Francisco Ayala
Relatos

El boxeador y un ángel

De El boxeador y un ángel (1929)

I

Las muchachas, cogidas del brazo, lanzaban discos de risa: arandelas eléctricas, giratorias, a lo largo de los alambres del telégrafo.

Los trenes -despeinados, heridos- se doblaban sobre un costado. Abrían gritos de espanto. Desgarraban el paisaje.

Los camiones pasaban revista a cristaleras sobrecogidas.

Y campos rectangulares -con jersey a rayas blancas y azules- cazaban en red frutos deportivos…

En cambio su sonrisa (la misma de todos los días) era quieta, al dictado del ángel. Quieta y densa, como el humo de la fábrica que la chimenea inyectaba tan penosamente. (La fábrica aplastada bajo el cielo, le clavaba su puñal. El cielo: cómo se desangraba por dentro. Cómo se iba quedando anémico.)

Sin sentir, entre vías, caminaba el púgil. Se le escapaba el alma, como un niño, por los senderos ferroviarios, para regresar a cada momento. Mientras su gesto se aclaraba de intimidad sobre líneas escuetas del traje azul mecánico.

A su lado -la cérea cabeza sobre su propio hombro, con suavidad de serpiente- captaba sueños el ángel compañero.

La sirena de la fábrica se retorció con angustia, esquivadora. Latigazo reprimido sobre su espalda.

La tarde, exangüe, se cogía a las paredes. No podría levantarse ya, víctima del contrincante negro.

Había caído, naufragio de la esponja, en un cubo de agua la luna, despedazada. (El crimen de anoche.)

Un estremecimiento.

– ¡Ay, ángel! Vamos a investigar la suerte. Mi suerte en el combate, ángel compañero.

Se acercó al hombre del oráculo: pájaros sabios, y el destino enjaulado. (El mercader de presagios era judío.)

Le rodeaban soldados, marineros y niñas ya curiosas del porvenir.

Sitio. Sitio.

El héroe -conquistador de planos- les marginalizó. Tantas miradas, empujaron su imagen a un primer término. Entre sus dedos giró una moneda: el estipendio.

– A ver. Mi suerte.

Dobladas, ordenadas -verdes, rojas, amarillas- todas las suertes, en dosis farmacéuticas. Un gran stock.

– ¿Qué pájaro prefiere?

– Aquél. (Aquél, que había desplegado un conato de vuelo metálico.)

El corazón -puño de Dios- le golpeaba dura y eficazmente, con terrible persistencia.

Mientras que el pájaro, sobre la caja polícroma, clavaba el pico en el Destino, y extraía, pinzado como una frutilla, un papelito rojo.

Soldados, marineros y niñas: -¡Ya. Del color que siempre!- exclamaron. Y el judío lo entregó. Con más: una sonrisa de doble fondo, multirrefleja.

Se desperezó con delicia el papelito rojo. Tembloroso, entre dedos tamborileantes…

Y: buena, buena suerte: vencerás. Así -…vencerás…- había saltado del texto. La palabra, desprendida, le había saltado a los ojos.

– Vencerás -dijo el ángel, palmoteando-. Bien claro lo pone.

Y lo repitió cerrándole el paso una y otra vez -perrillo alegre- con figuras de baile.

– Ya me lo figuraba yo, que habías de vencer. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí.

Iba llenando el aire de afirmaciones, que estallaban en lluvia verde.

Todavía, una palmada en el hombro.

– Vencerás, maestro. Al fin y al cabo, no se trata sino de un negro. De un miserable negro.

…El púgil, complacido. El ángel, borracho de optimismo.

Ya la estación -erizada de transparentes escalenos- había quedado atrás.

La ciudad se agolpaba en superficies inasibles, desnudas, cristalizadas. De glacial blindaje.

Un aire trepidante sacudió la melena, que pinchaba como mil alfileres.

II

Bata azul: calma, inocencia.

Y enfrente -en su esquina, apoyado en los cables del ring- el negro -fuego y jazmines- con todo su cuerpo envuelto en amarillo.

Sonrisa de jazmines. Sonrisa de… Pero ¡ya verás, negro! (Sin embargo, un hombre blanco parece como que pelea más al descubierto.)

