GÓMEZ PALACIO

Fui a Gómez Palacio en una de las peores épocas de mi vida. Tenía veintitrés años y sabía que mis días en México estaban contados.

Mi amigo Montero, que trabajaba en Bellas Artes, me consiguió un trabajo en el taller de literatura de Gómez Palacio, una ciudad con un nombre horrible. El empleo acarreaba una gira previa, digamos una forma agradable de entrar en materia, por los talleres que Bellas Artes tenía diseminados en aquella zona. Primero unas vacaciones por el norte, me dijo Montero, luego te vas a trabajar a Gómez Palacio y te olvidas de todo. No sé por qué acepté. Sabía que bajo ninguna circunstancia me iba a quedar a vivir en Gómez Palacio, sabía que no iba a dirigir un taller de literatura en ningún pueblo perdido del norte de México.

Una mañana partí del DF en un autobús atestado de gente y dio comienzo mi gira. Estuve en San Luis Potosí, en Aguascalientes, en Guanajuato, en León, las nombro en desorden, no sé en qué ciudad estuve primero ni cuántos días permanecí allí. Luego estuve en Torreón y en Saltillo. Estuve en Durango.

Finalmente llegué a Gómez Palacio y visité las instalaciones de Bellas Artes, conocí a los que iban a ser mis alumnos. Temblaba todo el tiempo pese al calor que hacía. La directora, una mujer de ojos saltones, regordeta, de mediana edad, que llevaba un gran vestido estampado con casi todas las flores del estado, me instaló en un motel de las afueras, un motel espantoso en medio de una carretera que no llevaba a ninguna parte.

A media mañana iba ella misma a recogerme. Tenía un coche enorme, de color azul cielo, y manejaba tal vez de una forma un tanto temeraria, aunque en líneas generales se podría decir que no lo hacía mal. El coche era automático y sus pies apenas llegaban a los pedales. Invariablemente lo primero que hacíamos era ir a un restaurante de carretera que se divisaba a lo lejos desde mi motel, una protuberancia rojiza en el horizonte amarillo y azul, a tomar unos jugos de naranja y huevos a la mexicana, seguidos de varias tazas de café, que la directora pagaba con vales de Bellas Artes (supongo), nunca con dinero.

Luego se reclinaba en el asiento y se ponía a hablar de su vida en aquella ciudad del norte y de su poesía, que había publicado en la pequeña editorial que Bellas Artes sufragaba en el estado, y de su marido, que no entendía el oficio de poetisa ni los dolores que tal oficio conllevaba. Mientras ella hablaba yo no dejaba de fumar un Bali detrás de otro y miraba por la ventana la carretera y pensaba en el desastre que era mi vida. Después volvíamos a montar en su coche y nos desplazábamos hasta la sede social de Bellas Artes en Gómez Palacio, un edificio de dos plantas sin ningún atractivo salvo un patio de tierra donde sólo había tres árboles, un jardín deshecho o a medio rehacer por el que pululaban como zombis los adolescentes que estudiaban pintura, música, literatura. La primera vez casi no le presté atención al patio. La segunda vez me puse a temblar. Todo aquello no tenía sentido, pensaba, pero en el fondo sabía que tenía sentido y ese sentido era el que me desgarraba, para utilizar una expresión un tanto exagerada que yo, sin embargo, no consideraba exagerada. Tal vez confundía entonces sentido con necesidad. Tal vez sólo estaba nervioso.

Por las noches me costaba dormir. Tenía pesadillas. Antes de meterme en la cama me aseguraba de que las puertas y las ventanas de mi habitación estuvieran herméticamente cerradas. Se me secaba la boca y la única solución era beber agua. Me levantaba continuamente e iba al baño a llenarme el vaso con agua. Ya que estaba levantado aprovechaba para comprobar una vez más si había cerrado bien la puerta y las ventanas. A veces me olvidaba de mis aprensiones y me quedaba junto a la ventana observando el desierto de noche. Luego volvía a la cama y cerraba los ojos, pero como había bebido tanta agua no tardaba en levantarme de nuevo, esta vez para orinar. Y ya que me había levantado volvía a comprobar las cerraduras de la habitación y volvía a quedarme quieto escuchando los ruidos lejanos del desierto (motores en sordina, coches que iban hacia el norte o hacia el sur) o mirando la noche a través de la ventana. Hasta que amanecía y entonces por fin podía dormir algunas horas seguidas, dos o tres como mucho.

