La familia Ganz, o lo que quedaba de ella después de una segunda llamada anónima al Alex informándonos de dónde podíamos encontrar el cuerpo de Liza Ganz, vivían al sur de Wittenau, en un pequeño piso en la Bir kenstrasse, justo detrás del Hospital Robert Koch, donde Frau Ganz trabajaba como enfermera. Herr Ganz trabajaba en las oficinas del Tribunal del Distrito de Moabit, que también estaba cerca.
Según Becker, eran una pareja de cerca de cuarenta años, muy trabajadora, con una jornada muy larga, por lo cual a menudo dejaban sola a Liza. Pero nunca la habían dejado como yo acababa de verla, desnuda en una mesa del Alex, con un hombre cosiéndole aquellas partes que había considerado necesario cortar en un esfuerzo por determinar todo lo que era suyo, desde su virginidad hasta el contenido de su estómago. Pero fue el contenido de su boca, de acceso más fácil, lo que confirmó algo que yo había empezado a sospechar.
– ¿Qué te hizo pensar en ello, Bernie? -me preguntó Illmann.
– No todo el mundo lía unos cigarrillos tan perfectos como los tuyos, profesor. A veces se queda una brizna en la lengua o detrás del labio. Cuando la chica judía que dijo haber visto a nuestro hombre habló de que estaba fumando algo con un olor dulce, como hojas de laurel o de orégano, tenía que estar refiriéndose al hachís. Probablemente así es como se las lleva sin que hagan ruido. Las trata como adultas ofreciéndoles un cigarrillo; solo que no es del tipo que esperan.
Illmann meneó la cabeza con evidente asombro.
– Y pensar que lo pasé por alto… Debo de estar envejeciendo.
Becker cerró la puerta del coche de golpe y se reunió conmigo en la acera. El piso estaba encima de una farmacia. Tuve la sensación de que iba a necesitarla.
Subimos las escaleras y llamamos a la puerta. El hombre que la abrió era moreno y de aspecto malhumorado. Al reconocer a Becker dejó escapar un suspiro y llamó a su mujer. Luego miró hacia dentro y vi que asentía gravemente.
– Será mejor que entren -dijo.
Yo lo observaba atentamente. Tenía la cara sonrojada y cuando lo rocé al pasar vi que tenía pequeñas gotas de sudor en la frente. Desde el interior del piso me llegó un olor cálido y jabonoso y supuse que acababa de tomar un baño.
Herr Ganz cerró la puerta, nos alcanzó y nos condujo a la pequeña sala de estar donde su esposa nos esperaba de pie, sin decir nada. Era alta y pálida, como si pasara mucho tiempo dentro de casa, y estaba claro que hacía poco que había llorado. Todavía conservaba el pañuelo húmedo en la mano. Herr Ganz, más bajo que su esposa, le rodeó los anchos hombros con el brazo.
– Este es el Kommissar Gunther, del Alex -dijo Becker.
– Herr y Frau Ganz -dije-, me temo que tienen que prepararse para la peor de las noticias. Hemos encontrado el cuerpo de su hija Liza esta mañana temprano. Lo siento mucho.
Becker asintió solemnemente.
– Sí -dijo Ganz-. Sí, eso pensaba.
– Naturalmente, tendrá que haber una identificación -le dije-. No es necesario que sea ahora mismo. Quizá más tarde, cuando se hayan recuperado.
Esperé que Frau Ganz se viniera abajo, pero al menos de momento parecía inclinada a mantenerse firme. ¿Sería por ser enfermera y bastante más inmune que el común de los mortales al sufrimiento y el dolor? ¿Incluso a su propio dolor?
– ¿Podemos sentarnos? -pregunté.
– Sí, por favor -dijo Ganz.
Ordené a Becker que fuera a preparar café para todos. Salió sin hacerse de rogar, deseoso de abandonar aquel ambiente lleno de dolor, aunque solo fuera por un momento.
– ¿Dónde la han encontrado? -preguntó Ganz.
No era el tipo de pregunta que me resultaba cómodo contestar. ¿Cómo les dices a unos padres que el cuerpo desnudo de su hija estaba dentro de una pila de neumáticos de automóvil en un garaje abandonado en la Ka iser Wilhelm Strasse? Le di una versión más aséptica, que solo incluía la ubicación del garaje. Al oírlo se produjo un claro intercambio de miradas.
Ganz estaba sentado con la mano sobre la rodilla de su esposa. Ella estaba tranquila, casi ausente, y quizá menos necesitada del café de Becker que yo.
– ¿Tienen alguna idea de quién pudo haberla matado? -dijo él.
– Estamos trabajando en una serie de posibilidades, señor -dije, viendo cómo recuperaba los viejos tópicos policiales una vez más-. Estamos haciendo todo lo que podemos, créame.
El ceño de Ganz se arrugó todavía más. Meneó la cabeza con furia.
– Lo que no consigo comprender es por qué no ha salido nada en los periódicos.
– Es importante impedir que haya otros asesinatos inspirados en este -dije-. Suele suceder en este tipo de casos.
– ¿Y no es igualmente importante impedir que otras chicas sean asesinadas? -dijo Frau Ganz. Tenía una mirada de exasperación-. Bueno, es verdad, ¿no? Otras chicas han sido asesinadas. Eso es lo que dice la gente. Puede que consigan que los periódicos no lo publiquen, pero no pueden impedir que la gente hable.
– Ha habido campañas de propaganda advirtiendo a las chicas para que estén en guardia -dije.
– Pues es evidente que no sirvieron de nada, ¿no? -dijo Ganz-. Liza era una chica inteligente, Kommissar. No de la clase que comete estupideces. Así que este asesino también debe de ser inteligente. Y tal como yo lo veo, la única forma de poner en guardia a las chicas es publicar la historia, con todo su horror. Para espantarlas.
– Puede que tenga razón, señor -dije tristemente-, pero no soy yo quien lo decide. Yo solo obedezco órdenes.
Era la típica excusa para todo de los alemanes en aquellos días, y me sentí avergonzado por usarla.
Becker se asomó desde la cocina.
– ¿Podríamos hablar un momento, señor?
Ahora me tocaba a mí alegrarme de salir de allí.
– ¿Qué pasa? -pregunté furioso-. ¿Has olvidado cómo se utiliza un hervidor?
Me pasó un recorte de periódico, del Beobachter.
– Échele una ojeada a esto, señor. Lo encontré en aquel cajón.
Era un anuncio de «Rolf Vogelmann. Detective Privado. Especializado en personas desaparecidas». El mismo anuncio que Bruno Stahlecker había usado para fastidiarme.
Becker señaló la fecha en la parte superior del recorte.
– Tres de octubre -dijo-, cuatro días después de que Liza Ganz desapareciera.
– No sería la primera vez que alguien se cansa de esperar que la policía encuentre algo -dije-. Después de todo, así es como yo me ganaba la vida de una manera comparativamente honrada.
Becker cogió unas tazas y platos y los puso en una bandeja junto con la cafetera.
– ¿Cree que lo habrán usado, señor?
– No perdemos nada con preguntarlo.
Ganz no lamentaba lo que había hecho, era la clase de cliente para el que no me habría importado trabajar.
– Como le decía, Kommissar, no había nada en los periódicos sobre nuestra hija y solo hemos visto a su compañero por aquí un par de veces. Así que conforme pasaba el tiempo nos preguntábamos exactamente qué esfuerzos se estaban haciendo para encontrar a nuestra hija. Lo peor es no saber nada. Pensamos que si contratábamos a Herr Vogelmann, entonces al menos estaríamos seguros de que alguien hacía todo lo que podía para tratar de encontrarla.
No quiero ser descortés, Kommissar, pero así es como son las cosas.
Tomé un sorbo de café e hice un gesto con la cabeza.
– Lo comprendo -dije-. Probablemente, yo habría hecho lo mismo. Solo desearía que ese Vogelmann hubiera conseguido encontrarla.
«Son de admirar», pensé. Probablemente, apenas podrían permitirse pagar los servicios de un detective privado, pero habían contratado a uno. Quizá les habría costado todos sus ahorros.
Cuando acabamos el café y estábamos a punto de marcharnos, les dije que al día siguiente, a primera hora de la mañana, les enviaría un coche de la policía para recoger a Herr Ganz y llevarlo al Alex para que identificara el cuerpo.
– Gracias por su amabilidad, Kommissar -dijo Frau Ganz, esforzándose por sonreír-. Todo el mundo es muy amable.
Su esposo asintió para mostrar que estaba de acuerdo. Inmóvil al lado de la puerta, era evidente que tenía ganas de perdernos de vista.
– Herr Vogelmann no quiso que le diéramos dinero. Y ahora usted va a enviar un coche para mi marido. No puedo expresarle lo mucho que lo agradecemos.
Le estreché la mano compasivamente y luego nos fuimos.
En la farmacia de abajo compré unos sobres de específicos y me tragué uno en el coche. Becker me miró con repugnancia.
– Joder, no sé cómo puede hacerlo -dijo estremeciéndose.
– Así hace efecto más rápido. Y después de lo que acabamos de hacer no puedo decir que note mucho el sabor. Detesto dar malas noticias. -Barrí la boca con la lengua para recoger los residuos-. Bien, ¿qué te parece? ¿Tienes la misma sensación que la otra vez?
– Sí. Él no hacía más que lanzarle miraditas significativas.
– Tú también lo hacías, si a eso vamos -dije moviendo la cabeza asombrado.
Becker sonrió de oreja a oreja.
– No estaba mal, ¿eh?
– Supongo que ahora me dirás qué tal sería en la cama, ¿no?
– Más su tipo que el mío, diría yo, señor.
– ¿Ah, sí? ¿Qué te hace decir eso?
– Ya sabe, del tipo que reacciona a la amabilidad.
Me eché a reír, a pesar del dolor de cabeza.
– Más bien del que reacciona a las malas noticias. Allí estamos nosotros con nuestros pies grandes y nuestras caras largas y lo único que puede hacer es poner una expresión como si estuviera en mitad del período.
– Es enfermera. Están acostumbradas a las malas noticias.
– También a mí me pasó por la cabeza, pero me parece que ella ya había llorado lo que tenía que llorar, y no hacía mucho. ¿Qué pasó con la madre de Irma Hanke? ¿Lloró?
– Joder, no, era más dura que el judío Süss. Puede que lloriqueara un poquito cuando fui la primera vez, pero me dieron la misma impresión que los Ganz.
Miré el reloj.
– Me parece que necesitamos un trago, ¿no crees?
Fuimos hasta el Café Kerkau, en la Ale xanderstrasse. Con sus sesenta mesas de billar, era donde iban a descansar muchos de los policías del Alex cuando acababan el servicio.
Compré un par de cervezas y las llevé hasta la mesa donde Becker estaba practicando algunas jugadas.
– ¿Juega? -preguntó.
– ¿Me estás poniendo a prueba? Esta era mi sala de estar.
Cogí un taco y observé cómo Becker golpeaba la bola blanca. Dio contra la roja, rebotó contra la banda y dio de lleno contra la otra bola blanca.
– ¿Le hace una apuesta?
– No después de ver eso. Tienes mucho que aprender en cuanto a lanzar el cebo. Ahora bien, si hubieras fallado…
– Fue un tiro con suerte, eso es todo -insistió Becker. Se inclinó hacia adelante y embocó un golpe tremendo que falló por medio metro.
Chasqueé la lengua.
– Lo que tienes en la mano es un taco de billar, no un bastón de ciego. Deja de tratar de darme lecciones, ¿quieres? Mira, si eso te hace feliz, apostaremos cinco marcos el juego.
Sonrió ligeramente y se encogió de hombros.
– ¿Veinte puntos le va bien?
Gané la serie y perdí el tiro inicial. Después de eso fue como si hiciera de canguro. Becker no había estado en los boy scouts cuando era joven, de eso no había ninguna duda. Después de cuatro partidas, tiré un billete de veinte en el tapete y pedí clemencia. Becker me lo devolvió.
– Está bien -dijo-. Ha dejado que le engañara.
– Eso es otra cosa que tienes que aprender. Una apuesta es una apuesta. Nunca juegues por dinero si no piensas coger el dinero. Alguien que te perdona la deuda puede esperar que tú se la perdones a él. Hace que la gente se ponga nerviosa, eso es lo que pasa.
– Me parece un buen consejo -dijo, y se embolsó el billete.
– Es como en los negocios -continué-. Nunca trabajes gratis. Si no vas a aceptar dinero por tu trabajo, entonces es que no vale mucho. -Devolví el taco al soporte y me acabé la cerveza-. No confíes nunca en alguien que se contenta con hacer el trabajo por nada.
– ¿Es eso lo que aprendió como detective privado?
– No, es lo que aprendí como hombre de negocios. Pero ya que lo mencionas, no me gusta que un detective privado intente encontrar a una chica desaparecida y luego se niegue a aceptar sus honorarios.
– ¿Rolf Vogelmann? Pero es que no la encontró.
– Déjame que te diga algo. En estos días desaparece mucha gente en esta ciudad y por muchas razones diferentes. Encontrar a una es la excepción, no la regla. Si yo hubiera roto la factura de cada cliente decepcionado que he tenido, ahora estaría fregando platos. Cuando eres un detective privado, no queda lugar para los sentimientos. El que no cobra, no come.
– Puede que ese Vogelmann sea más generoso que usted, señor.
Negué con la cabeza.
– No veo cómo se lo puede permitir -dije, desdoblando el anuncio de Vogelmann para volver a mirarlo-. No con estos gastos generales.
Era ella, sin duda. Era imposible confundir aquella cabeza dorada y aquellas piernas esculturales. Miré cómo salía con dificultad por la puerta giratoria del Ka-De-We, cargada de paquetes y bolsas, con aspecto de estar haciendo sus compras de Navidad en el último minuto. Llamó a un taxi, se le cayó una bolsa, se inclinó para recogerla y levantó la mirada para notar que el chófer no la había visto. Era difícil entender cómo había podido ser así. A Hildegard Steininger se la vería incluso con la cabeza metida en un saco. Tenía el mismo aspecto que si viviera en un salón de belleza.
Desde dentro del coche, la oí maldecir y, acercándome al bordillo, bajé la ventanilla del pasajero.
– ¿Necesita que la lleve a algún sitio?
Seguía mirando alrededor en busca de un taxi cuando respondió:
– No, gracias -dijo, como si la hubiera acorralado en una fiesta y estuviera mirando por encima de mi hombro para ver si se acercaba alguien más interesante.
No había nadie más, así que se acordó de sonreír, una sonrisa breve, y luego añadió:
– Bueno, si está seguro de que no es una molestia…
Bajé para ayudarla a cargar las compras en el coche. Sombrererías, zapaterías, una perfumería, un elegante diseñador de moda de la Fri edrichstrasse y la famosa tienda de alimentación del Ka-De-We. Pensé que era la clase de mujer a quien un talonario de cheques es el mejor remedio para cualquier cosa que la preocupe. Pero bien mirado, hay muchas mujeres así.
– No es ninguna molestia en absoluto -dije, siguiendo sus piernas con la mirada mientras se balanceaban al subir al coche, disfrutando durante un breve momento de la visión de la parte superior de sus medias y de sus ligas. «Olvídalo -me dije-. Es una mujer demasiado cara. Además, tiene otras cosas en que pensar; por ejemplo, si los zapatos hacen conjunto con el bolso y qué le habrá pasado a su hijastra desaparecida.»
– ¿Adónde? -pregunté-. ¿A casa?
Suspiró como si hubiera sugerido el albergue Palme para vagabundos de la Fro belstrasse y luego, con una sonrisita valiente, asintió. Nos encaminamos hacia el este, hacia la Bülow strasse.
– Me temo que no tengo noticias para usted -dije, fijando una expresión seria en mi cara y tratando de concentrarme en la carretera en lugar de en sus muslos.
– No, no pensé que las tuviera -dijo atentamente-. Casi han pasado cuatro semanas, ¿no es así?
– No abandone la esperanza.
Otro suspiro, bastante más impaciente.
– No van a encontrarla. Está muerta, ¿no? ¿Por qué nadie lo admite?
– Está viva hasta que descubramos otra cosa, Frau Steininger.
Giré hacia el sur, bajando por la Pot sdamerstrasse, y durante un rato los dos permanecimos en silencio. Entonces noté que sacudía la cabeza y respiraba como si acabara de subir un tramo de escaleras.
– ¿Qué debe de pensar usted de mí, Kommissar? -dijo-. Mi hija ha desaparecido, probablemente la han asesinado y aquí estoy yo gastando dinero como si no tuviera preocupación alguna en el mundo. Debe de creerme una mujer sin corazón.
– No creo nada de eso -respondí, y empecé a decirle que las personas se enfrentan a esas cosas de maneras diferentes y que si hacer unas cuantas compras servía para hacer que dejara de pensar en la desaparición de su hija durante un par de horas, no había nada malo en ello y nadie podía culparla. Pensaba que mi alegato era convincente, pero cuando llegamos a su piso, en Steglitz, Hildegard Steininger estaba llorando.
La cogí por el hombro y se lo apreté, aflojando la presión un poco antes de decir:
– Le ofrecería mi pañuelo si no lo hubiera utilizado para envolver los bocadillos.
Trató de sonreír a través de las lágrimas.
– Tengo uno -dijo, y sacó un cuadrado de encaje de la manga. Luego miró mi pañuelo y se echó a reír-. Sí que parece que haya envuelto los bocadillos en él.
Después de ayudarla a subir las compras, permanecí al lado de la puerta mientras ella buscaba la llave. Abrió la puerta, se volvió y sonrió con una sonrisa llena de gracia.
– Gracias por ayudarme, Kommissar -dijo-. De verdad, ha sido muy amable por su parte.
– No ha sido nada -dije, no pensando eso en absoluto.
«Ni siquiera me ha invitado a entrar para tomar una taza de café -pensé cuando ya volvía a estar sentado en el coche-. Me deja que la traiga hasta aquí y ni siquiera me invita a entrar.»
Pero hay muchas mujeres así, mujeres para las que los hombres son solo taxistas a quienes no tienen por qué dar propina.
El intenso aroma del perfume Bajadi de la señora me estaba jugando una mala pasada. Hay hombres a quienes no les afecta, pero a mí el perfume de una mujer me golpea justo en los shorts de cuero. Creo que cuando llegué al Alex, unos veinte minutos después, habría absorbido cada molécula de la fragancia de aquella mujer como si fuera un aspirador.
Llamé a un amigo que trabajaba en Dorlands, la agencia de publicidad. Conocía a Alex Sievers desde la guerra.
– Alex, ¿sigues comprando espacios de publicidad?
– Mientras el trabajo no nos exija tener cerebro, sí.
– Siempre es agradable hablar con alguien al que le gusta lo que hace.
– Por suerte, me gusta el dinero muchísimo más.
Seguimos así un par de minutos más hasta que le pregunté si tenía un ejemplar del Beobachter de aquella mañana. Le dije que mirara la página con el anuncio de Vogelmann.
– ¿Qué es esto? -dijo-. No puedo creer que haya gente de tu oficio que finalmente hayan conseguido entrar en el siglo XX.
– El anuncio ha aparecido por lo menos dos veces a la semana durante bastantes semanas -expliqué-. ¿Cuánto cuesta una campaña así?
– Con ese número de inserciones seguramente habrá algún tipo de descuento. Mira, déjame que lo mire. Conozco un par de tipos que trabajan en el Beobachter. Es probable que lo averigüe.
– Te lo agradecería, Alex.
– ¿Es que quieres anunciarte tú también?
– Lo siento, Alex, pero se trata de un caso.
– Lo entiendo. Espías a la competencia, ¿eh?
– Algo así.
Dediqué el resto de la tarde a leer los informes de la Ges tapo sobre Streicher y sus socios del Der Stürmer; sobre el asunto del Gauleiter con una tal Anni Seitz y otras, a escondidas de su esposa Kunigunde; sobre el asunto de su hijo Lothar con una inglesa llamada Mitford que era de noble cuna; sobre la homosexualidad del redactor jefe del Stürmer, Ernst Hiemer; sobre las actividades ilegales del dibujante del Stürmer Philippe Rupprecht en Argentina después de la guerra; y sobre cómo entre el equipo de redactores del Stürmer había un hombre llamado Fritz Brand que en, realidad era un judío de nombre Jonas Wolk.
Aquellos informes resultaban de una lectura fascinante y obscena del tipo que, sin duda, habría atraído a los propios seguidores de Der Stürmer, pero que a mí no me ayudaron nada a establecer una conexión entre Streicher y los asesinatos.
Sievers me llamó a eso de las cinco para decirme que los anuncios de Vogelmann le venían a costar entre trescientos y cuatrocientos marcos al mes.
– ¿Cuándo empezó a gastar toda esa pasta?
– A principios de julio. Solo que no es él quien la gasta.
– No me digas que se la dan gratis.
– No, alguien paga la factura.
– ¿Ah, sí? ¿Quién?
– Bueno, eso es lo curioso, Bernie. ¿Puedes pensar en alguna razón por la que la Edi torial Lange pagaría la campaña de publicidad de un detective privado?
– ¿Estás seguro de eso?
– Absolutamente.
– Es muy interesante, Alex. Te debo un favor.
– No es nada, solo que no te olvides de hablar conmigo primero si alguna vez te decides a anunciarte, ¿de acuerdo?
– Cuenta con ello.
Colgué el teléfono y abrí la agenda. Mi factura por el trabajo hecho para Frau Gertrude Lange había vencido hacía al menos una semana. Miré el reloj y pensé que si me daba prisa podría adelantarme al tráfico en dirección oeste.
Tenían pintores en la casa de la Her bertstrasse cuando llamé y la criada negra de Frau Lange se quejó muy irritada de toda esa gente que entraba y salía sin parar y no la dejaba descansar ni un momento. Nadie lo habría dicho al mirarla. Estaba aún más gorda de lo que yo la recordaba.
– Tendrá que esperar aquí en el vestíbulo mientras voy a ver si puede recibirle -me dijo-. En todos los demás sitios están pintando. Y no toque nada, ¿eh?
Se sobresaltó al oír un tremendo ruido que resonó por toda la casa y, rezongando algo sobre hombres con monos sucios trastornándolo todo, se marchó a buscar a su ama, dejándome por taconear sobre el suelo de mármol.
Parecía tener sentido que pintaran la casa. Probablemente lo hacían cada año, en lugar de hacer una limpieza a fondo. Pasé la mano por un bronce de art déco con un salmón saltando que ocupaba el centro de una enorme mesa redonda. Podría haberme gustado su suavidad al tacto de no ser porque estaba cubierto de polvo. Me volví, con una mueca, cuando el caldero negro entró anadeando. Me devolvió la mueca y luego la repitió al mirarme los pies.
– ¿Ha visto lo que sus botas han hecho en mi suelo limpio? -dijo señalando varias marcas negras que había dejado con los tacones.
Chasqueé la lengua con una teatral falta de sinceridad.
– Puede que consiga convencer a su ama para que compre otro nuevo -dije.
Estoy seguro de que soltó un taco entre dientes antes de decirme que la siguiera.
Recorrimos el mismo pasillo, que ahora había rebajado su lúgubre aspecto con un par de capas de pintura, hasta las dobles puertas de la sala de estar-despacho. Frau Lange, sus papadas y su perro me estaban esperando en la misma chaise longue, solo que ahora estaba recubierta con un material de un tono que era agradable a los ojos solo si podías concentrarte en un trozo de carbonilla que se te hubiera metido en ellos. Tener montones de dinero no suele ser ninguna garantía de tener también buen gusto, pero puede hacer que su falta salte mucho más a la vista.
– ¿No tiene teléfono? -dijo a través del humo del cigarrillo con un vozarrón resonante como una sirena en la niebla. Oí que soltaba una risita cloqueante-. Seguro que en otros tiempos fue cobrador de morosos o algo por el estilo. -Al darse cuenta de lo que había dicho, se llevó las manos a las carrilludas y colgantes mejillas-. Oh, Dios, no le he pagado la factura, ¿verdad? -Se echó a reír de nuevo y se levantó-. Lo siento muchísimo.
– No tiene importancia -dije, mirando cómo iba hasta el escritorio y cogía el talonario de cheques.
– Y además, no le he dado las gracias por la rapidez con que resolvió las cosas. Les he dicho a todos mis amigos lo bien que trabaja. -Me entregó el cheque-. He añadido algo extra. No puedo decirle lo aliviada que me sentí por librarme de aquel hombre horrible. En su carta me decía que parecía que se había colgado, Herr Gunther. Le ahorró el trabajo a otro, ¿eh?
Volvió a reírse, a carcajadas, como una actriz aficionada que actúa con un vigor excesivo para ser creíble. Sus dientes también eran falsos.
– Esa es una manera de verlo -dije.
No tenía ningún sentido contarle que sospechaba que Heydrich había dado órdenes de que mataran a Klaus He-ring a fin de acelerar mi incorporación a la Kri po. A los clientes no les gustan mucho los cabos sueltos. A mí tampoco me entusiasman.
En aquel momento recordó que su caso también le había costado la vida a Bruno Stahlecker. Dejó apagar sus carcajadas y, con una expresión más seria en la cara, puso manos a la obra para expresar sus condolencias; algo que también incluía el talonario. Por un momento tuve intención de decir algo noble relativo a los azares de la profesión, pero luego pensé en la viuda de Bruno y dejé que acabara de rellenar el cheque.
– Muy generoso -dije-. Me encargaré de que llegue a su esposa y su familia.
– Por favor, hágalo -dijo-. Y si hay algo más que yo pueda hacer por ellos, me lo hará saber, ¿verdad?
Le dije que sí.
– Hay algo que usted puede hacer por mí, Herr Gunther -dijo-. Se trata de las cartas que le di. Mi hijo me preguntó si podía recuperar esas últimas cartas.
– Sí, por supuesto, lo había olvidado.
