres entrar?
Ella iba delante mientras escuchaba tras de sí el borboteo de los zapatos. Sabía que al agente le gustaba lo que veía. Él se sentó en el sillón sin quitarse la gabardina y ella observó que la tela se volvía oscura por las partes que absorbían el agua.
– ¿Ginebra, agente?
– ¿Tienes Jim Beam?
– No.
– Ginebra va bien.
Se fue a por los vasos de cristal, un regalo de bodas de sus suegros, y sirvió dos.
– Mis condolencias -dijo el agente de policía mirándola con los ojos rojos y brillantes, indicio de que aquélla no era su primera copa del día.
– Gracias -dijo ella.
– Salud.
Cuando dejó el vaso, vio que él había vaciado el suyo hasta la mitad. Estaba jugando con él cuando, de repente, declaró:
– Fui yo quien lo mató.
Vigdis sujetó automáticamente el collar de perlas que llevaba en el cuello. El regalo de tornaboda.
– Yo no quería que terminase así -dijo-. Pero fui estúpido e imprudente. Conduje a los asesinos directamente hasta él.
Vigdis se llevó el vaso rápidamente a la boca para que no viera que estaba a punto de romper a reír.
– Así que ya lo sabes -dijo Harry.
– Ahora lo sé, Harry-susurró ella.
Le pareció ver un amago de sorpresa en su mirada.
– Has hablado con Tom Waaler.
Parecía más una afirmación que una pegunta.
– ¿Te refieres a ese investigador que cree que es un regalo de Dios para…? En fin. Sí, he hablado con él. Y, por supuesto, le conté lo que sabía. ¿No debía haberlo hecho, Harry?
Él se encogió de hombros.
– ¿Te he puesto en un aprieto, Harry?
Había encogido las piernas en el sillón y lo miró con cierto aire de preocupación desde detrás del vaso.
Él no respondió.
– ¿Otra copa?
Él asintió con la cabeza.
– Al menos traigo buenas noticias para ti. -La observó detenidamente mientras ella le servía la copa-. Esta tarde he recibido un correo de una persona que confiesa ser el asesino de Anna Bethsen. Esa persona me ha hecho pensar en todo momento que era Arne.
– Qué bien -dijo ella-. Vaya, creo que me he pasado.
Derramó ginebra en la mesa.
– No pareces muy sorprendida.
– Ya nada me sorprende. La verdad sea dicha, no imaginaba que Arne tuviera suficiente temple como para matar a una persona.
Harry se frotó la nuca.
– Sea como fuera. Ahora tengo pruebas que demuestran que Anna Bethsen fue asesinada. Reenvié la confesión de esa persona a un colega antes de salir de casa. Junto con todos los otros correos que he recibido. Eso quiere decir que pongo todas las cartas sobre la mesa en cuanto a mi propio papel. Anna era una vieja amiga mía. Mi problema es que estuve en su casa la noche que la mataron. Debí haberlo dicho enseguida, pero fui estúpido e imprudente y me creí capaz de resolver el caso yo solo y, al mismo tiempo, no verme implicado. Fui…
– Estúpido e imprudente. Ya lo has dicho. -Lo miró pensativa mientras pasaba la mano por el cojín del sofá contiguo-. Esto explica muchas cosas, por supuesto. Pero no veo muy claro por qué habría de considerarse un crimen el hecho de pasar un rato en compañía de una mujer con la que uno tiene ganas de… pasar un rato. Seguro que hay una explicación, Harry.
– Bueno. -Tragó el límpido alcohol-. Me desperté al día siguiente sin recordar nada.
– Comprendo. -Ella se levantó del sofá y se situó delante de él-. ¿Sabes quién era él?
Él apoyó la cabeza contra el respaldo y la miró. ¿Quién ha dicho que fuera un hombre? Sus palabras la delataban.
Ella le alargó la estilizada mano. Él la miró inquisitivamente.
– La gabardina -dijo ella-. Y luego te vas directo a darte un baño caliente. Mientras, yo preparo café y busco ropa seca. No creo que Arne hubiese protestado. En muchos aspectos era un hombre razonable.
– Yo…
– Venga.
Su ardiente abrazo provocó en Harry estremecimientos de placer.
Y los tiernos mordiscos subieron por los muslos hacia las caderas y le pusieron toda la piel de gallina. Exhaló un suspiro. Hundió el resto del cuerpo en el agua caliente y echó la cabeza hacia atrás.
Oía la lluvia e intentaba escuchar a Vigdis Albu, pero ella había puesto un disco. The Police. Greatest hits, éste también. Cerró los ojos.
«Sending out an SOS, sending out an SOS…», cantaba Sting.
Y Harry se había fiado de ese tío. A propósito. Contaba con que Beate ya hubiera leído el correo, se lo hubiera comunicado a alguien, y que la caza del zorro se hubiera suspendido. El alcohol le había dejado los párpados pesados. Pero cada vez que cerraba los ojos veía dos piernas con zapatos italianos hechos a mano sobresaliendo del agua caliente del baño. Tanteó detrás de su cabeza, donde había dejado el vaso en el borde de la bañera. Sólo le había dado tiempo a tomar dos jarras de cerveza en el Schrøder cuando llamó a Beate, y eso no le había aportado, ni de lejos, la anestesia que necesitaba. Pero ¿dónde estaba el maldito vaso? ¿Intentaría Tom Waaler encontrarlo de todas formas? Harry sabía que se moría por detenerle. Pero a Harry no le interesaba pasar a prisión preventiva antes de tener bien atados todos los cabos de este caso. Desde ahora no se podía permitir el lujo de fiarse de nadie más que de él mismo. Lo conseguiría. Sólo necesitaba relajarse un poco. Otra copa. Que le prestasen el sofá por esta noche. Aclarar las ideas. Conseguirlo. Mañana.
La mano dio contra el vaso y el pesado cristal se precipitó al suelo de baldosas con un ruido sordo.
Harry profirió una maldición y se levantó. Estuvo a punto de caerse, pero consiguió apoyarse en la pared en el último momento. Se cubrió con una toalla gruesa y tupida y entró en el salón. La botella de ginebra seguía sobre la mesa. Encontró un vaso y lo llenó hasta el borde. Oyó el borboteo de la cafetera. Y la voz de Vigdis desde la entrada, en el primer piso. Volvió al cuarto de baño y dejó el vaso con cuidado junto a la ropa que Vigdis le había traído, una colección completa de Bjørn Borg en azul celeste y negro. Pasó la toalla por el espejo y se encontró con su propia mirada.
– Idiota -susurró.
Miró al suelo. Una raya roja recorría una junta entre baldosas en dirección a la rejilla del desagüe. Siguió la raya en la dirección opuesta, hasta su pie derecho, del que la sangre brotaba entre los dedos. Estaba encima de los cristales, ni se había dado cuenta. No se había percatado de una mierda. Volvió a mirarse en el espejo y se echó a reír.
Vigdis colgó. Había tenido que improvisar. Odiaba improvisar, se sentía físicamente enferma cuando las cosas no iban según el plan. Desde que era muy pequeña sabía que nada ocurre porque sí, que trazar un plan lo es todo. Todavía recordaba el momento en que la familia se había mudado de Skien a Slemdal, cuando ella estaba en tercero, y el día en que se sentó delante de la nueva clase. Dijo su nombre mientras los demás la miraban fijamente, observaban su ropa y su extraña mochila de plástico, que había motivado las burlas y cuchicheos de algunas niñas. Durante la última clase del día confeccionó una lista con el nombre de las chicas de la clase que serían sus mejores amigas, de las que quedarían excluidas, de los chicos que se enamorarían de ella y de los profesores para los que ella sería la alumna favorita. Colgó la lista encima de su cama en cuanto volvió a casa, y no la quitó hasta Navidades, cuando ya había una señal al lado de cada nombre.
Pero ahora era diferente, ahora dependía de otros para que las cosas estuvieran en su sitio.
Miró el reloj. Las ocho y veinte. Tom Waaler le dijo que podrían presentarse allí en doce minutos. Le había asegurado que apagaría la sirena mucho antes de llegar a Slemdal, así que no debía preocuparse por los vecinos, dijo, sin que ella lo hubiera mencionado.
Se quedó sentada en la entrada, esperando. Confiaba en que Hole se hubiera dormido en la bañera. Miró el reloj otra vez. Escuchó la música. Menos mal que las machaconas canciones de Police habían terminado, y ahora cantaba Sting los temas del álbum en solitario, con su maravillosa y tranquilizante voz. Cantaba sobre la lluvia que, una y otra vez, caería como las lágrimas de una estrella. Era tan hermoso que casi tenía ganas de llorar.
Entonces oyó los ladridos de Gregor. Por fin.
Abrió la puerta y salió a la escalera, tal como habían acordado. Vio una figura que corría a través del jardín en dirección a la terraza, y otra que seguía hasta la parte trasera de la casa. Dos hombres enmascarados con uniformes negros y fusiles pequeños y recortados se detuvieron en su puerta.
– ¿Aún sigue en el baño? -susurró uno de ellos a través de la capucha negra-. ¿Arriba a la izquierda?
– Sí, Tom -susurró ella a su vez-. Y gracias por venir tan…
Pero ya estaban dentro.
Cerró los ojos y escuchó con atención. Los pasos corriendo por la escalera, los guau, guau desesperados de Gregor, el suave How fragile we are, de Sting, el ruido de la patada en la puerta del cuarto de baño.
Se dio la vuelta y entró. Subió las escaleras. Hacia los gritos. Necesitaba una copa. Vio a Tom Waaler al final de la escalera. Se había quitado la capucha, pero tenía el rostro tan desencajado que casi no lo reconocía. Le indicó algo. En la alfombra. Ella miró hacia abajo. Era un rastro de sangre. Los siguió con la mirada a través del salón hasta la puerta abierta de la terraza. No oyó lo que le gritaba el idiota vestido de negro. «El plan», era lo único en lo que pensaba. «Éste no era el plan.»
Harry corría. Los ladridos en staccato de Gregor eran como un metrónomo enojado de fondo, todo lo demás a su alrededor estaba en silencio. Las plantas desnudas de los pies chasqueaban contra la hierba húmeda. Mantuvo los brazos extendidos al frente mientras atravesaba otro seto y apenas sentía que las espinas le rasgaban la palma de las manos y el traje de Bjørn Borg. No había encontrado su ropa, ni los zapatos, supuso que ella lo había bajado todo a la primera planta, donde permaneció a la espera. Buscó otros zapatos, pero Gregor empezó a ladrar y se tuvo que largar tal como estaba, en pantalones y camisa. La lluvia le caía en los ojos y parecía que las casas, los manzanos y los arbustos flotasen nadando delante de él. Otro jardín surgía de la oscuridad. Asumió el riesgo de saltar la valla, pero perdió el equilibrio. Una carrera bajo los efectos del alcohol. Se dio en la cara contra un césped bien cuidado. Se quedó tumbado y alerta.
Le pareció oír ladridos de varios perros. ¿Habría llegado la unidad canina Victor? ¿Tan rápido? Seguro que Waaler los tenía preparados y a la espera. Harry se levantó y miró a su alrededor. Estaba en la cima de la colina que se había fijado como objetivo.
Evitó a propósito las carreteras iluminadas donde pudieran verlo y por donde no tardarían en patrullar los coches de la policía. Alcanzaba a ver la propiedad de Albu cerca de Bjørnetråkket. Había cuatro coches aparcados delante de la verja, dos con los girofaros azules en marcha. Miró hacia el otro lado de la colina. ¿Ese lugar se llamaba Holmen, Gressbanen? Algo así. Había un coche particular aparcado en un cruce allí abajo, con las luces de posición encendidas. Estaba estacionado en un paso de peatones. Harry había sido tan rápido… Pero Waaler lo fue aún más. Sólo la policía aparca un coche de esa forma.
Se frotó la cara con fuerza. Intentó ahuyentar la anestesia que un rato antes había deseado tanto. Una luz azul fulguraba entre los árboles de la calle Stasjonsveien. Estaba dentro de una red que ya se estaba cerrando. No escaparía. Waaler era demasiado bueno. Pero no acababa de entenderlo. No podía tratarse de una carrera en solitario por parte de Waaler, alguien tenía que haber autorizado el despliegue de tantos efectivos para detener a un solo hombre. ¿Qué pasaba, es que Beate no había recibido el correo que le había enviado?
Prestó atención. Era evidente que había más perros. Miró a su alrededor, las luces de los chalés diseminados por la oscura colina. Pensó en el calor y el bienestar que se sentiría al otro lado de las ventanas. A los noruegos les gustaba la luz y usaban la electricidad. Sólo cuando se iban de vacaciones a los países del sur para pasar quince días fuera, apagaban las luces. Su mirada fue saltando de casa en casa.
Tom Waaler elevó la vista hacia los chalés que decoraban el paisaje como luces de un árbol de Navidad. Jardines grandes y oscuros. Manzanas robadas. Estaba sentado, con las piernas sobre el salpicadero de la furgoneta modificada de la unidad Victor. Tenían el mejor equipo de comunicaciones, así que había trasladado allí el mando de la operación. Estaba en contacto radiofónico con todas las unidades que acababan de rodear el área. Miró el reloj. Los perros habían empezado, habían pasado casi diez minutos desde que desaparecieron con sus guías en la oscuridad, a través de los jardines.
La radio chisporroteó: «Aquí calle Stasjonsveien a Victor cero uno. Tenemos un coche con un tal Stig Antonsen que se dirige a la calle Revehiveien 17. Dice que viene del trabajo. Vamos a…».
– Comprueba la identidad y la dirección y déjalo pasar -ordenó Waaler-. Lo mismo os digo al resto de los que andáis ahí fuera, ¿de acuerdo? Pensad con la cabeza.
