Mayo–Diciembre 1992
Ya no escribo para que cuando mi hija despierte no esté tan perdida, porque no despertará. Estas páginas no tienen destinatario, Paula nunca podrá leerlas…
¡No! ¿Por qué repito lo que otros dicen si en verdad no lo creo?
La han descartado entre los irrecuperables. Daño cerebral, me dijeron… Después de ver los últimos exámenes, el neurólogo me llevó a su oficina y con toda la suavidad posible me mostró las placas contra la luz, dos grandes rectángulos negros donde la excepcional inteligencia de mi hija queda reducida a una inservible mancha oscura. Su lápiz me señaló los caminos enmarañados del cerebro mientras explicaba las consecuencias terribles de esas sombras y esas líneas.
— Paula tiene daño severo, no hay nada que hacer, su mente está destruida. No sabemos cuándo ni cómo se produjo, puede haber sido causado por pérdida de sodio, falta de oxígeno o exceso de drogas, pero también se puede atribuir al proceso devastador de la enfermedad.
— ¿Quiere decir que puede quedar mentalmente retardada?
— El pronóstico es muy malo, en el mejor de los casos alcanzaría un nivel de desarrollo infantil.
— ¿Qué significa eso?
— No puedo decirlo en esta etapa, cada caso es diferente. — ¿Podrá hablar?
— No lo creo. Lo más probable es que tampoco pueda caminar. Será siempre una inválida — añadió mirándome con tristeza por encima de los lentes.
— Aquí hay un error. ¡Tiene que repetir esos exámenes!
— Me temo que ésta es la realidad, Isabel.
— ¡Usted no sabe lo que está diciendo! ¡Nunca vio a Paula sana, no sospecha cómo es mi hija! Es brillante, la más inteligente de la familia, siempre la primera en todo lo que emprende. Su espíritu es indomable. ¿Usted cree que se dará por vencida? ¡Jamás!
— Lo lamento mucho… — murmuró tomándome las manos, pero ya no lo oía. Su voz me llegaba desde muy lejos mientras el pasado completo de Paula surgía ante mí en rápidas imágenes. La vi en todas sus edades: recién nacida, desnuda y con los ojos abiertos, mirándome con la misma expresión alerta que tuvo hasta el último instante de su vida consciente; dando sus primeros pasos con la seriedad de una pequeña maestra; escondiendo sigilosa las botellas tristes de su abuela; a los diez años, bailando como una marioneta enloquecida los ritmos de la televisión, y a los quince, recibiéndome con un abrazo forzado y ojos duros cuando volví a casa, después de la aventura fracasada con un amante cuyo nombre no puedo recordar; con el pelo hasta la cintura en la última fiesta del colegio y después con toga y birrete de graduación. La vi como un hada envuelta en los encajes albos de su traje de novia, y con su blusa verde de algodón y sus gastadas zapatillas de piel de conejo, doblada de dolor, con la cabeza en mis rodillas, cuando la enfermedad ya la había golpeado. Esa tarde, hace exactamente cuatro meses y veintiún días, todavía hablábamos de una gripe y discutíamos con Ernesto la tendencia de Paula a exagerar sus males para llamar nuestra atención. Y la vi en esa madrugada fatídica, cuando empezó a morirse en mis brazos vomitando sangre. Aparecieron esas visiones como fotografías desordenadas y sobrepuestas en un tiempo muy lento e inexorable en el cual todos nos movíamos pesadamente, como si estuviéramos en el fondo del mar, incapaces de dar un salto de tigre para detener en seco la rueda del destino que giraba rápida hacia la fatalidad.
Durante casi cincuenta años he toreado la violencia y el dolor, confiada en la protección que me otorga el sol de la buena suerte que llevo en la espalda, pero en el fondo siempre sospeché que tarde o temprano me caería encima el zarpazo de la desgracia.
Nunca imaginé, sin embargo, que el golpe sería en uno de mis hijos. Oí de nuevo la voz del neurólogo.
— Ella no se da cuenta de nada, créamelo, su hija no sufre.
— Sí sufre y está asustada. Me la llevaré a mi casa en California lo antes posible.
— Aquí está cubierta por la Seguridad Social, en Estados Unidos la medicina es un robo. Además el viaje es muy arriesgado, Paula aún no retiene bien el sodio, no controla presión y temperatura, tiene dificultad respiratoria; no es conveniente moverla en esta etapa, tal vez no resista el viaje. En España hay un par de instituciones donde pueden cuidarla bien, ella no echará de menos a nadie, no reconoce, ni siquiera sabe dónde está.
— ¿No entiende que nunca la dejaré? Ayúdeme, doctor, cueste lo que cueste, tengo que llevármela…
Cuando miro hacia atrás el largo trayecto de mi vida, creo que el Golpe Militar de Chile fue una de esas encrucijadas dramáticas que cambiaron mi rumbo. En unos años más tal vez recordaré el día de ayer como otra tragedia que marcó mi existencia. Nada volverá a ser
como antes para mí. Me aseguran que no hay remedio para Paula, pero no lo creo, la trasladaré a los Estados Unidos, allá podrán ayudarnos. Willie consiguió lugar para ella en una clínica, lo único que falta es convencer a Ernesto que la deje ir, él no puede cuidarla y jamás la pondremos en un asilo; encontraré la forma de viajar con Paula, no es el primer enfermo grave que se transporta; me la llevaré, aunque tenga que robarme un avión.
Nunca había estado tan bella la bahía de San Francisco, con un millar de botes navegando con sus velas multicolores desplegadas para celebrar el inicio de la primavera, la gente en pantalones cortos trotando por el puente del Golden Gate y las montañas verdes porque ha llovido al fin después de seis años de sequía. No se habían visto árboles tan frondosos ni cielos tan azules en mucho tiempo, el paisaje nos recibió vestido de fiesta, como un saludo. Terminó el largo invierno de Madrid. Antes de partir llevé a Paula a la capilla, que estaba en penumbra y solitaria, como casi siempre lo está, pero llena de lirios para la Virgen por el Día de la Madre. Coloqué la silla de ruedas frente a esa estatua de madera ante la cual mi madre tanto llanto derramó durante los cien días de su pesadumbre, y encendí una vela en celebración a la vida. Mi madre le pedía a la Virgen que envolviera a Paula en su manto y la protegiera del dolor y de la angustia, que si pensaba llevársela por lo menos no la hiciera sufrir más. Yo le pedí a la Diosa que nos ayudara a llegar a California sanos y salvos, que nos ampare en la segunda etapa que comienza y nos dé fortaleza para recorrerla. Paula, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo, totalmente espástica, comenzó a llorar y sus lágrimas caían una a una, como las notas de un ejercicio de piano. ¿Qué entenderá mi hija? A veces pienso que quiere decirme algo, creo que quiere decirme adiós…
Fuimos con Ernesto a preparar su maleta. Entré a ese pequeño apartamento limpio, ordenado, preciso, donde fueron tan felices por tan corto tiempo, y como siempre me impactó la sencillez franciscana en que vivían. En sus veintiocho años en este mundo Paula alcanzó una madurez que otros nunca logran, comprendió cuán efímera es la existencia y se desprendió de casi todo lo material, más preocupada por las inquietudes del alma. A la tumba iremos envueltas en una sábana ¿para qué te afanas tanto? me dijo una vez en una tienda de ropa, cuando quise comprarle tres blusas. Fue lanzando por la borda hasta las últimas hilachas de vanidad, no quería adornos, nada innecesario o superfluo; en su mente clara sólo había espacio y paciencia para lo esencial. Ando buscando a Dios y no lo encuentro, me dijo poco antes de caer en coma.
Ernesto puso en un bolso algo de ropa, unas cuantas fotografías de su luna de miel en Escocia, sus viejas zapatillas de piel de conejo, el azucarero de plata que heredó de la Granny, y la muñeca de trapo–ya sin lanas en la peluca y medio tuerta–que le hice cuando nació y que ella siempre llevaba consigo como una apolillada reliquia. En un canasto quedaron las cartas que le he escrito en estos años y que, como mi madre, ella guardaba ordenadas por fechas. Sugerí eliminarlas de una vez, pero mi yerno dijo que un día ella se las pediría. El apartamento quedó barrido por un viento desolado; el 6 de diciembre Paula salió de allí rumbo al hospital y no regresó más. Su espíritu vigilante estaba presente cuando disponíamos de sus pocas cosas y metíamos mano en su intimidad. De pronto Ernesto cayó de rodillas, abrazado a mi cintura, sacudido por los sollozos que había reprimido en esos largos meses. Creo que en ese momento asumió por completo su tragedia y comprendió que su mujer no volvería nunca más a ese piso de Madrid, partió a otra dimensión, dejándole sólo el recuerdo de la belleza y la gracia que lo enamoraron.
— ¿Será que nos hemos amado demasiado, que Paula y yo consumimos como glotones toda la felicidad a que teníamos derecho? ¿Es que nos tragamos la vida? Tengo reservado un amor incondicional para ella, pero parece que ya no lo necesita–me dijo.
— Lo necesita más que nunca, Ernesto, pero ahora más me necesita a mí porque tú no puedes cuidarla.
— No es justo que tú cargues sola con esta tremenda responsabilidad. Ella es mi mujer…
— No estaré sola, cuento con una familia. Además tú puedes venir también, mi casa es tuya.
— ¿Qué pasará si no logro conseguir trabajo en California? No puedo vivir allegado bajo tu ala. Tampoco quiero separarme de ella…
— En una carta Paula me contó que cuando apareciste en su vida todo cambió, se sintió completa. Me dijo que a veces, cuando ustedes estaban con otra gente, medio aturdidos por el ruido de las conversaciones cruzadas, les bastaba una mirada para decirse cuánto se querían. El tiempo se congelaba y se establecía un espacio mágico en el cual sólo ella y tú existían. Tal vez así será de ahora en adelante, a pesar de la distancia el amor de ustedes vivirá intacto en un compartimiento separado, más allá de la vida y la muerte.
En el último momento, antes de cerrar definitivamente la puerta, me entregó un sobre sellado con cera. Escrito con la inconfundible letra de mi hija decía: Para ser abierto cuando yo muera.
— Hace algunos meses, en plena luna de miel, Paula despertó una noche gritando–me contó-. No sé lo que soñaba, pero debe haber sido algo muy inquietante porque no pudo volver a dormir, escribió esta carta y me la entregó. ¿Crees que debemos abrirla?
— Paula no ha muerto, Ernesto…
— Entonces guárdala tú. Cada vez que veo este sobre siento una garra aquí en el pecho.
Adiós Madrid… Atrás quedó el corredor de los pasos perdidos donde di varias veces la vuelta al mundo, el cuarto de hotel y las sopas de lentejas. Abracé por última vez a Elvira, Aurelia y los demás amigos del hospital que lloraban al despedirse, a las monjas, que me dieron un rosario bendito por el Papa, a los sanadores que acudieron por última vez a aplicar su arte de campanas tibetanas y al neurólogo, único médico que estuvo a mi lado hasta el final, preparando a Paula y consiguiendo firmas y permisos para que la línea aérea aceptara trasladarla. Tomé varios asientos de primera clase, instalé una camilla, oxígeno y los aparatos necesarios, contraté una enfermera especializada y llevé a mi hija en una ambulancia hasta el aeropuerto, donde la esperaban para conducirnos directamente al avión. Iba dormida con unas gotas que el doctor me dio en el último instante. La peiné con media cola atada con un pañuelo, como a ella le gustaba, y con Ernesto la vestimos por primera vez en esos largos meses, le pusimos una falda mía y un chaleco de él porque al buscar en su closet apenas había dos bluyines, unas cuantas blusas y un chaquetón imposibles de colocar en su cuerpo rígido.
El viaje entre Madrid y San Francisco fue un safari de más de veinte horas, alimentando a
la enferma gota a gota, controlando sus signos vitales y sumiéndola en un sopor piadoso con las gotas prodigiosas cuando se inquietaba. Sucedió hace menos de una semana, pero ya he olvidado los detalles, apenas recuerdo que estuvimos un par de horas en Washington, donde nos aguardaba un funcionario de la Embajada de Chile para agilizar la entrada a los Estados Unidos. La enfermera y Ernesto se ocuparon de Paula, mientras yo corría por el aeropuerto con el equipaje, los pasaportes y los permisos, que los funcionarios timbraron sin hacer preguntas a la vista de esa pálida muchacha desmayada en una camilla. En San Francisco nos recogió Willie en una ambulancia y una hora después llegamos a la Clínica de Rehabilitación, donde un equipo de médicos recibió a Paula, que venía con la tensión muy baja, mojada de sudor frío. Celia, Nicolás y mi nieto nos esperaban en la puerta; Alejandro corrió a saludarme trastabillando en sus piernecitas torpes y con los brazos extendidos, pero debe haber percibido la tremenda calamidad en el aire, porque se detuvo a medio camino y retrocedió asustado.
Nicolás había seguido los detalles de la enfermedad día a día a través del teléfono, pero no estaba preparado para lo que vio. Se inclinó sobre su hermana y la besó en la frente, ella abrió los ojos y por un momento pareció fijarle la mirada. ¡Paula, Paula! murmuró mientras le corrían lágrimas por la cara. Celia, muda y aterrada, protegiendo con los brazos al bebé en su barriga, desapareció detrás de una columna, en el rincón menos iluminado de la sala.
Esa noche Ernesto se quedó en la clínica y yo partí a la casa con Willie. No había estado allí en muchos meses y me sentí extranjera, como si nunca antes hubiera cruzado ese umbral ni visto esos muebles o esos objetos que alguna vez compré con entusiasmo. Todo estaba impecable y mi marido había cortado sus mejores rosas para llenar los jarrones. Vi nuestra cama con el baldaquín de batista blanca y los grandes cojines bordados, los cuadros que me han acompañado por años, mi ropa ordenada por colores en el closet, y me pareció todo muy bonito, pero completamente ajeno, mi hogar era todavía la sala común del hospital, el cuarto del hotel, el pequeño apartamento desnudo de Paula. Sentí que nunca había estado en esa casa, que mi alma había quedado olvidada en el corredor de los pasos perdidos y tardaría un buen tiempo en encontrarla. Pero entonces Willie me abrazó apretadamente y me llegaron su calor y su olor a través de la tela de la camisa, me envolvió la inconfundible fuerza de su lealtad y presentí que lo peor había pasado, de ahora en adelante no estaba sola, a su lado tendría valor para soportar las peores sorpresas.
Ernesto pudo quedarse en California sólo por cuatro días y debió volar de vuelta a su trabajo. Está negociando un traslado a los Estados Unidos para permanecer cerca de su mujer.
— Espérame, amor, regresaré pronto y ya no volveremos a separarnos, te lo prometo. Animo, no te des por vencida–le dijo besándola antes de partir.
Por las mañanas a Paula le hacen ejercicios y la someten a complicadas pruebas, pero por las tardes hay tiempo libre para estar con ella. Los médicos parecen sorprendidos por la excelente condición de su cuerpo, su piel está sana, no se ha deformado ni ha perdido flexibilidad en las articulaciones, a pesar de la parálisis. Los improvisados movimientos que yo le hacía son los mismos que ellos practican, mis férulas con libros y vendas elásticas son parecidas a las que aquí le han fabricado a medida, los golpes en la espalda para ayudarla a toser y las gotas de agua para humedecer la traqueotomía tienen el mismo
efecto que estas sofisticadas máquinas respiratorias. Paula ocupa una pieza individual llena de luz, con una ventana que da a un patio de geranios; hemos puesto fotografías de la familia en las paredes y música suave, tiene un televisor donde le mostramos plácidas imágenes de agua y bosque. Mis amigas trajeron lociones aromáticas y la frotamos con aceite de romero por la mañana para estimularla, de lavanda por la noche para adormecerla, de rosas y camomila para refrescarla. Viene a diario un hombre con largas manos de ilusionista a darle masajes japoneses y se turnan para atenderla media docena de terapeutas, unos trabajan con ella en el gimnasio y otros intentan comunicarse mostrándole cartones con letras y dibujos, tocando instrumentos y hasta poniéndole limón o miel en la boca, por si reacciona con los sabores. Acudió también un especialista en porfiria, de los pocos que existen, esta rara condición a nadie interesa; algunos la conocen de referencia porque dicen que en Inglaterra hubo un rey con fama de loco que en realidad era porfírico. Leyó los informes del hospital de España, la examinó y determinó que el daño cerebral no es producto de la enfermedad, posiblemente hubo un accidente o un error en el tratamiento.
Hoy sentamos a Paula en una silla de ruedas, sostenida por almohadones en la espalda, y la sacamos a pasear por los jardines de la clínica. Hay un sendero ondulante entre matas de jazmines salvajes cuyo olor es tan penetrante como el de sus lociones. Esas flores me traen la presencia de la Granny, es mucha casualidad que Paula esté rodeada de ellas. Le pusimos un sombrero de alas anchas y anteojos oscuros para protegerla del sol y así ataviada parecía casi normal. Nicolás empujaba la silla, mientras Celia, que ya está muy pesada, y yo, con Alejandro en brazos, los observábamos desde lejos. Nicolás había cortado unos jazmines, se los había puesto a su hermana en la mano y le hablaba como si ella pudiera contestarle. ¿Qué le diría? También yo le hablo todo el tiempo, por si tuviera instantes de lucidez y en uno de esos destellos lográramos comunicarnos, cada amanecer le repito que está en el verano de California junto a su familia y le digo la fecha para que no flote a la deriva fuera del tiempo y del espacio; por las noches le cuento que ha terminado otro día, que es hora de soñar y le soplo al oído una de esas dulces oraciones en inglés de la Granny, con las cuales se crió. Le explico lo que le pasó, que soy su madre, que no tenga miedo porque de esta prueba saldrá fortalecida, que en los momentos más desesperados, cuando todas las puertas se cierran y nos sentimos atrapados en un callejón sin salida, siempre se abre un resquicio inesperado por donde podemos asomarnos. Le recuerdo las épocas más difíciles de terror en Chile y de soledad en el exilio, que fueron también los tiempos más importantes de nuestras vidas, porque nos dieron impulso y fuerza.
A menudo me he preguntado, como miles de otros chilenos, si hice bien en escapar de mi país durante la dictadura, si tenía derecho a desarraigar a mis hijos y arrastrar a mi marido a un futuro incierto en un país extranjero, o si hubiera sido preferible quedarnos tratando de pasar desapercibidos, pero esas preguntas no tienen respuesta. Las cosas se dieron inexorablemente, como en las tragedias griegas; la fatalidad estaba ante mis ojos, pero no pude evitar los pasos que conducían a ella.
El 23 de septiembre de 1973, doce días después del Golpe Militar, murió Pablo Neruda. Estaba enfermo y los tristes acontecimientos de esos días acabaron con sus ganas de vivir. Agonizó en su cama de Isla Negra mirando sin ver el mar que se estrellaba contra las rocas bajo su ventana. Matilde, su esposa, había establecido un círculo hermético a su alrededor para que no entraran noticias de lo que estaba sucediendo en el país, pero de alguna manera el poeta se enteró de los millares de presos, supliciados y muertos.
Le destrozaron las manos a Víctor Jara, fue como matar a un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba y eso los enardecía aún más; qué es lo que pasa, se han vuelto todos locos, murmuraba con la vista extraviada. Comenzó a ahogarse y se lo llevaron en una ambulancia a una clínica de Santiago, mientras llegaban cientos de telegramas de varios Gobiernos del mundo ofreciendo asilo político para el poeta del Premio Nobel; algunos embajadores fueron personalmente a convencerlo de partir, pero él no quería estar lejos de su tierra en esos tiempos de cataclismo. No puedo abandonar a mi pueblo, no puedo huir, prométame que usted tampoco se irá, le pidió a su mujer y ella se lo prometió. Las últimas palabras de ese hombre que le cantó a la vida fueron: los van a fusilar, los van a fusilar. La enfermera le colocó un calmante, se durmió profundamente y no volvió a despertar. La muerte le dejó en los labios la sonrisa irónica de sus mejores días, cuando se disfrazaba para divertir a los amigos. En ese mismo instante en una celda del Estadio Nacional torturaban salvajemente a su chofer para arrancarle quién sabe qué inútil confesión sobre ese viejo y pacífico poeta. Lo velaron en su casa azul del Cerro San Cristóbal, allanada por la tropa que la dejó en ruinas; esparcidos por todas partes quedaron pedazos de sus figuras de cerámica, sus botellas, sus muñecas, sus relojes, sus cuadros, lo que no pudieron llevarse lo rompieron y lo quemaron. Corría agua y barro por el suelo cubierto de vidrios rotos, que al pisarlos producían un sonido de cloquear de huesos. Matilde pasó la noche en medio del estropicio sentada en una silla junto al ataúd del hombre que compuso para ella los más hermosos versos de amor, acompañada por los pocos amigos que se atrevieron a cruzar el cerco policial en torno a la casa y desafiar el toque de queda. Lo enterraron al día siguiente en una tumba prestada, en un funeral erizado de ametralladoras bordeando las calles por donde pasó el magro cortejo. Pocos pudieron estar con él en su último trayecto, sus amigos estaban presos o escondidos y otros temían las represalias.
Con mis compañeras de la revista desfilamos lentamente con claveles rojos en las manos gritando «PPablo Neruda! ¡Presente ahora y siempre!», ante las miradas enardecidas de los soldados, todos iguales bajo sus cascos de guerra, las caras pintadas para no ser reconocidos y las armas temblando en sus manos. A medio camino alguien gritó "¡Compañero Salvador Allende!«y todos contestamos en una sola voz "¡Presente, ahora y siempre!». Así el entierro del poeta sirvió también para honrar la muerte del Presidente, cuyo cuerpo yacía en una tumba anónima en un cementerio de otra ciudad. Los muertos no descansan en sepulcros sin nombre, me dijo un viejo que marchaba a mi lado. Al volver a casa escribí la carta diaria a mi madre describiendo el funeral; permaneció guardada junto a otras y ocho años más tarde me la entregó y pude incluirla casi textualmente en mi primera novela.
También se lo conté a mi abuelo, quien me escuchó con los dientes apretados hasta el final y luego, cogiéndome por los brazos con sus zarpas de hierro, me gritó que para qué diablos había ido al cementerio, si no me daba cuenta de lo que estaba pasando en Chile, y por amor a mis hijos y por respeto a él, que ya no estaba para pasar esas angustias, me cuidara. ¿No era suficiente, aparecer en televisión con mi apellido? ¿Para qué me exponía? Esas no eran cosas de mi incumbencia.
— Se ha desatado el mal, Tata.
— ¡De qué mal me habla! Son cosas de su imaginación, el mundo siempre ha sido igual.
— ¿Será que negamos la existencia del mal porque no creemos en el poder del bien? — ¡Prométame que se va a quedar callada en su casa! — me exigió. — No puedo prometer eso, Tata.
Y en verdad no podía, ya era tarde para tales promesas. Dos días después del Golpe Militar, apenas se levantó el toque de queda de las primeras horas, me vi atrapada sin saber cómo en esa red que se formó de inmediato para ayudar a los perseguidos. Supe de un joven extremista de izquierda a quien era necesario esconder; había escapado de una emboscada con un tiro en una pierna y sus perseguidores pisándole los talones. Logró refugiarse en el garaje de un amigo, donde a medianoche un médico de buena voluntad le extrajo la bala y le hizo las primeras curaciones. Se volaba de fiebre a pesar de los antibióticos, no era posible mantenerlo más tiempo en ese lugar y tampoco se podía pensar en llevarlo a un hospital, donde sin duda lo habrían detenido. En esas condiciones no resistiría un viaje de esfuerzo para cruzar la frontera por los pasos cordilleranos del sur, como hacían algunos, su única posibilidad era asilarse, pero sólo la gente bien relacionada–personajes de la política, periodistas, intelectuales y artistas conocidos–podía entrar a las embajadas por la puerta ancha, los pobres diablos, como él y miles de otros, estaban desamparados. Yo no sabía muy bien qué significaba asilo, sólo había escuchado esa palabra en el himno nacional, que ahora sonaba irónico: o la patria será de los libres, o el asilo contra la opresión, pero el caso me pareció de novela y sin pensarlo dos veces me ofrecí para ayudarlo sin medir el riesgo, porque en ese momento nadie sabía cómo opera el terror, todavía nos regíamos por los principios de la normalidad. Decidí evitar rodeos y me dirigí a la Embajada de Argentina, estacioné mi automóvil lo más cerca posible y caminé hacia la entrada con el corazón arrebatado, pero el paso firme. A través de la reja se veían las ventanas del edificio con ropa colgada y gente asomada gritando. La calle era un hervidero de soldados, había una tanqueta frente a la puerta y nidos de ametralladoras. Apenas me aproximé me encañonaron dos fusiles.
¿Qué hay que hacer para asilarse aquí? pregunté. ¡Sus documentos! ladraron los soldados al unísono. Entregué mi carnet de identidad, me cogieron por los brazos y me condujeron a una caseta de guardia junto a la puerta, donde había un oficial a quien le repetí la pregunta procurando disimular el temblor de la voz. El hombre me miró con tal expresión de sorpresa, que los dos nos sonreímos.
Estoy aquí justamente para evitar que se asilen, replicó, estudiando el apellido en mis documentos. Después de una pausa eterna dio orden de retirarse a los otros y quedamos solos en el pequeño espacio de la caseta. A usted la he visto en televisión… seguro que esto es un reportaje, dijo. Fue amable, pero terminante: mientras él estuviera a cargo nadie se asilaría en esa Embajada, no como en la de México, allí la gente se metía cuando le daba la gana, todo era cuestión de hablar con el mayordomo.
Entendí. Me devolvió mis papeles, nos despedimos con un apretón de manos, me advirtió que no me metiera en líos, y me fui directamente a la Embajada de México, donde ya había cientos de asilados, pero la hospitalidad azteca alcanzaba para uno más.
Pronto me enteré que algunas poblaciones marginales estaban cercadas por el ejército, en otras el toque de queda regía la mitad del día; había mucha gente pasando hambre. Los soldados entraban con tanques, rodeaban las casas y obligaban a salir a todo el mundo; a
los hombres de catorce años para arriba los conducían al patio de la escuela o a la cancha de fútbol, que por lo general era sólo un sitio vacío con unas rayas de tiza, y después de golpearlos metódicamente a la vista de las mujeres y los niños, sorteaban a varios y se los llevaban. Unos cuantos regresaban contando pesadillas y mostrando huellas de tortura; los cuerpos destrozados de otros eran arrojados de noche en los basurales, para que los demás conocieran la suerte de los subversivos. En ciertos vecindarios había desaparecido la mayoría de los hombres, las familias estaban desamparadas. Me tocó juntar alimentos y dinero para ollas comunes organizadas por la Iglesia para dar un plato caliente a los niños más pequeños. El espectáculo de los hermanos mayores aguardando en la calle con el estómago vacío, en la esperanza de que sobraran unos panes, lo tengo para siempre grabado en la memoria. Adquirí audacia para pedir; mis amistades se negaban en el teléfono y creo que se escondían apenas me veían aparecer. Calladamente, mi abuelo me daba cuanto podía, pero no deseaba saber qué hacía yo con su dinero. Asustado, se atrincheró frente al televisor entre las paredes de su casa, pero las malas nuevas entraban por las ventanas, brotaban como musgo por los rincones, era imposible evitarlas. No sé si el Tata tenía tanto miedo porque sabía más de lo que confesaba o porque sus ochenta años de experiencia le habían enseñado las infinitas posibilidades de la maldad humana.
Para mí fue una sorpresa descubrir que el mundo es violento y predatorio, regido por la ley implacable de los más fuertes. La selección de la especie no ha servido para que florezca la inteligencia o evolucione el espíritu, a la primera oportunidad nos destrozamos unos a otros como ratas prisioneras en una caja demasiado estrecha.
Me puse en contacto con un sector de la Iglesia Católica que en cierta forma me reconcilió con la religión, de la cual me había alejado por completo hacía quince años. Hasta entonces sabía de dogmas, ritos, culpa y pecados, del Vaticano que regía los destinos de millones de fieles en el mundo, y de la Iglesia oficial, siempre partidaria de los poderosos, a pesar de sus encíclicas sociales. Había oído vagamente de la Teología de la Liberación y movimientos de curas obreros, pero no conocía la Iglesia militante, los miles y miles de cristianos dedicados a servir a los más necesitados en la humildad y el anonimato. Ellos constituyeron la única organización capaz de ayudar a los perseguidos a través de la Vicaría de la Solidaridad, creada para ese fin por el Cardenal en los primeros días de la dictadura. Un grupo numeroso de sacerdotes y monjas habrían de arriesgar sus vidas durante diecisiete años para salvar las de otros y denunciar los crímenes. Fue un cura quien me indicó los caminos más seguros para el asilo político. Algunas de las personas que ayudé a saltar un muro terminaron en Francia, Alemania, Suecia, Canadá o los países escandinavos, que recibieron centenares de refugiados chilenos. Una vez lanzada en esa dirección fue imposible retroceder, porque un caso llevaba a otro y a otro más, y así me comprometí en actividades clandestinas, escondiendo o transportando gente, pasando información que otros conseguían sobre los torturados o los desaparecidos y cuyo destino final era Alemania, donde se publicaba, y grabando entrevistas con víctimas para llevar un registro de lo que sucedía en Chile, tarea que varios periodistas asumieron en esos tiempos. No sospechaba entonces que ocho años más tarde usaría ese material para escribir dos novelas. Al principio no medí el peligro y actuaba en pleno día, en el bullicio del centro de Santiago, en un verano caliente y un otoño dorado; no fue hasta mediados de 1974 cuando me di cuenta de los riesgos. Sabía tan poco sobre los mecanismos del terror, que tardé mucho en percibir los signos premonitorios; nada indicaba que existiera un mundo paralelo en las sombras, una cruel dimensión de la realidad. Me sentía invulnerable. Mis motivaciones no eran heroicas, ni mucho menos, sólo compasión por esa gente desesperada y, debo admitirlo, una atracción irresistible por la aventura. En los
momentos de mayor peligro recordaba el consejo del tío Ramón en la noche de mi primera fiesta: acuérdate que los demás tienen más miedo que tú…
En esa época de incertidumbre se reveló el verdadero rostro de las personas; los dirigentes políticos más combativos fueron los primeros en sumirse en el silencio o escapar del país, en cambio otra gente que había llevado existencias sin bulla, demostraron un extraordinario valor. Tenía un buen amigo, psicólogo sin trabajo que se ganaba la vida como fotógrafo en la revista, un hombre suave y algo ingenuo con quien compartíamos domingos familiares con los niños y a quien jamás antes había oído hablar de política.
Yo lo llamaba Francisco, aunque su nombre era otro, y nueve años después me sirvió de modelo para el protagonista de De amor y de sombra. Estaba relacionado con grupos religiosos porque su hermano era sacerdote–obrero y a través de él se enteró de las atrocidades que se cometían en el país; varias veces se expuso por ayudar a otros. En paseos secretos al Cerro San Cristóbal, donde pensábamos que nadie podía oírnos, me contaba las noticias. En algunas ocasiones colaboré con él y en otras debí actuar sola. Había diseñado un sistema bastante torpe para el primer encuentro, que por lo general era el único: nos poníamos de acuerdo en la hora, yo pasaba muy lentamente en torno a la Plaza Italia en mi inconfundible vehículo, captaba una breve seña, me detenía un instante y alguien subía rápidamente al automóvil. Nunca supe los nombres ni las historias que ocultaban esos pálidos semblantes y esas manos temblorosas, porque la consigna era intercambiar el mínimo de palabras, me quedaba con un beso en la mejilla y las gracias murmuradas a media voz y no volvía a saber más de esa persona. Cuando había niños era más difícil. Supe de un bebé que introdujeron a una Embajada a reunirse con sus padres, dopado con un somnífero y escondido al fondo de un canasto con lechugas para burlar la vigilancia de la puerta.
Michael conocía mis actividades y nunca se opuso, aunque se tratara de ocultar a alguien en la casa. Serenamente me advertía los riesgos, algo extrañado porque a mí me caían tantos casos en las manos, mientras que él rara vez se enteraba de algo. No lo sé, supongo que mi condición de periodista tuvo que ver con eso, andaba en la calle hablando con la gente, en cambio él circulaba entre empresarios, la casta que más se benefició durante la dictadura. Me presenté una vez al restaurante donde él almorzaba a diario con los socios de la compañía constructora, a explicarles que gastaban en una sola comida lo suficiente para alimentar veinte niños del comedor de los curas durante un mes, y les pedí que un día a la semana comieran un sandwich en la oficina y me dieran el dinero ahorrado. Un asombro glacial acogió mis palabras hasta el mozo se detuvo petrificado con la bandeja en la mano, y todos los ojos se volvieron hacia Michael, supongo que se preguntaban qué clase de hombre era ése, incapaz de controlar la insolencia de su mujer. El director de la empresa se quitó los lentes, los limpió lentamente con su pañuelo y luego me escribió un cheque por diez veces la cantidad que le había pedido. Michael no volvió a almorzar con ellos y con ese gesto dejó clara su posición. Para él, criado en la rigidez de los sentimientos más nobles, resultaba difícil creer las historias de espanto que yo le contaba o imaginar que podíamos perecer todos, incluso los niños, si cualquiera de esos infelices que pasaban por nuestras vidas era detenido y confesaba en la tortura haber estado bajo nuestro techo. Nos llegaban rumores espeluznantes, pero mediante un misterioso mecanismo de la mente, que a veces se niega a ver lo obvio los descartábamos como exageraciones, hasta que ya no fue posible seguir negándolos. Por las noches solíamos despertar sudando por que un carro se detenía en la calle durante el
toque de queda, o porque sonaba el teléfono y nadie replicaba, pero a la mañana siguiente salía el sol, venían los niños y el perro a nuestra cama, preparábamos café y la vida empezaba de nuevo como si todo fuera normal. Pasaron meses antes que las evidencias fueran irrefutables y el miedo terminara por paralizarnos. ¿Cómo pudo cambiar todo tan súbita y totalmente? ¿Cómo se distorsionó la realidad de esa manera? Todos fuimos cómplices, la sociedad entera enloqueció. El Diablo en el espejo… A veces, cuando estaba sola en algún lugar secreto del Cerro San Cristóbal con algo de tiempo para pensar, volvía a ver el agua negra de los espejos de mi niñez donde Satanás aparecía de noche, y al inclinarme sobre el cristal comprobaba aterrada que el Mal tenía mi propio rostro.
