A veces voy conduciendo por una larga y sinuosa carretera que atraviesa los pantanos, o a través de hileras de campos llenos de surcos, bajo un cielo grande y gris y sin el menor cambio en kilómetros y kilómetros, y me sorprendo pensando en el texto de mi trabajo, en el que se suponía que tenía que escribir entonces, cuando estábamos en las Cottages. Los custodios nos habían hablado de estos trabajos a lo largo de aquel último verano, tratando de ayudarnos a cada uno de nosotros a elegir el tema que habría de absorbernos provechosamente durante quizá dos años. Y aunque no sabría decir por qué -quizá veíamos algo en la actitud de los custodios-, nadie creía realmente que estos trabajos fueran tan importantes, y entre nosotros apenas hablábamos del asunto. Recuerdo cuando entré en el aula para decirle a la señorita Emily que el tema que había elegido era «la novela victoriana»; en realidad no había pensado demasiado en ello, y vi que ella se daba perfecta cuenta de mi escaso entusiasmo; se limitó a dirigirme una de sus miradas inquisitivas, y no dijo nada más.
Pero en cuanto llegamos a las Cottages estos trabajos cobraron una nueva importancia. En los primeros días -y, en el caso de algunos de nosotros, durante mucho más tiempo- fue como si cada cual se aferrara a su propio trabajo, la última tarea de Hailsham, una especie de obsequio de despedida de los custodios. Con los años llegarían a borrarse de nuestra mente, pero durante un tiempo aquellos trabajos nos ayudaron a mantenernos a flote en nuestro nuevo entorno.
Cuando hoy pienso en el mío, no hago sino evocarlo con cierto detenimiento: puedo dar con un enfoque absolutamente nuevo que no consideré entonces, o con diferentes escritores y obras que podría haber abordado. Estoy tomando café en una gasolinera, por ejemplo, mirando la autopista a través de los grandes ventanales, y ese trabajo acude a mi cabeza sin motivo alguno. Entonces disfruto allí sentada, repasándolo de nuevo de principio a fin. Sólo últimamente he barajado la idea de retomarlo y volver a trabajar en él, ahora que voy a dejar de ser cuidadora y voy a disponer de tiempo para hacerlo. Pero supongo que en el fondo no lo pienso en serio. Es una pizca de nostalgia que me ayuda a pasar el tiempo. Pienso en aquel trabajo del mismo modo en que podría pensar en un partido de rounders de Hailsham en el que hubiera jugado particularmente bien, o en una discusión ya remota para la que ahora se me ocurren montones de argumentos inteligentes que podría haber esgrimido entonces. Es en ese nivel en el que tiene lugar lo que digo, en el de los sueños de vigilia. Pero como ya he dicho, no era así cuando por primera vez llegamos a las Cottages.
Ocho de los que habíamos dejado Hailsham aquel verano fuimos a parar a las Cottages. Otros fueron a la Mansión Blanca, en las colinas galesas, o a la Granja de los Álamos, en Dorset. Entonces no sabíamos que todos estos lugares no tenían sino unos nexos muy lejanos con Hailsham. Al llegar a las Cottages esperábamos encontrar una versión de Hailsham para alumnos mayores, y supongo que así seguimos considerándolas durante un tiempo. Ciertamente no pensábamos mucho sobre nuestras vidas más allá de los límites de las Cottages, o sobre quiénes las regentaban, o de qué forma casaban con el mundo exterior. En aquellos días ninguno de nosotros pensaba mucho en esas cosas.
Las Cottages eran lo que quedaba de una granja que había dejado de funcionar unos años antes. Constaba de una vieja casa de labranza, y de graneros, anexos y establos diseminados a su alrededor que habían sido reformados para alojarnos. Había otras edificaciones más distantes, en la periferia, que prácticamente se estaban derrumbando, de las que apenas podíamos hacer uso pero de las que nos sentíamos vagamente responsables, sobre todo a causa de Keffers. Éste era un viejo gruñón que aparecía dos o tres veces por semana en su furgoneta embarrada para supervisar las Cottages. No le gustaba mucho hablar con nosotros, y su modo de hacer la ronda -siempre suspirando y sacudiendo la cabeza con expresión asqueada- dejaba bien claro que a su juicio ni por asomo estábamos cuidando bien el lugar. Pero jamás quedaba claro qué más quería que hiciéramos. A los recién llegados nos había entregado una lista de tareas, y los alumnos que ya estaban allí -«los veteranos», como Hannah los llamaba- habían fijado desde hacía tiempo unos turnos de trabajo que los ex alumnos de Hailsham acatamos con escrupulosidad. En realidad no había mucho más que hacer que dar parte de los canalones con goteras y limpiar con la fregona después de las inundaciones.
La vieja casa de labranza -el corazón de las Cottages- tenía varias chimeneas donde quemábamos los troncos cortados que se apilaban en los graneros. Si no encendíamos las chimeneas teníamos que arreglarnos con unas grandes estufas cuadradas (lo malo es que funcionaban con bombonas de gas, y a menos de que hiciera verdadero frío, Keffers no solía traer suficientes). Siempre le pedíamos que nos dejara las que necesitábamos, pero él sacudía la cabeza con aire sombrío, como si fuéramos a utilizarlas frívolamente o a hacerlas explotar. Así, recuerdo que la mayor parte del tiempo, salvo los meses de verano, hacía mucho frío. Te ponías dos, tres jerséis, y los vaqueros se te quedaban tiesos y fríos. A veces no nos quitábamos las botas de agua en todo el día, e íbamos dejando rastros de barro y de humedad por todas las habitaciones. Keffers, al ver esto, volvía a sacudir la cabeza, pero cuando le preguntábamos qué otra cosa podíamos hacer, en el estado en que estaba el piso, no respondía ni media palabra.
Puede que la forma en que lo cuento pueda dar a entender que allí todo era horrible, pero a ninguno de nosotros nos importaba en absoluto la falta de confort; formaba parte del encanto de vivir en las Cottages. A fuer de ser sinceros, sin embargo, la mayoría de nosotros habríamos admitido de buen grado -sobre todo al principio- que echábamos en falta a los custodios. Durante un tiempo, unos cuantos de nosotros incluso intentamos considerar a Keffers como a una especie de custodio, pero él se negó en redondo a entrar en el juego. Te acercabas a saludarle cuando le veías llegar en su furgoneta, y él se quedaba mirándote como si estuvieras loco. En realidad, era algo que se nos había repetido una y otra vez: después de Hailsham ya no habría más custodios, y tendríamos que cuidarnos los unos de los otros. Y he de decir que, en general, Hailsham nos preparó muy bien en tal sentido.
La mayoría de los compañeros con los que había tenido cierta intimidad en Hailsham vinieron también a las Cottages aquel verano. No me habría importado que viniera Cynthia E., la chica que aquella vez en el Aula de Arte había dicho que yo era la «sucesora natural» de Ruth, pero fue a Dorset con el resto de su grupo. Y oí que Harry, el chico con quien por poco me inicio en el sexo, había ido a Gales. Pero todos los de nuestro grupo habíamos seguido juntos. Y si alguna vez echábamos de menos a los demás, siempre podíamos decirnos que nada nos impedía que fuéramos a visitarles. A pesar de todas las clases de la señorita Emily, a la sazón aún no teníamos una idea cabal de las distancias, ni de lo fácil o difícil que era llegar a este o aquel sitio. Hablábamos de pedirles a los veteranos que nos llevaran con ellos cuando fueran de viaje, o de que con el tiempo aprenderíamos a conducir y podríamos ir a ver a nuestros compañeros del pasado siempre que quisiéramos.
Claro que en la práctica, sobre todo durante los primeros meses, raras veces salíamos de los confines de las Cottages. Ni siquiera paseábamos por los campos de los alrededores ni nos aventurábamos hasta el pueblo más cercano. Pero no creo que tuviéramos miedo exactamente. Sabíamos que nadie nos prohibiría salir de los límites de las Cottages, siempre que estuviéramos de vuelta el día y a la hora en que Keffers debía anotarnos en su libro de registro. El verano de nuestra llegada, veíamos constantemente cómo los veteranos hacían sus bolsas y mochilas y se iban para dos o tres días, lo que a nosotros nos parecía un relajo temerario. Los observábamos con asombro, y nos preguntábamos si al año siguiente nosotros haríamos lo mismo. Lo haríamos, por supuesto, pero durante nuestra primera etapa fue algo sencillamente inimaginable. No hay que olvidar que hasta entonces jamás habíamos salido de los terrenos de Hailsham, y estábamos un tanto desconcertados. Si alguien me hubiera dicho entonces que antes de que pasara un año no sólo iba a acostumbrarme a dar largos paseos sola, sino que empezaría también a aprender a conducir un coche, habría pensado que estaba loco.
Hasta Ruth se había sentido amilanada aquel día soleado en que el minibús nos dejó delante de la casa de labranza, rodeó el pequeño estanque y desapareció ladera arriba. A lo lejos veíamos colinas que nos recordaban a las también distantes colinas de Hailsham, pero se nos antojaban extrañamente tortuosas, como cuando dibujas a un amigo y te sale bien, pero no perfecto, y la cara que ves en la hoja te pone los pelos de punta. Pero al menos era verano, y en las Cottages las cosas aún no se habían puesto como se pondrían unos meses después, con la proliferación de charcos helados y la tierra congelada y áspera y dura como la piedra. El sitio era hermoso y acogedor, con hierba crecida por todas partes (una auténtica novedad para nosotros). Al llegar nos quedamos allí quietos, los ocho hechos una piña, mirando cómo Keffers entraba y salía de la casa, aguardando a que de un momento a otro nos dirigiera la palabra. Pero no lo hizo, y lo único que le pudimos oír fue las irritadas frases que masculló sobre los alumnos que ya vivían en la granja. Salió a coger algo de la furgoneta, nos echó una mirada lúgubre, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta a su espalda.
No mucho después, sin embargo, los veteranos, que se habían estado divirtiendo un rato al ver nuestro aire patético -nosotros haríamos más o menos lo mismo el verano siguiente-, salieron y se hicieron cargo de nosotros. De hecho, al recordarlo, me doy cuenta de que tuvieron que dejar lo que estaban haciendo para ayudarnos a instalarnos. Pero las primeras semanas fueron muy extrañas, y nos sentíamos felices de tenernos unos a otros. Siempre íbamos juntos a todas partes, y pasábamos largos ratos fuera de la casa, de pie, sin saber muy bien qué hacer, con aire desmañado.
Es extraño recordar cómo fue todo al principio, porque cuando pienso en los dos años que pasamos en las Cottages, aquel aturdido y asustado comienzo no parece casar bien con todo lo demás. Si alguien menciona hoy las Cottages, lo que me viene a la cabeza es una serie de días sin complicaciones, en los que entrábamos y salíamos de los cuartos de unos y otros, y en la languidez con que la tarde entraba en la noche; y mi montón de viejos libros de bolsillo, con las hojas blandas y combadas, como si alguna vez hubieran pertenecido al mar. Pienso en cómo solía leerlos, tendida boca abajo en la hierba en las tardes cálidas, con el pelo -en aquellos días me lo estaba dejando largo- siempre cayéndome por la cara y entorpeciéndome la visión. Pienso en mi despertar por las mañanas en lo alto del Granero Negro, mientras me llegaban las voces de los alumnos que discutían de poesía o filosofía en el campo. O en los largos inviernos, en los desayunos en las cocinas humeantes, alrededor de la mesa, entre conversaciones sobre Kafka o Picasso llenas de meandros. En el desayuno siempre manteníamos este tipo de debates; nunca con quién había tenido sexo alguien la noche anterior, o por qué Larry y Helen habían dejado de hablarse.
Pero cuando pienso ahora en todo ello, la imagen de nuestro grupo aquel primer día, hechos una piña delante de la casa, no me resulta tan chocante, después de todo. Porque, en cierto modo, quizá no habíamos dejado atrás nuestro pasado de un modo tan rotundo como imaginábamos. Porque en algún rincón de nuestro interior, una parte de nosotros mismos seguía no sólo asustada ante el mundo que nos rodeaba, sino -por mucho que nos despreciáramos por ello- totalmente incapaz de liberarse de su dependencia de los demás.
Los veteranos, que como es lógico no sabían nada de los avatares de la relación de Tommy y Ruth, los trataban como a una pareja estable desde hacía tiempo, lo cual pareció complacer enormemente a Ruth. Porque durante las primeras semanas de nuestra estancia en las Cottages, hizo alarde de llevar tiempo emparejada: rodeaba siempre con el brazo a Tommy, y a veces lo besuqueaba en cualquier rincón de una habitación cuando todavía quedaba gente en ella. Esas cosas quizá habrían estado bien en Hailsham, pero en las Cottages parecían más bien inmaduras. Las parejas de veteranos jamás hacían ostentaciones de este tipo en público, y se comportaban del modo discreto en que lo harían el padre y la madre de una familia normal y corriente.
En estas parejas de veteranos de las Cottages, por cierto, había algo que yo capté y que a Ruth -pese a estar observándolas constantemente- se le había pasado por alto, y era que gran parte de sus maneras y gestos los habían copiado de la televisión. Caí en la cuenta de ello cuando me fijé con detenimiento en una de ellas -Susie y Greg-, probablemente los alumnos mayores de las Cottages y a quienes todo el mundo tenía por responsables del lugar. Había una cosa que Susie siempre hacía cada vez que Greg se embarcaba en una larga disertación sobre Proust o alguien parecido: nos dirigía una sonrisa al resto de nosotros, ponía los ojos en blanco y decía muy enfáticamente, aunque de forma apenas audible: «Dios nos salve». En Hailsham, veíamos la televisión con mesura, y lo mismo hacíamos en las Cottages (aunque no había nada que nos impidiera verla todo el día, a nadie le apetecía mucho abusar de ella). Pero en la casa de labranza había un viejo televisor, y otro en el Granero Negro, y yo solía encenderlo de cuando en cuando. Así es como supe que «Dios nos salve» venía de una serie norteamericana, de esas en las que todo el auditorio ríe al unísono cada vez que alguien abre la boca. Había un personaje -una mujer grande que vivía en la casa de al lado de los protagonistas- que hacía exactamente lo que hacía Susie: cuando su marido acometía una larga perorata, el auditorio esperaba a que ella pusiera los ojos en blanco y dijera «Dios nos salve» para estallar en una única y enorme carcajada. En cuanto me percaté de esto empecé a reconocer muchas otras cosas que las parejas de veteranos habían tomado de programas de televisión: el modo de hacerse señas unos a otros, de sentarse en los sofás, e incluso de discutir y de salir en tromba de las habitaciones.
Lo que quiero decir, en suma, es que Ruth no tardaría en darse cuenta de que su forma de comportarse con Tommy no era el apropiado en las Cottages, y en dar un giro a sus modos de pareja cuando había gente delante. Y, muy especialmente, tomaría prestado un gesto de los veteranos. En Hailsham, el hecho de que una pareja se despidiera -aunque fueran a estar sólo unos minutos separados- era pretexto suficiente para que se permitieran un gran despliegue de besuqueos y abrazos. En las Cottages, por el contrario, cuando una pareja se decía adiós, apenas había palabras, y menos aún besos o abrazos. En lugar de ello, le dabas a tu pareja un golpecito con los nudillos en el brazo, a la altura del codo, como se suele hacer cuando se quiere atraer la atención de alguien. Normalmente era la chica la que lo hacía, en el momento en que se separaban. Cuando llegó el invierno este hábito cesó, pero estaba en pleno vigor cuando llegamos. Ruth pronto se lo apropió, y se lo hacía a Tommy siempre que se separaban. Al principio Tommy no sabía a qué obedecía aquello, y se volvía bruscamente hacia Ruth diciendo: «¿Qué pasa?». Ella le miraba airadamente, como si estuvieran interpretando una obra de teatro y él hubiera olvidado lo que tenía que decir en ese momento. Supongo que al final Ruth tuvo que hablar con él acerca de ello, porque al cabo de aproximadamente una semana se las arreglaban para hacerlo impecablemente, como las parejas de veteranos, más o menos.
Yo no había visto en la televisión con mis propios ojos lo del golpecito en el codo, pero estaba segura de que la idea venía de ahí, y de que Ruth no lo sabía. Por eso, aquella tarde en que yo estaba echada en la hierba leyendo Daniel Deronda y Ruth estaba tan insoportable, decidí que ya era hora de que alguien le abriera los ojos.
Era casi otoño y se acercaba el frío. Los veteranos empezaban a pasar más tiempo dentro de casa, y volvían a las tareas en las que habían estado ocupados antes del verano. Pero quienes habíamos llegado de Hailsham seguíamos sentándonos fuera, sobre la hierba sin cortar, deseosos de seguir hasta cuando pudiéramos con la única rutina a la que estábamos acostumbrados. Pero aquella tarde concreta no había más que tres o cuatro compañeros más leyendo en la hierba, y dado que había procurado encontrar un rincón tranquilo y apartado para leer, estaba segura de que nadie podría oír lo que pudiera pasar entre nosotras.
Leía Daniel Deronda echada sobre una lona vieja, como digo, cuando se acercó Ruth paseando y se sentó a mi lado.
Examinó la tapa del libro y asintió para sí misma. Luego, al cabo de unos segundos -como yo ya sabía que haría-, empezó a contarme la trama de Daniel Deronda. Hasta entonces mi humor había sido excelente, y me había gustado ver a Ruth, pero ahora estaba irritada. Me había hecho esto un par de veces, y también había visto cómo se lo hacía a otros. Para empezar, estaba la actitud que adoptaba al hacerlo: entre despreocupada y sincera, como si esperara que la gente le agradeciera su ayuda. Lo cierto es que incluso entonces era yo vagamente consciente de lo que se escondía detrás de aquello. En aquellos meses primeros habíamos llegado a la conclusión de que nuestro grado de aclimatación a las Cottages -cómo nos las estábamos arreglando- se veía reflejado en cierto modo en la cantidad de libros que leíamos. Suena extraño, pero así fue. Era una idea que había germinado entre quienes habíamos venido de Hailsham; una idea que dejábamos deliberadamente en nebulosa, y bastante evocadora, por cierto, del modo en que abordábamos el sexo en Hailsham. Podías ir por ahí dando a entender que habías leído todo tipo de cosas, moviendo la cabeza con aire de inteligencia cuando alguien mencionaba, pongamos por caso, Guerra y paz, y un consenso general hacía que nadie investigara demasiado la veracidad de lo que decías. No hay que olvidar que, dado que los de nuestro grupo habíamos estado siempre juntos desde nuestra llegada a las Cottages, era imposible que cualquiera hubiera leído Guerra y paz sin que los demás lo hubiéramos sabido. Pero al igual que con el sexo en Hailsham, había una norma no escrita que hacía posible una dimensión misteriosa en la que uno se retiraba a leer todo lo que diría luego que había leído.
Era, lo he dicho, un pequeño juego que nos permitíamos hasta cierto punto. Aun así, fue Ruth la que lo llevó más lejos que nadie. Era la que siempre afirmaba haber leído de principio a fin todo lo que cualquiera pudiera estar leyendo; y era la única que ponía en práctica la idea de que para demostrar su superior modo de lectura tenía que ir por ahí contándole a la gente la trama de las novelas que ésta estaba leyendo. Por eso, cuando vi que empezaba a hacérmelo con Daniel Deronda -que no me estaba gustando demasiado-, cerré el libro, me incorporé en la hierba y le dije sin el menor aviso previo:
– Ruth, tenía ganas de preguntártelo. ¿Por qué le das siempre esos golpecitos en el brazo a Tommy cuando os estáis despidiendo? Ya sabes a lo que me refiero.
Por supuesto, hizo que no lo sabía, así que yo, paciente, le expliqué de qué le estaba hablando. Ruth me escuchó hasta el final, y se encogió de hombros.
– No me había dado cuenta de que lo estuviera haciendo. Lo habré copiado de algo que he visto.
Unos meses atrás yo lo habría dejado así -o probablemente ni siquiera lo habría sacado a colación-, pero aquella tarde seguí adelante, y le expliqué que el golpecito que le daba a Tommy era un tic sacado de una serie de televisión.
– No es lo que hace la gente ahí fuera, en la vida normal, si es lo que tú creías.
Ruth -pude percibirlo- estaba ahora furiosa, pero no sabía muy bien cómo contraatacar. Apartó la mirada y se encogió de hombros de nuevo.
– Bueno, ¿y qué? -dijo-. No es tan importante. Lo hacemos muchos de nosotros.
– Querrás decir que lo hacen Chrissie y Rodney…
En cuanto me oí decir esto caí en la cuenta de que me había equivocado; de que hasta que no había mencionado a aquella pareja había tenido a Ruth contra las cuerdas. Pero ahora se había liberado. Era como cuando haces un movimiento de ajedrez y en cuanto separas los dedos de la ficha ves que has cometido un error, y te entra el pánico porque no sabes aún la magnitud del desastre al que puedes verte abocado a continuación. Ciertamente, pues, vi un brillo en los ojos de Ruth; y cuando me habló lo hizo en un tono de voz completamente diferente.
– ¿Así que es eso lo que disgusta a la pobrecita Kathy? ¿Que Ruth no le hace demasiado caso? Ruth tiene unos amigos nuevos más mayores y la hermana pequeña se da cuenta de que no se juega con ella tan a menudo como antes…
– Cállate. Ya te lo he dicho: no es así como funciona en las familias de verdad. No tienes ni idea de cómo es.
– Oh, Kathy, la gran experta en familias de la realidad. Lo siento tanto. Pero así están las cosas, ¿no? Aún sigues con esa idea. Nosotros los de Hailsham tenemos que mantenernos juntos. El grupito tiene que seguir como una piña, no tenemos que hacer nunca nuevas amistades.
– Nunca he dicho eso. Estoy hablando de Chrissie y Rodney. Es bastante tonto cómo imitas todo lo que hacen.
– Pero tengo razón, ¿no? -dijo Ruth-. Estás molesta porque me las he arreglado para avanzar, para hacer nuevos amigos. Algunos de los veteranos casi no saben cómo te llamas, y ¿quién puede echárselo en cara? Nunca hablas con nadie que no sea de Hailsham. Pero no puedes pretender que yo te lleve todo el tiempo de la mano. Hace ya casi dos meses que estamos aquí.
No piqué el anzuelo, y dije:
– No te preocupes por mí. No te preocupes por Hailsham. Pero sigues dejando a Tommy en la estacada. Te he estado observando, y lo has hecho varias veces esta semana. Lo dejas tirado, como si fuera una pieza de repuesto. Y no es justo. Se supone que tú y Tommy sois una pareja. Y eso significa que tendrías que estar pendiente de él.
– Tienes mucha razón, Kathy. Somos una pareja, como dices. Y como te estás inmiscuyendo, te lo diré. Hemos hablado de ello, y estamos de acuerdo. Si a veces no tiene ganas de hacer algo con Chrissie y Rodney, está en su derecho. No voy a exigirle que haga cosas para las que aún no está preparado. Pero hemos convenido en que tampoco él puede impedir que yo las haga. Pero es un buen detalle de tu parte que te preocupes por nosotros. -Calló unos instantes. Luego, con una voz diferente, añadió-: Ahora que lo pienso: en lo que a hacer amigos se refiere, al menos no has sido nada lenta con algunos veteranos.
Me observó con detenimiento, y soltó una carcajada, como diciendo: «Seguimos siendo amigas, ¿no?». Pero a mí no me pareció que hubiera nada gracioso en el último comentario que había hecho. Recogí mi libro de la hierba y me fui sin decir ni una palabra.
