10. El Sistema de Mando: Batolito

—Es lo que se llama un batolito, una intrusión granítica que emergió de las profundidades como una burbuja de lava hasta adentrarse en las rocas sedimentarias y metamórficas que ya estaban aquí hace cien millones de años.

»Los habitantes de este planeta construyeron el Sistema de Mando hace unos once mil años dentro del batolito con la esperanza de que la capa rocosa les serviría como protección contra el impacto de las cabezas de fusión.

»Construyeron nueve estaciones y ocho trenes. La idea era que los políticos y los jefes militares estarían en un tren y sus lugartenientes y ayudantes en otro, y cuando hubiera una guerra los ocho trenes se desplazarían constantemente por los túneles, deteniéndose en una estación para ponerse en contacto mediante canales de comunicación muy bien protegidos con los transceptores más cercanos. Éstos se pondrían en contacto con los transceptores repartidos por toda la nación, y eso les permitiría dirigir el curso de la guerra. El enemigo tendría que esforzarse muchísimo para abrirse paso a través de una capa de granito tan gruesa, pero acertar algo tan relativamente pequeño como una estación sería aún más difícil, y nunca podrían estar seguros de si había un tren en ella o de si estaba ocupado y, para colmo, no sólo tendrían que destruir el tren principal sino también el secundario.

»La guerra bacteriológica acabó con toda la población y el Dra'Azon llegó al planeta no se sabe cuándo entre ese momento y hace diez mil años. Sacó el aire de los túneles y lo sustituyó con gases inertes. Hace siete mil años empezó una nueva era glacial, y unos cuatro mil años después el planeta se enfrió hasta tal extremo que el Señor Corrección sacó el argón de los túneles y dejó que la atmósfera del planeta volviera a entrar en ellos. La atmósfera es tan fría y seca que cuanto hay dentro de los túneles lleva tres milenios sin sufrir los estragos de la oxidación.

»Hace unos tres mil quinientos años los Dra'Azon llegaron a un acuerdo con la mayor parte de Federaciones Galácticas rivales y permitieron que las naves en apuros cruzaran las Barreras del Silencio. Las especies neutrales y relativamente desprovistas de poder obtuvieron permiso para establecer pequeñas bases en la mayoría de Planetas de los Muertos con el fin de proporcionar ayuda a esas naves en apuros y —supongo—, como una especie de consolación para las personas que siempre habían querido saber qué aspecto tenían esos planetas. En el caso del Mundo de Schar, el Señor Corrección nos dejaba echar un vistazo al sistema cada año y siempre que bajábamos allí sin permiso oficial hacía la vista gorda. Aun así, nadie ha podido obtener grabaciones en los túneles. Cuando se sale de ellos descubres que todos los datos y grabaciones han quedado inutilizables.

»La entrada ante la que nos hallamos se encuentra aquí, en la base de la península y encima de la estación cuatro, una de las tres estaciones principales. Las otras son la uno y la siete. Las estaciones principales son las que cuentan con equipos de mantenimiento y reparación. Las estaciones tres, cuatro y cinco están vacías. La estación uno alberga dos trenes, la siete otros dos y hay un tren en cada una de las restantes. Al menos, ésa debería ser la situación… Los idiranos pueden haberlos desplazado, aunque lo dudo.

»Hay de veinticinco a treinta y cinco kilómetros entre una estación y otra, y las estaciones están unidas entre sí por un doble juego de túneles. El conjunto del Sistema se encuentra a unos cinco kilómetros de profundidad.

»Llevaremos láseres y un aturdidor neurónico, además de algunas granadas de fragmentación para protegernos. No iremos armados con nada más pesado. Neisin puede llevarse su rifle de proyectiles; las balas de que dispone sólo contienen explosivos de poca potencia. Nada de micronucleares o cañones de plasma. Bien sabe Dios que usarlos en los túneles ya resultaría bastante peligroso, pero también podrían hacer que la ira del Señor Corrección cayera sobre nosotros, y no queremos eso, ¿verdad?

»Wubslin ha adaptado nuestro sensor de anomalías de masa para que podamos llevarlo con nosotros, lo cual nos permitirá localizar a la Mente. Además, mi traje cuenta con un sensor de masas, por lo que no deberíamos tener ningún problema para encontrar lo que andamos buscando, incluso suponiendo que se haya escondido.

»Si los idiranos no disponían de comunicadores propios estarán usando los de los Cambiantes. Nuestros transceptores cubren sus frecuencias y una gama algo más amplia, así que podremos oírles pero ellos no podrán captar nuestras señales.

»Bueno, éstos son los túneles… La Mente se encuentra en algún punto de ellos, y es de suponer que también haya unos cuantos idiranos y medjels.

Horza estaba sentado a la cabecera de la mesa del comedor debajo de la pantalla. La imagen mostraba un diagrama de los túneles superpuesto a un mapa de la península. Todos estaban mirándole. El semitraje vacío del medjel que había encontrado yacía en el centro de la mesa.

—¿Quieres que todos vayamos a los túneles? —preguntó lentamente Unaha-Closp.

—Sí.

—¿Y la nave? —preguntó Neisin.

—La nave puede cuidar de sí misma. Programaré los mecanismos automáticos para que nos reconozca y se defienda de cualquier otra presencia.

—¿Y quieres que ella también vaya? —preguntó Yalson señalando con la cabeza a Balveda, que estaba sentada enfrente de su sitio.

Horza se volvió hacia la mujer de la Cultura.

—Prefiero tener a Balveda allí donde pueda verla —dijo—. Si la dejara a bordo de la nave con alguno de vosotros, fuera el que fuese… Bueno, confieso que no me sentiría demasiado seguro.

—Sigo sin comprender por qué he de ir a esos túneles —dijo Unaha-Closp.

—Porque tampoco confío en ti lo suficiente para dejarte a bordo —dijo Horza—. Además, quiero que te encargues de llevar unas cuantas cosas.

—¿Qué? —exclamó la unidad.

Parecía bastante enfadada.

—Mira, Horza, no sé si estás siendo totalmente sincero con nosotros —dijo Aviger meneando la cabeza con cara de preocupación—. Según tú, los idiranos y los medjels… Bueno, afirmas que están de nuestra parte. Pero ya han matado a cuatro Cambiantes, y crees que están en algún lugar de esos túneles vagabundeando de un lado para otro… Además, se supone que son los mejores soldados de toda la galaxia, ¿no? ¿Y quieres que nos enfrentemos a ellos?

—Para empezar, yo estoy de su parte —suspiró Horza—. Todos andamos detrás de lo mismo. En segundo lugar, me parece que no cuentan con mucho armamento, pues de lo contrario puedes estar seguro de que ese medjel habría llevado algún arma encima. Probablemente sólo dispongan de las armas que les hayan podido quitar a los Cambiantes. Y a juzgar por el traje de ese medjel que tenemos aquí… —señaló el traje cubierto de nervaduras que él y Wubslin habían estado estudiando desde que lo subieron a bordo—, lo más probable es que la mayor parte de su equipo esté inservible o haya estallado. Este traje está hecho un desastre. Lo único que funciona son las luces y el sistema de calefacción. Todo lo demás se ha fundido. Mi teoría es que debió ocurrir cuando cruzaron la Barrera del Silencio. Iban metidos dentro del chuy-hirtsi, y su equipo de combate sufrió daños considerables. Si su armamento lo ha pasado tan mal como sus trajes, están virtualmente inermes y tienen montones de problemas. Nuestros láseres y esos flamantes arneses antigravitatorios hacen que estemos mucho mejor equipados que ellos…, incluso en el caso bastante improbable de que acabemos viéndonos obligados a combatir.

