LIBRO CUARTO EL LIBRO DE LAS 101 COSAS QUE PUEDE HACER UN MUCHACHO

Teppic había esperado…

¿Qué?

Oír el sonido entre líquido y gomoso de la carne chocando contra la roca, posiblemente, o quizá contemplar los panoramas del Viejo Reino extendiéndose debajo de él, aunque eso ya rozaba los límites del anhelo tan tímido que no se atreve ni a soñar que pueda ser verdad.

Lo que no había esperado era encontrarse con una neblina fría y húmeda.

La ciencia actual sabe que existen muchas más dimensiones que las cuatro clásicas. Los científicos afirman que lo normal es que esas dimensiones no tengan ningún contacto con el mundo porque las dimensiones extra son muy pequeñas y se curvan sobre sí mismas, y el hecho de que la realidad sea fractal hace que la mayor parte de ella esté cómoda y a buen recaudo dentro de sí misma. Eso significa que el universo está tan lleno de maravillas que ya podemos irnos despidiendo de la esperanza de comprenderlas todas o, más probablemente, que los científicos se van inventando las respuestas a medida que se les plantean nuevas preguntas.

Pero el multiverso está repleto de dimensioncitas, los pequeños parques de juegos de la creación donde los seres de la imaginación pueden divertirse sin ser atropellados por la parte más seria de la realidad. A veces se meten por los agujeros de la realidad y entran en contacto con este universo dando origen a los mitos, las leyendas y las acusaciones de Embriaguez y Conducta Desordenada.

Y un error de cálculo de lo más trivial había hecho que Maldito Bastardo entrara al trote en una de esas dimensioncitas.

La leyenda casi había dado en el blanco. La Esfinge rondaba por las fronteras del reino. El único problema era que la leyenda no había sido muy precisa a la hora de definir de qué fronteras hablaba.

La Esfinge es una criatura irreal, y existe únicamente porque ha sido imaginada. Es bien sabido que en un cosmos infinito todo aquello que pueda ser imaginado tiene que existir en algún sitio, y como una gran parte de los frutos de la imaginación son criaturas que no deberían estar presentes en un marco espacio-temporal mínimamente bien ordenado acaban viéndose empujadas a una dimensión colateral. Este hecho quizá explique el mal genio crónico que aqueja a la Esfinge, aunque naturalmente cualquier criatura que tenga cuerpo de león, pechos de mujer y alas de águila es propensa a sufrir serias crisis de identidad y no necesita mucho para enfadarse.

Ésa era la razón de que la Esfinge hubiera decidido inventar el Acertijo.

A esas alturas el Acertijo ya había demostrado su utilidad en varias dimensiones, y le había proporcionado considerable diversión e innumerables cenas.

Mientras guiaba a Maldito Bastardo por entre los remolinos de niebla Teppic no sabía nada de todo aquello, pero los huesos que crujían bajo las patas del camello bastaron para que se hiciera una idea general de la situación.

Un montón de personas habían muerto allí, y parecía razonable suponer que los añadidos más recientes a la alfombra de huesos habían visto los restos de sus predecesores antes de perecer y habían decidido moverse con la máxima cautela posible. No parecía haberles servido de nada.

Así pues, moverse con sigilo no tenía ningún sentido, y además algunas de las rocas que asomaban de la neblina poseían formas realmente inquietantes. Por ejemplo, aquella de ahí era idéntica a una…

—Alto —dijo la Esfinge.

El silencio que siguió a esa orden fue absoluto, dejando aparte el perezoso gotear de la neblina y algún que otro sonido de aspiración producido por Maldito Bastardo cuando intentaba extraer humedad de la atmósfera.

—Eres una esfinge —dijo Teppic.

—Soy la Esfinge —le corrigió la Esfinge.

—Caray. En casa tenemos montones de estatuas tuyas. —Teppic alzó la mirada, se estremeció y siguió alzándola un poquito más—. Siempre te había imaginado más pequeña —añadió.

—Acurrúcate y tiembla, mortal —dijo la Esfinge—, pues te hallas en presencia de la más terrible sabiduría que tu pobre mente puede concebir. —Parpadeó—. Y esas estatuas de las que hablas… ¿Se me parecen?

—Oh, no te hacen justicia —dijo Teppic, y era sincero.

—¿De veras lo crees? Sí, casi siempre tienen problemas con la nariz —dijo la Esfinge—. Me han asegurado que mi mejor perfil es el derecho y…

La Esfinge se dio cuenta de que se estaba desviando del tema y dejó escapar una tosecilla muy seca.

—No podrás seguir adelante a menos que respondas a mi acertijo, oh mortal —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Teppic.

—¿Qué?

La Esfinge puso cara de sorpresa y parpadeó. No la habían diseñado para aquel tipo de cosas.

—¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque… Eh… Porque… espera un momento… sí, claro, porque si no respondes a mi acertijo te arrancaré la cabeza de un mordisco y me la comeré. Sí, me parece que es por eso.

—De acuerdo —dijo Teppic—. Bueno, pues entonces oigamos el acertijo.

La Esfinge se aclaró la garganta con un estruendoso carraspeo casi idéntico al que produciría un camión vacío despeñándose por una cantera.

—¿Qué es lo que se mueve sobre cuatro piernas por la mañana, sobre dos al mediodía y sobre tres al anochecer? —preguntó con un molesto tonillo de suficiencia.

Teppic meditó en el acertijo.

—Es difícil, ¿eh? —dijo por fin.

—Es el más difícil de todos los acertijos que han existido y existirán —dijo la Esfinge.

—Hum.

—Nunca podrás dar con la respuesta.

—Ah —dijo Teppic.

—Oye, ¿te importaría ir quitándote la ropa mientras piensas? Me molesta mucho que se me queden hilos entre los dientes.

—¿No habrá alguna clase de animal al que le vuelven a crecer las piernas que ha…?

—Frío, frío y casi congelado —dijo la Esfinge empezando a sacar las garras.

—Oh.

—No tienes ni la más mínima idea, ¿verdad?

—Sigo pensando —replicó Teppic.

—Nunca lo adivinarás.

—Tienes razón.

Teppic contempló las garras de la Esfinge. «No es un animal acostumbrado a combatir —se dijo intentando tranquilizarse—. Basta con mirarla para ver que está demasiado dotada… Además, aun suponiendo que tenga el cerebro suficiente para saber lo que se hace estoy seguro de que esos pechos deben estorbar muchísimo en un cuerpo a cuerpo.»

—La respuesta es «El Hombre» —dijo la Esfinge—. Y ahora te ruego que no opongas resistencia, ¿de acuerdo? La agitación y el nerviosismo hacen que la sangre se sature de sustancias químicas que saben a rayos.

Teppic saltó hacia atrás con el tiempo justo de esquivar el zarpazo que pretendía partirle en dos.

—Espera, espera —dijo Teppic—. ¿Qué quieres decir con eso de «El Hombre»?

—Es muy sencillo —replicó la Esfinge—. El bebé gatea por la mañana, se sostiene sobre dos piernas al mediodía y al atardecer el anciano camina apoyándose en un bastón. Astuto, ¿verdad?

Teppic se mordió el labio inferior.

—Oye, ¿estás segura de que hablamos de un día? —preguntó con voz dubitativa.

El silencio que siguió a sus palabras resultó tan largo como embarazoso.

—Es un… ¿Cómo se llama eso? Ah, sí, una figura retórica —dijo por fin la Esfinge en un tono bastante irritado, y le lanzó otro zarpazo.

—No, no, espera un momento —dijo Teppic después de esquivarlo—. Me gustaría que fuéramos lo más claros posible con respecto a este asunto, ¿de acuerdo? Quiero decir que… Bueno, es lo justo, ¿no te parece?

—Al acertijo no le pasa nada malo —dijo la Esfinge—. Es un acertijo condenadamente bueno, ¿entendido? Llevo usando ese acertijo desde hace cincuenta años, y me ha funcionado tanto de esfinge como de cachorrita. —Pensó en lo que acababa de decir—. Perdón, de polluela —se corrigió.

—Oh, sí, es un acertijo magnífico —dijo Teppic intentando calmarla—. Es muy profundo y… eh… muy conmovedor. Toda la condición humana resumida en unas cuantas palabras. Pero tienes que admitir que todo eso que has dicho no le ocurre a un individuo en un solo día, ¿verdad?

—Bueno… No —admitió la Esfinge—. Pero creo que eso resulta evidente con sólo fijarse un poquito en el contexto, ¿verdad? Todos los acertijos contienen un elemento de analogía dramática —añadió.

A juzgar por su expresión había oído aquella frase hacía mucho tiempo y estaba claro que le había gustado, aunque no lo suficiente para impedirle utilizar como cena al que la había pronunciado.

—Sí, pero… —Teppic se acuclilló delante de la Esfinge y alisó una pequeña extensión de arena con la mano—. En fin, lo que yo me pregunto es si la metáfora posee consistencia interna o no. Supongamos que el promedio de vida es de setenta años, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo la Esfinge en el tono inseguro de alguien que ha dejado entrar a un vendedor ambulante y empieza a contemplar y lamentar la perspectiva inexorable de un futuro en el que acabará suscribiendo un seguro de vida.

—De acuerdo. Bien, veamos… Así pues, el mediodía llegaría sobre los treinta y cinco años, ¿verdad? Bueno, si consideramos que casi todos los bebés dan sus primeros pasos al cumplir el año, la referencia a las cuatro patas me parece realmente muy poco adecuada, ¿no? Según tu analogía… —Hizo unos cuantos cálculos con un fémur que el destino había tenido la amabilidad de poner a su lado—. Si empezamos a contar partiendo de las cero horas ese hombre metafórico de tu acertijo sólo pasaría unos diez minutos a cuatro patas… media hora como mucho. ¿Tengo razón o no tengo razón? Vamos, sé justa y admítelo.

—Bueno… —murmuró la Esfinge.

—Y si seguimos con los cálculos a las seis de la tarde no usarías un bastón porque sólo tendrías… eh… cincuenta y dos años —dijo Teppic garabateando furiosamente en la arena—. De hecho ni tan siquiera pensarías en ningún tipo de ayuda locomotriz hasta… hasta las nueve y media por lo menos. Eso suponiendo que toda la vida de ese hombre metafórico del que estamos hablando se desarrollara en un día, y creo que ya he dejado bien claro lo rídicula que resulta semejante presuposición. Lo siento. A primera vista todo parece estar bien, pero… Me temo que no funciona.

—Bueno —dijo la Esfinge, ahora con bastante más irritación que antes—, pues me parece que no puedo hacer nada al respecto. No tengo ningún otro acertijo que plantearte. Nunca había necesitado un acertijo de reserva.

—Basta con que lo alteres un poquito.

—¿Qué quieres decir?

—Haz que sea un poquito más realista.

—Hmmm. —La Esfinge se alisó la melena con una zarpa—. De acuerdo —dijo por fin, aunque no parecía muy convencida—. Supongo que podría preguntar qué es lo que camina a cuatro patas…

—Metafóricamente hablando —dijo Teppic.

—A cuatro patas, metafóricamente hablando —dijo la Esfinge—, durante unos…

—Creo que hemos quedado de acuerdo en que eran unos veinte minutos, ¿no?

—… de acuerdo, perfecto, veinte minutos por la mañana, sobre dos piernas…

—Pero creo que usar las palabras «por la mañana» es pasarse un poco —dijo Teppic—. Ha pasado muy poco desde la medianoche. Quiero decir que técnicamente es la mañana, de acuerdo, pero en un sentido muy real todavía sigue siendo anoche. ¿Qué opinas?

La Esfinge le contempló con algo muy parecido al pánico. Sus ojos estaban empezando a vidriarse.

—¿Qué opinas tú? —logró preguntar por fin.

—Veamos qué tenemos hasta el momento, ¿de acuerdo? Metafóricamente hablando, ¿qué es lo que camina a cuatro patas justo después de la medianoche, sosteniéndose sobre dos piernas durante la mayor parte del día…?

—… siempre que no sufra ningún accidente, claro —dijo la Esfinge, impulsada por un deseo francamente patético de demostrar que ella también estaba contribuyendo.

—Sí, muy bien, sosteniéndose sobre dos piernas siempre que no sufra ningún accidente y sigue así por lo menos hasta la hora de la cena, momento en el que camina con tres piernas…

—He conocido a personas que usaban dos bastones —dijo la Esfinge, cada vez más deseosa de ayudar.

—De acuerdo. A ver qué te parece esto… Momento en el que sigue caminando sobre dos piernas o con la ayuda de cualquier dispositivo protésico de su elección.

La Esfinge se lo pensó.

—S-sssí —dijo por fin con mucha seriedad—. Eso parece cubrir todas las eventualidades posibles, ¿no?

—¿Y bien? —preguntó Teppic.

—¿Y bien qué? —replicó la Esfinge.

—Bueno, ¿cuál es la respuesta?

La Esfinge le observó con expresión entre pétrea e impasible, y acabó enseñándole los colmillos.

—Oh, no —dijo—. No creas que vas a pillarme tan fácilmente, muchacho. ¿Crees que soy estúpida? Eres tú quien debe darme la respuesta.

—Oh, vaya —dijo Teppic.

—Creías que ya habías conseguido hacerme caer en la trampa, ¿eh? —dijo la Esfinge.

—Lo siento.

—Creías que podrías confundirme con toda esa palabrería tuya, ¿verdad?

La Esfinge sonrió.

—Bueno, tenía que intentarlo —dijo Teppic.

—No puedo culparte. Bien, ¿cuál es la respuesta?

Teppic se rascó la nariz.

—No tengo ni idea —dijo—. A menos que… y es un auténtico disparo a ciegas, entiéndelo, a menos que sea… ¿El Hombre?

La Esfinge le contempló en silencio durante unos momentos que parecieron hacerse eternos.

—Oye, no habrás estado por aquí antes, ¿verdad? —dijo por fin.

—No.

—Entonces es que alguien se ha ido de la lengua, ¿eh?

—¿Quién podría haberlo hecho? ¿Existe alguien que haya respondido al acertijo antes? —preguntó Teppic.

—¡No!

—Bueno, ahí lo tienes. No se encontraban en condiciones de hablar, ¿verdad?

Las garras de la Esfinge arañaron la roca.

—Supongo que será mejor que sigas tu camino —gruñó.

—Gracias —dijo Teppic.

—Y… Te agradecería que no hablaras de esto con nadie, ¿de acuerdo? —añadió la Esfinge con voz gélida—. Podrías estropearle la diversión a los que vengan después de ti.

Teppic subió a una roca y se instaló sobre la grupa de Maldito Bastardo.

—No hace falta que te preocupes por eso —dijo clavando los talones en los flancos del camello para hacerlo avanzar.

Teppic no pudo evitar el darse cuenta de que los labios de la Esfinge se movían en silencio, como si estuviera dando vueltas a algo que no lograba comprender del todo.

Maldito Bastardo sólo había tenido tiempo de recorrer unos veinte metros antes de que un alarido de rabia tan ensordecedor que parecía una erupción volcánica resonara detrás de él; y aunque sólo fuera por una vez decidió saltarse la regla del código de conducta de los camellos que les prohíbe hacer algo a menos que hayan sido golpeados antes con un palo. Sus cuatro enormes pies entraron en contacto con el suelo y ejercieron presión.

Y en aquella ocasión no hubo ningún error de cálculo.


Los sacerdotes estaban empezando a comportarse de una forma francamente irracional.

No se trataba de que los dioses les estuvieran desobedeciendo. Lo grave era que los dioses les estaban ignorando.

Claro que los dioses siempre les habían ignorado. Hacía falta una considerable pericia para convencer a un dios de Djelibeibi de que te obedeciera, y los sacerdotes habían tenido que aguzar el ingenio y dar grandes muestras de inventiva. Por ejemplo, si empujabas una piedra hasta hacerla caer por el borde de un acantilado y elevabas una rápida petición a los dioses rogándoles que hicieran caer la piedra podías estar seguro de que tu petición sería atendida. Los dioses también se aseguraban de que el sol saliera por la mañana y las estrellas hicieran lo mismo por la noche. Cualquier petición dirigida a los dioses rogándoles que hicieran crecer las palmeras con las raíces en el suelo y las hojas en la parte superior era aceptada y satisfecha. En conjunto cualquier sacerdote que se tomara la molestia de adoptar las precauciones básicas podía asegurarse un porcentaje de éxito muy elevado.

Pero que los dioses te ignorasen cuando estaban muy lejos y no se les veía era una cosa, y que te ignoraran cuando estaban paseándose por el paisaje era otra muy distinta. Ser ignorado por una divinidad que tenías delante de las narices te hacía sentir como un idiota.

—¿Por qué no nos escuchan? —preguntó el gran sacerdote de Teg, el Dios con Cabeza de Caballo de la agricultura.

Estaba llorando. Teg había sido visto por última vez sentado en el centro de un maizal arrancando las mazorcas mientras lanzaba risitas estúpidas.

