De Cazador en el alba (1930)
Todos sabemos que es peligroso, en los días de nieve, acercarse demasiado al oso hambriento de la peletería. Todos hemos seguido alguna vez por la carretera el rastro de una serpiente, hasta encontrar un neumático de bicicleta muerto, estrangulado en el borde. Todos nos hemos conmovido un poco ante esos grandes osarios de bombillas eléctricas, ante esos montones de escombros, de latas vacías, de botellas rotas, donde hay también un ramo de flores mojado y un peine sin púas.
Pero no todos han visto los latidos del cielo furioso, espoleado por los erizos brillantes que clavan en sus hijares largas espinas; ni oído a los gallos aldeanos cuando tocan diana con las agrias trompetas de la Caballería española. No todo el mundo ha saboreado la carne rosa de las auroras boreales -tan parecida al jamón de Chicago-, ni ha galopado hacia los amplios horizontes de azufre, en cuyo límite se deshilachan madejas de humo…
El soldado Antonio Arenas ignoró lo que oculta el vientre de los estanques, la lucha de clases y la selección natural de Darwin, hasta que la fiebre le fue mostrando sus descabalados trozos de film, desplegó ante su vista sus catálogos y le ofreció a prueba sus mercancías.
Entonces comprendió el soldado Antonio Arenas que las realidades puras sólo son visibles a la temperatura de 40 grados centígrados, y que cuando Dios quiere hacerse escuchar, derriba del caballo a los jinetes, aunque no siempre ocurra el accidente en el camino de Damasco.
Con la cabeza despavorida, inflamada, pueden atarse los vientos tránsfugas, las imágenes rotas, las ideas sueltas. Y su cabeza pendía de una garganta reseca, tan reseca como una caña tronchada: pensamientos sin bridas ni freno arrastraban su cuerpo, estribado, por la tierra amarilla, negra, ocre.
La sangre le trotaba en las arterias; pez cautivo, quería romper a coletazos la red circulatoria, y evadirse. Patrullaban por sus venas flechillas de «aire comprimido»: ahora lentas, ahora disparadas.
Gritos lejanos le perseguían en su involuntaria fuga. Sus ojos y los de su caballo sacaban astillas a los perfiles de los edificios, estremecían los árboles y desgarraban las zaleas del cielo.
Una voz normativa, como los alambres del telégrafo al margen del camino, autoritaria, implacable, insistía siempre:
– ¡Alta la cabeza! Juntas las manos!
Almidonadas enaguas de sol se abrían en los tragaluces. Tiesas enaguas de sol, tendidas en las cuerdas del aire.
El sol asediaba la sala, perro sediento de su oscuridad. Lanzaba dardos, introducía espadas por las rendijas, hacía impactos en la pared frontera.
Tras el muro, el campo se agrietaba, crujía; los árboles, escasos, levantaban sus brazos delgadísimos de morabito…
Abrir una ventana hubiera sido echar en la sala, entre dos camas, un metro cúbico de luz compacta. Las ventanas cerradas sólo consentían el ingreso de superficies blancas como pliegos de papel.
Gota a gota se filtraba el silencio (un silencio de hospital: químicamente puro). Las palabras chocaban como cristales insolubles dentro de un vaso, o ya insípidas, destiladas, se deshacían sin dejar rastro.
– El médico ha dicho…
– Sí. Pero los enfermeros dejaron abierto el grifo…
El soldado Antonio Arenas notaba que sus brazos y sus piernas, licuados, huían como huye el agua por una tubería rota. Su cuerpo se dispersaba, gavilla desatada en un ribazo, e invisibles gallinas mecano-gráficas picoteaban sus sienes.
Las batas de los enfermeros eran tan blancas como la luna de la madrugada. Y la madrugada se improvisaba, nubosa, en el hospital con los copos de algodón sobrantes, bien extendidos sobre el papel azul-recio del cielo.
Los pianos tienen un stock de notas reservadas en sus teclas negras. ¿Suenan las pisadas también sobre las baldosas negras? El soldado Antonio Arenas abrió los ojos. El rostro del médico avanzaba, todo raso, impecable, como el anuncio de un jabón de afeitar. Se fue acercando, hasta asomarse al suyo, pálido, con el ademán de quien se asoma a un estanque.
El médico tenía una mirada de plomo, que le obligaba a entornar los párpados; una mirada pendular, de ojo clínico, que oscilaba sobre el enfermo y revolvía el légamo de su fondo morboso.
Antonio exprimió entre los labios el agrio limón de su propia sonrisa.
– ¿Qué tal?
– Bien -susurró.
Una estrecha faja de esparadrapo le ceñía el cerebro. Atrás, en la herida, el pelo tirante, como la coleta de un torero, le producía un dolor grato, fácil.
Dedos duros -de superior jerárquico- recorrieron y presionaron su cabeza.
– Nada. Este, que siga lo mismo.
El torso del médico, cruzado de correas, se dobló sobre otra cama, y Antonio respiró tranquilo, hundido.
Formas remotas, coloreadas a tintas planas, se precipitaron en su memoria, o quizá en su fantasía. Mientras que un ansia divina (de posible soldado difunto) le hinchaba el pecho, aeróstato impaciente. Se sentía oprimido por el aire. Llamado a la solemne y severa presencia de Dios, cultivador de estrellas.
¡Cómo se sobrecoge el alma de un recluta cuando se sabe llamado a una tan solemne, severa y estrellada presencia!
Ver a Dios: un milagro que puede verificarse cualquier día. Basta un momento de debilidad para, jinete caído, encontrar con la cabeza -como un balón que rueda escaleras abajo- todas las aristas de la quebrada tierra. La cólera de un caballo, su espanto, es suficiente para ello.
Una risa soterrada, hecha con las burbujas de su anhelo, le anegaba la garganta.
¿Dónde puede encontrarse a Dios? En todas partes; donde menos se espere. No se sabe qué paraíso mostrará el cristal de esa barraca de verbena pintada de rojo, de verde. Ni qué capciosa promesa puede encerrar en su vientre la maleta de aquel orador, mercader ambulante, que reúne al público en las esquinas…
Sus párpados, lentos glaciales, resbalaron por el cristal de sus ojos. Habían naufragado en un sueño absoluto, sin playas. Se había quedado dormido en la blancura fresca de un olor a heno.
Las acorchadas paredes del sueño aíslan de la realidad circundante, pero permiten telecomunicar con la irrealidad. Antonio sintió pronto envuelta la cabeza en los tibios algodones de un aliento espeso: su caballo, como el de un beduino herido, acudía a su lado para contemplarle con ojos tiernos de ferocidad ausente. Ligero, triste y dócil como el caballo de un beduino, se había acercado a él, sordas las pisadas en la arena del sueño. Tenía el cuello amplio; la crin, corta; la mirada, cuando no turbia, de Apocalipsis, era una mirada de égloga. En su piel estaba dibujado el caprichoso mapa de Marte -planeta- con canales, continentes e islas nunca vistos.