Una mañana, mientras desayunábamos, la directora me preguntó por el color de mis ojos. Están así porque duermo poco, le dije. Sí, están enrojecidos, dijo ella, y cambió de tema. Esa misma tarde, cuando me llevaba de vuelta al motel me preguntó si quería conducir yo durante un rato. No sé manejar, le dije. Ella se puso a reír y frenó junto al arcén. Un camión frigorífico pasó a nuestro lado. Sobre un fondo blanco alcancé a leer en grandes letras azules: CARNES DE LA VIUDA PADILLA. Venía de Monterrey y el conductor nos miró con un interés que me pareció desmedido. La directora abrió su portezuela y se bajó. Ponte en el asiento del conductor, dijo. La obedecí. Mientras asía el volante la vi dar la vuelta por la parte delantera. Luego se puso en el asiento del copiloto y me ordenó que nos fuéramos.

Durante mucho rato conduje por la banda gris que unía Gómez Palacio con mi motel. Al llegar a éste no me detuve. Miré a la directora, sonreía, no le importaba que condujera un rato más. Al principio los dos observábamos la carretera en silencio. Cuando dejamos atrás el motel ella se puso a hablar de su poesía, de su trabajo y de su poco comprensivo marido. Cuando se quedó sin palabras encendió el radiocassette y puso una cinta de una cantante de rancheras. Tenía una voz triste que siempre iba un par de notas por delante de la orquesta. Soy su amiga, dijo la directora. No la entendí. ¿Qué?, dije. Soy íntima amiga de la cantante, dijo la directora. Ah. Es de Durango, dijo. Ya has estado allí, ¿no? Sí, estuve en Durango, dije. ¿Y qué tal los talleres de literatura? Peores que aquí, dije como cumplido aunque ella no pareció considerarlo así. Es de Durango, pero vive en Ciudad Juárez, dijo. A veces, cuando va a su ciudad natal para ver a su madre, me telefonea y yo saco tiempo de donde sea y me voy a pasar unos días con ella en Durango. Qué bien, dije sin quitar los ojos de la carretera. Me alojo en su casa, en la casa de su madre, dijo la directora. Dormimos las dos en su habitación y nos pasamos horas hablando y escuchando sus discos. De vez en cuando cualquiera de las dos va a la cocina y prepara un cafecito. Yo suelo llegar con galletas La Regalada, que a ella le gustan más que cualquier otra clase de galletas. Y tomamos café y comemos galletas. Nos conocemos desde que teníamos quince años. Es mi mejor amiga.

En el horizonte vi unos montes bajos entre los cuales se perdía la carretera. Por el este empezaba a aparecer la noche. ¿De qué color es el desierto de noche?, me había preguntado días atrás en el motel. Era una pregunta retórica y estúpida en la que cifraba mi futuro, o tal vez no mi futuro sino mi capacidad para aguantar el dolor que sentía. Una tarde, en el taller de literatura de Gómez Palacio, un muchacho me preguntó por qué escribía poesía y hasta cuándo lo pensaba hacer. La directora no estaba presente. En el taller había cinco personas, los únicos cinco alumnos, cuatro muchachos y una muchacha. Dos de ellos vestían con una humildad extrema. La chica era bajita y flaca y su ropa era más bien vulgar. El que hizo la pregunta hubiera debido estar estudiando en la universidad, pero en lugar de eso trabajaba de obrero en una fábrica de jabones, la más grande (y probablemente la única) del estado. Otro de los muchachos era mesero en un restaurante italiano. Los otros dos iban a la prepa y la muchacha ni estudiaba ni trabajaba.

Por azar, le respondí. Durante un rato los seis nos quedamos callados. Sopesé la posibilidad de trabajar en Gómez Palacio, de vivir allí para siempre. Había visto en el patio a un par de alumnas de pintura que me parecieron bonitas. Con suerte podía casarme con una de ellas. La más bonita de las dos parecía también la más convencional. Imaginé un noviazgo largo y complicado. Imaginé una casa oscura y fresca y un jardín lleno de plantas. ¿Y hasta cuándo piensa escribir?, dijo el muchacho que hacía jabones. Hubiera podido responderle cualquier cosa. Opté por la más sencilla: no lo sé, dije. ¿Y tú? Yo empecé a escribir porque la poesía me hace más libre, maestro, y nunca lo voy a dejar, dijo con una sonrisa que apenas ocultaba su orgullo y su determinación. La respuesta estaba viciada por la vaguedad, por un afán declamatorio. Detrás de esa respuesta, sin embargo, vi al obrero del jabón, no como era ahora sino como había sido cuando tenía quince años o tal vez doce, lo vi corriendo o caminando por calles suburbiales de Gómez Palacio bajo un cielo que se asemejaba a un alud de piedras. Y también vi a sus compañeros: me pareció imposible que sobrevivieran. Eso era, pese a todo, lo más natural.