Debo explicar por qué me molestó tanto lo que Ruth había dicho en su último comentario. Aquellos primeros meses en las Cottages habían sido un período extraño en nuestra amistad. Nos peleábamos por todo tipo de pequeñeces, pero al mismo tiempo confiábamos la una en la otra más que nunca. Concretamente, solíamos tener charlas a solas, normalmente en mi habitación de lo alto del Granero Negro, antes de irnos a dormir. Eran quizá como una especie de querencia de aquellas otras charlas que solíamos tener en el dormitorio de Hailsham cuando apagaban las luces. Sea como fuere, lo cierto es que, por mucho que nos hubiéramos peleado durante el día, al llegar la hora de acostarnos Ruth y yo volvíamos a estar sentadas en mi colchón, una al lado de la otra, con nuestras bebidas calientes, confiándonos nuestros más profundos sentimientos sobre nuestra nueva vida, como si entre nosotras no hubiera habido ningún serio desacuerdo. Y lo que hacía posible estos encuentros íntimos -e incluso la amistad misma en aquellos días- era el entendimiento mutuo de que todo lo que nos dijéramos en estos momentos iba a ser tratado con el mayor de los respetos, de que jamás traicionaríamos nuestras confidencias, y de que por mucho que nos peleáramos nunca utilizaríamos en contra de la otra nada de lo que hubiéramos podido decir en esas charlas. Cierto que nunca lo habíamos expresado así, explícitamente, pero era, como digo, una especie de acuerdo tácito, y hasta aquella tarde de la novela Daniel Deronda ninguna de nosotras lo había quebrantado en ningún momento. Y ésa era la razón por la que, cuando Ruth dijo que yo no había sido «nada lenta» al hacer amistad con ciertos veteranos, no sólo me enfadé sino que me sentí traicionada. Porque no había ninguna duda de lo que había querido decir al hacerlo: se estaba refiriendo a algo que le había confiado una noche sobre mí y el sexo.
Como cabe suponer, el sexo en las Cottages era diferente del que había habido en Hailsham. Era mucho más franco y directo, más «adulto». Uno no iba por ahí cotilleando y con risitas sobre quién lo había hecho con quién. Si sabías que entre dos alumnos había habido sexo, no empezabas inmediatamente a especular sobre si iban o no a convertirse en una pareja estable. Y si surgía un día una pareja nueva, no te ponías a hablar de ello en todas partes como si se tratara de un gran acontecimiento. Lo aceptabas con naturalidad y, a partir de entonces, cuando te referías a uno de ellos también te referías al otro, como cuando decías «Chrissie y Rodney» o «Ruth y Tommy». Cuando alguien quería tener sexo contigo, todo era también mucho más franco y directo. Se te acercaba un chico y te preguntaba si te apetecía pasar la noche con él en su cuarto, «para variar», o algo por el estilo. Sin grandes alharacas. A veces lo hacía porque quería llegar a formar una pareja contigo, otras porque quería sólo una relación de una noche.
El ambiente, como digo, era mucho más adulto. Pero cuando miro hoy hacia atrás, el sexo en las Cottages se me antoja un tanto funcional. Tal vez precisamente porque había dejado de existir todo cotilleo y todo secretismo. O tal vez porque hacía mucho frío.
Al recordar el sexo en las Cottages, pienso en que lo hacíamos en habitaciones heladoras y en la más completa oscuridad, normalmente bajo una tonelada de mantas. Y las mantas no eran a menudo ni siquiera tales, sino una extraña mezcla en la que podía haber viejas cortinas e incluso trozos de moqueta. A veces hacía tanto frío que lo que hacías era echarte encima todo lo que encontrabas a mano, y si en el fondo de todo aquel montón estabas haciendo sexo, era como si un alud de ropa de cama te estuviera embistiendo desde arriba, de forma que la mitad del tiempo no sabías si lo estabas haciendo con el chico o con toda aquella montaña.
En fin, el caso es que, poco después de nuestra llegada a las Cottages, tuve unos cuantos encuentros sexuales de una noche. No lo había planeado así. Mi plan era tomarme mi tiempo, y quizá llegar a formar pareja con alguien que yo hubiera elegido cuidadosamente. Jamás había tenido pareja, y después de haber observado a Ruth y a Tommy durante un tiempo, sentía mucha curiosidad y me apetecía intentarlo. Como digo, ése era mi plan, y cuando vi que todos mis amantes eran de una noche empecé a inquietarme un poco. Por eso decidí confiarme a Ruth aquella noche.
En líneas generales era una charla nocturna como otra cualquiera. Estábamos con nuestras tazas de té, sentadas una al lado de la otra en mi colchón, con la cabeza ligeramente agachada para no darnos con las vigas. Hablábamos de los chicos de las Cottages, y de si alguno de ellos podría convenirme. Ruth estuvo como nunca: alentadora, divertida, sensata, llena de tacto. Por eso me animé a contarle lo de los chicos de una noche. Le dije que me había sucedido sin que yo lo deseara realmente; y que, aunque no pudiéramos tener niños haciéndolo, el sexo había hecho cosas extrañas en mis sentimientos, tal como la señorita Emily nos había advertido. Y luego le dije:
– Ruth, quería preguntártelo. ¿Alguna vez te pones de tal forma que lo único que quieres es hacerlo? ¿Casi con todo el mundo?
Ruth se encogió de hombros, y dijo:
– Tengo pareja. Si quiero hacerlo, lo hago con Tommy.
– Ya, entiendo. Puede que sea yo. Puede que haya algo en mí que no está bien, me refiero ahí abajo. Porque a veces realmente lo necesito, necesito hacerlo.
– Es extraño, Kathy.
Se quedó mirándome fijamente, con aire preocupado (lo cual me intranquilizó aún más).
– O sea que a ti nunca te pasa…
Volvió a encogerse de hombros.
– No para ponerme a hacerlo con todo el mundo. Lo que me cuentas suena un poco raro, Kathy. Pero quizá se te pase al cabo de un tiempo.
– A veces no me pasa en mucho tiempo. Y de pronto me viene. La primera vez me sucedió así. Él empezó a abrazarme y a besuquearme y lo único que yo quería era que me dejara en paz. Y de repente me vino, así, sin más. Y tuve que hacerlo.
Ruth sacudió la cabeza.
– Suena un tanto extraño. Pero probablemente se te pasará. Quizá tenga que ver con la comida que nos dan aquí.
No me fue de gran ayuda, pero me había mostrado su solidaridad y me sentí un poco mejor. Por eso me sobresaltó tanto que me lo soltara como me lo soltó, en medio de la discusión que tuvimos aquella tarde en el campo. De acuerdo, quizá no había nadie por allí cerca que hubiera podido oírlo, pero aun así había algo que no estaba en absoluto bien en lo que había hecho. En los primeros meses en las Cottages, nuestra amistad se había mantenido incólume, porque -para mí al menos- no existía la menor duda de que había dos Ruth completamente diferentes. Una era la Ruth que siempre trataba de impresionar a los veteranos, que no dudaba en ignorarme a mí, y a Tommy, y a cualquiera del grupo de Hailsham, si en algún momento pensaba que podíamos cortarle las alas. La Ruth que no me gustaba, la que podía ver todos los días dándose aires y fingiendo ser la que no era; la Ruth que daba golpecitos en el brazo, a la altura del codo. Pero la Ruth que se sentaba conmigo en mi cuarto del altillo al acabarse el día, con las piernas extendidas a lo largo del borde del colchón, con la taza humeante entre las manos, era la Ruth de Hailsham, y poco importaba lo que hubiera podido pasar durante el día porque yo podía reanudar mi conversación con ella donde la hubiéramos dejado la noche anterior.
Y hasta aquella tarde en el campo había habido como un acuerdo tácito para que las dos Ruth no se mezclaran, para que la Ruth a quien yo confiaba mis cosas fuera precisamente la Ruth en quien se podía confiar. Y por eso, cuando me dijo aquello en el campo, aquello de que «al menos no había sido nada lenta en hacer amistad con algunos veteranos», me molesté muchísimo. Por eso cogí el libro y me fui sin despedirme.
Pero cuando pienso en ello ahora, veo las cosas más desde el punto de vista de Ruth. Veo, por ejemplo, cómo debió de sentarle que hubiera sido yo la primera en romper nuestro acuerdo tácito, y que la pequeña pulla de aquella tarde del campo bien podía haber sido tan sólo una revancha. Esto no se me ocurrió en ningún momento entonces, pero hoy creo que es una posible explicación del incidente. Después de todo, inmediatamente antes de que hiciera aquel comentario yo le había estado hablando del asunto de los golpecitos en el codo. Es un poco difícil de explicar pero, como he dicho, había llegado a darse una especie de inteligencia entre nosotras en cuanto al modo de comportarse de Ruth ante los veteranos. A menudo fanfarroneaba y daba a entender cosas que yo sabía que no eran ciertas. Y a veces, como también he dicho, hacía cosas para impresionar a los veteranos a nuestras expensas. Pienso que Ruth, en cierto modo, creía que lo que hacía lo estaba haciendo en beneficio de todos nosotros. Y mi papel, en mi calidad de amiga más íntima, era prestarle un callado apoyo, como si hubiera estado en la primera fila de un patio de butacas mientras ella interpretaba su papel en el escenario. Ruth luchaba por llegar a ser alguien distinto, y quizá soportaba una presión mayor que el resto de nosotros, porque, como digo, había asumido la responsabilidad del grupo. Así pues, la forma en que le hablé de lo de los golpecitos en el codo bien pudo considerarlo una traición, la cual habría hecho comprensible su desquite. Como ya he dicho, se trata de una explicación que no se me ha ocurrido hasta hace poco. En aquel tiempo no me fue posible ver las cosas desde una perspectiva más amplia, ni examinar detenidamente mi papel en ellas. Supongo que, en general, nunca aprecié como debía el gran esfuerzo de Ruth por avanzar, por crecer, por dejar definitivamente atrás Hailsham. Al recordarlo hoy, me viene a la cabeza algo que me dijo una vez siendo su cuidadora en el centro de recuperación de Dover. Estábamos sentadas en su habitación, tomando el agua mineral y las galletas que le había llevado mientras contemplábamos la puesta de sol, como tantas veces hacíamos, y le estaba contando que, en el arcón de pino de mi habitación amueblada, conservaba casi todo lo que atesoraba en el antiguo arcón de mis cosas de Hailsham. Y en un momento dado, sin pretender llegar a ninguna parte ni demostrar nada, le pregunté:
– Tú nunca conservaste tus cosas de Hailsham, ¿verdad?
Ruth, incorporada en la cama, se quedó callada durante un buen rato, mientras la tarde caía sobre la pared de azulejos, a su espalda. Y al cabo dijo:
– Acuérdate de cómo los custodios, cuando nos íbamos a marchar, insistieron en que podíamos llevarnos todas nuestras cosas. Así que yo lo saqué todo del arcón y lo metí en mi bolsa de viaje. Mi plan era encontrar un buen arcón de madera donde poder guardarlo todo en cuanto llegara a las Cottages. Pero cuando llegamos, vi que ninguno de los veteranos tenía cosas personales. Sólo nosotros, y no era normal. Seguro que todos nos dimos cuenta, no sólo yo, pero no hablamos de ello, ¿verdad? Así que no busqué un nuevo arcón. Mis cosas siguieron en la bolsa meses y meses, y al final me deshice de ellas.
La miré con fijeza.
– ¿Tiraste todas tus cosas a la basura?
Ruth sacudió la cabeza, y durante los minutos que siguieron pareció repasar mentalmente los diferentes objetos de su antiguo arcón de Hailsham. Y luego dijo:
– Las puse en una gran bolsa de plástico, pero no podía soportar la idea de tirarlo todo al cubo de la basura, así que un día en que el viejo Keffers estaba a punto de salir para el pueblo, me acerqué a él y le pedí que por favor llevara la bolsa a una tienda. Sabía de la existencia de tiendas de caridad, y me había informado sobre ellas. Keffers hurgó un poco en la bolsa, pero no lograba hacerse una idea de lo que era cada cosa (¿por qué habría de saberlo?). Lanzó una carcajada y dijo que ninguna tienda de las que él conocía querría semejantes cosas. Y yo le dije que eran cosas buenas, buenas de verdad. Y al ver que me estaba poniendo sentimental, cambió de registro. Y dijo algo como: «De acuerdo, señorita, lo llevaré a la gente de Oxfam». Luego hizo un esfuerzo enorme y dijo: «Ahora que lo he visto mejor, tiene usted razón. ¡Son cosas estupendas!».
»Pero no estaba muy convencido. Supongo que se lo llevó todo y lo tiró por ahí en algún cubo de basura. Pero al menos yo no tuve que saberlo. -Sonrió y añadió-: Tú eras diferente. Lo recuerdo. A ti nunca te avergonzaron tus cosas personales, y siempre las conservabas. Ojalá hubiera hecho yo lo mismo.
Lo que trato de decir es que todos nosotros nos esforzábamos cuanto podíamos por adaptarnos a nuestra nueva vida, y supongo que hicimos cosas que más tarde habríamos de lamentar. Me indignó profundamente el comentario de Ruth aquella tarde en el campo, pero no tiene sentido que ahora trate de juzgarla -ni a ella ni a ninguno de mis compañeros- por su comportamiento en aquellos días primeros de nuestra estancia en las Cottages.
Al llegar el otoño, y familiarizarme más con nuestro entorno, empecé a reparar en cosas que antes había pasado por alto. Estaba, por ejemplo, aquella extraña actitud hacia los alumnos que se habían ido recientemente. Los veteranos, al volver de sus excursiones a la Mansión Blanca y la Granja de los Álamos, nunca escatimaban anécdotas de personajes que habían conocido allí; pero raras veces mencionaban a los alumnos que, hasta muy poco antes de que llegáramos nosotros, sin duda habían tenido que ser sus más íntimos amigos.
Otra cosa que advertí -y que sin duda tenía que ver con lo anterior- fue el enorme silencio que se abatía sobre ciertos veteranos cuando se iban a seguir ciertos «cursos» (que hasta nosotros sabíamos que tenían relación con su preparación para convertirse en cuidadores). Estaban fuera cuatro o cinco días, durante los cuales apenas se les mencionaba, y cuando volvían nadie les preguntaba nada. Supongo que hablaban con sus amigos más íntimos en privado. Pero se daba por sentado que de estos viajes no se hablaba abiertamente. Recuerdo una mañana en que, a través del cristal empañado de la ventana de la cocina, vi a dos veteranos que salían para un curso, y me pregunté si la primavera o el verano siguiente se habrían ido para siempre y todos tendríamos que tener mucho cuidado de no mencionarlos.
Pero quizá exagero al decir que se convertía en tabú el tema de los alumnos que habían dejado las Cottages. Si tenían que mencionarse, se mencionaban. Lo más normal era que se refirieran a ellos de forma indirecta, relacionándolos con un objeto o una tarea. Por ejemplo, si había que hacer reparaciones en una cañería de desagüe del techo, se armaba un animado debate sobre «cómo solía arreglarlo Mike». Y delante del Granero Negro había un tocón que todo el mundo llamaba «el tocón de Dave», porque durante tres años -hasta apenas tres semanas antes de nuestra llegada a las Cottages-, Dave se sentaba en él para leer y escribir (a veces incluso cuando hacía frío o llovía). Luego estaba Steve, quizá el más memorable de todos. Ninguno de nosotros llegamos a descubrir nunca el tipo de persona que había sido Steve, si exceptuamos el hecho de que le gustaban las revistas porno.
De cuando en cuando te encontrabas una revista porno detrás de un sofá o en medio de una pila de viejos periódicos. Eran lo que se ha dado en llamar porno «suave», aunque en aquel tiempo nosotros no sabíamos de tales distinciones. Nunca habíamos visto nada parecido en Hailsham, y no sabíamos qué pensar. Los veteranos solían echarse a reír cuando aparecía una en alguna parte; pasaban las hojas rápida y displicentemente y la tiraban a un lado, así que nosotros hacíamos lo mismo. Cuando Ruth y yo recordábamos todo esto hace unos años, ella afirmaba que las revistas en cuestión circulaban por docenas en las Cottages.
– Nadie admitía que le gustaban -dijo-. Pero acuérdate de cómo era la cosa. Aparecías en una habitación donde la gente estaba mirando una, y todos fingían que se aburrían como ostras. Sin embargo volvías al cabo de media hora y la revista ya no estaba.
En fin, lo que quiero decir es que siempre que aparecía alguna de estas revistas, la gente se apresuraba a decir que eran de «la colección de Steve». Steve, dicho de otro modo, era el responsable de cuanta revista porno pudiera aparecer en cualquier momento en las Cottages. Como ya he dicho, nunca averiguamos mucho más acerca de Steve. Pero incluso entonces veíamos el lado divertido del asunto, porque cuando alguien veía una de ellas y decía «Mira, una de las revistas de Steve», lo hacía con un punto de ironía.
Estas revistas, por cierto, solían llevar a mal traer al viejo Keffers. Se decía que era muy religioso y que estaba radicalmente en contra no sólo del porno, sino del sexo en general. A veces se ponía como un loco -le veías la cara iracunda y llena de manchas bajo las patillas grises- y se movía con ruido por todo el lugar, e irrumpía sin llamar en los cuartos de los alumnos, decidido a requisar hasta la última de las «revistas de Steve». En tales ocasiones nos esforzábamos por encontrarlo divertido, pero había algo realmente aterrador en él cuando estaba en ese estado. Para empezar, de pronto dejaba de rezongar en voz alta como hacía normalmente y callaba, y bastaba su silencio para conferirle un aura pavorosa.
Recuerdo una vez en que Keffers había recogido seis o siete «revistas de Steve» y había salido en tromba con ellas hacia la furgoneta. Laura y yo estábamos observándole desde lo alto de mi habitación, y yo me reía de algo, que acababa de decir Laura. Entonces vi que Keffers abría la puerta de su furgoneta, y quizá porque necesitaba ambas manos para mover unas cosas de su interior, dejó las revistas encima de unos ladrillos que había junto al cobertizo de la caldera (unos veteranos habían intentado construir una barbacoa unos meses antes, y los habían dejado allí apilados). La figura de Keffers, agachada y con la cabeza y los hombros dentro de la furgoneta, siguió revolviendo y revolviendo en su interior durante largo rato, y algo me dijo que, pese a su furia de un momento atrás, había olvidado por completo las revistas. En efecto, minutos después vi que se enderezaba, subía a la furgoneta y se ponía al volante, cerraba la puerta de golpe y apretaba el acelerador.
Cuando le dije que Keffers se había dejado las revistas, Laura dijo:
– Bueno, no van a durar mucho ahí. Tendrá que volver a requisarlas todas el día en que decida empezar una nueva purga.
Pero cuando pasé junto al cobertizo de la caldera aproximadamente media hora después, vi que nadie había tocado las revistas. Por un instante pensé en llevármelas a mi cuarto, pero sabía que si las encontraban en él algún día, las tomaduras de pelo no me iban a dejar vivir en paz en mucho tiempo; no habría modo humano de que alguien entendiera mis motivos para haberlas guardado. Por tanto, las cogí y me metí en el cobertizo con ellas.
El cobertizo de la caldera era en realidad otro granero, construido a un extremo de la casa de labranza y atestado de viejas segadoras y horcas, maquinaria que Keffers suponía que no ardería si alguna vez la caldera decidía explotar. Keffers también tenía un banco de trabajo, así que puse las revistas encima, aparté algunos trapos y me aupé para sentarme sobre el tablero. La luz no era muy buena, pero había una ventana mugrienta a mi espalda, y cuando abrí la primera revista comprobé que podía verla con la suficiente claridad.
Había montones de fotografías de chicas con las piernas abiertas o poniendo el culo en pompa. He de admitir que ha habido veces en las que al mirar fotografías de este tipo he acabado excitándome, aunque jamás he fantaseado con hacerlo con una chica. Pero aquella tarde no era eso lo que buscaba. Pasé las hojas con rapidez, sin dejarme distraer por ningún efluvio de sexo que pudiera emanar de aquellas páginas. De hecho, apenas me detenía en los cuerpos contorsionados, porque en lo que me fijaba era en las caras. Me detenía en las caras de las modelos, incluso en las de los pequeños encartes de anuncios de vídeos y demás, y no pasaba a las siguientes sin haberlas examinado cuidadosamente.
Las había mirado ya casi todas cuando de pronto tuve la certeza de que había alguien afuera, de pie, justo al lado de la puerta. Había dejado la puerta abierta porque así se dejaba normalmente, y porque quería que hubiera luz. Antes me había sorprendido ya dos veces levantando la mirada, pues creía haber oído un pequeño ruido, pero al no ver a nadie, había seguido con lo que estaba haciendo. Ahora era distinto: bajé la revista y lancé un hondo suspiro para que quienquiera que estuviese afuera pudiera oírlo.
Aguardé a las risitas, o quizá a que dos o tres alumnos irrumpieran bruscamente en el granero, deseosos de aprovechar el haberme sorprendido con un montón de revistas pornográficas. Pero no sucedió nada. Así que dije en voz alta, en un tono que quería ser cansino:
– Encantada de que te unas a mí en esto. ¿Por qué esa timidez?
Me llegó una risa, y a continuación apareció Tommy en el umbral.
– Hola, Kath -dijo tímidamente.
– Entra, Tommy. Ven a divertirte.
Tommy se acercó a mí con cautela, y se quedó quieto a unos pasos. Luego miró hacia la caldera y dijo:
– No sabía que te gustaran ese tipo de fotos.
– A las chicas también nos está permitido mirarlas, ¿no?
Seguí pasando las páginas, y durante unos segundos Tommy permaneció callado. Y luego le oí decir:
– No estaba intentando espiarte. Pero te he visto desde mi cuarto. He visto que salías y cogías esa pila de revistas que se ha dejado Keffers.
– También puedes mirarlas tú cuando yo termine.
Tommy rió incómodamente.
– Sólo es sexo. Supongo que ya lo he visto todo.
Soltó otra risa, pero esta vez, cuando levanté la vista para mirarle, vi que me estaba observando con expresión muy seria. Y oí que me preguntaba:
– ¿Estás buscando algo concreto, Kath?
– ¿A qué te refieres? Sólo estoy mirando estas fotos guarras.
– ¿Sólo por gusto?
– Supongo que tendría que responder que sí.
Dejé una revista a un lado y abrí la siguiente.
Entonces oí las pisadas de Tommy, e instantes después noté que estaba a mi lado. Cuando volví a alzar la mirada, sus manos planeaban ansiosas por el aire, como si yo estuviera haciendo un trabajo manual complicado y él se muriera de ganas de ayudarme.
– Kath, no se hace… Bien, si lo estás haciendo por gusto, no se miran así. Tienes que ir mirando cada foto con mucho más detenimiento. Si las pasas tan deprisa no consigues nada.
– ¿Cómo sabes lo que funciona para las chicas? ¿O es que ya las has mirado con Ruth? Perdona, lo he dicho sin pensar.
– Kath, ¿qué es lo que quieres?
No le hice caso. Había visto casi todo el montón, y sentía impaciencia por terminarlo. Y Tommy dijo:
– Una vez te vi haciendo esto mismo.
Dejé las fotos y lo miré.
– ¿Qué pasa, Tommy? ¿Te ha reclutado Keffers para la patrulla contra el porno?
– No te estaba espiando. Pero te vi la semana pasada, después de que hubiéramos estado todos en el cuarto de Charley. Había una de esas revistas, y pensaste que no íbamos a volver. Yo tuve que volver para recoger mi jersey, y como las puertas de Claire estaban abiertas se podía ver todo el cuarto de Charley. Y allí estabas, mirando aquella revista.
