III

Pasé toda la tarde en la librería. No había libros en ella; hacía casi medio siglo que no se imprimían. Y yo los esperaba tanto después de los microfilmes en que consistía la biblioteca del Prometeo. No existían. Ya no se podía curiosear en las estanterías, sopesar gruesos tomos en la mano, saborear bien su volumen, que predecía la duración del placer de su lectura. La librería recordaba un laboratorio electrónico. Los libros eran pequeños cristales de contenido acumulado, y se leían con ayuda de un optón. Este incluso se parecía a un libro, aunque sólo tenía una página entre las tapas. Al tocar esta hoja, aparecían por orden las páginas del texto, una tras otra. Pero, según me dijo el robot vendedor, los optones se usaban muy poco. El público prefería los lectones, que leían en voz alta, y era posible elegir la voz, el ritmo y la modulación preferida. Solamente se imprimían en páginas de plástico, que imitaban el papel, algunas publicaciones científicas de audiencia muy reducida. Por ello pude meter en un bolsillo todas mis compras, aunque se trataba de trescientos títulos. Los libros parecían un puñado de granos cristalinos. Escogí varias obras históricas y sociológicas, algo sobre estadística, demografía y psicología: de esto último, lo que me había recomendado la chica del ADAPT. Algunos manuales más voluminosos de matemáticas, que naturalmente no eran voluminosos por su tamaño, sino por su contenido. El robot que me atendió era él mismo una enciclopedia: según me dijo, estaba en comunicación directa mediante! Catálogos electrónicos con todas las obras del mundo. En la librería sólo se encontraban «ejemplares» únicos de libros, y cuando alguien los necesitaba, el contenido de la obra requerida se fijaba en un pequeño cristal.

Los originales — matrices de cristal — no podían verse: estaban detrás de placas de acero esmaltadas, de color azul pálido. Así pues, el libro se imprimía, por así decirlo, cada vez que alguien lo necesitaba. Habían dejado de existir los problemas de edición, de tirada o de que un libro se agotase. Era realmente un gran éxito. Pero yo lo sentía por los libros. Cuando me enteré de que había tiendas de libros antiguos de papel, las busqué y encontré una. Tuve una decepción: apenas había literatura científica. Novelas, algunos libros para niños y un par de años de viejas revistas.

Compré (sólo había que pagar por los libros viejos) unos cuentos de cuarenta años atrás para saber a qué llamaban cuento hoy en día, y entonces fui a una tienda de artículos deportivos. Aquí mi decepción no conoció límites. El atletismo ligero consistía únicamente en algunas Disciplinas: carrera pedestre, salto, lanzamiento de disco, natación, pero casi nada de lucha. El boxeo ya n existía, y lo que se llamaba lucha era verdaderamente ridículo: una especie de apiñamiento en lugar de una competición noble. En la sala de proyección de la tienda vi un campeonato y creí que reventaba de cólera. En algunos momentos me eché a reír como un loco. Pregunté por la lucha libre americana, el judo y el jiu-jitsu, y ni siquiera sabían de qué les hablaba. Era comprensible, ya que el fútbol también había muerto como disciplina deportiva porque se producían demasiados choques y lesiones Aún se jugaba a hockey, ¡pero de qué clase! Los jugadores llevaban unas prendas tan hinchadas que parecían balones gigantescos. Los dos equipos que se enfrentaban elásticamente tenían un aspecto bufo; era una farsa más que un juego. Los saltos de trampolín no sobrepasaban los cuatro metros de altura. En seguida pensé en mi — ¡mi! — piscina y compré un trampolín plegable para colocarlo sobre el que encontraría en Klavestra.

Todo este retroceso del deporte era consecuencia de la betrización. No lamentaba la desaparición del toreo, las peleas de gallos y otras luchas sangrientas; nunca había sido aficionado al boxeo profesional. Pero esta tibia decocción de ahora no me atraía en absoluto.

La irrupción de la técnica en el deporte sólo me parecía tolerable en el turismo. Habían adelantado mucho, sobre todo en los deportes subacuáticos. Contemplé diversas especies de aparatos de inmersión, pequeños torpedos electrónicos con los que se podía navegar por el fondo de los lagos, hidroplanos, hidrotes, que se movían sobre un cojín de aire comprimido, microgliders acuáticos, todos ellos provistos de dispositivos especiales para evitar accidentes.

Las carreras, que incluso disfrutaban de una gran popularidad, no eran a mi juicio un deporte:

naturalmente, no participaban caballos ni automóviles sino vehículos dirigidos automáticamente, aunque aún existían las apuestas. Los tradicionales deportes competitivos habían perdido mucha importancia. Me explicaron que los límites de resistencia del cuerpo humano ya habían sido alcanzados y que sólo podían mejorar estos récords hombres anormales, una especie de monstruos de fuerza y velocidad. En honor a la verdad, tuve que darles la razón. Por otra parte, el hecho de que se hubieran popularizado tanto las restantes disciplinas atléticas era muy encomiable. Sin embargo, después de esta inspección de tres horas, salí de la tienda bastante deprimido.

Me hice enviar a Klavestra los artículos elegidos. Tras breve reflexión decidí prescindir del glider; quería comprarme un yate. Pero no había ningún barco de vela auténtico, sólo unos malogrados barcos que garantizaban hasta tal punto el equilibrio que era difícil comprender qué clase de satisfacción podía procurar esta navegación a vela.

Cuando volví al hotel, estaba atardeciendo. Del oeste se aproximaban unas nubes rojizas y esponjosas, el sol ya había desaparecido, la luna estaba en cuarto creciente y en el cenit lucía un segundo satélite, grande y artificial. A gran altura sobre los tejados pululaban los aviones.

El número de transeúntes había disminuido, y aumentado en cambio el tráfico de gliders, y las luces en forma de haz, cuyo significado aún no conocía, alumbraban el arroyo con sus largas franjas. Volví por un camino distinto y descubrí de improviso un espacioso jardín. Al principio se me antojó un parque. ¿El parque de la Terminal? Pero ésta refulgía muy lejos, tras la montaña de cristal de la estación, en la parte norte y más elevada de la ciudad.

La vista era de una belleza extraordinaria, pues mientras todo estaba sumido en la oscuridad, interrumpida únicamente por las luces callejeras, las diversas partes de la Terminal centelleaban como picos nevados bajo el arrebol alpino.

El parque era muy frondoso. Numerosas especies nuevas de árboles, sobre todo palmeras, cactus luminosos y sin pinchos. En un alejado rincón de una de las avenidas principales encontré un castaño que al menos debía de tener doscientos años. Ni tres tipos como yo habrían podido rodear su tronco. Me senté en un pequeño banco y contemplé el cielo durante largo rato. Qué inocuas parecían las estrellas que brillaban y temblaban en las invisibles corrientes de la atmósfera, la cual protegía de ellas a la Tierra. Pensé en ellas como «estrellitas», por primera vez en tantos años. Allí arriba nadie osaría llamarlas así; habríamos considerado un loco a quien lo hiciera. Estrellitas, efectivamente, estrellitas voraces. Sobre los árboles ya oscuros se elevó en la lejanía un fuego de artificio, y súbitamente vi a Arturo con estremecedora realidad. Las montañas de fuego sobre las que yo había volado, mientras los dientes me castañeteaban de frío, y la escarcha del refrigerador se fundía y goteaba, totalmente roja por la herrumbre, sobre mi mono. Tomé pequeñas muestras con un aspirador corona y escuché el pitido de los compresores por si sus revoluciones disminuían. Una avería de sólo un segundo, un atasco, lo convertiría todo, coraza, aparatos y a mí mismo, en una invisible nube de vapor. Una gota de agua que cae sobre una placa ardiente no desaparece tan de prisa como un hombre en semejantes circunstancias.

Al castaño ya casi no le quedaban flores. No me gustaba el perfume de sus capullos, pero ahora me recordaba cosas pertenecientes a un pasado lejano. Sobre los setos continuaba brillando el resplandor de fuegos artificiales, se oían ruidos, el sonido de diversas orquestas, y cada minuto el viento traía el grito coral de los participantes en algún espectáculo, tal vez los pasajeros de un tren de montaña. Pero mi rincón estaba casi vacío.

De improviso salió de una avenida transversal una silueta alta, vestida de oscuro. El verde ya se había convertido en gris y no vi el rostro del hombre hasta que, caminando a paso muy lento, levantando apenas los pies del suelo, se acercó y se detuvo a pocos pasos de mí. Tenía las manos ocultas en unas cavidades en forma de embudo practicadas en dos delgados bastones, que terminaban en pequeñas peras negras. Se apoyaba en ellos no como un paralítico, sino como un hombre totalmente agotado. No me veía a mí ni ninguna otra cosa; la risa, los gritos corales, la música y el fuego de artificio parecían no existir para él. Permaneció así alrededor de un minuto, respirando con esfuerzo, y su rostro me pareció tan viejo a la luz intermitente del fuego de artificio, que los años le robaban toda expresión, además de que sólo era piel y huesos. Cuando quiso caminar de nuevo y echó hacia delante sus singulares muletas o prótesis, una de ellas le resbaló; yo salté del banco para sostenerle, pero él ya había recobrado el equilibrio. Era una cabeza más bajo que yo, pero alto para un hombre moderno; me dirigió una mirada luminosa.

— Discúlpeme — murmuré. Iba a irme, pero me quedé; en sus ojos había algo parecido a una orden.

— Le he visto en alguna parte, pero ¿dónde? — me dijo con una voz inesperadamente fuerte.