Después leímos poesías. De ellos la única que tenía algo de talento era la muchacha. Pero yo ya no estaba seguro de nada. Cuando salimos, la directora me estaba esperando junto a dos tipos que resultaron ser funcionarios del estado de Durango. No sé por qué, pensé que eran policías y que habían ido a detenerme. Los muchachos se despidieron de mí y se marcharon, la chica flacucha con un chico y los otros tres solos. Los vi atravesar un pasillo de paredes desconchadas. Los seguí hasta la puerta, como si hubiera olvidado decirle algo a uno de ellos. Allí los vi perderse por los dos extremos de aquella calle de Gómez Palacio.

Entonces la directora dijo: es mi mejor amiga, y luego se calló. La carretera había dejado de ser una línea recta. Por el espejo retrovisor vi un muro enorme que se alzaba tras la ciudad que dejábamos atrás. Tardé en reconocer que era la noche. En el radiocassette la cantante empezó a gorjear otra canción. Hablaba de una población perdida en el norte de México en donde todo el mundo era feliz, menos ella. Me pareció que la directora estaba llorando. Un llanto silencioso y digno, pero incontenible. Sin embargo no podía confirmarlo. Mis ojos no se apartaban ni un segundo de la carretera. Luego la directora sacó un pañuelo y se sonó. Encienda los faros, oí que me decía con una voz apenas audible. Seguí conduciendo.

Encienda las luces del carro, repitió, y sin esperar una respuesta se inclinó sobre el tablero y encendió ella misma las luces. Reduzca la velocidad, dijo al cabo de un rato, con la voz más firme, mientras la cantante entonaba las notas finales de su canción. Una canción muy triste, dije por decir algo.

El coche quedó aparcado a un lado de la carretera. Abrí la puerta y me bajé: aún no estaba del todo oscuro, pero ya no era de día. Las tierras a mi alrededor, los montes en los que se perdía la carretera, eran de un color amarillo oscuro tan intenso como no he visto nunca. Como si esa luz (pero no era luz, sólo era un color) estuviera grávida de algo que no sabía qué era pero que muy bien hubiera podido ser la eternidad. Me dio vergüenza pensar algo semejante. Estiré las piernas. Un coche pasó junto a mí tocando el claxon. Le menté la madre con un gesto. Tal vez no fue sólo un gesto. Tal vez grité chinga tu madre y el conductor me vio o me oyó. Pero eso, como casi todo en esta historia, es improbable. Cuando pienso en él, además, lo único que veo es mi imagen congelada en su espejo retrovisor, todavía tengo el pelo largo, soy flaco, llevo una chaqueta de mezclilla y unas gafas demasiado grandes, unas gafas asquerosas.

El coche frenó unos metros más adelante y se quedó quieto. Nadie salió, tampoco puso marcha atrás, no volví a oír el claxon, pero su presencia parecía hinchar el espacio que ahora de alguna manera compartíamos. Con prudencia, me encaminé hacia donde estaba la directora. Ella bajó la ventanilla y me preguntó qué había pasado. Tenía los ojos más saltones que nunca. Le dije que no lo sabía. Es un hombre, dijo ella, y se movió para ponerse en el asiento del conductor. Ocupé el asiento que ella había dejado libre. Estaba caliente y húmedo, como si la directora tuviera fiebre. A través de la ventanilla pude ver la silueta de un hombre, la nuca de alguien que miraba, como nosotros, la línea de la carretera que empezaba a serpentear hacia los montes.

Es mi marido, dijo la directora sin dejar de mirar el coche detenido y como si hablara consigo misma. Luego puso la otra cara de la cinta y subió el volumen. Mi amiga a veces me llama por teléfono, dijo, cuando se va de gira por ciudades desconocidas. Una vez me llamó desde Ciudad Madero, estuvo toda la noche cantando en un local del sindicato petrolero y me llamó a las cuatro de la mañana. Otra vez me llamó desde Reinosa. Qué bien, dije yo. No, ni bien ni mal, dijo la directora. Simplemente me llama. A veces tiene esa necesidad. Cuando contesta mi marido ella cuelga el teléfono.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada. Me imaginé al marido de la directora con el teléfono en la mano. Coge el teléfono, dice bueno, quién es, luego escucha que del otro lado cuelgan y él también cuelga, casi como un acto reflejo. Le pregunté a la directora si quería que bajara y fuera a decirle algo al conductor del otro coche. No es necesario, dijo. Me pareció una respuesta razonable, aunque en realidad era una respuesta enloquecida. Le pregunté qué creía que iba a hacer su marido, si es que en verdad era su marido. Permanecerá aquí hasta que nos vayamos, dijo la directora. Entonces lo mejor sería irnos ya mismo, dije yo. La directora pareció sumirse en sus pensamientos, aunque en realidad, lo adiviné mucho más tarde, lo único que hizo fue cerrar los ojos y literalmente beber hasta la última gota de la canción que su amiga de Durango entonaba. Después encendió el motor y avanzó lentamente hasta pasar junto al coche detenido unos metros más adelante. Miré por la ventanilla. El conductor en ese momento me dio la espalda y no pude verle la cara.