Pero ¿qué es lo que había dicho? ¿Era posible que se refiriera a que las cartas que yo tenía todavía en la carpeta en el despacho eran las únicas que quedaban? ¿O quería decir que Reinhart ya tenía las demás? En tal caso, ¿cómo habían llegado a sus manos? Lo cierto es que yo no había conseguido encontrar ninguna carta más al registrar el piso de Hering. ¿Dónde habían ido a parar?
– Las traeré yo mismo -dije-. Por suerte ha recuperado las demás.
– Sí, ¿verdad?
Estaba claro, sí que las tenía él.
Empecé a ir hacia la puerta.
– Bueno, será mejor que me vaya, Frau Lange. -Agité los dos cheques en el aire y luego los metí en la cartera-. Gracias por su generosidad.
– De nada.
Fruncí el entrecejo como si se me acabara de ocurrir algo.
– Hay algo que me intriga -dije-. Algo que quería preguntarle. ¿Qué interés tiene su editorial en la agencia de detectives de Rolf Vogelmann?
– ¿Rolf Vogelmann? -repitió incómoda.
– Sí. Verá, me enteré por casualidad de que la Edi torial Lange financia la campaña de publicidad de Rolf Vogelmann desde julio de este año. Sencillamente, me preguntaba por qué me había contratado a mí cuando podría haberlo contratado a él con más razón.
Frau Lange parpadeó lentamente y negó con la cabeza.
– Me temo que no tengo ni la más remota idea.
Me encogí de hombros y me permití esbozar una sonrisa.
– Bueno, como le decía, solo me intrigaba, nada más. No tiene importancia. ¿Firma usted todos los cheques de su empresa, Frau Lange? Quiero decir, me preguntaba si podría ser algo que hubiera hecho su hijo, por su cuenta, sin decírselo a usted. Igual que comprar aquella revista de la que me habló. A ver, ¿cómo se llamaba?… Urania.
Claramente incómoda, Frau Lange empezaba a enrojecer. Tragó con dificultad antes de responder.
– Reinhart tiene poderes de firma en una cuenta bancaria limitada que se supone que cubre sus gastos como director de la empresa. No obstante, no sabría cómo explicar a qué viene esto, Herr Gunther.
– Bueno, puede que se haya cansado de la astrología. Puede que haya decidido convertirse en detective privado. A decir verdad, Frau Lange, hay veces en que un horóscopo es una forma tan buena como cualquier otra de descubrir algo.
– Esté seguro de que se lo preguntaré cuando lo vea. Estoy en deuda con usted por la información. ¿Le importaría decirme dónde la ha conseguido?
– ¿La información? Lo siento, una regla que obedezco estrictamente es la de la confidencialidad. Estoy seguro de que lo comprenderá.
Asintió secamente y me deseó buenas noches.
De vuelta al vestíbulo, el caldero negro seguía preocupada por su suelo.
– ¿Sabe qué le recomendaría? -dije.
– ¿Qué? -preguntó huraña.
– Creo que tendría que ir a visitar al hijo de Frau Lange a la revista. Tal vez podría prepararle un conjuro para hacer desaparecer esas señales.
Cuando le sugerí la idea a Hildegard Steininger, se mostró poco entusiasmada.
– A ver si lo entiendo bien… ¿Quiere hacerse pasar por mi marido?
– Exacto.
– En primer lugar, mi marido ha muerto, y en segundo lugar, usted no se parece a él en nada, HerrKommissar.
– En primer lugar, cuento con que ese hombre no sepa que el verdadero Herr Steininger está muerto y, en segundo lugar, supongo que tampoco tendrá más idea que yo del aspecto que tenía su marido.
– Pero, vamos a ver, exactamente ¿quién es ese Rolf Vogelmann?
– Una investigación como esta no es más que la búsqueda de un patrón, un factor común. Aquí el factor común que hemos descubierto es que Vogelmann fue contratado por los padres de otras dos chicas.
– Otras dos víctimas, querrá decir -replicó-. Sé que han desaparecido otras chicas y que luego se las ha encontrado asesinadas, ¿sabe? Puede que no se diga nada en los periódicos, pero una siempre oye cosas.
– Otras dos víctimas, entonces -admití.
– Pero, sin duda, eso solo es una coincidencia. Escuche, puedo decirle que yo misma lo he pensado, eso de pagar a alguien para que busque a mi hija. Bien mirado, ustedes siguen sin encontrar ni rastro de ella, ¿no es así?
– Cierto. Pero puede que sea algo más que una coincidencia. Y eso es lo que me gustaría averiguar.
– Suponiendo que estuviera implicado en el asunto. ¿Qué ganaría con ello?
– No estamos hablando necesariamente de alguien racional. Así que no sé si el beneficio entra en sus cálculos.
– Bueno, me suena muy discutible -dijo-. Quiero decir, ¿cómo se puso en contacto con esas dos familias?
– No lo hizo. Ellas se pusieron en contacto con él después de ver su anuncio en el periódico.
– ¿No demuestra eso que si es un factor común, no lo es debido a lo que él haya hecho?
– Puede que él quiera que parezca así. No lo sé. De todos modos, me gustaría averiguar algo más, aunque solo sea para descartarlo.
Cruzó las largas piernas y encendió un cigarrillo.
– ¿Querrá hacerlo?
– Primero contésteme a esta pregunta, Kommissar. Y quiero una respuesta sincera. Estoy cansada de evasivas. ¿Cree que Emmeline puede seguir con vida?
Suspiré y negué con la cabeza.
– Creo que está muerta.
– Gracias. -Hubo silencio durante un momento-. ¿Es peligroso, lo que me pide que haga?
– No, no lo creo.
– Entonces, de acuerdo.
Ahora, sentados en la sala de espera del despacho de Vogelmann en la Nürnbur gerstrasse, bajo la vigilancia de una secretaria con aspecto de matrona, Hildegard Steininger representaba a la perfección el papel de esposa preocupada, cogiéndome la mano y sonriéndome de vez en cuando con la clase de sonrisa que suele reservarse para un ser amado. Incluso llevaba puesto el anillo de casada. Y yo también. Lo notaba extraño y apretado en el dedo después de tantos años. Había necesitado jabón para ponérmelo.
A través de la pared se oía cómo alguien tocaba el piano.
– Hay una escuela de música al lado -explicó la secretaria de Vogelmann. Sonrió amablemente y añadió:
– No les hará esperar mucho.
A los cinco minutos nos hicieron entrar en el despacho.
Según mi experiencia, el detective privado es propenso a varios achaques comunes: pies planos, venas varicosas, dolor de espalda, alcoholismo y, Dios no lo quiera, enfermedades venéreas; pero no es probable que ninguna de ellas, con la posible excepción de la gonorrea, influya negativamente en la impresión que cause a un cliente potencial. No obstante, hay una discapacidad, aunque sea una menor, que si se encuentra en un sabueso, da que pensar al cliente, y es la miopía. Si vas a pagarle a alguien cincuenta marcos diarios para que encuentre a tu abuela desaparecida, por lo menos quieres poder confiar en que el hombre que contratas para hacer el trabajo tenga una vista de lince para encontrar sus propios gemelos. Unas gafas de culo de botella como las que llevaba Rolf Vogelmann han de considerarse perniciosas para el negocio.
La fealdad, por otra parte, siempre que no llegue a alguna deformidad física especial y ultrajante, no tiene por qué ser una desventaja profesional, y por ello Vogelmann, cuyo desagradable aspecto era de cariz más general, probablemente conseguía picotear lo suficiente para ganarse la vida. Digo picotear y escojo mis palabras con cuidado, porque con su rebelde cresta pelirroja y rizada, el ancho pico que tenía por nariz y el gran peto que tenía por pecho,Vogelmann se parecía a una especie prehistórica de gallito, una especie que estaba pidiendo a gritos que la extinguieran.
Subiéndose los pantalones para ajustarlos al pecho, Vogelmann dio la vuelta al escritorio con sus grandes pies de policía para estrecharnos la mano. Andaba como si acabara de bajarse de una bicicleta.
– Rolf Vogelmann, encantado de conocerles -dijo con una voz aguda, como estrangulada y con un fuerte acento berlinés.
– Steininger -dije yo-. Y esta es mi esposa, Hildegard.
Vogelmann señaló dos sillones que estaban alineados frente al gran escritorio y oí cómo sus zapatos crujían cuando nos siguió por encima de la alfombra. No había mucho en cuanto a mobiliario. Un perchero para sombreros, un carrito con bebidas, un sofá largo y de aspecto destartalado, y detrás del sofá, una mesa apoyada en la pared con un par de lámparas y varias pilas de libros.
– Es muy amable por su parte recibirnos tan pronto -dijo Hildegard gentilmente.
Vogelmann se sentó y nos miró. Incluso separados por un metro de escritorio podía oler su aliento a yogur agrio.
– Bueno, su esposo mencionó que su hija había desaparecido y, naturalmente, di por supuesto que tendrían prisa. -Pasó la palma de la mano por encima de un bloque de papel y cogió un lápiz-. ¿Exactamente, cuándo desapareció?
– El jueves, 22 de septiembre -dije-. Iba hacia su clase de danza en Potsdam y salió de casa -vivimos en Steglitz- a las siete y media de la tarde. La clase empezaba a las ocho, pero no llegó allí.
Hildegard tendió la mano hacia la mía y se la estreché para consolarla.
Vogelmann asintió.
– Casi un mes, entonces -dijo meditabundo-. ¿Y la policía…?
– ¿La policía? -dije con amargura-. La policía no hace nada. No nos dicen nada. No hay nada en los periódicos. Pero uno oye rumores sobre que otras chicas de la edad de Emmeline también han desaparecido -hice una pausa-, y que han sido asesinadas.
– Ese es casi siempre el caso -dijo ajustándose el nudo de la barata corbata de lana-. La razón oficial de la prohibición impuesta a la prensa para que no informe de esas desapariciones y homicidios es que la policía quiere evitar el pánico. Además, tampoco desean animar a todos los maníacos que un caso como este suele generar. Pero la verdadera razón es sencillamente que se sienten incómodos por su propia y persistente incapacidad para capturar a ese hombre.
Sentí que la mano de Hildegard apretaba la mía con más fuerza.
– Herr Vogelmann -dijo-, lo que es más difícil de soportar es no saber qué le ha pasado. Si pudiéramos estar seguros de si…
– La comprendo, Frau Steininger. -Me miró-. ¿Debo entender que quieren que trate de encontrarla?
– ¿Lo haría, Herr Vogelmann? -dije-. Vimos su anuncio en el Beobachter y, sinceramente, es usted nuestra última esperanza. Estamos cansados de no hacer nada y esperar que pase alguna cosa. ¿No es así, cariño?
– Sí, sí, así es.
– ¿Tienen una fotografía de su hija?
Hildegard abrió el bolso y le dio una copia de la foto que ya le había dado a Deubel.
Vogelmann la miró fríamente.
– Muy guapa. ¿Cómo iba a Potsdam?
– En tren.
– ¿Y ustedes creen que debe haber desaparecido en algún lugar entre su casa de Steglitz y la escuela de danza, ¿es así? -Yo asentí-. ¿Algún problema en casa?
– Ninguno -dijo Hildegard con firmeza.
– ¿Y en la escuela?
Los dos negamos con la cabeza y Vogelmann garabateó unas cuantas notas.
– ¿Novios?
Miré a Hildegard.
– No lo creo -dijo-. He registrado su habitación y no hay nada que indique que se haya estado viendo con algún chico.
Vogelmann asintió, sombrío, y luego se vio atacado por un breve ataque de tos, por el cual se disculpó a través de la tela del pañuelo, que le dejó con la cara tan roja como el pelo.
– Después de cuatro semanas, supongo que habrán comprobado en casa de todos sus familiares y amigos para ver que no se haya quedado con ellos.
– Naturalmente -dijo Hildegard fríamente.
– Hemos preguntado por todas partes -dije-. He seguido cada metro del trayecto de ese viaje buscándola y no he encontrado nada.
Eso era verdad casi literalmente.
– ¿Qué ropa llevaba cuando desapareció?
Hildegard la describió.
– ¿Y llevaba dinero?
– Unos pocos marcos. No ha tocado sus ahorros.
– Está bien. Haré unas cuantas indagaciones y veré qué puedo averiguar sobre el asunto. Será mejor que me den su dirección.
Se la dicté y añadí el número de teléfono. Cuando acabó de escribir se puso de pie, arqueó la espalda con un gesto de dolor y luego anduvo arriba y abajo con las manos metidas en lo más hondo de los bolsillos como un escolar pillado en falta. Para entonces yo había decidido que no tendría más de cuarenta años.
– Váyanse a casa y esperen noticias mías. Me pondré en contacto con ustedes dentro de un par de días o antes si averiguo algo.
Nos levantamos para marcharnos.
– ¿Qué probabilidades cree que hay de encontrarla con vida? -preguntó Hildegard.
Vogelmann se encogió de hombros con desaliento.
– Tengo que admitir que no son muchas. Pero haré todo lo que pueda.
– ¿Qué es lo primero que va a hacer? -pregunté con curiosidad.
Comprobó de nuevo el nudo de la corbata y tensó la nuez de Adán por encima del botón del cuello. Aguanté la respiración cuando se volvió para mirarme.
– Bueno, empezaré por hacer copias de la fotografía de su hija. Y luego las pondré en circulación. Esta ciudad tiene muchos jóvenes huidos, ¿saben? Hay unos cuantos jóvenes a los que no les gustan mucho las Juventudes Hitlerianas y todo eso. Empezaré moviéndome en esa dirección, Herr Steininger.
Me puso la mano en el hombro y nos acompañó a la puerta.
– Gracias -dijo Hildegard-. Ha sido muy amable, Herr Vogelmann.
Yo sonreí y asentí cortésmente. El inclinó la cabeza, y cuando Hildegard cruzaba la puerta, precediéndome, vi cómo le miraba las piernas. No se le podía culpar por eso. Con su chaleco de lana beige, su blusa con fular a topos y su falda de lana de color burdeos, tenía aspecto de valer tanto como las indemnizaciones bélicas de todo un año.
Estreché la mano a Vogelmann y seguí a Hildegard al exterior, pensando que, si yo fuera de verdad su marido, la llevaría a casa para desnudarla y llevármela a la cama. Incluso fingir que estábamos casados era una sensación estupenda.
Era un sueño elegantemente erótico, de seda y encaje, el que recreaba para mí mismo mientras abandonábamos el despacho de Vogelmann y salíamos a la calle. El atractivo sexual de Hildegard era de un cariz mucho más estilizado que unas imágenes eróticas de pechos y nalgas dando botes. De cualquier modo, sabía que mi pequeña fantasía conyugal no era muy probable, ya que, casi con toda seguridad, el auténtico Herr Steininger, de haber estado vivo, no habría llevado a su hermosa y joven esposa a casa para hacer nada mucho más estimulante que tomar una taza de café recién hecho antes de volver al banco donde trabajaba. La verdad es que un hombre que se despierta solo pensará en tomar a una mujer casi con tanta seguridad como un hombre que se despierta con una esposa pensará en tomar el desayuno.
– Bueno, ¿qué le pareció? -dijo cuando volvíamos en el coche hacia Steglitz-. Me ha parecido que no era tan horrible como su aspecto. De hecho, era bastante comprensivo, de verdad. Sin duda, no peor que sus hombres, Kommissar. No sé por qué nos hemos molestado.
Dejé que continuara de esa guisa durante un par de minutos.
– ¿Le pareció totalmente normal que dejara de hacer tantas preguntas obvias?
– ¿Como cuáles? -dijo con un suspiro.
– Ni siquiera mencionó sus honorarios.
– Me atrevo a pensar que si él hubiera creído que no podíamos permitírnoslos, hubiera hablado de ellos. Y por cierto, no espere que sea yo quien se haga cargo de la cuenta por ese pequeño experimento suyo.
Le dije que la Kri po pagaba todos los gastos.
Al ver el inconfundible amarillo oscuro de una camioneta de cigarrillos, frené y salí del coche. Compré un par de paquetes y guardé uno de ellos en la guantera. Saqué uno para ella, luego otro para mí y encendí los dos.
– ¿No le pareció extraño que también olvidara preguntar la edad de Emmeline, a qué escuela iba, cómo se llamaba su profesor de danza, dónde trabajo yo… esa clase de cosas?
Expulsó el humo por la nariz como si fuera un toro enfurecido.
– No especialmente -dijo-, por lo menos, no hasta que usted lo ha mencionado. -Pegó un puñetazo en el salpicadero y soltó una palabrota-. ¿Y si hubiera preguntado a qué escuela iba Emmeline? ¿Qué haría usted si se presentara allí y averiguara que mi verdadero esposo está muerto? Me gustaría saberlo.
– No lo haría.
– Parece estar muy seguro. ¿Cómo lo sabe?
– Porque sé cómo trabajan los detectives privados. No les gusta presentarse justo después de la policía y hacer las mismas preguntas. Suelen preferir llegar a algo desde el otro lado. Dar unos cuantos rodeos antes de encontrar una vía de entrada.
– Así pues, ¿cree que este Rolf Vogelmann es sospechoso?
– Sí, sin duda. Lo suficiente como para destacar a un hombre para que vigile su despacho.
Soltó otro taco, mucho más grueso que antes.
– Es la segunda vez -dije-. ¿Qué le pasa?
– ¿Por qué tendría que pasarme nada? Nada de nada. Las señoras que viven solas no tienen nada que objetar a que se dé su dirección y su número de teléfono a alguien de quien la policía sospecha. Eso es lo que hace que la vida sea tan apasionante. Mi hija ha desaparecido, probablemente la han asesinado, y ahora yo tengo que preocuparme por que ese hombre horrible venga a casa una noche para charlar un rato conmigo.
Estaba tan furiosa que casi sacaba el tabaco de dentro del cigarrillo al inhalar. Pero, aun así, esta vez, cuando llegamos a su piso en la Lep sius Strasse, me invitó a entrar.
Me senté en el sofá y la oí orinar en el cuarto de baño. Me pareció que era extraño y que no encajaba en su carácter que no le preocupara una cosa así. Quizá no le importaba que yo lo oyera. No estoy seguro de que se molestara siquiera en cerrar la puerta.
Cuando volvió a la sala me pidió imperiosamente otro cigarrillo. Inclinándome hacia adelante, le ofrecí uno que me arrancó de los dedos. Lo encendió ella misma con un encendedor de mesa y dio unas caladas como las de un soldado en las trincheras. La miré con interés mientras recorría la sala arriba y abajo, como la imagen misma de la ansiedad materna. Saqué otro cigarrillo para mí y saqué un librillo de fósforos del bolsillo del chaleco. Hildegard me miró con rabia cuando inclinaba la cabeza hacia la llama.
– Pensaba que se suponía que los detectives podían encender los fósforos con las uñas.
– Solo los descuidados, que no pagan cinco marcos por una manicura -dije bostezando.
Imaginaba que se proponía algo, pero no tenía mayor idea de qué podía ser de la que tenía sobre los gustos de Hitler en materia de cortinas. La contemplé de nuevo largamente.
Era alta, más alta que la media, y con poco más de treinta años, pero tenía el aspecto patizambo, con los pies hacia dentro, de una chica de quince. No podía decirse que tuviera mucho pecho y todavía tenía menos trasero. La nariz quizá fuera un poco demasiado ancha, los labios algo demasiado gruesos y los ojos del color del espliego estaban demasiado juntos y, con excepción de su genio, no había nada en absoluto delicado en ella. Pero no cabía dudar de su belleza de piernas largas, que tenía algo en común con la más rápida de las potrancas del Hoppegarten. Probablemente, sería igual de difícil de controlar con las riendas, y si alguna vez llegabas a subirte a la silla, lo máximo que habrías logrado sería confiar en que te dejara llegar hasta la meta.
– ¿No se da cuenta de que estoy aterrorizada? -dijo, golpeando con el pie en el reluciente suelo de madera-. No quiero quedarme sola.
– ¿Dónde está su hijo, Paul?
– Ha vuelto al internado. Además, solo tiene diez años, así que no veo cómo podría venir en mi ayuda, ¿verdad?
Se dejó caer en el sofá a mi lado.
– Bueno, no me importa dormir en la habitación de su hijo unas cuantas noches -dije-, si de verdad tiene tanto miedo.
– ¿Lo haría? -preguntó, feliz.
– Claro -dije, y me felicité en secreto-. Será un placer.
– No quiero que sea un placer para usted -dijo, con la sombra de una sonrisa-. Quiero que sea un deber.
Por un momento casi olvidé por qué estaba allí. Incluso podría haber pensado que ella lo había olvidado. Solo cuando vi una lágrima en el rabillo de su ojo comprendí que de verdad tenía miedo.
– No lo entiendo -dijo Korsch- ¿Y qué hay de Streicher y su banda? ¿Seguimos investigándolos o no?
– Sí -dije-, pero hasta que la vigilancia de la Ges tapo arroje algún resultado de interés para nosotros, no hay mucho que podamos hacer en esa dirección.
– Entonces, ¿qué quiere que hagamos mientras usted mira por la ventana? -dijo Becker, al que le faltaba poco para permitirse una sonrisita que quizá me hubiera irritado-. Es decir, aparte de comprobar los informes de la Ges tapo.
Decidí no mostrarme muy susceptible sobre aquella cuestión. Eso habría sido sospechoso en sí mismo.
– Korsch, quiero que sigas de cerca las investigaciones de la Ges tapo. Por cierto, ¿cómo le va a tu hombre con Vogelmann?
Hizo un gesto de negación con la cabeza.
– No hay mucho que decir, señor. Ese Vogelmann casi nunca sale de la oficina. No es gran cosa como detective, si me permite decirlo.
– Desde luego no lo parece -dije-. Becker, quiero que me encuentres a una chica. -Sonrió y se miró la punta de los pies-. Eso no tendría que resultarte muy difícil.
– ¿Algún tipo de chica en particular, señor?
– De unos quince o dieciséis años, rubia, ojos azules, de la BdM y -dije dándole cuerda-… preferentemente virgen.
– Lo último puede ser un tanto difícil, señor.
– Tiene que tener los nervios bien templados.
– ¿Está pensando en ponerla como cebo, señor?
– Creo que siempre ha sido la mejor manera de cazar tigres.
– A veces la cabra acaba muerta, señor -dijo Korsch.
– Como he dicho, esa chica tiene que tener agallas. Quiero que sepa tanto como sea posible. Si va a arriesgar la vida, entonces tiene que saber por qué lo hace.
– ¿Dónde, exactamente, vamos a hacerlo, señor? -preguntó Becker.
– Dímelo tú. Piensa en unos cuantos sitios donde nuestro hombre pueda verla. Un sitio donde podamos vigilarla sin que nos vean. -Korsch tenía el ceño fruncido-. ¿Qué te preocupa?
Movió la cabeza con un gesto de desagrado.
– No me gusta, señor. Eso de utilizar a una chica como cebo. Es inhumano.
– ¿Qué sugieres que hagamos, utilizar un trozo de queso?
– Una calle principal -dijo Becker, pensando en voz alta-. Como la Ho henzollerndamm, pero con más coches, para aumentar las posibilidades de que la vea.
– Sinceramente, señor, ¿no cree que es un poco arriesgado?
– Claro que lo es. Pero ¿qué sabemos realmente de ese cabrón? Lleva coche, viste uniforme y tiene acento austríaco o bávaro. Aparte de eso, todo lo demás son conjeturas. No tengo que recordaros que se nos está acabando el tiempo. Bueno, es necesario que nos acerquemos, y tenemós que acercarnos rápido. La única manera es tomar la iniciativa, escoger nosotros su próxima víctima.
– Pero puede que tengamos que esperar para siempre -dijo Korsch.
– No dije que fuera fácil. Si cazas tigres, puedes acabar durmiendo en lo alto de un árbol.
– ¿Y qué hay de la chica? -continuó Korsch-. No propondrá que esté allí día y noche, ¿verdad?
– Puede hacerlo por las tardes -dijo Becker-. Por las tardes y hasta que empieza a oscurecer. No de noche, para estar seguros de que él la ve y de que nosotros lo vemos a él.
– Vas captando la idea.
– Pero ¿dónde encaja Vogelmann en todo esto?
– No lo sé. Es una sensación que tengo, eso es todo. Quizá no sea nada, pero quiero comprobarlo de todos modos.
Becker sonrió.
– De vez en cuando, un poli tiene que confiar en su instinto -dijo. Reconocí mi propia y poco inspirada retórica. -Todavía haremos de ti todo un detective -le animé.
Escuchaba sus discos en el gramófono Gigli con la avidez de alguien que sabe que se está volviendo sordo y no ofrecía ni pedía más conversación que un revisor del tren. Para entonces yo ya me había dado cuenta de que Hildegard Steininger era tan independiente como una pluma estilográfica, y me imaginaba que, probablemente, prefería al tipo de hombre que se imagina a sí mismo como poco más que una hoja de papel en blanco. Sin embargo, y casi a pesar de ella, seguía encontrándola atractiva. Para mi gusto, se preocupaba demasiado del tono de su pelo, que era como hebras de oro, del largo de sus uñas y del estado de sus dientes, que cepillaba sin cesar. Era más que medio presumida y más del doble de egoísta. Si le dieran a escoger entre hacer algo de su agrado o algo para agradar a los demás, confiaría en que su propia satisfacción haría feliz a todo el mundo. Pensar que lo uno era el resultado casi inevitable de lo otro resultaba para ella una reacción tan automática como el reflejo de la pierna cuando el médico golpea la rodilla con el martillo.
Era la sexta noche que me quedaba en su piso y, como de costumbre, ella había preparado una cena que era casi incomible.
– No tienes que comértelo si no quieres -dijo-. Nunca he sido una buena cocinera.
– Yo nunca he sido un buen invitado a cenar -repliqué, y me comí la mayor parte, no por cortesía sino porque tenía hambre y en las trincheras había aprendido a no ser muy exigente con la comida.
Ahora cerró el mueble del gramófono y bostezó.
– Me voy a la cama -dijo.
Dejé el libro que estaba leyendo a un lado y dije que yo también me iba a acostar.