Los otros grandes sacerdotes no habían tenido mucha más suerte. Rituales sancionados por los milenios habían impregnado la atmósfera del palacio con dulzonas humaredas azules y habían asado tal cantidad de volátiles y reses que habrían bastado para abastecer a las víctimas de una hambruna a escala continental, pero los dioses se habían instalado en el Viejo Reino como si fuese de su propiedad y las personas que vivían en él fueran tan insignificantes como un enjambre de insectos.

Y las multitudes seguían congregadas alrededor del palacio. La religión había gobernado al Viejo Reino durante la mayor parte de sus siete mil años de historia. Detrás de los ojos de cada sacerdote presente en la sala había una imagen muy detallada de lo que ocurriría si el pueblo llegaba a pensar, aunque sólo fuese por un momento, que la religión había perdido el control del reino.

—Y por eso nos volvemos hacia ti. Dios —dijo Koomi—. ¿Qué nos aconsejas que hagamos ahora?

Dios estaba sentado en los peldaños del trono y contemplaba el suelo con expresión lúgubre. Los dioses nunca escuchaban, y Dios lo sabía. ¿Quién iba a saberlo mejor que él? Pero antes eso no importaba. Bastaba con que entonaras los cánticos e hicieras los gestos rituales y con que dieras la respuesta que todos esperaban oír. Lo realmente importante era el ritual, no los dioses. Los dioses estaban allí para cumplir la misma función que un megáfono. ¿A quién iba a escuchar el pueblo si no a los dioses?

Dios intentó pensar con claridad mientras sus manos llevaban a cabo los movimientos del Ritual de la Séptima Hora guiadas por instrucciones neurales tan rígidas e inmutables como cristales.

—¿Habéis probado con todo? —preguntó.

—Hemos seguido todos tus consejos, oh Dios —dijo Koomi, y esperó a que casi todos los sacerdotes presentes les estuvieran mirando antes de seguir hablando, ahora en un tono de voz bastante más alto—. Si el faraón estuviera aquí intercedería por nosotros, ¿verdad?

Los ojos de Koomi se posaron en el rostro de la sacerdotisa de Sarduk y vio que le estaba mirando. Koomi no había discutido con ella ni un solo detalle de lo que pensaba hacer y, pensándolo bien, ¿acaso había algo que discutir? Aun así Koomi tenía la sensación de que la sacerdotisa de Sarduk estaba bastante de acuerdo con él. Dios no le caía muy bien, y aparte de eso le tenía un poco menos de miedo que los demás.

—Ya os he dicho que el faraón ha muerto —murmuró Dios.

—Sí, te oímos. Pero el cuerpo parece haber desaparecido, oh Dios. Aun así creemos lo que nos dices, pues es el gran Dios quien habla y hacemos oídos sordos a los cotilleos maliciosos.

Los sacerdotes siguieron sumidos en el silencio más absoluto. Así que ahora también había cotilleos maliciosos, ¿eh? Y antes alguien ya se había referido a los rumores, ¿no? No cabía duda de que algo muy raro estaba sucediendo.

—Ha ocurrido muchas veces en el pasado —dijo la sacerdotisa como si Koomi le hubiese acabado de hacer la señal indicadora de que debía entrar en el escenario—. Cuando un reino estaba amenazado o las aguas del río no subían de nivel, el faraón intercedía ante los dioses. De hecho, era enviado a interceder ante los dioses…

El filo acerado de satisfacción que había en su voz dejaba bien claro que el billete que se le entregaba para ese viaje no incluía el regreso.

Koomi tuvo que reprimir un estremecimiento de deleite y horror. Oh, sí, aquellos sí que habían sido grandes tiempos… Muchos años antes algunos países habían llevado los experimentos en ese terreno hasta el extremo de juguetear con la idea del sacrificio real. Unos cuantos años de banquetes y de gobernar seguidos por un chop lo más tajante posible, y el monarca se esfumaba para dejar paso a una nueva administración.

—En un momento de crisis incluso es posible encargar la intercesión a un ministro o a alguien que ocupe una posición de alto rango dentro del estado —dijo la sacerdotisa de Sarduk.

Dios alzó la cabeza. Su expresión reflejaba la agonía de sus tendones.

—Comprendo —dijo—. ¿Y quién sería el próximo gran sacerdote?

—Los dioses escogerían —dijo Koomi.

—Oh, sí, estoy seguro de que lo harían —murmuró Dios con amargura—. Pero tengo algunas dudas acerca de si sabrían escoger con sabiduría.

—Los muertos pueden hablar con los dioses en el Otro Mundo —dijo la sacerdotisa.

—Pero ahora todos los dioses están aquí —dijo Dios.

Estaba luchando con el terrible palpitar de sus piernas, las cuales no paraban de insistir en que deberían estar moviéndose por el pasillo central a fin de supervisar el Rito del Cielo Bajo. Su cuerpo exigía el alivio que sólo podía encontrar al otro lado del río. Y cuando hubiera cruzado el río no volvería jamás… pero siempre decía eso, claro.

—En ausencia del faraón el gran sacerdote debe asumir sus deberes. ¿No es así, Dios? —preguntó Koomi.

Era cierto. Estaba escrito. En cuanto algo quedaba escrito ya no podías alterarlo. Dios mismo lo había escrito, aunque ya hacía mucho tiempo de eso.

Dios inclinó la cabeza. Esto era peor que la fontanería, esto era peor que cualquier catástrofe moderna. Y pese a ello… pese a ello… cruzar el río…

—Muy bien —dijo—. Tengo una última petición que hacer.

—¿Sí?

La voz de Koomi había adquirido repentinamente un timbre que la hacía mucho más fácil de oír. Ya era la voz de un gran sacerdote.

—Deseo ser enterrado en… —empezó a decir Dios.

El murmullo de los sacerdotes que podían contemplar el otro lado del río le impidió terminar la frase.

Todos los ojos se volvieron hacia la lejana mancha de tinta que era la orilla.

Las legiones de los monarcas de Djelibeibi se habían puesto en movimiento.


Avanzaban tambaleándose y tropezando, pero cubrían terreno con mucha rapidez. Había pelotones, batallones enteros de momias. Ya no necesitaban el mazo de Gern.

—Debe de ser cosa del adobo —dijo el faraón mientras observaba cómo las manos vendadas de media docena de antepasados arrancaban un sello incrustado en la piedra—. Te hace más correoso.

Algunos de los antepasados más viejos se dejaban llevar por el entusiasmo y atacaban las mismísimas pirámides con tanto vigor que lograban mover bloques de piedra más altos que ellos. El faraón no les culpaba. Qué terrible era estar muerto y saber que lo estabas, y que pasarías toda le eternidad encerrado en las tinieblas…

«Nunca me meterán dentro de una de esas cosas», se prometió.

La marea de las momias llegó a otra pirámide. La pirámide era una estructura pequeña, oscura y no muy alta, medio enterrada en las dunas de arena acumulada por el viento, y los peñascos de bordes toscamente redondeados que la formaban apenas si habían conocido las manos de los canteros. Estaba claro que había sido edificada mucho antes de que el Reino dominara el arte de construir pirámides, y más que una pirámide parecía un montón de rocas.

Tallados sobre el umbral se veían los jeroglíficos angulosos y profundos del Reino Primordial: KHUFT ME MANDÓ ERIGIR. LA PRIMERA.

Varios antepasados fueron hacia ella.

—Oh, oh —dijo el faraón—. Quizá estemos yendo demasiado lejos.

—La Primera… —murmuró Dil—. La Primera de todo el Reino… Antes de que se construyera no había nadie; sólo hipopótamos y cocodrilos. Setenta siglos nos contemplan desde el interior de esa pirámide. Es más vieja que cualquier…

—Sí, sí, de acuerdo —le interrumpió Teppicamón—. No creo que haya ninguna razón para ponerse lírico, ¿entendido? Fue un hombre, igual que todos nosotros.

—Y Khuft el camellero contempló el valle… —empezó a salmodiar Dil.

—Et tras llevar siete milenarios de años dentro cierto estoy de que apetecerale volver a contemplarlo, et mucho —dijo secamente Eskh-aler-atep.

—Aun así… —murmuró el faraón—. No sé, me parece un poco…

—Toda la caravedalia igual est —dijo Eskh-aler-atep—. Tú, zagal. Llámale et despabílale.

—¿Quién, yo? —balbuceó Gern—. Pero él fue el Pri…

—Sí, sí, ya hemos hablado de todo eso —le cortó Teppicamón—. Vamos, hazlo. Todo el mundo se está impacientando, y supongo que él también.

Gern puso los ojos en blanco y levantó el mazo. Se disponía a hacerlo caer sobre el sello con un silbido cuando Dil echó a correr hacia adelante haciendo que Gern bailoteara locamente sobre sus pies para no enterrar el mazo en la cabeza de su maestro gremial. Gern logró salir vencedor de su lucha contra la inercia, pero el esfuerzo estuvo a punto de tener graves consecuencias para su ingle.

—¡Está abierta! —exclamó Dil—. ¡Mirad! ¡El sello gira a un lado con solo tocarlo!

—¿Acaso pretendieres decirnos por ventura que non se halla en su morada?

Teppicamón dio un paso tambaleante hacia adelante, se agarró a la puerta de la pirámide y descubrió que no costaba nada moverla. Después examinó la piedra que había debajo. Estaba medio cubierta de polvo y arena, pero no cabía duda de que alguien se había ocupado de mantener despejado un camino que conducía hasta el interior de la pirámide. Y la piedra estaba muy desgastada, como si hubiera soportado el roce de muchos pies…

Y, naturalmente, eso indicaba que en aquella pirámide estaba ocurriendo algo muy raro. Después de todo, lo habitual era que cuando habías entrado en una pirámide ya no volvieras a salir jamás de ella.

Las momias examinaron la piedra de la entrada e intercambiaron crujidos de sorpresa. Una de las más viejas —un montón de vendajes tan antiguos que apenas conseguían mantenerse unidos—, emitió un ruido idéntico al de una colonia de termitas que por fin consigue adueñarse de la última rama intacta de un árbol.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Teppicamón.

La momia de Eskh-aler-atep se encargó de traducírselo.

—Ha proclamado et afirmado que esto parécele Espeluznante et un tanto Misterioso —graznó.

El difunto faraón asintió.

—Voy a echar un vistazo. Eh, los vivos, venid conmigo.

Dil se puso pálido.

—Oh, venga, hombre —dijo secamente Teppicamón mientras abría la puerta—. Oye, yo no estoy asustado. Demuestra que tienes redaños. Nosotros ya nos hemos despedido de ellos, pero no lo estamos haciendo tan mal, ¿verdad?

—Pero necesitaremos un poco de luz —protestó Dil.

Las momias más cercanas se apresuraron a retroceder tambaleándose en cuanto Gern sacó su cajita de yesca y pedernal del bolsillo y la ofreció tímidamente a su maestro.

—Necesitaremos algo para quemar —dijo Dil. Las momias retrocedieron un par de pasos más y empezaron a murmurar entre ellas.

—Ahí dentro hay antorchas —dijo Teppicamón. Su voz sonaba ligeramente ahogada—. Tú te encargarás de mantenerlas alejadas de mí, muchacho.

Era una pirámide muy pequeña desprovista de laberinto y de trampas, y sólo consistía en un pasadizo que iba ascendiendo. Los embalsamadores siguieron al faraón temblando y esperando ver horrores innombrables saltando sobre ellos en cualquier momento, y el trío acabó llegando a una pequeña cámara cuadrada que olía a arena. El techo estaba ennegrecido por el hollín.

No había sarcófago ceremonial, ataúd ni terrores nombrables o innombrables. El centro de la cámara estaba ocupado por un bloque de piedra sobre el que se veían una manta y una almohada.

Ni la manta ni la almohada tenían un aspecto particularmente antiguo. Casi resultaba decepcionante.

Gern miró a su alrededor.

—No está nada mal, ¿eh? —dijo—. Parece muy cómodo.

—No —dijo Dil.

—¡Eh, señor rey, venid a ver! —exclamó Gern, y trotó hacia uno de los muros de la cámara—. Fijaos. Alguien ha estado haciendo señales en la pared. Fijaos en todas esas rayitas…

—Y en ésta —dijo el faraón—, y en el suelo también. Alguien ha estado contando. Hay una rayita encima de cada grupo de diez rayitas, ¿veis? Alguien ha estado contando cosas. Montones de cosas…

Se echó hacia atrás.

—¿Qué cosas ha contado? —preguntó Dil mirando por encima de su hombro.

—Es muy extraño —murmuró el faraón, y se inclinó hacia adelante—. Apenas se pueden distinguir las inscripciones que hay debajo.

—¿Podéis leerlas, rey? —preguntó Gern dando muestras de lo que a Dil le pareció un entusiasmo totalmente innecesario.

—No. Están en uno de los dialectos más viejos. No consigo distinguir ni un bendito jeroglífico —dijo Teppicamón—. No me extrañaría que ya no hubiese ninguna persona capaz de leerlas.

—Qué pena —dijo Gern.

—Cierto —dijo el faraón, y suspiró.

El trío se sumió en un silencio bastante lúgubre y contempló las inscripciones durante unos momentos.

—Quizá podríamos hablar con los muertos para averiguar si hay alguno que sea capaz de leerlas —dijo Gern de repente.

—Eh… Gern —dijo Dil dando un paso hacia atrás.

El faraón se inclinó hacia Gern y le dio una palmada en la espalda. El aprendiz se tambaleó y estuvo a punto de caerse de narices.

—¡Una idea condenadamente inteligente! —exclamó—. Bastará con traer aquí a uno de los antepasados realmente antiguos y… —Se quedó callado y se le encorvaron los hombros—. No servirá de nada. Nadie podrá comprenderle.

—¡Gern! —exclamó Dil.

Sus ojos estaban sufriendo un aparatoso proceso de desorbitamiento acelerado.

—No, rey, sí que servirá de algo —dijo Gern, quien estaba disfrutando muchísimo con aquella libertad de pensamiento recién descubierta—, porque… por la razón de que… todo el mundo entiende a alguien, ¿verdad?, y lo único que hemos de hacer es averiguar quién entiende a quién.

—Eres un chico muy listo —dijo el faraón.

—¡Gern!

El faraón y el aprendiz se volvieron hacia Dil y le contemplaron con expresión de asombro.

—Maese Dil, ¿os encontráis bien? —preguntó Gern—. Os habéis puesto muy blanco de repente.

—La a… —farfulló Dil.

El maestro embalsamador estaba tan aterrorizado que tenía todos los músculos rígidos.

—¿La qué, maese Dil?

—La an… fíjate en la an…

—Creo que le convendría acostarse un rato —dijo el faraón—. Conozco a esta clase de personas, ¿sabes? Los artistas son muy excitables y cualquier emoción fuerte…

Dil tragó una honda bocanada de aire.

—¡Gern, mira lo que le está pasando a la maldita antorcha!

El faraón y Gern se volvieron hacia la antorcha. La antorcha había decidido arder al revés y estaba convirtiendo las cenizas negras en paja seca.


El Viejo Reino se extendía delante de Teppic, y no parecía real.

Volvió la cabeza hacia Maldito Bastardo, quien acababa de meter el hocico en el arroyo que corría junto al camino y hacía un ruido idéntico al que se produce cuando intentas sorber la última gota de tu vaso de batido.[27] Maldito Bastardo parecía francamente real —no hay que olvidar que en cuestiones de solidez y realidad es muy difícil superar a un camello—, pero el paisaje poseía una cualidad curiosamente vacilante, como si aún no hubiese decidido si quería estar allí o en otro sitio.

Con la excepción de la Gran Pirámide, claro. La Gran Pirámide era una masa enorme agazapada en el centro de la perspectiva y parecía tan real como el alfiler que clava una mariposa al tablero de corcho. También se las arreglaba para parecer extremadamente sólida, como si estuviera absorbiendo la solidez de todo el paisaje y la acumulara en su estructura.

Bueno, por lo menos Teppic estaba allí. Fuera donde fuese ese allí, claro…

¿Cómo se mata una pirámide?

¿Y qué ocurriría si consiguieses matarla?

Teppic había decidido actuar basándose en la hipótesis de que todo volvería a su lugar anterior, o sea al estanque de tiempo recirculado del Viejo Reino.

Observó a los dioses durante un rato y se preguntó qué demonios eran y por qué no parecía importar demasiado lo que fuesen. Los dioses absortos en sus incomprensibles quehaceres divinos daban la impresión de ser tan poco reales como la tierra sobre la que se movían. El mundo no era más que un sueño, y Teppic se sentía incapaz de sorprenderse por nada. Si hubiera visto pasar delante de él a siete vacas muy gordas apenas les habría echado un vistazo distraído.

Volvió a montar sobre la grupa de Maldito Bastardo e hizo que el camello avanzara por el camino balanceándose lentamente de un lado a otro. Los campos que lo flanqueaban tenían todo el aspecto de haber sido concienzudamente devastados.

