Giró sobre sí mismo.
– ¡Cállense! -gritó.
– Nada dijimos -dijeron las montañas.
– Nada dijimos -dijeron los cielos.
– Nada dijimos -dijeron los restos de la nave.
– Muy bien, entonces -dijo él-. ¡Guarden silencio!
Todo había vuelto a la normalidad.
Ray Bradbury, «Tal vez soñar»
no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo…
Elíseo Diego, «Testamento»
No necesito pensarlo para comprender que lo más difícil sería abrir los ojos. Aceptar en las pupilas la claridad de la mañana que resplandecía en los cristales de las ventanas y pintaba con su iluminación gloriosa toda la habitación, y saber entonces que el acto esencial de levantar los párpados es admitir que dentro del cráneo se asienta una masa resbaladiza, dispuesta a emprender un baile doloroso al menor movimiento de su cuerpo. Dormir, tal vez soñar, se dijo, recuperando la frase machacona que lo acompañó cinco horas antes, cuando cayó en la cama, mientras respiraba el aroma profundo y oscuro de su soledad. Vio en una penumbra remota su imagen de penitente culpable, arrodillado frente al inodoro, cuando descargaba oleadas de un vómito ambarino y amargo que parecía interminable. Pero el timbre del teléfono seguía sonando como ráfagas de ametralladora que perforaban sus oídos y trituraban su cerebro, lacerado en una tortura perfecta, cíclica, sencillamente brutal. Se atrevió. Apenas movió los párpados y debió cerrarlos: el dolor le entró por las pupilas y tuvo la simple convicción de que quería morirse y la terrible certeza de que su deseo no iba a cumplirse. Se sintió muy débil, sin fuerzas para levantar los brazos y apretarse la frente y entonces conjurar la explosión que cada timbrazo maligno hacía inminente, pero decidió enfrentarse al dolor y alzó un brazo, abrió la mano y logró cerrarla sobre el auricular del teléfono para moverlo sobre la horquilla y recuperar el estado de gracia del silencio.
Sintió deseos de reír por su victoria, pero tampoco pudo. Quiso convencerse de que estaba despierto, aunque no podía asegurarlo. Su brazo colgaba a un costado de la cama, como una rama partida, y sabía que la dinamita alojada en su cabeza lanzaba burbujas efervescentes y amenazaba con explotar en cualquier momento. Tenía miedo, un miedo demasiado conocido y siempre olvidado. También quiso quejarse, pero la lengua se le había fundido en el fondo de la boca y fue entonces cuando se produjo la segunda ofensiva del teléfono. No, no, coño, no, ¿por qué?, ya, ya, se lamentó y llevó su mano hasta el auricular y, con movimientos de grúa oxidada, lo trajo hasta su oreja y lo soltó.
Primero fue el silencio: el silencio es una bendición. Luego vino la voz, una voz espesa y rotunda y creyó que temible.
– Oye, oye, ¿me oyes? -parecía decir-, Mario, aló, Mario, ¿tú me oyes? -Y le faltó valor para decir que no, que no, que no oía ni quería oír, o, simplemente, está equivocado.
– Sí, jefe -logró susurrar al fin, pero antes necesitó aspirar hasta llenarse los pulmones de aire, obligar a sus dos brazos a trabajar y llegar a la altura de la cabeza y conseguir que sus manos distantes apretaran las sienes para aliviar el vértigo de carrusel desatado en su cerebro.
– Oye, ¿qué te pasa?, ¿eh? ¿Qué cosa es lo que te pasa? -era un rugido impío, no una voz.
Volvió a respirar hondo y quiso escupir. Sentía que la lengua le había engordado, o no era la suya.
– Nada, jefe, tengo migraña. O la presión alta, no sé…
– Oye, Mario, otra vez no. Aquí el hipertenso soy yo, y no me digas más jefe. ¿Qué te pasa?
– Eso, jefe, dolor de cabeza.
– Hoy amaneciste vestido de jodedor, ¿verdad? Pues mira, oye esto: se te acabó el descanso.