Antonio se replegó, inhibido. No podrían obligarle a cabalgar, ahora que estaba dormido, que sus miembros eran de plomo y que el Sahara había sido arrasado por la fiebre…
… De improviso se encontró despierto. Clarividente y solo. El olor a heno se precipitó en olor a ácido fénico. Las camas, quietas, junto a la pared, tenían los anchos lomos cubiertos de gualdrapas blancas.
Las horas elásticas, los minutos, se alargaban hasta lograr delgadeces increíbles.
Sus miradas recorrían la muda superficie del techo.
Compases, escuadras y cartabones dibujaban en aquel estanque helado difíciles paisajes, itinerarios complicados. Patinaba en finos esquís su imaginación; volvía, giraba, ebria de trayectos. La blancura contagiosa del techo borraba pronto el rastro delicado; regeneraba la idéntica nieve.
Copos ardientes se posaban más tarde en sus ojos -fatigados perros de trineo- y le hacían refugiarse en el cultivo de recuerdos frágiles, menos vivos cuanto más lejanos.
Prefería levantar la frágil sombra de los sucesos dentro del coto de su experiencia castrense; cobrar piezas peligrosas en la zona del tiempo, limitada al Sur por su cuerpo caído, y al Norte, por la indecisa, ondulante línea del tren militar.
El tren militar le había incorporado sin transición a un ritmo veloz que no conocía. Todo en él estaba hecho al paso suave, palmípedo, del campesino. Allá, en el campo, las estaciones tornan, como las cuatro pintas de la baraja, despacio: hasta apurar la última copa, hasta quemar en la chimenea el último basto…
El tirón, el silbido, el duro arranque del ferrocarril le habían puesto sobre otra marcha. Sobre una sucesión atropellada de los días inexorables y nerviosos como escuadrones de Caballería.
Dos cintas de paisaje habían desfilado a derecha e izquierda; los reclutas se habían paseado por las curvas del horizonte. La luna, ahogada en una charca, sin sangre, sola, quiso acompañar un rato a la expedición…
Al verse entre tantos desconocidos, tan semejantes -compañeros cuyo nombre ignoraba, pero cuya edad conocía-, Antonio Arenas había renovado en sí propio la sensación agobiante de los transportes de reses por ferrocarril, de esos vagones llenos de ojos húmedos y lomos marcados, que él viera pasar durante una época de su vida, clausurada ya en este mismo día.
Si alguien le miraba, sonreía; porque la sonrisa le esmerilaba el rostro y le defendía como una cortina de agua-Desembarcado, incorporado al fin, una sensación persistió, tiempo adelante, no en su memoria; en su piel, como un tatuaje. El metro de metal le había hecho sufrir, rodeando su pecho desnudo, el escalofrío de ese explorador centroafricano ahogado por una serpiente.
Tras el sutil abrazo, un enjambre de cifras, insectos nacidos en la conjunción de la pluma y el papel, había volado, zumbando, a su alrededor.
Y desde entonces tuvo la noción clara, numérica, de su recién adquirida personalidad.
Soldado Antonio Arenas, primer regimiento de Cazadores, primera compañía. Perímetro, 96; peso, 62; talla, 1,55.
Las raicillas más delgadas del mundo industrial, lejos de las urbes, se insertan, ahondan en la carne sana del campo y sensibilizan su volumen neutro. Tensas redes del teléfono, cauterio de la ferroviaria, el rastro precario del automóvil en el polvo: todos estos signos que huyen por el campo como liebres, se reúnen y entrecruzan, cerca ya de la gran ciudad, para disputarse el terreno. Un gigantesco anillo fabril la rodea. Y de él parten los miles de nervios cuyos extremos mueren, capilares, en los rincones ignorados; junto a él se apacientan los oscuros rebaños de vagonetas.
Conforme el tren avanzaba, los reclutas recibían mensajes, cada vez más vehementes, de la ciudad. Los reclamos de hoteles, de fotografías, de vinos, de bicicletas, se alzaban sobre los pastos y los puentes…
La locomotora rompió el cinturón suburbano, y panoramas de formas rectangulares y colores vivos sobre fondo gris rojizo pugnaban por acoplar todos sus componentes en el medido espacio de la ventanilla.
Los reclutas, caras atónitas, no habían imaginado jamás la posibilidad de una naturaleza entablillada, encorsetada, empaquetada, llena de etiquetas como una mercancía más en los almacenes de la estación… De pronto, todo quedó inmóvil, parado. (Un film que se corta.)
Antonio no logró nunca compaginar esta primera versión de la ciudad, recogida al llegar, de fuera a dentro, con la posterior y más risueña, nacida del centro a la periferia.
Los paseos -sobre todo, en día festivo- ofrecían a sus ojos una grata, una olímpica sensación, imposible de conectar con las líneas rectas y los colores secos del suburbio. Llenos de fuentes y tranquilas diosas, cuyos pechos eran los hemisferios gemelos de un mapamundi, alojaban dignamente (entre gigantescas madreperlas, cuernos de la abundancia y leones domésticos) a la primera generación -paleolítica- de dioses locales.
La segunda -edad de bronce-, casi integrada por victoriosos équites, moraba en las plazas apartadas, en los remansos de la calle.
No menos importante, pero demócrata, la siguiente generación -planiforme, impresa en bi o tricolor- proliferaba por las vallas y las esquinas. Sus más caracterizados representantes: la estival patrona de la Foto y el dios de las Autopistas, gordo, neumático padre de familia, venerado en todos los garajes.
Ninguna, sin embargo, procuraba a Antonio Arenas esa trémula emoción de lo heroico tanto como la -no ya superhumana- inhumana especie recién salida de los huevos eléctricos que las grandes avenidas incuban; la que veía ascender como un escalatorres por la fachada de los altos edificios, cuyos perfiles se divertía subrayando. Una tiza luminosa dibujaba en el encerado de la noche sus figuras-esquema, tan pronto conclusas como borradas: la estilográfica enorme o el pez aeronauta. Trazos azules, rojos, aparecían y desaparecían con un parpadeo capaz de fingir la pulsación normal de las paredes…
La convivencia con tan superbos personajes le ofreció la ilusión de vivir entre las páginas de una Historia natural inventada. De palpar, como un buzo, entrañas abisales.