En el dormitorio de Paul dediqué unos minutos a estudiar el mapa de España que estaba sujeto con chinchetas en la pared, documentando los avatares de las Legiones Cóndor, antes de apagar la luz. Parecía que todos los escolares alemanes quisieran ser pilotos de caza. Me estaba metiendo en la cama cuando llamaron a la puerta.
– ¿Puedo entrar? -dijo ella, deteniéndose desnuda en el umbral.
Durante unos segundos permaneció allí, enmarcada por la luz del vestíbulo como si fuera una maravillosa madonna, casi como si me estuviera permitiendo que calibrara sus proporciones. Con el pecho y el escroto cada vez más tensos, observé cómo se dirigía grácilmente hacia mí.
Mientras que su cabeza y su espalda eran pequeñas, sus piernas eran tan largas que parecía haber sido creada por un dibujante genial. Con una mano se cubría el sexo, y esa pequeña timidez me excitó mucho. La dejé así un rato mientras contemplaba la sencilla redondez de sus senos. Tenían unos pezones pequeños, casi invisibles y del tamaño de una nectarina perfecta.
Me incliné hacia adelante, aparté la pudorosa mano y luego, cogiéndola por las suaves caderas, hundí la boca en los lacios filamentos que cubrían su sexo como un manto. Al ponerme de pie para besarla noté que su mano descendía con premura para buscarme e hice una mueca de dolor cuando me empujó la piel hacia atrás. Era algo demasiado brusco para ser agradable, para ser tierno, así que respondí empujándola boca abajo sobre la cama, atrayendo sus frescas nalgas hacia mí y colocándola en la posición que me apetecía. Soltó un grito en el momento en que la penetré con fuerza y sus largos muslos temblaron maravillosamente mientras representábamos nuestra ruidosa pantomima hasta su desenlace.
Dormimos hasta que el amanecer se introdujo a través de la fina tela de las cortinas. Despierto antes que ella, me sorprendió su color, que era igual de frío que su expresión al despertar, la cual no cambió lo más mínimo mientras buscaba mi pene con la boca. Y luego, dándose la vuelta, se irguió hasta poner la cabeza en la almohada y abrió los muslos de par en par para que yo viera dónde empieza la vida y, de nuevo, la besé en aquel lugar antes de familiarizarlo con toda la potencia de mi ardor, apretándome dentro de su cuerpo hasta que pensé que solo mi cabeza y mis hombros se librarían de ser consumidos.
Finalmente, cuando ya no quedaba nada en ninguno de los dos, se acurrucó junto a mí y lloró hasta que pensé que iba a deshacerse en llanto.
– Pensé que le gustaría la idea.
– No estoy seguro de que no me guste. Dame un segundo para que la rumie un poco.
– No queremos que esté plantada en algún sitio solo porque sí. Él se olería algo enseguida y ni se acercaría. Tiene que parecer natural.
Asentí sin demasiada convicción y traté de sonreír a la chica de la BdM que Becker había encontrado. Era una adolescente extraordinariamente bonita y yo no estaba muy seguro de qué era lo que más había impresionado a Becker, si su valentía o sus pechos.
– Vamos, señor, ya sabe lo que pasa -dijo-. Estas chicas siempre están paradas en las esquinas mirando esas vitrinas del Der Stürmer. Se excitan leyendo cosas sobre esos médicos judíos que abusan de unas vírgenes alemanas hipnotizadas. Mírelo de esta manera: no solo impedirá que se aburra, sino que, además, si Streicher o su gente está implicada, entonces es más probable que se fijen en ella allí, frente a una de esas Stürmerkästen, que en ningún otro sitio.
Miré incómodo la recargada vitrina, pintada de rojo, probablemente construida por algunos lectores leales, con sus vívidos eslóganes proclamando: «Mujeres alemanas, los judíos son vuestra destrucción», y los tres desplegables del periódico bajo el cristal. Ya estaba bastante mal pedir a una chica que actuara de cebo sin tener que exponerla, además, a esta clase de basura.
– Supongo que tienes razón, Becker.
– Sabe que la tengo. Mírela. Ya se ha puesto a leerlo. Le juro que le gusta.
– ¿Cómo se llama?
– Ulrike.
Fui hasta la Stürmer kästen donde se encontraba, canturreando en voz baja.
– ¿Sabes qué tienes que hacer, Ulrike? -le pregunté discretamente, sin mirarla ahora que estaba a su lado, sino fijando la vista en la caricatura de Fips con su inevitable y feo judío. Pensé que nadie podía tener ese aspecto. La nariz era tan grande como el morro de una oveja.
– Sí, señor -dijo alegremente.
– Hay policías por todas partes. No puedes verlos, pero todos te vigilan, ¿lo entiendes? -En su reflejo en el cristal vi que asentía con la cabeza. -Eres una chica muy valiente.
Al oír esas palabras empezó a cantar de nuevo, solo que más alto, y me di cuenta de que era el himno de las Juventudes Hitlerianas:
Nuestra bandera, ved cómo ante nosotros flamea,
nuestra bandera significa una era sin luchas,
nuestra bandera nos conduce a la eternidad,
nuestra bandera nos importa más que la vida.
Volví donde estaba Becker y entré en el coche.
– Es una chica notable, ¿verdad, señor?
– Sin ninguna duda. No te olvides de mantener las zarpas lejos de ella, ¿me oyes?
Becker era todo inocencia.
– Venga, señor, no creerá que sería capaz de intentar cazar a esa pajarita, ¿verdad?
Se sentó en el asiento del conductor y puso en marcha el motor.
– Creo que te follarías a tu tatarabuela, si de verdad quieres saber lo que pienso. -Eché una ojeada por encima del hombro-. ¿Dónde están tus hombres?
– El sargento Hingsen está en el primer piso de aquel bloque -dijo- y tengo un par de hombres en la calle. Uno está arreglando el cementerio, allá en la esquina, y el otro está limpiando ventanas ahí delante. Si nuestro hombre aparece, lo cogeremos.
– ¿Los padres de la chica están enterados?
– Sí.
– Han mostrado un gran espíritu cívico al dar su consentimiento, ¿no te parece?
– No hicieron exactamente eso, señor. Ulrike les informó de que se había presentado voluntaria para hacer esto al servicio del Führer y la Mad re Patria. Les dijo que sería poco patriótico tratar de impedírselo. Así que no tuvieron mucha libertad de elección. Es una chica con mucho carácter.
– Me lo imagino.
– Y muy buena nadadora, según dicen. Una futura candidata a las Olimpiadas, según su profesora.
– Bueno, confiemos en que llueva por si acaso tiene que nadar para librarse del peligro.
Oí sonar la campanilla en el vestíbulo y fui a la ventana. La abrí y me asomé para ver quién tiraba del cordón. Incluso desde una altura de tres pisos, reconocí la inconfundible cabeza pelirroja de Vogelmann.
– Eso es algo muy vulgar -dijo Hildegard-. Asomarte a la ventana como una pescadera.
– Pues da la casualidad de que quizás haya atrapado un pez. Es Vogelmann y se ha traído a un amigo.
Salí al rellano, accioné la palanca que tiraba de la cadena que abría la puerta de la calle y me quedé observando a los dos hombres que subían las escaleras. Ninguno de ellos hablaba.
Vogelmann entró en el piso de Hildegard con su mejor cara de enterrador, lo cual era una bendición, ya que la sombría mueca fijada en su maloliente boca significaba que, por lo menos durante un rato, la mantendría cerrada. El hombre que iba con él era una cabeza más bajo que Vogelmann, tenía alrededor de treinta y cinco años, pelo rubio, ojos azules y un aire severo, incluso académico. Vogelmann esperó hasta que todos estuvimos sentados para presentar al otro hombre como el doctor Otto Rahn, prometiendo que nos diría más sobre él enseguida. Luego suspiró profundamente y movió la cabeza apesadumbrado.
– Me temo que no he tenido suerte en la búsqueda de su hija Emmeline -dijo-. He preguntado a todo el mundo a quien podía preguntar y mirado en todas partes donde podía mirar. Sin resultado alguno. Ha sido muy decepcionante. Por supuesto -añadió después de hacer una pausa-, comprendo que mi propia decepción no vale nada comparada con la suya. No obstante, pensaba que, por lo menos, podría encontrar algún rastro de ella. Si hubiera algo, cualquier cosa, que ofreciera algún indicio de lo que pudiera haberle sucedido, entonces me sentiría justificado para recomendarles que me dejaran continuar con mis indagaciones. Pero no hay nada que me haga confiar en que no estaría malgastando su tiempo y su dinero.
Asentí con triste resignación.
– Gracias por ser tan sincero, Herr Vogelmann.
– Al menos pueden decir que lo intentamos, Herr Steininger -dijo Vogelmann-. No exagero cuando le digo que hemos agotado todos los métodos habituales de investigación.
Se detuvo para aclararse la garganta y, excusándose, se llevó el pañuelo a la boca.
– Dudo en proponerles esto, Herr y Frau Steininger, y, por favor, no crean que hablo en broma, pero cuando lo usual ha demostrado no servir de nada, seguramente no puede haber ningún daño en recurrir a lo inusitado.
– Tenía la impresión de que por esa razón le consultamos a usted -dijo Hildegard con sequedad-. Lo usual, como usted lo llama, era lo que esperábamos de la policía.
Vogelmann sonrió, incómodo.
– Me he expresado mal -dijo-. Debería haber hablado de lo ordinario y lo extraordinario.
El otro hombre, Otto Rahn, acudió en ayuda de Vogelmann.
– Lo que Herr Vogelmann está tratando de sugerir, con tanto tacto como es posible en estas circunstancias, es que consideren la posibilidad de contratar los servicios de un médium para encontrar a su hija.
Tenía un acento culto y hablaba con la velocidad de un hombre procedente de algún sitio como Frankfurt.
– ¿Un médium? -dije-. ¿Se refiere al espiritismo? -Me encogí de hombros-. No creemos en esa clase de cosas.
Quería saber qué diría Rahn para vendernos la idea.
Sonrió pacientemente.
– En estos tiempos apenas es una cuestión de creencias. El espiritismo es ahora más bien una ciencia. Se han producido descubrimientos muy sorprendentes desde la guerra, especialmente en la última década.
– Pero ¿no es ilegal? -pregunté suavemente-. Estoy seguro de haber leído en alguna parte que el conde Helldorf prohibió la adivinación profesional de cualquier tipo en Berlín en 1934, es decir, hace ya mucho tiempo.
Rahn no se alteró ni dejó que mis palabras le desviaran de su camino.
– Está muy bien informado, Herr Steininger. Y tiene razón, es cierto que el jefe superior de la policía la prohibió. No obstante, desde entonces la situación se ha resuelto satisfactoriamente y los profesionales racialmente puros que practican las ciencias parapsicológicas se han incorporado a las secciones de profesiones independientes del Frente Alemán del Trabajo. Fueron solo las razas mestizas, los judíos y los gitanos quienes dieron a las ciencias parapsicológicas mala fama. Es más, en la actualidad incluso el mismo Führer recurre a los servicios de un astrólogo profesional. Así que, como ve, las cosas han cambiado mucho desde Nostradamus.
Vogelmann asintió y soltó una risita cloqueante.
Así que esta era la razón de que Reinhart Lange patrocinara la campaña de publicidad de Vogelmann. Para conseguir algo de negocio para el sector de la bola de cristal. Y parecía una operación muy limpia. Tu detective no conseguía encontrar a tu persona desaparecida, después de lo cual y por mediación de Otto Rahn, te pasaban a otro poder aparentemente superior. Este servicio probablemente tenía como resultado hacerte pagar mucho más por el privilegio de averiguár lo que ya era obvio: que tu ser querido dormía con los ángeles.
«Sí, por supuesto -pensé-, una bonita representación.» Iba a disfrutar encerrando a esa gente. A veces se puede perdonar a alguien que vive del cuento, pero no a aquellos que se aprovechan del dolor y el sufrimiento de los demás. Era como robar las almohadillas de un par de muletas.
– Peter -dijo Hildegard-, no creo que tengamos mucho que perder.
– No, supongo que no.
– Me alegra mucho que piensen eso -dijo Vogelmann-. Uno siempre vacila antes de recomendar una cosa así, pero creo que en este caso realmente no hay otra alternativa.
– ¿Cuánto costará?
– Estamos hablando de la vida de Emmeline -me espetó Hildegard-. ¿Cómo puedes hablar de dinero?
– El coste es muy razonable -dijo Rahn-. Estoy seguro de que quedarán totalmente satisfechos. Pero ya hablaremos de eso más adelante. Lo más importante ahora es que conozcan a alguien que puede ayudarlos. Hay un hombre, un gran hombre, con mucho talento, que posee una enorme capacidad psíquica. Podría ayudarles. Este hombre, como último descendiente de un largo linaje de hombres sabios alemanes, tiene una memoria de clarividencia ancestral que es única en nuestra época.
– Parece alguien maravilloso -musitó Hildegard.
– Lo es -dijo Vogelmann.
– Entonces lo organizaré para que se reúnan con él -dijo Rahn-. Da la casualidad de que sé que el próximo jueves está libre. ¿Estarán disponibles esa noche?
– Sí, estaremos disponibles.
Rahn sacó un cuaderno y empezó a escribir. Cuando acabó arrancó la hoja y me la dio.
– Aquí tiene la dirección. ¿Digamos a las ocho? A menos que me ponga en contacto con usted antes. -Asentí-. Excelente.
Vogelmann se levantó para marcharse mientras Rahn se inclinaba para buscar algo en su maletín. Le entregó una revista a Hildegard.
– Quizás esto también pueda ser de interés para ustedes -dijo.
Los acompañé a la puerta y cuando volví me la encontré absorta en la revista. No necesité mirar la portada para saber que era la Ura nia de Reinhart Lange. Ni tampoco necesité hablar con Hildegard para saber que estaba convencida de que Otto Rahn era sincero.
En la Ofi cina del Censo de Residentes apareció un Otto Rahn, procedente de Michelstadt, cerca de Frankfurt, cuyo domicilio actual era Tiergartenstrasse 8a, Berlín Oeste, 35.
Por otro lado, el VC1, Antecedentes Criminales, no tenía nada de él. Y tampoco el VC 2, el departamento que compilaba la lista de personas buscadas. Estaba a punto de marcharme cuando un SS Sturmbannführer de nombre Baum me llamó a su despacho.
– Kommissar, me ha parecido que le preguntaba a aquel oficial por alguien llamado Otto Rahn…
Le dije que estaba interesado en averiguar todo lo que pudiera sobre Otto Rahn.
– ¿De qué departamento es usted?
– De Homicidios. Lo busco porque quizá nos pueda ayudar en una investigación. -Entonces, ¿no es que sospechen que haya cometido un delito? Al percibir que el Sturmbannführer sabía algo de un Otto Rahn, decidí disimular un poco mis motivos.
– Por todos los santos, no -dije-. Como he dicho, solo puede ponernos en contacto con un testigo valioso. ¿Por qué? ¿Conoce a alguien de ese nombre?
– Sí, da la casualidad de que sí -dijo-. Es más bien un conocido. Hay un Otto Rahn que está en las SS.
El viejo Hotel Prinze Albrecht Strasse era un edificio notable de cuatro plantas con ventanas en forma de arco y columnas estilo corintio, con dos balcones largos, tamaño dictador, en el primer piso, rematados por un enorme y recargado reloj. Sus setenta habitaciones hacían que nunca hubiera pertenecido a la misma liga que los grandes hoteles como el Bristol o el Adlon, razón por la cual probablemente se lo habían quedado las SS. Llamado ahora SS Haus, y situado al lado del cuartel general de la Ges tapo, en el número 8, era también el cuartel general de Heinrich Himmler en tanto que Reichsführer SS.
En el Departamento de Registro del Personal del segundo piso, mostré mis credenciales y les expliqué mi misión.
– He sido requerido por la SD para que obtenga un certificado de Seguridad para un miembro de las SS a fin de que sea considerado para su promoción al servicio personal del general Heydrich.
El cabo de las SS que estaba de guardia se puso tenso al oír el nombre de Heydrich.
– ¿En qué puedo servirle? -dijo con entusiasmo.
– Deseo ver el expediente de ese hombre. Se llama Otto Rahn.
El cabo me pidió que esperara y luego entró en la sala de al lado, donde buscó el archivador adecuado.
– Aquí está -dijo, volviendo al cabo de unos minutos con la carpeta-. Me temo que tendré que pedirle que lo examine aquí. Solo se puede sacar un expediente de esta oficina con la autorización escrita del propio Reichsführer.
– Como es natural, ya estaba enterado -dije fríamente-. Pero estoy seguro de que me bastará una mirada rápida. Es solo un control rutinario de seguridad.
Me acerqué hasta un atril de lectura que había en el extremo más alejado de la oficina, donde abrí la carpeta para examinar el contenido. Era una lectura interesante.
SS Unterscharführer Otto Rahn, nacido el 18 de febrero de 1904 en Michelstadt, en Odenwald. Estudió Filología en la Uni versidad de Heidelberg, graduándose en 1928. Se incorporó a las SS en marzo 1936, fue ascendido a SS Unterscharführer en abril del 36; destinado a la Di visión SS Calaveras Oberbayern del campo de concentración de Dachau en septiembre del 37; trasladado a la Ofi cina Central para la Ra za y la Re población en diciembre del 38; orador y autor de Cruzada contra el Grial (1933) y Los siervos de Lucifer (1937).
Seguían varias páginas de anotaciones médicas y valoraciones de carácter, entre ellas una evaluación hecha por un SS Gruppenführer, un tal Theodor Eicke, quien describía a Rahn como «diligente, aunque dado a ciertas excentricidades». Según mis cálculos, eso podía abarcar casi cualquier cosa, desde el asesinato a la longitud del cabello.
Le devolví la carpeta al cabo y me dirigí a la salida del edificio. Otto Rahn. Cuanto más descubría de él, menos inclinado me sentía a creer que solo estaba practicando alguna complicada estafa mediante abuso de confianza.
Aquí tenía un hombre interesado en algo que no era solo el dinero. Un hombre para quien la palabra «fanático» no parecía inapropiada. Al volver a Steglitz, pasé en el coche por delante de la casa de Rahn en la Ti ergartenstrasse y no creo que me hubiera sorprendido ver a la Mu jer Escarlata y a la Gran Bes tia del Apocalipsis salir volando por la puerta principal.
Era de noche para cuando llegué a la Cas par-Theyss Strasse, que está justo al sur de la Kur fürstendamm, bordeando el Grunewald. Era una calle tranquila con chalés a los que les faltaba muy poco para ser algo más grandioso y que estaban ocupados principalmente por médicos y dentistas. El número 33, al lado de una pequeña clínica rural, ocupaba la esquina de la Pa ulsbornerstrasse, frente a una gran floristería donde quienes visitaban el hospital podían comprar flores.
Había un toque del Hombrecito de Pan de Jengibre en la extraña casa a la que nos había invitado Rahn. Los ladrillos del sótano y la planta baja estaban pintados de marrón y los del primer y segundo pisos eran de color crema. Una torre de forma heptagonal ocupaba el lado este de la casa, una logia de madera coronada por un balcón en la parte central, y en la oriental, un tejado de madera cubierto de musgo sobresalía por encima de un par de ojos de buey.
– Confío en que hayas traído un diente de ajo -le dije a Hildegard mientras aparcaba. Era evidente que no le gustaba mucho el aspecto de aquel lugar, pero siguió obstinadamente callada, convencida todavía de que todo era un asunto limpio.
Fuimos hasta una verja de hierro forjado que había sido decorada con una serie de símbolos zodiacales y me pregunté como interpretarían todo aquello los dos hombres de las SS que estaban de pie, fumando, debajo de uno de los muchos abetos que había en el jardín. Esta idea me ocupó solo un segundo antes de pasar a la cuestión más difícil de responder de qué hacían allí tanto ellos como varios coches de cargos del partido que había aparcados en la acera.
Otto Rahn abrió la puerta, saludándonos con calidez y comprensión, y nos acompañó hasta un guardarropa donde dejamos los abrigos.
– Antes de entrar -dijo-, debo explicar que a esta sesión van a asistir otras personas. Las proezas de Herr Weisthor como clarividente lo han convertido en el sabio más importante de Alemania. Me parece haberles comentado que hay un cierto número de miembros importantes del partido que apoyan el trabajo de Herr Weisthor (por cierto, estamos en su casa), así que, aparte de Herr Vogelmann y yo mismo, es probable que alguno de los otros invitados les resulte familiar.
Hildegard se quedó boquiabierta.
– ¿No estará hablando del Führer? -dijo.
Rahn sonrió.
– No, no es él, pero sí alguien muy cercano a él. Ha pedido que se le trate como a todos los demás a fin de facilitar un ambiente favorable para el contacto de esta noche. Por eso se lo he dicho ahora, para que no se queden demasiado sorprendidos; es al Reichsführer SS Heinrich Himmler a quien me estoy refiriendo. Sin duda habrán visto a los hombres de seguridad ahí fuera y se habrán preguntado qué pasaba. El Reichsführer es un gran patrocinador de nuestro trabajo y ha asistido a muchas sesiones.
Al salir del guardarropa, pasamos por una puerta insonorizada con piel verde tachonada y acolchada y entramos en una sala en forma de ele de gran tamaño y amueblada con sencillez. Al otro lado de la gruesa alfombra verde y en uno de sus extremos había una mesa redonda, y en el otro un grupo de unas diez personas de pie alrededor de un sofá y un par de sillones. Las paredes, allí donde eran visibles entre los paneles de madera de roble, estaban pintadas de blanco y las cortinas verdes estaban corridas. Había algo clásicamente alemán en aquella habitación, que era igual que decir que era tan cálida y acogedora como un cuchillo del ejército suizo.
Rahn nos ofreció unas bebidas y nos presentó, a Hildegard y a mí, a los presentes. Lo primero que detecté fue la pelirroja cabeza de Vogelmann; le saludé con un gesto y luego busqué a Himmler. Como nadie llevaba uniforme resultó un tanto difícil distinguirlo con su traje cruzado de color oscuro. Era más alto de lo que esperaba, y también más joven, quizá no tuviera más de treinta y siete o treinta y ocho años. Al hablar, parecía un hombre de modales suaves y, salvo por su enorme Rolex de oro, mi impresión general fue que lo podrías tomar por un director de escuela en lugar de por el jefe de la policía secreta alemana. ¿Qué tendrían los relojes de pulsera suizos que los hacía tan atractivos para los hombres con poder? Pero un reloj no era tan atractivo para este hombre en concreto como Hildegard Steininger, según parecía, y pronto los dos comenzaron a conversar animadamente.
– Herr Weisthor vendrá dentro de un momento -explicó Rahn-. Suele necesitar un período de meditación a solas antes de acercarse al mundo de los espíritus. Permítame que le presente a Reinhart Lange. Es el propietario de la revista que le dejé a su esposa.
– Ah, sí, Urania.
Así que ahí lo tenía, bajo y rechoncho, con un grano en una de sus sotabarbas y un labio inferior decididamente colgante, como desafiándote a besarlo o darle un tortazo. Su pelo rubio mostraba unas profundas entradas, aunque le confería también un aspecto infantil alrededor de las orejas. Apenas tenía cejas y los ojos estaban como medio cerrados, casi como hendiduras. Estos dos rasgos hacían que pareciera débil e inconstante, un poco al estilo de Nerón. Posiblemente no era ninguna de las dos cosas, aunque el fuerte olor a colonia que le rodeaba, su aire autosatisfecho y su forma de hablar un tanto teatral no hacían nada por corregir mi primera impresión. Mi tipo de trabajo me ha convertido en un juez de la personalidad rápido y bastante preciso, y cinco minutos de conversación con Lange fueron suficientes para convencerme de que no me había equivocado al juzgarlo. Aquel tipo no era más que un pequeño maricón insignificante.
Me disculpé y fui al lavabo que había visto al lado del guardarropa. Ya había decidido volver a la casa de Weisthor después de la sesión para ver si las otras habitaciones eran más interesantes que aquella en la que estábamos. No parecía haber perro en la propiedad, así que parecía que lo único que tenía que hacer era preparar mi entrada. Eché el cerrojo después de entrar y puse manos a la obra para soltar el pestillo de la ventana. Estaba atascado y justo cuando acababa de conseguir abrirlo llamaron a la puerta. Era Rahn.
– ¿Herr Steininger? ¿Está ahí?
– No tardo ni un segundo.
– Vamos a empezar dentro de un momento.
– Enseguida estoy con ustedes -dije, y dejando la ventana abierta un par de centrímetros, tiré de la cadena y regresé para unirme al resto de los invitados.
Había entrado otro hombre en la sala y comprendí que debía de ser Weisthor. De unos cincuenta y cinco años, vestía un traje de franela marrón claro con chaleco y llevaba un bastón muy adornado, con empuñadura de marfil y extraños dibujos tallados en la vara, algunos de los cuales hacían juego con su anillo. Físicamente, parecía una versión de Himmler con más años, con la pequeña pincelada del bigotillo, las mejillas como las de un hámster, la boca dispéptica y la barbilla hundida; pero era más robusto, y mientras el Reichsführer recordaba a una rata miope, Weisthor tenía más aspecto de castor, un efecto que se acentuaba por el hueco que tenía entre los dos dientes frontales.
– Usted debe de ser Herr Steininger -dijo, sacudiéndome la mano arriba y abajo-. Permítame que me presente. Soy Karl Maria Weisthor, y estoy encantado de haber tenido ya el placer de conocer a su encantadora esposa. -Hablaba muy ceremoniosamente, con acento vienés-. En eso, por lo menos, es usted un hombre muy afortunado. Esperemos que pueda serle de ayuda a ambos antes de que acabe la noche. Otto me ha informado de la desaparición de su hija Emmeline y de cómo la policía y nuestro buen amigo Rolf Vogelmann han sido incapaces de encontrarla. Como le he dicho a su esposa, estoy seguro de que los espíritus de nuestros remotos antepasados alemanes no nos abandonarán y nos dirán qué ha sido de ella, de igual modo que nos han informado de otras cosas antes.