Waaler sacó un CD del bolsillo de la pechera y lo introdujo en el reproductor. Canto en falsete de varias voces. «Thunder all through the night, and a promise to see Jesus in the morning light.» El hombre que ocupaba el asiento del copiloto enarcó una ceja, pero Waaler simuló no verlo y subió el volumen. Estrofa. Estribillo. Estrofa. Estribillo. Siguiente pieza. «Pop Daddy, Daddy Pop. Oh, sock it to me. You're the best.» Waaler volvió a mirar el reloj. ¡Mierda, cuánto tardaban los perros! Dio un golpe en el salpicadero. Desde el asiento del acompañante le lanzaron otra mirada.
– Tienen un rastro fresco de sangre -dijo Waaler-. ¡No puede ser tan difícil!
– Son perros, no robots -observó el hombre-. Relájate, no tardarán en cogerlo.
El artista que siempre se llamará Prince estaba en plena ejecución de Diamonds and Pearls cuando llegó la información:
– Victor cero tres a Victor cero uno. Creo que lo tenemos. Estamos delante de un chalé blanco en… eh, Erik, averigua cómo se llama la calle, aunque en la pared de la casa pone el número 16.
Waaler bajó la música.
– De acuerdo. Averigúalo y espera a que lleguemos.
– ¿Qué es ese chirrido que estoy oyendo?
– Viene de la casa.
La radio chisporroteó:
– Calle Stasjonsveien a Victor uno. Siento interrumpir, pero aquí hay un coche del servicio de emergencias Falken. Dicen que va a la calle Harelabben 16. Su central ha registrado una alarma en esa dirección. Voy a…
– ¡Victor cero uno a todas las unidades! -gritó Waaler-. ¡Adelante, Harelabben 16!
Bjarne Møller estaba de un humor de perros. ¡En medio del programa Åpen Post! Encontró el chalet blanco con el número 16, aparcó enfrente, entró por la verja hasta la puerta abierta donde había un agente de policía con un pastor alemán.
– ¿Está Waaler aquí? -preguntó el comisario jefe, a lo que el policía indicó con la cabeza hacia el interior.
Møller se fijó en que el cristal de la ventana de la entrada estaba roto. Waaler estaba en la entrada discutiendo acaloradamente con otro agente.
– ¿Qué hostias está pasando aquí? -preguntó Møller sin más preámbulo.
Waaler se dio la vuelta.
– Vaya. ¿Qué te trae por aquí, Møller?
– Una llamada de Beate Lønn. ¿Quién ha autorizado esta locura?
– Nuestro jurista policial.
– No estoy hablando de la detención. Pregunto quién ha dado luz verde a la tercera guerra mundial sólo porque uno de nuestros colegas podría tener ¡podría tener! que explicar un par de cosas con cierto detenimiento.
Waaler se balanceaba sobre los talones mientras miraba a Møller directamente a los ojos.
– El comisario jefe Ivarsson. Encontramos un par de cosas en casa de Harry que lo convierten en algo más que una persona con la que queramos hablar. Es sospechoso de asesinato. ¿Querías saber algo más, Møller?
Møller arqueó una ceja sorprendido y comprendió que Waaler debía de estar muy nervioso: era la primera vez que lo oía hablarle a un superior en tono provocador.
– Sí. ¿Dónde está Harry?
Waaler señaló hacia las huellas rojas del parqué.
– Estuvo aquí. Allanamiento, como ves. Empieza a tener bastante que explicar, ¿no te parece?
– Lo que pregunto es que dónde está ahora.
Waaler y el otro agente intercambiaron una mirada cómplice.
– Al parecer, Harry no tiene ningún interés en explicar nada. El pájaro había volado cuando llegamos.
– ¿Ah, sí? Pues a mí me ha parecido que tuvierais montado un cerco de hierro alrededor de esta área.
– Y lo teníamos -dijo Waaler.
– Entonces, ¿cómo escapó?
– Con esto.
Waaler señaló un aparato que había encima de la mesa auxiliar del teléfono. El auricular tenía marcas que parecían de sangre.
– ¿Se escapó por un teléfono?
Møller sintió una necesidad de sonreír irracional, teniendo en cuenta su mal humor y lo serio de la situación.
– Existen razones para creer -explicó Waaler mientras Møller vio cómo le trabajaba la musculatura de las mandíbulas al estilo David Hasselhoff- que pidió un taxi.
Øystein subió lentamente por la avenida y condujo el taxi hasta la plaza adoquinada que formaba un semicírculo delante de la cárcel de Oslo. Dio marcha atrás para colocarse entre dos vehículos, de forma que la parte posterior del coche apuntara hacia el parque vacío y hacia Grønlandsleiret. Dio media vuelta a la llave para apagar el motor, pero los limpiaparabrisas continuaron moviéndose de un lado a otro. Esperó. No se veía a nadie, ni en la plaza, ni en el parque. Echó una ojeada hacia la comisaría antes de tirar de la palanca situada bajo el volante. Sonó un clic y la puerta del maletero saltó a medias.
– Hemos llegado -gritó mirando por el retrovisor.
El coche se meneó, el maletero se abrió del todo y se cerró de golpe. Se abrió la puerta del asiento trasero y un hombre se coló dentro. Øystein escudriñó por el retrovisor al pasajero, que tiritaba y estaba totalmente calado.
– Tienes una pinta cojonuda, Harry.
– Gracias.
– Con esa ropa tan elegante.
– No es de mi talla, pero es de la marca Bjørn Borg. Déjame tus zapatos.
– ¿Qué?
– Sólo encontré unas zapatillas de fieltro en el pasillo, no puedo hacer una visita carcelaria así. Y tu chaqueta.
Øystein alzó la vista al cielo y se quitó la chaqueta corta de cuero.
– ¿Tuviste problemas para pasar los controles? -preguntó Harry.
– Sólo a la ida. Se aseguraron de que tenía la dirección y el nombre de la persona a la que tenía que entregar el paquete.
– El nombre lo leí en la puerta.
– A la vuelta sólo miraron dentro del coche y me indicaron que siguiera. Medio minuto después ya había un follón increíble en la radio. A todas las unidades y todo eso. Ja, ja.
– Sí, me pareció oír algo desde atrás. ¿Sabes que es ilegal tener una emisora de la policía, Øystein?
– Oye, no es ilegal tenerla. Lo es usarla. Y yo no la uso casi nunca.
Harry se ató los cordones y le arrojó las zapatillas de fieltro por encima del respaldo.
– Tendrás tu recompensa en el cielo. Si anotan el número del taxi y recibes una visita, tendrás que decir lo que pasó. Que recibiste una llamada directamente al móvil y que el pasajero insistió en meterse en el maletero.
– ¿La verdad? ¿Eso no es mentir?
– Es lo más verídico que he oído en mucho tiempo.
Harry tomó aire y pulsó el timbre. En principio, no debía de haber ningún peligro, pero no sabía con qué rapidez se difundiría la noticia de que lo buscaban. Al fin y al cabo, en esta cárcel entraban y salían constantemente agentes de policía.
– ¿Sí? -dijo alguien por el altavoz.
– Comisario Harry Hole -anunció Harry con una dicción exageradamente nítida y girándose directamente hacia la cámara de vídeo instalada sobre la verja con una mirada que esperaba que fuera medianamente clara-. Para Raskol Baxhet.
– No te tengo en la lista.
– ¿No? -preguntó Harry-. Le pedí a Beate Lønn que os llamara para apuntarme. Esta noche a las nueve. Pregúntale a Raskol.
– Cuando es fuera de las horas de visita tienes que estar en la lista, Hole. Tendrás que llamar mañana en horas de oficina.
Harry cambió de tono.
– ¿Cómo te llamas?
– Bøygset. Es que no puedo…
– Escucha, Bøygset. Se trata de obtener información para un asunto policial muy importante que no puede esperar al día de mañana en horas de oficina. Seguramente has oído sirenas entrando y saliendo de la comisaría esta noche, ¿no?
– Sí, pero…
– A menos que tengas ganas de andar explicándole a los periódicos mañana cómo conseguisteis perder la lista con mi nombre, te sugiero que apaguemos el modo robot y pulsemos el botón del sentido común. Es ese que tienes justo delante de las narices, Bøygset.
Harry miró fijamente al ojo muerto de la cámara. Mil-uno, mil-dos. La cerradura emitió un zumbido.
Cuando entró, Raskol estaba en la celda sentado en una silla.
– Gracias por confirmar la cita de visita -dijo Harry mirando a su alrededor en la pequeña celda de cuatro metros por dos.
Una cama, un pupitre, dos armarios, algunos libros. Ninguna radio, ni revistas, ningún objeto personal, paredes desnudas.
– Lo prefiero así -dijo Raskol en respuesta a las reflexiones de Harry-. Agudiza la mente.
– Bien, pues mira a ver cómo te agudiza la mente lo que te voy a contar -dijo Harry sentándose en el borde de la cama-. Arne Albu no mató a Anna. Cogisteis al hombre equivocado. Tenéis las manos manchadas con la sangre de un hombre inocente, Raskol.
No estaba seguro, pero a Harry le pareció notar una ínfima contracción en la benévola, y al mismo tiempo fría, máscara de mártir. Raskol inclinó la cabeza y se puso las palmas de las manos en las sienes.
– He recibido un correo electrónico del asesino -continuó Harry-. Resulta que me ha manipulado desde el primer día.
Pasó una mano por la funda de cuadros del edredón mientras reproducía el contenido del último correo. Seguido del resumen de los acontecimientos del día.
Raskol permaneció inmóvil, dispuesto a escuchar hasta que Harry terminase. Después levantó la cabeza.
– Eso significa que también tú tienes sangre de un inocente en las manos, spiuni.
Harry asintió con la cabeza.
– Y ahora vienes aquí para contarme que soy yo quien te ha manchado de sangre a ti. Y que te debo algo por eso.
Harry no respondió.
– Estoy de acuerdo -convino Raskol-. Dime lo que te debo.
Harry dejó de pasar la mano por la funda del edredón.
– Me debes tres cosas. Primero, necesito un sitio para esconderme hasta que llegue al fondo de este asunto.
Raskol hizo un gesto de asentimiento.
– Lo segundo es que necesito la llave del apartamento de Anna para comprobar un par de cosas.
– Te la he devuelto ya.
– No me refiero a la llave con las iniciales A.A.; ésa está en un cajón en mi apartamento y ahora no puedo ir allí. Y lo tercero…
Harry se calló y Raskol lo miró inquisitivo.
– Si Rakel me dice que alguien los mira aunque sea de refilón, me entrego, lo explico todo y digo que tú estuviste detrás del asesinato de Arne Albu.
Raskol sonrió con amable condescendencia, como si lamentase por Harry la realidad de lo que ambos sabían: que nadie encontraría jamás el menor vínculo entre Raskol y el asesinato.
– No tienes que preocuparte por Rakel y Oleg, spiuni. Mi contacto recibió orden de retirar a sus artesanos en cuanto acabamos con Albu. Debería preocuparte más el desenlace del juicio. Mi contacto dice que aquello no pinta nada bien. Creo que la familia del padre tiene amigos influyentes.
Harry se encogió de hombros.
Raskol abrió el cajón del pupitre, extrajo la brillante llave de Trioving y se la entregó a Harry.
– Ve directo a la estación de metro de Grønland. Al bajar las primeras escaleras, encontrarás a una señora sentada a una ventanilla junto a los aseos. Págale cinco coronas para entrar. Dile que ha llegado Harry, vete al aseo de caballeros y enciérrate en uno de los cubículos. Cuando oigas entrar a alguien silbando Waltzing Mathilda, es que ha llegado tu transporte. Buena suerte, spiuni.
La lluvia caía con tal intensidad que una fina ducha salpicaba desde el asfalto y, si uno se tomaba el tiempo suficiente, podía ver arco iris diminutos en el haz de luz de las farolas del fondo, en la angosta porción de dirección única de la calle Sofie. Pero Bjarne Møller no tenía tiempo para arco iris. Salió del coche, se echó la gabardina sobre la cabeza y avanzó corriendo por la calle hacia la verja donde Ivarsson, Weber y un hombre que parecía de origen paquistaní, lo estaban esperando.
Møller les dio la mano y la persona de piel oscura se presentó como Ali Niazi, vecino de Harry.
– Waaler viene en cuanto recoja en Slemdal -dijo Møller-. ¿Qué habéis encontrado?
– Me temo que son cosas bastante llamativas -opinó Ivarsson-. Lo más importante ahora es ver cómo le contamos a la prensa que uno de nuestros agentes…
– Vale, vale -rugió Møller-. No tan rápido. Ponme al día.
Ivarsson sonrió levemente.
– Ven aquí.
El jefe del Grupo de Atracos marchó delante de los otros tres y cruzó una puerta baja antes de descender por una escalera curvada de piedra que conducía hasta el sótano. Møller dobló su cuerpo largo y delgado lo mejor que pudo para no rozarse con el techo ni con las paredes. No le gustaban los sótanos.
La voz de Ivarsson retumbó en los muros de cemento.
– Como sabes, Beate Lønn recibió anoche varios correos que Hole le había reenviado. Hole asegura que son correos que ha recibido de una persona que confiesa haber asesinado a Anna Bethsen. Yo estaba en la comisaría y leí esos correos hace una hora. En mi opinión se trata, más que nada, de una palabrería incomprensible y confusa. Pero también contiene información que el remitente no podía saber si no conocía de cerca lo que pasó la noche que Anna Bethsen murió. A pesar de que la información sitúa a Hole en el apartamento aquella noche, al mismo tiempo le da una aparente coartada.
– ¿Aparente? -Møller se agachó para cruzar otro umbral. Al otro lado, el techo era aún más bajo y anduvo encorvado mientras intentaba no pensar que se encontraba cuatro pisos por debajo de una mole de construcción apenas sostenida por barro y troncos de madera de cien años de antigüedad-. ¿Qué quieres decir, Ivarsson? ¿No dijiste que los correos contenían una confesión?
– Primero registramos el apartamento -explicó Ivarsson-. Encendimos el ordenador, abrimos el buzón del correo y encontramos todos los correos que había recibido. Exactamente, tal como él se lo había explicado a Beate Lønn. Es decir, una coartada aparente.
– Te estoy escuchando -dijo Møller, claramente irritado-. ¿Podemos llegar a la cuestión?