No estaba limpia, nadie lo estaba, dentro de cada uno de nosotros había un monstruo agazapado, todos teníamos un lado oscuro malvado. Dadas las condiciones ¿podría yo también torturar y matar? Digamos, por ejemplo, que alguien le hiciera daño a mis hijos… ¿de cuánta crueldad sería capaz en ese caso? Los demonios habían escapado de los espejos y andaban sueltos por el mundo.
A finales del año siguiente, cuando el país estaba completamente sometido, se puso en práctica un sistema de capitalismo puro que principalmente favorecía a los empresarios, porque los trabajadores habían perdido sus derechos, y que sólo pudo implantarse mediante el empleo de la fuerza. No se trataba de la ley de oferta y demanda, como decían los jóvenes ideólogos de derecha, puesto que la fuerza laboral estaba reprimida y a merced de los patrones. Se terminaron las previsiones sociales que el pueblo había conseguido décadas antes, se abolió el derecho a reunión y a huelga, los dirigentes obreros desaparecían o eran asesinados. Las empresas, lanzadas en una carrera de competencia despiadada, exigían de sus trabajadores el máximo rendimiento por el mínimo de sueldo. Había tanta gente cesante haciendo cola frente a las puertas de las industrias para solicitar empleo, que se conseguía mano de obra a niveles de esclavitud. Nadie se atrevía a protestar porque en el mejor de los casos perdía el puesto, pero también podía ser acusado de comunista o de subversivo y terminar en una celda de tortura de la policía política. Se creó un aparente milagro económico a un gran costo social, no se había visto en Chile tanta exhibición desvergonzada de riqueza, ni tanta gente sobreviviendo en extrema pobreza.
Michael, como gerente administrativo, tuvo que despedir a cientos de obreros, los llamaba a su oficina por lista para anunciarles que a partir del día siguiente no se presentaran al trabajo y explicarles que, de acuerdo a los nuevos reglamentos, habían perdido el derecho de cobrar desahucio. Sabía que cada uno de esos hombres tenía familia y le sería imposible conseguir otro empleo, ese despido equivalía a una sentencia irrevocable de miseria.
Volvía a casa desmoralizado y triste, en pocos meses se encogió de hombros y se le llenó la cabeza de canas. Un día reunió a los socios de la empresa para decirles que las cosas estaban llegando a límites obscenos, que sus capataces ganaban el equivalente a tres litros de leche al día. Le contestaron con una risotada que no importaba porque «de todos modos esa gente no toma leche». Para entonces yo había perdido mi puesto en las dos revistas y grababa mi programa vigilada por un guardia con ametralladora en el estudio. No sólo la censura me impedía trabajar, pronto caí en cuenta que a la dictadura le convenía que alguien de la familia Allende hiciera humor por televisión, qué mejor prueba de normalidad en el país. Renuncié. Me sentía observada, el miedo me hacía pasar las
noches en blanco, se me cubrió la piel de ronchas que rascaba hasta sangrar. Muchos de mis amigos partieron al extranjero, algunos desaparecieron y nadie volvió a mencionarlos, como si nunca hubieran existido. Una tarde me visitó un dibujante, a quien no había visto en meses, y a solas conmigo se quitó la camisa para mostrarme las cicatrices aún frescas. Le habían tallado a cuchillo en la espalda la A de Allende. Desde Argentina mi madre me imploraba que tuviera cuidado y no hiciera bulla para no provocar una desgracia. No podía olvidar las profecías de María Teresa Juárez, la vidente, y pensaba que tal como había ocurrido el baño de sangre anunciado por ella, también podía cumplirse esa condena de inmovilidad o parálisis que me había pronosticado. ¿No se trataría de años en prisión? Empecé a contemplar la posibilidad de irme de Chile, pero no me atreví a manifestarla en alta voz, porque me parecía que al ponerla en palabras podía echar a andar los engranajes de una máquina implacable de muerte y destrucción.
Iba a menudo a vagar por los senderos del Cerro San Cristóbal, los mismos que muchos años antes recorría en los picnics familiares, me escondía entre los árboles para gritar con un dolor de lanzazo en el pecho; otras veces ponía una merienda y una botella de vino en un canasto y partía cerro arriba con Francisco, quien trataba inútilmente de ayudarme con sus conocimientos de psicólogo. Sólo con él podía hablar de mis actividades clandestinas, mis temores y los deseos inconfesables de escapar. Estás loca, replicaba, cualquier cosa es mejor que el exilio ¿cómo vas a dejar tu casa, tus amigos, tu patria?
Mis hijos y la Granny fueron los primeros en darse cuenta de mi estado de ánimo. Paula, quien entonces era una niña sabia de once años, y Nicolás, que tenía tres menos, comprendieron que a su alrededor cundía el miedo y la pobreza como un reguero incontenible. Se tornaron silenciosos y prudentes. Se enteraron que el marido de una maestra del colegio, un escultor que antes del Golpe Militar hizo un busto de Salvador Allende, fue detenido por tres hombres sin identificación que entraron a su taller a rompe y raja y se lo llevaron. Se desconocía su paradero y su mujer no se atrevía a mencionar aquella desgracia para no perder su empleo, era la época en que todavía se pensaba que si una persona desaparecía seguro era culpable. No sé cómo lo supieron mis hijos y esa noche hablaron conmigo. Habían ido a visitar a la maestra, que vivía a pocas cuadras de nuestra casa, y la encontraron arropada en chales y a oscuras, porque no podía pagar las cuentas de electricidad ni comprar parafina para las estufas, apenas le alcanzaba el sueldo para alimentar a sus tres hijos y había tenido que retirarlos de la escuela. Queremos darles nuestras bicicletas porque no tienen plata para el bus, me notificó Paula. Así lo hicieron y desde ese día sus tráficos misteriosos aumentaron, ya no sólo escondía botellas de su abuela y llevaba regalos a los ancianos de la residencia geriátrica, también acarreaba en su bolsón tarros de conserva y paquetes de arroz para la maestra. Meses más tarde, cuando el escultor regresó a su casa después de sobrevivir tortura y prisión, fabricó en hierro y bronce un Cristo en la Cruz y se lo regaló a los niños.
Desde entonces Nicolás lo tiene siempre colgado en la pared junto a su cama.
Mis hijos nada repetían de lo que se hablaba en familia, tampoco mencionaban los desconocidos que a veces pasaban por la casa.
Nicolás comenzó a mojar la cama por la noche, despertaba avergonzado, venía cabizbajo a mi pieza y me abrazaba, temblando.
Debíamos prodigarle más cariño que nunca, pero Michael andaba agobiado por los
problemas de sus obreros y yo vivía corriendo de un trabajo a otro, visitando poblaciones de pobres, escondiendo gente y con los nervios en ascuas; creo que ninguno de los dos pudimos ofrecer a los niños la seguridad o el consuelo que necesitaban. Entretanto a la Granny la desgarraban fuerzas opuestas, por un lado su marido celebraba la fanfarria de la dictadura y por otro nosotros le contábamos de la represión, su inquietud se transformó en pánico, su pequeño mundo estaba amenazado por fuerzas de huracán. Ten cuidado, me decía a cada rato sin saber ni ella misma a qué se refería, porque su mente se negaba a aceptar los peligros que su corazón de abuela le advertía. Su existencia entera giraba en torno a esos dos nietos.
Mentiras, son todas mentiras del comunismo soviético para desprestigiar a Chile, le decía mi suegro cuando ella se refería a los funestos rumores que infectaban el aire. Tal como hicieron mis hijos, se acostumbró a callar sus dudas y evitar comentarios que pudieran atraer la desgracia.
Un año después del Golpe la Junta Militar hizo asesinar en Buenos Aires al General Prats porque creyó que desde allá el antiguo Jefe de las Fuerzas Armadas podía encabezar una rebelión de militares democráticos. También se temía que Prats publicara sus memorias revelando la traición de los generales; para entonces se había difundido la versión oficial de los acontecimientos del 11 de septiembre, justificando los hechos y exaltando hasta el heroísmo la imagen de Pinochet. Mensajes por teléfono y notas anónimas le habían advertido al General Prats que su vida estaba en peligro.
El tío Ramón, de quien se sospechaba que guardaba copia de las memorias del General, también fue amenazado en los mismos días, pero en el fondo no lo creyó. Prats, en cambio, conocía bien los métodos de sus colegas y sabía que en Argentina empezaban a actuar los escuadrones de la muerte, que mantenían con la dictadura chilena un horrendo tráfico de cuerpos, prisioneros y documentos de identidad de los desaparecidos. Trató en vano de conseguir un pasaporte para abandonar ese país e irse. A Europa; el tío Ramón habló con el Embajador de Chile, antiguo funcionario que había sido su amigo por muchos años, para rogarle que ayudara al General desterrado, pero lo enredaron en promesas que nunca se cumplieron.
Poco antes de la medianoche del 29 de septiembre de 1974 explotó una bomba en el automóvil de los Prats al llegar a su casa después de cenar con mis padres. La fuerza de la explosión lanzó trozos de metal ardiente a cien metros de distancia, desmembró al General y mató a su esposa en una hoguera de infierno. Minutos después se congregaron en el sitio de la tragedia periodistas chilenos que acudieron antes que la policía argentina, como si hubieran estado esperando el atentado a la vuelta de la esquina.
El tío Ramón me llamó a las dos de la madrugada para pedirme que avisara a las hijas de los Prats y anunciarme que había salido de su casa con mi madre y estaban escondidos en un lugar secreto. Al día siguiente tomé un avión rumbo a Buenos Aires en una extraña misión a ciegas, porque no sabía siquiera dónde ubicarlos. En el aeropuerto me salió al encuentro un hombre muy alto, me tomó de un brazo y me llevó casi a la rastra hacia un coche negro que aguardaba en la puerta. No temas, soy un amigo, me dijo en un español con fuerte acento alemán, y había tanta bondad en sus ojos azules, que le creí. Era un checoslovaco, representante de las Naciones Unidas, que estaba gestionando la forma de conducir a mis padres a terreno más seguro, donde el largo brazo del terror no los alcanzara. Me llevó a verlos a un apartamento del centro de la ciudad, donde los encontré
serenos organizándose para escapar.
Mira de lo que son capaces esos asesinos, hija, tienes que salir de Chile, me rogó una vez más mi madre. No tuvimos mucho tiempo para estar juntos, apenas alcanzaron a contarme lo ocurrido y darme sus disposiciones, ese mismo día el amigo checo logró sacarlos del país. Nos despedimos con un abrazo desesperado, sin saber si nos volveríamos a ver. Sigue escribiéndome todos los días y guarda las cartas hasta que exista una dirección donde enviármelas, dijo mi madre en el último instante. Protegida por el hombre alto de los ojos compasivos permanecí en esa ciudad para embalar muebles, pagar cuentas, devolver el apartamento que mis padres habían alquilado y obtener permisos para llevarme la perra suiza, a quien la bomba que estalló en la Embajada había dejado medio lunática. Ese animal acabó convertido en la única compañía de la Granny, cuando todos los demás tuvimos que abandonarla.
Pocos días más tarde en Santiago, en la residencia del Comandante en Jefe donde vivieron los Prats hasta que debieron renunciar al cargo, la mujer de Pinochet vio al General Prats a plena luz de día sentado a la mesa en el comedor, de espaldas a la ventana, iluminado por un sol tímido de primavera. Pasado el primer sobresalto, comprendió que era una visión de la mala conciencia y no le dio mayor importancia, pero en las semanas siguientes el fantasma del amigo traicionado volvió muchas veces, aparecía de cuerpo entero en los salones, bajaba pisando fuerte por la escalera y se asomaba por las puertas, hasta que su obstinada presencia se hizo intolerable. Pinochet hizo construir un gigantesco búnker rodeado por un muro de fortaleza capaz de protegerlo de sus enemigos vivos y muertos, pero los encargados de su seguridad descubrieron que era un blanco fácil para bombardearlo desde el aire. Entonces hizo reforzar los muros y blindar las ventanas de la casa embrujada, duplicó los guardias armados, instaló nidos de ametralladora a su alrededor y cerró la calle para que nadie pudiera acercarse. No sé cómo se las arregla el General Prats para burlar tanta vigilancia…
A mediados de 1975 la represión se había perfeccionado y yo caí víctima de mi propio terror. Temía usar el teléfono, censuraba las cartas a mi madre por si las abrían en el correo y medía mis comentarios incluso en el seno de la familia. Amigos relacionados con los militares me habían advertido que mi nombre figuraba en las listas negras y poco después recibimos dos amenazas de muerte por teléfono. Sabía de gente dedicada a molestar por el gusto de sembrar pánico y tal vez no habría prestado oídos a esas voces anónimas, pero después de lo ocurrido a los Prats y la milagrosa escapada de mis padres, no me sentía segura. Una tarde de invierno fuimos con Michael y los niños al aeropuerto a despedir a unos amigos que, como tantos otros, habían optado por partir. Se habían enterado que en Australia ofrecían terrenos a los nuevos inmigrantes y decidieron tentar suerte como granjeros. Mirábamos el avión que partía, cuando una mujer desconocida se me acercó preguntando si yo era la de la televisión; insistía que la acompañara porque tenía algo que decirme en privado. Sin darme tiempo de reaccionar me jaló del brazo en dirección al baño y una vez a solas extrajo de su cartera un sobre y me lo puso en las manos.
— Entrega esto, es un asunto de vida o muerte. Tengo que irme en el próximo avión, mi contacto no apareció y no puedo esperar más — dijo. Me hizo repetir la dirección dos veces, para estar segura de que la había memorizado, y luego partió corriendo.
— ¿Quién era? — preguntó Michael cuando me vio salir del baño.
— No tengo idea. Me pidió que entregue esto, dijo que es muy importante. — ¿Qué es? ¿Por qué lo recibiste? Puede ser una trampa…
Todas esas preguntas y otras que se nos ocurrieron después nos dejaron buena parte de la noche sin dormir, no queríamos abrir el sobre porque era preferible no saber su contenido, no nos atrevíamos a llevarlo a la dirección que la mujer había indicado y tampoco podíamos destruirlo. En esas horas creo que Michael comprendió que yo no buscaba problemas, sino que éstos me salían al encuentro. Pudimos ver al fin cuánto se había distorsionado la realidad si un encargo tan sencillo como entregar una carta podía costarnos la vida y si el tema de la tortura y la muerte era parte de la conversación cotidiana, como algo plenamente aceptado. Al amanecer extendimos un mapa del mundo sobre la mesa del comedor para ver adónde ir. Para entonces la mitad de la población de América Latina vivía bajo una dictadura militar; con el pretexto de combatir al comunismo las Fuerzas Armadas de varios países se habían transformado en mercenarios de las clases privilegiadas y en instrumentos de represión para los más pobres. En la década siguiente los militares llevaron a cabo una guerra sin cuartel contra sus propios pueblos, murieron, desaparecieron y se exilaron millones de personas, no se había visto en el continente un movimiento tan vasto de masas humanas cruzando fronteras. Ese amanecer descubrimos con Michael que quedaban muy pocas democracias donde buscar refugio y que en varias de ellas, como México, Costa Rica o Colombia, ya no otorgaban visas para chilenos porque en el último año y medio habían emigrado demasiados. Apenas se levantó el toque de queda dejamos a los niños con la Granny, impartimos algunas instrucciones para el caso que no volviéramos, y fuimos a entregar el sobre a la dirección señalada. Tocamos el timbre de una casa vieja en una calle del centro, nos abrió un hombre vestido con bluyines y comprobamos con profundo alivio que llevaba un collarín de sacerdote.
Reconocimos su acento belga porque habíamos vivido en ese país.
Después que huyeron de Argentina, el tío Ramón y mi madre se encontraron sin un lugar donde establecerse y durante meses debieron aceptar la hospitalidad de amigos en el extranjero, sin un sitio donde desempacar definitivamente sus maletas. En eso mi madre se acordó del venezolano que había conocido en el hospital geriátrico de Rumania y siguiendo una corazonada buscó la tarjeta que había guardado todos esos años y lo llamó a Caracas para contarle en pocas palabras lo sucedido. Vente, chica, aquí hay espacio para todos, fue la respuesta inmediata de Valentín Hernández. Eso nos dio la idea de instalarnos en Venezuela, supusimos que era un país verde y generoso, donde contábamos con un amigo y podíamos quedarnos por un tiempo, hasta que cambiara la situación en Chile. Con Michael comenzamos a planear el viaje, debíamos alquilar la casa, vender los muebles y conseguir trabajo, pero todo se precipitó en menos de una semana. Ese miércoles los niños volvieron del colegio aterrorizados; unos desconocidos los habían agredido en la calle y después de amenazarlos les dieron un mensaje para mí: díganle a la puta de su madre que tiene los días contados.
Al día siguiente vi a mi abuelo por última vez. Lo recuerdo como siempre en el sillón que le compré muchos años atrás en un remate, con su melena de plata y su bastón de campesino en la mano. Cuando joven debe haber sido alto, porque cuando estaba sentado todavía lo parecía, pero con la edad se le deformaron los pilares del cuerpo y se desmoronó como un edificio con las fundaciones falladas. No pude despedirme de él, no
tuve valor para decirle que me iba, pero supongo que lo presintió.
— Tengo una inquietud desde hace mucho tiempo, Tata… ¿Alguna vez ha matado a un hombre?
— ¿Por qué me hace esa pregunta tan descabellada?
— Porque usted tiene mal carácter–insinué, pensando en el cuerpo del pescador de boca sobre la arena, en los tiempos remotos de mis ocho años.
— Nunca me ha visto empuñar un arma ¿verdad? Tengo buenas razones para desconfiar de ellas–dijo el viejo-. Cuando era joven me desperté una madrugada con un golpe en la ventana de mi cuarto. Salté de la cama, tomé mi revólver y todavía medio dormido, me asomé y apreté el gatillo. Me despertó el ruido del balazo y entonces caí en cuenta, espantado, que había disparado contra unos estudiantes que volvían de una fiesta. Uno de ellos había tocado la persiana con el paraguas. Gracias a Dios no lo maté, me libré por un pelo de asesinar a un inocente. Desde entonces las armas de caza están en el garaje. Hace muchos años que no las uso.
Era cierto. Colgando de un poste de su cama había unas boleadoras como las que usan los gauchos argentinos, dos bolas de piedra unidas por una larga tira de cuero, que él mantenía al alcance de la mano por si entraban a robar.
— ¿Nunca usó las boleadoras o un garrote para matar a alguien?
Alguno que lo ofendió o que le hizo daño a un miembro de su familia…
— No sé de qué diablos me está hablando, hija. Este país está lleno de asesinos, pero yo no soy uno de ellos.
Era la primera vez que se refería a la situación que vivíamos en Chile, hasta entonces se había limitado a escuchar en silencio y con los labios apretados las historias que yo le contaba. Se puso de pie con una sonajera de huesos y maldiciones, le costaba mucho caminar pero nadie se atrevía a mencionar en su presencia la posibilidad de una silla de ruedas, y me indicó que lo siguiera.
Nada había cambiado en esa habitación desde los tiempos en que murió mi abuela, los muebles negros en la misma disposición, el reloj de torre y el olor de los jabones ingleses que guardaba en su armario. Abrió su escritorio con una llave que siempre llevaba en el chaleco, buscó en uno de los cajones, sacó una antigua caja de galletas y me la pasó.
— Esto era de su abuela, ahora es suyo–dijo con la voz quebrada.
— Tengo que confesarle algo, Tata…
— Va a decirme que me robó el espejo de plata de la Memé…
— ¿Cómo supo que era yo?
— Porque la vi. Tengo el sueño liviano. Ya que tiene el espejo, bien puede quedarse con lo
demás. Es todo lo que hay de la Memé, pero no necesito esas cosas para recordarla y prefiero que estén en sus manos, porque cuando me muera no quiero que las tiren a la basura.
— No piense en la muerte, Tata.
— A mi edad no se piensa en otra cosa. Seguro moriré solo, como un perro. — Yo estaré con usted.
— Ojalá no se le olvide que me hizo una promesa. Si está pensando en irse a alguna parte, acuérdese que cuando llegue el momento tiene que ayudarme a morir con decencia.
— Me acuerdo, Tata, no se preocupe.
Al día siguiente me embarqué sola rumbo a Venezuela. No sabía que no volvería a ver a mi abuelo. Pasé las formalidades del aeropuerto con las reliquias de la Memé apretadas contra el pecho.
La caja de galletas contenía los restos de una corona de azahares de cera, unos guantes infantiles de gamuza color del tiempo y un manoseado libro de oraciones con tapas de nácar. También llevaba una bolsita de plástico con un puñado de tierra de nuestro jardín, con la idea de plantar un nomeolvides en otra parte. El funcionario que revisó mi pasaporte vio los timbres de entradas y salidas frecuentes a la Argentina y mi carnet de periodista, y como supongo que no encontró mi nombre en su lista, me dejó salir.
El avión se elevó a través de un colchón de nubes y minutos más tarde cruzaba los picos nevados de la cordillera de los Andes.
Esas cimas blancas asomadas entre nubes invernales fueron la última imagen que tuve de mi patria. Volveré, volveré, repetía como una oración.
Andrea, mi nieta, nació en el cuarto de la televisión, en uno de los primeros días calientes de primavera. El apartamento de Celia y Nicolás queda en un tercer piso sin ascensor; no es práctico en caso de una emergencia, por eso escogieron nuestra planta baja para traer a la criatura al mundo, una pieza grande con ventanales asomados a la terraza, donde transcurre la vida cotidiana; en días claros pueden verse tres puentes de la bahía y en la noche titilan al otro lado del agua las luces de Berkeley. Celia se ha adaptado tanto al estilo de California, que decidió aplicar la música del universo hasta las últimas consecuencias, saltándose el hospital y los médicos para dar a luz en familia. Los primeros síntomas comenzaron a medianoche, al amanecer Celia se encontró de súbito bañada en aguas amnióticas y poco después se trasladaron a nuestra casa. Los vi aparecer con el aire ofuscado de las víctimas de catástrofes naturales, en chancletas, con una gastada bolsa negra con sus pertenencias y cargando a Alejandro en pijama y todavía medio dormido. El chiquillo no sospechaba que dentro de pocas horas tendría que compartir su espacio con una hermana y terminaría para siempre su reinado totalitario de hijo y nieto único. Un par de horas más tarde llegó la matrona, una mujer joven, dispuesta a correr el riesgo de trabajar a domicilio, manejando una camioneta cargada con los equipos de su oficio, y vestida de caminante con pantalones cortos y zapatillas de gimnasia. Se integró tan bien a la rutina familiar, que al poco rato estaba en la cocina preparando desayuno
con Willie.
Entretanto Celia paseaba sin perder nunca la calma apoyada en Nicolás, respirando corto cuando el dolor la doblaba, y descansando cuando la criatura en su vientre le daba tregua. Mi nuera lleva en las venas canciones secretas que marcan el ritmo de sus pasos cuando camina, durante las contracciones jadeaba y se mecía como si escuchara por dentro una irresistible tamborera venezolana. Hacia el final me pareció que en algunos momentos empuñaba las manos y un ramalazo de terror pasaba por sus ojos, pero enseguida su marido encontraba su mirada, le susurraba algo en la clave privada de los esposos y ella aflojaba la tensión. Así pasó el tiempo, vertiginoso para mí y muy lento para ella, que soportó esa prueba sin un quejido, calmantes ni anestesia. Nicolás la sostuvo, mi humilde participación consistió en ofrecerle hielo picado y jugo de manzana, y la de Willie en entretener a Alejandro, mientras desde una distancia prudente la partera seguía los acontecimientos sin intervenir y yo recordaba mi propia experiencia cuando nació Nicolás, tan diferente a ésta. Desde el instante en que crucé el umbral del hospital perdí mi sentido de identidad y pasé a ser un paciente sin nombre, sólo un número. Me desnudaron, me entregaron una bata abierta en la espalda y me llevaron a un sitio aislado, donde fui sometida a algunas humillaciones adicionales y luego quedé sola. De vez en cuando alguien exploraba entre mis piernas, mi cuerpo se había convertido en una sola caverna palpitante y adolorida; pasé un día, una noche y buena parte del día siguiente en esa laboriosa tarea, cansada y medio muerta de miedo, hasta que finalmente me anunciaron que se acercaba el desenlace y me llevaron a un pabellón. De espaldas sobre una mesa metálica, con los huesos convertidos en ceniza y cegada por las luces, me abandoné al sufrimiento. Ya nada dependía de mí, el bebé braceaba por salir y mis caderas se abrían para ayudarlo sin intervención de mi voluntad. Todo lo aprendido en los manuales y en los cursos previos no me sirvió de nada. Hay un momento en que el viaje iniciado no puede detenerse, rodamos hacia una frontera, pasamos a través de una puerta misteriosa y amanecemos al otro lado, en otra vida. El niño entra al mundo y la madre a otro estado de conciencia, ninguno de los dos vuelve a ser el mismo. Con Nicolás me inicié en el universo femenino, la cesárea anterior me había privado de un rito único que sólo las hembras de los mamíferos comparten. El proceso alegre de engendrar un niño, la paciencia de gestarlo, la fortaleza para traerlo a la vida y el sentimiento de profundo asombro en que culmina, sólo puedo compararlo al de crear un libro. Los hijos, como los libros, son viajes al interior de una misma en los cuales el cuerpo, la mente y el alma cambian de dirección, se vuelven hacia el centro mismo de la existencia.
El clima de tranquila alegría que reinaba en nuestra casa cuando nació Andrea en nada se parecía a mi angustia en ese pabellón de maternidad veinticinco años atrás. A media tarde Celia hizo una señal, Nicolás la ayudó a subir a la cama y en menos de un minuto se materializaron en la habitación los aparatos e instrumentos que la matrona traía en su camioneta. Esa muchacha en pantalones cortos pareció envejecer de súbito, le cambió el tono de voz y milenios de experiencia femenina se reflejaron en su cara pecosa.
Lávese las manos y prepárese, que ahora le toca trabajar a usted, me dijo con un guiño. Celia se abrazó a su marido, apretó los dientes y empujó. Y entonces, en una oleada de sangre surgió una cabeza cubierta de pelo oscuro y un pequeño rostro aplastado y púrpura, que sostuve como un cáliz con una mano, mientras con la otra desprendía de un gesto rápido la cuerda azulada que envolvía el cuello. Con otro brutal empeño de la madre apareció el resto del cuerpo de mi nieta, un paquete ensangrentado y frágil, el más extraordinario regalo. Con un sollozo abismal sentí en el centro de mí misma la
experiencia sagrada de dar a luz, el esfuerzo, el dolor, el pánico y agradecí maravillada el valor heroico de mi nuera y el prodigio de su cuerpo sólido y su espíritu noble, hechos para la maternidad. A través de un velo me pareció ver a Nicolás emocionado, que tomaba a la criatura de mis manos para acomodarla sobre el regazo de su madre. Ella se irguió entre las almohadas, jadeando, mojada de sudor y transformada por una luz interior, indiferente por completo al resto de su cuerpo que seguía pulsando y sangrando, cerró los brazos en torno a su hija y, doblada sobre ella, le dio la bienvenida con una catarata de palabras dulces en un lenguaje recién inventado, besándola y olisqueándola como hacen todas las hembras, y se la puso al pecho en el gesto más antiguo de la humanidad. El tiempo se congeló en el cuarto y el sol se detuvo sobre las rosas de la terraza, el mundo retuvo el aliento para celebrar el prodigio de esa nueva vida. La matrona me pasó unas tijeras, corté el cordón umbilical y Andrea inició su destino separada de su madre. ¿De dónde viene esta pequeña? ¿Dónde estaba antes de germinar en el vientre de Celia? Tengo mil preguntas que hacerle, pero temo que cuando pueda contestarme ya habrá olvidado cómo era el cielo… Silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios.
Paula pasó un mes en la clínica de rehabilitación, terminaron de examinarla y medirla por dentro y por fuera y nos entregaron un informe demoledor. Michael vino de Chile y Ernesto también estaba aquí con un permiso especial de su trabajo. Consiguió que su oficina lo trasladara a Nueva York, al menos quedamos en el mismo país, a seis horas de distancia en caso de una emergencia y al alcance del teléfono cada vez que la tristeza nos derrote. No había estado con su mujer desde que la trajimos desde Madrid en aquel viaje de pesadilla y a pesar de que lo mantengo informado de cada detalle, le impresionó verla tan bella y tanto más ausente.
Este hombre es como algunos árboles que aguantan vientos huracanados inclinándose, pero sin quebrarse. Llegó con regalos para Paula, entró apurado a su pieza, la tomó en brazos y la besó murmurando cuánto la echaba de menos y qué bonita se había puesto, mientras ella miraba fijamente al frente con sus grandes ojos sin luz, como una muñeca. Después se recostó a su lado para mostrarle fotografías de su luna de miel y recordarle los tiempos felices del año pasado, por último ambos se durmieron, como una pareja normal a la hora de la siesta. Ruego para que encuentre una mujer sana, de alma bondadosa como Paula, y sea feliz lejos de aquí, no debe permanecer atado a una enferma por el resto de su vida; pero todavía no puedo hablarle de eso, es demasiado pronto. Médicos y terapeutas que trataron a Paula reunieron a la familia y dieron su veredicto: su nivel de conciencia es nulo, no hay signos de cambio en estas cuatro semanas, no pudieron establecer ninguna comunicación con ella y lo más realista es suponer que se irá deteriorando. No volverá a hablar ni tragar, nunca podrá moverse por voluntad propia, es muy difícil que llegue a reconocer a alguien, aseguraron que la rehabilitación es imposible pero los ejercicios son necesarios para mantenerla flexible. Por último recomendaron colocarla en una institución para enfermos de este tipo, porque requiere cuidados permanentes y no puede estar sola ni un minuto. Un silencio largo siguió a las últimas palabras del informe. Al otro lado de la mesa estaban Nicolás y Celia con los niños en brazos y Ernesto con la cabeza entre las manos.
— Es importante decidir qué se hará en caso de neumonía u otra infección grave. ¿Optarán por tratamiento agresivo? — preguntó uno de los médicos.
Ninguno de nosotros entendió sus palabras.
— Si le administran dosis masivas de antibióticos, o la colocan en Cuidados Intensivos cada vez que eso ocurra, podrá vivir muchos años. Si no recibe tratamiento, morirá antes — explicó.
Ernesto levantó la cara y nuestros ojos se encontraron. Miré también a Nicolás y a Celia y sin vacilar ni ponerse de acuerdo, los tres me hicieron un gesto.
— Paula no volverá a la Unidad de Cuidados Intensivos, tampoco la torturaremos con nuevas transfusiones de sangre, drogas o exámenes dolorosos. Si su estado es grave, estaremos a su lado para ayudarla a morir–dije, con una voz tan firme, que no pude reconocer como mía.
Michael salió de la sala descompuesto y pocos días más tarde regresó a Chile. En ese instante quedó claro que mi hija volvía a mi regazo y sería sólo yo quien tendría la responsabilidad de su vida y tomaría las decisiones en el momento de su muerte. Las dos juntas y solas, como el día de su nacimiento. Sentí una oleada de fuerza que me sacudió el cuerpo como un corrientazo y comprendí que las vicisitudes de mi largo camino fueron una feroz preparación para esta prueba. No estoy derrotada, todavía me queda mucho por hacer, la medicina occidental no es la única alternativa para estos casos, voy a golpear otras puertas y recurrir a otros medios, incluso los más improbables, para salvarla. Desde el principio tuve la idea de llevarla a casa, por eso durante el mes que estuvo en la clínica de rehabilitación me entrené en sus cuidados y en el uso de los aparatos de fisioterapia. En menos de tres días conseguí el equipo necesario, desde una cama eléctrica hasta una grúa para movilizarla, y contraté cuatro mujeres de Centroamérica para que me ayuden en turnos de día y de noche.
Entrevisté a quince postulantes y escogí las que me parecieron más cariñosas, porque ha terminado la etapa de la eficiencia y entramos a la del amor. Todas cargan con un pasado trágico, pero mantienen la frescura de una sonrisa maternal. Una de ellas tiene piernas y brazos marcados de navajazos; asesinaron a su marido en El Salvador y a ella la dejaron por muerta en un charco de sangre, con sus tres hijos pequeños. De algún modo logró arrastrarse hasta encontrar ayuda y poco después escapó del país, dejando a los niños con la abuela. Otra viene de Nicaragua, no ha visto a sus cinco hijos en muchos años, pero piensa traerlos uno a uno, trabaja y ahorra hasta el último centavo para reunirse con ellos algún día. El primer piso de la casa se convirtió en el reino de Paula, pero también sigue siendo el cuarto familiar, como lo era antes, donde están la televisión, la música y los juegos de los niños. En esa pieza nació Andrea hace apenas una semana y allí vivirá su tía por el tiempo que desee permanecer en este mundo.
Por los ventanales asoman los geranios del verano y las rosas plantadas en barriles, compañeras leales de muchas épocas de infortunio. Nicolás pintó las paredes de blanco, rodeamos la cama con fotografías de sus años felices, parientes y amigos, y pusimos sobre una repisa su muñeca de trapo. Resulta imposible disimular los enormes aparatos que necesita, pero al menos la habitación es más acogedora que los cuartos de hospital donde ha vivido los últimos meses. Esa mañana asoleada en que mi hija llegó en una ambulancia, la casa pareció abrirse alegremente para acogerla.
