Capítulo 1

Ben Callahan miró con el ceño fruncido la taza de porcelana china servida en bandeja de plata que tenía delante de sí. Incapaz de introducir uno de sus largos dedos en el agujero del asa, alzó la delicada taza abarcándola con toda la mano. De no haber sido por su anciana anfitriona, no le habría importado lo más mínimo rechazar el té. Pero Emma Montgomery había anunciado que era la hora del té, y por lo que Ben había podido ver, no iba a conseguir sacarle ninguna información relevante mientras no hubiera compartido con ella aquel diario ritual.

Nunca había entendido a los ricos, y su experiencia con ellos jamás le había dejado una impresión positiva. Su madre se había ganado la vida fregando suelos y Ben, desde que era un niño, había sido muy consciente de lo mal que siempre la habían tratado. Tan pronto como pudo ganar por sí mismo algún dinero, había procurado alejarla de aquellas ingratas tareas y del abuso verbal que solía acompañarlas. Resultaba irónico. A la mayor parte de los clientes que habían contratado sus servicios como investigador privado les sobraba el dinero. Y a Ben no le importaba cobrárselo con largueza. Con ese dinero no solo pagaba sus propias facturas, sino el coste de la plaza en el cómodo complejo residencial privado que le había regalado a su madre. Lo consideraba una especie de compensación por los muchos años de esfuerzo que le había dedicado.

La anciana que se hallaba frente a él era una cliente potencial. Se había puesto en contacto con Ben a través de una persona de su círculo social, para la cual había trabajado durante el año anterior. A primera vista, Emma Montgomery le parecía una persona tan tenaz como encantadora. Mientras que otros clientes intentaban esperar hasta el final del trabajo para pagarle.

Emma le había pagado el viaje y las dietas desde Nueva York a Hampshire, Massachusetts, solamente para que pudiera entrevistarse con ella. Le había ofrecido además una suculenta cantidad que jamás antes nadie le había pagado por un solo caso, prometiéndole que cubriría enteramente sus gastos fueran los que fueran, sin hacerle preguntas. Y todo eso antes de explicarle para qué había requerido sus servicios.

Ben no solamente estaba intrigado, sino inclinado a aceptar. El dinero que le había prometido le permitiría trasladar a su madre a una residencia en la que pudiera contar con atención individualizada. Dado el deterioro que estaba sufriendo en la vista ya no podía vivir sola, o al menos tendría que disponer de una ayuda constante. Si eso significaba transigir con manías como una hora fija para tomar el té con todo ese complicado ceremonial, lo soportaría encantado. Miró a su anfitriona. Aquellos penetrantes ojos castaños lo miraban a su vez por encima del borde de la taza, como diciéndole: «Espera, no tengas prisa». Ben se resignó a alzar su taza para tomar otro sorbo.

– Mi nieta necesita alguien que la cuide -le informó de repente la anciana.

Ben a punto estuvo de atragantarse con el té, y de paso tirar la taza al suelo. No debía de haberla oído bien. ¿Le estaba ofreciendo todo ese dinero por atender a una niña?

– ¿Perdón?

– Quizá no me haya expresado bien. Mi nieta está en proceso de encontrarse a sí misma y necesita que alguien la vigile.

Ben dejó la taza sobre su plato, antes de que finalmente se le acabara por caer.

– Creo que la han informado mal, señora Montgomery -hubiera o no dinero de por medio, no estaba dispuesto a ponerse a cuidar críos.

– Llámeme Emma -le ofreció ella, sonriendo.

– Emma. Soy un investigador privado, no un niñero. Por cierto, ¿qué edad tiene su nieta?

Emma recogió entonces un retrato de una mesa, y se lo enseñó. La mujer de la fotografía no era ninguna niña. Tenía el cabello rubio como la miel, unos cálidos ojos castaños y un rostro tan fino y delicado como la porcelana china que había estado a punto de tirar al suelo. Una oleada de deseo barrió a Ben, acelerándole el corazón.