Se había acercado, tímido, desde un mundo exterior; pero luego, anulado el pretérito, había renacido en el centro del trajín urbano.
Para un soldado (si procede del campo), las mujeres de la ciudad son un producto industrial, tan perfecto, tan admirable como la máquina de escribir del capitán o la calculadora del comisario. Una maravilla de la técnica moderna: exactas, articuladas.
Este soldado -campesino de origen- ha contemplado en cualquier escaparate un par de piernas arquetipo; en otro, una pequeña mano enguantada; en otro, una cabeza, un busto… Al mismo tiempo ha visto por la calle todas estas piezas, organizadas, en marcha. Puras formas de mujer, esquemas de mujer.
Su imaginación no es capaz de romper la armadura del maquillaje; disocia la naturaleza y el artificio. Puede comprender el maquillaje insinuador (discreto) por donde la vista resbala hasta ponerse en contacto con la realidad vegetal que toda mujer esconde. Pero los trazos invulnerables, concretísimos; las cejas perfiladas, los labios netos, rechazan como una cancha sus blancas y esféricas miradas de soldado oriundo del campo. Le mantienen incomunicado, inferior.
Para él las mujeres son tan inaccesibles como las propias deidades del Olimpo. Próximas, al alcance de la mano, pero inaccesibles.
Y, sin embargo, irrumpir en un sueño, quebrar la luna de un escaparate, arribar a una isla desconocida: he aquí unas aspiraciones que cualquiera puede cultivar. Incluso un campesino en funciones de soldado.
Antonio Arenas golpeó la puerta. Y los golpes repercutieron en la tabla de su pecho.
Solicitaba la apertura de un paraíso incógnito, lleno de manzanas luminosas y de mujeres artificiales, que hacían señas desde lejos a su alma rústica, de Hércules, donde pastaban las lentas ovejas de su pensamiento.
El bermellón le invadía el rostro. Sus pulsos registraban, ultrasensibles, la proximidad de unos pasos recortados en la oculta galería.
La guardiana de aquel paraíso -segundo izquierda- replegó prohibitiva ala de madera, y la cara de Antonio quedó desangrada como el plenilunio: un pecho doble, de serpiente-hembra, se hacía evidente bajo la frialdad verdemar de una blusa de seda.
Antonio penetró en la paz conventual de un recinto cuyas cortinas se estremecían, púdicas, ante su mirada entera de varón. Varias sillas, pequeñas, convexas y torneadas, competían en solicitarle.
Pero él permaneció en pie.
Un casi oculto lavabo -redondo, curvo vientre- goteaba sin prisa. Un vago espejo desvaía su imagen, borrando el límite de su sonrisa agraria (o ya, mejor agrario-militar).
Tres muchachas -y con ellas, la guardiana- entraron en el locutorio, rompiendo el equilibrio inestable de la situación. Se advertía llegado para Antonio el grave momento de elegir belleza -no nuevo Paris entre beldades celestes, ni jurado perplejo entre miss Europa y miss América: modesto cliente en breve Feria de Muestras-.
– Puede elegir- se le advirtió con voz sibilina.
Su mirada rodó por los suelos; encontró, alineados, tres pares de zapatos: charol, blancos y rojos. En su frente giraba una estrella de tres picos. Cruzó las manos enguantadas, enlazó los dedos. Un perfume blando, amorfo, se deshacía como el almidón en el agua.
Era preciso elegir; se sentía espoleado, requerido en silencio. Las mujeres artificiales se ofrecían ante él en su -peculiar- estado de naturaleza: una maravilla de la técnica moderna.
Era preciso elegir. Y eligió, obediente a un impulso soterrado, o quizá a tina casualidad. Sin saber por qué, pues las tres eran exactas, articuladas.
Una mujer cualquiera, incluso una cualquiera, cuando abandona la posición vertical e imita la de las aguas tranquilas, hace girar a la tierra 90°. El valor de un ángulo recto. Esto es, cambia todas las perspectivas.
Antonio extinguió su experiencia con la voracidad del fuego en el celuloide. Y se encontró otra vez, jinete derribado, caído del cielo, junto a una vertiente de humedad y líquenes.
Mientras, la mujer se evadía, de nuevo nueva.
El salón de baile era un prado. Un hermoso y lírico prado, donde la pianola -vaca próvida en armonías- rumiaba, paciente, un rollo de verdes y jugosas notas. ¡Infelice vaca de idilio, rodeada de tábanos vibrantes!
(Existen, sin duda, una fauna y una flora musicales, y no es difícil comprobar en ellas la enorme diversidad de la naturaleza, inagotable en recursos: especies alpestres, lacustres y submarinas, llaman la atención junto a otras más vulgares. Sus catálogos ofrecen: desde ese gigantesco insecto de níquel -familia saxófono- que chupa la sangre con desesperante lloriqueo a un pobre negro convulso, hasta las guitarras -en general, bastante lascivas- cuyas variedades trasatlánticas tienen la voz velada de las alcobas. Desde las amplias corolas, cuyos pistilos filarmónicos fecunda el viento, hasta los volubles juncos de los violines…)
La pianola realizaba a conciencia su trabajo digestivo, tranquila en un rincón. Grandes setas de mármol florecían a la orilla de la multitud danzante.
Antonio Arenas, desde la puerta del salón, recibió en el rostro la bocanada de su vaho estabular. Y la felicidad le envolvió como una bufanda.
Ingresaría, resuelto, en aquella atmósfera húmeda y pastueña; el aire espeso del local podría cicatrizarle los pequeños cortes inferidos por los cuchillos del aire libre. Era una tarde tan fría, que el viento arrancaba de los árboles aceradas hojas Gillette.
Antonio Arenas estaba contento de haber atendido la llamada pintoresca de la puerta. El anuncio del baile pregonaba en caracteres irregulares: LA DIANA, entrada pública. Aún intacto el domingo, sublevado el cielo, perdidos los programas, ¿cómo no seguir la llamada de cualquier pañuelo? No pañuelo, orden de la plaza casi, el anuncio le había obligado a entrar.
Y entró, brillante de charoles y sonoro de espuelas, pasando revista a las botellas negras, con negrura lustrosa de reses de lidia, divisa amarilla y verde; botellas rubias, esbeltas y espirituales; botellas-jefe, y sumisas, firmes, alineadas botellas de gaseosas, con una bola en la garganta.
Estaba contento de haber atendido a la llamada de la puerta. El salón pareció sorprendido ante sus ojos, y hasta la música, después de unos pasos vacilantes y solemnes, había doblado como un pato su cabeza. Las parejas se desprendían en un suspiro de mejillas carmín.
Era el momento en que, rota la disciplina del baile, rota en el mostrador la fila de botellas, todos los grupos destapaban risas y bebidas.