Sin atreverse a pensarlo abrió los ojos. Como lo había imaginado, la luz del sol atravesaba los ventanales y a su alrededor todo era brillante y cálido. Fuera, quizás, el frío había cedido y hasta podría ser una linda mañana, pero sintió deseos de llorar o algo que se le parecía bastante.
– No, Viejo, por tu madre, no me hagas eso. Éste es mi fin de semana. Tú mismo lo dijiste. ¿No te acuerdas?
– Era tu fin de semana, mi hijito, era. ¿Quién te mandó a meterte a policía?
– Pero, ¿por qué yo, Viejo? Si ahí tienes una pila de gentes -protestó y trató de incorporarse. La carga móvil de su cerebro se lanzó contra la frente y tuvo que cerrar otra vez los ojos. Una náusea rezagada le subió desde el estómago y descubrió, con una punzada, los deseos inaplazables de orinar. Apretó los dientes y buscó a tientas los cigarros en la mesa de noche.
– Oye, Mario, no pienso poner el tema a votación. ¿Sabes por qué te toca a ti? Pues porque a mí me da la gana. Así que mueve el esqueleto: levántate.
– ¿Tú no estás jugando, verdad?
– Mario, no sigas… Ya estoy trabajando, ¿me entiendes? -advirtió la voz y Mario supo que sí, que estaba trabajando-. Atiende: el jueves primero denunciaron la desaparición de un jefe de empresa del Ministerio de Industrias, ¿me oyes?
– Quiero oírte, te lo juro.
– Sigue queriendo y no jures en vano. La esposa hizo la denuncia a las nueve de la noche, pero todavía el hombre sigue sin aparecer y lo hemos circulado por todo el país. La cosa me huele mal. Tú sabes que en Cuba los jefes de empresa con rango de viceministro no se pierden así como así -dijo el Viejo, consiguiendo que su voz denotara toda su preocupación. El otro, al fin sentado en el borde de la cama, trató de aliviar la tensión.
– Yo no lo tengo en el bolsillo, por mi madre.
– Mario, Mario, corta ahí la confianza -y era otra voz-. El caso ya es de nosotros y te espero aquí en una hora. Si tienes la presión alta te pones una inyección y arrancas para acá.
Descubrió la cajetilla de cigarros en el suelo. Era la primera alegría de aquella mañana. La cajetilla estaba pisoteada y mustia, pero la miró con todo su optimismo. Se deslizó por el borde del colchón hasta sentarse en el suelo. Metió dos dedos en el paquete y el tristísimo cigarro le pareció un premio a su formidable esfuerzo.
– ¿Tú tienes fósforos, Viejo? -le dijo al teléfono.
– ¿A qué viene eso, Mario?
– No, nada. ¿Qué estás fumando hoy?
– Ni te lo imaginas -y la voz sonó complacida y viscosa-. Un Davidoff, regalo de mi yerno por el fin de año.
Y él pudo imaginar lo demás: el Viejo contemplaba la capa sin nervios de su habano, aspiraba el humo tenue y trataba de mantener el centímetro y medio de ceniza que hacía perfecta la fumada. Menos mal, pensó él.
– Guárdame uno, ¿está bien?
– Oye, tú no fumas tabaco. Compra Populares en la esquina y ven para acá.
– Ya, ya lo sé… Oye, ¿y cómo se llama el hombre?
– Espérate… Aquí, Rafael Morín Rodríguez, jefe de la Empresa Mayorista de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias.
– Espérate, espérate -pidió Mario y observó su desganado cigarro. Le temblaba entre los dedos, pero quizá no fuera por el alcohol-. Creo que no te oí bien. ¿Rafael qué dijiste?
– Rafael Morín Rodríguez. ¿Copiaste ahora? Bueno, ya te van quedando cincuenta y cinco minutos para llegar a la Central -dijo el Viejo y colgó.
