Cuando sopla viento del norte, el mar embiste contra el muro del Malecón como desatado por un ejército de sitiadores dispuestos a abatir La Habana por la revolución. Saltan por el aire galones de agua y caen en forma de lluvia sobre la ancha vía costera, arrastrando parte del polvo de los grandes coches estadounidenses que viajan hacia el oeste y empapando a los peatones que, osados o incautos, se atreven a pasear por allí en invierno.
Me quedé unos minutos contemplando el batir del mar a la luz de la luna con verdadera esperanza. Las olas se acercaban mucho, pero no lo suficiente para alcanzar el gramófono de unos jóvenes cubanos que habían pasado casi toda la noche oyendo rumbas -la música que suena en toda la isla- enfrente de mi edificio de apartamentos, impidiéndome dormir a mí y, seguramente, a otros cuantos vecinos más. A veces echaba de menos el ritmo rústico y monstruoso de las bandas alemanas de metales, por no hablar de las granadas de mano y sus propiedades para despejar las calles.
Incapaz de dormir, se me ocurrió que podía ir a Casa Marina, pero lo descarté, porque a esas horas, lo más seguro era que mi chica predilecta ya no estuviera libre. Por otra parte, Yara estaba durmiendo en mi cama y, aunque jamás habría puesto objeciones a que saliese tan tarde a dar una vuelta, sería desperdiciar los diez dólares que tendría que pagar a doña Marina, porque yo ya no podía cumplir debidamente la tarea de hacer el amor dos días seguidos, conque no digamos dos veces en una sola noche. Así pues, me senté a terminar el libro que estaba leyendo.
El libro era en inglés.
Llevaba una temporada estudiando esa lengua con la intención de convencer a un inglés, llamado Robert Freeman, de que me diese trabajo. Freeman era empleado de Gallaher, el gigante británico del tabaco, y dirigía una empresa subsidiaria, la J. Frankau, que tenía la exclusiva de la distribución de puros habanos en Gran Bretaña desde 1790. Lo rondaba con la esperanza de convencerlo de que me mandase a Alemania -por cuenta propia, añado-, a abrir nuevos mercados en Alemania Occidental. Suponía que bastaría una carta de presentación y unas cuantas cajas de puros de muestra para facilitar el regreso a Alemania a Carlos Hausner, argentino descendiente de alemanes, y a mí, de paso.
No es que Cuba no me gustase. Ni mucho menos. Había salido de Argentina con cien mil dólares americanos y vivía muy holgadamente en La Habana, pero suspiraba por un lugar sin insectos que picasen, donde la gente se fuese a dormir a una hora prudencial y donde las bebidas se tomasen sin hielo: estaba harto de ganarme un dolor de cabeza helado cada vez que iba a un bar. Otro motivo para querer volver a Alemania era que mi pasaporte argentino no duraría eternamente. Sin embargo, en cuanto estuviera allí sano y salvo, podría desaparecer sin peligro. Una vez más.
Naturalmente, de volver a Berlín, ni hablar. Por un motivo: la ciudad había quedado sin salida al mar, sitiada, en poder de los comunistas en la República Democrática de Alemania. Y por otro más: era fácil que la policía de Berlín me tuviese en busca y captura en relación con el homicidio de dos mujeres en Viena en 1949. No es que las hubiese matado yo. He hecho muchas cosas en mi vida de las que me siento menos orgulloso, pero jamás he matado a una mujer, sin contar a una soviética a la que pegué un tiro en el largo y tórrido verano de1941; pertenecía a un escuadrón de la muerte de la nkvD que acababa de matar en sus celdas a unos cuantos millares de prisioneros desarmados. Sin embargo, supongo que los rusos me considerarían un criminal, otra buena razón para no volver a Berlín. Hamburgo parecía mejor plan: se encontraba en la República Federal y no conocía a nadie allí. Y lo que es más importante: nadie me conocía a mí.
Entre tanto, vivía bien. Tenía lo que deseaba la mayoría de los habaneros: un apartamento grande en el Malecón, un gran coche americano, una mujer que me proporcionaba relaciones sexuales y una que me hacía la comida. Algunas veces, coincidían las dos en la misma persona. Sin embargo, mi apartamento de Vedado se encontraba a unas pocas y tentadoras manzanas de la esquina con la calle Cuarenta y Cinco y, mucho antes de que Yara se convirtiera en mi amante ama casa, había adquirido yo la costumbre de visitar con regularidad la casa de putas más famosa y lujosa de la ciudad.