Se volvió y señaló hacia la mesa.
– ¿Nos sentamos? -dijo-. Herr Steininger, usted y su esposa se sentarán junto a mí, uno a cada lado. Todo el mundo se cogerá de las manos, Herr Steininger. Esto incrementará nuestro poder consciente. Procure no soltarse, vea lo que vea y oiga lo que oiga, ya que eso puede hacer que se rompa la conexión. ¿Lo entienden ambos?
Asentimos y nos sentamos. Cuando el resto de los asistentes se hubo sentado, observé que Himmler se las había arreglado para situarse al lado de Hildegard, a la cual prestaba una intensa atención. Se me ocurrió que podría contarlo de otra manera e imaginé lo que se divertirían Nebe y Heydrich si les decía que Heinrich Himmler y yo habíamos pasado la noche cogidos de la mano. Pensando en ello casi me echo a reír y para disimular aparté la mirada de Weisthor y volví la cara hacia el otro lado para encontrarme frente a un hombre del tipo Sigfrido, alto y cortés, vestido con traje de etiqueta, con la clase de modales sensibles y cálidos que solo se consiguen bañándose en sangre de dragón.
– Me llamo Kindermann -dijo con voz adusta-, doctor Lanz Kindermann, a su servicio, Herr Steininger.
Me miró la mano como si fuera un trapo sucio.
– ¿No será el famoso psicoterapeuta? -dije.
– Dudo de que pueda llamárseme famoso -dijo sonriendo, pero con cierta satisfacción de todos modos-. Sin embargo, le agradezco el cumplido.
– ¿Es usted austríaco?
– Sí, ¿por qué lo pregunta?
– Me gusta saber algo de los hombres con quienes me cojo de la mano -dije y agarré la suya con firmeza.
– Dentro de un momento -dijo Weisthor-, le pediré a nuestro amigo Otto que apague las luces. Pero antes que nada, querría que todos cerráramos los ojos y respiráramos profundamente. El propósito de esto es que nos relajemos. Solo si estamos relajados los espíritus se sentirán lo bastante cómodos para ponerse en contacto con nosotros y ofrecernos el beneficio de lo que son capaces de ver. Quizá les ayude pensar en algo plácido, como una flor o una formación de nubes.
Se calló, de forma que el único sonido que se oía era la profunda respiración de las personas que había alrededor de la mesa y el tictac de un reloj en la repisa de la chimenea. Oí carraspear a Vogelmann, lo cual hizo que Weisthor hablara de nuevo.
– Traten de fluir al interior de la persona que tienen al lado de forma que podamos sentir el poder del círculo. Cuando Otto apague la luz, entraré en trance y permitiré que mi cuerpo quede bajo el control del espíritu. El espíritu controlará mi habla y todas las funciones de mi cuerpo, de forma que estaré en una posición muy vulnerable. No hagan ningún ruido brusco ni interrumpan. Hablen suavemente si desean comunicarse con el espíritu o permitan que Otto hable por ustedes. -Hizo otra pausa-. Otto, las luces, por favor.
Oí como Rahn se ponía en pie como si despertara de un profundo sueño y cruzaba sigilosamente la alfombra.
– A partir de este momento Weisthor no hablará a menos que sea bajo el espíritu -dijo-. Será mi voz la que oigan hablarle mientras esté en trance.
Apagó la luz y al cabo de unos segundos oí cómo regresaba al círculo.
Me esforcé por ver en la oscuridad y miré hacia donde estaba Weisthor, pero por mucho que lo intenté no conseguí ver nada más que las extrañas formas que bailan al fondo de la retina cuando se la priva de luz. Descubrí que aquello que Weisthor había dicho de las flores o las nubes me ayudaba a pensar en la Ma user automática que llevaba en la pistolera y en la bonita formación de munición de 9 mm que llevaba en la culata.
El primer cambio del que me di cuenta fue el de su respiración, que se hizo progresivamente más lenta y profunda. Al cabo de un rato era casi indetectable y, salvo por la fuerza con que me cogía la mano, podría haber dicho que había desaparecido.
Finalmente habló, pero fue con una voz que hizo que se me pusiera la piel de gallina y los pelos de punta.
– Aquí tengo a un rey sabio de hace mucho, mucho tiempo -dijo, y me asió la mano con fuerza-. De un tiempo en que brillaban tres soles en el cielo del norte. -Emitió un largo y sepulcral suspiro-. Sufrió una terrible derrota a manos de Carlomagno y su ejército cristiano.
– ¿Era sajón? -preguntó Rahn con voz suave.
– Sí, sajón. Los francos los llamaban paganos y les daban muerte por ello. Muertes atroces, llenas de sangre y dolor. -Pareció vacilar-. Es difícil decir esto. Dice que la sangre debe pagarse. Dice que el paganismo alemán vuelve a ser fuerte y debe vengarse de los francos y su religión, en nombre de los antiguos dioses.
Luego gruñó casi como si le hubieran golpeado y no dijo nada más.
– No se alarmen -murmuró Rahn-. A veces un espíritu se marcha de forma bastante violenta.
Al cabo de unos minutos, Weisthor volvió a hablar.
– ¿Quién eres? -preguntó con suavidad-. ¿Una chica? ¿Nos dices tu nombre, niña? ¿No?Venga…
– No temas -dijo Rahn-. Por favor, date a conocer.
– Se llama Emmeline -dijo Weisthor.
Oí que Hildegard daba un grito ahogado.
– ¿Te llamas Emmeline Steininger? -preguntó Rahn-. Si es así tu madre y tu padre están aquí para hablar contigo, niña.
– Dice que no es una niña -musitó Weisthor- y que una de esas dos personas no es nada suyo.
Me puse rígido. ¿Sería auténtico después de todo? ¿Tendría Weisthor facultades paranormáles?
– Soy su madrastra -dijo Hildegard temblorosa, y me pregunté si se habría dado cuenta de que Weisthor tendría que haber dicho que ninguno de nosotros era nada suyo.
– Dice que añora sus clases de danza, pero que sobre todo les añora a ustedes dos.
– Nosotros también te añoramos, cariño.
– ¿Dónde estás Emmeline? -pregunté. Hubo un largo silencio, así que repetí la pregunta.
– La han matado -dijo Weisthor con voz entrecorta-da-. Y la han escondido en algún lugar.
– Emmeline, tienes que tratar de ayudarnos -dijo Rahn-. ¿Puedes decirnos algo sobre el sitio donde te dejaron?
– Sí, se lo dirá. Dice que al otro lado de la ventana hay una colina. Al pie de la colina hay una bonita cascada. ¿Cómo? Hay una cruz o quizá otra cosa alta, como una torre, en la cima de la colina.
– ¿ La Kre uzberg? -pregunté.
– ¿Es la Kre uzberg? -dijo Rahn.
– No sabe cómo se llama -murmuró Weisthor-. ¿Dónde dices? Oh, qué horror. Dice que está en una caja. Lo siento, Emmeline, pero me parece que no te he oído bien. ¿No es una caja? ¿Un barril? Sí, un barril. Un viejo barril carcomido y maloliente en una vieja bodega llena de viejos barriles carcomidos.
– Podría ser una cervecería -dijo Kindermann.
– ¿Te refieres a la Cer vecería Schultheiss? -dijo Rahn.
– Cree que debe de serlo, aunque no parece un sitio al que vaya mucha gente. Algunos de los barriles son viejos y tienen agujeros. Ella puede ver a través de uno de ellos. No, cariño, no sería muy adecuado para guardar cerveza, estoy de acuerdo.
Hildegard musitó algo que no conseguí entender.
– Valor, querida señora -dijo Rahn-. Valor.
Y luego añadió en voz más alta:
– ¿Quién fue el que te mató, Emmeline? ¿Y puedes decirnos por qué?
Weisthor emitió un profundo gemido.
– No conoce sus nombres, pero cree que fue para el Misterio de la San gre. ¿Cómo averiguaste eso, Emmeline? Es una de las muchas cosas que aprendes cuando mueres, ya veo. La mataron como matan a sus animales y luego mezclaron su sangre con el vino y el pan. Cree que debe de haber sido para un rito religioso, pero de una clase que ella no había visto jamás.
– Emmeline -dijo una voz que pensé que debía de ser la de Himmler-, ¿fueron los judíos quienes te asesinaron? ¿Fueron judíos quienes usaron tu sangre?
Hubo otro largo silencio.
– No lo sabe -dijo Weisthor-. No dijeron quiénes ni qué eran. No se parecían a las imágenes que ella había visto de judíos. ¿Qué dices, cariño? Dice que quizá lo fueran, pero que no quiere causarle problemas a nadie, que no importa lo que le hicieron. Dice que si fueron los judíos, fueron malos judíos y que no todos los judíos habrían aprobado una cosa así. No quiere decir nada más sobre ello. Solo quiere que alguien vaya a sacarla de ese sucio barril. Sí, estoy seguro de que alguien lo arreglará, Emmeline. No te preocupes.
– Dígale que yo me encargaré personalmente de que se haga esta misma noche -dijo Himmler-. La niña tiene mi palabra.
– ¿Qué has dicho? Está bien. Emmeline dice que le agradezca su ayuda. Y que le diga a sus padres que los quiere mucho de verdad, pero que no se preocupen por ella, que nada puede devolvérsela, que ambos tienen que seguir su vida y dejar atrás lo que ha sucedido. Que procuren ser felices. Emmeline tiene que irse ahora.
– Adiós, Emmeline -dijo Hildegard sollozando.
– Adiós -dije yo.
De nuevo se hizo el silencio, si exceptuamos el sonido de la sangre que se agolpaba en mis oídos. Me alegraba de la oscuridad porque ocultaba mi cara, que debía mostrar mi furia, y me daba la oportunidad de respirar lenta y profundamente hasta recuperar una apariencia de tranquila tristeza y resignación. Si no hubiera sido por los dos o tres minutos que transcurrieron desde que acabó la representación de Weisthor hasta que se encendieron las luces, creo que los hubiera matado a todos a tiros allí mismo donde estaban sentados: Weisthor, Rahn, Vogelmann, Lange…
Mierda, habría asesinado a aquella gentuza solo por el placer de hacerlo. Les habría obligado a sujetar el cañón de la pistola con la boca y luego les habría saltado la tapa de los sesos en la cara de los otros. Un orificio de la nariz extra para Himmler; un tercer ojo para Kindermann.
Todavía respiraba pesadamente cuando se encendieron las luces, pero era fácil confundirlo con una demostración de dolor. La cara de Hildegard brillaba debido a las lágrimas, lo cual hizo que Himmler le rodeara los hombros con el brazo. Al cruzarse nuestras miradas, hizo un gesto de pesar con la cabeza.
Weisthor fue el último en ponerse en pie. Se tambaleó durante unos segundos, como si se fuera a caer, y Rahn lo sujetó por el codo.Weisthor sonrió y le dio unos golpecitos en la mano a su amigo con agradecimiento.
– Por su cara veo, querida señora, que su hija se presentó.
Hildegard asintió.
– Quiero darle las gracias, Herr Weisthor. Muchas gracias por ayudarnos.
Sollozó sonoramente y sacó el pañuelo.
– Karl, esta noche has estado magnífico -dijo Himmler-. Absolutamente extraordinario.
Se produjo un murmullo de asentimiento del resto de los asistentes, incluyéndome a mí. Himmler seguía moviendo la cabeza maravillado.
– Absolutamente extraordinario, de verdad -repitió-. Pueden tener todos la seguridad de que me pondré en contacto con las autoridades apropiadas y ordenaré que se envíe una patrulla de policía inmediatamente para registrar la Cer vecería Schultheiss en busca de la desgraciada niña.
Himmler me miraba fijamente ahora y yo asentí, mudo, en respuesta a lo que decía.
– No dudo ni por un segundo de que la encontrarán allí. Tengo la seguridad de que lo que acabamos de oír era la niña que hablaba con Karl, a fin de que los corazones de ustedes encuentren reposo. Creo que lo mejor será que se vayan a casa y esperen noticias de la policía.
– Sí, por supuesto -dije y, rodeando la mesa, cogí a Hildegard de la mano y la liberé del abrazo del Reichsführer. Luego estrechamos las manos de toda la asamblea, aceptamos sus condolencias y permitimos que Rahn nos acompañara a la puerta.
– ¿Qué puede uno decir? -dijo con pomposa gravedad-. Naturalmente, siento mucho que Emmeline haya pasado al otro lado, pero, como el mismo Reichsführer ha dicho, es una bendición saberlo con certeza.
– Sí -dijo Hildegard sollozando-. Es mejor saberlo, creo.
Rahn entrecerró los ojos y adoptó una expresión ligeramente dolida cuando me cogió por el brazo.
– Creo que también sería mejor, por razones obvias, que no dijera nada a la policía sobre lo sucedido esta noche si vinieran a decirle que la han encontrado. Me temo que podrían ponerle las cosas muy difíciles si les diera la impresión de que sabía que la habían encontrado antes que ellos mismos. Como no dudo que comprenderá, la policía no tiene muchas luces cuando se trata de entender este tipo de cosas y podrían hacerle todo tipo de preguntas difíciles de contestar. -Se encogió de hombros-. Quiero decir que todos tenemos preguntas respecto a lo que nos llega desde el otro lado. En verdad es un enigma para todos y un enigma para el que tenemos muy pocas respuestas todavía.
– Sí, entiendo que la policía podría mostrarse difícil -dije-. Puede contar con que no diré nada de lo que ha sucedido esta noche, y mi esposa tampoco.
– Herr Steininger, sabía que lo comprendería. -Abrió la puerta de la calle-. Por favor, no vacilen en ponerse en contacto con nosotros de nuevo si desean volver a establecer comunicación con su hija, pero yo esperaría un tiempo. No es bueno convocar a un espíritu con demasiada frecuencia.
Nos despedimos de nuevo y regresamos al coche.
– Sácame de aquí, Bernie -dijo Hildegard entre dientes mientras le abría la puerta del coche.
Cuando puse en marcha el motor, volvía a llorar, solo que esta vez era del impacto recibido y de puro horror.
– No puedo creer que haya gente tan… tan malvada -dijo sollozando.
– Siento que hayas tenido que pasar por esto -dije-. De verdad que lo siento. Habría dado cualquier cosa por evitártelo, pero era la única manera.
Conduje hasta el final de la calle y salí a la Bis markplatz, una tranquila intersección de calles de barrio con una pequeña extensión de hierba en el medio. Solo entonces me di cuenta de lo cerca que estábamos de la casa de Frau Lange en la Her bertstrasse. Vi el coche de Korsch y aparqué detrás de él.
– Bernie, ¿crees que la policía la encontrará?
– Sí, creo que sí.
– Pero ¿cómo pudo fingir que sabía dónde estaba? ¿Cómo podía saber todas aquellas cosas de ella? Eso de que le gustaba la danza…
– Porque él o uno de los otros la pusieron allí. Probablemente hablaron con Emmeline y le hicieron unas cuantas preguntas antes de matarla. Solo en aras de la autenticidad.
Se sonó y luego levantó los ojos.
– ¿Por qué hemos parado?
– Porque voy a volver allí para echar una ojeada. Para ver si puedo averiguar qué sucio juego se traen entre manos. El coche aparcado delante lo lleva uno de mis hombres. Se llama Korsch y te acompañará a casa.
Asintió.
Por favor, Bernie, ten cuidado -dijo con voz entrecortada, dejando caer la cabeza sobre el pecho.
– ¿Estás bien, Hildegard?
Buscó a tientas la manija de la puerta.
– Me parece que voy a vomitar.
Cayó de lado sobre la acera, vomitando en la cuneta y ensuciándose la manga al parar la caída con la mano. Salté del coche y corrí hasta la puerta del pasajero para ayudarla, pero Korsch llegó antes que yo y la sujetó por los hombros hasta que recuperó la respiración.
– Por todos los santos -dijo Korsch-, ¿qué ha pasado en ese sitio?
De cuclillas al lado de Hildegard, le enjugué el sudor de la cara antes de limpiarle la boca. Me cogió el pañuelo de la mano y permitió que Korsch la ayudara a sentarse de otra vez.
– Es una larga historia -dije- y me temo que tendrás que esperar un poco para que te la cuente. Quiero que la lleves a casa y luego me esperes en el Alex. Que Becker también esté allí. Tengo la sensación de que vamos a tener trabajo esta noche.
– Lo siento -dijo Hildegard-. Ya estoy bien.
Sonrió valientemente. Korsch y yo la ayudamos a salir del coche y, sosteniéndola por la cintura, la llevamos hasta el coche de Korsch.
– Tenga cuidado, señor -dijo él al sentarse al volante y poner en marcha el motor.
Le dije que no se preocupara.
Cuando se marcharon, esperé en el coche una media hora y luego volví andando por la Cas par-Theyss Strasse. Se estaba levantando un poco de viento y un par de veces cobró tanta intensidad entre los árboles que bordeaban la oscura calle que, de haber tenido un temperamento más imaginativo, quizás hubiera imaginado que tenía algo que ver con lo sucedido en casa de Weisthor. Lo de molestar a los espíritus y todo eso. En realidad, me sentía invadido por una sensación de peligro que el viento que gemía a través del cielo tormentoso no hacía nada por aliviar. Si acaso, la sensación se agudizó cuando volví a ver la casa de pan de jengibre.
Los coches ya habían desaparecido de la acera, pero pese a ello me acerqué al jardín con cautela, por si por alguna razón se hubieran quedado allí los dos hombres de las SS. Una vez seguro de que la casa no estaba vigilada, la rodeé de puntillas y fui hasta la ventana del cuarto de baño que había dejado abierta. Hice bien en no hacer ruido, porque la luz estaba encendida y desde el interior de la pequeña habitación se oía el inconfundible sonido de un hombre que hacía grandes esfuerzos en el retrete. Pegándome bien a la pared, oculto entre las sombras, esperé a que acabara y, finalmente, después de lo que parecieron diez o quince minutos, oí el sonido de la cadena y el agua al caer y vi que se apagaba la luz.
Pasaron varios minutos antes de que me pareciera seguro subirme a la ventana y empujarla hacia arriba. Pero aun antes de entrar en el cuarto ya habría deseado estar en otra parte o, por lo menos, llevar una máscara antigás, ya que el olor fecal que se ofreció a mi nariz era tal que habría revuelto el estómago de todo el personal de una clínica especializada en proctología. Supongo que es a eso a lo que los policías se refieren cuando dicen que el nuestro a veces es un trabajo nauseabundo. Por mi dinero que tener que quedarse quieto en un lugar donde alguien ha culminado un movimiento de vientre de proporciones auténticamente góticas es lo más nauseabundo que pueda haber.
El horrible olor fue la principal razón de que decidiera salir al guardarropa bastante más rápidamente de lo que hubiera sido seguro y que casi me viera el mismo Weisthor cuando pasaba cansinamente por delante de la puerta y cruzaba el vestíbulo hacia una sala del lado opuesto.
– Vaya viento que hace -dijo una voz, que reconocí como perteneciente a Otto Rahn.
– Sí -dijo Weisthor con una risita-.Todo colaboraba al ambiente, ¿no es verdad? Himmler estará especialmente complacido con este cambio de tiempo. Sin duda le atribuirá todo tipo de wagnerianas ideas sobrenaturales.
– Estuviste magnífico, Karl -dijo Rahn-. Incluso el Reichsführer lo comentó.
– Pero pareces cansado -dijo una tercera voz, que supuse sería la de Kindermann-. Será mejor que me dejes echarte una mirada.
Avancé deslizándome y miré por la rendija que quedaba entre la puerta y el marco. Weisthor estaba quitándose la chaqueta y colgándola del respaldo de una silla. Sentándose pesadamente, dejó que Kindermann le tomara el pulso. Parecía apático y pálido, casi como si realmente hubiera estado en contacto con el mundo de los espíritus. Pareció haber oído mis pensamientos.
– Fingirlo es casi tan cansado como hacerlo de verdad -dijo.
– Quizá tendría que ponerte una inyección -comentó Kindermann-. Un poco de morfina te ayudará a dormir. -Sin esperar respuesta, extrajo una botellita y una jeringuilla hipodérmica de un maletín médico y se dispuso a preparar la aguja-. Después de todo, no queremos que estés cansado para el próximo Tribunal de Honor, ¿verdad?
– Desde luego te necesitaré allí, Lanz -dijo Weisthor subiéndose la manga y mostrando un antebrazo tan magullado y marcado de señales de pinchazos que parecía que lo hubieran tatuado-. No podré superarlo sin cocaína. Encuentro que es maravillosa para aclarar la mente. Y necesitaré estar tan trascendentalmente estimulado que el Reichsführer SS encuentre lo que tengo que decir absolutamente irresistible.
– ¿Sabes?, por un momento pensé de verdad que ibas a hacer la revelación esta noche -dijo Rahn-. Realmente lo pusiste a prueba con todo eso de que la chica no quería causar problemas a nadie. Bueno, francamente, ahora casi lo cree.
– Solo en el momento oportuno, mi querido Otto -dijo Weisthor-. Solo en el momento oportuno. Piensa cuánto más espectacular será cuando lo revele en Wewelsburg. La complicidad judía tendrá la fuerza de una revelación espiritual y habremos acabado con esa tontería suya de respetar la propiedad y el imperio de la ley. Los judíos recibirán lo que se merecen y no habrá ni un solo policía que lo impida.
Hizo un gesto de asentimiento hacia la jeringuilla y observó, impasible, cómo Kindermann le introducía la aguja, suspirando con satisfacción cuando el émbolo acabó de bajar.
– Y ahora, caballeros, si son tan amables de ayudar a un anciano a llegar a su cama…
Observé cómo cada uno lo cogía de un brazo y lo ayudaba a subir las chirriantes escaleras.
Se me ocurrió que si Kindermann o Rahn tenían intención de marcharse entonces, quizá querrían ponerse el abrigo, así que me deslicé fuera del guardarropa, entré en la sala en forma de ele donde habían escenificado la falsa sesión y me escondí detrás de las gruesas cortinas por si acaso uno de ellos entraba allí. Pero cuando bajaron, se limitaron a quedarse charlando de pie en el vestíbulo. Me perdí la mitad de lo que dijeron, pero la esencia parecía ser que Reinhart Lange estaba dejando de serles útil. Kindermann hizo un débil intento de disculpar a su amante, pero sin poner mucho entusiasmo.
Era difícil superar el olor del cuarto de baño, pero lo que sucedió a continuación fue incluso más repugnante. No veía exactamente qué pasaba y no se les oía decir nada, pero el sonido de dos hombres ocupados en un acto homosexual es inconfundible y me dieron unas irresistibles náuseas. Cuando finalmente hubieron llevado su asquerosa conducta a su estrepitosa conclusión y se marcharon, cloqueando como un par de escolares degenerados, me sentía lo bastante débil para tener que abrir una ventana a fin de que entrara algo de aire fresco.
En el estudio de la puerta de al lado me serví un gran vaso del coñac de Weisthor, que me hizo un efecto mucho mejor que llenarme los pulmones del aire de Berlín, y con las cortinas corridas me sentí tranquilo para encender la lámpara de mesa y echar una ojeada por la habitación antes de registrar los armarios y los cajones.
Valía la pena mirar, además. El gusto de Weisthor en cuanto a decoración no era menos excéntrico que el del loco rey Luis. Había calendarios de aspecto extraño, escudos heráldicos, cuadros de dólmenes, Merlín, la espada clavada en la roca, el Grial y los Caballeros Templarios y fotografías de castillos, Hitler, Himmler y finalmente del mismo Weisthor de uniforme, primero como oficial de algún regimiento de la infantería austríaca y luego como oficial de alto rango de las SS.
Karl Weisthor estaba en las SS. Casi lo dije en voz alta, de tan fantástico como parecía. Y no era solamente un NCO como Otto Rahn, sino que, a juzgar por el número de estrellas que llevaba en el cuello, era por lo menos general de brigada. Y algo más por añadidura. ¿Cómo no había notado antes el parecido físico entre Weisthor y Julius Streicher? Era verdad que Weisthor tenía quizás unos diez años más que Streicher, pero la descripción dada por la chica judía, Sarah Hirsch, podía aplicarse tan fácilmente al uno como al otro; los dos eran gruesos, con poco pelo y bigotillo, y ambos tenían un fuerte acento del sur. Austríaco o bávaro, eso era lo que ella había dicho; bien, Weisthor era de Viena. Me pregunté si Otto Rahn sería el hombre que iba al volante del coche.
Todo parecía encajar con lo que yo ya sabía, y lo que había oído de la conversación en el vestíbulo confirmaba mi primera suposición de que el motivo que había detrás de los asesinatos era culpar a los judíos de Berlín. Sin embargo, tenía la impresión de que había algo más. Estaba la participación de Himmler. ¿Tenía razón al pensar que su segundo motivo era convertir al Reichsführer SS en creyente en los poderes de Weisthor, asegurando así la base de poder de este y sus perspectivas de ascenso dentro de las SS, quizás incluso a expensas del mismo Heydrich?
Era un hermoso trabajo de elaboración teórica. Ahora lo único que necesitaba era probarlo, y las pruebas tendrían que ser irrebatibles para lograr que Himmler permitiera que su propio Rasputín personal fuera juzgado por asesinato múltiple.Y mucho más si eso iba a revelar que el jefe superior de policía del Reich era la crédula víctima de un complicado engaño.
Empecé a registrar el escritorio de Weisthor, pensando que incluso en el caso de que encontrara lo suficiente para enterrarlo a él y a su malvado plan, no tenía intención de hacer que el hombre posiblemente más poderoso de Alemania apareciera como amigo suyo. No era una perspectiva agradable en absoluto.
Resultó que Weisthor era un hombre meticuloso con su correspondencia y encontré archivos de cartas que incluían copias de las que él mismo enviaba junto a las que recibía. Sentado a su escritorio, empecé a leerlas al azar. Si lo que buscaba eran confesiones de culpabilidad mecanografiadas, me vi decepcionado. Weisthor y sus socios habían desarrollado ese talento para el eufemismo que el trabajo en los cuerpos de seguridad o inteligencia parece fomentar.