– Bueno, ¿y qué? Todos tenemos que darnos gusto de alguna manera.
– No lo hacías por gusto. Lo vi perfectamente, lo mismo que ahora. Lo veo en tu cara, Kath. Aquella vez, en el cuarto de Charley, tenías una cara muy extraña. Como si estuvieras triste, no sé. Y también un poco asustada.
Brinqué fuera del banco de trabajo, recogí las revistas y se las lancé a los brazos.
– Toma. Dáselas a Ruth. A ver si les puede sacar algún provecho.
Pasé junto a él y salí del cobertizo. Sabía que se sentiría decepcionado porque no le había contado nada de mí misma, pero en aquel punto yo no había reflexionado apropiadamente sobre mi persona, así que difícilmente iba a contarle mis cosas a nadie. Desde luego no me importaba que hubiera entrado en el cobertizo donde yo estaba. No me importaba en absoluto. Me sentía reconfortada, casi protegida. Acabaría diciéndole lo que quería saber, pero no lo haría hasta unos meses más tarde, cuando organizamos aquella excursión a Norfolk.
Quiero hablar de la excusión a Norfolk -y de todo lo que sucedió aquel día-, pero antes tendré que retroceder un poco en el tiempo para explicar cómo estaban las cosas entonces y por qué hicimos ese viaje.
Nuestro primer invierno en las Cottages estaba a punto de acabar, y todos nos sentíamos bastante más asentados. Pese a nuestros pequeños contratiempos, Ruth y yo habíamos mantenido la costumbre de rematar el día en mi cuarto, charlando con nuestros vasos calientes entre las manos, y fue una de esas noches, mientras hacíamos el tonto sobre no recuerdo qué, cuando de pronto dijo:
– Supongo que has oído lo que están diciendo Chrissie y Rodney.
Cuando le dije que no, lanzó una risita y continuó:
– Seguramente quieren tomarme el pelo. Vaya sentido de las bromas el suyo. Pero olvídalo.
Pero era evidente que lo que quería era que le tirara de la lengua, así que insistí e insistí hasta que al final le oí decir en voz baja:
– ¿Recuerdas la semana pasada, cuando Chrissie y Rodney estuvieron fuera? Fueron a Cromer, en la costa norte de Norfolk.
– ¿Qué tenían que hacer allí?
– Oh, creo que tienen un amigo, alguien que antes vivió aquí. Pero eso no importa. Lo que importa es que cuentan que vieron a esa… persona. Trabajando en una oficina de planta diáfana. Y, bueno, en fin. Piensan que esa persona es una posible. Para mí.
Aunque la mayoría de nosotros habíamos oído hablar de la idea de los «posibles» en Hailsham, teníamos la sensación de que no había que hablar de ello, y no lo hacíamos, aunque, por supuesto, la idea nos intrigaba y nos llenaba de inquietud. Y tampoco en las Cottages era un asunto que podía sacarse a colación como si tal cosa. Sin ningún género de dudas, resultaba mucho más embarazosa cualquier charla sobre los «posibles» que otra, pongamos, sobre sexo. Al mismo tiempo, veías claramente que la gente se sentía fascinada -obsesionada, en algunos casos- por el asunto, que seguía saliendo a relucir muy de cuando en cuando, normalmente en las controversias muy serias, a años luz de las cotidianas (que versaban sobre gentes como, por ejemplo, James Joyce).
La idea básica de la teoría de los posibles era muy sencilla, y no suscitaba grandes discusiones. Podría formularse más o menos de este modo: dado que cada uno de nosotros había sido copiado en algún momento de una persona normal, debería existir, en el mundo exterior, y para cada uno de nosotros, un modelo que viviera su propia vida en alguna parte. Ello significaba, al menos en teoría, que era posible encontrar a la persona original a cuya imagen y semejanza habíamos sido modelados. Por eso, cuando estábamos fuera de las Cottages -en los pueblos y ciudades, en los centros comerciales, en los cafés de las autopistas-, siempre manteníamos los ojos bien abiertos por si descubríamos a algún «posible» que hubiera servido de modelo para tu persona o la de tus compañeros.
Más allá de estas generalidades, sin embargo, no existía mucho consenso. Para empezar, nadie se ponía muy de acuerdo sobre qué era lo que pretendíamos cuando buscábamos a nuestros posibles. Algunos pensaban que había que buscar personas veinte o treinta años mayores que nosotros (la edad que habría tenido una persona si hubiera sido nuestro padre o nuestra madre). Pero otros sostenían que esto pecaba de sentimental. ¿Por qué tenía que separarnos de nuestros modelos toda una generación «temporal»? Podían haber utilizado bebés, viejos… ¿Qué diferencia habría? Otros argumentaban que seguramente utilizaban como modelos a gente en el ápice de la salud, y que por eso era más lógico que tuvieran la edad de un «padre o madre normal». Pero al llegar a este punto todos sentíamos que nos acercábamos a un terreno en el que no queríamos entrar, y la discusión se acababa.
Luego estaban las preguntas sobre por qué habríamos de desear rastrear a nuestros modelos. Otra motivación para querer encontrar a tu modelo era el hecho de que, cuando lo encontraras, tendrías un barrunto de tu futuro. Ahora bien, no quiero decir que nadie pensara realmente que si su modelo resultara ser, digamos, un empleado ferroviario, uno acabaría haciendo ese mismo trabajo. Todos nos dábamos cuenta de que no era tan sencillo. Sin embargo, todos nosotros, en grados diversos, creíamos que si veías a la persona de la que tú eras una copia alcanzarías cierto conocimiento de quién eras en lo hondo de tu ser, y quizá también de lo que la vida pudiera tenerte deparado.
Y había quienes juzgaban estúpido preocuparse ni poco ni mucho por los posibles. Nuestros modelos eran algo irrelevante, una necesidad técnica para traernos al mundo, y nada más. Nos correspondía a nosotros hacer con nuestras vidas lo que pudiéramos. Ésa era la posición con la que se alineaba siempre Ruth, y es muy probable que yo también. En cualquier caso, siempre que nos llegaban noticias de un posible -fuera para quien fuera- no podíamos evitar sentir curiosidad.
Tal como yo lo recuerdo, la visión de los posibles solía venir por rachas. Podían pasar semanas sin que nadie hiciera mención del asunto, y de pronto alguien veía a uno y ello desencadenaba toda una avalancha de visiones. En la mayoría de los casos no merecía la pena empeñarse en seguirlos (alguien que pasaba en un coche, o casos similares). Pero de cuando en cuando una visión parecía tener fuste (como la que Ruth me contó aquella noche).
Según Ruth, Chrissie y Rodney habían pateado a conciencia esa ciudad costera que estaban visitando, y se habían separado durante un rato. Cuando volvieron a encontrarse, Rodney estaba terriblemente excitado y le contó a Chrissie que había estado deambulando por las calles laterales en torno a High Street, y había pasado por una oficina con un gran ventanal frontal. Dentro había muchas personas, algunas en sus mesas y otras yendo de un lado para otro, charlando. Y fue entonces cuando había visto a la posible de Ruth.
– Chrissie vino y me lo contó en cuanto volvieron a las Cottages. Hizo que Rodney se lo explicara todo con detalle, y aunque éste intentó hacerlo lo mejor que pudo, la cosa no quedó nada clara. Ahora no hacen más que decirme que me van a llevar en coche a ese sitio, pero no sé… No sé si debería hacer algo…
No puedo recordar exactamente lo que le dije aquella noche, pero en aquella época yo era bastante escéptica. De hecho, si he de ser sincera, me daba la sensación de que Chrissie y Rodney se lo habían inventado todo. No quiero decir que Chrissie y Rodney sean malas personas; no sería justo. En muchos aspectos, me gustan. Pero lo cierto es que la forma en que nos miraban a los recién llegados, y a Ruth en particular, distaba mucho de ser franca.
Chrissie era una chica alta que estaba francamente bien cuando se mantenía erguida, pero que no parecía darse cuenta de ello y se pasaba el día agachándose para ser de la misma altura que el resto de nosotros. Ésa era la razón por la que a menudo parecía más la Bruja Mala que una estrella de cine hermosa, impresión reforzada por su modo irritante de «pincharte» con un dedo un segundo antes de decirte algo. Siempre usaba largas faldas en lugar de vaqueros, y las pequeñas gafas que llevaba se las pegaba en exceso a la cara. Había sido una de las veteranas que nos dieron una calurosa bienvenida cuando llegamos aquel verano a las Cottages, y al principio me había parecido una persona extraordinaria y había buscado su consejo. Pero a medida que pasaron las semanas empecé a tener reservas. Había algo extraño en el modo en que siempre estaba mencionando el hecho de que veníamos de Hailsham, como si ello pudiera explicar casi todo lo que tenía que ver con nosotros. Y siempre estaba haciéndonos preguntas sobre Hailsham -sobre pequeños detalles, de forma muy parecida a como mis donantes me preguntan hoy-, y aunque trataba de hacer que éstas parecieran absolutamente espontáneas, yo podía ver que en su interés existía toda una trastienda. Otra cosa que me ponía muy nerviosa era la forma en que siempre parecía querer separarnos: llevándose a uno de nosotros aparte mientras otros estábamos haciendo algo, o invitarnos a dos de nosotros a que nos uniéramos a ellos mientras dejaba a otros dos solos y aislados. Ese tipo de cosas.
Raras veces veías a Chrissie sin su novio Rodney, que iba por ahí con el pelo sujeto atrás en una cola de caballo, como un músico de rock de los años setenta, y no paraba de hablar de cosas como la reencarnación. De hecho casi llegó a gustarme, pero jamás salía de la órbita de influencia de Chrissie. En cualquier discusión, sabías que iba a defender el punto de vista de Chrissie, y si Chrissie alguna vez decía algo medianamente divertido, él se partía de risa y sacudía la cabeza como si no pudiera creer lo gracioso que era lo que había dicho su novia.
Admito que quizá estoy siendo un poco dura con estos dos veteranos. Cuando no hace mucho tiempo los rememoraba con Tommy, él dijo que a su juicio eran muy buena gente. Pero estoy contando todo esto para explicar por qué era tan escéptica respecto al hecho de que hubieran visto a una posible de Ruth. Como digo, mi reacción instintiva fue de incredulidad, y suponer que Chrissie se traía algo entre manos.
La otra cosa que me hacía dudar de ello tenía que ver con la descripción ofrecida por Chrissie y Rodney: la imagen de una mujer trabajando en una bonita oficina con un ventanal que daba a la fachada del edificio. Se aproximaba demasiado a lo que todos sabíamos que era para Ruth un «futuro de ensueño».
Supongo que éramos nosotros, los recién llegados, quienes hablábamos de «futuros de ensueño» aquel invierno, aunque también lo hacían unos cuantos veteranos. Algunos más mayores -sobre todo aquellos que ya habían empezado el adiestramiento- suspiraban en silencio y abandonaban la habitación cuando se abordaba este tipo de conversación, aunque durante mucho tiempo ni siquiera nos dimos cuenta de que lo estuvieran haciendo. No estoy segura de qué es lo que pasaba por nuestra cabeza durante aquellas charlas. Probablemente sabíamos que no podían ser serias, pero estoy segura de que tampoco las considerábamos fantasiosas. Una vez que Hailsham había quedado atrás, quizá pudimos, justo durante el medio año aproximado que faltaba para que empezáramos a tratar el tema de convertirnos en cuidadores, antes de empezar a prepararnos para el permiso de conducir y todas las demás cosas, quizá fuimos capaces de olvidar por espacio de períodos razonablemente largos quiénes habíamos sido; olvidar lo que los custodios nos habían dicho; olvidar el estallido de la señorita Lucy aquella tarde lluviosa en el pabellón, al igual que todas aquellas teorías que habíamos ido formulando a lo largo de los años. No podía durar mucho, por supuesto pero, como digo, y sólo durante aquellos pocos meses, nos las arreglamos para vivir en un acogedor estado de aplazamiento en el que podíamos reflexionar sobre nuestras vidas sin sentirnos coartados por los límites de siempre. Al recordarlo, parece que pasamos siglos en aquella cocina empañada después del desayuno, o apiñados en torno a fuegos medio apagados en las primeras horas de la madrugada, ensimismados en nuestros planes de futuro.
Pero nadie llevaba las cosas demasiado lejos. No recuerdo a nadie que dijera que iba a ser un astro de la pantalla o algo parecido. La charla giraba más bien en torno a llegar a ser cartero o a trabajar en una granja. Unos cuantos compañeros querían ser chóferes -de un tipo o de otro-, y a menudo, cuando la conversación seguía estos derroteros, algunos veteranos empezaban a comparar rutas pintorescas que habían conocido, cafés de carretera agradables, rotondas difíciles, ese tipo de cosas. Hoy, por supuesto, sería capaz de hablar y hablar de esas cosas hasta dejar fuera de combate a cualquiera. En aquel tiempo, sin embargo, tenía que limitarme a escuchar, a no decir ni una palabra, a empaparme de lo que decían. A veces, si era muy tarde, cerraba los ojos y me acurrucaba contra el brazo del sofá, o contra un chico, si era durante una de esas breves fases en las que estaba «oficialmente» con alguien, y me dormía y me despertaba, permitiendo que las imágenes de las carreteras se movieran incesantemente en mi cabeza.
De todas formas, para volver a lo que estaba diciendo, cuando este tipo de charla tenía lugar solía ser Ruth la que llevaba las cosas más lejos que nadie, sobre todo cuando había veteranos presentes. Había estado hablando de oficinas desde el principio del invierno, pero cuando la cosa realmente cobró vida, cuando se convirtió en su «futuro de ensueño», fue después de aquella mañana en que ella y yo nos paseamos por el pueblo.
Fue durante una racha de frío helador en la que las estufas de gas nos habían estado dando problemas. Nos pasábamos horas y horas tratando de encenderlas, pero los dispositivos no funcionaban. Íbamos, pues, abandonándolas, y, con ellas, las habitaciones que se suponía que debían calentar. Keffers se negaba a arreglarlas, afirmando que era responsabilidad nuestra, pero al final, cuando las cosas se pusieron feas de verdad, nos tendió un sobre con dinero y una nota con el nombre de una válvula para la ignición del combustible. Así que Ruth y yo nos prestamos a ir hasta el pueblo a comprarla, y ésa era la razón por la que aquella mañana heladora bajábamos por el sendero. Habíamos llegado a un punto donde los setos eran altos a ambos lados, y el suelo estaba lleno de bostas de vaca heladas, y Ruth se paró de pronto unos metros a mi espalda.
Me llevó un momento darme cuenta, así que cuando di la vuelta la vi soplándose los dedos y mirando hacia el suelo, ensimismada en algo que había a sus pies. Pensé que quizá era alguna pobre criatura muerta en el hielo, pero cuando me acerqué vi que era una revista en color, no del tipo de las «revistas de Steve» sino de esas brillantes y alegres que te dan gratis con los periódicos. Al caer se había quedado abierta en un gran anuncio satinado, a doble página, y aunque las hojas estaban empapadas y combadas y con barro en un costado, se veía con claridad la oficina maravillosamente moderna y de planta diáfana, donde tres o cuatro de los empleados que trabajaban en ella estaban haciéndose algún tipo de broma. El lugar era radiante, así como la gente. Ruth miraba fijamente aquella fotografía, y cuando se dio cuenta de mi presencia a su lado, dijo:
– Éste sí sería un lugar apropiado para trabajar…
Entonces se sintió cohibida -quizá hasta molesta de que la hubiera sorprendido en aquel momento-, y siguió andando mucho más deprisa que antes.
Pero un par de noches más tarde, cuando algunos de nosotros estábamos sentados en torno a un fuego de la casa de labranza, Ruth empezó a hablarnos del tipo ideal de oficina en la que le encantaría trabajar, y yo la reconocí de inmediato. Entró en los detalles -las plantas, los equipos relucientes, las sillas giratorias y con ruedas-, y la descripción era tan vivida que todo el mundo dejó que continuara sin interrumpirla en ningún momento. Yo la observaba atentamente, pero no parecía acordarse de que yo había estado con ella, tal vez hubiera olvidado incluso de dónde le venía aquella imagen. En un momento dado llegó a hablar de lo «dinámico, emprendedor» que sería todo el personal de aquella oficina, y recuerdo que ésa era precisamente la leyenda que aparecía con grandes letras en la parte de arriba del anuncio: «¿Es usted dinámico, emprendedor?». Por supuesto, no dije nada. De hecho, al escucharla, hasta empecé a preguntarme si todo aquello era posible: si algún día todos nosotros podríamos mudarnos a un lugar como aquél y llevar una vida juntos.
Chrissie y Rodney estaban allí aquella noche, atentos a todo lo que decía Ruth. Y durante los días siguientes Chrissie siguió intentando que Ruth le contara más cosas acerca del asunto. Yo pasaba junto a ellas -estaban sentadas en un rincón de un cuarto-, y le oía decir a Chrissie:
– ¿Estás segura de que no os distraeríais continuamente unos a otros, trabajando en un sitio así todos juntos?
Y Ruth, acto seguido, seguía con sus explicaciones.
Lo que le sucedía a Chrissie -y ello podía aplicarse también a un buen puñado de veteranos- era que, pese a su actitud un tanto condescendiente con nosotros a nuestra llegada, sentía cierto temor reverente ante nosotros por el hecho de que viniéramos de Hailsham. Me llevó bastante tiempo darme cuenta. Tomemos el asunto de la oficina de Ruth, por ejemplo: Chrissie nunca habría hablado de trabajar en una oficina, ni siquiera en una como la que Ruth ambicionaba. Pero como Ruth era de Hailsham, la idea entraba en cierto modo dentro del terreno de lo posible. Así es como veía Chrissie el asunto, y supongo que Ruth, de cuando en cuando, dejaba caer unas cuantas cosas de estas para alentar la idea de que, por supuesto, y de un modo misterioso, en Hailsham regían unas normas completamente diferentes. A Ruth nunca le oí mentir a los veteranos: era más bien no negar ciertas cosas, dar a entender otras. Hubo veces en las que pude hacer que el entramado entero se le viniera encima de la cabeza. Pero si bien es cierto que Ruth sentía en ocasiones embarazo al verme la mirada en medio de alguna de sus historias, parecía estar segura de que no la iba a delatar. Y, desde luego, no se equivocaba.
Tal es el marco, por tanto, en el que hay que situar la afirmación de Chrissie y Rodney de haber visto a la «posible» de Ruth, y creo que puede entenderse bien por qué yo mostraba cierta cautela a ese respecto. No tenía muchas ganas de que Ruth fuera con ellos a Norfolk, aunque tampoco sabría decir bien por qué. Y una vez que quedó claro que Ruth estaba completamente decidida a ir, le dije que la acompañaría. Al principio no pareció entusiasmarle la idea, e incluso dejó entrever que ni siquiera quería que fuera Tommy. Pero al final fuimos los cinco: Chrissie, Rodney, Ruth, Tommy y yo.
Rodney, que tenía carnet de conducir, se las había arreglado para que le prestaran un coche los jornaleros de Metchley, granja situada a unos cuatro kilómetros de las Cottages. Había pedido prestados coches otras veces, pero en esta ocasión el dueño se echó atrás justo el día anterior al que teníamos fijado para la partida. Las cosas, por suerte, acabaron arreglándose: Rodney fue hasta la granja y consiguió que le prestaran otro coche. Lo interesante del asunto, con todo, fue el modo en que reaccionó Ruth durante las horas en que pensó que el viaje se había cancelado.
Hasta entonces había estado haciendo como que todo aquello era un poco en broma, como que si había aceptado aquel plan era para complacer a Chrissie. Y seguía hablando y hablando sobre cómo casi no explorábamos las posibilidades de nuestra libertad desde que dejamos Hailsham; cómo, de todas formas, ella siempre había querido ir a Norfolk para «encontrar todas las cosas que habíamos perdido». Dicho de otro modo, se había apartado de su idea original para hacernos saber que no hablaba muy en serio al acariciar la perspectiva de encontrar a su «posible».
El día anterior a nuestra partida, recuerdo que Ruth y yo habíamos salido a dar un paseo, y entramos en la cocina de la casa de labranza, donde Fiona y algunos veteranos estaban preparando un gran guiso. Y fue la propia Fiona, sin levantar la mirada de lo que estaba haciendo, la que nos dijo que el chico de la granja había venido hacía un rato con el recado de que no nos podían prestar el coche. Ruth estaba de pie, justo delante de mí, así que no pude verle la cara, pero vi que toda su figura se quedaba paralizada. Luego, sin decir palabra, dio la vuelta, pasó a mi lado y salió de la casa. Entreví entonces su cara, y fue cuando me di cuenta de lo trastornada que estaba. Fiona empezó a decir algo como: «Oh, no sabía…», yo dije rápidamente: «No está disgustada por eso. Es por otra cosa, algo que ha sucedido antes». No fue una buena excusa, pero fue lo único que se me ocurrió sin tener que pensarlo demasiado.
Al final, como he contado, lo del coche se resolvió, y a la mañana siguiente temprano, con una negrura de boca de lobo, los cinco subimos a un Rover lleno de abolladuras pero en perfectas condiciones. Chrissie ocupó el asiento del acompañante, al lado de Rodney, y nosotros tres los de atrás. Era la distribución lógica de asientos, y nos habíamos adaptado a ella de un modo espontáneo. Pero al cabo de unos minutos, en cuanto Rodney nos hubo sacado de la tiniebla de los sinuosos senderos y enfilamos las carreteras propiamente dichas, Ruth, que iba en medio del asiento corrido, se inclinó hacia delante, puso las manos sobre los respaldos delanteros y se puso a hablar con los dos veteranos. Y lo hacía de forma que Tommy y yo, a ambos lados de ella, no podíamos oír ni una palabra de lo que decían, y como nos separaba físicamente tampoco podíamos hablarnos, o siquiera vernos. A veces, en las contadas ocasiones en que se echaba hacia atrás, yo trataba de iniciar alguna charla entre los tres, pero Ruth se negaba a seguirla, y al poco volvía a echarse hacia delante y a meter la cara entre los asientos de los veteranos.
Al cabo de una hora más o menos, ya habiendo despuntado el día, nos paramos para estirar las piernas y para que Rodney hiciera pipí. Habíamos aparcado junto a la orilla de un gran campo vacío, así que saltamos a la cuneta y nos pasamos unos minutos frotándonos las manos y mirando cómo se alzaba en el aire nuestro aliento. En un momento dado, noté que Ruth se había desentendido de todos nosotros y estaba contemplando el amanecer sobre los campos. Así que fui hasta ella y le sugerí que, si lo único que quería era hablar con los veteranos, cambiara de asiento conmigo. Ella podría seguir hablando al menos con Chrissie, y Tommy y yo podríamos tener alguna conversación durante el viaje. Apenas había terminado de hablar cuando Ruth dijo en un susurro:
– ¿Por qué tienes que ser tan difícil? ¡Precisamente ahora! No lo entiendo. ¿Por qué quieres armar líos?
Me dio la vuelta de un tirón, y nos quedamos de espaldas a los otros, de forma que no podían ver si estábamos discutiendo. Fue el modo en que lo hizo, más que sus palabras, lo que de pronto me hizo ver las cosas con sus ojos; vi que estaba haciendo unos enormes esfuerzos por presentarnos a los tres -no sólo a sí misma- de una forma aceptable ante Chrissie y Rodney, y lo que yo ahora estaba haciendo suponía una amenaza a su autoridad y podía dar lugar a una escena embarazosa. Vi todo esto claramente, y la toqué en el hombro, y volví a donde los otros. Y una vez en el coche, me aseguré de que los tres nos sentáramos exactamente en la misma posición de antes. Pero ahora, mientras volvíamos a surcar los campos, Ruth se quedó más bien callada, erguida en su sitio, e incluso cuando Chrissie o Rodney nos gritaban cosas desde delante respondía tan sólo con taciturnos monosílabos.