— Lo dudo — contesté, moviendo la cabeza — Acabo de llegar de un… viaje muy largo.

— ¿De dónde?

— De Fomalhaut.

Sus ojos se iluminaron.

— ¡Arder! ¡Tom Arder!

— No — dije —, pero estábamos juntos.

— ¿Y él?

— Pereció.

Respiró con fuerza.

— Ayúdeme… a… sentarme.

Le rodeé los hombros. Bajo la ropa negra y resbaladiza no había más que huesos. Le posé lentamente en el blanco y me quedé en pie junto a él.

— Siéntese…

Obedeció. Seguía jadeando con los ojos entreabiertos.

— No es nada…, la emoción — susurró. Al cabo de un momento levantó la vista —. Soy Roemer — dijo sencillamente.

Me quedé sin aliento.

— ¿Cómo? ¿Es realmente… usted? ¿Qué edad…?

— Ciento treinta y cuatro años — dijo con sequedad —. Entonces tenía… siete.

Podía acordarme de él. Fue a vernos con su padre, un matemático genial, ayudante de Geonides, creador de nuestra teoría de vuelo. En aquella ocasión, Arder mostró al niño la gran sala de pruebas, los centrifugadores, y en mi memoria quedó grabado así: un niño de siete años, muy vivaz, de ojos oscuros como los de su padre; Arder le levantó en el aire para que el niño pudiera ver el interior de la cámara de gravitación donde me hallaba yo.

Ambos guardamos silencio. Este encuentro era en cierto modo inquietante. En la oscuridad contemplé con dolor y casi ávidamente la terrible vejez de su rostro. Tenía un nudo en la garganta. Quería sacar un cigarrillo del bolsillo, pero no podía hacerlo de tanto que me temblaban los dedos. — ¿Qué le ocurrió a Arder?

Se lo expliqué.

— ¿Y qué encontraron ustedes? ¿Nada?

— Nada. Allí desaparece todo, ya sabe usted…

— Le he tomado por él…

— Lo comprendo. La altura y todo lo demás… — le disculpé.

— Sí. ¿Qué edad tiene usted ahora? Biológicamente…

— Cuarenta años.

— Yo podría… — murmuró.

Comprendí qué quería decir.

— No lo lamente — dije con convicción —, no lo lamente. No lamente absolutamente nada, ¿me comprende?

Me miró a la cara por primera vez.

— ¿Por qué?

— Porque aquí no tengo nada que hacer — le dije —. Nadie me necesita. Y yo no necesito… a nadie.

Fue como si no me oyera.

— ¿Cómo se llama?

— Bregg. Hal Bregg.

— Bregg… — repitió —, Bregg… No, no puedo acordarme. ¿Estaba usted allí?

— Sí, en Apprenous, cuando su padre trajo las correcciones descubiertas por Geonides un mes antes del lanzamiento… Resultó que los coeficientes de refracción en las masas oscuras de polvo eran demasiado bajos… Ignoro si esto le dice a usted algo. — Inseguro, me interrumpí.

— Claro, naturalmente — repuso con singular entonación —. Mi padre. Sí, claro. ¿En Apprenous? Pero ¿qué hacía usted allí? ¿Dónde estaba?

— En la cámara de gravitación de Janssen. Usted fue allí en compañía de Arder, quien le subió hasta el pequeño puente, desde donde contempló cómo me daban cuarenta g. Cuando bajé, me sangraba la nariz… Usted me dio su pañuelo…

— ¡Ah! ¿Era usted?

— Sí.

— Tenía la impresión de que el hombre de la cámara… era de cabellos oscuros.

— Sí. Mis cabellos no son rubios, sino grises. A esta hora no se puede distinguir muy bien.

Hubo otro silencio, más largo que el anterior.

— Usted debe de ser profesor, ¿no? — pregunté para romper el silencio.

— Lo era. Ahora… no soy nada. Desde hace veintitrés años. Nada. — Y repitió una vez más, en un susurro-: Nada.

— Hoy he comprado libros, y entre ellos hay una topología de Roemer. ¿Es de usted o de su padre?

— Mía. ¿Es usted matemático?

Me miró con interés renovado.

— No — repuse —, pero disponía de mucho tiempo… allí arriba. Todos hacíamos lo que queríamos. A mí las matemáticas me ayudaron.

— ¿Qué quiere decir?

— Teníamos gran cantidad de microfilmes: literatura, novelas, todo cuanto podíamos desear.

¿Sabe que nos llevamos trescientos mil títulos? El padre de usted ayudó a Arder a completar la parte matemática..

— Eso sí que lo sé.

— Al principio lo considerábamos una especie de… distracción. Para matar el tiempo. Pero al cabo de dos meses, cuando se interrumpió definitivamente la comunicación con la Tierra y nosotros volábamos aparentemente inmóviles en relación con las estrellas, entonces, verá usted, leer que un tal Peter fuma nerviosamente mientras piensa si Lucy vendrá o no, y al fin ésta entra, estrujando los guantes…, uno empieza riéndose y puede acabar montando en cólera. Resumiendo, desde entonces nadie más tocó una novela.

— Así pues, ¿se decantó por las matemáticas?

— No. Al menos, no en seguida. Al principio me dediqué a los idiomas, y no los dejé hasta el fin, aunque sabía que era casi inútil: si regresaba, no serían más que dialectos arcaicos.

Pero Gimma y Thurber me atrajeron hacia la física. Creían que podía ser de utilidad. Así que la estudié, junto con Arder y Olaf Staave, los únicos que no éramos científicos…

— Pero usted tenía un título universitario.

— Sí, licenciado en teoría de la información de la cosmodromía, y además tenía el diploma de ingeniero nuclear, pero todo esto era puramente profesional y no teórico. Ya sabe usted lo que un ingeniero conoce de las matemáticas. Así pues, me dediqué a la física. Pero yo quería algo más, algo propio. Y fue entonces cuando llegaron las matemáticas puras. Nunca tuve dotes para las matemáticas, absolutamente ningunas en este sentido. Nada…, excepto testarudez.

— Sí — dijo en voz baja —, hay que tenerla para… volar.

— Y aún más para ser miembro de la expedición — añadí —. Y ¿sabe qué me ocurrió con las matemáticas? No pude comprenderlo hasta que llegué allí. Porque están por encima de todo.

Las obras de Abel o Kronecker son tan buenas hoy como hace cuatrocientos años, y siempre lo serán. Es cierto que surgen nuevos caminos, pero los viejos siguen sirviendo. No se cubren de hierbajos. Allí…, allí está la eternidad. Sólo las matemáticas no tienen miedo de ella. Allí comprendí lo definitivas que son. Y fuertes. No había nada semejante. Y también fue bueno que me resultaran tan difíciles. Me esforzaba, y cuando no podía dormir, repetía los problemas en que había trabajado durante el día…

— Interesante — opinó.

En su voz no había ningún interés. Yo no sabía siquiera si me escuchaba. En el interior del parque se elevaban columnas de fuego, fuego rojo y verde, acompañado de numerosos gritos de alegría. Aquí donde estábamos, bajo los árboles, reinaba la oscuridad. Enmudecí. Pero no pude soportar este silencio.

— Para mí tenía el valor de la autoconservación — proseguí —. La teoría de la cantidad…, todo cuanto hicieron Mirea y Averin con la herencia de Cantor, ya sabe. Esas operaciones con cantidades por encima de lo finito, fuera de lo finito, esas continuas que se podían dividir con exactitud, tan fuertes… era magnífico. El tiempo que pasé dedicado a ello se me antoja tan actual como si hubiera sido ayer.

— Y no fue tan inútil como cree — murmuró. De modo que me escuchaba —. ¿Ha oído hablar de los trabajos de Igalla?

— No. ¿De qué tratan?

— De la teoría del anticampo discontinuo.

— No sé nada del anticampo. ¿Qué es?

— La retroniquilación. De ella surgió la parastática.

— No he oído nunca esos términos.

— Claro, sólo hace sesenta años que se introdujeron. Por otra parte, al principio fue una introducción a la gravitología.

— Veo que me tendré que esforzar mucho — observé —. La gravitología es la teoría de la gravitación, ¿no?

— Algo más. No se puede expresar más que con las matemáticas. ¿Conoce usted a Appiano y Froom?

— Sí.

— Entonces no tendrá ninguna dificultad. Se trata de evoluciones de metagenes en una cantidad N dimensional, configurativa y degenerada.

— ¿Qué dice usted? Skriabin demostró que no hay otros metagenes que los variables.

— Sí, fue una demostración muy hermosa. Pero esto es discontinuo, ¿sabe?

— ¡Imposible! Entonces se habría…, ¡se habría abierto todo un mundo!

— Sí — repuso lacónicamente.

— Recuerdo un trabajo de Mianikovsky… — empecé.

— Oh, eso se ha quedado muy atrás. Por lo menos, va en la misma dirección.

— ¿Cuánto tiempo necesitaré para aprender todo cuanto se ha hecho entretanto? — pregunté.

Calló durante un rato.

— ¿Para qué lo necesita?

No supe qué contestar.

— No volará más, ¿verdad?

— No — repuse —. Soy demasiado viejo para ello.

Ya no podría resistir semejantes aceleraciones… y, además, no querría volver a volar.