– Tiene casi treinta años y es una verdadera belleza, ¿no le parece? -le preguntó Emma, orgullosa.

– Sí, -se movió incómodo en su asiento-… en efecto -«una auténtica princesa», añadió para sí.

En su profesión, Ben estaba acostumbrado a observar a mucha gente en la realidad y en fotografías. Estaba acostumbrado a formarse opiniones sobre las personas por pura intuición. Raramente se equivocaba en sus impresiones y nunca se dejaba engañar por una cara bonita. Y siempre había sido capaz de mantenerse distante. Hasta ahora. Aquella mujer era lo suficientemente bella como para abrumar sus sentidos y excitar su libido. Sus ojos reflejaban una riqueza de sentimientos y de ocultos secretos que ansiaba desvelar. Aquella misión, que había estado a punto de rechazar, de repente se había convertido en otra que no podía resistir, que se imponía por sí misma.

– Hace unos años Grace se trasladó a Nueva York -le informó Emma-. Ella siempre ha vivido de la cuenta que sus padres le abrieron nada más nacer. Siempre sin un trabajo permanente, sin una pareja estable -subrayó esas últimas palabras antes de mirar apreciativamente a Ben de arriba a abajo.

– Pero… ¿qué le sucede ahora a Grace para que usted haya decidido contactar conmigo así, de repente?

– Ha dejado de retirar dinero de su cuenta y ha decidido ganarse sola la vida.

– A mí me parece que ésa es una decisión admirable -comentó Ben.

– Bueno, claro que lo es. Fue así como la eduqué yo, al fin y al cabo: para que fuera una persona autónoma e independiente. Y lo logró, de sobra. Abandonó Hampshire para escapar al agobiante control de su padre, Edgar, que es mi hijo. Le llamamos «el juez», ya que ése es su oficio -se echó a reír, irónica-. Ese hombre no tiene ni idea de lo que significa una familia; en la suya, imparte justicia como si estuviera en un tribunal. Aunque tengo que admitir que, con el matrimonio de su otro hijo Logan y el bebé que acaba de tener, está aprendiendo un poco… Pero Grace, de cualquier manera, no se ha quedado a contemplar sus progresos.

– Entonces… ¿usted quiere que Grace vuelva a casa? -le preguntó Ben.

– No si ella vive segura y feliz en Nueva York. Ya lo ve; eso es todo lo que me importa. Pero no me llega ninguna información de ella porque no me dice absolutamente nada -la anciana se pasó un dedo por los labios imitando el cierre de una cremallera-. Lo único que me dice es que está bien y que no tengo que preocuparme -de repente resopló de furia-. ¿Cómo puedo no preocuparme cuando va por ahí con una cámara colgada del cuello, prestando más atención a sus fotografías que a cualquier otra cosa?

– Es una persona adulta -se sintió obligado a recordarle Ben.

– Las mujeres como ella son asaltadas todos los días en Nueva York. Ella jura y perjura que ha hecho un curso de autodefensa, como si eso bastara para tranquilizarme. Yo sé que me oculta cosas. Piensa que así yo, que soy ya muy vieja, estoy más tranquila. Pero se equivoca. No se da cuenta de que tenerme en la ignorancia es algo fatal para mi débil corazón.

Ben asintió, comprensivo. Su propio padre había muerto de un ataque cardíaco cuando él sólo tenía ocho años. Lo recordaba como un hombre bueno, con un corazón de oro. El problema era que ese corazón había sido tan débil que había muerto conduciendo a casa de regreso de su trabajo como director de un departamento comercial, no dejándole a su familia nada más que un poco de dinero en el banco y ningún seguro. Su madre se había visto entonces obligada a trabajar en lo único en que tenía experiencia: en actividades domésticas, sólo que en esa ocasión trabajando en las casas de los demás.