Las cosas se animaron considerablemente, sin embargo, en cuanto llegamos a nuestra población costera. Era la hora del almuerzo, y dejamos el Rover en el aparcamiento contiguo a un minigolf lleno de banderas ondeantes. El día era ahora fresco y soleado, y recuerdo que durante más o menos la primera hora nos sentíamos tan estimulados y contentos de estar al aire libre que no prestamos demasiada importancia al asunto que nos había traído allí. En un momento dado, de hecho, Rodney lanzó unos cuantos grititos, agitando los brazos a su alrededor, mientras se ponía en cabeza y subía por una carretera en pendiente flanqueada de hileras de casas, y de alguna tienda ocasional, y, sólo por el enorme cielo, uno podía percibir que nos estábamos acercando al mar.
Cuando llegamos al mar, vimos que estábamos en una carretera que bordeaba un acantilado. A primera vista parecía que el corte era a pico hasta la arena, pero cuando te asomabas a la barandilla veías que había senderos zigzagueantes que descendían hasta el mar.
Estábamos hambrientos, y entramos en un pequeño restaurante encaramado en el acantilado, justo donde empezaba uno de los senderos. En el local sólo había dos personas: dos mujeres bajas y rechonchas con delantal que trabajaban en el negocio. Estaban sentadas a una mesa y fumaban sendos cigarrillos, pero en cuanto nos vieron aparecer se pusieron rápidamente en pie y desaparecieron en la cocina para dejarnos el campo libre.
Elegimos la mesa del fondo, es decir, la más cercana al borde del acantilado, y cuando nos sentamos vimos que era prácticamente como si estuviéramos suspendidos sobre el mar. En aquel entonces no conocía ningún local con el que compararlo, pero hoy diría sencillamente que era un establecimiento muy pequeño, con tres o cuatro mesitas. Habían dejado una ventana abierta, probablemente para evitar que el local se llenara de olores de fritos, y de cuando en cuando se colaba una ráfaga que recorría el recinto agitando los carteles que anunciaban los platos. Había una cartulina pegada en lo alto del mostrador y escrita con rotuladores de colores en cuya parte de arriba podía leerse LOOK [III], con un ojo escrutador en cada una de las «oes». Hoy lo veo tan a menudo que ni siquiera suelo darme cuenta, pero jamás lo había visto hasta entonces. Así que lo estaba mirando con admiración cuando me topé con la mirada de Ruth, y vi que también ella lo estaba mirando con el mismo asombro, y nos echamos a reír. Fue un momento muy entrañable, el de sentir que habíamos dejado atrás el resentimiento que nos había creado el incidente del coche. Como se vería después, sin embargo, sería el último momento de intimidad de que Ruth y yo disfrutaríamos en lo que nos quedaba de viaje.
No habíamos mencionado en absoluto a la «posible» desde nuestra llegada a la ciudad, y pensé que, ahora que nos habíamos sentado cómodamente, hablaríamos del asunto largo y tendido. Pero en cuanto empezamos a comer nuestros sándwiches, Rodney se puso a hablar de su viejo amigo Martin, que había dejado las Cottages el año anterior y que ahora vivía en la ciudad que estábamos visitando. Chrissie acogió el tema con entusiasmo y al poco ambos veteranos estaban recordando anécdotas sobre todas las situaciones hilarantes que Martin había protagonizado. Nosotros no podíamos entender gran parte de lo que hablaban, pero Chrissie y Rodney se divertían de lo lindo. Intercambiaban miradas y se reían, y aunque hacían como que lo estaban recordando para nosotros, estaba claro que lo hacían para su propio goce. Cuando ahora pienso en ello, se me ocurre que el cuasi tabú en torno a la gente que había dejado las Cottages pareció cesar entonces, con aquellos dos veteranos que hablaban de su amigo sin restricciones, pero el único recuerdo que tengo al respecto es precisamente esta ocasión en que habíamos salido de las Cottages y estábamos de viaje.
Cuando se reían, yo reía también, por cortesía. Tommy parecía entender aún menos cosas que yo, y dejaba escapar risitas apagadas que quedaban en el aire como rezagadas. Ruth, en cambio, reía y reía, y no paraba de asentir con la cabeza ante cada cosa que decían de Martin, como si también ella estuviera recordándolas. En un momento dado, cuando Chrissie hizo una referencia particularmente oscura -algo así como: «¡Oh, sí, aquella vez que se quitó los vaqueros!»-, Ruth soltó una carcajada y señaló hacia nosotros como para decirle a Chrissie: «Venga, explícaselo a éstos para que también se rían». En fin, pasé por todo esto como mejor pude, pero cuando Chrissie y Rodney empezaron a considerar la posibilidad de visitar a Martin en su apartamento, yo dije, quizá un tanto fríamente:
– ¿Qué es lo que está haciendo exactamente aquí? ¿Por qué tiene un apartamento?
Se hizo un silencio largo, y al cabo oí que Ruth lanzaba un suspiro exasperado. Chrissie se inclinó hacia mí a través de la mesa y dijo en voz baja, como si se lo explicara a un niño:
– Es cuidador. ¿Qué otra cosa piensas que puede estar haciendo aquí? Es un cuidador con todas las atribuciones.
Hubo un poco de movimiento tenso, y dije:
– Eso es lo que quiero decir. No podemos ir a visitarlo así, sin más.
Chrissie suspiró:
– De acuerdo. Se supone que no debemos visitar a los cuidadores. Si nos atenemos estrictamente al reglamento. No se nos anima a hacerlo.
Rodney rió entre dientes, y añadió:
– No, definitivamente no se nos anima a hacerlo. Ir a visitarlos es de chicos malos malos.
– Muy malos -dijo Chrissie, y emitió un chasquido de desaprobación con la lengua.
Y Ruth, entonces, se unió a ellos, diciendo:
– Kathy odia ser mala. Así que será mejor que no vayamos a visitarlo.
Tommy miraba a Ruth, desconcertado, sin saber muy bien el partido que estaba tomando Ruth en todo aquello (algo que yo tampoco veía claro). Se me ocurrió que ella tampoco quería que la excursión tuviera distracciones superfluas, y que se alineaba junto a mí a regañadientes, así que le sonreí, pero ella no me devolvió la mirada. Entonces Tommy preguntó de improviso:
– ¿Hacia qué parte dices que viste a la posible de Ruth, Rodney?
– Oh… -Ahora que estábamos en la ciudad, a Rodney ya no parecía interesarle tanto la posible de Ruth, y pude ver la ansiedad en la cara de ésta. Y al final Rodney dijo-: Fue doblando High Street, hacia el otro extremo. Por supuesto, puede que fuera su día libre. -Luego, al ver que nadie decía nada, añadió-: Tienen días libres, ya sabéis. No trabajan siempre.
Durante un instante, cuando dijo esto, se apoderó de mí el temor de que todo hubiera sido una terrible equivocación por nuestra parte; hasta donde nosotros sabíamos, los veteranos podían muy bien utilizar el pretexto de los posibles para organizar viajes, sin la menor intención de llevar las cosas más adelante. Es posible que Ruth estuviera pensando lo mismo, porque ahora parecía muy preocupada, pero al final dejó escapar una risita, como si Rodney hubiera hecho una broma.
Luego Chrissie dijo, en un tono nuevo:
– ¿Sabes, Ruth? Puede que dentro de unos años vengamos aquí a visitarte a ti. ¿Te imaginas? Trabajando en una bonita oficina… No creo que nadie pudiera evitar que viniéramos a visitarte.
– Eso es -dijo Ruth rápidamente-. Podríais venir todos a verme.
– Supongo -dijo Rodney- que no hay normas sobre visitar a la gente si está trabajando en una oficina. -Se echó a reír de repente-. No lo sabemos. En realidad, hasta ahora nunca se nos ha presentado el caso.
– Todo irá bien -dijo Ruth-. Os dejarán hacerlo. Podréis venir todos a visitarme. O sea, todos menos Tommy.
Tommy pareció escandalizarse.
– ¿Por qué yo no?
– Porque tú ya estarás conmigo, bobo -dijo Ruth-. Me voy a quedar contigo.
Todos reímos. Tommy también, un poco a la zaga.
– Oí hablar de esa chica de Gales -dijo Chrissie-. Era de Hailsham, quizá de unos cursos anteriores a vosotros. Al parecer está trabajando ahora mismo en una tienda de ropa. Una tienda realmente elegante.
Hubo murmullos de aprobación, y por espacio de unos segundos todos nos pusimos a mirar ensoñadoramente las nubes.
– Qué suerte, los de Hailsham… -dijo Rodney al final, y sacudió la cabeza como para expresar su asombro.
– Y luego está esa otra persona. -Chrissie se había vuelto hacia Ruth-. Ese chico del que nos hablaste el otro día, el que era un par de años mayor que tú y que ahora trabaja de guarda de un parque.
Ruth asentía, pensativa, y se me ocurrió que yo debía enviarle a Tommy una mirada de advertencia, pero cuando me volví hacia él ya había empezado a hablar:
– ¿Quién era ése? -preguntó, en tono de extrañeza.
– Sabes quién es, Tommy -dije rápidamente.
Era demasiado arriesgado darle un puntapié, o incluso intentar alertarle con cualquier «guiño» de voz. Chrissie se habría dado cuenta en un abrir y cerrar de ojos. Así que lo dije con la mayor naturalidad, y con un punto de cansancio, como si estuviéramos más que hartas de que Tommy lo olvidara todo. Pero esta misma naturalidad hizo que Tommy siguiera sin enterarse.
– ¿Alguien que conocíamos nosotros?
– Tommy, no entremos de nuevo en esto -dije yo-. Tendrían que mirarte esa cabeza.
Al final parece que se hizo la luz en su cerebro, y calló.
Chrissie dijo:
– Sé la suerte que tengo, haber podido ir a las Cottages. Pero vosotros los de Hailsham… Vosotros sí que sois afortunados. ¿Sabéis? -bajó la voz, y volvió a inclinarse hacia delante-. Hay algo que siempre he querido hablar con vosotros. Allá en las Cottages es imposible. Siempre te está escuchando todo el mundo.
Paseó la mirada en torno a la mesa, y al final la fijó en Ruth. Rodney se puso tenso de pronto, y también se inclinó hacia delante. Y algo me dijo que al fin llegábamos a lo que, para Chrissie y Rodney, era el objetivo principal de aquel viaje.
– Cuando Rodney y yo estábamos en Gales -dijo-, la vez que oímos lo de la chica que trabajaba en una tienda de ropa, oímos algo más, algo sobre los alumnos de Hailsham. Lo que decían era que algunos alumnos de Hailsham, en el pasado, en circunstancias especiales, habían conseguido que les concedieran un aplazamiento. Que era algo que podías conseguir si eras alumno de Hailsham. Podías pedir que tus donaciones fueran pospuestas tres, incluso cuatro años. No era fácil, pero a veces se os permitía lograr ese aplazamiento. Siempre que pudieras convencerles. Siempre que cumplieras con los requisitos.
Chrissie hizo una pausa y nos miró a todos, uno por uno, quizá en un gesto teatral, quizá para encontrar en nosotros alguna señal de reconocimiento. En la cara de Tommy y en la mía probablemente había una expresión perpleja, pero el semblante de Ruth no permitía intuir lo que podía estar pasando por su cabeza.
– Lo que decían -continuó Chrissie- era que si un chico y una chica estaban enamorados de verdad, enamorados realmente, y podían demostrarlo, entonces los que dirigían Hailsham lo arreglaban todo para que pudieran pasar unos años juntos antes de empezar con las donaciones.
Ahora se había instalado una atmósfera extraña en la mesa, como si a todos nos estuviera recorriendo un hormigueo.
– Cuando estábamos en Gales -siguió Chrissie-, los alumnos de la Mansión Blanca oyeron lo de la pareja de Hailsham: al chico le faltaban sólo unas semanas para ser cuidador. Y fueron a ver a no sé quién y consiguieron que se lo aplazaran tres años. Les permitieron irse a vivir juntos a la Mansión Blanca, tres años seguidos, sin tener que continuar con el adiestramiento ni nada de nada. Tres años para ellos, porque podían demostrar que estaban enamorados de verdad.
Fue en este punto cuando me di cuenta de que Ruth estaba asintiendo con expresión de enorme autoridad. Chrissie y Rodney lo notaron también, y durante unos segundos se quedaron mirándola como hipnotizados. Y tuve una suerte de visión de Chrissie y Rodney en los meses anteriores, en las Cottages, volviendo una y otra vez sobre este asunto, explorándolo sin descanso entre ellos. Podía verlos sacándolo a relucir, al principio con vacilación, encogiéndose de hombros, y luego dejándolo a un lado, y luego sacándolo otra vez, y otra, y otra, sin poder quitárselo de la cabeza nunca. Podía verlos jugando con la idea de hablar de ello con nosotros, planeando y perfeccionando el modo de hacerlo, eligiendo las palabras con las que nos hablarían. Volví a mirar a Chrissie y a Rodney, allí delante de mí en la mesa, y los vi observando a Ruth, y traté de leer en sus caras. Chrissie parecía asustada y esperanzada a un tiempo. Rodney estaba hecho un manojo de nervios, como si desconfiara de sí mismo y temiera decir algo que no debía.
No era la primera vez que oía el rumor de los aplazamientos. Durante las semanas pasadas lo había entreoído muchas veces en las Cottages. Siempre eran charlas privadas entre veteranos, y cuando alguno de nosotros se acercaba se sentían incómodos y se callaban. Pero había oído lo suficiente para saber cuál era el meollo del asunto; y sabía que tenía que ver específicamente con nosotros, los alumnos de Hailsham. Pero de todas formas fue aquel día, en aquel restaurante del acantilado, donde realmente caí en la cuenta cabal de lo importante que aquello había llegado a ser para algunos veteranos.
– Supongo -dijo Chrissie, con la voz ligeramente trémula- que vosotros sabéis cómo funciona el asunto. Las normas, ese tipo de cosas…
Ella y Rodney nos miraban a los tres, alternativamente, y luego sus miradas volvían a Ruth.
Ruth suspiró y dijo:
– Bien, nos dijeron unas cuantas cosas, obviamente. Pero -se encogió de hombros- no es algo que conozcamos a fondo. Nunca hablamos de ello, en realidad. En fin, creo que deberíamos pensar ya en irnos.
– ¿A quién has de acudir? -preguntó de pronto Rodney-. ¿A quién dijeron que había que ir a ver si querías…, ya sabes, solicitarlo?
Ruth volvió a encogerse de hombros.
– Bueno, ya te lo he dicho. No era algo de lo que soliéramos hablar.
Casi instintivamente, me miró y luego miró a Tommy en busca de ayuda, lo cual sin duda fue un error, porque Tommy dijo:
– Si he de ser sincero, no sé de qué estáis hablando. ¿Qué reglas son ésas?
Ruth lo fulminó con la mirada, y yo dije rápidamente:
– Ya sabes, Tommy. Todo aquello que circulaba continuamente por Hailsham.
Tommy sacudió la cabeza.
– No lo recuerdo -dijo rotundamente. Y esta vez pude ver (y también Ruth) que ahora no es que estuviera lento de reflejos-. No recuerdo nada de eso en Hailsham…
Ruth apartó la mirada de él.
– Lo que debéis tener en cuenta -le dijo a Chrissie- es que aunque Tommy estuvo en Hailsham, no se le puede considerar propiamente un alumno de Hailsham. Se le dejaba al margen de todo y la gente siempre se estaba riendo de él. Así que de poco sirve que se le pregunte nada sobre este asunto. Ahora quiero que vayamos a buscar a esa persona que vio Rodney.
En los ojos de Tommy había aparecido algo que me hizo contener la respiración. Algo que no le había visto en mucho tiempo, algo que pertenecía a aquel Tommy de quien había que protegerse, al que había que dejar encerrado en un aula mientras ponía patas arriba los pupitres. Al final ese algo pasó, y él se puso a mirar el cielo y dejó escapar un hondo suspiro.
Los veteranos no se habían dado cuenta de nada porque Ruth, en ese mismo instante, se había puesto de pie y jugueteaba con su abrigo. Luego se armó un pequeño estrépito, porque los cuatro echamos hacia atrás las sillas a un tiempo. Yo estaba a cargo del dinero común, así que fui al mostrador a pagar. Los demás salieron del local, y mientras yo esperaba a que me devolvieran el cambio, los vi, a través de uno de los grandes ventanales empañados, arrastrando los pies bajo el sol, sin hablar, mirando por el acantilado hacia el mar.
Cuando salí pude ver con toda claridad que la excitación de los primeros momentos de nuestra llegada se había esfumado por completo. Caminamos en silencio, con Rodney a la cabeza, a través de calles humildes en las que apenas penetraba el sol, de aceras tan estrechas que a menudo teníamos que avanzar en fila india. Fue un alivio desembocar al fin en High Street, donde el ruido hizo que no resultara tan obvio nuestro ánimo sombrío. Cuando cruzamos por un paso de peatones a la acera más soleada de la calle, pude ver que Rodney y Chrissie se consultaban algo en voz baja, y me pregunté en qué medida el mal ambiente entre nosotros se debería a su creencia de que les estábamos ocultando algún gran secreto de Hailsham, y en qué otra al hecho del ofensivo desaire infligido por Ruth a Tommy.
Entonces, en cuanto cruzamos High Street, Chrissie anunció que Rodney y ella querían ir a comprar tarjetas de cumpleaños. Ruth, al oírla, se quedó anonadada, pero Chrissie añadió:
– Nos gusta comprarlas en grandes cantidades. Así a la larga nos salen mucho más baratas. Y siempre tienes una a mano cuando llega el cumpleaños de alguien. -Señaló la entrada de un Woolworth's-. Ahí se pueden conseguir muy buenas, y muy baratas.
Rodney asentía con la cabeza, y creí ver un punto de sorna en las comisuras de sus labios sonrientes.
– Por supuesto -dijo-. Acabas con un montón de tarjetas, como en todas partes, pero al menos puedes poner tus propias ilustraciones. Ya sabéis, personalizarlas y demás.
Los dos veteranos estaban de pie en medio de la acera -los sorteaba gente con cochecitos de niño-, a la espera de que nos mostráramos disconformes. Veía claramente que Ruth estaba furiosa, pero sin la cooperación de Rodney poco podía hacer.
Así que entramos en Woolworth's, e inmediatamente me sentí mucho más alegre. Incluso hoy día me gustan los sitios como éste: grandes almacenes con miles de pasillos con expositores llenos de brillantes juguetes de plástico, tarjetas de felicitación, montones de cosméticos, y quizá hasta un fotomatón. Actualmente, si estoy en una ciudad y dispongo de tiempo libre, suelo entrar en algún sitio parecido, donde puedes vagar y disfrutar, sin comprar nada, y sin que a los dependientes les importe un comino que no lo hagas.
Pues bien, entramos en aquellos grandes almacenes y enseguida nos fuimos separando y tomando distintos pasillos. Rodney se quedó cerca de la entrada, junto a un gran expositor de tarjetas, y más adentro vi a Tommy bajo un enorme póster de un grupo pop, hurgando entre las cintas musicales. Después de unos diez minutos, cuando me hallaba al fondo de la tienda, creí oír la voz de Ruth y me dirigí hacia el lugar de donde procedía. Había ya entrado en el pasillo -lleno de animales de peluche y de grandes rompecabezas en cajas-cuando me di cuenta de que Ruth y Chrissie estaban juntas al otro extremo del pasillo, manteniendo una especie de tête-à-tête. No sabía qué hacer: no quería interrumpir, pero era hora de que nos fuéramos y tampoco quería darme la vuelta y seguir vagando por los pasillos. Así que me quedé quieta donde estaba, fingiendo mirar atentamente un rompecabezas, a la espera de que me vieran.
Y entonces me di cuenta de que estaban de nuevo hablando de aquel rumor. Chrissie estaba diciendo, en voz baja, algo como:
– Pero me sorprende que durante todo el tiempo que estuviste allí no te preocuparas más de cómo se hacía. A quién había que ir a ver y todo eso.
– No entiendes -decía Ruth-. Si fueras de Hailsham, lo entenderías. Para nosotros nunca fue tan tremendamente importante. Supongo que siempre hemos sabido que si queríamos saber más del asunto no teníamos más que hacer que nuestras preguntas llegaran a Hailsham.
Ruth me vio y dejó de hablar. Cuando dejé el rompecabezas y me volví hacia ellas, vi que me estaban mirando airadamente. Al mismo tiempo, era como si las hubiera sorprendido haciendo algo que no debían, y se separaron como con vergüenza.
– Es hora de que nos vayamos -dije, haciendo como que no había oído nada.
Pero Ruth no se lo tragó. Cuando pasaron a mi lado, me dirigió una mirada realmente maligna.
Así que, cuando salimos y seguimos a Rodney hacia el lugar donde el mes anterior había visto a la posible de Ruth, la sintonía entre nosotros era peor que nunca. Y las cosas difícilmente podían mejorar cuando Rodney no hacía más que equivocarse y llevarnos por calles que no eran. Al menos cuatro veces tomó confiadamente unas calles que salían de High Street, y las recorrimos hasta que se acabaron los comercios y las oficinas, y tuvimos que volver sobre nuestros pasos. Antes de que transcurriera mucho tiempo Rodney se había puesto a la defensiva y estuvo a punto de tirar la toalla. Pero al fin dimos con el lugar.
Habíamos dado la vuelta una vez más y nos dirigíamos hacia High Street cuando Rodney se detuvo bruscamente. Y señaló con un gesto callado una oficina de la acera de enfrente.
Y allí estaba. No era idéntica a la del anuncio de la revista que habíamos encontrado en el suelo helado aquel día, pero tampoco era tan distinta. La gran cristalera frontal se hallaba al nivel de la calle, de forma que cualquiera que pasara por delante podía mirar el interior: una gran planta diáfana con quizá una docena de mesas dispuestas en irregulares eles. Había pequeñas palmeras en macetas, máquinas relucientes y lámparas abatibles. La gente se movía entre las mesas, o se apoyaba en una mampara, y charlaba y se hacía bromas, o acercaban las sillas giratorias unas a otras para disfrutar de un café y un sándwich.
– Mira -dijo Tommy-. Es la pausa del almuerzo, pero no salen. No tienen por qué.
Seguimos mirando, y era un mundo que se nos antojaba elegante, acogedor, autosuficiente. Miré a Ruth y noté que sus ojos iban con ansiedad de una cara a otra de las oficinistas que se movían tras el cristal.
– Muy bien, Rod -dijo Chrissie-. ¿Quién decías que era su posible?
Lo preguntó casi con sarcasmo, como si estuviera segura de que todo aquello no iba a resultar sino una gran equivocación de su pareja. Pero Rodney dijo en voz baja, con una excitación trémula:
– Aquélla. En aquel rincón. La del conjunto azul. La que ahora habla con la mujer grande de rojo.
No era nada obvio, pero cuanto más mirábamos más nos iba pareciendo que a Rodney no le faltaba un punto de razón. La mujer tenía unos cincuenta años, y conservaba una figura muy agradable. Su pelo era más oscuro que el de Ruth -aunque podía ser teñido-, y lo llevaba recogido atrás en una sencilla cola, tal como Ruth solía llevarlo. Se estaba riendo de algo que su amiga de rojo decía, y su cara, sobre todo cuando al final de la risa sacudía la cabeza, tenía ciertamente más de un atisbo de semejanza con Ruth.
