LA ESCUELA DEL SOL

1

Las tempestades no me asustaban. Me gustaba el trueno, atravesando el pueblo desde la montaña al mar, rodando declive abajo. Pero al viento le temía y, antes de que empezara, lo presentía como el roce de un animal que trepara por la pared. Me despertaba en la oscuridad. El espejo brillaba y sentía como un soplo recorriendo el cuarto. A veces, me daban un miedo parecido las flores que surgían inesperadas, de los pequeños jardines y huertos, tras las casas del pueblo: como denunciando algún misterio de bajo la isla, algún reino, quizá, bello y malvado.

(Un día que yo pedí ir a la orilla del río, dijo el Chino: "No hay ni un río en la isla". Ni un río, ni un río. Si algo hubo hermoso en mi pasado fueron las tardes verdes del río, a la hora de la siesta, o al atardecer, o en la mañana de oro. Los juncos, el cañaveral, las rocas lisas de la orilla, como playitas de piedra.)

Tras la fragua del padre de Guiem, tras los cristales de aquella puertecita que cerraba mal, pintada de azul, estaba el jardín-huerto, que su madre cuidaba con mucho afán. La madre de Guiem era una mujer gorda, que se sentía muy halagada de que Borja y yo -¿yo, también?- fuéramos a su casa.

En la isla conocí el sol, que hacía temblar a las flores en el jardín de Guiem, que atravesaba la niebla para convertirse en un fuego húmedo y lento evaporándose sobre los cálices de las flores. Las flores de la isla eran algo insólito. Nunca vi flores tan grandes ni de tan vivo color (las de mi tierra eran unas salvajes florecillas de color morado, blancas, o de un asustado amarillo entre las altas hierbas, los árboles y el rocío blanco). Estas flores, en cambio, como nacidas de las piedras, lo dominaban todo: el aire, la luz, la atmósfera. Me parecía tan raro que nacieran allí, de aquel suelo, en todas partes: en el sendero, en el declive, junto al pozo de nuestra casa, con su dragón cubierto de musgo y hierros forjados, rojos de orín. A veces, cuando Borja decidía unos días de paz, íbamos a la fragua de Guiem, a su huerto-jardín.

Dos días después de lo ocurrido con Manuel en Santa Catalina, Borja nos llevó calle arriba:

– Vamos a la fragua. Quiero hablar con Guiem.

– ¿Va a haber tregua?

– Sí.

El Chino pretendía seguirnos, y era penoso oír a nuestra espalda sus pasos precipitados y su jadeo: "No está bien de los bronquios", había dicho Antonia.

Guiem ayudaba a su padre. A la entrada de la fragua, o en la misma esquina, ya se oían los golpes.

Borja se nos adelantó y entró. El Chino me puso una mano en el hombro:

– Señorita Matia, sean buenos -dijo-. Se lo ruego, sean buenos.

Le miré de reojo, porque me avergonzaba cuando decía cosas así. Y añadió:

– Ustedes no comprenden. Yo, después, tengo que dar cuenta a su abuelita. No le gusta que frecuenten esas compañías. ¿Se da usted cuenta?

– Sí, me doy cuenta -dije cansada.

Y él añadió, con una furia extraña:

– Ustedes son impíos, son crueles… no comprenden nada. No es por mí, es por ella… ¿sabe usted? Es mi madre: no quiero que sufra por mí… ¡Está tan sola! Ella enseñó a ese pájaro, Gondoliero, a ir de un lado a otro, cuando yo entré en el Seminario, para no quedarse tan sola. Ahora que me tiene no puede soportar que su abuelita me hable con dureza. Ustedes deberían entenderlo, pero no quieren. ¡No quieren! Son duros de corazón, Dios lo sabe.

– ¡Está diciendo idioteces! No entiendo nada del pájaro ni de todo eso, y haga el favor de no ponerme la mano encima.

También lo dije con rabia, con una rabia que me sorprendía. ¿O acaso era miedo? ¿O era una sensación desusada, como de tristeza? ¡Yo qué sé! Pero sentía el corazón tan apretado como en Nuestra Señora de los Ángeles, con Gorogó bajo la almohada.

El herrero estaba allí con su gran delantal de cuero, lleno de cicatrices. El Chino sonrió:

– ¿Podemos pasar al jardín? Los niños desean…

– Supongo que no habrá ocurrido nada…

– ¡Nada, nada, Dios mío! Los niños…

Nos señaló con la mano y vi el anillo de plata de su madre en el dedo meñique.

"Él, su madre, el anillo", me dije confusamente. "Ellos, siempre ellos. Y a mí nunca, nada, nadie". (Claro que tenía un anillo en la arqueta y que la abuela me dijo que en el Banco había más. Pero no los quería, no los quería. Cuando creciera los iría regalando.)

– Chino, qué birria estabas con aquel sayo -dije de sopetón-. ¿Y por qué dejaste el Seminario? Los curas no te querían, ¿verdad? Tú no crees en Dios, Borja lo sabe muy bien.

Allí estaban otra vez las grandes flores, como un veneno, a medida que entrábamos en el jardincillo. (¿Y por qué, por qué me reía yo y estaba tan triste, diciéndole aquello al Chino? ¿Por qué aquella amargura que notaba hasta en la lengua?)

– Bueno, Matia, cállate. Vamos a estudiar un poco -dijo mi primo.

Se sentó en el suelo y abrió el libro sobre las rodillas.

– Anda, Chino, háblanos de Dios -insistí.

(Porque había algo allí, en el sol, en las flores y en todas las hojas, que empujaba mi lengua ácidamente, y no me podía callar.)

El Chino abrió su libro, también. Luego sacó su inevitable pañuelo, para pasárselo por la frente. No había la más pequeña brisa. Al ver las iniciales bordadas en aquel pañuelo, me invadió una oscura envidia. ¿Quién lo bordó sino su madre, la Antonia pálida de los labios fruncidos? Partí una hoja entre las uñas. Deseaba decir, idiotamente: "Pues, aunque a mi madre la viera poco, mi padre me enviaba juguetes y libros y un payaso, y el día de Reyes…" Pero, ¿quién iba a hablar de Reyes Magos a Borja, a Guiem, al Chino? Sentí una gran vergüenza.

La puertecilla de vidrio y madera, pintada de azul, daba a la habitación donde la madre de Guiem ponía una camilla con faldas de flores desvaídas, y la radio con su funda de cretona, y el calendario, y la máquina de coser. "A veces, Mauricia me decía: no tengas miedo". ¿Cuándo? ¿Cuándo me lo dijo? ¿Era verdad que me lo dijo alguna vez? Yo era una niña, y de pronto…

– No se lo merecen. ¿Para qué hablarles de Él? -dijo el Chino.

Borja levantó la cabeza y sus ojos brillaron:

– Ah, muy bien, Chino, ¿quieres volver al Naranjal?

El Chino apretó los labios. Su camisa estaba sucia, Antonia no tuvo tiempo para lavársela, seguramente, porque lavaba y planchaba nuestra ropa. ("Qué bien".) Era como estar dentro de un vaso de cristal. El cielo y la atmósfera toda se sentían como tras una campana de vidrio. Dos mariposas se perseguían. Dijo mi primo:

– Y Dios, ¿qué dice del padre de Manuel Taronjí?

– Seguramente piensa que era un mal hombre. No es bueno dejarse dominar por la envidia y el odio, todos los hombres deben conformarse con lo que Dios dispuso para ellos.

– ¿Y para ti, qué ha dispuesto?

Borja aplastó un insecto contra la hoja del libro y lo arrastró con la yema del dedo, dejando una mancha de sangre marrón.

Insistió:

– Chino, ¿qué dispuso para ti?

En aquel momento entró la madre de Guiem, haciendo temblar los vidrios de la puerta. Cruzó los brazos y sonrió al vernos:

– ¿Y estos muchachos, Dios mío, con aquel jardín tan hermoso que tienen, cómo vienen al jardín de los pobres? ¿Qué tiene mi jardín para gustarles más que el suyo?

A medida que ella hablaba, pensé, otra vez, en los ríos. "Sí que habrá ríos, ríos por debajo de la tierra, hasta el mar". Cerré los ojos y entre los párpados se me filtraba un resplandor muy rojo. Oí que Borja decía:

– ¿Puede venir Guiem? Estamos esperando que acabe su trabajo.

Abrí los ojos para ver cómo se regocijaba:

– Pero, con mi Guiem… ¿qué es lo que tanto tienen que contarse siempre?

La cabeza de Guiem, asomó por la puerta, hirsuta y tosca.

Dijo:

– Tengo trabajo. Espérame allí, Borja.

Borja cerró el libro de un golpe, para atrapar entre las páginas una mariposa verde.

– Queremos ir al Port. ¿Vendrás, Guiem?

– ¡El Port! -dijo la madre, levantando al aire sus brazos gordos-. ¿Y qué ha de hacer Guiem en el Port?

El Chino se guardó el pañuelo en la bocamanga. Nos levantamos para salir. En la fragua se respiraba un aire rojo y negro. El herrero aparecía entintado a medías por la oscuridad y el resplandor del fuego. De la pared, de los ladrillos negruzcos, pendían herramientas de hierro, como instrumentos de tortura.

Era sábado y detrás de Santa María montaban los tenderetes de mercado. Los vendedores de los pueblos vinieron con sus borriquillos cargados de mercancías. Ponían franjas de tela en el suelo y sobre ellas brillaban relojes de hojalata, cacharros de cerámica, y pedacitos de espejo, bordeados de una cenefa dorada, que reflejaban esguinces de un sol hiriente.

Ellos eran: Guiem, hijo del herrero, dieciséis años; Toni el de Abres, hijo del carrero, que vivía en el extremo de la plaza y que tenía el patio lleno de ruedas apoyadas en la pared, en un aire oloroso a madera tierna. (Le recuerdo bien: era rubio y el más alto de todos, casi me sobrepasaba y sólo tenía quince años. Cuando íbamos a la playa y lo veíamos de lejos, cogiendo lapas entre las rocas, llevaba un pantalón rojo.) Antonio, el hijo de un colono de Son Lluch, a quien llamábamos Antonio de Son Lluch, para no confundirlo con Toni el de Abres, el carrero. Estos tres eran los principales. Luego venían, Ramón el de la carpintería de detrás de la iglesia, que sólo tenía trece años. (Pero a veces a Guiem le gustaba ir con él. Era curioso que, a la hora fatal de la siesta, o iba con toda la pandilla -y entonces Ramón era de los segundones-, o iba sólo con Guiem. En aquella hora del sol, en la plazuela de las ruinas, al final del pueblo, junto a la hendidura de la tierra que parecía el lecho de un río seco (ni un río en toda la isla, ni uno) se les veía a los dos juntos, entre el polvo, con varas verdes como lanzas. Tenía sólo trece años, pero Borja decía: "Va con él porque sabe mucho". Estaba lleno de malicia y de sabiduría, sí. A veces, al pasar ante la carpintería lo veía ayudando a su padre, entre las maderas, y nos miraba con sus ojos pequeños y brillantes, y sonreía como si estuviera en poder de muchos secretos (todas las cosas que a mí no se me alcanzaban). Por eso decía Borja: "A ese le tienen por lo que sabe". Y el último (que no siempre iba con ellos, pero que era amigo de Ramón) era Sebastián, el cojo, hijo de la lavandera de Son Lluch, que estaba de aprendiz con el zapatero.