El sol había empezado a hundirse en el horizonte. Los dioses del crepúsculo y de la noche habían conseguido imponerse a los dioses de la luz diurna, pero la contienda había sido larga y encarnizada, y si cometías la imprudencia de pensar en todas las cosas que le ocurrirían ahora —ser devorado por diosas, ser llevado en embarcaciones por debajo del mundo, etcétera—, no tardabas en sospechar que había muy pocas posibilidades de que el pobre sol volviera a subir por el cielo al día siguiente.


Teppic entró en el patio del establo. No había nadie visible. Maldito Bastardo caminó tranquilamente hasta su aprisco y empezó a mordisquear delicadamente unas briznas de heno. Acababa de tener una idea muy interesante que quizá causaría una revolución en todo lo referente a las distribuciones bivariantes.

Teppic le dio unas palmaditas en el flanco —su gesto creó otra nube de polvo y pelos—, y subió por los anchos peldaños que llevaban hasta el palacio propiamente dicho. Seguía sin haber ni rastro de los guardias y los sirvientes. No se veía un alma.

Entró en su propio palacio moviéndose tan silenciosamente como un ladrón amparado en los resplandores del día, dio unas cuantas vueltas y acabó logrando encontrar el taller de embalsamamiento de Dil. El taller estaba vacío, y daba la impresión de haber recibido la visita reciente de algún salteador que tenía gustos muy peculiares. La sala del trono olía igual que una cocina, y a juzgar por su aspecto los cocineros habían huido a toda velocidad no hacía mucho tiempo.

La máscara dorada de los faraones de Djelibeibi había acabado rodando hasta un rincón. Teppic la cogió, vio que tenía algunas abolladuras y sintió una repentina punzada de sospecha que le impulsó a rascarla con uno de sus cuchillos. La capa de oro no tardó en desprenderse revelando un metal de color gris plateado.

Teppic ya lo había sospechado. La triste verdad era que no había tal cantidad de oro disponible. La máscara pesaba tanto como si fuese de plomo porque… bueno, precisamente porque era de plomo. Teppic se preguntó si hubo un tiempo en el que había sido realmente de oro, qué antepasado había dado el cambiazo y cuántas pirámides se habían podido costear con el dinero de la venta. El plomo que intentaba pasar por oro quizá fuese muy simbólico de una cosa o de otra, aunque también cabía la posibilidad de que el simbolismo no se refiriese a nada en concreto. Teppic pensó que había muchas probabilidades de que la máscara falsa fuese pura y simplemente simbólica a secas.

Un gato sagrado había decidido esconderse debajo del trono. Teppic se inclinó para hacerle una caricia y el felino pegó las orejas al cráneo y le bufó. Bueno, por lo menos aquello no había cambiado…

El palacio seguía pareciendo totalmente desierto. Teppic fue hacia el balcón.

Y allí estaba la gente, una gigantesca masa de cuerpos silenciosos apelotonados bajo los últimos rayos grisáceos del crepúsculo que contemplaban la otra orilla del río. Teppic salió al balcón el tiempo justo de ver cómo una flotilla de botes y barcazas zarpaba de la orilla en que se alzaba el palacio y empezaba a cruzar las aguas del Djel.

«Tendríamos que haber construido unos cuantos puentes —pensó—, pero siempre dijimos que eso sería como ponerle grilletes al río…»

Salvó la balaustrada de un salto, aterrizó ágilmente sobre la tierra apisonada y fue hacia la multitud.

Y sintió el terrible impacto de la fuerza de sus creencias de forma tan palpable como si fuesen la hoja de una guadaña.

Los habitantes de Djelibeibi quizá albergaran ideas dispares e incluso conflictivas acerca de sus dioses, pero su fe en los monarcas había permanecido firme e inmutable durante miles de años. Teppic sintió como si acabara de sumergirse en una cuba llena de alcohol. Sintió la energía de la fe entrando en él hasta que las yemas de sus dedos parecieron chisporrotear, y las oleadas de fuerza impalpable recorrieron su cuerpo hasta acumularse en su cerebro trayendo consigo no sólo la omnipotencia sino la sensación de ser omnipotente, la irresistible convicción de que aunque quizá no lo supiese todo no tardaría demasiado en saberlo, tal y como ya le había ocurrido en el pasado.

Cuando la divinidad se apoderó de él en Ankh había sentido algo muy similar, pero entonces la sensación apenas había durado unos instantes. Ahora estaba respaldada por el sólido poder de las creencias de toda una muchedumbre.

Teppic bajó la mirada hacia el suelo y contempló los brotes verdes que brotaban de la arena reseca y que se iban amontonando alrededor de sus pies.

«Por todos los… —pensó—. Es cierto. Soy un dios.»

Aquello podía acabar resultando muy embarazoso.

Teppic se abrió paso a codazos y empujones por entre la masa de cuerpos hasta que consiguió llegar a la orilla del río. Se quedó inmóvil y no tardó en quedar rodeado por un pequeño maizal. La multitud se fue percatando de su presencia, y los que estaban más cerca se apresuraron a caer de rodillas. Un círculo de personas que se arrodillaban o se conformaban con tirarse al suelo se fue extendiendo alrededor de Teppic con la rapidez de las ondulaciones en una charca a la que alguien ha tirado una piedra.

«¡Pero yo no deseaba nada así! Yo sólo quería ayudarles a llevar una vida más feliz. La fontanería, por ejemplo… y también quería hacer alguna clase de mejoras en los barrios más pobres de la ciudad. Sólo deseaba que se sintieran más a gusto. Quería preguntarles qué opinaban de sus vidas y si estaban contentos con ellas. Y las escuelas, claro… Sí, las escuelas podrían ser muy útiles. Unos cuantos años de escolarización y no se arrojarían al suelo para adorar al primer tipo con los pies verdes que se les pusiera por delante. Y también quería hacer algo respecto a la arquitectura…»

Los últimos resplandores se fueron esfumando del cielo como si la luz fuera acero que se enfría, y la pirámide pareció hacerse aún más grande de lo que ya era. Si tuvieras que diseñar algo que produjese una impresión de masa clarísima e inconfundible acabarías optando por una pirámide así. Teppic vio una multitud de siluetas congregadas a su alrededor, pero la luz grisácea era tan débil que no consiguió identificarlas.

Sus ojos recorrieron el mar de cuerpos arrodillados o acostados sobre el suelo hasta que localizaron un uniforme de la guardia del palacio.

—Eh, tú, levántate —ordenó. El guardia le contempló con expresión horrorizada, pero se fue incorporando lentamente.

—¿Qué está pasando aquí?

—Oh, monarca que eres señor de…

—Creo que no tenemos tiempo para esas formalidades —le interrumpió Teppic—. Ya sé quién soy, ¿de acuerdo? Sólo quiero saber qué está ocurriendo.

—¡Hemos visto caminar a los muertos, oh rey! Los sacerdotes han ido a hablar con ellos.

—¿Que los muertos caminaban?

—Sí, oh rey.

—Oh. Bueno… Gracias. Has sido muy claro y conciso. No es que la información me haya servido de mucho, pero al menos era clara y concisa… ¿Hay alguna embarcación cerca?

—Los sacerdotes se las llevaron todas, oh rey.

Un rápido vistazo bastó para informar a Teppic que el guardia estaba diciendo la verdad. Los atracaderos cercanos al palacio solían estar llenos de embarcaciones, pero ahora todos se hallaban vacíos. Teppic clavó los ojos en el agua y el agua reaccionó desarrollando dos ojos y un hocico muy largo, como si quisiera recordarle que nadar en el cauce del Djel era algo tan factible como clavar la niebla a una pared.

Teppic volvió la cabeza hacia la multitud. Todos los presentes le estaban observando con expresión expectante, y todos parecían convencidos de que Teppic sabría sacarles de aquel lío.

Teppic les dio la espalda. Se volvió hacia el río, extendió las manos delante de él, juntó las palmas y las fue separando con una gran lentitud.

Hubo un ruido de succión considerablemente húmeda y las aguas del Djel le abrieron un camino. La multitud dejó escapar un suspiro ahogado, pero su asombro no era nada comparado con la perplejidad de la docena de cocodrilos que se encontraron intentando nadar en tres metros de vacío.

Teppic corrió hacia la orilla y avanzó por encima de la gruesa capa de fango yendo de un lado a otro para esquivar las colas que se movían locamente intentando alcanzarle mientras los reptiles caían pesadamente sobre el fondo del río.

Las murallas de color kaki del Djel se alzaban a cada lado, y era como si estuviese corriendo por un callejón oscuro y muy húmedo. Aquí y allá había fragmentos de huesos, escudos viejos, trozos de lanza y los costillares de las embarcaciones que se habían hundido en el río. Teppic saltó y corrió a toda velocidad por entre los escombros de los siglos.

Un cocodrilo gigantesco se movió perezosamente por delante de él emergiendo del muro de agua, se debatió frenéticamente en el aire y se desplomó sobre el barro. Teppic le pisoteó el hocico y siguió corriendo.

Los ciudadanos más rápidos de reflejos ya habían reaccionado ante el espectáculo de las criaturas aturdidas que se agitaban debajo de ellos y estaban empezando a buscar piedras. Los cocodrilos habían sido los amos indiscutidos del río desde el origen de los tiempos, pero los ciudadanos parecían opinar que si había una posibilidad de cobrarse parte de las cuentas pendientes en unos minutos era indudable que valía la pena aprovecharla.

El sonido de los monstruos del río iniciando el largo viaje que terminaría convirtiéndoles en bolsos y monederos empezó a alzarse detrás de Teppic justo cuando iniciaba la ascensión por los barrizales de la orilla opuesta.


Una hilera de antepasados se extendía a lo largo de la cámara, seguía por el pasadizo sumido en las tinieblas y terminaba desperdigándose sobre la arena. La hilera estaba saturada de murmullos que iban y venían en ambas direcciones, un sonido curiosamente reseco y marchito que hacía pensar en el viento moviendo un fajo de hojas de papel muy viejo.

Dil estaba acostado sobre la arena y Gern le daba aire en la cara con un trapo.

—¿Qué están haciendo? —murmuró Dil.

—Están leyendo las inscripciones —respondió Gern—. ¡Tendríais que verlo, maese Dil! El que se encarga de leerlas es… bueno, podría decirse que está prácticamente…

—Sí, sí, te entiendo —dijo Dil intentando incorporarse—. No te esfuerces.

—¡Tiene más de seis mil años! Y su nieto le escucha, y le cuenta lo que ha dicho a su nieto, y éste se lo pasa a su ni…

—Sí, sí, todos…

—Y esto también dijo Khuft al Primero: ¿Qué podemos darte a Ti, que nos has Enseñado el Camino y Lo Que Ha De Hacerse? —dijo Teppicamón,[28] que estaba al final de la hilera de antepasados—. Y el Primero habló, y Esto es lo que dijo: Construidme una Pirámide para que pueda Descansar, y Construidla de estas Dimensiones para que sea Justa y Adecuada, y así se hizo, y el Nombre del Primero era…

Pero no hubo ningún nombre, sólo un burbujeo de voces irritadas, discusiones y maldiciones milenarias que se fue extendiendo por la hilera de antepasados resecos moviéndose tan deprisa como una chispa que corre a lo largo de un reguero de pólvora. Hasta que llegó a Teppicamón, quien explotó.


El sargento efebense estaba sudando tranquilamente en la sombra cuando vio lo que una parte de su ser había estado esperando que aparecería de un momento a otro y lo que la totalidad de su ser llevaba bastante rato temiendo ver. Una columna de polvo acababa de asomar sobre el horizonte.

El grueso de las fuerzas de Espadarta iba a llegar primero.

Se puso en pie, saludó a su contrafigura espadartana con un asentimiento de cabeza impecablemente profesional y contempló a los dos puñados de hombres que estaban a sus órdenes.

—Necesito un mensajero para que… eh… para que vaya a la ciudad llevando un mensaje —dijo.

Un bosque de manos salió disparado hacia el cielo. El sargento suspiró y acabó escogiendo al joven Autoclave, más que nada porque sabía que echaba de menos a su mamá.

—Corre como el viento —le dijo—. Aunque supongo que no hará falta que te lo diga, ¿verdad? Y cuando llegues… cuando llegues…

El sargento se quedó como paralizado. Sus labios se movían sin emitir ningún sonido mientras el sol cocía las rocas de la angosta y escarpada cañada, y unos cuantos insectos zumbaban en los resecos matorrales. Su educación no había incluido un cursillo en Últimas Palabras Para La Posteridad.

Acabó alzando la cabeza y volvió los ojos hacia la dirección en que quedaba su hogar.

—Ve y di a los efebenses… —empezó a decir.

Los soldados esperaron en silencio.

—¿Qué les digo? —preguntó Autoclave pasados unos momentos—. De acuerdo, iré allí, pero ¿qué quiere que les diga cuando haya llegado?

—Ve y diles que por qué demonios han tardado tanto —concluyó el sargento.

Otra columna de polvo acababa de aparecer por su lado del horizonte y se aproximaba bastante deprisa.

Aquello ya le gustaba más. Si iba a haber una masacre lo justo era que los dos bandos disfrutaran de ella.


La ciudad de los muertos se extendía delante de Teppic. Después de Ankh-Morpork, que casi podía considerarse como su opuesta en todo (en Ankh incluso las sábanas estaban vivas) probablemente fuese la mayor ciudad de todo el Disco. Sus calles eran las más hermosas, su arquitectura la más majestuosa e impresionante.

En términos de población la necrópolis superaba a las demás ciudades del Viejo Reino, pero sus habitantes casi nunca salían de casa y las noches de los sábados resultaban francamente aburridas.

Hasta ahora.

Porque ahora la necrópolis era un hervidero de actividad.

Teppic se había subido a la punta de un obelisco erosionado por el viento y estaba contemplando cómo los ejércitos de los que habían pasado a mejor vida desfilaban por debajo de él. Las huestes de los muertos eran básicamente de color gris o marrón, con alguna que otra manchita verdosa esparcida al azar. Los monarcas habían sido muy democráticos. En cuanto las pirámides hubieron quedado vacías, cuadrillas de faraones concentraron su atención en las tumbas menores, y ahora la necrópolis por fin podía enorgullecerse de contar con sus comerciantes, sus nobles e incluso sus artesanos; aunque dado que la moda predominante era la venda más o menos envejecida resultaba bastante difícil distinguir a los unos de los otros.

Y hasta el último cadáver liberado se dirigía hacia la Gran Pirámide. Su gigantesca estructura asomaba sobre las más pequeñas de los edificios de mayor antigüedad como un forúnculo que ha soportado demasiados manoseos. El ejército de momias parecía estar muy irritado.

Teppic se dejó caer sobre el tejado de una mastaba, trotó hasta el borde, saltó la distancia que le separaba de una esfinge ornamental —no sin un fugaz momento de preocupación, pero aquella esfinge parecía totalmente inerte—, y una vez allí le bastó con arrojar su gancho para llegar a uno de los pisos inferiores de una pirámide de varios niveles.

Los largos rayos de aquel sol tan disputado alanceaban el paisaje silencioso mientras Teppic saltaba de un monumento a otro haciendo zigzags sobre el ejército tambaleante que seguía avanzando hacia la Gran Pirámide.

«Esto es lo tuyo —le decía su sangre mientras corría velozmente por las venas de su cuerpo inundándolas con un cosquilleo de excitación—. Para esto te adiestraron. Incluso Mericet tendría que darte sobresaliente. Moverse velozmente por entre las sombras deslizándose sobre una ciudad dormida con la agilidad de un gato mientras encuentras asideros que dejarían boquiabierto incluso a un mandril… y con una víctima esperándote en tu punto de destino.»

Cierto, la víctima era una pirámide que pesaba un billón de toneladas, y hasta el momento el cliente de mayor masa inhumado por el Gremio de Asesinos había sido Patricio, el Déspota de Gusania, quien sólo pesaba doscientos treinta kilos, pero aun así…

Un inmenso obelisco cuyos bajorrelieves narraban los logros y hazañas de un faraón que había reinado hacía cuatro mil años —y que habría sido más pertinente si el viento saturado de arena no hubiese borrado el nombre del faraón—, le proporcionó una escalera muy útil. Teppic sólo necesitó lanzar expertamente su gancho desde la punta asegurándolo en los dedos extendidos de la palma de un monarca olvidado y pudo bajar trazando un elegante arco que acabó depositándole sobre el techo de una tumba.

Teppic siguió corriendo, trepando y balanceándose, y su avance dejó un reguero de crampones clavados a toda prisa en los monumentos que conmemoraban la memoria de los muertos.


Los puntitos de luz de las antorchas esparcidos sobre la piedra caliza indicaban la situación de los dos ejércitos. La enemistad que oponía a los dos imperios era tan profunda como estilizada, pero ambos acataban la vieja tradición de que la guerra no debía emprenderse de noche, durante la época de la cosecha o si llovía. La guerra era lo suficientemente importante como para quedar reservada a ciertos momentos solemnes. Ponerse a guerrear en cualquier momento habría reducido toda la solemnidad del combate a una farsa.