– La cuestión es, por supuesto, quién envió esos correos al ordenador de Harry.
Møller oyó voces.
– Hay que girar por esa esquina -dijo el que afirmaba ser vecino de Harry.
Se detuvieron ante un trastero. Detrás de la red de malla había dos hombres en cuclillas. Uno sostenía una linterna dirigida a la parte trasera de un ordenador portátil mientras leía los números en voz alta y el otro los anotaba. Møller vio dos cables que salían del enchufe de la pared. Uno iba hasta el portátil y el otro hasta un teléfono móvil rayado de la marca Nokia, que a su vez estaba conectado al portátil.
Møller se enderezó como pudo.
– ¿Y qué significa esto?
Ivarsson puso una mano en el hombro del vecino de Harry.
– Ali dice que él estuvo en el sótano unos días después de que mataran a Anna Bethsen, y entonces fue la primera vez que vio este ordenador portátil conectado al teléfono móvil en el trastero de Harry. Ya hemos investigado en el móvil.
– ¿Y?
– Pertenece a Hole. Ahora estamos intentando averiguar quién compró el ordenador portátil. De todas formas, ya hemos mirado el buzón de mensajes enviados.
Møller cerró los ojos. Empezaba a dolerle la espalda.
– Y están ahí. -Ivarsson hizo un elocuente gesto de negación con la cabeza-. Todos los correos que Harry intenta hacernos creer que le ha enviado algún asesino misterioso.
– Ya -dijo Møller-. Esto no tiene buena pinta.
– Pero la prueba definitiva la encontró Weber en el apartamento.
Møller miró inquisitivamente a Weber que, con aire sombrío, le mostró una pequeña bolsa de plástico.
– ¿Una llave? -dijo Møller-. ¿Con las iniciales A.A.?
– La encontramos en el cajón de la mesa del teléfono -aclaró Weber-. Los dientes concuerdan con la llave del apartamento de Anna Bethsen.
Møller lanzó una mirada vacía a Weber. La dura luz de la bombilla desnuda confería a las caras el mismo color cadavérico que el de las paredes blancas, y Møller tuvo la sensación de encontrarse dentro de una tumba.
– Tengo que salir de aquí -dijo con serenidad.
Harry abrió los ojos, vio la cara risueña de una chica y notó el primer mazazo.
Volvió a cerrar los ojos pero ni la cara de la chica ni el dolor de cabeza desaparecieron.
Intentó recordar todo lo que podía.
Raskol, los aseos de la estación de metro, un hombre pequeño, fornido y silbador con un traje gastado de Armani, una mano tendida con un anillo de oro, pelo negro y una uña larga en el dedo meñique.
– Hola Harry, soy tu amigo Simon.
Y, contrastando con el traje gastado, un flamante Mercedes nuevo con un chófer que parecía hermano de Simon, con idénticos ojos castaños y joviales y el mismo apretón de manos peludo y adornado de oros.
Los dos que iban delante en el coche hablaban una mezcla de noruego y sueco con ese extraño acento que suele tener la gente del circo, los vendedores de cuchillos, los predicadores y los vocalistas de grupos de música de baile. Pero no dijeron gran cosa.
– ¿Estás bien, amigo?
– Qué tiempo más malo, ¿no?
– Bonita ropa, amigo. ¿Me la cambias?
Risas y chasquidos de mecheros. ¿Si Harry fumaba? Cigarrillos rusos. Tenga. Saben mal, pero «de buena manera, ¿sabes?». Más risas. Ni media palabra sobre Raskol, ni sobre adónde iban.
Que luego resultó no ser muy lejos.
Abandonaron la carretera después del Museo de Munch y fueron dando tumbos por un camino lleno de baches hasta un aparcamiento situado delante de un embarrado y desierto campo de fútbol. Al final del aparcamiento había tres caravanas. Dos grandes y nuevas y una pequeña y vieja, con cuatro bloques Leca por ruedas.
Se abrió la puerta de una de las caravanas grandes y Harry vio la silueta de una mujer. Tras ella asomaron las cabezas de varios niños. Harry contó cinco.
Harry dijo que no tenía hambre y se sentó en una esquina de la caravana mientras veía comer a los demás. La comida la sirvió la más joven de las dos mujeres y se consumió rápidamente sin ninguna demora ceremonial. Los niños miraban a Harry entre risas y codazos. Harry les guiñó un ojo e intentó sonreír, y notó que empezaba a recuperar la sensibilidad en su cuerpo entumecido. Pero eso no eran buenas noticias, ya que medía dos metros y le dolía cada centímetro. Después, Simon le dio dos mantas y una amable palmadita en el hombro al tiempo que señalaba con la cabeza hacia la caravana pequeña.
– No es el Hilton, pero ahí estarás seguro, amigo.
El calor corporal que Harry había conseguido desapareció de inmediato en cuanto entró en la nevera en forma de huevo que era la caravana. Se quitó los zapatos de Øystein, que le iban al menos un número grandes, se frotó los pies e intentó que las piernas cupieran en la cama, demasiado corta. Lo último que recordaba era que intentó quitarse los pantalones mojados.
– Ji, ji, ji.
Harry volvió a abrir los ojos. La carita morena había desaparecido y la risa venía de fuera, a través de la puerta abierta desde donde un osado rayo de sol iluminaba la pared situada tras él y las fotografías que la adornaban. Harry se apoyó en los codos y las contempló. Una mostraba a dos chicos jóvenes que se rodeaban los hombros con los brazos delante de lo que parecía la misma caravana en la que él estaba tumbado. Parecían contentos. No, más que eso. Parecían felices. A lo mejor por eso Harry apenas reconoció al joven Raskol.
Harry sacó las piernas de la litera y decidió ignorar el dolor de cabeza. Estuvo sentado un par de segundos para comprobar si le aguantaba el estómago. Había pasado peores borracheras que la de ayer, mucho peores. Durante la cena, estuvo a punto de preguntar si tenían alcohol, pero logró contenerse. ¿Aguantaría mejor el alcohol su cuerpo ahora, después de tanto tiempo de abstinencia?
Obtuvo la respuesta al salir de la caravana.
Los niños lo observaron con los ojos desorbitados de asombro mientras Harry, apoyado en el enganche, vomitaba sobre la hierba marrón. Carraspeó, escupió varias veces y se pasó el dorso de la mano por la boca. Cuando se dio la vuelta vio a Simon que lo miraba con una gran sonrisa, como si el vaciado de estómago fuera un comienzo del día de lo más natural:
– ¿Comida, amigo?
Harry tragó saliva y asintió.
Simon le prestó un traje arrugado, una camisa limpia con un cuello enorme y unas gafas de sol. Montaron en el Mercedes y subieron la calle Finnmarksgata. Se detuvieron en un semáforo en rojo de la plaza de Carl Berner, donde Simon bajó la ventanilla y le gritó algo a un hombre que fumaba un puro delante de un quiosco. Harry tuvo la sensación de que ya le había visto antes. Y, por experiencia, sabía que esa sensación implicaba que tenía antecedentes policiales. El hombre se rió y le respondió a gritos algo que Harry no entendió.
– ¿Un conocido?
– Un contacto -precisó Simon.
– Un contacto -repitió Harry y vio el coche de policía que estaba esperando la luz verde al otro lado del cruce.
Simon giró hacia el oeste en dirección al hospital de Ullevål.
– Dime, ¿qué clase de contactos tiene Raskol en Moscú, capaces de localizar a una persona en una ciudad de veinte millones… -Harry chasqueó los dedos-… así? ¿Es la mafia rusa?
Simon soltó una carcajada.
– Puede ser. Si no se te ocurre nadie mejor para localizar a gente.
– ¿El KGB?
– Si no me equivoco, amigo, eso ya no existe.
Simon lanzó una carcajada aún más sonora.
– Nuestro experto del CNI en temas sobre Rusia me comentó que la gente del antiguo KGB aún lo lleva todo en ese país.
Simon se encogió de hombros.
– Favores, amigo. Y devolución de favores. En eso consiste todo, ya sabes.
– Creía que se basaba en el dinero.
– Pues eso, amigo.
Harry se apeó en la calle Sorgenfrigata y Simon prosiguió para arreglar «unos negocios en Sagene, ya sabes».
Harry miró con atención calle abajo y calle arriba. Pasó una furgoneta. Le había pedido a Tess, la chica de los ojos castaños, que fuera corriendo a Tøyen a comprarle los periódicos Dagbladet y VG, pero no decían nada sobre su orden de busca y captura. Ninguno de ellos. Eso no significaba que pudiera dejarse ver porque, a menos que estuviera equivocado, su foto estaría colgada en todas las comisarías.
Harry avanzó con rapidez hasta la puerta, introdujo la llave de Raskol en la cerradura y la giró. Intentó no romper el silencio de las escaleras. Había un periódico en el suelo ante la puerta de Astrid Monsen. En cuanto entró en el apartamento de Anna, cerró la puerta tras de sí con cuidado, y tomó aire.
«No pienses qué estás buscando.»
Olía a cerrado. Entró en el salón. No se había tocado nada desde la última vez que estuvo allí. El polvo bailaba a la luz del sol que entraba por la ventana e iluminaba los tres retratos. Se detuvo a mirarlos. Notaba algo extrañamente familiar en las formas torcidas de las cabezas. Se acercó a los cuadros y pasó la yema de los dedos sobre los grumos secos de pintura. Puede que le estuvieran diciendo algo, pero él no entendía.
Se fue a la cocina.
Olía a basura y a grasa rancia. Abrió la ventana y repasó los platos y los cubiertos que había sobre la encimera del fregadero. Estaban aclarados, pero no fregados. Hurgó en los restos de comida con un tenedor. Consiguió sacar un pequeño trozo rojo de la salsa. Se lo llevó a la boca. Guindilla japonesa.
Detrás de una voluminosa olla había dos grandes copas de vino tinto. Una tenía un poso fino y rojo y la otra no parecía usada. Harry acercó la nariz al interior pero sólo le olió a cristal caliente. Junto a las copas de vino tinto había dos vasos corrientes. Cogió un trapo de cocina para levantarlos hacia la luz sin dejar huellas. Uno estaba limpio, el otro tenía una capa pegajosa. Rascó la capa con la uña y se chupó el dedo. Azúcar. Con sabor a café. ¿Cola? Harry cerró los ojos. ¿Vino y cola? No. Agua y vino para uno. Y cola y un vaso de vino sin usar para el otro. Envolvió el vaso en el trapo y se lo guardó en el bolsillo de la americana. Un impulso le hizo entrar en el baño, desenroscar la tapa de la cisterna y palpar el interior. Nada.
Cuando salió a la calle, manchaban el cielo unas nubes procedentes del oeste y el aire era más frío. Harry se mordió el labio inferior. Se decidió y echó a andar hacia la calle Vibesgate.
Harry reconoció enseguida al joven que ocupaba el mostrador de la tienda de llaves Låsesmeden.
– Buenos días, vengo de la policía -dijo Harry confiando en que el chico no le pidiera la identificación, que se había quedado en la chaqueta en Slemdal, en casa de Albu.
El chico dejó la revista.
– Ya lo sé.
Durante un momento Harry fue presa del pánico.
– Recuerdo que estuviste aquí recogiendo una llave. -El chico sonrió con franqueza-. Me acuerdo de todos los clientes.
Harry carraspeó.
– Bueno, yo no soy exactamente un cliente.
– ¿No?
– No, la llave no era para mí. Pero no he venido por eso…
– Tenía que serlo -lo interrumpió el chico-. Era de seguridad, ¿no?
Harry asintió con la cabeza. Por el rabillo del ojo vio pasar lentamente un coche patrulla por la calle.
– Quería información sobre llaves de seguridad. Me preguntaba cómo puede conseguir una copia de una llave de seguridad una persona no autorizada. Una llave del fabricante Trioving, por ejemplo.
– Es imposible -respondió el chico con la seguridad de quien lee la revista científica Illustrert Vitenskap-. Sólo Trioving puede hacer una copia que funcione. Así que la única manera consistiría en falsificar la autorización del encargo por parte de la comunidad de propietarios. Pero hasta eso se descubriría al recoger la llave, porque pedimos la identificación de la persona que viene a por ella y la comprobamos en el listado de nombres de los propietarios de los apartamentos del edificio.
– Pero yo recogí aquí una de esas llaves de seguridad. Y se trataba de una llave que otra persona me había pedido que recogiera.
El chico frunció el ceño.
– No, me acuerdo perfectamente de que me enseñaste tu identificación y de que comprobé el nombre. ¿De quién era la llave que te entregué?
Harry miró el reflejo en la puerta de cristal situada detrás del mostrador y vio pasar de vuelta el mismo coche patrulla.
– Olvídalo. ¿Hay alguna otra forma de conseguir una copia?
– No. La empresa Trioving, que hace esas llaves, sólo admite encargos de distribuidores autorizados como nosotros. Y, como te dije, comprobamos la documentación y llevamos un registro de las llaves encargadas por cada comunidad. Se supone que el sistema es bastante seguro.
– Eso parece -respondió Harry que, irritado, se pasó una mano por la cara-. Llamé hace un tiempo y me dijeron que una mujer que vivía en la calle Sorgenfrigata había pedido tres llaves para su apartamento. Encontramos una en el apartamento, la otra se la dio al electricista que debía arreglarle algo, y la tercera la encontramos en otro lugar. Lo que pasa es que no creo que fuera ella quien encargase la tercera llave. ¿Puedes hacerme el favor de comprobarlo?
El chico se encogió de hombros.
– Claro que puedo pero ¿por qué no se lo preguntáis a ella?
– Alguien le pegó un tiro en la cabeza.
– Vaya -dijo el chico sin inmutarse.
Harry se quedó totalmente inmóvil. Notó algo. Un pequeñísimo escalofrío, una corriente de aire, quizá. Justo lo suficiente para que se le erizara el vello de la nuca. Hubo un suave carraspeo. No había oído entrar a nadie. Intentó ver quién era sin volverse, pero el ángulo se lo impedía.
– La policía -dijo una voz alta y clara detrás de él.