Durante la primera media hora todo fue actividad, ruido y afanes, pero de pronto ya no hubo más trajín, ella estaba instalada en su cama y las rutinas empezaban, la familia
partió a sus quehaceres, quedamos las dos solas y entonces percibí el silencio y la calma de la casa en reposo. Me senté a su lado y le tomé la mano. El tiempo se arrastraba muy lento, pasaron las horas y vi cambiar el color de la bahía y luego se fue el sol y empezó a caer la oscuridad tardía de junio. Una gata grande con manchas pardas, que no había visto antes, entró por el ventanal abierto, dio unas vueltas por la habitación reconociendo el terreno y luego se subió de un salto a la cama y se echó a los pies de Paula. A ella le gustan los gatos, tal vez la llamó con el pensamiento para que le haga compañía. La carrera apresurada de la existencia ha terminado para mí, he entrado en el ritmo de Paula, el tiempo está quieto en los relojes. Nada que hacer. Dispongo de días, semanas, años junto a la cama de mi hija, haciendo hora sin saber qué espero. Sé que nunca volverá a ser la de antes, su mente se ha ido quién sabe adónde, pero su cuerpo y su espíritu están aquí. La inteligencia era su rasgo más deslumbrante, su bondad se descubría a la segunda mirada, me cuesta imaginar que su cerebro privilegiado está reducido a un nubarrón en una radiografía, que desaparecieron para siempre su inclinación al estudio, su sentido del humor, su memoria para los detalles más pequeños. Es como una planta, dijeron los médicos. La gata puede seducirme para que le dé comida y la deje dormir sobre la cama, pero mi hija no me reconoce y no puede siquiera apretarme la mano para indicar algo. He tratado de enseñarle a parpadear, una vez para sí, dos para no, pero es tarea inútil. Al menos la tengo aquí conmigo, a salvo en esta casa, protegida por todos nosotros. Nadie volverá a invadirla con agujas y sondas, de ahora en adelante sólo recibirá caricias, música y flores. Mi tarea es mantener su cuerpo sano y evitarle dolores, así su espíritu tendrá paz para cumplir el resto de su misión en la tierra. Silencio. Sobran horas para hacer nada. Tomo conciencia de mi cuerpo, de mi respiración, de la forma como mi peso se distribuye en la silla, la columna me sostiene y los músculos obedecen mis deseos. Decido, voy a tomar agua y mi brazo se levanta y coge el vaso con la fuerza y velocidad exactas; bebo y siento los movimientos de la lengua y los labios, el sabor fresco en la boca, el líquido frío bajando por la garganta. Nada de eso puede hacer mi pobre hija, si desea beber no puede pedirlo, debe esperar que otro adivine su necesidad y acuda a echarle agua con una jeringa por el tubo insertado en su estómago. No siente el alivio de la sed satisfecha, sus labios están siempre secos, apenas puedo humedecerlos un poco, porque si los mojo el líquido puede irse a los pulmones. Detenidas, las dos detenidas en este brutal paréntesis. Mis amigas me recomendaron a la doctora Cheri Forrester que tiene experiencia en pacientes terminales y fama de compasiva; la llamé y tuve la sorpresa que había leído mis libros y estaba dispuesta a ver a Paula en la casa. Es una mujer joven de ojos oscuros y expresión intensa, que me saludó con un abrazo y escuchó con el corazón abierto el relato de lo ocurrido.
— ¿Qué quieres de mí? — me preguntó al final.
— Ayuda para mantener a Paula sana y cómoda; ayuda para el momento de su muerte, y ayuda para buscar otros recursos. Sé que los médicos no pueden hacer nada por ella, voy a intentar con medicina alternativa: santones, plantas, homeopatía, todo lo que pueda conseguir.
— Es lo mismo que haría yo si se tratara de mi hija, pero esos experimentos deben tener un límite. No puedes vivir de ilusiones y esas cosas aquí no son gratis. Paula puede permanecer en esta condición por muchos años, tienes que administrar bien tus fuerzas y recursos.
— ¿Cuánto tiempo?
— Digamos tres meses. Si en ese plazo no hay resultados apreciables, te quedas tranquila. — Está bien.
Ella me presentó al doctor Miki Shima, un pintoresco acupuntor japonés, a quien tengo reservado como personaje para una novela, si es que vuelvo a escribir ficción. Se corrió la voz y pronto empezó un desfile de curanderos ofreciendo sus servicios: uno que vende colchones magnéticos para la energía, un hipnotista que graba cuentos al revés y se los hace oír a Paula con audífonos, una santa de la India que encarna a la Madre Universal, un apache que combina la sabiduría de sus bisabuelos con el poder de los cristales y un astrólogo que ve el futuro, pero sus visiones son tan confusas que pueden interpretarse de maneras contradictorias. A todos escucho procurando no alterar la comodidad de Paula. También hice un peregrinaje donde un famoso psíquico en Oregón, un caballero con el pelo teñido en una oficina llena de animales de peluche, quien sin moverse de su casa pudo examinar a la enferma con su tercer ojo. Recomendó una combinación de polvos y gotas bastante complicada de administrar, pero Nicolás, que es muy escéptico para estas cosas, comparó la receta con un frasco de Centrum, multi vitamínico de uso corriente, y resultaron casi exactos. Ninguno de estos extraños doctores ha prometido devolver la salud a mi hija, pero tal vez puedan mejorar la calidad de sus días y lograr alguna forma de comunicación. Las cuidadoras me ofrecen también sus oraciones y remedios naturales; una de ellas consiguió agua bendita de una vertiente sagrada en México y se la administra con tanta fe, que tal vez suceda un milagro. El doctor Shima viene cada semana y nos levanta el ánimo, la revisa cuidadosamente, le pone sus delgadas agujas en las orejas y los pies y le receta homeopatía. A veces le acaricia el pelo como si fuera su hija y se le llenan los ojos de lágrimas, qué bonita es, me dice, si logramos mantenerla sana tal vez la ciencia descubra una manera de renovar las células dañadas y hasta de trasplantar cerebros ¿por qué no? Ni de vaina, doctor, le respondo, no le permitiré a nadie hacer experimentos de Frankenstein con Paula. Para mí trajo unas yerbas orientales cuya traducción exacta es «para la tristeza provocada por duelo o pérdida del amor» y supongo que gracias a ellas sigo funcionando con relativa normalidad. La doctora Forrester observa todo esto sin dar su opinión y cuenta los días en el calendario; tres meses, es todo, me recuerda en cada visita. También ella parece preocupada por mi salud, cree que estoy deprimida y agotada, y me ha recetado pastillas para dormir, advirtiéndome que no tome más de una porque pueden ser mortales.
Me hace bien escribir, a pesar de que a veces me cuesta hacerlo porque cada palabra es como una quemadura. Estas páginas son un viaje irrevocable por un largo túnel al cual no le veo salida, pero sé que debe haberla; imposible volver atrás, todo es cuestión de seguir avanzando paso a paso hasta el final. Escribo buscando una señal, esperando que Paula rompa su implacable silencio y me conteste sin voz en estas hojas amarillas, o tal vez lo hago sólo para sobreponerme al espanto y fijar las imágenes fugaces de la mala memoria. También me hace bien caminar. A media hora de la casa hay cerros y bosques tupidos donde voy a respirar profundo cuando me ahoga la angustia o me agobia el cansancio. El paisaje, verde, húmedo y algo sombrío, se parece al del sur de Chile, los mismos árboles centenarios, el aroma intenso de eucalipto, pino y menta salvaje, los riachuelos que en invierno se convierten en cascadas, gritos de pájaros y chillar de grillos. He descubierto un lugar solitario donde las copas vegetales forman una alta cúpula de catedral gótica y un hilo de agua se desliza con música propia entre las piedras. Allí me instalo escuchando el agua y el ritmo de la sangre en mis venas, tratando de respirar con calma y de volver a
los límites de mi propia piel, pero no encuentro paz, se atropellan en mi mente las premoniciones y los recuerdos. En los momentos más difíciles del pasado buscaba también la soledad de un bosque.
Desde el momento en que crucé la cordillera que marca la frontera de Chile, todo empezó a ir mal y fue empeorando en los años siguientes. No lo sabía aún, pero había comenzado a cumplirse la profecía de la vidente argentina: tendría por delante muchos años de inmovilidad. No sería entre los muros de una celda o en una silla de ruedas, como imaginamos con mi madre, sino en el aislamiento del exilio. Perecieron las raíces de un solo hachazo y tardaría seis años en desarrollar otras plantadas en la memoria y en los libros que escribiría. Durante ese largo tiempo la frustración y el silencio serían mi cárcel. La primera noche en Caracas, sentada sobre una cama ajena en un cuarto sin adornos, mientras por un ventanuco entraba el bullicio incansable de la calle, saqué la cuenta de lo perdido y adiviné un largo camino de obstáculos y soledades. El impacto de la llegada fue como haber caído en otro planeta; venía del invierno, el orden aterrador de la dictadura y la pobreza generalizada, y llegué a un país caliente y anárquico en plena bonanza petrolera, una sociedad saudita donde el despilfarro llegaba a límites absurdos: se importaban de Miami hasta el pan y los huevos del día porque resultaba más cómodo que producirlos. En el primer periódico que cayó en mis manos me enteré de la fiesta de cumpleaños, con orquesta y champaña, de un perro faldero perteneciente a una dama de la alta sociedad, a la cual asistieron otros canes con sus amos vestidos de gala. Para mí, criada en la sobriedad de la casa del Tata, era difícil creer tanto exhibicionismo, pero con el tiempo no sólo me acostumbré, sino que aprendí a celebrarlo. La disposición a la parranda, el sentido del presente y la visión optimista de los venezolanos, que al principio me espantaban, fueron después las mejores lecciones de esa época. Me costó muchos años entender las reglas de esa sociedad y descubrir la forma de deslizarme sin demasiado roce en el terreno incierto del exilio, pero cuando finalmente lo conseguí me sentí libre de las cargas que había llevado sobre los hombros en mi país. Perdí el temor al ridículo, a las sanciones sociales, a «bajar de nivel», como llamaba mi abuelo a la pobreza y a mi propia sangre caliente. La sensualidad dejó de ser un defecto que debía ocultar por señorío y la acepté como un ingrediente fundamental de mi temperamento y más tarde de mi escritura. En Venezuela me curé de algunas heridas antiguas y de rencores nuevos, dejé la piel y anduve en carne viva hasta que me salió otra más resistente, allí eduqué a mis hijos, adquirí una nuera y un yerno, escribí tres libros y terminé con mi matrimonio. Cuando pienso en los trece años que pasé en Caracas siento una mezcla de incredulidad y alegría. Cinco semanas después de mi llegada, cuando fue evidente que el regreso a Chile a corto plazo era imposible, Michael se embarcó con los niños, dejando la casa cerrada con nuestras pertenencias dentro porque no pudo alquilarla. Tanta gente abandonaba el país en ese tiempo, que era más conveniente comprar una propiedad a precio de ganga que pagar renta; por lo demás la nuestra era una cabaña rústica sin más valor que el sentimental. Mientras permaneció desocupada rompieron las ventanas y se robaron su contenido, pero no lo supimos hasta un año después y para entonces ya no nos importaba. Esas cinco semanas separada de mis hijos fueron una pesadilla, todavía recuerdo con claridad fotográfica las caras de Paula y Nicolás cuando bajaron del avión de la mano de su padre y los recibió el vaho caliente y húmedo de aquel verano eterno. Venían vestidos de lana, Paula traía su muñeca de trapo bajo el brazo y Nicolás el pesado Cristo de hierro regalo de su maestra, me pareció más pequeño y delgado, después supe que en mi ausencia se negaba a comer. Pocos meses más tarde la familia completa logró reunirse gracias a las visas obtenidas con ayuda de Valentín Hernández, que no había olvidado la promesa hecha a mi madre en el hospital de Rumania. Mis padres se
instalaron dos pisos más arriba en el mismo edificio nuestro, y después de engorrosas gestiones mi hermano Pancho pudo salir con los suyos de Moscú rumbo a Venezuela.
También Juan llegó con intención de quedarse, pero no pudo resistir el calor y el bochinche y se las arregló para partir a los Estados Unidos con una beca de estudiante. En Chile quedó la Granny agobiada por la soledad y la pena, de la noche a la mañana había perdido a los nietos que había criado y se encontró con la vida vacía, cuidando a un viejo que pasaba los días en cama frente a la televisión y a la neurótica perra suiza heredada de mi madre.
Empezó a beber cada vez más y como ya no estaban los niños ante quienes guardar las apariencias, no se preocupaba de ocultarlo.
Las botellas se acumulaban por los rincones, mientras su marido fingía no verlas, dejó prácticamente de comer y de dormir, pasaba las noches en vela con un vaso en la mano, balanceándose sin consuelo en la silla mecedora donde por años hizo dormir a los nietos en sus brazos. Los gusanos de la tristeza la fueron carcomiendo por dentro, perdió el color aguamarina de sus ojos y el pelo se le caía a mechones, su piel se volvió gruesa y agrietada, como la de una tortuga, dejó de bañarse y vestirse, andaba en bata y chancletas, secándose las lágrimas con las mangas. Un par de años más tarde la hermana de Michael, que vivía en el Uruguay, se llevó a sus padres con ella, pero ya era tarde para salvar a la Granny.
Caracas en 1975 era alegre y caótica, una de las ciudades más caras del mundo. Brotaban por todas partes edificios nuevos y anchas autopistas, el comercio exhibía un derroche de lujos, en cada esquina había bares, bancos, restaurantes y hoteles para amores clandestinos y las calles estaban permanentemente atochadas por millares de vehículos de último modelo que no podían moverse en el desorden del tráfico, nadie respetaba los semáforos, pero se detenían en la autopista para que cruzara un peatón distraído. El dinero parecía crecer en los árboles, los fajos de billetes pasaban de mano en mano a tal velocidad que no había tiempo para contarlos; los hombres mantenían a varias amantes, las mujeres iban los fines de semana de compras a Miami y los niños consideraban un viaje anual a Disneyworld como un derecho natural.
Sin dinero nada se podía hacer, como comprobé a los pocos días, cuando fui al banco a cambiar los dólares comprados en Chile en el mercado negro y descubrí horrorizada que la mitad eran falsos.
Había barrios marginales donde la gente vivía miserablemente y regiones donde el agua contaminada todavía diezmaba igual que en la época de la Colonia, pero en la euforia de la riqueza fácil nadie se acordaba de eso. El poder político se distribuía a lo amigo entre los dos partidos más poderosos, la izquierda había sido anulada y la guerrilla de los años sesenta, que llegó a ser una de las más organizadas del continente, derrotada. Viniendo de Chile, era refrescante comprobar que nadie hablaba de política ni de enfermedades. Los hombres, alardeando de poder y virilidad, ostentaban cadenas y anillos de oro, hablaban a gritos y bromeaban, siempre con el ojo puesto en las mujeres. A su lado los discretos chilenos con sus voces atipladas y su lenguaje cargado de diminutivos parecían alfeñiques. Las mujeres más hermosas del planeta, producto espléndido de la combinación de muchas razas, se desplazaban con ritmo de salsa en las caderas exhibiendo cuerpos exuberantes y ganando todos los concursos internacionales de belleza. El aire vibraba,
cualquier pretexto era bueno para cantar, las radios atronaban en el vecindario, en los automóviles, en todas partes. Tambores, cuatros, guitarras, canto y baile, el país estaba enfiestado en la parranda del petróleo. Inmigrantes de los cuatro puntos cardinales llegaban a esa tierra buscando fortuna, más que nada colombianos, que cruzaban la frontera por millones para ganarse la vida en empleos que nadie más deseaba.
Los extranjeros eran aceptados de mal talante al principio, pero pronto la generosidad natural de ese pueblo les abría las puertas.
Los más odiados eran los del Cono Sur, como llamaban a argentinos, uruguayos y chilenos, porque en su mayoría se trataba de refugiados políticos, intelectuales, técnicos y profesionales que competían con los mandos medios venezolanos. Aprendí pronto que al emigrar se pierden las muletas que han servido de sostén hasta entonces, hay que comenzar desde cero, porque el pasado se borra de un plumazo y a nadie le importa de dónde uno viene o qué ha hecho antes. Conocí verdaderas eminencias en sus países que no lograron revalidar sus títulos profesionales y terminaron vendiendo seguros de puerta en puerta; también patanes que inventaban diplomas y jerarquías y de alguna manera conseguían colocarse en puestos altos, todo dependía de la audacia y las buenas conexiones. Todo se podía conseguir con un amigo o pagando la tarifa de la corrupción. Un profesional extranjero sólo podía obtener un contrato a través de un socio venezolano, que prestara su nombre y lo apadrinara, si no, no tenía la menor oportunidad.
El precio era cincuenta por ciento; uno hacía el trabajo y el otro ponía su firma y cobraba su porcentaje al principio, apenas se recibían los primeros pagos. A la semana de llegar surgió un empleo para Michael en el oriente del país, en una zona caliente que comenzaba a desarrollarse gracias al tesoro inacabable del suelo. Venezuela entera descansa en un mar de oro negro, donde clavan un pico sale un grueso chorro de petróleo, la riqueza natural es paradisíaca, hay regiones donde trozos de oro y brillantes en bruto yacen sobre la tierra como semillas. Todo crece en ese clima, a lo largo de las autopistas se ven los bananos y las piñas salvajes, basta tirar una pepa de mango al suelo para que surja un árbol a los pocos días; a la antena de acero de nuestra televisión le brotó una planta con flores.
La naturaleza se mantiene aún en la edad de la inocencia: playas tibias de arenas blancas y palmeras chasconas, montañas de cumbres nevadas donde aún andan perdidos los fantasmas de los Conquistadores, extensas sabanas lunares interceptadas de pronto por prodigiosos tepuys, altísimos cilindros de roca viva que parecen colocados allí por gigantes de otros planetas, selvas impenetrables habitadas por antiguas tribus que aún desconocen el uso de los metales. Todo se da a manos llenas en esa región encantada. A Michael le tocó parte del gigantesco proyecto de una de las represas más grandes del mundo en un verde y enmarañado territorio de culebras, sudor y crímenes. Los hombres se instalaban en campamentos provisorios, dejando a sus familias en las ciudades cercanas, pero mis posibilidades de encontrar trabajo por esos lados y de educar a los niños en buenos colegios eran nulas, de modo que nos quedamos en la capital y Michael venía a visitarnos cada seis o siete semanas. Vivíamos en un apartamento en el barrio más ruidoso y denso de la ciudad; para los niños, acostumbrados a caminar al colegio, pasear en bicicleta, jugar en su jardín y visitar a la Granny, eso era el infierno, no podían salir solos por el tráfico y la violencia de la calle, se aburrían encerrados entre cuatro paredes mirando televisión y me rogaban a diario que por favor volviéramos a Chile. No los ayudé a sobrellevar la angustia de esos primeros años, al contrario, mi mal humor enrarecía el aire
que respirábamos. No pude emplearme en ninguno de los trabajos que sabía hacer, de nada sirvió la experiencia ya ganada, las puertas estaban cerradas. Mandé centenares de solicitudes, me presenté a innumerables avisos del periódico y llené una montaña de formularios, sin que nadie contestara, todo quedaba colgado en el aire esperando una respuesta que nunca llegaba. No capté que allí la palabra «no» es de mala educación. Cuando me indicaban que volviera mañana, renacían mis esperanzas, sin comprender que la postergación era una manera amable de rechazo. De la pequeña celebridad que gocé en Chile con la televisión y mis reportajes feministas, pasé al anonimato y la humillación cotidiana de quienes buscan empleo.
Gracias a un amigo chileno pude publicar una columna semanal de humor en un periódico y la mantuve durante muchos años para tener un espacio en la prensa, pero lo hacía por amor al arte, el pago equivalía a la carrera en taxi para ir a dejar el artículo. Hice algunas traducciones, guiones de televisión y hasta una obra de teatro; algunos de esos trabajos me los pagaron a precio de oro y nunca vieron la luz, otros se usaron y no me los pagaron jamás.
Dos pisos más arriba el tío Ramón se vestía cada mañana con sus trajes de Embajador y salía también a solicitar trabajo, pero a diferencia de mí, él no se quejaba jamás. Su caída era más lamentable que la mía, porque venía de más arriba, había perdido mucho, era veinticinco años mayor y la dignidad le debe haber pesado el doble, sin embargo nunca lo vi deprimido. Los fines de semana organizaba paseos a la playa con los niños, verdaderos safaris que él enfrentaba decidido al volante del coche, sudando, con música caribeña en la radio, el chiste en los labios, rascándose las picadas de mosquitos y recordándonos que éramos inmensamente ricos, hasta que por fin podíamos remojarnos en ese tibio mar color turquesa, codo a codo con centenares de otros seres que habían tenido la misma idea. A veces algún miércoles bendito me escapaba a la costa y entonces podía gozar de la playa limpia y vacía, pero esas excursiones solitarias estaban llenas de riesgos. En esos tiempos de soledad y de impotencia necesitaba más que nunca el contacto con la naturaleza, la paz de un bosque, el silencio de una montaña o el arrullo del mar, pero las mujeres no debían ir solas ni al cine, mucho menos a un descampado, donde cualquier desgracia podía suceder. Me sentía prisionera en el apartamento y en mi propia piel, tal como se sentían mis hijos, pero al menos estábamos a salvo de la violencia de la dictadura, acogidos por los vastos espacios de Venezuela. Había encontrado un lugar seguro donde poner la tierra de mi jardín y plantar un nomeolvides, pero aún no lo sabía.
Aguardaba las raras visitas de Michael con impaciencia, pero cuando finalmente lo tenía al alcance de la mano sentía una inexplicable desilusión. Venía cansado por el trabajo y la vida de campamento, no era el hombre que yo había inventado en las noches sofocantes de Caracas. En los meses y años siguientes se nos terminaron las palabras, apenas lográbamos mantener conversaciones neutras, salpicadas de lugares comunes y frases de cortesía.
Sentía el impulso de cogerlo por la camisa y sacudirlo a gritos, pero me detenía el riguroso sentido de justicia aprendido en colegios ingleses y terminaba dándole la bienvenida con una ternura que surgía espontánea al verlo llegar, pero desaparecía a los pocos minutos. Ese hombre había pasado semanas metido en la selva para ganar el pan de la familia, había dejado Chile, sus amigos y la seguridad de su trabajo por seguirme a una aventura incierta, yo no tenía derecho a molestarlo con las impaciencias de mi corazón. Sería mucho más sano que ustedes se agarraran de las mechas como nosotros, me
aconsejaban mi madre y el tío Ramón, únicos confidentes de esa época, pero era imposible enfrentarse con aquel marido que no oponía resistencia; toda agresividad se hundía hasta desaparecer convertida en fastidio en la algodonosa textura de nuestra relación. Traté de convencerme que a pesar de las circunstancias difíciles nada de fondo había cambiado entre nosotros. No lo logré, pero en el intento engañé a Michael. Si hubiera hablado claro tal vez habríamos evitado el descalabro final, pero no tuve valor para hacerlo. Ardía de deseos e inquietudes insatisfechas, ésa fue una época de varios amoríos para distraer la soledad. Nadie me conocía, a nadie tenía que dar explicaciones. Buscaba alivio donde menos podía encontrarlo, porque en realidad no sirvo para la clandestinidad, soy muy torpe en las enmarañadas estrategias de la mentira, dejaba huellas por todas partes, pero la decencia de Michael le impedía imaginar la falsedad ajena. Me debatía en secretos y hervía de culpa, dividida entre el disgusto y la rabia contra mí misma y el rencor contra ese marido remoto que flotaba imperturbable en la niebla de la ignorancia, siempre amable y discreto, con su inalterable ecuanimidad, sin pedir nada y haciéndose servir con un aire distante y vagamente agradecido. Necesitaba un pretexto para romper de una vez por todas con ese matrimonio, pero él jamás me lo dio, por el contrario, en esos años aumentó su fama de santo a los ojos de los demás. Supongo que estaba tan absorto en su trabajo y tenía tanta necesidad de un hogar, que prefería no indagar sobre mis sentimientos o mis actividades; un abismo crecía bajo nuestros pies, pero no quiso ver las evidencias y siguió aferrado a sus ilusiones hasta el último momento, cuando todo se vino abajo con estrépito. Si algo sospechaba, tal vez lo atribuyó a una crisis existencial y decidió que se me pasaría sola, como fiebre de un día. No comprendí hasta muchos años más tarde que esa ceguera ante la realidad era el rasgo más fuerte de su carácter, siempre asumí la culpa completa del fracaso del amor: yo no era capaz de quererlo como aparentemente él me quería a mí. No me preguntaba si ese hombre merecía más dedicación, sólo me preguntaba por qué yo no podía dársela. Nuestros caminos divergían, yo estaba cambiando y me alejaba sin poder evitarlo.
Mientras él trabajaba en el verdor exuberante y la caliente humedad de un territorio salvaje, yo me estrellaba como rata enloquecida contra las paredes de cemento del apartamento en Caracas, siempre mirando hacia el sur y contando los días para el regreso. Nunca imaginé que la dictadura duraría diecisiete años.
El hombre del cual me enamoré en 1978 era músico, un refugiado político más entre los miles provenientes del sur que llegaron a Caracas en la década del setenta. Había escapado de los escuadrones de la muerte, dejando atrás en Buenos Aires una mujer y dos hijos, mientras él buscaba donde instalarse y trabajar, con una flauta y una guitarra como únicas cartas de presentación.
Supongo que ese amor que compartimos le cayó encima por casualidad, cuando menos lo deseaba y menos le convenía, tal como me sucedió a mí. Un productor de teatro chileno que aterrizó en Caracas buscando fortuna, como tantos atraídos por la bonanza petrolera, se puso en contacto conmigo y me pidió que escribiera una comedia con un tema local. Era una oportunidad que no podía dejar escapar, estaba sin trabajo y bastante desesperada porque mis escasos ahorros se habían esfumado. Se necesitaba un compositor con experiencia en ese tipo de espectáculo para crear las canciones y no sé por qué el empresario prefirió a uno del sur, en vez de contratar a cualquiera de los excelentes músicos venezolanos. Así conocí junto a un empolvado piano de cola a quien sería mi amante. Poco recuerdo de ese primer día, no me sentí cómoda con aquel argentino arrogante y de mal carácter, pero me impresionó su talento, podía interpretar
sin el menor esfuerzo mis vagas ideas en frases musicales precisas y tocar cualquier instrumento de oído. Para mí, que no soy capaz de cantar «Cumpleaños Feliz», el hombre resultaba un genio. Era delgado y tenso como un torero, con una barba de mago bien recortada, irónico y agresivo. Se encontraba tan solo y perdido en Caracas como yo, supongo que esas circunstancias nos unieron.
Pocos días después fuimos a un parque a revisar sus canciones lejos de oídos indiscretos, él llevó su guitarra y yo un cuaderno y una canasta de picnic. Ésa y otras extensas sesiones musicales resultaron inútiles, porque el productor se hizo humo de la noche a la mañana, dejando el teatro contratado y nueve personas comprometidas a quienes nunca les pagó. Algunos gastamos tiempo y esfuerzo, otros invirtieron dinero que desapareció sin dejar huella, al menos a mí me quedó una aventura memorable. En esa primera merienda al aire libre nos contamos el pasado, le hablé del Golpe Militar, él me puso al día sobre los horrores de la Guerra Sucia y las razones que tuvo para salir de su tierra, y al final me sorprendí defendiendo a Venezuela de sus ataques, que eran los mismos que hacía yo el día anterior. Si no te gusta este país, por qué no te vas, yo estoy agradecida de vivir con mi familia en esta democracia, al menos aquí no asesinan a la gente como en Chile o Argentina, le dije con una pasión desproporcionada. Se echó a reír, tomó la guitarra y empezó a tararear un tango burlón; me sentí como una provinciana, lo cual me pasaría muchas veces en nuestra relación. Era uno de esos intelectuales noctámbulos de Buenos Aires, parroquiano de antiguos mesones y cafeterías, amigo de teatreros, músicos y escritores, lector voraz, hombre peleador y de respuestas rápidas, había visto mundo y conocido gente famosa, un contrincante feroz que me sedujo con sus historias y su inteligencia, en cambio dudo que yo lo impresionara demasiado, a sus ojos era una inmigrante chilena de treinta y cinco años, vestida de hippie y con costumbres burguesas. La única vez que pude deslumbrarlo fue cuando le conté que el Che Guevara había cenado en la casa de mis padres en Ginebra, a partir de ese momento puso verdadero interés en mí. A lo largo de mi vida he descubierto que esa cena con el heroico guerrillero de la revolución cubana es un afrodisiaco irresistible para la mayoría de los hombres. A la semana comenzaron las lluvias del verano y los bucólicos encuentros en el parque se cambiaron por sesiones de trabajo en mi casa, donde había muy poca privacidad. Un día me invitó al apartamento donde vivía, uno de esos cuartos pobretones y ruidosos que se alquilan por semana.
Tomamos café, me mostró las fotografías de su familia, luego una canción llevó a otra y a otra más, hasta que terminamos tocando la flauta en cama. No es una de esas groseras metáforas que horrorizan a mi madre, realmente me ofreció un concierto con ese instrumento. Me enamoré como una adolescente. Al mes la situación era insostenible, me anunció que iba a divorciarse de su mujer, me presionó para que dejara todo y me fuera con él a España, donde ya estaban instalados con éxito otros artistas argentinos y podía encontrar amigos y trabajo. La rapidez con que tomó esas decisiones me pareció una prueba irrefutable de su amor por mí, pero después descubrí que era un Géminis algo inestable y que con la misma prontitud con que se disponía a huir conmigo a otro continente, podía cambiar de opinión y volver al punto de partida.
Si yo hubiera tenido algo más de astucia, o si al menos hubiera estudiado astrología cuando improvisaba el horóscopo de la revista en Chile, habría observado su carácter y actuado con más prudencia, pero tal como se dieron las cosas, caí de cabeza en un melodrama trivial que por poco me cuesta los hijos y hasta la vida. Andaba tan nerviosa que chocaba el automóvil a cada rato, en una ocasión me salté una luz roja, me estrellé
contra tres vehículos en marcha y el golpetazo me aturdió por varios minutos; desperté bastante maltrecha y rodeada de ataúdes; manos misericordiosas me habían transportado al local más cercano, que resultó ser una funeraria. En Caracas existía un código no escrito que reemplazaba las leyes del tránsito: al llegar a una esquina los conductores se miraban y en una fracción de segundo quedaba establecido quién pasaba primero. El sistema era justo y funcionaba mejor que los semáforos–no sé si ha cambiado, supongo que aún es así–pero había que estar atenta y saber interpretar la expresión de los demás. En el estado emocional en que me encontraba entonces, ésas y otras señales para circular por el mundo se me confundían. Entretanto el ambiente en mi casa parecía electrificado, los niños presentían que el piso se movía bajo sus pies y por primera vez empezaron a dar problemas. Paula, que siempre había sido una niña demasiado madura para su edad, sufrió las únicas pataletas de su vida, daba portazos y se encerraba a llorar por horas. Nicolás se portaba como un bandido en el colegio, sus notas eran un desastre y vivía lleno de vendajes, se caía, se cortaba, se partía la cabeza y se quebraba huesos con sospechosa frecuencia. En esa época descubrió el placer de disparar huevos con una honda a los apartamentos cercanos y a la gente que pasaba por la calle. Me negué a aceptar las acusaciones de los vecinos, a pesar de que consumíamos noventa huevos semanales y la pared del edificio del frente estaba cubierta por una gigantesca tortilla cocinada por el sol del trópico, hasta el día en que uno de los proyectiles aterrizó sobre la cabeza de un Senador de la República que pasaba bajo nuestras ventanas. Si el tío Ramón no interviene con su talento diplomático, tal vez nos habrían revocado las visas y expulsado del país. Mis padres, que sospechaban la causa de mis salidas nocturnas y mis ausencias prolongadas, me interrogaron hasta que acabé confesando mis amores ilegales. Mi madre me llevó aparte para recordarme que tenía dos hijos por quienes velar, hacerme ver los riesgos que corría y decirme que, a pesar de todo, contara con su ayuda en caso de necesidad. El tío Ramón también me llevó aparte para aconsejarme que fuera más discreta–no hay necesidad de casarse con los amantes–y cualquiera que fuese mi decisión, él estaría a mi lado.
Te vienes conmigo a España ahora o no nos vemos más, me amenazó el de la flauta entre dos apasionados acordes musicales, y como no pude decidirme empacó sus instrumentos y se fue. A las veinticuatro horas comenzaron sus telefonazos urgentes desde Madrid que me mantenían en ascuas durante el día y en vela buena parte de la noche. Entre los problemas de los niños, las reparaciones del automóvil y las perentorias exigencias amorosas perdí la cuenta de los días y cuando Michael llegó de visita me llevé una sorpresa.
Esa noche traté de hablar con mi marido para explicarle lo que estaba sucediendo, pero antes que alcanzara a mencionarlo me anunció un viaje a Europa por un asunto de negocios y me invitó a acompañarlo, mis padres cuidarían a los nietos por una semana. Hay que preservar la familia, los amantes pasan y se van sin dejar cicatrices, ándate con Michael a Europa, les hará mucho bien estar solos, me aconsejó mi madre. Jamás se debe admitir una infidelidad, aunque te sorprendan en la misma cama con otro, por que nunca te lo perdonarán, me advirtió el tío Ramón. Nos fuimos a París y mientras Michael hacía su trabajo, yo me sentaba en los cafetines de les Champs Élysées a pensar en la telenovela en que estaba sumida, torturada entre los recuerdos de aquellas calientes tardes de lluvias tropicales oyendo la flauta y los naturales aguijonazos de culpa, deseando que cayera un rayo del cielo y pusiera drástico fin a mis dudas. Los rostros de Paula y Nicolás se me aparecían en cada menor de edad que se me cruzaba por delante, de algo estaba segura: no podía separarme de mis hijos.
No tienes que hacerlo, tráelos contigo, me dijo la voz persuasiva del amante, que había averiguado el hotel donde estaba y me llamaba desde Madrid. Decidí que nunca me perdonaría si no le daba una oportunidad al amor, tal vez el último de mi existencia, porque me parecía que a los treinta y seis años estaba al borde de la decrepitud. Michael regresó a Venezuela y yo, pretextando la necesidad de estar sola por unos días, me fui en tren a España.
Esa luna de miel clandestina, caminando del brazo por calles de adoquines, cenando a la luz de un candil en viejos mesones, durmiendo abrazados y celebrando la suerte increíble de haber tropezado con ese amor único en el universo, duró exactamente tres días, hasta que Michael fue a buscarme. Lo vi llegar pálido y descompuesto, me abrazó y los muchos años de vida en común me cayeron encima como un manto ineludible. Comprendí que sentía un gran cariño por ese hombre discreto que me ofrecía un amor fiel y representaba la estabilidad y el hogar. Nuestra relación carecía de pasión, pero era armoniosa y segura, no tuve fuerzas para enfrentar un divorcio y producir más problemas a mis hijos, que ya tenían suficientes con su condición de inmigrantes. Me despedí de ese amor prohibido entre los árboles del parque del Retiro, que despertaba después de un largo invierno, y tomé el avión a Caracas. No importa lo que ha pasado, todo se arreglará, no volveremos a mencionar esto, dijo Michael y cumplió su palabra. En los meses siguientes quise hablar con él algunas veces, pero no fue posible, siempre terminábamos eludiendo el tema. Mi infidelidad quedó sin resolución, un sueño inconfesable suspendido como una nube sobre nuestras cabezas, y si no hubiera sido por las llamadas persistentes de Madrid la hubiera atribuido a otro invento de mi exaltada imaginación. En sus visitas a la casa Michael buscaba paz y descanso, necesitaba desesperadamente creer que nada había cambiado en su apacible existencia y que su mujer había superado por completo ese episodio de locura. En su mentalidad no cabía la traición, no entendía los matices de lo ocurrido, supuso que si yo había regresado con él era porque ya no amaba al otro, creyó que nuestra pareja podía volver a ser la de antes y que el silencio cicatrizaría las heridas. Sin embargo nada volvió a ser igual, algo se había roto y nunca podríamos repararlo. Me encerraba en el baño a llorar a gritos y él, desde el dormitorio, fingía leer el periódico para no tener que averiguar la causa del llanto. Tuve otro accidente serio en el automóvil, pero esta vez alcancé a darme cuenta una fracción de segundo antes del impacto, que había apretado a fondo el acelerador en vez del freno.