El crepúsculo empezó a deslizarse sobre las posiciones de los dos ejércitos acompañados por el martilleo y las ocasionales maldiciones ahogadas, indicadoras de que ambos bandos habían emprendido una considerable labor de carpintería.

Se ha afirmado que los generales siempre están dispuestos a repetir la última guerra que han librado. El último enfrentamiento bélico entre Efebas y Espadarta había tenido lugar hacía unos cuantos miles de años, pero los generales tienen una memoria envidiable y esta vez no les iban a pillar por sorpresa.

Un gigantesco caballo de madera estaba empezando a cobrar forma a cada lado de lo que sería el campo de batalla.


—Se ha ido —dijo Ptaclusp IIb dejándose resbalar por el montón de cascotes.

—Ya iba siendo hora —dijo su padre—. Échame una mano con tu hermano, ¿quieres? ¿Estás seguro de que no le dolerá?

—Bueno, si le vamos plegando con mucho cuidado no podrá moverse en el Tiempo… es decir, en lo que para nosotros es la anchura. Si no puede sentir el transcurso del tiempo no podrá sufrir ningún daño… creo.

Ptaclusp pensó en los viejos tiempos, cuando la construcción de pirámides se limitaba a colocar un bloque de piedra encima de otro y lo único que debías recordar era que a medida que ibas subiendo ponías cada vez menos bloques. Y ahora construir pirámides significaba correr el riesgo de arrugar a tu propio hijo…

—Bueno, si tú lo dices —murmuró, no muy convencido—. Venga, salgamos de aquí.

Reptó cautelosamente sobre los cascotes y asomó la cabeza por encima del montón justo cuando la vanguardia de los muertos doblaba la esquina de la pirámide más cercana.

«Ya está —fue lo primero que le pasó por la cabeza—. Se han hartado y vienen a protestar…»

Había hecho cuanto estaba en sus manos. ¿Qué esperaban? Construir ciñéndose a un presupuesto no siempre resultaba factible. De acuerdo, puede que no todos los dinteles fuesen exactamente tal y como prometían los planos, y en cuanto a la calidad del escayolado y las molduras interiores decir que habían quedado impecables quizá fuera exagerar un poco, pero…

«Es imposible —se dijo—. No pueden haberse puesto de acuerdo para venir a protestar todos a la vez… Hay demasiados.»

Ptaclusp IIb trepó por el montón de cascotes, se colocó junto a su padre y se quedó boquiabierto.

—¿De dónde han salido todos esos clientes? —preguntó.

—Tú eres el experto. Dímelo tú.

—¿Están muertos?

Ptaclusp observó a las siluetas que se aproximaban.

—Si no están muertos algunos de ellos tienen muy mala cara —dijo por fin.

—¡Huyamos!

—¿Adónde? ¿Quiere que trepemos por la pirámide?

La Gran Pirámide se alzaba detrás de ellos y sus vibraciones hacían temblar la atmósfera. Ptaclusp volvió la cabeza hacia la inmensa estructura y la contempló.

—¿Qué va a ocurrir esta noche? —preguntó.

—¿Cómo?

—Bueno, ¿va a…? No sé qué hizo antes, pero… ¿Crees que volverá a hacerlo?

IIb le miró.

—No tengo ni idea.

—¿Y no puedes averiguarlo?

—La única forma es quedarse aquí para ver qué ocurre. Y ni tan siquiera estoy muy seguro de qué fue lo que hizo antes.

—Y cuando lo haga… ¿Crees que nos gustará?

—Tengo la impresión de que no mucho, papá. Oh, cielos…

—¿Qué está pasando ahora?

—Mira hacia allí.

Los sacerdotes acababan de aparecer y se dirigían hacia los muertos. Koomi iba delante, y la masa de túnicas se extendía detrás de él como si fuese la cola de un cometa.


El interior del caballo estaba oscuro y muy caliente. Y también muy atestado.

Los soldados esperaban y sudaban.

—¿Qué ocu-ocurrirá a-ahora, sa-sargento? —tartamudeó el joven Autoclave.

El sargento trató de mover un pie. La atmósfera de amontonamiento general habría sido capaz de provocar claustrofobia incluso en una sardina.

—Bueno, chico… Nos encontrarán, ¿entiendes?, y se quedarán tan impresionados que nos remolcarán hasta su ciudad, y cuando haya oscurecido del todo saldremos de aquí y les pasaremos a cuchillo. O a espada, como resulte más cómodo, y… En fin, una cosa o la otra, ¿de acuerdo? Y después saquearemos la ciudad, quemaremos las murallas y sembraremos el suelo con sal. Ya os lo expliqué todo el viernes, ¿te acuerdas?

—Oh.

Las gotitas de sudor caían de una decena de frentes. Varios soldados estaban intentando escribir una carta a casa y deslizaban sus punzones sobre tablillas de cera que se encontraban a muy pocos grados de la temperatura de fusión.

—¿Y qué ocurrirá después, sargento?

—Pues que volveremos a casa y seremos recibidos como héroes, muchacho.

—Oh.

Los soldados más veteranos no apartaban los ojos de las paredes de madera y parecían bastante nerviosos. Autoclave se removió como si aún estuviera preocupado por algo.

—Sargento… —murmuró—. Mi mamá me dijo que volviera con mi escudo o encima de él.

—Muy bien, muchacho. Tu madre es una gran mujer.

—Pero no nos pasará nada, ¿verdad? ¿Verdad que no, sargento?

El sargento clavó los ojos en la fétida oscuridad que les rodeaba.

Pasado un rato, alguien empezó a tocar la armónica.


Ptaclusp apartó la mirada de la escena que se estaba desarrollando debajo de él.

—Eres el constructor de pirámides, ¿verdad? —preguntó una voz junto a su oreja.

Otra figura acababa de presentarse en el escondite que Ptaclusp había estado compartiendo con su hijo. Iba vestida de negro y su forma de moverse hacía que el caminar de un gato pareciera tan estruendoso como un hombre-orquesta en plena actuación.

Ptaclusp asintió, pero no consiguió responder. Ya había tenido sorpresas más que suficientes para un solo día.

—Bueno, pues desconéctala. Quiero que la desconectes ahora mismo, ¿entendido?

IIb se acercó a ellos.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Me llamo Teppic.

—Vaya, ¿igual que el faraón?

—Sí, igual que el faraón. Y ahora, desconectadla.

—¡Es una pirámide! ¡Las pirámides no se pueden desconectar! —exclamó IIb.

—Bueno, pues haced algo para que descargue la energía que ha ido acumulando.

—Ya lo intentamos anoche. —IIb señaló los restos de la punta—. Papá, haz el favor de desplegar a Dos-A.

Teppic contempló al hermano aplanado sin decir nada durante unos momentos.

—Supongo que es un poster para adornar la pared, ¿no? —murmuró por fin.

IIb inclinó la cabeza. Teppic captó el movimiento y también miró hacia abajo. Los brotes verdes ya le estaban llegando a la altura de los tobillos.

—Lo siento mucho —dijo—. Parece que no hay ninguna forma de evitarlo.

—Sí, ya me imagino que ha de ser horrible —dijo IIb en un tono de voz tirando a frenético—. Ya sé lo mal que lo pasas. En una ocasión me salió una verruga, y recuerdo que me costó muchísimo librarme de ella.

Teppic se acuclilló junto a los restos de la punta.

—Esta cosa… —murmuró—. ¿Para qué sirve? Veo que está recubierta de metal. ¿Por qué?

—Si la pirámide no termina en punta no puede descargar la energía acumulada —dijo IIb.

—¿Así de sencillo? Eso es oro, ¿no?

—No, es electro, una aleación de oro y plata. La punta tiene que ser de electro.

Teppic empezó a arrancar la capa de metal.

—No es de metal sólido —dijo en voz baja.

—Sí, bueno… —murmuró Ptaclusp—. Descubrimos que… eh… que funciona igual de bien con un simple chapado.

—¿Y no podríais usar algo más barato? Algo como… No sé… ¿Acero, por ejemplo?

Ptaclusp lanzó un bufido despectivo. No había tenido un buen día y la cordura era un recuerdo cada vez más lejano, pero seguía habiendo ciertos hechos de los que estaba totalmente seguro.

—No duraría más de un año o dos —dijo—. El rocío, la arena… Te quedarías sin punta antes de que pudieras darte cuenta. Sólo aguantarías unas doscientas o trescientas descargas.

Teppic acercó la cabeza a la pirámide. Estaba muy fría, y zumbaba. Teppic creyó detectar una leve vibración oculta debajo del zumbido, y le pareció que se estaba volviendo más estridente a cada momento que pasaba.

La pirámide se alzaba sobre él. IIb podría haberle explicado que eso era debido a que los muros iban descendiendo en un ángulo de 56 grados exactos, y un efecto conocido como reforzamiento hacía que la pirámide pareciese todavía más alta de lo que era en realidad. Probablemente también habría utilizado palabras como «perspectiva» y «altura virtual».

El mármol negro era tan liso como un cristal. Los canteros habían hecho un trabajo magnífico. Las grietas que había entre cada panel de textura sedosa apenas eran lo bastante anchas para insertar la punta de un cuchillo… pero bastarían.

—¿Y crees que aguantaría una sola descarga? —preguntó Teppic.


Koomi se estaba mordisqueando las uñas, y parecía nervioso.

—Fuego —dijo—. Eso las detendría. Son muy inflamables, todo el mundo lo sabe. O agua… Probablemente se disolverían.

—Algunas de ellas estaban destruyendo las pirámides —dijo el gran sacerdote de Juf, el Dios con Cabeza de Cobra del Papiro.

—No sé por qué será, pero los muertos que salen de la tumba siempre están de muy mal humor —dijo otro sacerdote.

Koomi observó con creciente perplejidad al ejército que se aproximaba hacia ellos.

—¿Dónde está Dios? —preguntó. El anciano gran sacerdote fue empujado hacia la primera fila del grupo de sacerdotes.

—¿Qué he de decirles? —le preguntó Koomi.

Afirmar que Dios sonrió habría sido erróneo. Sonreír no entraba en la lista de actividades musculares que realizase con frecuencia, pero las comisuras de sus labios se arrugaron un poquito y sus párpados se entrecerraron.

—Podrías decirles que los nuevos tiempos exigen nuevos hombres —dijo—. Podrías decirles que ha llegado el momento de abrir paso a personas más jóvenes con ideas frescas. Podrías decirles que se han quedado anticuados. Sí, creo que podrías decirles todo eso…

—¡Me matarían!

—Oh, no creo que tengan tantas ganas de disfrutar de tu compañía durante toda la eternidad.

—¡Sigues siendo gran sacerdote!

—¿Por qué no hablas con ellos? —replicó Dios—. Ah, y que no se te olvide decirles que los tiempos están cambiando y que lo quieran o no tendrán que acostumbrarse a la idea de que vivimos en el Siglo de la Cobra. —Le alargó su báculo—. O como se llame este siglo, me da igual…—añadió.

Koomi sintió que los ojos de sus hermanos y su hermana en el sacerdocio se clavaban en su rostro. Carraspeó, se puso bien los pliegues de la túnica y se volvió hacia las momias.

Las momias estaban canturreando lo que parecía una sola palabra repetida una y otra vez. Koomi no logró distinguirla con claridad, pero fuera la que fuese no cabía duda de que se estaban tomando el cántico con mucho entusiasmo.

Koomi alzó el báculo y la luz acuosa hizo que las serpientes de madera parecieran desusadamente vivas.

Los dioses del Disco —y nos referimos a los dioses del gran consenso popular, los que realmente moran en su Valhalla particular semi-desconectado del mundo que se encuentra en esas montañas centrales de alturas imposibles y que se entretienen observando la ridícula agitación de los mortales mientras redactan quejas interminables en las que se deplora el que la influencia de los gigantes de Hielo haya hecho bajar el valor de las propiedades en las regiones celestes— siempre se han sentido fascinados por la increíble capacidad de decir exactamente las palabras menos adecuadas en el peor momento imaginable, de la que ha dado tan repetidas muestras la humanidad.

No se refieren a errores tan fáciles de cometer como «Os aseguro que no corremos ningún peligro» o «Los que gruñen tanto nunca muerden», sino a frasecitas sencillas que son introducidas en situaciones muy difíciles produciendo un efecto general muy parecido al que se obtendría si se deslizara una barra de acero entre los engranajes de una turbina de 660 megawatios de potencia que gira a 3.000 revoluciones por minuto.

Y cualquier estudioso de esa curiosa tendencia a meter la extremidad locomotora allí donde debería estar la lengua que distingue a la humanidad debería estar de acuerdo en que cuando se abran los sobres que contienen las votaciones de los jueces la maravillosa aportación de Ptra-hi-dor Koomi —«Abandonad este lugar, espectros repugnantes y pestilenciales», para ser exactos—, contará con muchas posibilidades de ser considerada como el saludo más imbécil y poco adecuado de todos los tiempos.

La primera fila de antepasados se detuvo, pero la presión de los que venían detrás hizo que siguiera avanzando un poquito antes de volver a inmovilizarse.

Teppicamón XXVII —los veintiséis Teppicamones anteriores habían conferenciado entre ellos y habían decidido nombrarle portavoz—, se tambaleó hacia Koomi en solitario y acabó cogiendo al tembloroso sacerdote por los brazos.

—¿Qué has dicho? —le preguntó afablemente. Koomi puso los ojos en blanco. Su boca se abrió y se cerró, pero su voz era lo bastante inteligente para comprender que aquel quizá no fuese el momento más adecuado para abandonar el refugio.

Teppicamón se inclinó sobre el sacerdote hasta que su rostro vendado casi rozó su puntiaguda nariz.

—Me acuerdo de ti —gruñó—. Te he visto por el palacio, y recuerdo que siempre me hacías pensar en una mancha de aceite… «Ahí va el tipo más rastrero y untuoso que he visto en toda mi vida.» Sí, recuerdo haber pensado eso al verte.

Se volvió hacia los otros sacerdotes.

—Todos sois sacerdotes, ¿verdad? Habéis venido a decir que lo lamentáis, ¿no? ¿Dónde está Dios?

Los antepasados dieron un paso colectivo hacia adelante y empezaron a murmurar. Llevar cientos de años muerto hace que no te sientas muy inclinado a ser generoso con las personas que se aseguraron de que ibas a disfrutar de una eternidad muy larga y agradable. El faraón Tharum-ba-net —quien había pasado cinco mil años de encierro sin más distracción que el reverso de la tapa de su sarcófago—, perdió el control de sus amojamados nervios y tuvo que ser contenido por algunos de sus colegas más jóvenes, lo que produjo un considerable tumulto en el centro de la multitud de momias.

Teppicamón volvió a concentrar su atención en Koomi, quien seguía paralizado delante de él.

—Espectros repugnantes y pestilenciales, ¿eh? —murmuró.

—Yo… Esto… —balbuceó Koomi.

—Bájale. —Dios recuperó el báculo de entre los cada vez más fláccidos dedos de Koomi, quien no opuso ninguna resistencia—. Soy Dios, el gran sacerdote —dijo—. ¿Por qué estáis aquí?

La voz de Dios no podía ser más tranquila y razonable, y vibraba con los matices de la autoridad preocupada pero indiscutible. Era una voz que los faraones de Djelibeibi habían oído durante millares de años, una voz que había regulado los días, prescrito los rituales, dividido el tiempo en rebanadas cuidadosamente medidas e interpretado los deseos y la voluntad de los dioses para transmitírsela a los hombres. Era una voz indiscutible que debía ser obedecida, y oírla trajo a la memoria de los antepasados un sinfín de viejos recuerdos. Las momias se removieron nerviosamente y unas cuantas llegaron a inclinar la cabeza para contemplarse los vendajes de los pies en una clara muestra de incomodidad.

Uno de los faraones más jóvenes se separó de la primera fila de antepasados y avanzó tambaleándose hacia Dios.

—Maldito hijo de perra… —graznó—. Nos hiciste embalsamar y nos fuiste encerrando uno a uno mientras tú seguías viviendo. Todo el mundo creía que el nombre se transmitía de un gran sacerdote a otro, pero siempre eras tú. ¿Cuántos años tienes, Dios?

No hubo ni el más mínimo sonido. Nadie se movió. Una brisa jugueteó con unos cuantos granos de polvo creando un pequeño remolino.

Dios suspiró.

—No quería hacerlo —dijo—. Había tantas cosas de las que ocuparse… El día nunca parecía tener horas suficientes. Os juro que no comprendí lo que estaba ocurriendo. Pensaba que era… refrescante, nada más. No sospeché nada. Sólo tenía ojos para la sucesión de los rituales, no para el transcurrir de los años.