Harry tragó saliva.
– ¿Sí? -dijo el chico mirando por encima del hombro de Harry.
– Están fuera -dijo la voz-. Dicen que han robado en casa de una señora mayor en el número catorce. Necesita una cerradura nueva enseguida y preguntan si podemos mandar a alguien de inmediato.
– Vete tú, Alf. Como ves, yo estoy ocupado.
Harry aguzó los oídos hasta que los pasos se alejaron.
– Anna Bethsen -se oyó susurrar-. ¿Puedes comprobar si ella recogió todas las llaves personalmente?
– No tengo por qué, tuvo que hacerlo.
Harry se inclinó sobre el mostrador.
– ¿Puedes comprobarlo de todas formas?
El chico dejó escapar un hondo suspiro y se fue a la habitación trasera. Volvió con una carpeta y fue pasando las hojas.
– Míralo tú mismo -dijo-. Aquí, aquí y aquí.
Harry reconoció los formularios de entrega, eran idénticos a los que él mismo había firmado al recoger la llave de Anna. Pero todos los formularios que tenía delante estaban firmados con el nombre de ella. Iba a preguntar dónde estaba el formulario con su propia firma, cuando vio las fechas.
– Aquí pone que la última llave la recogió en agosto -dijo-. Pero eso es mucho antes de que yo estuviera aquí y…
– ¿Sí?
Harry miró al infinito.
– Gracias -dijo-. Ya sé lo suficiente.
Fuera, el aire se había densificado. Harry llamó desde una de las cabinas telefónicas de la plaza de Valkyrie.
– ¿Beate?
Dos gaviotas planeaban contra el viento sobre la torre de la Academia de Marineros. Debajo de ellas se extendían el fiordo de Oslo, que había adquirido un ominoso color verde oscuro, y Ekeberg, desde donde las dos personas que ocupaban el banco se veían como puntos diminutos.
Harry había acabado de hablar de Anna Bethsen. De cuando se conocieron. De la última noche que la vio, de la que no recordaba nada. De Raskol. Y Beate había terminado de contarle que habían rastreado el origen del ordenador portátil hallado en el trastero de Harry, que lo habían comprado tres meses antes en la tienda Expert de Colosseum. Que la garantía estaba a nombre de Anna Bethsen. Que el teléfono móvil al que estaba conectado era el que Harry insistía en haber extraviado.
– Odio los gritos de las gaviotas -dijo Harry.
– ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
– En este momento, sí.
Beate se levantó del banco.
– Yo no debería estar aquí, Harry. No tenías que haberme llamado.
– Pero estás aquí -dijo Harry tras haber renunciado a encender el cigarrillo, pues las ráfagas de viento se lo impedían-. Eso quiere decir que me crees, ¿no?
Beate levantó los brazos enojada por toda respuesta.
– Yo no sé más que tú -admitió Harry-. Ni siquiera sé si no disparé a Anna Bethsen.
Las gaviotas se marcharon y se dejaron llevar por una ráfaga de viento en un elegante rizo.
– Cuéntame otra vez lo que sabes -le pidió Beate.
– Sé que, de alguna manera, ese tipo consiguió la llave del apartamento de Anna y que entró y salió de allí la noche del asesinato. Cuando se fue, se llevó el ordenador portátil de Anna y mi teléfono móvil.
– ¿Por qué estaba tu teléfono móvil en el apartamento de Anna?
– Se debió de caer del bolsillo en algún momento de la noche. Como ya te comenté, yo estaba un poco alegre.
– ¿Y qué más?
– Su plan inicial era sencillo. Irse a Larkollen después del asesinato y dejar la llave que había utilizado en la cabaña de Arne Albu ensartada en un llavero con las iniciales A.A., para no crear dudas. Pero cuando encontró mi teléfono móvil, comprendió de repente que podía darle otro giro al plan y que pareciera que yo había asesinado a Anna y luego lo había amañado todo para echarle la culpa a Albu. Utilizó mi número de móvil para contratar una cuenta de internet en un servidor de Egipto, y empezó a enviarme correos con un remitente imposible de rastrear.
– Y, en caso de que consiguieran rastrearlo, conduciría hasta…
– Hasta mí. De todas formas, yo no descubriría que pasaba algo hasta recibir la factura de Telenor. Probablemente, ni siquiera entonces, porque no me preocupo mucho de leerlas.
– Ni de dar de baja el número cuando pierdes el teléfono móvil.
– Ya. -Harry se levantó de repente y empezó a caminar de un lado a otro delante del banco-. Lo más difícil de entender es cómo consiguió entrar en mi trastero del sótano. No encontrasteis señales de que la cerradura estuviera forzada ni de que nadie del edificio hubiera dejado entrar a alguien de fuera. Lo que indica que tenía una llave. En realidad, le bastaba con una llave, puesto que las llaves de seguridad sirven para el portal de la calle, el desván, él sótano y la puerta de cada apartamento, pero es difícil hacerse con una llave de seguridad de ésas. Y la llave que consiguió del apartamento de Anna también era de seguridad…
Harry se detuvo y miró hacia el sur. Un carguero verde con dos grandes grúas estaba entrando en el fiordo.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó Beate.
– Me pregunto si puedo pedirte que compruebes algunos nombres.
– Prefiero no hacerlo, Harry. Como te he dicho, ni siquiera debería estar aquí.
– Y también me pregunto por qué tienes esos cardenales.
Ella se tocó rápidamente el cuello.
– Entrenamiento. Judo. ¿Hay algo más que quieras saber?
– Sí, ¿puedes llevarle esto a Weber? -Harry sacó el trapo con el vaso del bolsillo de la americana-. Pídele que compruebe si hay huellas dactilares y que las coteje con las mías.
– ¿Tiene tus huellas?
– La científica tiene las huellas de todos los investigadores que trabajan en la escena de los crímenes. Y pídele que analice lo que contenía el vaso.
– Harry… -empezó a decir ella en tono de advertencia.
– Por favor.
Beate suspiró y cogió el vaso envuelto en el trapo.
– Låsesmeden AS -dijo Harry.
– ¿Y eso qué es?
– Por si cambias de opinión sobre aquello de comprobar nombres, ¿podrías averiguar el nombre de los trabajadores de esa empresa? Es una pequeña.
Lo miró desesperanzada.
Harry se encogió de hombros.
– Si sólo haces lo del vaso me quedaré más que contento.
– ¿Y dónde te encontraré cuando tenga la respuesta de Weber?
– ¿De verdad lo quieres saber?
Harry sonrió.
– Quiero saber lo menos posible. ¿Tú te pones en contacto, entonces?
Harry se ciñó aún más la chaqueta.
– ¿Nos vamos?
Beate asintió con la cabeza, pero no se movió del lugar. Harry la miró inquisitivo.
– Lo que escribió -dijo ella-. Eso de que sólo los más sedientos de venganza sobreviven. ¿Crees que es verdad, Harry?
Harry estiró las piernas en la corta cama de la caravana. El zumbido de los coches por la calle Finnmarksgata lo devolvió a su infancia, cuando dormía en la cama de Oppsal con la ventana abierta y oía el tráfico. Cuando iban en verano a casa del abuelo en medio del silencio de Åndalsnes, eso era lo único que echaba de menos: el zumbido regular y adormecedor que sólo se veía interrumpido por alguna moto, un silenciador agujerado, o el remoto lamento de una sirena de la policía.
Llamaron a la puerta. Era Simon.
– Tess quiere que le vuelvas a contar un cuento de buenas noches también mañana -dijo al entrar.
Harry le había contado cómo habían aprendido a saltar los canguros y todos los niños le dieron un abrazo de buenas noches como recompensa.
Los dos hombres fumaban en silencio. Harry señaló hacia la foto de la pared.
– Son Raskol y su hermano, ¿verdad? Stefan, el padre de Anna.
Simon asintió con la cabeza.
– ¿Dónde está Stefan ahora?
Simon se encogió de hombros, mostrando su desinterés, y Harry entendió que era un tema del que no se hablaba.
– En la foto parecen llevarse bien -dijo Harry.
– Eran como gemelos siameses, ¿sabes? Colegas. Giorgi fue a la cárcel dos veces por Stefan. -Simon se rió-. Veo que te sorprende, amigo. Es una tradición, ¿comprendes? Es un honor cumplir condena por un hermano o un padre, ¿sabes? No diferenciaban a Giorgi de Stefan. Hermanos gitanos. No era fácil para la policía noruega. -Sonrió y le ofreció a Harry otro cigarrillo-. Sobre todo si iban enmascarados.
Harry le dio una calada al cigarrillo y se decidió a disparar a ciegas.
– ¿Qué fue lo que pasó entre ellos?
– ¿Tú qué crees? -Simon abrió los ojos con dramatismo-. Una mujer, por supuesto.
– ¿Anna?
Simon no contestó, pero Harry sabía que no se había equivocado mucho.
– ¿Porque Stefan no quiso saber nada más de Anna cuando se lió con un gaázo?
Simon apagó el cigarrillo y se levantó.
– No fue por Anna, ¿sabes? Anna tenía madre. Buenas noches, spiuni.
– Ya. Sólo otra pregunta.
Simon se detuvo.
– ¿Qué significa spiuni?
Simon volvió a reír.
– Es la abreviatura de spiuni gjerman, «espía alemán». Pero no te preocupes, amigo, no es un insulto, se usa incluso para nombrar a los niños en algunos sitios.
Cerró la puerta tras de sí y desapareció.
El viento había amainado y lo único que se oía era el zumbido de la calle Finnmarksgata. Aun así, Harry no logró conciliar el sueño.
Beate estaba en la cama oyendo los coches que transitaban por la calle. Cuando era pequeña solía dormirse al arrullo de su voz. Los cuentos que relataba no podían leerse en un libro, se creaban a medida que hablaba. Nunca eran exactamente iguales a pesar de que a veces empezaban de la misma manera y tenían los mismos personajes: dos ladrones malos, un papá bueno y su valiente pequeña. Y acababan siempre bien, con los dos ladrones capturados y encerrados.
Beate no recordaba haber visto nunca leer a su padre. De mayor comprendió que su padre padecía de algo que llaman dislexia. De no ser por eso, habría llegado a letrado, solía decir su madre.
– Lo que queremos que seas tú.
Pero los cuentos no hablaban de abogados y, cuando Beate contó que la habían admitido en la Academia de Policía, su madre lloró.
Beate abrió los ojos de repente. Habían llamado a la puerta. Dio un suspiro y bajó los pies de la cama.
– Soy yo -dijo la voz en el portero automático.
– He dicho que no quiero verte más -dijo Beate tiritando en la fina bata-. Vete.
– Me voy en cuanto te haya pedido perdón. Ése no era yo. Yo no soy así. Me volví… un poco loco. Por favor, Beate. Sólo cinco minutos.
Ella titubeó. Aún tenía el cuello tieso y Harry había aludido a los cardenales.
– Te traigo un regalo -dijo la voz.
Ella suspiró. Tenía que volver a verle de todas formas. Era mejor arreglar las cosas aquí y no en el trabajo. Pulsó el botón, se ató la bata con firmeza y esperó en la puerta mientras escuchaba los pasos en la escalera.
– Hola -dijo él al verla y sonrió.
Una sonrisa amplia y blanca, al estilo David Hasselhoff.
Tom Waaler le dio el regalo pero se contuvo de tocarla, ya que aún tenía el temeroso lenguaje corporal de un antílope que huele a un depredador. Pasó por delante de ella hasta el salón y se sentó en el sofá.
– ¿No lo vas a abrir? -preguntó.
Ella lo abrió.
– Un disco -dijo ella desconcertada.
– Pero no un disco cualquiera -puntualizó él-. Purple Rain. Ponlo y lo entenderás.
La estudió mientras encendía la miserable minicadena compacta que ella y sus congéneres llamaban equipo estereofónico. La señorita Lønn no era exactamente guapa, pero a su manera era maja. Un cuerpo algo aburrido, con pocas curvas que agarrar. Pero era esbelta y estaba en buena forma. Le había gustado lo que le hizo y había mostrado un entusiasmo sano. Por lo menos durante las primeras rondas, cuando se lo había tomado con tranquilidad. Sí, porque había habido más de una ronda. Algo extraño, puesto que ella no era su tipo.
Pero una noche le había dado la sesión completa. Y ella, igual que la mayoría de las mujeres con las que se topaba, no se había mostrado del todo por la labor. Lo que a él le resultaba mucho más satisfactorio en realidad, pero también solía significar que se convertía en la última vez que querían verlo. Algo que también le parecía muy bien. Pero Beate debería estar contenta. Pudo haber sido peor. Un par de noches antes, en su cama, ella le contó de repente dónde lo había visto por primera vez.
– En Grunerløkka -le dijo-. Era de noche, tú estabas sentado en un coche rojo. Había mucha gente por las calles y tenías la ventanilla bajada. Era invierno. El año pasado.
Se asombró bastante. Sobre todo, porque la única noche que recordaba haber estado en Grunerløkka el invierno pasado fue la noche de sábado que acabaron con Ellen Gjelten.
– Recuerdo las caras -le dijo ella con una sonrisa triunfal cuando vio la expresión de extrañeza en su rostro-. Gyrus fusiforme. Es esa región del cerebro que reconoce la forma de la cara. La mía es enorme. Debería estar en un parque de atracciones.
– Vale -dijo él-. ¿Qué más recuerdas?
– Estuviste hablando con otra persona.
Se levantó y se apoyó en los codos, se inclinó sobre ella y le pasó el pulgar por la laringe. Notaba que el pulso le latía dentro como una pequeña liebre asustada. ¿O era su propio pulso?
– Entonces, también recordarás la cara de la otra persona -añadió empezando a maquinar algo.
¿Sabría alguien que ella estaba allí aquella noche? ¿Había mantenido la boca cerrada acerca de su relación, tal como le pidió? ¿Tenía bolsas de basura en la cocina?
Ella se volvió hacia él preguntándole asombrada:
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Reconocerías a la otra persona en una fotografía?
Lo miró durante un buen rato. Lo besó con suavidad.