Las cartas confirmaban todo lo que yo sabía, pero estaban muy cuidadosamente redactadas e incluían varias palabras en clave, de forma que quedaban abiertas a más de una interpretación.
K. M.Wiligut Weisthor
Caspar-Theyss Strasse, 33
Berlín Oeste
SS Unterscharführer Otto Rahn
Tiergartenstrasse 8a
Berlín Oeste
8 de julio de 1938
ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL
Querido Otto:
Es tal como yo sospechaba. El Reichsführer me informa de que el judío Heydrich ha impuesto una prohibición a la divul gación en la prensa de todos los asuntos relativos al Proyecto Krist. Sin cobertura en los periódicos no habrá medio legítimo de que podamos saber quién se ve afectado como resultado de las actividades del Proyecto Krist. A fin de poder ofrecer ayuda espiritual a aquellos afectados y así lograr nuestro objetivo, debemos idear rápidamente otro medio de vernos habilitados legítimamente para llevar a cabo nuestra participación. ¿Tienes alguna sugerencia?
¡Heil Hitler!,
Weisthor
Otto Rahn
Tiergartenstrasse, 8a
Berlín, Oeste
SS Brigadeführer K. M.Weisthor
Berlín Grunewald
10 de julio de 1938
ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL
Querido Brigadeführer:
He meditado mucho sobre lo que dices en tu carta y, con la ayuda del SS Hauptsturmführer Kindermann y del SS Sturmbannführer Anders, creo que he dado con la solución.
Anders tiene cierta experiencia en asuntos policiales y está seguro de que, en una situación surgida del Proyecto Krist, no sería extraño que un ciudadano contratara su propio agente de investigación, siendo la eficacia policial lo que es.
Por lo tanto, proponemos que, contando con los servicios y la financiación de nuestro buen amigo Reinhart Lange, contratemos los servicios de una, pequeña agencia de investigación privada, y luego sencillamente la anunciemos en la prensa. Todos somos de la opinión de que las partes interesadas contactarán con el mismo detective privado, quien, después de un intervalo prudente para, en apariencia, agotar sus indagaciones putativas, sacará a colación nuestra entrada en el asunto, por los medios que se juzguen apropiados.
Por regla general, a ese tipo de hombres solo le motiva el dinero y, por ello, siempre que nuestro agente esté suficientemente remunerado, creerá únicamente lo que desee, es decir, que somos un grupo de excéntricos. En caso de que en algún momento diera pruebas de poder ser conflictivo, estoy seguro de que solo necesitaríamos recordarle el interés del Reichsführer en el asunto para asegurarnos su silencio.
He elaborado una lista de candidatos adecuados y, con tu permiso, me gustaría ponerme en contacto con ellos lo antes posible.
¡Heil Hitler!
Tuyo,
Otto Rahn
K. M.Wiligut Weisthor
Caspar-Theyss Strasse, 33
Berlín Oeste
SS Unterscharführer Otto Rahn
Tiergartenstrasse 8a, Berlín Oeste
30 de julio de 1938
ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL
Querido Otto:
He sabido a través de Anders que la policía ha detenido a un judío como sospechoso de ciertos crímenes. ¿Cómo no se nos ocurrió que la policía, siendo lo que es, incriminaría a cualquiera, aunque fuera judío, por esos crímenes? En el momento oportuno de nuestros planes, ese arresto habría sido de gran ayuda, pero en este estadio, antes de haber tenido la oportunidad de demostrar nuestro poder a beneficio del Reichsführer y esperar influir en él en consecuencia, no es más que un incordio.
No obstante, se me ocurre que, en realidad, podemos sacar provecho de ello. Otro incidente del Proyecto Krist mientras ese judío está encarcelado no solo obligaría a ponerlo en libertad, sino que, además, pondría en una situación muy embarazosa a Heydrich. Por favor, ocúpate de ello.
¡Heil Hitler!,
Weisthor
SS Sturmbannführer Richard Anders
Orden de los Caballeros Templarios,
Berlín Lumenklub, Bayreutherstrasse, 22 Berlín Oeste
SS Brigadeführer K. M.Weisthor
Berlín Grunewald
ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL
Estimado Brigadeführer:
Mis indagaciones han confimado que en la central de policía, en la Ale xanderplatz, se recibió una llamada telefónica anónima. Además, una conversación con el ayudante del Reichsführer, Karl Wolff, indica que fue él, y no el Reichsführer, quien hizo esa llamada. Le disgusta profundamente engañar a la policía de esa manera, pero admite que no ve otro medio de ayudar en la investigación y proteger la necesidad de anonimato del Reichsführer.
Parece que Himmler está muy impresionado.
¡Heil Hitler!
Suyo,
Richard Anders
SS Hauptstürmführer Dr. Lanz Kindermann
Am Kleinen Wannsee
Berlín Oeste
Karl Maria Wiligut
Caspar-Theyss Strasse, 33
Berlín Oeste
29 de septiembre
ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL
Mi querido Karl:
Hablemos primero de un asunto serio. Nuestro amigo Reinhart Lange está empezando a preocuparme. Dejando de lado mis propios sentimientos hacia él, creo que su resolución de colaborar en la ejecución del Proyecto Krist pueda estar debilitándose. El hecho de que lo que estamos haciendo esté en armonía con nuestra antigua herencia pagana ya no parece impresionarle como algo necesario, aunque desagradable. Si bien no pienso ni por un momento que nunca nos traicione, creo que tendría que dejar de formar parte de aquellas actividades del Proyecto Krist que, por fuerza, deben tener lugar dentro de esta clínica.
Por otro lado, continúo regocijándome en tu antigua herencia espiritual y espero con ilusión el día en que podamos continuar investigando a nuestros antepasados por medio de tu clarividencia autogénica.
¡Heil Hitler!
Siempre tuyo,
Lanz
Comandante
SS Brigadeführer Siegfried Taubert
SS School Haus
Wewelsburg, cerca de Paderborn
Westfalia
SS Brigadeführer Weisthor
Caspar-Theyss Strasse, 33
Berlín Grunewald
3 de octubre de 1938
ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL:
REUNIÓN DEL TRIBUNAL DE HONOR
6-8 noviembre de 1938
Herr Brigadeführer:
Esta es para confirmar que el próximo Tribunal de Honor tendrá lugar aquí, en Wewelsburg, en las fechas arriba citadas. Como es habitual, la seguridad será estricta y durante las sesiones, además de los métodos habituales de identificación, se requerirá una contraseña para ser admitido en el edificio de la escuela. De acuerdo con su sugerencia esa contraseña será GOSLAR.
El Reichsführer considera que la asistencia es obligatoria para todos aquellos cuyo nombre aparece a continuación:
Reichsführer SS Himmler
SS Obergruppenführer Heydrich
SS Obergruppenführer Heissmeyer
SS Obergruppenführer Nebe
SS Obergruppenführer Daluege
SS Obergruppenführer Darre
SS Obergruppenführer Pohl
SS Brigadeführer Taubert
SS Brigadeführer Berger
SS Brigadeführer Eicke
SS Brigadeführer Weisthor
SS Oberführer Wolff
SS Sturmbannführer Anders
SS Sturmbannführer Von Oeynhausen
SS Hauptsturmführer Kindermann
SS Obersturmbannführer Diebitsch
SS Obersturmbannführer Von Knobelsdorff
SS Obersturmbannführer Klein
SS Obersturmbannführer Lasch
SS Unterscharführer Rahn
Landbaumeister Bartels
Professor Wilhelm Todt
¡Heil Hitler!
Taubert
Había muchas más cartas, pero ya me había arriesgado demasiado quedándome tanto rato. Y, además, me di cuenta de que, quizá por primera vez desde que dejé las trincheras en 1918, tenía miedo.
En el coche, mientras volvía desde casa de Weisthor al Alex, traté de encontrar sentido a lo que acababa de descubrir.
La parte de Vogelmann quedaba explicada y, hasta cierto punto, también la de Reinhart Lange. Y tal vez la clínica de Kindermann fuera el lugar donde habían matado a las chicas. Qué mejor lugar para matar a alguien que un hospital donde siempre hay gente entrando y saliendo con los pies por delante. Lo cierto era que su carta a Weisthor parecía indicarlo así.
Había un aterrador ingenio en la solución de Weisthor. Después de asesinar a las niñas, todas las cuales habían sido seleccionadas por su aspecto ario, se escondían los cuerpos de forma que fuera casi imposible encontrarlos; y más teniendo en cuenta la falta de policías disponibles para investigar algo tan corriente como la desaparición de una persona. Para cuando la policía se diera cuenta de que había un asesino en serie acechando en las calles de Berlín, lo que más les preocuparía sería que no se hablara de ello y evitar así que su fracaso en encontrar al asesino pareciera incompetencia, al menos durante el tiempo que necesitaran para encontrar un cabeza de turco conveniente, como Josef Kahn.
Pero ¿qué pasaba con Heydrich y Nebe? ¿Su asistencia a ese Tribunal de Honor de las SS era considerado obligatorio meramente en virtud de su rango? Después de todo, las SS tenían sus camarillas, igual que sucede con cualquier organización. Daluege, por ejemplo, el jefe de la Or po, al igual que su homólogo Arthur Nebe, se sentía tan predispuesto en contra de Himmler y Heydrich como estos en contra suya. Y estaba totalmente claro, por supuesto, que Weisthor y su facción eran hostiles al «judío Heydrich». Heydrich, judío. Era uno de esos bonitos casos de contrapropaganda que se basan en una absoluta contradicción para sonar convincentes. Ya había oído ese rumor antes, como la mayoría de polis del Alex y, como ellos, sabía dónde se había originado: el almirante Canaris, jefe de la Ab wehr, el Servicio de Información del Estado Mayor alemán, era uno de los adversarios más implacables de Heydrich y, sin duda alguna, el más poderoso.
¿O había alguna otra razón para que Heydrich tuviera que ir a Wewelsburg dentro de pocos días? Nada que tuviera que ver con él era nunca exactamente lo que parecía, aunque yo no dudaba ni por un segundo que disfutaría con la incomodidad de Himmler. Para él sería un hermoso y espeso baño de chocolate por encima del pastel, cuyo ingrediente principal era el arresto de Weisthor y los otros conspiradores anti-Heydrich dentro de las SS.
No obstante, para probarlo iba a necesitar algo más que los papeles de Weisthor; algo más elocuente e inequívoco que convenciera al propio Reichsführer.
Fue entonces cuando pensé en Reinhart Lange. La excrecencia más débil del maculado cuerpo del plan de Weisthor no iba a necesitar, seguro, un bisturí limpio y afilado para extirparla. Yo tenía todavía la uña sucia y astillada que haría la tarea; tenía dos de sus cartas a Lanz Kindermann.
De vuelta al Alex, fui derecho a la mesa del sargento de guardia y encontré a Korsch y a Becker esperándome, junto con el profesor Illmann y el sargento Gollner.
– ¿Otra llamada?
– Sí, señor -dijo Gollner.
– Bien, en marcha.
Desde el exterior, la Cer vecería Schultheiss, en Kreuzberg, con su uniforme ladrillo rojo, sus numerosas torres y torretas, así como el jardín de buen tamaño, parecía más una escuela que una fábrica de cerveza. De no ser por el olor, que incluso a las dos de la madrugada era lo bastante fuerte como para provocar picazón en la nariz, se podría haber esperado encontrar salas llenas de pupitres en lugar de barriles de cerveza. Nos detuvimos ante la caseta, en forma de tienda de campaña, del guardia.
– Policía -le chilló Becker al guardia de noche, que parecía un barril de cerveza también él. Tenía un estómago tan grande que dudo que pudiera alcanzar los bolsillos del mono, incluso queriendo-. ¿Dónde guardan los barriles de cerveza viejos?
– ¿Cuáles? ¿Habla de los vacíos?
– No exactamente. Hablo de los que probablemente necesitan algún tipo de reparación.
El hombre se llevó la mano a la frente como si saludara.
– Tiene toda la razón, señor. Sé exactamente a lo que se refiere. Por aquí, por favor.
Salimos de los coches y lo seguimos, recorriendo en sentido contrario la calle por la que habíamos llegado. Al cabo de un corto trecho, pasamos agachados por una puerta verde que había en la pared de la cervecería y bajamos por un corredor largo y estrecho.
– ¿No tienen cerrada esa puerta? -pregunté.
– No hay necesidad -dijo el vigilante-. Aquí no hay nada que valga la pena robar. La cerveza se guarda detrás de la verja.
Era una vieja bodega con un par de siglos de suciedad en el techo y en el suelo. Una bombilla desnuda en la pared añadía un toque amarillento a la penumbra.
– Bueno, es aquí -dijo el hombre-. Supongo que esto es lo que andan buscando. Aquí es donde dejan los barriles que hay que reparar. Solo que muchos de ellos nunca llegan a repararse. Algunos no se han movido desde hace años.
– Joder -dijo Korsch-, por lo menos habrá un centenar.
– Por lo menos -dijo nuestro guía riendo.
– Bueno, pues será mejor que nos pongamos manos a la obra, ¿no?
– ¿Qué es lo que buscan exactamente?
– Un abrebotellas -dijo Becker-. Vamos, sea buen chico y márchese, ¿quiere?
El hombre lo miró socarrón, dijo algo entre dientes y luego se marchó anadeando, con gran diversión por parte de Becker.
Fue Illmann quien la encontró. Ni siquiera quitó la tapa.
– Aquí. Este es, lo han movido, y hace poco. Y la tapa es de un color diferente que la de los otros. -Levantó la tapa, respiró hondo y luego iluminó el interior con la linterna-. Es ella, no hay duda.
Me acerqué y eché una larga mirada por mí mismo y otra por Hildegard. Había visto suficientes fotografías de Emmeline en el piso para reconocerla inmediatamente.
– Sácala de ahí lo antes posible, profesor.
Illmann me dirigió una mirada extrañada y luego asintió. Quizá notó algo en mi tono de voz que le hizo pensar que mi interés era algo más que profesional. Con un gesto llamó al fotógrafo de la policía.
– Becker -dije.
– ¿Sí, señor?
– Necesito que vengas conmigo.
De camino a casa de Reinhart Lange nos detuvimos en mi oficina para recoger las cartas. Serví un buen vaso de schnapps y le expliqué parte de lo que había ocurrido aquella noche.
– Lange es el eslabón débil. Les oí decirlo. Y lo que es más, es un marica. -Vacié el vaso y me serví otro, inhalando profundamente para aumentar el efecto, notando en los labios una sensación de hormigueo mientras mantenía la bebida contra el paladar durante un rato antes de tragarla. Me estremecí un poco al dejarla deslizarse por mi columna-. Quiero que le apliques un tratamiento de brigada Antivicio.
– ¿Sí? ¿Cómo de duro?
– Quiero que le hagas un jodido frac.
Becker sonrió y se acabó la bebida.
– ¿Qué lo deje más plano que una estera? Capto la idea. -Se desabrochó la chaqueta y sacó una corta porra de goma con la que se golpeó en la palma de la mano-. Lo acariciaré con esto.
– Bueno, confío en que sabrás utilizarla mejor que esa Parabellum que llevas. Quiero a ese tipo vivo. Cagado de miedo, pero vivo. Para que pueda contestar a unas preguntas. ¿Lo entiendes?
– No se preocupe -dijo-. Soy un experto con este bonito caucho. Solo lo despellejaré, ya verá. Los huesos podemos dejarlos para cuando usted diga.
– No hay duda de que esto te gusta, ¿verdad?, lo de acojonar a la gente.
Becker se rió.
– ¿A usted no?
La casa estaba en la Lützo wufer Strasse, con vistas sobre el canal Landwehr y lo bastante cerca del Zoo como para oír a los parientes de Hitler quejándose del nivel de los alojamientos. Era un elegante edificio de tres plantas, de estilo guillermino, pintado de color naranja y con una gran mirador cuadrado en el primer piso. Becker se puso a tirar de la campanilla como si trabajara a destajo. Cuando se cansó pasó a golpear el picaporte. Finalmente, se encendió una luz en el vestíbulo y oímos descorrerse un cerrojo.
La puerta se abrió con la cadena puesta y vimos la pálida cara de Lange atisbando nerviosamente desde detrás.
– Policía -dijo Becker-. Abra la puerta.
– ¿Qué sucede? -dijo tragando saliva-. ¿Qué quieren?
Becker dio un paso atrás.
– Cuidado, señor -dijo, y le dio una patada a la puerta con la suela de la bota.
Oí chillar a Lange como un cerdo cuando Becker dio la segunda patada. Al tercer intento la puerta se abrió con un tremento ruido de madera astillada para mostrar a Lange que huía escaleras arriba en pijama.
Becker fue tras él.
– No lo mates, por todos los santos -dije chillando.
– Oh, Dios, socorro -gorjeó Lange cuando Becker lo cogió por el tobillo y empezó a arrastrarlo por las escaleras. Retorciéndose, trató de librarse de Becker dándole patadas, pero no le sirvió de nada y, siguiendo a Becker, que tiraba de él, bajó rebotando por las escaleras sobre su gordo trasero. Cuando llegó abajo, Becker lo agarró por la cara y tiró de las mejillas hacia las orejas.
– Cuando digo que abras la puerta, abres la jodida puerta, ¿entiendes? -Luego puso toda la mano sobre la cara de Lange y le golpeó la cabeza contra la escalera-. ¿Lo has entendido, maricón? -Lange protestó a voz en grito y Becker lo cogió por el pelo y lo abofeteó dos veces, con fuerza-. He dicho que si lo has entendido, maricón.
– Sí -respondió aullando.
– Ya es suficiente -dije apartándolo por el hombro.
Se puso de pie respirando pesadamente y me sonrió.
– Dijo usted un frac, señor.
– Ya te diré cuándo necesita más de lo mismo.
Lange se secó el labio que le sangraba y contempló la sangre que le había manchado la palma de la mano. Tenía los ojos llenos de lágrimas pero seguía arreglándoselas para mostrarse indignado.
– Oigan -berreó-, ¿qué demonios es todo esto? ¿Qué creen que hacen metiéndose así en mi casa?
– Explícaselo -dije.
Becker le asió por el cuello del batín de seda y se lo retorció contra el rechoncho cuello.
– Te has ganado un triángulo rosa, gordito -dijo-. Un triángulo rosa con distintivo si hemos de fiarnos de las cartas a tu amigo Kindermann, el tapaculos.
Lange se arrancó la mano de Becker del cuello y lo miró furioso.
– No sé de qué está hablando -dijo entre dientes-. ¿Un triángulo rosa? ¿Qué significa eso, por todos los santos?
– Artículo 175 del código penal alemán -dije.
Becker citó el artículo de memoria:
– Cualquier varón que se permita practicar actividades delictivas indecentes con otro varón o consienta en participar en esas actividades, será castigado con la cárcel. -Le dio unos cachetes, como jugando, con el dorso de los dedos-. Eso quiere decir que estás arrestado, gordo tapaculos.
– Pero esto es ridículo.Yo nunca he escrito ninguna carta a nadie. Y no soy homosexual.
– Ah, no eres homosexual -dijo Becker, sarcástico-. Y yo no meo por el pito. -Del bolsillo de la chaqueta sacó las dos cartas que yo le había dado y las blandió ante la cara de Lange-. Y supongo que estas se las escribió al ratoncito Pérez, ¿verdad?
Lange hizo un amago de coger las cartas, pero no lo consiguió.
– Qué malos modales -dijo Becker abofeteándolo de nuevo, pero más fuerte.
– ¿De dónde las ha sacado?
– Yo se las di.
Lange me miró y luego volvió a mirarme.
– Un momento -dijo-. Lo conozco. Usted es Steininger. Estaba allí, esta noche, en… -Se calló a tiempo de no decir dónde me había visto.
– Exacto, estaba en la pequeña fiesta de Weisthor. Sé una buena parte de lo que está pasando. Y tú me vas a ayudar con el resto.
– Está malgastando el tiempo, quienquiera que sea. No voy a decirle nada.
Le hice un gesto a Becker, que empezó a golpearlo de nuevo. Yo observé, indiferente, mientras primero le daba con la porra en las rodillas y los tobillos y luego una vez, ligeramente, en la oreja, odiándome por mantener vivas las mejores tradiciones de la Ges tapo y por la fría y deshumanizada brutalidad que sentía en las entrañas. Le dije que parara.
Esperando que Lange dejara de lloriquear, anduve un poco por allí, husmeando. En completo contraste con el exterior, el interior de la casa de Lange era cualquier cosa menos tradicional. El mobiliario, las alfombras y los cuadros, de los que había muchos, eran todos del más caro estilo moderno, de la clase que es más fácil mirar que vivir con ella.
Cuando por fin vi que Lange se había controlado, le dije:
– Vaya casa que tiene. Puede que no coincida con mi gusto, pero, bien mirado, yo soy un poco anticuado. Ya sabe, uno de esos tipos torpes con las articulaciones redondeadas, el tipo que pone la comodidad personal por delante del culto a la geometría. Pero apuesto a que se siente cómodo aquí. ¿Crees que le gustará la trena del Alex, Becker?
– ¿Qué, el calabozo, señor? Muy geométrico, señor. Con todos aquellos barrotes de hierro.
– Sin olvidar a todos aquellos tipos tan bohemios que estarán allí y que le dan a Berlín su vida nocturna, famosa en el mundo entero. Los violadores, los asesinos, los ladrones, los borrachos… hay muchos borrachos en la trena, vomitando por todas partes…
– Es algo asqueroso de verdad, señor, no hay duda.
– ¿Sabes, Becker? No creo que podamos meter a alguien como Herr Lange allí. Me parece que no lo encontraría en absoluto de su gusto, ¿no crees?
– Cabrones.
– No creo que durara una noche, señor. Especialmente si encontráramos algo especial en su guardarropa para vestirlo. Algo artístico, como conviene a un hombre de la sensibilidad de Herr Lange. Quizás incluso un poco de maquillaje, ¿eh, señor? Tendría un aspecto muy agradable con un poco de carmín y colorete.
Soltó una risita, entusiasmado… era un sádico innato.
– Me parece que será mejor que hable conmigo, Herr Lange -dije.
– No me asustan, cabrones de mierda. ¿Lo oyen? No me asustan.
– Es una lástima. Porque, a diferencia del Kriminalassistant Becker, aquí presente, yo no disfruto especialmente con la perspectiva del sufrimiento humano. Pero me temo que no tengo alternativa. Me gustaría hacer las cosas bien, pero, francamente, no tengo tiempo.
Lo arrastramos escaleras arriba hasta el dormitorio, donde Becker escogió un conjunto del armario-vestidor de Lange. Cuando encontró colorete y carmín, Lange soltó un rugido y trató de atacarme.
– No -dijo chillando-, no me pondré eso.
Le cogí el puño y le retorcí el brazo a la espalda.
– Tú, cobarde llorica. Maldita sea, Lange, lo llevarás y te gustará o puedes estar seguro de que te colgaremos cabeza abajo y te cortaremos el cuello, como a todas esas chicas que tus amigos han asesinado. Y luego puede que echemos lo que quede de ti dentro de un barril de cerveza o de un baúl viejo y miremos qué tal se siente tu madre cuando tenga que identificarte después de seis semanas.
Le puse las esposas y Becker empezó a maquillarlo. Cuando acabó, comparado con él, Oscar Wilde habría tenido un aspecto tan modesto y conservador como el de un ayudante de tapicero de Hannover.
– Vamos -gruñí-, acompañemos a esta nena Kit-Kat de vuelta a su hotel.
No habíamos exagerado al hablar del calabozo nocturno del Alex. Probablemente sea igual en cualquier comisaria de policía de cualquier gran ciudad. Pero como el Alex es una comisaría de policía de una ciudad muy, muy grande, en consecuencia, el calabozo es también muy grande. De hecho, es enorme, tan grande como un cine corriente, salvo que no tiene asientos. Tampoco tiene literas ni ventanas ni ventilación. Solo un sucio suelo, sucias bacinillas, sucios barrotes, sucia gente y piojos. La Ges tapo metía allí a un montón de detenidos que no le cabían en la Prinz Al brecht Strasse. La Or po metía allí a los borrachos nocturnos para que se pelearan, vomitaran y durmieran la mona. La Kri po lo utilizaba igual que la Ges tapo utilizaba el canal; como sumidero para sus desperdicios humanos. Era un lugar horrible para un ser humano; incluso para uno como Reinhart Lange. Tuve que recordarme sin cesar lo que él y sus amigos habían hecho, pensar en Emmeline Steininger, metida en aquel barril como si fuera un montón de patatas podridas. Algunos de los prisioneros silbaron y lanzaron besos cuando vieron lo que traíamos y Lange se puso pálido de miedo.
– Dios santo, no irán a dejarme aquí -dijo-, aferrándose a mi brazo.
– Pues entonces, suéltalo todo -dije-. Weisthor, Rahn, Kindermann. Una declaración firmada y te conseguiré una bonita celda para ti solo.
– No puedo, no puedo, no sabe lo que me harían.
– No -dije, y señalé con la cabeza a los hombres de detrás de los barrotes-, pero sé lo que esos te harán.
El sargento de guardia abrió la enorme y pesada jaula y se apartó cuando Becker empujó a Lange dentro del calabozo.
Sus chillidos todavía me resonaban en los oídos cuando llegué de vuelta a Steglitz.
Hildegard estaba tumbada en el sofá, dormida con el cabello extendido sobre el cojín como si fuera la aleta dorsal de algún exótico pez rojo. Me senté y acaricié su suavidad de seda y luego la besé en la frente, notando el olor a alcohol de su aliento al hacerlo. Se despertó, se le abrieron los ojos, unos ojos tristes y anegados de lágrimas. Me puso la mano en la mejilla y luego en la nuca, atrayéndome hacia sus labios.
– Tengo que hablar contigo -dije resistiéndome.
Me puso un dedo en los labios.
– Sé que está muerta -dijo-. Ya he llorado todo lo que tenía que llorar. El pozo está seco.