—Supongo que en tu familia es habitual vivir muchos años, ¿no? —preguntó Teppicamón sarcásticamente. Dios le miró fijamente y sus labios se movieron sin emitir ningún sonido.

—Familia… —dijo por fin, y su voz se había suavizado dejando de ser el ladrido seco que esperaba ser obedecido de costumbre—. Familia. Sí. Supongo que debí de tener una familia, ¿no? Pero… Bueno, me temo que no me acuerdo de ella. La memoria es lo primero que desaparece. Por extraño que pueda pareceros, las pirámides son capaces de conservarlo todo salvo la memoria.

—¿Y éste es Dios, el que redacta las notas a pie de página de la historia? —preguntó Teppicamón.

—Ah. —El gran sacerdote sonrió—. La memoria desaparece de la cabeza, pero los recuerdos me rodean por todas partes. Todos los pergaminos, todos los libros…

—¡Pero todo eso es la historia del reino!

—Sí. Mi memoria…

El faraón se tranquilizó un poco. La fascinación horrorizada que se estaba adueñando de él era tan intensa que estaba empezando a deshacer el nudo de la furia.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Creo que… unos siete mil. Pero a veces me parece que ha pasado mucho más tiempo.

—¿Realmente tienes siete mil años?

—Sí —dijo Dios.

—¿Y cómo es posible que un ser humano pueda aguantar el vivir tanto tiempo? —preguntó el faraón.

Dios se encogió de hombros.

—Si lo piensas bien te darás cuenta de que basta con ir aguantando cada día tal y como viene —dijo.

Hincó una rodilla en el suelo moviéndose muy despacio y con alguna que otra mueca de dolor, y extendió sus manos temblorosas con el báculo sobre las palmas.

—Oh, monarcas —dijo—. Siempre he existido única y exclusivamente para servir.

Hubo un silencio muy largo y extremadamente incómodo.

—Destruiremos las pirámides —dijo Far-re-ptah abriéndose paso por entre las momias de la primera fila.

—Destruirías el reino —dijo Dios—. No puedo permitirlo.

—¿Que no puedes permitirlo?

—Sí. ¿Qué seremos sin las pirámides? —preguntó Dios.

—Bueno, hablando en nombre de los muertos… Seremos libres —replicó Far-re-ptah.

—Pero entonces el reino no será más que otro pequeño país como hay muchos —dijo Dios, y cuando alzó la cabeza los antepasados se horrorizaron al ver que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Todo lo que nos es precioso, todo lo que valoramos… Haréis que flote a la deriva por el tiempo. Se volverá incierto, sin guía… Se volverá mudable.

—Tendrá que correr esos riesgos —dijo Teppicamón—. Apártate, Dios.

Dios alzó su báculo. Las serpientes enroscadas a su alrededor se desenroscaron, miraron al faraón y le amenazaron con un siseo estridente.

Relámpagos oscuros empezaron a chisporrotear entre las filas de antepasados. Dios contempló su báculo con cara de asombro. Hasta aquel momento el báculo nunca había hecho nada remotamente semejante, pero siete mil años de generaciones sacerdotes habían creído en lo más hondo de sus corazones que el báculo de Dios podía regir este mundo y el siguiente.

El repentino silencio que se produjo a continuación permitió oír con toda claridad el débil tintineo de la punta de un cuchillo al ser introducida entre dos losas de mármol negro situadas muy por encima de las momias y los sacerdotes.


La pirámide palpitaba debajo de Teppic y el mármol estaba tan resbaladizo como si fuese hielo. La inclinación hacia adentro del obstáculo no le ayudaba tanto como había esperado.

«El truco está en no mirar hacia arriba o hacia abajo —se dijo—, sino mantener la mirada fija en el mármol que tienes delante de los ojos. Hay que parcelar esa altura imposible en secciones que puedan ser manejadas. Igual que hacemos con el tiempo… Así es como sobrevivimos a lo infinito. Lo matamos dividiéndolo en pedacitos muy pequeños.»

Teppic oyó gritos debajo de él y se arriesgó a lanzar una rápida ojeada por encima de su hombro. Apenas había recorrido una tercera parte de la distancia que debía escalar, pero podía ver las multitudes congregadas al otro lado del río, una masa gris puntuada por las manchitas pálidas de los rostros vueltos hacia arriba. Más cerca de él estaba el pálido ejército de los muertos encarado con el grupito grisáceo de los sacerdotes, con Dios al frente de ellos. Parecía como si estuvieran discutiendo.

El sol ya casi rozaba el horizonte.

Teppic alargó el brazo, localizó la siguiente hendidura, encontró un asidero…


Dios divisó la cabeza de Ptaclusp asomando por encima del montón de cascotes y envió a un par de sacerdotes para que se lo trajeran. IIb siguió a su padre con su hermano cuidadosamente doblado debajo del brazo.

—¿Qué está haciendo el chico? —preguntó Dios.

—Oh, Dios, dijo que iba a descargar la energía acumulada en la pirámide —replicó Ptaclusp.

—¿Cómo puede hacer eso?

—Oh, gran sacerdote, dice que va a taparla antes de que se ponga el sol.

—¿Y es posible hacerlo? —preguntó Dios volviéndose hacia el arquitecto.

IIb dudó unos momentos antes de responder.

—Quizá —dijo por fin.

—¿Y qué ocurrirá? ¿Volveremos al mundo exterior?

—Bueno, eso depende de si el efecto dimensional ha quedado encajado, por así decirlo, o de si resulta estable en cada estado o si, por el contrario, la pirámide está actuando como una gigantesca banda elástica sometida a una fuerte tensión…

La intensidad de la mirada de Dios hizo que su voz fuera bajando de tono hasta convertirse en un tartamudeo casi inaudible que no tardó en desvanecerse.

—No lo sé —admitió.

—Volver al mundo exterior… —dijo Dios—. No es nuestro mundo. Nuestro mundo es el Valle. Nuestro mundo es un lugar ordenado. Los hombres necesitan orden.

Alzó su báculo.

—¡Ése de ahí es mi hijo! —gritó Teppicamón—. ¡No te atrevas a hacerle nada! ¡Es el faraón!

Las filas de antepasados oscilaron de un lado a otro, pero no consiguieron romper el hechizo.

—Esto… Dios… —murmuró Koomi.

Dios se volvió hacia él y enarcó las cejas.

—¿Has hablado? —le preguntó.

—Eh… Si es el faraón, entonces… Eh… Entonces yo… Es decir, nosotros… creemos que quizá deberías permitir que siguiera adelante… Eh… ¿No te parece que sería una buena idea?

El báculo de Dios sufrió un espasmo, y Koomi sintió la fría presión de las bandas de energía que se cerraron alrededor de sus miembros dejándole totalmente inmovilizado.

—He dado mi vida por el reino —dijo el gran sacerdote—. La he dado una y otra vez, ¿entiendes? Yo creé cuanto existe. He de cumplir con mi deber hacia lo que he creado.

Y entonces vio a los dioses.


Teppic se izó otro medio metro más y extendió cautelosamente un brazo para sacar un cuchillo del mármol, pero ya se había dado cuenta de que el método no iba a funcionar. La escalada con cuchillos era útil para salvar distancias cortas e incómodas carentes de otra clase de asideros, y aun así casi todos los asesinos la tenían en muy poca estima porque sugería que habías escogido una ruta equivocada. No era para este tipo de obstáculos, a menos que contaras con un suministro ilimitado de cuchillos.

Volvió a mirar por encima de su hombro y vio cómo extraños juegos de luces y sombras parpadeaban sobre la cara de la pirámide.

Los dioses estaban volviendo del crepúsculo, donde habían estado muy entretenidos con sus interminables discusiones y peleas.

Ahora avanzaban tambaleándose a través de los campos y los cañaverales, y venían hacia la pirámide. Apenas poseían un cerebro digno de ese nombre, pero eso no les impedía comprender lo que era. Quizá incluso comprendían lo que Teppic estaba intentando hacer. El que la inmensa mayoría tuviera cabeza de animal dificultaba considerablemente afirmarlo con seguridad, pero Teppic tuvo la impresión de que los dioses estaban muy enfadados.


—¿Vas a controlarlos, Dios? —preguntó el faraón—. ¿Vas a decirles que el mundo debería seguir igual eternamente y no cambiar nunca?

Dios alzó los ojos hacia las criaturas que habían empezado a vadear el río empujándose y peleando las unas con las otras. Había demasiados dientes, demasiadas lenguas colgantes que asomaban por las fauces entreabiertas. Las partes humanas de los dioses se estaban empequeñeciendo a cada momento que pasaba. Un dios de la justicia con cabeza de león —Dios recordó que se llamaba Put—, estaba usando sus escamas como flagelo con el que golpear a uno de los dioses del río. Chefet, el Dios con Cabeza de Perro de la metalurgia, gruñía y atacaba con su martillo a todas las deidades que se le aproximaban lo suficiente. «Chefet —pensó Dios—, la deidad que yo creé para que sirviera de ejemplo a los hombres en todo lo referente al arte del alambre, la filigrana y las bellezas diminutas…»

Y aun así el truco había funcionado. Dios había tomado a un grupo de vagabundos del desierto y les había enseñado cuanto podía recordar referente a las artes de la civilización y los secretos de las pirámides. Ah, qué desesperadamente había necesitado a los dioses entonces…

El problema con los dioses es que en cuanto un número suficiente de personas empieza a creer en ellos tienen la molesta costumbre de hacerse reales, y lo que empieza a existir en ese momento no es lo que se había pretendido originalmente.

«Chefet, Chefet… —pensó Dios—. Creador de anillos, moldeador de los metales. Ahora ha salido de nuestras cabezas, y ved cómo sus uñas se alargan convirtiéndose en garras…»

Dios no había imaginado así a sus deidades.

—Alto —gritó—. ¡Os ordeno que os detengáis! Tenéis que obedecerme. ¡Yo os creé!

Dios no tardó en descubrir que las divinidades tienen otro grave defecto: son unas desagradecidas.

Teppicamón sintió cómo el poder que le envolvía se iba debilitando a medida que Dios desviaba su atención hacia los asuntos eclesiásticos más apremiantes. Volvió la cabeza hacia la minúscula silueta que había recorrido la mitad de la cara de la pirámide y vio cómo vacilaba.

El resto de los antepasados también lo vio y reaccionó como un solo cadáver. Sabían lo que tenían que hacer. Dios podía esperar.

Aquello era un asunto de familia.

Teppic oyó cómo la empuñadura del cuchillo se partía con un chasquido debajo de su pie, se deslizó unos centímetros hacia abajo y acabó quedando inmóvil suspendido de una mano. Había conseguido clavar otro cuchillo por encima de su cabeza pero… No, no iba a servirle de nada. No podía llegar hasta él. A efectos prácticos era como si sus brazos se hubieran convertido en dos trozos de cuerda empapada. Si desplegaba los miembros al máximo durante su deslizamiento por la cara de la pirámide quizá conseguiría reducir la velocidad lo suficiente para…

Miró hacia abajo y vio a los escaladores que venían hacia él, una extraña marea que se movía rápidamente hacia arriba.

Los antepasados subían por la cara de la pirámide sin hacer ningún ruido y se deslizaban como insectos. Cada nueva hilera ocupaba su posición sobre los hombros de la generación que tenía debajo, y después los más jóvenes trepaban hasta quedar por encima de ella. Manos huesudas agarraron a Teppic, la ola de momias se rompió a su alrededor y su cuerpo fue medio empujado medio izado a lo largo de las losas de mármol. Voces que recordaban al crujir de los sarcófagos resonaron en sus oídos gimiendo palabras de ánimo.

—Bien hecho, chico —graznó una momia que estaba empezando a desintegrarse mientras le colocaba sobre su hombro—. Me recuerdas a mí cuando estaba vivo. Tuyo, hijo.

—Ya lo tengo —dijo el cadáver de encima tirando de Teppic sin ninguna dificultad con un solo brazo—. Así me gusta, muchacho… El viejo espíritu indomable de la familia, ¿eh? Tu tío tatarabuelo te desea lo mejor, aunque supongo que no te acordarás de mí. Marchando hacia arriba…

Otros antepasados pasaron junto a Teppic dejándole atrás mientras él iba siendo transmitido de una mano a otra. Dedos muy viejos capaces de ejercer tanta presión como si fuesen de acero tiraron de él y fueron llevándole hacia las alturas.

La pirámide se iba estrechando.

Ptaclusp lo observaba todo desde abajo con expresión pensativa.

—Menuda fuerza laboral —dijo—. Quiero decir que… ¡Caray, pero si los de la base están aguantando todo el peso!

—Papá, creo que será mejor que huyamos —dijo Ptaclusp IIb—. Esos dioses están cada vez más cerca.

—¿Crees que podríamos contratarles? —preguntó Ptaclusp sin hacer ningún caso de su advertencia—. Están muertos. No creo que quieran cobrar un sueldo muy alto, y…

—¡Papá!

—Sería algo así como una auto-construcción de…

—Dijiste que se acabaron las pirámides, papá. Dijiste que nunca más, ¿lo recuerdas? ¡Y ahora, vamos!

Teppic logró llegar a la cima de la pirámide ayudado por los dos últimos antepasados. Uno de ellos era su padre.

—Por cierto, creo que no conociste a tu bisabuela —dijo Teppicamón señalando a la otra figura envuelta en vendajes que le había izado hasta allí.

La momia saludó a Teppic con una amable inclinación de cabeza y Teppic abrió la boca.

—No hay tiempo —dijo su bisabuela—. Lo estás haciendo muy bien, jovencito.

Teppic volvió la cabeza hacia el sol. El sol era un profesional con milenios de veteranía en el oficio, y escogió aquel preciso instante para precipitarse sobre el horizonte. Los dioses ya habían cruzado el río, y lo único que frenaba su avance era su tendencia a empujarse y ponerse zancadillas los unos a los otros, pero a pesar de eso los primeros ya empezaban a tambalearse por las calles de la necrópolis. Unos cuantos permanecían inclinados sobre el punto donde había estado Dios.

Los antepasados se dejaron caer y fueron resbalando a lo largo de la pirámide tan deprisa como habían subido por ella dejando a Teppic solo sobre unos pocos metros cuadrados de roca.

Un par de estrellas asomaron en el firmamento.

Los antepasados se apresuraron a dispersarse para cumplir con algún quehacer secreto, y Teppic vio un torrente de siluetas blancas que avanzaban hacia la ancha banda que era el río tambaleándose con una sorprendente velocidad.

Los dioses ya habían dejado de interesarse por el gran sacerdote, aquel extraño humano diminuto del palito y la voz cascada. El dios más cercano —una criatura con cabeza de cocodrilo—, entró en la plaza que se extendía debajo de la pirámide, contempló a Teppic durante unos momentos, entrecerró los ojos y extendió un brazo hacia él. Teppic buscó a tientas un cuchillo preguntándose qué modelo sería el más adecuado para los dioses…

Y las pirámides esparcidas a lo largo del Djel empezaron a iluminarse para descargar la mísera cosecha de tiempo que habían acumulado…


Los sacerdotes y los antepasados huyeron a la carrera en cuanto el suelo empezó a temblar. Incluso los dioses pusieron cara de sorpresa.

IIb agarró a su padre del brazo y empezó a tirar de él.

—¡Vamos! —le gritó acercando la boca a su oreja—. ¡No podemos estar aquí cuando descargue! ¡Si nos quedamos tendrán que acostarnos en un colgador de ropa!

Unas cuantas pirámides más emitieron sus descargas, unos chispazos muy débiles que apenas resultaban visibles y se confundían con los restos de claridad dejados por el crepúsculo.

—¡Papá, ya te he dicho que tenemos que irnos!

Ptaclusp fue arrastrado sobre las losas sin apartar la mirada de la impresionante masa de la Gran Pirámide.

—Aún hay alguien ahí —dijo—. Mira. Y señaló hacia la silueta que se alzaba en el centro de la plaza.

IIb forzó la vista intentando ver algo en la creciente penumbra.

—No es más que Dios, el gran sacerdote —dijo por fin—. Supongo que debe de estar planeando algo y ya sabes que siempre es mejor no meterse en los asuntos de los sacerdotes, y… ¿Quieres hacer el favor de venir conmigo?

El dios con cabeza de cocodrilo movió su hocico de un lado a otro intentando centrar la mirada en Teppic sin gozar del beneficio de la visión binocular. Visto tan de cerca su cuerpo parecía ligeramente transparente, como si alguien hubiera esbozado todas las líneas de un dibujo y se hubiera hartado de él antes de que llegara el momento de hacer el sombreado. El dios pisó una tumba de pequeño tamaño y la redujo a polvo.

Una mano que parecía un haz de canoas terminadas en garras quedó suspendida sobre Teppic. La pirámide tembló y la piedra que había debajo de sus pies parecía estar un poco más caliente que antes, pero aparte de eso la inmensa estructura se abstuvo de dar ninguna señal de que quisiera descargar la energía que había acumulado.