Tras estas palabras nos sumimos definitivamente en el silencio. La repentina emoción, con que había hablado de las matemáticas se desvaneció en seguida. Y ahora, sentado junto a él, sentí el peso de mi propio cuerpo y su inútil estatura. Aparte de las matemáticas no teníamos nada que decirnos y ambos lo sabíamos muy bien. De improviso, la emoción con que había hablado del papel salvador de las matemáticas durante el viaje se me antojó una falsedad. Me había engañado a mí mismo atribuyéndome la modestia y la aplicación de un piloto heroico que entre las nieblas cósmicas se dedicaba a estudios teóricos sobre el infinito. Totalmente falso. Porque, a fin de cuentas, ¿qué era? ¿Acaso un náufrago que vagara durante meses por los mares y, para no volverse loco, contara miles de veces las fibras leñosas en que consistía su balsa, podía alardear de ello al posar los pies en tierra firme? ¿Alardear de su voluntad de salvarse? Claro que no. ¿Acaso le importaba a alguien? ¿Qué interés podían tener las cosas con que había llenado mi desgraciado cerebro durante aquellos diez años, y por qué debían ser más importantes que lo que me llenaba los intestinos? «Es preciso acabar con este juego de heroicidades ascéticas — pensé —. Eso podré permitírmelo cuando tenga el mismo aspecto que él. Ahora debo pensar en el futuro.» — Ayúdeme a levantarme — murmuró.

Le llevé hasta el glider que estaba en la calle. Caminamos con extremada lentitud. En los espacios claros entre los setos nos seguían las miradas de la gente. Antes de subir al glider, se volvió e intentó despedirse de mí. Ni él ni yo encontramos una sola palabra. Hizo un movimiento incomprensible con la mano, levantó como una espada una de sus maletas, movió la cabeza y subió, y el oscuro vehículo se puso en marcha silenciosamente.

Desapareció, y yo permanecí allí con los brazos caídos hasta que el glider negro fue engullido por muchos otros. Entonces me metí las manos en los bolsillos y continué andando, sin poder encontrar una respuesta a la pregunta de quién de nosotros había hecho la mejor elección.

El hecho de que en la ciudad que un día abandonara no quedase piedra sobre piedra me parecía bien. Como si entonces hubiera vivido en otra Tierra, entre seres completamente distintos; existió y tocó a su fin; y ésta era nueva. No había ningún resto, ninguna ruina que pudiera poner en tela de juicio mi edad biológica. Había olvidado casi por completo esta compensación terrena, tan contraria a la naturaleza, cuando una improbable casualidad me reunió con alguien a quien abandonara siendo él todavía un niño. Todo el rato que pasé a su lado, contemplando su rostro seco como el de una momia, me sentí culpable, y fui consciente además de que él lo sabía.

«Qué improbable casualidad», repetí varias veces, casi sin pensarlo, hasta que se me ocurrió que tal vez él había acudido a aquel lugar por la misma razón que yo: allí había un castaño, un árbol todavía más viejo que nosotros dos juntos. Yo no tenía idea de hasta dónde habían logrado dilatar las fronteras de la vida, pero intuí que la edad de Roemer debía de ser una excepción: era probablemente el último o uno de los últimos hombres de su generación.

«Si no hubiera volado, ahora ya no viviría», pensé. Por primera vez la expedición me ofreció un aspecto inesperado: como si hubiera sido una trampa, un engaño monstruoso a los demás. Caminaba casi sin saber adonde, a mi alrededor crecía el clamor de la multitud, que me empujaba y llevaba consigo; y de repente, como si despertara, me detuve.

Reinaba un estrépito indescriptible: bajo una mezcla de gritos y sonidos musicales surcaban el cielo cohetes que se deshacían en haces policromos; sus bolas de fuego caían sobre las copas de los árboles vecinos. Y a todo esto se añadía, a intervalos regulares, un grito estridente, de mil voces, corno si en las cercanías se encontrara una montaña rusa; pero busqué en vano el perfil de su armazón.

En el centro del parque había un gran edificio con murallas y torres, como una fortaleza de la Edad Media: las frías llamas de neón que lamían el techo formaban de vez en cuando las palabras CASTILLO DE MERLIN. La multitud que me había traído hasta allí se movía ahora en dirección a la pared carmesí de un pabellón muy singular, ya que recordaba un rostro humano: sus ventanas eran ojos ardientes, y la enorme y sonriente boca, llena de dientes, se abría para tragar la siguiente porción de gente, que desaparecían entre la alegría general: el número de personas devoradas era cada vez el mismo: seis. Al principio quise apartarme de la gente y marcharme, pero no era nada sencillo. Como al fin y al cabo no tenía nada más que hacer, se me ocurrió pensar que tal vez ésta no era la peor manera de pasar la tarde.

Entre los que me rodeaban no había personas solas como yo: dominaban las parejas, chicos y chicas, hombres y mujeres, todos iban de dos en dos. Cuando me encontré en la hilera reclamada por un destello de los gigantescos dientes y la oscuridad carmesí de las misteriosas fauces, sentí una ligera timidez. No sabía si podía unirme a las seis personas ya preparadas para entrar. En el último momento me salvó una mujer, que estaba junto a un muchacho vestido con mayor extravagancia que todos los demás: cogió mi mano y me llevó consigo sin ceremonias.

Oscureció casi por completo: sentí la mano fuerte y cálida de la desconocida, el suelo empezó a rodar, la luz se intensificó y nos encontramos en una espaciosa gruta. Había que dar los últimos pasos para llegar arriba, sobre trozos de roca y entre deterioradas columnas de piedra. La desconocida me soltó la mano; en fila india pasamos agachados por la estrecha salida de la cueva.

Aunque ya estaba acostumbrado a las sorpresas, ahora me quedé atónito. Nos hallábamos junto a la vasta orilla de un río gigantesco, bajo los rayos ardientes del sol tropical. La remota orilla opuesta era como una jungla. En el agua inmóvil había botes, o más bien piraguas, que eran troncos de árbol vaciados; contra el fondo de las aguas de un gris verdoso, que se ondulaban morosamente, destacaban en poses hieráticas unos negros gigantescos, desnudos, brillantes de aceite y cubiertos por un tatuaje blanco como la cal; cada uno de ellos se apoyaba, a bordo de su bote, en un remo de pala.

Uno de ellos se alejaba de la orilla; su negro tripulante espantaba a golpes de remo y con gritos penetrantes a los cocodrilos adormilados en el fango, semejantes a troncos, que entonces daban media vuelta y, abriendo con impotencia sus fuertes fauces, se deslizaban hasta el agua. Éramos siete los que bajábamos por la escarpada orilla. Los cuatro primeros se aposentaron en el siguiente bote, los negros clavaron los remos con visible esfuerzo y empujaron la vacilante embarcación hasta que ésta pudo girar; yo permanecí un poco rezagado, detrás de la pareja a quien debía la decisión y también el inminente viaje. En seguida apareció otro bote, de unos diez metros de eslora; los remeros negros nos gritaron algo, lucharon con la corriente y alcanzaron la orilla con gran destreza. Salíamos a la primitiva embarcación, levantando nubes de polvo que olía a madera carbonizada. El joven del fantástico traje — una piel de tigre, que representaba a un tigre entero, ya que la parte superior del cráneo de la fiera, que le colgaba por la espalda, podía servirle en un momento dado para cubrirse la cabeza — ayudó a su pareja a sentarse. Tomé asiento frente a ellos; cuando hacía un rato que navegábamos, ya no estaba seguro de haber paseado por el parque hacía pocos minutos, en plena noche. El gigantesco negro lanzaba cada dos segundos, desde la afilada proa del bote, un grito salvaje, dos hileras de espaldas relucientes se inclinaban, los remos pagaya se sumergían breve y enérgicamente en el agua, hasta que el bote rozó el fondo, se deslizó de nuevo hacia delante y de pronto llegó a la corriente principal del río.

Sentí el fuerte olor del agua cálida, del cieno y de las plantas podridas que flotaban a nuestro alrededor, muy cerca de los costados del bote, que sólo sobresalían un palmo del agua. Las orillas se alejaron; los típicos arbustos, verdes y grises, como cenicientos, desfilaban a ambos lados y de las márgenes quemadas por el sol se deslizaban a menudo los cocodrilos, semejantes a troncos resucitados. Uno de ellos se mantuvo largo rato detrás de la popa, levantando con lentitud la cabeza alargada sobre la superficie, hasta que el agua le cubrió los ojos saltones y sólo la nariz, oscura como una piedra del río, quedó rozando apenas la superficie grisácea. Bajo las espaldas de los remeros negros, que se balanceaban rítmicamente, se veían las altas oleadas del río en los lugares donde tenía que pasar sobre obstáculos subacuáticos; el negro que iba a proa emitía entonces un grito diferente, gutural, los remeros empezaban a remar con fuerza hacia un lado y todos gritaban al unísono. El bote se desviaba. Yo no habría sabido decir cuándo los tonos profundos y sordos de los negros, al reanudar el ritmo de los remos, se convertían en una canción lúgubre y monótona que acababa en un lamento y cuyo estribillo eran las furiosas oleadas del agua surcada por los remos.

Así navegábamos, como trasladados de algún modo al corazón de África, por el río gigantesco, entre las estepas de un verde grisáceo. La jungla se fue alejando poco a poco y desapareció bajo las masas temblorosas de aire caliente. El piloto negro establecía el ritmo.

En la lejanía pacían en la estepa los antílopes, y una vez pasó una manada jirafas, trotando lenta y pesadamente entre nubes de polvo. Y de improviso sentí sobre mí la mirada de la mujer y se la devolví.