Antonio vio entonces lo nunca visto: lo divino. (Su centro de gravedad emigró, como un globo al que cortan las amarras.) La vio a ella. Es decir, vio a una. A una que era ella.
Ella había quedado en medio de la sala, luciendo sin pudor sus dientes desnudos. Sola entre tanta gente. Las demás muchachas, ágiles y exactas como compases -telefonistas, mecanógrafas-, no sabían acercarse a ella, que tenía algo de presidenta de una corrida de toros. Era la mujer ibérica (y bastante romana), barroca, vegetal, rizada y curva. Una castiza. Su pelo -todo blondo, todo escarolado- resultaba la obra maestra de unas manos cargadas de sortijas. Sobre su frente, sobre la rosada frente de Aurora -porque, naturalmente, se llamaba Aurora- pendían seis interrogaciones iguales en forma de rizo. Tres pares de interrogaciones para colgar, trofeo venatorio, las miradas de los hombres. ¡Cuántas miradas -dobles, puntiagudas- perseguían su carne intacta! ¡Cuántas miradas de codicia negra y campesina!
A su lado las otras muchachas, de tipo elástico y sucinto, eran Gracias menores. Aurora inspiraba un culto especial, impresionante, como si todos la identificasen con la deidad que siempre habían visto representar a la Patria en las alegorías, entre emblemas de las artes y las ciencias.
Ahora, en pie, quieta -y antes bailando-, se comprendía bien que era mujer sentada, quizás recostada, como la Cibeles o como las matronas de las monedas hispanas. Tenía arquitectura de mujer sentada. Sus pies eran pequeños y superfluos remates, y toda su armonía en curvas gravitaba sobre un punto central, oculto y señalado.
Antonio se acercó a ella en solicitud del próximo baile. Aurora le miró con un signo positivo, de asentimiento. Y cuando otra vez la pianola comenzó a peinarse su larga melena, cuando otra vez se ordenó la corriente humana, compleja y sideral, puso la mano en el hombro de Antonio, y adelantó la pierna, redonda en blanca seda.
Su cintura era ingrave, cambiante, reiterada marea.
Bajo la rubia balumba de su pelo asomaba, tierna, una caracola de verdad -de carne, de nácar- y un aro de oro, temblando.
Su risa era excesiva, y su voz escapaba de su garganta a raudales, calientes y turbios. Su danza, económica y sin vacilaciones. Una estela de perfume, fugitiva, apretada y entera, ofrecía un rastro, un hilo de Ariadna para seguir sus giros en el laberinto de parejas.
Hubo un momento, mientras la música se dormía en las ramas, en que abandonó su cabeza, tesoro marino, en el hombro del cazador. Había perdido la cabeza, y su cuerpo, no vigilado, a la deriva, reclamaba todas las inquietudes.
(A él le sorprendió esta actitud. Pero sólo más tarde, en nuevas ocasiones -todavía futuras-, pudo aquilatar el extraño fenómeno: cuando Aurora perdía la cabeza, cuando a Aurora se le vaciaba de expresión la cabeza, los mandos de su persona se reunían en otra cualquier parte de su cuerpo -en una mano, en un pie impaciente-, y entonces, si se quería dialogar con ella, acéfala, era preciso entrar en relación con el órgano habilitado, cuya fuerza expresiva nadie sospecharía.)
Por lo pronto se sintió Antonio portador de un secreto, depositario de una forma del aire. Sus pasos se hicieron rígidos, con un crujido seco. Su estilo de danza, charolado, tenía el repeluzno trágico de la Caballería; era el viento que dobla los rastrojos y arrebata los jaramagos con su mano sucinta, y persigue los vilanos. Sus piernas, envaradas en las polainas, giraban con seria precisión.
… Ahora se detuvo la música de improviso. Las últimas notas se alejaron en tropel, hasta desvanecerse. Y el silencio se abrió paso, como el oficial que entra en la compañía: los talones se habían juntado y los brazos habían caído a lo largo del cuerpo, según el Reglamento ordena.
Aurora interrogaba con todos los rizos de su pelo. Antonio mostraba frente a su frente el gesto alucinado que sobreviene al final de una marcha, tras una fuga áspera y nocturna.
Seguros ambos de su amistad venidera, de su amor sin explicaciones, se sentaron juntos, en un rincón. Pero esa misma seguridad les vedaba cualquier posible diálogo. Sólo contaba con su efectiva presencia: no tenían pasado, y el porvenir estaba en sus manos, sumiso. ¿Qué frases, qué pretensiones, qué indagación -si todo estaba intuido- cuartearían el bloque de silencio interpuesto entre ellos?
Aurora, dócil a su instinto, eligió la curva irónica. (Es decir, se salió por la tangente.)
– Bailas -dijo- como si estuvieras haciendo la instrucción militar. Una vuelta a la derecha y otra a la izquierda.
– Tú, como si atendieras a la música de la luna -respondió Antonio.
Se miraban. Se descubrían las facciones, los movimientos, con la emoción pura del explorador ártico; pero -también- con la curiosidad utilitaria de quien recorre las habitaciones de la nueva casa donde va a instalarse.
Con el paso incierto de los osos y los marineros, un hombre de rostro platiforme se acercaba a la mesa.
– Es mi hermano. Campeón de pesos welter-aclaró ella.
El campeón de pesos welter estrechó la mano del cazador -así, el choque de dos vasos de vino- y se sentó a su lado.
Caído del cielo, arbitro interpuesto en idílica batalla, presentía Antonio que aquel muchacho -cuya existencia ignoró hasta un momento antes, y cuyo nombre aún desconocía- iba a golpear su vida, llevándola a increíbles albas.
Su rara ingerencia y ese aire sonámbulo de a bordo, ese equilibrio de tablas y calabrotes que traía, le cuajaron el presentimiento de algo extraordinario.
El mismo hecho de haberse presentado así, daba ya una derivación anormal a la aventura, al mismo tiempo que procuraba una segunda versión de la personalidad de Aurora.
Entre ella y su hermano repartía Antonio miradas equitativas; anotaba semejanzas y diferencias faciales. (Mientras tanto, los tres, silenciosos, desnudaban mariscos: gambas de rojo arnés y percebes de parda estameña.) El púgil era un todavía tosco boceto de la muchacha. Breves brotes de su pelo, en ella vegetal melena; cejas partidas, en ella idénticas alas de gaviota ilesa… Un detalle de su cabeza era, sin embargo, en Aurora copia tímida del boxeador: el ancho cuello, un punto menos rosado, un punto menos tenso.