Yara me gustaba, pero nada más. Se quedaba cuando le apetecía, no porque se lo pidiese yo, sino porque quería ella. Me parece que era negra, aunque en Cuba no es fácil distinguir esas cosas con certeza. Era alta y delgada, unos veinte años más joven que yo y tenía cara de caballito muy querido. No era prostituta, porque no cobraba por ello, solamente lo parecía. Casi todas las mujeres de La Habana lo parecían. Casi todas las prostitutas parecían la hermana menor de uno. Yara no lo era porque se ganaba mejor la vida robándome. No me importaba. Así me evitaba tener que pagarle. Además, sólo me robaba lo que creía que podía sobrarme. No escupía ni fumaba puros y era creyente de la santería, una religión que me parecía un poco como el vudú. Me hacía gracia que rezase por mí a unos dioses africanos. Seguro que funcionaban mejor que los dioses a los que había rezado yo.
Tan pronto como se despertó el resto de la ciudad, me fui por el paseo del Prado en mi Chevrolet Styline. Probablemente ese modelo fuera el más normal en Cuba y, muy posiblemente, uno de los de mayor tamaño. Tenía más metal que Aceros Bethlehem. Aparqué delante del Gran Teatro. Era un edificio neobarroco con una lujosa fachada tan atestada de ángeles que, evidentemente, el arquitecto debía de creer que era más importante ser dramaturgo o actor que apóstol. En estos tiempos, cualquier cosa es más importante que ser apóstol. Sobre todo en Cuba.
Había quedado con Freeman en el fumadero de la cercana fábrica de puros Partagas, pero era pronto, conque me fui al hotel Inglaterra y me puse a desayunar en la terraza. Allí me encontré con el típico elenco de personajes cubanos, salvo las prostitutas: todavía era demasiado temprano para ellas. Había oficiales navales estadounidenses de permiso, procedentes de un buque de guerra anclado en la bahía, algunas matronas turistas, unos cuantos hombres de negocios chinos del cercano Barrio Chino, un par de hampones con traje de sarga y pequeño sombrero Stetson y tres oficiales del gobierno con chaqueta oscura de raya diplomática, la cara más oscura que las hojas de tabaco y gafas más oscuras todavía. Tomé un desayuno inglés y luego crucé el bullicioso Parque Central, lleno de palmeras, y me acerqué a mi tienda predilecta de La Habana.
Hobby Centre, en la esquina de Obispo y Berniz, vendía maquetas de barcos, coches de juguete y, lo más importante para mis propósitos, trenes eléctricos. Yo tenía un Dublo de sobremesa con tres carriles. No se parecía en nada al que había visto en una ocasión en casa de Hermann Goering, pero me gustaba mucho. En la tienda, recogí una locomotora nueva con vagoneta que había pedido a Inglaterra. Tenía muchas maquetas inglesas, pero también había hecho varios elementos de mi juego yo mismo, en mi taller de casa. A Yara le desagradaba el taller casi tanto como temía el juego del tren. Le parecía que todo aquello era un poco demoniaco. No porque emulase el movimiento de los trenes de verdad. No; no era tan primitiva. Lo que consideraba un tanto hipnótico y demoniaco era que pudiese fascinar tanto a un hombre adulto.
La tienda estaba a pocos metros de La Moderna Poesía, la mayor librería de La Habana, aunque más bien parecía un refugio antiaéreo de cemento. Me cobijé en el interior y elegí un libro de ensayos de Montaigne en inglés, no porque ardiese en deseos de leer al autor, porque sólo lo conocía vagamente de oídas, sino porque me pareció un libro para mejorar y, la verdad, prácticamente cualquiera de Casa Marina podría haberme recomendado mejorar un poco. Pensé que, como mínimo, necesitaba empezar a ponerme gafas con mayor frecuencia. Por un momento creí tener una visión. Allí, en la librería, había una persona a la que había visto por última vez en otra vida, hacía veinte años.
Era Noreen Charalambides.
Sólo que no lo era. Había dejado de ser Noreen Charalambides, igual que había dejado yo de ser Bernhard Gunther. Hacía mucho tiempo que se había separado de Nick, su marido, y había vuelto a ser Noreen Eisner, que era como la conocía el mundo lector ahora, por ser autora de más de diez novelas de éxito y varias obras de teatro famosas. Estaba firmando un libro bajo la ferviente mirada de una empalagosa turista estadounidense, en la caja en la que iba yo a pagar el libro de Montaigne, es decir, que nos vimos los dos al mismo tiempo. De lo contrario, es fácil que me hubiese largado a la chita callando. Lo habría hecho porque estaba en Cuba con un nombre falso y, cuanta menos gente lo supiera, mejor. Y también por otro motivo: no estaba yo nada favorecido físicamente. Había dejado de estarlo en la primavera de 1945. Ella, por el contrario, no había cambiado nada. En su pelo castaño se veía alguna hebra blanca; también un par de arrugas en la frente, pero seguía siendo guapísima. Llevaba un bonito broche de zafiro y un reloj de oro. Escribía con una estilográfica de plata y de su brazo colgaba un caro bolso de cocodrilo.