La mano descendió. Teppic se dejó caer sobre una rodilla y, más por desesperación que por otra cosa, alzó el cuchillo por encima de su cabeza sosteniéndolo con las dos manos.

La luz se reflejó durante un momento en la punta del cuchillo y la Gran Pirámide descargó su energía.

Empezó haciéndolo en el más absoluto silencio enviando hacia los cielos un chorro de llamas que eran una pura tortura para los ojos y que convirtieron todo el reino en un zigzagueo de sombras negras y luz blanca, unas llamas que podrían haber transformado a cualquier observador no sólo en columna de sal sino en todo un juego de especias selectas. La luz explotó como un diente de león que se desintegra en el aire, y el estallido resultó tan silencioso como el de la luz de las estrellas y tan terriblemente intenso como el de una supernova.

El sonido no llegó hasta varios segundos después de que la luz hubiera estado bañando la necrópolis con su resplandor imposible, y era la clase de sonido que se va infiltrando a través de los huesos, se desliza hasta el interior de cada célula del cuerpo e intenta darle la vuelta con un cierto grado de éxito. Era demasiado potente para que se le pudiera llamar ruido. Hay sonidos que no pueden oírse precisamente porque son increíblemente potentes, y aquel era uno de ellos.

El sonido acabó dignándose abandonar la escala cósmica y se convirtió en el estruendo más ensordecedor jamás experimentado por todos los que lo oyeron.

El ruido se esfumó en la nada y llenó el aire con el oscuro tintineo metálico del silencio repentino. La luz se desvaneció perforando la noche con un sinfín de imágenes residuales azules y púrpuras. No eran el silencio y la oscuridad de la conclusión sino el de la pausa, como ese instante de equilibrio en el que una pelota arrojada al aire agota su aceleración pero aún no se ha dado cuenta de que existe algo llamado gravedad y durante un momento fugaz piensa que lo peor ha terminado.

La nueva etapa de la descarga fue anunciada por un zumbido muy agudo que surgió del cielo y por un torbellinear que se convirtió en un resplandor, y el resplandor se convirtió en una llama y la llama se convirtió en una claridad cegadora que salió disparada hacia abajo envuelta en chisporroteos y crujidos hasta acabar chocando con la masa de mármol negro de la pirámide. Los dedos del relámpago se extendieron con un nuevo chisporroteo y se enterraron en las tumbas de menores dimensiones que se alzaban alrededor de la Gran Pirámide, y serpientes de fuego blanco se abrieron un camino llameante que las llevó de una pirámide a otra moviéndose velozmente por toda la necrópolis hasta que el aire quedó saturado por el olor pestilente de la piedra quemada.

Y la Gran Pirámide que ocupaba el centro de aquella tormenta de fuego pareció moverse unos centímetros hacia arriba flotando sobre un haz de incandescencia, y dio un giro de noventa grados. Es prácticamente seguro que se trató del tipo de ilusión óptica muy especial y poco frecuente que puede producirse incluso cuando no hay nadie presente para observarla.

Y después estalló con engañosa lentitud y más que considerable dignidad.

La palabra «estallar» casi resulta demasiado vulgar y poco precisa. Lo que hizo exactamente la Gran Pirámide fue esto: se disgregó convirtiéndose en un montón de masas de piedra tan grandes como edificios, que flotaron alejándose lentamente unas de otras en un tranquilo planear que las fue dispersando sobre la necrópolis. Unas cuantas chocaron con otras pirámides y les causaron graves daños de una forma que sólo puede definirse como entre perezosa y distraída, y rebotaron en el más absoluto silencio para seguir moviéndose cada vez más despacio hasta que acabaron deteniéndose detrás de una montaña de cascotes.

El retumbar no llegó hasta ese momento, y siguió durante un período de tiempo francamente largo.

Una nube de polvo gris rodaba lentamente sobre el reino.

Ptaclusp logró incorporarse y avanzó cautelosamente con las manos extendidas delante de él hasta que tropezó con alguien. Pensó en la clase de personas que había visto rondando por allí últimamente y se estremeció, pero pensar le resultaba bastante difícil porque al parecer algo le había golpeado en la cabeza hacía poco y…

—Muchacho, ¿eres tú? —se arriesgó a preguntar.

—Papá, ¿eres tú?

—Sí —dijo Ptaclusp.

—Soy yo, papá.

—Me alegra que seas tú, hijo.

—¿Puedes ver algo?

—No. Sólo hay nieblas y neblinas.

—Doy gracias a los dioses por eso. Creí que era yo.

—Oye… Eres tú, ¿verdad? Dijiste que eras tú.

—Sí, papá.

—¿Y tu hermano? ¿Está bien?

—Lo tengo a buen recaudo dentro de mi bolsillo, papá.

—Estupendo. Mientras no le haya ocurrido nada…

Siguieron avanzando lo más despacio posible y treparon sobre cascotes y fragmentos de bloques que apenas podían ver.

—Algo ha explotado, papá —dijo IIb—. Creo que ha sido la pirámide.

Ptaclusp se frotó la parte superior de la cabeza. Dos toneladas de roca volante habían estado a punto de convertirle en material de construcción adecuado para edificar una de sus propias pirámides, y si se hubiese acercado un milímetro más lo habrían conseguido.

—Supongo que todo ha sido culpa de ese cemento que le compramos a Marco el efebense.

—Creo que esto ha sido algo más grave que un dintel caprichoso que ha decidido no seguir aguantando su parte del peso total, papá —dijo IIb—. De hecho, creo que ha sido muchísimo más grave.

—Parecía un poquito… no sé cómo decirlo… un poquitín demasiado arenoso, ¿me explico?

—Creo que deberías sentarte en algún sitio y descansar un rato, papá —dijo IIb con la mayor amabilidad posible—. Aquí está Dos-A. Vamos, cógelo y no lo pierdas.

Siguió avanzando en solitario, trepó sobre una losa cuya textura y apariencia general eran sospechosamente parecidas a las del mármol negro, y llegó a la conclusión de que lo que más deseaba encontrar en esos momentos era un sacerdote. Los sacerdotes tenían que servir de algo, y aquél parecía ser la clase de momento y situación en que quizá necesites tener a mano uno para que te consuele y te alivie o quizá, como insistía tozudamente una parte de su cerebro, para destrozarle la cabeza con una roca.

Lo que encontró fue alguien que estaba a cuatro patas y tosía. IIb le ayudó a levantarse —en cuanto lo hizo descubrió que «alguien» era la palabra adecuada, aunque hubo un momento en el que temió que fuese más bien «algo»—, y le ayudó a sentarse sobre otro trozo de… sí, casi estaba seguro de que era mármol.

—¿Eres sacerdote? —preguntó mientras buscaba a tientas entre los cascotes.

—Soy Dil, jefe de embalsamadores —murmuró la figura.

—Ptaclusp IIb, arquitecto paracós… —empezó a decir IIb, pero sospechó que los arquitectos no iban a ser demasiado populares por aquella zona durante una temporada y se apresuró a corregirse a sí mismo—. Soy ingeniero —dijo—. ¿Estás bien?

—No lo sé. ¿Qué ha ocurrido?

—Me parece que la pirámide ha explotado —dijo IIb.

—¿Estamos muertos?

—No lo creo. Después de todo parece que puedes hablar y caminar, ¿no?

Dil se estremeció.

—Ay, no es tan fácil distinguir a los muertos de los vivos con esos criterios, créeme. ¿Qué es un ingeniero?

—Oh, es un constructor de acueductos —se apresuró a replicar IIb—. Los acueductos van a hacer furor en el futuro, ¿sabes?

Dil se puso en pie con cierta dificultad.

—Necesito beber —dijo—. Busquemos el río.

Pero antes encontraron a Teppic.

Teppic estaba agarrado a un trocito de pirámide que había creado un cráter de moderadas dimensiones al chocar con el suelo.

—Le conozco —dijo IIb—. Es el tipo que estaba en la cima de la pirámide. Esto es ridículo… ¿Cómo ha conseguido sobrevivir a algo semejante?

—¿Y de dónde han salido todos esos tallos de maíz que hay a su alrededor? —preguntó Dil poniendo cara de asombro.

—Bueno, quizá sea debido a alguna clase de efecto colateral que sólo se produce si te encuentras en el centro de la descarga o algo así —dijo IIb pensando en voz alta—. Una especie de zona tranquila, como la que hay en el centro de un remolino… —Alargó la mano de forma instintiva hacia su tablilla de cera, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y no llegó a completar el gesto. El ser humano no había sido hecho para comprender todas las cosas en que metía las narices—. ¿Está muerto? —preguntó.

—A mí no me mires, ¿eh? —exclamó Dil, y se apresuró a dar un paso hacia atrás.

Había estado redactando una lista mental de las ocupaciones a que podía dedicarse en el futuro, y había llegado a la conclusión de que el de tapicero podía ser un oficio bastante atractivo. Por lo menos los sillones no se levantaban y empezaban a caminar de un lado a otro después de que los hubieses rellenado…

IIb se inclinó sobre Teppic.

—Mira lo que tiene en la mano —dijo mientras le separaba los dedos con la máxima delicadeza posible—. Es un trozo de metal derretido. ¿Para qué llevaría eso encima?

Teppic estaba soñando…

Vio a siete vacas muy gordas y a siete vacas muy flacas, y una de ellas iba montada en una bicicleta.

Vio a unos cuantos camellos que cantaban, y lo más extraño era que la canción alisaba las arrugas de la realidad.

Vio a un dedo que escribía en la cara de una pirámide: Seguir adelante es fácil. Volver atrás exige (continua en la cara siguiente…).

Teppic caminó alrededor de la pirámide y vio que el dedo seguía escribiendo. Un esfuerzo de voluntad, porque resulta mucho más difícil. Gracias por su atención.

Teppic pensó en las palabras que acababa de leer y se dio cuenta de que aún le quedaba una cosa por hacer. Antes nunca había tenido ni idea de cómo podía hacerse, pero ahora se daba cuenta de que todo consistía en números colocados de una forma especial. Todo lo mágico no era más que una forma de describir el mundo en las palabras de un lenguaje que éste no podía ignorar.

El esfuerzo hizo que lanzara un gruñido.

Hubo un breve momento de velocidad.

Dil y IIb miraron a su alrededor. Un torrente de haces luminosos se abrieron paso por entre la neblina y las nubes de polvo, y convirtieron el paisaje en oro viejo.

Y el sol empezó a subir por el cielo.


El sargento abrió cautelosamente la trampilla disimulada en el vientre del caballo. Cuando se convenció de que el diluvio de lanzas que había estado esperando no iba a materializarse ordenó a Autoclave que desenrollara la escala de cuerda, bajó por ella e inspeccionó el frío amanecer del desierto.

El nuevo recluta le siguió, puso las sandalias sobre la arena y empezó a dar saltitos apoyándose alternativamente en una y en otra. El suelo del desierto casi estaba congelado, pero cuando llegase la hora del almuerzo ya se habría puesto lo bastante caliente para que se pudieran freír huevos en él.

—Ahí —dijo el sargento señalando con el dedo—. ¿Ves las líneas espadartanas, muchacho?

—A mí me parece que eso es una hilera de caballos de madera, sargento —dijo Autoclave—. Y para ser exactos el del extremo parece un caballo balancín.

—Supongo que será el de los oficiales. Bah, esos espadartanos deben de creer que nos chupamos el dedo…

El sargento dio unas cuantas patadas sobre la arena para insuflar algo de vida en sus piernas, tragó un par de bocanadas de aire fresco y empezó a trepar por la escala de cuerda.

—Vamos, muchacho —dijo volviéndose hacia Autoclave.

—¿Por qué hemos de volver ahí dentro?

El sargento se quedó inmóvil con un pie suspendido a unos centímetros del travesaño de la escala sobre el que iba a ponerlo.

—Usa tu sentido común, chaval. Si nos ven tomando el fresco aquí jamás vendrán a por nuestros caballos de madera, ¿verdad? Es lógico, ¿no?

—¿Entonces está seguro de que vendrán? —preguntó Autoclave.

El sargento le contempló con el ceño fruncido.

—Escucha, soldado —dijo—, cualquiera que sea lo suficientemente estúpido para creer que volveremos a nuestra ciudad remolcando un montón de caballos de madera llenos de soldados tiene que ser lo suficientemente imbécil para remolcar nuestros caballos hasta su ciudad. QED.

—¿QED, sargento? ¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que vuelvas a subir por la maldita escala de cuerda, chaval.

Autoclave se apresuró a colocarse en la posición de firmes y le saludó.

—Sargento, ¿me da su permiso antes para excusarme?

—¿Excusarte de qué?

—Necesito excusarme unos momentos, sargento —dijo Autoclave con creciente desesperación—. Quiero decir que… Ahí dentro se está muy apretado, sargento, no sé si me entiende y…

—Si quieres seguir siendo un soldado de caballería tendrás que desarrollar tu fuerza de voluntad y el control de ti mismo, muchacho. Ya lo sabes, ¿no?

—Sí, sargento —dijo Autoclave con voz abatida.

—Dispones de un minuto.

—Gracias, sargento.

Un segundo después de que la trampilla se cerrara sobre su cabeza Autoclave corrió hacia una de las gigantescas patas del caballo y le dio un uso que jamás había pasado por las mentes de quienes lo habían diseñado.

Y mientras estaba distraído con los ojos clavados en la nada, absorto en ese estado contemplativo casi zen que se produce en momentos semejantes, oyó un «pop» muy suave y todo un valle fluvial apareció delante de él.

No es la clase de cosa que debiera ocurrirle a un chico diligente y que se esfuerza por hacerlo todo lo mejor posible, especialmente si se da la casualidad de que el chico en cuestión tiene que lavarse el uniforme.


Una brisa procedente del mar se adentró en el reino trayendo consigo la leve sospecha… no, rugiendo innegables sugerencias de sal, calamares y líneas de marea requemadas por el sol. Unas cuantas aves marinas más bien perplejas empezaron a moverse en círculos sobre la necrópolis donde el viento correteaba por entre los bloques caídos mientras cubría de arena los monumentos conmemorativos erigidos en honor de los monarcas de la antigüedad, y los pájaros se las arreglaron para decir más con un simple vaciar de estómagos de cuanto Ozimandias había conseguido llegar a decir nunca.

El viento cortaba con un filo fresco y nuevo que no resultaba nada desagradable. Las personas que estaban reparando los daños causados por los dioses sintieron el impulso de volver la cara hacia él como el pez que se vuelve hacia el chorro de agua fresca y límpida que acaba de entrar en su charca.

Nadie estaba trabajando en la necrópolis. Casi todas las pirámides habían perdido sus niveles superiores y desprendían hilillos de humo que hacían pensar en volcanes recién extinguidos. Las losas de mármol negro se habían esparcido un poco por todas partes puntuando el paisaje. Una de ellas casi había conseguido decapitar una excelente estatua de Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.

Los antepasados se habían esfumado. De momento nadie se había ofrecido voluntario para averiguar dónde estaban.

Hacia el mediodía un barco con todo el velamen desplegado empezó a subir por el Djel. El barco resultaba bastante engañoso. Parecía moverse con la perezosa lentitud de un hipopótamo gordo que no cuenta con ninguna protección, y hacía falta observarlo durante algún tiempo para percatarse de que también avanzaba a una velocidad francamente notable. El barco acabó dejando caer el ancla delante del palacio.

Y pasado un rato bajó un bote.


Teppic estaba sentado en el trono y observaba cómo la vida del reino se iba recomponiendo a sí misma igual que un espejo roto que ha sido reparado y refleja la misma vieja luz de siempre en formas tan nuevas como inesperadas.

Nadie estaba muy seguro de en calidad de qué ocupaba el trono ahora, pero no había nadie más que tuviera muchas ganas de ocuparlo y oír instrucciones pronunciadas por una voz límpida y segura de sí misma era un gran alivio. Una voz límpida y segura de sí misma puede hacer qué las personas obedezcan incluso las órdenes más increíbles, y el reino estaba acostumbrado a oír una voz límpida y segura de sí misma.

Aparte de eso el dar órdenes servía para que Teppic no tuviera tiempo de pensar en ciertas cosas, como por ejemplo qué ocurriría después. Por lo menos los dioses habían vuelto a la no-existencia, lo cual hacía que resultara mucho más fácil creer en ellos, y la hierba ya no parecía crecer debajo de sus pies.

«Quizá pueda reconstruir el reino tal y como era —pensó Teppic—. Pero… ¿Qué puedo hacer con él en cuanto lo haya reconstruido? Si consiguiéramos encontrar a Dios… Siempre sabía lo que había que hacer. Era su gran virtud, no cabe duda.»

Un guardia se abrió paso por entre la multitud de nobles y sacerdotes.

—Disculpadme, Alteza —dijo—. Hay un mercader que quiere veros, y afirma que es urgente.