Y nosotros éramos: Borja, el que mandaba; Juan Antonio, el hijo del médico, y los dos hijos del administrador de la abuela, que vivían ya fuera del declive, al principio del pueblo, en una casa con jardín y huerto grandes. Se llamaban León y Carlos, tenían dieciséis y catorce años, y eran dóciles de carácter. Durante el invierno estudiaban con los frailes. Iban con Borja porque su padre se lo mandaba, pero me parece que pensaban de manera distinta a la nuestra. Sobre todo Carlos, el pequeño, era muy aficionado al estudio, y coleccionaba insectos en una caja. Usaba gafas de concha y tenía la barbilla resbalada. Los dos olían a pan, y casi siempre tenían los dedos manchados de tinta, porque su padre les obligaba a estudiar aún en vacaciones, igual que la abuela a nosotros. El pequeño Carlos decía: "Seré ingeniero de Caminos". Y Borja se encogía de hombros. León era más golfo y muy hipócrita. Los dos parecían devotos, o por lo menos lo fingían, para complacer a su padre, y su padre lo hacía para complacer a la abuela. (En la isla todo iba así.)

En la fragua de Guiem se respiraba algo dañino, en las sombras alargadas del suelo, en los golpes del yunque y el jadeo del fuelle. Guiem, con el torso desnudo y las costillas salientes como la Joven Simón, sudaba, con el pelo pegado a las sienes, encendido. Afuera las flores y el pozo, el olor a moho. Y su madre, la herrera, con el delantal lleno de tomates, maduros unos y verdes otros, y el zumbido de las abejas entre las varas que separaban el jardín del pequeño huerto. Y aquella pasta amasada, extendida en una lata, donde ponían arenques y pedazos de pimiento, verduras y aceitunas negras, que la madre llevaba al horno de la tahona para que la cocieran. Era como si llevase un pedazo de jardín, o una huerta enana, donde resaltaba el verde crudo.

Tres casas más arriba, estaban el taller del carrero y Toni. En el patio del carrero no había flores, sólo un pequeño huerto con alguna verdura, y el pozo. Solía haber mucho polvo y en el aire una lluvia de serrín, como un enjambre de oro, flotando entre los rayos del sol. Toni el de Abres. Le recuerdo siempre contra la pared del patio, debajo de un cielo limpio que reverberaba en la piedra blanca, con un instrumento cortante en la mano raspando un pedazo de madera. Apoyado, descalzo, con las pestañas llenas del polvo de serrín y los ojos entrecerrados; su pelo de color de corteza de pan, mate, sin brillo alguno, cayéndole a ambos lados, diciendo: "Bueno, si va Guiem, iré yo". Su padre era hermano del carpintero, el padre del malvado Ramón. Pero Toni y su primo no se llevaban bien. Nunca les vi hablarse.

Los días de tregua entre Borja y Guiem solía imponerlos Borja, no ellos. Y en esos días había una causa común: ir al Port, al café de Es Mariné, para jugar a cartas, y gastarse el dinero jugando o comprando a Es Mariné cosas que secretamente escondía y decía tener de contrabando. Es Mariné se traía mucho misterio con los chicos, y siempre hablaban a medias palabras que yo no entendía. A veces Es Mariné les ganaba todo el dinero, y se quedaba riéndose y mirándoles de modo burlón y congestionado, mientras liaba el cigarrillo. Siempre tenía algo prohibido que vender (hasta, en cierta ocasión, cigarrillos de opio) y solían alquilarle la motora, para ir con ella al Naranjal. Únicamente a Borja no se la dejaba Es Mariné, porque decía que no era buen marinero, si no le acompañaban Guiem o Toni. Ni por todo el oro del mundo, decía, se la dejaba a él solo. Borja necesitaba entonces recurrir a ellos, porque le gustaba mucho ir al Naranjal, y pasar en él tres días enteros.

Durante las primeras vacaciones sólo me llevaron un día, y eso regresando por la noche a casa. La abuela decía que era ya demasiado crecida para ir al Naranjal sola con ellos y pasar tres noches fuera de casa. (Como si no fuera sola con ellos siempre.) Pero el detalle de pasar las noches fuera de casa parecía muy importante. Dos de las veces que fueron al Naranjal les acompañé hasta el Port, a despedirles, sin que la abuela lo supiese. Luego volví a casa, en la Leontina, odiando ser mujer. La abuela no se enteró nunca. Les recuerdo en la motora, descalzos, llenos de alegría: el Chino sentado, con las rodillas juntas, junto a la cesta de la merienda, brillando sus gafas verdes. Las gaviotas, como gallardetes, gritaban al borde de las olas.

Aquel día también les acompañé al Port. (Antes, desesperada, pedí permiso: "Abuela, déjame ir con ellos al Naranjal". "¡Nunca, qué locura, nunca! ¡Una jovencita con esos muchachos! Y algunos de ellos, de la catadura de Guiem". "Pero va el Chino…" "¿Y qué tiene que ver?")

En el café de Es Mariné estaba el altillo donde sólo dejaban subir a Borja y a Guiem. Borja sabía que Guiem y Es Mariné -que tenía más de cincuenta años y que era bajo, con la espalda y el pecho abultados-, tenían secretos comunes. Se reunían en la gran terraza sobre el mar donde venían al atardecer los hombres del Port. Es Mariné ponía vasos encima de la mesa. Vendía vino, aceitunas, latas de conserva. A veces, daba de comer a los forasteros, si le avisaban con tiempo. Los del Port eran gentes muy pobres que sólo vivían de la pesca. Todos sabían que Es Mariné y varios de los que iban a comer a aquella gran terraza sobre el mar, se dedicaban al contrabando. Borja decía: "Guiem conoce las grutas donde van con las barcas y dejan los sacos con el alijo. Luego, ellos van a buscarlo". Dicho así me parecía demasiado sencillo para ser una cosa prohibida. Había muchas grutas por aquella parte. Guiem y Es Mariné eran muy amigos, y viéndoles hablar me daba cuenta de que Guiem era más viejo, muchísimo más viejo que Borja y que yo. Y no era precisamente por la edad, sino, quizá, por el modo como entendía a medias palabras todo lo que nosotros no alcanzábamos. Hasta en una sonrisa, parecía que Guiem tuviese más años que Borja, aunque sólo fuera uno mayor. Quizá por eso Borja inventaba los días de tregua, e iban todos juntos al Naranjal. Si hacía bueno, nos sentábamos sobre rollos de cuerdas y sacos en la terraza del café de Es Mariné. Es Mariné tenía varias jaulas con loros, a los que daba pedazos de carne pinchados en un hierro. En cuanto nos veían, hablaban todos a la vez, como insultándonos. Es Mariné vivía solo y él mismo guisaba. A menudo comíamos con él, y nos servía en una gran fuente, donde metíamos en común la cuchara. Sólo miraba con el ojo derecho, mientras el izquierdo se le escondía extrañamente bajo la ceja. Siempre nos preguntaba por la abuela, con mucho respeto. Al Chino apenas le dirigía la palabra, y se reía cuando Borja le mortificaba. Borja hablaba con Es Mariné del señor de Son Major. Es Mariné sabía muchas historias suyas, diferentes de las que oíamos a Es Ton y a Antonia, que hablaban de él como del diablo. Es Mariné quería mucho al señor de Son Major. Borja escuchaba con extrema atención, y el Chino, a su pesar, también. Me acuerdo del color de la tarde, en la terraza sobre el mar, con los loros chillándonos desde las jaulas. Y de cómo la luz se volvía azul y oro sobre los vidrios de la puerta. Es Mariné, sentado entre nosotros, decía que Jorge de Son Major era pariente de Borja -no decía que mío también- y miraba burlonamente a mi primo, que le escuchaba con la boca un poco abierta y los ojos brillantes.

– Y tú, Borja, ¿vas a ser como él? ¡Cá, tú que vas a ser como él! ¡Tendrías que nacer otra vez!

Nadie hablaba a Borja -que sonreía sin saber qué contestarle- como Es Mariné. Aún me parece estar viéndole, arrodillado sobre los sacos, mirándole. El viejo sostenía el cigarrillo en su mano, parecida a un enorme cangrejo. Escupía en el suelo y se reía. De su ojo izquierdo, congestionado, nunca acababa de caer una lágrima. Y decía:

– Cá, tú que vas a ser como él.

Yo comprendía que Borja, mientras sonreía con dulzura, temblaba de odio, de envidia y de rabia. Y si algo había en el mundo que deseaba -y no sabía aún cuánto, ni a qué precio- es que algún día hablaran de él como de Jorge de Son Major, y que Jorge de Son Major le dirigiera alguna vez la palabra. Y aunque algunos, como el mismo Ton, nos hablaron de Jorge de Son Major de forma muy distinta que Es Mariné, creo yo que estas versiones aún estimulaban más a Borja. (Cierta noche, allí en el patio, mientras quitaban la cáscara de la almendra, Es Ton, muy parlanchín, nos contó cosas en voz baja, con el aire de secreto que tanto nos seducía: "Este Jorge de Son Major, era un loco, endemoniado. Nunca quiso saber nada de los de aquí, ni tuvo un solo amigo de este pueblo, ni de su clase. Iba a buscarse los amigos por ahí, por esos mares: ¡qué amigos, si tenían todos aire de piratas! Es Mariné se enroló en el Delfín, se fue con don Jorge por esos mundos de paganos… Sí, don Jorge estaba loco, loco de remate: o más bien, digo yo si se le habría metido un diablo en el cuerpo. Su padre le mimó demasiado, eso es. Solamente veía por sus ojos. Y el pobre viejo se murió solo, en Son Major, llamándole, llamándole… mientras él rodaba como un trueno por aquellas malditas islas. Cuando volvió, ya estaba enterrado el pobre viejo, y él no le guardó luto, ni siquiera le pagó unos funerales como manda Dios… ¡Ay, no! Fue mucho peor. Llenaba la casa de mala gente, y dicen que en esa casa, con el viento del diablo dentro, se armaban unas horribles bacanales. Y dicen que una noche vieron entrar al diablo, embozado en su capa y con gafas negras, y oyeron carcajadas horribles, desde el acantilado. Nadie quería acercarse al Delfín. Estaba embrujado. Los del Port contaron que resplandecía en la noche, con una luz infernal… ¡Dios sabe lo que ocurría allí dentro! Y aquí, una mujer que no quiero nombrar, una señora muy principal de la ciudad, abandonó a su marido para huir con él. Nunca se ha sabido más de ella, como si la hubiera tragado el infierno. Estaba embrujado para las mujeres: se volvían locas y acababan marchándose con aquel diablo. ¡Tenía horrorizada la isla! Y esposas… Se le conocieron hasta cuatro. Una de ellas no era de raza cristiana; tenía la piel oscura, y hablaba de un modo que nadie entendía. Él, no paraba ni un mes aquí: vivía siempre en el Delfín, como en un barco fantasma, sin trabajar, y sólo gastando, gastando, en sus tonterías y locuras. Iba perdiéndolo todo, malgastando su dinero de mala manera… Pero, hijitos, el tiempo es cruel. El tiempo pasa para todos. Ahí está, ahora: enfermo, envejecido, y sin un solo amigo… Los niños le tienen miedo, porque sus madres les dicen: si no eres bueno te llevará el señor de Son Major. Es el castigo de Dios. Todo pasa en la vida, jovencitos. Todo pasa.)

Y Es Mariné:

– Ahora, ya no se deja ver, nunca sale de allí. Se está muriendo.

Se quedaba pensativo, y añadía:

– Algún día le iré a ver. Se acuerda de mí: fui marinero suyo. Si alguien de aquellos tiempos va a visitarle, le ofrece buen vino. Es un señor, no desprecia al que le sirvió. Sí, es un señor. Pocos quedan así.