Sonrió tristemente y le besé cada párpado tiernamente, alisándole el perfumado cabello con la palma de la mano, frotando los labios contra su oreja, mordisqueándole el cuello mientras ella me estrechaba entre sus brazos, más y más.
– Tú también has tenido una noche espantosa -dijo con dulzura-. ¿No es cierto, cariño?
– Espantosa -dije.
– Me preocupaba saber que habías vuelto a aquella casa horrorosa.
– No hablemos de eso.
– Llévame a la cama, Bernie.
Me rodeó el cuello con los brazos y yo la cogí, sujetándola contra mí como si fuera una inválida y, levantándola, la llevé al dormitorio. La senté en el borde de la cama y empecé a desabrocharle la blusa. Cuando se la hube quitado, suspiró y se dejó caer sobre el edredón. «Está un poco bebida», pensé, bajándole la cremallera de la falda y tirando de ella suavemente hacia abajo por las piernas vestidas con medias. Le quité la combinación y le besé los pequeños pechos, el vientre y luego la parte interior de los muslos. Pero parecía que las bragas le venían muy ajustadas o que se le habían quedado enganchadas entre las nalgas y se resistían a mis tirones. Le pedí que levantará el trasero.
– Rómpelas -dijo.
– ¿Qué?
– Que las rompas. Hazme daño, Bernie. Utilízame.
Hablaba con un ansia que la dejaba sin respiración y sus muslos se abrían y se cerraban como las mandíbulas de alguna enorme mantis religiosa.
– Hildegard…
Me golpeó con fuerza en la boca.
– Escucha, maldito seas. Hazme daño cuando te digo que me lo hagas.
La cogí por la muñeca cuando iba a golpearme de nuevo.
– He tenido suficiente por una noche -dije, cogiéndole la otra mano-. Basta.
– Por favor, tienes que hacerlo.
Negué con la cabeza, pero enrolló las piernas en torno a mi cintura y mis riñones se crisparon cuando sus fuertes muslos me apretaron más.
– Basta, por todos los santos.
– Pégame, estúpido cabrón. ¿Te había dicho que eras estúpido? Un típico poli cabezota. Si fueras un hombre, me violarías. Pero no tienes agallas, ¿verdad?
– Si lo que buscas es sentir dolor, entonces te llevaré al depósito de cadáveres. -Sacudí la cabeza, negándome, le separé los muslos y luego los aparté de mí-. Pero así no. Esto tiene que ser con amor.
Dejó de revolverse y durante un momento pareció reconocer la verdad de lo que yo le decía. Sonrió y luego, levantando la boca hacia mí, me escupió en la cara.
Después de aquello ya no quedaba nada más que marcharse.
Tenía un nudo en el estómago, frío y solitario igual que mi piso en la Fa sanenstrasse, y en cuanto llegué a casa me agencié una botella de coñac para deshacerlo. Alguien dijo una vez que la felicidad es lo negativo, la pura abolición del deseo y la extinción del dolor. El coñac me ayudó un poco. Pero antes de caer dormido, todavía con el abrigo puesto y sentado en el sillón, me parece que me di cuenta de lo positivamente que me había visto afectado.
Sobrevivir, especialmente en estos tiempos difíciles, tiene que contar como una hazaña de algún tipo. No es nada fácil conseguirlo. La vida en la Ale mania nazi exige que trabajes para lograrlo. Pero, habiendo hecho lo necesario, te queda el problema de darle algún sentido. Después de todo, ¿para qué sirven la salud y la seguridad si tu vida no tiene sentido?
No solo sentía lástima de mí mismo. Como muchas otras personas, yo estoy verdaderamente convencido de que siempre hay alguien que está peor. Además, en este caso lo sabía con certeza. A los judíos ya los perseguían, pero si Weisthor se salía con la suya, sus sufrimientos iban a ser llevados a un nuevo extremo. Y en ese caso, ¿en qué lugar nos dejaba eso a ellos y nosotros juntos? ¿En qué condiciones quedaría Alemania?
Me dije que en verdad no era asunto mío y que los judíos se lo habían buscado, pero incluso si fuera así, ¿qué valía nuestro placer al lado de su dolor? ¿Nuestra vida era más dulce a sus expensas? ¿Es que mi libertad me sabía mejor como resultado de su persecución?
Cuanto más pensaba en ello, más cuenta me daba de la urgencia, no solo de detener a los asesinatos, sino también de frustrar el objetivo declarado de Weisthor de convertir la vida de los judíos en un infierno, y más sentía que actuar de otra manera me degradaría en igual medida.
No soy ningún quijote, solo un hombre curtido, con un abrigo arrugado, de pie en una encrucijada, con una vaga idea de algo que podríamos decidirnos a llamar moralidad. Por supuesto, no soy demasiado escrupuloso en las cosas que podrían beneficiar mi bolsillo y tengo tanta capacidad para inspirar a un grupo de jóvenes matones a que hagan buenas obras como para ponerme en pie y cantar un solo en el coro de la iglesia. Pero de una cosa estaba seguro: ya estaba harto de mirarme las uñas cuando había ladrones en la tienda.
Tiré la pila de cartas encima de la mesa frente a mí.
– Las encontramos cuando registramos tu casa -dije.
Un Reinhart Lange muy cansado y desaliñado las contempló sin demasiado interés.
– A lo mejor te interesaría decirme cómo llegaron a tu poder.
– Son mías -dijo encogiéndose de hombros-. No lo niego. -Suspiró y hundió la cabeza entre las manos-. Mire, he firmado su declaración. ¿Qué más quiere? He cooperado, ¿no?
– Casi hemos acabado, Reinhart. Solo quedan un par de cabos sueltos que quiero atar. Por ejemplo, ¿quién mató a Klaus Hering?
– No sé de qué me está hablando.
– Tienes muy mala memoria. Le estaba haciendo chantaje a tu madre con estas cartas que le había robado a tu amante, que además da la casualidad de que también era su patrón. Debió de pensar que era mejor hablar con ella, por el dinero, supongo. Bueno, para abreviar, tu madre contrató a un detective privado para averiguar quién la estaba extorsionando. Y esa persona era yo. Eso fue antes de que volviera a ser un poli del Alex. Es una mujer astuta, tu madre; lástima que no heredaras algo de eso de ella. De cualquier modo, ella pensaba que era posible que tú y quienquiera que la estuviera chantajeando estuvierais liados sexualmente. Así que cuando averigüé cómo se llamaba, quiso que fueras tú quien decidiera qué hacer a continuación. Por supuesto, ella no podía saber que tú ya habías contratado a un detective privado con la fea forma de Rolf Vogelmann. O, por lo menos, Otto Rahn lo había hecho, utilizando el dinero que tú les proporcionabas. Fue una coincidencia que cuando Rahn buscaba un negocio para comprarlo me escribiera a mí. Nunca tuvimos el placer de discutir su propuesta, así que tardé bastante en recordar su nombre. Pero eso es otra historia. Cuando tu madre te dijo que Hering la estaba chantajeando, naturalmente lo hablaste con el doctor Kindermann y él te aconsejó que resolvierais el asunto vosotros mismos. Tú y Otto Rahn. Después de todo, ¿qué más da otra cabronada más, cuando ya se han hecho tantas?
– Yo nunca he matado a nadie, ya se lo he dicho.
– Pero estuviste de acuerdo en matar a Hering, ¿no es así? Supongo que tú conducías el coche. Probablemente incluso ayudaste a Kindermann a atar el cuerpo de Hering y hacer que pareciera un suicidio.
– No, no es verdad.
– Llevaban puestos los uniformes de las SS, ¿verdad que sí?
Frunció el ceño y dijo:
– ¿Cómo puede saber eso?
– Encontré una insignia de las SS clavada en la carne de la mano de Hering. Apuesto a que se resistió. Dime, ¿el hombre del coche también se resistió? El hombre del parche en el ojo. El que vigilaba el piso de Hering. A él también había que matarlo, ¿no?, no fuera que os reconociese.
– No…
– Todo muy limpio. Matarlo y hacer que parezca que lo había hecho Hering, y luego hacer que Hering se cuelgue en un arrebato de remordimiento. Y sin olvidaros de coger las cartas, claro. ¿Quién mató al hombre del coche? ¿Fue idea tuya?
– No, yo no quería estar allí.
Lo agarré por las solapas, lo levanté de la silla y empecé a abofetearlo.
– Basta, ya me he cansado de tus lloriqueos. Dime quién lo mató o hago que te fusilen antes de una hora.
– Lanz lo hizo, con Rahn. Otto lo sujetó por los brazos mientras Kindermann… él lo apuñaló. Fue horrible, horrible.
Lo dejé caer en la silla. Se echó hacia adelante encima de la mesa y empezó a sollozar sobre el brazo.
– ¿Sabes, Reinhart?, estás en un verdadero aprieto -dije, encendiendo un cigarrillo-. Haber estado allí te hace cómplice de asesinato. Y además, hay lo de estar enterado de los asesinatos de todas esas chicas.
– Ya se lo he dicho -lloriqueó-, me habrían matado. Yo nunca estuve de acuerdo, pero tenía miedo.
– Para empezar, eso no explica cómo te metiste en todo esto.
– No crea que no me he hecho la misma pregunta.
– ¿Y has encontrado alguna respuesta?
– Un hombre al que admiraba, un hombre en el que creía. Me convenció de que lo que estábamos haciendo era por el bien de Alemania, que era nuestro deber. Fue Kindermann quien me convenció.
– Al tribunal no le va a gustar, Reinhart. Kindermann no es una Eva muy convincente para ti como Adán.
– Pero es la verdad, se lo aseguro.
– Puede que sí, pero se nos han agotado las hojas de parra. Si quieres una defensa, será mejor que pienses en perfeccionar eso. Es un sólido consejo legal. Y déjame que te diga algo: vas a necesitar toda la ayuda legal que puedas conseguir. Porque, tal como yo lo veo, es probable que seas el único que necesite un abogado.
– ¿Qué quiere decir?
– Seré franco contigo, Reinhart. Tengo lo suficiente en esta declaración tuya como para mandarte directo al verdugo. Pero los demás… no sé. Todos son de las SS, conocidos del Reichsführer. Weisthor es amigo personal de Himmler y, bueno, me preocupa, Reinhart, me preocupa que tú vayas a ser el cabeza de turco. Desde luego, es probable que los otros tengan que dimitir de las SS, pero solo eso. Tú serás el que perderá la cabeza.
– No, no puede ser verdad.
Moví la cabeza asintiendo.
– Ahora bien, si hubiera alguna otra cosa, además de tu declaración, algo que pudiera librarte de la trampa del cargo por asesinato… Por supuesto, tendrás que correr el riesgo del artículo 175, pero puede que te libres con cinco años en un campo de concentración, en lugar de una sentencia de muerte inmediata. Tendrás una oportunidad. -Hice una pausa-. Así que, ¿qué me dices, Reinhart?
– Está bien -dijo, al cabo de un minuto-, hay algo.
– Cuéntamelo.
Empezó con vacilaciones, no del todo seguro de si hacía bien o no en confiar en mí. Ni yo mismo estaba seguro.
– Lanz es austríaco, de Salzburgo.
– Eso ya lo sospechaba.
– Estudió medicina en Viena. Cuando se licenció se especializó en enfermedades nerviosas y consiguió un puesto en el manicomio de Salzburgo, que es donde conoció a Weisthor. O Wiligut, como se hacía llamar por entonces.
– ¿Era uno de los médicos?
– Cielos, no. Era un paciente. De profesión soldado en el ejército austríaco. Pero también es el último de una larga lista de hombres sabios alemanes que se remonta hasta tiempos prehistóricos. Weisthor está dotado de una memoria clarividente ancestral que le permite describir las vidas y prácticas religiosas de los primeros alemanes paganos.
– Algo útil de verdad.
– Los paganos adoraban al dios germánico Krist, una religión que más tarde les robarían los judíos en forma del nuevo evangelio de Jesús.
– ¿Denunciaron el robo? -pregunté, y encendí otro cigarrillo.
– Usted quería que se lo contara -dijo Lange.
– No, no, por favor, sigue, te escucho.
– Weisthor estudiaba las runas, en las cuales una de las formas básicas es la esvástica. De hecho, las estructuras cristalinas, como la pirámide, son todas signos rúnicos, símbolos solares. De ahí viene la palabra «cristal».
– No me digas.
– Bueno, a principios de los años veinte,Weisthor empezó a mostrar signos de esquizofrenia paranoide, creyéndose que era víctima de los católicos, los judíos y los francmasones. Esto sucedió después de la muerte de su hijo, lo cual significaba que la línea de hombres sabios de Wiligut quedaba rota. Culpó a su mujer y, con el paso del tiempo, se volvió cada vez más violento. Finalmente, trató de estrangularla y lo declararon demente. En varias ocasiones durante su internamiento trató de matar a otros internos. Pero, gradualmente, bajo la influencia del tratamiento médico, se logró dominar su mente.
– ¿Y Kindermann era su médico?
– Sí, hasta que Weisthor fue dado de alta en 1932.
– No lo entiendo. ¿Kindermann sabía que Weisthor estaba loco pero lo dejó salir?
– La orientación de Lanz en psicoterapia es antifreudiana y vio en el trabajo de Jung material para la historia y la cultura de una raza. Su campo de investigación ha sido indagar en la mente inconsciente del hombre en busca de estratos espirituales que pudieran facilitar la reconstrucción de la prehistoria de las culturas. Eso es lo que le llevó a trabajar con Weisthor. Lanz vio en él la clave para su propia rama de psicoterapia jungiana que espera que le permitirá fundar, con la bendición de Himmler, su propia versión del Instituto de Investigación Goering. Es otra institución psicoterapéutica…
– Sí, lo sé.
– Bien, al principio la investigación era auténtica. Pero luego descubrió que Weisthor era un impostor, que estaba utilizando su llamada clarividencia ancestral como medio para destacar la importancia de sus antepasados a ojos de Himmler. Pero para entonces era demasiado tarde y no había precio alguno que Lanz no estuviera dispuesto a pagar para conseguir su Instituto.
– ¿Para qué necesita un Instituto? Ya tiene la clínica, ¿no?
– Eso no le basta. En su propio terreno quiere ser recordado en la misma categoría que Freud y Jung.
– ¿Y qué hay de Otto Rahn?
– Muy dotado académicamente, pero poco más que un fanático sin escrúpulos. Fue carcelero en Dachau durante un tiempo. Esa es la clase de hombre que es. -Se detuvo y se mordió las uñas-. ¿Me puede dar uno de esos cigarrillos, por favor?
Le lancé el paquete y observé cómo encendía uno con una mano que temblaba como si tuviera una fiebre muy alta. Al ver cómo lo fumaba, se habría pensado que era pura proteína.
– ¿Eso es todo?
Negó con la cabeza.
– Kindermann sigue teniendo el historial médico de Weisthor, en el que se demuestra su demencia. Lanz solía decir que era su seguro para garantizar la lealtad de Weisthor. Verá, Himmler no puede tolerar las enfermedades mentales. Por no sé qué tontería de la salud racial. Así que si llegara a conseguir ese historial, entonces…
– Entonces el juego se habría acabado definitivamente.
– Así que, ¿cuál es el plan, señor?
– Himmler, Heydrich, Nebe… todos se han ido a ese Tribunal de Honor de las SS en Wewelsburg.
– ¿Dónde coño está Wewelsburg? -preguntó Becker.
– Cerca de Paderborn -dijo Korsch.
– Me propongo seguirlos hasta allí. Ver si puedo dejar al descubierto a Weisthor y aclarar todo ese sucio asunto delante de Himmler. Me llevaré a Lange, solo para que sirva de evidencia.
Korsch se levantó y se dirigió a la puerta.
– De acuerdo, señor. Voy a buscar el coche.
– Me temo que no. Quiero que los dos os quedéis aquí.
Becker gimió sonoramente.
– Pero eso es ridículo, de verdad, señor. Es ganas de meterse en líos.
– Puede que no resulte de la forma que pienso. No olvidéis que ese tipo, Weisthor, es amigo de Himmler. Dudo que el Reichsführer acoja mis revelaciones con mucho entusiasmo. Peor aún, puede que las rechace por completo, en cuyo caso será mejor que yo sea el único en quemarse. Después de todo, no va a poder echarme del cuerpo de una patada, ya que solo pertenezco a él mientras dure el caso y luego voy a volver a mi negocio. Pero vosotros dos tenéis una carrera por delante. No una carrera muy prometedora, es cierto -dije sonriendo-. De cualquier modo, sería una lástima que los dos os ganarais el desagrado de Himmler cuando eso puedo hacerlo yo solo fácilmente.
Korsch intercambió una mirada con Becker y luego replicó:
– Venga, señor, no nos venga con historias. Eso que está planeando es peligroso. Nosotros lo sabemos y usted también lo sabe.
– No solo eso -dicho Becker-, además, ¿cómo va a llegar hasta allí con un prisionero? ¿Quién conducirá?
– Exacto, señor. Son más de trescientos kilómetros hasta Wewelsburg.
– Llevaré un coche oficial.
– Suponga que Lange trata de hacer algo durante el viaje.
– Irá esposado, así que dudo que me cause problemas. -Hice un gesto con la cabeza y cogí el sombrero y la chaqueta del perchero-. Lo siento, chicos, pero así es como lo voy a hacer.
Me dirigí hacia la puerta.
– Señor -dijo Korsch, y me tendió la mano. Se la estreché y después estreché la de Becker. Luego fui a recoger a mi prisionero.
La clínica de Kindermann tenía el mismo aspecto pulcro y bien cuidado que la primera vez que estuve allí, a finales de agosto. Si acaso, parecía más tranquila sin grajos en los árboles y sin botes que los espantaran en el lago. Solo se oía el sonido del viento y las hojas muertas que llevaba a través del sendero como si fueran langostas voladoras.
Puse la mano al final de la espalda de Lange y lo empujé con firmeza hacia la puerta principal.
– Esto es muy violento -dijo-, venir aquí, esposado, como si fuera un delincuente cualquiera. Aquí me conocen, ¿sabe?
– Un delincuente cualquiera, eso es lo que eres, Lange. ¿Quieres que te tape tu fea cabeza con una toalla? -Lo empujé de nuevo-. Escucha, solo mi bondad natural me impide hacerte entrar ahí con la polla colgando por fuera de los pantalones.
– ¿Y mis derechos civiles?
– Joder, ¿dónde has estado estos últimos cinco años? Esto es la Ale mania nazi, no la antigua Atenas. Ahora cierra esa boca de mierda.
Nos encontramos con una enfermera en el vestíbulo. Empezó a saludar a Lange y entonces vio las esposas. Le puse la placa delante de la asustada cara.
– Policía -dije-. Tengo una orden para registrar las oficinas del doctor Kindermann.
Era verdad, la había firmado yo mismo. Solo que la enfermera había ido al mismo campamento de vacaciones que Lange.
– No creo que pueda entrar ahí de esa manera -dijo-. Tendré que…
– Señora, hace solo unas semanas esa pequeña esvástica que ve en mi identificación fue considerada suficiente autoridad para que las tropas alemanas invadieran los Sudetes. Así que puede apostar a que me permitirá entrar en los calzoncillos del buen doctor si así me apetece. -Empujé de nuevo a Lange-. Vamos, Reinhart, muéstrame el camino.
El despacho de Kindermann estaba en la parte de atrás de la clínica. Si fuera un piso en la ciudad, se habría pensado que tiraba a pequeño, pero como sala privada de un médico era perfecta. Había un diván largo y bajo, un bonito escritorio de madera de nogal, un par de grandes cuadros de pintura moderna del tipo que parece mostrar el interior del cerebro de un mono y los suficientes libros de encuadernación cara como para explicar la escasez de piel para zapatos que sufría el país.
– Siéntate donde pueda vigilarte, Reinhart -dije-. Y no hagas movimientos bruscos. Me asusto con facilidad y entonces me pongo violento para disimular mi incomodidad. ¿Cuál es el término que usan los loqueros para eso? -Había un archivador de gran tamaño al lado de la ventana. Lo abrí y empecé a ojear las carpetas de Kindermann-. Conducta compensatoria -dije-; son dos palabras, pero me parece que se dice así.
»¿Sabes?, no te creerías algunos de los nombres que tu amigo Kindermann ha mencionado. Este archivo parece la lista de invitados a la noche de gala de la Can cillería del Reich. Espera un momento, esta parece ser tu carpeta. -La cogí y se la tiré encima de las piernas-. ¿Por qué no miras lo que escribió sobre ti, Reinhart? Puede que te explique por qué te viste mezclado con esos cabrones.
Se quedó mirando fijamente la carpeta sin abrir.
– En realidad es muy sencillo -dijo en voz baja-. Como le expliqué antes, me interesé en las ciencias psíquicas a raíz de mi amistad con el doctor Kindermann.
Levantó la cara hacia mí, desafiante.
– Te diré cómo te liaste con ellos -dije sonriéndole-. Estabas aburrido. Con todo tu dinero, no sabes qué hacer. Ese es el problema de los de tu clase, esa clase que ha nacido nadando en dinero. Nunca aprendéis el valor que tiene. Ellos sabían eso y te hicieron actuar como Juan el Tonto.
– No funcionará, Gunther. Lo que está diciendo es basura.
– ¿De verdad? Entonces es que has leído el informe y lo sabes seguro.
– Un paciente no debe leer nunca las notas que toma su médico. Sería poco ético incluso que abriera la carpeta.
– Se me ocurre que has visto mucho más de tu querido doctor que las notas, Reinhart. Y Kindermann aprendió ética con la San ta Inquisición.
Me di media vuelta y volví al archivador. Me quedé callado al tropezarme con otro nombre que conocía. El nombre de una chica a quien durante dos meses me había dedicado a buscar en vano. Una chica que fue importante para mí. Admitiré que incluso estuve enamorado de ella. El trabajo es así algunas veces. Una persona desaparece sin dejar huella, el mundo sigue su curso y te tropiezas con una información que, en el momento oportuno, habría aclarado el caso por completo. Dejando a un lado la evidente irritación que sientes al recordar lo lejos de la verdad que estabas, mayormente aprendes a vivir con ello. Mi negocio no encaja exactamente con quienes tienen una disposición pulcra. Ser un investigador privado te deja con más cabos sueltos en las manos que si fueras un tejedor de alfombras ciego. De cualquier modo, no sería humano si no admitiera que encuentro una cierta satisfacción en atar esos cabos. Pero este nombre, el nombre de la chica que Arthur Nebe mencionó hacía ya tantas semanas cuando nos reunimos una noche en las ruinas del Reichstag, significaba mucho más para mí que la mera satisfacción de descubrir una tardía solución a un enigma. Hay veces que un descubrimiento tiene la fuerza de una revelación.
– Ese hijo de puta -dijo Lange, mientras pasaba las páginas de su propio historial.
– Lo mismo estaba pensando yo.
– «Un neurótico afeminado» -citó-. ¿Yo? ¿Cómo podía pensar una cosa así de mí?
Pasé al siguiente cajón, escuchando solo a medias lo que decía.
– Dímelo tú, es tu amigo.
– ¿Cómo puede decir esas cosas? No puedo creerlo.
– Vamos, Reinhart. Ya sabes lo que pasa cuando nadas entre tiburones. Tienes que dar por hecho que te van a pegar un bocado en las pelotas de vez en cuando.
– Lo mataré -dijo lanzando los papeles con furia al otro lado del despacho.
– No antes que yo -dije, encontrando la carpeta de Weisthor finalmente y cerrando de golpe el cajón-. Bien. Ya la tengo. Ahora podemos salir de este sitio.
Estaba a punto de coger la manija de la puerta cuando un pesado revólver entró por ella, seguido de cerca por Lanz Kindermann.
– ¿Le importaría decirme qué coño está pasando aquí?
Volví a entrar en la habitación.
– Bueno, esto sí que es una sorpresa agradable -dije-, precisamente estábamos hablando de usted. Pensábamos que quizá se habría ido a su clase de Biblia en Wewelsburg. Por cierto, yo tendría cuidado con esa pistola si fuera usted. Mis hombres tienen este sitio bajo vigilancia. Son muy leales, ¿sabe? En la policía somos así ahora. Detestaría pensar en lo que harían si averiguaran que me ha pasado algo malo.
Kindermann miró a Lange, que no se había movido, y luego a las carpetas que yo tenía bajo el brazo.
– No sé cuál es su juego Herr Steininger, si ese es su verdadero nombre, pero creo que será mejor que deje todo eso en el escritorio y levante la manos.
Puse las carpetas en el escritorio y empecé a decir algo acerca de que tenía una orden de registro, pero Reinhart Lange ya había tomado la iniciativa, si es así como lo llamas cuando eres lo bastante insentato para echarte encima de un hombre que te apunta con una arma del calibre 45 amartillada. Sus primeras tres o cuatro palabras de vociferante indignación acabaron abruptamente cuando el ensordecedor disparo le arrancó la mitad del cuello. Con un gorgoteo horrible, Lange se retorció como un derviche danzante, agarrándose desesperadamente la garganta con las manos todavía esposadas y adornando el papel de la pared con rosas rojas mientras caía al suelo.
Las manos de Kindermann eran más adecuadas para un violín que para algo tan grande como un 45, y con la pistola amartillada se necesita el índice de un carpintero para hacer funcionar un gatillo de esa potencia, así que tuve un montón de tiempo para coger el busto de Dante que había en el escritorio de Kindermann y partírselo en pedazos en la cabeza.
Con Kindermann inconsciente, miré hacia donde Lange se había enroscado en un rincón. Con el ensangrentado antebrazo apretado contra lo que quedaba de su yugular, permaneció con vida algo más de un minuto y luego murió sin decir ni una palabra más.
Le quité las esposas y se las estaba poniendo a un Kindermann que gemía de dolor cuando, atraídas por el disparo, dos enfermeras entraron precipitadamente en la habitación y se quedaron mirando fijamente, aterrorizadas, la escena que tenían ante los ojos. Me limpié las manos en la corbata de Kindermann y luego me acerqué a su escritorio.
