Caminé hacia el centro sobre el Paseo de la Refor ma. Estaba cansado; sin duda, la altitud de la ciudad de México tenía algo que ver en ello. Podría haber tomado un autobús o un taxi pero, no obstante mi fatiga, deseaba caminar. Transcurría una tarde de domingo. Aunque el tránsito era mínimo, los escapes de los autobuses y camiones con motores de diesel daban a las estrechas calles del centro el aspecto de cañadas de smog.
Llegué al Zócalo y noté que la Catedral parecía haber aumentado su inclinación desde la última vez que la vi. Me adentré unas cuantos metros en los enormes recintos. Una idea cínica atravesó mi mente.
Después me dirigí al mercado de la Lagunilla. Ca recía de propósito definido. Caminé al azar, pero a buen paso, sin mirar nada en particular. Fui a dar a los puestos de monedas antiguas y libros de segunda mano.
– ¡Vaya, vaya! ¡Miren quién está aquí! -dijo alguien, tocando levemente mi hombro.
La voz y el contacto me hicieron saltar. Rápidamente giré hacia la derecha. La sorpresa me hizo abrir la boca. La persona que me hablaba era don Juan.
– ¡Don Juan! -exclamé, y un escalofrío sacudió mi cuerpo de la cabeza a los pies-. ¿Qué hace usted aquí?
– ¿Tú qué haces aquí? -replicó como un eco.
Le dije que me había detenido unos días en la ciudad antes de adentrarme a buscarlo en las montañas de México central.
– Bueno, digamos entonces que yo bajé de las montañas para encontrarte -dijo, sonriente.
Me palmeó el hombro repetidas veces. Parecía contento de verme. Puso las manos en las caderas, infló el pecho y preguntó si me agradaba su apariencia. Sólo entonces advertí que don Juan vestía de traje. El impacto de tal incongruencia me golpeó de lleno. Quedé atónito.
– ¿Te gusta mi tacuche? -preguntó, regocijado-. Hoy ando de traje -añadió como si tuviera que explicar, y luego, señalando mi boca abierta-: ¡Ciérrala! ¡Ciérrala!
Reí, distraído. Él notó mi confusión. Sacudiéndose de risa, dio la vuelta para que yo pudiera verlo desde todos los ángulos. Su atuendo era increíble. Vestía un traje café claro con rayas delgadas, zapatos café, camisa blanca. ¡Y corbata! Y eso me hizo preguntarme: ¿llevaría calcetines, o se habría puesto los zapatos "a raíz"?
A mi desconcierto se sumaba la sensación enloquecedora de que, cuando don Juan me tocó el hombro y volví la cara, lo vi con su pantalón y su camisa de caqui, con sus huaraches y su sombrero de paja, y luego, cuando llamó mi atención sobre su atuendo y lo enfoqué en detalle, la unidad completa de su atavío se fijó, como si yo la creara con mi pensamiento. La boca parecía ser la parte de mi cuerpo más afectada por el asombro. Se abría involuntariamente. Don Juan me tocó levemente la barbilla, como ayudándome a cerrarla.
– De veras te está creciendo la papada -dijo, y rió en explosiones cortas.
Tomé nota, entonces, de que no llevaba sombrero; su cabello blanco y corto estaba peinado de raya. Se vela como un viejo caballero mexicano, un habitante urbano impecablemente vestido.
Le dije que Hallarlo allí me tenía tan estremecido que necesitaba sentarme. Se mostró muy comprensivo y sugirió ir a un parque cercano.
Anduvimos unas calles en completo silencio y llegamos a la Plaza Garibaldi, un sitio donde los mariachis ofrecen sus servicios: especie de centro de empleo para músicos.
Don Juan y yo nos mezclamos con veintenas de espectadores y turistas y circunvalamos el parque. Tras un rato se detuvo, se reclinó en una pared y alzó levemente sus pantalones, en las rodillas; llevaba calcetines café claro. Le pedí decirme el significado de su misteriosa atavío. Su vaga réplica fue que, sencillamente, debía andar de traje -ese día por razones que se me aclararían después.
El hallar trajeado a don Juan había sido tan extraño que mi agitación resultaba casi incontrolable. Yo llevaba varios meses sin verlo y más que nada en el mundo quería hablar con él, pero de algún modo la escena no encajaba y mi atención se perdía en vericuetos. Notando, sin duda, mi ansiedad, don Juan sugirió que fuéramos a la Alameda, un parque más calmado, a algunas cuadras de distancia.
No había demasiada gente en el parque, ni tuvimos dificultad para hallar una banca vacía. Tomamos asiento. Mi nerviosismo había cedido el paso a un sentimiento de incomodidad. No me atrevía a mirar a don Juan.
Hubo una larga pausa enervante; aún sin verlo, dije que finalmente la voz interna me había lanzado en busca suya, que los tremendos sucesos presenciados en su casa habían afectado muy hondamente mi vida, y que me era necesario hablar de ellos.
Hizo un ademán de impaciencia y dijo que su política era no ocuparse nunca de sucesos pasados.
– Lo importante es que has seguido mi consejo -dijo-. Has tomado tu mundo cotidiano como un desafío, y la prueba de que has reunido suficiente poder personal es el hecho indiscutible de que me has encontrado sin ninguna dificultad, en el sitio exacto en que debías.
– Dudo mucho poder aceptar crédito por eso -dije.
– Yo te estaba esperando y llegaste -dijo-. Eso es lo único que sé; eso es lo único que a cualquier guerrero le importaría saber.
– ¿Qué va a pasar ahora que lo he encontrado? -pregunté.
– Por principio de cuentas -dijo-, no vamos a discutir los dilemas de tu razón; esas experiencias pertenecen a otro tiempo y a otro ánimo. Son, hablando con propiedad, meros escalones de una escalera sin fin; darles importancia significaría quitársela a lo que está ocurriendo ahora. Un guerrero no puede de ningún modo permitirse eso.
Tuve un deseo casi invencible de quejarme. No era que resintiese nada que me hubiera ocurrido, pero anhelaba solaz y simpatía. Don Juan parecía estar al tanto de mi estado y habló como si yo hubiese dado voz a mis pensamientos.
– Sólo como guerrero puede uno soportar el camino del conocimiento -dijo-. Un guerrero no puede quejarse ni lamentar nada. Su vida es un desafío interminable, y no hay modo de que los desafíos sean buenos o malos. Los desafíos son simplemente desafíos.
Su tono era seco y severo; su sonrisa, cálida y apaciguadora.
– Ahora que estás aquí, lo que haremos será esperar una señal -dijo.
– ¿Qué clase de señal? -pregunté.
– Necesitamos averiguar si tu poder puede valerse por sí solo -dijo-. La última vez se apagó en forma miserable; esta vez las circunstancias de tu vida personal parecen haberte dado, al menos en la superficie, todo lo necesario para tratar con la explicación de los brujos.
– ¿Hay alguna probabilidad de que usted me hable de ella? -pregunté.
– Depende de tu poder personal -dijo-. Como pasa siempre en el hacer y el no-hacer de los guerreros, el poder personal es lo único que importa. Hasta ahora, yo diría que vas muy bien.
Tras un momento de silencio, como si quisiera cambiar de tema, se puso en pie y señaló su traje.
– Me puse mi traje para ti -dijo en tono misterioso-. Este traje es mi desafío. ¡Mira qué bien me queda! ¡Qué fácil! ¿Eh? ¡Como si no fuera nada¡
En verdad, don Juan se veía extraordinariamente bien de traje. Todo lo que se me ocurría como rasero de comparación era el aspecto que mi abuelo solía tener en su pesado traje de franela inglesa. Siempre me daba la impresión de que se sentía desnaturalizado, fuera de lugar en un traje. Don Juan, al contrario, estaba a sus anchas.
– ¿Piensas que es fácil para mí verme natural de traje? -preguntó don Juan.
No supe qué decir. Sin embargo, concluí para mis adentros que, a juzgar por su apariencia y su porte, era para él lo más fácil del mundo.
– Andar de traje es un desafío para mí -dijo-. Un desafío tan difícil como andar de huaraches y poncho sería para ti. Pero tú nunca has tenido la necesidad de tomar eso como desafío. Mi caso es diferente; soy indio.
Nos miramos. Alzó las cejas en muda interrogación, como pidiéndome comentarios.
– La diferencia básica entre un hombre común y un guerrero es que un guerrero toma todo como un desafío -prosiguió-, mientras un hombre ordinario toma todo como bendición o maldición. El hecho de que estés hoy aquí indica que has inclinado la balanza en favor del camino del guerrero.
Su mirada fija me ponía nervioso. Traté de levantarme y caminar, pero me hizo volver a mi sitio.
– Vas a estarte aquí sentado y tranquilo hasta que acabemos -dijo, imperioso-. Estamos esperando una señal; no podemos proceder sin ella, porque no basta que me hayas encontrado, como no bastó que encontraras a Genaro aquel día en el desierto. Tu poder debe acorralarse y dar una indicación.
– No puedo figurarme lo que usted quiere -dije.
– Vi algo rondando por este parque -dijo.
– ¿Era el aliado? -pregunté.
– No. No lo era. Conque debemos sentamos aquí y averiguar qué clase de señal está acorralando tu poder.
Luego me pidió razón detallada de cómo había yo llevado a cabo las recomendaciones que don Genaro y él mismo hicieron acerca de mi mundo cotidiano y mis relaciones con la gente. Me sentí un poco apenado. Don Juan me tranquilizó con el argumento de que mis asuntos personales no eran privados, pues incluían una tarea de brujería que él y don Genaro estaban cultivando en mí. Observé, en broma, que mi vida se había arruinado a causa de esa tarea, e hice recuento de las dificultades para mantener mi mundo de día con día.
Hablé largo rato. Don Juan rió de mi relato hasta derramar lágrimas en abundancia. Se palmeaba repetidas veces los muslos; ese gesto, que yo le había visto cientos de veces, estaba definitivamente fuera de lugar cuando se hacia sobre los pantalones de un traje. Me llené de una aprensión que me vi compelido a expresar.
– Su traje me asusta más que todo lo que usted me ha hecho -dije.
– Ya te acostumbrarás -repuso-. Un guerrero debe ser fluido y debe variar en armonía con el mundo que lo rodea, ya sea el mundo de la razón o el mundo de la voluntad.
"El aspecto más peligroso de esa variación surge cada vez que el guerrero descubre que el mundo no es ni lo uno ni lo otro. A mí me dijeron que el único modo de salir a flote en medio de esas variaciones era proseguir con nuestras acciones como si uno creyera. En otras palabras, el secreto de un guerrero es que él cree sin creer. Pero, por lo visto, un guerrero no puede nada más decir que cree y dejar allí las cosas. Eso sería demasiado fácil. Creer no más que por creer lo libraría de examinar su situación. Cuan do un guerrero tiene por fuerza que creer, lo hace porque así lo escoge, como expresión de su predilección más íntima… Un guerrero no cree; un guerrero tiene que creer."
Se me quedó mirando unos segundos mientras yo escribía en mi cuaderno. Permanecí callado. No podía decir que comprendía la diferencia, pero tampoco quería discutir ni hacer preguntas. Quise pensar en lo que don Juan había dicho, pero mi mente se dispersó al mirar en torno. En la calle, a nuestras espaldas, había una larga fila de automóviles y autobuses, tocando sus bocinas. En el extremo del parque, a unos veinte metros de distancia, directamente en la línea de la banca donde estábamos sentados, un grupo de unas siete personas, incluyendo tres policías de uniforme gris claro, estaba congregado junto a un hombre que yacía inmóvil en el pasto. Parecía estar borracho, o acaso seriamente enfermo.
Miré a don Juan. También él había estado observando al hombre.
Le dije que, por algún motivo, me resultaba imposible esclarecer por mí mismo lo que acababa de decirme.
– Ya no quiero hacer preguntas -dije-. Pero sino le pido explicaciones, me quedo sin entender. No hacer preguntas es muy anormal para mí.
– Por favor, sé normal, con toda confianza -repuso con seriedad fingida.
Dije no comprender la diferencia entre creer y tener que creer. Para mí, ambas cosas eran la misma.
Discernir entre las dos formulaciones era bizantinismo.
– ¿Recuerdas la historia que una vez me contaste de tu amiga y los gatos? -preguntó don Juan con tono casual.
Alzó lo ojos al cielo y se reclinó en la banca, estirando las piernas. Unió las manos detrás de la cabeza y contrajo los músculos de todo el cuerpo. Como siempre ocurre, sus huesos produjeron un fuerte crujido.
Se refería a la historia de una amiga mía que halló dos gatitos, casi muertos, dentro de una secadora de lavandería automática. Los revivió y, con excelente nutrición y cuidado, hizo de ellos dos gatos gigantescos, uno negro y otro rojizo.
Dos años después, vendió su casa. Como no podía llevar a los gatos consigo, ni les encontraba otro hogar, sólo le quedó llevarlos a un hospital de animales para que dispusieran de ellos.
Yo la acompañé. Los gatos nunca habían estado en un coche; ella trataba de calmarlos. La arañaron y la mordieron, sobre todo el gato rojizo, al que llamaba Max. Cuando finalmente llegamos al hospital, ella se llevó primero al gato negro; con él entre los brazos, y sin pronunciar palabra, bajó del coche. El gato jugaba con ella: la tocaba suavemente con la pata mientras ella abría, empujándola, la puerta de cristal de la clínica.
Miré a Max; estaba sentado en la parte trasera. El movimiento de mi cabeza debe haberlo asustado, pues se escurrió bajo el asiento del conductor. Deslicé el asiento hacia atrás. No quería meter la mano debajo por miedo de que el gato me mordiera o rasguñara. Max yacía en una concavidad en el piso del coche. Parecía muy agitado; su aliento se aceleraba. Me miró; nuestros ojos se encontraron y una sensación avasalladora me poseyó. Algo se hizo cargo de mi cuerpo: una forma de aprensión, desesperanza, o acaso vergüenza por ser parte de lo que ocurría.
Sentí la necesidad de explicar a Max que la decisión era de mi amiga, y que yo sólo la ayudaba. El gato seguía mirándome, como si entendiera mis palabras.
Miré por ver si ella venía. La vi a través de la puerta de cristal. Hablaba con la recepcionista. Mi cuerpo sintió una extraña sacudida, y automáticamente abrí la puerta del coche.
– ¡Corre, Max, corre! -dije al gato.
Bajó de un salto; cruzó velozmente la calle con el cuerpo cerca de tierra, como un verdadero felino. El otro lado de la calle estaba vacío; no había coches estacionados y pude ver a Max correr a lo largo de la cloaca. Llegó a la esquina de un gran bulevar y descendió por la compuerta de desagüe.
Mi amiga regresó. Le dije que Max se había ido. Ella subió al auto y nos fuimos sin decir palabra.
A lo largo de los meses, el incidente se convirtió en un símbolo para mí. Imaginé, o acaso vi, un raro destello en los ojos de Max cuando me miró al saltar del coche. Y creí que por un instante ese animal doméstico, castrado, gordo e inútil, se hizo gato.
Expresé a don Juan mi convicción de que, cuando Max corría calle abajo y se sumergía en el drenaje, su "espíritu de gato" era impecable, y quizás en, ningún otro momento de su vida fue tan evidente su "gatunidad". El incidente me dejó una impresión imborrable.
Conté la historia a todos mis amigos; tras repetirla una y otra vez, mi identificación con el gato llegó a ser muy placentera.
Me pensaba yo mismo como Max: dejado, domesticado en muchos sentidos, pero no podía pasar por alto, sin embargo, que siempre había la posibilidad de un momento en que el espíritu del hombre se posesionara de todo mi ser, igual que el espíritu "gatuno" llenó el cuerpo hinchado e inútil de Max.
A don Juan le había gustado la historia; hizo algunos comentarios casuales acerca de ella. Dijo que no era tan difícil dejar que el espíritu del hombre fluyera a tomar las riendas; sostener el paso, sin embargo, era algo que sólo un guerrero podía hacer.
– ¿Qué pasa con la historia de los gatos? -pregunté. -Me dijiste que crees estar corriendo el riesgo, como Max -dijo él.
– Así creo.
– Lo que he estado queriendo decirte es que, como guerrero, no puedes nada más creer eso y dejar las cosas así. Con Max, tener que creer significa que aceptas el hecho de que su fuga pudo ser un arranque inútil. A lo mejor se metió por el desagüe y se murió en el acto. A lo mejor se ahogó, o se murió de hambre, o se lo comieron las ratas. Un guerrero toma en consideración todas esas posibilidades y luego elige creer de acuerdo con su predilección intima.
"Como guerrero, tienes que creer que a Max le salió todo bien; que no sólo escapó, sino que mantuvo su poder. Tienes que creerlo. Digamos que sin esa creencia no tienes nada."
La diferencia se hizo muy clara. Pensé que yo, en realidad, había elegido creer en la supervivencia de Max, sabiendo que tenía en su contra toda una vida regalada y llena de engreimientos.
– Creer es lo de menos -siguió don Juan-. Tener que creer es otra cosa. En este caso, por ejemplo, el poder te dio una lección espléndida, pero elegiste usarla sólo en parte. Sin embargo, si tienes que creer, debes usar todo el suceso.
– Ya me voy dando cuenta a qué se refiere usted -dije.
Mi mente se hallaba en un estado de lucidez, y parecía aprehender los conceptos sin el menor esfuerzo.
– Temo que todavía no entiendes -dijo don Juan, casi en un susurro.
Me miró con fijeza. Sostuve su mirada un momento.
– ¿Y el otro gato? -preguntó.
– ¿Uh? ¿El otro gato? -repetí involuntariamente.
Lo había olvidado. Mi símbolo había girado en torno a Max. El otro gato no tenía importancia para mí.
– ¡Por supuesto que la tiene! -exclamó don Juan cuando di voz a mis pensamientos-. Tener que creer significa que también tienes que tomar en cuenta al otro gato. Al que jugaba y lamía las manos que lo llevaban a su fin. Ese fue el gato que marchó confiado hacia su muerte, repleto de sus juicios de gato.
"Tú piensas que eres como Max; por eso te olvidas del otro gato. Ni siquiera sabes su nombre. Tener que creer significa que debes tomar todo en consideración, y antes de decidir que eres como Max debes considerar que a lo mejor eres como el otro gato; en vez de luchar por tu vida y correr el riesgo, a lo mejor te vas feliz a tu muerte, repleto de tus juicios."
Había en sus palabras una tristeza inquietante, o acaso, la tristeza era mía. Permanecimos largo rato en silencio. Jamás se me había ocurrido que yo podía ser como el otro gato. La idea me conturbaba grandemente.
Una leve conmoción y el sonido de voces apagadas me sacaron bruscamente de mis deliberaciones. Unos policías dispersaban a la gente reunida en torno al hombre tirado en el pasto. Alguien había colocado, bajo la cabeza del yacente, un saco enrollado a manera de almohada. El hombre yacía paralelo a la calle. Miraba al este. Desde mi sitio, casi podía saber que tenía los ojos abiertos.
Don Juan suspiró.
– Qué tarde más espléndida -dijo, mirando el cielo.
– No me gusta la ciudad de México -dije.
– ¿Por qué?
– Odio el smog.
Meneó rítmicamente la cabeza, como asintiendo a mis palabras.
– Preferiría estar con usted en el desierto, o en las montañas -dije.
– Si yo fuera tú, nunca diría eso -replicó. -No quise decir nada malo, don Juan.
– Eso ya lo sabemos. Pero eso no es lo que importa. Un guerrero, o cualquier hombre si a ésas vamos, no puede de ningún modo lamentarse por no estar en otra parte; un guerrero porque vive del desafío, un hombre común porque no sabe dónde lo va a encontrar su muerte.
"Mira a ese hombre ahí al lado, tirado en el pasto: ¿Qué crees que le pasa?"
– Está borracho o enfermo -dije.
– ¡Se está muriendo! -dijo don Juan con definitiva convicción-. Cuando nos sentamos aquí, vislumbré a su muerte haciéndole la rueda. Por eso te dije que no te levantaras; llueva o truene, no puedes pararte de esta banca hasta el final. Ésta es la indicación que esperábamos. Atardece. En estos momentos, el sol se va a poner. Es tu hora de poder. ¡Mira! La escena con ese hombre es sólo para nosotros.
Señaló que, desde donde nos hallábamos, teníamos campo abierto para ver al hombre. Un grupo de curiosos formaba semicírculo a su otro costado, frente a nosotros.
La presencia del hombre tirado en la grama me inquietaba cada vez más. Era delgado y moreno, todavía joven. Su cabello negro era corto y rizado. Tenía la camisa desabotonada y el pecho al descubierto. Llevaba un suéter anaranjado, de punto, con hoyos en los codos, y astrosos pantalones grises. Sus zapatos, de algún color borrado, indefinible, estaban desatados. Se veta rígido. Yo no podía decir si respiraba o no. Me pregunté si estaba muriendo, como decía don Juan. ¿O quizá don Juan usaba simplemente el evento para recalcar algo? Mis anteriores experiencias con él me daban la certeza de que, en alguna forma, estaba haciendo todo encajar en algún misterioso plan propio.
Tras un largo silencio me volví hacia él. Tenía los ojos cerrados. Empezó a hablar sin abrirlos.
– Ese hombre está a punto de morir -dijo-. Pero tú no lo crees, ¿verdad?
Abrió los ojos y me miró un segundo. La mirada, de tan penetrante, me aturdió.
– No, no lo creo -dije.
Sentía en realidad que todo el asunto era demasiado sencillo. Vinimos a sentarnos en el parque y allí mismo, como si todo fuera una representación teatral, había un moribundo.
"El mundo se ajusta a sí mismo -dijo don Juan después de escuchar mis dudas-. Esto no es una farsa. Esto es un augurio, un acto de poder.
"El mundo sostenido por razón hace de todo esto un asunto que podemos observar por un momento en camino hacia otras cosas más importantes. Todo lo que podemos decir de esto es que un hombre está tirado en el pasto, en el parque, a lo mejor borracho.
"El mundo sostenido por voluntad lo hace un acto de poder, un acto que podemos ver. Podemos ver que la muerte está girando velozmente sobre el hombre, que le hunde las garras más y más en sus fibras luminosas. Podemos ver que las cuerdas luminosas pierden tensión y se desvanecen una a una.
"Ésas son las dos posibilidades que se abren a nosotros, los seres luminosos. Tú andas por ahí en el medio; todavía quieres tenerlo todo bajo la firma de la razón. Y sin embargo, ¿cómo puedes descartar el hecho de que tu poder personal te trajo esta señal? Vinimos a este parque, después de que me encontraste donde yo te esperaba -me encontraste así de sopetón, sin pensar, ni planear, ni usar deliberadamente tu razón-, y después de que nos sentamos aquí a esperar una señal, nos dimos cuenta de ese hombre; cada uno de nosotros lo notó a su manera: tú con tu razón, yo con mi voluntad.
"Ese moribundo es uno de los centímetros cúbicos de suerte que el poder pone siempre a disposición del guerrero. El arte del guerrero es ser perennemente fluido para poderlo coger de un tirón. Yo lo he cogido de un tirón, y ¿tú?"
No pude responder. Tomé conciencia de un abismo inmenso dentro de mí, y por un momento tuve, en alguna forma, conocimiento de los dos mundos a los cuales se refería.
– ¡Qué señal más exquisita es ésta! -prosiguió-. Y todo esto para ti. El poder te enseña que la muerte es el ingrediente indispensable del tener que creer. Si no se tiene en cuenta a la muerte, todo es ordinario, trivial. Sólo porque la muerte nos anda al acecho es el mundo un misterio sin principio ni fin. El poder te ha mostrado eso. Todo lo que yo he hecho es reunir los detalles de esta señal, a fin de que la dirección fuera clara; pero al reunir así los detalles, también yo te he mostrado que todo cuanto te he dicho hoy es lo que yo mismo tengo que creer, porque esa es la predilección de mi espíritu.
Nos miramos a los ojos un momento.
– Esto me recuerda la poesía esa que me leías -dijo, haciendo a un lado la mirada-. Acerca de ese hombre que juró morir en París. ¿Te acuerdas cómo era?
El poema era "Piedra negra sobre una piedra blanca", de César Vallejo. A petición de don Juan, yo le había leído y recitado incontables veces las dos primeras estrofas.
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
El poema resumía para mí una melancolía indescriptible.
Don Juan susurró que él tenía que creer que el moribundo había tenido bastante poder personal para permitirle escoger las calles de la ciudad de México como el sitio de su muerte.
– Volvemos otra vez a la historia de los dos gatos -dijo-. Tenemos que creer que Max se dio cuenta de lo que le andaba al acecho y, cómo ese hombre que está ahí, tuvo al menos poder suficiente para escoger el sitio de su fin. Pero hubo el otro gato, como hay otros hombres cuya muerte los envolverá mientras están solos, desprevenidos, mirando las paredes y el techo de un cuarto desolado y feo.
"En cambio, aquel hombre se está muriendo donde siempre ha vivido: en las calles. Tres policías son sus guardias de honor. Y, a medida que se desvanece, se acentuarán en sus ojos los últimos resplandores de las luces de los aparadores de las tiendas que están enfrente; de los coches, de los árboles, de las oleadas de gente que se arremolina en la calle; y sus oídos se inundarán por última vez con los sonidos del tránsito y las voces de los hombres y las mujeres que pasan.
"Así que, si no fuera porque nos damos cuenta de la presencia de nuestra muerte no hubiera poder, ni misterio."
Miré largo rato al hombre. Estaba inmóvil. Acaso había muerto. Pero mi incredulidad ya no importaba. Don Juan estaba en lo cierto. Tener que creer que el mundo es misterioso e insondable era la expresión de la predilección intima de un guerrero. Sin ella, el guerrero no tenía nada.
Don Juan y yo volvimos a vernos a eso del mediodía siguiente, en el mismo parque. Él lucía aún su traje café. Tomamos asiento en una banca; se quitó el saco, lo dobló con gran cuidado, pero a la vez con un aire de suprema indiferencia, y lo puso en la banca. Su despreocupación era muy estudiada y, sin embargo, completamente natural. Me sorprendí mirándolo con fijeza. Él parecía al tanto de la paradoja que me presentaba, y sonrió. Enderezó su corbata. Llevaba una camisa beige de manga larga. Le quedaba muy bien.