El Chino decía:

– En otros tiempos, doña Práxedes fue buena amiga suya.

– ¡Antes, antes!… Ahora no quiere saber nada de sus parientes. Algún día iré a verle, sí, señor… Él viajó muy lejos conmigo. Íbamos a las islas -y de pronto su mano encarnada y corta, con dedos como patas, señalaba el mar. Y a lo lejos había un resplandor que sólo de verlo contraía la garganta-. Y ahora, ahí está, encerrado. ¡Bah! ¡Con aquel asqueroso Sanamo, esa rata repugnante que toca la guitarra! Viviendo de él, sin orgullo… ¡Yo no podría hacer una cosa así, después de lo que vivimos antes! ¡Qué asqueroso Sanamo, aprovechándose de los viejos tiempos del Delfín, de los recuerdos del pobre señor! Sí, hurgándole en los recuerdos, con su maldita guitarra, para que no le eche a la calle: ¡él, que fue siempre un traidor, y nada más! ¡El último del Delfín, el último!

En un rincón, Guiem reía, sombrío:

– ¡Sí, por todas partes le conocen a don Jorge! ¡Por todas partes!

Es Mariné y Guiem sonreían misteriosamente. Borja decía, con voz chillona:

– Tenemos el mismo apellido. En otro tiempo la familia se llevaba muy bien: tiene razón el Chino. Mi abuela era buena amiga suya… Y nadie ha terminado con nadie, realmente.

– Nadie, jovencito, nadie. -Es Mariné se pasaba la colilla de una comisura a la otra -. ¡Tú serás su heredero, bien seguro!

Guiem aplastaba hormigas con el pie. (En la isla entraban hormigas por todas partes. Por toda ella había caminos y caminos de hormigas; diminutos túneles, horadándola, delgados, como infinitas venas huecas. Y las hormigas yendo y viniendo, yendo y viniendo, por ellos.) Es Mariné metía un cacillo agujereado en la tina de las aceitunas negras y las echaba, goteando, en el platillo:

– Tú le irás a ver, ¿no?

El Chino ponía una mano en el hombro de Borja. Una mano extraña, en aquel momento: amarilla, seca. No era una mano amiga, y sin embargo quería o pedía algo. Borja se quedaba quieto, con la sonrisa fija que yo conocía tan bien:

– Sí. Claro está que iré a verle, cualquier día. Es tío mío.

– Algo sí, algo sí -reía Es Mariné-. Bien, cuando vayas a verle háblale de mí, dile algo de aquellos tiempos. Mira, tenía el oro amonedado en un armario. ¡Cartuchos y cartuchos de oro! Luego decía: toma, Mariné, eres un buen chico. ¡Le servía muy bien! Pero a sueldo fijo no estaba. ¡No!

De nuevo se miraban a los ojos Guiem y Es Mariné, y reían ahogadamente. ¡Qué viejo y astuto parecía entonces Guiem, con sus malvados ojos negros! Borja también reía, forzadamente. El vino que nos vendía Es Mariné era muy malo, nos dejaba los dientes y los labios oscuros. A veces le comprábamos una especie de aguardiente muy fuerte, que nos ponía muy alegres.

– Ay, tenía recorridas todas las islas – soñaba él, con el ojo derecho brillante, como el solitario de la abuela-. Mala cosa, cuando vendió su velero… Aunque hay quien dice que no lo vendió y que le prendió fuego. No sé lo que hizo con el Delfín. ¡Tanto como le queríamos todos! La verdad, yo pensé entonces: ¿El señor de Son Major se ha deshecho del Delfín? Entonces es que está muy grave.

– No está enfermo – dijo El Chino -. Le vi el otro día regando sus flores, detrás de la verja del jardín.

– Grave, grave -repitió Es Mariné. Y su ojo se perdió definitivamente en la enmarañada ceja.

De vuelta en la Leontina, cuando ya se habían marchado al Naranjal, yo pensaba en todo esto. Llegaba hasta el embarcadero, subía al declive, con la amargura de haberles visto ir y la rara ensoñación que me producían aquellas conversaciones. Entraba en el patio de la casa, por la puertecilla, y subía sigilosamente, para que la abuela no se enterara de mi escapada al Port, a lavarme y cambiarme de ropa para la cena. Luego, la abuela me preguntaba:

– ¿Dónde has estado?

– Estudiando.

La abuela me miraba los dedos, por si aún estaban manchados de tinta. Acercaba su gran nariz a mi boca para oler si había fumado. (Antes mastiqué furiosamente un caramelo de menta, de los que guardaba Es Mariné en latas altas, con la marca de un caldo de cubitos.)

Le pregunté a Antonia:

– ¿Cómo es el señor de Son Major? ¿Es verdad que tenía el diablo en su casa?

Ella abría mi cama y metía la mano por el embozo, estirándolo. Se volvió y dijo:

– El señor ya está muy viejo. Fue un gran mozo, algo raro… Bien. Era un señor, eso sí, muy generoso y algo alocado. Aquí, la gente no lo podía comprender… Se divertía a su modo, de una forma escandalosa: aquí nunca hizo nadie cosas así. Era… ¿cómo diría yo? ¡Lo asolaba todo, como el viento! Dilapidó su fortuna, fue un escándalo.

– ¡Aún tiene mucho dinero! Un armario lleno de monedas de oro.

– Bah. ¿Y eso qué es para él? Eso no es nada – contestó.

Y al decirlo dobló los labios, con desprecio. (No sé por qué me vino a la memoria aquella fotografía de ella y de Lauro cuando era pequeño, metida en el ángulo de su espejo.) Antonia rio brevemente, y bajando más la voz añadió, como para ella sola:

– Ya tuvo humor, ya… regalarles a José Taronjí y Sa Malene esas tierras, precisamente en mitad del declive, en medio de las de la señora… Eso enfadó mucho a doña Práxedes.

(Bajo el cielo que oscurecía poco a poco, de vuelta a casa, en la Leontina, pensaba yo en aquellas cosas. Miraba mis piernas tostadas, extendidas, y me decía si acaso era verdad lo que nos contaban. Pero en la vida, me parecía a mí, había algo demasiado real. Yo sabía -porque siempre me lo estaban repitiendo- que el mundo era algo malo y grande. Y me asustaba pensar que aún podía ser más aterrador de lo que imaginaba. Miraba la tierra, y me decía que vivíamos encima de los muertos, y que la pedregosa isla, con sus enormes flores y sus árboles, estaba amasada de muertos y muertos sobrepuestos. Es Mariné dijo una vez que Jorge de Son Major había hecho muchas víctimas, que era cruel, pero que nadie había en el mundo tan generoso ni estimable. ¿Qué víctimas serían aquellas? ¿Cuáles sus maldades? Al final del declive estaba el pozo, junto a la escalera de piedra donde aquella tarde empujé a Juan Antonio. El pozo tenía una gran cabeza de dragón con la boca abierta, cubierta de musgo. Y había un eco muy profundo cuando caía algo al fondo. Hasta el rodar de la cadena tenía un eco espeluznante. Y yo solía agachar la cabeza sobre la oscuridad del pozo, hacia el agua. Era como oler el oscuro corazón de la tierra.)

– ¿Habéis visto el San Jorge de la vidriera? -dijo aquel día Es Mariné-. Así era don Jorge el de Son Major.

Atravesado por el sol, en Santa María, rodeado de rojos transparentes como copas de un vino rubí, resplandecía San Jorge, con su corona de oro, su armadura y su gran lanza verde.

– Como un San Jorge. Y dicen si el que lo pintó, tomó por modelo a un antepasado suyo.

– ¡Qué embuste! -el Chino, tras quitarse los lentes, se tapó los ojos-. Calle usted y deje en paz esas hermosísimas vidrieras…

(Siempre pensé que los Mártires de las vidrieras eran para el Chino algo así como hermanos vengativos que nos miraran desde lo alto, luciendo en la oscuridad de Santa María, donde corrían, como papeles empujados por el viento, despavoridos lagartos y ratones. Y el sol, allí fuera, acechando algo, como un león.)

Es Mariné dio con el puño en la mesa, y las aceitunas negras saltaron en el platillo. Se oyó la risa gorda de Guiem, y Es Mariné vociferó:

– ¡Como San Jorge, he dicho, como San Jorge es él, y que se calle la sabandija! Sí, señor; guapo y gordo como San Jorge… Y está lleno de recuerdos y talismanes, y de rosarios de ámbar. Los he visto yo. Mirad -Es Mariné entreabrió su maloliente camisa y enseñó una rara moneda de plata, con un signo-. Me lo dio él… Era diferente, estaba por encima de todos. Le decían: "¿Por qué no sale de ese maldito barco, por qué no acaban esos viajes que le queman la salud y el dinero, y vive como todos los hombres? Vaya a la ciudad, vaya al Continente, diviértase como todos los hombres, ¡no queme su vida en esas cosas!" Pero él contestaba: "No, yo soy de otra raza." Era como el viento, es verdad. Como un dios, lo juro.

Es Mariné cruzó dos dedos, besándolos. Sonó su chasquido. Sin venir a cuento, el Chino dijo:

– El beso de Judas.

Es Mariné se irritó. Sacó el cuchillo y se lo puso en el pecho. El Chino retrocedió contra la pared. El viento le daba de cara, mientras cerraba los ojos porque no se puso las gafas, que tenía en una mano, levantada y temblorosa.

– ¿De qué Dios eres tú el profeta, renegado? -gritó Es Mariné, congestionado- ¿De qué Dios? Tú no crees en nada. Te echaron de allá por descreído. Sólo crees en tu cochina barriga -y con la punta del cuchillo le señalaba el vientre negro y hundido, con sus botones marrones, palpitando de miedo-. ¡Tú no crees más que en tus cochinas tripas! ¿Qué es lo que vas a enseñar a estos inocentes?

Se refería a nosotros. Luego escupió, y dijo:

– ¡La muerte les enseñas tú! Muertos, nada más. No sabes de otra cosa que de la muerte… Anda, renegado, Judas. Vete a llamar a los Taronjí, y que vengan a buscarme.

Se apartó de él. Borja se levantó de un salto y fue a por más vino.

– ¡Eh, eh! -le gritó Es Mariné.

Borja, ostentoso, le enseñó el dinero. Lo llevaba enrollado y sujeto con una goma, en el bolsillo derecho. Levantó el borde del suéter, y por la cintura del pantalón asomó la culata del viejo revólver del abuelo. Es Mariné cambiaba pronto de humor, y se echó a reír de tal modo que su cara se amorataba y parecía que iba a estallar.

Nos vendió tabaco y ron del de contrabando. Y a Guiem y a Borja les dio algo misterioso que no me dejaron ver.

– Tú no, bonita, tú no -dijo mi primo, apartándome.

Tenía los labios y los ojos brillantes y me parece que a todos se nos había subido el vino a la cabeza.

Me tuve que volver sola en la Leontina, llena de rabia. Ellos, los malditos, se subieron a la motora de Es Mariné. Daban gritos, desenrollaban cuerdas, se encaramaban sobre la proa. El sol les daba en la espalda: eran como los de Santa María, en negro y rojo contra el cielo. Hasta el viento me dolía, y Es Mariné me dijo:

– Suba a la barca, pequeña. Y váyase, váyase.

Luego, ya lo sabía yo: venían dos, o tres, o un solo día de tregua.