El eructo vino como la náusea, furtivo, y un sabor a alcohol ardiente y fermentado ganó la boca del teniente investigador Mario Conde. En el suelo, junto a sus calzoncillos, vio su camisa. Lentamente se arrodilló y gateó hasta alcanzar una manga. Sonrió. En el bolsillo encontró los fósforos y al fin pudo encender el cigarro, que se había humedecido entre sus labios. El humo lo invadió, y después del hallazgo salvador del cigarro maltratado, aquélla se convirtió en la segunda sensación agradable de un día que empezaba con ráfagas de ametralladoras, la voz del Viejo y un nombre casi olvidado. Rafael Morín Rodríguez, pensó. Apoyándose en la cama se puso de pie y en el trayecto sus ojos descubrieron sobre el librero la energía matinal deRufino, el pez peleador que recorría la interminable redondez de su pecera. «¿Qué hubo, Rufo?», susurró y contempló las imágenes del más reciente naufragio. Dudó si debía recoger el calzoncillo, colgar la camisa, alisar su viejo blue-jean y poner al derecho las mangas de su jacket. Después. Pateó el pantalón y caminó hacia el baño, cuando recordó que se estaba orinando desde hacía muchísimo tiempo. De pie ante la taza estudió la presión del chorro que levantaba espuma de cerveza fresca en el fondo del inodoro, que no era tal, pues apestaba y hasta su nariz embotada subió la fetidez amarga de sus desechos. Vio caer las últimas gotas de su alivio y sintió en los brazos y las piernas una flojera de títere inservible que añora un rincón tranquilo. Dormir, tal vez soñar, si pudiera.
Abrió el botiquín y buscó el sobre de las duralginas. La noche anterior había sido incapaz de tomarse una y ahora lo lamentaba como un error imperdonable. Acomodó tres pastillas en la palma de la mano y llenó un vaso de agua. Lanzó las pildoras contra la garganta irritada por las contracciones del vómito y bebió. Cerró el botiquín y el espejo le devolvió la imagen de un rostro que le resultó lejanamente familiar y a la vez inconfundible: el diablo, se dijo, y apoyó las manos sobre el lavabo. Rafael Morín Rodríguez, pensó entonces, y también recordó que para pensar necesitaba una taza grande de café y un cigarro que no tenía, y decidió expiar todas sus culpas conocidas bajo la frialdad punzante de la ducha.
– Me cago en la mierda, qué desastre -se dijo cuando se sentó en la cama a embadurnarse la frente con aquella pomada china, cálida y salvadora, que siempre lo ayudaba a vivir.
El Conde miró con una nostalgia que ya le resultaba demasiado conocida la Calzada del barrio, los latones de basura en erupción, los papeles de las pizzas de urgencia arrastrados por el viento, el solar donde había aprendido a jugar pelota convertido en depósito de lo inservible que generaba el taller de mecánica de la esquina. ¿Dónde se aprende ahora a jugar pelota? Encontró la mañana hermosa y tibia que había presentido y era agradable caminar con el sabor del café flotando todavía en la boca, pero vio el perro muerto, con la cabeza aplastada por el auto, que se pudría junto al conten y pensó que él siempre veía lo peor, incluso en una mañana como aquélla. Lamentó el destino de aquellos animales sin suerte que le dolían como una injusticia que él mismo no procuraba remediar. Hacía demasiado tiempo que no tenía un perro, desde la agónica y larga vejez deRobín, y cumplía su promesa de no volver a encariñarse con un animal, hasta que se decidió por la silenciosa compañía de un pez peleador, insistía en llamarlos Rufino, era el nombre de su abuelo criador de gallos de lidia, peces sin manías ni personalidad definida, que a cada muerte podía sustituir por uno similar, otra vez llamado Rufino y confinado en la misma pecera donde pasearía orgulloso el azul impreciso de sus aletas de animal de combate. Hubiera deseado que sus mujeres pasaran tan levemente como aquellos peces sin historia, pero las mujeres y los perros eran terriblemente distintos a los peces, incluso los de pelea, y para colmos con las mujeres no podía hacer las promesas abstencionistas que mantenía con los perros. Al final, lo presentía, iba a terminar militando en una sociedad protectora de animales callejeros y hombres fatales con las mujeres.