—Lo cual es muy probable, considerando que no les debe quedar ningún comunicador capaz de funcionar —dijo Balveda—. Nunca conseguirás acercarte lo suficiente para explicarles quién eres. Y aun suponiendo que lo consigas, ¿cómo pueden estar seguros de que eres quien afirmas ser? Si son quienes crees, esos idiranos llegaron aquí muy poco después que la Mente. Ni tan siquiera han oído hablar de ti, y puedes estar seguro de que no te creerán. —La agente de la Cultura se volvió hacia los demás—. Vuestro capitán en funciones os llevará a la muerte.

—Balveda —dijo Horza—, permitir que asistas a esta reunión ha sido un mero gesto de cortesía por mi parte. No hagas que me enfade.

Balveda enarcó las cejas y guardó silencio.

—Bueno, entonces… ¿Cómo podemos estar seguros de que esos idiranos son los mismos que llegaron aquí metidos dentro de ese animal tan raro? —preguntó Neisin contemplando a Horza con expresión suspicaz.

—¿Quiénes pueden ser si no? —replicó Horza—. Han logrado sobrevivir a la represalia del Dra'Azon, por lo que pueden considerarse muy afortunados, y en cuanto se dieron cuenta de lo que le había ocurrido a este contingente ni tan siquiera los idiranos se atreverían a correr el riesgo de enviar más fuerzas.

—Pero eso significa que llevan meses enteros allí abajo —dijo Dorolow—. ¿Cómo se supone que vamos a encontrar algo si ellos llevan todo ese tiempo dentro de los túneles y todavía no han encontrado nada?

—Puede que sí lo hayan encontrado —dijo Horza, extendiendo los brazos y sonriéndole. Cuando siguió hablando su voz se había teñido de un leve sarcasmo—. Pero si no lo han encontrado es muy posible que sea porque no cuentan con el equipo adecuado. Tendrán que registrar todo el Sistema de Mando.

»Además, si ese animal realmente sufrió daños tan graves como he oído comentar, no debían de tener mucho control sobre él. Lo más probable es que se posaran a centenares de kilómetros de distancia y tuvieran que llegar hasta aquí abriéndose paso por entre la nieve. En ese caso, puede que sólo lleven algunos días dentro de los túneles.

—No puedo creer que el dios haya permitido que ocurriera esto —dijo Dorolow, meneando la cabeza y contemplando la superficie de la mesa que tenía delante—. Aquí debe de haber oculto algo más de lo que sabemos. Pude sentir su poder y su…, su bondad cuando atravesamos la Barrera. El dios jamás permitiría que esas pobres personas murieran de una forma tan horrible.

Horza puso los ojos en blanco.

—Dorolow —dijo, inclinándose hacia adelante y apoyando los nudillos sobre la mesa—, el Dra'Azon apenas si es consciente de que se esté librando una guerra. Los individuos les importan un rábano, tanto a él como a todos los de su especie. Sienten un gran respeto por la muerte y la podredumbre, pero en cuanto a la esperanza y la fe… Eso les importa muy poco. Mientras los idiranos o nosotros no destruyamos el Sistema de Mando o hagamos volar el planeta, les da igual quién viva o quién muera.

Dorolow se reclinó en su asiento. No dijo nada, pero estaba claro que Horza no había conseguido convencerla. Horza se irguió. Su discurso no había estado nada mal. Tenía la impresión de que los mercenarios le seguirían, pero en lo más hondo de su ser —una parte de él que apenas guardaba ninguna relación con el lugar de donde brotaban las palabras—, se sentía tan desprovisto de vida y tan incapaz de sentir interés por las cosas como la llanura cubierta de nieve que les rodeaba.

Horza había vuelto a los túneles acompañado por Wubslin y Neisin. Recorrieron toda la zona de los cubículos y encontraron más señales de que había servido como alojamiento a los idiranos. Parecía como si una fuerza muy pequeña —uno o dos idiranos y quizá media docena de medjels—, se hubiera quedado un tiempo en la base de los Cambiantes después de haberse apoderado de ella.

Al parecer se habían llevado consigo una considerable cantidad de raciones de emergencia congeladas, los dos rifles láser y las pocas pistolas que le estaba permitido poseer al personal de la base, así como los cuatro comunicadores portátiles que estaban guardados en el almacén.

Horza cubrió a los Cambiantes muertos con la tela reflectante que encontraron en la base y desnudó al medjel muerto quitándole el semitraje. También inspeccionaron el aerodeslizador para averiguar si estaba en condiciones de ser utilizado. No lo estaba. Una parte de la micropila había desaparecido y el proceso había causado daños bastante considerables. Como casi todo lo demás de la base, el aerodeslizador se había quedado sin energía para funcionar. Cuando volvieron a la Turbulencia en cielo despejado, Horza y Wubslin diseccionaron el traje del medjel y descubrieron el sutil pero irreparable daño que se le había infligido.

Y, desde entonces, cada vez que dejaba de preocuparse pensando en sus posibilidades y sus opciones o relajaba su concentración en lo que estaba mirando o aquello en lo que se suponía había de pensar, veía un rostro congelado formando un ángulo recto con el cuerpo al que estaba unido. Las pestañas de aquel rostro estaban cubiertas por una capa de escarcha.

Intentó no pensar en ella. No serviría de nada. Ya no podía hacer nada por ella. Tenía que seguir adelante. Tenía que cumplir la misión que se había impuesto, ahora más que nunca.

Estuvo pensando largo rato en qué podía hacer con los otros ocupantes de la Turbulencia en cielo despejado, y acabó decidiendo que no tenía elección. Debía llevarlos al Sistema de Mando con él.

Balveda era un grave problema. No se sentiría seguro ni dejando a toda la tripulación con ella para que la vigilara, y quería ir acompañado por los mejores combatientes, no dejarlos a bordo de la nave. Podría haber resuelto el problema matando a la agente de la Cultura, pero los demás se habían acabado acostumbrando demasiado a su presencia. Balveda empezaba a caerles demasiado bien. Si la mataba les perdería.

—Bueno, pues yo creo que bajar a esos túneles es una auténtica locura —dijo Unaha-Closp—. ¿Por qué no esperamos aquí a que reaparezcan los idiranos con o sin esa preciosa Mente?

—Para empezar —dijo Horza observando atentamente los rostros de quienes le rodeaban por si alguien daba señales de estar de acuerdo con la unidad—, si no la encuentran lo más probable es que no reaparezcan. Son idiranos y, además, se trata de un grupo de élite cuidadosamente seleccionado. Se quedarán allí abajo para siempre. —Contempló el diagrama del sistema de túneles que aparecía en la pantalla y se volvió hacia las personas y la unidad—. Pueden pasarse mil años buscando a la Mente por ese laberinto, especialmente si no hay energía y si no conocen el procedimiento que se sigue para volver a conectarla, como supongo que es el caso.

—Y tú sí sabes cómo volver a conectarla, naturalmente —dijo la unidad.

—Sí —dijo Horza—. Sé cómo hacerlo. Podemos volver a conectar la energía en tres estaciones distintas: ésta, la número siete o la número uno.

—¿Crees que el equipo seguirá funcionando?

Wubslin no parecía estar muy seguro.