– No se equivoque -añadió la anciana, devolviéndolo a la realidad-. Yo me alegro de que Grace esté por fin preparada para enfrentarse sola con el mundo. Eso le dará la oportunidad de divertirse y recuperar todo el tiempo que le hizo perder su padre, pero, al mismo tiempo, esa clase de libertad total y explosiva me asusta. A pesar de que está a punto de cumplir los treinta, Grace ha vivido protegida durante demasiado tiempo. Y yo la conozco. Ahora que ha decidido mantenerse firme, su orgullo no le permitirá llamarme a mí o a su hermano si llega a meterse en problemas. Necesito saber que se encuentra realmente bien.

Ben la miró conmovido. Era sencillamente imposible que le negara a aquella anciana la tranquilidad de espíritu de la que tan necesitada estaba. Su evidente amor por su nieta era lo que iba a sellar aquel acuerdo.

– Me he tomado algunas pequeñas libertades -señaló ella, sonriendo-, bajo la suposición de que iba a aceptar usted el caso…

– ¿De qué libertades se trata, señora… -inquirió Ben, y de inmediato se corrigió-: Emma?

– Grace vive en Murray Hill, en un apartamento de una sola habitación de la Tercera Avenida. Después de una larga conversación con la propietaria, he conseguido reservar para usted el apartamento que está justo enfrente. Al parecer el hermano de la casera vive allí y durante el mes que viene estará fuera en viaje de negocios -su sonrisa se amplió-. Así que su buen amigo Ben Callahan se ha ofrecido, muy amablemente, a trasladarse a su apartamento para cuidárselo durante su ausencia -se inclinó para recoger de la mesa un juego de llaves, que hizo tintinear delante de sus ojos.

– Muy ingenioso -comentó Ben-. Pero supongo que se habrá dado cuenta de que ya tengo una casa donde vivir, Emma.

– Por supuesto -la anciana esbozó una mueca, como si fuera tardo en comprender. Luego, sin previo aviso, le tomó una mano mirándolo con una tácita plegaria en los ojos que lo conmovió todavía más-. Necesito saber que Grace está a salvo, satisfecha y realizada, antes de que me muera. Y usted sólo puede averiguarlo si se acerca lo suficiente a ella y lo comprueba por sí mismo. Tengo entendido que es usted el mejor, Ben.

Sabía que lo estaba manipulando descaradamente, pero aun sí no podía negarse. Además, sus motivos le parecían tan sinceros y tan puros que tenía por fuerza que aceptar. ¿Qué daño podía suponer para nadie que llegara a intimar con aquella joven lo suficiente como para asegurarle a su abuela que todo estaba en orden? Podría darle a aquella anciana la tranquilidad de espíritu que necesitaba, y conseguir al mismo tiempo el dinero para la atención requerida por su madre.

– ¿Y bien? -inquirió Emma.

Ben miró la fotografía una vez más. Diablos, si se había dejado impresionar por una simple foto… ¡sólo el cielo sabía cómo reaccionaría cuando la viera en carne y hueso! Emma le dio una cariñosa palmadita en la rodilla.

– Tranquilo. Todos los hombres reaccionan así cada vez que la ven.

Ben se preguntó si supuestamente le habría dicho aquello para que se sintiera mejor.

– Intuyo que podrá darse cuenta ahora de por qué Grace necesita que alguien vele por ella, sobre todo desde que vive sola y es más vulnerable que antes.

Ben dudaba que Grace fuera tan ingenua como la había pintado Emma. De todas formas, comprendía muy bien la preocupación de la anciana; más de lo que debería haber hecho con cualquier otro cliente y lo suficiente para empujarlo a apartarse del caso. Miró fijamente aquellos persuasivos ojos castaños, consciente de que no podía negarse. El amor de Emma por Grace era una razón, a la que había que añadir la de sus propias necesidades económicas. Pero había otra más, un motivo mucho más elemental. Si se negaba, Emma contrataría a otro investigador privado para que se acercara a su nieta.

Ben sabía que, respecto a Grace, no iba a poder confiar en sí mismo. Pero también sabía que por nada del mundo consentiría que otro investigador se hiciera cargo del caso.