– Antes de que lo pregunten, aquí su jefe ha matado de un tiro a su amigo el mariquita. -Cogí el teléfono-. Telefonista, póngame con la comisaria de policía de la Ale xanderplatz, por favor.
Observé cómo una de las enfermeras le buscaba el pulso a Lange y la otra ayudaba a Kindermann a sentarse en el diván mientras yo esperaba la comunicación.
– Está muerto -dijo la primera enfermera. Las dos me miraban con desconfianza.
– Aquí el Kommissar Gunther -le dije a la telefonista del Alex-. Póngame con los Kriminalassistants Korsch o Becker, de Homicidios, lo antes posible, por favor.
Al cabo de una corta espera, Becker se puso al teléfono.
– Estoy en la clínica Kindermann -expliqué-. Nos detuvimos a recoger el historial médico de Weisthor y Lange se las arregló para que lo mataran. Perdió los nervios y un trozo del cuello. Kindermann llevaba un hierro.
– ¿Quiere que organice el furgón de la carne?
– Sí, esa es la idea. Solo que yo no estaré aquí cuando llegue. Sigo con mi plan original, salvo que ahora me voy a llevar a Kindermann en lugar de a Lange.
– De acuerdo, señor. Yo me encargo. O, por cierto, ha llamado Frau Steininger.
– ¿Ha dejado algún mensaje?
– No, señor.
– ¿Nada en absoluto?
– No, señor. Señor, ¿sabe lo que esa necesita, si no le importa que se lo diga?
– Prueba a sorprenderme.
– Me parece que necesita…
– Pensándolo mejor, no te molestes.
– Bueno, ya conoce el percal, señor.
– No, Becker, no exactamente. Pero mientras voy conduciendo, sin duda que pensaré en ello. Puedes estar seguro.
Salí de Berlín hacia el oeste, siguiendo las señales amarillas que indicaban tráfico de largo recorrido, en dirección a Potsdam y a Hannover.
La autobahn se bifurca desde la carretera circular en Lehnin, dejando la antigua ciudad de Brandeburgo al norte; más allá de Zeisar, la antigua ciudad de los obispos de Brandeburgo, la carretera continúa hacia el oeste en línea recta.
Al cabo de un rato me di cuenta de que Kindermann estaba sentado, derecho, en el asiento trasero del Mercedes.
– ¿Adónde vamos? -preguntó desanimado.
Eché una mirada por encima del hombro. Con las manos esposadas a la espalda, no creía que fuera tan estúpido como para tratar de golpearme con la cabeza, especialmente ahora que la tenía vendada, algo que las dos enfermeras de la clínica habían insistido en hacer antes de permitirme que me llevara al doctor.
– ¿No reconoce la carretera? -dije-. Vamos de camino hacia una pequeña ciudad al sur de Paderborn: Wewelsburg. Estoy seguro de que la conoce. Creí que no querría perderse su Tribunal de Honor de las SS por culpa mía.
Con el rabillo del ojo vi que sonreía y se recostaba en el asiento, o al menos lo intentaba.
– Eso me va muy bien.
– ¿Sabe?, me causó un gran inconveniente, HerrDoktor. Matar así, de un tiro, a mi testigo estrella. Iba a dar una representación especial para Himmler. Por suerte, hizo una declaración escrita antes, en el Alex. Y, por supuesto, tendrá usted que aprenderse el papel y sustituirlo.
– ¿Y qué le hace pensar que encajaré en ese papel? -dijo riendo.
– Detesto imaginar lo que podría pasarle si me decepciona.
– Mirándole, yo diría que está acostumbrado a que le decepcionen.
– Quizá. Pero dudo que mi decepción pueda compararse ni de lejos con la de Himmler.
– Mi vida no corre peligro por parte del Reichsführer, puedo asegurárselo.
– Si estuviera en su lugar, yo no confiaría demasiado en su rango ni en su uniforme, Hauptsturmführer. Será tan fácil de matar como Ernst Röhm y todos aquellos hombres de las SA.
– Conocí bastante bien a Röhm -dijo sin inmutarse-. Éramos buenos amigos. Quizá le interese saber que es un dato que Himmler conoce, con todo lo que una relación así entraña.
– ¿Me está diciendo que Himmler sabe que es marica?
– Claro. Si sobreviví a la Noc he de los Cuchillos Largos, creo que me las arreglaré para capear cualquier inconveniente que me haya preparado, ¿no le parece?
– Entonces, el Reichsführer se alegrará de leer las cartas de Lange. Aunque solo sea para confirmar lo que ya sabe. No subestime nunca la importancia que tiene para un policía confirmar la información. Me atrevo a decir que sabe todo lo relativo a la demencia de Weisthor, ¿verdad?
– Lo que hace diez años era demencia, hoy solo significa un trastorno nervioso susceptible de tratamiento. ¿De verdad cree que Herr Weisthor es el primer oficial de alto rango de las SS sometido a tratamiento? Trabajo como especialista en un hospital ortopédico especial en Hohenlychen, cerca del campo de concentración de Ravensbruck, donde muchos oficiales de las SS reciben tratamiento para un eufemismo que describe las enfermedades mentales. ¿Sabe?, usted me sorprende. En tanto que policía debería saber lo hábil que es el Reich en la práctica de esas hipocresías tan convenientes. Aquí está usted apresurándose a crear un gran despliegue de fuegos artificiales para el Reichsführer, contando solo con un par de petardos mojados. Se sentirá desilusionado.
– Me gusta escucharle Kindermann. Siempre me gusta ver el trabajo de otro. Apuesto a que es estupendo con todas esas ricas viudas que llevan sus depresiones menstruales a su elegante clínica. Dígame, ¿a cuántas de ellas les receta cocaína?
– El hidroclorido de cocaína siempre se ha utilizado como estimulante para combatir los casos más extremos de depresión.
– ¿Cómo evita que se conviertan en adictas?
– Es cierto que siempre hay un riesgo. Hay que vigilar por si aparece algún signo de dependencia. Es mi trabajo. -Hizo una pausa-. ¿Por qué lo pregunta?
– Pura curiosidad, HerrDoktor. Es mi trabajo.
En Hohenwarhe, al norte de Magdeburgo, cruzamos el Elba por un puente, más allá del cual, a la derecha podían verse las luces del casi acabado elevador de barcos Rothensee, destinado a conectar el Elba con el canal Mittelland, unos veinte metros más arriba. Al cabo de poco pasamos al vecino estado de Baja Sajonia, y en Helmstedt nos detuvimos a descansar y a poner gasolina.
Estaba oscureciendo, y al mirar el reloj vi que eran casi las siete de la tarde. Después de encadenar una de las manos de Kindermann a la manija de la puerta, le permití que orinara y atendí a mis propias necesidades sin alejarme demasiado. Luego metí la rueda de recambio en el asiento trasero, al lado de Kindermann, y la sujeté con la esposa a su muñeca izquierda, lo cuál le dejaba una mano libre. No obstante, el Mercedes es un coche grande y estaba lo bastante lejos de mí como para no tener que preocuparme. De cualquier modo, saqué la Wal ther de la sobaquera, se la mostré y luego la coloqué a mi lado en el asiento.
– Así estará más cómodo -dije-, pero si hace el más mínimo gesto, aunque sea para meterse el dedo en la nariz, se encontrará con esto.
Puse en marcha en coche y volví a la carretera.
– ¿Qué prisa tenemos? -dijo Kindermann irritado-. No consigo entender por qué está haciendo esto. Igual podría poner su pequeña representación en escena el lunes, cuando todo el mundo vuelva a Berlin. De verdad que no veo la necesidad de conducir toda esta distancia.
– Para entonces será demasiado tarde, Kindermann. Demasiado tarde para detener el pogromo especial que su amigo Weisthor tiene planeado para los judíos de Berlín. El Proyecto Krist, ¿no es así como lo llaman?
– Ah, ¿está enterado de eso, eh? Ha trabajado mucho. No me diga que es amigo de los judíos.
– Digamos que no soy muy favorable a la ley de Lynch y a la ley de la calle. Por eso me hice policía.
– ¿Para respetar y defender la justicia?
– Si quiere decirlo así, sí.
– Se está engañando. Lo que rige es la fuerza, la voluntad humana. Y para forjar esa voluntad colectiva es preciso darle un objetivo. Lo que estamos haciendo no es más que lo que hace un niño con una lupa cuando concentra la luz del sol sobre una hoja de papel y hace que se queme. Nos limitamos a usar un poder que ya existe. La justicia sería una cosa maravillosa si no fuera por los hombres. Herr… ¿cuál es su nombre?
– Me llamo Gunther, y puede ahorrarme toda esa propaganda del partido.
– Son hechos, Gunther, no propaganda. Es usted un anacronismo, ¿lo sabe? No pertenece a su tiempo.
– Según la poca historia que conozco, me parece que la justicia nunca estuvo muy de moda, Kindermann. Si yo no pertenezco a mi tiempo, si no sintonizo con la voluntad del pueblo, tal como usted la describe, entonces me alegro. Lo que nos diferencia a usted y a mí es que mientras usted desea utilizar la voluntad de ese pueblo, yo quiero verla frenada.
– Es la peor clase de idealista; es ingenuo. ¿De verdad cree que puede detener lo que les sucede a los judíos? Ha perdido ese tren. Los periódicos ya tienen la historia sobre los asesinatos rituales de los judíos en Berlín. Dudo que Himmler y Heydrich pudieran evitar lo que está en marcha, aunque quisieran.
– Puede que no sea capaz de detenerlo -dije-, pero quizá puedo tratar de posponerlo.
– Incluso si consigue convencer a Himmler para que estudie sus pruebas, ¿en serio cree que se sentirá feliz de que su estupidez se haga pública? Dudo que consiga usted mucho en cuanto a justicia por parte del Reichsführer SS. Se limitará a barrerlo todo debajo de la alfombra y dentro de poco todo se habrá olvidado. Y lo mismo sucederá con los judíos. Recuerde mis palabras. La gente de este país tiene muy mala memoria.
– Yo no -dije-, yo nunca olvido nada. Soy un jodido elefante. Tomemos a otro paciente suyo, por ejemplo. -Cogí una de las dos carpetas que había traído conmigo del despacho de Kindermann y la lancé al asiento de atrás-. Verá, hasta hace poco era detective privado. Y mira por dónde, resulta que aunque usted es un montón de mierda, tenemos algo en común. Esa paciente suya fue cliente mía.
Encendió la luz cenital y cogió la carpeta.
– Sí, la recuerdo.
– Hace un par de años desapareció. Por casualidad, estaba en las cercanías de su clínica en aquel momento. Lo sé porque se había encargado de aparcarme el coche cerca de allí. Dígame, HerrDoktor, ¿qué tiene que decir su amigo Jung sobre las coincidencias?
– Humm… coincidencia significativa, supongo que quiere decir. Es un principio que llama sincronía; que un suceso aparentemente fortuito puede ser significativo de acuerdo a un saber inconsciente que vincula un acontecimiento físico con un estado psíquico. Es bastante difícil de explicar en términos que usted pueda comprender. Pero no consigo ver que esta coincidencia pueda ser significativa.
– No, claro que no. Usted no tiene conocimiento alguno de mi inconsciente. Tal vez sea mejor así.
Después de aquello, permaneció callado durante bastante rato.
Al norte de Brunswick cruzamos el canal Mittelland, donde acababa la autobahn, y seguimos hacia el suroeste en dirección a Hildesheim y Hamelin.
– Ya no estamos lejos -dije sin volverme. No hubo respuesta. Salí de la carretera principal y conduje lentamente durante unos minutos por una estrecha pista que llevaba a una zona de bosque.
Detuve el coche y me volví. Kindermann estaba durmiendo tranquilamente. Con mano temblorosa, encendí un cigarrillo y salí. Se había levantado un fuerte viento y una tormenta eléctrica disparaba cables de plata a través del cielo negro y rugiente. Puede que esos cables fueran para Kindermann.
Al cabo de un par de minutos me incliné sobre el asiento delantero y cogí la pistola. Luego abrí la puerta trasera y sacudí a Kindermann por el hombro.
– Venga -dije dándole la llave de las esposas-, vamos a estirar las piernas otra vez.
Señalé el camino que teníamos enfrente, iluminado por los potentes faros del Mercedes. Caminamos hasta el borde de la luz y allí me detuve.
– Bien, ya está bien -dije. Él se volvió para mirarme-. Sincronía… me gusta. Una bonita palabra para algo que hace tiempo que me roe las entrañas. Soy un hombre reservado y lo que hago me hace valorar más aún mi propia intimidad. Por ejemplo, nunca jamás anotaría mi número de teléfono privado en una de mis tarjetas profesionales. No a menos que se la diera a alguien muy especial para mí. Así que cuando le pregunté a la madre de Reinhart Lange cómo me contrató a mí, en lugar de a otro tipo, me mostró justo esa tarjeta, que había sacado del bolsillo de Reinhart antes de enviar su traje a la tintorería. Naturalmente, eso empezó a darme qué pensar. Cuando ella encontró la tarjeta, temió que su hijo pudiera tener problemas y se lo mencionó. El le dijo que la había cogido del escritorio de su amigo Kindermann. Me pregunto si tendría alguna razón para hacerlo. Quizá no tuviera ninguna. Supongo que ya nunca lo sabremos. Pero fuera cual fuera esa razón, esa tarjeta situaba a mi cliente en su despacho el día en que desapareció para no volver a ser vista nunca más. Fíjese qué ejemplo de sincronía.
– Mire, Gunther, lo que sucedió fue un accidente; era adicta.
– ¿Y cómo llegó a serlo?
– La había estado tratando contra la depresión. Había perdido su empleo, una relación que tenía se había terminado. Necesitaba cocaína más de lo que parecía a primera vista; no había forma de saberlo solo mirándola. Para cuando me di cuenta de que se estaba habituando a la droga, era demasiado tarde.
– ¿Qué sucedió?
– Una tarde se presentó sin más en la clínica. Estaba en el vecindario y se sentía deprimida. Había un trabajo que quería, un trabajo importante, y que creía poder conseguir si yo le prestaba un poco de ayuda. Al principio me negué. Pero era una mujer muy persuasiva y, finalmente, acepté. La dejé sola un rato; me parece que hacía mucho tiempo que no se drogaba y tenía menos tolerancia a su dosis habitual. Debió de tragarse su propio vómito.
No dije nada. No era el contexto adecuado. La venganza no es dulce. Su verdadero sabor es amargo, ya que lo más probable es que te quede un regusto a compasión.
– ¿Qué va a hacer? -dijo, nervioso-. No irá a matarme, ¿verdad? Mire, fue un accidente. No puede matar a nadie por eso, ¿no?
– No -dije-, no puedo; no por eso. -Vi que soltaba un suspiro de alivio y empezaba a acercárseme-. En una sociedad civilizada no se dispara contra un hombre a sangre fría.
Excepto que esta era la Ale mania de Hitler y no era más civilizada que los mismo paganos venerados por Weisthor y Himmler.
– Pero por los asesinatos de todas esas pobres chicas, alguien tiene que hacerlo- dije.
Le apunté a la cabeza y apreté el gatillo una vez… y luego varias veces más.
Desde la estrecha carretera llena de curvas, Wewelsburg parecía un pueblo de campesinos típico de Westfalia, con tantos altares dedicados a la Vir gen María en los muros y al borde de los campos como piezas de maquinaria agrícola descansando frente a las casas mitad de madera y parecidas a las de los cuentos de hadas. Sabía que me iba a meter en algo pavoroso cuando decidí detenerme en una de ellas y preguntar el camino hasta la escuela de las SS. Los grifos voladores, los símbolos rúnicos y las palabras del alemán antiguo talladas o pintadas en oro sobre los marcos de las negras ventanas y dinteles me hicieron pensar en brujos y brujas, así que ya estaba casi preparado para la horrible visión que apareció en la puerta, envuelta en el humo de la leña y de la ternera friéndose.
Era una chica joven, de no más de veinticinco años, y si no fuera por el enorme cáncer que se le iba comiendo todo un lado de la cara, se podría decir que era atractiva. No vacilé más de un segundo, pero fue suficiente para despertar su ira.
– Bueno, ¿qué está mirando? -me increpó, con la boca hinchada que se ensanchaba en una mueca que dejaba al descubierto unos dientes ennegrecidos y el borde de algo más oscuro y más corrupto-. ¿Y qué horas son estas de llamar a la puerta? ¿Qué es lo que quiere?
– Siento molestarla -dije, concentrándome en el lado de su cara que no tenía huellas de la enfermedad-, pero me he perdido y confiaba en que pudiera orientarme para ir a la escuela de las SS.
– No hay ninguna escuela en Wewelsburg -dijo mirándome con suspicacia.
– La escuela de las SS -repetí débilmente-. Me dijeron que estaba por aquí cerca.
– Ah, eso -me espetó, y volviéndose desde la puerta, señaló hacia donde la carretera se hundía colina abajo-. Ahí está el camino. La carretera gira a la derecha y a la izquierda durante un trecho corto antes de llegar a una carretera más estrecha con una cerca que sube por una colina a la izquierda. La escuela, como usted la llama -añadió riéndose, burlona-, está allá arriba.
Y con eso me cerró la puerta de golpe en la cara.
Era agradable salir de la ciudad, me dije mientras volvía al Mercedes. La gente del campo tiene muchísimo más tiempo para intercambiar las cortesías habituales.
Encontré la carretera con la cerca y conduje colina arriba hasta una explanada empedrada.
Ahora era fácil ver por qué a la chica del trozo de carbón en la boca le había hecho tanta gracia, ya que lo que veían mis ojos se parecía tanto a lo que cualquiera reconocería como una escuela como un zoo se parece a una tienda de animales de compañía o una catedral a un salón de actos. La escuela de Himmler era en realidad un castillo de tamaño considerable, con sus torres con cúpulas, una de las cuales se elevaba sobre la explanada como la cabeza con yelmo de algún enorme soldado prusiano.
Me detuve al lado de una pequeña iglesia, a corta distancia de la cual había varias camionetas para tropas y varios coches de oficiales aparcados frente a lo que parecía el cuartel de la guardia del castillo, en el lado este. Durante un momento la tormenta iluminó todo el cielo y tuve una visión espectral en blanco y negro de todo el castillo.
Desde cualquier punto de vista, era un lugar impresionante, con un aspecto demasiado parecido a las películas de terror para resultar totalmente cómodo para quien quisiera entrar sin autorización. Aquella llamada escuela parecía una segunda casa de Drácula, Frankenstein, Orlac y un bosque lleno de hombres-lobo; era ese tipo de situación en la que me habría sentido impulsado a cargar mi pistola con cortos dientes de ajo de nueve milímetros.
Casi con total certeza había suficientes monstruos reales en el castillo de Wewelsburg para que no fuera necesario preocuparse de otros más extravagantes, y no me cabía duda alguna de que Himmler habría podido hacerle unas cuantas sugerencias al Doctor X.
Pero ¿podía confiar en Heydrich? Lo pensé durante bastante rato. Finalmente, decidí que casi con toda seguridad podía confiar en que era ambicioso y, dado que le iba a proporcionar los medios para destruir a un enemigo bajo la forma de Weisthor, no me quedaba otra alternativa que poner mi información y a mí mismo en sus blancas manos asesinas.
La pequeña campana de la iglesia tocaba medianoche cuando conduje el Mercedes hasta el final de la explanada y más allá, hasta el puente que se curvaba hacia la izquierda por encima del vacío foso en dirección a la verja del castillo.
Un soldado de las SS surgió de una garita de piedra para mirar mis papeles e indicarme por señas que siguiera adelante.
Frente a la puerta de madera me detuve y toqué la bocina del coche un par de veces. Había luces encendidas en todo el castillo y no parecía probable que fuera a despertar a nadie, vivo o muerto. Se abrió una puertecilla en el portón y un cabo de las SS salió para hablar conmigo. Después de escudriñar mis papeles a la luz de su linterna, me permitió pasar por la puerta y entrar en el portalón abovedado, donde repetí mi historia una vez más y presenté mis papeles, solo que esta vez a un joven teniente que parecía estar al mando del cuerpo de guardia.
Solo hay una manera de tratar a los jóvenes y arrogantes oficiales de las SS, que parecen haber sido creados especialmente con el matiz exacto de azul en los ojos y rubio en el pelo, y es ser más arrogante que ellos. Así que pensé en el hombre al que había matado aquella noche, y miré al teniente con el tipo de mirada fría y altanera que habría hecho desmoronar a un príncipe de la casa Hohenzollern.
– Soy el Kommissar Gunther -le dije secamente-, y estoy aquí por un asunto de la Si po de la máxima urgencia que afecta a la seguridad del Reich y que requiere la atención inmediata del general Heydrich. Haga el favor de informarle inmediatamente de que estoy aquí. Está esperando mi llegada, incluso hasta el punto de proporcionarme la contraseña de entrada al castillo durante estas sesiones del Tribunal de Honor.
Pronuncié la palabra y observé cómo la arrogancia del teniente rendía homenaje a la mía.
– Quiero insistir en lo delicado de mi misión, teniente -dije, bajando la voz-. Es imperativo que, en este estadio, solo el general Heydrich o su ayudante de campo sean informados de mi presencia en el castillo. Es posible que ya haya espías comunistas infiltrados en las sesiones. ¿Comprende?
El teniente asintió cortante y volvió a entrar en su oficina para hacer la llamada telefónica, mientras yo iba hasta el extremo del patio empedrado que se extendía bajo el frío cielo nocturno.
El castillo parecía más pequeño desde dentro, con tres alas con tejado, unidas por tres torres, dos de ellas con cúpula y la tercera más baja pero más ancha, almenada y provista de un mástil donde la enseña de las SS se agitaba ruidosamente por el cada vez más fuerte viento.
El teniente volvió y con gran sorpresa por mi parte se puso firme, dando un taconazo. Supuse que esto tenía más que ver con lo que Heydrich o su ayudante de campo le hubieran dicho que con mi propia personalidad dominante.
– Kommissar Gunther -dijo respetuosamente-, el general está acabando de cenar y le pide que espere en la sala de estar. Está en la torre oeste. ¿Querría seguirme, por favor? El cabo se encargará de su vehículo.
– Gracias, teniente -dije-, pero primero tengo que recoger unos documentos importantes que he dejado en el asiento delantero.
Una vez recuperado el maletín, que contenía el historial médico de Weisthor, la declaración de Lange y la correspondencia entre Lange y Kindermann, seguí al teniente a través del patio hacia el ala oeste. Desde algún lugar a nuestra izquierda podían oírse voces de hombres cantando.
– Suena casi como una fiesta -dije fríamente.
Mi escolta gruñó sin demasiado entusiasmo. Cualquier clase de fiesta es mejor que una guardia nocturna en noviembre. Pasamos por una gruesa puerta de roble y entramos en el enorme vestíbulo.
Todos los castillos alemanes tendrían que ser igual de góticos; todos los señores teutones tendrían que vivir y ufanarse en un lugar así; todos los matones arios inquisitoriales tendría que rodearse de igual cantidad de emblemas de una tiranía implacable. Además de las gruesas y pesadas alfombras, los gruesos tapices y los aburridos cuadros, había suficientes armaduras, soportes con mosquetes y panoplias con armas blancas como para librar una guerra contra el rey Gustavo Adolfo y todo el ejército sueco.
En contraste, la sala, a la que llegamos por una escalera de caracol de madera, estaba amueblada con sencillez y dominaba una espectacular vista de las luces de aterrizaje de un pequeño aeródromo a un par de kilómetros de distancia.
– Sírvase lo que quiera de beber -dijo el teniente, abriendo el mueble-bar-. Si necesita cualquier otra cosa, tire de la campanilla.
Luego dio otro taconazo y desapareció escaleras abajo. Me serví un generoso coñac y lo bebí de un trago. Estaba cansado después de tantas horas al volante. Con otro vaso en la mano, me senté rígidamente en un sillón y cerré los ojos. Seguía viendo la expresión de sobresalto de la cara de Kindermann cuando la primera bala lo alcanzó entre los ojos. Pensé que para entonces Weisthor estaría echándolo mucho de menos, a él y a su maletín de drogas. A mí mismo me habría venido bien una ayuda.
Tomé otro sorbo de coñac. Pasaron diez minutos y noté que cabeceaba.
Me quedé dormido y el aterrador galope de mi pesadilla me llevó ante hombres bestiales, predicadores de la muerte, jueces escarlata y ante los marginados del paraíso.
Cuando acabé de contarle a Heydrich mi historia, los rasgos normalmente pálidos del general estaban sonrojados de entusiasmo.
– Le felicito, Gunther -dijo-. Es mucho más de lo que esperaba. Y llega en el momento oportuno. ¿No estás de acuerdo, Nebe?
– Por supuesto, general.
– Puede que le sorprenda, Gunther -dijo Heydrich-, pero el Reichsführer Himmler y yo estamos actualmente a favor de mantener la protección policial a las propiedades judías, aunque solo sea por razones de orden público y comercio. Si se deja al populacho suelto por las calles, no serán solo las tiendas judías las que resulten saqueadas, sino también las alemanas. Por no hablar del hecho de que los daños tendrían que ser pagados por las compañías de seguros alemanas. Goering se subiría por las paredes. ¿Y quién podría culparle? La idea misma hace que cualquier planificación económica resulte ridícula. Pero, como usted dice, Gunther, si Himmler se convenciera de seguir el plan de Weisthor, entonces sin duda se inclinaría por no mantener esa protección policial, en cuyo caso yo tendría que secundar su postura. Así que tenemos que manejar esto con mucho cuidado. Himmler es tonto, pero es un tonto peligroso. Tenemos que poner a Weisthor en evidencia, pero de forma inequívoca y delante de cuantos más testigos mejor. -Hizo una pausa-. ¿Nebe?
El Reichskriminaldirektor se acarició un lado de su larga nariz y asintió, pensativo.