2

Si Borja tenía la carabina y el viejo revólver del abuelo para los días enemigos, y Juan Antonio la navaja, y los del administrador los látigos, Guiem y los suyos tenían los ganchos de la carnicería. La carnicería estaba al final de una calle empinada y una vez vi, colgada a su puerta, una cabeza de cordero en la que resaltaba un ojo, brutal, fijo y como exasperado, entre venas azules. Robaron los ganchos uno a uno, y los escondían entre el pecho y la camisa. Cuando nos encontramos en la plazuela de los judíos, los esgrimían bravuconamente. Escondidos entre las rocas, nos tiraban piedras, aunque no a "dar", pues sólo era el principio de la provocación. Luego se iban hacia el bosque. Al Chino le gritaban:

– ¡Judas, Judas, Judas!

Borja, Juan Antonio o los del administrador debían seguirlos. Entre los árboles daban comienzo sus; atroces peleas, persiguiéndose con saña. Mi primo, con el revólver o con la carabina, los mantenía lejos. Era una guerra sorda y ensañada, cuyo sentido no estaba a mi alcance, pero que me desazonaba, no por el daño que pudieran hacerse, sino porque presentía en ella algo oscuro, que me estremecía. Una vez hirieron a Juan Antonio con el gancho. Recuerdo la sangre corriéndole pierna abajo, entre el vello negro, y sus labios apretados para no llorar. Lo único que le preocupaba era que su padre no se enterase. Borja se lo curó, atándole fuerte el pañuelo empapado en agua del mar. También Borja salió a veces con algún rasguño: pero era cauto y huidizo como una anguila, y su carabina atemorizaba a Guiem, que le gritaba:

– ¡Juega sucio, juega sucio con la carabina!

La plazuela de los judíos, donde los de Guiem empezaban sus provocaciones encendiendo hogueras, estaba en un ala vieja del pueblo, destruida hacía muchos años por un incendio. Sólo quedaban unos pórticos ahumados y ruinosos y dos casas a punto de venirse abajo, junto al sendero que ascendía hacia los bosques de los carboneros. La tierra terminaba como cortada a pico en el alto muro del acantilado. A la derecha se distinguía el declive y la blancura de la casa de Malene Taronjí. Abajo, el mar se abría, alucinante. Era el mismo mar que veía en mi Atlas, pero inmenso y vivo, temblando en un gran vértigo verde, con zonas y manchas más espesas, con franjas de gaviotas, temblando, como banderas posadas cerca de la costa. Desde la altura, en la plaza donde en otro tiempo quemaban vivos a los judíos, el mar producía una sensación de terror, de inestabilidad. Como si fuera una amenaza redonda, azul, mezclándose al viento y al cielo, donde se perdían universos resplandecientes, o ecos errantes repletos de un gran miedo. Rodar y rodar, parecía entonces, mirando hacia abajo, lo único posible. Y, la vida, algo atroz y remoto.

Contra la cara espesa de la abuela, el hermoso rostro de Mossén Mayol, y la impenetrable espera de tía Emilia; contra el duro corazón, tras los pliegues del traje de Antonia, tenía yo formada otra isla, sólo mía. Nos dábamos cuenta de algo: Borja y yo estábamos solos. A menudo, ya en la noche, golpeábamos la pared tres veces. Él saltaba de su cama y yo de la mía. Sigilosos como duendes, atravesábamos pasillos y habitaciones, y nos encontrábamos en la logia.

Resplandecía el cielo entre los arcos, y había en la oscuridad del artesonado misteriosos y fugaces destellos. "No me podía dormir." "Yo tampoco." Echados de bruces en el suelo para que no se nos viera desde las ventanas, fumábamos en silencio. Entre la piel y el pijama llevaba mi muñeco negro vestido de arlequín, estropeado y sucio, que nadie conocía. Me sacaba el caramelo de bajo el paladar, ensalivado y pegajoso, y lo tiraba. Mi boca olía a menta, y él decía: "¿Qué es lo que masticas, chicle o un caramelo?" Me avergonzaba cualquiera de las dos cosas, y contestaba: "Es la pasta de dientes, que huele así." Y seguíamos callados, fumando los Muratis de la tía Emilia. A veces él comentaba: ¡Cuándo acabará esto! ¿Quién crees tú que ganará la guerra? A mí me parece que los nuestros, porque son católicos y creen en Dios." "No sé" – decía yo-, "No sé quién ganará, eso nunca se sabe." A menudo él recordaba cosas: "Sabes, nosotros teníamos allí una casa muy bonita. Yo iba al colegio…" Hablaba de su tierra y de sus amigos, y yo le escuchaba sin entenderle bien. Pero me gustaba el tono de su voz. Miraba hacia los arcos y el cielo, y pensaba: "Mauricia". (El huerto, la casa de mi padre, el bosque y el río, con sus álamos. ¡El río, con sus remansos verdes y quietos, como grandes ojos de la tierra!) Estábamos tan indefensos, tan obligados, tan -oh, sí- tan lejanos a ellos: al retrato del tío Álvaro, a los Taronjí, al recuerdo de mi padre, a Antonia, al Chino… Qué extranjera raza la de los adultos, la de los hombres y las mujeres. Qué extranjeros y absurdos, nosotros. Qué fuera del mundo y hasta del tiempo. Ya no éramos niños. De pronto ya no sabíamos lo que éramos. Y así, sin saber por qué, de bruces en el suelo, no nos atrevíamos a acercarnos el uno al otro. Él ponía su mano encima de la mía y sólo nuestras cabezas se tocaban. A veces notaba sus rizos en la frente, o la punta fría de su nariz. Y él decía, entre bocanadas de humo: "¡Cuándo acabará todo esto…!" Bien cierto es que no estábamos muy seguros a qué se refería: si a la guerra, la isla, o a nuestra edad. A veces, una súbita luz surgía de una habitación, y el foco amarillo y cuadrado caía sobre nosotros. Y sentíamos una súbita vergüenza al pensar que alguien llegara, nos viera y preguntara: "¿Qué hacéis aquí?" Porque, ¿qué hubiéramos podido contestar? Contra todos ellos, y sus duras o indiferentes palabras; contra el mismo Borja y Guiem, y Juan Antonio; contra la ausencia de mis padres, tenía yo mi isla: aquel rincón de mi armario donde vivía, bajo los pañuelos, los calcetines y el Atlas, mi pequeño muñeco negro. Entre blancos pañuelos y praderas verdes y mares de papel azul, con ciudades como cabezas de alfiler, vivía escondido a la brutal curiosidad ajena mi pequeño Gorogó. Y en el Atlas satinado -de pie, medio cuerpo dentro del armario, escondida en su penumbra, oliendo la caoba y el almidón- podía ir repasando cautivadores países: las islas griegas a donde iba Jorge de Son Major, en su desaparecido Delfín, escapando, tal vez (¿por qué no como yo?), de los hombres y de las mujeres, del atroz mundo que tanto temía. En mi Atlas seguía, también, la guerra del tío Álvaro, sus ciudades vencidas ("Ha caído, ha caído". "Te Deum…"). La guerra donde mi padre se perdió, naufragó, hundió, con sus ideas malas. La guerra, allí en el mapa, en las zonas aún inconquistadas, lo absorbió como un pantano. Y de él, ¿qué quedaba? (Ah, sí, el pequeño Peter Pan, la Isla de Nunca Jamás, Las desgracias de Sofía… ¿De él? No, no. Él no sabía nada, seguramente, de la Isla de Nunca Jamás.) Y el recuerdo -allí, con la cabeza metida en el armario, la cintura doblada, el crujido de las páginas del Atlas en una menuda conversación- sólo llegaba, acaso, en el eco de su voz: "Matia, Matia, ¿no me dices nada? Soy papá…" (La pequeña estación de teléfonos del pueblo, y yo, alzada de puntillas, con el auricular negro temblorosamente acercado a la mejilla, y un nudo en la garganta.) ¿Con quién estaba hablando, con quién? ¿Con aquel que se olvidó en un cajón de la casa una maravillosa bola de cristal que nevaba por dentro? ("Fue de tu papá: le gustaba tanto cuando era niño hacerla nevar…".) La palabra padre estaba allí, encerrada en aquella bola de cristal blanco, como una monstruosa gota de lluvia que yo aproximaba a mi ojo derecho -el izquierdo cerrado- y, volviéndola del revés, nevaba. Sí, sólo aquella voz: "¿No me dices nada?" Y luego, la otra, de Mauricia, en el correo de la tarde: "Mira lo que te envía papá…."

(Dentro del armario, estaba mi pequeño bagaje de memorias: el negro y retorcido hilo del teléfono, con su voz, como una sorprendente sangre sonora. Las manzanas del sobrado, la Isla de Nunca Jamás, con sus limpiezas de primavera)… Pero vivíamos en otra isla. Se veía, sí, que en la isla estábamos como perdidos, rodeados del pavor azul del mar y, sobre todo, de silencio. Y no pasaban barcos por nuestras costas, nada se oía ni se veía: nada más que el respirar del mar. Allí, en la logia, apretaba a mi pequeño Negro Gorogó, que guardaba desde lejana memoria. Aquel que me llevé a Nuestra Señora de los Ángeles, y que me quiso tirar a la basura la Subdirectora, a quien propiné la patada, causa de mi expulsión. Aquel que se llamaba unas veces Gorogó -para el que dibujaba diminutas ciudades en las esquinas y márgenes de los libros, inventadas a punta de pluma, con escaleras de caracol, cúpulas afiladas, campanarios, y noches asimétricas-, y que otras veces se llamaba simplemente Negro, y era un desgraciado muchacho que limpiaba chimeneas en una ciudad remotísima de Andersen.

Contra todo, al regresar en la Leontina -desterrada por ser muchacha (ni siquiera una mujer, ni siquiera) de la excursión al Naranjal -, contra todos ellos, subía a mi habitación, sacaba de bajo los pañuelos y los calcetines a mi pequeño Negro, miraba su carita y me preguntaba por qué ya no le podía amar.

3

Borja era ladrón. No sé cómo adquirió este vicio, o si nació con él. El caso era que Borja no concebía la vida sin sus robos, continuos y casi sistemáticos. Particularmente, dinero. Robaba a su madre y a la abuela con habilidad y sentía un especial goce en el peligro, en el miedo a que le descubriesen. Claro está que la gran confianza que tenían en él, en su inocencia, en su supuesta nobleza, le hacía fácil el camino. Solía robar de la habitación de su madre. La tía Emilia era descuidada y muchas veces dejaba el dinero esparcido sobre la cómoda o sobre cualquier mueble, y luego se quejaba, plañideramente:

– El dinero se va de las manos, no comprendo cómo…

Robar a la abuela era mucho más excitante. Solía guardar el dinero en una cajita de metal, que deformaba nuestras caras y se empañaba con la respiración. La tenía en un estante del armario y ponía siempre encima, como si quisiera protegerla, el Misal y el estuche con el Rosario de las Indulgencias, traído de su viaje a Lourdes. Al lado, como un centinela, colocaba una botella de cristal llena de agua milagrosa, de la que de cuando en cuando bebía un trago. La botella tenía la forma de la Virgen, y su corona se desenroscaba a modo de tapón. Borja tenía que subirse a una silla -el estante resultaba demasiado alto para él, que era de corta estatura- y manipular largamente. Primero, apartar la Botella-Imagen, luego quitar el Misal y el estuche, y por último, darle la vuelta a la llave de la caja, abrirla y sacar el dinero. Los billetes estaban, por lo general, doblados como librillos, y debía entretenerse en extraerlos cuidadosamente y en volver a dejarlos en su lugar, para que no se notara. En el pasillo, junto al reloj de carrillón, yo hacía la guardia, vigilando la escalera por si se oían las pisadas de la bestia. En estos casos, como recompensa a mi ayuda, participaba del botín. Gran parte de él era invertido en cigarrillos de Es Mariné y en caramelos de menta para borrar sus huellas.