—Bueno, cuando me marché funcionaba. La electricidad es producida mediante centrales geotérmicas situadas a gran profundidad. Los conductos de la energía tienen más de cien kilómetros y atraviesan toda la corteza.

»De todas formas y como ya os he dicho, ahí abajo hay demasiado espacio para que esos idiranos y los medjels tengan alguna posibilidad de registrarlo de forma medianamente concienzuda sin ningún equipo detector. Un sensor de anomalías de masa es el único instrumento con el que se puede localizar a la Mente, y los idiranos no disponen de ninguno. Nosotros tenemos dos. Ésa es la razón de que debamos bajar a los túneles.

—Y luchar —dijo Dorolow.

—Probablemente no haga falta. Los idiranos disponen de comunicadores. Me pondré en contacto con ellos y les explicaré quién soy. Naturalmente, no puedo revelaros los detalles exactos, pero poseo ciertos conocimientos sobre el sistema militar idirano, sus naves e incluso sobre algunos idiranos que ocupan puestos destacados, y podré convencerles de que soy quien afirmo ser. No me conocen personalmente, pero se les dijo que un Cambiante sería enviado al Mundo de Schar poco después que ellos.

—Estás mintiendo —dijo Balveda con voz gélida.

Horza sintió cómo la atmósfera del comedor cambiaba para volverse mucho más tensa. La mujer de la Cultura estaba mirándole fijamente con los rasgos apretados en una mueca de firmeza y decisión a la que también se mezclaba algo de resignación.

—Balveda —dijo en voz baja—, no sé qué te habrán contado, pero me encargaron esta misión cuando estaba en La mano de Dios 137, y Xoralundra me dijo que la fuerza de choque idirana enviada dentro del chuy-hirtsi sabía que pensaban mandarme allí. —Habló en el tono de voz más tranquilo de que fue capaz—. ¿De acuerdo?

—No fue lo que yo oí contar —replicó Balveda, pero Horza tuvo la impresión de que no estaba demasiado segura de sí misma y de lo que decía.

Había corrido un gran riesgo abriendo la boca, probablemente con la esperanza de conseguir que Horza la amenazase o hiciera algo que volviese en su contra a los otros miembros de la tripulación. El truco no había funcionado.

El Cambiante se encogió de hombros.

—Bueno, Perosteck, si los datos que te dieron en la sección de Circunstancias Especiales antes de encargarte la misión no son exactos… Eso no es culpa mía, ¿verdad? —dijo Horza con una leve sonrisa. Los ojos de la agente de la Cultura se apartaron del rostro del Cambiante para posarse primero en la mesa y luego en los rostros de quienes la rodeaban, como si quisiera averiguar a quién de los dos creían—. Mira, no quiero morir por los idiranos y sólo Dios sabe por qué, pero el caso es que he acabado sintiendo un considerable aprecio hacia ti —dijo Horza hablando en su tono de voz más razonable y sincero y extendiendo los brazos con las palmas de las manos hacia arriba—. Jamás te llevaría allí en una misión suicida. No nos ocurrirá nada. En el peor de los casos siempre podemos retroceder, ¿no? Volveremos a cruzar la Barrera del Silencio en la Turbulencia en cielo despejado y nos dirigiremos hacia algún lugar neutral. Podéis quedaros con la nave; yo habré capturado a una agente de la Cultura. —Miró a Balveda. La mujer de la Cultura había cruzado las piernas, tenía los brazos recogidos ante el pecho y la cabeza gacha—. Pero no creo que nos veamos obligados a acabar haciendo eso. Creo que encontraremos a esa especie de superordenador y conseguiremos que nos den una buena recompensa a cambio.

—¿Y si cuando salgamos con o sin la Mente descubrimos que la Cultura ha ganado la batalla al otro lado de la Barrera y que sus naves nos están esperando? —preguntó Yalson.

No parecía hostil, sólo interesada. Horza tenía la sensación de que era la única en quien podía confiar, aunque creía que Wubslin también le seguiría. Horza asintió con la cabeza.

—Eso es altamente improbable. Me parece difícil que la Cultura decida resistir justo aquí después de haberse retirado durante tanto tiempo, pero aun suponiendo que lo hicieran, necesitarían muchísima suerte para atraparnos. No olvidéis que sólo pueden ver la Barrera en el espacio real, por lo que no tienen forma de averiguar por qué punto de ella saldremos. Eso no es problema.

Yalson se reclinó en su asiento, aparentemente convencida. Horza sabía que daba la impresión de encontrarse muy tranquilo, pero esperar la decisión final de los demás hacía que por dentro estuviera terriblemente tenso. Su última respuesta había sido sincera, pero el resto eran mentiras puras y simples o medio verdades.

Tenía que convencerles. Necesitaba que estuvieran de su lado. Era la única forma de llevar a cabo su misión, y había recorrido demasiada distancia, matado a demasiadas personas, hecho demasiadas cosas e invertido unas cantidades excesivas de propósito y determinación para retroceder ahora. Tenía que encontrar a la Mente, tenía que bajar al Sistema de Mando con idiranos o sin ellos y tenía que convencer a los restos de lo que había sido la Compañía Libre de Kraiklyn para que le acompañaran. Les miró. Yalson, severa e impaciente, deseosa de que la charla llegara a su fin y de que pusieran manos a la obra. La sombra de su cabello le daba un aspecto muy joven, casi infantil y, al mismo tiempo, la hacía parecer muy dura. Dorolow, vacilante, mirando a los demás y rascandóse nerviosamente una oreja. Wubslin, reclinado cómodamente en su asiento con su robusto cuerpo irradiando un aura casi palpable de relajación y tranquilidad. Cuando Horza describió el Sistema de Mando, el rostro de Wubslin había mostrado señales de interés, y el Cambiante se dio cuenta de que para el ingeniero aquel gigantesco complejo ferroviario era algo increíblemente fascinante.

Aviger parecía tener muchas dudas, pero Horza creía haber dejado bien claro que la nave se iba a quedar vacía, y supuso que Aviger preferiría aceptar su decisión antes que tomarse la molestia de discutirla y correr el riesgo de un enfrentamiento personal. En cuanto a Neisin… No estaba seguro. Neisin había estado bebiendo tanto como de costumbre y Horza nunca le había visto tan callado y serio, pero aunque recibir órdenes y ser llevado de un lado para otro no le hacía ninguna gracia, estaba claro que se había hartado del encierro a bordo de la Turbulencia en cielo despejado, y mientras Wubslin y Horza examinaban el traje del medjel ya había salido a dar un paseo por la nieve. A falta de otra razón mejor, Neisin era muy capaz de seguirle por puro aburrimiento.

En cuanto a Unaha-Closp, no le preocupaba. Haría lo que se le ordenase, como hacían siempre las máquinas. Sólo la Cultura permitía que se desarrollaran hasta el punto en que parecían poseer voluntad propia.

Y en cuanto a Perosteck Balveda, era su prisionera. Así de sencillo…

—Entrada fácil, salida fácil —dijo Yalson. Sonrió, se encogió de hombros y miró a los demás—. Qué coño… Será una forma de matar el tiempo, ¿no os parece?

Nadie se mostró en desacuerdo con ella.


* * *

Horza estaba volviendo a reprogramar las fidelidades de la Turbulencia en cielo despejado, introduciendo las nuevas instrucciones del ordenador mediante un tablero manual bastante viejo pero aún utilizable, cuando Yalson entró en el puente. Se dejó caer en el asiento del copiloto y le observó mientras trabajaba. La pantallita del tablero proyectaba las sombras de los caracteres marain sobre el rostro de Horza.