– Traigo todavía mi traje porque quiero decirte algo de gran importancia -dijo, dando palmadas en mi hombro-. Ayer te salieron las cosas muy bien; así que ya es hora de llegar a ciertos arreglos finales.
Hizo una larga pausa. Parecía estar preparando una declaración. Tuve una sensación extraña en el estómago. Mi suposición inmediata fue que don Juan iba a darme allí mismo la explicación de los brujos. Se puso en pie un par de veces y se paseó de un lado a otro frente a mí, como si le resultara difícil dar voz a lo que tenía en mente.
– Vamos al restaurante de enfrente a comer algo -dijo finalmente.
Desdobló el saco, y antes de ponérselo me mostró que tenla forro completo.
– Hecho a la medida -dijo, y sonrió como si eso lo enorgulleciera, como si le importara.
– Tengo que llamarte la atención sobre estas cosas, porque si no, no lo notarías, y es importante que tengas en cuenta que mi forro es completo. Tú te das cuenta de todo sólo cuando piensas que así debes hacerlo; pero la condición de un guerrero, es darse cuenta de todo en todo momento.
"Mi traje y todos estos adornos son importantes porque representan mi condición en la vida. O mejor dicho, la condición de una de las dos partes de mi totalidad. Esta discusión ha estado pendiente, por muchos años. Yo sé que esta es la hora de tenerla. Todos los puntos de esta discusión tienen que estar, sin embargo, perfectamente cortados, de lo contrario no tendrá sentido. Quise que mi traje te diera la primera pista. Creo que ha cumplido su misión. Ahora es tiempo de hablar, porque en los asuntos de este tema, no hay comprensión completa sin palabras."
– ¿Cuál es el tema, don Juan?
– La totalidad de uno mismo.
Se puso en pie abruptamente y me guió a un restaurante en un gran hotel al otro lado de la calle. Una recepcionista con cara de pocos amigos nos dio una mesa dentro, en un rincón ciego. Obviamente, los lugares preferentes estaban cerca de las ventanas.
Dije a don Juan que la mujer me recordaba a otra encargada, en un restaurante de Arizona donde él y yo comimos una vez, la cual nos preguntó, antes de darnos el menú, si teníamos dinero suficiente para pagar.
– Es muy natural lo que le pasa a esta pobre mujer -dijo don Juan, como simpatizando con ella-. Los chicanos no le caen bien, así como a la otra.
Rió suavemente. Dos o tres personas, en las mesas adyacentes, volvieron la cabeza y nos miraron.
Don Juan dijo que sin saberlo, o quizás incluso contra sus propias intenciones, la recepcionista nos había dado la mejor mesa en todo el local: una mesa donde podíamos hablar, y yo podía escribir hasta hartarme.
Acababa de sacar del bolsillo mi bloc de notas, y de ponerlo en la mesa, cuando de pronto el mesero se cirnió sobre nosotros. También parecía de mal humor. Nos miraba con aire de reto.
Don Juan procedió a ordenar una comida muy complicada. Pedía sin ver el menú, como si lo conociese de memoria. Yo me hallaba desconcertado: la aparición del mesero fue inesperada y no me dio tiempo de leer el menú, de modo que le dije que me trajera lo mismo.
– Te apuesto a que no tienen lo que ordené -me susurró don Juan al oído.
Estiró brazos y piernas y me indicó relajarme y ponerme cómodo, porque la comida tardaría eternidades.
– Estás en cierto trecho del camino, muy agudo y peligroso. Quizás ésta sea la última encrucijada, y también, quizá, la más difícil de entender. Algunas de las cosas que te voy a señalar hoy, probablemente nunca serán claras. De todos modos, no se supone que sean claras. Con que no te preocupes ni te desalientes. Todos nosotros somos una bola de idiotas cuando entramos en el mundo de la brujería, y entrar en ese mundo no nos garantiza, en ningún sentido, que cambiaremos. Algunos seguimos idiotas hasta el fin.
Me gustó que se incluyera entre los idiotas. Supe que no lo hacía por bondad, sino como recurso pedagógico.
– No te agites si no comprendes lo que voy a decirte -continuó-. Teniendo en cuenta tu temperamento, temo que te rompas la crisma tratando de entender. ¡No lo hagas! Lo que voy a decirte sirve sólo para señalar una dirección.
Tuve un súbito sentimiento aprensivo. Las admoniciones de don Juan me refundieron en una especulación interminable. Otras veces me había lanzado advertencias por el estilo, e invariablemente, aquello sobre lo cual me advertía había resultado devastador.
– Me pongo muy nervioso cuando usted habla así -dije.
– Ya sé -repuso calmadamente-. Trato, a propósito, de tenerte alerta. Necesito tu atención, toda tu atención.
Hizo una pausa y me miró. Reí nerviosa, involuntariamente. Supe que don Juan quería estirar al máximo las posibilidades dramáticas de la situación.
– No te digo todo esto por crear un efecto -dijo como si leyera mis pensamientos-. Simplemente te estoy dando tiempo de hacer los ajustes del caso.
En ese instante, el mesero se detuvo a nuestro lado para anunciar que no tenían lo que habíamos ordenado. Don Juan rió en alta voz y pidió tortillas y frijoles. El mesero torció despectivamente la boca y dijo que no servían eso; sugirió filete o pollo. Optamos por una sopa.
Comimos en silencio. No me gustó la sopa, ni pude terminarla, pero don Juan vació su propio plato.
– Me he puesto mi traje -dijo de repente- para hablarte de algo, algo que ya conoces pero que necesita aclararse si va a ser efectivo. He esperado hasta ahora, porque Genaro siente que no sólo debes estar dispuesto a emprender el camino del conocimiento, sino que tus esfuerzos, por sí mismos, deben ser lo bastante impecables para hacerte digno de tal conocimiento. Te has portado muy bien. Ahora te diré cuál es la explicación de los brujos.
Hizo una nueva pausa, se frotó las mejillas y jugó con su lengua dentro de la boca, como si se palpara los dientes.
– Voy a hablarte del tonal y del nagual -dijo, y me dirigió una mirada penetrante.
Ésta era la primera vez que usaba esos dos términos en mi presencia. Yo tenía una vaga familiaridad con ellos, gracias a la literatura antropológica sobre las culturas de México central. Sabia que el "tonal" era, según la creencia, una especie de espíritu guardián, generalmente un animal, que el niño obtenía al nacer y con el cual tenía lazos íntimos por el resto de su vida. "Nagual" era el nombre dado al animal en que los brujos, supuestamente, podían transformarse, o al brujo que efectuaba tal transformación.
– Éste es mi tonal -dijo don Juan, frotándose las manos en el pecho.
– ¿Su traje?
– No. Mi persona.
Se golpeó el pecho y los muslos y los flancos del costillar.
– Mi tonal es todo esto.
Explicó que cada ser humano tenía dos facetas, dos entidades distintas, dos contrapartes que entraban en funciones en el instante del nacimiento; una se llamaba "tonal" y la otra "nagual".
Le dije lo que los antropólogos sabían acerca de ambos conceptos. Me dejó hablar sin interrumpirme.
– Bueno, lo que fuera que sepas del tonal y el nagual es pura tontería -dijo-. Yo me baso para decir esto en el hecho de que habría sido imposible que alguien te hablara antes de lo que yo te estoy diciendo acerca del tonal y del nagual. Cualquier idiota se podría dar cuenta de que no sabes nada, porque para conocer al tonal y al nagual tendrías que ser brujo y no lo eres. O habrías tenido que hablar de ellos con un brujo, y no lo has hecho. Conque olvídate o tira de lado todo cuanto has oído antes, porque nada de eso se puede aplicar.
– Era sólo un comentario -dije.
Alzó las cejas en un gesto cómico.
– Tus comentarios no tienen cabida hoy -dijo-. Esta vez necesito tu atención completa, puesto que te voy a presentar al tonal y al nagual. Los brujos tienen un interés único y especial en ese conocimiento. Yo diría que el tonal y el nagual están en el reino exclusivo de los hombres de conocimiento. En tu caso, ésta es la tapa que cierra todo cuanto te he enseñado. De allí que he esperado hasta ahora para hablarte de esto.
"El tonal no es el animal que custodia a una persona. Yo más bien diría que es un guardián que puede representarse como animal. Pero eso no es lo importante."
Sonrió y me guiñó un ojo.
Ahora estoy usando tus palabras dijo-. El tonal es la persona social.
Rió, supongo que al ver mi desconcierto.
– El tonal es, y con derecho, un protector, un guardián: un guardián que la mayoría de las veces se transforma en guardia.
Jugueteé con mi cuaderno. Trataba de prestar atención a lo que don Juan decía. Él rió y remedó mis movimientos nerviosos.
– El tonal es el organizador del mundo -prosiguió-. Quizá la mejor forma de describir su obra monumental, es decir que en sus hombros descansa la tarea de poner en orden el caos del mundo. No es un absurdo sostener, como lo hacen los brujos, que todo cuanto sabemos y hacemos como hombres, es obra del tonal.
"En este momento, por ejemplo, lo que se ocupa de dar sentido a nuestra conversación es tu tonal; sin él sólo habría sonidos raros y muecas y no comprenderías nada de lo que te digo.
"Yo diría, pues, que el tonal es un guardián que protege algo muy, pero muy valioso: nuestro mismo ser. Por lo tanto, una cualidad nata del tonal es la de ser astuto, y celoso con su obra. Y como lo que hace es efectivamente la parte más importante de nuestras vidas, no es del nada extraño que al fin y al cabo se convierta, en cada uno de nosotros, de guardián en guardia."
Se detuvo y me preguntó si comprendía. Maquinalmente asentí con la cabeza, y él sonrió con aire de incredulidad.
– Un guardián es magnánimo y comprensivo -explicó-. Un guardia, en cambio, es un vigilante intolerante y, por lo siempre, un déspota. Yo diría que en todos nosotros el tonal se ha hecho un guardia insoportable y déspota, cuando debería ser un guardián magnánimo.
Yo definitivamente no seguía el hilo de su explicación. Oía y escribía cada palabra, y sin embargo parecía hallarme atorado en algún diálogo interno por mi propia cuenta.
– Me resulta muy difícil captar su idea -dije.
– Si no te enredaras en hablar contigo mismo, no tendrías líos -dijo él en tono cortante.
Su observación me lanzó a un largo parlamento explicativo. Finalmente recapacité, y ofrecí disculpas por mi insistencia en defenderme.
Sonrió e hizo un gesto que parecía indicar que mi actitud no lo había molestado en realidad.
– El tonal es completamente todo lo que somos -prosiguió-. ¡Nombra cualquier cosa! El tonal es todo eso para lo cual tenemos palabras. Y como el tonal está hecho de sus propios hechos, todas las cosas, por lo visto, tienen que caer bajo su dominio.
Le recordé su definición del tonal como la persona social, un término que yo mismo había usado ante él para significar un ser humano como producto final de los procesos de socialización. Señalé que, si el tonal era ese producto, no podía serlo todo, como él decía, porque el mundo en torno nuestro no era el producto de la socialización.
Don Juan me recordó, a su vez, que mi argumento no tenía base para él, y que, mucho tiempo antes, ya él me había explicado el tema de que el mundo no existe de por sí, y que aquello que atestiguamos es sólo una descripción del mundo, la cual aprendemos a visualizar y a dar por sentada.
– El tonal es todo cuanto conocemos -dijo-. Yo creo que esto, por sí solo, es razón suficiente para que el tonal sea un asunto tan imponente.
Calló por un momento. Parecía, a las claras, esperar comentarios o preguntas, pero yo no tenía ninguna. Sin embargo, me sentía obligado a pronunciar una pregunta, y luché por formular alguna que fuese apropiada. Fracasé. Sentí que las admoniciones con que él inició nuestra conversación habían servido, tal vez, como antídoto contra cualquier inquisición por parte mía. Experimentaba una curiosa insensibilidad. No podía concentrarme ni ordenar mis ideas. De hecho, me sentía y me sabía, sin el menor lugar a dudas, incapaz de pensar, y de esto mismo tomaba conocimiento sin ayuda del raciocinio, si tal cosa era posible.
Miré a don Juan. Tenía los ojos fijos en la parte media de mi cuerpo. Alzó la mirada y mi claridad mental retornó en el acto.
– El tonal es todo cuanto conocemos -repitió lentamente-. Y eso no sólo nos incluye a nosotros, como personas, sino a todo lo que hay en nuestro mundo. Puede decirse que el tonal es todo cuanto salta a la vista.
"Lo empezamos a cuidar desde el momento de nacer. En el momento en que tomamos la primera bocanada de aire, también ese mismo aire es poder para el tonal. Así que, es muy apropiado decir que el tonal de un ser humano está ligado íntimamente a su nacimiento.
"Debes recordar este punto. Es de gran importancia para entender todo esto. El tonal empieza en el nacimiento y acaba en la muerte."
Quise recapitular todas las ideas expresadas. Llegué incluso a abrir la boca para pedirle repetir los puntos clave de nuestra conversación, pero, para mi asombro, no pude vocalizar mis palabras. Sufría una incapacidad en extremo curiosa; mis palabras pesaban y yo no tenía ningún control sobre esa sensación.
Miré a don Juan para indicarle que no podía hablar. Él tenía nuevamente la vista clavada en el área alrededor de mi estómago.
Alzó los ojos y preguntó cómo me sentía. Las palabras fluyeron de mi boca como si algo me hubiera destapado. Le dije que había tenido la peculiar sensación de no poder hablar ni pensar, pese a que mis ideas eran claras como el cristal.
– ¿Tus ideas eran claras como el cristal? -preguntó.
Me di cuenta entonces de que la claridad no había correspondido a mis ideas, sino a mi percepción del mundo.
– ¿Me está usted haciendo algo, don Juan? -pregunté.
– Estoy tratando de convencerte de que tus comentarios no son necesarios -dijo, y rió.
– ¿O sea, que usted no quiere que yo haga preguntas?
– No, no. Pregunta lo que quieras, pero no dejes que tu atención vacile.
Hube de admitir que la inmensidad del tema me había distraído.
– Todavía no puedo entender, don Juan, lo que quiso usted decir con la frase de que el tonal es todo -dije tras una pausa momentánea,
– El tonal es lo que construye el mundo.
– ¿Es el tonal el creador del mundo?
Don Juan se rascó las sienes.
– El tonal construye el mundo sólo en un sentido figurado. No puede crear ni cambiar nada, y sin embargo construye el mundo porque su función es juzgar, y evaluar, y atestiguar. Digo que el tonal construye el mundo porque atestigua y evalúa al mundo de acuerdo con las reglas del tonal. En una manera extrañísima, el tonal es un creador que no crea nada. O sea que, el tonal inventa las reglas por medio de las cuales capta el mundo. Así que, en un sentido figurado, el tonal construye el mundo.
Tarareó una melodía popular, golpeando con los dedos un lado de su silla, para llevar el ritmo. Sus ojos brillaban; parecían centellear. Chasqueó la lengua, meneando la cabeza.
– No entiendes ni jota -dijo con una sonrisa.
– Sí le entiendo. No hay problema -dije, pero no sonó muy convincente.
– El tonal es una isla -explicó-. La mejor manera de describirlo es decir que el tonal es esto.
Pasó la mano sobre la superficie de la mesa.
– Podemos decir que el tonal es como la superficie de esta mesa. Una isla. Y en la isla tenemos todo. Esta isla es, de hecho, el mundo.
"Hay un tonal que es personalmente para cada uno de nosotros, y hay otro que es colectivo para todos nosotros en cualquier momento dado, al cual llamamos el tonal de los tiempos."
Señaló las hileras de mesas en el restaurante.
– ¡Mira! Cada mesa tiene la misma configuración. Hay ciertos objetos presentes en todas. Sin embargo, son individualmente distintas entre sí: algunas mesas están más llenas que otras; tienen diferente comida, diferentes platos, diferente atmósfera, pero tenemos que admitir que todas las mesas en este restaurante son muy semejantes. Lo mismo pasa con el tonal. Podemos decir que el tonal de los tiempos es lo que nos hace semejantes, en la misma forma en que hace semejantes todas las mesas en este restaurante. No obstante, cada mesa por separado es un caso individual, lo mismo que el tono personal de cada uno de nosotros. Pero el factor importante que hay que tener en cuenta, es que todo cuanto conocemos de nosotros mismos y dé nuestro mundo está en la isla del tonal. ¿Ves lo que quiero decir?
– Si el tonal es todo cuanto conocemos de nosotros mismos y de nuestro mundo, ¿qué es entonces el nagual?
– El nagual es la parte de nosotros mismos con la cual nunca tratamos.
– ¿Cómo dijo usted?
– El nagual es la parte de nosotros para la cual no hay descripción: ni palabras, ni nombres, ni sensaciones, ni conocimiento.
– Ésa es una contradicción, don Juan. En mi opinión, si no puede sentirse ni describirse ni nombrarse, no puede existir.
– Es una contradicción nada más en tu opinión. Ya te lo advertí: no te rompas la crisma tratando de entender esto.
– ¿Diría usted que el nagual es la mente?
– No. La mente es un objeto encima de la mesa. La mente es parte del tonal. Digamos que la mente es la salsa picante.
Tomó una botella de salsa y la puso frente a mí.
– ¿Es el nagual el alma?
– No. El alma también está en la mesa. Digamos que el alma es el cenicero.
– ¿Es el nagual los pensamientos?
– No. Los pensamientos también están en la mesa. Los pensamientos son como los cubiertos.
Cogió un tenedor y lo puso junto a la salsa y el cenicero.
– ¿Es un estado de gracia? ¿El cielo?
– Tampoco es eso. Eso, sea lo que fuera, también es parte del tonal. Es, digamos, la servilleta.
Seguí proponiendo formas de describir aquello a lo que él aludía: intelecto puro, psique, energía, fuerza vital, inmortalidad, principio vital. Por cada cosa que yo nombraba, él hallaba en la mesa un objeto que servía de contraparte y lo ponía frente a mí, hasta que todo cuanto había en la mesa quedó apilado en un montón.
Don Juan parecía disfrutar enormidades. Soltaba risitas y se frotaba las manos cada vez que yo nombraba otra posibilidad.
– ¿Es el nagual el Ser Supremo, el Omnipotente, Dios? -pregunté.
– No. Dios también está en la mesa. Digamos que Dios es el mantel.
Hizo, en broma, el gesto de jalar el mantel para amontonarlo con los otros objetos que había puesto frente a mí.
– Pero, ¿dice usted que Dios no existe?
– No. No dije eso. Sólo dije que el nagual no era Dios, porque Dios es un objeto de nuestro tonal personal y del tonal de los tiempos. El tonal es, como ya dije, todo lo que creemos que es parte del mundo, incluyendo a Dios, por supuesto. Dios no tiene otra importancia que la de ser parte del tonal de nuestro tiempo.
– Según yo lo entiendo, don Juan, Dios es todo ¿No estamos hablando de lo mismo?
– No. Dios es solamente todo aquello en lo que puedes pensar; por eso, propiamente hablando, Dios no es sino otro objeto en la isla. Dios no puede ser visto cuando uno quiere; sólo podemos hablar de Él. En cambio, el nagual está al servicio del guerrero. Puede ser visto, pero no se puede hablar de él.
– Si el nagual no es ninguna de las cosas que he mencionado -dije-, quizá pueda usted decirme el sitio donde se encuentra. ¿Dónde está?
Don Juan hizo un amplio ademán y señaló el área más allá de los confines de la mesa. Movió la mano como si, con el dorso, limpiara una superficie imaginaria que rebasara los bordes de la mesa.
– El nagual está allí -dijo-. Allí, alrededor de la isla. El nagual está, allí, donde el poder se cierne.
"Desde el momento de nacer sentimos que hay dos partes en nosotros. A la hora de nacer, y luego por algún tiempo después, uno es todo nagual. En ese entonces, nosotros sentimos que para funcionar necesitamos una contraparte a lo que tenemos. Nos falta el tonal y eso nos da, desde el principio, el sentimiento de no estar completos. A esas alturas el tonal empieza a desarrollarse y llega a tener una importancia tan absoluta para nuestro funcionamiento que opaca el brillo del nagual, lo avasalla; y así nos volvemos todo tonal. Desde el momento en que uno se vuelve todo tonal, no hacemos otra cosa sino aumentar esa vieja sensación de estar incompletos; esa sensación que nos acompaña desde el momento de nacer y que nos dice constantemente que hay otra parte de nosotros que nos haría íntegros.
"A partir del momento en que somos todo tonal, empezamos a hacer pares. Sentimos nuestros dos lados, pero siempre los representamos con objetos del tonal. Decimos que nuestras dos partes son el alma y el cuerpo. O la mente y la materia. O el bien y el mal. Dios y Satanás. Nunca nos damos cuenta, sin embargo, de que sólo estamos haciendo parejas con las cosas de la isla, algo muy semejante a hacer parejas con café y té, o pan y tortillas, o chile y mostaza. Somos de verdad animales raros. Nos creemos tanto y, en nuestra locura, creemos tener perfecto sentido."
Don Juan se puso en pie y me apostrofó como un orador. Me señaló con el índice e hizo temblar su cabeza.
– El hombre no se mueve entre el bien y el mal -dijo en un tono hilarantemente retórico, tomando el salero y el pimentero en ambas manos-. Su verdadero movimiento es entre lo negativo y lo positivo
Dejó la sal y la pimienta y cogió un tenedor y un cuchillo.
– ¡Lo dicho es un error! No hay movimiento ninguno -continuó como si se respondiera a sí mismo-. ¡El hombre es sólo mente!
Cogió la botella de salsa y la puso en alto. Luego la dejó.
– Como puedes ver -dijo suavemente-, podríamos muy fácilmente reemplazar mente por salsa de chile y acabar diciendo: -“¡El hombre es sólo salsa de chile!” El hacer eso no nos volvería más dementes de lo que ya estamos.
– Mucho me temo no haber hecho la pregunta correcta -dije-. Quizá podríamos llegar a una mejor comprensión si preguntara qué puede uno hallar, específicamente, en el área más allá de la isla.
– No hay manera de responder eso. Si yo te dijera: nada, sólo haría al nagual parte del tonal. Todo cuanto puedo decir es que allí, más allá de la isla, uno encuentra al nagual.
– Pero, cuando usted, lo llama nagual, ¿no lo coloca también en la isla?
– No. Lo llamé nagual solamente para que te dieras cuenta de él.
– ¡Muy bien! Pero al darme cuenta de él también he dado el primer paso para convertirlo en un nuevo objeto de mi tonal.
– Creo que no me comprendes. Yo he nombrado al tonal y al nagual como un par verdadero. Eso es todo lo que he hecho.
Me recordó que en una ocasión, al tratar de explicarle mi insistencia en el significado, discutí la idea de que acaso los niños no fueran capaces de concebir la diferencia entre "padre" y "madre" hasta que no se desarrollaran lo suficiente en el manejo del significado, y que tal vez creerían que la diferencia estaba radicada en que "padre" usa pantalones y "madre" usa faldas, o en otras diferencias relativas al corte de pelo, o al tamaño del cuerpo, o a la ropa.
– Por cierto que hacemos lo mismo con las dos partes de nosotros -dijo-. Sentimos que en nosotros hay otro lado. Pero cuando tratamos de precisar cuál es ese otro lado, el tonal se apodera de la batuta y, como director, es un fracaso. Es tan mezquino y celoso que nos deslumbra con su astucia y nos fuerza a destruir el menor indicio de la otra parte del par verdadero: el nagual.
Al salir del restaurante, dije a don Juan que había tenido razón en advertirme acerca de la dificultad del tema, y que mi destreza intelectual no servía para captar sus conceptos y explicaciones. Sugerí que tal vez, si fuera yo a mi hotel a leer mis notas, mejoraría mi comprensión del asunto. Trató de tranquilizarme; dijo que me estaba preocupando por palabras. Mientras hablaba, experimenté un escalofrío, y por un instante sentí que, en verdad, había otra zona dentro de mí.
Mencioné a. don Juan mis inexplicables sensaciones. Su curiosidad pareció despertarse. Le dije que había tenido antes dichas sensaciones, y que parecían ser lapsos momentáneos, interrupciones en mi flujo de conciencia. Siempre se manifestaban como una sacudida en mi cuerpo, seguida por la impresión de hallarme suspendido en algo.
Nos dirigimos al centro, caminando pausadamente. Don Juan me pidió relatar todos los detalles de mis lapsos. Me resultaba muy difícil describirlos, más allá de llamarlos momentos de olvido, o distracción, o de no fijarme en lo que hacía.
Con toda paciencia me contradijo. Señaló que yo era una persona exigente, tenía una buena memoria y era muy cuidadoso en mis acciones. En un principio se me había ocurrido que aquellos lapsos peculiares se asociaban con la cesación del diálogo interno, pero también los experimentaba cuando había hablado extensamente conmigo mismo. Parecían brotar de una zona independiente de todo cuanto yo conocía.
Don Juan me dio palmadas en la espalda. Sonrió con deleite visible.
– Por fin empiezas a establecer relaciones reales -dijo.
Le pedí explicar la críptica frase, pero él detuvo abruptamente nuestra conversación y me hizo seña de seguirlo al atrio de una iglesia.
– ,Este es el final de nuestro viaje al centro -dijo, y tomó asiento en una banca-. Aquí tenemos un sitio ideal para observar a la gente. Unos pasan por la calle y otros vienen a la iglesia. Desde aquí podemos verlos a todos.
Señaló una ancha calle de comercios y el sendero de grava que llevaba a los escalones de la iglesia. Nuestra banca estaba a medio camino entre el templo y la calle.
Vista es mi banca favorita -dijo, acariciando la madera.
Me guiñó el ojo y añadió, sonriendo:
– Le caigo bien. Por eso no había nadie sentado aquí. Sabía que yo venía.