—Ahora no, buen hombre. Dentro de una hora tengo que recibir a los representantes de los ejércitos de Efebas y Espadarta, y antes debo ocuparme de un montón de cosas. No puedo perder el tiempo hablando con el primer viajante de comercio que pasa por delante del palacio… ¿Y qué vende?

—Alfombras, Alteza.

—¿Alfombras?

Era Broncalo. Sonreía como la mitad de un melón e iba seguido por unos cuantos tripulantes. Broncalo cruzó lentamente la sala del trono contemplando los frescos y los tapices. El hecho de que fuera Broncalo y no otra persona hacía muy probable que estuviera calculando cuánto podían valer, y cuando se detuvo delante del trono ya había dibujado dos rayas debajo del total.

—Muy bonito —dijo, resumiendo miles de años de acumulación arquitectónica en cuatro sílabas—. Ha ocurrido algo increíble, ¿sabes? Es tan increíble que no lo adivinarías ni en un siglo. Verás, estábamos navegando junto a la costa y de repente apareció un río. Antes había acantilados, y un momento después allí estaba el río. «Qué extraño», pensé yo. «Apuesto a que el viejo Teppic anda por ahí y que esto es cosa suya…»

—¿Dónde está Ptraci?

—Sabía que te habías quejado de que echabas en falta las pequeñas comodidades domésticas de AnkhMorpork, así que te hemos traído esta alfombra.

—Te he preguntado que dónde está Ptraci.

Los tripulantes se hicieron a un lado revelando a un Alfonzo muy risueño que cortó las cuerdas que mantenían enrollada la alfombra y la sacudió para extenderla.

La alfombra se desenrolló velozmente sobre el suelo envuelta en un torbellino compuesto por pelusas, polillas y, finalmente, Ptraci, quien siguió rodando hasta que su cabeza chocó con la puntera de una de las botas de Teppic.

Teppic la ayudó a levantarse e intentó quitarle las pelusas de la cabellera mientras Ptraci se tambaleaba hacia atrás y hacia adelante. Ptraci acabó logrando recuperar el equilibrio, le ignoró y se volvió hacia Broncalo con el rostro enrojecido por la furia y la falta de aire.

—¡Podría haber muerto ahí dentro! —gritó—. ¡Y a juzgar por el olor mi muerte no habría sido la primera! ¡Y el calor…!

—Dijiste que a la Reina… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, dijiste que en el caso de la Reina Ram-Jam-Hurrah funcionó, ¿verdad? —replicó Broncalo—. No me eches la culpa. En casa lo habitual es regalar un collar o algo por el estilo.

—Apuesto a que ella tenía una alfombra decente —dijo secamente Ptraci—, no un horror polvoriento que se ha pasado seis meses metido dentro de una maldita bodega.

—Oye, da gracias de que hubiera una alfombra a bordo —replicó Broncalo sin perder la calma—. Después de todo fuiste tú quien tuvo la idea, ¿no?

—Eh… —murmuró Ptraci, y se volvió hacia Teppic—. Hola —dijo—. Se suponía que esto iba a ser una sorpresa asombrosamente original.

—Pues lo ha sido —dijo Teppic con fervor—. Oh, sí, te aseguro que lo ha sido.


Broncalo estaba tumbado en un diván en la espaciosa terraza del palacio mientras tres doncellas se turnaban en la tarea de pelarle granos de uva. Un jarro de cerveza puesto a la sombra se enfriaba junto a él. Broncalo sonreía afablemente.

Alfonzo yacía de bruces sobre una manta y se sentía extremadamente incómodo. La Señora de las Mujeres había descubierto que aparte de los tatuajes de sus antebrazos su espalda era un auténtico manual ilustrado que contenía toda la historia de las prácticas exóticas y había hecho acudir a las chicas para que pudieran ampliar su educación. Alfonzo torcía el gesto ocasionalmente cuando el puntero indicaba algo particularmente interesante, y se había metido un dedo en cada oreja para no oír las risitas.

Teppic y Ptraci estaban al otro extremo de la terraza. El resto de los presentes no había tenido necesidad de hablar para ponerse de acuerdo en que era mejor dejarles solos. Las cosas no iban muy bien entre ellos.

—Todo ha cambiado —dijo Teppic—. No voy a ser faraón.

—Eres el faraón —dijo Ptraci—. No puedes cambiar las cosas.

—Claro que puedo. Puedo abdicar. Es muy sencillo. Si no soy el faraón podré ir a donde me dé la gana. Si soy el faraón entonces mi palabra es ley y puedo abdicar. Si podemos cambiar el sexo mediante un decreto real estoy seguro de que también podemos cambiar de profesión, ¿no? Ya encontrarán algún pariente que ocupe el puesto. Debo de tener docenas.

—¿El puesto? ¿Cómo puedes hablar así? Y, de todas formas, me dijiste que sólo estaba tu tía…

Teppic frunció el ceño. Pensándolo bien tía Clep-a-otra no era la clase de monarca más adecuada para un reino que necesitaba partir de cero. Su tía tenía una considerable cantidad de ideas muy firmes sobre una amplia gama de temas, pero la mayoría de ellas involucraban el despellejamiento en vida de las personas que no estaban de acuerdo con sus opiniones. Para empezar, eso incluía a casi todas las personas que se encontraban por debajo de los treinta y cinco años de edad…

—Bueno, pues ya encontrarán a algún otro —dijo Teppic—. No debería de ser tan difícil. Siempre me ha parecido que teníamos muchos más nobles de lo que realmente habría sido necesario. Tendremos que encontrar a uno que haya soñado con las vacas.

—Oh, ¿te refieres al sueño de las vacas muy gordas y las vacas muy flacas? —preguntó Ptraci.

—Sí. Es una especie de sueño ancestral.

—No sé si es ancestral o no, pero puedo asegurarte que resulta de lo más molesto. Hay una vaca que toca la tuba y que no para de sonreír.

—Siempre me ha parecido que era un trombón —murmuró Teppic.

—Si te fijaras en las cosas te habrías dado cuenta de que es una tuba ceremonial —dijo Ptraci.

—Bueno, supongo que hay algunas variaciones en cada caso. No creo que importe mucho.

Teppic suspiró y se dedicó a observar la descarga del Anónimo. El cargamento parecía incluir un número sorprendente de colchones de plumas, y algunas de las personas que iban y venían por la pasarela con expresiones de perplejidad acarreaban cajas de herramientas y cañerías.

—Creo que descubrirás que va a ser bastante más difícil de lo que supones —dijo Ptraci—. No puedes limitarte a decir «Todos los que hayan soñado con vacas que tengan la bondad de dar un paso al frente». Se te vería el plumero, ¿entiendes?

—No puedo quedarme sentado esperando a que alguien venga a verme y me cuente que ha soñado con vacas, ¿no te parece? Vamos, intenta ser razonable —dijo Teppic en un tono más bien seco—. ¿Qué probabilidades crees que hay de que alguien me diga: «Eh, anoche tuve un sueño rarísimo en el que había montones de vacas»? Aparte de ti, quiero decir…

Teppic y Ptraci se miraron fijamente el uno al otro.

—¿Y es mi hermana? —preguntó Teppic.

Los sacerdotes asintieron. La tarea de explicarlo todo verbalmente recayó en Koomi, quien acababa de pasar diez minutos examinando los archivos ayudado por la Señora de las Mujeres.

—Su madre era… eh… era la favorita de vuestro difunto padre —dijo Koomi—. Siempre se interesó mucho por su educación, como ya sabéis, y… eh… bien, parece ser que… Sí. Puede que sea vuestra tía, claro. Las concubinas siempre tienen ciertos problemas con el papeleo, pero… Sí, hay muchísimas probabilidades de que sea vuestra hermana.

Ptraci se volvió hacia Teppic. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Eso no cambia las cosas, ¿verdad? —murmuró. Teppic inclinó la cabeza y clavó la mirada en sus pies.

—Sí —dijo por fin—. La verdad es que… Creo que sí las cambia. —Alzó los ojos hacia ella—. Pero puedes ser reina —añadió, y se volvió hacia los sacerdotes—. ¿Verdad que puede ser reina? —preguntó con voz firme.

Los sacerdotes se miraron los unos a los otros. Después miraron a Ptraci, una silueta solitaria de hombros temblorosos. Bajita, acostumbrada a obedecer órdenes, familiarizada con las costumbres y rituales del palacio… Los sacerdotes miraron a Koomi.

—Sería la reina ideal —dijo Koomi. Hubo un murmullo de aquiescencia que fue cobrando una veloz seguridad en sí mismo.

—Ahí lo tienes —dijo Teppic intentando consolarla. Ptraci le miró. Teppic se encogió sobre sí mismo.

—Y yo me iré —dijo—. No necesito hacer el equipaje. Ya me las arreglaré.

—¿Así de sencillo? —exclamó Ptraci—. ¿Eso es todo? ¿No piensas decir nada más?

Teppic ya estaba a medio camino de la puerta, pero se detuvo. «Podrías quedarte —se dijo—. Pero no funcionaría. Todo terminaría horriblemente mal, y hay muchas probabilidades de que el reino acabara dividido en dos mitades. Que el destino os haya reunido no quiere decir que haya acertado al reuniros. Y, de todas formas, ya has estado en el gran mundo…»

—Los camellos son más importantes que las pirámides —murmuró—. Es algo que siempre deberíamos recordar.

Y echó a correr mientras Ptraci buscaba algo que arrojarle a la cabeza.


El sol llegó al punto culminante de su ascensión por el cielo sin haber tenido ningún problema con los escarabajos peloteros mientras Koomi revoloteaba alrededor del trono como si fuera el mismísimo Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.

—Complacerá a Vuestra Majestad confirmar mi nombramiento como gran sacerdote —dijo.

—¿Qué? —Ptraci estaba sentada con el mentón apoyado en una mano—. Oh —dijo moviendo distraídamente la mano libre—. Sí, claro. Muy bien.

—Ay, por desgracia no se ha hallado rastro alguno de Dios. Creemos que se encontraba muy cerca de la Gran Pirámide cuando ésta… se descargó.

Ptraci clavó los ojos en la nada.

—Bueno, tendrás que tomar el relevo —dijo.

Koomi abombó el pecho.

—Los preparativos para la coronación formal exigirán cierto tiempo —dijo mientras cogía la máscara dorada—. Pero ahora Vuestra Magnificencia se complacerá en colocarse la máscara de la autoridad, ya que hay asuntos muy importantes de los que…

Ptraci volvió la mirada hacia la máscara.

—No pienso ponerme eso —dijo con voz átona.

Koomi sonrió.

—Su Majestad se complacerá en llevar la máscara de la autoridad —dijo.

—No —dijo Ptraci.

La sonrisa de Koomi sufrió un leve proceso de enloquecimiento en las comisuras mientras su mente intentaba comprender aquel nuevo concepto. Estaba seguro de que Dios nunca había tenido que enfrentarse a aquella clase de dificultades.

Acabó resolviendo el problema mediante un cauteloso rodeo. Los rodeos y la cautela eran dos métodos que siempre le habían dado muy buenos resultados, y no pensaba renunciar a ellos ahora. Koomi se inclinó y dejó la máscara sobre un taburete manejándola con mucho cuidado.

—Es la Primera Hora —dijo—. Vuestra Majestad deseará presidir el Ritual del Ibis, y después tendrá la bondad de conceder una audiencia a los comandantes de los ejércitos de Efebas y Espadarta. Ambos desean obtener permiso para atravesar el reino. Vuestra Majestad se lo negará. Cuando llegue la Segunda Hora habrá…

Ptraci empezó a tamborilear con los dedos sobre los brazos del trono. Después tragó una profunda bocanada de aire.

—Voy a darme un baño —dijo.

Koomi se tambaleó de forma casi imperceptible.

—Es la Primera Hora —repitió. Se le había quedado la mente en blanco—. Vuestra Majestad desearía presidir…

—¿Koomi?

—¿Sí, oh noble reina?

—Cierra la boca.

—… el Ritual del Ibis… —gimoteó Koomi.

—Estoy segura de que eres capaz de ocuparte de eso sin mi ayuda —dijo Ptraci—. Eres la viva imagen del hombre que sabe hacer las cosas por sí solo —añadió con cierta amargura.

—… los comandantes de los ejércitos…

—Diles… —empezó a decir Ptraci, y se calló—. Diles… —repitió—. Diles que los dos ejércitos pueden atravesar el país. No uno o el otro, ¿comprendes? O los dos o ninguno.

—Pero… —La mente de Koomi hizo un esfuerzo titánico y consiguió comprender el significado de las palabras que acababan de captar sus oídos—. Eso quiere decir que acabarán en el lado opuesto al que estaban.

—Estupendo. Y después de eso puedes encargar unos cuantos camellos. En Efebas hay un comerciante que tiene un material magnífico. Ah, echa un vistazo a sus dientes antes, ¿de acuerdo? Oh, y luego habla con el capitán del Anónimo y dile que venga a verme. Había empezado a explicarme qué es un «puerto libre».

—¿Mientras os bañabais, oh reina? —preguntó Koomi con un hilo de voz.

No podía evitar el darse cuenta de que la voz de Ptraci cambiaba a cada frase. El barniz de la educación recibida se estaba evaporando bajo el chorro llameante que brotaba del soplete de la herencia.

—¿Qué tiene de malo eso? —replicó secamente Ptraci—. Y ocúpate de la fontanería. Parece que todo se reduce a una mera cuestión de tubos y cañerías.

—¿Para la leche de burra? —preguntó Koomi, quien a esas alturas ya se hallaba sumido en un desierto de dudas y temores.[29]

—Cierra la boca, Koomi.

—Sí, oh reina —dijo Koomi sintiéndose infinitamente miserable.

Había querido cambios. El único problema era que también había querido que todo siguiera igual.


El sol descendió hacia el horizonte por sus propios medios y sin ninguna clase de ayuda exterior. Algunas personas habían tenido un día excelente.

La luz rojiza iluminaba a los tres miembros varones de la dinastía Ptaclusp inclinados sobre los planos de…

—Se llama puente —dijo IIb.

—¿Es como un acueducto? —preguntó Ptaclusp.

—Al revés pero… Sí, más o menos se trata de eso —dijo IIb—. El agua pasa por debajo del puente y nosotros pasamos por encima del puente.

—Oh. Al fa… a la reina no le va a gustar —dijo Ptaclusp—. La familia real siempre ha estado totalmente en contra de encadenar el río con presas, embalses y ese tipo de cosas.

IIb se volvió hacia su padre.

—Fue ella misma quien lo sugirió —replicó con una sonrisa triunfante—. Y no conforme con eso tuvo la gentileza de añadir que nos ocupáramos de que hubiera sitios para que la gente pudiera dejar caer piedras sobre los cocodrilos.

—¿La reina dijo eso?

—Sus palabras exactas fueron «piedras grandes y muy puntiagudas».

—Vaya, vaya —dijo Ptaclusp, y se volvió hacia su otro hijo—. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? —le preguntó.

—Me encuentro estupendamente, papá —dijo IIb.

—¿No…? —Ptaclusp vaciló durante unos momentos antes de seguir hablando—. ¿No tienes dolores de cabeza ni nada parecido?

—Nunca me había sentido mejor —dijo IIa.

—Es que… Bueno, no has preguntado cuánto va a costar —dijo Ptaclusp—. Pensé que quizá seguías sintiéndote un poco aplan… que no te sentías bien.

—La reina ha tenido la gentileza de pedirme que echara un vistazo a las finanzas reales —dijo IIa—. Dijo que los sacerdotes no saben sumar.

Sus experiencias recientes no parecían haber dejado secuelas de ninguna clase salvo una utilísima tendencia a pensar en ángulo recto al curso de los pensamientos de los demás. IIa era todo sonrisas y su mente no paraba de calcular tarifas de atraque, índices de tasas y un complejo sistema de impuesto sobre el valor añadido que pronto haría palidecer de horror a todos los comerciantes y mercaderes de Ankh-Morpork.

Ptaclusp pensó en todos aquellos kilómetros de Djel virgen en los que no existía ni un solo puente. Y además ahora había bloques por todas partes… millones de toneladas de roca esperando a que las cogieras para hacer algo con ellas. Y además… Bueno, en alguno de aquellos puentes quizá hubiera dos o tres huecos para colocar estatuas, y Ptaclusp ya sabía con qué iba a llenarlos.

Ptaclusp extendió los brazos y los pasó sobre los hombros de sus hijos.

—Muchachos —dijo con orgullo—, esto empieza a tener un aspecto realmente cuántico.


Los rayos rojizos del crepúsculo también caían sobre Dil y Gern, aunque en este caso tenían que seguir una ruta algo tortuosa y se veían obligados a terminar precipitándose por el tragaluz de las cocinas del palacio. Dil y Gern habían acabado allí sin que pareciera haber ninguna razón obvia para ello, aparte de que de repente los dos se habían dado cuenta de que la sala de embalsamamiento se había convertido en un sitio muy deprimente.