Su belleza me asombró. Ya había observado antes que era bonita, pero fue una impresión pasajera que no retuvo mi atención. Ahora estaba demasiado cerca de ella para mantener mi primera apreciación: no era bonita sino sencillamente hermosa. Tenía el cabello oscuro con un brillo cobrizo, un rostro blanco, de una serenidad inimaginable, y una boca oscura e inmóvil. Me había hechizado. Hechizado no como mujer, sino más bien como esta tierra silenciada por el sol. Su belleza tenía aquella perfección que yo había temido siempre. Tal vez era consecuencia de haber vivido demasiado poco en la Tierra y pensado demasiado en ella.

En cualquier caso, ahora tenía ante mí a una de esas mujeres que parecen hechas de otro barro que los simples mortales, aunque esta mentira magnífica sólo se origina en una determinada armonía de las facciones y permanece enteramente en la superficie. Pero ¿quién piensa en esto mientras la-mira?

Sonreía sólo con los ojos; sus labios conservaban la expresión de una indiferencia burlona.

No hacia mí, sino hacia sus propios pensamientos.

Su compañero estaba sentado en uno de los bancos adosados al tronco y tenía la mano izquierda colgando sobre la borda, de modo que las puntas de los dedos tocaban el agua. Sin embargo, no miraba hacia allí, ni tampoco el panorama del África salvaje que se deslizaba ante nosotros; aburrido, como en la sala de espera del dentista, parecía eternamente apático y desinteresado.

Ante nosotros aparecieron unas piedras grises esparcidas por todo el río. El piloto empezó a gritar con la voz penetrante de un conjurador. Los negros se pusieron a remar con más fuerza, y cuando las piedras resultaron ser hipopótamos, el bote ya había ganado impulso y la manada de animales quedó a nuestras espaldas. Tras el rítmico golpeteo de los remos, un ruido sordo apagó la ronca canción de los remeros; era imposible determinar de dónde venía.

A lo lejos, en el punto donde el río desaparecía entre las orillas cada vez más escarpadas, vimos de repente dos arcos iris gigantescos que flotaban el uno hacia el otro.

— ¡Age! ¡Annai! ¡Annai Agee! — rugió el piloto como enloquecido. Los negros redoblaron los golpes de remo, el bote volaba como si tuviera alas, y la mujer alargó la mano y buscó, sin mirar, la mano de su compañero.

El piloto vociferaba. La piragua corría a una velocidad asombrosa. La proa se elevó, nos deslizamos desde la cresta de una ola enorme y en apariencia inmóvil, y entre las hileras de torsos negros, que trabajaban a un ritmo demente, vi un pronunciado recodo del río; el agua, repentinamente oscura, rompía contra un saliente rocoso. La corriente se dividió, nos desviamos hacia la derecha, donde el agua se arremolinaba con blancas coronas de espuma.

El brazo izquierdo del río desapareció como si lo hubieran cortado, y sólo un gran estruendo y columnas de espuma dejaban adivinar que las rocas ocultaban una cascada.

La rodeamos y llegamos al otro brazo del río, pero tampoco aquí reinaba la calma. La piragua saltaba ahora como un caballo entre las rocas negras, que detenían una verdadera pared de aguas tumultuosas. Nos acercamos a la orilla; los negros del costado derecho cesaron de remar y apoyaron sobre su pecho los mangos romos de las pagayas, y la piragua, rebotando de las rocas, se situó en el centro del río. La proa se elevó, y el piloto mantuvo el equilibrio por puro milagro.

Pronto me quedé empapado de las frías salpicaduras. La piragua se estremecía como una cuerda de violín y de pronto se hundió de proa. Este salvaje descenso por el río era sumamente inquietante: a ambos lados se levantaban rocas negras cubiertas de un hervidero de espuma. Con un ruido sordo, la piragua rozó unos peñascos y salió disparada como una flecha blanca hacia la corriente de ensordecedora velocidad. Miré hacia arriba y vislumbré frondosas copas de sicómoros; entre sus ramas saltaban pequeños monos. Tenía que agarrarme con fuerza a la borda, tan violentas eran las sacudidas que nos lanzaban sobre las crestas. Las rugientes masas de agua nos dejaron completamente empapados.

Nos empinamos todavía más — ¿o era más bien una caída? — . Las rocas de la orilla se iban quedando atrás como pájaros monstruosos que llevaran un remolino de agua en las alas:

estruendo, estruendo. Contra el fondo del cielo se perfilaban las siluetas de los remeros como vigilantes de esta catástrofe de la naturaleza. Navegábamos directamente hacia una columna de rocas, ante nosotros se elevaba una masa de agua, que se dividió, volamos hacia un obstáculo y oí un grito de mujer.

Los negros luchaban desesperadamente, el piloto levantó los dos brazos, vi su boca abierta para gritar, pero no oí ninguna voz; bailaba sobre la proa, y entonces la piragua viró hacia un lado, la ola rebotada nos sostuvo, durante un segundo nos mantuvimos sobre ella, y de repente, como si no sirviera de nada el porfiado trabajo de las pagayas, el bote dio media vuelta y empezó a retroceder, cada vez con más ímpetu.

Inopinadamente, las dos hileras de negros tiraron los remos y desaparecieron; saltaron sin pensarlo al agua desde ambos costados del bote. El piloto fue el último en ejecutar el salto mortal.

La mujer gritó por segunda vez; su compañero se afianzó con ambas piernas contra la borda opuesta y ella corrió hacia él; contemplé, verdaderamente hechizado, este espectáculo de aguas fragosas y refulgentes arcos iris; el bote chocó contra algo…, un grito, un grito espantoso…

Atravesado en esta rugiente cascada que nos arrastraba consigo, un árbol flotaba en la superficie, un gigante del bosque que había caído desde arriba y formaba una especie de puente. Mis dos compañeros de viaje cayeron al fondo de la piragua. Durante una fracción de segundo pensé en imitarles. Sabía que todo esto — los negros, el viaje entero, la cascada africana — era sólo una ilusión asombrosa, pero quedarme sentado sin hacer nada, mientras la proa del bote ya empujaba el tronco embreado y medio sumergido del árbol gigante, estaba más allá de mis fuerzas. Rápido como un relámpago, me eché en el suelo y levanté al mismo tiempo un brazo, que pasó a través del tronco sin tocarlo; como lo esperaba, no lo rocé siquiera. Pese a ello, persistió la idea de que sólo un milagro había podido salvarnos de la catástrofe. Aún no había terminado: la próxima ola gigantesca levantó la piragua, que se inundó y dio media vuelta; durante unos segundos giró, atraída hacia el centro del remolino.

Si la mujer gritó, no la oí, como tampoco podía oír nada: sentía los crujidos y chirridos del bote en todo mi cuerpo, el sentido del oído quedaba como anulado por el estruendo de la cascada; la piragua, lanzada hacia arriba por una fuerza sobrehumana, se empotró en unas rocas. Los otros dos saltaron a los peñascos inundados de agua y treparon hacia arriba, y yo les seguí.

Nos encontrábamos sobre unas peñas entre dos brazos de agua de estremecida blancura.

La margen derecha estaba bastante lejos; a la izquierda conducía un puente, anclado en las hendiduras de las rocas, suspendido muy cerca de las olas que rugían en el centro de aquella caldera infernal. El aire era helado por la niebla y las salpicaduras de agua. El puente, estrecho, sin barandillas, resbaladizo por la humedad, pendía sobre un vacío lleno de estruendo; había que poner los pies sobre las tablas podridas, que colgaban de cuerdas deshilachadas, y dar unos pasos hasta la orilla. Los otros dos se arrodillaron y dieron la impresión de pelearse acerca de quién pasaría primero. Naturalmente, no oí nada. El aire parecía endurecido por el fragor incesante.

Al fin el muchacho se levantó y me dijo algo, señalando hacia abajo. Vi la piragua: su parte desguazada bailaba sobre una ola y de pronto desapareció, absorbida por el remolino. El joven de la piel de tigre estaba ahora menos indiferente o soñoliento que al principio del viaje, pero en cambio parecía enfadado, como si hubiera venido hasta aquí contra su voluntad.

Agarró a la mujer por los hombros, y yo pensé que estaba loco: por lo visto tenía la intención de tirarla directamente al abismo de aguas atronadoras. La mujer le dijo algo; en sus ojos vi brillar la indignación. Puse una mano en el hombro de cada uno de ellos, como para indicarles que me dejaran pasar, y coloqué un pie en el puente, que se columpiaba y estremecía; avancé muy despacio, guardando el equilibrio con los hombros, y perdiéndolo un poco una o dos veces. De improviso el puente tembló de tal manera que casi me caí. Era la mujer, que sin esperar a que yo hubiera pasado, entró en el puente; por miedo de caerme, di un gran salto hacia delante, aterricé en el saliente más pronunciado de una roca y en seguida me volví.

La mujer no cruzó: volvió sobre sus pasos. El joven empezó a cruzar, asiéndola de la mano. Las misteriosas formas dé la niebla, nacida de la cascada, constituían con sus fantasmas blancos y negros el telón de fondo de sus pasos inseguros. El ya estaba muy cerca de mí; le alargué la mano, pero al mismo tiempo la mujer tropezó, y el puente empezó a oscilar. Tiré del muchacho de tal modo que antes le hubiera arrancado el brazo que permitido que se cayera; el fuerte impulso le lanzó a dos metros detrás de mí, de rodillas; pero había soltado la mano de ella.

La mujer aún estaba en el aire cuando salté, con los pies por delante; salté en dirección a las olas que rompían entre la orilla y la pared de rocas más próxima. Reflexioné sobre ello después, cuando tuve tiempo. En el fondo sabía que tanto la cascada como el viaje por el río eran ilusiones. Como prueba tenía el tronco de árbol, a través del cual había pasado la mano.