– ¿La banca sabia eso?
– ¡No! La banca no. Mi nagual.
– ¿Es el nagual algo consciente? ¿Se da cuenta de las cosas?
– Por supuesto que se da cuenta de todo. Por eso me interesa tu relato. Lo que tú llamas lapsos y sensaciones, es el nagual. Para hablar de él, debemos tomar prestado de la isla del tonal, así que es más conveniente no explicarlo, sino sencillamente contar sus efectos.
Quise decir alguna otra cosa sobre aquellas sensaciones peculiares, pero él me silenció.
– Esto es todo por hoy. Hoy no es el día del nagual, hoy es el día del tonal dijo-. Me puse mi traje porque hoy soy todo tonal.
Se me quedó mirando. Yo iba a decirle que el tema estaba resultando más difícil que cualquier cosa que jamás me hubiera explicado; él pareció anticipar mis palabras.
– Es difícil -dijo-. Lo sé. Pero si se piensa que ésta es la etapa final, la última etapa de lo que te he estado enseñando, no estamos diciendo demasiado al decir que envuelve todo cuanto mencioné desde el primer día en que nos encontramos.
Guardamos silencio un largo rato. Yo sentía que debía esperar la reanudación de las explicaciones, pero tuve un repentino ataque de aprensión y pregunté apresuradamente:
– ¿Están dentro de nosotros el nagual y el tonal?
Me dirigió una mirada penetrante.
– Esa es una pregunta muy difícil -dijo-. Tú mismo dirías que están dentro de nosotros. Yo mismo diría que no lo están, pero ninguno de nosotros estaría en lo cierto. El tonal de tu tiempo te empuja a mantener que todo lo que se trata de tus sensaciones y pensamientos tiene lugar dentro de ti. El tonal de los brujos dice lo contrario: todo está afuera. ¿Quién tiene razón? Ninguno. Adentro, afuera: eso realmente no importa.
Hice una observación. Dije que, cuando hablábamos del tonal y del nagual, parecía que aún hubiera una tercera parte. Él había dicho que el tonal "nos fuerza" a ejecutar acciones, y si era imposible tomar en cuenta al nagual, ¿quién era entonces el ser forzado?
No me respondió directamente.
– Explicar todo esto no es tan sencillo -dijo-. Por muy astutas que sean las aduanas del tonal, el asunto es que el nagual salta a la superficie. Pero su salida a la superficie siempre es inadvertida. El gran arte del tonal es reprimir toda manifestación del nagual, de tal modo que, aunque su presencia sea lo más obvio del mundo, pasa por alto.
– ¿Para quién pasa por alto?
Chasqueó la lengua, sacudiendo la cabeza de arriba a abajo. Lo presioné a responder.
– Para el tonal -dijo-. Estoy hablando exclusivamente del tonal. Por supuesto que ando con rodeos, pero eso no debería sorprenderte ni molestarte. Te advertí la dificultad de comprender lo que tengo que decirte. Me tuve que salir con todas estas bolas porque mi tonal se da cuenta de que está hablando de sí mismo. En otras palabras, mi tonal se usa a sí mismo a fin de entender la información que yo quiero que tu tonal tenga en claro. Digamos que el tonal, puesto que se da tremenda cuenta del esfuerzo que cuesta hablar de sí mismo, ha creado los términos “yo", "yo mismo" y otros así por el estilo, como balance, y gracias a ellos puede hablar con otros tonales, o consigo mismo, acerca de sí mismo.
"Ahora, cuando digo que el tonal nos fuerza a hacer algo, no quiero decir que haya ahí una tercera parte. Por lo visto, el tonal se fuerza a sí mismo a seguir sus propios juicios.
"En ciertas ocasiones, o bajo determinadas circunstancias especiales, algo en el mismo tonal se da cuenta de que hay más en nosotros. Es como una voz que surge de las profundidades: la voz del nagual. Como se ve, la totalidad de nosotros mismos es una condición natural que el tonal no puede aniquilar por entero, y hay momentos, sobre todo en la vida de un guerrero, en que la totalidad se hace aparente. Durante esos momentos, uno puede adivinar y avalorar lo que realmente somos.
"Esas sacudidas que has tenido te resultan muy bien, porque ésa es la forma en que surge el nagual. En esos momentos, el tonal se da cuenta de la totalidad de uno mismo. Siempre es una sacudida porque darse cuenta de esto desbarata el sosiego. Yo llamo a ese sentimiento: darse cuenta de la totalidad del ser que va a morir. La idea es que en el momento de la muerte el otro miembro del par verdadero; el nagual, empieza a operar por completo y el sentir y los recuerdos y las percepciones guardados en nuestras pantorrillas y muslos, en nuestra espalda y hombros y cuello, empiezan a expandirse y a desintegrarse. Como las cuentas de un interminable collar roto, se desparraman sin la fuerza unificadora de la vida."
Me miró. Sus ojos eran apacibles. Me sentí incómodo, estúpido.
– La totalidad de nosotros mismos es un asunto muy peliagudo -dijo-. Necesitamos solamente una porción muy pequeña de esa totalidad para llevar a cabo las tareas más complejas de la vida. Pero, al morir, morimos con la totalidad de nosotros mismos. Un brujo hace la pregunta: "Si vamos a morir con la totalidad de nosotros mismos, ¿por qué no, entonces, vivir con esa totalidad?"
Movió la cabeza para indicarme mirar a las numerosas personas que pasaban.
– Son todos tonal -dijo-. Voy a señalarte algunos para que tu tonal los evalúe, y al evaluarlos se evaluará a sí mismo.
Dirigió mi atención hacia dos ancianas que acababan de salir de la iglesia. Se detuvieron un momento en la cima de los escalones de piedra caliza, y luego empezaron a descender con infinitos cuidados, descansando en cada peldaño.
– Observa con mucho cuidado a esas dos viejas -dijo-. Pero no las veas como personas, ni como rostros que tienen cosas en común con nosotros; velas como tonales.
Las dos mujeres llegaron al pie de los escalones. Se movían como si la áspera grava estuviera hecha de canicas y ellas se viesen a punto de resbalar y perder el equilibrio. Caminaban del brazo, apuntalándose entre sí con el peso de sus cuerpos.
– ¡Míralas! -dijo don Juan en voz baja-. Esas viejas son el mejor ejemplo del peor tonal que puede hallarse.
Noté que las mujeres eran de huesos pequeños, pero gordas. Tendrían poco más de cincuenta años. Sus rostros mostraban una expresión dolorosa, como si descender los peldaños de la iglesia hubiera sido una empresa superior a sus fuerzas.
Estaban frente a nosotros; vacilaron un momento y después se detuvieron. Había otro peldaño más en la senda de grava.
– Tengan cuidado, señoras -gritó don Juan al incorporarse dramáticamente.
Las mujeres lo miraron, al parecer confundidas por su repentina exclamación.
– El otro día, mi mami se rompió la cadera aquí mismo -añadió él mientras acudía a prestarles ayuda.
Le dieron profusamente las gracias, y él les aconsejó que, si alguna vez perdían el equilibrio y caían, permanecieran inmóviles en el sitio hasta que llegara la ambulancia. Las mujeres se santiguaron.
Don Juan volvió a sentarse. Sus ojos resplandecían. Habló con suavidad.
– Esas mujeres no son tan viejas, ni sus cuerpos tan débiles, y sin embargo están decrépitas. Todo en ellas es sombrío y triste: su ropa, su olor, su actitud. ¿Por qué crees tú que son así?
– Quizá nacieron así -dije.
– Nadie nace así. Nos hacemos así. El tonal de esas viejas es débil y tímido.
"Te dije que éste iba a ser el día del tonal; con eso quise decir que hoy quiero tratar exclusivamente con el tonal. También te dije que me había puesto mi traje para ese mismo propósito. Quise mostrarte con mi traje que un guerrero trata a su tonal en forma muy especial. Te hice ver que mi traje fue hecho a la medida, y que todo lo que hoy traigo puesto me queda a la perfección. No es mi vanidad lo que quería mostrar, sino mi espíritu de guerrero, mi tonal de guerrero.
"Esas dos viejas te dieron hoy tu primera visión del tonal. La vida puede ser tan despiadada contigo como es con ellas, si eres descuidado con tu tonal. Yo me pongo de contraparte. Si comprendes correctamente, no será necesario recalcar este punto."
Tuve un repentino ataque de incertidumbre y le pedí descifrarme lo que yo debía de haber entendido. Sin duda, mi voz sonó desesperada. Don Juan rió con fuerza.
– Mira a ese muchacho de pantalones verdes y camisa rosada -susurró, indicando a un joven flaco y muy moreno, de facciones afiladas, parado casi frente a nosotros. Parecía indeciso entre ir hacia la iglesia o hacia la calle. Dos veces alzó la mano en dirección del templo, como si hablara consigo mismo y estuviera a punto de encaminarse a la puerta. Luego me miró con expresión vacía.
– Mira cómo está vestido -dijo don Juan en un susurro- ¡Fíjate en esos zapatos!
La ropa del muchacho se veía andrajosa y arrugada, y sus zapatos estaban cayéndose a pedazos.
– Se ve que es muy pobre -dije.
– ¿Es eso todo lo que puedes decir? -preguntó don Juan.
Enumeré una serie de razones que podrían haber explicado la astrosa apariencia del joven: mala salud, un revés de la suerte, indolencia, indiferencia hacia su apariencia personal, o la posibilidad de que acabara de salir de la cárcel.
Don Juan dijo que yo no hacía sino especular, y que no le interesaba justificar nada sugiriendo que el joven era víctima de fuerzas inconquistables.
– A lo mejor es un agente secreto que se ha disfrazado de vago -dije en son de broma.
El muchacho se alejó hacia la calle con paso incoherente.
– No se ha disfrazado de vago; es un vago -dijo don Juan-. Mira qué débil está su cuerpo. Tiene los brazos y las piernas como, alambres. Apenas puede caminar. Nadie es capaz de fingir esa apariencia. Algo anda muy mal con él, pero sin lugar a duda, no sus circunstancias. Debo insistir de nuevo que quiero que veas a ese hombre como a un tonal.
– ¿Qué implica el ver a alguien como a un tonal?
– Implica dejar de juzgarlo en un sentido moral, o disculparlo con la idea de que es como una hoja a merced del viento. En otras palabras, implica ver a un hombre sin pensar que no tiene ni esperanza ni remedio.
"Tú sabes exactamente lo que yo estoy diciendo. Puedes valorar a ese muchacho sin condenarlo ni perdonarlo."
– Bebe demasiado -dije.
No fue una frase volitiva. Simplemente la enuncié sin saber en realidad por qué. Por un instante, incluso sentí que alguien parado a mis espaldas había dicho las palabras. Me vi impulsado a explicar que la afirmación era, otra de mis especulaciones.
– Ése no fue el caso -dijo don Juan-. El tono de tu voz tenía una certeza que no tenía antes. No dijiste: "A lo mejor es borracho."
Me sentí apenado, aunque sin poder determinar con exactitud el motivo. Don Juan rió.
– Viste a través de ese hombre -dijo-. Eso fue ver. Ver es así. Uno hace afirmaciones con gran certeza, y sin saber cómo.
"Tú sabes que el tonal de ese joven está fundido, pero no sabes cómo lo sabes."
Hube de admitir que de algún modo había tenido esa impresión
– Es muy cierto -dijo don Juan-. No importa realmente que sea joven; está tan decrépito como esas dos viejas. La juventud no le pone de ningún modo barrera al deterioro del tonal.
"Tú pensaste que podría haber muchísimas razones para la condición de aquel hombre. Yo encuentro que sólo hay una: su tonal. No es que su tonal sea débil por la bebida; es al contrario: bebe porque su tonal es débil. Esa debilidad lo fuerza a ser lo que es. Pero lo mismo nos pasa a todos nosotros en una forma o en otra."
– ¿Pero no está usted también justificando la conducta de ese muchacho al decir que es cosa de su tonal?
– Te estoy dando una explicación que jamás has encontrado antes. No es una justificación ni una condena. El tonal de ese muchacho es débil y timorato. Y sin embargo él no es único en esto. Todos nosotros pasamos más o menos por las mismas.
En ese momento, un hombre de gran corpulencia pasó frente a nosotros, en dirección a la iglesia. Vestía un fino traje de negocios gris oscuro, y llevaba un portafolios. El cuello de su camisa estaba desabotonado, y la corbata floja. Sudaba profusamente. Su piel era muy blanca, lo cual hacia aún más obvia la transpiración.
– ¡Fíjate en él! -me ordenó don Juan.
Los pasos del hombre eran cortos pero pesados. Su andar tenía cierto bamboleo. No subió hacia la iglesia; la rodeó y desapareció tras ella.
– No hay necesidad de tratar el cuerpo de una manera tan atroz -dijo don Juan con un toque de sarcasmo-. Pero la triste verdad es que todos nosotros hemos aprendido a la perfección cómo debilitar a nuestro tonal. Yo llamo a eso entregarse al vicio.
Puso la mano sobre mi cuaderno y no me dejó escribir más. Razonaba que, mientras yo siguiera tomando notas, sería incapaz de concentrarme. Me sugirió relajarme, cortar el diálogo interno y dejarme ir, para así fundirme con la persona observada.
Le pedí explicar a qué se refería con fundirse. Repuso que no había manera de explicarlo; era algo que el cuerpo sentía o hacía al ponerse en contacto de observación con otros cuerpos. Luego clarificó el tema diciendo que en el pasado había llamado "ver" a ese proceso, el cual consistía en un lapso de verdadero silencio interno, seguido por una elongación externa de algo en el sí-mismo: una elongación que encontraba y se fundía con el otro cuerpo, o con cualquier cosa dentro del campo de percepción.
En ese momento quise volver a mi cuaderno, pero don Juan me detuvo y empezó a señalar distintas personas entre la multitud que pasaba.
Indicó docenas de individuos, cubriendo una amplia gama de tipos entre hombres, mujeres y niños de diversas edades. Don Juan dijo que elegía personas cuyo débil tonal encajara en un esquema de categorización; así, me había mostrado una preconcebida variedad de tonales que se entregaban al vicio de darse a sí mismos.
No me era posible recordar a toda la gente que él había señalado y discutido. Quejoso, dije que, de haber tomado notas, habría al menos bosquejado su intrincado esquema de tonales que se entregaban a dicho vicio. El caso era que él no quería repetirlo, o quizá tampoco lo recordaba.
Riendo, dijo que no lo recordaba, porque en la vida de un brujo, el responsable de la creatividad era el nagual.
Miró el cielo y dijo que se hacia tarde, y que desde ese momento en adelante cambiaríamos de rumbo. En vez de tonales débiles, aguardaríamos la aparición de un "tonal hecho y derecho". Añadió que sólo un guerrero poseía tal tonal, y que el hombre común, cuando mucho, podía tener un "tonal en buen estado".
Cuando hubimos esperado unos minutos, se dio una palmada en el muslo y chasqueó la lengua.
– Mira quiénes vienen -dijo, señalando la calle con un movimiento de barbilla-. Como si los hubiéramos encargado.
Vi a tres indios que se acercaban. Vestían cotones pardos de lana, pantalones blancos que les llegaban a media pantorrilla, camisas blancas de manga larga, huaraches sucios y gastados y viejos sombreros de paja. Cada uno llevaba un bulto atado a la espalda.
Don Juan se levantó y fue a encontrarlos. Les habló. Ellos, sorprendidos al parecer, lo rodearon. Le sonrieron. Aparentemente les decía algo acerca de mí; los tres se volvieron a sonreírme. Estaban a tres o cuatro metros de distancia; escuché con atención, pero no pude oír lo que decían.
Don Juan metió la mano en el bolsillo y les dio unos billetes. Parecieron alegrarse; movían los pies con nerviosismo. Me simpatizaron mucho. Daban las impresión de ser unos niños. Todos tenían dientes pequeños y blancos, y facciones apacibles, muy agradables. Uno de ellos, el mayor según todas las apariencias, tenía bigotes. Sus ojos se vetan cansados, pero bondadosos. Se quitó el sombrero y se acercó a la banca. Los otros lo siguieron. Los tres me saludaron al unísono. Nos dimos la mano. Don Juan me dijo que les diera algo de dinero. Lo agradecieron y, tras un silencio cortés, dijeron adiós. Don Juan volvió a sentarse en la banca y los miramos desaparecer en la multitud.
Dije a don Juan que, por algún motivo extraño, me habían simpatizado en extremo.
– No es tan extraño -dijo él-. Has de haber sentido que tienen un buen tonal. Un tonal bueno, sí, pero no para nuestro tiempo.
"Probablemente sentiste que eran como niños. Lo son. Y eso es muy duro. Yo los entiendo mejor que tú; por eso no pude menos que sentir un poquitín de tristeza. Los indios son como perros: no tienen nada. Pero ésa es la naturaleza de su fortuna, y no debería entristecerme. Mi tristeza, desde luego, es mi propia manera de entregarme a mi vicio.
– ¿De dónde son, don Juan?
– De las sierras. Han venido aquí a buscar fortuna. Quieren hacerse comerciantes. Son hermanos. Les dije que yo también vine de las sierras y que soy comerciante. Dije que eras mi socio. El dinero que les dimos fue un rasgo que tuvimos con ellos; un guerrero debe tener rasgos todo el tiempo. Sin duda necesitan el dinero, pero la necesidad no debe ser una consideración esencial cuando se tiene un rasgo. Lo que hay que buscar es el sentimiento. A mí en lo personal me conmovieron esos tres.
"Los indios son los desafortunados de nuestro tiempo. Su caída empezó con los españoles y ahora, bajo el reino de sus descendientes, los indios lo han perdido todo. No es una exageración decir que los indios han perdido su tonal."
– ¿Es eso una metáfora, don Juan?
– No. Es un hecho. El tonal es muy vulnerable. No soporta el maltrato. El hombre de razón, el blanco, desde el día en que puso el pie en esta tierra, ha destruido sistemáticamente no sólo el tonal del tiempo, sino también el tonal personal de cada indio. Uno puede fácilmente darse cuenta de que para el pobre indio común, el reino del blanco ha sido un verdadero infierno. Y sin embargo, la ironía es que, para otra clase de indio, ha sido una verdadera bendición.
– ¿De quién habla usted? ¿Cuáles es esa otra clase de indio?
– El brujo. Para el brujo, la Conquista fue un desafío a muerte. Esos fueron los únicos a los que la Conquista no destruyó; se adaptaron a ella y le sacaron el último jugo.
– ¿Cómo pudo ser eso, don Juan? Yo tenía la impresión de que los españoles arrasaron con todo.
– Digamos que arrasaron con todo lo que estaba dentro de los limites de su propio tonal. Pero en la vida que vivían los indios había cosas incomprensibles para el blanco; esas cosas ni siquiera las notaron. Capaz fue la pura suerte de los brujos, o capaz fue su conocimiento lo que los salvó. Después que el tonal del tiempo, y el tonal personal de cada indio, fueron aniquilados, los brujos se encontraron agarrados de lo único que seguía en pie: el nagual. En otras palabras, el tonal del brujo buscó refugio en su nagual. Esto no habría podido pasar de no ser por las penurias del pueblo vencido. Los hombres de conocimiento de hoy, son el producto de esas condiciones y los únicos catadores del nagual, puesto que los dejaron allí, totalmente solos. En esos matorrales, el blanco nunca se ha aventurado. Es más aún, ni siquiera tiene la idea de que existen.
Me sentí impelido en ese punto a presentar un argumento. Argüí con toda sinceridad que el pensamiento europeo había tomado nota de lo que él llamaba nagual, Traje a colación el concepto del Ego Trascendente, o el observador inobservado presente en todas nuestras ideas, percepciones y sentimientos. Expliqué a don Juan que el individuo podía percibirse o intuirse a sí mismo, como una entidad en sí, a través del Ego Trascendente, porque sólo éste era capaz de juicio, capaz de revelar la realidad dentro del terreno de su conciencia.
Don Juan no se inmutó. Echó a reír.
– Revelar la realidad -dijo, remedándome-. Eso es lo que hace el tonal.
Aduje que el tonal podía llamarse el Ego Empírico localizado en la corriente pasajera de la propia conciencia o experiencia, mientras que el Ego Trascendente se hallaba detrás de esa corriente.
– Observando, supongo -dijo él con sorna.
– Cierto. Observándose a sí mismo -dije.
– Oigo lo que dices -repuso-. Pero no dices nada. El nagual no es ni la experiencia ni la intuición ni el consciente. Esos términos, y todos los demás que se te dé la gana decir, son sólo objetos en la isla del tonal. El nagual, en cambio, solo es efecto. El tonal empieza al nacer y termina al morir, pero el nagual nunca termina. El nagual no tiene límites. He dicho que el nagual es donde se cierne el poder; ésa era sólo una forma de aludirlo. Quizá, por razones del efecto que causa, el nagual pueda entenderse mejor en términos de poder. Por ejemplo, cuando hace rato te sentiste entumido y sin poder hablar, yo te estaba en verdad tranquilizando; esto es, mi nagual actuaba sobre ti.
– ¿Cómo le fue posible hacer eso, don Juan?
– No vas a creerlo, pero nadie sabe cómo. Yo nada más sé que quería tu atención completa, y entonces mi nagual se encargó de hacerte el resto. Esto yo lo sé porque soy el testigo de sus efectos, pero no sé cómo funciona.
Calló un momento. Yo quería seguir sobre el tema. Intenté hacer una pregunta: me silenció.
– Uno puede decir que el nagual es el responsable de la creatividad -dijo al fin, y me miró con ojos penetrantes-. El nagual es la única parte de nosotros capaz de crear.
Permaneció callado, mirándome. Sentí que estaba encaminando la discusión a un tópico que yo había deseado que él elucidara más ampliamente. Me había dicho que el tonal no creaba nada, sino sólo atestiguaba y evaluaba. Le pregunté cómo explicaba el hecho de que construimos magníficas estructuras y máquinas.
– Eso no es creatividad -dijo-. Eso es solamente moldear cualquier cosa con nuestras manos, ya sea personalmente o en conjunto con las manos de otros tonales. Un grupo de tonales puede moldear lo que sea: estructuras magníficas, como dices.
– ¿Pero entonces qué es la creatividad, don Juan?
Se me quedó mirando, los ojos entrecerrados. Chasqueó suavemente la boca, alzó la mano derecha por encima de la cabeza y, con un brusco tirón, torció la muñeca como si hiciera girar una perilla de puerta.
– La creatividad es esto -dijo al poner la mano, con la palma ahuecada, al nivel de mis ojos.
Tardé un tiempo increíblemente largo en enfocar los ojos en su mano. Sentí que una membrana transparente sujetaba todo mi cuerpo en una posición fija, y que tenía que romperla para posar la vista en aquella mano.
Me esforcé hasta que gotas de sudor fluyeron a mis ojos. Por fin, oí o sentí un chasquido, y mis ojos y mi cabeza se libraron de golpe.
En la diestra de don Juan había el roedor más curioso que yo hubiese visto. Parecía una ardilla de cola esponjosa. La cola, sin embargo, era más bien la de un puercoespín. Tenía púas tiesas.
– ¡Tócalo! -dijo don Juan con suavidad.
Maquinalmente lo obedecí y pasé un dedo sobre el lomo suave. Don Juan acercó más su mano a mis ojos, y entonces noté algo que me produjo espasmos nerviosos. La ardilla tenía anteojos y dientes muy grandes.
– Parece un japonés -dije, y me eché a reír histéricamente.
El roedor empezó a crecer en la palma de don Juan. Y mientras mis ojos seguían llenos de lágrimas de risa, se hizo tan enorme que desapareció. Literalmente, salió de mi campo de visión. Ocurrió con tal rapidez que me quedé a la mitad de un espasmo de risa. Citando miré de nuevo, o cuando enjugué mis ojos y los enfoqué debidamente, me hallé mirando a don Juan. Estaba sentado en la banca y yo de pie frente a él, aunque no recordaba haberme parado.
Por un momento mi nerviosismo fue incontrolable. Con toda calma, don Juan se levantó, me forzó a tomar asiento, apoyó mi barbilla entre el bíceps y el antebrazo de su brazo izquierdo y me golpeó en la cima de la cabeza con los nudillos de su diestra. El efecto fue como la sacudida de una corriente eléctrica. Me tranquilizó de inmediato.
Yo deseaba preguntar tantas cosas. Pero mis palabras no lograban vadear todos esos pensamientos. Tuve entonces aguda conciencia de que había perdido el control sobre mis cuerdas vocales. Pero no quise esforzarme por hablar, y me recliné contra el respaldo de la banca. Don Juan dijo con energía que yo debía integrarme y dejarme de tonterías. Me sentía un poco mareado. Imperioso, me ordenó escribir mis notas, y me alargó mi bloque y mi lápiz tras recogerlos de bajo la banca.
Hice un esfuerzo supremo por decir algo, y de nuevo tuve la clara sensación de que una membrana me envolvía. Resoplé y gruñí durante un momento, mientras don Juan reía, hasta que oí o sentí otro chasquido.
Inmediatamente me puse a escribir. Don Juan habló como si me dictara.
– Uno de los actos de un guerrero es no dejar que nunca lo afecte nada -dijo-. De este modo, un guerrero puede estar viendo al mismo diablo, pero jamás dejará que nadie lo sepa. El control del guerrero tiene que ser impecable.
Esperó a que yo terminara de escribir y luego preguntó, riendo:
– ¿Anotaste todo eso?
Sugerí que friéramos a un restaurante a cenar. Me sentía desfallecer. Él dijo que debíamos quedarnos hasta que apareciera el "tonal hecho y derecho". Añadió con seriedad que, si no venía aquel día, tendríamos que quedarnos en la banca hasta que le diera la gana aparecer.
– ¿Qué es un tonal hecho y derecho? -pregunté.
– Un tonal en su punto justo, equilibrado y armonioso. Se supone que hoy encontrarás uno, o mejor dicho, que tu poder nos lo traerá.
– ¿Pero cómo puedo distinguirlo de otros tonales?
– No te apures por eso. Yo te lo señalaré.