—Marain, ¿eh? —dijo pasado un rato, observando los caracteres que iban desfilando por la pantallita.

Horza se encogió de hombros.

—Es el único lenguaje preciso que esta antigualla y yo compartimos. —Tecleó unas cuantas instrucciones más—. Eh… —Se volvió hacia ella—. No deberías estar aquí mientras hago esto.

Sonrió para demostrarle que no hablaba en serio.

—¿No confías en mí? —preguntó Yalson devolviéndole la sonrisa.

—Eres la única persona de a bordo en quien confío —dijo Horza, volviendo a concentrar su atención en el teclado—. Y, de todas formas y dado el tipo de instrucciones que estoy introduciendo, no importa demasiado.

Yalson le observó en silencio durante unos momentos.

—¿Significaba mucho para ti, Horza?

Horza no alzó la cabeza, pero sus manos se quedaron quietas sobre el teclado. Sus ojos contemplaron los caracteres de la pantallita sin verlos.

—¿Quién?

—Horza… —dijo Yalson en voz baja y suave.

Horza seguía sin mirarla.

—Fuimos amigos —dijo por fin, como si estuviera hablando con el teclado.

—Ya… —dijo Yalson y, después de unos instantes de silencio, añadió:— Supongo que debe ser bastante duro, ¿no? Quiero decir… Era gente de tu especie y todo eso.

Horza asintió sin levantar la cabeza.

Yalson le estudió en silencio durante unos momentos más.

—¿La amabas?

Horza tardó un poco en replicar. Sus ojos recorrieron los contornos de aquellos caracteres tan compactos y precisos con tanta atención como si la respuesta estuviese oculta en alguno de ellos. Acabó encogiéndose de hombros.

—Quizá —dijo—. Quizá la amé. —Carraspeó, alzó los ojos hacia Yalson durante un momento y volvió a bajarlos hacia el teclado—. Ya hace mucho tiempo de eso.

Yalson se levantó del asiento y le puso las manos sobre los hombros antes de que el Cambiante pudiera seguir tecleando más instrucciones.

—Lo siento, Horza. —Horza volvió a asentir y le acarició una mano—. Les encontraremos —dijo—. Si es lo que deseas, claro. Pero si quieres que…

Horza negó con la cabeza y la miró.

—No. Iremos allí abajo, encontraremos la Mente y nos marcharemos. Si los idiranos se interponen no me importa lo que pueda ocurrirles, pero… No, ¿para qué correr más riesgos? De todas formas… Gracias.

Yalson asintió lentamente.

—De acuerdo.

Se inclinó, le besó y salió del puente. Horza contempló la puerta cerrada durante unos momentos y volvió a concentrar su atención en la pantalla repleta de caracteres marain.

Programó el ordenador de la nave para que lanzara una salva de aviso seguida por disparos láser letales dirigidos contra cualquier persona u objeto que se aproximara a la Turbulencia en cielo despejado, salvo si podía identificarlos sin ningún lugar a dudas como algún miembro de la Compañía Libre mediante la firma electromagnética emitida por su traje. Además, haría falta el anillo de identidad de Horza —o de Kraiklyn—, para activar el ascensor de la nave y, una vez a bordo, para asumir el control de ésta. Cuando hubo terminado Horza se sintió bastante más seguro. La única forma de controlar la nave era a través del anillo, y confiaba en que nadie conseguiría arrebatárselo…, al menos, no sin correr un riesgo superior al que significaba enfrentarse con un grupo de idiranos hambrientos y enfurecidos.

Aun así, siempre cabía la posibilidad de que muriera y los demás lograran sobrevivir. Horza quería que tuvieran alguna ruta de escape que no dependiera totalmente de él…, sobre todo por Yalson.


* * *

Se llevaron consigo unas cuantas láminas de plástico de la base para transportar la Mente si lograban encontrarla. Dorolow quería enterrar a los Cambiantes muertos, pero Horza se negó. Llevó los cadáveres hasta la entrada del túnel y los dejó allí. Cuando se marcharan los subiría a la nave y los transportaría a Heibohre. El congelador natural que era la atmósfera del Mundo de Schar los conservaría hasta entonces. Contempló el rostro de Kierachell durante un segundo a la pálida luz de finales del atardecer. Un banco de nubes procedentes del mar helado estaba acumulándose sobre las montañas, y el aire se iba volviendo más frío a cada momento que pasaba.

Encontraría a la Mente. Estaba decidido a encontrarla, y tenía la corazonada de que lo conseguiría. Pero si el proceso de encontrarla exigía que se enfrentara con los culpables de aquella matanza… Bueno, no vacilaría. Hasta era posible que disfrutara con ello. Balveda quizá no lo hubiese entendido, pero no todos los idiranos eran iguales. Xoralundra era amigo personal suyo y su comportamiento como oficial siempre había sido correcto —suponía que entre los de su raza el viejo Querl debía estar considerado algo así como un moderado—, y Horza conocía y respetaba a otros idiranos que ocupaban puestos diplomáticos o militares. Pero había idiranos que eran verdaderos fanáticos y despreciaban a cualquier especie que no fuese la suya.

Xoralundra no habría matado a los Cambiantes. Lo habría considerado un acto innecesario y poco elegante. Pero, naturalmente, las misiones como ésta no eran para encomendárselas a los moderados. Si querías que se llevaran a cabo con éxito enviabas a un grupo de fanáticos. O a un Cambiante.

Horza volvió con los demás. Había llegado al aerodeslizador —el aparato inservible estaba rodeado con las láminas de plástico que habían arrancado de las paredes, y su proa apuntaba hacia el agujero de la zona de habitáculos como si fuese a entrar en un garaje— cuando oyó disparos.

Corrió por el pasillo que llevaba a la parte trasera de la zona de habitáculos preparando su láser.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó por el micrófono del casco.

—Láseres. A bastante distancia por el túnel, desde los pozos —dijo la voz de Yalson.

Horza entró corriendo en el área de almacenes donde estaban los otros. El agujero que habían practicado en el recubrimiento de plástico tenía unos cuatro o cinco metros de diámetro. En cuanto Horza emergió del pasillo un chorro de llamas lamió la pared, y vio los fugaces resplandores que los haces de láser dejaban en el aire, casi rozando un flanco de su traje. Los haces habían atravesado el agujero de la pared y venían del túnel. Estaba claro que fuera quien fuese el que disparaba podía verle. Horza se echó al suelo, rodó sobre sí mismo y acabó junto a Dorolow y Balveda, quienes habían buscado refugio junto a una combinación de grúa y cabrestante móvil. Las láminas de plástico de la pared se llenaron de agujeros que ardieron con un brillante destello durante un momento y se apagaron enseguida. Los chasquidos y siseos del láser crearon ecos que se esparcieron a lo largo de los túneles.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó mirando a Dorolow.

Recorrió con los ojos el área de almacenamiento. Los demás estaban allí, refugiándose donde podían. Estaban todos salvo Yalson.

—Yalson fue a… —empezó a decir Dorolow, y la voz de Yalson la interrumpió antes de que pudiera terminar la frase.

—Entré por el agujero de la pared y alguien me disparó. Estoy tumbada en el suelo. Me encuentro bien, pero me gustaría saber si puedo devolver el fuego. No estropearé nada, ¿verdad?