– ¿Y bien? -dijo sacando la otra mano de debajo del edredón.
– Nooo. Estaba de espaldas.
– Pero te acordarás de la ropa que llevaba, ¿no? Si tuvieras que identificarla, quiero decir.
Ella negó con la cabeza.
– El gyrus fusiforme sólo recuerda caras. El resto de mi cerebro es bastante normal.
– Pero te acuerdas del color del coche en el que estaba sentado.
Ella se echó a reír y se acurrucó a su lado.
– Supongo que significa que me gustó lo que vi.
Retiró la mano del cuello, con cuidado.
Dos noches después le había representado la función completa. Y entonces no le gustó lo que vio. Ni lo que escuchó. Ni lo que sintió.
«Dig if you will the picture of you and I engaged in a kiss – the sweat of the body covers me…»
Ella bajó el volumen.
– ¿Qué quieres? -le preguntó sentándose en el sillón.
– Lo que te dije. Pedirte perdón.
– Pues ya lo has hecho. Lo olvidamos. -Ella le brindó un bostezo bastante revelador-. Estaba a punto de acostarme, Tom.
Él notó que le entraba la ira. No la variante roja, que altera y ciega, sino la blanca, que ilumina y aporta claridad y energía.
– Bien, entonces iré al grano. ¿Dónde está Harry Hole?
Beate se rió. Prince gritaba en falsete.
Tom cerró los ojos, notó que la ira le fluía por las venas como refrescante agua helada y lo fortalecía cada vez más.
– Harry te llamó la noche que desapareció. Te reenvió los correos. Tú eres su contacto, la única persona de quien se fía en este momento. ¿Dónde está?
– Estoy muy cansada, Tom. -Beate se levantó-. Si tienes más preguntas de las que no esperes una respuesta, te propongo que sigamos mañana.
Tom Waaler se quedó sentado.
– Hoy tuve una conversación muy interesante con uno de los funcionarios de la cárcel de Botsen. Harry estuvo allí anoche, delante de nuestras narices, mientras nosotros y la mitad del equipo de guardia lo buscábamos. ¿Sabías que Harry trabaja con Raskol?
– No tengo ni idea de lo que me estás hablando, ni de qué relación puede tener con el asunto.
– Yo tampoco, pero te propongo que te sientes, Beate. Y escuches una pequeña historia que creo que te hará cambiar de opinión en cuanto a Harry y sus amistades.
– La respuesta es no, Tom. Fuera.
– ¿Ni siquiera si tu padre interviene en la historia?
Apreció una pequeña tirantez en su boca y supo que ése era el camino correcto.
– Tengo fuentes que, ¿cómo te diría?, no son accesibles a cualquier policía pero me permiten saber qué ocurrió cuando tirotearon a tu padre aquella vez en Ryen. Y quién lo hizo.
Ella lo miró.
Waaler se rió.
– No contabas con esto, ¿verdad?
– Mientes.
– A tu padre le dispararon seis balas en el pecho con un Uzi. Según el informe, entró en el banco para negociar a pesar de estar solo y desarmado y, por tanto, no tenía con qué negociar. Lo único que podía conseguir era poner más nerviosos y más agresivos a los atracadores. Una metedura de pata garrafal. Incomprensible. Sobre todo porque tu padre era legendario precisamente por su profesionalidad. Pero, en realidad, sí iba acompañado, por un colega. Un agente joven, un hombre que prometía, del que se esperaban grandes cosas, un hombre con una carrera por delante. Pero nunca se había enfrentado a un atraco en vivo o, por lo menos, no a atracadores con armas de verdad. Ese día va a llevar a tu padre a casa después del trabajo, porque se esfuerza por llevarse bien con sus superiores. Así que tu padre llega a Ryen en un coche cuyo propietario no consta en el informe, pero que no era el suyo. Porque el suyo está en el garaje de tu casa, Beate, contigo y con tu madre, cuando os dan la noticia, ¿no es así?
Vio que las venas del cuello se le hinchaban y se volvían gruesas y azules.
– Vete a la mierda, Tom.
– Ven aquí y escucha el pequeño cuento de papá -dijo, dando una palmada al cojín que tenía al lado-. Porque te voy a hablar muy bajito y te aseguro que es fundamental que entiendas todo lo que te pienso decir.
Ella dio un paso adelante con desgana y se detuvo.
– Vale -dijo Tom-. Resulta que ese día, ¿cuándo fue, Beate?
– Viernes tres de junio -susurró ella.
– Eso, junio. Oyen la información por la radio, el banco está cerca, se dirigen hacia allí y se posicionan fuera con armas. El joven agente y el comisario experimentado. Siguen el manual, esperan a que lleguen refuerzos, o a que los atracadores salgan del banco. Hasta que uno de los atracadores se presenta en la puerta del banco con el fusil contra la cabeza de una empleada. Grita el nombre de tu padre. El atracador los ha visto fuera y ha reconocido al comisario Lønn. Grita que no va a hacer daño a la mujer, pero que necesita tener un rehén. Que si Lønn quiere cambiarse por ella, a él le parece bien. Pero para hacer el canje debe soltar el arma y entrar en el banco solo. ¿Y qué hace tu padre? Piensa. Tiene que pensar con rapidez. La mujer está en estado de shock. La gente se muere de shock. Piensa en su mujer, tu madre. Un día de junio, viernes, casi fin de semana. Y el sol… ¿hacía sol, Beate?
Ella asintió con la cabeza.
– Piensa en el calor que debe de hacer dentro del banco. En la tensión. La desesperación. Así que toma una decisión. ¿Qué decide? ¿Qué decisión toma, Beate?
– Entra.
La voz que susurraba estaba llena de llanto.
– Entra. -Waaler bajó el tono de voz-. El comisario Lønn ha entrado y el joven agente espera. Espera a que lleguen los refuerzos. Espera a que salga la mujer. Espera a que alguien le cuente lo que tiene que hacer, o que sea un sueño, o un simulacro, y que pueda irse a casa porque es viernes y hace sol. Y, sin embargo, oye… -Waaler chasqueó la lengua-. Tu padre cae contra la puerta que se abre y queda tendido con medio cuerpo fuera. Con seis tiros en el pecho.
Beate se dejó caer en la silla.
– El joven agente ve que el comisario yace en el suelo y comprende que no es un simulacro. Ni un sueño. Que ahí dentro tienen armas automáticas de verdad y que disparan a policías a sangre fría. Nunca ha tenido tanto miedo y nunca volverá a tenerlo. Ha leído sobre estas cosas; sacó buenas notas en las asignaturas de psicología. Pero nota un clic en su cerebro. Se siente presa del pánico sobre el que escribió tan bien en los exámenes. Se mete en el coche y se va. Conduce y conduce hasta llegar a casa, y su mujer, con la que acaba de casarse, sale a su encuentro enfadada porque llega tarde a comer. Y él permanece tieso como una vela mientras recibe la reprimenda y promete que no se repetirá, y luego se sientan a comer. Después de comer ven la tele, donde un reportero dice que han disparado a un policía que ha muerto asesinado durante un atraco. Tu padre ha muerto.
Beate escondió la cara entre las manos. Lo había revivido todo. Aquel día íntegro. Con su sol redondo y como sorprendido e inquisitivo en un cielo absurdo y sin nubes. También ella creyó que era un sueño.
– ¿Quiénes eran aquellos atracadores? ¿Quién sabía el nombre de tu padre, quién sabe quién trabaja en el Grupo de Atracos y sabía que, de los dos policías que estaban allí, el comisario Lønn era quien representaba una amenaza para ellos? ¿Quién es tan frío y calculador como para plantearle una disyuntiva a tu padre, a sabiendas de cuál sería su respuesta, para poder dispararle y después conseguir una partida fácil con el joven y asustado agente? ¿Quién es, Beate?
Las lágrimas le rodaban por entre los dedos.
– Ras…
Beate se sonó.
– No te he oído, Beate.
– Raskol.
– Sí, Raskol. Nadie más que él. Su compañero montó en cólera. «Somos atracadores, no asesinos», le dice. Y comete la estupidez de amenazar a Raskol con entregarse y delatarlo. Pero tuvo suerte y logró escapar al extranjero antes de que Raskol pudiera cogerle.
Beate sollozó. Waaler esperó.
– ¿Sabes qué es lo más gracioso? Que te dejaste engañar por el asesino de tu padre. Igual que tu padre.
Beate lo miró.
– ¿Qué… qué quieres decir?
Waaler se encogió de hombros.
– Le pedís a Raskol que señale a un asesino. Él está buscando a una persona que ha amenazado con testificar en su contra en un caso de asesinato. ¿Qué hace Raskol? Por supuesto, señala a esa persona.
– ¿Lev Grette? -preguntó enjugándose las lágrimas.
– ¿Por qué no? Así le ayudabais a dar con él. Leí que encontrasteis a Grette colgado de una cuerda. Que se había suicidado. No lo juraría. Yo no juraría que alguien no se os haya adelantado.
Beate carraspeó.
– Olvidas un par de detalles. En primer lugar, encontramos una carta de suicidio. Lev no dejó muchas cosas escritas pero hablé con su hermano y él encontró algunos de los viejos cuadernos escolares de Lev en el desván de Disengrenda. Se los llevé a Jean Hue, el grafólogo de KRIPOS, y él confirmó que la nota la había escrito Lev. En segundo lugar, Raskol está en la cárcel. Se entregó voluntariamente. Eso no concuerda del todo con que estuviera dispuesto a matar para no ir a la cárcel.
Waaler negó con la cabeza.
– Eres una chica lista pero, como a tu padre, te falta comprensión psicológica. No entiendes cómo funciona el cerebro de un delincuente. Raskol no está en la cárcel, sólo está estacionado temporalmente en Botsen. Una condena por asesinato lo cambiaría todo. Y, mientras tanto, lo proteges. Tú y su amigo Harry Hole. -Se inclinó hacia delante y le puso una mano en el brazo-. Lo siento si te ha dolido, pero ahora ya lo sabes, Beate. Tu padre no cometió un error. Y Harry colabora con quien lo mató. Así que, ¿qué dices? ¿Buscamos juntos a Harry?
Beate apretó los parpados, se secó la última lágrima y abrió los ojos. Waaler le ofreció un pañuelo, que ella aceptó.
– Tom -dijo-. Tengo que explicarte una cosa.
– No es necesario. -Waaler le acarició la mano-. Lo entiendo. Se trata de un conflicto de lealtades. Sólo piensa en lo que habría hecho tu padre. Profesionalidad, ¿verdad?
Beate lo miró pensativa. Luego asintió lentamente con la cabeza. Tomó aire. En ese momento sonó el teléfono.
– ¿No lo coges? -preguntó Waaler después de tres timbrazos.
– Es mi madre -dijo Beate-. La llamaré dentro de treinta segundos.
– ¿Treinta segundos?
– Es el tiempo que necesito para aclararte que si supiera dónde está Harry, eres la última persona a quien se lo diría. -Le devolvió el pañuelo-. Y el tiempo que necesitas tú para ponerte los zapatos y largarte.
Tom Waaler notó que la ira le subía como un rayo por la espalda y la nuca. Se tomó unos segundos para disfrutar de la sensación antes de atraparla con una mano y deslizarla bajo su cuerpo en el sofá. Ella dio un respingo y se resistió, pero él sabía que notaba su erección y que aquellos labios que ella apretaba con tanta fuerza no tardarían en abrirse.
Harry colgó después de seis tonos y salió de la cabina telefónica para dejar pasar a la chica que iba detrás de él. Se puso de espaldas a la calle Kjølberggata y al viento, encendió un cigarrillo y tiró el humo en dirección al aparcamiento y las caravanas. En realidad, tenía gracia. Allí estaba, a unos cuantos tiros de piedra de la científica en una dirección, de la comisaría en otra y de la caravana en la tercera. Vestido de gitano. Con una orden de busca y captura. Para morirse de risa. Los dientes de Harry castañeteaban. Se dio media vuelta cuando un coche patrulla bajó por la calle bastante transitada de coches pero sin gente. No conseguía dormir. No soportaba estar tumbado sin hacer nada mientras el tiempo corría en su contra. Pisó la colilla con el talón y miró el reloj. Casi media noche, extraño que no estuviera en casa. ¿A lo mejor estaba dormida y había desconectado el teléfono? Marcó el número otra vez. Respondió a la primera.
– Beate.
– Soy Harry. ¿Te he despertado?
– Pues… sí.
– Sorry. ¿Quieres que te llame mañana?
– No, no importa.
– ¿Estás sola?
Siguió una pausa.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Suenas tan… Bueno, olvídalo. ¿Has encontrado algo?
La oyó tragar saliva como para recuperar la respiración.
– Weber cotejó las huellas del vaso. Y la mayoría son tuyas. Los análisis de los restos dentro del vaso estarán listos dentro de un par de días.
– Bien.
– En cuanto al ordenador de tu trastero, sabemos que tenía un programa Ilie que permite programar de antemano la fecha y la hora en que debe enviarse un correo. La última modificación que se hizo en los correos tiene la fecha del día que murió Anna Bethsen.
Harry ya no sentía el aire gélido.
– Eso significa que los correos que recibiste ya estaban preparados en el ordenador cuando lo instalaron en tu trastero -continuó Beate-. Eso explica que ese vecino tuyo paquistaní llevara algún tiempo viéndolo allí.
– ¿Quieres decir que ha estado funcionando solo todo el tiempo?
– Con corriente tanto para la máquina como para el teléfono móvil ha funcionado perfectamente.
– ¡Mierda! -Harry se dio un golpe en la frente-. Pero eso significa que quien haya programado mi ordenador ha previsto todos los acontecimientos. Toda la puta historia ha sido un teatro de marionetas. Con nosotros como marionetas.
– Eso parece. ¿Harry?
– Estoy aquí. Intento asimilarlo. Es decir, tengo que olvidarlo durante un rato, es demasiado de golpe. ¿Y qué pasa con los nombres de la empresa que te di?
– Eso, los nombres de la empresa. ¿Qué te hace pensar que he hecho algo en relación con eso?