– ¿Cómo es el tonal ese, don Juan?
– Eso es muy difícil de saber. Depende de ti. La función es para ti; por lo tanto, tú mismo pondrás esas condiciones.
– ¿Cómo?
– Eso yo no lo sé. Lo hará tu poder, tu nagual.
"Hablando en general, hay dos lados en cada tonal. Uno es la parte externa, el margen, la superficie de la isla. Ésa es la parte relacionada con la acción y la actuación, el lado áspero. La otra parte es la decisión y el juicio, el tonal interno, más suave, más delicado y más complejo.
"El tonal hecho y derecho es un tonal donde los dos niveles se encuentran en perfecta armonía y equilibrio."
Don Juan calló. Ya había oscurecido bastante, y me era difícil tomar notas. Me indicó estirarme y descansar. Dijo que el día había sido agotador, pero muy prolífico, y que sin duda el tonal hecho y derecho aparecería.
Pasaron docenas de personas. Estuvimos sentados, en calma y silencio, unos diez o quince minutos. Entonces don Juan se incorporó abruptamente.
– ¡No le hagas, hombre! Mira lo que viene allí. ¡Una vieja!
Señaló con una inclinación de cabeza a una joven que cruzaba el parque y se aproximaba a la vecindad de nuestra banca. Don Juan dijo que la joven era el tonal hecho y. derecho, y que si se detenía a hablar con cualquiera de nosotros, sería una indicación extraordinaria, y tendríamos que hacer lo que ella quisiese.
No me era posible distinguir con claridad las facciones de la mujer, aunque aún había luz suficiente. Se acercó a menos de un metro, pero pasó sin mirarnos. Don Juan me ordenó, en un susurro, alcanzarla y hablarle.
Corrí tras ella; pretendí estar perdido y le pedí orientación. Me acerqué mucho a ella. Era joven, de unos veinticinco años, de estatura mediana, muy atractiva y bien arreglada. Sus ojos eran claros y apacibles. Sonreía al escucharme. Había en ella algo que conquistaba. Me simpatizó tanto como los tres indios.
Regresé a la banca y tomé asiento.
– ¿Es esa chica un guerrero? -pregunté.
– No tanto -dijo don Juan-. Tu poder todavía no tiene la agudeza necesaria para traer un guerrero. Pero ese es un tonal en muy buen estado, que podría convertirse en tonal hecho y derecho. Los guerreros están hechos de esa madera.
Sus frases avivaron mi curiosidad. Le pregunté si las mujeres podían ser guerreros. Me miró, aparentemente desconcertado por la pregunta.
– Claro que pueden -dijo-, y están aún mejor equipadas que los hombres para el camino del conocimiento. Sólo que los hombres son un poco más resistentes. Pero yo diría que, a fin de cuentas, las mujeres llevan una ligera ventaja.
Me declaré intrigado por el hecho de que jamás habíamos hablado de mujeres en relación con su conocimiento.
– Tú eres hombre -dijo él-; por ello uso el género masculino al hablar contigo. Eso es todo. Lo demás es igual.
Quise proseguir el interrogatorio, pero él hizo un gesto para cerrar el tema. Alzó la vista. El cielo estaba casi negro. Los conglomerados de nubes se veían extremadamente oscuros. Había aún, sin embargo, algunas áreas en que las nubes tenían un leve tinte anaranjado.
– El final del día es tu mejor hora -dijo don Juan-. La aparición de esa muchacha en el filo mismo del día, es una indicación. Hablábamos del tonal; por tanto, es una indicación acerca de tu tonal.
– ¿Qué significa la indicación, don Juan?
– Significa que te queda muy poco tiempo para organizar tus arreglos. Cualquier arreglo que puedas haber construido tiene que ser en un arreglo vivo, porque no tienes tiempo para hacer otros nuevos. Tus arreglos deben funcionar ahora, o no tienen nada de arreglos.
"Te recomiendo que cuando vuelvas a tu casa, revises tus líneas y te asegures de que son fuertes. Las vas a necesitar."
– ¿Qué va a pasar conmigo, don Juan?
– Hace años hiciste oferta al poder. Has seguido fielmente las penalidades del aprendizaje, sin inquietarte ni apurarte. Ahora estás al filo del día.
– ¿Qué significa eso?
– Para un tonal hecho y derecho, todo cuanto hay en la isla del tonal es un desafío. Otra forma de decirlo es que, para un guerrero, todo en este mundo es un desafío. El mayor de todos es, desde luego, su oferta al poder. Pero el poder viene del nagual, y cuando un guerrero se encuentra al filo del día, eso significa que se aproxima la hora del nagual, la hora en que el poder acepta la oferta del guerrero.
– Sigo sin comprender el sentido de todo esto, don Juan. ¿Significa que voy a morir pronto?
– Si eres estúpido, pues ni modo -repuso él, cortante-. Pero, vamos a ponerlo en términos más amenos; todo esto que he dicho significa que se te van a caer los calzones. Una vez hiciste oferta al poder, y esa oferta no se puede retirar. No diré que estás a punto de cumplir tu destino, porque no hay destino. Lo único que uno puede decir es que estás a punto de cumplir tu oferta. La señal fue clara. La muchacha esa vino a ti al filo del día. Te queda muy poco tiempo, y ninguno para idioteces. Espléndido estado. Yo diría que lo mejor de nosotros siempre sale a flote cuando estamos de espaldas contra la pared, cuando sentimos que la espada se cierne sobre nuestra cabeza. En lo personal, yo prefiero ese estado y no viviría de ningún otro modo.
La mañana del miércoles dejé mi hotel a eso de las nueve cuarenta y, cinco. Caminé despacio, permitiéndome quince minutos para llegar al sitio en el que don Juan y yo habíamos quedado de vernos. Él había elegido una esquina del Paseo de la Reforma, a cinco o seis cuadras de distancia, frente a la oficina de boletos de una aerolínea.
Yo acababa de desayunarme con un amigo. Quiso acompañarme, pero le insinué que iba a ver a una muchacha. Deliberadamente, caminé por la acera opuesta al lado de la calle donde estaba la oficina. Tenía la persistente sospecha de que mi amigo, que siempre me pedía presentarle a don Juan, sabía que yo iba a verlo y acaso me siguiera. Temía que, de volverme, lo hallaría detrás de mí.
Vi a don Juan en un puesto de revistas, al otro lado de la calle. Empecé a cruzar, pero tuve que detenerme en el camellón y esperar hasta que fuera seguro atravesar el resto de la ancha avenida. Me volví, con aire casual, para ver si mi amigo me seguía. Estaba parado en la esquina detrás de mí. Sonrió avergonzado y saludó con la mano, como diciéndome que había sido incapaz de dominarse. Eché a correr hacia la otra acera sin darle tiempo de alcanzarme.
Don Juan parecía al tanto de mi predicamento. Cuando llegué con él, lanzó una mirada furtiva por encima de mi hombro.
– Ahí viene -dijo-. Mejor nos metemos por la calle lateral.
Señaló una calle que desembocaba diagonalmente en el Paseo de la Reforma en el punto donde nos hallábamos. Rápidamente me orienté. Nunca estuve en esa calle, pero dos días antes había ido a la oficina de la aerolínea. Conocía su peculiar distribución. La oficina estaba en la cuchilla formada por las dos calles. Una puerta daba a cada una; la distancia entre ambas sería de tres o cuatro metros. Un pasillo cruzaba la oficina de puerta a puerta, y era fácil pasar de una calle a otra. Había escritorios a un lado del pasadizo y, del otro, un gran mostrador redondo con dependientes y cajeras. El día en que estuve allí, el sitio se hallaba repleto de gente.
Quería apresurarme, incluso correr, pero el paso de don Juan era calmado. Cuando llegábamos a la puerta de la oficina, en la calle diagonal, supe, sin tener que volverme, que mi amigo había, atravesado corriendo la avenida y estaba a punto de tomar la calle por donde íbamos. Miré a don Juan, en la esperanza dé que tuviera una solución. Alzó los hombros. Me sentí molesto; tampoco a mí se me ocurría nada, excepto propinar una trompada a mi amigo. Debo de haber suspirado o exhalado en ese momento preciso, pues de buenas a primeras sentí una súbita pérdida de aire debida a un formidable empujón que don Juan me había dado, y que me lanzó, girando, por la puerta de la oficina. Impelido por el tremendo empellón, prácticamente entré volando. Don Juan me tomó tan desprevenido que mi cuerpo no ofreció resistencia alguna; el susto se mezcló con la sacudida concreta del empuje. Automáticamente extendí los brazos para proteger mi rostro. La fuerza del empujón fue tan grande que la saliva brotó de mi boca y experimenté un vértigo leve al trastabillar dentro del recinto. Casi perdí el equilibrio y tuve que hacer un esfuerzo supremo por no caer. Giré un par de veces; pareció que la velocidad de mis movimientos emborronara la escena. Vagamente advertí una multitud de clientes que realizaban sus negocios. Me sentí muy apenado. Supe que todo el mundo me miraba cruzar tambaleante la oficina. La idea de que estaba haciendo el ridículo era más que incómoda. Una serie de pensamientos cruzó en destellos mi mente. Tuve la certeza de que caería de cara. O chocaría con un cliente, acaso una anciana que sería lastimada por el impacto. O peor aun, la puerta de cristal en el otro lado estaría cerrada, y me estrellaría contra ella.
En un estado de ofuscación, alcancé la puerta al Paseo de la Reforma. Estaba abierta y salí. Mi preocupación del momento era conservar la calma, dar vuelta a la derecha y caminar hacia el centro como si nada hubiera ocurrido. Estaba seguro de que don Juan se me uniría, y tal vez mi amigo había seguido caminando por la calle diagonal.
Abrí los ojos, o mejor dicho los enfoqué en el área frente a mí. Tuve un largo momento de insensibilidad antes de tomar plena conciencia de lo que había pasado. No me hallaba en el Paseo de la Reforma, como debería haber sido, sino en el mercado de La Lagunilla, a dos kilómetros y medio de distancia.
Lo que experimenté en el instante de ese reconocimiento, fue un azoro tan intenso que sólo pude mirar, estupefacto.
Observé en torno para orientarme. Advertí que me hallaba muy cerca de donde había encontrado a don Juan durante mi primer día en la ciudad de México, Acaso estuviera incluso en el mismo sitio. Los puestos de monedas antiguas estaban a metro y medio. Hice un esfuerzo supremo por cobrar dominio de mí. Obviamente, experimentaba una alucinación. No podía ser de ningún otro modo. Rápidamente me volví para trasponer de nuevo la puerta de la oficina, pero a mis espaldas no hallé más que una hilera de puestos con libros y revistas de segunda mano. Don Juan estaba junto a mí, a mi derecha. Lucía una enorme sonrisa.
Había una presión en mi cabeza, una sensación cosquilleante, como si por mi nariz pasara soda carbonatada. Me hallaba mudo. Traté, sin éxito, de decir algo.
Oí con claridad la voz de don Juan: me decía que no tratara de hablar ni de pensar, pero yo quería decir algo, cualquier cosa. Una angustia espantosa crecía dentro de mi pecho. Sentí lágrimas rodar por mis mejillas.
Don Juan no me sacudió, como suele hacer cuando caigo presa de un miedo incontrolable. En vez de ello, me dio suaves palmaditas en la cabeza.
– Ya, ya, Carlitos -dijo-. No te me deschavetes.
Sostuvo mi rostro entre sus manos por un instante.
– No trates de hablar -dijo.
Soltándome, señaló lo que tenía lugar en torno nuestro.
– Esto no es para hablar -dijo-. Esto es nada más para observar. ¡Observa! ¡Observa todo!
Yo estaba en verdad llorando. Pero mi reacción al llanto era muy extraña; lo dejaba fluir sin ninguna preocupación. No me importaba, en ese momento, si hacía o no el ridículo.
Miré alrededor. Precisamente frente a mí había un hombre de edad madura, con camisa rosa de manga corta y pantalones gris oscuro. Parecía norteamericano. Una mujer regordeta, sin duda su esposa, lo tomaba del brazo. El hombre manipulaba algunas monedas, mientras un muchacho de trece o catorce años, acaso el hijo del propietario, lo vigilaba. El muchacho seguía cada movimiento del hombre. Finalmente, éste puso de nuevo las monedas sobre la mesa, y el muchacho se relajó de inmediato.
– ¡Observa todo! -volvió a ordenar don Juan.
No había nada insólito que observar. La gente pasaba en todas direcciones. Me volví. Un hombre, que parecía atender el puesto de revistas, me miraba con fijeza. Parpadeó repetidas veces, como a punto de quedarse dormido. Se veía cansado o enfermo, amén de andrajoso.
Sentí que no había nada que observar, al menos nada de verdadera importancia. Contemplé la escena. Descubrí que era imposible concentrar mi atención en cualquier cosa. Don Juan caminó en círculo a mi derredor. Actuaba como si evaluase algo en mí. Meneó la cabeza y frunció los labios.
– Vamos, vamos -dijo, tomándome gentilmente del brazo-. Es hora de andar.
Apenas empezamos a movernos, advertí que mi cuerpo era muy ligero. De hecho, sentía esponjosas las plantas de los pies. Tenían una elasticidad peculiar, como si fueran de hule.
Don Juan estaba sin duda al tanto de mis sensaciones: me sostenía con fuerza, como para impedirme escapar; me lastraba, como temiendo que yo fuera a ascender más allá de su alcance, a semejanza de un globo.
Caminando me sentí mejor. El nerviosismo cedió el paso a una tranquilidad amable.
Nuevamente, don Juan insistió en que yo debía observarlo todo. Le dije que no había nada que yo quisiera observar, que no me concernía lo que la gente estuviera haciendo en el mercado, y que no deseaba sentirme como un idiota, obsecrando cumplidamente la trivial actividad de alguien que compraba mondas o libros viejos, mientras lo importante se me escapaba entre los dedos.
– ¿Y cuál es lo importante? -preguntó.
Me detuve y le dije con vehemencia que lo importante era lo que él hubiese hecho para hacerme percibir que en cuestión de segundos había cubierto la distancia entre la oficina de boletos y el mercado.
En ese punto me eché a temblar y sentí que iba a enfermar. Don Juan me hizo poner las manos contra el estómago.
Señaló en torno y declaró una vez más, en tono sereno, que la actividad mundana en nuestro derredor era lo único importante.
Me enojé con él. Tuve una sensación física de girar. Aspiré hondo.
– ¿Qué hizo usted, don Juan? -pregunté con forzada naturalidad.
En tono confortante, repuso que de eso podía hablarme en cualquier momento, pero que los acontecimientos en torno mío no se repetirían jamás. Yo estaba en completo acuerdo con ello. La actividad que yo presenciaba no podía, obviamente, repetirse en toda su complejidad. Mi argumento fue que en cualquier momento me era posible observar una actividad muy semejante. En cambio, la implicación de haber sido transportado a través de la distancia, fuera en la forma que fuere, era inconmensurablemente significativa.
Cuando expuse este parecer, don Juan hizo temblar su cabeza como si lo que oía le resultara doloroso.
Anduvimos un trecho en silencio. Mi cuerpo estaba enfebrecido. Noté que las palmas de mis manos y las plantas de mis pies ardían. El mismo calor insólito parecía también localizarse en mis fosas nasales y mis párpados.
– ¿Qué hizo usted, don Juan? -pregunté, implorante.
En vez de responder, me palmeó el pecho y rió. Dijo que los hombres eran criaturas muy frágiles, y se hacían aún más frágiles a través de su vicio de entregarse a todo. En un tono sumamente serio, me exhortó a no sentirme a punto de perecer; a empujarme más allá de mis límites y, simplemente, centrar la atención en el mundo en torno mío.
Seguimos caminando, a un paso muy lento. Mi preocupación era suprema. No me permitía prestar atención a nada. Don Juan se detuvo y pareció deliberar si hablaba o no. Abrió la boca para decir algo, pero aparentemente cambió de idea y echamos a andar de nuevo.
– Lo que pasó es que viniste aquí -dijo de repente, mientras se volvía a mirarme con fijeza.
– ¿Cómo ocurrió eso?
Dijo que lo ignoraba; lo único que sabía era que yo mismo había elegido ese lugar.
El nudo ciego se complicaba aún más conforme hablábamos. Yo quería conocer los pasos que él había seguido, y él insistía en que la elección del sitio era la única cosa que podíamos discutir, y como yo no sabía por qué lo elegí, no había esencialmente nada de qué hablar. Criticó, sin enfado, mi obsesión por razonarlo todo, y la llamó una entrega innecesaria. Dijo que actuar sin buscar explicaciones era más sencillo y efectivo, y que yo disipaba mi experiencia hablando y pensando acerca de ella.
Tras unos momentos, declaró que debíamos dejar ese sitio, pues yo lo había echado a perder y me sería cada vez más dañino.
Dejamos el mercado y caminamos hasta la Alameda. Me hallaba exhausto. Me desplomé en una banca. Sólo entonces se me ocurrió mirar mi reloj. Eran las 10:20 AM. Tuve que realizar un gran esfuerzo para enfocar mi atención. No recordaba la hora exacta en que don Juan y yo nos encontramos. Calculé que habría sido alrededor de las diez. Y no podíamos haber tardado más de diez minutos en caminar del mercado al parque, lo cual dejaba sólo otros diez minutos fuera de cuenta.
Hablé a don Juan de mis cálculos. Sonrió. Tuve la certeza de que la sonrisa ocultaba desprecio, aunque nada había en su rostro que traicionara tal sentimiento.
– Usted piensa que soy un idiota sin remedio, ¿no es cierto, don Juan?
– ¡Ajá! -exclamó, incorporándose de un salto.
Su reacción fue tan inesperada que yo también salté al mismo tiempo.
– Dime exactamente que es lo que estoy sintiendo -dijo con énfasis.
Yo sentía conocer sus sentimientos. Era como si yo mismo los sintiera. Pero cuando traté de decir lo que sentía, me di cuenta de que no podía hablar de ello. Hablar requería un esfuerzo tremendo.
Don Juan dijo que yo todavía no tenía poder suficiente para "verlo" a él. Pero ciertamente podía "ver" lo bastante para encontrar por mí mismo explicaciones adecuadas de lo que estaba ocurriendo.
– No tengas pena -dijo-. Dime exactamente lo que ves.
Tuve un pensamiento súbito y extraño, muy similar a los que suelen acudir a mi mente antes de quedarme dormido. Era más que una idea; podría llamársele, con más exactitud, una imagen completa. Vi un cuadro que contenta diversos personajes. El que estaba justo enfrente de mí era un hombre sentado tras un marco de ventana. El área más allá del marco era difusa, pero el marco y el hombre resaltaban con la claridad del cristal. El hombre me miraba; tenía la cabeza vuelta ligeramente hacia la izquierda, de manera que la mirada era de reojo. Pude ver que sus ojos se movían para conservarme en foco. Apoyaba en el pretil el codo derecho. Tenía empuñada la mano y contraídos los músculos.
A la izquierda del hombre, había otra imagen en el cuadro. Era un león volador. Es decir, la cabeza y la melena eran de león, pero la parte inferior del cuerpo pertenecía a un perro de aguas de pelambre blanca y rizada.
Iba yo a enfocar en él mi atención, cuando el hombre produjo con los labios un ruido chasqueante y sacó por la ventana la cabeza y el tronco. Todo su cuerpo emergió como si algo lo empujara. Quedó suspendido un momento, agarrando el pretil con las puntas de los dedos mientras oscilaba como péndulo. Después se soltó.
Experimenté en mi propio cuerpo la sensación de caída. No era un desplome, sino un descenso suave, y luego un flotar acojinado. El hombre carecía de peso. Permaneció estacionario un instante y luego se perdió de vista como si una fuerza incontrolable lo hubiera absorbido a través de una grieta en el cuadro. Un segundo después se hallaba de nuevo en la ventana, mirándome de reojo. Su antebrazo derecho descansaba en el pretil, sólo que esta vez su mano se agitaba diciéndome adiós.
El comentario de don Juan fue que mi "ver" era demasiado elaborado.
– Eso no es lo mejor que tienes -dijo-. ¿Quieres que te explique lo que sucedió? Bueno, pues yo quiero que uses tu ver para explicarlo. Ahorita viste, pero viste porquerías. Esa clase de información es inútil para un guerrero. Llevaría demasiado tiempo descifrar qué es qué. El ver debe ser directo, porque un guerrero no puede malgastar su tiempo en deshilar lo que él mismo está viendo. Ver es ver porque acaba con todas esas idioteces.
Le pregunté si consideraba que mi visión había sido sólo una alucinación, y no "ver" en realidad. Él estaba convencido, a causa de lo intrincado del detalle, de que había sido "ver", pero que no se ajustaba a la ocasión.
– ¿Piensa usted que mis visiones explican algo? -pregunté.
– Seguro que sí. Pero si yo estuviera en tu lugar no me pondría a deshilvanarlas. Al principio, ver es confuso y es muy fácil perderse allí. Pero, a medida que el guerrero se pone más fuerte, su ver se convierte en lo que debería ser: un conocimiento directo.
Mientras don Juan hablaba, tuve uno de aquellos peculiares lapsos de sentimiento, y claramente percibí que estaba a punto de quitar el velo a algo que ya conocía, una cosa que me eludía convirtiéndose en algo borroso. Tomé conciencia de hallarme enmedio de una pugna. Mientras más intentaba definir o alcanzar aquel esquivo conocimiento, más hondo se hundía.
– Ese ver fue demasiado… demasiado visionario -dijo don Juan.
El sonido de su voz me estremeció.
– Un guerrero hace una pregunta, y a través dé su ver obtiene una respuesta, pero la respuesta es sencilla, nunca es adornada hasta el punto de que hay perros de aguas voladores.
Reímos de la imagen. Y, medio en broma, le dije que él era demasiado estricto; cualquiera que atravesara lo que yo había atravesado esa mañana, merecía un poco de tolerancia.
– Eso es irse por lo fácil -dijo-. Es el camino de la entrega. Tú haces girar el mundo sobre el sentimiento de que todo es demasiado para ti. Tú no estás viviendo como guerrero.
Le dije que, habiendo tantas facetas en lo que él llamaba el camino del guerrero, resultaba imposible cumplirlas todas, y que el sentido del concepto sólo se aclaraba cuando yo encontraba nuevas instancias en las que debía aplicarlo.
– Una regla básica para un guerrero -repuso- es hacer sus decisiones con tanto cuidado que nada de lo que pueda ocurrir como resultado de ellas sea capaz de sorprenderlo, mucho menos de menguar su poder.
"Ser un guerrero significa ser humilde y alerta. Hoy día, lo que tenías que haber hecho era observar la escena que se desarrollaba frente a tus ojos, no romperte el seso tratando de razonar cómo era eso posible. Enfocaste tu atención en el sitio que no debías. Si yo quisiera ser bueno contigo, me sería fácil decir que, siendo ésta la primera vez que te ocurrió, no estabas preparado. Pero eso no se puede permitir, porque viniste aquí como un guerrero, dispuesto a morir; por lo tanto, lo que te ocurrió hoy no debía haberte agarrado con los pantalones en la mano."
Concedí que mi tendencia era la de entregarme al miedo y al desconcierto.
– Digamos que una regla básica para ti debe ser que, cuando vengas a verme, vengas preparado a morir -dijo él-. Si vienes dispuesto a morir, no habrá caídas, ni sorpresas desagradables, ni acciones innecesarias. Todo caerá suavemente en su sitio, porque tú no estás esperando nada.
– Eso es fácil de decir, don Juan. Pero yo estoy en la línea de fuego. Yo soy el que tiene que vivir con todo esto.
– El caso no es el que tengas que vivir con todo esto. Tú eres todo esto. No estás solamente tolerándolo por lo pronto. Tu decisión de unir fuerzas con este maligno mundo de la brujería, debería haber quemado todos esos pesados sentimientos de confusión y debería haberte dado la ligereza necesaria para reclamar todo esto como tu mundo.
Me sentí apenado y triste. Las acciones de don Juan, por más preparado que me hallara, me abrumaban en tal forma que cada vez que entraba en contacto con el no me quedaba otro recurso sino el de actuar y sentirme como una persona regañona, semirracional. Experimenté un brote de ira y no quise seguir escribiendo. En ese momento, deseaba desgarrar mis notas y tirarlas en el bote de la basura. Y lo hubiera hecho de no ser por don Juan, quien rió y detuvo mi brazo.
En tono burlón dijo que mi "tonal" estaba a punto de caer en sus tonterías habituales. Me recomendó ir a la fuente y echarme agua en el cuello y las orejas.
El agua me tranquilizó. Permanecimos callados largo tiempo.
– Escribe, escribe -me instó don Juan en tono amistoso-. Digamos que tu cuaderno es la única brujería que tienes. Romperlo es otro modo de abrirte a tu muerte. Sería otro de tus berrinches, un berrinche vistoso cuando mucho, pero no un cambio. Un guerrero jamás deja la isla del tonal. La utiliza.
Señaló en torno con un rápido ademán, y luego tocó mi cuaderno.
– Éste es tu mundo. No puedes renunciar a él. Es inútil enojarse y desilusionarse con uno mismo. Eso simple y llanamente prueba que el tonal de uno está envuelto en una batalla interna; una batalla dentro del propio tonal es una de las luchas más imbéciles que pueden ocurrir. La vida ajustada de un guerrero está diseñada para acabar con esa lucha. Desde el principio te he enseñado a evitar la fatiga y el desgaste. Ahora ya no hay la guerra esa que había dentro de ti, porque el camino del guerrero es armonía: la armonía entre las acciones y las decisiones, al principio, y luego la armonía entre tonal y nagual.
"Durante todo este tiempo que llevo de conocerte, he hablado tanto a tu tonal como a tu nagual. Ésa es la forma de conducir la instrucción.