Se puso los espejuelos oscuros y caminó hacia la parada de la guagua pensando que el aspecto del barrio debía de ser como el suyo: una especie de paisaje después de una batalla casi devastadora, y sintió que algo se resentía en su memoria más afectiva. La realidad visible de la Calzada contrastaba demasiado con la imagen almibarada del recuerdo de aquella misma calle, una imagen que había llegado a preguntarse si en verdad era real, si la heredaba de la nostalgia histórica de los cuentos de su abuelo o simplemente la había inventado para tranquilizar al pasado. No hay que pasarse la cabrona vida pensando, se dijo y notó que el suave calor de la mañana ayudaba a los calmantes en su misión de devolverle peso, estabilidad y algunas funciones primarias a lo que había dentro de su cabeza, mientras se prometía no repetir aquellos excesos etílicos. Todavía los ojos le ardían de sueño cuando compró la cajetilla de cigarros y sintió que el humo complementaba el sabor del café y era otra vez un ser en condiciones de pensar, incluso de recordar. Lamentó entonces haberse dicho que quería morirse y para demostrarlo corrió para alcanzar la inconcebible guagua, casi vacía, que le hizo sospechar que el año comenzaba siendo absurdo y lo absurdo no siempre tenía la bondad de presentarse bajo el disfraz de una guagua vacía a aquellas horas de la mañana.
Era la una y veinte pero ya todos estaban allí, seguro no faltaba ni uno. Se habían dividido en grupos, y eso que eran como doscientos, y por el aspecto se podían reconocer: debajo de las majaguas, contra la reja, estaban los del Varona, dueños hacía tiempo de aquel rincón privilegiado, el de mejor sombra. Para ellos el Pre no consistía más que en cruzar la calle que los separaba de su escuela secundaria y ya: hablaban alto, se reían, oían altísimo a Elton John en un radio portátil Meridian que cogía perfecto la WQAM, from Miami, Florida, y tenían con ellos a las pepillas más lindas de aquella tarde. Sin discusión.
Los de Párraga, alardosos y silvestres, resistían ei sol de septiembre en medio de la Plaza Roja, me la juego que estaban nerviosos. Su guapería los hacía cautelosos, eran de esos tipos que usan calzoncillos de páticas por si las moscas, los hombres son hombres y lo demás es mariconería, decían, y lo observaban todo pasándose el pañuelo por la boca, casi ni hablaban y la mayoría lucía su flaitó con motas, el pelado de la rutina y la hombría, y las muchachitas la verdad que no estaban mal, serían buenas bailadoras de casino y eso y conversaban bajito, como si estuvieran un poco asustadas de ver a tanta gente por primera vez en su vida. Los de Santos Suárez no, ésos eran distintos, parecían más finos, más rubiecitos, más estudiosos, más limpios y planchaditos, no sé: tenían caras de vanguardias y de tener papas y mamas poderosos. Pero los de Lawton casi eran iguales a los de Párraga: la mayoría eran guaposos y lo miraban todo con recelo, también se pasaban el pañuelo por la boca, y enseguida pensé que habría duelos de guapería.