La abuela solía meter su dedazo huesudo en mi boca, como un gancho:

– A tu edad ya no se comen caramelos, ¿no te da vergüenza? Además, se estropean los dientes.

Una de las cosas más humillantes de aquel tiempo, recuerdo, era la preocupación constante de mi abuela por mi posible futura belleza. Por una supuesta belleza que debía adquirir, fuese como fuese.

– Es lo único que sirve a una mujer, sí no tiene dinero.

La belleza, pues, era el único bien con que podía contar en la vida. Sin embargo, aquella belleza era todavía algo inexistente y remoto, y mi aspecto dejaba, bastante que desear, en el concepto de mi abuela. Para empezar, me encontraba escandalosamente alta y delgada. Tía Emilia -decía ella- no fue hermosa, pero sí rica, y se casó con el tío Álvaro (hombre, al parecer, importante y adinerado). Mi madre fue muy guapa, y rica, pero se dejó llevar por sus estúpidos sentimientos de muchacha romántica, y pagó cara su elección. Mi padre -decía- era un hombre sin principios, obsesionado por ideas torcidas, que le hicieron gastar en ellas el dinero de mi madre y que arruinaron su vida familiar. "Hombres así no debían casarse nunca. Siembran el mal a donde van." Afortunadamente, según ella, aquel matrimonio duró poco: mi madre murió antes de que las cosas tomaran un giro escandaloso. Había, pues, que tener también cuidado con la belleza y con el dinero, armas de dos filos.

La abuela se preocupaba mucho por mis dientes -demasiado separados y grandes- y por mis ojos ("No mires así, de reojo." "No entrecierres los párpados." "¡Dios mío a esta criatura se le desvía el ojo derecho!"). Le preocupaba mi pelo, lacio hasta la desesperación, y le preocupaban mis piernas:

– Estás tan delgada… En fin, supongo que es cosa de la edad. Hay que esperar que te vayas transformando, poco a poco. De aquí a un par de años tal vez no te conozcamos. Pero me temo que te pareces demasiado a tu padre.

Sentada en su mecedora, escrutándome con sus redondos ojos de lechuza, me obligaba a andar y a sentarme, me miraba las manos y los ojos. (Me recordaba a los del pueblo, los días del mercado, cuando compraban una mula.) Criticaba el color tostado de mi piel y las pecas que me nacían, por culpa del sol, alrededor de la nariz.

– ¡Siempre al sol, como un pillete! Dios mío, qué desastre: boca grande, ojos separados… ¡No achiques los ojos! Se te formarán arrugas. Levanta los hombros, la cabeza… Muérdete los labios, mójalos…

En aquellos momentos la odiaba, no podía evitarlo. Deseaba que se muriese allí mismo, de repente y patas arriba, como los pájaros. Con el bastoncillo de bambú me reseguía la espalda y me golpeaba las rodillas y los hombros.

– Algún día me agradecerás todo esto… Puedes irte.

Detrás de aquel "puedes irte" aguardaban las declinaciones latinas, la traducción de Corneille, o la lectura en voz alta del Niño del Secreto, el pequeño Guido de Fontagalland, para que ella no se fatigase la vista, y escuchase -o fingiese escuchar- sentada en su mecedora, junto a la ventana. Hurgando, con sus prismáticos de teatro, en las ventanas de su monstruoso juguete del declive. Cerca de su mano, la caja de rapé y el bastoncillo, resbalando lentamente.

Prefería el castigo a aquello. De pronto echaba a correr, sin hacer caso de su voz:

– ¡Matia! ¡Matia! ¡Vuelve en seguida!

Aunque no estuviera Borja, me marchaba por el declive abajo, hasta el mar, a sentarme, malhumorada, entre las pitas. Rondaba, como un perro miserable, por fuera de los muros del declive, con mi sombra como una rastra. Huía, hacia algún lado donde estuviera a solas, lejos.

– Puedes irte…

Salía de la habitación, mirando por encima del hombro, de través, como a ella le molestaba tanto. En el dedo ganchudo de la abuela quedaban restos de mi caramelo, que se limpiaba cuidadosamente con el pañuelo.

Entonces, si no estaba Borja -traidor, traidor, se fue al Naranjal, sabiendo que a mí no me lo permitían; se fue sabiendo que yo me quedaría allí, fingiendo indiferencia, tragándome la humillación apoyada en el muro, con las piernas cruzadas, mordiendo cualquier cosa para que no se me notasen las ganas de llorar- yo me quedaba entre las garras de la abuela, con la estúpida tía Emilia, que fumaba en su habitación, que bebía coñac a hurtadillas (ah, sus ojuelos sonrosados), esperando, esperando, esperando, con su gran vientre blanco, el regreso del feroz tío Álvaro, que, según Borja, fusilaba hombres al entrar en los pueblos, a quien Borja no había dado jamás un beso ni mirado a los ojos, que le castigaba con días enteros a pan y agua si traía malas notas del colegio de Cristo Rey. El tío Álvaro. Quedaba de él una caja de habanos, que me acercaba a la nariz y aspiraba con los ojos cerrados; un correaje con hebillas de plata, los arneses del caballo y su silla de montar, lleno todo de polvo, en el patio. Y aquellos látigos, colgados en la pared, que estremecían sólo de mirarlos:

– Eran del abuelo.

– ¿Y del tío Álvaro?

– Bueno… también los usaba, cuando venía.

(Porque el tío Álvaro no era de la isla. Borja siempre lo decía: "Somos navarros." Y tenían en su tierra aquella casa tan grande con un patio y cuadras con caballos. "Aquello sí que era bonito" decía Borja, suspirando. "Pero a ti la abuela te quiere mucho, Borja. No es como a mí. Tú vas a heredar esta casa…".) Y aquellos látigos colgados junto a la ventana de la cocina, donde me subí cuando oí comentar a Ton: "Los hombres estaban como animales… ella me defenderá." Aquellos látigos, ¿cómo podían pertenecer a nadie más que a tío Álvaro, con su afilada cara de cuchillo, con su boca torcida por la cicatriz? Borja, pareciéndosele, ¿cómo podía ser tan guapo y suave? Sin embargo, también Borja tenía a veces su misma forma de mirar, de torcer la boca, su expresión de filo dañino.

El último día que Borja fue al Naranjal, dijo la abuela, después de comer:

– Voy a retirarme. Matia, sube un rato a echarte. Te conviene reposar después de las comidas, lo ha dicho el padre de Juan Antonio.

Desde hacía una semana, o poco más, instituyeron, por culpa del padre de Juan Antonio, esta odiosa costumbre. La hora de la siesta, cuando todos descansaban, era mi preferida. Recuerdo que hacía mucho calor. Estaban las ventanas abiertas y ni la más ligera brisa empujaba las cortinas. En el jardín, sobre los árboles, flotaba un polvo brillante, entre el zumbido de los insectos. La tía Emilia se levantó, y dijo:

– Subiré a escribir unas cartas.

Siempre tenía que escribir cartas, un terrible fajo de cartas, que yo suponía enviaba al frente. A veces decía:

– Ven conmigo, Matia.

Aquella tarde también. Yo aborrecía subir con ella, pero no me atrevía a negarme. La habitación de la tía Emilia era muy grande, con una salita contigua. La enorme cama de matrimonio, butaquitas tapizadas de rosa, el pesado armario, el tocador, la cómoda, los visillos corridos, y el sol. El sol, de pronto, que llameaba como mil abejas zumbando en el balcón. El sol pegado a la tela blanca y transparente, arrojando su resplandor sobre la cama, con sus cuadrantes blancos que olían a almidón y manzanas.

La tía Emilia se quitó el vestido, se puso "fresca", como ella decía, con una horrible bata de color verde pálido, arrugada y empapada de un perfume viejo que mareaba, como todo lo de aquella habitación. Había allí algo, que no acertaba a definirme; algo cerrado, con los visillos corridos para que no hiriese la furia del sol, en aquella hora como acechante y cargada; algo dulzón y turbio a un tiempo. De mala gana me quité las sandalias y el vestido (la eterna blusita blanca y la execrable falda tableada), y tía Emilia me trenzó el cabello, arrollándomelo en lo alto de la cabeza.

– Anda, échate y procura dormir. Nada de historietas, caramelos ni de chicle: te lo puedes tragar.

Me eché sobre la cama, disimulando mi mal humor y respirando aquel antipático perfume -además, unos jazmines, sobre el tocador, expelían su aroma-, y echada, con los ojos abiertos, y mirando el techo, oí cómo chirriaban las cigarras en el declive. Era espeso y obsceno aquel cuarto, como el gran vientre y los pechos de tía Emilia. La vi como iba al armario y se servía coñac, en una copa de color rubí, hermosísima. Fingí cerrar los ojos, mirándola por entre los párpados. Bebió el coñac de un golpe y luego fue al lavabo, abrió el grifo -todas las cañerías empezaron a gemir, a soplar, como si barbotearan maldiciones- y enjuagó la copa. Después encendió un cigarrillo, se derrumbó en la butaca y ojeó las revistas que le solía prestar Mossén Mayol y que no leía nunca. De pronto, algo raro hubo allí. Era como si alguien hubiera colgado en la pared los látigos y los arneses del patio. Algo brutal y cruel llegaba y rasgaba en dos la quietud del cuarto de tía Emilia (acaso el recuerdo del tío Álvaro), por alguna cosa que ella decía:

– Tu tío…

Medio echada en su butaca, alargaba el brazo hacia el balcón y levantaba la cortina, por donde entraba un vivido fajo de sol, como una espada de oro. Observé su perfil fofo, sus ojeras, y me dije: "¡Qué pena da! Está perdiendo algo." Y por mi confusa imaginación galopaban ideas extrañas, del tío Álvaro y de ella, debido a algunas conversaciones que escuché a Juan Antonio y Borja. Cosas que yo fingía conocer bien, pero que me resultaban aún oscuras y llenas de misterio. Sentí algo parecido al miedo, entonces, y me arrinconé a un lado de la cama. Porque allí, a la derecha -aún lo estoy viendo- estaban los cuadrantes, con sus fundas bordadas, oliendo fuertemente a plancha, y me dije: "Esa almohada es la del tío Álvaro, ese su sitio. Siempre está esperándole la tía Emilia". Y algo que no era exactamente miedo me recorrió la espalda. Algo como una extraña vergüenza, acordándome de las cosas que Borja y Juan Antonio contaban de los hombres y de las mujeres. Y me dije: "No, acaso eso sea otra mentira." Y deseé que la muerte también fuera un embuste. Cerró los ojos. La tía Emilia guardaba las cartas en una caja de madera, las sacaba una a una, y las releía; y me parecía que también de aquella caja brotaba el intruso olor, a cuero y a cedro, del tío Álvaro. Y me sentía ajena a aquel mundo. Había llevado a Gorogó conmigo, lo tenía escondido entre el pecho y la combinación, y en aquel momento la tía Emilia dijo:

– ¿Qué estás escondiendo ahí?

– ¡Nada!

Se acercó y consiguió quitármelo, a pesar de que me eché de bruces sobre la cama, para protegerlo. Le dio vueltas entre las manos. Seguía boca abajo, para que no viera qué encarnada me ponía (hasta sentía cómo me ardían las orejas). En lugar de burlarse dijo:

– ¡Ah, es un muñeco!… Sí, yo también dormía con un muñeco, hasta casi la víspera de casarme.