La Granny comenzó a morir el día en que se despidió de sus dos nietos y la agonía le duró tres largos años. Los médicos culparon al alcohol, dijeron que le había estallado el hígado, estaba hinchada y con la piel de un color tierno, pero en verdad se murió de pena. Llegó un momento en que perdió el sentido del tiempo y del espacio y le parecía que los días duraban dos horas y las noches no existían, se quedaba junto a la puerta esperando a los niños y no dormía porque escuchaba sus voces llamándola.
Descuidó la casa, cerró su cocina que no volvió a impregnar el barrio con su aroma de galletas de canela, dejó de limpiar los cuartos y de regar su jardín, languidecieron las dalias y se apestaron los árboles de ciruelas cargados de fruta enferma que ya nadie cosechaba. La perra suiza de mi madre, que ahora vivía con la Granny, también se echó en un rincón a morirse de a poco, como su nueva dueña. Mi suegro pasó ese invierno en cama cuidando un resfrío imaginario, porque no pudo enfrentar el miedo de quedarse sin su mujer y creyó que ignorando las evidencias podía cambiar la realidad. Los vecinos, que consideraban a la Granny como el hada madrina de la comunidad, se turnaban al principio
para darle compañía y mantenerla ocupada, pero luego comenzaron a evitarla.
Esa señora de ojos celestes, impecable en su vestido floreado de algodón, siempre afanada en las delicias de su cocina y con las puertas abiertas para los niños de los alrededores, se transformó rápidamente en una anciana despelucada que hablaba incoherencias y preguntaba a medio mundo si habían visto a sus nietos. Cuando ya no pudo ubicarse dentro de su propia casa y miraba a su marido como si no lo conociera, la hermana de Michael decidió intervenir.
Fue a visitar a sus padres y los encontró viviendo en una pocilga, nadie había limpiado en meses, acumulaban la basura y las botellas vacías, el estropicio había entrado definitivamente en la casa y en el alma de sus habitantes Comprendió espantada que la situación había llegado al límite, ya no se trataba de enjabonar los pisos, poner orden y contratar una persona para que cuidara a los viejos, como pensó al principio, sino de llevárselos con ella. Vendió algunos muebles, metió el resto en el desván, cerró la casa y se embarcó con sus padres hacia Montevideo. En el tumulto de última hora la perra salió sigilosamente y nadie volvió a verla más.
Antes de una semana nos avisaron a Caracas que la Granny había gastado sus últimas fuerzas, ya no podía levantarse y se encontraba en un hospital. Michael pasaba por un momento crítico de su trabajo, la selva estaba devorándose la obra en construcción, las lluvias y los ríos se habían llevado los diques y amanecían cocodrilos navegando en los huecos cavados para las fundaciones. Dejé a los niños de nuevo con mis padres y volé a despedirme de la Granny.
Uruguay en aquella época era un país en venta. Con el pretexto de eliminar a la guerrilla, la dictadura militar había establecido el calabozo, la tortura y las ejecuciones sumarias como un estilo de gobierno; desaparecieron y murieron millares de personas, casi un tercio de la población emigró escapando del horror de esos tiempos, mientras los militares y un puñado de sus colaboradores se enriquecían con los despojos. Los que partían no llevaban mucho consigo y estaban obligados a vender sus pertenencias, en cada cuadra surgían letreros de ventas y remates, en esos años era posible comprar propiedades, muebles, coches y obras de arte a precio de ganga, los coleccionistas del resto del continente acudían como pirañas a ese país en busca de antigüedades. El taxi me llevó del aeropuerto al hospital en un amanecer triste de agosto pleno invierno en el sur del mundo, pasando por calles vacías donde la mitad de las casas estaban deshabitadas. Dejé mi maleta en la portería, subí dos pisos y me encontré con un enfermero trasnochado, quien me condujo hacia el cuarto donde estaba la Granny. No la reconocí, en esos tres años se había transformado en un pequeño lagarto, pero entonces ella abrió los ojos y entre las nubes vislumbré un chispazo color turquesa y caí de rodillas su cama. Hola, mijita ¿cómo están mis niños? Murmuró y no alcanzó a oír la respuesta, porque una oleada de sangre la sumió en la inconsciencia y ya no despertó más. Me quedé a su lado esperando el día, escuchando el gorgoriteo de las mangueras que le succionaban el estómago y le echaban aire en los pulmones, repasando los años felices y los años trágicos que estuvimos juntas y agradeciéndole su cariño incondicional. Abandónese, Granny, ya no siga luchando ni sufriendo, por favor váyase pronto, le rogaba mientras acariciaba sus manos y besaba su frente afiebrada. Cuando salió el sol me acordé de Michael y lo llamé para decirle que tomara el primer avión y acudiera a acompañar a su padre y a su hermana, pues no debía estar ausente en ese trance.
La dulce Granny aguardó con paciencia hasta el otro día, para que su hijo alcanzara a verla con vida por unos minutos. Estábamos los dos junto a su cama cuando ella dejó de respirar. Michael salió a consolar a su hermana y yo me quedé para ayudar a la enfermera a lavar a mi suegra, devolviéndole en la muerte los infinitos cuidados que ella prodigó a mis hijos en vida, y mientras le pasaba una esponja húmeda por el cuerpo y le peinaba los cuatro pelos que le quedaban en el cráneo y la rociaba con agua de colonia y le ponía una camisa de dormir prestada por su hija, le contaba de Paula y de Nicolás, de nuestra vida en Caracas, de cómo la echaba de menos y cuánto la necesitaba en esa desafortunada etapa de mi vida en que nuestro hogar peligraba sacudido por vientos adversos. Al día siguiente dejamos a la Granny en un cementerio inglés, bajo una mata de jazmines, en el sitio preciso que ella hubiera escogido para descansar. Fui a despedirla por última vez con la familia de Michael y me sorprendió verlos sin lágrimas ni aspavientos, contenidos por esa delicada sobriedad de los anglosajones para enterrar a sus muertos. Alguien leyó las palabras rituales, pero no las oí, porque sólo escuchaba la voz de la Granny tarareando canciones de abuela. Cada uno puso una flor y un puñado de tierra sobre el ataúd, nos abrazamos en silencio y después nos retiramos lentamente. Ella quedó sola, soñando en ese jardín. Desde entonces cuando huelo jazmines viene la Granny a saludarme.
Al volver a la casa mi suegro fue a lavarse las manos mientras su hija preparaba el té. Poco después entró al comedor con su traje oscuro, peinado con gomina y un botón de rosa en la solapa, buenmozo y todavía joven, retiró la silla con los codos para no tocarla con los dedos y se sentó.
— ¿Dónde está mi young lady? — preguntó extrañado de no ver a su mujer.
— Ya no está con nosotros, papá–dijo su hija y todos nos miramos asustados.
— Dígale que el té está servido, la estamos esperando. Entonces nos dimos cuenta que el tiempo se había congelado para él y que aún no sabía que su mujer había muerto. Seguiría ignorándolo por el resto de su vida. Asistió al funeral distraídamente, como si fuera el sepelio de un pariente ajeno, y a partir de ese instante se encerró en sus recuerdos, bajó ante sus ojos una cortina de locura senil y no volvió a pisar la realidad. La única mujer que había amado permaneció para siempre a su lado joven y alegre, olvidó que había salido de Chile y perdido todas sus posesiones.
Durante los diez años siguientes, hasta que murió reducido al tamaño de un niño en un hogar para ancianos dementes, siguió convencido que se encontraba en su casa frente a la cancha de golf, que la Granny estaba en la cocina fabricando dulce de ciruelas y que esa noche dormirían juntos, como cada noche durante cuarenta y siete años.
Había llegado el momento de hablar con Michael sobre aquellas cosas calladas por tanto tiempo, no podía seguir instalado confortablemente en una fantasía, como su padre. En una tarde de llovizna salimos a caminar por la playa arropados con ponchos de lana y bufandas. No recuerdo en qué momento acepté por fin la idea que debía separarme de él, tal vez fue junto a la cama de la Granny al verla morir, o cuando nos retiramos del cementerio dejándola entre jazmines, o tal vez ya lo había decidido varias semanas antes; tampoco recuerdo cómo le anuncié que no regresaría con él a Caracas, me iba a España a tentar suerte y tenía intención de llevarme a los niños. Le dije que sabía cuán difícil sería para ellos y lamentaba no poder evitarles esa nueva prueba, pero los hijos deben seguir el destino de la madre. Hablé con cuidado, midiendo las palabras para herirlo lo menos
posible, agobiada por el sentido de culpa y por la compasión que él me inspiraba, en pocas horas ese hombre perdía a su madre, su padre y su mujer. Replicó que yo estaba fuera de mis cabales y no era capaz de tomar decisiones, de modo que él las tomaría por mí, para protegerme y proteger a los hijos; podía irme a España si así lo deseaba, esta vez no saldría a buscarme y tampoco haría nada por evitarlo, pero no me entregaría jamás a los niños; tampoco me podía llevar una parte de nuestros ahorros, porque al abandonar el hogar perdía todos mis derechos. Me rogó que recapacitara y prometió que si yo renunciaba a esa idea desquiciada, él perdonaría todo, haríamos borrón y cuenta nueva y podríamos comenzar otra vez. Comprendí entonces que había trabajado durante veinte años y al sacar cuentas, nada tenía, mi esfuerzo se había hecho humo en los gastos cotidianos, en cambio Michael había invertido sabiamente su parte y los pocos bienes que poseíamos estaban a su nombre. Sin dinero para mantener a los niños no podía llevármelos, aun en caso de que su padre los dejara ir. Fue una discusión pausada, sin alzar la voz, que duró escasamente veinte minutos, y terminó en un abrazo sincero de despedida.
— No les hables mal de mí a Paula y Nicolás–le pedí.
— Nunca les hablaré mal de ti. Acuérdate que los tres te queremos mucho y estaremos esperándote.
— Iré a buscarlos apenas tenga trabajo.
— No te los entregaré. Podrás verlos cuando quieras, pero si te vas ahora los pierdes para siempre.
— Eso ya lo veremos…
En el fondo no estaba alarmada, suponía que muy pronto Michael debería ceder, no tenía idea de lo que significa criar hijos, porque hasta entonces había cumplido sus funciones de padre desde una cómoda distancia. Su trabajo no facilitaba las cosas, no podía llevarse a los niños al entorno medio salvaje donde pasaba la mayor parte de su tiempo, y tampoco era posible dejarlos solos en Caracas; estaba segura que antes de un mes me rogaría desesperado que me hiciera cargo de ellos.
Salí del invierno fúnebre de Montevideo y aterricé al otro día en el agosto hirviente de Madrid, dispuesta a vivir el amor hasta las últimas consecuencias. De la ilusión romántica que había inventado en encuentros clandestinos y cartas apresuradas, caí en la realidad sórdida de la pobreza, que noches y días de incansables abrazos que no lograban mitigar.
Alquilamos un apartamento pequeño y sin luz en una población obrera de las afueras de la ciudad, entre docenas de edificios de ladrillo rojo exactamente iguales. No había nada verde, no crecía un solo árbol por esos lados, sólo se veían patios de tierra, canchas deportivas, cemento, asfalto y ladrillo. Sentía esa fealdad como un bofetón. Eres una burguesa muy mimada, se burlaba sonriendo el amante entre beso y beso, pero en el fondo su reproche era en serio. Adquirimos en el mercado de las pulgas una cama, una mesa, tres sillas, unos cuantos platos y ollas, que un hombronazo malhumorado transportó en su destartalada camioneta. En un capricho irresistible compré también un florero, pero nunca sobró dinero para ponerle flores. Por las mañanas salíamos a buscar trabajo, por las tardes volvíamos extenuados y con las manos vacías. Sus amigos nos
evitaban, las promesas se hacían sal y agua, las puertas se cerraban, nadie respondía nuestras solicitudes y el dinero disminuía rápidamente. En cada niño que jugaba en la calle me parecía reconocer a los míos, la separación de mis hijos me dolía físicamente; llegué a pensar que esa quemadura constante en el estómago eran úlceras o cáncer. Hubo momentos en que debí elegir entre comprar pan o estampillas para una carta a mi madre y pasé días en ayunas. Traté de escribir una obra musical con él, pero la complicidad simpática de las meriendas en el parque y las tardes junto al piano empolvado del teatro en Caracas se había agotado, la angustia nos separaba, las diferencias eran cada vez más visibles, los defectos de cada uno se magnificaban. De los hijos preferíamos no hablar, porque cada vez que los mencionábamos crecía un abismo entre los dos; yo andaba triste y él huraño. Los asuntos más superfluos se convertían en motivos de pelotera, las reconciliaciones eran verdaderos torneos apasionados que nos dejaban medio aturdidos.
Así pasaron tres meses. En ese tiempo no encontré empleo ni amigos, se terminaron mis últimos ahorros y se agotó mi pasión por un hombre que seguramente merecía mejor suerte. Debe haber sido un infierno para él soportar mi angustia por los niños ausentes, mis carreras al correo y mis viajes nocturnos al aeropuerto, donde un chileno ingenioso conectaba cables a los aparatos de teléfono para lograr comunicaciones internacionales sin pagar. Allí nos juntábamos a espaldas de la policía los refugiados pobres de América del Sur–los sudacas, como nos llamaban con desprecio–a hablar con nuestras familias al otro lado del mundo.
Así me enteré que Michael había vuelto a su trabajo y los niños estaban solos, vigilados por mis padres desde su apartamento dos pisos más arriba, que Paula había asumido las tareas de la casa y el cuidado de su hermano con severidad de sargento, y que Nicolás se había fracturado un brazo y estaba adelgazando a ojos vista, porque no quería comer. Entretanto mi amor se deshacía en hilachas, destrozado por los inconvenientes de la miseria y la nostalgia. Pronto descubrí que mi enamorado se desmoralizaba con facilidad ante los problemas cotidianos y caía en depresiones o arranques de humor frenético; no pude imaginar a mis hijos con tal padrastro y por eso cuando Michael aceptó finalmente que no podía cuidarlos y se dispuso a enviármelos, supe que había tocado fondo y no podía continuar engañándome con cuentos de hadas. Había seguido al flautista en un trance hipnótico como las ratas de Hamelín, pero no podía arrastrar a mi familia a igual suerte. Esa noche examiné con claridad mis innumerables errores de los últimos años, desde los riesgos absurdos que había corrido en plena dictadura y que me obligaron a salir de Chile, hasta los silencios educados que me separaron de Michael y la forma imprudente en que escapé de mi casa sin dar una explicación ni encarar los aspectos básicos de un divorcio. Esa noche terminó mi juventud y entré en otra etapa de la existencia. Basta, dije. A las cinco de la madrugada me fui al aeropuerto, conseguí pasar una llamada gratis y hablé con el tío Ramón para que me mandara dinero para el pasaje en avión. Le dije adiós al amante con la certeza de que no volvería a verlo y once horas después aterricé en Venezuela derrotada, sin equipaje y sin otros planes que abrazar a mis hijos y no soltarlos nunca más. En el aeropuerto me esperaba Michael, me recibió con un beso casto en la frente y los ojos llenos de lágrimas, dijo emocionado que lo sucedido era responsabilidad suya por no haberse ocupado mejor de mí, y me pidió que por consideración a los años compartidos y por amor a la familia le diera otra oportunidad y empezáramos de nuevo. Necesito tiempo, respondí agobiada por su nobleza y furiosa sin saber por qué. En silencio condujo el automóvil cerro arriba hacia Caracas y al llegar a casa anunció que me daría todo el tiempo que quisiera, él partiría a su trabajo en la selva
y tendríamos pocas ocasiones de vernos.
Hoy es mi cumpleaños, cumplo medio siglo. Tal vez por la tarde vengan amigos a visitarnos, aquí llega la gente sin previo aviso, es una casa abierta donde los vivos y los muertos andan de la mano. La adquirimos hace unos años, cuando Willie y yo comprendimos que el amor a primera vista no daba señales de disminuir y necesitábamos una casa más grande que la suya. Al verla nos pareció que nos estaba esperando, mejor dicho, nos estaba llamando. Tenía un aspecto cansado, las maderas estaban descascaradas, necesitaba muchas reparaciones y por dentro era oscura, pero tenía una vista espectacular de la bahía y un alma benevolente.
Nos dijeron que la antigua propietaria había muerto aquí hacía pocos meses y pensamos que había sido feliz entre estas paredes, porque los cuartos aún contenían su memoria. La compramos en media hora sin regatear y en los años siguientes se convirtió en el refugio de una verdadera tribu anglo–latina, donde resuenan palabras en español y en inglés, hierven en la cocina cacerolas de comistrajos picantes y se sientan a la mesa muchos comensales. Las piezas se estiran y multiplican para acomodar a todos los que llegan: abuelos, nietos, hijos de Willie y ahora Paula, esta niña que lentamente se va convirtiendo en ángel. En sus cimientos habita una colonia de zorrillos y cada tarde aparece la misteriosa gata parda, que por lo visto nos ha adoptado. Días atrás depositó sobre la cama de mi hija un pájaro de alas azules recién cazado, todavía sangrante, imagino que es su fina manera de retribuir las atenciones. En los últimos cuatro años la casa se ha transformado con grandes claraboyas para que entren el sol y las estrellas, alfombras y paredes blancas, baldosas mexicanas y un pequeño jardín. Contratamos a un equipo de chinos para hacer un cuarto de guardar, pero no entendían inglés, se les confundieron las instrucciones y cuando nos dimos cuenta habían agregado en la planta baja dos piezas, un baño y un extraño recinto que terminó convertido en la carpintería de Willie. En el sótano he escondido horribles sorpresas para los nietos: un esqueleto de yeso, mapas con tesoros, baúles con disfraces de piratas y joyas de fantasía.
Tengo la esperanza de que un subterráneo siniestro sea buen incentivo para la imaginación, al menos para mí lo fue el de mi abuelo. Por las noches la casa se sacude, gime y bosteza, se me ocurre que deambulan por los cuartos los recuerdos de sus habitantes, los personajes que escapan de los libros y de los sueños, el suave fantasma de la antigua dueña y el alma de Paula, que a ratos se libera de las dolorosas ataduras de su cuerpo. Las casas necesitan nacimientos y muertes para convertirse en hogares.
Hoy es un día de celebración, tendremos una torta de cumpleaños y Willie volverá de la oficina cargado de bolsas del mercado y dispuesto a dedicar la tarde a plantar sus rosales en tierra firme. Ése es su regalo para mí. Esas pobres matas en barriles simbolizan la actitud trashumante de su dueño, quien siempre se dejaba una puerta abierta para salir escapando si las cosas se ponían color de hormiga. Así fue antes con todas sus relaciones, llegaba un punto en que empacaba su ropa y partía acarreando sus barriles a otro destino. Creo que aquí nos quedaremos por mucho tiempo, ya es hora de plantar mis rosas en el jardín, me anunció ayer. Me gusta este hombre de otra raza, que camina a grandes zancadas, se ríe fuerte, habla con un vozarrón, destroza los pollos de la cena a hachazos y cocina sin alharacas, tan distinto a otros que he amado. Celebro sus despliegues de energía masculina porque los compensa con una reserva inagotable de gentileza, a la cual siempre puedo echar mano. Ha sobrevivido a grandes infortunios sin mancharse de cinismo y hoy puede entregarse sin restricciones a este amor tardío y a
esta tribu latina donde ahora ocupa un lugar principal. Más tarde vendrá el resto de la familia, Celia y Nicolás se instalarán a ver televisión mientras Paula dormita en su silla, llenaremos de agua la piscina de plástico en la terraza para que chapotee Alejandro, ya familiarizado con su silenciosa tía. Creo que hoy será otro domingo apacible.
Tengo cincuenta años, he entrado en la última mitad de mi vida, pero siento la misma fuerza de los veinte, el cuerpo todavía no me falla. Vieja… así me llamaba Paula por cariño. Ahora la palabra me asusta un poco, sugiere un mujerón con verrugas y várices. En otras culturas las ancianas se visten de negro, se amarran un pañuelo en la cabeza, se dejan el bigote a la vista y se retiran de la agitación mundana para consagrarse a ritos piadosos, lamentar sus muertos y atender a sus nietos, pero en Norteamérica realizan esfuerzos grotescos para verse siempre saludables y contentas. Tengo un abanico de arrugas finas en torno a los ojos, como tenues cicatrices de risas y llantos del pasado; me parezco a la fotografía de mi abuela clarividente, la misma expresión de intensidad teñida de tristeza. Estoy perdiendo mechones en las sienes; a la semana que cayó enferma Paula me aparecieron unas peladuras redondas como monedas, dicen que es por la pena y que después vuelve a salir pelo, pero en realidad no me importa. A Paula tuve que cortarle su larga melena y ahora tiene una cabeza de muchacho, parece mucho más joven, ha vuelto a la niñez. Me pregunto cuánto más viviré y para qué. La edad y las circunstancias me han colocado junto a esta silla de ruedas para velar por mi hija. Soy su guardiana y la de mi familia… Estoy aprendiendo a toda prisa las ventajas del desprendimiento.
¿Volveré a escribir? Cada etapa del camino es diferente y tal vez la de la literatura ya se cumplió. Lo sabré dentro de unos meses, el próximo 8 de enero, cuando me siente ante la máquina para comenzar otra novela y compruebe la presencia o el silencio de los espíritus. En estos meses he ido quedando vacía, se me agotó la inspiración, pero también es posible que las historias sean criaturas con vida propia que existen en las sombras de una misteriosa dimensión, y en ese caso todo sea cuestión de abrirme nuevamente para que entren en mí, se organicen a su antojo y salgan convertidas en palabras. No me pertenecen, no son mis creaciones, pero si logro romper los muros de la angustia donde estoy encerrada, puedo volver a servirles de médium. Si eso no ocurre, tendré que cambiar de oficio. Desde que Paula se enfermó, una cortina de tinieblas oculta el mundo fantástico donde antes me paseaba libremente; la realidad se ha vuelto implacable. Las experiencias de hoy son los recuerdos del mañana; antes no me faltaron acontecimientos extremos para alimentar la memoria y de allí nacieron todas mis historias. Eva Luna dice al final de mi tercer libro: cuando escribo cuento la vida como me gustaría que fuera, como una novela. No sé si mi camino ha sido extraordinario o si he escrito estos libros a partir de una existencia banal, pero mi memoria está hecha sólo de aventuras, amores, alegrías y sufrimientos; los eventos mezquinos del quehacer cotidiano desaparecieron. Cuando miro hacia atrás me parece que soy la protagonista de un melodrama, en cambio ahora todo se ha detenido, no hay nada que contar, el presente tiene la brutal certeza de la tragedia. Cierro los ojos y surge ante mí la imagen dolorosa de mi hija en su silla de ruedas, con la vista fija en el mar, mirando más allá del horizonte, donde empieza la muerte.
¿Qué sucederá con este gran espacio vacío que ahora soy? ¿con qué me llenaré cuando ya no quede ni una brizna de ambición, ningún proyecto, nada de mí? La fuerza de la succión me reducirá a un hoyo negro y desapareceré. Morir… Abandonar el cuerpo es una idea fascinante. No quiero seguir viva y morir por dentro, si he de continuar en este mundo debo planear los años que me faltan.
Tal vez la vejez es otro comienzo, tal vez se pueda volver al tiempo mágico de la infancia, ese tiempo anterior al pensamiento lineal y a los prejuicios, cuando percibía el universo con los sentidos exaltados de un demente y era libre para creer lo increíble y explorar mundos que después, en la época de la razón, desaparecieron. Ya no tengo mucho que perder, nada que defender ¿será esto la libertad? Se me ocurre que a las abuelas nos toca el papel de brujas protectoras, debemos velar por las mujeres más jóvenes, los niños, la comunidad y también, por qué no, por este maltratado planeta, víctima de tantas violaciones. Me gustaría volar en una escoba y danzar con otras brujas paganas en el bosque a la luz de la luna, invocando las fuerzas de la tierra y ahuyentando demonios, quiero convertirme en una vieja sabia, aprender antiguos encantamientos y secretos de curandero. No es poco lo que pretendo. Las hechiceras, como los santos, son estrellas solitarias que brillan con luz propia, no dependen de nada ni de nadie, por eso carecen de miedo y pueden lanzarse ciegas al abismo con la certeza de que en vez de estrellarse saldrán volando. Pueden convertirse en pájaros para ver el mundo desde arriba o en gusanos para verlo por dentro, pueden habitar otras dimensiones y viajar a otras galaxias, son navegantes en un océano infinito de conciencia y conocimiento.
Cuando renuncié definitivamente a la pasión carnal por un indeciso músico argentino, se extendió ante mis ojos un inacabable desierto de fastidio y soledad. Tenía treinta y siete años y, confundiendo el amor en general con el amante en particular, había decidido curarme para siempre del vicio del enamoramiento, que a fin de cuentas sólo me había traído complicaciones. Por fortuna no lo logré del todo, la inclinación quedó latente, como una semilla aplastada bajo dos metros de hielo polar, que brota testaruda a la primera brisa tibia. Después que volví a Caracas con mi marido, el amante insistió por algún tiempo, más por cumplir que por otro motivo, me parece. Sonaba el teléfono, se oía el clic característico de las llamadas internacionales y yo colgaba sin contestar; con la misma determinación rompí sus cartas sin abrirlas, hasta que el flautista dio por terminados sus intentos de comunicación. Han pasado quince años y si me hubieran dicho entonces que llegaría a olvidarlo, jamás lo habría creído, porque estaba segura de haber compartido uno de esos raros amores heroicos que, por su fin trágico, constituyen material de ópera.
Ahora tengo una visión más modesta y espero simplemente que si en una de las curvas del camino vuelvo a encontrarlo, al menos pueda reconocerlo. Esa relación frustrada fue una herida abierta durante más de dos años; estuve literalmente enferma de amor, pero no lo supo nadie, ni mi madre, que me observaba de cerca. Algunas mañanas no tenía fuerzas para salir de la cama, derrotada por la frustración, y algunas noches me agobiaban recuerdos y deseos hirvientes, que combatía con duchas heladas, como las de mi abuelo. En la fiebre de barrer con el pasado rompí incluso las partituras de sus canciones y mi obra de teatro, de lo cual he tenido ocasión de arrepentirme, porque se me ocurre que tal vez no eran del todo malas. Me curé con el remedio de burro sugerido por Michael: enterré el amor en un arenal de silencio. No comenté lo ocurrido por varios años, hasta que dejó de dolerme, y fui tan drástica en el propósito de eliminar hasta el recuerdo de las mejores caricias, que se me pasó la mano y tengo una laguna alarmante en la memoria donde se ahogaron no sólo las desgracias de ese tiempo, sino también buena parte de las alegrías.
Esa aventura me recordó la primera lección de mi infancia, que no me explico cómo se me había olvidado: no hay libertad sin independencia económica. Durante los años de casada me coloqué sin darme cuenta en la misma situación vulnerable en que estaba mi madre
cuando dependía de la caridad de mi abuelo. De niña prometí que eso no me sucedería, estaba decidida a ser fuerte y productiva como el patriarca de la familia para no tener que pedir nada a nadie y cumplí la primera parte, pero en vez de administrar el beneficio de mi trabajo, lo confié por pereza en las manos de un marido cuya reputación de santo consideré garantía suficiente. Ese hombre sensato y práctico, con perfecto control de sus emociones y aparentemente incapaz de cometer un acto injusto o poco honorable, me pareció más adecuado que yo para velar por mis intereses. No sé de dónde saqué tal idea. En el tumulto de la vida en común y de mi propia vocación por el despilfarro, perdí todo. Al volver a su lado decidí que el primer paso para la etapa que comenzaba era conseguir un empleo seguro, ahorrar lo más posible y cambiar las reglas de la economía doméstica para que sus ingresos se destinaran a los gastos cotidianos y los míos a inversiones. No era mi intención juntar dinero para divorciarme, no había necesidad alguna de estrategias cínicas, porque una vez que el trovador desapareció en el horizonte al marido se le pasó la rabia y sin duda habría negociado una separación en términos más justos de los planteados en aquella playa invernal de Montevideo. Me quedé con él durante nueve años en pleno uso de buena fe, pensando que con algo de suerte y mucho empeño podíamos cumplir las promesas de eternidad hechas ante el altar. Sin embargo, se había roto la fibra misma de nuestra pareja por razones que poco tenían que ver con mi infidelidad, y mucho con cuentas más antiguas, tal como descubrí más tarde. En ese reencuentro pesaron en la balanza los dos hijos, la media vida invertida en nuestra relación, el cariño tranquilo y los intereses comunes que nos unían. No tuve en cuenta mis pasiones, que al final resultaron más fuertes que aquellos prudentes propósitos. Durante muchos años sentí un cariño sincero por ese hombre; lamento que la mala calidad de los últimos tiempos desgastara los buenos recuerdos de la juventud.
Michael partió a la provincia remota donde los cocodrilos amanecían en los huecos de las fundaciones, dispuesto a terminar la obra y buscar un trabajo que exigiera menos sacrificio, y yo me quedé con mis hijos, que habían cambiado mucho en mi ausencia, parecían instalados definitivamente en su nuevo país y ya no hablaban de regresar a Chile. En esos tres meses Paula dejó atrás la niñez y se convirtió en una bella joven consumida por la obstinación de aprender: sacaba las mejores notas de su clase, estudiaba guitarra sin la menor aptitud y después que dominó el inglés comenzó a hablar francés e italiano con ayuda de discos y diccionarios. Entretanto Nicolás creció un palmo y apareció un día con los pantalones a media pierna, las mangas a medio brazo y el mismo porte de su abuelo y su padre; tenía un costurón en la cabeza, varias cicatrices y la ambición secreta de escalar sin cuerdas el más alto rascacielos de la ciudad. Lo veía arrastrar grandes tambores metálicos para almacenar excremento de seres humanos y diversos animales, ingrata tarea de su clase de ciencias naturales. Pretendía demostrar que esos gases putrefactos podían servir de combustible, y que mediante un proceso de reciclaje era factible usar heces para cocinar en vez de mandarlas al océano por los alcantarillados. Paula, que había aprendido a manejar, lo llevaba en el automóvil a establos, gallineros, cochineras y baños de amistades a recoger la materia prima del experimento, que guardaba en la casa con peligro de que el calor hiciera estallar los gases y el barrio completo quedara cubierto de caca. La camaradería de la infancia se había transformado en una sólida complicidad, la misma que los unió hasta el último día consciente de Paula. Ese par de espigados adolescentes entendió tácitamente mi intención de enterrar aquel penoso episodio de nuestras vidas; supongo que les dejó graves cicatrices y quién sabe cuánto rencor contra mí por haberlos traicionado, pero ninguno de los dos mencionó lo ocurrido hasta nueve años más tarde, cuando por fin pudimos sentarnos los tres a comentarlo y entonces descubrimos, divertidos, que ninguno se
acordaba de los detalles y a todos se nos había olvidado el nombre de aquel amante que estuvo a punto de convertirse en padrastro.
Como casi siempre ocurre cuando uno enfila por el camino señalado en el libro de los destinos, una serie de coincidencias me ayudó a poner en práctica mis planes. Durante tres años no había logrado hacer amigos ni conseguir trabajo en Venezuela, pero apenas enfoqué toda mi energía a la tarea de adaptarme y sobrevivir, lo logré en menos de una semana. Las cartas del Tarot de mi madre, que antes habían predicho la clásica intervención de un hombre moreno de bigotes–supongo que se referían al flautista–volvieron a manifestarse anunciando esta vez a una mujer rubia. En efecto, a los pocos días de regresar a Caracas apareció en mi existencia Marilena, una profesora de áurica melena que me ofreció empleo.
Era dueña de un Instituto donde enseñaba arte y daba clases a niños con problemas de aprendizaje. Mientras su madre, una enérgica dama española, administraba la academia en su papel de secretaria, Marilena enseñaba diez horas al día y dedicaba otras diez a la investigación de unos ambiciosos métodos con los cuales pretendía cambiar la educación en Venezuela y, por qué no, en el mundo. Mi trabajo consistía en ayudarla a supervisar a los maestros y organizar las clases, atraer alumnos con una campaña publicitaria y mantener buenas relaciones con los padres. Nos hicimos muy amigas. Era una mujer tan clara como su pelo de oro, pragmática y directa, que me obligaba a aceptar la áspera realidad cuando yo divagaba en confusiones sentimentales o nostalgias patrióticas, y que liquidaba de raíz cualquier intento de compasión por mí misma. Con ella compartí secretos, aprendí otro oficio y me sacudí la depresión que me mantuvo paralizada por mucho tiempo. Me enseñó los códigos y las sutiles claves de la sociedad caraqueña, que hasta entonces no había logrado entender porque aplicaba mi criterio chileno para analizarla, y un par de años más tarde me había adaptado tan bien, que sólo me faltaba hablar con acento caribeño. Un día encontré en el fondo de una maleta una pequeña bolsa de plástico con un puñado de tierra y recordé que la había traído de Chile con la idea de plantar en ella las mejores semillas de la memoria, pero no lo había hecho porque no tenía intención de establecerme, vivía pendiente de las noticias del sur, esperando que cayera la dictadura para regresar.
Decidí que ya había aguardado bastante y en una discreta ceremonia íntima mezclé la tierra de mi antiguo jardín con otra venezolana, la puse en un macetero y planté un nomeolvides. Brotó una planta raquítica, inadecuada para ese clima, y pronto murió chamuscada; con el tiempo la reemplacé por una exuberante mata tropical que creció con voracidad de pulpo.