Antonio, por su parte, se sentía mirado -medido- de hombro a hombro. Era la segunda vez -la primera, en la oficina de reclutamiento militar- que le aplicaban una medida al torso para estimar, por los datos que arrojase, la calidad de su persona. Nunca le había extrañado si alguien pretendía calcular en sus ojos su dimensión de profundidad -esto resultaba, casi, normal-; pero la pretensión de obtener la resistencia aproximada de su pecho, bien por procedimientos matemáticos, bien intuitivamente, le turbaba como turban las alusiones a esos valores íntimos que aún no se han puesto en juego, pero que ya polarizan a uno y le prestan su tinte. La turbación le teñía de rubor. Y el rubor era la tintura de su orgullo -un orgullo que le abombaba la guerrera y hacía crecer las hombreras de su uniforme-.
El campeón le colocó una pregunta veloz en la mandíbula:
– ¿Eres tú del campo?
– Del campo -el soldado había replicado, ágil, valiente.
Vaciló, pensativa, la cabeza del oso. Vivacísima, se irguió luego; volvió a quedar perpleja, y, por fin, derramó sobre el mármol de la mesa algunas palabras, netas como fichas de dominó.
– Tú podrías pelear. (Bajo un buen uniforme se esconde un buen boxeador.) Y para eso no es inconveniente ser del campo. Sin embargo, ¿sabías tú que es la ciencia lo que da el triunfo a los campeones?
La gente giraba alrededor de ellos, como gira el público, observando desde el castillo del ring: Antonio había ingresado de un golpe en el mundo de pequeños latidos, de oscilaciones, de amnesias, de lúcidos despertares. Algo cuyo ser ignoraba, pero cuya presencia conocía, se había perfilado en él. Y era un deseo: el deseo de hacer un alarde de fuerza ante la multitud, ya sin rubor. De volcar su alma hercúlea por lo puños vendados de los púgiles.
Levantó los ojos y comprendió entonces que la cabeza de Aurora no era sino una copia amanerada de la de su hermano.
Había retrocedido a un lugar secundario.
Al campeón se le licuaba el rostro en sonrisa. Una sonrisa malicio-bondadosa.
– Yo… -comenzó a decir el soldado. Pero le bastó con ondear la bandera del pronombre personal. La frase quedó deshilachada, en el aire.
Su reciente voluntad de ser (cuando menos, atleta) gritaba como una bandada de pájaros en las ramas de sus nervios.
Frente a él, ella.
Y el otro. Ese otro caído del cielo, nuncio de su destino.
Un resto de cerveza dormía en el fondo de la tarde amarga.
En el mismo día había encontrado el cazador una pieza digna de acoso y -rara avis- un amor aéreo que prestara su gracia de hélice a las futuras, vigilantes jornadas.
Cuando la tarde había caído, redonda, vuelto a su cuartel, ni el toque de retreta ni el de silencio amansaron el encrespamiento de su alma insomne. De su alma, ávida de llanuras.
Los sangrientos ojales abiertos en la piel de la noche por las picas de la corneta, la hacían más imponente y trémula. Ardían las constelaciones, y la carne espesa del cielo tiritaba de furia.
Todas las cosas tenían ahora otro modo de ser; todas las cosas mostraban sus entrañas.
Soldado Antonio Arenas, ¡qué cambiado tú, del domingo al lunes!
Un campesino, un proletario, un soldado raso, puede convertir su brazo en mástil sobre la cubierta del ring o beber el triunfo en la copa de los campeonatos, sin trámites, sin escalafones: en un momento afortunado. Para ello no ha de contrariar su personalidad sino realizarla plenamente.
Antonio había disparado siempre el mecanismo de su vida sobre metas próximas. En lo sucesivo, su puño seguiría hiriendo a un adversario inmediato, concreto; pero cada uno de sus golpes repercutiría en todo el planeta: sus efectos doblarían la comba espalda del horizonte y serían recogidos en millares de hojas de papel rosa, blancas; vibrarían con la emoción-esqueleto del telégrafo y con la emoción ultratelúrica de la radio…
Héroe villano, armado de sus brazos, tenía un estímulo voltijeante, aspado, risueño, para sus empresas. Un estímulo de neta estirpe caballeresca: su amor sin palabras.
El amor creció, paralelo, en ellos -en él y en ella; en Antonio y en Aurora-, aumentando en progresión geométrica, hasta hacer saltar el almanaque de domingo a domingo.
Ya al día siguiente había cantado, amarillo en la ventana de la mujer, y relucía en el betún con que el soldado -la imaginación, desertora- lustró sus polainas. Como el agua en una inundación, subía su nivel, ocupando todos los espacios vacíos para rebosar en seguida. Poco tiempo después ya lo había invadido todo; a todo le comunicaba su tinte pensativo.
Por las rampas del cielo bajaba el Amor durante las guardias de los días lluviosos para jugar con Antonio a los dados, mientras cabeceaban misteriosamente los caballos desvelados, y los pasos del centinela sellaban con insistencia la tierra húmeda.
Aurora, entre las cenefas de papel estampado y las tazas de porcelana, afilaba el cuchillo de su pensamiento, de su sentimiento, dichosa como ausente.
Por obtener un documento fidedigno de su amor (esa acta para la constancia eterna que es una fotografía) decidieron, habían decidido, ir el próximo domingo a retratarse. Ante el ojo providencial y alucinante de la máquina plasmarían el momento, y quedarían inseparables en la cartulina.
Llegado el domingo próximo, cuando se encontraron, se encontraron cara de fotografía: una cara especial de yeso, de peinado impecable, mirada de cristal y sonrisa delicadamente idiota.
Y no es que no tuvieran -sobre todo Aurora- un concepto claro y vivaz de la Foto. Es que iban tristes, con esa tristeza canina que nunca pueden evitar los que se retratan un domingo por la tarde.
¿Se conoce la perfidia de las mamparas cubiertas de tarjetones y cartulinas? Pasaron la vista por copiosos muestrarios: mozas que enseñaban los dientes; mozas altas, angulosas, con la mano derecha en el respaldo de una silla; toreros anónimos, muertos más tarde en el Hospital General a consecuencia de una cogida… Como un entomólogo, catalogaron los gestos clavados en los muestrarios, desde el gesto suculento y emperejilado del carnicero, hasta el gesto de asfixia de la muchacha tuberculosa.
Cansados, coincidieron sobre el retrato de una bailarina desconocida que exhibía en balde su desnudo. Estaban confusos al no encontrar ni una sola referencia a su deseo.
Resumió Aurora:
– Todas tienen algo extraño.