– Vencerás, no te apures. Tienes la profecía.

Ya. El martillo dilató ondas sonoras en el acuario espectador.

Avance diagonal. Cruzaron los guantes en saludo gatuno, y comenzó el combate.

¡Ah! ¡Hop!… ¡Ah! ¡Hop!… ¡Ah! ¡Hop!… No había manera de enrojecer los jazmines. No podía borrarle al negro su gesto afrentoso; quebrar la línea irónica de su esquivada.

Allí. Allí. Ahora. Contra las cuerdas. ¡Hip!…

¿No?…No. ¡De goma! Un negro de goma.

El ángel, cruzado de brazos, perseguía los movimientos con su anhelo, de un ángulo a otro.

Pálido, pálido, y casi llorando… Extendió las manos con una imploración de maniquí. (Temblaba la seda tierna de su pecho.)

– Ahora, ahora, imbécil. Dale ahora -le gritó al púgil.

Pero ya el martillo había arrancado haz de flechas -mitad cortas y mitad largas-.

Los boxeadores volvían -diagonal- a sus esquinas. A las esquinas transformadas.

La esponja, ante su rostro, le electrizó de agua fría. (Alto voltaje.)

El aire abanderaba la proa del navío anclado. (Tempestad de aplausos.) Bajo el pabellón violento se prolongaban los brazos en cuerdas trémulas. Bajaba y subía, neumático, el pecho reluciente.

Y el ángel aconsejaba con misterio en la oreja. (Al otro lado, el manager.)

El contrincante, crecido como una hoguera -fuego y jazmines- atacaba. ¡Plac! ¡Plac!

Le sintió sobre sí, huracán desértico henchido -ahora, él- del aire que guardaba la sábana en sus pliegues… Sobre sí… Implacable… Y había que ir cediendo, esquivando… Un momento; eso era todo lo que deseaba; un momento para reponerse.

Las cuerdas del ring marcaron regiones paralelas en su espalda. Y el atroz mazazo le llegó antes -casi- en la exclamación del público que en el puño del contrario. (Sensación líquida, confusa. El cerebro, ceñido como por una anilla. Nada: discos rojos, naranja. Las luces, estrellas fugaces: de verbena.)

Cayó con una rodilla en tierra. La cabeza inclinada… A su lado bajaba segundos el árbitro con mano de verdugo: 1, 2, 3.

Pero el ángel -crispación terrible- se precipitó en ayuda del caído. (Sudaba el boxeador gotas de sangre.) En amparo de su agonía. (El cuello, tronchado, flojo.)

Sujetó por las axilas el cuerpo desmoronado -4, 5, 6…-. Y dijo, con voz oscilatoria de fleje:

– Anda. Un esfuerzo. Puedes. Puedes levantarte. Anda: ¿Aup!…-7, 8.

Se organizó la figura en guardia cerrada, perfecta.

El alífero, persuasivo, animaba al boxeador. Hubo casi iniciativa de ataque…

Aire. Agua de limón. Talco en el suelo. En la cara, un barniz.

… Ultimo round. Obstinado el negro en su risa sinvergüenza, de biseles blancos; en su juego de puñales.

El otro le opuso una risa nueva, de aurora boreal. Se fue el adversario. Tres pasos seguros y un golpe en la mandíbula.

Se le suicidó la sonrisa al negro, cortada -rabo de flor- entre los dientes. Se le voló al cielo. ¡Por fin!

Y el cuerpo, descentrado, cayó como un globo sin gas, bajo los aplausos del ángel. Dos vueltas -color café- en el cuadrado. (El dedo conminatorio del arbitro descendía respiraciones expectantes.)

Trataba de incorporarse, pálido como el acero. Pero la mirada voluntariosa del pugilista blanco le apretaba -pértiga eficaz- contra el tablado. Un soplo de energía -globo anémico- le alzó, vacilante.

Nuevo golpe. ¡Al suelo!

Corrían los segundos. Y un hilo de sangre por su cara. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7…

El ángel puso su pie rosado sobre el pecho del negro boxeador. (Alborozo de alas y palmadas.) Mientras levantaba el árbitro -indicador lineal del cielo victorioso y centro de aclamaciones- el puño vencedor del púgil.

Vencedor por k. o.

(1928)

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