Levanté la cabeza para mirarla, y vi que sonreía. Se lo quité de las manos y lo volví a poner bajo la almohada, pensando: "No es eso, ya no duermo abrazada a Gorogó -en realidad no dormí nunca con él, sólo con un oso que se llamaba Celín-. Éste es para otras cosas; para viajar y contarle injusticias. No es un muñeco para quererle, estúpida." Pero ella dijo:

– Siempre me pides cigarrillos, y ahora resulta que aún juegas con muñecos.

Me puso la mano en la cabeza y me despeinó el flequillo. Fue hacia la cómoda y sacó un Murati de su cajita (donde había dibujado un jardín de invierno, con macetas de palmeras y un señor vestido de smocking, con las piernas cruzadas, y fumando, muy cursi). Me lo puso en los labios, sonriendo. Ella misma lo encendió y dijo:

– Tu madre y yo nos queríamos mucho, Matia. Anda, sé buena chica: fúmate este cigarrillo. Ya ves que soy comprensiva. Pero luego cierra los ojos y procura dormir.

Miró su relojito de pulsera y añadió:

– Te doy diez minutos para fumar. Pero luego reposa, aunque sea sólo durante media hora. Después, si no haces ruido al bajar la escalera, prometo dejarte marchar.

Volvió a servirse otra copa, y se tumbó en la butaca, con sus cartas. Los jazmines amarilleaban, y sobre la cómoda, en el fanal, flores y flores se amontonaban junto a las imágenes de San Bruno y Santa Catalina.

La tía Emilia se adormecía en la butaca extensible, que en los días de primavera sacaban al jardín y que estaba quemada por el sol. Aún no había terminado su cigarrillo y se quedó dormida, derrumbada. Recuerdo que hacía mucho calor -estábamos a últimos del mes de agosto- y que zumbaba una mosca, atrapada entre la cortina y el cristal. El olor del sol encendía las paredes, arrancaba un espeso perfume a la caoba brillante de la cómoda, el picante aroma de los santos y las flores y mezclado al de los polvos de la tía Emilia y a un sutilísimo aroma de coñac. Sentía en el paladar y la lengua el sabor dulzón y exótico del cigarrillo turco y entre los labios el brillo de oro del emboquillado, que apenas me atrevía a sostener, asombrada de fumar ante ella. Me incorporé despacio, para no sobresaltarla. Estaba tendida, con el brazo blanco y macizo, en la penumbra rosa y oro de la habitación. En el cenicero de cristal verde, se consumía una colilla. Y la mosca, apresada entre los pliegues del visillo y el cristal, sin poder escaparse.

Me incorporé poco a poco, ladeándome para mirarla. Era como asomarse a un pozo. Como si de pronto tía Emilia se hubiera puesto a contarme todos sus secretos de persona mayor, y yo no supiera dónde esconder la cara, llena de sobresalto y de vergüenza. Verla así, abandonada, con la boca doblada hacia abajo y los ojos cerrados (uno más que otro y con un resplandor vidrioso entre el párpado derecho y la mejilla), sumida en su tristeza, me confundía. La carne se le salía de la bata, y contemplé las piernas extendidas, con la falda levantada sobre el tobillo derecho y el pie descalzo. ("¿Para qué se barniza las uñas?".) Miré mis piernas delgadas y oscuras, arañadas, mis pies largos de santito -como Borja-, con las uñas cuadradas y rapadas (una azuleando por un golpe y partida, que me dolía si la apretaba con el dedo) y me dije: "Yo también me barnizaré las uñas." Pero, "¡Qué lejos todo!". Sería en otra vida, casi en otro mundo, cuando yo sintiera lo mismo que la tía Emilia, con sus Muratis y sus cartas, y su espera blanca y fofa, dormida en el sopor, buscando el coloquio triste con la copa rubí, llena del coñac celosamente oculto en el armario y sin importarle gran cosa la guerra. Sólo que él ganara, pensaba yo, y que volviera, para ver sus uñas tan pulidamente barnizadas. "Tan gorda no le gustará." Pero sentí vergüenza de pensar aquello. Me deslicé al suelo, procurando no hacer ruido ni mover las hojas chillonas de las revistas y diarios esparcidos a su alrededor. Puse el pie sobre la alfombra con mucho cuidado, buscando las sandalias. Pasé sobre las piernas extendidas de la indefensa mujer que tan impúdicamente me revelaba oscuras cosas de personas mayores. Me acerqué a la cómoda y cogí la copa rubí. Con ella en alto miré en el espejo mis hombros delgados, tostados por el sol, donde resaltaban los tirantes blancos y los mechones de pelo, escapándose de las trenzas mal anudadas por tía Emilia, con el oro del sol como una aureola. Los mechones rojizos me trajeron un pensamiento: "A contraluz parezco pelirroja como Manuel, y todo el mundo se cree que soy morena". Hice una mueca para verme los dientes, que la abuela temía se estropearan a fuerza de dulzones y perfumadísimos caramelos de menta: "No soy una mujer. Oh, no, no soy una mujer", y sentí como si un peso se me quitara de encima, pero me temblaban las rodillas. Metí la lengua dentro de la copa roja, furiosamente. (Pero la muy condenada, maldita sea, qué bien la había enjuagado.)

Lo más difícil -como cuando Borja robaba el dinero de la caja de la abuela- era abrir la puerta en silencio. Para eso, Borja y yo aprendimos a untar con una pluma de gallo empapada de aceite las bisagras de las habitaciones de las fieras.

Gorogó se había caído a la alfombra, patético, con los brazos en cruz y la cara negra contra el suelo. Lo recogí y lo metí de nuevo en mi pecho, enredándole la cabeza en la cadenita de la medalla. Cogí rápidamente la ropa, entré en la salita contigua y me vestí. Aún con las sandalias en la mano, salí afuera. En el extremo del pasillo, el tictac del reloj de carrillón cortaba el silencio. Mí sombra me persiguió, alargada, hasta la escalera. Me senté en el primer escalón y me calcé las sandalias. Hacía tanto calor que parecía respirar dentro del vaho de un sueño. (Y bien cierto es que durante mucho tiempo -y aún ahora, en este momento- recordé aquella tarde como en el fondo de una gran copa, con los ruidos amortiguados. Y en aquel sofocante silencio sólo oía las voces y las palabras de la primera conversación de Manuel y mía. Únicamente la voz de Manuel y la mía propia mezcladas. Y los ojillos penetrantes de aquel lagarto verde – tan cerca de nuestras cabezas, como un monstruo – mirándonos entre la hierba, tendidos los dos en la tierra del declive.)

Al salir al patio, el sol levantaba una furia blanca de las paredes, y, bajo los arcos, las sombras se volvían de un húmedo y compacto vapor. Me detuve junto a los aperos de Es Ton, y oí la voz de Lorenza:

– ¿Cómo vamos a negársela?

Y Antonia:

– Dásela y que no se entere nadie… Que no diga de dónde la sacó ni a su misma madre.

Entonces salieron los dos, Manuel detrás de Lorenza. Dieron la vuelta. Lorenza llevaba la llave en la mano y doblaron la esquina amarilla de la casa.

– ¿A dónde van, Antonia? ¿Qué quería Manuel?

– Agua para beber… Les han matado al perro y se lo han echado al pozo.

– ¿Quién?

Se encogió de hombros y siguió inclinada sobre la costura.

– Cualquiera sabe.

Aparté la vista de su boca fruncida, llena de alfileres. Seguí los pasos de Lorenza. Iban al pozo del huerto, en el principio del declive.

Estuve apoyada en uno de los olivos, viéndoles. De allá abajo subía el resplandor verde del mar, entre las pitas. Los árboles, a contraluz, parecían negros. Manuel estaba inclinado sobre el pozo y Lorenza echó el cubo. Oí el ruido del agua. Era un ruido hermoso, como de fría plata, en el ardiente silencio. "Les han echado un perro muerto." Miré mis pies. Descuidadamente, con el reborde de la sandalia, iba trazando rayas en la tierra. "Olerá espantosamente mal. No podrán beber y ha venido a pedir agua."

– ¿No sabes quién fue? – preguntó Lorenza, en su idioma.

Él no contestó, abocado al pozo. Sus brazos morenos brillaban al elevar la cuerda. El dragón de piedra -decía el Chino que era del siglo XII-, parecía reírse entre el musgo.

– Saca la que quieras – dijo Lorenza, en voz baja-. Pero que no te vean, no digas nada a nadie…

Dio la vuelta y se marchó. Yo seguí quieta, amparada por el olivo. Manuel sacaba el agua y la echaba en su cántaro. Era un cántaro esmaltado de verde y muy grande. "Un perro muerto es algo horrible", me dije, "algo que no se puede soportar".

4

Tal, vez lo que me desconcertó fue que no estuviese furioso. Al oír mis pasos levantó la cabeza, y recuerdo -tan claramente como si sucediese ahora mismo a mi lado- el chirrido de la polea, y la turbia humedad que brotaba del pozo. Una humedad caliente como el aliento de la tierra. Dije: "Está el agua muy fría", o algo parecido. Quizá fue algo aún más banal, pero conseguí que volviera la cabeza y me mirara. Conocía su nuca tan tostada de verle inclinado en el huerto. Al volver su cara hacia mí, pensé: "Nunca me había mirado". Aquella tarde, al llevarse la barca, no nos miró ni a mí ni a Borja. (Me vino de golpe el olor del patio de la alcaldía, en la mañana que volvían de enterrar a José Taronjí, y el sol entre la parra, y, sobre todo, algo como un deslumbramiento. Tal vez, aquel enjambre de luces, verde, oro y rubí por entre los crueles cascotes de vidrio, al borde del muro.)

Serían apenas las tres y cuarto, creo yo, a todo sol, rodeados por las hojas quemadas. La ceniza verdosa cubría el dragón, como una lluvia de años. Manuel poseía una faz delgada y dura. Y los huecos profundos de los ojos, y el brillo de madera gastada de aquel rostro, parecían quemarse bajo el sol. Tenía los ojos profundamente negros, con la córnea azulada. Nunca vi ojos como los suyos, que hacían olvidar -y lo he olvidado, es cierto- el resto de sus facciones. Y, cosa extraña que jamás me ocurrió con Borja, ni Guiem, ni Juan Antonio (que siempre me zaherían y trataban de humillarme), al mirarme aquel muchacho (a quien nadie estimaba en el pueblo, hijo de un hombre muerto por sus ideas pecadoras), me sentí ridícula, insignificante. Noté una ola de sangre en la cara, y me vino agolpadamente a la memoria el eco de mis fanfarronas bravatas, el aroma de mis Muratis, mis aires de superioridad y hasta mis caramelos de menta, como algo idiota y sin sentido. No supe qué más decir. Sólo mirarle y quedarme -de pronto me daba cuenta- con una mano incongruentemente extendida hacia él, notando lo insólito de mi presencia; la nieta de la vieja Práxedes, prima de Borja, con Nuestra Señora de los Ángeles detrás. Pensé: "No está furioso". Sólo había en él una oscura tristeza, no por sí mismo enteramente, sino que, acaso, también por mí; como si me abarcase y me uniera a él, apretujándome (como apretujaba yo, dentro de la mano, una redonda y fría bola de cristal en la que nevaba por dentro). En aquella tristeza cabían mis trenzas mal atadas, que se deslizaron hacia atrás y me rozaban la nuca; mi blusa mal metida dentro de la falda; mis sandalias con las tiras desabrochadas, por la precipitación de salir; y aquel sudor que me bañaba.

– Me parece mal -dije. Y noté que mis labios temblaban y que decía algo que no pensé hasta aquel momento, algo aún confuso.- Me parece una cosa horrible lo que os han hecho.