Antonio, en un momento de oscura penetración, explicó:
– Lo que tienen es que cualquier día pueden salir en la crónica negra de los periódicos o llenar una página de semanario ilustrado. Todas sufren un destino trágico, de crimen pasional, aunque no todas lo cumplan…
– Es verdad. Son fotografías de doble suicidio por amor -corroboró ella.
Y decidieron no retratarse.
El amor les llenó los pulmones, libre de un vago peligro.
Dentro del marco de la ventana se veía su cabeza, planeta fiel alrededor de la bombilla. Su cabeza sonámbula; cérea, hueca y bella cabeza parlante que Antonio, parado en la calle, contemplaba con arrobo rústico-místico.
La ventana era pequeña, azul. Los muros, de cal mojada. El invierno hacía temblar las rosas planas de encaje que orlaban la cortina, y añadía profundidad a los hondos espejos.
Antonio, como un cazador persa, lanzó una flecha de su garganta. Aurora, tocada, abrió mucho los tiernos ojos de gacela y asomó a la ventana. Su pelo estaba helado como la corteza de los álamos.
Había abandonado la mano sobre el brazo de su novio, como se abandona un guante sobre una balaustrada.
Paseaban. Paseaban ante las puertas sucesivas: ante las templadas tahonas; ante las fruterías, cargadas de aromas tropicales; ante la carpintería, donde los montones de viruta delataban el furtivo peluquero de niños rubios…
Las mil pupilas de la relojería -argos del tiempo- duplicaban en sus cuerpos el martirio de San Sebastián.
También ellos, transeúntes, llevaban un ritmo preciso, de maquinaria fina. Sus pasos eran ruedas de diferente radio: caminaban a distinta velocidad y siempre iban acordes, engranados. Los de ella, frecuentes, nerviosos, breves. Los de él, largos, lentos, pespunteando el borde de la acera.
– ¡Qué andrajoso es el invierno!- suspiró Aurora.
El asintió:
– Tus manos, que en otro tiempo plisarían horizontes, tienen ahora que coser los paños desgarrados de las nubes.
Sin premeditarlo, como los ríos afluentes, buscaban las grandes avenidas. Las calles más abiertas, por donde huían, persiguiéndose de esquina en esquina, los anuncios luminosos.
Era la Navidad, y todo el suelo estaba sembrado de agujas de agua que crujían bajo las botas de los chóferes. Un cielo de lana de los Pirineos amortiguaba las miradas, enguataba las voces. (Un cielo blando, como el fondo de ese cajón del que ya han desembalado los regalos de fin de año.) Naneaban los patos a la orilla de los casi azules, grises danubios de asfalto, mientras que los corderos, sobre baldosas blancas y negras, dormían un sueño laxo, de cuerdas rotas, y los pescados -piezas de metal, idénticas y bruñidas- se alineaban formando los cuerpos, las escuadras de un ejército chino.
Los gansos recorrían la jaula como angelotes gordos.
Las botellas de champaña con sus caperuzas verdes, plata, se agrupaban -proyectiles del armisticio, como los cargados fruteros- en los comedores de los hoteles. El jazz golpeaba en todas las claraboyas y sonaba en los teléfonos de todas las habitaciones.
En una cocina habían degollado a un arcángel; copiosa nevada de plumas blanqueaba el pavimento. En otra cocina habían violado a una niña; la sangre gritaba en la cal de las paredes; y en el caparazón de la langosta se cocía su carne de nardo…
Las aspas luminosas de los rascacielos volteaban miradas amplias. Las esquinas devoraban grupos de gente aterida; oscilaban las empañadas puertas, y los gallos, pendientes, se derramaban en rizada bola de colores.
La multitud lenta, suave como la nieve, iba descendiendo hasta cubrir la ciudad. De vez en cuando, el frío, con sus curvos sables, cargaba sobre la multitud…
Volvieron. La ruta insistida de los automóviles helaba el suelo en vueltas arriesgadas.
Volvieron con las retinas cargadas de colores frescos. Una emoción de Navidad, no adulterada, enlazaba sus brazos, sus dedos, sus ánimos.
No había nadie en la casa. Todas las habitaciones estaban llenas hasta la puerta de un silencio denso como el aceite, que se apartaba pesadamente para dejarles paso.
Antonio puso el cinturón y el sable sobre una silla, y se sentó en otra. Tenía frío: sus rojas y cebadas manos, ya desolladas de los justos guantes, se frotaban con furia. Brillaban por el suelo las decembrinas estrellas de sus talones; crujían las articulaciones de sus rodillas.
Aurora puso en la mesa dos copas y una botella de coñac. El cruzó las piernas y levantó la cabeza…
Por templar el aire, el niquelado cuello de cisne del gramófono comenzó a beber en el disco acentos norteamericanos. (El silencio se había pegado a las paredes. La intimidad se había roto en pedazos.)
Se apresuró la mujer a cortar con unas tijeras el delgado hilo de voz que marcaba una frontera entre sus cuerpos, y otra vez el silencio avanzó hacia el centro. El colapso de la máquina parlante les había devuelto su intimidad.
Aurora, pensativa, iba comprobando en el rostro de su novio su hoja de filiación: Ojos azules. Color moreno. Pelo rubio…
Antonio recordaba en la cabeza de Aurora el olor a raíces, a madera cortada. Conjugó apagadamente:
Aurora: yo quisiera, querría, quisiese…
Desde la alta perspectiva de los dioses y los aviadores, el mar no es, como desde la playa, una masa amorfa y caótica. Está lleno de triángulos, de planos, de líneas, de interferencias, de reiteraciones, de pliegues que se doblan y desdoblan como limpias sábanas de agua.
Entre las sábanas de su cama, Aurora parecía una deidad marina. Su cabeza, desmelenada de rubias algas, reposaba sobre la almohada de sus brazos paralelos. El alba dual de su pecho se cubría de espumas de encaje. Todo su cuerpo -presencia de una fuga- se evadía en la indecisión. Surgente, insurgente.
Las piernas, bajo la ropa. La rizada concha del sexo, replegado el vértice entre las ingles…
Era una divinidad. Pero como divinidad, inaccesible, inabordable, y siempre en cierto grado de ausencia.
Antonio, mudo y vertical, la contemplaba desde la orilla.
– ¿Qué piensas, Antonio?
– Pienso…
El rostro se le había encendido como un farol de alarma.
– Pienso en los caballos del cuartel, viendo sueltas la bridas de tu pelo. Pienso en los gallos furiosos…
Ella sonreía. Rezumaba sonrisa por todos los poros de su piel. Su ancha garganta estaba tirante de arterias, acorsetada.
– Aurora: así, no te conozco.