Pese a ello, salté, como si la mujer pudiera efectivamente perder la vida. Incluso sé todavía que de un modo instintivo estaba preparado para el choque con el agua fría, cuyas salpicaduras seguían cayendo sobre nuestros rostros y vestidos.

No sentí nada aparte de una fuerte corriente de aire, y aterricé en una espaciosa sala sobre las rodillas ligeramente dobladas, como si hubiera saltado desde un metro de altura como máximo. Oí un coro de carcajadas.

Me hallaba sobre un suelo blando, como de plástico, y a mi alrededor había mucha gente, muchos con la ropa todavía húmeda. Tenían la cabeza levantada y se desternillaban de risa.

Les seguí con la mirada, y fue muy desagradable.

Ni rastro de cascadas, rocas o cielo africano. Vi únicamente un techo luminoso y debajo…

una piragua que acababa de entrar, más bien una especie de decorado, ya que sólo recordaba una embarcación por los lados y por encima; en el fondo había una construcción de metal.

Sobre ella estaban echadas cuatro personas, pero a su alrededor no había nada, ni negros, ni rocas, ni río; sólo de vez en cuando volaban, proyectados por tubos ocultos, finos chorros de agua. Algo más lejos se encontraba algo parecido a un globo amarrado, que no se apoyaba en nada: el obelisco de rocas donde había terminado nuestro viaje. Desde allí un puente conducía a un saliente de piedra que sobresalía de una pared metálica. Un poco más arriba había una pequeña escalera con barandilla y una puerta. Esto era todo. La piragua que contenía a las cuatro personas se balanceó, se elevó y de repente volvió a bajar sin el menor ruido. Sólo oí las expresiones de alegría que acompañaban a las diferentes etapas del viaje de la cascada, que en realidad no existía. Al cabo de un momento la piragua chocó contra las rocas, sus ocupantes saltaron y tuvieron que cruzar el puente.

Debían haber transcurrido unos veinte segundos después de mi salto. Busqué a la mujer con los ojos. Me estaba mirando. Yo me sentía algo desconcertado y no sabía si debía acercarme a ella. La gente ya empezaba a irse, y un momento después me encontré a su lado.

— Siempre me pasa lo mismo — dijo —, ¡siempre me caigo!

La noche en el parque, los fuegos artificiales y la música no parecían del todo reales.

Salimos mezclados con la multitud, todavía excitada; vi al acompañante de la mujer, que se abría paso hacia ella. No pareció consciente de mi presencia.

— Vamos a Merlín — propuso la mujer en voz tan alta que tuve que oírlo, pese a que no era ésta mi intención. Una nueva oleada de gente nos aproximó de nuevo. Volví a encontrarme a su lado —. Tiene todo el aspecto de una huida — observó, sonriendo —. No te dan miedo las brujerías, ¿verdad?

Le habló a él, pero mirándome a mí. Naturalmente, yo podía sortear a los que me precedían, pero, como siempre en tales situaciones, lo que más temía era hacer el ridículo.

Ellos continuaron andando, se abrió un hueco, otras personas decidieron de pronto visitar asimismo el castillo de Merlín, y cuando yo tomé la misma dirección, separado de ellos por unas cuantas personas, me asaltó la duda de si me habría equivocado.

Les seguí los pasos. En el césped había recipientes con brea ardiendo; su luz mostraba empinados bastiones de ladrillos. Cruzamos el puente que franqueaba el foso y pasamos bajo los dientes de una verja. Entonces nos envolvió la penumbra y el frío de un corredor de piedra, del que partía una escalera de caracol resonante de pasos humanos. El pasillo de arriba, de techo ojival, estaba mucho menos transitado. Conducía a una galería desde la que se veía el patio, por el cual corría con estrépito una manada de caballos cubiertos con gualdrapas, montados por unos tipos vociferantes que iban en pos de una especie de monstruo negro; seguí adelante con indecisión, sin saber adonde iba, entre personas que poco a poco empezaba a distinguir. Vislumbré brevemente entre las columnas a la mujer y su acompañante.

En los nichos de la pared había armaduras vacías; al fondo se abrió una puerta guarnecida de cobre que parecía hecha para gigantes. Entramos en una sala adornada con damasco rojo e iluminada por antorchas, cuyo humo resinoso irritaba la nariz.

En una de las mesas se atiborraba un bullicioso grupo de piratas y caballeros andantes.

Los asadores, lamidos por las llamas, giraban con enormes pedazos de carne; en los rostros relucientes de sudor se proyectaba un resplandor rojizo, los huesos crujían entre las mandíbulas de los comensales cubiertos por 'armaduras, que muchas veces se levantaban de la mesa y se paseaban entre nosotros.

En la sala contigua había muchos gigantes dedicados al juego de bolos, estos últimos reemplazados por calaveras; todo el conjunto me pareció ingenuo y vulgar. Permanecí junto a los jugadores, que eran de mi misma estatura; alguien me embistió por detrás y gritó involuntariamente. Me volví y le miré a los ojos: era un muchacho, que murmuró una disculpa y se alejó con rapidez y con una expresión embobada. La mirada de la mujer de cabellos oscuros que me había atraído hasta este castillo encantado me explicó lo sucedido:

el muchacho había intentado pasar a través de mí, tomándome por un irreal camarada de Merlín.

El propio Merlín nos recibió en un ala alejada del castillo, rodeado de cortesanos enmascarados que, inmóviles, le asistían en sus artes mágicas. Pero yo ya estaba harto de todo ello y contemplé sus hechicerías con indiferencia. El espectáculo fue breve y los presentes ya empezaban a irse cuando Merlín, magnífico con su melena plateada, nos cortó el camino y nos indicó en silencio una puerta forrada de crespón que había en el extremo opuesto.

Sólo invitó a franquearla a nosotros tres. El no nos siguió. Nos encontramos en una sala no muy grande, pero alta de techo, una de cuyas paredes era un espejo que llegaba hasta el suelo de baldosas blancas y negras. Por ello la habitación parecía de tamaño doble del real, y daba la impresión de contener a seis personas en un tablero de ajedrez.

No había muebles; sólo una esbelta urna de alabastro con un ramo de flores semejantes a orquídeas, pero que tenían cálices extraordinariamente grandes. Cada flor era de un color diferente de las otras. Nos detuvimos ante el espejo.

De pronto mi imagen me miró. Este movimiento no era el reflejo de mi propia persona; yo estaba inmóvil. El otro — alto, fornido- miró primero lentamente a la mujer de cabellos oscuros, y luego a su acompañante. Ninguno de nosotros se movió; sólo nuestras imágenes, independizadas de modo incomprensible, vivían y representaban en silencio una pantomima.

El joven del espejo se acercó a la mujer y la miró a los ojos; ella negó con la cabeza, tomó las flores de la urna, las separó con los dedos y eligió tres: una blanca, una amarilla y una negra. Le dio a él la blanca y se acercó a mí con las otras dos. A mí… en el espejo. Me alargó las dos flores. Yo cogí la negra. Entonces ella volvió a su sitio y los tres — allí, en la sala del espejo — adoptaron exactamente las mismas posiciones en que nosotros nos habíamos inmovilizado. Al ocurrir esto, las flores que sostenían nuestros dobles desaparecieron. Ahora eran normales reflejos que repetían todos los gestos.

La puerta de la pared opuesta se abrió: bajamos por una escalera de caracol. Los nichos, columnas y bóvedas se confundían con el plata y el blanco de los corredores de plástico.

Seguimos adelante en silencio, ni solos ni acompañados; esta situación me oprimía cada vez más, pero ¿qué podía hacer? ¿Presentarme en una ceremonia propia del savoir vivre del siglo pasado?

Sones de música lejana. Estábamos en una especie de bastidores de un escenario invisible.

En el interior había un par de mesas vacías y sillas apartadas. La mujer se detuvo y preguntó a su acompañante:

— ¿No vas a bailar?

— No me apetece — repuso él. Era la primera vez que yo oía su voz.

Era apuesto, pero en cierto modo insensible, de una pasividad extraña, como si nada en el mundo le inspirase interés. Tenía una boca maravillosa, casi femenina. Me miró, y después la miró a ella. No dijo nada más.

— Bueno, pues vete, si quieres… — instó ella. El apartó la cortina que servía de pared y se fue.

Yo le seguí.

— ¡Escuche! — oí a mis espaldas.

Me detuve. Tras la cortina sonaron unos aplausos.

— ¿No quiere sentarse?

Me senté sin decir nada. El perfil de la mujer era magnífico. Sus orejas estaban cubiertas por discos cuajados de perlas.

— Soy Aen Aenis.

— Hal Bregg.

Pareció asombrada. No de mi nombre, que nada podía decirle, sino más bien de que yo escuchara su nombre con tanta indiferencia. Ahora podía contemplarla de cerca. Su belleza era perfecta y, en cierto modo, despiadada, así como sus movimientos, tranquilos, mesurados y negligentes. Llevaba un vestido gris rosado, más gris que rosa, que era como un fondo para su rostro blanco y sus manos blancas.

— ¿No le gusto? — interrogó con acento sereno.

Ahora fui yo quien se asombró.

— No la conozco.

— Soy la Ammai, de los Verídicos.

— ¿Quiénes son los Verídicos?

Su mirada se posó en mí con interés.

— ¿No ha visto a los Verídicos?

— Ni siquiera sé qué son.

— ¿De dónde ha venido usted?

— Vine desde el hotel.