También mis hijos se adaptaron. Paula se enamoró de un joven de origen siciliano, inmigrante de primera generación como ella, que aún permanecía fiel a las tradiciones de su tierra. Su padre, que había hecho fortuna con materiales de construcción, esperaba que Paula terminara el colegio–puesto que ella así lo deseaba–y aprendiera a cocinar pasta para celebrar la boda. Me opuse con una ferocidad despiadada, a pesar de que en el fondo sentía una simpatía inevitable por ese bondadoso muchacho y su encantadora parentela, una numerosa familia alegre y sin complicaciones metafísicas o intelectuales, que se juntaba a diario a celebrar la vida con ágapes suculentos de la mejor cocina italiana. El novio era hijo y nieto mayor, un hombronazo alto, rubio y de temperamento polinésico, que gastaba su tiempo en plácidas diversiones en su yate, en la residencia de la playa, en su colección de automóviles y en fiestas inocentes. Mi única objeción era que
ese yerno potencial no tenía empleo ni estudiaba, su padre le pasaba una generosa pensión y le había prometido casa amoblada cuando se casara con Paula. Un día me enfrentó, pálido y tembloroso, pero con la voz firme, para decirme que nos dejáramos de indirectas y habláramos claro, estaba cansado de mis preguntas capciosas. Me explicó que a sus ojos el trabajo no era una virtud, sino una necesidad, si podía comer sin trabajar, sólo un imbécil lo haría. No entendía nuestra compulsión por el sacrificio y el esfuerzo, pensaba que si fuéramos «inmensamente ricos», como pregonaba el tío Ramón, igual nos levantaríamos al amanecer y pasaríamos doce horas diarias laborando, porque a nuestros ojos ésa era la única medida de integridad. Confieso que hizo trastabillar la estoica escala de valores heredada de mi abuelo y desde entonces encaro el trabajo con espíritu algo más juguetón.
El casamiento se postergó porque al graduarse del colegio Paula anunció que aún no estaba lista para las cacerolas y en cambio pensaba estudiar psicología. El novio acabó por aceptarlo, puesto que ella no lo consultó, y además esa profesión podía servir para criar mejor a la media docena de niños que pensaba tener. Sin embargo, no pudo digerir la idea que ella se inscribiera en un seminario de sexualidad y transitara con una maleta de objetos bochornosos, midiendo penes y orgasmos. A mí tampoco me pareció buena idea, mal que mal no estábamos en Suecia y la gente seguramente no aprobaría esa especialidad, pero no manifesté mi opinión porque Paula me habría destrozado con los mismos argumentos feministas que yo le había inculcado desde su más temprana infancia. Sólo me atreví a sugerirle que fuera discreta, porque si adquiría fama de sexóloga nadie tendría agallas para cortejarla, los hombres temen las comparaciones, pero me fulminó con una mirada profesional y allí terminó la conversación. Hacia el final del seminario, tuve que hacer un viaje a Holanda y ella me encargó cierto material didáctico difícil de conseguir en Venezuela. Así es como me encontré una noche en los barrios más sórdidos de Amsterdam, buscando en comercios indecentes los artefactos de su lista, pirulos telescópicos de goma, muñecas con orificios y videos con imaginativas combinaciones de mujeres con esforzados parapléjicos o con perros libidinosos. El rubor al comprarlos no fue tanto comparado con el que tuve en el aeropuerto de Caracas, cuando me abrieron la maleta y aquellos curiosos objetos pasaron por las manos de las autoridades, ante las miradas burlonas de los demás pasajeros, y tuve que explicar que no eran para mi uso personal, sino para mi hija. Eso marcó el fin del noviazgo de Paula con aquel siciliano de corazón gentil. Con el tiempo él sentó cabeza, terminó el colegio, empezó a trabajar en la firma de su padre, se casó y tuvo un hijo, pero no olvidó su primer amor. Desde que se enteró que Paula está enferma me suele llamar para ofrecerme apoyo, tal como lo hacen media docena de otros hombres que lloran cuando les doy las malas noticias. Ignoro quiénes son esos desconocidos, qué papel cumplieron en la suerte de mi hija, ni qué huellas profundas ella marcó en sus almas.
Paula pasaba por las vidas ajenas plantando firmes semillas, he visto los frutos en estos eternos meses de agonía. En cada sitio donde estuvo dejó amigos y amores, personas de todas las edades y condiciones se comunican conmigo para preguntar por ella, no pueden creer que le haya caído encima tanta desgracia.
Entretanto Nicolás escalaba los picos más abruptos de los Andes, exploraba cavernas submarinas para fotografiar tiburones, y se rompía los huesos con tanta regularidad, que cada vez que sonaba el teléfono me echaba a temblar. Si no surgían motivos reales para preocuparme, él se encargaba de inventarlos con el mismo ingenio empleado en su experimento de gases naturales. Un día regresé de la oficina por la tarde y encontré la
casa a oscuras y aparentemente vacía. Divisé una luz al final del corredor, hacia allá me dirigí llamando, medio distraída, y en el umbral del baño tropecé de súbito con mi hijo colgando de una cuerda al cuello.
Alcancé a distinguir su expresión de ajusticiado, con la lengua asomada y los ojos en blanco, antes de desplomarme en el suelo como una piedra. No perdí el conocimiento, pero no podía moverme, estaba transformada en hielo. Al ver mi reacción, Nicolás se quitó el arnés del cual se había colgado primorosamente, y corrió a socorrerme, me daba besos arrepentidos y juraba que nunca más me haría pasar un susto semejante. Los buenos propósitos le duraban un par de semanas, hasta que descubría la forma de sumergirse en la bañera respirando por un fino tubo de vidrio para que yo lo encontrara ahogado, o bien aparecía con un brazo en cabestrillo y un parche en un ojo. Según los manuales de psicología de Paula, esos accidentes revelaban una solapada tendencia suicida y su afán de torturarme con bromas espantosas estaba motivado por un rencor inconfesable, pero para tranquilidad de todos concluimos que los textos suelen equivocarse. Nicolás era un chiquillo medio bruto, pero no era un loco suicida, y su cariño por mí era tan evidente, que mi madre diagnosticó un complejo de Edipo. El tiempo probó nuestra teoría, a los diecisiete años mi hijo despertó una mañana convertido en hombre, puso sus tambores experimentales, patíbulos, cuerdas de trepar montañas, arpones para matar escualos y su maletín de primeros auxilios en una caja al fondo del garaje y anunció que pensaba dedicarse a la computación. Cuando ahora lo veo aparecer, con su serena expresión de intelectual y un niño en cada brazo, me pregunto si no habré soñado la visión pavorosa de Nicolás balanceándose en una horca casera.
En esos años Michael terminó la obra en la selva y se trasladó a la capital con la idea de armar su propia empresa constructora.
Con cautela fuimos poco a poco parchando el tejido roto de nuestra relación, hasta que llegó a ser tan amable y armoniosa que a los ojos ajenos parecíamos enamorados. Mi empleo nos permitió mantenernos por un tiempo, mientras él buscaba contratos en esa Caracas explosiva, donde a diario echaban abajo árboles, cortaban cerros y demolían casas para levantar en un abrir y cerrar de ojos nuevos rascacielos y autopistas. El negocio de la academia de mi amiga rubia era tan inestable, que a veces debíamos recurrir a la pensión de su madre o a nuestros ahorros para cubrir los gastos a fin de mes. Los alumnos acudían en tropel poco antes de los exámenes finales, cuando sus padres sospechaban que no pasarían de curso, y mediante clases especiales lograban ponerse al día, pero en vez de seguir estudiando para resolver las causas del problema, desaparecían apenas pasaban las pruebas. Durante varios meses los ingresos eran caprichosos y el Instituto sobrevivía a duras penas; con angustia enfrentábamos enero, cuando debían inscribirse los niños en número suficiente para mantener navegando aquel frágil velero. Ese año en diciembre la situación era crítica, la madre de Marilena y yo, que estábamos encargadas de la parte administrativa, repasamos una y otra vez el libro de contabilidad tratando infructuosamente de equilibrar las cifras negativas. En eso estábamos cuando pasó por delante de nuestro escritorio la señora de la limpieza, una colombiana cariñosa que solía festejarnos con un delicioso dulce de quesillo fabricado por su mano. Al vernos sacar cuentas desesperadas preguntó con sincero interés cuál era el problema y le contamos nuestras dificultades.
— Por las tardes yo trabajo en una funeraria y cuando la clientela se nos pone floja, lavamos el local con Quitalapava–dijo.
— ¿Cómo es eso?
— Un conjuro, pues. Hay que hacer una buena limpieza. Primero se lavan los suelos desde el fondo hacia la puerta, para sacar la mala suerte, y después desde la puerta hacia adentro, para llamar a los espíritus de la luz y el consentimiento.
— ¿Y entonces?
— Entonces empiezan a llegar los muertos.
— Aquí no necesitamos muertos, sino niños.
— Es lo mismo, Quitalapava sirve para mejorar cualquier negocio.
Le dimos algo de dinero y al día siguiente trajo un bidón con un líquido maloliente de aspecto sospechoso: al fondo se aconchaba una leche amarillenta, luego había una capa de caldo con gorgoritos y encima otra de un aceite verdoso. Debíamos batirlo antes de usarlo y protegernos la nariz con un pañuelo, porque el olor era capaz de aturdirnos. Que mi hija no se entere de esta barbaridad, suspiró la madre de Marilena, que iba para los setenta años, pero no había perdido nada de la vitalidad y el buen humor que la indujo a dejar su Valencia nativa treinta años antes para seguir a un marido infiel hasta el Nuevo Mundo, enfrentarlo cuando vivía con una concubina, exigirle el divorcio y enseguida olvidarlo de prisa. Prendada de ese país exuberante, donde por primera vez en su vida se sentía libre, se quedó con su hija y ambas salieron adelante con tenacidad e ingenio. Esta buena señora y yo lavamos a gatas el suelo con unos estropajos, murmurando las palabras rituales y conteniendo la risa, porque si nos burlábamos abiertamente se iba todo al carajo, las brujerías sólo funcionan con seriedad y fe. Echamos un par de días en esa labor, quedamos con las espaldas torcidas y las rodillas en carne viva y por más que ventilamos no pudimos quitar el tufo del local, pero valió la pena, la primera semana de enero había en la puerta una larga fila de padres con sus hijos de la mano. En vista de tan espectacular resultado se me ocurrió usar las sobras del bidón para mejorar la suerte de Michael y me trasladé sigilosamente a su oficina durante la noche para lavarla de arriba abajo, tal como habíamos hecho con la academia. No tuve noticias por varios días, salvo algunos comentarios sobre el extraño olor de la oficina. Consulté a la señora de la limpieza, quien me aseguró que el empavado era mi marido, todo se resolvería llevándolo a la Montaña Sagrada para contratar un ensalmo profesional, pero ese consejo estaba muy lejos de mis posibilidades. Un hombre como él, producto acabado de la educación británica, los estudios de ingeniería y el vicio del ajedrez, no se prestaría jamás para ceremonias mágicas, pero me quedé pensando en la lógica de la hechicería y deduje que si ese líquido prodigioso servía para fregar pisos, no había razón alguna para que no pudiera usarse para dar un remojón a un ser humano. A la mañana siguiente, cuando Michael estaba en la ducha, me aproximé por detrás y le lancé encima los restos del bidón. Dio un alarido de sorpresa y al poco rato tenía la piel color de cangrejo y se le cayeron algunos mechones de pelo, pero exactamente dos semanas más tarde había conseguido un socio venezolano y un contrato fabuloso.
Mi amiga Marilena nunca supo la causa de la extraordinaria bonanza de ese año, pero no creyó que fuera durable; estaba cansada de luchar con el presupuesto y contemplaba la posibilidad de un cambio de rumbo. Discutiendo el asunto, surgió la idea–inspirada por
los efluvios del conjuro que aún perduraba en las ranuras del suelo–de transformar el Instituto en una escuela donde sería posible aplicar sus estupendas teorías educacionales para resolver en serio los problemas de aprendizaje y de paso eliminar los sobresaltos de nuestro libro de contabilidad. Ése fue el comienzo de una sólida empresa que se transformó en pocos años en uno de los más respetables colegios de esa ciudad.
Tengo mucho tiempo para meditar en este otoño de California. Debo acostumbrarme a mi hija y no recordarla como la joven graciosa y alegre de antes, ni perderme tampoco en visiones pesimistas del futuro, sino tomar cada día como venga, sin esperar milagros.
Paula depende de mí para sobrevivir, ha vuelto a pertenecerme, está otra vez en mis brazos como un recién nacido, terminaron para ella las celebraciones y los esfuerzos de la vida. La instalo en la terraza arropada en chales, frente a la bahía de San Francisco y los rosales de Willie, cargados de flores desde que salieron de los barriles y echaron raíces en tierra firme. A veces mi hija abre los ojos y mira fijamente la superficie iridiscente del agua, me coloco en la línea de su mirada, pero no me ve, sus pupilas son como pozos sin fondo. Sólo puedo comunicarme con ella de noche, cuando viene a visitarme en sueños. Duermo a sobresaltos y a menudo despierto con la certeza de que me llama, me levanto apurada y corro a su pieza, donde casi siempre algo falla: su temperatura o su presión se han disparado, está transpirando o tiene frío, está mal colocada y tiene calambres. La mujer que la cuida de noche suele dormirse cuando terminan los programas de televisión en español. En esas ocasiones me tiendo en la cama con Paula y la sostengo contra mi pecho acomodándola lo mejor posible porque es más grande que yo, mientras pido paz para ella, pido que descanse en la serenidad de los místicos, que habite un paraíso de armonía y silencio, que encuentre a ese Dios que tanto buscó en su corta trayectoria. Pido inspiración para adivinar sus necesidades y ayuda para mantenerla cómoda, así su espíritu puede viajar sin perturbaciones hacia el lugar de los encuentros. ¿Qué sentirá?
Suele estar asustada, temblorosa, con los ojos desorbitados, como si viera visiones de infierno, en cambio otras veces permanece ausente e inmóvil, como si ya se hubiera alejado de todo. La vida es un milagro y para ella terminó de súbito, sin darle tiempo de despedirse o de sacar sus cuentas, cuando iba lanzada hacia adelante en el vértigo de la juventud. Se le truncó el impulso cuando comenzaba a preguntarse por el sentido de las cosas y me dejó el encargo de encontrar la respuesta. A veces paso la noche deambulando por la casa, como los misteriosos zorrillos del sótano que suben a comerse el alimento de la gata, o el fantasma de mi abuela que escapa de su espejo para charlar conmigo. Cuando ella se duerme vuelvo a mi cama y me abrazo a la espalda de Willie con los ojos fijos en los números verdes del reloj, las horas pasan inexorables, agotando el presente, ya es futuro. Debiera tomar las pastillas de la doctora Forrester, no sé para qué las acumulo como un tesoro, escondidas en el canasto de las cartas de mi madre.
Algunas madrugadas veo salir el sol en los grandes ventanales de la pieza de Paula; en cada amanecer el mundo se crea de nuevo, se tiñe el cielo en tonos de naranja y se levanta sobre el agua el vapor de la noche, envolviendo el paisaje en encajes brumosos, como una delicada pintura japonesa. Soy una balsa sin rumbo navegando en un mar de pena. En estos largos meses me he ido pelando como una cebolla, velo a velo, cambiando, ya no soy la misma mujer, mi hija me ha dado la oportunidad de mirar dentro de mí y descubrir esos espacios interiores, vacíos, oscuros y extrañamente apacibles, donde nunca antes había explorado. Son lugares sagrados y para llegar a ellos debo recorrer un camino angosto y lleno de obstáculos, vencer las fieras de la imaginación que
me salen al paso. Cuando el terror me paraliza, cierro los ojos y me abandono con la sensación de sumergirme en aguas revueltas, entre los golpes furiosos del oleaje. Por unos instantes que son en verdad eternos, creo que me estoy muriendo, pero poco a poco comprendo que sigo viva a pesar de todo, porque en el feroz torbellino hay un resquicio misericordioso que me permite respirar. Me dejo arrastrar sin oponer resistencia y poco a poco el miedo retrocede. Flotando entro en una caverna submarina y allí me quedo un rato en reposo, a salvo de los dragones de la desgracia. Lloro sin sollozos, desgarrada por dentro, como tal vez lloran los animales, pero entonces termina de salir el sol y llega la gata a pedir su desayuno y escucho los pasos de Willie en la cocina y el olor del café invade la casa. Empieza otro día, como todos los días.
Año Nuevo de 1981. Ese día calculé que en agosto cumpliría cuarenta años y hasta entonces no había hecho nada realmente importante. ¡Cuarenta! Era el comienzo de la decrepitud y no me costaba mucho imaginarme sentada en una mecedora tejiendo calcetas. Cuando era una niña solitaria y rabiosa en la casa de mi abuelo, soñaba con proezas heroicas: sería una actriz famosa y en vez de comprarme pieles y joyas, daría todo mi dinero a un orfelinato, descubriría una vacuna contra los huesos quebrados, taparía con un dedo el hoyo del dique y salvaría otra aldea holandesa. Quería ser Tom Sawyer, el Pirata Negro o Sandokán, y después que leí a Shakespeare e incorporé la tragedia a mi repertorio, quería ser como esos personajes espléndidos que después de vivir exageradamente, morían en el último acto. La idea de convertirme en una monja anónima se me ocurrió mucho más tarde.
En esa época me sentía diferente a mis hermanos y a otros niños, no lograba ver el mundo como los demás, me parecía que los objetos y las personas solían volverse transparentes y que las historias de los libros y los sueños eran más ciertas que la realidad. A veces me asaltaban instantes de lucidez aterradora y creía adivinar el futuro o el pasado remoto, mucho antes de mi nacimiento, como si todos los tiempos coincidieran simultáneamente en el mismo espacio y de pronto, a través de un ventanuco que se abría por una fracción de segundo, yo pasaba a otras dimensiones.
En la adolescencia habría dado lo que tenía por pertenecer a la pandilla de muchachos ruidosos que bailaban rock'n roll y fumaban a escondidas, pero no lo intenté porque tenía la certeza de no ser uno de ellos. El sentimiento de soledad arrastrado desde la infancia se hizo aún más agudo, pero me consolaba la vaga esperanza de estar marcada por un destino especial que se me revelaría algún día. Más tarde entré de lleno en las rutinas del matrimonio y la maternidad, en las que se desdibujaron las desdichas y soledades de la primera juventud y se me olvidaron esos planes de grandeza. El trabajo de periodista, el teatro y la televisión me mantuvieron ocupada, no volví a pensar en términos de destino hasta que el Golpe Militar me enfrentó brutalmente con la realidad y me obligó a cambiar de rumbo. Esos años de autoexilio en Venezuela podrían resumirse en una sola palabra que para mí tenía el peso de una condena: mediocridad. A los cuarenta años ya era tarde para sorpresas, mi plazo se acortaba de prisa, lo único cierto eran la mala calidad de mi vida y el aburrimiento, pero la soberbia me impedía admitirlo. A mi madre–la única interesada en averiguarlo–le aseguraba que todo iba bien en mi pulcra nueva vida, me había curado del amor frustrado con una disciplina estoica, tenía un trabajo seguro, por primera vez estaba ahorrando dinero, mi marido parecía aún enamorado y mi familia había vuelto a los cauces normales, incluso me vestía como una inofensiva maestra ¿qué más se podía pedir? De los chales con flecos, las faldas largas y las flores en el pelo nada quedaba, sin embargo solía sacarlas sigilosamente del fondo de una maleta para lucirlas
por unos minutos frente al espejo. Me sofocaba en mi papel de burguesa juiciosa y me consumían los mismos deseos de la juventud, pero no tenía el menor derecho a quejarme, había arriesgado todo una vez, había perdido y la vida me daba una segunda oportunidad, sólo cabía agradecer mi buena suerte. Es un milagro lo que has logrado, hija, nunca pensé que pudieras pegar los pedazos rotos de tu pareja y tu existencia, me dijo un día mi madre con un suspiro que no era de alivio y en un tono que me pareció irónico. Tal vez ella era la única que intuía el contenido de mi caja de Pandora, pero no se atrevió a destaparla. Ese Año Nuevo de 1981, mientras los demás celebraban con champaña y afuera estallaban fuegos artificiales anunciando el año recién nacido, me hice el propósito de vencer el tedio y resignarme con humildad a una vida sin brillo, como la de casi todo el mundo. Decidí que no era tan difícil renunciar al amor si tenía por sustituto una noble camaradería con mi marido, que sin duda era preferible mi empleo estable en el colegio a las inciertas aventuras del periodismo o el teatro, y que debía instalarme definitivamente en Venezuela, en vez de seguir suspirando por una patria idealizada en los últimos confines del planeta. Eran ideas razonables, de todos modos dentro de unos veinte o treinta años, una vez secas mis pasiones, cuando ya ni siquiera recordara el mal gusto del amor frustrado o del tedio, podría retirarme tranquila con la venta de las acciones que estaba adquiriendo en el negocio de Marilena. Ese plan razonable no alcanzó a durar más de una semana. El 8 de enero llamaron por teléfono de Santiago anunciando que mi abuelo estaba muy enfermo y esa noticia anuló mis promesas de buen comportamiento y me lanzó en una dirección inesperada. El Tata iba ya para los cien años, estaba convertido en un esqueleto de pájaro, semi–inválido y triste, pero perfectamente lúcido. Cuando terminó de leer la última letra de la Enciclopedia Británica y aprenderse de memoria el Diccionario de la Real Academia, y cuando perdió todo interés en las desgracias ajenas de las telenovelas, comprendió que era hora de morirse y quiso hacerlo con dignidad. Se instaló en su sillón vestido con su gastado traje negro y el bastón entre las rodillas, invocando al fantasma de mi abuela para que lo ayudara en ese trance, en vista de que su nieta le había fallado de tan mala manera. Durante esos años nos habíamos mantenido en contacto mediante mis cartas tenaces y sus respuestas esporádicas. Decidí escribirle por última vez para decirle que podía irse en paz porque yo jamás lo olvidaría y pensaba legar su memoria a mis hijos y a los hijos de mis hijos. Para probarlo empecé la carta con una anécdota de mi tía–abuela Rosa, su primera novia, una joven de belleza casi sobrenatural muerta en misteriosas circunstancias poco antes de casarse, envenenada por error o por maldad, cuya fotografía en suave color sepia estuvo siempre sobre el piano de la casa, sonriendo con su inalterable hermosura. Años más tarde el Tata se casó con la hermana menor de Rosa, mi abuela.
Desde las primeras líneas otras voluntades se adueñaron de la carta conduciéndome lejos de la incierta historia de la familia para explorar el mundo seguro de la ficción. En el viaje se me confundieron los motivos y se me borraron los límites entre la verdad y la invención, los personajes cobraron vida y llegaron a ser más exigentes que mis propios hijos. Con la cabeza en el limbo cumplía doble horario en el colegio, desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde, cometiendo errores catastróficos en la administración; no sé cómo ese años no nos arruinamos, vigilaba los libros de contabilidad, los maestros, los alumnos y las clases con el rabillo del ojo, mientras toda mi atención estaba volcada en una bolsa de lona donde cargaba las páginas que garrapateaba de noche. Mi cuerpo cumplía funciones como autómata y mi mente estaba perdida en ese mundo que nacía palabra a palabra. Llegaba a casa cuando comenzaba a oscurecer, cenaba con la familia, me daba una ducha y luego me sentaba en la cocina o en el comedor frente a una pequeña máquina portátil, hasta que la fatiga me obligaba a partir a la cama. Escribía sin
esfuerzo alguno, sin pensar, porque mi abuela clarividente me dictaba. A las seis de la madrugada debía levantarme para ir al trabajo, pero esas pocas horas de sueño eran suficientes; andaba en trance, me sobraba energía, como si llevara una lámpara encendida por dentro. La familia oía el golpeteo de las teclas y me veía perdida en las nubes, pero nadie me hizo preguntas, tal vez adivinaron que yo no tenía respuesta, en verdad no sabía con certeza que estaba haciendo, porque la intención de enviar una carta a mi abuelo se desdibujó rápidamente y no admití que me había lanzado en una novela, esa idea me parecía petulante.
Llevaba mas de veinte años en la periferia de la literatura–periodismo, cuentos, teatro, guiones de televisión y centenares de cartas–sin atreverme a confesar mi verdadera vocación; necesitaría publicar tres novelas en varios idiomas antes de poner «escritora» como oficio al llenar un formulario. Cargaba mis papeles para todas partes por temor a que se extraviaran o se incendiara la casa; esa pila de hojas amarradas con una cinta era para mí como un hijo recién nacido. Un día, cuando la bolsa se había puesto muy pesada, conté quinientas páginas, tan corregidas y vueltas a corregir con un líquido blanco, que algunas habían adquirido la consistencia del cartón, otras estaban manchadas de sopa o tenían añadidos pegados con adhesivo, que se desplegaban como mapas, bendita computadora, que hoy me permite corregir siempre en limpio. No tenía a quién mandar esa extensa carta, mi abuelo ya no estaba en este mundo. Cuando recibimos la noticia de su muerte sentí una especie de alegría, eso era lo que él deseaba desde hacía años, y seguí escribiendo con más confianza, porque ese viejo espléndido se había encontrado por fin con la Memé y los dos leían por encima de mi hombro. Los comentarios fantásticos de mi abuela y la risa socarrona del Tata me acompañaron cada noche.
El epílogo fue lo más difícil, lo escribí muchas veces sin dar con el tono, me quedaba sentimental, o bien como un sermón o un panfleto político, sabía qué quería contar, pero no sabía cómo expresarlo, hasta que una vez más los fantasmas vinieron en mi ayuda. Una noche soñé que mi abuelo yacía de espalda en su cama, con los ojos cerrados, tal como estaba esa madrugada de mi infancia cuando entré a su cuarto a robar el espejo de plata. En el sueño yo levantaba la sábana, lo veía vestido de luto, con corbata y zapatos, y comprendía que estaba muerto, entonces me sentaba a su lado entre los muebles negros de su pieza a leerle el libro que acababa de escribir, y a medida que mi voz narraba la historia los muebles se convertían en madera clara, la cama se llenaba de velos azules y entraba el sol por la ventana. Desperté sobresaltada, a las tres de la madrugada, con la solución: Alba, la nieta, escribe la historia de la familia junto al cadáver de su abuelo, Esteban Trueba, mientras aguarda la mañana para enterrarlo. Fui a la cocina, me senté ante la máquina y en menos de dos horas escribí sin vacilar las diez páginas del epílogo.
Dicen que nunca se termina un libro, que simplemente el autor se da por vencido; en este caso mis abuelos, molestos tal vez al ver sus memorias tan traicionadas, me obligaron a poner la palabra fin. Había escrito mi primer libro. No sabía que esas páginas me cambiarían la vida, pero sentí que había terminado un largo tiempo de parálisis y mudez.
Até la pila de hojas con la misma cinta que había usado durante un año y se la pasé tímidamente a mi madre, quien volvió a los pocos días preguntando, con expresión de horror, cómo me atrevía a revelar secretos familiares y a describir a mi padre como un degenerado, dándole además su propio apellido. En esas páginas yo había introducido a un conde francés con un nombre escogido al azar: Bilbaire. Supongo que lo oí alguna vez, lo guardé en un compartimiento olvidado y al crear al personaje lo llamé así sin la menor
conciencia de haber utilizado el apellido materno de mi progenitor. Con la reacción de mi madre renacieron algunas sospechas sobre mi padre que atormentaron mi niñez. Para complacerla decidí cambiar el apellido y después de mucho buscar encontré una palabra francesa con una letra menos, para que cupiera con holgura en el mismo espacio, pude borrar Bilbaire con corrector en el original y escribir encima Satigny, tarea que me tomó varios días revisando página por página, metiendo cada hoja en el rodillo de la máquina portátil y consolándome de ese trabajo artesanal con la idea de que Cervantes escribió El Quijote con una pluma de pájaro, a la luz de una vela, en prisión y con la única mano que le quedaba. A partir de ese cambio mi madre entró con entusiasmo en el juego de la ficción, participó en la elección del título La casa de los espíritus y aportó ideas estupendas, incluso algunas para ese conde controversial. A ella, que tiene una imaginación morbosa, se le ocurrió que entre las fotografías escabrosas que coleccionaba ese personaje había «una llama embalsamada cabalgando sobre una mucama coja». Desde entonces mi madre es mi editora y la única persona que corrige mis libros, porque alguien con capacidad de crear algo tan retorcido merece toda mi confianza. También fue ella quien insistió en publicarlo, se puso en contacto con editores argentinos, chilenos y venezolanos, mandó cartas a diestra y siniestra y no perdió la esperanza, a pesar de que nadie se dio la molestia de leer el manuscrito o de contestarnos. Un día conseguimos el nombre de una persona que podía ayudarnos en España. Yo no sabía que existieran agentes literarios, la verdad es que, como la mayor parte de los seres normales, tampoco había leído crítica y no sospechaba que los libros se analizan en universidades con la misma seriedad con que se estudian los astros en el firmamento. De haberlo sabido, no me habría atrevido a publicar ese montón de páginas manchadas de sopa y corrector líquido, que el correo se encargó de colocar sobre el escritorio de Carmen Balcells en Barcelona. Esa catalana magnífica, madraza de casi todos los grandes escritores latinoamericanos de las últimas tres décadas, se dio el trabajo de leer mi libro y a las pocas semanas me llamó para anunciarme que estaba dispuesta a ser mi agente y advertirme que si bien mi novela no estaba mal, eso no significaba nada, cualquiera puede acertar con un primer libro, sólo el segundo probaría que yo era una escritora. Seis meses más tarde fui invitada a España para la publicación de la novela. El día antes de partir mi madre ofreció a la familia una cena para celebrar el acontecimiento. A la hora de los postres el tío Ramón me entregó un paquete y al abrirlo apareció ante mis ojos maravillados el primer ejemplar recién salido de las máquinas, que él consiguió con malabarismos de viejo negociante, suplicando a los editores, movilizando a los Embajadores de dos continentes y utilizando la valija diplomática para que me llegara a tiempo. Es imposible describir la emoción de ese momento, basta decir que nunca más he vuelto a sentirla con otros libros, con traducciones a idiomas que creía ya muertos, o con las adaptaciones al cine o al teatro, ese ejemplar de La casa de los espíritus con una franja rosada y una mujer con pelo verde tocó mi corazón profundamente. Partí a Madrid con el libro en el regazo, bien expuesto a la vista de quien quisiera mirar, acompañada por Michael, tan orgulloso de mi proeza como mi madre.
Ambos entraban a las librerías preguntando si tenían mi libro y armaban una escena si les decían que no y otra si les decían que sí, porque no lo habían vendido. Carmen Balcells nos recibió en el aeropuerto envuelta en un abrigo de piel morado y al cuello una bufanda de seda color malva que arrastraba por el suelo como la cola desmayada de un cometa, me abrió los brazos y desde ese momento se convirtió en mi ángel protector. Ofreció un festín para presentarme a la intelectualidad española, pero yo estaba tan asustada que pasé buena parte de la velada escondida en el baño.
Esa noche en su casa vi por primera y única vez un kilo de caviar del Irán y cucharas soperas a disposición de los comensales, una extravagancia faraónica totalmente injustificada porque de todos modos yo era una pulga y ella no sospechaba entonces la trayectoria afortunada que tendría esa novela, pero seguro la conmovieron mi apellido ilustre y mi aspecto de provinciana. Aún recuerdo la pregunta inicial en la entrevista que me hizo el más renombrado crítico literario del momento: ¿puede explicar la estructura cíclica de su novela? Debo haberlo mirado con expresión bovina porque no sabía de qué diablos me hablaba, creía que sólo los edificios tienen estructura y lo único cíclico de mi repertorio eran la luna y la menstruación. Poco después los mejores editores europeos, desde Finlandia hasta Grecia, compraron la traducción y así se disparó el libro en una carrera meteórica.
Se había producido uno de esos raros milagros que todo autor sueña, pero yo no alcancé a darme cuenta del éxito escandaloso hasta año y medio más tarde, cuando ya estaba a punto de terminar una segunda novela nada más que para probar a Carmen Balcells mi condición de escritora y demostrarle que el kilo de caviar no había sido pura pérdida.
Seguí trabajando doce horas diarias en el colegio, sin atreverme a renunciar, porque el contrato millonario de Michael, conseguido en parte con el ensalmo líquido de la señora de la limpieza, se había hecho humo. Por una de esas coincidencias tan precisas que parecen metáforas, su trabajo se vino al suelo el mismo día que yo presentaba mi libro en Madrid. Al descender del avión en el aeropuerto de Caracas nos salió al encuentro su socio con la mala noticia; se borró la alegría de mi triunfo y fue reemplazada por los nubarrones de su desgracia. Denuncias de corrupción y soborno en el banco que financiaba la obra obligaron a la justicia a intervenir, congelaron los pagos y se paralizó la construcción. La prudencia indicaba cerrar la oficina de inmediato y tratar de liquidar lo más posible, pero él creyó que el banco era demasiado poderoso y había muchos intereses políticos de por medio como para que el conflicto se eternizara, concluyó que si lograba mantenerse a flote por un tiempo todo se arreglaría y el contrato volvería a sus manos. Entretanto su socio, más diestro en esas reglas del juego, desapareció con su parte del dinero dejándolo sin trabajo y sumido en un creciente abismo de deudas. Las preocupaciones acabaron por agotar a Michael, pero se negó a admitir su fracaso y su depresión hasta que un día cayó desmayado. Paula y Nicolás lo llevaron en brazos a la cama y yo traté de reanimarlo con agua y bofetones, como había visto en las películas. Más tarde el médico diagnosticó azúcar en la sangre y comentó divertido que la diabetes no se cura con baldes de agua fría. Volvió a desmayarse con alguna frecuencia y todos acabamos por acostumbrarnos. No habíamos oído la palabra porfiria y nadie atribuyó sus síntomas a ese raro desorden del metabolismo, pasarían tres años antes que una sobrina cayera muy enferma y después de meses de exhaustivos análisis los médicos de una clínica norteamericana diagnosticaran la enfermedad; la familia completa debió examinarse y así descubrimos que Michael, Paula y Nicolás padecen esa condición.