No la reconocía. Era otra. O, al menos, ¡qué otra era! Su expresión genuina se había disipado de la cara, y vagaba por todo su cuerpo, como un ave fatigada que no encuentra dónde posarse: a veces, insinuada en una rodilla; a veces, temblando en un pecho.
– Antonio, ¿en qué piensas?
Se deslizó por la sábana, alpinista de paisajes lunares.
Antonio se sentó en el borde de la cama.
Antonio entregó el sable en la armería y el uniforme en el almacén. Allí quedaba aquél, espiga anónima en una gavilla de hojas de acero; allí los vacíos moldes de las piernas, los charolados correajes, las espuelas, esperando a un soldado futuro, incierto, que volvería a recogerlos de entre las demás piezas idénticas.
Tal vez ya nunca coincidieran en otro cuerpo: cada una, por su lado, acudiría a un recluta distinto. En sonando los relinchos, las trompetas del Juicio Final, cada una se prestaría a completar la apariencia castrense de un hombre.
Quizá dos soldados se habrían de disputar una escarcela. Quizá otro se ocultará, triste, monstruoso, con dos polainas correspondientes a la pierna izquierda…
Nadie podría encontrar su caballo.
Antes de echarse a la calle, alegre nadador del aire libre, dedicó un recuerdo a su caballo (un día, potro de tormento; ahora, elástica sede). Quiso despedirse de él, anegado en sentimentalismo como un guerrero tártaro.
Y entró silbando en las cuadras -¡cuántas veces, Hércules sometido, había limpiado aquellos establos!-; pasó ante la apretada galería de relucientes grupas; se detuvo ante un pesebre…
– Yo me voy para siempre. Tú te quedas para siempre -dijo.
Acarició el ancho cuello; el belfo húmedo, rosatierno.
El caballo le miraba con su ojo impasible, de azogue. Ríos gruesos, azules, corrían bajo su piel -guadianas de sangre que se perdían bajo la musculatura para reaparecer luego-.
– Yo me voy. Tú te quedas. Eso es todo.
El animal seguía ajeno, rumiando fantasmas. Mientras una cólera espesa, un vino espeso y colérico, brotaba de Antonio, desde las raíces, hundidas en un montón de paja, hasta las sienes, sensibles al viento.
Indómita, su libertad le dolía, dentro, sin posible control, sin freno. Se le derramaba por la torcida boca, y le crispaba las manos.
Cogió la cuerda y apretó hasta obtener del caballo esa risa mortal de los caballos cuando claman al cielo.
Crecía su extraña ira, y cada vez era más estrecha la cintura de cuerda y argolla oprimiendo el belfo sofocado y palpitante de la bestia. Fingieron las herraduras en el suelo un fracaso de porcelana; se desmoronó la grupa. Las quijadas abiertas, de caballo de ajedrez, reían ya agónicamente…
El furor de Antonio desapareció, filtrado, en un instante. Abatido, tranquilo, sus dedos volvieron a acariciar la crin, a suscitar una paz anónima, piafante.
– Me voy.
Sus enormes botas de cuero separaron el montón de paja húmeda y se alejaron despacio, con calma, como dos perrillos que se persiguen jugando.
Abandonadas las dermatovértebras de su esqueleto militar se sentía ligero, flexible, enriquecido en posibilidades. Tenía la documentación en la cartera, y en los oídos, voces de los cuatro puntos cardinales.
Salió a la calle. Dejó atrás -imperfecto pretérito- el edificio rojo, mudo, del cuartel, con sus cuadras oscuras y sus garitas -esas quietas palomas- en la puerta. Cada vez más reducido, arrinconado en el fondo, conforme el protagonista arribaba al gran plano, rasgado en sonrisa, de una libertad, mejor que recuperada, nueva.
El aire estaba terso como una manzana. Rubio, intacto, suave, sin las cicatrices de las trompetas. Los soldados, apremiados por el ansia de hacer efectiva su flamante situación, habían corrido a henchir los apacibles sótanos de las bodegas, a cantar bajo el vientre de los toneles -descabezados paquidermos-, bajo la cabeza inmóvil de un toro de lidia, y a saciar la sed de todo un año haciendo que el vino, continuo en las gargantas, presente en el olfato, penetrase también en los cuerpos por los poros de la piel.
Antonio iba solo. Borracho de aire. Para él, las calles estaban renovadas, tenían una dimensión ociosa y festiva.
Nunca hasta este momento había recibido la sensación -la sensación sorprendida- del verano inminente. Las señales de la naturaleza son más humildes y tácitas. En la ciudad, el advenimiento del estío se prepara con una intensa propaganda.
Antonio lo vio -de improviso- anunciado en los escaparates precursores y en el color azul marino del cielo. El nombre de las playas de moda se repetía en las esquinas, en los periódicos. Fotografías de chalés, reclamos de los balnearios, anuncios policromos de las ciudades y las sierras.
Grandes rebaños de maletas se orientaba hacia prados recién florecidos de ventiladores. La resaca del tiempo había amontonado en los escaparates de los grandes almacenes sombreros blancos y zapatillas de paja, leves ya como el paso de las bañistas; canoas, vaporcillos, aviones con olor soleado a pintura fresca; lánguidos maillots, esponjas rubias como una estrella de cine, jerséis ligeros fruncidos por los dedos del aire; y esos caballos nautas, verdaderos monstruos marinos de goma verde, cuyas crines son algas, cuyos jinetes son sirenas -hermanos afortunados de los caballitos de la verbena…-.
El tiempo se vestía de telas a rayas. A rayas azules y blancas, salmón y blancas. En la imaginación de Antonio, hasta el caballo recién abandonado se había convertido en una cebra.
Antonio Arenas se encontró, de pronto, parado ante los escaparates de unos almacenes de ropa, a cuya puerta hacían centinela dos maniquíes de cartón en traje de cazador, con una pluma en cada sombrero.
Entró, por un movimiento en gran parte instintivo. Sentía la necesidad -confusamente- de completar su transformación. Se alejó entre los parapetos de los mostradores, y cuando, un rato más tarde, volvió a transponer la puerta, los maniquíes-centinelas no le reconocieron: era otro.
Otro, de raíz. Había abandonado -como serpiente que abandona la piel- su alma rígida, acharolada y metálica, sin recuperar por eso su alma antigua, verde-montaña. ¿Quién le había enseñado esta sonrisa inédita, la misma con que el deportista expresa su confianza ante el peligro?
En el momento único, propicio a la elección de camino, tono e indumentaria, había cedido a la sugestión del verano incipiente. Eligiendo una camisa azul, un cinturón rojo, un traje gris claro, una sonrisa lavable y un gesto reluciente de celuloide.
Su pelo rubio partía de la frente hacia un lado, como los juncos a la orilla del agua.