Todos seguimos observándola sin decir una palabra. Entonces nos dimos cuenta de que en otra parte de la oficina, otra pareja de mujeres había reparado en nuestra presencia. Una de ellas levantó una mano y nos dirigió una seña incierta. Y ello rompió el ensalmo y salimos corriendo con tontas risitas de espanto.
Nos paramos en la misma calle, un poco más lejos, hablando atropelladamente todos a un tiempo. Todos menos Ruth, que guardaba silencio en medio de nuestra algarabía. No era fácil leer en su cara en aquel momento: no estaba decepcionada, pero tampoco eufórica. Esbozaba una media sonrisa, de esas que una madre de familia normal podría esbozar cuando sus hijos brincan a su alrededor mientras le piden a gritos que, por favor, les dé permiso para hacer tal o cual cosa. Así que allí estábamos, todos exponiendo nuestro punto de vista, y yo estaba contenta de poder decir, con toda sinceridad, al igual que los demás, que aquella mujer que acabábamos de ver en absoluto podía descartarse como posible. Lo cierto es que nos sentíamos todos aliviados: sin ser conscientes por completo de ello, nos habíamos estado preparando para una gran decepción. Pero ahora podíamos volver tranquilamente a las Cottages, y Ruth podía encontrar aliento en lo que había visto, y los demás podíamos apoyarla. Y la vida de oficina que la mujer parecía estar llevando guardaba una similitud asombrosa con la que Ruth había descrito tan a menudo como la que deseaba para sí misma. Con independencia de lo que había pasado entre nosotros en el curso de aquel día, en el fondo ninguno quería que Ruth volviese abatida, y en aquel momento nos sentíamos todos a salvo de esa eventualidad. Y así habríamos seguido -no me cabe la menor duda- si hubiéramos dado carpetazo al asunto en aquel momento.
Pero Ruth dijo:
– Vamos a sentarnos allí, encima de aquel muro. Sólo unos minutos. Y en cuanto se olviden de nosotros podemos volver a echar otra ojeada.
Estuvimos de acuerdo, pero cuando caminábamos hacia el muro bajo que rodeaba el pequeño aparcamiento que Ruth nos había indicado, Chrissie dijo, quizá con un punto excesivo de vehemencia:
– Pero si no podemos verla otra vez, estamos todos de acuerdo en que es una posible. Y en que es una oficina preciosa. De verdad.
– Esperamos unos minutos -dijo Ruth-, y volvemos.
Yo no me senté en el murete, porque estaba húmedo y se estaba desmoronando, y porque pensé que en cualquier momento podría salir alguien y gritarnos por sentarnos donde no debíamos. Pero Ruth sí se sentó en él, y a horcajadas, como si estuviese a lomos de un caballo. Y aún hoy conservo vivida la imagen de aquellos diez, quince minutos que estuvimos allí esperando. Nadie hablaba ya de ningún posible. Hacíamos como que estábamos pasando el rato, quizá en un paisaje pintoresco durante un despreocupado día de excursión. Rodney estaba bailando un poco, para expresar lo bien que nos sentíamos. Se puso de pie sobre el murete, mantuvo el equilibrio unos instantes y luego se dejó caer adrede hacia un lado. Tommy hacía bromas sobre algunas de las personas que pasaban, y aunque no tenían ninguna gracia todos nos reíamos de buena gana. Sólo Ruth, a horcajadas sobre el murete, permanecía en silencio. Seguía con la sonrisa en la cara, pero apenas se movía. La brisa le despeinaba el pelo, y el brillante sol invernal le hacía arrugar los ojos, de forma que era difícil saber si sonreía ante nuestras payasadas o hacía muecas para protegerse del sol. Son las imágenes que conservo de aquellos momentos, mientras esperábamos a que Ruth decidiera cuándo volver a echar una segunda ojeada a la oficina. Bien, pues nunca pudo tomar tal decisión porque antes sucedió algo.
Tommy, que había estado haciendo el tonto con Rodney en el murete, de pronto se plantó de un salto en el suelo y se quedó quieto. Luego dijo:
– Es ella. Es la misma mujer.
Todos dejamos de hacer lo que estábamos haciendo y miramos hacia la figura que se acercaba caminando desde la oficina. Ahora llevaba un abrigo de color crema, y se esforzaba por cerrar sin detenerse en la acera el maletín que sostenía. El cierre se le resistía, así que aminoraba la marcha y volvía a intentarlo. Seguimos observándola en una especie de trance, y pasó a nuestra altura por la otra acera. Luego, cuando iba a torcer para tomar High Street, Ruth se bajó de un brinco y dijo:
– Veamos adonde va.
Salimos de nuestro trance y empezamos a seguirla. De hecho, Chrissie tuvo que recordarnos que aflojáramos el paso o alguien iba a pensar que éramos una pandilla de atracadores que perseguían a una mujer. La seguimos por High Street, pues, a una distancia razonable, riéndonos tontamente, esquivando a la gente que pasaba, separándonos y volviéndonos a juntar. Debían de ser ya las dos de la tarde, y la acera estaba atestada de gente que hacía compras. A veces casi llegábamos a perderla, pero pronto recuperábamos su rastro, y nos demorábamos ante los escaparates cuando ella entraba en una tienda, y nos poníamos a sortear los cochecitos de bebé y a los ancianos en cuanto veíamos que salía.
Entonces la mujer salió de High Street y se adentró en las pequeñas calles cercanas al paseo marítimo. Chrissie temía que la mujer advirtiera nuestra presencia al haber dejado el gentío de High Street, pero Ruth continuó siguiéndola sin preocuparse lo más mínimo, y nosotros la seguimos a ella.
Al final entramos en una calle lateral estrecha flanqueada de casas normales, aunque con alguna que otra tienda. Tuvimos que caminar de nuevo en fila india, y en un momento dado vimos venir hacia nosotros a una furgoneta y tuvimos que pegarnos casi a las fachadas para permitirle el paso. Al poco, en la calle, no había más que la mujer y el grupo de chicos que la seguía, y si aquélla se hubiera dado la vuelta no habría podido evitar vernos. Pero se limitaba a seguir su camino, a una docena de pasos de nosotros, y al final entró a un local con el cartel «The Portway Studios».
Desde entonces he vuelto muchas veces a Portway Studios. Ha cambiado de dueños hace unos años, y ahora vende todo tipo de pequeñas artesanías: cerámicas, platos, animales de arcilla. En aquel tiempo eran dos grandes salas blancas donde exponían sólo pintura, magníficamente dispuesta, con grandes espacios entre cuadro y cuadro. El letrero de madera que colgaba entonces de la entrada sigue siendo el mismo. En fin, volviendo a aquel día, Rodney dijo que si nos quedábamos esperando en medio de aquella pequeña calle tranquila, sin duda despertaríamos sospechas, así que decidimos entrar en la galería, donde al menos podríamos fingir que contemplábamos las pinturas.
Al entrar vimos que la mujer a la que seguíamos estaba hablando con otra mujer mucho mayor de pelo plateado, que parecía al frente del negocio. Estaban sentadas a ambos extremos de un pequeño escritorio cercano a la puerta, y no había nadie más en la galería. Ninguna de las dos mujeres nos prestó atención cuando pasamos ante ellas; nos dispersamos y tratamos de hacer como que nos fascinaban aquellos cuadros.
Lo cierto es que, a pesar de lo interesada que yo estaba en la posible de Ruth, empecé a disfrutar de las pinturas que veía y de la absoluta paz del lugar. Era como si nos hubiéramos alejado cientos de kilómetros de High Street. Las paredes y los techos eran de color verde menta, y aquí y allá se veía un retazo de red de pesca o un trozo podrido de un barco encastrado en lo alto de la pared, al lado de las molduras. Las pinturas -óleos en su mayoría, en azules y verdes oscuros- eran también de tema marinero. Puede que fuera el cansancio, que se apoderaba súbitamente de nosotros -estábamos de viaje desde antes del alba-, pero yo no fui la única que se sumió en una especie de ensueño. Íbamos todos de un lado para otro, y nos quedábamos mirando un cuadro tras otro, y sólo ocasionalmente hacíamos algún que otro comentario en voz baja («¡Venid, mirad éste!»). Y durante todo el tiempo oíamos charlar a la posible de Ruth y a la mujer de pelo plateado. No hablaban en voz muy alta, pero en aquel lugar su conversación llenaba todo el espacio. Hablaban de un hombre que ambas conocían, de que no tenía la menor idea de cómo tratar a sus hijos. Y poco a poco, mientras escuchábamos lo que decían, y les echábamos una mirada de vez en cuando, algo empezó a cambiar. Me sucedió a mí, y estaba segura de que también les estaba sucediendo a mis compañeros. Si lo hubiéramos dejado después de ver a la mujer a través del ventanal de su oficina, incluso si la hubiéramos perdido mientras la perseguíamos por la ciudad, habríamos podido volver a las Cottages con una exultante sensación de triunfo. Pero ahora, en aquella galería, la mujer era demasiado cercana, mucho más cercana de lo que en realidad habríamos querido. Y cuanto más la oíamos hablar y más la mirábamos, menos parecida a Ruth la veíamos. Era una sensación que fue acrecentándose en nosotros de forma casi imperceptible, y podría asegurar que Ruth, absorta en una pintura del otro extremo de la sala, la estaba experimentando tanto como cualquiera de nosotros. Y probablemente por eso nos demoramos tanto en aquella galería; estábamos posponiendo el momento en que tendríamos que conferenciar sobre el asunto.
Entonces, de pronto, vimos que la mujer se había ido, y seguimos allí de pie, evitando mirarnos a los ojos. Pero ninguno de nosotros había pensado continuar el seguimiento de la posible de Ruth, y a medida que transcurrían los segundos era como si estuviéramos poniéndonos de acuerdo, sin palabras, en cómo veíamos ahora la situación.
Al final la mujer de pelo plateado se levantó del escritorio y le dijo a Tommy, que era el que más cerca estaba de ella:
– Es un trabajo especialmente atractivo. Ese cuadro es uno de mis preferidos.
Tommy se volvió hacia ella y dejó escapar una risa. Entonces, cuando corrí a socorrerle, la dama preguntó:
– ¿Sois estudiantes de Arte?
– No exactamente -dije, antes de que Tommy pudiera responder-. Somos…, bueno, aficionados.
La mujer de pelo plateado nos dirigió una sonrisa radiante, y se puso a contarnos que el artista cuya obra estábamos contemplando era pariente suyo, y nos detalló su carrera hasta la fecha. Ello, al menos, tuvo el efecto de sacarnos de aquella especie de trance en el que estábamos inmersos, y todos nos agrupamos en torno a la mujer para escuchar lo que decía, tal como habríamos hecho en Hailsham si un custodio se hubiera puesto a hablarnos. Al ver nuestra reacción, la mujer de pelo plateado siguió hablando, y nosotros seguimos asintiendo con la cabeza y soltando exclamaciones mientras nos contaba dónde habían sido pintados aquellos cuadros, los días en los que al artista le gustaba trabajar, y cómo algunos los había pintado sin boceto previo. Luego su discurso llegó a una especie de final natural, y todos dejamos escapar sendos suspiros, le dimos las gracias y nos fuimos.
La calle era tan estrecha que no pudimos caminar normalmente en un buen trecho, y creo que todos lo agradecimos. No bien nos alejábamos de la galería en fila india, pude ver cómo Rodney, unos pasos más adelante, extendía teatralmente los brazos como si estuviera tan lleno de júbilo como en los primeros momentos de nuestra llegada a la ciudad. Pero no resultaba en absoluto convincente, y en cuanto llegamos a una calle más amplia nos paramos para reagruparnos.
Estábamos de nuevo cerca de un acantilado. Y, al igual que antes, si mirabas por encima del pretil veías unos senderos que zigzagueaban por la pendiente hasta llegar al mar, sólo que ahora al fondo veías también el paseo marítimo con hileras de puestos de madera.
Estuvimos unos momentos contemplando aquella vista, dejando que el viento nos golpeara en la cara. Rodney seguía tratando de mostrarse alegre, como si hubiera decidido no permitir que nada de lo que hubiera podido pasarnos pudiera echar a perder aquel viaje. Le estaba señalando a Chrissie algo en la lejanía, sobre la superficie del mar, pero ella apartó la mirada de él y dijo:
– Bien, creo que todos estamos de acuerdo, ¿no? Ésa no es Ruth. -Soltó una risita y puso una mano sobre el hombro de Ruth-. Lo siento. Todos lo sentimos. Pero no podemos culpar de nada a Rodney, la verdad. No era tan descabellado. Tenéis que admitir que cuando la vimos a través de aquel ventanal parecía…
Dejó la frase en suspenso, y volvió a tocar el hombro de Ruth.
Ruth no dijo nada, pero esbozó un pequeño encogimiento de hombros, casi como para conjurar el tacto de la mano de su amiga. Miraba hacia lo lejos con los ojos entrecerrados, más hacia el cielo que hacia el mar. Yo sabía que estaba disgustada, pero alguien que no la hubiera conocido tan bien habría supuesto que simplemente estaba pensativa.
– Lo siento, Ruth -dijo Rodney, al tiempo que también le daba un golpecito en el hombro.
Sin embargo, tenía una sonrisa en el rostro, como si ni por asomo pensara que alguien pudiera censurarle por su error. Era la forma de disculparse de alguien que ha querido hacerte un favor y no ha tenido éxito.
Recuerdo que, al mirar entonces a Chrissie y a Rodney, pensé «sí, son buena gente». Se estaban portando amablemente al tratar de alegrar a Ruth. Al mismo tiempo, sin embargo, recuerdo que sentí también -a pesar de que eran ellos los que la estaban consolando, mientras Tommy y yo seguíamos callados- cierto resentimiento hacia ellos en nombre de Ruth. Porque, por mucho que se solidarizaran con ella, veía que en su interior se sentían aliviados. Aliviados porque las cosas hubieran resultado como habían resultado; porque se hallaban en posición de consolar a Ruth en lugar de haber quedado relegados en caso de unas esperanzas renovadas de su amiga. Se sentían aliviados por no tener que afrontar, más descarnadamente que nunca, la idea que les fascinaba y les mortificaba y les asustaba a un tiempo: la existencia de todo tipo de posibilidades para los alumnos de Hailsham y ninguna para ellos. Recuerdo que pensé entonces en lo diferentes de nosotros que eran en realidad Chrissie y Rodney.
Entonces Tommy dijo:
– No veo por qué puede importar tanto. Nos hemos divertido un montón.
– Puede que tú sí te hayas divertido un montón, Tommy -dijo Ruth en tono frío, con la mirada aún fija en algún punto de la lejanía-. No pensarías lo mismo si al que hubiéramos estado buscando hubiera sido tu posible.
– Seguro que sí -dijo Tommy-. No creo que sea tan importante. Encontrar a tu posible, a la persona de donde sacaron el modelo que utilizaron contigo. No entiendo qué puede variar eso.
– Gracias por tu profunda contribución al asunto -replicó Ruth.
– Pues yo creo que Tommy tiene razón -dije yo-. Es tonto suponer que vas a tener la misma vida que tu modelo. Estoy de acuerdo con Tommy. Nos hemos divertido mucho. No tendríamos que ponernos tan serios.
Y alargué también la mano para tocar en el hombro a Ruth. Quería que comprobase el contraste de mi tacto con el de Chrissie y Rodney, y deliberadamente elegí el mismo punto donde lo habían hecho ellos. Esperé alguna reacción, alguna señal de que aceptaba la comprensión de Tommy y mía de un modo distinto a como aceptaba la de los veteranos. Pero no hizo ningún gesto, ni siquiera el pequeño encogimiento de hombros con que había reaccionado ante Chrissie.
A mi espalda oí a Rodney paseándose de un lado a otro y haciendo ruidos para dar a entender que se estaba quedando helado ante el fuerte viento.
– ¿Qué tal si vamos a visitar a Martin? -dijo-. Su apartamento está allí mismo, detrás de esas casas.
Ruth suspiró de pronto y se volvió hacia nosotros.
– Para ser sincera -dijo-, he sabido desde el principio que era una tontería.
– Sí -dijo Tommy con viveza-. Nos hemos divertido un montón.
Ruth le dirigió una mirada irritada.
– Tommy, por favor, cállate de una vez con lo de la maldita diversión. Nadie te escucha. -Luego, volviéndose hacia Chrissie y Rodney, prosiguió-: No quise decirlo cuando me hablasteis por primera vez de esa mujer. Pero lo cierto es que no era viable. Jamás, jamás utilizan a gente como esa mujer. Pensad un poco. ¿Por qué iba a querer prestarse a ser modelo de nadie? Todos lo sabemos, así que ¿por qué no lo asumimos? No se nos modela de ese modo…
– Ruth -corté con firmeza-. Ruth, cállate.
Pero ella siguió hablando:
– Todos lo sabemos. Se nos modela a partir de gentuza. Drogadictos, prostitutas, borrachos, vagabundos. Y puede que presidiarios, siempre que no sean psicópatas. De ahí es de donde venimos. Lo sabemos todos, así que por qué no decirlo. ¿Una mujer como ésa? Por favor… Sí, Tommy. Un poco de diversión. Divirtámonos un poco fingiendo. Esa otra mujer mayor de la galería, su amiga, ha pensado que éramos estudiantes de Arte. ¿Creéis que nos habría hablado así si hubiera sabido lo que somos realmente? ¿Qué creéis que habría dicho si se lo hubiéramos preguntado? «Perdone, pero ¿cree usted que su amiga ha hecho alguna vez de modelo para una clonación?» Nos habría echado de la galería. Lo sabemos, así que sería mejor que lo expresáramos con claridad. Si queréis buscar posibles, si queréis hacerlo como es debido, buscad en la cloaca. Buscad en los cubos de basura. Buscad en los retretes, porque es de ahí de donde venimos.
– Ruth -la voz de Rodney era firme y entrañaba una advertencia-. Olvidemos esto y vayamos a ver a Martin. Hoy tiene la tarde libre. Os va a gustar. Te partes de risa con él.
Chrissie rodeó a Ruth con un brazo.
– Venga, Ruth. Hagamos lo que dice Rodney.
Ruth se enderezó, y Rodney empezó a andar.
– Bien, podéis iros -dije, en voz baja-. Yo no voy.
Ruth se volvió hacia mí y me miró fijamente.
– Vaya. ¿Quién es la molesta ahora?
– No estoy molesta. Pero a veces no dices más que estupideces, Ruth.
– Oh, mirad quién se ha molestado, ahora. Pobre Kathy. Nunca le gusta que se hable claro.
– No tiene nada que ver con eso. No quiero visitar a un cuidador. Se supone que no tenemos que hacerlo, y ni siquiera conozco a ese tipo.
Ruth se encogió de hombros e intercambió una mirada con Chrissie.
– Bien -dijo-, no tenemos por qué ir juntos a todas partes. Si la damita no quiere venir con nosotros, no tiene por qué hacerlo. Que se vaya por ahí sola. -Se inclinó hacia Chrissie y le susurró teatralmente-: Es lo mejor cuando Kathy se pone de morros. Si la dejamos sola se le pasará.
– Estate en el coche a las cuatro -me dijo Rodney-. Si no, tendrás que hacer dedo. -Luego soltó una carcajada-. Venga, Kathy. No te enfurruñes. Ven con nosotros.
– No. Id vosotros. A mí no me apetece.
Rodney se encogió de hombros y echó de nuevo a andar. Ruth y Chrissie le siguieron, pero Tommy no se movió. Sólo cuando vio que Ruth le miraba fijamente, dijo:
– Me quedo con Kath. Si vamos a separarnos, yo me quedo con Kath.
Ruth lo miró con furia, se dio la vuelta y empezó a andar. Chrissie y Rodney miraron a Tommy con expresión incómoda, y al final siguieron a Ruth y se alejaron.
Tommy y yo nos asomamos por la barandilla y nos quedamos contemplando el paisaje hasta que los otros se hubieron perdido de vista.
– Son sólo palabras -dijo al fin Tommy. Y luego, tras una pausa, añadió-: Es lo que la gente dice cuando siente lástima de sí misma. Palabras. Los custodios nunca nos hablaron de semejante asunto.
Empecé a andar -en dirección contraria a la de Chrissie y Rodney y Ruth-, y esperé un poco a que Tommy se incorporara a mi paso.
– No merece la pena molestarse -siguió Tommy-. Ruth se pasa el tiempo haciendo cosas de éstas últimamente. Así se desahoga. De todas formas, como le hemos dicho antes, aunque sea cierto, aunque tan sólo hubiera una pizca de verdad en todo el asunto, no veo cómo iba a cambiar las cosas. Nuestros modelos, cómo son y demás, no tienen nada que ver con nosotros, Kath. No merece la pena hacerse mala sangre por eso.
– De acuerdo -dije, y deliberadamente dejé que mi hombro golpeara contra el suyo-. De acuerdo, de acuerdo.
Me pareció que íbamos en dirección al centro de la ciudad, aunque no podía estar segura. Estaba tratando de buscar un modo de cambiar de tema cuando Tommy se me adelantó y dijo:
– ¿Sabes cuando antes hemos estado en Woolworth's? ¿Cuando has ido al fondo de la planta con los demás? Pues yo estaba intentando encontrar algo. Algo para ti.
– ¿Un regalo? -Lo miré, sorprendida-. No creo que a Ruth le hubiera parecido bien lo que me estás diciendo. A menos que a ella le compraras otro más grande.
– Una especie de regalo, sí. Lamentablemente, no lo he podido encontrar. No era mi intención decírtelo, pero ahora, bueno, ahora tengo otra oportunidad de encontrarlo, aunque creo que tendrás que ayudarme. No soy muy bueno en las compras.
– Tommy, ¿se puede saber de qué estás hablando? Quieres hacerme un regalo, y quieres que te ayude a escogerlo.
– No. Sé lo que es. Sólo que… -Se echó a reír y se encogió de hombros-. Oh, será mejor que te lo diga. En esos grandes almacenes había un expositor con montones de discos y cintas. Así que he estado buscando aquella que perdiste aquella vez. ¿Te acuerdas, Kath? Pero no he logrado acordarme de cuál era.
– ¿Mi cinta? No tenía ni idea de que lo supieses, Tommy.
– Oh, sí. Ruth estuvo pidiéndole a todo el mundo que la ayudara a encontrarla, que estabas muy triste por haberla perdido. Así que la estuve buscando por todo Hailsham. No te lo dije entonces, pero lo intenté con todas mis fuerzas. Pensé que había sitios donde yo podía mirar y tú no. Los dormitorios de los chicos, sitios así… Recuerdo que la busqué durante mucho tiempo, pero ya ves que no dio resultado.
Miré a Tommy, y sentí que mi mal humor se esfumaba.
– Nunca lo supe, Tommy. Fue muy bonito de tu parte.
– Bueno, no sirvió de mucho. Y te aseguro que quería encontrarla para que te pusieras contenta. Cuando al final me di cuenta de que no iba a lograrlo, me dije a mí mismo que algún día iría a Norfolk y allí la encontraría.
– El rincón perdido de Inglaterra -dije, y miré a mi alrededor y añadí-: ¡Estamos en él!
Tommy miró también a su alrededor, y los dos nos paramos. Estábamos en otra calle lateral, no tan estrecha como la de la galería de arte. Durante un momento estuvimos mirando a un lado y a otro con aire teatral, y al cabo soltamos unas risitas.
