Era una sensación peculiar leer los titulares y saber, más o menos, lo que iba a suceder a continuación. Le quitaba hierro, pero le añadía tristeza, porque aquélla era una época trágica. Podía simpatizar con el deseo de Whitcomb de ir al pasado y cambiar la historia.
Sólo que, por supuesto, un solo hombre tenía muchas limitaciones. No podría cambiarla para mejor, a no ser por accidente; lo más probable era que la pifiara. Ve al pasado y mata a Hitler y a los líderes japoneses y soviéticos; probablemente algunos tipos listos ocuparían su lugar. Quizá la energía atómica quedara en barbecho y el glorioso Renacimiento Venusiano no llegara a producirse. No había forma de saberlo…
Miró por la ventana. La luces llameaban contra el cielo febril; la calle estaba repleta de automóviles y de una multitud apresurada y sin rostro; desde allí no podía ver las torres de Manhattan, pero sabía que se alzaban arrogantes hacia las nubes. Y todo no era más que un recodo en el río que fluía desde el pacífico paisaje prehumano hasta el inimaginable futuro daneliano. ¡Cuántos miles de millones y billones de criaturas humanas vivían, reían, lloraban, trabajaban, mantenían sus esperanzas y morían en su corriente!
Bien… Suspiró, avivó la pipa y se dio la vuelta. El largo paseo había disminuido su impaciencia; su mente y su cuerpo se morían por algo que hacer. Pero era tarde y… Se inclinó hacia la biblioteca, sacó un volumen más o menos al azar, y empezó a leer. Era una recopilación de historias victorianas y eduardianas.
Le sorprendió una referencia pasajera. Algo sobre una tragedia en Addleton y el singular contenido de un antiguo túmulo británico. Nada más… ¿Viaje en el tiempo? Sonrió para sí.
Sin embargo…
No —pensó—. Es una locura.
Pero no haría ningún daño comprobarlo. Se mencionaba que el incidente había tenido lugar en Inglaterra, en el año 1894. Podía buscar números atrasados del Times de Londres. No tenía otra cosa que hacer… Probablemente por eso le habían asignado aquella aburrida tarea periodística: para que su mente, nerviosa por el aburrimiento, examinase todo resquicio.
Cuando la biblioteca pública abrió él estaba ya en la escalinata.
La historia estaba allí, fechada el 25 de junio de 1894, y varios días después. Addleton era un pueblo de Kent, que se distinguía en particular por una hacienda jacobina propiedad de lord Wyndham y un túmulo de antigüedad desconocida. El noble, arqueólogo aficionado, lo había excavado con la ayuda de un tal James Rotherhithe, un experto del Museo Británico, al parecer pariente suyo. Lord Wyndham había descubierto una cámara funeraria bastante exigua: unos cuantos artefactos casi completamente destruidos por la corrosión y la podredumbre, huesos de hombres y caballos. También contenía un cofre en sorprendente buen estado, lleno de lingotes de un metal desconocido, supuestamente una aleación de plomo o plata. Cayó muy enfermo, con síntomas de un extraño envenenamiento letal; Rotherhithe, que apenas había mirado en el cofre, no se vio afectado, y las pruebas circunstanciales sugerían que había administrado al noble una dosis de algún oscuro preparado asiático. Scotland Yard arrestó al hombre cuando lord Wyndham murió, el día 25. La familia de Rotherhithe contrató los servicios de un detective privado muy conocido, que pudo demostrar, con un razonamiento muy ingenioso seguido de pruebas con animales, que el acusado era inocente y que una «mortal emanación» salida del cofre era la responsable del fallecimiento. Caja y contenido fueron arrojados al canal de la Mancha. Felicitaciones para todos. Final feliz y sanseacabó.
Everard se quedó sentado en silencio en la enorme y callada sala. La historia no decía mucho. Pero, por lo menos, era muy sugerente.