"Al comienzo, uno tiene que hablarle al tonal. El tonal es el que debe ceder el control. Pero hay que hacerlo que lo ceda con alegría. Por ejemplo, tu tonal ha cedido algunos controles sin mucho forcejeo, porque se le hizo claro que, de seguir como estaba, la totalidad de ti estaría muerta hoy en día. En otras palabras, se hace que el tonal abandone cosas innecesarias como el sentirse importante y el entregarse al vicio, las cuales sólo lo hunden en el aburrimiento. Todo el problema es que el tonal se aferra a esas cosas cuando debería dar las gracias por librarse de esa porquería. La tarea es entonces convencer al tonal de que se haga libre y fluido. Eso es lo que un brujo necesita antes que cualquier otra cosa: un tonal fuerte, y libre. Mientras más se fortalece, menos se aferra a sus hechos, y más fácil resulta encogerlo. Así, lo que ocurrió esta mañana fue que vi la oportunidad de encoger tu tonal. Por un instante, estabas distraído, apurado, sin pensar, y agarré ese momento para empujarte.
"El tonal se encoge en determinados momentos, sobre todo cuando se apena. De hecho, una característica del tonal es su timidez. Su timidez no viene realmente al caso. Pero hay ciertas ocasiones en que el tonal es tomado por sorpresa, y su timidez, inevitablemente, lo encoge.
"Esta mañana atrapé mi centímetro cúbico de suerte. Noté la puerta abierta de esa oficina y te di un empujón. Un empujón es entonces la técnica para encoger el tonal. Uno tiene que empujar en el instante preciso; para ello, por supuesto, uno debe saber cómo ver.
"Una vez que el hombre ha sido empujado y su tonal se encoge, su nagual, si es que ya está en movimiento, por más pequeño que sea este movimiento, toma las riendas y realiza hazañas extraordinarias. Tu nagual tomó las riendas esta mañana y acabaste en el mercado."
Permaneció en silencio unos instantes. Parecía aguardar preguntas. Nos miramos.
– De veras no sé cómo -dijo como si leyera mi mente-. Sólo sé que el nagual es capaz de hazañas inconcebibles.
"Esta mañana te pedí observar. Esa escena frente a ti, fuera lo que fuese, tenía un valor incalculable para ti. Pero en vez de seguir mi consejo, te entregaste a lamentar tu suerte y la confusión y no observaste.
"Durante un rato fuiste todo nagual y no podías hablar. Ése era el momento de observar. Luego, poco a poco, tu tonal recuperó las riendas; y antes que tirarte a una batalla mortal entre tu tonal y tu nagual, te hice caminar hasta aquí."
– ¿Qué había en esa escena, don Juan? ¿Qué era tan importante?
– No lo sé. Eso no me estaba pasando a mí.
– ¿Qué quiere usted decir:
– Fue experiencia tuya, no mía.
– Pero usted estaba conmigo. ¿O no?
– No. Yo no estaba. Tú estabas solo. Te dije repetidas veces que observaras todo, porque esa escena era sólo para ti.
– Pero usted estaba parado junto a mí, don Juan.
– No. No estaba. Pero es inútil hablar de eso. Lo que yo pudiera decir carece de sentido, porque durante esos momentos estábamos en la hora del nagual. Los asuntos del nagual sólo pueden atestiguarse con el cuerpo, no con la razón.
– Si usted no estaba conmigo, don Juan, ¿quién o qué era la persona que yo atestigüé como usted?
– Era yo, y sin embargo yo no estaba allí.
– ¿Dónde estaba usted, entonces?
– Estaba contigo, pero no allí. Digamos que andaba contigo, pero no en el sitio particular donde tu nagual te había llevado.
– ¿O sea que usted no sabía que estábamos en el mercado?
– No, no lo sabía. Nada más te fui siguiendo para no perderte.
– Esto es verdaderamente espantoso, don Juan.
– Estábamos en la hora del nagual, y eso nada tiene de espantoso. Somos capaces de hacer mucho más que todo eso. Tal es nuestra naturaleza como seres luminosos. Nuestro error es que insistimos en permanecer en nuestra isla, monótona y fastidiosa, pero conveniente. El tonal es el villano y no debería serlo.
Describí lo poco que recordaba. Él quiso saber si me había fijado en algunas características del cielo, como la luz, las nubes, el sol. O si había oído ruidos de cualquier especie. O si había visto personas o sucesos fuera de lo común. Quiso saber si alguien peleaba. O si la gente gritaba, y en ese caso, lo que había dicho.
No pude responder a ninguna de sus preguntas. La verdad era que yo simplemente acepté el hecho según su apariencia, admitiendo como axioma el haber "volado" una distancia considerable en uno o dos segundos para, gracias al conocimiento de don Juan, fuera el que fuese, aterrizar en toda mi corporeidad material dentro del mercado.
Mis reacciones fueron un corolario directo de tal interpretación. Quise saber los procedimientos, lo que sabía cada uno, de "cómo se hace". Por tanto, no me importaba observar lo que, según mi convicción, eran los sucesos cotidianos de un hecho mundano.
– ¿Piensa usted que la gente me vio en el mercado? -pregunté.
Don Juan no respondió. Riendo, me golpeó levemente con el puño.
Traté de recordar si había tenido algún contacto físico con la gente. La memoria me falló.
– ¿Qué cree usted que vio la gente cuando entré en la oficina de la aerolínea?
– Probablemente vieron a un hombre que cruzaba como borracho de una puerta a la otra.
– Pero ¿me vieron desaparecer en el aire?
– De eso se ocupa el nagual. Yo no sé cómo. Todo lo que puedo decirte es que somos seres luminosos y fluidos, hechos de fibras. El acuerdo de que somos objetos sólidos es cosa del tonal. Cuando el tonal se encoge, son posibles cosas extraordinarias. Pero sólo son extraordinarias para el tonal.
"Para el nagual, no es nada moverse como tú hiciste esta mañana. Sobre todo para tu nagual, que ya es capaz de tretas difíciles. Da por hecho que ya está hundido en algo terriblemente extraño. ¿Puedes sentir lo que es?"
Un millón de preguntas y sensaciones me invadieron de pronto. Fue como si una racha de viento hubiera desprendido mi capa de compostura. Me estremecí. Mi cuerpo se sentía al borde de un abismo. Luchaba yo con algún conocimiento misterioso pero concreto. Era como hallarme a punto de que me mostraran algo, y sin embargo alguna terca parte de mí insistía en cubrirlo con una nube. La pugna me adormecía gradualmente, hasta que ya no sentía mi propio cuerpo. Tenía la boca abierta y los ojos entrecerrados. Tuve la sensación de que podía ver mi rostro endurecerse más y más, hasta ser el rostro de un cadáver reseco, con la piel amarillenta adherida al cráneo.
Lo siguiente que sentí fue una sacudida. Don Juan estaba de pie a mi lado, con una cubeta vacía en las manos. Me había empapado. Tosí y me enjugué el agua de la cara, y sentí otro escalofrío en la espalda. De un salto abandoné la banca. Don Juan me había echado agua por el cuello.
Un grupo de niños me miraba y reía. Don Juan me sonrió. Recogió mi cuaderno y dijo que sería bueno ir a mi hotel para que yo pudiera cambiarme. Me sacó del parque. Estuvimos un momento parados en la acera antes de que pasara un coche de alquiler.
Horas después, tras almorzar y descansar, don Juan y yo tomamos asiento en su banca favorita del parque junto a la iglesia. En forma oblicua, llegamos al tema de mi extraña reacción. Él parecía muy cauteloso. No me enfrentó directamente con ella.
– Esas cosas pasan -dijo-. El nagual, una vez que aprende a salir a la superficie puede causar un gran daño al tonal si sale sin ningún control. Pero tu caso es especial. Te entregas de un modo tan exagerado que podrías morir sin que te importara, o peor aun, sin darte siquiera cuenta de que te estás muriendo.
Le dije que mi reacción empezó al preguntarme él si podía sentir lo que mi nagual había hecho. Creía saber exactamente a qué cosa aludía, pero al tratar de describir qué era, me descubrí incapaz de pensar con lucidez. Experimentaba una sensación de ligereza, casi una indiferencia, como si nada me importara en realidad. Luego, tal sensación se convirtió en una concentración mesmerizante. Era como si todo cuanto había en ml fuera extraído por lenta succión. Lo que atraía y atrapaba mi atención era la clara sensación de que un secreto portentoso estaba a punto de revelárseme, y yo no quería que nada interfiriera con tal revelación.
– Lo que se te iba a revelar era tu muerte -dijo don Juan-. Ese es el riesgo de entregarse. Sobre todo para ti, que de natural eres tan exagerado. Tu tonal es tan dado a darse de por sí a todo que amenaza tu totalidad. Ésa es una terrible forma de ser.
– ¿Qué puedo hacer?
– Tu tonal debe convencerse con razones, tu nagual con acciones, hasta que cada uno apuntale al otro. Como te he dicho, el tonal gobierna, pero así y todo es muy vulnerable. El nagual, en cambio, nunca, o casi nunca, actúa; pero cuando lo hace, aterra al tonal.
"Esta mañana tu tonal se asustó y empezó a encogerse por sí mismo, y entonces tu nagual empezó a imponerse.
"Tuve que pedirle su cubeta a uno de los fotógrafos del parque, para azotar al nagual como a un perro rabioso y volverlo a su sitio. Hay que proteger al tonal a cualquier costo. Hay que quitarle la corona, pero debe permanecer como el supervisor protegido.
"Cualquier amenaza para el tonal resulta siempre en su muerte. Y si el tonal muere, muere también el hombre. A causa de su debilidad nata, el tonal se destruye con facilidad, y así una de las artes del equilibrio del guerrero es hacer que el nagual emerja para apuntalar al tonal. Digo que es un arte, porque los brujos saben que sólo tirando al tonal para arriba puede emerger el nagual. ¿Ves a qué me refiero? Ese tirón se llama poder personal."
Don Juan se puso en pie, estiró los brazos y arqueó la espalda. Empecé a levantarme yo también, pero lo impidió empujándome con suavidad.
– Tú debes quedarte en esta banca hasta el crepúsculo -dijo-. Yo tengo que irme ahora mismo. Genaro me espera en las montañas. Ven a su casa dentro de tres días y allí nos encontraremos.
– ¿Qué va a hacer usted en casa de don Genaro? -pregunté.
– Depende de que tengas suficiente poder -dijo-, a lo mejor Genaro te enseña el nagual.
Había otra cosa que yo necesitaba expresar en ese momento. Tenía que saber si su traje era un recurso de choque reservado para mí, o. parte normal de su vida. Ninguno de sus actos había causado nunca en mí tal desconcierto como el que se vistiera de traje No era sólo el acto mismo el que me impresionaba tanto, sino el hecho de que don Juan era elegante. Sus piernas poseían una agilidad juvenil. Parecería que el usar zapatos hubiera alterado su punto de equilibrio; sus pasos eran más largos y firmes que de costumbre.
– ¿Usa usted traje todo el tiempo? -pregunté.
– Sí -repuso con una sonrisa encantadora-. Tengo otros, pero no quise ponerme hoy un traje distinto, porque eso te habría asustado más todavía.
No supe qué pensar. Sentí haber llegado al final de mi camino. Si don Juan usaba traje y se veía elegante, todo era posible.
Él rió; parecía disfrutar mi confusión.
– Soy un accionista -dijo en tono misterioso, pero sin afectación alguna, y se alejó.
A la mañana siguiente, jueves, pedí a un amigo acompañarme a caminar desde la puerta de la oficina donde don Juan me empujó, hasta el mercado de la Lagunilla. Tomamos la ruta más directa. Tardamos treinta y cinco minutos. Una vez que llegamos, traté de orientarme. Fracasé. Entré en una tienda de ropa, en la esquina de la ancha avenida donde nos hallábamos.
– Disculpe usted -dije a una joven que limpiaba gentilmente un sombrero con un sacudidor-. ¿Dónde están los puestos de monedas y libros usados?
– No tenemos de eso -repuso con mal humor.
– Pero yo los vi ayer, por aquí en este mercado.
– No me diga -contestó yendo tras el mostrador.
Corrí tras ella y le supliqué decirme dónde estaban los puestos. Me miró de arriba a abajo.
– No pudo usted haberlos visto ayer -dijo-. Esos puestos se arman nada más los domingos, aquí mismo junto a esta pared. No los tenemos entre semana.
– ¿Nada más los domingos? -repetí maquinalmente.
– Sí. Nada más los domingos. Así es la cosa. Entre semana, estorbarían el tránsito.
Señaló la ancha avenida llena de coches.
Subí corriendo una pendiente frente a la casa de don Genaro y vi a don Juan y don Genaro sentados en un espacio despejado junto a la puerta. Me sonrieron. Había en sus sonrisas tal calor e inocencia, que mi cuerpo experimentó un estado de alarma inmediata. Automáticamente aminoré el paso. Los saludé.
– ¿Pero, cómo estás? -me preguntó Genaro, con tal afectación que todos reímos.
– Está más que bien intervino don Juan antes de que yo pudiera responder.
– Eso veo -repuso don Genaro-. ¡Mira esa papada! ¡Y mira ese chicharrón en los cachetes!
Don Juan se echó a reír agarrándose el estómago.
– Tienes la cara redonda -prosiguió don Genaro-. ¿A qué te has dedicado? ¿A comer?
Don Juan le aseguró, en son de broma, que mi estilo de vida me imponía comer en abundancia. De la manera más amistosa, hicieron bromas acerca de mi vida, y luego don Juan me pidió sentarme entre ellos. El sol ya se había puesto detrás de la enorme cordillera del oeste.
– ¿Dónde está tu famoso cuaderno? -me preguntó don Genaro, y cuando lo saqué del bolsillo gritó como los charros y me lo quitó de las manos.
Obviamente, me había observado con gran cuidado y conocía a la perfección mis manerismos. Sostuvo el Cuaderno en ambas manos y jugó nerviosamente con él, como si no supiera en qué ocuparlo. Dos veces pareció a punto de arrojarlo a un lado, pero se contuvo. Luego lo reclinó contra sus rodillas y fingió escribir febrilmente, como yo hago.
Don Juan rió tanto que casi se ahoga.
– ¿Qué hiciste después de que me fui? -preguntó cuando ambos se hubieron calmado.
– El jueves fui al mercado -dije.
– ¿Qué hacías allí? ¿Desandando tus pasos? -repuso.
Don Genaro cayó hacia atrás y produjo con los labios el ruido seco de una cabeza al golpear contra el suelo. Me miró de reojo e hizo un guiño.
– Tuve que hacerlo -dije-. Y descubrí que entre semana no hay puestos de monedas ni de libros usados.
Los dos rieron. Luego don Juan dijo que hacer preguntas no revelaría nada nuevo.
– ¿Qué es lo que realmente pasó, don Juan? -pregunté.
– Créeme, no hay manera de saberlo -dijo con sequedad-. En esos asuntos, tú y yo estamos en las mismas. Mi ventaja sobre ti en este momento es que yo sé cómo llegar al nagual, y tú no. Pero una vez que llego allí, no tengo más ventaja ni más conocimiento que tú.
– ¿Aterricé realmente en el mercado, don Juan? -pregunté.
– Claro que sí. Ya te lo dije: el nagual está a las órdenes del guerrero. ¿No es cierto, Genaro?
– ¡Cierto! -exclamó don Genaro con voz atronadora y se incorporó en un solo movimiento. Fue como si su voz lo hubiera alzado, desde una postura yacente, hasta una perfectamente vertical.
Don Juan casi rodaba por el suelo de tanto reír. Don Genaro, con aire de indiferencia, hizo una cómica reverencia y dijo adiós.
– Genaro te verá mañana en la mañana -dijo don Juan-. Ahora debes quedarte aquí sentado en silencio completo.
No dijimos otra palabra. Tras horas de silencio, me quedé dormido.
Miré mi reloj. Eran casi las seis de la mañana. Don Juan examinó la sólida masa de nubes, blancas y densas, sobre el horizonte oriental, y concluyó que sería un día nublado. Don Genaro olfateó el aire y añadió que también sería caluroso y sin viento.
– ¿Hasta dónde vamos? -pregunté.
– Hasta esos eucaliptos de allá -replicó don Genaro, señalando lo que parecía ser una arboleda, a menos de dos kilómetros de distancia.
Cuando llegamos allí, pude ver que no era una arboleda; los eucaliptos habían sido plantados en líneas rectas para marcar los limites de campos donde se hacían diferentes cultivos. Caminamos por el borde de un maizal, bajo una fila de árboles enormes, delgados y derechos, de más de treinta metros de altura, y llegamos a un campo baldío. Supuse que la cosecha acababa de recogerse. Quedaban sólo hojas y tallos secos de unas plantas que no reconocí. Me agaché a recoger una hoja, pero don Genaro me detuvo. Asió mi brazo con gran fuerza. Me retraje dolorido, y entonces noté que sólo me tocaba suavemente con los dedos.
Evidentemente sabía lo que había hecho y lo que yo experimentaba. Con un veloz movimiento, quitó los dedos de mi brazo y luego los puso de nuevo, gentilmente. Lo repitió una vez más y rió de mi mueca de dolor, como un niño deleitado. Luego me mostró el perfil. Su nariz aguileña le daba aspecto de pájaro: de un pájaro con extraños y largos dientes blancos.
En voz suave, don Juan me dijo que no tocara nada. Le pregunté si sabía qué clase de cosecha se había levantado allí. Parecía a punto de responder, pero don Genaro terció diciendo que era un campo de gusanos.
Don Juan me miró con fijeza, sin asomo de sonrisa. La respuesta absurda de don Genaro tenía visos de chiste. Aguardé el pie para empezar a reír, pero ellos sólo me miraron.
– Un campo de gusanos muy lindos -dijo don Genaro-. Sí, lo que aquí crecía eran los gusanos más bonitos que yo he visto.
Se volvió hacia don Juan. Ambos se miraron un instante.
– ¿No es cierto? -preguntó.
– Absolutamente cierto -dijo don Juan, y volviéndose a mí añadió en voz baja-: Genaro tiene hoy la batuta; sólo él puede decir qué es qué, conque haz exactamente lo que diga.
La idea de que don Genaro tenía las riendas me llenó de terror. Miré a don Juan para decírselo; pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, don Genaro soltó un largo y formidable grito: un clamor tan fuerte y temible que sentí cómo mi nuca se hinchaba y el cabello flotaba como si un viento lo moviera. Tuve un instante de disociación completa y habría permanecido inmóvil en mi sitio de no haber sido por don Juan, quien con increíble velocidad y dominio hizo girar mi cuerpo para que mis ojos atestiguaran una hazaña inconcebible. Don Genaro estaba parado horizontalmente, a unos treinta metros del suelo, sobre el tronco de un eucalipto que se hallaba acaso a cincuenta metros de distancia. Es decir, estaba parado con las piernas abiertas, perpendicular al tronco. Era como si tuviese ganchos en el calzado y con ellos pudiera desafiar la gravedad. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y me daba la espalda.
Lo miré fijamente. No quería parpadear por miedo a perderlo de vista. Realicé un rápido juicio y concluí que, de conservarlo dentro de mi campo de visión, tal vez podría detectar un indicio, un movimiento, un gesto, o cualquier cosa que me ayudara a comprender qué ocurría.
Sentí la cabeza de don Juan junto a mi oído derecho; en un susurro me dijo que cualquier intento de explicar era inútil e idiota. Lo oí repetir:
– Empuja la barriga para abajo, para abajo.
Era una técnica que me había enseñado, años antes, para momentos de gran peligro, miedo o tensión. Consistía en empujar hacia abajo el diafragma mientras se tomaban cuatro marcadas bocanadas de aire, seguidas por cuatro hondas inhalaciones y exhalaciones por la nariz. Había explicado que las bocanadas tenían que sentirse como sacudidas en la parte media del cuerpo, y que el mantener las manos apretadamente enlazadas, cubriendo el ombligo, daba fuerza a la sección abdominal y ayudaba a controlar las bocanadas y las inhalaciones profundas, que debían retenerse hasta la cuenta de ocho mientras el diafragma se presionaba hacia abajo. Las exhalaciones se hacían dos veces a través de la nariz y dos a través de la boca, en forma lenta o acelerada, según la propia preferencia.
Maquinalmente obedecí a don Juan. No me atrevía, sin embargo, a apartar los ojos de don Genaro. Conforme seguía respirando, mi cuerpo se relajó y me di cuenta de que don Juan torcía mis piernas. Al parecer, cuando me hizo girar mi pie derecho se atoró en un montón de tierra y mi pierna izquierda quedó forzadamente doblada. Cuando me enderezó, cobré conciencia de que el choque de ver a don Genaro parado en el tronco de un árbol me había hecho ignorar mi incomodidad.
Don Juan me susurró al oído que no fijara la vista en don Genaro.
– ¡Parpadea! ¡Parpadea! -lo oí decir.
Durante un momento sentí renuencia. Don Juan volvió a ordenarme. Yo estaba convencido de que todo el fenómeno se ligaba de algún modo a mí como el observador, y que si yo, único testigo de la hazaña de don Genaro, dejaba de mirarlo, caería por tierra, o acaso la escena entera desaparecería.
Tras una inmovilidad torturantemente larga, don Genaro giró sobre sus talones, cuarenta y cinco grados a la derecha, y empezó a caminar tronco arriba. Su cuerpo temblaba: Lo vi dar un pequeño paso tras otro, hasta que hubo avanzado ocho. Incluso rodeó una rama. Luego, con los brazos cruzados todavía sobre el pecho, tomó asiento en el tronco, dándome la espalda. Sus piernas pendían como si se hallara sentado en una silla, como si la gravedad no tuviera efecto sobre él. Luego pareció andar sentado, hacia abajo. Alcanzó una rama paralela a su cuerpo y por unos segundos se reclinó en ella con el brazo izquierdo y la cabeza; parecía apoyarse para lograr un efecto dramático más que para sostener su cuerpo. Luego reanudó su camino pasando, centímetro a centímetro, del tronco a la rama, hasta que hubo cambiado de postura y se halló sentado como cualquiera podría sentarse normalmente en una rama.
Don Juan rió por lo bajo. Yo tenía un horrible sabor en la boca. Quise volverme hacia don Juan, que se hallaba un poco detrás de mí, a la derecha, pero no me atrevía a perderme ninguna de las acciones de don Genaro.
Tras unos minutos, cruzó los pies y los meció suavemente; finalmente, volvió a deslizarse hacia arriba sobre el tronco.
Don Juan me tomó la cabeza entre las manos y la inclinó hacia la izquierda a modo que mi línea de visión fuera paralela al árbol, más que perpendicular. Mirando a don Genaro desde ese ángulo, no parecía estar desafiando la gravedad. Simplemente se hallaba sentado en el tronco de un árbol. Noté entonces que, si lo miraba sin pestañear, el trasfondo se hacía vago y difuso, y la claridad del cuerpo de don Genaro se intensificaba; su forma se hacía predominante, como si nada más existiera.
Velozmente, don Genaro volvió a deslizarse a la rama. Quedó sentado meciendo los pies, como en un trapecio. El mirarlo desde una perspectiva sesgada hacía que ambas posiciones, especialmente aquélla sobre el tronco, parecieran factibles.
Don Juan volvió mi cabeza a la derecha hasta llevarla a descansar sobre mi hombro. La posición de don Genaro en la rama se miraba perfectamente normal, pero cuando pasó de nuevo al tronco, no pude efectuar el ajuste de percepción necesario y lo vi como si estuviese al revés, con la cabeza hacia el suelo.
Don Genaro se desplazó varias veces de un lado a otro, y don Juan, a la par, movía mi cabeza de lado a lado. El resultado de sus manipulaciones fue que perdí por entero la pista de mi perspectiva normal, y sin ella las acciones de don Genaro no eran tan espeluznantes.
Don Genaro permaneció un largo rato en la rama. Don Juan me enderezó el cuello y susurró que don Genaro estaba a punto de descender. Lo oí decir en tono imperioso:
– Empuja para abajo, para abajo.
Me hallaba a mitad de una exhalación rápida cuando el cuerpo de don Genaro pareció transfigurarse por alguna especie de tensión; resplandeció, se hizo laxo, osciló hacia atrás y colgó un momento de las rodillas. Sus piernas parecían fláccidas, incapaces de seguir dobladas, y cayó al suelo.
En el instante que empezó a caer, yo mismo experimenté una sensación de caída a través de espacio interminable. Mi cuerpo entero sentía una angustia dolorosa y. al mismo tiempo altamente placentera; una angustia de tal intensidad y duración que mis piernas no pudieron ya soportar el peso de mi cuerpo y caí sobre la tierra suave. Apenas pude mover los brazos para aminorar la caída. Respiraba tan agitadamente que la tierra se metió en mi nariz y me daba comezón. Traté de levantarme; mis músculos parecían haber perdido la fuerza.
Don Juan y don Genaro vinieron a mi lado. oía sus voces como si estuvieran lejos, pero los sentía jalarme. Deben de haberme levantado, asiéndome cada uno por un brazo y una pierna, Para llevarme en vilo. Yo tenía plena conciencia de la incómoda posición de mi cuello y mi cabeza. Mis ojos estaban abiertos. Veía el suelo y trozos de hierba pasar debajo de mí. Finalmente, tuve un ataque de frío. El agua entraba en mi boca y mi nariz y me hacía toser. Mis brazos y mis piernas se movieron frenéticamente. Empecé a nadar, pero el agua -no era lo bastante profunda, y me hallé de pie en el río de poco fondo al que me habían arrojado.
Don Juan y don Genaro rieron hasta la tontería. Don Juan se enrolló los pantalones y se acercó a mí; me miró a los ojos, dijo que aún no estaba completo, y suavemente volvió a empujarme al agua. Mi cuerpo no ofreció resistencia. Yo no deseaba sumergirme de nuevo, pero no había manera de conectar mi volición a mis músculos, v me desplomé hacia atrás. El frío fue todavía más intenso. Me levanté de un salto y, por error, salí corriendo a la ribera opuesta. Don Juan y don Genaro se pusieron a gritar y a silbar y arrojaban piedras a los arbustos delante de mí, como si acorralaran a un novillo fugitivo. Regresé cruzando el río y tomé asiento en una roca junto a ellos. Don Genaro me dio mi ropa y entonces advertí que me hallaba desnudo, aunque no recordaba cuándo ni cómo me quité la ropa. Estaba empapado, y no quise ponérmela de inmediato. Don Juan se volvió a don Genaro y dijo con voz resonante:
– ¡Por amor de Dios, dénle una toalla a este hombre!