– Nada. Antes de que dijeras lo que dijiste.
– No he dicho nada.
– No, pero lo dijiste en un tono de voz esperanzador.
– ¿Ah, sí?
– Encontraste algo, ¿verdad?
– Encontré algo.
– Desembucha.
– Llamé a la empresa que lleva la contabilidad de Låsesmeden AS y le pedí a una señora que me enviase el número de identidad de las personas que trabajan allí. Cuatro en jornada completa y dos a tiempo parcial. Lo cotejé con el registro de antecedentes penales. Cinco de ellas no tienen antecedentes. Pero uno de los tipos…
– ¿Sí?
– Tuve que desplazar bastante la pantalla para verlo todo. Más que nada estupefacientes. Ha sido acusado de venta de heroína y morfina, pero sólo lo han condenado por posesión de pequeñas cantidades de hachís. También ha estado en la cárcel por allanamiento y dos atracos con violencia.
– ¿Violencia?
– Utilizó una pistola durante uno de los atracos. No hubo disparos, pero el arma estaba cargada.
– Perfecto. Ése es nuestro hombre. Eres un ángel. ¿Cómo se llama?
– Alf Gunnerud. Treinta y dos. Soltero. Domicilio en la calle Thor Olsens 9. Parece que vive solo.
– Repite el nombre y la dirección.
Beate lo repitió.
– Ya. Es increíble que Gunnerud fuera contratado por una empresa de cerrajería con estos antecedentes.
– Un tal Birger Gunnerud figura como propietario de la empresa.
– Ya. Entiendo. ¿Estás segura de que va todo bien?
Pausa.
– ¿Beate?
– Está todo bien, Harry. ¿Qué piensas hacer?
– Pienso visitar su apartamento a ver si encuentro algo de interés. Te llamaré desde allí para que puedas enviar un coche y asegurar las pruebas de acuerdo con el protocolo.
– ¿Cuándo irás allí?
– ¿Por qué lo preguntas?
Otra pausa.
– Para saber si estaré en casa cuando llames.
– A las once mañana por la mañana. Supongo que entonces estará trabajando.
Después de colgar, Harry se quedó de pie mirando el cielo nocturno y encapotado que formaba una cúpula amarilla sobre la ciudad. Había oído música de fondo. Apenas. Pero fue suficiente: «I only want to see you in the purple rain».
Metió otra moneda en la máquina y marcó el 1881.
– Necesito el número de un tal Alf Gunnerud…
El taxi se deslizó como un pez negro y silencioso a través de cruces, bajo farolas y junto a señales que indicaban la dirección al centro de la ciudad.
– No podemos seguir viéndonos de esta manera -observó Øystein.
Miró por el retrovisor y vio a Harry poniéndose el jersey negro que le había traído de casa.
– ¿Te acordaste del pie de cabra? -dijo Harry.
– Está en el maletero. ¿Qué pasa si al final resulta que el tipo está en casa?
– La gente que está en casa suele contestar al teléfono.
– ¿Y si llega mientras estás en el apartamento?
– Entonces haces lo que te he dicho; dos toques cortos del claxon.
– Sí, sí, pero no tengo ni idea de la pinta que tiene ese tipo.
– Te dije que alrededor de los treinta. Si ves entrar en el número nueve a alguien así, tocas el claxon.
Øystein se detuvo junto a una señal de prohibido aparcar en una calle contaminada y cargada de tráfico como un tubo intestinal obstruido, cuyo nombre aparece en la página doscientos sesenta y cinco de un polvoriento libro titulado Byens Fedre IV, Los padres de la ciudad, IV, y alojado en la biblioteca Deichmanske Bibliotek, volumen en el que se la describe como «la insignificante y nada interesante calle que lleva el nombre de Thor Olsens». Pero precisamente aquel día a Harry le venía muy bien que fuera así. El ruido, el tránsito de vehículos y la oscuridad lo camuflarían, y nadie se fijaría en un taxi que está esperando.
Harry dejó que el pie de cabra se deslizara por dentro de la manga de la chaqueta de cuero y cruzó la calle con rapidez. Vio con alivio que había por lo menos veinte timbres pertenecientes al número nueve. Eso le daría más posibilidades si la trola no colaba en los primeros intentos. El nombre de Alf Gunnerud aparecía el penúltimo empezando desde arriba en la columna de la derecha. Levantó la vista hacia la parte superior de la fachada en el lado derecho. En las ventanas del quinto piso no había luz. Harry llamó al timbre del primer piso. Respondió una voz somnolienta de mujer.
– Hola, vengo a ver a Alf -mintió-. Pero creo que tienen la música tan alta que no oyen el timbre. Quiero decir Alf Gunnerud. El cerrajero del quinto. ¿Me abres, por favor?
– Es más de media noche.
– Lo siento, intentaré que Alf baje el volumen de la música.
Harry esperó. Llegó el zumbido.
Subió los peldaños de tres en tres. En el quinto se detuvo a escuchar pero sólo oyó sus propios latidos. Tuvo que elegir entre dos puertas. En una había un trozo de papel gris que tenía escrito «Andersen» con rotulador, en la otra no ponía nada.
Aquélla era la parte más crítica del plan. Una única cerradura se podía forzar sin despertar a toda la escalera pero, si Alf tenía instalado todo el arsenal de Låsesmeden AS, Harry tendría un problema. Repasó la puerta de arriba abajo. Ninguna pegatina del servicio de emergencias Falken de la Policía Judicial, u otras centrales de alarma. Ninguna cerradura de seguridad antitaladro. Ningún cilindro Twin antiganzúa con doble línea de pitones. En otras palabras, pan comido.
Harry tiró de la manga de la chaqueta de cuero y sujetó el pie de cabra con la mano. Dudó antes de meter la punta en la puerta, justo debajo de la cerradura. Era demasiado fácil. Pero no había tiempo para pensar y no tenía elección. No forzó la puerta hacia fuera, sino lateralmente, hacia las bisagras, de manera que pudiera deslizar la tarjeta de crédito de Øystein por dentro de la cerradura de resorte al mismo tiempo que el pestillo se salía un poco del cerrojo del marco. Ejerció cierta presión sobre el pie de cabra para que la puerta se saliera un poquito de su sitio, y metió la punta del pie por el borde inferior. La puerta crujió contra las bisagras cuando empujó el pie de cabra al mismo tiempo que tiró de la tarjeta. Entró y cerró la puerta tras de sí. Había tardado ocho segundos.
El zumbido de una nevera y risas del televisor de un vecino. Harry intentó respirar tranquila y profundamente mientras prestaba atención en la oscuridad. Se oían pasar los coches fuera y se notaba una corriente fría contra la puerta; ambas cosas indicaban que el apartamento tenía ventanas antiguas. Pero lo más importante: ningún sonido que indicara que hubiese alguien en casa.
Encontró el interruptor de la luz. El pasillo necesitaba un lavado de cara. El salón, una renovación completa. La cocina estaba en estado de desahucio. Y el mobiliario del apartamento explicaba las escasas medidas de seguridad. O mejor dicho, la ausencia de mobiliario. Porque Alf Gunnerud no poseía nada, ni siquiera un equipo de música por el que Harry pudiera pedirle que bajara el volumen. Lo único que indicaba que alguien vivía allí eran dos sillas de camping, una mesa de salón verde, la ropa que había por todas partes y una cama con un edredón sin funda.
Harry se puso los guantes de fregar que le había traído Øystein y llevó una de las sillas de camping hasta la entrada. La puso delante de la fila de armarios superiores que llegaban hasta el techo, que tenía una altura de tres metros. Dejó la mente en blanco y subió con cuidado. En ese momento sonó el teléfono, Harry dio un paso para mantener el equilibrio pero la silla se desplomó y se fue al suelo con estrépito.
Tom Waaler tenía un mal presentimiento. A la situación le faltaba la predecibilidad que en todo momento aspiraba conseguir. Como su carrera y su futuro no estaban únicamente en sus manos, sino también en manos de las personas con quien se aliaba, el factor humano era un riesgo con el que tenía que contar. Y el mal presentimiento se debía al hecho de que en ese momento no sabía si podía fiarse de Beate Lønn, de Rune Ivarsson o, y esto era lo más importante, del hombre que representaba su fuente más importante de ingresos: Jota.
Cuando Tom oyó que la corporación municipal había empezado a presionar al comisario jefe para que se detuviera al Dependiente después del atraco de Grønlandsleiret, le dijo a Jota que se escondiera. Habían acordado que iría a un sitio conocido para él. Pattaya tenía la mayor concentración de delincuentes occidentales en el hemisferio oriental, y estaba sólo a un par de horas en coche al sur de Bangkok. Como turista blanco, Jota desaparecería entre la multitud. Jota llamaba a Pattaya «La Sodoma asiática», de modo que Waaler no podía comprender por qué, de repente, había reaparecido en Oslo diciendo que no podía pasar más tiempo allí.
Waaler se detuvo en un semáforo en rojo en la calle Uelandsgate y puso el intermitente izquierdo. Mal presentimiento. Jota había cometido el último atraco sin consultar primero con él, y eso suponía una grave infracción de las reglas. Quizás hubiese que tomar medidas.
Acababa de llamar a casa de Jota, pero nadie contestó. Eso podía significar, por ejemplo, que estaba en la cabaña de Tryvann trabajando en los detalles del transporte de valores del que habían hablado. O que estuviera repasando el instrumental, la ropa, las armas, la emisora policial, los planos. Pero también podía significar que había recaído y estaba en un rincón de su casa con una jeringuilla colgando del antebrazo.
Waaler conducía despacio por el oscuro y sucio tramo de calle donde vivía Jota. Un taxi estaba esperando al otro lado de la calle. Waaler miró hacia las ventanas del apartamento. Extraño, había luz. Si Jota se había enganchado otra vez, se armaría la gorda. Sería fácil entrar en el apartamento. Jota tenía una cerradura de mierda. Miró el reloj. La visita en casa de Beate le había excitado, y sabía que no podría dormirse hasta al cabo de un buen rato. Daría algunas vueltas con el coche, haría un par de llamadas y vería qué pasaba.
Waaler subió el volumen de Prince, pisó el acelerador y subió por la calle Ullevålsveien.
Harry estaba en la silla de camping con la cabeza apoyada en las manos, una cadera dolorida y sin pruebas de que Alf Gunnerud fuera su hombre. Sólo había tardado veinte minutos en revisar las pocas pertenencias que encontró en el apartamento, tan pocas que cabría sospechar que Gunnerud vivía en otro sitio. Harry encontró en el baño un cepillo de dientes, un tubo casi vacío de pasta Solidox, y un trozo de jabón irreconocible dentro de una jabonera. Además de una toalla que quizás hubiese sido blanca. Eso era todo. No había nada más. Pero era un riesgo que había que correr.
Harry sintió ganas de echarse a llorar. De darse cabezazos contra la pared. De abrir una botella de Jim Beam rompiéndole el cuello y beber alcohol y trozos de cristal. Porque tenía que ser él, tenía que ser Gunnerud. De todos los indicios que apuntaban hacia cada persona, había uno que superaba a todos los demás desde un punto de vista estadístico: condenas anteriores y cargos. El asunto apestaba a Gunnerud. Sus antecedentes incluían droga y uso de armas; trabajaba con un cerrajero; podía encargar las llaves de seguridad que quisiera, por ejemplo, para el apartamento de Anna. Y para el de Harry.
Se fue hasta la ventana. Reflexionó acerca de cómo había seguido al pie de la letra las instrucciones de un loco. Pero ya no habría más instrucciones, ni conversación. La luna apareció a través de una brecha de la capa de nubes como un chicle de menta a medio masticar, pero eso tampoco le sugirió la idea.
Cerró los ojos. Se concentró. ¿Qué había visto en el apartamento que le daría la siguiente frase? ¿En qué no se había fijado? Repasó el apartamento de memoria, tramo a tramo.
Lo dejó después de tres minutos. Había acabado. Allí no había nada.
Se aseguró de dejarlo todo tal como estaba cuando llegó, y apagó la luz del salón. Entró en el baño, se situó delante del inodoro y se desabrochó. Esperó. Dios mío, ya no podía hacer ni esto. Pero se liberó y suspiró cansado. Tiró de la cadena, el agua salió a chorros, y en el mismo momento se quedó de piedra. ¿Había oído un claxon por encima del rumor del agua? Se fue a la entrada y cerró la puerta del baño para oír mejor. Ya lo oía. Un bocinazo corto y fuerte venía de la calle. ¡Gunnerud volvía! Harry ya estaba en la puerta cuando se dio cuenta. En ese mismo instante lo entendió todo. Cuando ya era demasiado tarde.
El rumor del agua. La pistola. «Es mi sitio favorito.»
– ¡Joder, joder!
Harry volvió corriendo al baño, agarró el botón de la cisterna y empezó a desenroscarlo frenéticamente. Aparecieron roscas oxidadas.
– Más rápido -susurró, se torció la mano y notó que el corazón se le aceleraba mientras la puta barra daba vueltas y vueltas con un sonido quejumbroso, pero sin querer soltarse.
Oyó cerrarse una puerta al principio de las escaleras. Entonces, la barra se soltó y él levantó la tapa de la cisterna. El áspero sonido de la porcelana contra la porcelana rugió dentro de la oscuridad donde el agua seguía subiendo. Introdujo la mano y pasó los dedos por una capa pegajosa de algas de cisterna. ¿Qué coño? ¿Nada? Giró la tapa. Y ahí estaba. Pegada con cinta adhesiva en el interior. Aspiró profundamente. Conocía cada mella, pico y hendidura de la llave que estaba debajo de una de las tiras de cinta adhesiva. Pertenecía al patio, el sótano y el apartamento de Harry. La foto que estaba pegada al lado le era igualmente conocida. La foto que faltaba encima del espejo. Søs sonreía y Harry intentaba hacerse el duro. Con un moreno estival y felizmente ignorantes. Por otro lado, Harry no sabía nada del polvo blanco que había dentro de la bolsa de plástico sujeta con tres tiras anchas de cinta, pero estaba dispuesto a apostar una buena suma a que se trataba de diacetilmorfina, más conocida como heroína. Mucha heroína. Por lo menos seis años de incondicional. Harry no tocó nada. Volvió a colocar la tapa en su sitio y empezó a enroscarla mientras estaba pendiente por si se oían pasos. Tal como había apuntado Beate, las pruebas no valdrían una mierda si se descubría que Harry había estado en el apartamento sin la hoja azul. El botón quedó por fin en su sitio y él corrió hasta la puerta. No tenía elección. Abrió y salió al descansillo. Pasos subiendo. Cerró la puerta con cuidado, miró por encima de la barandilla y vio un pelo oscuro y fuerte. Dentro de cinco segundos vería a Harry. Pero tres largos pasos hacia el sexto piso bastarían para quitarle del medio.