—¡Dispara! —gritó Horza, y en ese mismo instante otro abanico de haces luminosos creó una hilera de cráteres ardientes sobre la pared interior del área de almacenamiento—. ¡Devuelve los disparos!

—Gracias —dijo Yalson. Horza oyó el chasquido de su arma y, a continuación, los ecos producidos por el aire al calentarse bruscamente. Una explosión hizo vibrar el túnel—. Hmmm —dijo Yalson.

—Creo que le ha… —dijo Neisin desde el otro extremo del área de almacenamiento, pero se calló en cuanto nuevos disparos se estrellaron contra la pared que tenía detrás.

La pared quedó salpicada de agujeros oscuros cuyos contornos burbujeaban.

—¡Bastardo! —gritó Yalson.

Volvió a disparar, ahora una serie de breves ráfagas láser.

—Impide que levante la cabeza —dijo Horza—. Voy a ir hasta la pared. Dorolow, quédate aquí con Balveda.

Se puso en pie y corrió hacia el agujero que habían practicado en el recubrimiento de plástico. Los agujeros humeantes del material indicaban la poca protección que era capaz de ofrecer, pero aun así Horza se arrodilló, pegando el cuerpo a las láminas. Podía ver los pies de Yalson a pocos metros de distancia. Las botas de su traje parecían brotar del liso suelo de roca fundida. Oyó el sonido de su arma.

—Bien —dijo—. Deja de disparar el tiempo suficiente para que pueda ver de dónde vienen los haces y vuelve a empezar.

—De acuerdo.

Yalson dejó de disparar. Horza asomó la cabeza por el hueco sintiéndose increíblemente vulnerable y vio dos minúsculos destellos a bastante distancia túnel abajo, casi junto a una pared. Alzó su arma y empezó a disparar. Yalson le imitó. El traje de Horza emitió un silbido. Una pantalla se encendió junto a su mejilla indicándole que le habían dado en el muslo. No había sentido nada. La pared del túnel que estaba junto a los pozos de los ascensores palpitaba con mil chispazos luminosos.

Neisin apareció al otro lado del agujero, se arrodilló y empezó a disparar con su rifle de proyectiles. La pared del túnel estalló en un surtidor de humo y destellos. Las ondas expansivas recorrieron toda la extensión del túnel haciendo vibrar las láminas de plástico y creando ecos en los oídos de Horza.

—¡Basta! —gritó.

Dejó de disparar. Yalson le imitó. Neisin disparó una última ráfaga y también se detuvo. Horza corrió hacia el agujero, se metió por él y avanzó sobre el oscuro suelo rocoso del túnel hasta llegar a la pared. Se pegó a ella intentando aprovechar al máximo la pequeña protección ofrecida por una puerta de seguridad que había algunos metros más adelante.

Su blanco ya no estaba allí. Horza vio un montón de objetos rojizos de contornos irregulares que yacían sobre el suelo del túnel. Estaban empezando a enfriarse, emitiendo el calor amarillo adquirido gracias a los disparos láser que los habían arrancado de la pared. Horza usó la visión nocturna del casco y pudo ver una serie de ondulaciones compuestas de humo caliente y gas que se deslizaban silenciosamente bajo el techo del túnel procedentes de la zona dañada.

—Yalson, ven aquí —dijo. Yalson rodó sobre sí misma hasta que su cuerpo entró en contacto con la pared justo detrás de Horza. El Cambiante oyó cómo se incorporaba rápidamente y se pegaba al suelo junto a él—. Creo que le hemos dado —dijo por el transmisor del casco.

Neisin, que seguía arrodillado junto al agujero, asomó la cabeza para mirar. El cañón del rifle de microproyectiles subió y bajó como si su propietario esperara otro ataque procedente de las paredes del túnel.

Horza se puso en movimiento manteniendo la espalda pegada a la pared. Llegó a la puerta de seguridad. La mayor parte de su metro de grosor estaba escondida en el hueco de la pared, pero el panel asomaba como medio metro de éste. Horza volvió a observar el túnel que tenía delante. Los fragmentos seguían brillando como ascuas al rojo esparcidas sobre el suelo del túnel. La ola de humo negro pasó sobre su cabeza y se fue alejando lentamente. Horza se volvió hacia el otro lado. Yalson le había seguido.

—Quédate aquí —le dijo.

Siguió avanzando con la espalda pegada a la pared hasta llegar al primer pozo de ascensor. A juzgar por el agrupamiento de cráteres y señales que rodeaban sus puertas considerablemente deformadas, habían estado disparando contra el tercer y último de los pozos. Horza vio una carabina láser medio derretida tirada en el centro del túnel. Apartó la cabeza de la pared y frunció el ceño.

Observó con más atención la zona de suelo que había ante el pozo del ascensor. Estaba casi seguro de que… Sí, allí estaban, entre las puertas calcinadas y llenas de agujeros, rodeadas por un mar de escombros que brillaban con un apagado resplandor rojizo: un par de guantes. Los dedos eran cortos y gruesos y habían recibido un impacto (el guante que estaba más cerca de él había perdido un dedo), pero no cabía duda de que eran un par de manos. Parecía como si alguien estuviera colgando en el vacío dentro del pozo agarrándose al reborde con las puntas de los dedos. Horza dirigió el haz de su comunicador hacia la dirección en que estaba mirando.

—¿Medjel? ¿Medjel en el pozo del ascensor? ¿Me oyes? Contesta inmediatamente.

Las manos no se movieron. Horza se acercó un poco más.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Wubslin.

—Un momento —dijo Horza.

Siguió acercándose con el rifle preparado para disparar. Una mano se movió ligeramente, como si estuviera intentando conseguir un asidero algo más firme en el reborde que daba al suelo del túnel. El corazón de Horza latía a toda velocidad. Fue hacia las puertas del ascensor aplastando con los pies los fragmentos recalentados. Vio unos brazos, después vio la parte superior de un casco alargado con señales de haber recibido varios impactos de láser…

Oyó el mismo ruido jadeante que había oído salir de la boca de los medjels cuando cargaban durante una batalla y una tercera mano —Horza sabía que era un pie, pero parecía una mano y sostenía una pequeña pistola— emergió del pozo del ascensor acompañada por la cabeza y el torso del medjel. Horza empezó a agacharse. La pistola emitió un chasquido y el chorro de plasma pasó a escasos centímetros de su cuerpo.

Horza disparó rápidamente, agachándose y lanzándose a un lado. Un diluvio de fuego cubrió la entrada del ascensor con los guantes como centro. Las manos enguantadas se desvanecieron y un grito hizo vibrar la atmósfera. Una fugaz serie de destellos luminosos parpadeó en el conducto circular. Horza corrió hacia adelante, metió la cabeza por el hueco de las puertas y miró hacia abajo.

Las llamas que seguían consumiendo los guantes de su traje iluminaban la silueta del medjel que caía por el conducto. No había soltado la pistola de plasma, y mientras se precipitaba en el vacío gritaba e iba disparando la pequeña arma. Los chasquidos y los destellos de los chorros de plasma se fueron alejando a medida que la criatura que empuñaba la pistola se perdió en la oscuridad, gritando y disparando sin dejar de agitar sus seis miembros.

—¡Horza! —gritó Yalson—. ¿Te encuentras bien? ¿Qué coño ha sido eso?

—Estoy bien —dijo Horza.