Entonces, ¿por qué no había investigado la oficina victoriana de la Patrulla? ¿O lo había hecho? Probablemente. No harían públicos los resultados, claro está.
De vuelta en el apartamento, cogió uno de los pequeños transbordadores de mensajes que le habían dado, puso un informe en su interior, y situó los controles para la oficina de Londres, 25 de junio de 1894. Cuando pulsó el último botón la caja desapareció con una ligera corriente de aire que ocupaba el espacio donde había estado.
Volvió al cabo de unos minutos. Everard la abrió y sacó una hoja de folio cuidadosamente escrita a máquina… sí, claro, ya se había inventado la máquina de escribir. La examinó con la rapidez que había adquirido.
Estimado Señor:
En respuesta a su misiva del 6 de septiembre de 1954, le agradezco la misma y elogio su diligencia. Aquí el asunto acaba de empezar, y en el momento presente estamos muy ocupados evitando el asesinato de Su Majestad, así como el problema de los Balcanes, el deplorable comercio de opio con China, etc. Aunque podemos, claro está, terminar con las ocupaciones actuales y volver a esta cuestión, es mejor evitar fenómenos curiosos como estar en dos lugares al mismo tiempo, que podrían no pasar desapercibidos. Por tanto, apreciaríamos enormemente que usted, con un agente británico cualificado, viniese a asistirnos. A menos que tengamos otras noticias, le esperaremos en el 14B de la calle Old Osborne, el 26 de junio de 1894, a las doce de la noche. Créame señor, soy su más humilde y fiel servidor.
A continuación venía una nota con coordenadas espaciotemporales, incongruentes con todas aquellas florituras.
Everard llamó a Gordon, obtuvo su aprobación y preparó la recogida de un saltador temporal en el almacén de la «compañía». Luego le envió una nota a Charlie Whitcomb, en 1947. Recibió como respuesta una palabra —«Claro»— y se fue a buscar la máquina.
Era parecida a una motocicleta sin ruedas ni caballete. Tenía dos asientos y una unidad de propulsión antigravitatoria. Everard situó los indicadores para la época de Whitcomb, pulsó el botón principal y se encontró en otro almacén.
Londres, 1947. Se quedó sentado un momento, considerando el hecho de que en ese mismo momento, el mismo, siete años más joven, asistía a la universidad en Estados Unidos. Luego Whitcomb se apartó del vigilante y le estrechó la mano.
—Es agradable verte de nuevo, compañero —dijo. Su rostro macilento se encendió con la sonrisa curiosamente encantadora que tan bien conocía—. Y a Victoria, ¿eh?
—Supongo. Sube. —Everard cambió los controles. Esta vez surgirían en una oficina. Una oficina muy privada.
Apareció de pronto a su alrededor. El mobiliario de roble, la gruesa alfombra y las llamas de gas encendidas produjeron un inesperado efecto de pesadez. La luz eléctrica era una opción disponible, pero Dalhousie Roberts era una empresa importadora sólida y conservadora. Mainwethering en persona se levantó de una silla y se acercó a saludarlos: era un hombre grande y pomposo de patillas pobladas que usaba monóculo. Pero también tenía un aire de fuerza, y un acento de Oxford tan cultivado que Everard apenas lograba entenderle.
—Buenas noches, caballeros. Confío en que hayan tenido un viaje agradable. O, sí… lo siento… los caballeros son todavía novatos en este asunto, ¿no? Un poco desconcertante al principio. Recuerdo lo sorprendido que me encontré en una visita al siglo XXI. Nada británico… Sólo una res naturae, opino, sólo otra faceta más de un universo siempre sorprendente, ¿eh? Deben excusar mi falta de hospitalidad, pero es cierto que estamos terriblemente ocupados. Un fanático alemán descubrió en 1917 el secreto del viaje en el tiempo de un antropólogo despistado, robó una máquina y ha venido a Londres a asesinar a Su Majestad. Estamos teniendo muchos problemas para encontrarle.