– Así que no era ninguna idea tonta -dijo Tommy-. En Woolworth's tienen cantidad de cintas, y he supuesto que también tendrían la tuya. Pero no creo que la tuvieran.
– ¿No crees que la tuvieran? Oh, Tommy, quieres decir que ni siquiera has mirado como es debido…
– Claro que sí, Kath; sólo que, bueno, es horrible que no haya podido acordarme del título. Tanto tiempo abriendo los arcones de los chicos y demás, allí en Hailsham, y no conseguir acordarme de cómo se titula… Era de Julie Bridges o algo así…
– Sí, es Judy Bridgewater. Canciones para después del crepúsculo.
Tommy sacudió la cabeza con solemnidad.
– Entonces seguro que no la tenían.
Me eché a reír y le di con el puño en un brazo. Tommy pareció desconcertado, así que dije:
– Es normal que no tengan nada de eso en Woolworth's, Tommy. En Woolworth's tienen los éxitos del momento. Judy Bridgewater es de hace siglos. Dio la casualidad de que apareció en uno de nuestros Saldos. ¡Pero en Woolworth's no vas a encontrarla, tonto!
– Bueno, ya te lo he dicho: no sé nada de ese tipo de cosas. Y tienen tantas cintas…
– Sí, tienen unas cuantas, Tommy. Oh, no te preocupes. Ha sido un detalle precioso. Estoy emocionada. Era una gran idea. Estamos en Norfolk, después de todo.
Echamos de nuevo a andar y Tommy dijo, en tono dubitativo:
– Bueno, por eso tenía que decírtelo. Quería sorprenderte, pero de nada ha servido. No sabría dónde mirar, por mucho que ahora sepa el título de la cinta. Pero ya que te lo he dicho, puedes ayudarme. Podemos buscarla juntos.
– ¿De qué estás hablando, Tommy?
Trataba de que sonara a reproche, pero no pude evitar reírme.
– Bueno, tenemos más de una hora. Es una oportunidad única.
– No seas tonto, Tommy. Te lo crees de verdad, ¿no es cierto? Lo del rincón de las cosas perdidas y demás…
– No necesariamente. Pero podemos mirar, ya que estamos aquí. Quiero decir que a ti te encantaría encontrarla, ¿no? ¿Tenemos algo que perder?
– De acuerdo. Eres un completo bobo, pero de acuerdo.
Tommy abrió los brazos en un gesto de impotencia.
– Bien, ¿adonde vamos, Kath? Como te he dicho, no soy nada bueno comprando.
– Tenemos que mirar en tiendas de segunda mano -dije, después de pensarlo un momento-. En esos sitios llenos de ropa vieja, de libros viejos. A veces suelen tener cajas llenas de discos y cintas.
– Muy bien. Pero ¿dónde están esas tiendas?
Cuando hoy pienso en aquel momento, allí en aquella pequeña calle lateral con Tommy, a punto de emprender nuestra búsqueda, siento que una calidez recorre mi interior. De pronto todo era perfecto: teníamos una hora por delante, sin ninguna otra cosa mejor que hacer. Tuve realmente que contenerme para no echarme a reír como una tonta, o ponerme a brincar en medio de la acera como una niña. No mucho tiempo atrás, cuando estuve cuidando a Tommy y saqué a colación nuestro viaje a Norfolk, me dijo que había sentido exactamente lo mismo. El momento en que decidimos ir en busca de la cinta perdida fue como si de pronto todas las nubes se hubieran despejado y no hubiera más que risa y diversión ante nosotros.
Al principio, no hacíamos más que entrar en sitios equivocados: librerías de segunda mano, tiendas llenas de aspiradoras viejas…, pero ninguna música en absoluto. Al cabo de un rato Tommy decidió que, como yo no tenía mucha más idea que él, tomaba el mando de la expedición. Así pues, por puro azar, de pronto descubrió una calle con cuatro tiendas del tipo que buscábamos, y casi una detrás de otra. Sus escaparates estaban llenos de vestidos, bolsos, anuarios escolares, y cuando entramos en ellas enseguida percibimos un agradable aroma a mundo añejo. Había montones de libros de bolsillo arrugados, cajas polvorientas llenas de tarjetas postales o de baratijas. Una de las tiendas estaba especializada en artículos hippies, mientras otra vendía medallas de guerra y fotos de soldados en el desierto. Pero todas ellas, en algún rincón, tenían una o dos grandes cajas de cartón llenas de elepés y cintas. Rebuscamos en aquellas tiendas, y si he de ser sincera, al cabo de unos minutos creo que Judy Bridgewater se había esfumado de nuestras cabezas. Sencillamente disfrutábamos buscando juntos entre aquellas cosas, perdiéndonos durante un rato y volviéndonos a ver otra vez juntos, tal vez compitiendo por la misma caja de baratijas en un polvoriento rincón iluminado por un rayo de sol.
Y por fin la encontré. Había estado hurgando en una hilera de casetes, con la mente en otra parte, cuando de pronto la vi allí, bajo mis dedos, con aspecto idéntico a aquella remota cinta del pasado: Judy, con su cigarrillo, mirando coquetamente al barman, con las palmeras desvaídas al fondo.
No solté ninguna exclamación, como había hecho un instante antes al encontrar alguna cosa que me había entusiasmado sólo a medias. Me quedé quieta, mirando la caja de plástico, sin saber muy bien si estaba o no loca de gozo. Durante unos segundos me llegó a parecer incluso una equivocación. La cinta había sido una excusa perfecta para divertirnos un poco, y ahora que la habíamos encontrado tendríamos que dejarlo. Tal vez fue ésa la razón por la que, para mi sorpresa, me quedé callada al principio; por la que incluso pensé en fingir que no la había visto. Y ahora que la tenía allí delante, había en ella algo vagamente embarazoso, como si se tratara de algo que debería haber dejado atrás al madurar y dejar de ser una chiquilla. De hecho llegué a pasar la casete como la hoja de un libro y permitir que le cayera encima la siguiente. Pero seguía estando el lomo, que no paraba de mirarme, y al final llamé a Tommy.
– ¿Es ésa? -dijo.
Parecía no creérselo, quizá porque no me veía haciendo grandes aspavientos.
Saqué la cinta y se la enseñé. Y de pronto sentí un placer muy intenso (y algo más, algo no sólo más complejo sino capaz de hacerme llorar a lágrima viva), pero contuve la emoción, y di un fuerte tirón del brazo de Tommy.
– Sí, es ésta -dije, y por primera vez sonreí con entusiasmo-. ¿No es increíble? ¡La hemos encontrado!
– ¿Crees que podría ser la misma? Me refiero a la misma. La que perdiste.
Al darle la vuelta entre los dedos me di cuenta de que recordaba todos los detalles del reverso, los títulos de las canciones, todo.
– No veo por qué no. Podría ser -dije-. Pero tengo que decirte, Tommy, que puede haber miles circulando por ahí.
Entonces me di cuenta de que ahora era Tommy quien no estaba tan entusiasmado como cabía esperar.
– Tommy, no pareces muy contento con mi suerte -dije, aunque, como es lógico, en tono de broma.
– Estoy muy contento por ti, Kath. Es que, bueno, me gustaría haberla encontrado yo. -Lanzó una risita, y continuó-: ¿Te acuerdas de cuando la perdiste? Pues yo solía pensar mucho en el asunto, y me preguntaba mentalmente qué pasaría si la encontraba y te la daba. Qué dirías, qué cara pondrías, todo eso.
Su voz era más suave que de costumbre, y no quitaba la vista de la caja de plástico de la casete, que seguía en mi mano. Entonces caí en la cuenta de que no había nadie más que nosotros en la tienda, aparte del viejo que estaba detrás del mostrador, junto a la entrada, ensimismado en el papeleo de su negocio. Estábamos en el fondo de la tienda, sobre una especie de entarimado más alto, donde la luz era más tenue; un espacio un tanto aparte, como si el viejo no quisiera pensar en los artículos de nuestra zona y la hubiera aislado mentalmente. Durante varios segundos, Tommy siguió en una suerte de trance, supongo que dándole vueltas a la cabeza a la antigua fantasía de que era él quien me ofrecía la cinta perdida. De pronto me arrebató la cinta de la mano.
– Bien, al menos puedo comprártela -dijo con una sonrisa, y antes de que pudiera detenerle bajó de la zona elevada y echó a andar hacia el mostrador.
Yo seguí curioseando en el fondo de la tienda mientras el viejo buscaba la cinta para ponerla en su caja. No había dejado de sentir aquella punzada de pesar por haberla encontrado tan pronto, y sólo mucho después, de vuelta ya en las Cottages y sola en mi cuarto, aprecié en su justo valor volver a tener la cinta (y en especial aquella canción que me había gustado tanto). Pero incluso entonces era sobre todo una cuestión de nostalgia, y si hoy saco alguna vez la cinta y la miro me trae recuerdos de aquella tarde en Norfolk del mismo modo que me trae recuerdos de nuestro pasado en Hailsham.
Nada más salir de la tienda, yo ya estaba deseando volver al estado de ánimo despreocupado, alocado de antes. Pero cuando hice unas cuantas bromas me di cuenta de que Tommy estaba ensimismado en sus pensamientos y no me respondía.
Empezamos a subir por una cuesta empinada, y quizá a un centenar de metros, justo al borde del acantilado, divisamos una especie de mirador con bancos que daban al mar. Era el sitio ideal para que una familia disfrutase de una merienda estival al aire libre. Y ahora, a pesar del viento frío, caminábamos hacia los bancos con determinación; pero cuando aún nos faltaba un trecho Tommy aflojó el paso y se rezagó y me dijo:
– Chrissie y Rodney están realmente obsesionados con esa idea. Ya sabes, con lo de que a una pareja le aplazaban las donaciones si estaba enamorada de verdad. Están convencidos de que nosotros estamos al tanto de ese asunto, pero en Hailsham nadie nos dijo nunca nada de eso. Yo nunca oí nada parecido, al menos. ¿Y tú, Kath? Es algo que se rumorea últimamente entre los veteranos. Y lo que hace la gente como Ruth no es más que echar leña al fuego.
Lo miré con detenimiento, pero era difícil apreciar si lo había dicho con una especie de afecto travieso o con profundo desagrado. Vi, de todas formas, que le estaba dando vueltas a la cabeza a algo que no tenía nada que ver con Ruth, así que no dije nada, y esperé. Al final dejó de andar y se puso a dar pequeños puntapiés a un vaso de papel aplastado que había en el suelo.
– En realidad, Kath -dijo-, llevo ya un tiempo pensando en ello. Estoy seguro de que tenemos razón, de que no se habló nunca de tal cosa en Hailsham. Pero en aquel tiempo había montones de cosas que no tenían ningún sentido. Y he estado pensando que si es cierto, si ese rumor es cierto, podría explicar muchas cosas. Cosas a las que solíamos darles vueltas y vueltas en la cabeza.
– ¿Qué quieres decir? ¿Qué tipo de cosas?
– La Galería, por ejemplo. -Tommy había bajado la voz, y yo me había acercado a él, como si aún estuviéramos en Hailsham y habláramos en la cola del almuerzo o en la orilla del estanque-. Nunca llegamos al fondo del asunto: a saber para qué era la Galería. Por qué Madame se llevaba todos los mejores trabajos. Pero ahora creo que lo sé. Kath, ¿te acuerdas de aquella vez que todo el mundo discutía sobre los vales? ¿De si debían o no darse Vales para compensar los trabajos que se llevaba Madame? ¿Y Roy J. fue a ver a la señorita Emily para hablarle del asunto? Bien, pues hubo algo que la señorita Emily dijo entonces, algo que dejó caer y que me ha estado haciendo pensar últimamente.
Pasaban dos mujeres con sus perros atados con correa y, aunque pueda parecer completamente estúpido, los dos callamos hasta que las damas coronaron la pendiente y no pudieron oírnos. Entonces dije:
– ¿Qué, Tommy? ¿Qué «dejó caer» la señorita Emily?
– Cuando Roy J. le preguntó por qué Madame se llevaba nuestros trabajos, ¿recuerdas lo que se suponía que tenía que haber dicho?
– Recuerdo que dijo que era un privilegio, y que tendríamos que estar orgullosos…
– Pero eso no fue todo. -La voz de Tommy era ahora un suspiro-. ¿Qué le dijo a Roy, qué «dejó caer», aunque probablemente no quiso de verdad decirlo? ¿Te acuerdas, Kath? Le dijo a Roy que las pinturas, la poesía y ese tipo de cosas, revelaban cómo era uno por dentro. Dijo que revelaban cómo era su alma.
Cuando le oí decir esto, recordé súbitamente un dibujo que una vez había hecho Laura de sus propios intestinos, y me eché a reír. Pero algo se estaba abriendo paso en mi memoria.
– Es cierto -dije-. Lo recuerdo. Bien, ¿adonde quieres ir a parar?
– Lo que yo pienso -dijo Tommy despacio- es esto: supongamos que es verdad lo que los veteranos están diciendo; supongamos que hay ciertas disposiciones especiales para los alumnos de Hailsham; supongamos que dos alumnos afirman estar muy enamorados, y que quieren un tiempo extra para estar juntos. Entonces, Kath, tendrá que haber un modo de saber si están diciendo la verdad. Que no están diciendo que están enamorados simplemente para aplazar sus donaciones. ¿Te das cuenta de lo difícil que puede ser tomar una decisión al respecto? O que una pareja crea de verdad que están enamorados, pero que en realidad no sea más que una cuestión de sexo. O un enamoramiento pasajero. ¿Te das cuenta de adonde quiero llegar, Kath? Tiene que ser muy difícil juzgar estos casos, y probablemente imposible acertar todas las veces. Pero la cuestión, sea quien sea quien decida, sea Madame o cualquier otro, es que necesitan algo para seguir considerando la cuestión…
Asentí con la cabeza despacio.
– Así que por eso se llevaban nuestro arte…
– Puede ser. Madame tiene en alguna parte una galería llena de trabajos de alumnos; de cuando eran chicos y chicas muy pequeños. Supongamos que una pareja se presenta y dice que están enamorados. Madame puede buscar las obras que estos dos alumnos han ido haciendo a lo largo de los años. Y puede ver si encajan. Si casan. Puede decidir por sí misma qué amor puede perdurar y qué otro no es más que un mero enamoriscamiento.
Eché a andar despacio, sin apenas mirar hacia delante. Tommy me alcanzó, aguardando mi respuesta.
– No estoy segura -dije al fin-. Lo que estás diciendo podría explicar lo de la señorita Emily, lo que le dijo a Roy. Y supongo que explicaría también por qué los custodios siempre pensaban que era tan importante para nosotros que supiéramos pintar y todo eso.
– Exactamente. Y por tanto… -Tommy suspiró, y siguió con cierto esfuerzo-: Por tanto, la señorita Lucy tuvo que admitir que estaba equivocada, y decirme que en realidad sí importaba. Me había dicho lo anterior porque en aquel tiempo le daba lástima. Pero en el fondo de sí misma sabía que sí importaba. Lo que nos distinguía a los que habíamos estado en Hailsham era que se nos brindaba esa oportunidad especial. Pero si no tenías ningún trabajo en la Galería de Madame era como si hubieras desperdiciado tu oportunidad.
Fue después de oír las palabras de Tommy cuando de pronto vi con claridad, y con un escalofrío, adonde nos llevaba todo aquello. Me detuve y me volví hacia él, pero antes de que pudiera decir nada Tommy soltó una carcajada.
– Así que si lo he entendido bien…, bien, pues parece que he desperdiciado mi oportunidad.
– Tommy, ¿se llevaron alguna vez algo tuyo para la Galería? ¿Cuando eras mucho más pequeño, quizá?
Tommy sacudía ya la cabeza en señal de negativa.
– Ya sabes lo inútil que era. Y luego estaba lo de la señorita Lucy. Sé que su intención era buena. Le daba pena y quería ayudarme. Y estoy seguro de que lo hizo. Pero si mi teoría es cierta, entonces…
– Sólo es una teoría, Tommy -dije-. Y sabes perfectamente cómo suelen ser tus teorías.
Quería quitarle hierro al asunto, pero no daba con el tono adecuado, y creo que era evidente que seguía pensando detenidamente en lo que acababa de decir Tommy.
– Quizá disponen de todo tipo de medios para juzgar -dije al cabo de un momento-. Quizá el arte no es más que uno de ellos.
Tommy negó de nuevo con la cabeza.
– ¿Y cuáles serían esos medios? Madame nunca llegó a conocernos. No podría recordarnos individualmente. Además, es muy probable que Madame no sea la única que decide. Seguramente hay gente de un nivel más alto que ella, gente que jamás puso un pie en Hailsham. He pensado mucho en esto, Kath. Y todo cuadra. Ésa es la razón por la que la Galería era tan importante, y por eso los custodios querían que trabajásemos duro en el arte y la poesía. ¿En qué estás pensando, Kath?
Ciertamente me había alejado un poco del asunto. De hecho estaba pensando en aquella tarde en que estuve sola en nuestro dormitorio, poniendo la cinta que acabábamos de encontrar; en cómo me bamboleaba de un lado a otro, con una almohada pegada contra el pecho, mientras Madame me observaba desde el umbral con lágrimas en los ojos. El episodio, para el que nunca había encontrado una explicación convincente, parecía encajar bien con la teoría de Tommy. Mientras danzaba lentamente imaginaba que estaba abrazando a un bebé pero, por supuesto, Madame no podía saberlo. Debió de suponer que abrazaba a un amante. Si la teoría de Tommy era cierta, si Madame tenía relación con nosotros con el solo propósito de diferir nuestras donaciones cuando, andando el tiempo, estuviéramos enamorados, entonces tenía sentido -pese a su habitual frialdad para con nosotros- que se emocionara al darse casi de bruces con una escena como aquélla. Estaba dándole vueltas a esto en la cabeza, y a punto estuve de soltárselo todo de pronto a Tommy, pero me contuve porque lo que ahora quería era quitarle importancia a su teoría.
– He estado pensando en lo que has dicho, eso es todo -dije-. Tenemos que volver ya. Nos va a llevar un rato encontrar el aparcamiento.
Empezamos a desandar la pendiente, pero sabíamos que aún teníamos tiempo y no apretamos el paso.
– Tommy -le pregunté, después de haber caminado un rato-. ¿Le has dicho algo de esto a Ruth?
Tommy negó con la cabeza, y siguió andando. Y luego dijo:
– La cuestión es que Ruth se lo cree todo; todo lo que están diciendo los veteranos. Sí, le gusta hacer como que sabe mucho más de lo que sabe. Lo malo es que se lo cree. Y tarde o temprano va a querer ir más lejos…
– ¿Te refieres a que querrá…?
– Sí. Querrá hacer la solicitud. Pero de momento no se ha parado a pensar demasiado en el asunto. No como acabamos de hacer nosotros.
– ¿Nunca le has contado tu teoría sobre la Galería?
Volvió a negar con la cabeza, pero no dijo nada.
– Si le explicas tu teoría -dije-, y admite que quizá tengas razón… Bueno, se va a poner hecha una furia.
Tommy se quedó pensativo, pero siguió sin decir nada.
Hasta que estuvimos de nuevo en las calles laterales estrechas no volvió a hablar, y cuando lo hizo su voz se había vuelto súbitamente mansa.
– La verdad, Kath -dijo-, es que he estado haciendo algunas cosas. Por si acaso. No se lo he contado a nadie, ni siquiera a Ruth. No es más que un comienzo.
Fue la primera vez que oí hablar de sus animales imaginarios. Cuando empezó a describir lo que estaba haciendo -no me enseñó ninguno de estos trabajos hasta semanas más tarde-, me resultó difícil mostrar gran entusiasmo. De hecho, tengo que admitir que al oírle recordé aquel dibujo original de un elefante en la hierba que había dado lugar a todos los problemas de Tommy en Hailsham. La inspiración, me explicó, le había venido de un viejo libro infantil al que le faltaba la cubierta trasera y que había encontrado detrás de uno de los sofás de las Cottages. Había convencido a Keffers para que le diera uno de aquellos pequeños cuadernos negros donde él garabateaba sus números, y desde entonces había creado como mínimo una docena de criaturas fantásticas.
– El caso es que estoy haciendo unos animales increíblemente pequeños. Diminutos. Jamás se me ocurrió hacerlos así en Hailsham. Y quizá fue ahí donde me equivoqué. Si los haces muy pequeños, y no me queda más remedio que hacerlos así porque las hojas son más o menos de este tamaño, todo cambia. Es como si cobraran vida por sí mismos. Y entonces no tienes más que dibujarles todos esos detalles que los diferencian. Tienes que pensar en cómo se protegen, en cómo consiguen coger las cosas. De verdad, Kath, no tiene nada que ver con lo que solía hacer en Hailsham.
Se puso a describirme los que más le gustaban, pero yo no podía concentrarme en lo que me estaba contando; cuanto más se entusiasmaba él hablándome de sus animales, más incómoda me sentía yo. «Tommy -tenía ganas de decirle-, vas a volver a ser el hazmerreír de todo el mundo. Animales imaginarios… ¿Qué es lo que te pasa?» Pero no lo hice. Lo miré con cautela y dije:
– Eso suena fantástico, Tommy.
Luego, en un momento dado, él dijo:
– Como te he dicho, Kath, Ruth no sabe nada de estos dibujos.
Y cuando dijo esto pareció recordar todo lo demás, y en primer lugar por qué estábamos hablando de sus animales, y la energía desapareció de su semblante. Volvimos a caminar en silencio, y al llegar a High Street dije:
– Bien, aun en el caso de que haya algo cierto en tu teoría, Tommy, hay muchísimo más por descubrir. Por ejemplo, ¿cómo ha de hacer esa solicitud una pareja? ¿Qué tienen que hacer? Porque no es que los formularios para cumplimentarla estén precisamente por todas partes…
– También yo me he preguntado todas esas cosas. -Su voz volvía a sonar calma y solemne-. Si quieres que te diga mi opinión, no veo más que un camino a seguir: encontrar a Madame.
Pensé en ello, y dije:
– Eso puede no ser tan fácil. No sabemos nada de ella. Ni siquiera sabemos su nombre. ¿Y tú recuerdas cómo era? No le gustábamos; ni siquiera quería vernos de cerca. Y aunque consiguiéramos dar con ella, no creo que nos sirviera de mucho.
Tommy suspiró.
– Lo sé -dijo-. Bueno, supongo que tenemos tiempo. Ninguno de nosotros tiene tanta prisa.
Cuando llegamos al coche la tarde se había encapotado y empezaba a hacer bastante frío. Los demás no habían llegado todavía, así que Tommy y yo nos apoyamos en el coche y nos pusimos a mirar el campo de minigolf. No había nadie jugando, y las banderas se agitaban al viento. Yo no quería hablar más de Madame, ni de la Galería, ni de nada relacionado con este asunto, así que saqué la casete de Judy Bridgewater de su bolsita y la examiné con detenimiento.
– Gracias por regalármela -dije.
Tommy sonrió.
– Si yo hubiera estado mirando en la caja de las cintas y tú en la de los elepés, la habría encontrado yo. El pobre Tommy ha tenido mala suerte.
– No tiene la menor importancia. La hemos encontrado porque tú te has empeñado en que la buscáramos. Yo me había olvidado de lo del rincón de las cosas perdidas. Y como Ruth se ha puesto tan pesada con todo eso, yo me he puesto de muy mal humor. Judy Bridgewater… Mi vieja amiga. Es como si nunca me hubiera separado de ella. Me pregunto quién pudo robármela en Hailsham.
Durante un momento, miramos hacia la calle en busca de los demás.