El chico joven se detuvo súbitamente cuando vio a Harry delante de él, sentado en la escalera.
– Hola, Alf -dijo Harry mirando el reloj-. Te estaba esperando.
El chico lo miró con los ojos como platos. La estrecha y pálida cara pecosa quedaba enmarcada por una media melena grasienta con ondas al estilo Liam Gallagher por las orejas, y a Harry no le recordó a un duro asesino, sino a un muchacho temeroso de recibir otra paliza.
– ¿Qué quieres? -preguntó el chico con voz alta y clara.
– Que me acompañes a comisaría.
El chico reaccionó al instante. Se dio la vuelta, se cogió a la barandilla y saltó hasta el descansillo de abajo.
– ¡Oye! -gritó Harry, pero el chico ya había desaparecido de su vista. Los fuertes zapatazos bajando los escalones de cinco en cinco o de seis en seis, producían un eco que subía por el hueco de la escalera.
– ¡Gunnerud!
La única respuesta que obtuvo Harry fue el ruido de la puerta que se cerró abajo.
Se palpó el bolsillo interior y se dio cuenta de que no tenía cigarrillos. Se levantó y siguió al chico. Ahora le tocaba el turno a la caballería.
Tom Waaler bajó el volumen de la música, sacó del bolsillo el móvil que sonaba, pulsó el botón de «yes» y se llevó el teléfono a la oreja. Al otro lado oyó una respiración rápida y temblorosa y el traqueteo del tráfico rodado.
– ¡Hola! -dijo la voz-. ¿Estás ahí?
Era Jota. Sonaba asustado.
– ¿Qué pasa, Jota?
– Ay, menos mal que estás ahí. Se ha armado una buena. Tienes que ayudarme. Enseguida.
– No tengo que hacer nada. Contesta a mi pregunta.
– Nos han descubierto. Cuando llegué a casa había un madero esperándome en la escalera.
Waaler se detuvo en un paso de cebra antes de la calle Ringveien. Un hombre mayor cruzó la calle con unos pasos extraños y cortísimos. Tardó una infinidad.
– ¿Qué quería? -preguntó Waaler.
– ¿Tú qué crees? Detenerme, por supuesto.
– ¿Y por qué no estás detenido?
– Corrí como el diablo. Me piré enseguida. Pero van detrás de mí, ya han pasado tres coches de policía por aquí. ¿Me oyes? Me van a coger si…
– No grites en el auricular. ¿Dónde están los otros policías?
– No vi a nadie más, sólo corrí.
– ¿Y pudiste escapar tan fácilmente? ¿Estás seguro de que el tipo era policía?
– ¡Sí, era él!
– ¿Quién era él?
– Harry Hole. Volvió por la tienda hace poco.
– Eso no me lo habías contado.
– ¡Es una cerrajería! ¡No paran de entrar policías!
El semáforo se puso verde. Waaler le pitó al coche de delante.
– Vale, hablaremos de eso luego. ¿Dónde estás ahora?
– Estoy en una cabina delante de… los Juzgados. -Se rió nervioso-. Y no me gusta estar aquí.
– ¿Hay algo en tu apartamento que no debería estar allí?
– Está limpio. Todo está en la cabaña.
– ¿Y tú, estás limpio?
– Sabes de sobra que no tomo nada. ¿Vienes o qué? Joder, me tiembla todo el cuerpo.
– Tranquilízate, Jota. -Waaler estaba calculando el tiempo que necesitaría. Tryvann. La comisaría. El centro de la ciudad-. Imagina que es un atraco. Te daré una pastilla cuando llegue.
– Lo he dejado, te digo. -Titubeó, antes de añadir-: No sabía que llevaras pastillas encima, Príncipe.
– Siempre.
Pausa.
– ¿Qué tienes?
– Mothers arms. Rohypnol. ¿Llevas la pistola Jericho que te di?
– Siempre.
– Vale. Entonces escúchame bien. Nos encontraremos en el muelle, al este del almacén portuario. Estoy un poco lejos, así que me tienes que dar cuarenta minutos.
– ¿De qué hablas? ¡Tienes que venir aquí, joder! ¡Ahora!
Waaler oía el siseo de la respiración contra la membrana, sin responder.
– Si me cogen te… te vienes conmigo, espero que lo entiendas, Príncipe. Te delataré si gano algo con eso. No voy a pasarme un tiempo a la sombra por ti, si tú no…
– Esto suena a pánico, Jota. Y no necesitamos caer en el pánico ahora. ¿Quién me garantiza que no estás detenido, y que esto no es una trampa para relacionarme contigo? ¿Comprendes? Quiero que vengas solo y que me esperes debajo de una de las farolas para que te vea bien cuando llegue.
Jota suspiró.
– ¡Mierda! ¡Mierda!
– ¿Qué?
– Bueno. Vale. Pero tráete esas pastillas. ¡Mierda!
– En el almacén portuario dentro de cuarenta minutos. Debajo de una farola.
– No te retrases.
– Espera, hay más. Voy a aparcar un poco lejos de ti y, cuando te diga, sostienes la pistola en alto para que la vea bien.
– ¿Por qué? ¿Estás paranoico o qué?
– Digamos que la situación es un poco confusa ahora mismo, y no voy a correr riesgos. Tú haz lo que te digo.
Waaler pulsó el botón de «no» y miró el reloj. Giró el botón del volumen hasta el máximo. Guitarras. Ruido maravilloso y blanco. Ira maravillosa y blanca.
Entró en una estación de servicio.
Bjarne Møller cruzó el umbral y observó el salón con aire reprobatorio.
– Muy acogedor, ¿verdad? -dijo Weber.
– Un viejo conocido, ¿no?
– Alf Gunnerud. Al menos, el apartamento está a su nombre. Tenemos un montón de huellas dactilares que pronto sabremos si son suyas. Cristal. -Señaló hacia un joven que limpiaba los cristales con un pincel-. Las mejores huellas están siempre en el cristal.
– Si habéis empezado a tomar huellas dactilares, supongo que habréis encontrado algo más aquí, ¿no?
Weber señaló una bolsa de plástico que estaba junto a otros objetos encima de una manta en el suelo. Møller se acuclilló y metió un dedo en una raja de la bolsa.
– Mmm. Sabe a heroína. Aquí debe de haber cerca de medio kilo. ¿Y qué es esto?
– Una foto de dos niños que aún no sabemos quiénes son. Y una llave Trioving que no pertenece a esta puerta.
– Si es una llave de seguridad, la firma Trioving te dirá quién es el propietario. El niño de la foto me resulta familiar.
– A mí también.
– Gyrus fusiforme -declaró una voz de mujer detrás de ellos.
– Señorita Lønn -la saludó Møller sorprendido-. ¿Qué hace el Grupo de Atracos aquí?
– Fui yo quien recibió el soplo diciendo que aquí había heroína. Y quien pidió que te llamasen a ti.
– ¿Así que también tienes soplones en el mundo de la droga?
– Los atracadores y los drogadictos forman una gran familia feliz, ya sabes.
– ¿Quién es el soplón?
– No tengo ni idea. Me llamó a casa después de que me acostara. No quiso decir su nombre ni cómo supo que yo era policía. Pero la información era tan precisa y detallada que me espabilé y desperté a uno de los juristas policiales.
– Ya -dijo Møller-. Estupefacientes. Condenas anteriores. Peligro de destrucción de pruebas. Te dieron la autorización enseguida, supongo.
– Sí.
– No veo ningún cadáver, ¿por qué me han llamado a mí?
– Porque el soplón me dio otra pista.
– ¿Y bien?
– Se supone que Alf Gunnerud conoció muy de cerca a Anna Bethsen, como amante y como camello, hasta que ella lo dejó porque conoció a otro mientras él estaba en la cárcel. ¿Qué te parece eso, Møller?
Møller la miró.
– Me alegra -dijo-. Me alegra más de lo que te puedes imaginar.
Continuó mirándola y, al final, ella tuvo que bajar la vista.
– Weber -dijo-. Quiero que acordones este apartamento y llames a toda la gente que tengas. Hay trabajo que hacer.
Stein Thommesen llevaba dos años como policía en el servicio de guardia de la Policía Judicial. Quería ser investigador y soñaba con llegar a especialista. Tener un horario fijo, despacho propio y un sueldo más alto que un comisario. Llegar a casa y comentar con Trine algún problema profesional interesante que estuviera discutiendo con un especialista de la Brigada de Delitos Violentos y que a ella le pareciera profunda e incomprensiblemente complejo. Mientras tanto hacía guardias por un salario miserable, se despertaba cansado a pesar de dormir diez horas y, cuando Trine le decía que no pensaba vivir así el resto de su vida, intentaba explicarle cómo afecta al cuerpo pasarse el día llevando a urgencias a jóvenes con sobredosis, explicándoles a los niños que tienen que llevarse a su padre porque le pega a mamá y recibiendo el desprecio de cuantos odian el uniforme que llevas puesto. Y Trine alzaba los ojos al cielo como diciéndole que el disco estaba rayado.
Cuando el comisario Tom Waaler de la Brigada de Delitos Violentos entró en la garita de guardia y pidió a Stein Thommesen que lo acompañara a detener a uno que estaba en busca y captura, el primer pensamiento de Thommesen fue que Waaler tal vez podría darle algún consejo sobre lo que debería hacer para convertirse en investigador.
Cuando lo mencionó en el coche bajando por la calle Nylandsveien, Waaler sonrió y le dijo que escribiera algo en un papel; eso era todo. Y a lo mejor él, Waaler, podía recomendarlo.
– Eso estaría… muy bien.
Thommesen se preguntó si darle las gracias o si algo así sonaría a peloteo. Realmente, aún no había mucho que agradecer. Al menos le contaría a Trine que había tocado algunas teclas. Y nada más, sólo dejarla con la intriga hasta que le dijeran algo.
– ¿Qué clase de tipo es ése que vamos a coger? -preguntó.
– Andaba dando una vuelta por ahí y oí por la radio que se habían incautado de heroína en la calle Thor Olsen. Alf Gunnerud.
– Sí, lo oí en la guardia. Casi medio kilo.
– Y un momento después me llamó un tío y me dijo que había visto a Gunnerud por el almacén portuario.
– Los soplones están activos esta noche. También fue un soplo anónimo el que condujo a la incautación de la heroína. Puede ser una casualidad, pero es extraño que dos anónimos…
– Quizá se trate del mismo soplón -interrumpió Waaler-. Alguien que quiere vengarse de Gunnerud, alguien a quien haya estafado o algo así.
– Puede…
– Así que tienes ganas de investigar -dijo Waaler. A Thommesen le pareció notar cierta irritación en su voz. Dejaron el núcleo del tráfico y entraron en la zona portuaria-. La verdad es que lo entiendo. Es como… algo diferente. ¿Has pensado en qué grupo?
– Delitos Violentos -respondió Thommesen-. O Atracos. Sexuales creo que no.
– No, claro que no. Ya hemos llegado.
Pasaron por una plazoleta a oscuras, con contenedores apilados unos sobre otros y con un edificio grande y rosa al fondo.
– Mira, ese de allí, el que ves debajo de la farola, corresponde a la descripción -observó Waaler.
– ¿Dónde? -dijo Thommesen entrecerrando los ojos.
– Allí, junto al edificio.
– ¡La hostia, qué vista tienes!
– ¿Vas armado? -preguntó Waaler aminorando la marcha.
Thommesen miró a Waaler sorprendido.
– No dijiste nada de…
– Vale, yo tengo. Quédate en el coche, así podrás contactar con otros coches si la cosa se pone difícil, ¿de acuerdo?
– Vale. ¿Estás seguro de que no deberíamos llamar…?
– No hay tiempo.
Waaler encendió las luces largas y detuvo el coche. Thommesen calculó en unos cincuenta metros la distancia que los separaba de la silueta, pero mediciones posteriores revelarían que la distancia exacta era de treinta y cuatro metros.
Waaler cargó la pistola, una Glock 20 para la que había solicitado y obtenido un permiso especial. Cogió una linterna grande y negra que había entre los asientos delanteros y salió del coche. Gritó algo mientras se encaminaba hacia el tipo. En los respectivos informes de ambos agentes sobre lo que ocurrió, habría diferencias justo en este punto. Según el informe de Waaler, sus palabras fueron: «¡Policía, enséñamelas!». Lo que se debería entender como pon las manos sobre la cabeza. El fiscal estuvo de acuerdo en que era razonable suponer que una persona que ya había sido condenada y detenida varias veces conocía esa jerga. En cualquier caso, el comisario Waaler había informado claramente de que era policía. En el informe de Thommesen se recogía inicialmente que Waaler gritó: «¡Hola, aquí el tío policía! ¡Enséñamela!». Después de que Thommesen y Waaler mantuvieran una charla, Thommesen dijo que la versión de Waaler sería más correcta.