El medjel era una silueta minúscula casi invisible en el túnel de noche vertical. Sus gritos seguían creando ecos y las chispas microscópicas de sus manos envueltas en fuego y su pistola de plasma seguían iluminando las tinieblas. Horza apartó la vista. Unos cuantos golpes sordos le indicaron que la infortunada criatura había empezado a rebotar en las paredes del túnel mientras caía.

—¿Qué ha sido todo ese ruido? —preguntó Dorolow.

—El medjel seguía vivo. Me disparó, pero he acabado con él —explicó Horza alejándose de las puertas del ascensor—. Ha caído…, sigue cayendo por el pozo del ascensor.

—¡Mierda! —jadeó Neisin, que seguía escuchando los ecos cada vez más débiles y lejanos—. ¿Qué profundidad tiene ese conducto?

—Diez kilómetros, suponiendo que todas las compuertas de seguridad estén abiertas —dijo Horza.

Se volvió hacia los controles externos de los otros dos ascensores y la entrada a la cápsula de tránsito. Estaban más o menos intactos. Las puertas que daban acceso a los tubos de tránsito estaban abiertas. Cuando Horza inspeccionó la zona hacía un rato estaban cerradas.

Yalson se echó el arma al hombro y fue hacia Horza.

—Bueno —dijo—, hay que ponerse en marcha, ¿no te parece?

—Sí —dijo Neisin—. ¡Qué diablos…! Esos tipos no son tan duros, ¿verdad? Uno de ellos ya ha caído.

—Sí, no cabe duda de que ha caído —dijo Yalson.

Horza inspeccionó los daños sufridos por su traje mientras los demás se aproximaban por el túnel. El disparo que le había dado en el muslo derecho había creado una quemadura de un milímetro de profundidad y unos dos dedos de anchura. Salvo en el improbable supuesto de que recibiera otro disparo en el mismo sitio, el traje seguía estando en perfectas condiciones.

—Un gran comienzo, si alguien quiere saber mi opinión al respecto —dijo la unidad mientras seguía a los demás.

Horza fue hasta las maltrechas puertas del ascensor y miró hacia abajo. Con el sistema de aumento al máximo apenas si podía distinguir una chispita minúscula situada muy, muy por debajo de él. Los micrófonos externos del casco captaron un ruido, pero estaba tan lejos que hacía pensar en el gemido del viento deslizándose a través de una valla.


* * *

Estaban delante de un ascensor distinto a aquel por el que había caído el medjel. Las puertas tenían dos veces la altura de cualquiera de ellos y les empequeñecían, haciéndoles sentir que se habían convertido en niños. Horza había abierto las puertas para echar un vistazo, bajó un trecho usando la unidad antigravitatoria del traje y volvió a subir. No parecía haber ningún peligro.

—Yo iré primero —dijo volviéndose hacia los demás—. Si tenemos problemas lanzaremos un par de granadas y volveremos a subir. Nuestro objetivo es el nivel principal del sistema, a unos cinco kilómetros de profundidad. Cuando hayamos dejado atrás las puertas estaremos a poca distancia de la estación número cuatro. Una vez allí podremos volver a conectar la energía, algo que los idiranos no han sido capaces de hacer. Después podremos usar las cápsulas de los tubos de tránsito para ir de un sitio a otro.

—¿Y los trenes? —preguntó Wubslin.

—Los tubos de tránsito son más rápidos —dijo Horza—. Si encontramos a la Mente quizá tengamos que poner en marcha un tren. Eso dependerá del tamaño que tenga. Además, a menos que los hayan desplazado desde la última vez que visité el complejo, los trenes más cercanos estarán en la estación dos o en la seis, no allí. Pero la estación uno cuenta con un túnel en forma de espiral que puede utilizarse para hacer subir un tren del Sistema.

—¿Y el tubo de tránsito que llega hasta aquí? —preguntó Yalson—. Si el medjel vino por ese túnel, ¿qué impedirá a los demás que lo utilicen?

Horza se encogió de hombros.

—Nada. No quiero soldar las puertas por si se da el caso de que deseemos volver hasta aquí en cuanto tengamos a la Mente, pero si uno de ellos sube por el conducto hasta aquí… ¿Qué más da? Será uno menos del que tendremos que preocuparnos cuando estemos allí abajo. De todas formas, uno de nosotros puede quedarse arriba hasta que hayamos llegado al fondo sin problemas y seguirnos entonces. Pero no creo que otro medjel se anime a subir tan poco tiempo después de que ése lo intentara.

—Ah, sí, el medjel al que no conseguiste convencer de que los dos estáis en el mismo bando —dijo la unidad.

Horza se acuclilló y miró fijamente a la unidad. El montón de equipo que transportaba hacía que Unaha-Closp fuera totalmente invisible desde arriba.

—Ese medjel no disponía de un comunicador, ¿vale? —dijo Horza—. En cambio los idiranos que haya allí abajo tendrán a su disposición los comunicadores que se llevaron de la base, ¿no es así? Y los medjels siempre hacen lo que les ordenan los idiranos, ¿no? —Esperó a que la máquina contestara y al ver que guardaba silencio añadió:— ¿Tengo razón o no?

Horza tuvo la impresión de que si la unidad hubiera sido un ser humano habría escupido.

—Lo que usted diga, señor —replicó la unidad.

—¿Y yo qué hago, Horza? —preguntó Balveda. Llevaba un mono de tela y una chaqueta de piel—. ¿Piensas arrojarme por el pozo y decir que se te olvidó que no disponía de arnés antigravitatorio, o he de ir a pie por el túnel de tránsito?

—Vendrás conmigo.

—Y si tenemos problemas, tú… ¿Qué harás? —preguntó Balveda.

—No creo que tengamos ninguna clase de problemas —dijo Horza.

—¿Estás seguro de que no había arneses antigravitatorios en la base? —preguntó Aviger.

Horza asintió.

—De haberlos ese medjel habría llevado puesto uno, ¿no te parece?

—Puede que los idiranos se los hayan reservado para su uso personal.

—Los idiranos pesan demasiado.

—Podrían usar dos —insistió Aviger.

—No había arneses —dijo Horza tensando las mandíbulas—. Nunca se nos permitió disponer de arneses. Se suponía que no debíamos entrar en el Sistema de Mando salvo para la inspección anual, momento en el que teníamos permiso para activar la energía de todos los sistemas. Naturalmente, íbamos allí de vez en cuando aunque no teníamos permiso para ello. Bajábamos por la espiral hasta la estación cuatro siguiendo el mismo trayecto por el que debió subir ese medjel, y no se nos permitía disponer de arneses antigravitatorios, ¿está claro? Habrían hecho que bajar resultara demasiado fácil, ¿comprendes?

—Maldita sea, bajemos de una vez —dijo Yalson con impaciencia mirando a los demás.

Aviger se encogió de hombros.

—Si mi sistema de antigravedad falla por culpa de toda esta basura que llevo encima… —empezó a decir la unidad, su voz algo ahogada por el equipo que transportaba.

—Máquina, como se te caiga algo por el pozo te aseguro que irás detrás de lo que se te haya caído —dijo Horza—. Y ahora, reserva tus energías para flotar y no para hablar. Irás detrás de mí. Mantente a unos quinientos o seiscientos metros de distancia, ¿entendido? Yalson, ¿te quedarás aquí arriba hasta que abramos las puertas? —Yalson asintió—. En cuanto a los demás, seguid a la unidad. No os apelotonéis, pero intentad no separaros demasiado los unos de los otros. Wubslin, quiero que estés cerca de la máquina y que tengas preparadas las granadas. —Horza extendió una mano hacia Balveda—. ¿Señora?