Nosotros, los del barrio, éramos los más indefinibles: el piquete del Loquillo, Potaje, el Ñañara y esa gente parecían de Párraga, por el pelado y la rutina; había otros que parecían de Santos Suárez, el Pello, Mandrake, Ernestico y Andrés, quizás por la ropa; otros, del Varona, por la seguridad y la confianza con que fumaban y hablaban; y yo parecía un verdadero comemierda al lado del Conejo y Andrés, tratando de que todo me entrara por los ojos y buscando en la multitud ajena y desconocida a la muchacha que debía ser mi novia: la quería trigueña, de pelo largo, buenas piernas, bien pepilla pero no pepilla loca, para que en la escuela al campo me lavara la ropa y eso y, claro, que no fuera señorita para no estar en ese lío de que si no quería templar y eso, total, yo no la quería para casarme, ojalá que fuera de La Víbora o de Santos Suárez, esas gentes siempre metían tremendospartys, y yo no iba a atrasar para Párraga o Lawton, y lo que teníamos en el barrio no me interesaba, no eran pepillas, ni siquiera eran putas, hasta iban a las fiestas con la madre; hacía falta que mi novia cayera en mi grupo, en la lista había más hembras que varones, casi el doble, saqué la cuenta y tocan a 1,8 por varón, una completa y la otra sin cabeza o sin una teta, me dijo el Conejo, tal vez fuera aquella achinada, pero es del Varona y esa gente ya tiene su guara; y entonces sonó el timbre y se abrieron aquel primero de septiembre de 1972 las puertas del Pre de La Víbora, donde me iban a pasar tantas cosas.
Casi estábamos entusiasmados por entrar en la jaula, lo que hace un primer día de clases: como si no alcanzara el espacio, algunos hasta corrieron -claro, eran algunas- hacia el patio donde unas estacas de madera con un número indicaban dónde debía formar cada grupo. El mío era el cinco y del barrio sólo había caído el Conejo, que venía conmigo desde quinto grado. El patio se llenó, nunca había visto a tanta gente en una misma escuela, de verdad que no, y empecé a mirar a las hembras del grupo, para hacer preselección de candidatas. Mirándolas ni sentía el sol, que estaba del carajo, y entonces cantamos el himno y el director subió a la plataforma que estaba debajo del soportal, a la sombra, y empezó a hablar por el micrófono. Lo primero que hizo fue amenazarnos: las hembras, sayas por debajo de las rodillas y con su franja correspondiente, que para eso con la inscripción se les había dado el papel para comprar el uniforme; varones, el corte de pelo por encima de las orejas, sin patillas ni bigote; hembras, blusa por dentro de la saya, con cuello, sin adornitos, que para eso con la inscripción…; varones, pantalones normales, ni tubos ni campanas, que esto es una escuela y no un desfile de modas; hembras, medias estiradas, no enrolladas en los tobillos -con lo bien que les quedaban así, hasta las flacas parecían estar mejores-; varones, a la primera indisciplina, no ya grave, regular nada más, a disposición del Comité Militar, que esto es una escuela y no el Reformatorio de Torrens; hembras, varones: prohibido fumar en los baños a la hora del receso y a todas las horas; y otra vez hembras, varones, y el sol empezó a picarme por todo el cuerpo, él hablaba desde la sombra, y lo segundo que hizo fue anunciar al presidente de la FEEM.
El subió a la plataforma y enseñó su deslumbrante sonrisa. Colgate, debió de haber pensado el Flaco, pero yo todavía no conocía al flaco que estaba detrás de mí en la fila.
Para ser presidente de los estudiantes debía ser de doce o de trece, después supe que de trece grado, y era alto, casi rubio, de ojos muy claros -un azul ingenuo y desvanecido- y lucía recién bañado, peinado, afeitado, perfumado, levantado y a pesar de la distancia y el calor, tan seguro de sí mismo, cuando para empezar el discurso se presentó como Rafael Morín Rodríguez, presidente de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media del Preuniversitario René O. Reiné y miembro del Comité Municipal de la Juventud. Lo recuerdo a él, al sol que me dejó con dolor de cabeza y eso, y la certeza de que ese muchacho había nacido para ser dirigente: habló muchísimo.
Las puertas del elevador se abrieron con la lentitud de un telón de teatro barato y sólo entonces el teniente Mario Conde comprendió que aquella escena no llevaba gafas de sol. El dolor de cabeza casi había cedido, pero la imagen familiar de Rafael Morín le revolvía recuerdos que creía perdidos en los rincones más obsoletos de su memoria. Al Conde le gustaba recordar, era un recordador de mierda, le decía el Flaco, pero él hubiera preferido otro motivo para la remembranza. Avanzó por el pasillo con más deseos de dormir que de trabajar, y cuando llegó a la oficina del Viejo se ajustó la pistola que estaba a punto de escapársele de la cintura del pantalón.