— ¿Ah, sí? Desde el hotel… — En su voz había una clara ironía —. ¿Y puede saberse dónde estaba antes…, antes de ir al hotel?

— Claro que se puede. En Fomalhaut.

— ¿Qué es eso?

— Una constelación.

— ¿Qué?

— Un sistema de estrellas que está a veintitrés años luz de distancia de aquí.

Parpadeó. Abrió la boca. Era muy hermosa.

— ¿Astronauta?

— Sí.

— Comprendo. Yo soy una realista… bastante conocida.

No dije nada. Guardamos silencio. La música continuaba.

— ¿Sabe bailar?

Casi me eché a reír.

— Lo que ahora se baila… no.

— Lástima. Pero puede aprender. ¿Por qué hizo aquello?

— ¿Qué?

— Allí, en el puente.

No contesté en seguida.

— Fue… una reacción involuntaria.

— ¿Lo conocía?

— ¿Este viaje artificial? No.

— ¿No?

— No.

Un momento de silencio. Sus ojos, antes verdes, eran ahora casi negros.

— Sólo puede verse algo así en algunas copias muy antiguas — dijo como de pasada —. Nadie puede fingirlo. Es imposible. Cuando le vi, pensé que usted…

Me quedé esperando.

— …sería capaz de hacerlo. Porque se lo tomó en serio, ¿no es verdad?

— No lo sé. Tal vez.

— No importa. Yo lo sé. ¿Le gustaría? Me llevo muy bien con Frenet. ¿Quizá ignora usted quién es? El productor jefe del real. Tengo que decírselo. Si usted quiere…

Solté una carcajada. Ella se estremeció.

— Perdone, pero… ¡por los cielos negros y azules! ¿Pensaba usted contratarme…?

— Sí.

No parecía ofendida, más bien lo contrario.

— Gracias, pero no. Lo prefiero, ¿sabe?

— ¡Pero al menos dígame cómo lo hizo! ¿O es un secreto?

— ¿Qué quiere decir? Usted misma vio cómo lo hice. — Me interrumpí —. ¿Se refiere a cómo logré hacerlo?

— Es usted muy perspicaz.

Sabía, como nadie, sonreír sólo con los ojos.

«Espera, pronto te pasarán las ganas de halagarme», pensé.

— Muy sencillo. No es ningún secreto. No estoy be trizado.

— Ah…

Por un momento pensé que se levantaría, pero consiguió dominarse. Abrió mucho los ojos, grandes, lánguidos. Me miró como quien mira a una fiera que está a un paso de distancia, como si encontrara un placer perverso en el terror que yo le inspiraba. Esto constituyó una mayor ofensa para mí que el simple temor.

— ¿Puede usted…?

— ¿Matar? — pregunté, sonriendo ingenuamente —. Sí, puedo hacerlo.

Callamos. La música seguía sonando. Levantó la mirada hacia mí un par de veces. No habló, y yo tampoco. Música. Aplausos. Música. Continuamos así un buen cuarto de hora. De repente se puso en pie.

— ¿Quiere irse conmigo?

— ¿Adonde?

— A mi casa.

— ¿Para beber brit?

— No.

Dio media vuelta y empezó a andar. La odié. Sin volverse, caminaba de un modo diferente de todas las mujeres que había visto en mi vida. No caminaba: se deslizaba. Como una reina.

La alcancé entre los setos, donde ya era casi oscuro. El resto de luz del pabellón se mezclaba con el resplandor azulado de la ciudad. Ella debía de oír mis pasos, pero siguió andando sin volverse a mirar, como si estuviera sola, incluso cuando la cogí del brazo; fue como una bofetada. La agarré por los hombros y la volví hacia mí; su rostro, blanco en la oscuridad, se levantó: me miró a los ojos y no intentó desasirse. Por otra parte, no lo habría conseguido. La besé impetuosamente, lleno de odio, y noté que temblaba.

— Tú… — dijo con voz profunda cuando nos soltamos.

— Calla.

Pero ahora trató de apartarse.

— Aún no — le ordené, y volví a besarla. De pronto mi cólera se transformó en asco hacia mí mismo y la solté. Pensé que huiría, pero no se movió. Intentó ver mi rostro. Yo torcí la cabeza.

— ¿Qué tienes? — preguntó en voz baja.

— Nada.

Me cogió del brazo.

— Vamonos.

Una pareja pasó junto a nosotros y desapareció en la penumbra. Yo también me sumergí en ella. Allí, en la oscuridad, se tenía la impresión de que todo era posible. Cuando hubo más luz, mi ímpetu de unos momentos antes se me antojó ridículo. Sentí que me había metido en algo falso, tan falso como el peligro y la magia anteriores, y seguí caminando. Ni cólera ni odio ni nada; era como si todo me fuese indiferente. Me hallaba bajo unas luces altas e intensas y sentía mi presencia grande y pesada, que convertía en grotesco cada paso que daba a su lado. Pero ella no parecía notarlo. Caminaba a lo largo de la pared junto a la cual había hileras de gliders. Quise detenerme, pero ella dejó resbalar su mano por mi brazo hasta la muñeca, que apretó con fuerza. Yo habría tenido que dar un buen tirón, pareciendo así aún más ridículo; la imagen de un astronauta virtuoso, seducido por una Putifar. Subí tras ella y el glider se estremeció y partió como un rayo. Me encontraba en un glider por primera vez y ahora comprendí por qué no tenían ventanas. Desde dentro eran completamente transparentes, como de cristal. Viajamos en silencio durante largo rato. Los edificios del centro dejaron paso a las singulares formas de la arquitectura suburbana; bajo pequeños soles artificiales se elevaban entre los espacios verdes construcciones de líneas borrosas, hinchadas en extraños cojines, aladas, de tal modo que el límite entre el interior de las casas y sus inmediaciones resultaba impreciso. Invenciones fantasmagóricas, esfuerzos constantes para crear algo que no fuera una repetición de las formas antiguas. El glider abandonó el ancho carril, atravesó el oscuro parque y se detuvo ante una escalera que parecía una cascada de cristal; cuando me apeé, vi un invernadero extendido bajo mis pies.

La pesada puerta se abrió sin ruido. Un vestíbulo gigantesco, enmarcado por una elevada galería, pantallas color de rosa, sin apoyos ni soportes, en las paredes inclinadas. Nichos, como ventanas abiertas a otra habitación, y en ellos, ni fotografías ni maniquíes, sino la propia Aen, enorme, justo delante de mí, abrazada por un hombre de cabellos oscuros que la besaba sobre la catarata de la escalera; Aen envuelta en un vestido blanco y luminoso; más lejos, Aen inclinada sobre flores de color lila, enormes como su rostro. Caminando tras ella, la vi de nuevo en otra ventana, sonriendo como una niña, sola, mientras la luz temblaba en sus cabellos cobrizos.

Escaleras verdes. Habitaciones blancas. Escaleras plateadas. Pasillos y después una habitación que palpitaba en un movimiento lento e incesante. Las paredes se desplazaban quedamente, formando corredores allí donde ella dirigía sus pasos; parecía posible la idea de que un espíritu intangible redondeaba las esquinas de las galerías, las cincelaba, y todo cuanto yo viera hasta ahora no había sido más que un umbral, un principio. Tras cruzar una habitación blanca, iluminada de tal modo por las más finas vetas de hielo que hasta las sombras se antojaban lechosas, entramos en una estancia de menor tamaño cuyo bronce era como un grito después de la inmaculada blancura de la otra. Aquí la única luz provenía de una fuente desconocida e indirecta que iluminaba nuestros rostros desde abajo; ella movió la mano y todo se oscureció; entonces se acercó a una pared y con algunos gestos provocó en ella una hinchazón que en seguida se extendió hasta formar una especie de doble estante; yo conocía la topología suficiente para saber cuánto trabajo de investigación debía de haber costado sólo la línea de apoyo.

— Tenemos un invitado — dijo, deteniéndose. Del revestimiento de madera surgió una mesita baja, con dos servicios completos, que corrió hacia ella como un perro. Las luces grandes se apagaron cuando, desde el nicho del asiento (¡no tengo palabras para describir tales asientos!), ordenó con un gesto que apareciese una pequeña lámpara, y la pared la obedeció con igual premura.

Al parecer ya consideraba suficiente el número de muebles surgidos ante nuestros ojos, pues se apoyó en la mesa y preguntó sin mirarme:

— ¿Blar?

— Como quieras — repuse. Me abstuve de hacer cualquier pregunta; no podía dejar de ser un salvaje, pero al menos podía ser un salvaje silencioso.

Me dio un cono alto con una cañita; brillaba como un rubí y era blando como una piel de fruta aterciopelada. Ella tomó otro. Nos sentamos. Era de una blandura insoportable, como sentarse sobre una nube. El líquido sabía a frutas frescas desconocidas, con grumos pequeños y duros que estallaban sobre la lengua de modo divertido e inesperado.

— ¿Bueno? — inquirió.

— Sí.

Tal vez era una bebida ritual. Para los elegidos, por ejemplo, o al revés, para domesticar a los especialmente peligrosos. Pero yo estaba decidido a no formular ninguna pregunta.

— Es mejor cuando estás sentado.

— ¿Por qué?

— Eres terriblemente alto.

— Ya lo sé.

— ¿Tratas de ser descortés?

— No. Lo soy sin ningún esfuerzo.

Empezó a reír suavemente.

— También soy mordaz — añadí —. Tengo muchas ventajas, ¿no crees?

— Eres diferente — dijo —. Nadie habla así. Dime, ¿cómo es? ¿Qué sientes?