– No tenemos que mencionar la implicación de Himmler en absoluto, si podemos evitarlo de algún modo, general -dijo-. Estoy totalmente a favor de dejar al descubierto a Weisthor delante de testigos. No quiero que ese cabrón de mierda se libre del castigo. Pero al mismo tiempo, tenemos que evitar abochornar al Reichsführer delante de los oficiales de alto rango de las SS. Nos perdonará que destruyamos a Weisthor, pero no nos perdonaría que lo hiciéramos quedar como un asno.
– Estoy de acuerdo -dijo Heydrich. Se quedó pensativo un momento-. Esta es la sección seis de la Si po, ¿verdad?
Nebe asintió.
– ¿Cuál es la comisaría central del SD provincial más cercana a Wewelsburg?
– Bielefeld -respondió Nebe.
– Bien. Quiero que los telefonees inmediatamente. Haz que envíen un destacamento de hombres aquí antes de que amanezca. -Sonrió fríamente-. Solo por si Weisthor consigue que se crean esa acusación suya de que yo soy judío. No me gusta este sitio. Weisthor tiene muchos amigos aquí en Wewelsburg. Incluso oficia algún tipo de ridículas ceremonias de boda de las SS que tienen lugar aquí. Así que quizá necesitemos montar una exhibición de fuerza.
– El comandante del castillo,Taubert, estuvo en la Si po antes de que lo destinaran aquí -dijo Nebe-. Estoy bastante seguro de que podemos confiar en él.
– Bien. Pero no le diga nada de Weisthor. Solo siga con la historia original de Gunther sobre esos infiltrados del KPD y dígale que tenga un destacamento de hombres en alerta máxima. Y ya que está en ello, será mejor que disponga una cama para el Kommissar. Por Dios que se la ha ganado.
– La habitación de al lado de la mía está libre, general. Creo que es la habitación de Enrique I de Sajonia -dijo Nebe con una sonrisa.
– Es una locura -comentó Heydrich riendo-. Yo estoy en la del rey Arturo y el Santo Grial. Pero ¿quién sabe? A lo mejor hoy derrotaré por lo menos al hada Morgana.
La sala del tribunal estaba en la planta baja del ala oeste. Con la puerta de una de las habitaciones contiguas abierta una rendija, podía ver perfectamente lo que sucedía allí dentro.
La estancia tenía más de cuarenta metros de largo, el suelo de madera pulida sin alfombras, paredes de paneles de madera y un techo alto con vigas de roble y gárgolas talladas. Dominando la sala había una larga mesa de roble rodeada en sus cuatro lados por sillas de cuero de respaldo alto, en cada una de las cuales había un disco de plata y lo que yo suponía que era el nombre del oficial de las SS que tenía derecho a sentarse en ella. Con los negros uniformes y todo el ritual ceremonial que acompañaba el inicio de las sesiones del tribunal, era como espiar una reunión de la Gran Lo gia de los Francmasones.
El primer punto del orden del día era la aprobación por parte del Reichsführer de los planos para la reconstrucción de la torre norte que estaba en ruinas. Los planos los presentó el Landbaumeister Bartels, un hombrecillo gordo, con aspecto de búho, que estaba sentado entre Weisthor y Rahn. Weisthor parecía nervioso y era evidente que echaba en falta la cocaína.
Cuando el Reichsführer le preguntó su opinión sobre los planos, Weisthor respondió tartamudeando:
– En, ah… en términos de la, ah… importancia del culto del… ah… castillo -dijo- y, ah… de la importancia mágica en cualquier, ah… conflicto futuro entre, ah… el Este y el Oeste, ah…
Heydrich lo interrumpió, y enseguida fue evidente que no era para ayudar al Brigadeführer.
– Reichsführer -dijo con calma-, dado que estamos en un tribunal y que todos nosotros estamos escuchando al Brigadeführer con enorme fascinación, sería injusto, creo, para todos los presentes permitirle continuar sin poner en el conocimiento de los reunidos los muy graves cargos que se han hecho contra él y su colega el Unterschadührer Rahn.
– ¿Qué cargos son esos? -dijo Himmler con un cierto desdén-. No sé nada de ningún cargo pendiente contra Weisthor. Ni siquiera de ninguna investigación que le afecte.
– Eso es porque no había ninguna investigación sobre él. No obstante, una indagación totalmente independiente ha revelado su papel principal en una odiosa conspiración que ha tenido como resultado el asesinato perverso de siete escolares alemanas inocentes.
– Reichsführer -rugió Weisthor-, protesto. Esto es monstruoso.
– Estoy totalmente de acuerdo -dijo Heydrich-. Y usted es el monstruo.
Weisthor se puso en pie, temblando de pies a cabeza.
– Asqueroso judío embustero -escupió.
Heydrich se limitó a sonreír como con desgana.
– Kommissar -dijo en voz alta-, ¿haría el favor de entrar ahora?
Entré lentamente en la sala, y mis zapatos resonaron en el suelo de madera como si fuera un actor nervioso que va a hacer una prueba para una obra. Todas las cabezas se volvieron cuando entré, y cuando cincuenta de los hombres más poderosos de Alemania centraron sus miradas en mí, habría deseado estar en cualquier otro sitio que no fuera allí. Weisthor se quedó boquiabierto mientras Himmler empezaba a levantarse.
– ¿Qué significa esto? -rugió.
– Algunos de ustedes conocerán a este caballero como Herr Steininger -dijo Heydrich sin inmutarse-, el padre de una de las niñas asesinadas; algo que no es en absoluto. Trabaja para mí. Dígales quién es en realidad, Gunther.
– Kriminalkommissar Bernhard Gunther, Homicidios, Berlín-Alexanderplatz.
– Y dígales a estos caballeros, por favor, por qué ha venido aquí.
– Para arrestar a un tal Karl Maria Weisthor, también conocido como Karl Maria Wiligut, también conocido como Jarl Widar, y a Otto Rahn y Richard Anders, todos por los asesinatos de siete niñas en Berlín entre el 23 de mayo y el 29 de septiembre de 1938.
– ¡Embustero! -gritó Rahn, poniéndose en pie de un salto, junto con otro oficial que supuse que sería Anders.
– Siéntense -dijo Himmler-. Doy por supuesto que usted cree que puede probar lo que dice, Kommissar.
Si yo hubiera sido el mismo Karl Marx, no me habría mirado con más odio.
– Creo que sí, señor.
– Será mejor que esto no sea uno de sus trucos, Heydrich -dijo Himmler.
– ¿Un truco, Reichsführer? -respondió inocentemente-. Si son trucos lo que busca, estos dos malvados se los sabían todos. Trataban de hacerse pasar por médiums, para persuadir a personas de mentes débiles de que eran los espíritus quienes los informaban de dónde estaban escondidos los cuerpos de las niñas que ellos mismos habían asesinado. Y de no ser por el Kommissar Gunther, aquí presente, habrían intentado el mismo truco demencial con esta compañía de oficiales.
– Reichsführer -farfulló Weisthor-, eso es absolutamente ridículo.
– ¿Dónde están las pruebas que ha mencionado; Heydrich?
– Dije demencial y quise decir exactamente eso. Naturalmente no hay nadie aquí que pudiera haberse creído un plan tan absurdo como el suyo. No obstante, es característico de los dementes creer que están haciendo lo que es justo. -Sacó la carpeta que contenía el historial médico de Weisthor de debajo de su montón de papeles y la dejó frente a Himmler.
– Este es el historial médico de Karl Maria Wiligut, conocido también como Karl Maria Weisthor, un historial que estaba hasta hace poco en posesión de su médico, el Hauptsturmführer Lanz Kindermann…
– ¡No! -chilló Weisthor, y se lanzó hacia la carpeta.
– Contengan a ese hombre -gritó Himmler.
Inmediatamente los dos oficiales que estaban de pie al lado de Weisthor lo cogieron por los brazos. Rahn se llevó la mano a la pistolera, pero yo fui más rápido, quitando el seguro de la Ma user al tiempo que le apoyaba el cañón en la cabeza.
– Tóquela y le ventilaré el cerebro -dije, y a continuación le quité la pistola.
Heydrich siguió hablando, sin que en apariencia toda aquella conmoción le hubiera alterado. Había que reconocérselo; era tan frío como un salmón del mar del Norte… e igual de escurridizo.
– En noviembre de 1924, Wiligut fue internado en un manicomio de Salzburgo por intentar asesinar a su esposa. Después de examinarlo fue declarado demente y permaneció confinado bajo el cuidado del doctor Kindermann hasta 1932. Después de su puesta en libertad cambió su nombre por el de Weisthor, y el resto sin duda ya lo conoce, Reichsführer.
Himmler miró la carpeta un par de minutos. Finalmente, suspiró y preguntó:
– ¿Es esto cierto, Karl?
Weisthor, entre los dos oficiales de las SS, negó con la cabeza.
– Juro que es mentira, por mi honor como caballero y como oficial.
– Súbanle la manga izquierza -dije-. Ese hombre es un drogadicto. Kindermann le ha estado dando cocaína y morfina durante años.
Himmler hizo un gesto de asentimiento a los hombres que sujetaban a Weisthor, y cuando mostraron su antebrazo horriblemente lleno de cardenales, añadí:
– Si todavía no está convencido, tengo una declaración de veinte páginas hecha por Reinhart Lange.
Himmler siguió asintiendo. Poniéndose de pie, rodeó la silla y se detuvo frente a su Brigadeführer, el hombre sabio de las SS, y lo abofeteó con fuerza una vez y después otra.
– Quitadlo de mi vista -dijo-. Queda confinado en el cuartel hasta nuevo aviso. Rahn, Anders, eso va también para ustedes. -Alzó la voz hasta que casi alcanzó un tono histérico-. Fuera, he dicho. Ya no son miembros de esta orden. Los tres devolverán sus anillos con la calavera, sus dagas y sus espadas. Decidiré qué hacer con ustedes más tarde.
Arthur Nebe llamó a los guardias que estaban a la espera, y cuando aparecieron les ordenó que escoltaran a los tres hombres hasta sus habitaciones.
A estas alturas todos los oficiales de las SS que había en torno a la mesa estaban boquiabiertos de asombro. Solo Heydrich permanecía en calma, y su cara alargada no daba más pistas de la indudable satisfacción que sentía ante la aplastante derrota de sus enemigos que si hubiera estado hecha de cera.
Con Weisthor, Rahn y Anders enviados fuera bajo vigilancia, todos los ojos estaban ahora fijos en Himmler. Por desgracia, sus ojos estaban demasiado fijos en mí, y enfundé la pistola sintiendo que el drama todavía no había terminado. Durante varios e incómodos segundos se limitó a mirarme fijamente, recordando sin duda que yo lo había visto en casa de Weisthor, a él, el Reichsführer SS y jefe supremo de la policía alemana, crédulo, engañado, traicionado… falible. Para el hombre que se veía a sí mismo en el papel de Papa Nazi para el Anticristo de Hitler, era demasiado para soportarlo. Colocándose lo bastante cerca de mí como para que yo oliera la colonia de su rostro pequeño y puntilloso, muy bien rasurado, y parpadeando furiosamente, con la boca torcida en un rictus de odio, me dio una fuerte patada en la espinilla.
Gemí de dolor, pero seguí de pie, casi en posición de firmes.
– Lo ha echado a perder todo -dijo, temblando de ira-. Todo, ¿me oye?
– He cumplido con mi trabajo -gruñí.
Creo que me habría vuelto a dar un puntapié de no ser por la oportuna intervención de Heydrich.
– Puedo responder de ello -dijo-. Quizás, en estas circunstancias, sería mejor posponer esta sesión durante una o dos horas, por lo menos, hasta que haya podido recuperar su compostura, Reichsführer. Descubrir una traición tan flagrante en el interior de un foro tan querido para el Reichsführer como este sin duda le habrá causado una profunda conmoción. Como nos ha sucedido igualmente a todos nosotros.
Se produjo un murmullo de asentimiento a esas palabras, y Himmler pareció recuperar el control de sí mismo. Sonrojándose un poco, posiblemente con cierto bochorno, parpadeó y asintió secamente.
– Tiene toda la razón, Heydrich -musitó-. Una terrible conmoción, sin duda alguna. Tengo que pedirle disculpas, Kommissar. Como usted mismo ha dicho, se limitó a cumplir con su deber. Bien hecho.
Y diciendo esto giró sobre sus nada despreciables talones y salió con gallardía de la sala, acompañado por varios de sus oficiales.
Heydrich empezó a sonreír, con una sonrisa lenta, despreciativa, que no se extendió más allá de la comisura de los labios. Luego buscó mi mirada y me señaló que fuera hacia la otra puerta. Arthur Nebe nos siguió, dejando que los oficiales que quedaban hablaran a voces entre ellos.
– No hay muchos hombres que vivan para recibir una disculpa personal de Heinrich Himmler -dijo Heydrich cuando los tres estuvimos en la biblioteca del castillo.
Me froté la espinilla, que me dolía mucho.
– Bueno, puede estar seguro de que lo apuntaré en mi diario esta noche -dije-. Es lo que siempre he soñado.
– Por cierto, no ha mencionado qué le pasó a Kindermann.
– Digamos que murió de un disparo cuando trataba de escapar -dije-. Estoy seguro de que usted mejor que nadie sabrá lo que quiero decir.
– Es algo lamentable. Todavía podría habernos sido útil.
– Recibió el castigo que un asesino se merece. Alguien tenía que hacerlo. No creo que los otros cabrones reciban el suyo. La hermandad de las SS y todo eso, ¿no? -Me detuve y encendí un cigarrillo-. ¿Qué les pasará?
– Puede estar seguro de que están acabados para las SS. Ya oyó cómo lo decía el mismo Himmler.
– Bien, qué espantoso para todos ellos. -Me volví hacia Nebe-. Venga, Arthur, dime, ¿Weisthor se acercará siquiera a un tribunal o a una guillotina?
– No me gusta más que a ti -dijo, sombrío-, pero Weisthor está demasiado cerca de Himmler. Sabe demasiado.
Heydrich frunció los labios.
– Pero Otto Rahn, por el contrario, es simplemente un NCO. No creo que al Reichsführer le importara si le ocurriera algún accidente.
Meneé la cabeza amargamente.
– Bueno, al menos se ha acabado su sucio plan. En cualquier caso, nos salvaremos de otro pogromo durante un tiempo.
Heydrich parecía incómodo. Nebe se levantó y miró hacia fuera por la ventana de la biblioteca.
– Por todos los santos -chillé-, no querrás decir que va a seguir adelante, ¿verdad? -Heydrich hizo una mueca-. Pero si todos sabemos, que los judíos no tuvieron nada que ver con los asesinatos…
– Ah, sí -dijo alegremente-, eso es cierto. Y no se les culpará, tiene mi palabra. Puedo asegurarle que…
– Digáselo -dijo Nebe-. Merece saberlo.
Heydrich lo pensó un momento y luego se levantó. Cogió un libro de un estante y lo examinó con negligencia.
– Sí, tiene razón, Nebe. Creo que probablemente se lo merece.
– ¿Decirme qué?
– Recibimos un télex antes de que el Tribunal se reuniera esta mañana -dijo Heydrich-. Por pura coincidencia, un joven fanático judío ha atentado contra la vida de un diplomático alemán en París. Por lo visto quería protestar contra el trato recibido por los judíos polacos en Alemania. El Führer ha enviado a su médico personal a Francia, pero no se espera que nuestro hombre sobreviva. Como resultado, Goebbels ya está presionando al Führer para que, si ese diplomático muere, se permitan algunas expresiones de indignación pública contra los judíos en todo el Reich.
– Y todos ustedes mirarán para otro lado, ¿verdad?
– Yo no apruebo la anarquía -dijo Heydrich.
– Weisthor conseguirá su pogromo después de todo. Cabrones.
– No es un pogromo -insistió Heydrich-. No se permitirán saqueos; solo se destruirán las propiedades judías. La policía se asegurará de que no haya actos de rapiña. Y no se permitirá nada que ponga en peligro, del modo que sea, la seguridad de las vidas o las propiedades alemanas.
– ¿Cómo se puede controlar a la turba?
– Se pueden emitir directrices. Los que las desobedezcan serán detenidos y castigados.
– ¿Directrices? -Lancé con furia el paquete de cigarrillos contra la librería -¿Para una turba? Esa sí que es buena.
– Todos los jefes de policía de Alemania recibirán un télex con instrucciones.
De repente me sentí muy cansado. Quería irme a casa, que me apartaran de todo aquello. Solo hablar de una cosa así me hacía sentir sucio y deshonesto. Había fracasado. Pero lo que era infinitamente peor era que parecía que nunca se hubiera querido que tuviera éxito. Una coincidencia, lo había llamado Heydrich. ¿Sería una coincidencia significativa, según el concepto de Jung? No. No podía serlo. Nada tenía ya ningún significado.
«Demostración espontánea de la furia del pueblo alemán», así lo expresaba la radio.
Yo también estaba furioso, pero no había nada espontáneo en ello. Había tenido toda la noche para hacerme mala sangre. Una noche en la que había oído cómo se rompían ventanas y cómo resonaban gritos soeces por las calles y había olido el humo de los edificios incendiados. La vergüenza me mantuvo dentro de casa. Pero por la mañana, que entró radiante y soleada a través de las cortinas, sentí que tenía que salir y echar una ojeada por mí mismo.
No creo que lo olvide nunca.
Desde 1933, una ventana rota había sido algo así como un riesgo profesional para cualquier establecimiento judío, tan sinónimo del nazismo como las botas militares o la esvástica. Sin embargo, en esta ocasión era algo completamente diferente, algo mucho más sistemático que el ocasional vandalismo de unos cuantos matones borrachos de las SA. En esta ocasión se había producido una auténtica Walpurgisnacht de destrucción.
Había cristales por todas partes, como piezas de un enorme puzzle arrojado al suelo en un rapto de rabia por algún malhumorado príncipe de cristal.
A apenas algunos metros de la puerta de mi edificio había un par de tiendas de ropa donde vi el largo y plateado rastro de un caracol que se elevaba por encima del maniquí de un sastre, mientras que la red de una araña gigante amenazaba envolver a otro en una telaraña fina como el filo de una navaja.
Más allá, en la esquina con la Kur fürstendamm, me tropecé con un enorme espejo roto en cien pedazos, que me ofreció mi imagen hecha trozos, trozos que se hacían añicos y crujían bajo mis pies mientras andaba con cuidado calle abajo.
A aquellos que, como Weisthor y Rahn, creían en alguna relación simbólica entre el cristal y algún antiguo Cristo germánico del cual provenía su nombre, este espectáculo debía de parecerles apasionante. Pero a un vidriero debía de parecerle un permiso para imprimir dinero, y por la calle había mucha gente que lo decía.
En el extremo norte de la Fa sanenstrasse, la sinagoga cercana al ferrocarril S-Bahn seguía consumiéndose, una ruina desventrada y ennegrecida, de vigas carbonizadas y paredes destruidas. No soy clarividente, pero puedo decir que cualquier hombre honrado que la viera estaría pensando lo mismo que yo. ¿Cuántos edificios más acabarían del mismo modo antes de que Hitler acabara con nosotros?
Había guardias de asalto -un par de camiones llenos en la siguiente calle- que comprobaban unas cuantas ventanas más con las botas. Por precaución, decidí tomar otro camino y estaba a punto de dar media vuelta cuando oí una voz que me pareció reconocer.
– Salid de ahí, judíos cabrones -vociferó un muchacho.
Era Heinrich, el hijo de catorce años de Bruno Stahlecker, vestido con el uniforme de las Juventudes Hitlelianas motorizadas. Lo vi justo cuando lanzaba una enorme piedra contra otro escaparate. Se echó a reír encantado ante su propia destreza y dijo:
– Judíos de mierda.
Al mirar a su alrededor en busca de la aprobación de sus camaradas me vio a mí.
Mientras andaba hasta él pensé en todas las cosas que le diría si fuera su padre, pero cuando estuve a su lado le sonreí. Tenía más ganas de darle un buen tortazo con el revés de la mano.
– Hola, Heinrich.
Sus bonitos ojos azules me miraron con hosca desconfianza.
– Supongo que cree que puede reñirme -dijo-, solo porque era amigo de mi padre.
– ¿Yo? A mí no me importa una mierda lo que hagas.
– ¿Ah, no? Entonces, ¿qué quiere?
Me encogí de hombros y le ofrecí un cigarrillo. Lo cogió y yo encendí los dos. Luego le lancé la caja de fósforos.
– Ten -dije-, puede que los necesites esta noche. Quizá podrías probar con el Hospital Judío.
– ¿Lo ve? Ya me está echando un sermón.
– Todo lo contrario. He venido para decirte que he encontrado a los hombres que asesinaron a tu padre.
– ¿De verdad?
Algunos de los amigos de Heinrich, ahora muy ocupados en el pillaje de la tienda de ropa, le gritaron que fuera a ayudarlos.
– Enseguida voy -les respondió gritando también.
Y luego me preguntó:
– ¿Quiénes son? Los hombres que mataron a mi padre.
– Uno de ellos está muerto. Lo maté yo mismo.
– Muy bien.
– No sé qué va a pasar con los otros dos. En realidad, todo depende.
¿De qué?
– De las SS; de si deciden hacerles un consejo de guerra o no. Observé en su cara joven y atractiva una expresión de desconcierto.
– Ah, ¿no te lo había dicho? Sí, esos hombres, los que asesinaron a tu padre de una forma tan cobarde, eran todos oficiales de las SS. Verás, tenían que matarlo, porque si no era probable que hubiera tratado de impedirles que infringieran la ley. Eran malvados, ¿sabes, Heinrich?, y tu padre siempre hizo todo lo que pudo para encerrar a los hombres malvados. Era un gran policía. -Señalé con un gesto todos los escaparates rotos-. Me pregunto que habría pensado de todo esto.
Heinrich vaciló y se le hizo un nudo en la garganta cuando pensó en las consecuencias de lo que yo le estaba diciendo.
– ¿No fue… no fueron los judíos quienes lo mataron, entonces?
– ¿Los judíos? Por todos los santos, no -dije riendo-. ¿De dónde has sacado esa idea? Nunca fueron los judíos. Yo que tú no creería todo lo que lees en Der Stürmer, ¿sabes?
Cuando acabamos de hablar, Heinrich volvió con sus amigos con una considerable falta de entusiasmo. Sonreí tristemente al verlo, meditando en que la propaganda funciona en dos sentidos.
No había visto a Hildegard desde hacía una semana. A la vuelta de Wewelsburg traté de telefonearla un par de veces, pero no estaba, o si estaba no contestó. Finalmente decidí coger el coche y pasar por su casa.
Yendo hacia el sur por la Ka iserallee, cruzando Wilmersdorf y Friedenau, vi más de la misma destrucción, más de la misma expresión espontánea de la ira de la gente: letreros de tiendas con nombres judíos arrancados y tirados por el suelo y nuevos eslóganes antisemitas recién pintados por todas partes; y la policía siempre se mantenía al margen, sin hacer nada para impedir que se saqueara una tienda o para proteger de una paliza a su propietario. Cerca de la Wag häuselerstrasse pasé por delante de otra sinagoga en llamas, y los bomberos vigilaban para que las llamas no se extendieran a los edificios de al lado.
No era el mejor día para pensar en mí mismo.
Aparqué cerca del piso de la Lep sius Strasse. Entré, abriendo la puerta de la calle con la llave que ella me había dado y subí a pie hasta el tercer piso. Utilicé el llamador. Podía haber abierto también con mi llave, pero por alguna razón pensé que no le gustaría, considerando las circunstancias de nuestro último encuentro.
Al cabo de un rato, oí pasos y un joven comandante de las SS abrió la puerta. Podía ser alguien salido directamente de las clases de teoría racial de Irma Hanke: pelo rubio claro, ojos azules y una mandíbula que parecía forjada en hormigón. Llevaba la guerrera desabotonada, la corbata floja y no parecía que estuviera allí para vender ejemplares de la revista de las SS.
– ¿Quién es, cariño? -dijo Hildegard.
La observé mientras se acercaba a la puerta, al tiempo que buscaba algo en el bolso sin levantar la vista hasta que estuvo a solo unos metros.
Llevaba un traje de tweed negro, una blusa de crespón plateada y un sombrero negro con plumas que se alzaban desde su frente como el humo de un edificio en llamas. Era una imagen que me cuesta arrancarme de la cabeza. Cuando me vio se detuvo y la boca, perfectamente pintada, se le quedó entreabierta mientras trataba de encontrar algo que decir.
No había necesidad de muchas explicaciones. Eso es lo bueno de ser detective: me doy cuenta de todo enseguida. No necesitaba que me dijera el porqué. Puede que él hiciera mejor el trabajo de abofetearla que yo, estando en las SS como estaba. Cualquiera que fuera la razón, hacían muy buena pareja, y como pareja se enfrentaron a mí, con Hildegard enlazando el brazo de forma elocuente en el de él.
Hice un lento saludo con la cabeza preguntándome si debería mencionar que habíamos atrapado a los asesinos de su hijastra, pero cuando ella no lo preguntó, sonreí resignadamente, seguí moviendo la cabeza y me limité a devolverle las llaves.
Estaba a medio camino escaleras abajo cuando oí que me decía:
– Lo siento, Bernie, de verdad que lo siento.
Eché a andar hacia el sur hasta el Jardín Botánico. El pálido cielo de otoño estaba cubierto con el éxodo de millones de hojas, deportadas por el viento a rincones distantes de la ciudad, lejos de las ramas a las que una vez dieron vida. Aquí y allí, hombres con rostros de piedra trabajaban con demorada concentración para controlar esa diáspora arbórea, quemando las hojas muertas de los fresnos, los robles, los olmos, las hayas, los sicomoros, los castaños de Indias y los sauces llorones, y el acre humo gris quedaba suspendido en el aire como el último suspiro de las almas perdidas. Pero siempre había más, y más, así que los montones de basura en llamas no parecían disminuir nunca, y mientras permanecía allí de pie, contemplando las resplandecientes ascuas de las hogueras y respirando el caliente vapor de la caediza muerte, me parecía poder gustar el final definitivo de todas las cosas.