—¿Le encontrarán? —preguntó Whitcomb.
—Oh, sí. Pero será un trabajo doblemente duro, caballeros, especialmente al tener que actuar en secreto. Me gustaría contratar a un agente privado, pero el único que vale la pena es demasiado listo. Actúa según el principio de que cuando ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe ser cierto. Y moverse en el tiempo podría no resultarle demasiado improbable.
—Apuesto a que es el mismo hombre que está trabajando en el caso Addleton, o que lo hará mañana —dijo Everard—. Eso no es lo importante; sabemos que demostrará que Rotherhithe es inocente. Lo que importa es la gran probabilidad de que se hayan producido acontecimientos extraños en la antigua historia británica.
—Sajona, querrás decir —le corrigió Whitcomb, que había comprobado los datos por sí mismo—. Muchísima gente confunde a los británicos con los sajones.
—Casi tantos como los que confunden a los sajones con los jutos —añadió Mainwethering con sosería—. Tengo entendido que Kent fue invadida desde Jutlandia… Ah. Humm. Ropa, caballeros. Y fondos. Y papeles, todo preparado para ustedes. En ocasiones creo que los agentes de campo como ustedes no aprecian todo el trabajo que tenemos que hacer en las oficinas incluso para la más pequeña operación. ¡Ja! Perdonen. ¿Tienen un plan de campaña?
—Sí. —Everard empezó a quitarse la ropa del siglo XX—. Creo que sí. Los dos conocemos lo suficiente de la época victoriana para defendernos. Pero yo tendré que seguir siendo americano… sí, veo que lo ha puesto en mis papeles.
Mainwethering parecía apenado.
—Si el incidente del túmulo ha llegado hasta una famosa pieza literaria como dice usted, recibiremos cientos de memorandos sobre este asunto. El suyo simplemente fue el primero. Otros dos han llegado ya, de 1923 y 1960. ¡Me gustaría que me permitiesen tener un secretario robot!
Everard se retorció dentro del incómodo traje. Le quedaba bien, la oficina tenía sus medidas en los ficheros, pero hasta entonces nunca había apreciado la relativa comodidad de su propia moda. ¡Maldito chaleco!
—No se preocupe —dijo—, este asunto podría ser inofensivo. De hecho, puesto que estamos aquí ahora, debe haber sido inofensivo. ¿Eh?
—Por ahora —dijo Mainwethering—. Pero piense. Ustedes dos, caballeros, retroceden hasta los tiempos jutos y encuentran al merodeador. Pero fracasan. Quizá les dispare antes de que ustedes puedan dispararle; quizá ataque por sorpresa a los que enviamos a por ustedes. Luego se dedica a iniciar una revolución industrial o lo que quiera. La historia cambia. Ustedes, al estar aquí antes del momento del cambio, todavía existen… aunque sólo como cadáveres… pero aquí no hemos sido nunca. Esta conversación nunca ha tenido lugar. Como diría Horacio…
—¡No importa! —Rió Whitcomb—. Primero investigaremos el túmulo, en este año, luego volveremos y decidiremos qué hacer.
Se inclinó y empezó a pasar el equipo desde una maleta del siglo XX a una monstruosidad gladstoniana de tela floreada. Un par de pistolas, algunos aparatos físicos y químicos que su propia época todavía no había inventado, una diminuta radio para llamar a la oficina en caso de problema.
Mainwethering consultó su Bradshaw.
—Pueden coger el tren que sale a las 8.23 de Charing Cross mañana por la mañana —dijo—. Calculen media hora de margen para llegar de aquí a la estación.
—Vale.
Everard y Whitcomb volvieron a subirse al saltador y se desvanecieron. Mainwethering suspiró, bostezó, dejó instrucciones a su secretario y se fue a casa. A las 7.45 de la mañana, el secretario estaba allí cuando el saltador se materializó.