– ¿Sabes? -dijo Tommy-. Cuando Ruth ha dicho antes lo que ha dicho, y he visto cuánto te has molestado…
– Déjalo, Tommy. Ahora estoy bien. Y no voy a sacarlo a relucir cuando vuelvan.
– No, no es a eso a lo que me refería -dijo Tommy. Dejó de apoyarse en el coche, se volvió y apretó con la punta del zapato la rueda de delante, como para comprobar la presión del aire-. Lo que quiero decir es que, cuando Ruth ha salido con todo eso, me he dado cuenta de por qué sigues mirando esas revistas porno. Está bien, está bien…, no es que me haya dado cuenta. Es sólo una teoría. Otra de mis teorías. Pero cuando Ruth ha dicho eso antes, me ha parecido que algo encajaba al fin.
Sabía que me estaba mirando, pero mantuve la mirada fija hacia el frente y no respondí nada.
– Pero sigo sin entenderlo totalmente, Kath -dijo al cabo de unos segundos-. Aun en el caso de que lo que dice Ruth sea cierto, ¿por qué miras y miras esas viejas revistas porno, para ver si encuentras a alguna de tus posibles? ¿Por qué tu modelo tiene que ser por fuerza una de esas chicas?
Me encogí de hombros, pero seguí sin mirarle.
– No pretendo que tenga mucho sentido. Pero lo hago de todas formas. -Los ojos se me estaban llenando de lágrimas, y traté de que Tommy no las viera. Pero la voz me temblaba cuando añadí-: Si tanto te molesta, dejaré de hacerlo.
No sé si Tommy vio mis lágrimas. De todas formas, cuando Tommy se acercó a mí y me dio un apretón en los hombros, yo ya las había controlado. Contener las lágrimas era algo que ya había hecho antes en ocasiones, y no me suponía ningún esfuerzo especial. Pero además me sentía algo mejor, y dejé escapar una risita. Entonces Tommy me soltó, y nos quedamos casi juntos, codo a codo, con la espalda hacia el coche.
– De acuerdo, no tiene ningún sentido -dije-, pero lo hacemos todos, ¿no es cierto? Todos nos preguntamos sobre nuestro modelo. Al fin y al cabo, ése es el motivo por el que hoy hemos venido aquí. Todos, todos lo hacemos.
– Kath, sabes perfectamente que no se lo he dicho a nadie. Lo de aquella vez en el cobertizo de la caldera. Ni a Ruth ni a nadie. Pero no lo entiendo bien. No comprendo bien por qué lo haces.
– Está bien, Tommy. Te lo contaré. Puede que, cuando te lo cuente, para ti siga sin tener mucho sentido, pero voy a contártelo de todas formas. El caso es que de vez en cuando, cuando me apetece el sexo, tengo unos sentimientos fortísimos. A veces me viene de repente y durante una hora o dos es francamente espeluznante. Hasta el punto de que, si de mí dependiera, sería capaz de acabar haciéndolo con el viejo Keffers. Es así de horrible. Y por eso… Ésa fue la única razón por la que lo hice con Hughie. Y con Oliver. No significó nada en mi interior. Ni siquiera me gustan mucho. No sé qué será; pero luego, cuando ya ha pasado, me da mucho miedo. Así es como empecé a pensar que, bueno, la cosa tenía que venir de alguna parte. Tenía que estar relacionado con cómo soy. -Callé, pero cuando vi que Tommy no decía nada, continué-: Así que pensé que si encontraba su fotografía en alguna de esas revistas, al menos tendría una explicación. Y no es que quisiera ir a buscar a esa mujer ni nada parecido. ¿Entiendes?, sería una especie de explicación de por qué soy como soy.
– A mí me pasa algo parecido a veces -dijo Tommy-. Cuando tengo muchas ganas de hacerlo. Supongo que los demás, si son sinceros, admitirán que también les pasa a ellos. No creo que seas nada diferente en eso, Kath. La verdad es que a mí me pasa montones de veces.
Dejó de hablar y se echó a reír, pero yo no reí con él.
– Estoy hablando de algo diferente -dije yo-. He observado a los demás. Puede apetecerles, pero eso no les hace hacer cosas. Nunca actúan del modo en que yo lo he hecho, irse con tipos como ese Hughie…
Estuve a punto de volver a echarme a llorar, porque sentí que el brazo de Tommy me rodeaba los hombros. Disgustada como estaba, seguí siendo consciente de dónde estábamos, y eché una especie de freno en mi mente para que si Ruth y los otros doblaban la esquina en ese momento y nos veían así, no hubiera ninguna posibilidad de malentendido. Seguíamos uno al lado del otro, apoyados en el coche, y lo que verían sería que yo estaba disgustada por algo y Tommy trataba de consolarme. Y entonces oí que Tommy me decía:
– No creo que eso sea necesariamente malo. Una vez que encuentres a alguien, Kath, a alguien con quien realmente quieras estar, entonces será estupendo. ¿Te acuerdas de lo que los custodios solían decirnos? Si es con la persona adecuada, te hace sentirte bien de verdad.
Hice un movimiento de hombros para que Tommy me quitara el brazo de encima, y aspiré profundamente.
– Olvidémoslo. Será mejor que me controle cuando me vengan esos arrebatos. Así que vamos a olvidarlo.
– De todas formas, Kath, es bastante tonto andar mirando esas revistas.
– Es estúpido, de acuerdo. Pero dejémoslo, Tommy. Ya estoy bien.
No recuerdo de qué hablamos hasta que llegaron los demás. Pero de nada serio; y si los otros, al llegar, pudieron percibir aún algo en el ambiente, no hicieron ningún comentario. Estaban de muy buen humor, y Ruth, en especial, parecía decidida a subsanar el incidente de antes. Vino hasta mí y me tocó la mejilla, mientras hacía una broma, y cuando montamos en el coche se esforzó por que el ánimo jovial siguiera en todos nosotros. A ella y a Chrissie todo lo de Martin les había parecido cómico, y disfrutaban de la libertad de reírse abiertamente de él ahora que ya no estaban en su apartamento. Rodney no parecía aprobar sus comentarios, pero me di perfecta cuenta de que Ruth y Chrissie lo hacían más que nada para tomarle el pelo. El talante era fraterno. Reparé en que si antes Ruth había procurado que Tommy y yo no nos enteráramos en absoluto del sentido de todas aquellas bromas y referencias, durante el camino de vuelta no dejó de volverse hacia mí para explicarme con detalle de qué estaban hablando. De hecho se me hizo un tanto pesado al cabo de un rato, porque daba la impresión de que todo lo que se decía en aquel coche era para que lo oyéramos Tommy y yo (o yo al menos). Pero me complacía que Ruth nos lo estuviera contando todo a bombo y platillo. Comprendía -lo mismo que Tommy- que Ruth reconocía lo mal que se había portado antes, y que aquélla era su forma de admitirlo. Iba sentada entre Tommy y yo, tal como la ida, pero ahora se pasó todo el trayecto hablándome a mí, y sólo muy de vez en cuando se volvía a Tommy para darle algún que otro achuchón o beso. El ambiente era bueno, y nadie sacó a colación a la posible de Ruth ni hizo referencia a nada parecido. Y yo no mencioné la cinta de Judy Bridgewater que Tommy me había comprado. Sabía que Ruth se enteraría de ello tarde o temprano, pero no quería que lo supiera en ese momento. En aquel viaje de vuelta a las Cottages, con la oscuridad cerniéndose ya sobre las largas carreteras vacías, era como si los tres volviéramos a estar unidos y no quisiéramos que nada pudiera ensombrecer nuestro estado de ánimo.
Lo realmente extraño de nuestro viaje a Norfolk fue que, una vez de vuelta, apenas volvimos a hablar de él. Hasta el punto de que durante un tiempo corrieron todo tipo de rumores sobre lo que habríamos estado haciendo en aquel rincón de Inglaterra. Incluso entonces mantuvimos la boca cerrada, hasta que al final la gente perdió el interés.
Aún hoy sigo sin estar segura del porqué. Quizá sentimos que era cosa de Ruth, de que era prerrogativa suya si quería o no contarlo, y no hacíamos sino observar lo que ella hacía y decía. Y Ruth, por una u otra razón -quizá sentía cierto embarazo por cómo habían resultado las cosas en relación con su posible, quizá disfrutaba del misterio-, se había cerrado por completo a este respecto. Incluso entre nosotros evitábamos hablar del viaje a Norfolk.
Este aire de secreto me hizo más fácil no contarle que Tommy me había regalado la cinta de Judy Bridgewater. Aunque no llegué hasta el punto de esconderla. Estaba allí, entre mis cosas, en uno de los pequeños montones que tenía junto al rodapié; pero siempre me cercioré de que no quedara encima de ninguno de ellos. Había veces en que me moría de ganas de contárselo; en aquellos momentos, por ejemplo, en que me habría gustado recordar cosas de Hailsham con la cinta sonando al fondo. Pero cuanto más se alejaba en el tiempo aquel viaje a Norfolk y yo seguía sin contárselo, más iba sintiendo yo una especie de culpa secreta. Por supuesto, al final vio la cinta. Fue mucho después, probablemente en un tiempo en que le hizo mucho más daño descubrirla, pero a veces es este tipo de cosas las que nos depara la fortuna.
Al acercarse la primavera eran más y más los veteranos que dejaban las Cottages para iniciar su aprendizaje, y aunque se iban sin gran alboroto -era ésa la costumbre-, su número cada vez mayor hacía imposible que su marcha pasara inadvertida. No estoy segura de cuáles eran nuestros sentimientos al verlos partir. Parecían dirigirse a un mundo más emocionante, más grande. Pero no había la menor duda de que su marcha nos hacía sentirnos cada día más inquietos.
Entonces, un buen día -creo recordar que hacia el mes de abril-, Alice F. se convirtió en la primera alumna de Hailsham que abandonaba las Cottages, y no mucho después le llegó el turno a Gordon C. Ambos habían solicitado empezar su adiestramiento, pero a partir de entonces el ambiente del lugar cambió para siempre (al menos para nosotros).
También muchos veteranos parecían afectados por la gran cantidad de compañeros que partían, y, acaso como consecuencia directa de ello, se produjo un nuevo aluvión de rumores similares a los que Chrissie y Rodney habían hecho alusión en Norfolk. Se hablaba de que en alguna parte del país había estudiantes que habían conseguido aplazamientos porque habían demostrado que estaban enamorados; a veces, incluso, tales comentarios se referían a alumnos que no tenían relación con Hailsham. Los cinco que habíamos estado en Norfolk también en este caso rehuíamos hablar del asunto: incluso Chrissie y Rodney -un día en el epicentro de aquellas hablillas- miraban hacia otra parte cuando alguien se ponía a hablar de ello.
El «efecto Norfolk» también nos afectó a Tommy y a mí. Después de volver del viaje, supuse que íbamos a aprovechar cualquier oportunidad para hablar de nuestros pensamientos sobre la Galería. Pero quién sabe por qué -y no es que él tuviera más culpa que yo en esto-, no lo hicimos nunca (ni cuando estábamos a solas). La excepción, supongo, fue la vez de la casa del ganso, la mañana en que me enseñó sus animales imaginarios.
El granero al que llamábamos «la casa del ganso» estaba en la periferia de las Cottages, y como tenía el tejado lleno de goteras y la puerta permanentemente fuera de sus goznes, apenas se utilizaba para nada, salvo para que las parejas buscaran intimidad en los meses más cálidos. Para entonces yo me había habituado a dar largos paseos solitarios, y creo que fue al comienzo de uno de ellos, justo cuando estaba dejando atrás la casa del ganso, cuando oí que Tommy me llamaba. Me volví y lo vi descalzo, encaramado torpemente en un trozo de tierra seca rodeado de enormes charcos, con una mano apoyada contra un costado del granero para mantener el equilibrio.
– ¿Dónde están tus botas, Tommy? -le pregunté.
Aparte de ir descalzo, llevaba el jersey grueso y los vaqueros de siempre.
– Estaba…, bueno, dibujando…
Se echó a reír, y levantó un pequeño cuaderno negro parecido a los que Keffers solía llevar consigo a todas partes.
Habían pasado ya más de dos meses desde nuestro viaje a Norfolk, pero en cuanto vi el cuadernito supe de qué se trataba. Aunque esperé hasta que dijo:
– Si quieres, Kath, te los enseño.
Me guió hasta el interior de la casa del ganso, dando saltitos sobre el terreno irregular. En contra de lo que pensaba, no estaba oscuro, porque la luz del sol entraba por los tragaluces. Contra una de las paredes se veían varios muebles, seguramente arrumbados durante el año anterior: mesas rotas, frigoríficos viejos, ese tipo de cosas. Al parecer Tommy había arrastrado hasta el centro del recinto un sofá de dos plazas con el relleno sobresaliéndole por los desgarrones del plástico negro, y supongo que era allí donde había estado sentado dibujando cuando me vio pasar. En el suelo, a unos pasos, vi sus botas de agua caídas hacia un lado, con las medias de fútbol asomando por las aberturas.
Tommy se sentó de un brinco en el sofá y se acarició el dedo gordo del pie.
– Perdona, me duelen un poco los pies. Me he descalzado sin darme cuenta. Creo que me he hecho unos pequeños cortes. ¿Quieres ver los dibujos, Kath? Ruth los vio la semana pasada, así que he estado deseando enseñártelos desde entonces. Nadie más los ha visto. Échales una ojeada, Kath.
Fue la primera vez que vi sus animales. Cuando me habló de ellos en Norfolk había imaginado que "serían algo parecido -aunque de menor tamaño- a esos dibujos que todos hemos hecho cuando éramos pequeños. Así que me quedé asombrada ante el minucioso detalle de cada uno de ellos. De hecho te llevaba unos segundos darte cuenta de que se trataba de animales. Mi primera impresión fue muy semejante a la que hubiera tenido al quitar la tapa de atrás de una radio: canales diminutos, tendones entrelazados, ruedecitas y tornillos en miniatura dibujados con obsesiva precisión, y sólo cuando alejé la hoja un poco pude apreciar que se trataba, por ejemplo, de algún tipo de armadillo, o de un pájaro.
– Es mi segundo cuaderno -dijo Tommy-. ¡No permitiré que nadie vea el primero por nada del mundo! Me ha llevado tiempo empezar a aprender…
Ahora estaba tendido en el sofá, poniéndose un calcetín en el pie y tratando de parecer despreocupado, pero yo sabía que estaba inquieto, a la espera de mi reacción. Aun así, tardé cierto tiempo en manifestarle mi más sincera admiración. En parte quizá por el temor de que los trabajos artísticos podrían volver a causarle problemas serios. Pero también porque los dibujos que estaba viendo eran tan diferentes de todo lo que los custodios nos habían enseñado en Hailsham que no sabía cómo juzgarlos. Dije algo como:
– Dios, Tommy… Esto tiene que exigirte una gran concentración. Es asombroso que aquí puedas tener luz suficiente para dibujar todas estas cosas tan pequeñas. -Y a continuación, mientras pasaba las hojas, y acaso porque seguía buscando las palabras adecuadas, acabé diciendo-: Me pregunto qué diría Madame si viera esto.
Lo dije en tono jocoso, y Tommy respondió con una risita, pero entonces hubo algo nuevo en el aire, algo que no había habido anteriormente. Seguí pasando las hojas del cuaderno -Tommy había llenado ya como una cuarta parte de él- sin mirarle, deseando no haber mencionado a Madame. Finalmente, le oí decir:
– Supongo que tendré que mejorar mucho antes de que ella pueda verlos.
No estaba segura de si me estaba invitando a que le dijera lo buenos que eran sus dibujos, pero entonces yo ya empezaba a estar verdaderamente fascinada por aquellas criaturas fantásticas que tenía ante mis ojos. Pese a sus metálicos, recargados rasgos, había algo tierno, incluso vulnerable en cada uno de ellos. Recordé que en Norfolk me había contado que, mientras los dibujaba, pensaba con preocupación en cómo se protegerían, o en cómo conseguirían coger las cosas, y, al verlos yo ahora, sentí una preocupación semejante. Sin embargo, por alguna razón que se me escapaba, había algo que me seguía impidiendo elogiarle abiertamente. Entonces Tommy dijo:
– De todas formas, no los hago sólo por lo de Madame y demás, sino porque me gusta hacerlos. Me estaba preguntando, Kath, si debo seguir manteniéndolo en secreto. Porque a lo mejor no hay nada malo en que la gente sepa que estoy dibujando esto. Hannah sigue pintando sus acuarelas, y hay un montón de veteranos que siguen haciendo cosas por el estilo. No me refiero exactamente a ir enseñándolos a todo el mundo. Pero estaba pensando que, bueno, no hay razón por la que deba seguir manteniéndolo en secreto.
Por fin me vi capaz de mirarle y de decir con cierta convicción:
– Tommy, no hay razón, no hay ninguna razón en absoluto. Son buenos. De verdad, muy buenos. Si es por eso por lo que te escondes aquí para dibujarlos, estás haciendo una auténtica tontería.
No respondió, pero una especie de mueca risueña se dibujó en su semblante, como si se estuviera sonriendo con una broma íntima, y supe cuan feliz le habían hecho mis palabras. No creo que habláramos mucho después de esto. Creo recordar que se puso enseguida las botas de agua y que ambos salimos de la casa del ganso. Como digo, ésa fue prácticamente la única vez que aquella primavera Tommy y yo mencionamos directamente su teoría.
Luego vino el verano. Había pasado un año desde nuestra llegada a las Cottages. Un nuevo grupo de alumnos llegó en un minibús -más o menos como habíamos llegado nosotros en su día-, pero ninguno de ellos era de Hailsham. Ello, en cierto modo, nos supuso un alivio: creo que a todos nos inquietaba cómo podría complicar las cosas una nueva hornada de alumnos de Hailsham. Pero para mí, al menos, el que no hubiera venido ningún alumno de Hailsham acrecentaba la sensación de que Hailsham era ahora algo ya lejano, un lugar que pertenecía al pasado, y de que los lazos que unían a nuestro viejo grupo estaban empezando a deshacerse. No era sólo que gente como Hannah estuviera siempre hablando de seguir el ejemplo de Alice y solicitar que la destinaran a otro lugar para empezar el adiestramiento, sino que había otras, como Laura, que se habían emparejado con chicos que no eran de Hailsham, y a partir de entonces sus compañeras de siempre casi podíamos olvidarnos de que en un tiempo habíamos sido íntimas.
Y además estaba Ruth, que seguía fingiendo no acordarse de las cosas de Hailsham. De acuerdo, eran detalles triviales, pero que cada día me hacían sentirme más irritada con ella. Una vez, por ejemplo, después de un largo desayuno, estábamos sentadas a la mesa de la cocina Ruth y yo y unos cuantos veteranos. Uno de ellos había estado hablando de que comer queso a altas horas de la noche te alteraba sin remedio el sueño, y yo me volví hacia Ruth para decirle algo como: «¿Te acuerdas de cómo la señorita Geraldine nos lo decía siempre?». Lo dije como de pasada, y Ruth no habría tenido más que dirigirme una sonrisa o un leve asentimiento de cabeza, pero lo que hizo fue quedarse mirándome con expresión vacía, como si no tuviera la más remota idea de lo que le estaba hablando. Sólo cuando les expliqué a los veteranos: «Una de nuestras custodias», asintió Ruth frunciendo el ceño, como si acabara de acordarse de pronto.
En aquella ocasión no le dije nada, pero hubo otra -un atardecer que estábamos sentadas en la vieja marquesina de autobuses- en que no la dejé salirse con la suya. Monté en cólera porque una cosa era que jugara a aquel juego delante de los veteranos, y otra muy distinta que lo hiciera estando las dos solas y en mitad de una conversación seria. Me había referido, de pasada, al hecho de que, en Hailsham, el atajo hacia el estanque que atravesaba la parcela de ruibarbo era un camino prohibido. Al ver que Ruth adoptaba un aire de extrañeza, abandoné por completo la argumentación que estaba esgrimiendo y dije:
– Ruth, no es posible que lo hayas olvidado. Así que no me tomes el pelo.
Si no hubiera empleado un tono tan seco y rotundo -si hubiera hecho una broma al respecto, por ejemplo, y hubiera seguido hablando-, quizá ella habría visto lo absurdo de su actitud y habría soltado una carcajada. Pero la había sacudido verbalmente, y lo que hizo fue mirarme con expresión de ira y decirme:
– ¿Y qué importancia tiene eso? ¿Qué tiene que ver esa parcela de ruibarbo con lo que hablamos? Limítate a seguir con lo que estabas diciendo.
Se estaba haciendo tarde, y empezaba a oscurecer, y en la vieja marquesina de autobuses notábamos la humedad que sucede a una tormenta eléctrica. Así que no me sentía con humor para entrar en por qué importaba tanto. Y aunque dejé este punto de fricción y seguí con la conversación que estábamos teniendo, el ánimo era ya frío entre nosotras y muy poco propicio para ayudarnos a solucionar el difícil asunto que teníamos entre manos.
Para explicar el asunto que estábamos discutiendo tendré que retroceder cierto tiempo. De hecho, habré de remontarme varias semanas hasta el principio del verano. Yo había mantenido una relación con uno de los veteranos, un chico llamado Lenny, que, si he de ser sincera, se había debido sobre todo a una necesidad sexual. Pero de pronto Lenny había decidido irse de las Cottages a recibir su adiestramiento. Ello me desasosegó un tanto, y Ruth se había portado de maravilla conmigo, vigilándome constantemente pero con suma discreción, siempre presta a alegrarme si me veía taciturna. Y me hacía pequeños favores, como prepararme sándwiches o hacerse cargo de mi turno de limpieza.
Entonces, aproximadamente unas dos semanas después de que Lenny se hubiera ido, estábamos las dos sentadas en mi cuarto del altillo, pasada la medianoche, charlando con sendas tazas de té en las manos, y Ruth me estaba haciendo reír de verdad a propósito de Lenny. No había sido un mal chico, pero cuando empecé a contarle a Ruth ciertas cosas de carácter muy íntimo, todo lo relacionado con él empezó a parecemos cómico, y no parábamos de reírnos. En un momento dado, Ruth estaba pasando un dedo por las casetes apiladas en pequeños montones a lo largo del rodapié. Lo hacía con actitud distraída, mientras seguía riéndose (más tarde empecé a sospechar que no lo había hecho por casualidad, que quizá había visto la cinta allí días antes, que hasta quizá la había mirado detenidamente para cerciorarse, y luego había esperado a la mejor ocasión para «descubrirla». Años después, así se lo insinué a Ruth con delicadeza, y ella pareció no saber de qué le estaba hablando, así que es posible que me equivocase). De cualquier forma, allí estábamos riendo y riendo cada vez que yo contaba otro detalle íntimo del pobre Lenny, y de pronto fue como si alguien quitara un tapón. Veo a Ruth, echada sobre un costado sobre la alfombra, mirando atentamente los lomos de las casetes a la tenue luz de mi cuarto, y, en un momento dado, veo la cinta de Judy Bridgewater en su mano. Después de lo que me pareció una eternidad, dijo:
– ¿Cuánto tiempo hace que has vuelto a tenerla?
Le conté -de forma tan neutra como pude- cómo Tommy y yo habíamos dado con ella el día del viaje a Norfolk, mientras ella y los demás estaban visitando a Martin. Siguió examinándola con suma atención, y al cabo dijo:
– Así que Tommy la encontró para ti…
– No, la encontré yo. Yo la vi primero.
– Ninguno de los dos me lo contó. -Se encogió de hombros-. Si me lo contaste, no me enteré.