En aquel instante Grace sentía correr la adrenalina por sus venas, una reacción natural después de haber pasado toda la tarde haciendo unas fotos que verdaderamente le habían llenado el alma. Al contrario de lo que le ocurría con su trabajo temporal en un estudio fotográfico especializado en retratos, disfrutaba plenamente del tiempo que pasaba en el parque. Incluso una parada de rutina en la esquina de la tienda de alimentación no había conseguido privarla de la excitación que sentía haciendo lo que más amaba. Y, si no se equivocaba en sus intuiciones, había hecho exactamente las fotos adecuadas. Perfectas.

Sujetó como pudo las bolsas de comida mientras sacaba las llaves del apartamento de un bolsillo de su poncho; tuvo algún problema para hacerlo, dada la cantidad de pliegues que tenía. Regalo de su querida abuela, aquel poncho le había permitido antaño ocultar su cámara al resto de su familia, que no había comprendido sus inclinaciones artísticas más de lo que la habían comprendido a ella. Había tenido que huir a una enorme ciudad como era Nueva York para poder estar sola, adquirir experiencia de la vida y descubrir a la verdadera Grace Montgomery. Sus gustos, sus metas, su futuro. Pero, irónicamente, esa decisión de irse a vivir sola no la había ayudado a cumplir sus objetivos. Había terminado viviendo de la cuenta personal que le habían abierto desde que era niña, sin dejar de esforzarse por emular a su familia porque, inconscientemente, había buscado una aprobación que jamás recibiría. Sólo cuando su hermano Logan se casó, recientemente, con la mujer más pragmática y realista que había conocido en toda su vida, tomó conciencia Grace de que lo que ella realmente quería era lo mismo que su hermano: una vida de su propia elección.

Una vez más la ironía entraba en escena. Aunque Grace se había separado del selecto club al que siempre había pertenecido, había seguido manteniendo el contacto con sus amigos más cercanos. Como por ejemplo Cara Hill, una mujer a la que Grace quería tanto como respetaba por su incansable trabajo en CHANCES, organización solidaria que trabajaba con niños en situaciones desfavorecidas. Actualmente estaba elaborando un folleto explicativo, y había conseguido suscitar el interés de una revista de gran tirada para sensibilizar a la gente sobre la problemática social de los niños que atendía su organización. Conseguir respaldo financiero era su objetivo principal, y Cara había confiado en una fotógrafa desconocida, que no era otra que su amiga Grace, para que capturara en sus instantáneas la triste realidad en la que se movían esos niños. Grace, por supuesto, había aceptado encantada la propuesta.

Logró encontrar la llave en el preciso momento en que una de las bolsas se le cayó de las manos para estrellarse en el suelo.

– Han debido de ser los huevos -gruñó entre dientes.

– ¿Otra fiesta echada a perder? -pronunció una voz masculina a su espalda.

El instinto le dijo a Grace que aquella voz tan sexy pertenecía a su nuevo vecino. Cerró los ojos, presa de una sensación que ya había experimentado con anterioridad cuando lo vio por primera vez desde la ventana de su apartamento, mientras descargaba sus cosas del maletero de su Mustang negro. Su vecino, Paul Biggs, agente de inversiones, se había marchado de viaje de negocios después de advertirle que, durante su ausencia, un nuevo inquilino ocuparía su apartamento del otro lado del pasillo. Y su nuevo vecino había resultado ser un hombre terriblemente sexy, con sus vaqueros ajustados y su camiseta desteñida que dejaba traslucir un torso maravillosamente esculpido.