La atrajo hacia él y Balveda puso los pies sobre sus botas dándole la espalda. Horza fue hacia el pozo y empezaron a descender por las profundidades sumidas en las tinieblas.

—Os veré en el fondo del pozo —dijo Neisin por los altavoces del casco.

—No vamos al fondo del pozo, Neisin —suspiró Horza, cambiando ligeramente la posición del brazo con que rodeaba la cintura de Balveda—. Vamos al nivel principal del sistema. Os veré allí.

—Sí, bueno… Donde sea.

Siguieron descendiendo sin incidentes de ninguna clase hasta llegar a su objetivo, y Horza forzó las puertas del nivel situado a cinco kilómetros por debajo del suelo.

Durante el trayecto sólo había tenido un intercambio de palabras con Balveda, un minuto o dos después de que empezaran a bajar.

—Horza…

—¿Qué?

—Si hay algún tiroteo…, si nos disparan desde ahí abajo, o si ocurre alguna cosa y tienes que soltarme…, quiero decir si…, si me dejas caer…

—¿Qué estás insinuando, Balveda?

—Mátame. Hablo en serio. Dispárame. Prefiero eso antes que caer toda esta distancia.

—Será un auténtico placer, te lo aseguro —dijo Horza después de unos segundos de silencio.

Siguieron descendiendo por el túnel envueltos en el gélido y pétreo silencio de aquella garganta negra, abrazados como una pareja de enamorados.


* * *

—Maldita sea —dijo Horza en voz baja.

Él y Wubslin se encontraban en una habitación junto a la oscura bóveda llena de ecos que era la estación cuatro. Los demás esperaban fuera. Las luces de los trajes de Horza y Wubslin revelaban un espacio repleto de equipo para la transmisión de electricidad; las paredes estaban cubiertas de pantallas y controles. Gruesos cables serpenteaban sobre el techo y a lo largo de las paredes, y placas metálicas cubrían la entrada de conductos donde había más equipo eléctrico.

La atmósfera de la habitación olía a quemado. Una larga cicatriz negra cubierta de hollín atravesaba una pared por encima de los cables chamuscados y derretidos.

Notaron el olor apenas entraron en los túneles que conectaban el pozo con la estación. Horza lo olió y sintió cómo la bilis intentaba subir por su garganta. El olor era muy débil y no podría haber trastornado ni al más sensible de los estómagos, pero Horza sabía lo que significaba.

—¿Crees que podremos arreglarlo? —preguntó Wubslin.

Horza meneó la cabeza.

—Lo más probable es que no. Esto ya ocurrió una vez en una prueba anual durante mi estancia aquí. Activamos los sistemas siguiendo una secuencia equivocada y nos cargamos ese mismo cableado. Si han hecho lo mismo que hicimos nosotros entonces, los daños producidos en los niveles más profundos serán todavía peores que los visibles aquí. Necesitamos semanas enteras para repararlos… —Horza meneó la cabeza—. Maldición —dijo.

—Supongo que si esos idiranos han logrado averiguar tantas cosas sobre el sistema es que deben ser bastante listos, ¿no? —Wubslin subió el visor de su casco, metió la mano dentro y se rascó la cabeza con cierta dificultad—. Lo que quiero decir es… Bueno, si han conseguido llegar hasta aquí…

—Sí —dijo Horza, atizándole una patada a un transformador—. Son demasiado listos.

Hicieron un breve recorrido del complejo de la estación, volvieron a la caverna principal y se congregaron alrededor del sensor de masas que Wubslin había sacado de la Turbulencia en cielo despejado. El sensor estaba rodeado por un amasijo de cables y fibras ópticas, y en su parte superior había una pantalla canibalizada del puente de la nave que Wubslin había unido al sensor mediante una conexión directa.

La pantalla se iluminó. Wubslin empezó a juguetear con los controles. El holograma de la pantalla mostró una representación de una esfera con tres ejes apareciendo en perspectiva.

—Eso son unos cuatro kilómetros —dijo Wubslin. Daba la impresión de estar hablando con el sensor de masas, no con las personas que le rodeaban—. Probemos con ocho… —Volvió a manipular los controles. El número de líneas de los ejes se dobló.

Una manchita de luz casi imperceptible empezó a parpadear junto a uno de los bordes de la pantalla.

—¿Es eso? —preguntó Dorolow—. ¿Está en ese sitio?

—No —dijo Wubslin, volviendo a manipular los controles en un intento de conseguir que la manchita luminosa apareciese con más claridad—. No es lo bastante densa.

Wubslin volvió a doblar el alcance, pero no consiguió nada. La manchita luminosa seguía allí, rodeada de estática y señales fantasma.

Horza miró a su alrededor orientándose mediante el diagrama que mostraba la pantalla.

—¿Crees que ese trasto puede dejarse engañar por una pila de uranio?

—Oh, claro —dijo Wubslin asintiendo con la cabeza—. Dada la cantidad de energía que estamos metiendo en el sensor, cualquier clase de radiación puede trastornar las lecturas. Ésa es la razón de que el alcance quede reducido a unos treinta kilómetros, ¿comprendes? Todo este granito… Si hay algún reactor cerca, incluso uno bastante viejo, aparecerá en la pantalla cuando las ondas lectoras del sensor lleguen a él. Pero la imagen visible sería una mancha borrosa, como ésta. Si la Mente que buscamos sólo mide unos quince metros de largo y pesa diez mil toneladas, la imagen tendría que ser muy fuerte y nítida. Iluminaría toda la pantalla igual que una estrella.

—Bien —dijo Horza—. Eso de ahí debe ser el reactor que hay en el último nivel de servicio.

—Oh —dijo Wubslin—. ¿También tenían reactores?

—Formaban parte de un sistema de emergencia —dijo Horza—. Ése servía para activar los ventiladores en caso de que la circulación de aire natural no bastara para disipar el humo o algún gas. Los trenes también poseen reactores por si fallaba el sistema geotérmico.

Horza comprobó la lectura de la pantalla con el sensor de masas incorporado a su traje, pero el reactor de emergencia quedaba fuera de su alcance.

—¿Crees que deberíamos echar un vistazo? —preguntó Wubslin.

La luz de la pantalla bañaba su rostro.

Horza se irguió y meneó la cabeza.

—No —dijo con voz cansada—. Al menos, no por ahora.


* * *

Se sentaron en el suelo de la estación y comieron. La estación tenía algo más de trescientos metros de longitud y dos veces la anchura de los túneles principales. Los raíles metálicos sobre los que se desplazaban los trenes del Sistema de Mando se extendían a través del suelo de roca fundida en un doble juego de vías que asomaba de una pared por el hueco de una U invertida y desaparecía por otra pared, alejándose hacia la zona de mantenimiento y reparaciones. A cada extremo de la estación había estructuras metálicas y rampas que casi llegaban hasta el techo. Cuando Neisin preguntó para qué servían, Horza explicó que proporcionaban acceso a los dos pisos superiores de los trenes cuando se encontraban detenidos en la estación.

—Me muero por ver esos trenes —farfulló Wubslin con la boca llena de comida.

—Si no hay luz no podrás verlos —dijo Aviger.

—Creo que es intolerable que siga estando obligado a llevar encima toda esta basura —dijo la unidad. Había dejado la plancha del equipo en el suelo—. ¡Y ahora se me dice que aún tendré que cargar con más peso!