Y en medio de una extraña vergüenza, como si se abriese paso en mí la expiación de confusas, lejanísimas culpas que no entendía pero que lamían mis talones (cometidas tal vez contra todo lo que me rodeaba, sin excluir al Chino, a Antonia, ni, tal vez, al mismo Guiem; culpas y sentimientos que no deseaba reconocer, como el temor o amor a Dios), me pareció que una delgada corteza se rompía, con todo lo que me obligaban a sofocar, Borja con sus burlas, la abuela con sus rígidas costumbres y su pereza y despreocupación de nosotros y tía Emilia con su inutilidad pegajosa. De pronto, me levanté de entre todo aquello. Era solamente yo. "¿Y por qué, por qué?", me dije. En aquella siesta de la tierra, en el momento en que un perro muerto infectaba el agua de un pozo, era yo, solamente yo, sin comprender cómo, en un deslumbramiento desconocido (sólo posible a los indefensos catorce años). Y añadí:

– Me parece muy mal lo que os han hecho, lo que están haciendo en este pueblo, y todos los que viven en él, cobardes y asquerosos… Asquerosos hasta vomitar. Les odio. ¡Odio a todo el mundo de aquí, de esta isla entera, menos a ti!

Apenas lo dije, me sorprendí de mis palabras, y noté que mi cara ardía. Tenía la piel tan encendida como si todo el sol se me hubiera metido dentro. Y aún me dije, confusamente: "Pues no he bebido vino. Ni siquiera había una gota de coñac en la copa de tía Emilia". Él seguía mirándome, sólo mirándome: sin sorpresa, sin odio, ni burla, ni afecto. Como si todo lo que veía y lo que oía, se lo explicasen, al cabo de años y años, de otras personas que no fuéramos él y yo. Brillaba su pelo cobrizo, quemado por el sol y el aire. Un polvo sutilísimo cubría sus tobillos y pies, calzados con sandalias de fraile. Y también su rostro. Continué:

– ¡No sé lo que daría por marcharme de aquí!… ¿Quieres que te ayude a llevar el agua?

Fue por su silencio que me di cuenta de la dureza de mi voz y de cómo se quedaba prendido a mi alrededor el eco de mis palabras, como una granizada.

Él dijo:

– No, no…

Al hablar pareció despertar de algo -quizá, como yo misma, de algún sueño- y bajó los ojos. Nos quedamos uno frente del otro, con el gran cántaro entre los dos, y como avergonzados. Con desolación por mis catorce años y por todo lo que acababa de decirle a aquel muchacho que nos pidió la barca para llevar el cuerpo de su padre (asesinado por los amigos o, a lo menos, partidarios de mi abuela). Había tanta confusión en mí, estaban tan torpes mis ideas, que sentí un gran pesar. Recuerdo el zumbido de una abeja, los mil chasquidos de entre las hojas, allí al lado, en las varas del huerto. Di media vuelta arrastrando ridículamente los pies, para que no se me cayesen las sandalias.

Ya me iba, iba a salir de allí, cuando por fin me llamó:

– ¡No, no es eso! -dijo-. No te vayas así… Estaba mirándome con un aire tan cansado, que pensé: "Éste también es mucho mayor que yo, que todos nosotros: pero de otra manera que Guiem". (A pesar de que dijo el Chino que apenas tenía dieciséis años.) Sabía que Manuel estuvo con los frailes, y había algo monástico en él, quizá en su voz, en sus ojos.

Levantamos la cabeza. Una paloma, de las que criaba la abuela, cruzaba sobre el declive. Su vuelo parecía rozar el techo del aire. Su sombra cruzó el suelo, y algo tembló en ella. Como una estrella fugitiva y azul.

– ¡Si la abuela me viese! Muchas veces me escapo a esta hora… sobre todo si Borja se marcha al Naranjal. ¡Son unos puercos, no me quieren llevar con ellos!

Llena de rabia le expliqué lo del Naranjal; y era como si una corriente de agua fría se abriese paso (o, como una vez que Mauricia me abrió con su navajita la infección de un dedo, y me quedé tranquila y sin fiebre). Iba contándoselo, abrochándome las sandalias, metiéndome la blusa por la falda. Y él seguía quieto, en silencio. Cuando callé, me pareció que no se atrevía ni a coger el agua e irse, ni a quedarse. Al ver su indecisión, de nuevo me entristecí: "No quiere ser amigo mío", me dije. "Tiene miedo de la abuela. Cree que no lo consentiría. Aunque, acaso…". Pero yo misma tenía miedo de pensar: sólo deseaba dejarme llevar por aquel río dulce que parecía empujarme sin remedio.

– No pierdas tiempo. Te acompaño.

Hice ademán de coger el cántaro, pero él se me adelantó. Sin decir nada, salió del huerto. Yo fui detrás, y me pareció que no se atrevía a volver la cabeza para ver si le seguía. Mientras bajaba por el declive, contemplé su espalda. Llevaba una camisa blanca, manchada por la tierra, y un pantalón azul. Sus tobillos desnudos, y sus pies, calzados con sandalias, eran de un tono castaño, opacos por el fino polvo que los cubría.

Su casa se alzaba en la parte baja del declive, ya muy cerca del mar. Tenían unos pocos olivos, algo apartados, y, hacia la derecha, media docena de almendros. La puerta del huerto, quemada por la sal y el viento, estaba siempre abierta (al contrario que en nuestra casa, donde todo permanecía obstinadamente cerrado, como oculto, como guardando celosamente la sombra). En cambio, en la casa de Manuel el sol entraba por todos los agujeros, de un modo insólito, casi angustioso. La casa, el huerto y los árboles de Manuel Taronjí, pertenecieron antes a Jorge de Son Major. Decían que Malene y el señor de Son Major vivieron, hacía tiempo, como marido y mujer. Eso al menos decía Borja. Me hacía daño, de pronto, saberlo; un daño extraño y sin sentido alguno. Las tierras de los Taronjí eran tierras intrusas en el declive de mi abuela. Me parece que la abuela tampoco les quería, pero por lo menos no les nombraba nunca. Tal vez no les odiaba, sólo les despreciaba. Porque ella siempre despreciaba estas cosas: lo de Malene y Jorge de Son Major. Ahora, José Taronjí había muerto, y su hijo, que nunca había trabajado la tierra, tenía la nuca quemada por el sol, y estaba sumido en el largo fuego de la tierra, como empapado de algo para mí inalcanzable y hermético. Me acordaba de la expresión de airado temor de Borja, cuando nos quitó la Leontina y se la llevó. Y yo por qué, si ni siquiera le conocía -¿realmente, no le conocía?- sentía aquel afán de decir a Manuel cosas y cosas que jamás habrían oído Borja, ni Juan Antonio. Decirle, quizá, tan sólo: "No entiendo nada de lo que ocurre en la vida ni en el mundo, ni alrededor de mí: desde los pájaros a la tierra, desde el cielo al agua, no entiendo nada". Aquel mundo con que todos me amenazaban, desde la abuela al Chino, como un castigo. "Que el mundo sea atroz, no lo sé: pero al menos, resulta incomprensible." Y mirando la espalda y la nuca de Manuel y su pelo color de fuego, me decía: "Si éste supiera algo de mi Gorogó… ¿lo entendería?". Era extraño aquel muchacho, aquel pobre muchacho, un chueta de la clase más baja del pueblo, con un padre asesinado y una madre de fama dudosa. ¿Por qué me importaba tanto? "Estas cosas ¿por qué serán?"

Al llegar a la puerta de su huerto se volvió a mirarme. Y entonces me di cuenta del brillo de sus enormes ojos negros, un brillo fiero, que me dejó inmóvil, sin ánimo de atravesar la puerta abierta. Y me dije que acaso él pensara: "Alto ahí, pequeña histérica, este es mi reino, aquí soy yo el señor: vuelve atrás, a tu casa, con tu vieja malvada y egoísta, con tus hipócritas, con tus malvados encubiertos. Vuelve a tu cerrada casa de rincones mohosos, con ratones que huyen como alma en pena y tu vajilla de oro, regalo del rey. Anda, vuelve, vuelve: esta otra es mi casa, y nunca la podrás entender, estúpida y ridícula criatura". Me quedé muy quieta, y busqué a Gorogó, que estaba muy atento también, bajo la blusa, sobre mi apresurado corazón. "Tonta criatura, vuelve a tus cigarrillos y tus borracheras de niños malcriados, vuelve a tus declinaciones y tus traducciones francesas, a tus lecciones de gracioso andar, bajo el bastoncillo de bambú. Vuelve, vuelve, que te casarán con un hombre blando y seboso, podrido de dinero, o con un látigo bestial, como el tío Álvaro." Sobre nosotros huían las palomas hacia Son Major, y sus sombras eran como una lluvia de copos oscuros, fugitivos, sesgados en el suelo, corriendo por entre nuestros pies como hojas empujadas por el viento. Sentí miedo como aquel día, como aquella mañana bajo la higuera, con el majestuoso gallo de Son Major mirándome colérico.

En aquel momento Manuel dijo:

– ¿Me esperas…?

Y cuando desapareció tras el muro, yo aún decía que sí -verdaderamente, pequeña histérica, pequeña tonta- moviendo la cabeza de arriba abajo, como Gorogó.

5

Al principio viví con ellos -le dije, echada en el suelo, entre los almendros-. Por lo menos, algo me acuerdo de eso… pero era muy pequeña. Dicen que mi abuela no quería nada con mi padre. Y ellos vivieron juntos bastante tiempo. Pero, por lo visto, luego se divorciaron…

– Qué pena -dijo Manuel en voz baja. Estaba también de bruces sobre la tierra, muy juntos el uno del otro. Sólo de cuando en cuando nos atrevíamos a mirarnos. Hablé muy bajo, y al volver la cara hacia él sus ojos estaban muy cerca. Noté mi corazón golpeando contra la tierra, y me pareció que también oía el suyo:

– Pena, ¿por qué? yo no me acuerdo de nada… de casi nada… Me llevaron al Colegio, era en Madrid, y el Colegio se llamaba Saint Maur, y estaba en la calle del Cisne… Cuando volvía a casa, nunca estaban ellos. Nunca, ni él ni ella. ¡Pero no me importaba! Además, tenía a Gorogó.

Y él -nunca lo hubiera imaginado- tenía a Gorogó entre sus manos. En sus manos morenas, con callos nuevos y arañazos (no estaba acostumbrado a la tierra), sostenía a mi pequeño negro. Le daba vueltas entre los dedos, lo miraba, y seguramente no lo entendía -¿qué más daba?-. Me escuchaba serio, callado, con sus grandes ojos brillando en la sombra de los árboles. Allá abajo, detrás de nosotros, se oía la solemne respiración del mar. Por nuestra espalda subía la luz, verde y ocre, lanzándose sobre la tierra del declive. Entre las sombras inclinadas de los árboles, la luz nos resbalaba a lo largo del cuerpo. Era como un sueño largo y espeso, que nunca se repetiría. Un verde resplandeciente nos bañaba, y allá arriba, el oro furioso y rojo del gran sol parecía acecharnos. Sabíamos que el sol no podría con nosotros, mientras estuviéramos así, echados uno junto a otro y sin atrevernos casi a mirarnos. De reojo, como no quería la abuela que mirase, veía su oreja ambarina cubierta por una suave pelusa, como una caracola a la que sentía el deseo de acercar mi propia oreja, para oír su mar. Y por eso le dije tantas cosas. En voz baja, como si fuera sólo para mí o Gorogó:

– Y luego, ella se murió. Pero yo estaba en el colegio, y casi no me acuerdo… Mauricia, sabes -fue el aya de mi padre- me preparaba la merienda, y me contaba muchos cuentos. Era muy vieja. Y cuando ella se murió…

Y yo decía "ella" y "él", y Manuel nunca, nunca, me preguntó quiénes eran "ellos". Nunca me preguntó nada, nunca intentó sonsacarme nada: sólo escuchaba así, a mi lado, silencioso. (Como un animalillo perdido, igual que yo.)