Armándose de valor para enfrentar aquel primer encuentro, Grace dejó el resto de sus bolsas en el suelo y se volvió. Y aunque ya lo había atisbado una vez por la ventana, de lejos, e incluso le había sacado un par de fotos, descubrió que aquello no tenía nada que ver con la experiencia de verlo de cerca. Estaba apoyado en la pared, cuyo color gris contrastaba con su cabello negro y brillante, que parecía suplicar a gritos que lo acariciaran…

Grace tragó saliva. ¿De dónde había sacado una ocurrencia semejante? Nunca antes se había sentido tentada a acariciar el cabello de un hombre, pero aquel hombre era completamente distinto de cualquier otro que hubiera conocido. Emanaba una cruda sexualidad que parecía despertar algo primario y elemental en su interior. Algo que jamás había sabido que existía… hasta ahora. Era pura testosterona envuelta en un paquete que decía «no te enredes conmigo». Con lo cual resultaba todavía más tentador…

– Me parece que necesitas que te echen una mano. Soy Ben Callahan, tu nuevo vecino -su profunda voz la sacó de sus reflexiones.

– Grace Montgomery -consciente de que la había sorprendido observándolo, le tendió la mano.

– Estaba hablando metafóricamente -Ben se echó entonces a reír… con una cálida y vibrante risa que convirtió todas sus terminaciones nerviosas en puro fuego. Lejos de dejarse intimidar por su comportamiento demasiado formal, se apresuró a estrecharle la mano-. Yo también me alegro de conocerte.

Un torrente de calor fluyó entre ellos a través de aquel contacto. Ben se aclaró la garganta y se apresuró a retirar la mano, dejando que Grace se preguntara si se había sentido tan afectado como ella.

– ¿Puedo ayudarte con esas bolsas?

– No, gracias. Ya me arreglo yo sola.

– Bueno, mi madre me educó para no dejar jamás desasistida a una dama, y además… -añadió con una lenta sonrisa-… me gusta ayudar a las mujeres bonitas -sin esperar su respuesta, se agachó para recogerle las bolsas.

Grace se volvió hacia la puerta, con la llave en la mano. Consciente de su impresionante presencia a su espalda, abrió y entraron al apartamento.

– ¿Dónde las dejo? -inquirió él.

– Ahí mismo, sobre el mostrador de la cocina -señaló el minúsculo pasillo que llevaba al espacio de la cocina.

Ben depositó allí las bolsas, huevos rotos incluidos.

– ¿Estaba o no en lo cierto? ¿Has echado a perder otra fiesta?

Evidentemente se refería a la cena colectiva de la noche anterior, que había celebrado en su apartamento. Una vez que Grace se dio cuenta de que su trabajo para CHANCES le permitía hacer maravillosas instantáneas de niños, había empezado a repartir copias entre sus padres y familiares, a los que solía invitar una vez por semana para tomar un café y regalarles las fotos. Era lo menos que podía hacer por ellos.

– No se trata de ninguna fiesta. Todavía no he celebrado ninguna. Y lo de anoche no fue ni mucho menos tan escandaloso como tú pareces sugerir…

– Vaya, y yo que creía que me había perdido una buena juerga -la curiosidad iluminó sus rasgos mientras le sostenía la mirada.

– Sólo invité a unas cuantas amigas. ¿Serviría de consuelo para tu ego si te dijera que el cartero perdió la invitación que te envié? -bromeó Grace, sonriendo.

– No -se echó a reír de nuevo-, pero sí me ayudaría que celebraras una fiesta de bienvenida en mi honor.

– Yo… hum, creo que algo podría hacerse al respecto.

Por mucho que disfrutara con esas bromas, aquel encuentro la estaba afectando demasiado. Aspiró profundamente. Su aroma masculino la seducía y excitaba a la vez. Su vida, que apenas hasta el día anterior había estado presidida por la rutina y la preocupación, gozaba ahora de chispa y encanto. Y de inspiración, añadió en silencio mientras lo contemplaba. Ben Callahan representaba todo aquello que más la intrigaba del sexo opuesto, y no tenía nada que ver con el tipo de hombres que la habían cortejado allá, en la casa de sus padres: tipos de traje y corbata, fríos y estirados. Por lo demás, desde que se trasladó a Nueva York no se había preocupado demasiado por entablar relaciones con hombres. Sobre todo después de un par de experiencias tan desastrosas como aburridas.