— No te comprendo.

— Ahora disimulas. O has mentido…, pero no. No es posible. No habrías podido…

— ¿Saltar?

— No estaba pensando en eso.

— ¿En qué, pues?

Entrecerró los ojos.

— ¿No lo sabes?

— Veamos, dime — repliqué —, ¿es que ya no lo hace nadie?

— Sí, pero no de este modo.

— Ya. ¿Así que lo hago bien?

— No, no es eso…, es como si tú…

No termino la frase.

— ¿Qué?

— Ya lo sabes. Yo lo sentí.

— Estaba enfadado — confesé.

— Enfadado — dijo con desdén —. Pero ni yo misma sé qué pensaba! Nadie se atrevería a hacer algo parecido, ¿sabes?

Sonreí de forma casi imperceptible.

— ¿Y te ha gustado mucho?

— Oh, no comprendes nada. El mundo carece de miedo, pero tú puedes inspirarlo.

— ¿Quieres que lo repita? — pregunté.

Sus labios se abrieron, y volvió a mirarme como a un animal salvaje.

— Sí.

Se inclinó más hacia mí. Tomé su mano y la coloqué sobre la mía, muy plana; sus dedos apenas cubrían mi palma.

— ¿Por qué tienes la mano tan dura? — preguntó.

— Por las estrellas. Son muy puntiagudas. Y ahora pregúntame por qué mis dientes son tan horribles.

Sonrió — Tus dientes son completamente normales.

Entonces levantó mi mano con tanto cuidado que me recordó mis movimientos frente a los leones. En lugar de sentir confusión, me limité a sonreír. Al fin y al cabo, todo esto era terriblemente absurdo.

Se levantó y por encima de "mi hombro se sirvió algo de una botella pequeña y oscura y lo bebió.

— ¿Sabes qué es esto? — inquirió con los ojos cerrados y con una expresión como si se tratara de un líquido ardiente. Tenía unas pestañas enormemente largas, falsas, por supuesto. Las actrices siempre llevan pestañas postizas.

— No.

— ¿No lo dirás a nadie?

— No.

— Es perto…

— Vaya, vaya — dije por decir algo_ Ella volvió a abrir los ojos.

— Te había visto antes. Ibas con un anciano espantoso y luego volviste solo.

— Era el hijo de un joven colega mío — expliqué. «Lo cómico del asunto es que es casi la verdad», pensé para mis adentros.

— Llamas la atención, ¿lo sabes?

— ¿Y qué puedo hacer?

— No sólo por tu altura. También andas de un modo diferente, y te quedas mirando como si…

— ¿Qué?

— Como si debieras ser precavido.

— ¿Por qué?

No respondió. El color de su rostro experimentó un cambio. Respiraba audiblemente y se contemplaba la mano. Las yemas de sus dedos temblaban.

— r-Ahora — dijo en voz baja, sonriendo, pero no a mí. Su sonrisa era como ausente, sus pupilas se ensanchaban tanto que el iris desapareció. Se inclinó lentamente hacia atrás, hasta que quedó tendida sobre el diván gris. Sus cabellos cobrizos se soltaron, y su mirada era triunfante y a la vez entorpecida —, bésame.

La abracé. Pero era espantoso: lo quería y no lo quería; tenía la sensación de que ella no era la misma, como si pudiera transformarse en otra cosa en un momento dado. Ella hundió los dedos en mi cabello y su aliento, cuando cayó a un lado, parecía un gemido. «Uno de los dos es irreal — pensé —, pero ¿quién? ¿ella o yo?» La besé, su rostro era dolorosamente hermoso, terriblemente extraño, y en seguida predominó el placer, imposible de frenar; pero incluso entonces seguí siendo un observador frío y silencioso, y no me perdí del todo. El diván, obediente, casi leyendo nuestros pensamientos, se convirtió en apoyo para nuestras cabezas: era como la presencia de un tercero. Me sentía vigilado, y no intercambiamos ni una sola palabra. Me dormí sobre su cuello, todavía con la sensación de que alguien nos contemplaba…

Cuando me desperté, ella dormía. Era otra habitación. No, la misma, pero cambiada en cierto modo: una parte de la pared se había desplazado y se veía el día naciente. Sobre nosotros, como olvidada, lucía una esbelta lámpara. Enfrente, sobre las copas de los árboles aún casi negras, el cielo se aclaraba. Con cuidado me trasladé hasta el borde del diván. Ella murmuró algo parecido a «Alan» y siguió durmiendo. Atravesé grandes salas vacías. Todas las ventanas daban al este. Entró un destello de sol y llenó todos los muebles transparentes, tembloroso como un fulgor de vino tinto. Vi a través de la serie de habitaciones la silueta de un hombre; era un robot nacarado, sin rostro; su tronco brillaba débilmente, algo ardía en su interior, como una lamparilla ante la imagen de un santo; una pequeña llama de color granate.

— Quiero salir de aquí — dije.

— Muy bien, señor.

Escaleras plateadas, verdes, azules. Me despedí de pronto de todos los rostros de Aen en el vestíbulo de techo alto como el de una iglesia. Ya era de día. El robot me abrió la puerta. Le ordené que me pidiera un glider.

— Muy bien, señor. ¿Quiere utilizar el glider de la casa?

— De acuerdo. Quiero ir al hotel Alearon.

— Muy bien. Siempre a su servicio.

Alguien ya me lo había dicho una vez. Pero ¿quién? No podía acordarme.

Por una escalera empinada — para que nadie olvidase hasta el fin que esto era un palacio y no una casa corriente — bajamos los dos; a la luz del sol naciente me senté en el vehículo.

Cuando partió, miré a mi alrededor. El robot seguía allí en su actitud respetuosa, algo parecido a una mantis con sus flacos brazos cruzados.

Las calles estaban casi vacías. Las villas descansaban en los jardines como barcos abandonados. O como si se hubieran posado por unos instantes entre los setos y árboles y plegado sus alas triangulares y multicolores.

En el centro había más gente. Casas, aguja, de puntas calentadas por el sol, casas, palmeras, casas gigantescas sobre pilares muy separados entre sí; la calle pasaba por en medio y proseguía hacia el espacio azul; no miré más lejos. En el hotel tomé un baño y telefoneé a la agencia de viajes. Reservé el ulder para las doce. Era divertido hacer estos encargos con tanta facilidad, teniendo en cuenta que no tenía la menor idea de qué era un ulder.

Aún disponía de cuatro horas de tiempo. Llamé al infor del hotel y pregunté acerca de los Bregg. Yo no tenía hermanos, pero el hermano de mi padre había dejado dos hijos, un niño y una niña. Si éstos ya no vivían, tal vez sus hijos…

El infor me encontró once personas apellidadas Bregg. Entonces quise saber su genealogía y resultó que sólo una de ellas, Atal Bregg, pertenecía a mi familia. Era el nieto de mi tío, y ya no muy joven, pues casi tenía sesenta años.

Ahora ya sabía lo que quería saber. Llegué incluso a levantar el auricular para llamarle, pero colgué de nuevo. ¿Qué iba a decirle? ¿O él a mí? ¿Cómo había muerto mi padre? ¿O mi madre? Yo había muerto antes para ellos y como póstumo no tenía el menor derecho a preguntar. Habría sido una verdadera perversidad, un engaño. Solamente yo podía esconderme en el tiempo, que para mí era menos mortal que para ellos. Ellos me habían enterrado en las estrellas, no yo a ellos en la Tierra.

No obstante, descolgué el auricular. La señal fue larga. Por fin contestó el robot doméstico y me dijo que Atal Bregg no se encontraba en la Tierra.

— ¿Dónde está? — interrogué rápidamente.

— En la Luna. Se fue por cuatro días. ¿Qué recado he de darle?

— ¿Qué hace? ¿Cuál es su profesión? — pregunté —. Porque no estoy seguro de que sea el caballero que busco, tal vez se trate de un error…

En cierto modo, a los robots era más fácil mentirles.

— Es psicópeda.

— Gracias. Volveré a llamar dentro de unos días.

Colgué. En todo caso, no era astronauta; menos mal.

Llamé de nuevo al infor del hotel y pregunté qué clase de distracción podían recomendarme para dos o tres horas.

— Le invitamos a nuestro realón — me dijo.

— ¿Qué se representa?

— La novia. Es el último real de Aen Aenis.

Bajé en el ascensor; estaba en la planta baja. La representación ya había comenzado, pero el robot de la entrada me dijo que no me había perdido casi nada, sólo unos minutos. Me guió en la oscuridad, extrajo de algún modo un asiento en forma de huevo, me aposentó en él y desapareció.

La primera impresión era parecida a la del teatro en las primeras filas, pero no del todo:

me hallaba en el escenario, tan cerca estaban los actores. Era como si pudiera alcanzarles con la mano. No habría podido acertarlo más: se trataba de una pieza de mi tiempo, o sea de un drama histórico; la época no estaba bien determinada, pero a juzgar por algunos detalles, la acción tenía lugar algunos años después de mi marcha.

Al principio me divertí con los trajes; la escenografía era naturalista y por ello me distraje encontrando una serie de anacronismos. El primer actor, un hombre muy guapo de cabellos oscuros, salía de su casa con frac — era por la mañana — y se dirigía en coche a ver a su amada; llevaba incluso sombrero de copa, y de color gris, como un inglés acudiendo al Derby.

Entonces apareció una romántica posada con un posadero imposible en la realidad, parecido a un pirata; el héroe se sentó sobre los faldones del frac y bebió cerveza con una cañita. Y así continuó todo.