Tardé un par de segundos en advertir el absurdo. Me sentía muy bien. De hecho, era tan feliz que no deseaba hablar. Tuve, empero, la certeza de que, si mostraba mi euforia, volverían a echarme al agua.
Don Genaro me vigilaba. Sus ojos brillaban como los de un animal salvaje. Me atravesaban.
– Ya estás mejor -me dijo don Juan de repente-, Ya estás controlándote ahora, pero allá junto a los eucaliptos te diste a tus vicios como hijo de puta.
Quise reír histéricamente. Las palabras de don Juan parecían tan por entero graciosas que costó un esfuerzo supremo dominarme. Una comezón incontrolable en la parte media de mi cuerpo me hizo quitarme la ropa y echarme de nuevo al agua. Permanecí en el río unos cinco minutos. La frialdad restauró mi sentido de lo propio. Cuando salí, era yo mismo otra vez.
– Bien hecho -dijo don Juan, tocándome el hombro.
Me guiaron de regreso a los eucaliptos. Conforme íbamos, don Juan explicó que mi tonal había resultado peligrosamente vulnerable, y al parecer tuvo demasiado con la incongruencia de los actos de don Genaro. Dijo que decidieron ya no meterse con él y regresar a la casa de don Genaro, pero el hecho de que supe que debía lanzarme al río cambiaba todo. No dijo, sin embargo, lo que se proponían.
Nos detuvimos a mitad de un campo, en el sitio donde estuvimos antes. Don Juan estaba a mi derecha y don Genaro a mi izquierda. Ambos tensaban los músculos, en estado de alerta. Mantuvieron la tensión unos diez minutos. Yo movía los ojos del uno al otro. Pensé que don Juan me indicaría qué hacer. Tenía razón. En determinado momento relajó el cuerpo y pateó unos terrones. Sin mirarme, dijo:
– Creo que mejor nos vamos.
Automáticamente razoné que don Genaro debía de haber tenido la intención de darme otra demostración del nagual, pero decidió no hacerlo. Me sentí aliviado. Esperé otro momento por una confirmación definitiva. Don Genaro también se destensó y entonces ambos dieron un paso. Supe que habíamos terminado allí. Pero en el instante mismo en que me aflojé, don Genaro volvió a lanzar un grito increíble.
Empecé a respirar frenéticamente. Miré en torno. Don Genaro había desaparecido. Don Juan estaba frente a mí. Su cuerpo se estremecía de risa. Me dio la cara.
– Lo siento dijo en un susurro-. No hay otro modo.
Quise preguntar por don Genaro, pero sentía que, de no seguir respirando y presionando mí diafragma, moriría. Don Juan señaló con su barbilla un sitio a mis espaldas. Sin mover los pies, empecé a volverme a mirar sobre el hombro izquierdo. Pero antes de que pudiese ver lo que señalaba, don Juan saltó y me detuvo. La fuerza de su salto y la celeridad con que me aferró hicieron que perdiese mi equilibrio. Al caer de espaldas tuve la sensación de que mi reacción sobresaltada había sido agarrarme a don Juan, y que en consecuencia lo arrastraba en mi caída. Pero cuando alcé la vista, hubo total discordancia entre las impresiones de mis sentidos táctil y visual. Vi a don Juan de pie junto a mí, riendo, mientras mi cuerpo sentía sin lugar a dudas el peso y la presión de otro cuerpo encima de mí, casi inmovilizándome.
Don Juan extendió la mano y me ayudó a levantarme. Mi sensación corporal fue la de que él alzaba dos cuerpos. Sonrió como quien sabe y susurró que nunca había que volverse a la izquierda para enfrentar al nagual. Dijo que el nagual era fatídico y que no había necesidad de acrecentar todavía más el riesgo. Luego me dio vuelta con gentileza y me hizo encarar un enorme eucalipto. Era acaso el árbol más viejo de las inmediaciones. Su tronco era casi dos veces más grueso que el de cualquier otro. Don Juan señaló hacia arriba con los ojos. Don Genaro se hallaba encaramado en una rama. Me daba el rostro. Vi sus ojos como dos espejos enormes que reflejaban luz. No quería mirar pero don Juan insistió en que no apartara la vista. En un susurro muy enérgico me ordenó que no parpadeara ni sucumbiera al susto o a la entrega.
Advertí que si pestañeaba de continuo, los ojos de don Genaro no eran tan imponentes. Sólo al fijar la vista el resplandor enloquecía.
Estuvo largo tiempo acuclillado en la rama. Luego, sin mover el cuerpo para nada, saltó y aterrizó, en la misma postura, a un par de metros de donde me encontraba. Presencié la secuencia completa de su salto, y supe haber percibido más de lo que mis ojos me permitieron aprehender. Don Genaro no había saltado en verdad. Algo lo había empujado desde atrás haciéndolo deslizar en curso parabólico. La rama donde estuvo trepado se hallaba a unos treinta metros de altura, y el árbol crecía como a cuarenta y cinco de distancia; así, su cuerpo tuvo que trazar una parábola para caer donde cayó. Pero la fuerza necesaria para, cubrir el trecho no era producto de los músculos de don Genaro; un "soplo" impulsó su cuerpo desde la rama hasta el suelo. En cierto punto vi las suelas de sus zapatos, y su posterior, conforme su cuerpo describía la parábola. Después aterrizó con suavidad, aunque su peso deshizo los terrones duros y secos e incluso levantó algo de polvo.
Don Juan rió por lo bajo a mis espaldas. Don Genaro se puso en pie-como si nada hubiese ocurrido y me jaló de la manga para indicar que nos íbamos.
Nadie habló en el camino a la casa. Me sentía lúcido y compuesto. Un par de veces, don Juan se detuvo y examinó mis ojos mirándolos detenidamente. Pareció satisfecho. Apenas llegamos, don Genaro fue atrás de la casa. Todavía era temprano. Don Juan tomó asiento en el suelo junto a la puerta y. me señaló un sitio donde sentarme. Yo estaba exhausto. Me acosté y me apagué como una vela.
Desperté porque don Juan me sacudía. Quise ver la hora. No tenía reloj. Don Juan lo sacó del bolsillo de su camisa y me lo devolvió. Era la una de la tarde. Alcé los ojos y encontré los suyos.
– No. No hay explicación -dijo, volviéndose-. El nagual es sólo para atestiguarse.
Di la vuelta a la casa buscando a don Genaro; no lo hallé. Regresé a la parte frontal. Don Juan me había hecho algo de comer. Cuando lo hube comido empezó a hablar.
– Cuando uno está tratando con el nagual, nunca hay que mirarlo de frente -dijo-. Tú te le quedaste mirando fijamente esta mañana, y por eso te vaciaste. La única manera de mirar al nagual es como si fuera cosa común. Uno tiene que pestañear para romper la fijación. Nuestros ojos son los ojos del tonal, o quizá sería más exacto decir que nuestros ojos han sido entrenados por el tonal, por eso el tonal los reclama. Una de tus fuentes de confusión y desconcierto es que tu tonal no te suelta los ojos. El día que lo haga, tu nagual habrá ganado una gran batalla. Tu obsesión, o mejor dicho la obsesión de todos nosotros, es arreglar el mundo según reglas de tonal; así, cada vez que nos enfrenta el nagual, hacemos lo imposible por volver nuestros ojos tiesos e intransigentes, Debo apelar a la parte de tu tonal que entiende este dilema, y debes hacer un esfuerzo por liberar tus ojos. La cosa es convencer al tonal de que hay otros mundos que pueden pasar frente a las mismas ventanas. El nagual te lo enseñó esta mañana. Conque deja que tus ojos sean libres; déjalos ser verdaderas ventanas. Los ojos pueden ser ventanas para contemplar el aburrimiento o para atisbar aquella infinitud.
Don Juan trazó con el brazo izquierdo un amplio arco para señalar el entorno. Había un brillo en sus ojos, y su sonrisa era a la vez temible e irresistible.
– ¿Cómo puedo hacer eso? -pregunté.
– Yo digo que es un asunto muy fácil. Quizá lo llamo fácil porque llevo tanto tiempo haciéndolo. Todo lo que tienes que hacer es instalar tu intención como aduana. Cuando estés en el mundo del tonal, deberías de ser un tonal impecable; ahí no hay tiempo para porquerías irracionales. Pero cuando estés en el mundo del nagual, también deberías ser impecable; ahí no hay tiempo para porquerías racionales. Para el guerrero, la intención es la puerta de enmedio. Se cierra por completo detrás de él cuando va o cuando viene.
"Otra cosa que uno debe hacer cuando se enfrenta al nagual es cambiar la línea de los ojos de tiempo en tiempo, para así romper el encantamiento. Cambiar la posición de los ojos siempre alivia la carga del tonal. Esta mañana noté que estabas muy vulnerable y te cambié la posición de tu cabeza. Si estás en un aprieto de ésos, deberías ser capaz de cambiar tú solo. Pero el cambio ese sólo es para alivio, y no es otra manera de parapetarse para proteger el orden del tonal. Yo apostaría que tú vas a procurar usar esta técnica para esconder la racionalidad de tu tonal, y creer que así la estás salvando de la extinción. La falla de tu razonamiento es que nadie quiere ni busca la extinción de la racionalidad del tonal. Ese miedo es infundado.
"Nada más puedo decirte, excepto que sigas todos los movimientos de Genaro, sin agotarte. Ahora estás probando si tu tonal está o no repleto de banalidades. Si hay en tu isla demasiados objetos innecesarios, no podrás sostener el encuentro con el nagual."
– ¿Qué me pasaría?
– Podrías morirte. Nadie es capaz de sobrevivir un encuentro voluntario con el nagual, sin una larga preparación. Lleva años preparar al tonal para tal encuentro. Por regla general, si un hombre común y corriente se encuentra un día cara a cara con el nagual, la impresión es tan grande que lo mata. La meta de la preparación del guerrero no es entonces enseñarle conjuros ni embrujos, sino preparar a su tonal para que no se caiga de narices. Una empresa de lo más difícil. Al guerrero se le debe enseñar a ser impecable y a estar totalmente vacío antes de que Pueda aún siquiera concebir el ser testigo del nagual.
"En tu caso, por ejemplo, tienes que dejar de calcular. Lo que hacías esta mañana era absurdo. Tú lo llamas explicar. Yo lo llamo una insistencia estéril y tediosa del tonal por tener todo bajo su control. Cada vez que no le salen bien las cosas, hay un instante de confusión y entonces el tonal se abre a la muerte. ¡Qué hijo de la chingada! Primero se mata antes que ceder el control. Y sin embargo muy poco podemos hacer por cambiar esa condición."
– ¿Cómo la cambió usted, don Juan?
– Hay que barrer la isla del tonal y mantenerla limpia. Es la única alternativa que tiene el guerrero. Una isla limpia no ofrece resistencia; es como si allí no hubiera nada.
Rodeó la casa y tomó asiento en una gran roca lisa. Desde allí se miraba hacia una hondonada. Me hizo seña de sentarme junto a él.
– ¿Puede decirme, don Juan, qué más vamos a hacer hoy? -pregunté.
– No vamos a hacer nada. Es decir, tú y yo seremos sólo testigos. Tu benefactor es Genaro.
Pensé haber malentendido en mi afán de tomar notas. En las primeras etapas de mi aprendizaje, el mismo don Juan había introducido el término "benefactor". Mi impresión había sido siempre la de que él mismo era mi benefactor.
Don Juan había callado y me miraba. Hice una rápida evaluación y concluí que sin duda se refería a que don Genaro era algo así como el actor estelar de aquella ocasión. Don Juan rió como si leyera mi mente.
– Genaro es tu benefactor -repitió.
– Usted lo es, ¿o no? -pregunté en tono frenético.
– Yo soy el que te ayudó a barrer la isla del tonal -dijo-. Genaro tiene dos aprendices, Pablito y Néstor. Los está ayudando a barrer la isla; pero soy yo el que les enseñará el nagual. Yo seré su benefactor. Genaro es sólo su maestro. En estos andares, uno habla o actúa; uno no puede hacer las dos cosas con la misma persona. Uno toma la isla del tonal, o toma el nagual. En tu caso, mi deber ha sido trabajar con tu tonal.
Mientras don Juan hablaba, tuve un ataque de terror tan intenso que estuve a punto de enfermarme. Sentí que iba a dejarme con don Genaro, y la idea me espantaba.
Don Juan rió y rió al escuchar mis miedos.
– Lo mismo le pasa a Pablito -dijo-. Nomás me ve y se enferma. El otro día entró en la casa cuando Genaro no estaba. Yo estaba solo aquí y había dejado mi sombrero junto a la puerta. Pablito lo vio y su tonal se asustó tanto que de verdad se cagó en los calzones.
Yo podía entender fácilmente los sentimientos de Pablito y proyectarme en ellos. Considerando con cuidado, había que admitir que don Juan era aterrador. Yo, sin embargo, había aprendido a sentirme a gusto con él. Experimentaba una familiaridad nacida de nuestra larga asociación.
– No voy a dejarte con Genaro -dijo, riendo aún-. Yo soy quien cuida tu tonal. Sin él estás muerto.
– ¿Tiene todo aprendiz un maestro y un benefactor? -pregunté para calmar mi turbación.
– No, no todo aprendiz. Pero algunos sí.
– ¿Por qué tienen algunos maestro y benefactor?
– Cuando un hombre común y corriente está listo, el poder le consigue un maestro, y se hace aprendiz. Cuando el aprendiz está listo, el poder le consigue un benefactor, y se hace brujo.
– ¿Qué es lo que hace que un hombre esté listo, para que el poder le consiga un maestro?
– Nadie lo sabe. Sólo somos hombres. Algunos somos hombres que han aprendido a ver y a usar al nagual, pero nada de lo que hayamos podido ganar en el curso de nuestras vidas puede revelarnos los designios del poder. Así pues, no todo aprendiz tiene un benefactor. El poder decide eso.
Le pregunté si él mismo había tenido un maestro y un benefactor, y -por primera vez en trece años habló libremente de ellos. Dijo que tanto su maestro como su benefactor eran de Oaxaca. Yo siempre había considerado que ese tipo de información era valioso para mi investigación antropológica, pero por algún motivo, -en el momento de la revelación, no me importó.
Don Juan me lanzó un vistazo. Pensé que era una mirada de preocupación. Luego cambió abruptamente de tema y me pidió relatar cada detalle de lo que experimenté en la mañana.
– Un susto repentino siempre encoge al tonal -dijo al comentar la descripción de mi reacción al grito de don Genaro-. El problema es aquí no dejar que el tonal se encoja más de la cuenta. Un grave asunto para un guerrero es el saber precisamente cuándo dejar que su tonal se encoja y cuándo detenerlo. Eso sí que es un arte. El guerrero debe luchar como demonio para encoger su tonal; pero en el mismo momento en que el tonal se encoge, el guerrero debe voltear al revés la lucha inmediatamente para no dejarlo encogerse más.
– Pero al hacer eso, ¿no regresa a lo que ya era? -pregunté.
– No. Después que el tonal se encoge, el guerrero cierra la puerta desde el otro lado. Mientras nada desafíe a su tonal y sus ojos estén encajados sólo para el mundo del tonal, el guerrero anda en el lado seguro de la cerca. Está en terreno familiar y conoce todas las reglas. Pero cuando su tonal se encoge, está en el lado de los ventarrones, y esa abertura debe sellarse en el acto, o el viento lo barrerá como a una hoja. Y esto no es sólo una manera de decir las cosas. Más allá de la puerta de los ojos del tonal, el viento es furibundo. Y ese es un viento real. Esto no es una metáfora. Un viento que le puede volar a uno la vida. De hecho, ése es el viento que se vuela a todas las cosas vivas que están sobre la tierra. Hace años te presenté a ese viento. Pero tú lo tomaste en broma.
Se refería a una vez que me llevó a las montañas para enseñarme ciertas propiedades del viento. A mí, sin embargo, nunca me pareció cosa de broma.
– No es importante si lo tomaste en serio o no -dijo tras escuchar mis protestas-. Por regla, el tonal debe defenderse, a cualquier costo, siempre que se ve amenazado; así que no tiene importancia alguna la forma en que el tonal reacciona para lograr su defensa. Lo único importante es que el tonal de un guerrero debe entrar en relaciones con otras alternativas. Lo que un maestro trata de alcanzar, en este caso, es el peso total de esas posibilidades. El peso de esas nuevas posibilidades es lo que ayuda a encoger el tonal. Del mismo modo, ese mismo peso ayuda a impedir que el tonal se encoja más de la cuenta.
Me indicó proseguir el relato de los sucesos matinales, y me interrumpió en la parte en que don Genaro se deslizaba de un lado a otro entre el tronco y la rama.
– El nagual puede ejecutar cosas extraordinarias -dijo-. Cosas que no parecen posibles, cosas impensables para el tonal. Pero lo extraordinario es que el que actúa no tiene manera de saber cómo ocurren esas cosas. En otras palabras, Genaro no sabe cómo hace esas cosas; él sólo sabe que las hace. El secreto de un brujo es que sabe cómo llegar al nagual, pero una vez que llega allí, su opinión no vale más que la tuya, acerca de lo que ahí pasa.
– ¿Pero qué siente uno al hacer esas cosas?
– Uno siente que uno está haciendo algo.
– ¿Sentiría don Genaro que estaba caminando por el tronco de un árbol?
Don Juan me miró un momento; luego apartó la cara.
– No -dijo en un susurro enérgico-. No del modo que tú quieres decir.
No dijo nada más. Yo casi contenía el aliento, esperando su explicación. Al fin tuve que preguntar:
– ¿Pero qué siente?
– No puedo decirlo, no porque sea asunto personal, sino porque no hay manera de describirlo.
– Ándele -lo animé-. No hay nada que uno no pueda explicar o elucidar con palabras. Creo que, aunque no sea posible describir algo directamente, uno puede aludir, andarse por las ramas.
Don Juan rió. Su risa era amistosa y amable. Y sin embargo, había en ella un toque de burla y de travesura.
– Tengo que cambiar el tema -dijo-. Baste decir que el nagual estaba apuntándote a ti esta mañana. Lo que hizo Genaro fue una mezcla entre tú y él. Su nagual se templaba con tu tonal.
Insistí en sondearlo y pregunté:
Guando usted le enseña el nagual a Pablito, ¿qué cosa siente?
– No puedo explicarlo -dijo con voz suave-. Y no porque no quiera; sencillamente, no puedo. Mi tonal se para allí.
No quise presionarlo más. Permanecimos un rato en silencio; luego, él empezó a hablar de nuevo.
– Digamos que un guerrero aprende a entonar su voluntad, a dirigirla a un punto directo, a enfocarla donde quiere. Es como si su voluntad, que sale de la parte media de su cuerpo, fuera una sola fibra luminosa, una fibra que él puede dirigir a cualquier sitio concebible. Esa fibra es el camino al nagual. O también yo podría decir que el guerrero se hunde en el nagual a través de esa sola fibra.
"Una vez que se ha hundido, la expresión del nagual es asunto de su temperamento personal. Si el guerrero es chistoso, el nagual es chistoso. Si el guerrero es espantoso, el nagual es espantoso. Si el guerrero es perverso, el nagual es perverso.
"Genaro siempre me hace reír porque es uno de los seres más divertidos que hay. Nunca sé con qué va a salir. Eso, para mí, es la esencia última de la brujería. Genaro es un guerrero tan fluido que el más leve enfoque de su voluntad hace que su nagual actúe en formas increíbles."
– ¿Observó usted mismo lo qué don Genaro hacia en los árboles? -pregunté.
– No. Nada más supe, porque vi, que el nagual estaba en los árboles. El resto del espectáculo era para ti solo.
– ¿O sea, don Juan, que, como la vez que usted me empujó y fui a dar al mercado, usted no estaba conmigo?
– Fue algo así. Cuando uno se encuentra cara a cara con el nagual, uno siempre tiene que estar solo, Yo nada más andaba por ahí para proteger a tu tonal. Ése es mi cargo.
Don Juan dijo que mi tonal casi estalló en pedazos cuando don Genaro descendió del árbol; no tanto por alguna cualidad de riesgo inherente al nagual, sino porque mi tonal se entregó al desconcierto. Dijo que uno de los propósitos de la preparación del guerrero era cortar el desconcierto del tonal, hasta que el guerrero fuese lo bastante fluido para admitirlo todo sin admitir nada.
Cuando describí los saltos de don Genaro al subir al árbol y al bajar de él, don Juan dijo que el grito del guerrero era uno de los asuntos más importantes de la brujería, y que don Genaro era capaz de enfocarse en su grito, usándolo como vehículo.
Tienes razón -dijo-. A Genaro lo jalaron en parte su grito y en parte el árbol. En eso sí viste bien. Esa fue una verdadera vista del nagual. La voluntad de Genaro estaba enfocada en su grito, y su carácter personal hizo que el árbol jalara al nagual. Las líneas iban en ambos sentidos, de Genaro al árbol y del árbol a Genaro.
"Lo que debiste ver cuando Genaro saltó del árbol era que estaba enfocando un sitio enfrente de ti y luego el árbol lo empujó. Pero sólo parecía un empujón; en esencia era más bien como si el árbol lo soltara. El árbol soltó al nagual y el nagual regresó al mundo del tonal en el sitio que Genaro enfocaba.
"La segunda vez que Genaro bajó del árbol, tu tonal no estaba tan desconcertado; no te entregabas tan duro y por eso no te agotaste tanto como la primera vez."
A eso de las cuatro de la tarde, don Juan detuvo la conversación.
– Vamos a volver a los eucaliptos -dijo-. El nagual nos espera allí.
– ¿No corremos el riesgo de que nos vea la gente? -pregunté.
– No. El nagual mantendrá todo suspendido -respondió.
Cuando nos acercamos a los eucaliptos vi a don Genaro sentado en un tronco. Sonriente, agitó la mano. Fuimos hasta él.
Había en los árboles una bandada de cuervos. Graznaban como asustados. Don Genaro dijo que permaneciéramos quietos y en silencio hasta que los cuervos se calmaran.
Don Juan reclinó la espalda contra un árbol y me indicó otro que estaba cerca, a su izquierda. Ambos dábamos la cara a don Genaro, que estaba a tres o cuatro metros de nosotros.
Con un sutil movimiento de los ojos, don Juan me indicó reacomodar mis pies. Se erguía de pie, con firmeza, los pies ligeramente separados, y sólo la parte superior de sus omoplatos, y el centro de su nuca, tocaban el tronco. Los brazos le pendían a los lados.
Estuvimos así tal vez una hora. Yo los vigilaba detenidamente, sobre todo a don Juan. En determinado momento se dejó resbalar suavemente por el tronco y tomó asiento, manteniendo aún las mismas áreas de su cuerpo en contacto con el árbol… Sus rodillas quedaron alzadas, y descansó en ellas los brazos. Imité sus movimientos. Tenía las piernas sumamente fatigadas, y el cambio de postura me confortó.
Los cuervos cesaron poco a poco de graznar, hasta que no hubo un sonido en el campo. El silencio me turbaba más que el ruido de los cuervos.
Don Juan me habló en voz baja. Dijo que el crepúsculo era mi mejor hora. Miró el cielo. Pasarían de las seis. El día fue nublado y yo no había tenido manera de comprobar la posición del sol. Oí a lo lejos alboroto de gansos y quizá pavos. Pero en el campo de los eucaliptos no había rumor alguno. Desde un largo rato atrás, no se escuchaban pájaros ni insectos grandes.
Los cuerpos de don Juan y don Genaro habían guardado una inmovilidad perfecta, hasta donde yo podía juzgar, excepto en los instantes en que, para descansar, desplazaban su centro de gravedad.
Cuando don Juan y yo estábamos sentados en el suelo, don Genaro hizo un movimiento súbito. Alzó los pies y se puso en cuclillas sobre el tronco. Luego giró cuarenta y cinco grados, y me hallé mirando su perfil izquierdo: Busqué en don Juan una indicación. Él echó hacia adelante la barbilla; era una orden de mirar a don Genaro.
Una agitación monstruosa me invadió. Era incapaz de contenerme. Mis intestinos se soltaban. Pude sentir en lo absoluto lo que Pablito debe de haber sentido al ver el sombrero de don Juan. Experimentaba tal tumulto intestinal que me fue necesario correr a los arbustos. Oí a los viejos aullar de risa.
No me atreví a regresar con ellos. Titubeé un rato; pensé que mi repentina explosión habría roto el hechizo. No tuve que meditar mucho tiempo; don Juan y don Genaro vinieron a donde me hallaba. Me flanquearon y fuimos a otro campo. Nos detuvimos en su centro mismo, y recordé que estuvimos allí en la mañana.
Don Juan me habló. Me dijo que fuera fluido y silencioso y detuviera mi diálogo interno. Yo escuché con atención. Don Genaro debe haber advertido que toda mi concentración se enfocaba en las admoniciones de don Juan, y aprovechó ese momento para repetir lo que hizo en la mañana; de nuevo soltó su grito enloquecedor. Me pescó de sorpresa, pero no desprevenido. Casi inmediatamente recuperé mi equilibrio por medio de la respiración. El choque fue aterrador, pero no tuvo un efecto prolongado, y pude seguir con la vista los movimientos de don Genaro. Lo miré saltar a una rama baja. Al seguir su curso en una distancia de más o menos veinticinco metros, mis ojos experimentaron una extravagante distorsión. No era que saltara por medio de la acción elástica de sus músculos; más bien se deslizaba por el aire, catapultado en parte por su formidable alarido, y jalado por unas vagas líneas emanadas del árbol. Era como si el árbol lo chupara a través de esas líneas.