– Lo de Norfolk era verdad -dije-. ¿Te acuerdas? Lo de que era el rincón perdido de Inglaterra.
Durante un instante, se me pasó por la cabeza que Ruth podría hacer como que tampoco se acordaba de ello, pero la vi asentir con gesto pensativo.
– Tendría que haberme acordado cuando estábamos allí -dijo-. Quizá habría encontrado mi bufanda roja.
Nos echamos a reír las dos, y pareció cesar la incomodidad entre nosotras. Pero en la forma en que Ruth puso la cinta en su sitio sin seguir hablando de ella percibí algo que me hizo pensar que la cosa no terminaba allí.
No sé si el rumbo que tomó la conversación después de aquello fue de algún modo obra de Ruth a la luz de su descubrimiento, o si de todas formas la conversación nos hubiera llevado por aquellos derroteros, y fue sólo más tarde cuando Ruth cayó en la cuenta de que con ella podía hacer lo que hizo. Seguimos hablando de Lenny, en particular sobre cómo practicaba el sexo, y volvimos a reírnos de lo lindo. A estas alturas creo que me sentía aliviada de que se hubiera acabado enterando de lo de la cinta y no hubiera montado ninguna escena, y tal vez por ello yo no estaba siendo tan cautelosa como debía. Porque al cabo de un rato habíamos pasado de reírnos de Lenny a reírnos de Tommy. Al principio todo fue bienhumorado e inocuo, como si lo que hacíamos lo estuviéramos haciendo con afecto hacia su persona, pero de pronto me di cuenta de que nos estábamos riendo de sus animales.
Como digo, nunca he sabido a ciencia cierta si Ruth llevó la conversación adrede hasta ese punto concreto. Si he de ser justa, ni siquiera tengo la certeza de que fuera ella la que mencionó por primera vez los animales imaginarios. Y, una vez que empezamos, yo reía tanto como ella (que si uno de ellos parecía que llevaba calzoncillos, que si para otro se había inspirado en un erizo aplastado…). Supongo que en algún momento yo tenía que haber dicho que los dibujos eran buenos, que Tommy había hecho un magnífico trabajo para llegar donde había llegado. Pero no lo hice. En parte por la cinta; y tal vez también, si he de ser sincera, porque me complacía la idea de que Ruth no se tomara en serio lo de los animales de Tommy (y todo lo que ello implicaba). Creo que cuando aquella madrugada nos separamos, nos sentíamos tan unidas como en el pasado. Al salir me tocó la mejilla, y me dijo:
– Es fantástico cómo te mantienes siempre con la moral alta, Kathy.
Así que no estaba en absoluto preparada para lo que sucedería días después en el cementerio. Ruth, en el verano, había descubierto una vieja y preciosa iglesia a menos de un kilómetro de las Cottages, y detrás de ella un intrincado terreno lleno de viejas lápidas que se erguían en la hierba. Todo estaba lleno de maleza, pero se respiraba paz y Ruth iba allí a leer a menudo, en un banco cercano a las verjas traseras, bajo un gran sauce. Al principio no me entusiasmaba gran cosa esta nueva costumbre suya, pues recordaba que el verano anterior todos nos sentábamos juntos en la hierba, justo enfrente de las Cottages. Pero el caso es que si en uno de mis paseos tomaba esa dirección, y reparaba en que era muy probable que Ruth estuviera allí leyendo, acababa entrando por la puerta baja de madera y enfilando el sendero sembrado de malas hierbas y bordeado de lápidas. Aquella tarde hacía calor y todo estaba en calma, y bajaba por el sendero en una especie de ensoñación, leyendo los nombres de las lápidas, cuando vi que en el banco, bajo el sauce, no estaba sólo Ruth sino también Tommy.
Tommy no estaba sentado, sino con un pie apoyado en el herrumbroso brazo del banco, y hacía una especie de ejercicio de estiramiento mientras charlaban. No parecían mantener una conversación particularmente importante, y no dudé en acercarme a ellos. Quizá debería haber detectado algo en el modo en que me saludaron, pero puedo asegurar que ese algo en absoluto había sido obvio. Yo tenía un chisme que me moría de ganas de contarles -algo relacionado con uno de los recién llegados-, de modo que durante un rato no hice más que parlotear mientras ellos asentían con la cabeza y me hacían alguna pregunta que otra. Tardé bastante en darme cuenta de que algo no iba bien, e incluso cuando después de caer en ello hice una pausa y pregunté: «¿Os he interrumpido en algo?», lo hice en un tono más jocoso que preocupado.
Entonces Ruth dijo:
– Tommy me ha estado contando su gran teoría. Dice que ya te la había contado a ti. Hace siglos. Pero ahora, muy gentilmente, me está haciendo partícipe a mí también.
Tommy me dirigió una mirada, y estaba a punto de decir algo, pero Ruth dijo en un susurro fingido:
– ¡La gran teoría de Tommy sobre la Galería!
Entonces los dos me miraron, como si ahora la pelota estuviera en mi tejado y dependiera de mí lo que sucediera a continuación.
– No es una mala teoría -dije-. No sé, pero puede que sea cierta. ¿Qué piensas tú, Ruth?
– En realidad se la he tenido que sacar a este Chico Tierno. No es que te murieras de ganas de contársela a Ruth, ¿eh, querido parlanchín? Sólo se ha dignado hacerlo cuando le he apretado bien las clavijas para que me explicara lo que había detrás de todo ese arte.
– No lo estoy haciendo sólo por eso -dijo Tommy en tono hosco. Seguía con el pie sobre el brazo oxidado del banco, y continuaba con su ejercicio de estiramiento-. Lo único que he dicho ha sido que si mi teoría sobre la Galería era cierta, entonces siempre podría intentar aportar mis animales…
– Tommy, cariño, no te pongas en ridículo delante de nuestra amiga. Delante de mí, vale, pero no delante de nuestra querida Kathy.
– No entiendo por qué te parece tan graciosa -dijo Tommy-. Es una teoría tan buena como cualquier otra.
– No es la teoría lo que a la gente le parecería chistoso, querido parlanchín. Puede que hasta les pareciera correcta. Pero la idea de que tú podrías sacar provecho de ella enseñándole a Madame tus pequeños animales…
Ruth sonrió y sacudió la cabeza.
Tommy no dijo nada y siguió con su ejercicio de estiramiento. Yo deseaba salir en su defensa, y trataba de dar con las palabras capaces de hacerle sentirse mejor sin poner a Ruth aún más furiosa. Pero fue entonces cuando Ruth dijo lo que dijo. Fue ya lo bastante horrible entonces, pero aquel día, en el camposanto de la iglesia, no me hacía la menor idea de hasta dónde habrían de llegar sus repercusiones. Lo que dijo fue:
– No soy sólo yo, cariño. Kathy, aquí presente, piensa que tus animales son una absoluta patochada.
Mi primer impulso fue negarlo, y echarme a reír. Pero el modo en que Ruth había hablado denotaba una gran firmeza, y los tres nos conocíamos lo bastante para saber que en sus palabras tenía que haber algo de verdad. Así que al final me quedé callada, mientras mi mente se remontaba frenéticamente atrás en busca del momento en que se basaba para decir lo que decía, hasta detenerse con frío horror en aquella noche en mi cuarto, con las tazas de té sobre el regazo. Y Ruth añadió:
– Mientras la gente piense que haces esas pequeñas criaturas como una especie de broma, perfecto. Pero no digas nunca que las haces en serio. Por favor.
Tommy había dejado sus estiramientos y me miraba con aire inquisitivo. De pronto volvió a ser como un niño, carente por completo de fachada; pero pude ver también cómo detrás de sus ojos iba tomando cuerpo algo oscuro e inquietante.
– Mira, Tommy, tienes que entenderlo -siguió Ruth-. El que Kathy y yo nos partamos de risa con tus cosas no tiene la menor importancia. Porque se trata sólo de nosotros tres. Así que, por favor, no metamos a nadie más en esto.
He pensado una y otra vez en aquellos instantes. Tendría que haber encontrado algo que decir. Podría haberlo negado, sencillamente, aunque lo más probable es que Tommy no me hubiera creído. Y me habría sido enormemente difícil explicar las cosas sinceramente, y con todos sus matices. Pero podría haber hecho algo. Podría haberme enfrentado con Ruth, haberle dicho que estaba tergiversando las cosas, que aun admitiendo el hecho de haberme reído, jamás lo había hecho en el sentido que ella quería darle. Podría incluso haberme acercado a Tommy y haberle dado un abrazo, allí mismo, delante de Ruth. Es algo que se me ocurrió años más tarde, y probablemente no hubiera sido una opción viable en aquel tiempo, dada la persona que yo era, y dada la forma en que los tres nos comportábamos entre nosotros. Pero habría podido salvar la situación, una situación en la que las palabras nunca habrían hecho sino empeorar las cosas.
Sin embargo, no dije ni hice nada. En parte, supongo, porque me quedé absolutamente anonadada ante el hecho de que Ruth hubiera empleado tan malas artes. Recuerdo que, al verme ante tamaño aprieto, me invadió un enorme cansancio, una especie de letargia. Era como tener que resolver un problema de matemáticas cuando tienes la mente exhausta, y sabes que existe una solución remota pero no puedes reunir la energía suficiente para tratar de dar con ella. Algo en mí tiró la toalla. Una voz me decía: «Muy bien, déjale que piense lo peor. Que lo piense. Deja que lo piense…». Y supongo que lo miré con resignación, con un semblante que lo que le decía era: «Sí, es verdad, ¿qué esperabas?». Y ahora recuerdo, como si la estuviera viendo, la cara de Tommy, la ira que reculaba ya y era reemplazada por una expresión casi de asombro, como si yo fuera una mariposa de una especie rara que se hubiera posado en un poste de la valla.
No es que temiera echarme a llorar o perder la compostura o algo parecido. Pero decidí dar media vuelta e irme. Incluso aquel día, más tarde, me di cuenta de que había sido un gran error. Y todo lo que puedo decir es que, en aquel momento, lo que más temía en el mundo era que cualquiera de los dos se fuera y yo tuviera que quedarme a solas con el otro. No sé por qué, pero no me parecía una opción viable el que se fuera de allí bruscamente más de uno de nosotros, y quise asegurarme de que ese uno fuera yo. Así que me volví y desanduve el camino a través de las tumbas, hacia la puerta baja de madera, y por espacio de varios minutos sentí como si en realidad hubiera sido yo quien había salido triunfante, y que ahora que se habían quedado solos, uno en compañía del otro, debían padecer un destino que ambos merecían de sobra.
Como ya he dicho, no fue hasta mucho más tarde -mucho tiempo después de que yo dejara las Cottages- cuando caí en la cuenta de lo importante que había sido nuestro encuentro en el cementerio. Yo me disgusté mucho entonces, es cierto. Pero no creí que fuera a ser diferente de otras peleas que habíamos tenido antes. Jamás se me pasó por la cabeza que nuestras vidas, hasta entonces tan estrechamente vinculadas, pudieran llegar a separarse tan drásticamente a raíz de aquello.
Supongo que para entonces ya existían poderosas corrientes que tendían a separarnos, y que sólo fue necesario un incidente como el que he relatado para que la ruptura se hiciera definitiva. Si hubiéramos entendido esto entonces, quién sabe, a lo mejor podríamos haber conservado unos lazos más fuertes.
Para empezar, cada día eran más y más los alumnos que se iban para ser cuidadores, y entre nuestra gente de Hailsham había un sentimiento creciente de que ése era el curso natural de las cosas. Aún teníamos que acabar de redactar nuestros trabajos, pero era de dominio público que no era obligatorio terminarlos si decidíamos empezar el adiestramiento. En nuestros primeros días en las Cottages la idea de no terminarlos habría sido impensable. Pero cuanto más lejano se nos hacía Hailsham menos importantes nos parecían estos trabajos. En aquel tiempo me daba la impresión -probablemente acertada- de que si permitíamos que se perdiera nuestra percepción de que los trabajos eran importantes, se perdería también todo lo demás que nos unía y vertebraba como alumnos de Hailsham. Por eso, durante un tiempo, traté de que se mantuviera nuestro entusiasmo por las lecturas y el acopio de notas para los trabajos. Pero sin ninguna razón que nos permitiera suponer que algún día volveríamos a ver a nuestros custodios (lo cierto es que, con toda aquella cantidad de alumnos cambiando de destino, la empresa pronto empezó a parecerme una causa perdida).
De todas formas, en los días que siguieron a nuestra conversación en el cementerio, hice todo lo que pude para que el incidente quedara definitivamente zanjado como algo del pasado. Me comportaba con Ruth y Tommy como si no hubiera sucedido nada del otro mundo, y ellos hacían más o menos lo mismo. Pero ahora había algo que siempre estaba ahí, y no sólo entre ellos y yo. Aunque mantenían la apariencia de seguir siendo una pareja -seguían haciendo lo del golpecito en el brazo cuando se separaban-, los conocía demasiado bien para no ver que se habían distanciado.
Por supuesto, yo me sentía mal por lo que había sucedido entre nosotros, sobre todo por lo de los animales imaginarios. No obstante, ya nada era tan sencillo como para solucionarlo acercándome a él para explicarle cómo había sido todo y decirle cuánto lo sentía. Unos años -quizá incluso seis meses- antes, la cosa probablemente habría funcionado de ese modo. Tommy y yo habríamos hablado de ello, y lo habríamos solucionado. Pero aquel segundo verano las cosas ya eran diferentes. Tal vez por mi relación con Lenny, no sé. En cualquier caso, ya no era fácil hablar con Tommy. Superficialmente, al menos, todo seguía siendo como antes, pero jamás mencionábamos sus animales o lo que había sucedido en el cementerio.
Tales habían sido los acontecimientos inmediatamente anteriores a que Ruth y yo tuviéramos aquella conversación en la vieja marquesina de autobuses, cuando me puse furiosa con ella al ver que fingía no acordarse de la parcela de ruibarbo de Hailsham. Como ya dije antes, probablemente no me habría enfadado tanto si no lo hubiera hecho en mitad de una conversación tan seria. Cierto que para entonces ya habíamos tocado la mayoría de los puntos importantes, pero aun así, por mucho que estuviéramos ya charlando de otros temas más livianos, no habíamos dejado aún el terreno de nuestro intento de arreglar las cosas entre nosotras, y no había ningún lugar para aquel tipo de fingimientos.
Lo que sucedió fue lo siguiente. Aunque algo se había interpuesto entre Tommy y yo, con Ruth las cosas no habían llegado hasta ese punto -o al menos eso pensaba yo en aquel momento-, y había decidido que ya era hora de hablar con ella de lo que había pasado en el cementerio. Acabábamos de tener uno de esos días de lluvia y tormenta eléctrica y, a pesar de la humedad, nos habíamos quedado en casa. Así que, cuando al atardecer vimos que el tiempo había mejorado -la puesta de sol estaba siendo de un rosa hermoso-, le dije a Ruth que por qué no salíamos a tomar un poco el aire. Había un empinado sendero que acababa de descubrir y que llevaba hasta el borde del valle, y justo donde el sendero iba a dar a la carretera había una antigua marquesina de autobuses. Éstos habían dejado de operar hacía mucho tiempo, y la señal de parada ya no estaba, y en la pared trasera de la marquesina podía verse el marco sin cristal de lo que un día habían sido los horarios. Pero la marquesina -una agradable estructura de madera con uno de los lados abiertos a los campos que descendían por la ladera del valle- seguía en pie, e incluso con el banco aún intacto. Allí era, pues, donde Ruth y yo estábamos sentadas tratando de recuperar el resuello, mirando las telarañas de las vigas del techo y el anochecer estival. Entonces yo dije algo como:
– ¿Sabes, Ruth? Deberíamos intentar solucionar lo nuestro, lo que pasó el otro día.
Había utilizado un tono conciliador, y Ruth respondió al instante. Dijo que sí, que era bastante tonto que los tres nos peleáramos por verdaderas nimiedades. Sacó a relucir otras veces en que nos habíamos peleado, y estuvimos riéndonos de ello durante un rato. Pero en realidad yo no quería que Ruth se limitara a enterrar aquello de ese modo, así que, con el tono menos desafiante que pude, dije:
– Ruth, ¿sabes?, creo que a veces, cuando tienes pareja, no puedes ver las cosas tan claramente como quizá pueda verlas otra persona desde fuera. Bueno, sólo a veces.
Ruth asintió con la cabeza.
– Probablemente es cierto.
– No quiero interferir. Pero creo que a veces, últimamente, Tommy se ha sentido bastante dolido. Ya sabes. Por ciertas cosas que tú has dicho o hecho.
Me preocupaba que Ruth pudiera enfadarse, pero la vi asentir de nuevo con la cabeza, y suspirar.
– Creo que tienes razón -dijo al final-. Yo también he estado pensando mucho en ello.
– Entonces quizá no debería haberlo dicho. Tendría que haberme dado cuenta de que tú veías perfectamente lo que estaba pasando. Además no es cosa mía, la verdad.
– Sí es cosa tuya, Kathy. Eres una de los nuestros, y por tanto siempre te concierne. Tienes razón, no estuvo bien. Sé a lo que te refieres. Lo del otro día, lo de los animales. No estuvo bien. Luego le dije que lo sentía.
– Me alegro de que lo hablarais. No sabía si lo habíais hecho.
Ruth estaba raspando unas pequeñas laminillas de madera de un costado del banco con las uñas, y durante un instante pareció absolutamente absorta en tal tarea. Y luego dijo:
– Mira, Kathy, es bueno que estemos hablando de Tommy. Quería decirte algo, pero no sabía muy bien cómo hacerlo, ni cuándo. Kathy, prométeme que no vas a enfadarte mucho conmigo.
La miré y dije:
– Con tal de que no se trate otra vez de algo respecto a esas camisetas…
– No, en serio. Prométeme que no vas a enfadarte. Porque tengo que decirte una cosa. No me lo perdonaría nunca si siguiera callando mucho más tiempo.
– De acuerdo, ¿qué es?
– Kathy, llevo ya tiempo pensando en ello. No eres ninguna estúpida, y puedes darte cuenta de que quizá Tommy y yo no sigamos siempre siendo pareja. No es ninguna tragedia. Nos hemos convenido mutuamente durante un tiempo. Pero si vamos o no a seguir siendo el uno para el otro en el futuro, eso nadie puede saberlo. Y ahora se habla continuamente de parejas que consiguen aplazamientos si pueden probar, ya sabes, que están bien de verdad. En fin, mira, Kathy, lo que quiero decirte, es esto: sería algo completamente natural que tú te pusieras a pensar, ya sabes, qué sucedería si Tommy y yo decidiéramos no seguir juntos. No es que estemos a punto de romper ni nada parecido, no me malinterpretes. Pero me parecería absolutamente normal que tú pensaras al menos en tal posibilidad. Bien, Kathy, de lo que tienes que darte cuenta es de que Tommy no te ve a ti de esa forma. Le gustas de veras, en serio; piensa que eres genial. Pero yo sé que no te ve como, ya sabes, una novia o algo así. Además… -Hizo una pausa, y suspiró-. Además, ya sabes cómo es Tommy. Puede ser muy quisquilloso.
Me quedé mirándola fijamente.
– ¿Qué quieres decir?
– Seguro que sabes a qué me refiero. A Tommy no le gustan las chicas que han estado con… Bueno, ya sabes, con éste y con el otro. Es una especie de manía que tiene. Lo siento, Kathy, pero no habría estado bien que no te lo hubiera dicho.
Pensé en ello, y luego dije:
– Siempre es bueno saber este tipo de cosas.
Sentí que Ruth me tocaba el brazo.
– Sabía que te lo tomarías bien. Lo que tienes que entender, sin embargo, es que piensa que eres la mejor de las personas. Lo digo en serio.
Yo quería cambiar de tema, pero tenía la mente en blanco. Supongo que Ruth se aprovechó de ello, porque extendió los brazos y emitió una especie de bostezo, y luego dijo:
– Si algún día aprendo a conducir, os llevaré a algún sitio salvaje. A Dartmoor, por ejemplo. Iremos los tres, y puede que también Laura y Hannah. Me encantará ver todas esas ciénagas.
Pasamos los minutos siguientes hablando sobre lo que haríamos en un viaje como ése si alguna vez podíamos realizarlo. Le pregunté dónde nos hospedaríamos, y Ruth dijo que podíamos pedir prestada una tienda de campaña grande. Le recordé que el viento podía ponerse increíblemente fuerte en parajes como ésos, y que la tienda podía volar en mitad de la noche. En realidad no hablábamos en serio. Pero fue más o menos a esa altura de la conversación cuando recordé aquella vez en Hailsham en que, estando aún en secundaria, fuimos de picnic a la orilla del estanque con la señorita Geraldine. James B. fue a recoger el pastel que todos habíamos hecho horas antes, pero cuando volvía con él hacia el estanque una fuerte ráfaga de viento había levantado al aire la capa de arriba de bizcocho, que había ido a caer sobre las hojas de ruibarbo. Ruth dijo que apenas recordaba vagamente el episodio, y yo, a fin de ayudar a que aflorara a su memoria, dije:
– Y el caso es que James se metió en un buen lío, porque eso demostró que había atravesado la parcela de ruibarbo.
Y fue entonces cuando Ruth me miró y dijo:
– ¿Por qué? ¿Qué había de malo en eso?
Fue la forma de decirlo, tan falsa que hasta cualquiera que hubiera estado escuchando se habría dado cuenta del fingimiento. Suspiré con irritación y dije:
– Ruth, no pretendas que me trague eso. No es posible que lo hayas olvidado. Sabes perfectamente que aquél era un camino prohibido.
Puede que lo dijera con cierta brusquedad. De todas formas, Ruth no dio su brazo a torcer. Siguió fingiendo que no se acordaba de nada, y ello me puso aún más furiosa. Y fue entonces cuando dijo:
– ¿Qué más da, además? ¿Qué tiene que ver la parcela de ruibarbo con lo que estamos hablando? Vuelve de una vez a lo que estabas diciendo.
Creo que, después de aquello, volvimos a hablar de forma más o menos amistosa, y luego, al rato, estábamos bajando a media luz por el sendero en dirección a las Cottages. Pero la sintonía entre nosotras ya no era la misma, y cuando nos dimos las buenas noches delante del Granero Negro, nos separamos sin los toquecitos en brazos y hombros que solíamos darnos siempre.
No mucho después tomé la decisión, y, una vez tomada, nunca flaqueé. Me levanté una mañana y fui a buscar a Keffers y le dije que quería empezar el adiestramiento para convertirme en cuidadora. Fue asombrosamente sencillo. El viejo estaba cruzando el patio, con las botas de agua llenas de barro, refunfuñando para sí mismo con un trozo de cañería en la mano. Fui hasta él y se lo dije, y él me miró, molesto, como si le estuviera pidiendo más leña. Luego masculló que fuera a verle aquella tarde para cumplimentar los papeles de la solicitud. Así de fácil.
Luego la cosa llevó algo más de tiempo, como es lógico, pero la maquinaria se había puesto en marcha, y de pronto me vi mirándolo todo -las Cottages, a mis compañeros- de un modo diferente. Ahora yo era uno de los que se iban, y al poco todo el mundo lo sabía. Quizá Ruth pensó que tendríamos que pasarnos horas y horas hablando de mi futuro; quizá pensó que podría influir decisivamente en el hecho de que yo pudiera o no cambiar mi decisión al respecto. Pero mantuve la distancia con ella, y también con Tommy. Y ya nunca volveríamos a hablar de verdad en las Cottages, y antes siquiera de que pudiera darme cuenta les estaba diciendo adiós.