Para entonces nuestro matrimonio se había convertido en una burbuja de cristal que debíamos tratar con grandes precauciones para no hacerla trizas; cumplíamos con ceremoniosas reglas de cortesía y hacíamos porfiados esfuerzos por mantenernos juntos a pesar de que cada día nuestros caminos se separaban más. Nos teníamos respeto y simpatía, pero esa relación me pesaba sobre los hombros como un saco de cemento; en mis pesadillas avanzaba por un desierto arrastrando una carreta y en cada paso se hundían las ruedas y mis pies en la arena. En ese tiempo sin amor encontré evasión en la escritura. Mientras en Europa mi primera novela se abría camino, yo seguía escribiendo de
noche en la cocina de nuestra casa en Caracas, pero me había modernizado, ahora lo hacía en una máquina eléctrica. Comencé De amor y de sombra el 8 de enero de 1983 porque ese día me había traído suerte con La casa de los espíritus, iniciando así una tradición que todavía mantengo y no me atrevo a cambiar, siempre escribo la primera línea de mis libros en esa fecha. Ese día trato de estar sola y en silencio por largas horas, necesito mucho tiempo para sacarme de la cabeza el ruido de la calle y limpiar mi memoria del desorden de la vida.
Enciendo velas para llamar a las musas y a los espíritus protectores, coloco flores sobre mi escritorio para espantar el tedio y las obras completas de Pablo Neruda bajo la computadora con la esperanza de que me inspiren por ósmosis; si estas máquinas se infectan de virus no hay razón para que no las refresque un soplo poético. Mediante una ceremonia secreta dispongo la mente y el alma para recibir la primera frase en trance, así se entreabre una puerta que me permite atisbar al otro lado y percibir los borrosos contornos de la historia que espera por mí. En los meses siguientes cruzaré el umbral para explorar esos espacios y poco a poco, si tengo suerte, los personajes cobrarán vida, se harán cada vez más precisos y reales, y se me irá revelando el cuento. Ignoro cómo y por qué escribo, mis libros no nacen en la mente, se gestan en el vientre, son criaturas caprichosas con vida propia, siempre dispuestas a traicionarme. No decido el tema, el tema me escoge a mí, mi labor consiste simplemente en dedicarle suficiente tiempo, soledad y disciplina para que se escriba solo. Así sucedió con mi segunda novela. En 1978 fueron descubiertos en Chile, en la localidad de Lonquén a pocos kilómetros de Santiago, los cuerpos de quince campesinos asesinados por la dictadura y ocultos en unos hornos de cal abandonados. La Iglesia Católica denunció el hallazgo y estalló el escándalo antes que las autoridades pudieran acallarlo, era la primera vez que aparecían los restos de algunos desaparecidos y el dedo tembleque de la justicia chilena no tuvo más remedio que señalar a las Fuerzas Armadas. Varios carabineros fueron acusados, llevados a juicio, condenados por homicidio en primer grado y enseguida puestos en libertad por el General Pinochet mediante un decreto de amnistía. La noticia salió publicada en la prensa del mundo y así me enteré yo en Caracas.
Para entonces desaparecían miles de personas en muchas parte del continente, Chile no era una excepción. En Argentina las madres de los desaparecidos desfilaban en la Plaza de Mayo con las fotografías de sus hijos y sus nietos ausentes, en Uruguay sobraban nombres de presos y faltaban cuerpos. Lo ocurrido en Lonquén fue como un puñetazo en la boca del estómago, el dolor no me abandonó en años. Cinco hombres de la misma familia, los Maureira, murieron asesinados por esos carabineros. A veces iba distraída manejando por una autopista y me asaltaba la visión conmovedora de las mujeres Maureira buscando por años a sus hombres, preguntando inútilmente en prisiones, campos de concentración, hospitales y cuarteles, como miles y miles de otras personas que en otros lugares inquirían también por los suyos.
Ellas tuvieron mejor suerte que la mayoría, al menos supieron que sus hombres habían muerto y pudieron llorarlos y rezar por ellos, aunque no enterrarlos, porque los militares les birlaron los restos y dinamitaron los hornos de cal para evitar que se convirtieran en sitio de peregrinaje y devoción. Esas mujeres caminaron un día a lo largo de unos toscos mesones examinando los despojos, unas llaves, un peine, un trozo de chaleco azul, algo de pelo o unos pocos dientes, y dijeron: éste es mi marido, éste es mi hermano, éste es mi hijo. Siempre al pensar en ellas me volvía con implacable claridad el recuerdo de ese tiempo que viví en Chile bajo el pesado manto del terror, la censura y la autocensura, las
delaciones, el toque de queda, los soldados de caras pintadas para no ser reconocidos, los automóviles con vidrios oscuros de la policía política, las detenciones en la calle, en las casas, en las oficinas, mis carreras para asilar perseguidos en las Embajadas, las noches en vela porque teníamos a alguien oculto bajo nuestro techo, las burdas estrategias para sacar sigilosamente información hacia el extranjero e introducir dinero para ayudar a las familias de los presos. Para mi segunda novela no tuve que pensar en el tema, las mujeres de la familia Maureira, las madres de la Plaza de Mayo y millones de otras víctimas me acosaron obligándome a escribir. La historia de los muertos de Lonquén tenía raíces en mi corazón desde 1978, desde entonces había archivado todos los recortes de prensa que cayeron en mis manos sin saber exactamente para qué, puesto que aún no sospechaba que mis pasos se encaminarían hacia la literatura. En 1983 disponía de una gruesa carpeta de información y sabía dónde buscar más datos, mi trabajo consistió solamente en trenzar esos hilos en una sola cuerda. Contaba con mi amigo Francisco en Chile, a quien pensaba utilizar como modelo para el protagonista, a una familia de refugiados republicanos españoles para los Leal y un par de compañeras de la revista femenina donde antes trabajaba, que inspiraron el personaje de Irene. Tomé a Gustavo Morante, el novio de Irene, de un oficial del Ejército en Chile, que me siguió al Cerro San Cristóbal un mediodía otoñal de 1974. Estaba sentada bajo un árbol mirando Santiago desde las alturas, con la perra suiza de mi madre, a quien solía llevar a tomar aire, cuando se detuvo un automóvil a pocos metros, descendió un hombre en uniforme y avanzó hacia mí. El pánico me paralizó, por un instante pensé echar a correr, pero enseguida comprendí la inutilidad de cualquier intento de escapatoria y temblando lo enfrenté sin voz.
Ante mi sorpresa, el oficial no me ladró una orden, sino que se quitó la gorra, se disculpó por molestarme y preguntó si podía sentarse conmigo. Yo todavía no podía pronunciar palabra, pero me tranquilizó ver que estaba solo, las detenciones siempre se llevaban a cabo entre varios. Era un hombre de unos treinta años, alto y apuesto, con un rostro un poco ingenuo, sin líneas de expresión. Noté su angustia apenas comenzó a hablar. Me dijo que sabía quién era yo, había leído algunos de mis artículos y no le gustaban, pero se divertía con mis programas en televisión, me había visto subir al cerro a menudo y ese día me había seguido porque tenía algo que contarme. Dijo que provenía de una familia muy religiosa, era católico observante y de joven había contemplado la posibilidad de entrar al Seminario, pero había ingresado a la Escuela Militar para complacer a su padre. Pronto descubrió que le gustaba esa profesión y con el tiempo el Ejército se convirtió en su verdadero hogar. Estoy preparado para morir por mi patria, dijo, pero no sabía lo difícil que es matar por ella. Y entonces, después de una pausa muy larga, me describió su primer fusilamiento, cómo le tocó ejecutar a un prisionero político, tan torturado que no podía tenerse de pie y debieron amarrarlo en una silla, de cómo dio la orden de fuego en ese patio escarchado a las cinco de la mañana, y cómo cuando se disipó el ruido de los balazos se dio cuenta de que el hombre estaba vivo y lo miraba tranquilamente a los ojos, porque ya estaba más allá del miedo.
— Tuve que acercarme al prisionero, ponerle la pistola en la sien y apretar el gatillo. La sangre me salpicó el uniforme… No puedo quitármelo del alma, no puedo dormir, ese recuerdo me persigue.
— ¿Por qué me lo cuenta a mí? — le pregunté.
— Porque no me basta habérselo dicho a mi confesor, quiero compartirlo con alguien que
tal vez pueda usarlo. No todos los militares somos asesinos, como andan diciendo por ahí, muchos tenemos conciencia. — Se puso de pie, me saludó con una inclinación leve, se caló la gorra y partió en su automóvil.
Meses más tarde otro hombre, esta vez vestido de civil, me contó algo similar. Los soldados disparan a las piernas para obligar a los oficiales a dar el tiro de gracia y mancharse también con sangre, me dijo. Guardé esas historias conmigo por nueve años, al fondo de un cajón, anotadas en una hoja de papel, hasta que me sirvieron en De amor y de sombra. Algunos críticos consideraron ese libro sentimental y demasiado político; para mí está lleno de magia porque me reveló los extraños poderes de la ficción. En el lento y silencioso proceso de la escritura entro en un estado de lucidez, en el cual a veces puedo descorrer algunos velos y ver lo invisible, tal como hacía mi abuela con su mesa de tres patas. No es el caso mencionar todas las premoniciones y coincidencias que se dieron en esas páginas, basta una. Si bien disponía de abundante información, tenía grandes lagunas en la historia porque buena parte de los juicios militares quedó en secreto y lo que se publicó estaba desfigurado por la censura. Además me encontraba muy lejos y no podía ir a Chile a interrogar a las personas implicadas, como hubiera hecho en otras circunstancias. Mis años de periodismo me han enseñado que en esas entrevistas personales se obtienen las claves, los motivos y las emociones de la historia, ninguna investigación de biblioteca puede reemplazar los datos de primera mano conseguidos en una conversación cara a cara.
Escribí la novela en esas calientes noches de Caracas con el material de mi carpeta de recortes, un par de libros, algunas grabaciones de Amnistía Internacional y las voces infatigables de las mujeres de los desaparecidos, que atravesaron distancias y tiempos para venir en mi ayuda. Así y todo, debí recurrir a la imaginación para llenar las lagunas. Al leer el original mi madre objetó una parte que le pareció absolutamente improbable: los protagonistas van de noche en una motocicleta durante el toque de queda a una mina cerrada por los militares, cruzan el cerco, se meten en un campo prohibido, abren la mina con picos y palas, encuentran los restos de los cuerpos asesinados, toman fotografías, vuelven con las pruebas y se las entregan al Cardenal, quien finalmente ordena abrir la tumba. Esto es imposible, dijo, nadie se atrevería a correr semejantes riesgos en plena dictadura. No se me ocurre otra manera de resolver el argumento, considéralo una licencia literaria, repliqué. El libro fue publicado en 1984. Cuatro años más tarde fue eliminada la lista de exilados que no podían regresar a Chile y me sentí libre de volver por primera vez a mi país para votar en un plebiscito, que finalmente derrocó a Pinochet. Una noche sonó el timbre de la casa de mi madre en Santiago y un hombre insistió en hablar conmigo en privado. En un rincón de la terraza me contó que era sacerdote, que se había enterado en secreto de confesión de los cuerpos enterrados en Lonquén, había ido en su motocicleta durante el toque de queda, abierto la mina prohibida con pico y pala, fotografiado los restos y llevado las pruebas al Cardenal, quien mandó a un grupo de sacerdotes, periodistas y diplomáticos a abrir la tumba clandestina.
— Nadie lo sospecha excepto el Cardenal y yo. Si se hubiera difundido mi participación en este asunto, seguramente no estaría aquí hablándole, también yo habría desaparecido. ¿Cómo lo supo usted? — me preguntó.
— Me lo soplaron los muertos–repliqué, pero no me creyó.
Ese libro también trajo a Willie a mi vida, por eso le estoy agradecida.
Mis dos primeras novelas demoraron bastante en cruzar el Atlántico, pero finalmente llegaron a las librerías de Caracas, algunas personas las leyeron, se publicaron un par de críticas favorables, y eso cambió la calidad de mi vida. Se me abrieron círculos a los cuales no había tenido acceso, conocí gente interesante, algunos medios de prensa me pidieron colaboraciones y me llamaron productores de televisión ofreciéndome entrada por la puerta ancha, pero para entonces ya sabía cuán inciertas son esas promesas y no quise dejar mi empleo seguro en el colegio. Un día en el teatro se me acercó un hombre de voz suave y cuidadosa pronunciación para felicitarme por mi primera novela, dijo que lo tocaba profundamente, entre otras cosas porque vivió con su familia en Chile durante el gobierno de Salvador Allende y presenció el Golpe Militar. Más tarde me enteré que también estuvo preso en esos primeros días de brutalidad indiscriminada, porque los vecinos, confundidos por su acento, creyeron que era un agente cubano y lo denunciaron. Así comenzó mi amistad con Ildemaro, la más significativa de mi vida, una mezcla de buen humor y de severas lecciones. A su lado aprendí mucho, él guiaba mis lecturas, revisaba algunos de mis escritos y discutíamos de política, cuando pienso en él me parece verlo apuntándome con el índice mientras me instruye sobre la obra de Benedetti o despeja las brumas de mi cerebro con un docto sermón socialista, pero esa imagen no es la única, también lo recuerdo muerto de la risa o rojo de vergüenza cuando le tumbábamos la solemnidad a punta de bromas. Nos incorporó a su familia y por primera vez en muchos años volvimos a tener el calor de una tribu, se reiniciaron los almuerzos dominicales, nuestros hijos se consideraban primos y todos tenían llaves de ambas casas. Ildemaro, que es médico pero tiene más vocación por la cultura, nos proveía de entradas a un sinfín de actos a los cuales asistíamos para no ofenderlo. Al principio Paula fue la única con valor suficiente para reírse en su presencia de las vacas sagradas del arte, y pronto los demás seguimos su ejemplo y terminamos formando un grupo de teatro doméstico con el propósito de parodiar los actos culturales y las prédicas intelectuales de nuestro amigo, pero él encontró rápidamente una manera astuta de desbaratar nuestros planes: se convirtió en el miembro más activo de la compañía. Bajo su dirección montamos algunos espectáculos que trascendieron los límites del sufrido círculo de amigos, como una conferencia sobre los celos en la cual presentamos una máquina de nuestra invención para medir «el nivel de celotipia» en las víctimas de ese grave flagelo. Una sociedad de psiquiatras–no recuerdo si junguianos o lacanianos–nos tomó en serio, fuimos invitados a hacer una demostración y una noche fuimos a parar a la sede del Instituto con nuestra descabellada charla. La máquina de los celos consistía en un cajón negro con caprichosos bombillos que se encendían y se apagaban y erráticas agujas que marcaban números, conectada mediante cables de batería a un casco en la cabeza de Paula, quien cumplía valientemente el papel de conejillo de experimentación, mientras Nicolás daba vueltas una manivela. Los psiquiatras escuchaban atentos y tomaban notas, algunos parecían algo perplejos, pero en general quedaron satisfechos y al día siguiente apareció en el periódico una docta reseña de la conferencia. Paula sobrevivió a la máquina de los celos y tanto se encariñó con Ildemaro que lo hizo depositario de sus confidencias más íntimas y para darle gusto aceptaba el papel de artista estelar en todas las producciones de la compañía. Ahora Ildemaro me llama a menudo para saber de ella, escucha los detalles en silencio y trata de darme ánimo, pero no esperanza, porque él no la tiene. En esa época nada indicaba que el destino de mi hija sufriría este descalabro, era entonces una bella estudiante en sus veinte años, brillante y alegre, a quien no le importaba hacer el ridículo sobre un escenario si Ildemaro se lo pedía. La infatigable Abuela Hilda, quien había salido de Chile siguiendo a la familia al exilio y vivía media vida en nuestra casa, mantenía abierto en permanencia un costurero en el comedor, donde
fabricábamos disfraces y escenarios. Michael participaba con buen humor, a pesar que solían tambalear su salud y su entusiasmo. Nicolás, que sufría de pánico escénico y vergüenza ajena, se encargaba de los montajes técnicos: luz, sonido y efectos especiales, así podía mantenerse oculto tras las cortinas. Poco a poco la mayor parte de nuestros amigos se incorporaron al teatro y no quedó nadie para constituir el público, pero preparar las obras era tan divertido para los actores y músicos que no importaba hacer las representaciones ante una sala vacía. La casa se nos llenó de gente, de ruido y de risas, por fin teníamos una familia extendida y nos sentíamos a gusto en esa nueva patria.
Sin embargo no ocurría lo mismo con mis padres. El tío Ramón veía aproximarse sus setenta años y deseaba regresar a morir en Chile, como explicó con cierto dramatismo, provocando carcajadas entre nosotros, que lo sabemos inmortal. Un par de meses más tarde lo vimos preparar sus maletas y poco después partió con mi madre de vuelta a un país donde no había puesto los pies en muchos años y donde todavía gobernaba el mismo general. Me sentí huérfana, temía por ellos, presentía que no volveríamos a vivir en la misma ciudad y me preparé para reiniciar la antigua rutina de las cartas diarias. Para despedirlos ofrecimos una parranda con guisos y vinos chilenos y la última obra de la compañía de teatro. Mediante canciones, bailes, actores y títeres narramos las vidas tormentosas y los amores ilegales de mi madre y el tío Ramón, representados por Paula e Ildemaro, provisto de diabólicas cejas postizas. Esta vez tuvimos público, porque asistieron casi todos los buenos amigos que nos habían acogido en ese cálido país. En un sitio de honor estaba Valentín Hernández, cuyas visas generosas nos abrieron las puertas. Fue la última vez que lo vimos, poco después murió de una enfermedad repentina dejando en el desconsuelo a su mujer y sus descendientes. Era uno de aquellos patriarcas amorosos y vigilantes que cobijan bajo su capa protectora a todos los suyos. Le costó morir porque no quería irse dejando a su familia expuesta al vendaval de estos aterradores tiempos modernos y en el fondo de su corazón tal vez soñaba con llevárselos consigo. Un año después su viuda reunió a las hijas, los yernos y los nietos para conmemorar la muerte de su marido de una manera alegre, como a él le hubiera gustado, y se los llevó de paseo a Florida. El avión estalló en el aire y no quedó nadie de esa familia para llorar a los ausentes o recibir las condolencias.
En septiembre de 1987 se publicó en España mi tercera novela, Eva Luna, escrita a plena luz de día en una computadora, en el amplio estudio de una casa nueva. Los dos libros anteriores convencieron a mi agente que yo pensaba tomar la literatura en serio, y a mí que valía la pena correr el riesgo de dejar mi empleo y dedicarme a escribir, a pesar de que mi marido seguía en bancarrota y aún no terminábamos de pagar deudas. Vendí las acciones del colegio y compramos una casona encaramada en un cerro, algo destartalada, es cierto, pero Michael la remodeló convirtiéndola en un refugio asoleado donde sobraba espacio para visitas, parientes y amigos, y donde la Abuela Hilda pudo instalar con comodidad el taller de costura y yo mi oficina. A media altura del cerro la casa tenía entre sus fundaciones un sótano con luz y aire fresco, tan grande que plantamos en medio de un jardín tropical la mata que reemplazó al nomeolvides de mis nostalgias. Los muros estaban cubiertos de estanterías repletas de libros y como único mueble contaba con una enorme mesa al centro de la pieza. Ése fue un tiempo de grandes cambios. Paula y Nicolás, convertidos en jóvenes independientes y ambiciosos, iban a la universidad, viajaban solos y era evidente que ya no me necesitaban, pero la complicidad entre los tres se mantuvo inmutable. Después que terminaron los amores con el joven siciliano, Paula profundizó sus estudios de psicología y sexualidad. Su pelo castaño le caía hasta la cintura, no usaba maquillaje y acentuaba su aspecto virginal con largas faldas de algodón
blanco y sandalias. Hacía trabajo voluntario en las más bravas poblaciones marginales, allí donde ni la policía se aventuraba después de la puesta del sol. Para entonces la violencia y el crimen se habían disparado en Caracas, nuestra casa había sido asaltada varias veces y circulaban rumores horribles de niños raptados en los centros comerciales para arrancarles las córneas y venderlas a bancos de ojos, de mujeres violadas en los estacionamientos, de gente asesinada sólo para robar un reloj.
Paula partía manejando su pequeño automóvil con una bolsa de libros a la espalda y yo me quedaba temblando por ella. Le rogué mil veces que no se metiera en esos andurriales, pero no me escuchaba, porque se sentía protegida por sus buenas intenciones y creía que por allí todos la conocían. Poseía una mente clara, pero conservaba el nivel emocional de una chiquilla; la misma mujer que en el avión memorizaba el mapa de una ciudad donde nunca había puesto los pies, alquilaba un automóvil en el aeropuerto y conducía sin vacilar hasta el hotel, o bien era capaz de preparar en cuatro horas un curso sobre literatura para que yo me luciera en una universidad, se desmayaba cuando la vacunaban y temblaba de pánico en una película de vampiros. Practicaba sus pruebas psicológicas con Nicolás y conmigo, así comprobó que su hermano tiene un nivel intelectual cercano a la genialidad y en cambio su madre sufre de retardo profundo. Me pasó las pruebas una y otra vez y los resultados no variaron, siempre dieron un coeficiente intelectual bochornoso. Menos mal que nunca intentó ensayar con nosotros sus adminículos del seminario de sexualidad.
Con Eva Luna tomé finalmente conciencia de que mi camino es la literatura y me atreví a decir por primera vez: soy escritora.
Cuando me senté ante la máquina para iniciar el libro no lo hice como en los dos anteriores llena de excusas y dudas, sino en pleno uso de mi voluntad y hasta con cierta dosis de altivez. Voy a escribir una novela, dije en voz alta. Luego encendí la computadora y sin pensarlo dos veces me lancé con la primera frase: Me llamo Eva, que quiere decir vida…
Mi madre llegó de visita a California. Casi no la reconozco en el aeropuerto, parecía una bisabuela de porcelana, una viejecita vestida de negro con voz temblorosa y la cara estragada de pena y cansancio por el viaje de veinte horas desde Santiago. Se echó a llorar al abrazarme y siguió haciéndolo todo el camino, pero al llegar a casa enfiló hacia el baño, se dio una ducha, se vistió de colores alegres y bajó sonriendo a saludar a Paula. Se impresionó al verla, a pesar de que esperaba encontrarla peor, todavía tiene vivo el recuerdo de su nieta favorita tal como era antes. La niña está en el limbo, doñita, junto a los bebés que murieron sin bautizar y otras almas salvadas del purgatorio, trató de consolarla una de las cuidadoras. ¡Qué pérdida, Dios mío, qué pérdida! murmura mi madre a menudo, pero nunca delante de Paula, porque piensa que tal vez puede oírla. No proyecte sus angustias y sus deseos en ella, señora, le advirtió el doctor Shima, la vida anterior de su nieta terminó, ahora vive en otro estado de conciencia. Como era previsible, mi madre se prendó del doctor Shima. Es un hombre sin edad, con el cuerpo gastado, cara y manos jóvenes y una mata de pelo oscuro, usa suspensores de elástico y los pantalones subidos hasta las axilas, camina con una leve cojera y se ríe con expresión maliciosa como un niño pillado en falta. Ambos rezan por Paula, ella con su fe cristiana y él con la budista. En el caso de mi madre es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia, porque pasó diecisiete años rogando para que el General Pinochet pasara a mejor vida y no sólo se encuentra todavía en pleno uso de salud, sino que sigue teniendo
la sartén por el mango en Chile. Dios tarda, pero cumple, replica ella cuando se lo recuerdo, te aseguro que Pinochet va camino a la tumba. Así estamos todos desde que nacemos, muriéndonos de a poco.
Por las tardes esta abuela irónica se instala a tejer junto a su nieta y le habla sin importarle el silencio sideral donde caen sus palabras, le cuenta del pasado, repasa los chismes de última hora, comenta su propia vida y a veces le canta desafinado un himno a María, única canción que recuerda completa. Cree que desde su cama ella realiza milagros sutiles, nos obliga a crecer y nos enseña los caminos de la compasión y la sabiduría. Sufre por ella y sufre por mí, dos dolores que no puede evitar.
— ¿Dónde estaba Paula antes de entrar al mundo a través de mí?
¿Dónde irá cuando muera?
— Paula ya está en Dios. Dios es lo que une, aquello que mantiene el tejido de la vida, lo mismo que tú llamas amor–replicó mi madre.
Ernesto apareció por aquí aprovechando una semana de vacaciones.
Mantenía aún la ilusión de que su mujer se recuperara lo suficiente para tener una vida con ella, aunque fuera muy limitada. Imaginaba que sucedería un prodigio y ella despertaría de pronto con un bostezo largo, buscaría a tientas su mano y preguntaría qué pasó con la voz destemplada por falta de uso. Los médicos se equivocan muchas veces y de la mente se sabe poco, me dijo. Sin embargo ya no entró impetuoso a verla, sino con cautela, como asustado. La teníamos bien peinada y vestida con la ropa que él le trajo en una visita anterior. La abrazó con inmensa ternura mientras las cuidadoras escapaban hacia la cocina, conmovidas, y mi madre y yo buscábamos refugio en la terraza. Los primeros días pasó horas escudriñando las reacciones de Paula en busca de algún destello de inteligencia, pero poco a poco desistió, lo vi desinflarse, encogerse, hasta que el aura optimista de su llegada se convirtió en la penumbra que nos envuelve a todos. Le sugerí que Paula ya no es su esposa sino su hermana espiritual, que no debe considerarse atado a ella, pero me miró como si oyera un sacrilegio. La última noche se quebró y se dio cuenta por fin que no habrá milagro capaz de devolverle su novia eterna y por mucho que busque nada encontrará en el tremendo abismo de sus ojos vacíos. Despertó aterrado con un mal sueño y vino a oscuras a mi pieza, temblando y mojado de transpiración y lágrimas, a contármelo.
— Soñé que Paula subía por una larga escalera telescópica y al llegar arriba se lanzaba al vacío antes que yo pudiera detenerla, dejándome desesperado. Luego la veía muerta sobre una mesa y allí permanecía intacta por largo tiempo, mientras la vida transcurría para mí. Poco a poco comenzaba a perder peso y a caérsele el pelo, hasta que de pronto se levantaba y trataba de decirme algo, pero yo la interrumpía para reprocharle que me hubiera abandonado. Ella volvía a dormir sobre la mesa; cada vez se deterioraba más sin morir del todo. Finalmente me daba cuenta que la única manera de ayudarla era destruyendo su cuerpo, la tomaba en brazos y la colocaba sobre el fuego. Se reducía a cenizas, que yo esparcía a puñados en un jardín. Su espectro aparecía entonces para despedirse de la familia, por último se dirigía a mí para decirme que me amaba y enseguida empezaba a desvanecerse…
— Déjala ir, Ernesto–le supliqué.
— Si tú puedes despedirte de ella, también puedo hacerlo yo–contestó.
Y entonces pensé que desde siglos inmemoriales las mujeres han perdido hijos, es el dolor más antiguo e inevitable de la humanidad. No soy la única, casi todas las madres pasan por esta prueba, se les rompe el corazón, pero siguen viviendo porque deben proteger y amar a los que quedan. Sólo un grupo de mujeres privilegiadas en épocas muy recientes y en países avanzados donde la salud está al alcance de quienes pueden pagarla, confía en que todos sus hijos llegarán a la edad adulta. La muerte siempre está acechando. Fuimos con Ernesto a la pieza de Paula, cerramos la puerta y a solas procedimos a improvisar un breve rito de adiós.
Le dijimos cuánto la amábamos, repasamos los espléndidos años vividos y le aseguramos que permanecerá siempre en nuestra memoria. Le prometimos que la acompañaremos hasta el último instante en este mundo y que nos encontraremos de nuevo en el otro, porque en realidad no hay separación. Muérete, mi amor, suplicó Ernesto de rodillas junto a la cama. Muérete, hija, agregué yo en silencio, porque no me salió la voz.
Willie sostiene que hablo y camino dormida, pero no es así. De noche vago descalza y callada por la casa, para no incomodar a los espíritus y a los zorrillos que acuden sigilosos a devorar la comida de la gata. A veces nos encontramos frente a frente y ellos levantan sus hermosas colas rayadas, como peludos pavos reales, y me miran con los hocicos temblorosos, pero deben haberse acostumbrado a mi presencia, porque hasta ahora no han disparado sus chorros fatídicos dentro de la casa, sólo en el sótano. No ando sonámbula, sólo ando triste. Tómate una pastilla y trata de descansar unas cuantas horas, me suplica Willie agotado, deberías ir donde un psiquiatra, estás obsesionada y de tanto pensar en Paula acabas viendo visiones. Me repite que mi hija no viene a nuestra pieza de noche, eso es imposible, no puede moverse, son sólo pesadillas mías, como tantas otras que me parecen más ciertas que la realidad. Quién sabe… tal vez existen otras vías de comunicación espiritual, no sólo los sueños, y en su terrible invalidez Paula ha descubierto la forma de hablarme. Se me han agudizado los sentidos para percibir lo invisible, pero no estoy loca. El doctor Shima viene muy seguido, asegura que Paula se ha convertido en su guía. Ya se cumplió el plazo de tres meses y han desaparecido los psíquicos, los hipnotistas, los videntes y los médiums, ahora sólo la doctora Forrester y el doctor Shima la cuidan. A veces él sólo medita unos minutos junto a ella, otras la examina meticulosamente, le coloca agujas para aliviar sus huesos, le administra medicamentos chinos, luego comparte conmigo una taza de té y podemos hablar sin pudores, porque nadie nos oye. Me atreví a contarle que Paula viene a visitarme por las noches y no le pareció extraño, dice que a él también le habla.
— ¿Cómo le habla, doctor?
— En la madrugada despierto con su voz.
— ¿Cómo sabe que es su voz? Nunca la ha oído…
— A veces la veo claramente. Me señala los puntos dolorosos, me indica cambios en las medicinas, me pide que ayude a su madre en esta prueba, sabe cuánto sufre. Paula está muy cansada y quiere irse, pero su naturaleza es fuerte y puede vivir mucho más.
— ¿Cuánto tiempo más, doctor Shima?
Sacó de su maletín mágico una bolsa de terciopelo con sus palitos de I Ching, se concentró en una oración secreta, los batió un rato y los lanzó sobre la mesa.
— Siete…
— ¿Siete años ?
— O meses o semanas, no lo sé, el I Ching es muy vago…
Antes de irse me dio unas yerbas misteriosas, cree que la ansiedad desbarata las defensas del cuerpo y de la mente, que existe una relación directa entre el cáncer y la tristeza. También la doctora Forrester me recetó algo para la depresión, guardo el frasco cerrado en la cesta de las cartas de mi madre, escondido junto con las píldoras para dormir, porque he decidido no aliviarme con drogas; éste es un camino que debo recorrer sangrando. Las imágenes del parto de Celia me vuelven a menudo, la veo transpirando, desgarrada por el esfuerzo, mordiéndose los labios, paso a paso por esa larga prueba sin ayuda de calmantes, serena y consciente ayudando a su hija a nacer. La veo en su esfuerzo final, abierta como una herida cuando surge la cabeza de Andrea, oigo su grito triunfal y el sollozo de Nicolás y vuelvo a percibir la dicha de todos en la quietud sagrada de esta pieza donde ahora duerme Paula. Tal vez la extraña enfermedad de mi hija sea como ese parto; debo apretar los dientes y resistir con valor sabiendo que este tormento no será eterno, deberá terminar un día. ¿Cómo? Sólo puede ser con la muerte… Ojalá a Willie le alcance la paciencia para esperarme, el trayecto puede ser muy largo, tal vez dure los siete años del I Ching; es difícil mantener el amor sano en estas condiciones, todo conspira contra nuestra intimidad, ando con el cuerpo cansado y el alma ausente. Willie no sabe cómo aliviarme y tampoco sé qué pedirle, no se atreve a acercarse más por temor a importunarme y al mismo tiempo no desea dejarme sola; en su mentalidad pragmática lo más indicado sería colocar a Paula en un hospital y tratar de continuar con nuestras vidas, pero no menciona esa alternativa delante de mí porque sabe que nos separaría irrevocablemente. Quisiera quitarte este peso de encima y cargarlo yo que tengo los hombros más grandes, me dice desesperado, pero él ya tiene suficiente con sus propias desgracias. Mi hija decae con suavidad en mis brazos, pero la suya se está suicidando con drogas en los barrios más sórdidos del otro lado de la bahía, tal vez muera antes que la mía de una sobredosis, de una cuchillada o de Sida. Su hijo mayor vaga como un mendigo por las calles cometiendo raterías y tráficos indignos.
Si suena el teléfono por la noche Willie salta de la cama con el recóndito presentimiento de que el cadáver de su hija yace en una zanja del puerto, o que la voz de un policía le anunciará otro crimen cometido por su hijo. Las sombras del pasado lo acechan siempre y tan a menudo le dan zarpazos, que ya ni las peores noticias lo quiebran, cae de rodillas, pero al día siguiente vuelve a ponerse de pie. A menudo me pregunto cómo vine yo a parar a este melodrama. Mi madre lo atribuye a mi gusto por las historias truculentas, cree que ése es el principal ingrediente de mi atracción por Willie, otra mujer con más sentido común habría escapado a perderse al ver tanto descalabro. Cuando lo conocí no intentó ocultar que su vida era un caos, desde el principio supe de sus hijos delincuentes, sus deudas y los enredos de su pasado, pero con la impetuosa arrogancia del amor recién descubierto, decidí que no habría obstáculos capaces de derrotarnos.
Resulta difícil imaginar dos hombres más distintos que Michael y Willie. A mediados de 1987 mi matrimonio ya no daba para más, el tedio se había instalado definitivamente entre nosotros y para no encontrarnos despiertos a la misma hora entre las mismas sábanas volví a mi antiguo hábito de escribir de noche. Deprimido, sin trabajo y encerrado en la casa, Michael pasaba por una mala época.