Don Genaro quedó un momento encaramado en la rama. Yo veía su perfil izquierdo. Empezó a ejecutar una serie de movimientos extraños. Su cabeza oscilaba, su cuerpo se estremecía. Varias veces ocultó la cabeza entre las rodillas. Mientras más se movía y se agitaba, mayor era mi dificultad para enfocar los ojos en su cuerpo. Parecía disolverse. Parpadeé como desesperado y luego alteré mi línea de visión torciendo la cabeza a diestro y siniestro, como don Juan me había enseñado. Desde mi perspectiva izquierda vi el cuerpo de don Genaro como nunca antes lo había visto. Parecía haberse puesto un disfraz. Lucía un traje peludo, del color de un gato siamés: ante claro, con toques de chocolate oscuro en las piernas y la espalda; tenía una cola gruesa y larga. El atavío de don Genaro lo hacía verse como un cocodrilo peludo y café, de patas largas, sentado en una rama. No se discernían su cabeza ni sus facciones.
Enderecé la cabeza hasta una postura normal. La visión de don Genaro disfrazado se mantuvo sin alteración.
Sus brazos se estremecieron. Se paró en la rama, pareció agacharse, y saltó hacia el suelo. La rama estaba a cinco o seis metros de altura. Hasta donde yo podía juzgar, fue el salto ordinario de un hombre ataviado con un disfraz. Vi el cuerpo de don Genaro a punto de tocar el suelo, y entonces la gruesa cola de su disfraz vibró y, en vez de aterrizar, despegó como impelido por un silencioso motor de turbina. Ascendió por encima de los árboles y luego planeó casi hasta el suelo. Repitió una y otra vez la maniobra. En ocasiones asía una rama y se mecía dando la vuelta al árbol, o se escondía como una anguila entre las ramas. Y luego planeaba y describía círculos en torno nuestro, o aleteaba con los brazos al tocar su estómago la punta de los árboles.
Los juegos de don Genaro me llenaban de asombro. Mis ojos lo seguían, y dos o tres veces percibí con toda claridad que usaba unas líneas brillantes, como si fueran poleas, para deslizarse de un sitio a otro. Luego pasó, hacia el sur, por encima de los árboles, y desapareció tras ellos. Traté de anticipar el sitio donde reaparecería, pero ya no se mostró.
Advertí que yacía bocarriba, aunque no había tenido conciencia de ningún cambio en la perspectiva. Todo el tiempo creí estar de pie mirando a don Genaro.
Don Juan me ayudó a sentarme, y entonces vi que don Genaro se acercaba. Caminaba con un aire de descuido. Sonrió con recato y preguntó si me había gustado su vuelo. Traté de decir algo, pero me hallaba mudo.
Don Genaro cruzó con don Juan una extraña mirada y volvió a acuclillarse. Inclinándose, susurró en mi oído izquierdo. Lo oí decir:
– ¿Por qué no vienes a volar conmigo?
Repitió la frase cinco o seis veces. Don Juan se acercó y me susurró en el oído derecho:
– No hables. Tú nomás sigue a Genaro.
Don Genaro me hizo poner en cuclillas y susurró de nuevo. Yo lo oía con precisión cristalina. Repitió unas diez veces:
– Confía en el nagual. El nagual te va a llevar.
Entonces don Juan susurró otra frase en mi oído derecho. Dijo:
– Cambia tus sentimientos.
Yo los oía hablarme a la vez, pero también percibía sus voces por separado. Cada una de las indicaciones de don Genaro tenía que ver con el contexto general de deslizarse por el aire. Las que repetía docenas de veces parecían ser aquellas que se grababan en mi memoria. En cambio, las palabras de don Juan se referían a órdenes específicas que repitió incontables veces. El efecto del susurro doble fue por demás extraordinario. Parecía que el sonido de sus palabras individuales me partiera por la mitad. Finalmente, el abismo entre mis oídos fue tan ancho que perdí todo sentido de unidad. Había algo que sin duda era yo, pero carecía de solidez. Semejaba una niebla resplandeciente, una neblina amarillo oscuro dotada de sentimientos.
Don Juan dijo que iba a moldearme para el vuelo. Tuve entonces la sensación de que las palabras eran como unas pinzas que torcían y moldeaban mis "sentimientos".
Las palabras de don Genaro eran una invitación a seguirlo. Sentí que deseaba hacerlo, pero no podía. La disociación era tan grande que me incapacitaba. Oí entonces las mismas frases cortas interminablemente repetidas por ambos; cosas como:
– Mira qué bonita figura para volar.
– falta, salta.
– Tus piernas te subirán a la copa de los árboles.
– Los eucaliptos son puntos verdes.
– Los gusanos son luces.
Algo ha de haber cesado en mí en un momento dado; quizá la conciencia de que se me dirigía la palabra. Sentía que don Genaro se hallaba aún conmigo, pero en lo tocante a percepción sólo discernía una masa enorme de las más extraordinarias luces. A ratos el fulgor disminuía y a ratos se intensificaba. Asimismo, yo experimentaba movimiento. El efecto era el de ser jalado por un vacío que no me daba tregua. Cada vez que mi movimiento parecía disminuir y me era posible enfocar la atención en las luces, el vacío me jalaba de nuevo.
En cierto momento, entre el jalón hacia adelante Y hacia atrás, experimenté la máxima confusión. El mundo en torno mío, fuera lo que fuese, iba y venía al mismo tiempo; de allí el efecto de vacío. Yo veía dos mundos por separado; uno que se alejaba de mí Y otro que se acercaba. No me di cuenta de esto en forma ordinaria; es decir, no tomé conciencia de ello como de algo que hasta entonces no se revelaba. Más bien tuve dos percepciones que no llegaron a unificarse.
Después, mis percepciones se opacaron. O carecían de precisión, o eran demasiadas y no había modo de diferenciarlas. El siguiente grupo de percepciones discernibles fue una serie de sonidos en el extremo de una larga configuración semejante a un tubo. El tubo era yo mismo y los sonidos eran don Juan y don Genaro, que de nuevo me hablaban uno por cada oído. Conforme hablaban, el tubo se iba acortando, hasta quedar los sonidos en una gama que yo reconocía. Es decir: el sonido de las palabras de don Juan y don Genaro alcanzó mi gama normal de percepción; los sonidos se hicieron reconocibles primero como ruidos, luego como palabras gritadas, y finalmente como palabras susurradas en mis orejas.
A continuación noté objetos del mundo familiar. Al parecer me hallaba tendido bocabajo. Distinguía terrones, piedras, hojas secas. Y luego me percaté del campo de eucaliptos.
Don Juan y don Genaro estaban de pie junto a mí. Aún había luz. Sentí que debía meterme en el agua para consolidarme. Fui al río, me quité la ropa y permanecí en el agua fría el tiempo suficiente para restaurar mi equilibrio perceptual.
Don Genaro se marchó apenas llegamos a su casa. Al despedirse, me dio una palmada en el hombro. Me aparté de un salto por acción refleja. Pensaba que su contacto sería doloroso; para mi sorpresa, no fue más que un suave golpecito en el hombro.
Don Juan y don Genaro rieron como dos niños celebrando una travesura.
– No seas tan nervioso -dijo don Genaro-. El nagual no anda tras de ti todo el tiempo.
Chasqueó los labios como reprobando mi reacción excesiva, y con aire de candor y camaradería abrió los brazos. Lo abracé. Me palmeó la espalda en un gesto sumamente cálido y amistoso.
– Debes preocuparte del nagual sólo en ciertos momentos -dijo-. El resto del tiempo, tú y yo somos como cualquier otra gente de este mundo.
Se volvió a don Juan y le sonrió.
– ¿No es así, Juancho? -preguntó.
– Así es, Gerancho -repuso don Juan.
Ambos tuvieron una explosión de risa.
– Debo prevenirte -me dijo don Juan-: tienes que ejercer la vigilancia más exigente para estar seguro de cuándo un hombre es un nagual y cuándo es simplemente un hombre. Puedes morir si entras en contacto físico directo con el nagual.
Don Juan se volvió a don Genaro y con ancha sonrisa preguntó:
– ¿No es así, Gerancho?
– Pues así es, Juancho -repuso don Genaro y ambos rieron.
Su alegría infantil me conmovió en alto grado. Los sucesos del día habían sido agotadores y mi emotividad estaba a flor de piel. Una oleada de autocompasión me envolvió. Casi lloraba al repetirme una y otra vez que lo que ellos me habían hecho, fuera lo que fuese, poseía carácter de irreversible y probablemente de perjudicial. Don Juan parecía leer mis pensamientos; meneó la cabeza en un gesto de incredulidad.
Chasqueó la lengua. Hice un esfuerzo por detener mi diálogo interno, y la autocompasión desapareció.
– Genaro es muy cariñoso -comentó don Juan cuando don Genaro se fue-. El designio del poder fue que hallaras un benefactor gentil.
No supe qué decir. La idea de que don Genaro era mi benefactor me intrigaba sobremanera. Quise que don Juan me dijera más al respecto. Él no parecía tener ganas de hablar. Miró el cielo y la cima de la oscura silueta de unos árboles al lado de la casa. Tomó asiento con la espalda contra un grueso palo ahorquillado, plantado casi frente a la puerta, y me indicó sentarme junto a él, a su izquierda.
Así lo hice. Tomándome del brazo me jaló más cerca, hasta que nuestros cuerpos se tocaron. Dijo que esa hora de la noche era peligrosa para mí, sobré todo en aquella ocasión. Con voz muy tranquila me dio una serie de instrucciones: no nos moveríamos del sitio hasta que él lo creyera conveniente; seguiríamos hablando, en tono sosegado, sin interrupciones largas; yo debía respirar y parpadear como si me hallara frente al nagual.
– ¿Está por aquí el nagual? -pregunté.
– Desde luego -dijo, y rió por lo bajo.
Prácticamente me acurruqué contra don Juan. Él empezó a hablar y solicitó de mí cualquier tipo de preguntas. Incluso me dio mi libreta y mi lápiz, como si yo pudiera escribir en la oscuridad. Afirmó que yo necesitaba estar lo más tranquilo y normal que fuese posible, y no había mejor modo de fortificar mi tonal que el de tomar notas. Planteó el asunto en un nivel conminatorio; dijo que si anotar era mi predilección, debía ser capaz de hacerlo aun entre tinieblas. Había en su voz un tono de reto cuando me dijo que yo podía convertir la anotación en una tarea de guerrero, en cuyo caso la oscuridad no sería ningún obstáculo.
De algún modo debe de haberme convencido, pues logré garrapatear partes de nuestra conversación. El tema principal fue don Genaro como benefactor mío. Yo tenía curiosidad de saber cuándo se había vuelto tal, y don Juan me instó a recordar un supuesto suceso extraordinario que tuvo lugar el día en que conocí a don Genaro, y que sirvió de señal propicia. No pude recordar nada por el estilo. Empecé a recontar la experiencia; hasta donde recordaba, fue un encuentro de lo más común y casual, ocurrido en la primavera del año 1968. Don Juan me detuvo.
– Si eres tan tonto que no te acuerdas -dijo-, más vale dejarlo así. Un guerrero sigue los dictados del poder. Lo recordarás cuando se haga necesario:
Don Juan dijo que tener benefactor era un asunto muy difícil. Citó como ejemplo el caso de su aprendiz Eligio, que llevaba muchos años con él. Dijo que Eligio no había podido encontrar benefactor. Le pregunté si a la larga lo hallaría; repuso que no había modo de predecir los caprichos del poder. Me recordó que una vez, años atrás, habíamos encontrado un grupo de indios jóvenes explorando el desierto en el norte de México. Dijo que había "visto" en aquella ocasión que ninguno de ellos tenía benefactor, y que el entorno general y el ánimo del momento eran propicios para que él les diera una ayuda mostrándoles el nagual. Hablaba de una noche en que cuatro jóvenes presenciaron, sentados junto al fuego, lo que yo consideré un truco espectacular, en el cual don Juan pareció manifestarse en diferente forma ante cada uno de nosotros.
– Esos muchachos ya sabían bastante -dijo-. Tú eras el único novato entre ellos.
– ¿Qué les ocurrió después? -pregunté.
– Algunos hallaron benefactor -fue la respuesta.
Don Juan dijo que el deber del benefactor era entregar a su pupilo al poder, y que el benefactor impartía al neófito su toque personal, tanto como el maestro o más todavía.
Durante una corta pausa en la plática, oí un extraño ruido rasposo en la parte trasera de la casa. Don Juan me retuvo; yo casi me había levantado como reacción. Antes del ruido, nuestra conversación había sido para mí una cosa común y corriente. Pero cuando ocurrió la pausa, y hubo un momento de silencio, el extraño ruido se metió por él. En ese instante tuve la certeza de que nuestra conversación era un suceso extraordinario. Sentí que el sonido de las palabras de don Juan y las mías, era como una capa quebradiza, y que el ruido había estado al acecho, en espera de una oportunidad para irrumpir.
Don Juan me ordenó seguir sentado sin prestar atención al entorno. El sonido rasposo evocaba a un topo cavando en suelo duro y seco. En el momento en que pensé en el símil, tuve asimismo la imagen visual de un roedor como el que don Juan me había enseñado en la palma de su mano. Era como si me estuviese durmiendo y mis pensamientos se hicieran visiones o sueños.
Inicié el ejercicio de respiración y sostuve mi estómago con las manos entrelazadas. Don Juan seguía hablando, pero yo no lo escuchaba. Mi atención se hallaba en el suave crujir de una cosa serpentina al deslizarse sobre pequeñas hojas secas. Tuve un momento de pánico y repulsión física ante la idea de que una serpiente me pasara encima. Involuntariamente metí los pies bajo las piernas de don Juan mientras respiraba y parpadeaba frenéticamente.
Oí el ruido tan cerca que parecía estar a menos de un metro. Mi pánico aumentó. Don Juan dijo calmadamente que la única manera de repeler al nagual era permanecer inalterable. Me ordenó estirar las piernas y no enfocar la atención en el ruido. Imperioso, exigió que escribiera c preguntara, e hiciera un esfuerzo por no sucumbir.
Tras una gran pugna le pregunté si era don Genaro quien hacía el ruido. Dijo que era el nagual y que no los confundiese; Genaro era el nombre del tonal. Añadió otra cosa, pero no pude entenderle. Algo describía círculos en torno a la casa y yo no podía concentrarme en la conversación. Me ordenó hacer un esfuerzo supremo. En determinado momento me hallé balbuciendo inanidades. Tuve una sacudida de miedo y entré en un estado de gran lucidez. Don Juan me dijo entonces que podía escuchar. Pero no había sonido alguno.
– El nagual ya se fue -dijo don Juan, y levantándose entró en la casa.
Encendió una linterna de kerosén y preparó comida. La consumimos en silencio. Le pregunté si el nagual volvería.
– No -dijo con expresión seria-. Nada más te estaba probando. A esta hora, justo después del crepúsculo, siempre deberías de ocuparte en algo. Cualquier cosa es buena. Se trata sólo de un periodo corto, acaso una hora, pero en tu caso, una hora mortal.
"Esta noche, el nagual quiso hacerte perder el paso, pero fuiste lo bastante fuerte para rechazar su asalto. Una vez sucumbiste y tuve que echarte agua en todo el cuerpo; ahora lo hiciste mejor."
Observé que la palabra "asalto" daba a lo ocurrido un aire de peligro.
– ¿Un aire de peligro? Bonita manera de decirlo -repuso-. No estoy tratando de asustarte. Las acciones del nagual son mortales. Ya te lo he dicho, y no es que Genaro trate de hacerte daño; al contrario, su preocupación por ti es impecable, pero si no tienes el poder suficiente para detener la embestida del nagual, te mueres, pese a mi ayuda o a la preocupación de Genaro.
Cuando terminamos de comer, don Juan tomó asiento junto a mí y por encima de mi hombro miró las notas. Comenté que probablemente tardaría años en ordenar todo lo que me había pasado ese día. Me habían inundado percepciones que ni siquiera tenía la esperanza de entender.
– Si no entiendes, estás pero muy bien -dijo él-. Cuando entiendes es cuando te va mal. Eso es desde el punto de vista de un brujo, por supuesto. Desde el punto de vista de un hombre común, si no entiendes te vas a pique. En tu caso, yo diría que un hombre común creería que estás disociado, o que empiezas a disociarte.
Reí ante su elección de términos. Supe que me devolvía el concepto de disociación; yo se lo había mencionado alguna vez antes en conexión con mis temores. Le aseguré que en esta ocasión no iba a preguntar nada acerca de lo que había atravesado.
– Nunca te he prohibido hablar -dijo él-. Podemos hablar del nagual todo lo que se te dé la regalada gana, siempre y cuando no trates de explicarlo. Si recuerdas correctamente, dije que el nagual es sólo para presenciarse. Conque podemos hablar de lo que presenciamos y de cómo lo presenciamos. Pero tú quieres abordar la explicación de cómo es todo aquello posible, y eso es una abominación. Quieres explicar el nagual con el tonal. Eso es una estupidez, especialmente en tu caso, puesto que tú ya no puedes esconderte en -tu ignorancia. Tú sabes muy bien que nosotros tenemos sentido al hablar sólo porque permanecemos dentro de ciertas fronteras, y esas fronteras no se aplican al nagual.
Intenté aclarar el asunto. No era solamente que yo quisiese explicarlo todo desde un punto de vista racional; mi tendencia a explicar brotaba de la necesidad de mantener el orden a través de los tremendos asaltos de percepciones y estímulos caóticos que había sufrido.
El comentario de don Juan fue que yo trataba de defender un argumento en el que no creía.
– Sabes muy bien que te estás entregando -dijo-. Mantener el orden significa ser un tonal perfecto, y ser un tonal perfecto significa darse cuenta de todo cuanto ocurre en la isla del tonal. Pero tú no estás haciendo eso. Conque tu argumento de mantener el orden carece de verdad. Lo usas sólo para ganar una discusión.
No supe qué decir. Don Juan me consoló, más o menos, diciendo que se requería una pugna titánica para limpiar la isla del tonal. Luego me pidió relatar cuanto había percibido en mi segunda sesión con el nagual. Después de escucharme, señaló que lo que v; como un cocodrilo peludo era el epítome del sentido humorístico de don Genaro.
– Qué lástima que todavía seas tan pesado -dijo-. Siempre te atoras en el desconcierto y pierdes de vista el verdadero arte de Genaro.
– ¿Advirtió usted su apariencia, don Juan?
– No. La función era nada más para ti.
– ¿Qué vio usted?
– Todo lo que pude ver hoy fue el movimiento del nagual, deslizándose entre los árboles y girando en torno nuestro. Cualquiera que vea puede presenciar eso.
– ¿Y alguien que no ve?
– No presenciaría nada; sólo, quizá, los árboles agitados por un ventarrón. Nosotros siempre interpretamos cualquier expresión desconocida del nagual como algo que conocemos; en este caso el nagual podría interpretarse como una brisa que sacude las hojas, o aún como una luz extraña, como una luciérnaga de gran tamaño. Si un hombre que no ve se halla presionado, dirá que creyó ver algo pero no pudo recordar qué. Esto es muy natural. Él estaría diciendo la verdad. Después de todo, sus ojos no habrían juzgado nada extraordinario; siendo los ojos del tonal, tienen que limitarse al mundo del tonal, y en ese mundo no hay nada asombrosamente nuevo, nada que los ojos no puedan captar y el tonal no pueda explicar.
La pregunté por las insólitas percepciones que me produjeron al susurrar en mis oídos.
– Ésa fue la mejor parte de todo lo ocurrido -dijo-. Podríamos prescindir de los demás, pero ése fue el punto final del día. La regla pide que el benefactor y el maestro hagan ese arreglo final. El más difícil de todos los actos. Tanto el maestro como el benefactor deben ser guerreros impecables antes de intentar siquiera la hazaña de partir a un hombre. Tú no sabes eso, porque todavía está más allá de tu dominio, pero el poder ha sido otra vez benévolo contigo. Genaro es el guerrero más impecable que existe.
– ¿Por qué es el partir a un hombre tan grande hazaña?
– Porque es peligrosa. Podrías haber muerto como un bicho. O, peor todavía, podríamos no haber logrado juntarte de nuevo y te habrías perdido en ese extraño plano de sentimientos.
– ¿Por qué era necesario que ustedes me hicieran eso, don Juan?
– Hay un cierto momento en que el nagual debe susurrar en el oído del aprendiz y partirlo.
– ¿Qué significa eso, don Juan?
– Para ser un tonal común y corriente, un hombre debe tener unidad. Todo su ser debe pertenecer a la isla del tonal. Sin esa unidad el hombre se saldría de quicio; un brujo, sin embargo, debe romper esa unidad, pero sin poner en peligro su ser. La meta de un brujo es durar; es decir, no corre riegos innecesarios, por ello pasa años barriendo su isla hasta el momento en que puede, por así decirlo, escaparse de ella. Partir a un hombre en dos es la puerta para esa fugó.
"El partirte en dos, lo cual ha sido la cosa más peligrosa que has atravesado, fue sencillo y fácil. El nagual te guió con maestría. Créeme, sólo un guerrero impecable puede hacer eso. Me sentí muy bien por ti."
Don Juan me puso una mano en el hombro y experimenté un enorme impulso de llorar.
– Ya estamos llegando al punto en que usted no volverá a verme, ¿verdad? -pregunté.
Riendo, meneó la cabeza.
– Te entregas a tu vicio como un hijo de la… -dijo-. Pero todos lo hacemos. De diferentes modos, eso es todo. A veces yo también me entrego. Mi modo es sentir que te he consentido y debilitado. Sé que Genaro siente lo mismo con respecto a Pablito. Lo consiente como a un niño. Pero así lo dispuso el poder. Genaro da a Pablito todo lo que es capaz de dar, y uno no puede desear que hiciera otra cosa. Uno no puede criticar a un guerrero por hacer cuanto impecablemente puede.
Calló un rato. Yo estaba demasiado nervioso pasa guardar silencio.
– ¿Qué cree usted que me pasaba cuando me sentía chupado por un vacío? -pregunté.
– Te deslizabas -dijo como si tal cosa.
– ¿Por el aire?
– No. Para el nagual no hay tierra, ni aire, ni agua. En este momento, tú mismo puedes estar de acuerdo con esto. Des veces estuviste en ese limbo y sólo estabas a las puertas del nagual. Me has dicho que todo cuanto encontraste era insólito. Así pues el nagual se desliza, o vuela, o hace lo que haga, en la hora del nagual, que nada tiene que ver con la hora del tonal. Las dos cosas no casan.
Mientras don Juan hablaba, sentí un temblor en el cuerpo. Mi quijada descendió y mi boca se abrió involuntariamente. Mis oídos se destaparon y pude escuchar un zumbido o vibración apenas perceptible. Al describir mis sensaciones a don Juan, noté que mis palabras sonaban como si alguien más las pronunciase. Era una sensación compleja, equivalente a oír lo que aún no decía.
Mi oído izquierdo era una fuente de percepciones extraordinaria. Sentí que era más potente y exacto que mi oído derecho. Tenía algo que no había tenido antes. Cuando me volví a encarar a don Juan, que estaba a mi derecha, advertí, en torno a ese oído, un campo de clara percepción auditiva. Era un espacio físico, un campo dentro del cual los sonidos adquirían una fidelidad increíble. Volviendo la cabeza, yo podía barrer el entorno con mi oído.
– El susurro del nagual te hizo eso -dijo don Juan cuando describí mi experiencia sensorial-. Vendrá a ratos y luego se perderá. No le tengas miedo a esto, ni tampoco a ninguna sensación desacostumbrada que tengas de aquí en adelante. Pero sobre todo, no te des a tu vicio ni te obsesiones con esas sensaciones. Sé que tendrás éxito. El momento que escogimos para partirte fue correcto. El poder dispuso todo eso. Ahora lo demás depende de ti. Si tienes poder suficiente, soportarás el gran choque de la partición. Pero si eres incapaz de soportarlo, perecerás. Empezarás a marchitarte, a perder peso; te volverás pálido, distraído, irritable, callado.
– Quizá -dije- si usted me hubiera dicho hace años lo que usted y don Genaro hacían, yo tendría bastante…
Alzó la mano y me impidió terminar.
– Lo que dices no tiene sentido -dijo-. Una vez me dijiste que, de no ser por el hecho de que eres terco y dado a explicaciones racionales, ya serías un brujo hoy en día. Pero ser brujo significa, en tu caso, que debes superar la terquedad y la necesidad de explicaciones racionales, que obstruyen tu camino. Más aún: esas limitaciones son tu camino al poder. No puedes decir que el poder fluiría hacia ti si tu vida fuera diferente.
"Genaro y yo tenemos que actuar igual que tú; dentro de ciertos límites. El poder dispone esos límites y un guerrero es, digamos, un prisionero del poder; un prisionero que puede hacer una decisión: la decisión de actuar como un guerrero impecable, o actuar como un asno. A fin de cuentas, quizás el guerrero no sea un prisionero sino un esclavo del poder, porque la decisión ya no es una decisión para él. Genaro no puede actuar en ninguna otra forma más que impecablemente. Actuar como un asno lo agota ría y lo llevaría a la tumba.
"La razón por la que tienes miedo de Genaro, es porque él debe usar la avenida del susto para encoger tu tonal. Tu cuerpo sabe eso, aunque tal vez tu razón lo ignore, y por esto tu cuerpo quiere salir corriendo cada vez que Genaro anda cerca."
Mencioné que tenía curiosidad por saber si don Genaro se proponía deliberadamente asustarme. Don Juan dijo que el nagual hacía cosas extrañas, cosas que no podían preverse. Puso como ejemplo lo que había ocurrido entre nosotros esa mañana, cuando él me impidió voltear a la izquierda para mirar a don Genaro en el árbol. Dijo que se dio cuenta de lo que su nagual había hecho, aunque no tenía manera de saberlo por adelantado. Su explicación del asunto fue que mi súbito movimiento hacia la izquierda era un paso en dirección de mi muerte, un acto suicida que mi tonal realizaba a propósito. Ese movimiento agitó el nagual de don Juan, con el resultado de que una parte suya cayó encima de mí.
Hice un gesto involuntario de perplejidad.
– Tu razón te está diciendo otra vez que eres inmortal -dijo.