Maruchi, la jefa de despacho del Viejo había abandonado la portería y por la hora calculó que estaría merendando. Tocó el cristal de la puerta, abrió y vio al mayor Antonio Ran-gel detrás de su buró. Escuchaba atentamente lo que alguien le decía por teléfono, mientras la ansiedad le hacía mover el tabaco de un lado a otro de la boca. Con los ojos le indicó al Conde el file que tenía abierto sobre el buró. El teniente cerró la puerta y se sentó frente a su jefe, dispuesto a esperar el fin de la conversación. El mayor movió las cejas, pronunció un escueto entendido, entendido, sí, esta tarde, y colgó.
Entonces miró extrañado la boquilla maltratada de su Davidoff. Había lastimado el tabaco, los tabacos son celosos, solía decir, y seguramente su sabor ya no era el mismo. Fumar y lucir más joven eran sus dos aficiones confesas y a las dos se dedicaba con esmero de artesano. Anunciaba con orgullo sus cincuenta y ocho años de edad, mientras sonreía con su rostro sin arrugas y acariciaba su estómago de fakir, usaba el uniforme ajustado, las canas de las patillas parecían un capricho juvenil y gastaba los fines de sus tardes libres entre la piscina y la cancha de squash, donde también lo acompañaba su tabaco. Y el Conde lo envidiaba profundamente: sabía que a los sesenta años -si llego- sería un viejo artrítico y maniático y por eso envidiaba la lozanía evidente del mayor, el tabaco ni siquiera lo hacía toser, y para colmos dominaba todas las artimañas para ser un buen jefe, muy amable o muy exigente a entera voluntad. El más temible de sus atributos, sin duda, era su voz. La voz es el espejo de su alma, siempre pensaba el Conde cuando asimilaba los matices de tono y gravedad con que el mayor transitaba en sus conversaciones. Pero ahora tenía entre sus manos un Davidoff lastimado y una cuenta pendiente con un subordinado y acudió a una de sus peores combinaciones de voz y tono.
– No voy a discutir contigo lo de esta mañana, pero no te aguanto una más. Antes de conocerte yo no era hipertenso y tú no me vas a matar de un infarto, que para eso hago muchas piscinas y sudo como un salvaje en la cancha. Yo soy tu superior y tú eres un policía, escribe eso en la pared de tu cuarto para que lo sepas hasta cuando estés durmiendo. Y a la próxima te parto los cojones, ¿está bien? Y fíjate la hora, diez y cinco, ¿OK?
El Conde bajó la vista. Se le ocurrían un par de buenos chistes, pero sabía que no era el momento. En realidad, con el Viejo no había momentos, y a pesar de eso él se atrevía con demasiada frecuencia.
– Me dijiste que tu yerno te regaló ese Davidoff, ¿no?
– Sí, una caja de veinticinco por el fin de año. Pero no me cambies el tema, ya te conozco -y volvió a estudiar, como si no entendiera nada, la agonía humosa de su tabaco-. Ya desgracié a éste… Bueno, ahora hablé con el ministro de Industrias. Está muy preocupado con este asunto, lo sentí hasta medio alterado. Dice que Rafael Morín es un cuadro importante en una de las direcciones del Ministerio y que ha trabajado con muchos empresarios extranjeros y quiere evitar un posible escándalo. -Hizo una pausa y chupó de su tabaco-. Aquí está todo lo que tenemos hasta ahora -dijo y empujó el file hacia su subordinado.
El Conde tomó el file entre sus manos, sin abrirlo. Presentía que aquello podía ser una réplica de la caja terrible de Pandora y hubiera preferido no ser él quien debiera liberar los demonios del pasado.