Sobre lo que pasó a continuación no había desacuerdo. El hombre de la farola reaccionó llevándose la mano al interior de la chaqueta para sacar una pistola que luego se supo que era una Glock con el número de serie borrado, imposible de rastrear. Waaler tenía, según el SEFO, la Sección de Asuntos Internos, una de las mejores calificaciones del cuerpo en las pruebas de tiro. Gritó y efectuó tres disparos consecutivos. Dos de ellos impactaron en Alf Gunnerud. Uno en el hombro izquierdo y el otro en la cadera. Ninguno de los impactos fue mortal de necesidad, pero hicieron que Gunnerud cayera hacia atrás y se quedara tumbado en el suelo. Waaler corrió hacia Gunnerud con la pistola en alto mientras gritaba: «¡Policía! ¡No toques el arma, o disparo! ¡No toques el arma, he dicho!».
Desde ese punto y hasta el final, el informe del agente Stein Thommesen no añadía nada sustancial, ya que se encontraba a treinta y cuatro metros de distancia, estaba oscuro y Waaler tapaba a Gunnerud con sus movimientos. Por otro lado, no había nada en el informe de Thommesen, ni en las pistas halladas en el lugar de los hechos, que refutara las declaraciones contenidas en el informe de Waaler relativas a lo que ocurrió a continuación: que Gunnerud cogió la pistola y le apuntó a pesar de sus advertencias, pero que Waaler tuvo tiempo de disparar primero. La distancia entre ambos era entonces de entre tres y cuatro metros.
Voy a morir. No tiene sentido. Tengo delante el cañón humeante de un arma. Éste no era el plan, al menos, no mi plan. Puede que siempre haya estado dirigiéndome hacia este punto sin saberlo. Pero mi plan no era así. Mi plan era mejor. Mi plan tenía sentido. La presión de la cabina está bajando y una fuerza invisible me oprime los tímpanos desde dentro. Alguien se inclina hacia mí y me pregunta si estoy listo, vamos a aterrizar.
Digo entre susurros que he robado, mentido, vendido estupefacientes, fornicado y maltratado. Pero nunca he matado a nadie. Lo de la mujer a la que lastimé en Grensen fue un accidente. Las estrellas brillan a nuestros pies a través del fuselaje.
– Cometí un único pecado… -sigo susurrando-. Contra la mujer a la que amo. ¿También ése se me puede perdonar?
Pero la azafata ya se ha ido y las luces de aterrizaje lo iluminan todo.
Fue esa noche que Anna dijo no por primera vez y yo dije que sí y entré dándole un empujón a la puerta. Era la droga más pura que había visto y en aquella ocasión no íbamos a estropear el buen rollo fumándola. Ella protestó, pero yo le dije que invitaba la casa y preparé la jeringuilla. Ella nunca había tocado una jeringuilla y fui yo quien le puso el chute. Es más difícil ponérselo a otra persona. Tras fallar dos veces, ella me miró y me dijo serena:
– Llevo tres meses limpia. Me había salvado.
– Bienvenida de nuevo -dije.
Se rió y me contestó:
– Te voy a matar.
Acerté al tercer intento. Sus pupilas se dilataron lentamente, como una rosa negra, las gotas de sangre del antebrazo aterrizaron en la alfombra y ella dejó ir un débil suspiro. Su cabeza cayó hacia atrás. Me llamó al día siguiente; quería más. Las ruedas chirrían contra el asfalto.
Tú y yo podíamos haber convertido esta vida en algo bueno. Ése era el plan, eso es lo que tiene sentido. Pero ignoro el sentido que pueda tener esto.
Según el informe de la autopsia, el proyectil de diez milímetros impactó y cercenó el tabique nasal de Alf Gunnerud. Algunos fragmentos del mismo atravesaron junto con la bala el fino tejido que cubre el cerebro, y el plomo y el hueso destrozaron principalmente el tálamo, el sistema límbico y el cerebelo, antes de que la bala penetrase en la parte posterior del cráneo. Al final de su trayectoria, el proyectil perforó el asfalto, que aún estaba fresco porque hacía dos días que la empresa Veidekke AS había arreglado la plaza.
Era un día triste, corto y, en general, innecesario. Unas nubes de un gris plúmbeo se arrastraban preñadas de lluvia por encima de la ciudad sin descargar una sola gota, y el viento resonaba a ráfagas esporádicas en los periódicos de los expositores exteriores del establecimiento Elmers Frukt & Tobakk. Los titulares indicaban que la gente había empezado a cansarse de la llamada «guerra contra el terrorismo», que había adquirido el tono ligeramente odioso de lema electoral y que, además, había perdido actualidad, porque nadie sabía dónde se encontraba el responsable principal. Había incluso quien opinaba que estaba muerto. Por ese motivo los periódicos volvían a dedicar su espacio a las estrellas de telerrealidad, a los famosos extranjeros de segundo orden que habían hablado bien de algún noruego y a los planes vacacionales de la familia real. Lo único que interrumpió la monótona calma fue un tiroteo que se produjo en el almacén portuario, donde un buscado asesino y camello, tras apuntar con un arma a un agente de policía, murió de un tiro antes de que le diera tiempo a disparar. La cantidad de heroína incautada en el apartamento del delincuente muerto era muy significativa, según el comisario jefe de la Sección de Estupefacientes, y el jefe de la Brigada de Delitos Violentos afirmó que se seguía investigando el asesinato del que era sospechoso aquel hombre de treinta y dos años. El periódico con la hora de cierre más tardía logró añadir que existían pruebas contundentes contra el individuo, que no era de origen extranjero. Y que, curiosamente, el policía implicado era el mismo que aquel que disparó en su casa al neonazi Sverre Olsen en el transcurso de la investigación de un caso similar, el año anterior. «El policía ha sido suspendido hasta que Asuntos Internos finalice la investigación», decía el periódico citando al jefe de la Policía Judicial, según el cual ése era el protocolo aplicable en tales ocasiones y que aquel asunto nada tenía que ver con el caso de Sverre Olsen.
Dedicaban también un pequeño espacio al incendio de una cabaña en Tryvann, pues se había encontrado una lata de gasolina cerca de la vivienda, que quedó totalmente calcinada. De ahí que la policía no descartara que se tratase de un incendio provocado. No obstante, nada decía el diario de los intentos de los periodistas por localizar a Birger Gunnerud para preguntarle cómo se sentía al perder a su hijo y su cabaña la misma noche.
Anocheció muy pronto. A las tres de la madrugada se encendieron las farolas de la calle.
Cuando Harry entró en House of Pain, temblaba en la pantalla una foto fija del atraco de Grensen.
– ¿Has descubierto algo? -preguntó señalando con la cabeza la imagen, en la que aparecía el Dependiente en plena carrera.
Beate negó con la cabeza.
– Estamos esperando.
– ¿A que ataque de nuevo?
– En estos momentos se encuentra en algún lugar, planeando el próximo atraco. Sospecho que será la semana que viene.
– Pareces segura.
Ella se encogió de hombros.
– Experiencia.
– ¿Tuya?
Ella sonrió y no contestó.
Harry se sentó.
– Espero no haberos causado problemas al no hacer lo que te dije que haría por teléfono.
Ella frunció el ceño.
– ¿A qué te refieres?
– Te dije que no registraría el apartamento hasta hoy.
Harry la miró. Su semblante revelaba una incomprensión sincera. Por otro lado, Harry no trabajaba en los Servicios Secretos. Iba a decir algo, pero cambió de idea, y Beate tomó la palabra.
– Tengo que preguntarte una cosa, Harry.
– Dispara.
– ¿Sabías lo de Raskol y mi padre?
– ¿A qué te refieres?
– Que era Raskol quien… estaba en aquel banco. Que fue él quien disparó.
Harry bajó la vista y se estudió las manos.
– No -dijo-. No lo sabía.
– ¿Pero te habías planteado la posibilidad?
Levantó la vista y se encontró con la mirada de Beate.
– Había pensado en esa posibilidad. Nada más.
– ¿Y qué fue lo que te hizo considerar esa posibilidad?
– La expiación de la culpa. El cumplimiento de condena.
– ¿La expiación de la culpa?
Harry respiró hondo.
– A veces la monstruosidad de un delito ciega la vista. O el entendimiento.
– ¿Qué quieres decir?
– Todo el mundo necesita expiar alguna culpa, Beate. Tú la tienes. Y Dios sabe que yo la tengo. Y Raskol la tiene. Es tan esencial como la necesidad de lavarse. Es cuestión de armonía, de conseguir un equilibro vital e imprescindible en uno mismo. Ese equilibro es lo que llamamos moral.
Harry vio que Beate palidecía para enrojecer enseguida. Y abrió la boca, como para decir algo.
– Nadie sabe por qué se entregó Raskol a la policía -continuó Harry-. Pero estoy convencido de que lo hizo para expiar alguna culpa. Para alguien que ha crecido con la libertad de movimiento como única prerrogativa, la cárcel es la forma de castigo más extrema. Robar vidas es diferente a robar dinero. Supón que cometiera un delito que le hiciera perder el equilibrio. Elige expiar la culpa en secreto, para sí mismo y para su dios, si tiene alguno.
Beate logró por fin articular palabra:
– ¿Un… asesino… moral?
Harry aguardó, pero la joven colega no dijo nada más.
– Una persona moral es aquella que asume las consecuencias de su propia moral -dijo quedamente-. No la de los demás.
– ¿Y si yo me hubiera puesto esto? -preguntó Beate con amargura en la voz, abrió el cajón que tenía delante y sacó una funda de pistola-. ¿Y si me hubiera encerrado con Raskol en una de las salas de visitas y hubiera dicho que me atacó y que le disparé en defensa propia? ¿Vengar a un padre al mismo tiempo que se extermina a un mal bicho es lo bastante ético para ti?
Golpeó la mesa con la funda.
Harry se retrepó en la silla y cerró los ojos hasta que oyó que su agitada respiración recobraba un ritmo normal.
– La cuestión es, ¿qué es lo ético para ti, Beate? No sé por qué te has traído la funda de la pistola y no pienso evitar que hagas lo que sea.
Se levantó.
– Haz que tu padre se sienta orgulloso de ti, Beate.
Ya tenía la mano en el picaporte cuando oyó que Beate rompía a llorar. Se dio la vuelta.
– ¡Tu no lo entiendes! -sollozó-. Creía que podría… Creí que conseguiría una especie de… equilibrio, ¿sabes?
Harry estaba de pie. Empujó una silla hasta la de ella, se sentó y le puso una mano en la mejilla. La piel áspera de él fue absorbiendo las tibias lágrimas mientras ella seguía hablando.
– Nos hacemos policías porque creemos que tiene que existir un orden, un equilibrio, ¿no? Ajuste de cuentas, justicia, esas cosas. Y un día, de repente, te ofrecen la oportunidad de ajustar cuentas de una manera con la que, en realidad, sólo has soñado. Y todo para darte cuenta de que no es eso lo que quieres, al fin y al cabo. -Beate seguía llorando-. Mi madre me dijo una vez que sólo hay una cosa peor que quedarse con las ganas. Y es no tener ganas de nada. El odio es lo último que te queda cuando pierdes todo lo demás. Y hasta eso te lo pueden quitar.
La funda estaba en la mesa. La barrió con el brazo y la estampó contra la pared con un ruido sordo.
Había caído la noche y Harry se encontraba en la calle Sofie, rebuscando sus llaves en el bolsillo de una chaqueta más conocida que la que había llevado hasta el momento. Una de las primeras cosas que hizo al presentarse en la comisaría aquella mañana fue recuperar su ropa en la sede de la científica, a donde la habían llevado desde la casa de Albu. Pero lo primero que hizo fue presentarse en el despacho de Bjarne Møller. El jefe de la Brigada de Delitos Violentos dijo que casi todo parecía estar en orden con respecto a Harry, pero que tendría que esperar por si alguien ponía una denuncia en relación con la irrupción ilegal en el número 16 de la calle Harelabben. Y que a lo largo del día se decidiría si se tomaban medidas con respecto al hecho de que Harry no informara de su presencia en el apartamento de Anna Bethsen la noche que ésta murió. Harry había aclarado que, en caso de que se llevara a cabo una investigación, él se vería obligado a mencionar el acuerdo alcanzado con el comisario jefe y con el propio Møller sobre la flexibilidad de las autorizaciones para localizar al Dependiente, y sobre la aprobación del viaje a Brasil sin informar a las autoridades brasileñas.
Bjarne Møller sonrió asegurándole que, a su entender, concluirían que no era necesario llevar a cabo investigación alguna y… bueno, que apenas se produciría una reacción.
En el portal reinaba la calma. Harry quitó la cinta policial de la puerta de su apartamento. Habían colocado un tablero de aglomerado delante del cristal roto de la entrada.
Se quedó mirando el salón. Weber le explicó que habían sacado fotografías del apartamento antes de iniciar el registro, así que lo volvieron a colocar todo en su sitio. Pero, aun así, no pudo evitar la incómoda sensación de que otras manos y otros ojos hubieran pasado por allí. No porque tuviera mucho que ocultar: unas viejas cartas de amor algo subidas de tono, un paquete de condones abierto y seguramente caducado y un sobre con fotos del cadáver de Ellen Gjelten que alguien podría considerar perverso que tuviera en casa. Aparte de eso, dos revistas pornográficas, un disco de Bonnie Tyler y un libro de Suzanne Brøgger.
Harry observó durante un buen rato la luz roja e intermitente del contestador antes de pulsar. Una conocida voz de niño llenó la ahora extraña habitación.
– Hola, somos nosotros. Nos dieron el veredicto hoy. Mamá está llorando, así que quería que te lo dijera yo.
Harry tomó aire para coger fuerzas.
– Mañana volvemos a casa.
Contuvo la respiración. ¿Había oído bien? ¿Volvemos a casa?
– Ganamos. Tenías que haber visto la cara de los abogados de papá. Mamá dijo que todo el mundo creía que íbamos a perder. Mamá, ¿quieres…? No, no hace más que llorar. Iremos al McDonalds a celebrarlo. Mamá pregunta si vendrás a buscarnos. Hasta luego.
Oyó la respiración de Oleg en el auricular y a alguien de fondo que se sonaba la nariz y se reía. Y la voz de Oleg otra vez, más baja: «Sería estupendo que vinieras, Harry».
Harry se sentó en el sillón. Algo excesivamente grande le oprimía la garganta e hizo que se le saltaran las lágrimas.