– ¿Qué quiere usted decir con eso, don Juan?
– Un ser inmortal tiene todo el tiempo del mundo para dudas y desconciertos y temores. Un guerrero, en cambio, no puede aferrarse a los significados que se hacen bajo las órdenes del tonal, porque el guerrero sabe con certeza que la totalidad de sí mismo tiene sólo un poquito de tiempo sobre esta tierra.
Quise presentar un argumento serio. Mis temores, mis dudas, mi desconcierto, no se daban en un nivel consciente y, por mucho que intentara controlarlos, me sentía desamparado cada vez que me enfrentaba con don Juan y don Genaro.
– Un guerrero no puede sentirse desamparado -dijo él-. Ni desconcertado ni asustado, bajo ninguna circunstancia. Para un guerrero, sólo hay tiempo para su impecabilidad; todo lo demás agota su poder, la impecabilidad lo renueva.
– Volvamos a mi vieja pregunta, don Juan. ¿Qué es la impecabilidad?
– Sí, volvemos a tu vieja pregunta y por supuesto volvemos a mi vieja respuesta: "La impecabilidad es hacer lo mejor que puedas en lo que fuese."
– Pero, don Juan, yo me refiero a que siempre tengo la impresión de estar haciendo lo mejor que puedo, cuando por lo visto no lo hago.
– No es tan complicado como lo haces parecer. La clave de todos estos asuntos de impecabilidad es el sentido de tener o no tener tiempo. Por regla general, cuando te sientes y actúas como un ser inmortal que tiene todo el tiempo del mundo, no eres impecable; en esos momentos debes volverte, mirar alrededor tuyo, y entonces te darás cuenta de que tu sentimiento de tener tiempo es una idiotez. ¡No hay sobrevivientes en esta tierra!
Don Juan y yo pasamos todo el día en las montañas. Salimos al amanecer. Me llevó a cuatro sitios de poder, y en cada uno de ellos me dio instrucciones específicas sobre cómo proceder al cumplimiento de la tarea particular que años antes me había bosquejado como situación de por vida. Regresamos al atardecer. Después de comer, don Juan dejó la casa de don Genaro. Me dijo que esperara a Pablito, el cual llevaría combustible para la lámpara, y que hablara con él.
Me puse a trabajar en mis notas y, absorto, no oí llegar a Pablito sino hasta tenerlo a mi lado. Él comentó que había estado practicando el "paso de poder", y que debido a eso yo no hubiera podido oírlo de ningún modo, á menos que fuera capaz de "ver".
Pablito siempre me había simpatizado. Sin embargo, aunque éramos buenos amigos, las oportunidades de charlar a solas con él habían sido escasas. Pablito me parecía una persona sumamente encantadora. Su nombre, por supuesto, era Pablo, pero el diminutivo le sentaba mejor. Era pequeño de huesos, pero duro. Como don Genaro, era magro de carnes, insospechadamente musculoso y fuerte. Andaría quizá pisando los treinta años, pero parecía tener dieciocho. Era moreno y de estatura media. Tenía ojos cafés, claros y brillantes, y -de nuevo como don Genaro- una sonrisa cautivante, con cierto toque de malicia.
Le pregunté por su amigo Néstor, el otro aprendiz de don Genaro. Anteriormente siempre los había visto juntos, y me daban la impresión de tener una excelente relación mutua; sin embargo, eran opuestos en apariencia física y en carácter. Mientras Pablito era jovial y franco, Néstor era sombrío y reservado. También era más alto, más pesado, más moreno y mucho mayor.
Pablito dijo que Néstor se había involucrado finalmente en su trabajo con don Genaro, y que se había vuelto una persona totalmente distinta desde la última vez que lo vi. No quiso detallar el trabajo de Néstor ni su cambio de personalidad, y cambió abruptamente el tema.
– Entiendo que el nagual te anda pisando los talones -dijo.
Me sorprendió que lo supiera y le pregunté cómo lo averiguó.
– Genaro me cuenta todo -repuso.
Noté que no hablaba de don Genaro con el formalismo que yo usaba. Simplemente le decía Genaro, en tono familiar. Dijo que don Genaro era como su hermano, y que entre ambos existía una confianza de verdaderos parientes. Profesó abiertamente su gran cariño por don Genaro. Su sencillez y su candor me conmovieron en lo profundo. Hablándome, me di cuenta de la gran semejanza de temperamento entre don Juan y yo; debido a ella, nuestra relación era formal y estricta en comparación con la de don Genaro y Pablito.
Pregunté a Pablito por qué tenía miedo de don Juan. Hubo un titubeo en su mirada. Era como si la sola idea de don Juan lo hiciera retraerse. No respondió. Parecía evaluarme en alguna forma misteriosa.
– ¿A poco tú no le tienes miedo? -preguntó.
Le dije que tenía miedo de don Genaro, y rió como si hubiera esperado oír todo menos eso. Dijo que la diferencia entre don Juan y don Genaro era como la diferencia entre el día y la noche. Don Genaro era el día; don Juan era la noche y, como tal, el ser más atemorizante del mundo. De la descripción de su temor hacia don Juan, Pablito pasó a comentar su propia condición como aprendiz.
– Estoy que me lleva la chingada -dijo-. Si vieras lo que hay en mi casa, te darías cuenta de que sé demasiado para ser un hombre común, pero si me vieras con el nagual, te darías cuenta de que no sé lo suficiente.
Rápidamente cambió el tema y rió de que yo tomara notas. Dijo que don Genaro los había divertido horas enteras imitándome. Añadió que don Genaro me quería mucho, con todo y mis rarezas, y que se declaraba encantado de que yo fuera su "protegido".
Era la primera vez que yo escuchaba ese término. Guardaba coherencia con otro que don Juan introdujo en el comienzo de nuestra asociación. Me había dicho que yo era su "escogido".
Pregunté a Pablito por sus encuentros con el nagual y me contó el primero de ellos. Dijo que cierta vez don Juan le dio una canasta, que él consideró un regalo de buena voluntad. La puso en un gancho sobre la puerta de su cuarto, y como en ese momento no podía hallarle ningún uso, la olvidó todo el día. Pensaba, dijo, que la canasta era un regalo de poder y debía utilizarse para algo muy especial.
Al anochecer -ésa era, también para él, la hora mortífera-, Pablito fue a su cuarto por su chamarra. Estaba solo en la casa y se disponía a ir de visita. La habitación se hallaba a oscuras. Tomó la chamarra y, cuando estaba por llegar a la puerta, la canasta cayó frente a él y rodó cerca de sus pies. Pablito rió de su propio sobresalto al ver que sólo había sido la canasta, caída del gancho. Se inclinó para recogerla y se llevó el susto de su vida. La canasta saltó fuera de su alcance y empezó a sacudirse y a rechinar, como si alguien la aplastara y la torciera. Pablito dijo que de la cocina entraba luz suficiente para discernir con claridad cuanto había en el cuarto. Por un momento se quedó mirando la canasta, aunque sentía que no debía Hacerlo. La canasta empezó a convulsionarse en medio de una ardua respiración, pesada y rasposa. Al narrar su experiencia, Pablito aseveró que vio y oyó respirar a la canasta; que estaba viva y lo persiguió por el aposento, cortándole la salida. Dijo que luego la canasta empezó a hincharse; las tiras de carrizo se destramaron para formar una pelota gigantesca, como un amaranto seco que rodara hacia él. Cayó de espaldas en el piso y la bola empezó a reptar por sus pies. Pablito dijo que para entonces se hallaba fuera de quicio y gritaba como histérico. La bola lo tenía atrapado y se movía sobre sus piernas como alfileres que lo atravesaran. Trató de apartarla y entonces vio que la bola era el rostro de don Juan, con la boca abierta para devorarlo. Incapaz de soportar más tiempo el terror, perdió el conocimiento.
En forma muy franca y abierta, Pablito me relató una serie de encuentros aterradores que él y otros miembros de su familia habían tenido con el nagual. Pasamos horas hablando. El brete en el cual se hallaba parecía ser muy similar al mío, pero Pablito poseía sin duda mayor sensibilidad para conducirse dentro del marco de referencia proporcionado por la brujería.
En determinado momento se levantó y dijo que sentía venir a don Juan y no deseaba que lo hallara allí. Se marchó con rapidez increíble. Fue como si algo lo jalara sacándolo del cuarto. Me dejó con el adiós en la boca.
Don Juan y don Genaro no tardaron en volver. Reían.
– Pablito corría por el camino como alma que lleva el diablo -dijo don Juan-. ¿Pero qué tendrá?
– Yo creo que se asustó de ver a Carlitos gastarse los dedos hasta el hueso -dijo don Genaro, burlándose de mi escritura.
Se me acercó.
– ¡Oye! Tengo una idea -dijo, casi en un susurro-. Ya que tanto te gusta escribir, ¿por qué no aprendes a escribir sin lápiz, con el puro dedo? Eso sería lo mejor.
Don Juan y don Genaro tomaron asiento junto a mí y especularon, entre risas, sobre la posibilidad de escribir con el dedo. Don Juan, en tono serio, hizo un comentario extraño. Dijo:
– No hay duda de que podría escribir con el dedo, ¿pero sería capaz de leerlo?
Don Genaro se dobló de risa y repuso:
– Estoy seguro de que puede leer cualquier cosa.
Luego empezó a narrar una historia muy desconcertante acerca de un patán campesino que se convirtió en funcionario de importancia durante una época de trastornos políticos. Don Genaro dijo que el héroe de su cuento fue nombrado ministro, o gobernador, quizás incluso presidente, porque no había modo de saber lo que la gente haría en su locura. A causa de este nombramiento, llegó a creer que en verdad era importante y aprendió a actuar en consecuencia.
Don Genaro hizo una pausa y me examinó con el aire de un cómico sobreactuado. Me guiñó los ojos y movió las cejas de arriba a abajo. Dijo que el héroe de la historia era muy bueno en las apariciones públicas y podía improvisar discursos sin la menor dificultad, pero su posición requería que leyera sus discursos y el hombre era analfabeto. De modo que usó el ingenio para salvar las apariencias. Tenía una hoja de papel con algo escrito, y la blandía cada vez que pronunciaba un discurso. Así, su eficiencia y sus otras cualidades eran innegables para todos los campesinos. Pero cierto día, un fuereño con alguna preparación llegó por allí y advirtió que, al leer su discurso, el héroe sostenía la hoja al revés. Se echó a reír y señaló el engaño a todo el mundo.
Don Genaro hizo una nueva pausa; me miró, achicando los ojos, y preguntó:
– ¿Crees que el héroe quedó atrapado? Ni modo. Miró a la gente con toda calma y dijo: "¿Al revés? Eso no le hace al que sabe leer." Y los campesinos estuvieron de acuerdo.
Don Juan y don Genaro estallaron en carcajadas. Don Genaro me dio suaves palmadas en la espalda. Era como si yo fuese el héroe del cuento. Me sentí apenado y reí con nerviosismo. Pensé que acaso la historia tenía algún sentido oculto, pero no me atreví a preguntar.
Don Juan se acercó más a mí. Inclinándose, susurró en mi oído derecho:
– ¿No te parece chistoso?
Don Genaro se inclinó también hacia mí y susurró en mi oído izquierdo:
– ¿Qué cosa dijo?
Tuve una reacción automática a ambas preguntas y realicé una síntesis involuntaria.
– Sí. Me parece que preguntó ¿es chistoso? -dije.
Obviamente advertían el efecto de sus maniobras; ambos rieron hasta derramar lágrimas. Como de costumbre, don Genaro exageraba más que don Juan; se tiró de espaldas y se puso a rodar a unos metros de mí. Echado bocabajo, extendió brazos y piernas y giró como un rehilete. Dio de vueltas hasta que llegó junto a mí y su pie tocó el mío. Abruptamente se sentó y sonrió con mansedumbre.
Don Juan se agarraba los costados. Reía muy duro y al parecer le dolía el estómago.
Tras un rato, ambos volvieron a hablarme al oído. Traté de memorizar la secuencia de sus frases, pero tras un esfuerzo fútil, desistí. Eran demasiadas.
Me susurraron en los oídos hasta que nuevamente tuve la sensación de haberme partido por la mitad. Como el día anterior, me convertí en una niebla, en un resplandor amarillo que percibía todo en forma directa. Es decir, yo "conocía" las cosas. No había pensamientos; sólo había certezas. Y al entrar en contacto con una sensación suave, esponjosa, elástica, exterior a mí y sin embargo parte mía, "supe" que era un árbol. Lo percibí por su olor. No olía como ningún árbol específico que yo recordara, pero algo en mí "sabía" que ese olor peculiar era la "esencia" del árbol. Yo no tenía solamente la sensación de saber, ni razonaba mi conocimiento, ni barajaba datos. Simplemente sabía que había algo en contacto conmigo, en todo mi derredor; un aroma tibio, amable, apremiante, emanado de algo que no era sólido ni líquido sino un indefinido algo más, que yo "sabía" que era un árbol. Sentí que al "saber" en esa forma calaba yo su esencia. No me repelía. Más bien me invitaba a fundirme con él. Me abarcaba o yo lo abarcaba. Había entre nosotros un lazo que no era exquisito ni desagradable.
La siguiente sensación que pude recordar con claridad fue una oleada de maravilla y regocijo. Todo mi ser vibraba. Era como si me atravesaran cargas de electricidad. No dolían. Eran agradables, pero en forma tan indeterminada que no había modo de categorizarlas. Supe, sin embargo, que aquello con lo que me hallaba en contacto era el suelo. Cierta parte de mi ser reconocía con certeza y concisión que se trataba del suelo. Pero en el instante en que traté de discernir la infinitud de percepciones directas que experimentaba, perdí toda capacidad de diferenciarlas.
Luego, de pronto, era de nuevo yo mismo. Pensaba. La transición fue tan abrupta que creí haber despertado. Pero algo había en el modo que me sentía, que no era del todo mío. Supe que, en verdad, algo faltaba, antes de abrir por entero los ojos. Miré en torno. Me hallaba aún en un sueño, o en alguna visión. Sin embargo, mis procesos mentales no sólo funcionaban intactos, sino con extraordinaria claridad. Realicé una rápida evaluación. No me cabía duda de que don Juan y don Genaro habían inducido mi estado onírico para algún propósito específico. Parecía hallarme a punto de entender cuál era ese propósito, cuando algo ajeno a mí me forzó a prestar atención al entorno. Tardé un largo momento en orientarme.
Yacía bocabajo, y aquello sobre lo cual yacía era un piso de lo más espectacular. Examinándolo, no pude evitar un sentimiento de pavor y maravilla. No concebía de qué pudiera estar hecho. Losas irregulares de alguna sustancia desconocida habían sido colocadas en forma intrincada y, a la vez, sencilla. Las habían puesto juntas, pero no estaban pegadas al suelo ni entre sí. Eran elásticas y cedían cuando yo intentaba apartarlas con los dedos, pero libres de presión volvían en el acto a su posición original.
Quise incorporarme y me vi poseído por una grotesca distorsión sensorial. Carecía de control sobre mi cuerpo; de hecho, no parecía pertenecerme. Se hallaba inerte; yo no tenía conexión con ninguna de sus partes y cuando traté de levantarme no pude mover los brazos y, balanceándome inerme sobre mi estómago, rodé hasta quedar de costado. El impulso del balanceo casi me hizo dar la vuelta completa y quedar bocabajo de nuevo. Mis brazos y piernas, extendidos, lo impidieron, y quedé tendido de espaldas. En esa posición pude percibir dos piernas de forma extraña, y los pies más distorsionados que jamás había visto. ¡Era mi cuerpo! Parecía estar envuelto en una túnica. La idea que me vino a la mente fue que experimentaba una escena en la que yo era un paralítico o un inválido de alguna índole. Intenté curvar la espalda y mirarme las piernas pero sólo pude mover a tirones el cuerpo. Miraba directamente un cielo amarillo, un cielo profundo y vívido, amarillo limón. Tenía surcos o canales de un tono amarillo más oscuro, y un número interminable de protuberancias que colgaban como gotas de agua. El efecto total de ese cielo increíble era apabullante. No pude determinar si las protuberancias eran nubes. También había áreas de sombras y áreas de diferentes tonos de amarillo, que descubrí al mover la cabeza de lado a lado.
Entonces algo más atrajo mi atención: un sol en el cenit mismo del cielo amarillo, directamente sobre mi cabeza, un sol tibio -a juzgar por el hecho de que podía mirarlo de frente- que despedía una luz blancuzca, apacible y uniforme.
Antes de que pudiese ponderar todas estas visiones ultraterrenas, me vi sacudido con violencia; mi cabeza oscilaba hacia adelante y hacia atrás. Sentí que me alzaban. Oí una voz aguda, riente, y enfrenté un espectáculo asombroso: una gigantesca mujer descalza. Su rostro era redondo y enorme. Su cabello negro estaba cortado al estilo paje. Sus brazos y piernas eran descomunales. Me levantó y me llevó hasta sus hombros como si fuera yo un muñeco. Mi cuerpo colgaba fláccido. Miré desde arriba su vigorosa espalda. Tenía un fino vello en torno de los hombros y sobre la espina dorsal. Desde su hombro, vi de nuevo el piso magnifico. Lo oía ceder elásticamente bajo el gran peso de la mujer, y veía las huellas que la presión de sus pies dejaba en él.
Me colocó bocabajo frente a una estructura, una especie de edificio. Noté entonces que algo fallaba en mi percepción de profundidad. No podía, mirando el edificio, calcular su tamaño. Por momentos parecía ridículamente pequeño, pero cuando, al parecer, ajusté mi percepción, sus proporciones monumentales me maravillaron.
La muchacha gigante se sentó junto a mí haciendo rechinar el piso. Yo tocaba su enorme rodilla. Olía a dulce o a fresas. Me habló y yo entendí todo lo que dijo; señalando la estructura, decía que yo iba a vivir allí.
Mi habilidad de observador parecía aumentar conforme yo superaba el choque inicial de encontrarme allí. Noté que el edificio tenía cuatro exquisitas columnas no funcionales. No soportaban nada; estaban encima del edificio. Su forma era la sencillez misma; eran proyecciones largas y gráciles que parecían tenderse hacia aquel impresionante cielo de increíble amarillo. El efecto de esas columnas invertidas era para mí la belleza pura. Tuve un ataque de éxtasis estético.
Las columnas parecían hechas de una pieza; yo no podía siquiera concebir tal factura. Las dos de enfrente estaban unidas por una delgada viga, una vara monumentalmente larga que, pensé, podía ser un barandal de algún tipo, o un pórtico sobre la fachada.
La muchacha gigante me deslizó bocarriba al interior de la estructura. El techo era negro y plano, lleno de agujeros simétricos que dejaban pasar el resplandor amarillento del sol, creando intrincados diseños. Me sobrecogió la absoluta y sencilla belleza lograda por esos puntos de cielo amarillo que se mostraban a través de aquellos precisos agujeros en el techo, y los dibujos de sombras creados sobre el piso intrincado y magnífico. La estructura era cuadrada, Y más allá de su punzante belleza, incomprensible para mí.
Mi exaltación era en ese momento tan intensa que quise llorar, o quedarme allí para siempre. Pero alguna fuerza o tensión, o algo indefinible, empezó a jalarme. De pronto me hallé fuera de la estructura; aún yacía bocarriba. La muchacha gigante seguía allí, pero con ella había otro ser, una mujer tan grande que casi llegaba al cielo y eclipsaba el sol. Comparada con ella, la muchacha era sólo una niñita. La mujer estaba enojada; asió la estructura por una de sus columnas, la alzó, la volteó al revés y la puso en el suelo. ¡Era una silla!
Esa realización fue como un catalizador; dio rienda suelta a percepciones avasalladoras. Atravesé una serie de imágenes que, pese a su inconexión, podían ordenarse en una secuencia. En destellos sucesivos vi o supe que el suelo magnífico e incomprensible era una estera de paja; el cielo amarillo, era el techo estucado de una habitación; el gol, un foco eléctrico; la estructura que tanto me extasió, una silla puesta de cabeza por una niña que jugaba a la casita.
Tuve aún otra visión coherente y secuencial de una misteriosa estructura arquitectónica de proporciones monumentales. Se erguía aislada. Casi parecía la concha puntiaguda de un caracol parado de cabeza. Las paredes constaban de placas cóncavas y convexas de algún extraño material violeta; cada placa tenía surcos que parecían más funcionales que ornamentales.
Examiné la estructura meticulosa y detalladamente, y hallé que, como la anterior, era incomprensible por completo. Esperaba ajustar de pronto mi percepción para captar la "verdadera" naturaleza de la estructura. Pero no ocurrió nada por el estilo. Experimenté luego un conglomerado de "tomas de conciencia" o "hallazgos", ajenos e inextricables, acerca del edificio y su función; no tenían sentido, pues yo carecía de un marco de referencia donde colocarlos.
De un momento a otro recobré mi conciencia normal. Don Juan y don Genaro estaban junto a mí. Me hallaba cansado. Buqué mi reloj; había desaparecido. Don Juan -y don Genaro soltaron risitas unísonas.
Don Juan dijo que no me preocupara por el tiempo y que me concentrara en seguir ciertas recomendaciones que don Genaro me había hecho.
Miré a don Genaro y él hizo un chiste. La recomendación más importante, dijo, era que aprendiese a escribir con el dedo, para ahorrar lápices y para presumir.
Bromearon un rato más acerca de mis notas y luego me quedé dormido.
Don Juan y don Genaro escucharon el detallado recuento de mi experiencia, que a petición de don Juan hice al despertar al día siguiente.
– Genaro cree que ya tuviste suficiente por el momento -dijo don Juan cuando hube terminado.
Don Genaro asintió con la cabeza.
– ¿Qué significa lo que experimenté anoche? -inquirí.
– Le echaste un vistazo al asunto más importante de la brujería -dijo don Juan-. Anoche te asomaste a la totalidad de ti mismo. Pero éstas palabras, desde luego, no tienen sentido para ti en este momento. Por lo que queda dicho, ya sabes que llegar a la totalidad de uno mismo no es cosa de que uno quiera aceptar, o de que uno esté dispuesto a aprender. Genaro piensa que tu cuerpo necesita tiempo para que el susurro del nagual te penetre.
Don Genaro volvió a asentir.
– Bastante tiempo -dijo, meneando la cabeza de arriba a abajo-. Unos veinte o treinta años.
No supe cómo reaccionar. Miré a don Juan en busca de una guía. Ambos tenían expresiones serias.
– ¿De veras me faltan veinte o treinta años? -pregunté.
– ¡Claro que no! -gritó don Genaro, y ambos soltaron la risa.
Don Juan me dijo que volviera cuando mi voz interna así lo indicase, y que mientras tanto intentara ordenar todas las sugerencias que me hicieron cuando estaba partido.
– ¿Cómo lo hago? -pregunté.
– Cerrando tu diálogo interno y dejando que algo en ti fluya y se expanda -repuso don Juan-. Ese algo es tu percepción, pero no trates de razonar de lo que te digo. Nada más déjate guiar por el susurro del nagual.
Luego dijo que la noche anterior yo había tenido dos perspectivas intrínsecamente distintas. Una era inexplicable; la otra, perfectamente natural, y el orden en que ocurrieron indicaba una condición inmanente en todos nosotros.
– Una vista era él nagual, la otra el tonal -añadió don Genaro.
Le pedí explicar su frase. Me miró y me palmeó la espalda.
Don Juan terció para decir que las dos primeras visiones eran el nagual, y que don Genaro había elegido un árbol y el suelo como puntos de énfasis. Las otras dos eran visiones del tonal seleccionadas por él mismo; una de ellas fue mi percepción del mundo cuando niño.
– Te parecía un mundo extraño porque tu percepción todavía no había sido cortada para ajustarla al molde deseado -dijo.
– ¿Era así como yo veía realmente el mundo? -pregunté.
– Claro -dijo-. Eso fue tu memoria.
Pregunté a don Juan si el sentimiento de apreciación estética que me había extasiado era también parte de mi recuerdo.
– Entramos en esas vistas tal como somos hoy -dijo-. Veías la escena como la verías ahora. Pero el ejercicio era de percepción. Ésa era la escena de la época en que el mundo se volvió para ti lo que es ahora. Una época en que una silla se hizo una silla.
No quiso discutir la otra escena.
– Eso no era un recuerdo de mi niñez -dije.
– Pues claro que no -repuso-. Eso era otra cosa.
– ¿Era algo que veré en el futuro? -pregunté.
– ¡No hay futuro! -exclamó, cortante-. El futuro no es más que una manera de hablar. Para un brujo sólo existe el aquí y el ahora.
Dijo que esencialmente no había nada que decir al respecto porque el propósito del ejercicio fue abrir las alas de mi percepción, y que, si bien no volé con esas alas, toqué sin embargo cuatro puntos inconcebibles de alcanzar desde el punto de vista de mi percepción ordinaria.
Empecé a reunir mis cosas para marcharme. Don Genaro me ayudó a empacar mi cuaderno; lo puso en el fondo de mi portafolios.
– Allí estará calientito y tranquilo -dijo, guiñando un ojo-. Puedes tener la seguridad de que no se resfriará.
En esos momentos don Juan pareció cambiar de idea con respecto a mi partida y empezó a hablar de mi experiencia. Automáticamente quise tomar mi portafolios de manos de don Genaro, pero él lo dejó caer antes de que yo lo tocara. Don Juan hablaba de espaldas a mí. Recogí el portafolios y busqué presuroso mi cuaderno. Dan Genaro lo había empacado tan apretadamente que sacarlo me costó un trabajo infernal; finalmente lo tuve en mis manos y empecé a escribir. Don Juan y don Genaro me observaban.
– Pero que mal andas -dijo don Juan, riendo-. Buscas tu cuaderno como un borracho la botella.
– Como una madre amorosa busca a su niño -replicó don Genaro.
– Como un cura busca su crucifijo -añadió don Juan.
– Como una mujer busca sus calzones -gritó don Genaro.
Siguieron acumulando símiles y aullando de risa mientras me acompañaban hasta mi coche.