– ¿Por qué me escogiste precisamente a mí para este caso? -preguntó entonces.
El Viejo volvió a chupar de su tabaco. Parecía esperanzado con una imprevisible mejoría del habano, se iba formando una ceniza pálida, pareja, saludable, y él tiraba suavemente, lo justo en cada bocanada para no encabritar el fuego ni maltratar la tripa sensible del puro.
– No te voy a decir, como te dije una vez hace tiempo, que porque eres el mejor, o porque tienes una suerte del carajo y las cosas te salen bien. Ni te lo imagines, eso ya pasó, ¿OK? ¿Qué te parece si te digo que te escogí porque me dio la gana o porque prefiero tenerte por aquí y no en tu casa soñando con novelas que nunca vas a escribir, o porque éste es un caso de mierda que cualquiera lo resuelve? Escoge la idea que más te guste y márcala con una cruz.
– Me quedo con la que no me quieres decir.
– Ese es tu problema. ¿Está bien? Mira, en cada provincia hay un oficial encargado de la búsqueda de Morín. Ahí tienes el modelo de la denuncia, las órdenes que se han dado desde ayer y la lista de la gente que puede trabajar contigo. Te di otra vez a Manolo… Están las señas del hombre, una foto y una pequeña biografía que nos hizo la mujer.
– Donde se dice que es un upo intachable.
– Yo sé que no te gustan los intachables pero te jodiste. Sí, parece un hombre intachable, un compañero de confianza y nadie tiene la más mínima idea de dónde pueda estar metido o qué le pasó, aunque yo pienso lo peor… Ya, ¿y a ti no te interesa nada? -tronó, cambiando bruscamente el tono de su voz.
– ¿Salida del país?
– Muy improbable. Además, sólo hubo dos intentos, frustrados. El viento del norte está cabrón. -¿Hospitales?
– Por supuesto que nada, Mario.
– ¿Hoteles?
El Viejo negó con la cabeza y apoyó los codos en el buró. Tal vez se estaba aburriendo.
– ¿Asilo político en posadas, vayuses, pilotos clandestinos?
Al fin sonrió. Apenas un movimiento del labio sobre el tabaco.
– Vete al carajo, Mario, pero acuérdate de lo que te dije: a la próxima te parto la vida, con juicio por desacato y todo.
El teniente Mario Conde se puso de pie. Recogió el file con la mano izquierda, y después de acomodarse la pistola esbozó un saludo militar. Empezaba a girar cuando el mayor Rangel ensayó otra de sus combinaciones de voz y tono, buscando el raro equilibrio que indicara persuasión y curiosidad a un tiempo:
– Mario, déjame hacerte dos preguntas. -Y apoyó la cabeza entre las manos-. Chico, ¿por qué te metiste a policía? Dímelo de una vez, anda.
El Conde miró los ojos del Viejo como si no hubiera entendido algo. Sabía que lograba desconcertarlo con su mezcla de despreocupación y eficacia y le gustaba disfrutar aquella mínima superioridad.
– No lo sé, jefe. Hace doce años que lo estoy investigando y todavía no sé por qué. ¿Y la otra pregunta?
El mayor se puso de pie y rodeó el buró. Alisó la camisa de su uniforme, una chaqueta con charreteras y grados que parecía recién salida de la tintorería. Miró los zapatos, el pantalón, la camisa y la cara del teniente.
– Ya que eres policía, ¿cuándo te vas a vestir como un policía?, ¿eh? ¿Y por qué no te afeitas bien? Mira eso, parece que estás enfermo.
– Fueron tres preguntas, mayor. ¿Quiere tres respuestas?
El Viejo sonrió y negó con la cabeza.
– No, quiero que encuentres a Morín. Total, a mí no me interesa por qué te metiste a policía y menos por qué no te quitas ese pantalón desteñido. Lo que me importa es que esto sea rápido. No me gusta que me estén presionando los ministros -dijo, y devolvió sin deseos el saludo militar y regresó a su buró para ver salir al teniente Mario Conde.