Para evitar su presencia constante a veces yo escapaba a la calle y me perdía en la maraña de autopistas de Caracas. Luchando con el tráfico resolví muchas escenas de Eva Luna y se me ocurrieron otras historias. En una memorable tranca, donde quedé atrapada durante un par de horas en el automóvil bajo un calor de plomo líquido, escribí Dos palabras de un tirón en el reverso de mis cheques, una especie de alegoría sobre el poder alucinante de la narración y del lenguaje, que poco después me sirvió de clave para una colección de cuentos. Aunque por primera vez me sentía segura en el extraño oficio de la escritura–con los dos libros anteriores tuve la impresión de haber aterrizado por accidente en un resbaloso lodazal-. Eva Luna se iba escribiendo sola, casi a pesar mío. No tenía control sobre esa descabellada historia, no sospechaba hacia dónde se dirigía ni cómo terminarla, estuve a punto de masacrar a todos los personajes en una balacera para salir del embrollo y librarme de ellos. Para colmo, a medio camino me quedé sin protagonista masculino. Había planeado todo para que Eva y Huberto Naranjo, dos niños huérfanos y pobres, que sobreviven en la calle y crecen por caminos paralelos, se enamoren. En la mitad del libro se produjo el encuentro esperado, pero cuando finalmente se abrazaron, resultó que a él sólo le interesaban sus actividades revolucionarias y era un amante sumamente torpe; Eva merecía más, así me lo hizo saber y no hubo forma de convencerla de lo contrario. Me encontré en un callejón sin salida, con la heroína esperando aburrida mientras el héroe sentado a los pies de la cama limpiaba su fusil. En esos días tuve que partir a Alemania en una gira de promoción. Aterricé en Frankfurt y de allí seguí por el resto del país en auto con un impaciente conductor que volaba por las autopistas escarchadas a velocidad suicida. Una noche en una ciudad del norte se me acercó un hombre al término de mi charla, y me invitó a tomar una cerveza porque tenía una historia para mí, según dijo. Sentados en un cafetín donde apenas podíamos vernos las caras en la penumbra y el humo de los cigarrillos, mientras afuera caía la lluvia, el desconocido me fue revelando su pasado. Su padre había sido un oficial del ejército nazi, un hombre cruel que maltrataba a su mujer y a sus hijos y a quien la guerra dio oportunidad de satisfacer sus instintos más brutales. Me contó de su hermana menor retardada y cómo su padre, imbuido de soberbia racial, no la aceptó nunca y la obligó a vivir a gatas y en silencio bajo una mesa, tapada con un mantel blanco, para no verla. Anoté en una servilleta de papel todo eso y mucho más que me entregó como un regalo aquella noche. Antes de despedirnos le pregunté si podía usarlo y replicó que para eso me lo había contado. Al llegar a Caracas introduje la servilleta de papel en la computadora y apareció Rolf Carlé de cuerpo entero ante mis ojos, un fotógrafo austriaco que se convirtió en el protagonista de la novela y reemplazó a Huberto Naranjo en el corazón de Eva Luna.
Una de esas mañanas calientes de junio en Caracas, cuando empieza desde temprano a juntarse la tormenta por los cerros, Michael bajó a mi estudio en el sótano a traerme el correo, mientras yo andaba perdida en la selva amazónica con Eva Luna, Rolf Carlé y sus compañeros de aventuras. Al oír la puerta levanté la vista y vi una figura desconocida cruzando la amplitud desnuda del cuarto, un hombre alto, delgado, de barba gris y lentes, con los hombros caídos y un aura opaca de fragilidad y melancolía. Tardé algunos segundos en reconocer a mi marido y entonces comprendí cuán extraños nos habíamos
vuelto, busqué en la memoria el rescoldo del amor airoso de los veinte años y no pude hallar ni las cenizas, sólo el peso de las insatisfacciones y el fastidio. Tuve la visión de un futuro árido envejeciendo día a día junto a ese hombre que ya no admiraba ni deseaba, y sentí un bramido de rebeldía que brotaba desde el centro mismo de mi naturaleza.
En ese instante las palabras acalladas por años con fiera disciplina salieron con una voz que no reconocí como mía.
— No puedo más, quiero que nos separemos–dije sin atreverme a mirarlo a los ojos, y junto con decirlo desapareció ese vago dolor de buey cansado que llevaba por años en mis hombros.
— Desde hace tiempo te noto distante. Supongo que ya no me quieres y debemos pensar en una separación–balbuceó él.
— No hay mucho que pensar, Michael. Una vez dicho, lo mejor es hacerlo hoy mismo.
Así fue. Reunimos a los hijos, les explicamos que habíamos dejado de amarnos como pareja, aunque la amistad permanecía intacta, y les pedimos ayuda en los detalles prácticos de deshacer el hogar común. Nicolás se puso rojo, como siempre le ocurre cuando intenta controlar una emoción muy fuerte, y Paula se echó a llorar de compasión por su padre, a quien siempre protegía. Después supe que no fue una sorpresa para ellos, desde hacía mucho lo esperaban.
Michael parecía paralizado, pero a mí me bajó una fiebre de actividad, empecé a sacar tazas y platos de la cocina, ropa de los armarios, libros de las estanterías y después salí a comprar ollas, cafetera, cortinas para la ducha, lámparas, alimentos y hasta plantas para instalarlo en otra parte; con la energía sobrante me puse a pegar parches de trapo en el taller de costura para hacer un cubrecama, que hasta hoy tengo en mi poder como recordatorio de esas horas frenéticas que decidieron la segunda parte de mi vida. Los hijos dividieron nuestros bienes, redactaron un acuerdo sencillo en una hoja de papel y los cuatro firmamos sin ceremonias ni testigos, luego Paula consiguió un apartamento para su padre y Nicolás un camión para trasladar la mitad de nuestras pertenencias. En pocas horas deshicimos veintinueve años de amor y veinticinco de casados, sin portazos, recriminaciones ni abogados, sólo con algunas lágrimas inevitables, porque a pesar de todo nos teníamos cariño y creo que todavía en cierta forma lo tenemos. Por la noche cayó la tormenta que durante el día se había ido gestando, una de esas escandalosas lluvias tropicales con truenos y relámpagos que suelen convertir a Caracas en zona de cataclismo, se tapan los alcantarillados, se inundan las calles, el tráfico se convierte en gigantescas serpientes de automóviles detenidos y el barro arrasa los barrios de los pobres en los cerros. Cuando finalmente se alejó el camión del divorcio, seguido por el coche de mis hijos que iban a instalar a su padre en su nuevo hogar, y quedé sola en la casa, abrí puertas y ventanas para que entraran el viento y el agua y barrieran y lavaran el pasado, y me puse a bailar y a girar como un derviche enloquecido llorando de tristeza por todo lo perdido y riendo de alivio por todo lo ganado, mientras afuera cantaban grillos y sapos y adentro corría el torrente de lluvia por el suelo y el vendaval arrastraba hojas muertas y plumas de pájaros en un torbellino de despedidas y de libertad.
Tenía cuarenta y cuatro años, supuse que en adelante mi destino era envejecer sola y esperaba hacerlo con dignidad. Llamé al tío Ramón para pedirle que tramitara la nulidad
matrimonial en Chile, procedimiento sencillo si la pareja está de acuerdo, si se paga un abogado y se cuenta con un par de amigos dispuestos a cometer perjurio. Escapando de explicaciones y para engañar mi sentido de culpa, acepté una serie de conferencias que me llevaron de Islandia a Puerto Rico, pasando por una docena de ciudades norteamericanas. En esa variedad de climas necesitaba toda mi ropa, pero decidí llevar sólo lo indispensable, la coquetería andaba lejos de mi ánimo, me sentía instalada sin apelación en una madurez desapasionada, así es que fue una grata sorpresa comprobar que no faltan galanes cuando una mujer está disponible. Escribí un documento con tres copias retractándome del otro que firmé en Bolivia, en el cual acusaba al tío Ramón de que por su culpa no conocería hombres, y se lo mandé a Chile por correo certificado. A veces es justo dar el brazo a torcer… En esos dos meses disfruté el abrazo de oso polar de un poeta en Reykjavik, la compañía de un joven mulato en las tórridas noches de San Juan y otros encuentros memorables. Me tienta inventar rituales salvajes de erotismo para adornar mis recuerdos, como supongo que otros hacen, pero en estas páginas trato de ser honesta. En algunos instantes creí tocar el alma del amante y alcancé a soñar con la posibilidad de una relación más profunda, pero al día siguiente tomaba otro avión y la exaltación se diluía en las nubes. Cansada de besos fugaces, la última semana decidí concentrarme en mi trabajo, total hay mucha gente que vive en castidad. No imaginaba que al final de ese atolondrado viaje me esperaba Willie y mi vida cambiaría de rumbo, me fallaron drásticamente las premoniciones.
En una ciudad del norte de California, donde fui a parar con mi penúltima conferencia, me tocó vivir uno de esos romances cursilones que constituyen el material de las novelas rosa que traducía en mi juventud. Willie había leído De amor y de sombra, los personajes le penaban y creía haber descubierto en ese libro la clase de amor que deseaba, pero hasta entonces no se le había presentado. Sospecho que no sabía dónde buscarlo, en esa época colocaba avisos personales en los periódicos para encontrar pareja, como me contó candorosamente en nuestra primera cita.
Todavía dan vuelta por los cajones algunas cartas de respuesta, entre ellas el alucinante retrato de una dama desnuda envuelta por una boa constrictor, sin más comentario que un número de teléfono al pie de la foto. A pesar de la culebra–o tal vez debido a ella–a Willie no le importó manejar dos horas para conocerme. Una de las profesoras de la universidad que me invitaba me lo presentó como el último heterosexual soltero de San Francisco. Al final cené con un grupo en torno a una mesa redonda en un restaurante italiano; él estaba frente a mí, con un vaso de vino blanco en la mano, callado. Admito que también sentí curiosidad por ese abogado norteamericano con aspecto aristocrático y corbata de seda que hablaba español como un bandolero mexicano y lucía un tatuaje en la mano izquierda. Era una noche de luna llena y la voz aterciopelada de Frank Sinatra cantaba Strangers in the Night mientras nos servían ravioles; ésta es la clase de detalle vedado en la literatura, nadie se atrevería a juntar la luna llena con Frank Sinatra en un libro. El problema con la ficción es que debe ser creíble, en cambio la realidad rara vez lo es. No me explico qué atrajo a Willie, que tiene un pasado de mujeres altas y rubias, a mí me atrajo su historia. Y también, por qué no decirlo, su mezcla de refinamiento y rudeza, su fuerza de carácter y una íntima suavidad que intuí gracias a mi manía de observar a la gente para utilizarla más tarde en la escritura. Al principio no habló mucho, se limitó a mirarme a través de la mesa con una expresión indescifrable. Después de la ensalada le pedí que me contara su vida, truco que me ahorra el esfuerzo de una conversación, el interlocutor se explaya mientras mi mente vaga por otros mundos. En este caso, sin embargo, no tuve que fingir interés, apenas comenzó a hablar me di cuenta que había
tropezado con una de esas raras gemas tan apreciadas por los narradores: la vida de ese hombre era una novela. Las muestras que me dio durante ese par de horas despertaron mi codicia, esa noche en el hotel no pude dormir, necesitaba saber más. Me acompañó la suerte y al día siguiente Willie me ubicó en San Francisco, última etapa de mi gira, para invitarme a ver la bahía desde de una montaña y comer en su casa. Imaginé una cita romántica en un apartamento moderno con vista del puente Golden Gate, un cactus en la puerta, champaña y salmón ahumado, pero no hubo nada de eso, su casa y su vida parecían restos de un naufragio. Me recogió en uno de esos automóviles deportivos donde escasamente caben dos personas y se viaja con las rodillas pegadas a las orejas y el trasero rozando el asfalto, sucio de pelos de animal, tarros aplastados de gaseosas, papas fritas fosilizadas y armas de juguete. El paseo a la cima de la montaña y el majestuoso espectáculo de la bahía me impresionaron, pero pensé que dentro de poco nada recordaría, he visto demasiados paisajes y no tenía intención de regresar al oeste de los Estados Unidos. Descendimos por un camino de curvas y grandes árboles oyendo un concierto en la radio y tuve la sensación de haber vivido ese momento antes, de haber estado en ese lugar muchas veces, de pertenecer allí. Después supe por qué: el norte de California se parece a Chile, las mismas costas abruptas, los cerros, la vegetación, los pájaros, la disposición de las nubes en el cielo.
Su casa de un piso, de un gris deslavado y techos chatos, quedaba junto al agua. Su único encanto era un muelle en ruinas donde flotaba un bote convertido en nido de gaviotas. Nos salió al encuentro su hijo Harleigh, un niño de diez años, tan hiperactivo que parecía demente; me sacó la lengua mientras pateaba las puertas y disparaba proyectiles de goma con un cañón. En una repisa vi feos adornos de cristal y porcelana, pero casi no había muebles, excepto los del comedor. Me explicaron que se había incendiado el pino de Navidad, chamuscando el mobiliario, entonces noté que aún quedaban bolas navideñas colgando del techo con telarañas acumuladas en diez meses. Me ofrecí para ayudar a mi anfitrión a preparar la comida, pero me sentí perdida en esa cocina atiborrada de artefactos y juguetes. Willie me presentó a los demás habitantes de la casa: su hijo mayor, por rara coincidencia nacido el mismo día del mismo año que Paula, tan drogado que apenas levantaba la cabeza, acompañado por una chica en las mismas condiciones; un exilado búlgaro con su hija pequeña, que llegaron a pedir refugio por una noche y se instalaron a buen vivir; y Jason, el hijastro que Willie acogió después de divorciarse de su madre, el único con quien pude establecer comunicación humana. Más tarde me enteré de la existencia de una hija perdida en heroína y prostitución a quien sólo he visto en la cárcel o el hospital, donde van a parar sus huesos con frecuencia.
Tres ratas grises con las colas masticadas y sangrantes languidecían en una jaula y varios peces desmayados flotaban en un acuario de agua turbia; también había un perrazo que se orinó en la sala y después partió alegremente a meterse en el mar, para volver a la hora del postre arrastrando el cadáver putrefacto de un pajarraco. Estuve a punto de escapar de vuelta al hotel, pero la curiosidad pudo más que el pánico y me quedé. Mientras el búlgaro veía un partido de fútbol en la televisión con su niña dormida sobre las rodillas y los drogadictos roncaban en su paraíso particular, Willie hacía todo el trabajo: cocinaba, metía brazadas de ropa en la máquina lavadora, alimentaba a las numerosas bestias, escuchaba con paciencia una historia surrealista que Jason acababa de escribir y nos leía en voz alta y preparaba el baño de su hijo menor, que a los diez años no era capaz de hacerlo solo. No me había tocado aún ver un padre en labores de madre y me conmovió mucho más de lo que quise admitir; me sentí dividida entre un sano rechazo hacia esa desquiciada familia y una peligrosa fascinación por ese hombre con vocación
maternal. Tal vez aquella noche comencé mentalmente a escribir El plan infinito. Al día siguiente me llamó de nuevo, la atracción mutua era evidente, pero comprendíamos que ese sentimiento no tenía futuro, porque además de todos los inconvenientes obvios — hijos, mascotas, idioma, diferencias culturales y estilos de vida–nos separaban diez horas en avión. De todos modos decidí postergar mis propósitos de castidad y pasar juntos una única noche, aunque a la mañana siguiente nos despidiéramos para siempre, como en las malas películas. Ese plan no pudo llevarse a cabo en la privacidad de mi hotel sino en su casa, porque no se atrevió a dejar a su hijo menor en manos del búlgaro, los drogadictos o el joven intelectual. Llegué con mi aporreado maletín a esa extraña morada donde el olor de los animales se mezclaba con el aire salado del mar y el aroma de diecisiete rosales plantados en barriles, pensando que podría vivir una noche inolvidable y que, en todo caso, nada tenía que perder. No te extrañes si Harleigh sufre una pataleta de celos, nunca invito amigas a esta casa, me advirtió Willie y suspiré aliviada porque al menos no encontraría la boa constrictor enrollada entre las toallas del baño; pero el niño me aceptó sin darme una segunda mirada. Al oír mi acento me confundió con alguna de las numerosas criadas latinas que después de la primera limpieza desaparecían para siempre, espantadas. Cuando averiguó que compartía la cama con su padre ya era demasiado tarde, yo había llegado para quedarme. Esa noche Willie y yo nos amamos a pesar de las patadas exasperantes del chiquillo en la puerta, de los aullidos del perro y las disputas de los otros muchachos. Su pieza era el único refugio en esa casa; por la ventana asomaban las estrellas y los despojos del bote en el muelle, creando una ilusión de paz. Junto a una cama grande vi un arcón de madera, una lámpara y un reloj, más allá un equipo de música. En el closet colgaban camisas y trajes de buena factura, en el baño–impecable–encontré el mismo jabón inglés que usaba mi abuelo. Me lo llevé a la nariz incrédula, no había olido esa mezcla de lavanda y desinfectante desde hacía veinte años y la imagen socarrona de ese viejo inolvidable me sonrió desde el espejo. Es fascinante observar los objetos del hombre que una empieza a amar, revelan sus hábitos y sus secretos. Abrí la cama y palpé las sábanas blancas y el edredón espartano, miré los títulos de los libros apilados en el suelo, hurgué entre los frascos de su botiquín y aparte de un antialérgico y píldoras para los gusanos del perro no encontré más remedios, olí su ropa sin rastros de tabaco o de perfume y en pocos minutos sabía mucho de él. Me sentí intrusa en ese mundo suyo donde no había huellas femeninas, todo era sencillo, práctico y viril. También me sentí segura. Esa pieza austera me invitaba a recomenzar limpiamente lejos de Michael, Venezuela y el pasado. Para mí Willie representaba otro destino en otra lengua y en un país diferente, era como volver a nacer, podía inventar una fresca versión de mí misma sólo para ese hombre. Me senté a los pies de la cama muy quieta, como un animal alerta, con las antenas dispuestas en todas direcciones, examinando con los cinco sentidos y la intuición las señales de ese espacio ajeno, registrando los signos más imperceptibles, la sutil información de las paredes, los muebles, los objetos. Me pareció que esa habitación pulcra anulaba la terrible impresión del resto de la casa, comprendí que había una parte del alma de Willie que añoraba orden y refinamiento. Ahora, que hemos compartido la vida durante varios años, todo tiene mi sello, pero no se me ha olvidado quién era él entonces. A veces cierro los ojos, me concentro y vuelvo a encontrarme en ese cuarto y a ver a Willie antes de mi llegada. Me gusta recordar el aroma de su cuerpo antes que yo lo tocara, antes que nos mezcláramos y compartiéramos el mismo olor. Ese breve tiempo a solas en su dormitorio, mientras él lidiaba con Harleigh, fue decisivo; en esos minutos me dispuse a entregarme sin reservas a la experiencia de un nuevo amor. Algo esencial cambió dentro de mí, aunque todavía no lo sabía. Hacía nueve años, desde los tiempos confusos en Madrid, que me cuidaba de las pasiones. El fracaso con el trovador de la flauta mágica me había enseñado lecciones elementales de
prudencia. Es cierto que no me faltaron amores, pero hasta esa noche en la casa de Willie no me había abierto para dar y recibir sin reservas; una parte de mí siempre vigilaba y aún en los encuentros más íntimos y especiales, aquellos que inspiraron las escenas eróticas de mis novelas, mantuve el corazón protegido. Antes que Willie cerrara la puerta y quedáramos solos y nos abrazáramos, primero con cautela y luego con una pasión extraña que nos sacudió como un relámpago, yo ya intuía que ésa no era una aventura intranscendente. Esa noche nos amamos con serenidad y lentitud, aprendiendo los mapas y los caminos como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo para ese viaje, hablando bajito en esa mezcolanza imposible de inglés y español que desde siempre fue nuestro propio esperanto, contándonos chispazos del pasado en las pausas de las caricias, ajenos por completo a los golpes en la puerta y los ladridos del perro. En algún momento hubo silencio, porque recuerdo con nitidez los murmullos del amor, cada palabra, cada suspiro. Por el ventanal se colaba un resplandor tenue de las luces lejanas de la bahía. Acostumbrada al calor de Venezuela, tiritaba de frío en ese cuarto sin calefacción, a pesar de que me puse un chaleco de cachemira de Willie que me envolvía hasta las rodillas como su abrazo y como el olor del jabón inglés. A lo largo de nuestras vidas habíamos acumulado experiencias que tal vez nos sirvieron para conocernos y desarrollar el instinto necesario para adivinar los deseos del otro, pero aunque hubiéramos actuado con torpeza de cachorros, creo que de todos modos esa noche habría sido decisiva para ambos. ¿Qué fue nuevo para él y para mí? No lo sé, pero me gusta imaginar que estábamos destinados a encontrarnos, reconocernos y amarnos. O tal vez la diferencia fue que navegamos entre dos corrientes igualmente poderosas, pasión y ternura. No pensé en mi propio deseo, mi cuerpo se movía sin ansiedad, sin buscar el orgasmo, con la tranquila confianza de que todo iba bien. Me sorprendí con los ojos llenos de lágrimas, ablandada por ese afecto súbito, acariciándolo agradecida y en calma. Deseaba quedarme a su lado, no me atemorizaron sus hijos, tampoco dejar mi mundo y cambiar de país; sentí que ese amor sería capaz de renovarnos, devolvernos cierta inocencia, lavar el pasado, iluminar los aspectos oscuros de nuestras vidas. Después dormimos en un nudo de brazos y piernas, profundamente, como si hubiéramos estado siempre juntos, y tal como seguimos haciéndolo cada noche desde entonces.
Mi avión a Caracas salía muy temprano, todavía estaba oscuro cuando nos despertó la alarma del reloj. Mientras yo me duchaba, mareada de cansancio y de impresiones inolvidables, Willie preparó un café retinto que tuvo la virtud de devolverme a la realidad. Me despedí de esa habitación que por algunas horas había servido de templo, con la extraña sospecha de que volvería a verla pronto.
Camino al aeropuerto, mientras comenzaba a amanecer, Willie me insinuó con inexplicable timidez que yo le gustaba.
— Eso no significa mucho. Necesito saber si lo que pasó anoche es invento de mi mente ofuscada o si en verdad me quieres y tenemos algún tipo de compromiso.
Fue tal su sorpresa, que debió salir de la autopista y detener el automóvil; yo ignoraba que la palabra compromiso no se menciona jamás delante de un norteamericano soltero.
— ¡Acabamos de conocernos y tú vives en otro continente!
— ¿Es la distancia lo que te preocupa?
— Iré a visitarte en diciembre a Venezuela y entonces hablaremos. — Estamos en octubre, de aquí a diciembre puedo estar muerta. — ¿Estás enferma ?
— No, pero nunca se sabe… Mira, Willie, no tengo edad para esperar. Dime ahora mismo si podemos dar una oportunidad a este amor o si más vale olvidar todo el asunto.
Pálido, echó a andar el motor de nuevo y el resto del trayecto lo hicimos en silencio. Al despedirse me besó con prudencia y me reiteró que iría a verme durante las vacaciones de fin de año.
Apenas despegó el avión intenté seriamente olvidarlo, pero es obvio que no me resultó porque apenas descendí en Caracas, Nicolás lo notó.
— ¿Qué te pasa, mamá? Te ves rara.
— Estoy agotada, hijo, llevo dos meses viajando, debo descansar, cambiarme de ropa y cortarme el pelo.
— Creo que hay algo más.
— Será que estoy enamorada…
— ¿A tu edad? ¿De quién? — preguntó a carcajadas.
No estaba segura del apellido de Willie, pero tenía su número de teléfono y su dirección y por sugerencia de mi hijo, quien fue de opinión que pasara una semana en California para sacarme a ese gringo de la cabeza, le mandé por un correo especial un contrato de dos columnas, una detallando mis exigencias y otra lo que estaba dispuesta a ofrecer en una relación. La primera era bastante más larga que la segunda e incluía algunos puntos claves, tales como fidelidad, porque la experiencia me ha enseñado que lo contrario arruina el amor y cansa mucho, y otros anecdóticos, como reservarme el derecho a decorar nuestra casa a mi gusto. El contrato se basaba en la buena fe: ninguno haría nada a propósito para herir al otro, si eso ocurría sería por error, no por maldad.
A Willie le causó tanta gracia, que olvidó su cautela de abogado, firmó el papel con ánimo de seguir la broma y me lo envió de vuelta. Entonces metí en un bolso algo de ropa y los fetiches que siempre me acompañan y le pedí a mi hijo que me llevara al aeropuerto. Te veo pronto, mamá, en pocos días estarás de vuelta con la cola entre las piernas, se despidió burlón. Desde Virginia, donde estudiaba una maestría, Paula manifestó por teléfono sus dudas sobre esa aventura.
— Te conozco, vieja, vas a meterte en un lío tremendo. No se te pasará la ilusión en una semana, como cree Nicolás. Si vas a visitar a ese hombre es porque estás dispuesta a quedarte con él; piensa que si lo haces estás frita, porque tendrás que cargar con todos sus problemas–me dijo, pero ya era tarde para advertencias juiciosas.
Los primeros tiempos fueron una pesadilla. Hasta entonces había considerado a los
Estados Unidos como mi enemigo personal por su política exterior desastrosa para América Latina y su participación en el Golpe Militar de Chile. Fue necesario vivir en este imperio y recorrerlo de punta a cabo para entender su complejidad, conocerlo y aprender a amarlo. No había utilizado mi inglés en más de veinte años, apenas lograba descifrar el menú en un restaurante, no entendía las noticias de la televisión ni los chistes, mucho menos el lenguaje de los hijos de Willie. La primera vez que fuimos al cine y me encontré sentada en la oscuridad junto a un amante con camisa a cuadros y botas de vaquero sosteniendo sobre las rodillas una batea de palomas de maíz y un litro de soda, mientras en la pantalla un demente destrozaba los senos de una chica con un garfio para picar hielo, creí haber llegado al límite de mi resistencia. Esa noche hablé con Paula, como hacía a menudo. En vez de repetirme su advertencia me recordó los profundos sentimientos que me ataron a Willie desde el principio, y me aconsejó no perder energía en pequeñeces y concentrarme en los verdaderos problemas. En realidad existían asuntos mucho más graves que unas botas de vaquero o un balde de palomitas de maíz, desde lidiar con los insólitos personajes que nos invadían hasta adaptarme al estilo y al ritmo de Willie, quien llevaba ocho años de soltería y lo que menos deseaba era una mujer mandona en su destino. Empecé por comprar sábanas nuevas y quemar las suyas en una hoguera en el patio, ceremonia simbólica destinada a fijar en su mente la idea de la monogamia. ¿Qué está haciendo esta mujer? preguntó Jason medio asfixiado por el humo.
No te preocupes, deben ser costumbres de los aborígenes de su país, lo tranquilizó Harleigh. Enseguida me lancé a ordenar y limpiar la casa con tal fervor, que en un descuido se me fueron a la basura todas las herramientas. Willie estuvo a punto de explotar en una rabieta volcánica, pero recordó el punto básico de nuestro contrato: no era maldad de mi parte, sólo un error. La escoba también se llevó por delante los añejos adornos de Navidad, las colecciones de figuras de cristal y fotografías de amantes de piernas largas y cuatro cajones de pistolas, metralletas, bazukas y cañones de Harleigh, que fueron reemplazados por libros y juguetes didácticos. Los pescados agónicos partieron por el desagüe y solté a las ratas de su jaula. De todos modos esos animales llevaban una existencia miserable, sin otra meta que masticarse los rabos mutuamente. Expliqué al niño que los infelices roedores encontrarían actividades más dignas en los jardines del vecindario, pero tres días más tarde sentimos unos rasguños leves en la puerta y al abrirla vimos uno de ellos con las tripas al aire, mirándonos con ojos afiebrados y suplicando entrar con gorgoritos de agonizante. Willie levantó la rata en brazos y durante las próximas semanas dormimos con ella en la pieza, curándola con emplastos cicatrizantes y antibióticos, hasta que recuperó la salud. Al ver tantos cambios el búlgaro se largó en busca de un hogar más estable y, después de robarse el automóvil de su padre, el hijo mayor y su novia también desaparecieron. A Jason, que había pasado el último año reposando de día y festejando de noche, no le quedó más remedio que levantarse temprano, darse una ducha, ordenar su cuarto y partir a regañadientes al colegio.
Harleigh fue el único que aceptó mi presencia y toleró las nuevas reglas con buen humor porque por primera vez se sentía seguro y acompañado; tan contento estaba que con el tiempo perdonó la misteriosa desaparición de las mascotas y su arsenal de guerra.
Hasta entonces no había recibido ningún tipo de límites, se comportaba como un pequeño salvaje capaz de romper los vidrios a puñetazos en un ataque de rebeldía. Tan insondable era el hueco en su corazón que a cambio de suficiente cariño y chacota para llenarlo se dispuso a adoptar a esa madrastra extranjera, que había llegado a trastornar su casa y
quitarle buena parte de la atención de su padre. Más de cuatro años de experiencia en el colegio de Caracas tratando con criaturas difíciles no me sirvieron de mucho con Harleigh, sus problemas superaban al más experto y su afán de molestar al más paciente, pero por suerte compartíamos una burlona simpatía, bastante parecida al cariño, que nos ayudó a soportarnos mutuamente.
— No tengo obligación de quererte–me dijo con una mueca desafiante a la semana de conocernos, cuando ya tenía claro que no sería fácil librarse de mí.
— Yo tampoco. Podemos hacer un esfuerzo y tratar de querernos, o simplemente convivimos con buena educación ¿qué prefieres ?
— Tratemos de querernos.
— Bueno, y si no resulta, siempre nos queda el respeto.
El chiquillo cumplió su palabra. Por años puso a prueba mis nervios con una tenacidad inquebrantable, pero también se metía en mi cama para leer cuentos, me dedicaba sus mejores dibujos y ni siquiera en las peores pataletas perdió de vista el pacto de respeto mutuo. Entró en mi vida como otro hijo, tal como lo hizo Jason. Ahora son dos hombronazos, uno en la universidad y el otro terminando la escuela después de haber superado los traumas de su infancia, con quienes todavía peleo para que saquen la basura y hagan sus camas, pero somos buenos amigos y podemos reírnos de las tremendas escaramuzas del pasado. Hubo ocasiones en que el temor me derrotaba antes de comenzar el enfrentamiento y otras en que me sentía tan cansada que buscaba pretextos para no llegar a la casa.
En esos momentos recordaba la muletilla del tío Ramón: acuérdate que los otros tienen más miedo que tú, y volvía a la carga. Perdí todas las batallas con ellos, pero milagrosamente gané la guerra.
No estaba aún instalada cuando conseguí un contrato en la Universidad de California para enseñar narrativa a un grupo de jóvenes aspirantes a escritores. ¿Cómo se puede enseñar a contar una historia? Paula me dio la clave por teléfono: diles que escriban un libro malo, eso es fácil, cualquiera puede hacerlo, me aconsejó irónica. Y así lo hicimos, cada uno de los estudiantes olvidó su secreta vanidad de producir la Gran Novela Americana y se lanzó con entusiasmo a escribir sin miedo. Por el camino fuimos ajustando, corrigiendo, cortando y puliendo, y después de muchas discusiones y risas salieron adelante con sus proyectos, uno de los cuales fue publicado poco después con bombo y platillo por una gran editorial de Nueva York. Desde entonces, cuando entro en un período de dudas, me repito que voy a escribir un libro malo y así se me pasa el pánico. Trasladé una mesa al cuarto de Willie, y allí junto a la ventana escribía en un bloc de papel a rayas amarillo igual al que uso ahora para fijar estos recuerdos. En los ratos libres que me dejaban las clases, las tareas de los alumnos, los viajes a la Universidad en Berkeley, las labores domésticas y los problemas de Harleigh, casi sin darme cuenta ese año de convulsionada vida en los Estados Unidos salieron varias historias con sabor del Caribe, que fueron publicadas poco después como Cuentos de Eva Luna. Fueron regalos enviados desde otra dimensión, cada uno lo recibí completo como una manzana desde la primera hasta la última frase, tal como me llegó Dos palabras en una tranca de la autopista de Caracas. La novela es un proyecto de largo aliento en el cual cuentan sobre todo la resistencia y la
disciplina, es como bordar una compleja tapicería con hilos de muchos colores, se trabaja por el revés, pacientemente, puntada a puntada, cuidando los detalles para que no queden nudos visibles, siguiendo un diseño vago que sólo se aprecia al final, cuando se coloca la última hebra y se voltea el tapiz al derecho para ver el dibujo terminado. Con un poco de suerte, el encanto del conjunto disimula los defectos y torpezas de la tarea. En un cuento, en cambio, todo se ve, no debe sobrar o faltar nada, se dispone del espacio justo y de poco tiempo, si se corrige demasiado se pierde esa ráfaga de aire fresco que el lector necesita para echar a volar. Es como lanzar una flecha, se requieren instinto, práctica y precisión de buen arquero, fuerza para disparar, ojo para medir la distancia y la velocidad, buena suerte para dar en el blanco.
La novela se hace con trabajo, el cuento con inspiración; para mí es un género tan difícil como la poesía, no creo que vuelva a intentarlo a menos que, como esos Cuentos de Eva Luna, me caigan del cielo. Una vez más comprobé que el tiempo a solas con la escritura es mi tiempo mágico, la hora de las brujerías, lo único que me salva cuando todo a mi alrededor amenaza con venirse abajo.
El último cuento de esa colección, De barro estamos hechos, está basado en una tragedia ocurrida en Colombia en 1985, cuando la violenta erupción del volcán Nevado del Ruiz provocó una avalancha de nieve derretida que se deslizó por la ladera de la montaña y sepultó por completo una aldea. Miles de personas perecieron, pero el mundo recuerda la catástrofe sobre todo por Omaira Sánchez, una niña de trece años que quedó atrapada en el barro. Durante tres días agonizó con pavorosa lentitud ante fotógrafos, periodistas y camarógrafos de televisión, que acudieron en helicópteros. Sus ojos en la pantalla me han apenado desde entonces. Tengo todavía su fotografía sobre mi escritorio, una y otra vez la he contemplado largamente tratando de entender el significado de su martirio. Tres años más tarde en California traté de exorcizar esa pesadilla relatando la historia, quise describir el tormento de esa pobre niña sepultada en vida, pero a medida que escribía me fui dando cuenta que ésa no era la esencia del cuento. Le di otra vuelta, a ver si podía narrar los hechos desde los sentimientos del hombre que acompaña a la chica durante esos tres días; pero cuando terminé esa versión comprendí que tampoco se trataba de eso. La verdadera historia es la de una mujer–y esa mujer soy yo–que observa en una pantalla al hombre que sostiene a la niña. El cuento es sobre mis sentimientos y los cambios inevitables que experimenté al presenciar la agonía de esa criatura. Al publicarse en una colección de cuentos creí que había cumplido con Omaira, pero pronto advertí que no era así, ella es un ángel persistente que no me dejará olvidarla. Cuando Paula cayó en coma y la vi prisionera en una cama, inerte, muriendo de a poco ante la mirada impotente de todos nosotros, el rostro de Omaira Sánchez me vino a la mente. Mi hija quedó atrapada en su propio cuerpo, tal como esa niña lo estaba en el barro. Recién entonces comprendí por qué he vivido tantos años pensando en ella y pude descifrar por fin el mensaje de sus intensos ojos negros: paciencia, coraje, resignación, dignidad ante la muerte. Si escribo algo, temo que suceda, si amo demasiado a alguien temo perderlo; sin embargo no puedo dejar de escribir ni de amar…
Dado que la furia devastadora de mi escoba no había logrado penetrar realmente en el caos de esa vivienda, convencí a Willie que era más fácil mudarse que limpiar, y es así como vinimos a parar a esta casa de los espíritus. Ese año Paula conoció a Ernesto y se instalaron juntos por un tiempo en Virginia, mientras Nicolás, solo en el caserón de Caracas, nos reclamaba por haberlo abandonado. Al poco tiempo Celia apareció en su vida para revelarle ciertos misterios y en la euforia del amor recién descubierto su hermana y
su madre pasaron a segundo término.