¿Estás segura de que era tu marido?, le pregunté cuando el coche ya se perdía otra vez en dirección a los cerros. No, dijo la directora, y se echó a reír. Creo que no era. Yo también me puse a reír. El carro se parecía al de él, dijo entre hipidos de risa, pero me parece que no era él. ¿Sólo te parece?, dije yo. A menos que haya cambiado la matrícula, dijo la directora. Comprendí en ese momento que todo había sido una broma y cerré los ojos. Después salimos de los cerros y entramos en el desierto, una planicie que barrían las luces de los coches que iban al norte o en dirección a Gómez Palacio. Ya era de noche.

Mira, dijo la directora, vamos a llegar a un sitio muy especial. Ésa fue la palabra que empleó. Muy especial.

Quería que vieras esto, dijo, a mí es lo que más me gusta de mi tierra. El coche salió de la carretera y se detuvo en una suerte de zona de descanso, aunque en realidad aquello no era nada, sólo tierra y un espacio grande para estacionar camiones. A lo lejos brillaban las luces de algo que podía ser un pueblo o un restaurante. No bajamos. La directora me indicó un punto impreciso. Un tramo de carretera que debía de estar a unos cinco kilómetros de donde nos encontrábamos, tal vez menos, tal vez más. Incluso pasó un paño por la ventanilla delantera para que viera mejor. Miré: vi faros de automóviles, por los giros de las luces aquello tal vez fuera una curva. Y luego vi el desierto y vi unas formas verdes. ¿Lo has visto?, dijo la directora. Sí, luces, respondí. La directora me miró: sus ojos saltones brillaban como seguramente brillan los ojos de los animales pequeños del estado de Durango, de los alrededores inhóspitos de Gómez Palacio. Luego volví a mirar hacia donde ella indicaba: primero no vi nada, sólo oscuridad, el resplandor de aquel pueblo o restaurante desconocido, después pasaron algunos automóviles y sus haces de luz partieron el espacio con una lentitud exasperante.

Una lentitud exasperante que sin embargo ya no nos afectaba.

Y después vi cómo la luz, segundos después de que el coche o el camión de transporte hubiera pasado por aquel lugar, se volvía sobre sí misma y quedaba suspendida, una luz verde que parecía respirar, por una fracción de segundo viva y reflexiva en medio del desierto, sueltas todas las ataduras, una luz que se asemejaba al mar y que se movía como el mar, pero que conservaba toda la fragilidad de la tierra, una ondulación verde, portentosa, solitaria, que algo en aquella curva, un letrero, el techo de un galpón abandonado, unos plásticos gigantescos extendidos en la tierra, debían de producir, pero que ante nosotros, a una distancia considerable, aparecía como un sueño o un milagro, que son, a fin de cuentas, la misma cosa.

Después la directora puso el motor en marcha, dio la vuelta y volvimos al motel.

Al día siguiente yo debía marcharme al DF. Cuando llegamos la directora se bajó del coche y me acompañó un trecho. Antes de llegar a mi habitación me dio la mano y se despidió de mí. Sé que sabrás perdonar mis extravíos, dijo, al fin y al cabo los dos somos lectores de poesía. Le agradecí que no hubiera dicho que los dos éramos poetas. Cuando entré en mi habitación encendí la luz, me saqué la chaqueta, bebí agua directamente del grifo. Luego me acerqué a la ventana. En el aparcamiento del motel aún estaba el coche de ella. Abrí la puerta y un soplo de aire del desierto me dio de lleno en la cara. El coche estaba vacío. Un poco más allá, junto a la carretera, como quien contempla un río o un paisaje extraterrestre, vi a la directora, con los brazos un poco levantados, como si estuviera hablando con el aire o recitando, o como si de nuevo fuera una niña y estuviera jugando a las estatuas.

No dormí bien. Cuando amaneció ella misma me vino a buscar. Me acompañó hasta la estación de autobuses y me dijo que si finalmente decidía aceptar el trabajo sería bienvenido en el taller. Le dije que me lo tenía que pensar. Ella dijo que eso estaba bien, que había que pensar las cosas. Luego dijo: un abrazóte. Me incliné y la abracé. El asiento que me tocó daba al otro lado, así que no la pude ver cuando se marchó. Sólo recuerdo vagamente su figura, allí detenida, mirando el autobús o tal vez mirando su reloj de pulsera. Después tuve que sentarme porque otros viajeros pasaban por el pasillo o se acomodaban en los asientos de al lado y cuando volví a mirar ya no estaba.

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