– Cuando se murió ella, él me mandó con Mauricia al campo. ¡Pero aquella era una tierra muy diferente!

Manuel dijo, también en voz baja, y sin mirarme:

– ¿Te gustaba?

– Sí.

¡Me gustaba tanto! (Y me callé y me vino de golpe todo, los bosques y el río, y un nudo en la garganta. Y Andersen, y Alicia en el espejo, y Gulliver… y Un capitán de quince años, y aquellos ríos enanos, trazados con un palo en el barro. Los ríos que yo creaba para los gnomos, en la tierra mojada de la acequia. Y aquellas flores amarillas, con forma de sol, que ponía en las cerraduras de las puertas, y los gritos de los cuervos, que repetía el eco, en las cuevas; y la voz de Mauricia: "Soy un cuervito, muy pequeñito sin pan ni sal…." "Matia, ha llegado un paquete de papa".)

– Tenía -le dije- un teatro de cartón.

Levantó la cabeza:

– Ah, yo también. Él me lo envió…

Me volví a mirarle. Estaba muy pálido, y dijo precipitadamente:

– También me enviaba libros. Me gustaba mucho leer. Eran casi siempre libros de viajes. ¡Él había viajado tanto! Se pasó la vida en su barco viajando por las islas.

Su brazo se levantó, como trazando en el aire una imaginaria ruta. Le miré, con la sangre agolpada en la cara, y un loco deseo de decir: "No, no me descubras más cosas, no me digas oscuras cosas de hombres y mujeres, porque no quiero saber nada del mundo que no entiendo. Déjame, déjame, que aún no lo entiendo". Pero a él le pasaba igual que a mí: como la infección curada con la navajita de Mauricia. Estaba de perfil, nimbado por la luz verde de los almendros. Como pequeños animales contra la tierra pedregosa, nos deslizábamos hacia abajo, por la pendiente del declive. Sólo en aquel momento me di cuenta de que insensiblemente, resbalábamos hacia abajo. Había algo como una amenaza a nuestras espaldas. Y añadió:

– Me enviaba recuerdos de todos aquellos países…

Y de un tirón, como si la respiración se le acabase:

– Y le gustaba… decía él, que yo sería igual, acaso. Pero a mí me daba miedo, y algunas veces pensé si no me quedaría para siempre en el Monasterio, con los frailes.

Entonces su mano se levantó y cayó sobre la mía. Me apretó la mano contra la tierra, como si me quisiera retener, para que no cayera allá abajo, a la gran amenaza. Al vértigo azul y espeso, alucinante, que yo sintiera desde la plazuela donde quemaban a los judíos, sobre el acantilado. Como si con él, con su mano, con mi infancia que se perdía, con nuestra ignorancia y bondad, quisiera hundir nuestras manos para siempre, clavarlas en la tierra aún limpia, vieja y sabia.

– Ah, ¿sí? -dije, con un hilo de voz, que sólo muy cerca de mí podía oírse. Y tal vez no la oyó, porque continuó diciendo:

– ¡Me distinguía tanto, de ellos! Al principio no me daba mucha cuenta. Vivía con los frailes. El abad era primo suyo, y me tenía cariño. Sólo durante las vacaciones de Navidad venía a la isla…

Se quedó pensativo y añadió:

– Pero la última vez ella me habló, y me di cuenta de toda la verdad. Soy algo diferente de los demás, no tan listo… También allí arriba, resultaba demasiado inocente. Y ella me dijo: "Hijo, eres demasiado bueno, ya tienes quince años". Y sin embargo, cuando ella me habló, me pareció que era mucho más viejo que todos ellos.

Se cubrió la cara con las manos y le puse la mía en la nuca, que era suave y tibia. No se movió, hasta que la retiré, y entonces se volvió a mirarme:

– Aquel día, renuncié a todos los privilegios que recibía de él. Me di cuenta de que mi sitio estaba con ellos, ahí, en esa casa: con José y Malene, con mis hermanos, María y Tomeu… y sobre todo con él, con Taronjí -esto último lo dijo muy deprisa, y como en un soplo-. ¡Tenía que estar a su lado! Porque él estaba comido por el odio y yo debía estar a su lado, cuando todos le miraban con burla, o como un enemigo. Pensé: "Manuel, ésta es tu casa, tu familia". ¡Porque no se escoge la familia, se la dan a uno!

Algo me apretaba el pecho. (Ah, mi pobre Negro, Falso Deshollinador). Prosiguió:

– Comprendí que mis hermanos llevaban otra vida muy distinta que la mía, y que nadie les quería ayudar… y a ella, ninguna mujer le hablaba cuando iba al pueblo. Y le oí decir a José Taronjí cosas… ¡estaba lleno de rencor! Porque la quería y sufría con todo lo que ocurrió antes y lo que aún ocurría. Casi creí que me odiaba a mí también. Y entonces pensé: tengo que conseguir que me quiera. Y quererle algún día, yo también.

Estaba asustada, temerosa de oír aquellas cosas. ¡Era algo tan nuevo para mí! No el haber descubierto el secreto de la vida de Manuel -un secreto sucio de hombres y mujeres, del que no era culpable- sino por la forma cómo entendía el desconocido mundo: el pavoroso, aterrador mundo con que nos amenazaban a Borja y a mí, del que huía desesperadamente el Chino. El mundo al que maliciosamente aludían Guiem y Es Mariné, el mundo que, por lo visto, pertenecía a gentes como Jorge de Son Major. A mi pesar, no le entendí:

– ¿Y… te quedaste con ellos?

– Sí, me he quedado con ellos.

Las palomas de la abuela volvían: en aquel momento se metieron entre los almendros. Eran como sombras azules y verdosas, sobre nuestras cabezas. Producían chasquidos extraños. Algo vibró en el aire, como gotas de un cristal muy fino.

– Ahora también estás tú fuera. Quiero decir, fuera de la barrera. Me entiendes, ¿no? De los Taronjí, el delegado y todos los demás. Y, acaso, de mi abuela también…

– Ya lo sé -dijo.

– ¿Y no tienes miedo?

Tardó en contestar:

– Sí, a veces lo tengo. No precisamente miedo, pero sí algo como un pesar muy grande.

Cuando dijo pesar, un peso asfixiante, lento, pareció rodar realmente por el declive. Cogió una almendra: estaba hueca y la dejó a un lado. Nos mostró su agujero, negro y podrido como una mala boca. Si no hubiera tenido catorce años, tal vez hubiese sentido ganas de llorar. En aquel momento sentí como mío aquel pesar, algo como un arrepentimiento bochornoso: "Por eso, éste no es de Guiem ni de Borja. Por eso no es de ninguno de nosotros". O, acaso, fuese de todos nosotros. "Porque es tan bueno…" Pero, ¿era él bueno, realmente? ¿Era yo mala? ¿Eran malos Borja o el Chino? ¡Qué confusión! Y Jorge de Son Major, tras sus muros, escondiendo el horror que le producía su propia vejez, cultivando flores.

– Manuel -dije-. Eres demasiado…

No sabía cómo llamarle. Casi sentía irritación de verle y oírle. Y deseaba hacerle participar de nuestros tesoros, de la Joven Simón, del Café de Es Mariné… hasta dejarle ir al Naranjal con los muchachos. Pero ¿qué tenía él que ver con todo aquello? ¿Qué tenía que ver él con nadie en el mundo? Contemplé sus manos no acostumbradas al trabajo, con los dedos arañados. Y dijo:

– No, no creas. Mi lugar estaba aquí, con los rencorosos, con tanta tristeza… Cuando llegó todo esto ya había decidido quedarme. Ahora, tú ya lo sabes, le han matado.

Salió un lagarto verde, diminuto, de bajo una piedra. Los dos nos quedamos mirándole, muy quietos. Teníamos los ojos cerca del suelo y, entre las hierbas, el lagarto nos miraba. Sus ojillos, como la cabeza de un alfiler, eran agudos, terribles. Por momentos parecía el terrible dragón de San Jorge, en la vidriera de Santa María. Me dije: "Él está con los hombres: con las feas cosas de los hombres y de las mujeres". Y yo estaba a punto de crecer y de convertirme en una mujer. O lo era ya, acaso. Sentí las manos frías, en medio del calor. "No, no, que esperen un poco más… un poco más". Pero, ¿quién tenía que esperar? Era yo, sólo yo, la que me traicionaba a cada instante. Era yo, yo misma, y nadie más, la que traicionaba a Gorogó y a la Isla de Nunca Jamás. Pensé: "¿Qué clase de monstruo soy ahora?" Cerré los ojos para no sentir la mirada diminuta-enorme del dragón de San Jorge. "¿Qué clase de monstruo que ya no tengo mi niñez y no soy, de ninguna manera, una mujer?".

Quise apartar de mí tanta pena, y dije:

– Y el del Son Major, ¿no te llama a veces? ¿Ya no quiere saber nada de ti? Pensará que le has traicionado.

– Sí, me ha llamado dos veces. Tú conoces al hombre de la guitarra: ese que vive con él, hace tiempo. Le llevaba antes en el Delfín. Ahora está muy viejo, pero aún canta canciones que le gustan mucho… Ese que se llama Sanamo y se pone rosas encarnadas detrás de la oreja. Dice que es su único amigo de verdad. Pues Sanamo vino al huerto, por detrás de los olivos, cuando me ocupaba en recoger la almendra con mis hermanos y mi madre. Y me llamó.

(Me imaginé como al Diablo en el Paraíso, detrás de los árboles, con una rosa oscura en la sien.)

– Le contesté: "No puedo, dile que no puedo. Tengo que ayudar a mi madre y a mis hermanos. Bien quisiera ir. Dile que se lo agradezco. Y dile también que le quiero mucho, pero que mientras éstos vivan no puedo volver con él".

Y al decir "le quiero mucho" su voz tembló, tan cálida y cercana a mí, que una envidia rabiosa se me despertó.

Deseé fugazmente ser mala, cruel. (Y no se me ocurría nada que decirle contra las palabras que me dolían: "le quiero mucho". Pues sólo se me atropellaban tonterías como: "Pues yo quiero mucho a Gorogó: pues yo quiero mucho a aquella bola de cristal, y quiero mucho, quiero mucho…". Qué dolor tan grande me llenaba. ¿Cómo es posible sentir tanto dolor a los catorce años? Era un dolor sin gastar.

Bruscamente me puse de pie, apoyando las palmas en el suelo y clavándome sus dentadas piedrecillas. El lagarto huyó, despavorido, Manuel me miró desde abajo, con la boca entreabierta, como sorprendido. Como si alguien hubiera rasgado el velo tras el que nos habíamos ocultado. Y dije:

– ¡Vamos, tú! Vamos allí.

– ¿A dónde?

– A Son Major.

– No. ¿Qué estás diciendo?

Se levantó. Como nunca estuvimos tan cerca uno del otro, vi que era más alto que yo. Pensé: "Ojalá este me creyera mayor que él: lo menos de dieciocho años. Ojalá".

– Ven conmigo, tonto.

Y sabía -en aquel momento lo supe por primera vez- que él iría a donde yo le pidiese.

Eché a andar muy segura de mí. Y aunque no le oía, sabía que venía detrás, que vendría siempre. (Y cuánto me dolió después. O, al menos, cuánto me dolió en algún tiempo, que ahora ya parece perdido.)

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