Hablábamos por teléfono en complicadas comunicaciones triangulares para contarnos las últimas aventuras y comentar eufóricos la tremenda casualidad de habernos enamorado los tres al mismo tiempo. Paula esperaba terminar sus estudios para irse con Ernesto a España, donde iniciarían la segunda etapa de su vida juntos.
Nicolás nos explicó que su novia pertenecía al sector más reaccionario de la Iglesia Católica, no era cuestión de dormir bajo el mismo techo sin casarse, por lo mismo planeaban hacerlo lo antes posible. Resultaba difícil entender qué tenía en común con una muchacha de ideas tan diferentes a las suyas, pero él replicó con gran parsimonia que Celia era sensacional en todo lo demás y si no la presionábamos seguro abandonaría su fanatismo religioso.
Una vez más el tiempo le dio la razón. La estrategia imbatible de mi hijo es mantenerse firme en su posición, soltar la rienda y esperar, evitando confrontaciones inútiles. A la larga vence por cansancio. A los cuatro años, cuando le exigí que hiciera su cama, replicó en su media lengua que estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo doméstico menos ése. Fue inútil tratar de obligarlo, primero sobornó a Paula y luego imploró a la Granny, que se metía a hurtadillas por una ventana para ayudarlo hasta que la sorprendí y tuvimos la única pelea de nuestras vidas. Pensé que la testarudez de Nicolás no sería eterna, pero cumplió veintidós años echado por el piso con los perros, como un mendigo. Ahora que tenía novia el problema de la cama salía de mis manos. Mientras se iniciaba en el amor con Celia y estudiaba computación en la universidad, aprendió karate y kung–fú para defenderse en una emergencia, porque el hampa caraqueña había marcado su casa y entraban a robar a plena luz de día, posiblemente con el beneplácito de la policía. A través de nuestra incansable correspondencia mi madre estaba enterada de los pormenores de mi aventura en los Estados Unidos, pero igual se llevó una sorpresa cuando vino de visita a mi nuevo hogar. Para darle una buena impresión almidoné los manteles, disimulé con maceteros de plantas las manchas del perro, hice jurar a Harleigh que se portaría como un ser humano y a su padre que no diría palabrotas en español delante de ella. Willie no sólo pulió su vocabulario, también se desprendió de las botas de vaquero y fue donde un dermatólogo para que le borrara el tatuaje de la mano con un rayo láser, pero se dejó la calavera en el brazo porque sólo yo la veo. Mi madre fue la primera en pronunciar la palabra matrimonio, tal como hizo con Michael muchos años atrás. ¿Hasta cuándo piensas ser su querida?
Si vas a vivir en este desastre, al menos cásate, así la gente no murmura y consigues una visa decente ¿o piensas quedarte ilegal para siempre? preguntó en ese tono que tan bien conozco. La sugerencia provocó un arrebato de entusiasmo en Harleigh, quien ya se había habituado a mi presencia, y una crisis de pánico en Willie, que tenía dos divorcios a la espalda y un rosario de amores fracasados. Me pidió tiempo para pensarlo, lo cual me pareció razonable, y le di un plazo de veinticuatro horas o me volvía a Venezuela. Nos casamos.
Entretanto en Chile mis padres se preparaban para votar en el plebiscito que decidiría la suerte de la dictadura. Una de las cláusulas de la Constitución creada por Pinochet para legalizarse como Presidente, estipulaba que en 1988 se consultaría al pueblo para determinar la continuidad de su Gobierno, y en caso de ser rechazado se llamaría a elecciones democráticas al año siguiente; el General no imaginó que podía ser derrotado
en su propio juego.
Los militares, dispuestos a eternizarse en el poder, no calcularon que, a pesar de la modernización y el progreso económico, en esos años había aumentado el descontento y el pueblo había aprendido algunas duras lecciones y se había organizado. Pinochet orquestó una campaña masiva de propaganda, en cambio la oposición sólo obtuvo en la televisión quince minutos diarios a las once de la noche, cuando se esperaba que todo el mundo estuviera durmiendo.
Instantes antes de la hora señalada sonaban las alarmas de tres millones de relojes y los chilenos se sacudían el sueño para ver ese fabuloso cuarto de hora en que el ingenio popular alcanzó niveles de genialidad. La campaña del NO se caracterizó por humor, juventud y espíritu de reconciliación y esperanza. La campaña del SI era un engendro de himnos militares, amenazas, discursos del General rodeado de emblemas patrióticos, trozos de antiguos documentales que mostraban al pueblo haciendo cola en tiempos de la Unidad Popular. Si todavía quedaban indecisos, la chispa del NO venció a la pesada majadería del SI y Pinochet perdió el plebiscito. Ese año aterricé con Willie en Santiago después de trece años de ausencia, en un glorioso día de primavera. De inmediato me rodeó un grupo de carabineros y alcancé a sentir nuevamente el mordisco del terror, pero pronto comprendí asombrada que no estaban allí para conducirme a prisión, sino para defenderme del acoso de una pequeña multitud que intentaba saludarme llamando mi nombre. Pensé que me confundían con mi prima Isabel, hija de Salvador Allende, pero varias personas se adelantaron con mis libros para que los firmara. Mi primera novela había desafiado la censura circulando de mano en mano en fotocopias hasta que pudo entrar por la puerta ancha a las librerías, ganando así el interés de lectores benevolentes que tal vez la leyeron por puro espíritu de contradicción. Después supe que un periodista amigo había anunciado mi llegada por la radio y la visita discreta que había planeado se convirtió en noticia. Por hacerme una broma también publicó que me había casado con un millonario de Texas, dueño de pozos petroleros, así adquirí un prestigio imposible de alcanzar con la literatura. No puedo describir la emoción que sentí al cruzar los picos majestuosos de la cordillera de los Andes y pisar otra vez mi tierra, respirar el aire tibio del valle, escuchar nuestro acento y recibir en Inmigración ese saludo en tono solemne, casi como una advertencia, típico de nuestros funcionarios públicos. Sentí que me flaqueaban las rodillas y Willie me sostuvo mientras pasábamos el control y luego vi a mis padres y a la Abuela Hilda con los brazos extendidos. Esa vuelta a mi patria es para mí la metáfora perfecta de mi existencia. Salí huyendo asustada y sola en un atardecer nublado de invierno y regresé triunfante de la mano de mi marido en una mañana espléndida de verano. Mi vida está hecha de contrastes, he aprendido a ver los dos lados de la moneda. En los momentos de más éxito no pierdo de vista que otros de gran dolor me aguardan en el camino, y cuando estoy sumida en la desgracia espero el sol que saldrá más adelante. En ese primer viaje tuve una acogida cariñosa, pero tímida, porque todavía apretaba el puño de la dictadura. Fui a Isla Negra a visitar la casa de Pablo Neruda, abandonada por muchos años, donde el fantasma del viejo poeta todavía se sienta frente al mar a escribir versos inmortales y donde el viento toca la gran campana marinera para llamar a las gaviotas. En la cerca de tablas que rodea la propiedad hay cientos de mensajes, muchos escritos a lápiz sobre las sombras desteñidas de otros ya borrados por los caprichos del clima, algunos tallados a cuchillo en la madera corroída por la sal del mar. Son recados de esperanza para el vate que aún vive en el corazón de su pueblo.
Me encontré con mis amigas y volví a ver a Francisco, que había cambiado poco en esos
trece años. Fuimos juntos al Cerro San Cristóbal a ver el mundo desde arriba y recordar la época en que nos refugiábamos allí para escapar de la brutalidad cotidiana y compartir un amor tan casto, que nunca nos hemos atrevido a ponerlo en palabras. Visité a Michael, casado y abuelo de otra familia, instalado en la casa que construyó su padre, viviendo exactamente la vida que planeó en la juventud, como si las pérdidas, las traiciones, el exilio y otras desgracias fueran sólo un paréntesis en la perfecta organización de su destino. Me recibió con amabilidad, anduvimos por las calles de nuestro antiguo barrio y tocamos el timbre de la casa donde se criaron Paula y Nicolás, insignificante, con su peluca de paja y el cerezo junto a la ventana. Nos abrió la puerta una mujer sonriente que escuchó nuestras razones sentimentales de buen talante y sin más nos dejó entrar y recorrerla entera. En el suelo había juguetes de otros niños y en las paredes las fotografías de otros rostros, pero todavía perduraban nuestros recuerdos en el ambiente. Todo parecía reducido de tamaño, con esa suave pátina sepia de las memorias casi olvidadas. Me despedí de Michael en la calle y apenas lo perdí de vista me eché a llorar sin consuelo. Lloraba por esos tiempos perfectos de la primera juventud, cuando nos amábamos sinceramente y pensábamos que sería para siempre, cuando los hijos eran pequeños y nos creíamos capaces de protegerlos de todo mal. ¿Qué nos pasó? Tal vez estamos en el mundo para buscar el amor, encontrarlo y perderlo, una y otra vez. Con cada amor volvemos a nacer y con cada amor que termina se nos abre una herida. Estoy llena de orgullosas cicatrices.
Un año más tarde regresé a votar para las primeras elecciones desde el Golpe Militar. Una vez perdido el plebiscito y cazado en las redes de su propia Constitución, Pinochet debió llamar a elecciones. Se presentó con la arrogancia del vencedor, sin imaginar jamás que la oposición pudiera derrotarlo, porque contaba con la unidad monolítica de las Fuerzas Armadas, el apoyo de los más poderosos sectores económicos, una millonaria campaña de propaganda y el temor que muchos sentían de la libertad. También tenía a su favor la trayectoria de disputas irreconciliables entre los partidos políticos, un pasado de tantos rencores y cuentas pendientes que resultaba casi imposible lograr un acuerdo; sin embargo, el rechazo a la dictadura pesó más que las diferencias ideológicas, se formó una concertación de partidos opositores al Gobierno y en 1989 su candidato ganó la elección, convirtiéndose en el primer Presidente legítimo después de Salvador Allende.
Pinochet debió entregar la banda y el sillón presidenciales y dar un paso atrás, pero no se retiró del todo, su espada continuó suspendida sobre el cuello de los chilenos. El país despertó de un letargo de dieciséis años y dio sus primeros pasos en una democracia de transición en la cual el General Pinochet continuaba como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas por ocho años más, una parte del Congreso y toda la Corte Suprema habían sido designadas por él y las estructuras militares y económicas permanecían intactas. No habría justicia para los crímenes cometidos, los autores estaban protegidos por una ley de amnistía que ellos mismos decretaron en su favor. No permitiré que se toque un pelo de mis soldados, amenazó Pinochet, y el país acató sus condiciones en silencio por temor a otro Golpe. Las víctimas de la represión, los Maureira y miles de otros debieron postergar sus duelos y seguir esperando. Tal vez la justicia y la verdad habrían ayudado a cicatrizar las profundas heridas de Chile, pero la soberbia de los militares lo impidió. La democracia debería avanzar con lento y torcido paso de cangrejo.
Paula vino de nuevo anoche, la sentí entrar a mi pieza con su paso liviano y su gracia conmovedora, como era antes de los ultrajes de la enfermedad, en camisa de dormir y zapatillas; se subió a mi cama y sentada a mis pies me habló en el tono de nuestras
confidencias. Escucha, mamá, despierta, no quiero que pienses que sueñas. Vengo a pedirte ayuda… quiero morir y no puedo. Veo ante mí un camino radiante, pero no puedo dar el paso definitivo, estoy atrapada. En mi cama sólo está mi cuerpo sufriente desintegrándose día a día, me seco de sed y clamo pidiendo paz, pero nadie me escucha. Estoy muy cansada. ¿Por qué todo esto? Tú, que vives hablando de los espíritus amigos, pregúntales cuál es mi misión, qué debo hacer. Supongo que no hay nada que temer, la muerte es sólo un umbral, como el nacimiento; lamento no poder preservar la memoria, pero de todos modos ya me he ido desprendiendo de ella, cuando me vaya estaré desnuda. El único recuerdo que me llevo es el de los amores que dejo, siempre estaré unida a ti de alguna manera. ¿Te acuerdas de lo último que alcancé a murmurarte antes de caer en esta larga noche? Te quiero mamá, eso te dije. Te lo repito ahora y te lo diré en sueños todas las noches de tu vida. Lo único que me frena un poco es partir sola, contigo de la mano sería más fácil cruzar al otro lado, la soledad infinita de la muerte me da miedo. Ayúdame una vez más, mamá. Has luchado como una leona por salvarme, pero la realidad te va venciendo, ya todo es inútil, entrégate, déjate de médicos, hechiceros y oraciones porque nada me devolverá la salud, no ocurrirá un milagro, nadie puede cambiar el curso de mi destino y tampoco deseo hacerlo, ya he cumplido mi tiempo y es hora de despedirse.
Todos en la familia lo entienden menos tú, no ven las horas de verme libre, eres la única que aún no acepta que nunca seré la de antes. Mira mi cuerpo dañado, piensa en mi alma que anhela evadirse y en los nudos terribles que la retienen. Ay, vieja, esto es muy difícil para mí y sé que también lo es para ti… ¿qué podemos hacer? En Chile mis abuelos rezan por mí y mi padre se aferra al recuerdo poético de una hija espectral, mientras al otro lado de este país Ernesto flota en un mar de ambigüedades sin entender todavía que ya me perdió para siempre. En verdad ya es viudo, pero no podrá llorar por mí o amar a otra mujer mientras mi cuerpo respire en tu casa. El breve tiempo que estuvimos juntos fuimos muy felices, le dejo tan buenos recuerdos que no le alcanzarán los años para agotarlos, dile que no lo abandonaré, nunca estará solo, seré su ángel protector, tal como lo seré para ti. También los veintiocho años que tú y yo compartirnos fueron muy dichosos, no te atormentes pensando en lo que pudo ser y no fue, en lo que debiste hacer de otro modo, en las omisiones y errores… ¡sácate eso de la cabeza! Después de mi muerte estaremos en contacto tal como lo estás con tus abuelos y la Granny, me llevarás por dentro como una constante presencia, acudiré cuando me llames, la comunicación será más fácil cuando no tengas ante ti las miserias de mi cuerpo enfermo y puedas verme de nuevo como en los mejores momentos. ¿Te acuerdas cuando bailábamos un paso doble en las calles de Toledo, saltando sobre los charcos y riéndonos en la lluvia bajo un paraguas negro? ¿Y las caras espantadas de los turistas japoneses que nos tomaban fotos? Así quiero que me veas de ahora en adelante: íntimas amigas, dos mujeres contentas desafiando la lluvia. Sí… tuve una buena vida…. ¡Cómo cuesta desprenderse del mundo! Pero no soy capaz de llevar una existencia miserable por siete años más, como cree el doctor Shima; mi hermano lo sabe y es el único con suficiente coraje para liberarme, yo haría lo mismo por él. Nicolás no ha olvidado nuestra antigua complicidad, tiene las ideas diáfanas y el corazón sereno. ¿Te acuerdas cuando me defendía de las sombras del dragón de la ventana? No imaginas cuántos pecadillos nos tapábamos ni cuánto te engañábamos para protegernos mutuamente, ni las veces que castigaste a uno por las faltas del otro sin que jamás nos acusáramos. No espero que tú me ayudes a morir, nadie puede pedirte eso, sólo que no me retengas más. Dale una oportunidad a Nicolás. ¿Cómo puede darme una mano si tú nunca me dejas sola? Por favor no te aflijas, mamá…
¡Despierta, estás llorando dormida! Oigo la voz de Willie que me llega de muy lejos y me hundo más en la oscuridad sin abrir los ojos para que Paula no desaparezca porque tal vez ésta sea su última visita, tal vez nunca más oiré su voz. Despierta, despierta, es una pesadilla… me sacude mi marido. ¡Espérame! ¡Quiero irme contigo! grito y entonces él enciende la luz y trata de recogerme en sus brazos, pero lo aparto bruscamente porque desde la puerta Paula me sonríe y me hace una señal de adiós con la mano antes de alejarse por el pasillo con su camisa blanca flotando como alas y sus pies descalzos rozando apenas la alfombra. Junto a mi cama quedan sus zapatillas de piel de conejo.
Llegó Juan que venía por dos semanas a participar en un Seminario Teológico. Anduvo muy ocupado analizando los motivos de Dios, pero se dio maña para pasar muchas horas conmigo y con Paula. Desde que abandonó sus condiciones marxistas para dedicarse a los estudios divinos, algo que no logro precisar ha cambiado en su aspecto, la cabeza ligeramente inclinada, los gestos más lentos, la mirada más compasiva, el vocabulario más cuidado, ya no termina cada frase con una palabrota, como antes. En estos días pienso espantarle ese aire de solemnidad, sería el colmo que la religión matara su sentido del humor. Mi hermano se describe en su papel de pastor como gerente del sufrimiento, se le van las horas consolando y tratando de ayudar a los sin esperanza, administrando los escasos recursos disponibles para agonizantes, drogados, prostitutas, niños abandonados y otros infelices de la inmensa Corte de los Milagros que es la humanidad, no le alcanza el corazón para tantas penas. Como vive en la región más conservadora de los Estados Unidos, California le parece tierra de lunáticos. Le tocó presenciar un desfile de homosexuales, un exuberante carnaval dionisíaco, y en Berkeley asistió a marchas frenéticas en pro y en contra del aborto, peloteras políticas en el campus de la universidad y una convención de predicadores callejeros vociferando sus doctrinas entre mendigos y viejos hippies, últimos despojos de los años sesenta, todavía con collares de abalorios y flores pintadas en las mejillas. Horrorizado, Juan comprobó que en el seminario ofrecen cursos de Teología del Huia–Hup y Cómo ganarse la vida burlándose de La Biblia. Cada vez que viene este hermano tan querido lamentamos la suerte de Paula, ocultos en el último rincón de la casa para que nadie nos vea, pero también nos reímos como en la juventud, cuando estábamos descubriendo el mundo y nos creíamos invencibles. Con él puedo hablar hasta lo más secreto. Recibo sus consejos mientras revuelvo ollas en la cocina para ofrecerle nuevos guisos vegetarianos, labor inútil, porque él apenas picotea unas migajas, se alimenta de ideas y de libros.
Pasa largos ratos a solas con Paula, creo que reza a su lado. Ya no apuesta a que sanará, dice que su espíritu es una presencia muy fuerte en la casa, que nos abre caminos espirituales y va barriendo las pequeñeces de nuestras vidas, dejando sólo lo esencial. En su silla de ruedas, con los ojos vacíos, inmóvil y pálida, ella es un ángel que nos entreabre las puertas divinas para que nos asomemos a su inmensidad.
— Paula se está despidiendo del mundo. Está extenuada, Juan.
— ¿Qué piensas hacer?
— La ayudaría a morir, si supiera cómo hacerlo.
— ¡Ni se te ocurra! Cargarías con un fardo de culpa para el resto de tus días.
— Más culpable me siento por dejarla en este martirio… ¿Qué pasa si me muero antes que
ella? Imagínate que yo falte ¿quién se haría cargo de ella?
— Ese momento no ha llegado, no sacas nada con adelantarte. La vida y la muerte tienen su tranco. Dios no nos manda sufrimientos sin la fortaleza para soportarlos.
— Me estás sermoneando como un cura, Juan…
— Paula no te pertenece. No debes prolongar su vida artificialmente, pero tampoco puedes acortarla.
— ¿Cuál es el límite del artificio? ¿Has visto el hospital que tengo instalado abajo? Controlo cada función de su cuerpo, mido con gotario hasta el agua que ingiere, hay una docena de frascos y jeringas sobre su mesa. Si no la alimento por ese tubo que tiene en el estómago, se muere de hambre en una semana porque ni siquiera puede tragar.
— ¿Te sientes capaz de suprimirle la comida?
— No, jamás. Pero si supiera cómo acelerar su muerte sin dolor, creo que lo haría. Si no lo hago yo, tarde o temprano le tocará a Nicolás y no es justo que él se eche encima esa responsabilidad.
Tengo un puñado de pastillas para dormir que estoy guardando desde hace meses, pero no sé si eso es suficiente.
— Ay, ay, hermana… ¿cómo se puede sufrir tanto?
— No lo sé. ¡Si pudiera entregarle mi vida y morir en su lugar!
Estoy perdida, no sé quién soy, trato de recordar quién era yo antes, pero sólo encuentro disfraces, máscaras, proyecciones, imágenes confusas de una mujer que no reconozco. ¿Soy la feminista que creía ser, o soy esa joven frívola que aparecía en televisión con plumas de avestruz en el trasero? ¿La madre obsesiva, la esposa infiel, la aventurera temeraria o la mujer cobarde? ¿Soy la que asilaba perseguidos políticos o la que escapó porque no pudo soportar el miedo? Demasiadas contradicciones…
— Eres todo eso y también el samurai que ahora pelea contra la muerte.
— Peleaba, Juan. Ya estoy vencida.
Tiempos muy duros, han pasado semanas de tanta zozobra que no quiero ver a nadie, apenas puedo hablar, comer o dormir, escribo durante horas interminables. Sigo perdiendo peso. Hasta ahora estaba tan ocupada luchando contra la enfermedad que logré engañarme e imaginar que podía ganar esta batalla de titanes, pero ahora sé que Paula se va, mis afanes son absurdos, está agotada, así me lo repite en sueños por la noche y cuando despierto al amanecer, cuando voy a caminar al bosque y la brisa me trae sus palabras. En apariencia todo sigue más o menos igual, salvo estos mensajes urgentes, su voz cada vez más débil pidiendo ayuda. No soy la única que la escucha, también las mujeres que la cuidan empiezan a despedirse de ella. La masajista decidió que no valía la pena continuar con las sesiones porque de todos modos la niña no responde, como dijo; el fisioterapeuta llamó por teléfono, tartamudeando, enredado en disculpas hasta que
acabó por confesar que esta enfermedad sin cura afecta su energía. Vino la dentista, una muchacha de la edad de Paula, con el mismo pelo largo y cejas gruesas, tan parecidas en verdad que pasarían por hermanas. Cada quince días le limpia los dientes con gran delicadeza para no hacerla sufrir, luego parte de prisa sin darme la cara, tratando de ocultar su expresión conmovida. Se niega a cobrar, hasta ahora no ha habido forma de que me pase la cuenta. Trabajamos juntas, porque Paula se pone rígida cuando intentan tocarle la cara, sólo yo puedo abrirle la boca y cepillarla. Esta vez la note preocupada, por mucho que me esmero en el aseo diario hay problemas con las encías. El doctor Shima pasa por aquí a menudo de vuelta de su trabajo y me trae recados de sus palitos del I Ching. Nos quedamos junto a la cama conversando del alma y de la aceptación de la muerte. Cuando ella se nos vaya sentiré un gran vacío, me he acostumbrado a Paula, es muy importante en mi vida, dice. También la doctora Forrester parece inquieta, después del último examen guardó silencio por largo rato mientras meditaba su diagnóstico y al fin dijo que desde el punto de vista clínico poco ha cambiado, sin embargo Paula parece cada vez más ausente, duerme demasiado, tiene la mirada vidriosa, ya no se sobresalta con los ruidos, sus funciones cerebrales han disminuido. A pesar de todo ha embellecido, las manos y tobillos más finos, el cuello más largo, las mejillas pálidas donde resaltan dramáticas sus largas pestañas negras, su rostro tiene una expresión angélica, como si por fin hubiera expiado las dudas y encontrado la fuente divina que tanto buscó. ¡Qué distinta es a mí! No reconozco nada mío en ella. Tampoco hay algo de mi madre o de mi abuela, excepto los grandes ojos oscuros un poco melancólicos. ¿Quién es esta hija mía? ¿qué azar de cromosomas navegando de una generación a otra en los espacios más recónditos de la sangre y la esperanza determinaron a esta mujer?
Nicolás y Celia nos acompañan, pasamos juntos buena parte del día en la habitación de Paula, ahora cerrada. En el verano bañábamos a los niños en la terraza en una piscina de plástico donde flotaban zancudos muertos y pedazos de galleta ensopados, mientras la enferma descansaba bajo una sombrilla, pero ahora que pasó el otoño y comienza el invierno, la casa se ha recogido y nos instalamos en su pieza. Celia es una aliada incondicional, generosa y firme, me sirve de secretaria desde hace meses; no tengo ánimo para hacer mi trabajo y sin ella perecería aplastada bajo una montaña de papeles. Lleva siempre a los niños en brazos o colgados de sus caderas, con la blusa desabotonada, lista para amamantar a Andrea. Esta nieta mía siempre está contenta, juega sola y duerme tirada por el suelo chupando la punta de un pañal, tan callada que se nos olvida dónde la hemos puesto y en un descuido podríamos pisarla. Apenas me acostumbre a la tristeza iniciaré mis oficios de abuela, inventaré cuentos para los niños, cocinaré galletas, fabricaré títeres y vistosos disfraces para llenar el baúl del teatro. Me hace falta la Granny, si estuviera viva tendría como ochenta años y sería una anciana estrafalaria con cuatro pelos en el cráneo y medio chiflada, pero con su talento para criar bisnietos intacto.
Este año ha transcurrido con inmensa lentitud, sin embargo no séudónde se me fueron las horas y los días. Necesito tiempo. Tiempo para despejar confusiones, cicatrizar y renovarme. ¿Cómo seré a los sesenta? La mujer que soy ahora no tiene una célula de la niña que fui, excepto la memoria que persiste y persevera. ¿Cuánto tiempo se requiere para recorrer este oscuro túnel? ¿Cuánto tiempo para volver a ponerme de pie?
Guardo la carta que Paula dejó sellada en la misma caja de lata donde están las reliquias de la Memé. A menudo la he sacado con reverencia, como un objeto sagrado, imaginando que contiene la explicación que ansío, tentada de leerla, pero también paralizada por un temor supersticioso. Me pregunto por qué una mujer joven, sana y enamorada, escribió
en plena luna de miel una carta para ser abierta después de su muerte, qué vio en sus pesadillas…
¿Qué misterios guarda la vida de mi hija? Ordenando fotografías antiguas la reencuentro fresca y vital, siempre abrazada a su marido, su hermano o sus amigos, en todas salvo las de su matrimonio está en bluyines, con una blusa sencilla, el pelo atado con un pañuelo y sin adornos; así debo recordarla, sin embargo esa muchacha risueña ha sido reemplazada por una figura melancólica sumida en la soledad y el silencio. Abramos la carta, me urgió Celia por milésima vez. En los últimos días no he podido comunicarme con Paula, ya no me visita, antes me bastaba entrar a su pieza y desde la puerta adivinaba su sed, sus calambres o los altibajos de la presión y la temperatura, pero ya no puedo adelantarme a sus necesidades. Está bien, abramos la carta, acepté finalmente. Busqué la caja, temblando rompí el sobre, extraje dos páginas escritas con su caligrafía precisa y leí en alta voz. Sus palabras claras nos llegaron desde otro tiempo:
No quiero permanecer atrapada en mi cuerpo. Liberada de él podré acompañar de más cerca a los que amo, aunque estén en ios cuatro extremos del planeta. Es difícil explicar los amores que dejo, lo profundo de los sentimientos que me unen a Ernesto, a mis padres, a mi hermano, a mis abuelos. Sé que me recordarán y mientras lo hagan estaré con ustedes. Quiero ser cremada y que repartan mis cenizas en la naturaleza, no deseo lápidas con mi nombre en parte alguna, prefiero quedar en el corazón de los míos y volver a la tierra. Tengo una cuenta de ahorros, úsenla para becar niños que necesiten educarse o comer. Repartan lo mío entre quienes deseen un recuerdo, no hay mucho, en verdad. Por favor no estén tristes, sigo con todos ustedes, pero más cerca que antes. En un tiempo más nos reuniremos en espritu, pero por ahora seguiremos juntos mientras me recuerden. Ernesto… te he amado profundamente y lo sigo haciendo; eres un hombre extraordinario y no dudo que también podrás ser feliz cuando yo me vaya. Mamá, papá, Nico, abuelos:
ustedes son lo mejor que pudo tocarme como familia. No me olviden y ¡alegren esas caras! Acuérdense que los espíritus ayudamos, acompañamos y protegemos mejor a quienes están contentos. Los amo mucho. Paula.
El invierno ha vuelto, no deja de llover, hace frío y día a día tú decaes. Perdona por haberte hecho esperar tanto, hija… Me he demorado, pero ya no tengo dudas, tu carta es muy reveladora.
Cuenta conmigo, te prometo que te ayudaré, sólo dame un poco más de tiempo. Me siento a tu lado en la quietud de tu cuarto en este invierno que será eterno para mí, las dos solas, tal como tantas veces hemos estado en estos meses, y me abro al dolor sin oponerle ya ninguna resistencia. Apoyo la cabeza en tu regazo y siento los latidos irregulares de tu corazón, el calor de tu piel, el ritmo lento del aire en tu pecho, cierro los ojos y por unos instantes imagino que simplemente estás dormida. Pero la tristeza me revienta por dentro con fragor de tempestad y se moja tu camisa con mis lágrimas, mientras un aullido visceral, que nace en el fondo de la tierra y sube por mi cuerpo como una lanza, me llena la boca. Me aseguran que no sufres. ¿Cómo lo saben? Tal vez has terminado por acostumbrarte a la armadura de hierro de la parálisis y no recuerdas cómo era el sabor de un durazno o el placer simple de pasarse los dedos por el pelo, pero tu alma está atrapada y quiere liberarse. Esta obsesión no me da tregua, comprendo que he fallado en el desafío más importante de mi existencia. ¡Basta! Mira el despojo que queda
de ti, hija, por Dios… Esto es lo que viste en la premonición de tu luna de miel, por eso escribiste la carta. Paula ya es santa, está en el cielo, el sufrimiento la ha lavado de todos los pecados, me dice Inés, la cuidadora salvadoreña, la que está marcada de cicatrices, la que te mima como a un bebé. ¡Cómo te cuidamos! No estás sola de día ni de noche, cada media hora te movemos para mantener la poca flexibilidad que aún te queda, vigilamos cada gota de agua y cada gramo de tu alimento, recibes las medicinas a las horas exactas, antes de vestirte te bañamos y te damos masajes con bálsamos para fortalecer la piel. Es increíble lo que han conseguido, en ningún hospital estaría tan bien, dice la doctora Forrester. Durará siete años, predice el doctor Shima. ¿Para qué tanto afán? Eres como la bella durmiente del cuento en su urna de cristal, sólo que a ti no te salvará el beso de un príncipe, nadie puede despertarte de este sueño definitivo. Tu única salida es la muerte, hija, ahora me atrevo a pensarlo, a decírtelo y a escribirlo en mi cuaderno amarillo. Llamo a mi fornido abuelo y a mi abuela clarividente para que te ayuden a cruzar el umbral y nacer al otro lado, llamo sobre todo a la Granny, tu abuela de ojos transparentes, la que murió de pena cuando tuvo que separarse de ti, la llamo para que venga con sus tijeras de oro a cortar el hilo firme que te mantiene unida al cuerpo. Su retrato–todavía joven, con una sonrisa apenas insinuada y mirada líquida–está cerca de tu cama, como están los de los otros espíritus tutelares. Ven Granny, ven a buscar a tu nieta, le suplico, pero temo que no vendrá ella ni ningún otro fantasma a aliviarme de este cáliz de congoja. Estaré sola junto a ti para llevarte de la mano hasta el umbral mismo de la muerte y si es posible lo cruzaré contigo.
¿Puedo vivir por ti? ¿Llevarte en mi cuerpo para que existas los cincuenta o sesenta años que te robaron? No es recordarte lo que pretendo, sino vivir tu vida, ser tú, que ames, sientas y palpites en mí, que cada gesto mío sea un gesto tuyo, que mi voz sea tu voz. Borrarme, desaparecer para que tomes posesión de mí, hija, que tu incansable y alegre bondad sustituya por completo mis añejos temores, mis pobres ambiciones, mi agotada vanidad. Gritar hasta el último aliento, desgarrarme la ropa, arrancarme el pelo a puñados, cubrirme de ceniza, así quiero sufrir este duelo, pero llevo medio siglo practicando reglas de buen comportamiento, soy experta en negar la indignación y aguantar el dolor, no tengo voz para gritar. Tal vez los médicos se equivocan y las máquinas mienten, tal vez no estás del todo inconsciente y te das cuenta de mi ánimo, no debo agobiarte con mi llanto. Me estoy ahogando de pena contenida, salgo a la terraza y el aire no me alcanza para tantos sollozos y la lluvia no me alcanza para tantas lágrimas.
Entonces tomo el automóvil y me alejo del pueblo rumbo a los cerros, y casi a ciegas llego al bosque de mis paseos, donde tantas veces me he refugiado a pensar a solas. Me interno a pie por los senderos que el invierno ha vuelto inservibles, corro tropezando con ramas y pedruscos, abriéndome paso en la humedad verde de este amplio espacio vegetal similar a los bosques de mi infancia, aquellos que atravesé en una mula siguiendo los pasos de mi abuelo. Voy con los pies embarrados y la ropa empapada y el alma sangrando, y cuando oscurece y ya no puedo más de tanto andar y tropezar y resbalar y volver a levantarme y seguir trastabillando, caigo finalmente de rodillas, me tironeo de la blusa, saltan los botones y con los brazos en cruz y el pecho desnudo grito tu nombre, hija. La lluvia es un manto de oscuro cristal y las nubes sombrías asoman entre las copas de los negros árboles y el viento me muerde los senos, se mete en mis huesos y me limpia por dentro con sus helados estropajos. Hundo las manos en el fango, cojo tierra a puñados y me la llevo a la cara, a la boca, masco grumos salados de lodo, aspiro a bocanadas el olor ácido del humus y el aroma medicinal de los eucaliptus. Tierra, acoge a mi hija, recíbela, envuélvela, diosa madre tierra, ayúdanos, le pido y sigo gimiendo en la
noche que se me viene encima, llamándote, llamándote. Por allá lejos pasa una bandada de patos salvajes y se llevan tu nombre hacia el sur. Paula, Paula…