El personal de la cocina trabajaba a su alrededor siendo muy consciente del impenetrable halo de melancolía que rodeaba a los dos embalsamadores. Embalsamar cadáveres no es un trabajo que te vuelva muy sociable y los embalsamadores suelen tener grandes dificultades para hacer amigos, y aparte de eso el personal de la cocina tenía que preparar un banquete de coronación.

Dil y Gern estaban sentados en el centro de todo aquel ajetreo observando el futuro por encima del borde de una jarra de cerveza.

—Supongo que Gwlenda podría hablar con su papá —dijo Gern.

—Eso es, muchacho —dijo Dil con voz cansada—. La gente siempre necesitará ajos, ¿sabes? El ajo tiene mucho futuro.

—El ajo es condenadamente aburrido —dijo Gern con una ferocidad nada usual en él—. Y no conoces a gente interesante. Eso es lo que me gustaba de nuestro trabajo. Siempre estaba viendo caras nuevas.

—No más pirámides —dijo Dil sin rencor—. Es lo que dijo. «Habéis hecho un buen trabajo, maese Dil, pero voy a asegurarme de que este país entra en el Siglo del Murciélago de la Fruta tanto si quiere como si no…» Eso es lo que dijo.

—De la Cobra —dijo Gern.

—¿Qué?

—Es el Siglo de la Cobra, no el del Murciélago de la Fruta.

—El que sea —dijo Dil en un tono levemente irritado.

Inclinó la cabeza y contempló su jarra de cerveza con expresión abatida. «Ése es el problema —pensó—. Hay que empezar a acordarse de en qué siglo vives…»

Alzó la mirada y clavó los ojos en una bandeja de canapés. Los canapés se habían puesto de moda de la noche a la mañana. Todo el mundo parecía…

Dil cogió una aceituna y empezó a darle vueltas y más vueltas.

—No puedo afirmar que sintiera lo mismo acerca de lo que hacíamos antes, claro —dijo Gern apurando su jarra de cerveza—, pero apuesto a que vos estabais realmente orgulloso, maese… quiero decir Dil. Las costuras se portaron de maravilla, ¿no?

Dil extendió una mano hacia su cinturón sin apartar los ojos de la aceituna y cogió uno de los cuchillos más pequeños que utilizaba para trabajos realmente complicados.

—Decía que habrás sentido mucho que todo terminara así, ¿eh? —murmuró Gern.

Dil giró sobre su taburete para tener un poco más de luz, tragó aire y se concentró.

—Pero ya lo superarás —dijo Gern—. Lo importante es no permitir que se convierta en una obsesión y…

—Guarda este hueso de aceituna en algún sitio —dijo Dil.

—Perdón, ¿qué…?

—Guarda este hueso de aceituna en algún sitio —repitió Dil.

Gern se encogió de hombros y aceptó el hueso de aceituna que le ofrecía.

—Bien —dijo Dil en un tono de voz repentinamente impregnado de decisión y seguridad en sí mismo—. Y ahora pásame un trocito de pimiento…


Y el sol brillaba sobre el delta, ese pequeño infinito de cañaverales y orillas fangosas donde el Djel iba depositando los sedimentos de todo el continente. Las aves que chapoteaban de un lado a otro subían y bajaban la cabeza con la regularidad de un metrónomo buscando comida en el verde laberinto de los tallos y billones de insectos bailoteaban sobre las aguas cenagosas moviéndose en un continuo enredo de zigzags. Aquí el tiempo siempre había transcurrido, pues el delta respiraba las aguas limpias y frescas de la marea dos veces al día.

La marea estaba a punto de llegar, y la cúspide coronada de espuma no tardó en deslizarse entre los cañizos.

Los antiquísimos vendajes empapados en agua esparcidos aquí y allá se fueron desenredando, se agitaron durante unos momentos como serpientes increíblemente ancianas y acabaron disolviéndose de la forma más discreta y silenciosa posible.


—ESTO ES FRANCAMENTE IRREGULAR.

Lo sentimos. No es culpa nuestra.

¿CUÁNTOS SOIS?

Me temo que más de 1.300.

BIEN, DE ACUERDO… HACED EL FAVOR DE FORMAR UNA COLA.


Maldito Bastardo estaba contemplando el tablón donde le ponían el heno.

El tablón estaba vacío y representaba una sub-disposición en el conjunto general «heno» que contenía valores arbitrarios situados entre el cero y K.

Ahora no había ni una brizna de heno en él. De hecho, era posible que contuviera un valor negativo de heno, pero si tienes el estómago vacío la diferencia existente entre que no haya heno y menos-heno carece de interés.

Hiciera lo que hiciese siempre acababa obteniendo la misma respuesta. La ecuación poseía una sencillez francamente clásica, y una limpia elegancia que en aquellos momentos no estaba en condiciones de admirar.

Maldito Bastardo estaba cansado, y no podía evitar el tener la sensación de que el destino había sido particularmente duro e injusto con él. Aquello no tenía nada de raro, naturalmente, dado que es el estado anímico normal de un camello. Maldito Bastardo se arrodilló con infinita paciencia y Teppic empezó a llenar las alforjas.

—Nos mantendremos alejados de Efebas —dijo Teppic usando un tono de voz y una posición de la cabeza calculados para dejar bien claro que estaba hablando con el camello y con nadie más—. Iremos hasta el extremo del Mar Circular, puede que a Gusania o al otro lado de las Montañas del Carnero. Hay montones de sitios a los que ir. Puede que incluso encontremos unas cuantas ciudades perdidas, ¿eh? Estoy seguro de que eso te gustaría, ¿verdad?

Intentar animar a un camello siempre es un error que se paga muy caro, y como pérdida de tiempo no tiene nada que envidiar al dejar caer merengues dentro de un agujero negro.

La puerta que había al otro extremo del establo giró sobre sus goznes revelando a un sacerdote que parecía muy cansado y tenía el rostro enrojecido. Los sacerdotes no estaban acostumbrados a correr, y el día les estaba resultando muy duro.

—Eh… —murmuró el sacerdote—. Su Majestad te ordena que no abandones el reino.

Tosió.

—¿Hay alguna contestación? —preguntó después. Teppic se lo pensó.

—No —dijo por fin—, creo que no.

—Bien, entonces le digo que no tardarás en prosternarte ante ella, ¿eh? —dijo el sacerdote con cierta ansiedad.

—No.

—Oh, claro, como a ti no te va a hacer nada… —dijo el sacerdote poniendo mala cara, y salió del establo.

Unos minutos después fue sustituido por Koomi. El gran sacerdote estaba tan rojo como un tomate.

—Su Majestad te pide que no abandones el reino —dijo.

Teppic subió a la grupa de Maldito Bastardo y le dio unos golpecitos con el aguijón.

—Habla en serio —dijo Koomi.

—Estoy seguro de ello.

—Podría haber ordenado que te arrojaran a los cocodrilos sagrados, ¿sabes? —añadió Koomi.

—Ahora que lo dices hoy no he visto a ninguno. ¿Qué tal están? —replicó Teppic, y volvió a mover el aguijón.

Maldito Bastardo y Teppic emergieron a la claridad del día y a los rayos del sol que cortaban como cuchillos, y recorrieron las calles de tierra apisonada que el tiempo había convertido en una superficie más dura que la piedra. Las calles estaban repletas de personas, y ni una sola de ellas le prestó la más mínima atención.

Era una sensación maravillosa.

Teppic fue por el camino que llevaba hasta la frontera y no se detuvo hasta haber llegado a lo alto del risco. Todo el valle se extendía por debajo de él. Un viento muy cálido procedente del desierto agitaba los matorrales de sifacias haciendo entrechocar los tallos. Teppic ató las bridas de Maldito Bastardo a un matorral en una zona de sombra, trepó unos cuantos metros por las rocas y miró hacia atrás.

El valle era viejo, tan viejo que podías creer que había sido el primer lugar que existió y que había visto cómo el resto del mundo se iba formando a su alrededor. Teppic se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza sobre las manos.

Naturalmente, el valle llevaba miles de años despojándose lentamente de sus futuros para envejecerse. El cambio estaba produciéndole un efecto muy parecido al que sufre un huevo cuando entra en contacto con el suelo.

Teppic pensó que había muchas probabilidades de que las dimensiones fueran bastante más complicadas de lo que creía la gente. Y el tiempo… Sí, probablemente el tiempo también era más complicado y las personas quizá también lo fueran, aunque resultaban un poco más predecibles.

Vio cómo la columna de polvo se iba arremolinando delante del palacio, se ponía en movimiento y se iba abriendo paso por la ciudad, cruzaba la estrecha franja del rompecabezas formado por los campos, desaparecía durante un minuto en un bosquecillo de palmeras que se alzaba cerca del risco y reaparecía al inicio de la pendiente. Mucho antes de que pudiera verlo, Teppic ya estaba seguro de que en el centro de la nube de arena había un carro.

Bajó sin apresurarse por las rocas, se puso en cuclillas junto al camino y se dispuso a esperar pacientemente. El carro acabó apareciendo, se detuvo unos cuantos metros más allá de Teppic haciendo mucho ruido, giró con bastantes dificultades en aquel espacio tan angosto y volvió hacia él.

—¿Qué piensas hacer? —gritó Ptraci inclinándose sobre la barandilla.

Teppic la saludó con una reverencia.

—Vuelve a hacer eso y… —dijo Ptraci con voz amenazadora.

—¿No te gusta ser reina?

Ptraci vaciló unos momentos antes de responder.

—Sí —dijo por fin—. Me gusta…

—Pues claro —dijo Teppic—. Lo llevas en la sangre. En los viejos tiempos la gente luchaba como tigres para poder sentarse en un trono. Hermanos contra hermanas, tíos contra sobrinos… Horrible, horrible.

—¡Pero no hay ninguna razón para que te marches! ¡Te necesito!

—Tienes consejeros —dijo Teppic sin perder la calma.

—No me refería a eso —replicó secamente Ptraci—. Y de todas formas sólo tengo a Koomi, y es un inútil.

—Eres muy afortunada. Yo tenía a Dios, y te aseguro que sabía hacer su trabajo. Koomi será un magnífico gran sacerdote. Puedes aprender mucho no escuchando lo que te diga, ¿sabes? Oh, los consejeros incompetentes pueden ser una gran ayuda. Además, estoy seguro de que Broncalo te ayudará. Está lleno de grandes ideas.

Ptraci enrojeció un poco.

—Ya intentó exponerme unas cuantas cuando estábamos en el barco.

—¿Ves? Estaba seguro de que os llevaríais estupendamente apenas os conocieseis un poco mejor. De hecho, en cuanto os vi juntos pensé que os llevaríais tan bien como el rayo y un montón de paja seca.

Gritos, llamas, gente que huye buscando algún sitio donde refugiarse…

—Y tú piensas volver a convertirte en asesino, ¿verdad? —preguntó Ptraci con voz burlona.

—No lo creo. He inhumado una pirámide, un panteón y la totalidad del Viejo Reino. Quizá vaya siendo hora de que pruebe a hacer algo distinto. Por cierto, no habrás descubierto brotecitos verdes que asoman del suelo allí donde pones los pies, ¿verdad?

—No. Qué idea tan ridícula. Brotecitos verdes…

Teppic se relajó. Bien, eso demostraba de forma concluyente que todo había terminado.

—Lo importante es seguir adelante, ¿sabes? No permitas que la hierba crezca bajo tus pies —dijo—. Y… Tampoco habrás visto ninguna gaviota, ¿verdad?

—Hoy había montones de ellas. ¿O es que no te has fijado?

—Sí. Creo que eso es buena señal.

Maldito Bastardo observó cómo hablaban un ratito más manteniendo esa peculiar conversación lenta y desganada en la que suelen ir quedando atrapadas dos personas pertenecientes a sexos opuestos cuando están pensando en temas muy distintos a los que son expresados en voz alta. Entre los camellos la hembra se limitaba a inspeccionar la metodología del macho, con lo que las cosas siempre resultaban mucho más sencillas.

Después se besaron de una forma bastante casta —si es que se puede considerar que un camello es un juez digno de confianza en cuestión de besos—, y tomaron una decisión.

Maldito Bastardo dejó de interesarse por lo que hacían después de ese punto.


EN EL COMIENZO…

El valle no podía estar más silencioso y tranquilo. El río de orillas que aún no habían sido domadas vagabundeaba lánguidamente abriéndose paso por entre los cañaverales y los macizos de papiros. Los ibis paseaban tranquilamente por los bajíos; los hipopótamos que moraban en las profundidades subían un metro o dos y volvían a hundirse tan lentamente como un huevo duro metido en un cazo de agua hirviendo.

El único sonido que rompía el silencio impregnado de humedad era el chapoteo ocasional de un pez o el siseo de un cocodrilo.

Dios llevaba un buen rato acostado en el barro. No estaba muy seguro de cómo había llegado allí o de por qué la mitad de su túnica había desaparecido y la otra mitad estaba chamuscada y ennegrecida. Recordaba vagamente un ruido ensordecedor y una sensación de extremada velocidad que había coincidido de forma inexplicable con el estar totalmente inmóvil, y de momento no necesitaba respuestas. Las respuestas siempre implicaban preguntas, y las preguntas nunca habían llevado a nadie a ningún lugar digno de ser visitado. Las preguntas sólo servían para meterse en líos. El fresco abrazo del barro era muy relajante, y Dios estaba seguro de que podría pasar algún tiempo sin prestar atención a nada salvo a esa sensación tan agradable.

El sol fue bajando hacia el horizonte. Unos cuantos merodeadores nocturnos se acercaron a Dios, y alguna clase de instinto animal les hizo decidir que una pierna tan flaca no compensaría todos los problemas que iban a tener si se la arrancaban de un mordisco.

El sol volvió a asomar en el cielo. Las garzas lanzaron graznidos que parecían bocinazos. Las hilachas de niebla se fueron desenrollando entre las lagunas y se consumieron lentamente a medida que el color del cielo iba pasando del azul al bronce recién enfriado.

Y el tiempo fue transcurriendo en la más maravillosa y tranquila falla de acontecimientos que Dios había conocido en toda su larguísima existencia, hasta que un ruido muy extraño agarró al silencio y le hizo el equivalente de cortarlo en trocitos con un cuchillo oxidado.

El ruido resultaba curiosamente parecido al que podría producir un asno mientras lo convenían en rebanadas con una sierra mecánica. Comparado con una melodía era… bueno, era como comparar una carrera de motos con un xilófono bien manejado, pero cuando otras voces similares aunque distintas se unieron a él en una amplia variedad de tonos medio quebrados y notas dislocadas Dios descubrió que el efecto global resultaba curiosamente atractivo. Tenía gancho. De hecho, poseía lo que sólo puede definirse como una extraña capacidad succionante.

El ruido llegó a una meseta, una nota purísima compuesta por una sucesión de discordancias, y las voces se separaron las unas de las otras moviéndose cada una a lo largo de su propio vector durante una fracción de segundo…

Hubo un agitarse del aire, un fugaz parpadeo del sol.

Y una docena de camellos se recortó sobre la cima de una colina distante, y una docena de cuerpos flacos y cubiertos de polvo echaron a correr hacia el agua. Los cañaverales dejaron escapar una erupción de aves. Los saurios reptaron sobre los bancos de arena y se esfumaron lo más deprisa posible. Un minuto después la orilla se había convertido en una masa de barro pisoteado, y las criaturas de rodillas nudosas se empujaban y se peleaban para meter el hocico en el agua.

Dios se irguió y vio su báculo en el fango. El báculo estaba un poquito chamuscado, pero seguía entero y Dios se percató de algo que nunca le había llamado la atención antes. ¿Antes? ¿Es que había existido un antes? No estaba demasiado seguro, pero de lo que no cabía duda era de que había existido un sueño, o algo muy parecido a un sueño…

Cada serpiente tenía la cola metida en la boca.

Una silueta bajita y morena seguida por su maltrecha familia empezó a bajar por la pendiente de la colina yendo hacia los camellos. La silueta blandía un aguijón para controlar camellos, parecía tener mucho calor y estar francamente perpleja.

De hecho, su expresión era la de alguien que necesita buenos consejos y una mano firme que le guíe.

Los ojos de Dios se posaron en el báculo. Sabía que el báculo era un símbolo, y que simbolizaba algo muy importante, pero no podía recordar el qué. Lo único que podía recordar era que pesaba mucho y que, contra toda lógica, una vez que lo habías cogido resultaba muy difícil soltarlo. De hecho, resultaba casi imposible… «Será mejor que no lo coja», pensó.

Claro que… Bueno, siempre podía cogerlo sólo un ratito, el tiempo que necesitara para ir hasta aquella silueta y explicarle por qué las pirámides y los dioses eran tan importantes. Y cuando hubiera terminado de explicárselo se libraría de ese peso.

Dios suspiró, se envolvió en los restos de su túnica para ofrecer un aspecto lo más digno posible y echó a caminar apoyándose en el báculo.

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