—No peso mucho, Unaha-Closp —dijo Balveda.

—Oh, ya te las arreglarás —dijo Horza.

No podían volver a activar los sistemas, por lo que no les quedaba más remedio que usar las unidades antigravitatorias para llegar hasta la próxima estación. Sería más lento que el tubo de tránsito, pero seguiría siendo más rápido que el caminar. La unidad tendría que cargar con Balveda.

—Horza… Estaba preguntándome si… —dijo Yalson.

—¿Qué?

—¿Cuánta radiación hemos recibido en los últimos tiempos?

—No mucha.

Horza activó la pantallita interior de su casco. El nivel de radiación no era peligroso; el granito que les rodeaba emitía un poco de radiación, pero no habrían corrido ningún peligro real ni aun suponiendo que fueran sin trajes.

—¿Por qué lo preguntas?

—Oh, por nada. —Yalson se encogió de hombros—. Es sólo que… Con todos esos reactores, y el granito, y la bomba que estalló después de que la echaras por el vactubo de la Turbulencia en cielo despejado… Bueno, pensaba que quizá hubiéramos recibido una dosis bastante alta, y además hay que añadir la dosis que recibimos en el Megabarco cuando Lamm intentó hacerlo volar en pedazos. Pero si tú dices que no pasa nada, te creo.

—A menos que alguien sea especialmente sensible a la radiación, no tenemos por qué preocuparnos.

Yalson asintió.

Horza estaba preguntándose si debía dividirles en dos grupos. ¿Qué sería mejor, ir todos juntos o formar dos grupos para que cada uno fuese por uno de los túneles de peatones que seguían el trazado de la línea principal y el tubo de tránsito? La división no tenía por qué detenerse allí, claro. Podía hacer que una persona fuese por cada uno de los seis túneles que llevaban de una estación a otra. Eso sería ir demasiado lejos, pero demostraba cuántas posibilidades había. Si se dividían estarían mejor preparados para un ataque de flanco en el caso de que un grupo se encontrase con los idiranos, aunque durante las primeras etapas del combate no dispondrían de la misma potencia de fuego que si hubieran seguido juntos. Eso no aumentaría sus probabilidades de encontrar a la Mente siempre que el sensor de masas funcionara, pero sí aumentaría sus probabilidades de encontrarse con los idiranos. Aun así, la idea de mantenerse juntos dentro de un túnel hacía que Horza sintiera una mezcla de claustrofobia y aprensión. Una granada podía acabar con todo el grupo de golpe; un solo abanico de fuego láser de gran potencia bastaría para que todos acabaran muertos o heridos.

Era como enfrentarse a un problema ingenioso pero improbable en uno de los exámenes finales de la Academia Militar de Heibohre.

Ni tan siquiera estaba muy seguro de en qué dirección ir. Cuando inspeccionaron la estación, Yalson vio huellas en la delgada capa de polvo que cubría el túnel para peatones que llevaba a la estación cinco, lo cual sugería que los idiranos habían ido hacia allí. Pero, ¿debían seguirles o harían mejor yendo en dirección opuesta? Si les seguían y si no lograba convencer a los idiranos de que estaba de su parte, no les quedaría más remedio que combatir.

Pero si iban en dirección opuesta y conectaban la electricidad en la estación uno, los idiranos también dispondrían de energía. No había ninguna forma de confinar la energía a una sola parte del Sistema de Mando. Cada estación podía aislar su trazado de vías del conector general, pero los circuitos habían sido diseñados para impedir que un traidor —o un incompetente—, pudiera desactivar la totalidad del Sistema. Los idiranos también podrían utilizar los tubos de tránsito, los trenes y los talleres de reparaciones… No, sería mejor encontrarles y hacer un intento de parlamentar con ellos. Al menos así el problema de su presencia en los túneles quedaría resuelto de una forma o de otra.

Horza meneó la cabeza. La situación estaba empezando a volverse demasiado complicada. Los túneles, cavernas, niveles, pozos, escondites, encrucijadas, desvíos y recovecos del Sistema de Mando parecían un diagrama de flujo infernal concebido para que sus pensamientos corrieran en un eterno circuito cerrado.

Puede que dormir un poco le ayudara a ver las cosas con más claridad. Necesitaba dormir, igual que los demás. Horza lo notaba. La máquina podía acabar averiándose o quedándose sin energía, pero no necesitaba dormir, y Balveda parecía capaz de seguir despierta durante mucho tiempo; pero los demás daban señales de necesitar un descanso más profundo que un rato sentados en el suelo. Sus relojes corporales indicaban que era hora de dormir. Exigirles que siguieran avanzando sería una estupidez.

La carga de Unaha-Closp incluía un arnés de sujeción. Eso debería impedir que Balveda pudiera intentar algo. La máquina montaría guardia, y Horza podía activar el sensor remoto de su traje para que detectara cualquier movimiento producido en los alrededores de la zona donde estaban. Esas precauciones deberían bastar para mantenerles a salvo.

Acabaron de comer y todo el mundo estuvo de acuerdo en que lo mejor sería dormir un rato. Balveda se dejó poner el arnés de sujeción y fue instalada en uno de los almacenes vacíos que había junto a la plataforma. Unaha-Closp recibió órdenes de usar su sistema de antigravedad para subir a lo alto de una estructura de acceso y quedarse allí sin hacer ningún movimiento a menos que oyera o viese algo extraño. Horza colocó su sensor remoto cerca del sitio donde pensaba acostarse, sobre uno de los soportes inferiores de un cabrestante automático. Quería hablar unos momentos con Yalson, pero cuando hubo terminado de hacer esos arreglos varios miembros del grupo ya se habían quedado dormidos —Yalson incluida—, con la espalda apoyada en la pared o tumbados en el suelo y los visores opacados de sus cascos vueltos hacia donde no llegaban las débiles luces de los demás trajes.

Horza observó durante un rato a Wubslin, que estaba vagabundeando por la estación. El ingeniero acabó acostándose en el suelo y el silencio se adueñó del lugar. Horza activó el sensor remoto ajustándolo para que diera la alarma si captaba cualquier movimiento por encima de cierto nivel.

No durmió demasiado bien. Tuvo pesadillas, y los sueños acabaron despertándole.

Los fantasmas le perseguían por muelles repletos de ecos y naves abandonadas sumidas en el silencio, y cuando se daba la vuelta para enfrentarse con ellos sus ojos siempre estaban aguardándole, tan vacíos e inexpresivos como bocas o blancos de tiro; y las bocas le engullían y Horza se precipitaba en la negra boca del ojo dejando atrás el hielo que la rodeaba, el hielo muerto que recubría los contornos de aquel ojo frío que le devoraba; y un instante después ya no estaba cayendo sino que corría, corría con la lentitud de alguien que carga con un peso terrible o intenta avanzar entre el cieno, corría por las cavidades de los huesos de su cráneo, y su cráneo estaba desintegrándose lentamente; su cráneo era un planeta muy frío repleto de túneles que siempre terminaban en un muro de hielo infinito, y los túneles se derrumbaban a su espalda cada vez más deprisa hasta que terminaron atrapándole y Horza volvió a caer en el frío túnel de aquel ojo, y mientras caía oyó un ruido que brotaba de la garganta helada del ojo y de su propia boca, un sonido que le heló hasta la médula de los huesos con un frío más terrible que cualquiera de los que podían provocar el hielo o la nieve, y el ruido decía:

—EEEeee…

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