De repente dejé de sonreír: Aen entró en escena. Iba vestida de un modo absurdo, pero esto ya no era tan importante. El espectador sabía que ella amaba a otro y engañaba a este joven; el típico papel melodramático de una mujer infiel. Un cliché sentimental. Pero Aen no lo interpretaba así. Era una muchacha que siempre vivía el momento presente, libre de toda reflexión, sensitiva, sin rencor, un ser inocente gracias a la ilimitada ingenuidad de su crueldad, que hace infelices a todos porque no quiere hacer infeliz a nadie. En cuanto se hallaba en brazos de uno olvidaba al otro tan completamente que se creía de verdad en su momentánea honradez.

Todo aquel absurdo no importaba nada; sólo importaba Aen, la eximia actriz.

El real era algo más que un teleteatro: cuando yo miraba una parte del escenario, ésta se agrandaba y ensanchaba; el espectador decidía por sí mismo si quería ver un primer plano o toda la escena. Y las proporciones de lo que permanecía en el campo de visión no se desfiguraban. Era una endemoniada combinación óptica, que daba la ilusión de una vida sobrenatural, como ampliada.

Subí a mi habitación para hacer el equipaje, ya que debía partir dentro de pocos minutos.

Resultó que tenía más cosas de las que imaginaba. Aún no había terminado cuando el teléfono empezó a cantar: mi ulder ya estaba preparado.

— Bajo en seguida — contesté.

El robot del equipaje se llevó las maletas y yo ya salía de la habitación cuando el teléfono volvió a sonar. Vacilé. La suave señal se repetía incansablemente. «No ha de parecer una fuga», pensé y descolgué el auricular, no muy seguro de por qué lo hacía.

— ¿Eres tú?

— Sí. ¿Ya te has despertado?

— Hace mucho rato. ¿Qué has hecho?

— Te he visto. En el real.

— ¿Ah, sí? — dijo solamente, pero en su voz oí algo parecido a la satisfacción, como si pensara: «Ahora es mío.» — No — repliqué.

— ¿Qué quiere decir no?

— Eres una gran actriz, pero yo soy algo muy distinto de lo que crees.

— ¿No me lo ha parecido ya esta noche?

Interrumpió la frase. En su voz sonaba el regocijo, y de pronto volvió el sentido del ridículo. Apenas pude dominarlo: un cuáquero de las estrellas, que ya había caído una vez, desesperado, severo, casto.

— No — repuse, sobreponiéndome —, no te lo ha parecido. Y me voy de viaje.

— ¿Para siempre?

Le divertía esta conversación.

— Oye… — empecé, y no supe cómo continuar. Durante unos momentos sólo oí su respiración.

— Di, ¿qué más? — preguntó.

— No lo sé — y rectificando en seguida-: Nada. Me voy ahora mismo. Esto no tiene sentido.

— Claro que no tiene sentido — admitió —, y precisamente por esto puede ser maravilloso.

¿Qué has visto? ¿Los verdaderos?

— No. La novia. Escucha…

— Eso es un desastre completo. Ya no soy capaz de verlo. Lo peor que he hecho en mi vida.

Ve a ver Los verdaderos, o no, será mejor que vuelvas esta noche; te lo proyectaré. No, no, hoy no puedo. Ven mañana.

— Aen, no iré. Me voy de verdad…

— No me llames Aen, llámame «chica» — pidió.

— Chica, ¡vete al diablo! — exclamé.

Colgué el auricular, me sentí terriblemente avergonzado, lo descolgué, volví a colgarlo y salí corriendo de la habitación, como si alguien me persiguiera. Bajé al vestíbulo y allí me enteré de que el ulder se hallaba en el tejado, así que subí hasta arriba. En el tejado había un jardín con un restaurante y un aeródromo. En realidad un aeródromo restaurante, una combinación de niveles, andenes voladores y ventanas invisibles; ni en un año podría encontrar allí mi ulder. Pero me condujeron hasta él casi de la mano. Era más reducido de lo que creía. Pregunté cuánto duraría el vuelo, ya que me apetecía leer.

— Alrededor de doce minutos.

No valía la pena abrir un libro. El interior del ulder recordaba hasta cierto punto un cohete experimental, Termo-Fax, que había conducido una vez, pero con más comodidades. Sin embargo, cuando la puerta se cerró tras el robot, que me deseó cortésmente un buen viaje, las paredes se hicieron transparentes, y como ocupaba el primero de los cuatro asientos — los otros estaban vacíos —, tuve la impresión de que volaba en una silla dentro de un gran recipiente de cristal.

Muy gracioso, pero esto no tenía nada en común con un cohete o un avión; más bien con una alfombra voladora. Al principio, el extraño avión se elevó verticalmente, sin la menor vibración, silbó durante largo rato y después, como obedeciendo una orden, voló en línea recta. De nuevo ocurrió lo mismo que ya observara antes: la aceleración no iba acompañada de un incremento de la inercia. Es difícil decir qué clase de sensación me dominó, pues en el caso de que hubieran sabido independizar la aceleración de la inercia, todos los problemas, tormentos, hibernaciones, pruebas, selecciones de nuestro viaje habrían sido completamente superfluos, por lo que podía sentirme como el conquistador de una cumbre del Himalaya que tras las indescriptibles dificultades del ascenso comprobara de improviso que allí arriba había un hotel lleno de excursionistas porque durante sus esfuerzos solitarios habían construido un funicular en la otra ladera. El hecho de que si me hubiera quedado en la Tierra no habría conocido este misterioso descubrimiento no me consoló en absoluto, sino mucho más la idea de que el nuevo invento quizá no habría podido aplicarse en la navegación cósmica.

Naturalmente, esto era prueba del más puro egoísmo, y yo era consciente de ello; pero el shock era demasiado grande para que pudiera sentir verdadero entusiasmo.

Entretanto, el ulder volaba sin ruido. Miré hacia abajo: estábamos dejando atrás la terminal, que quedaba rezagada como una fortaleza de hielo; sobre los pisos superiores, invisibles desde la ciudad, estaban las negras piqueras de los cohetes. Entonces volamos muy cerca de la casa aguja, la que tenía franjas plateadas y negras; sobrepasaba la altitud de mi vuelo. Desde la tierra no podía apreciarse su altura. Era como un puente que unía la ciudad con el cielo, y las «estanterías» que sobresalían de ella rebosaban de ulders y otros grandes vehículos. En estos lugares de aterrizaje, las personas se antojaban semillas de amapola sobre una bandeja de plata.

Volamos sobre colonias de casas blancas y azules, sobre jardines; las carreteras eran cada vez más anchas y los carriles policromos; los colores dominantes eran el rosa pálido y el ocre. Un mar de casas se extendía hasta el horizonte, dividido de vez en cuando por franjas verdes. Tuve miedo de que continuara así hasta Klavestra. Pero el ulder aumentó la velocidad, las casas se desintegraron, se desintegraron en los jardines y en su lugar aparecieron curvas y rectas gigantescas de los caminos que discurrían por diversos niveles, se juntaban, se cruzaban, desaparecían bajo tierra, se precipitaban en forma de estrella unos contra otros y fluían por la superficie lisa y verdegrís, iluminada por el sol del mediodía, por la que pululaban los gliders. Luego, entre cuadriláteros de árboles, se vieron enormes edificios con tejados que parecían espejos convexos; en sus centros brillaba un resplandor rojizo. Un poco más allá las carreteras se separaron y ahora el verdor lo dominaba todo, interrumpido de vez en cuando por un cuadrado de otras plantas — rojas, azules —, que no podían ser flores, ya que los colores eran demasiado intensos. «El doctor Juffon estaría orgulloso de mí — pensé —. El tercer día y ya… Y qué comienzo. Nada de conquistas corrientes.

Una actriz famosa, conocida en todo el mundo. No sentía mucho miedo, y si lo tuvo, fue un miedo que le causó placer. Ojalá todo siguiera igual. Pero ¿por qué me habló de la proximidad? ¿Es éste el aspecto de la proximidad? Y de qué forma tan heroica salté a la catarata. Un gorila de nobles sentimientos. Pero de ello le ha resarcido ampliamente una belleza ante la cual se inclina la multitud: ¡cuan noble había sido también esto por parte de ella!» Me ardía el rostro. «Eres un estúpido — me dije a mí mismo con indulgencia —. ¿Qué más quieres? ¿Una mujer? Ahora ya tenías una mujer. Tenías todo cuanto se puede tener aquí, además del ofrecimiento de entrar en el real. Ahora tendrás una casa, pasearás por el jardín, leerás libros, contemplarás las estrellas y repetirás con serena modestia: he estado allí. He ido y he vuelto. Y eres tan afortunado que incluso las leyes de la física han trabajado para ti: aún tienes media vida por delante, y ¿qué aspecto tiene Roemer ahora, un siglo más viejo que tú?» El ulder empezó a bajar, se oyó un silbido, la comarca, llena de carreteras blancas y azules que brillaban como pintadas con esmalte, se acercaba a mí. Grandes estanques y pequeñas piscinas cuadradas enviaban hacia arriba los destellos del sol. Las casitas, colocadas sobre las cumbres planas de las colinas, fueron ganando tamaño y claridad. En el horizonte, azul como el aire, había una cordillera de cimas blanquecinas. Vi asimismo caminos de grava, parterres de flores, arriates, el frío verdor del agua en un marco de cemento, senderos en los jardines, arbustos, un tejado blanco; todo esto giró lentamente, me rodeó, se inmovilizó y me admitió en su seno.

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