Nada en Ben parecía aburrido. No había nada en él, desde su seductor aroma a su abrasador contacto, que no pudiera disfrutar. ¿Por qué no aprovecharse de aquel descubrimiento? Profesionalmente, Grace ya había empezado a desarrollarse. A un nivel más personal, sin embargo, se había acostumbrado tanto a rechazar pretendientes y ofertas a salir, todo en beneficio de su trabajo, que tenía la sensación de que sus encantos femeninos se estaban oxidando por falta de uso. Pero gracias a Ben Callahan eso estaba a punto de cambiar. Tanto si lo supiera como si no, aquel hombre acababa de convertirse en la segunda etapa de su proceso de conocimiento de sí misma.

– ¿Y bien? -se inclinó hacia él, colocándose peligrosamente cerca de la tentación-. ¿Qué es lo que pretendes, si se puede saber?

– Me gustaría llegar a conocerte mejor, Grace -sonrió.

– Me parece bien -repuso, devolviéndole la sonrisa.

Le gustaba su descaro. Estaba demasiado harta de hombres contenidos e hipócritas.

Ben le había dejado saber a las claras quién era y qué era lo que quería. Y le había insinuado que se encontraba disponible… Se humedeció los labios resecos con la punta de la lengua, observando fascinada cómo seguía su movimiento con los ojos. De repente, sin previo aviso, Ben desvió la mirada y se apartó.

Aquella súbita retirada le resultaba tan inesperada como incomprensible, pero en cualquier caso Grace soltó un suspiro de alivio: al menos había podido recuperar el aliento. Con las manos en los bolsillos, pasó de largo a su lado y contempló su pequeño apartamento.

– ¿Tiene un único dormitorio?

– Sí.

Observó entonces la zona del comedor, decorada con lujosas alfombras orientales y exquisitas piezas decorativas de porcelana.

– Es muy bonito.

– Gracias -había decorado el apartamento cuando todavía vivía de la cuenta que le habían abierto sus padres. Pero aunque quería satisfacer el deseo de Ben de llegar a conocerla mejor, no iba a entrar en explicaciones ahora, sobre todo cuando tan poco sabía de él, así que se dirigió hacia la cocina-. Bueno, he de vaciar las bolsas de comida y…

– ¿Grace? -cuando ella se volvió para mirarlo, le preguntó-: ¿Pasa algo malo?

«Nada aparte de sentirme terriblemente desconcertada por tu rápido cambio de actitud», respondió en silencio. Pero si los sentimientos de Ben eran tan inquietantes y desenfrenados como los suyos, eso era algo que podía comprender muy bien.

– Oh, no -mintió-. Me he quedado un poco pensativa, nada más. Me alegro de haberte conocido, Ben.

– Lo mismo digo.

Vaciló por un instante, pero de pronto extendió una mano para acariciarle delicadamente una mejilla. Otro súbito y desconcertante cambio de registro. Fue un contacto fugaz, pero tan abrasador como electrizante.

– Nos vemos, Grace.

– Adiós.

Salió del apartamento caminando con una gracia elegante y sexy que ella no pudo menos que admirar. La puerta se cerró a su espalda y Grace se abrazó, abrumada y asombrada por las sensaciones que aquel hombre acababa de despertarle. Ben parecía reclamar a gritos aquella parte de su persona que ella había reprimido durante todo el tiempo que había vivido bajo las rígidas reglas de su padre.

Recordaba muy bien la única ocasión en que se había escabullido de la casa familiar para ir a reunirse con sus amigas en un bar. Eso era algo que su padre le había hecho pagar con creces, ya que había llamado a los padres de sus amigas para que castigaran a sus hijas, asegurándose al mismo tiempo de que ninguna de ellas le dirigiera la palabra o la viera durante un tiempo. El juez había satisfecho su objetivo. Grace nunca había vuelto a rebelarse. Pero en su atractivo vecino estaba descubriendo la oportunidad de hacer eso mismo sin padecer tan penosas consecuencias…

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