Sus manos, turbadas, sin guantes, sin sable, sin saludos, se hundían, como perdices muertas, en los hondos bolsillos.
A partir de aquel día, cada mañana -marinero en puerto desconocido- se disponía a consumir con fruición su ración espléndida de horas libres; a comprobar su libertad, como se comprueba un reloj recién comprado hasta cerciorarse de su perfecto funcionamiento.
El era el desocupado que se para ante los rascacielos, viendo cómo chorrea el sol por sus aristas hasta regar las anchas avenidas; que se detiene a contemplar la agitación de talleres y estaciones.
A veces iba a esperar el paso de los soldados, sólo por el gusto de no saludar la bandera; de permanecer con las manos ocultas, estacionado entre la gente, mientras desfilaba la tropa.
Nostalgias brotadas del substrato rústico de su alma le empujaban a espiar en medio de la ciudad los detalles agrarios que pudieran haberse injerido en ella. Sus pulmones perseguían el vaho turbio y espeso de las cuadras, en cuya penumbra relucen, limpios, los lomos de las bestias. Acudía también a rodear la cintura de la Plaza de Toros, por escuchar mugidos prisioneros: sus esclusas -sumideros recatados- arrojaban, caída la tarde, los restos deshechos, las palideces inverosímiles de la corrida. Algunas veces lograba forzar el revés de su patio, taller de resparaciones donde recauchutaban el vientre de los caballos cuando un puntazo les ha hecho alumbrar interminables bolsas de neumáticos estrangulados.
Estas perseguidas sensaciones, alimento de su raíz campesina, no impedían que el aire de la ciudad le aliviara el color, le perfilara el gesto y le fuese dotando de sus quiebros y frialdades.
Entre los atletas, blancos de harina y sonrosados, su piel oscura le fingía invulnerable.
– Protegido por ese cuero -le decían-, bien podrás vencer incluso a los púgiles australianos, incluso a los yanquis.
Al principio, el gimnasio había sido para él un espectáculo casi tan sorprendente como -meses antes- el Parque Zoológico. Cada deporte, en efecto, parecía conducir a la diferenciación de un tipo físico, de una subespecie, pudiéndose distinguir el formato del lanzador de disco, el del corredor pedestre y el del arlequín sucinto, futuro campeón de los ciclistas y bebedor de los vientos en copa de plata-Pero pronto fue él, Antonio, quien constituyó un espectáculo para el gimnasio: su nombre había comenzado a circular como unas acciones nuevas que se lanzan al mercado, como una divisa con la que podrá jugarse al alza o a la baja. Grupos de hombres desnudos presenciaban siempre sus ejercicios y entrenamientos, formando el público de aquel auto sacramental en que un boxeador combate a su propia sombra, héroe de luchas interiores, tácitas y enconadas. Bajo el arco voltaico, su espalda -tiras de goma, anchos bandajes- hervía, como el mar, de músculos y peces. Doblado, en guardia perfecta, ocultaba la cabeza entre los guantes, mazas terribles un momento después, hiriendo los cóncavos costados del aire. O bien, giraba en persecución del astuto enemigo, esquivo fantasma tan pronto replegado como dilatado.
Flagelado y reluciente su cuerpo por la ducha, restituido a la calle, cortaba luego con su perfil enérgico la blandura vespertina. Los recios colores de su corbata le afirmaban, haciendo de él una referencia. Se entrecruzaba con gente apresurada. Se paraba acaso ante el escaparate de una agencia donde un cartel de tonos suaves cooperaba a la seducción de Venus Traslaticia: su vista viajaba, inmóvil, en las maquetas de los grandes trasatlánticos.
Su puño -halconero del triunfo- se derramaba en el fondo del bolsillo, ardiente, cansado, suelto ahora.
Su prehistoria había palidecido hasta quedar casi borrada, traslúcida como la luna al mediodía. El volumen de sus recuerdos agrestes se había retirado hacia el fondo; la aldea era un dibujo incompleto sobre un lienzo plomizo, tras una falsilla de lluvia, pájaro preso en líquida red.
Todo su pasado se reducía a signos. Las sensaciones que persistían iban unidas, uncidas a imágenes visuales: el trote de un caballo, a la máquina de coser; el frío, al cartel fijo en el muro del molino, en que un viejo afilaba su cuchillo sobre la rueda de un automóvil; el verano, al papel de fumar Bambú… Lo presente, lo inmediato, ocupaba toda su atención. Y él lo vivía, sin otros resquicios al pretérito que esos rastros indecisos.
Pero el presente se componía de dos planos cinematográficos: un gran plano con el rostro de Aurora y, a través de él, todo el paisaje en movimiento. Así, Antonio conocía la realidad, diáfana, pero cernida por la persona de Aurora.
Junto a su figura sucinta, la de ella parecía un despeinado manojo de viento.
Paseaban entre los fugitivos, perseguidos árboles. Abandonado el pequeño tranvía que ciñe la cintura de la ciudad, iban pisando la carne fresca del campo, borrando otras huellas con sus huellas. Músicas rotas, voces cortadas les llegaban desde lejos. Nubes sucias se deshilachaban en los charcos. Entre el césped brillaba la vía del ferrocarril suburbano.
Entraron en una sidrería oscura, con olor a mariscos, toda llena de caras rojas, risueñas, alrededor de las mesas. La atmósfera era allí densa de humo y risas alcohólicas. Crujían las tablas negras del pavimento. La sidra caía al suelo sobre los rotos corales amontonados, sobre los cementerios de crustáceos; las botellas se desangraban como gallinas degolladas. Párpados cargados incubaban el sueño; manos grandotas acariciaban los jarros de porcelana…
Ellos, desde un rincón de aquel cuadro holandés, contemplaban la gesticulación barroca de la gente. Y el sueño vínico les penetraba, aflojando resortes en templado desmayo. Ante los ojos de Antonio, la sidrería oscilaba como la cubierta de un navío.
Rodó, al fin, su cabeza sobre el regazo de Aurora, y el oído quedó junto a sus entrañas -oído vigilante, autónomo, que escucha en la tierra la proximidad de una pieza-. Se había quedado dormido.
Ella, desvelada y ondulante como las playas, miraba con plácido asombro la cabeza abandonada por la resaca en sus rodillas. El mismo aire delgado que mueve las ramas tiernas del bosque, revelándola en la fuga, sacudió su cuerpo de gacela.
Entonces despertó Antonio. Había sufrido un repeluzno semejante al de las cuatro treinta de la madrugada. Había sentido en las sienes los dedos fríos de esa hora a que los cazadores suelen apostarse en el alba.
(1929)