Al verme, se tapó la boca con la mano, como si hubiera visto un fantasma. Y a lo mejor era cierto. Cuanto mayor me hago, más fácil resulta creer que mi pasado es el de otro y que no soy más que un espíritu en el limbo o un holandés errante, condenado a surcar los mares eternamente.
Me toqué el ala del sombrero sólo por comprobar si la cabeza seguía en su sitio y dije «Hola», pero en inglés, cosa que debió de confundirla un poco más. Pensando que no se acordaría de mi nombre, fui a quitarme el sombrero, pero no lo hice. Quizá fuese mejor así, hasta que le dijese el nuevo.
– ¿De verdad eres tú? -musitó.
– Sí.
Se me puso en la garganta un nudo más grande que un puño.
– Creía que habías muerto, con toda probabilidad. Lo daba por cierto, la verdad. No puedo creer que seas tú.
– A mí me pasa lo mismo, cada vez que me levanto por la mañana y me voy cojeando al cuarto de baño. Siempre tengo la sensación de que me han cambiado el cuerpo por el de mi padre mientras dormía.
Noreen sacudió la cabeza. Se le saltaron las lágrimas. Abrió el bolso y sacó un pañuelo que no habría servido ni para enjugar el llanto de un ratón.
– Puede que seas la respuesta a mi oración -dijo.
– Pues habrás rezado a la santería -dije-, a algún espíritu vudú disfrazado de santo católico… o peor todavía.
Me callé un momento pensando en qué antiguos demonios, qué poderes infernales se habrían apoderado de Bernie Gunther y lo habrían convertido misteriosa y perversamente en respuesta a una oración inútil.
Cohibido, miré alrededor. La turista untuosa era una señora gorda de unos sesenta años, con guantes finos y un sombrero de verano con velo que recordaba a un apicultor. Nos miraba a Noreen y a mí con una atención como si estuviéramos en el teatro. Cuando no observaba la conmovedora escenita del reencuentro, contemplaba la firma de su libro, como si no pudiera terminar de creer que la había estampado la autora.
– Oye -dije-, aquí no podemos hablar. Quedemos en el bar de la esquina.
– ¿El Floridita?
– Nos vemos allí dentro de cinco minutos. -Entonces, miré a la cajera y le dije-: Cargue esto a mi cuenta, por favor. Me llamo Hausner. Carlos Hausner.
Lo dije en español, pero estaba seguro de que Noreen lo entendería. Siempre entendía rápidamente cualquier situación. Le lancé una mirada y asentí con un gesto. Ella asintió también, como dándome a entender que mi secreto estaba bien guardado. De momento.
– Bien, en realidad ya he terminado -dijo Noreen. Sonrió a la turista; ésta sonrió también y le dio las gracias profusamente, como si, en vez de un libro, le hubiese firmado un cheque de mil dólares-. En tal caso, ¿por qué no nos vamos juntos? -Me agarró del brazo y me llevó hasta la salida-. La verdad es que no quiero que desaparezcas ahora, que he vuelto a encontrarte.
– ¿Por qué iba a desaparecer?
– ¡Ah! Se ocurren muchos motivos -dijo-, «señorHausner». A fin de cuentas, soy escritora.
Salimos de la librería y subimos una cuesta suave en dirección al Floridita.
– Ya lo sé. Incluso he leído un libro tuyo, el de la Guerra Civil Española: Lo peor es lo mejor para el valiente.
– ¿Y qué te pareció?
– ¿Sinceramente?
– Inténtalo, digo yo, «Carlos»
– Me gustó.
– Conque no mientes sólo sobre tu nombre, ¿eh?
– En serio, me gustó.
Estábamos fuera del bar. Un hombre abrió la capota de un Oldsmobile y nos saludó interponiéndose en nuestro camino.
– ¿Taxi, señor? ¿Taxi?
Lo despedí con un movimiento de la mano y, a la puerta del bar, cedí el paso a Noreen.
– Sólo puedo tomar algo rápido y me voy. He quedado dentro de quince minutos. En la fábrica de puros. Cuestión de negocios. Puede que me salga trabajo, por eso no puedo faltar.
– Si lo prefieres así… Al fin y al cabo, no ha sido más que media vida.
La barra era de caoba, del tamaño de un velódromo; detrás se veía un mural bastante mugriento de un barco antiguo entrando en el puerto de La Habana. Podría haber sido un barco de esclavos, pero más probablemente fuese uno de tantos cargamentos de marineros o turistas estadounidenses, como los que atestaban El Floridita en ese momento, casi todos recién desembarcados del crucero atracado en la bahía, junto al destructor. Dentro del local, un trío de músicos se preparaba para tocar. Buscamos una mesa y rápidamente, antes de que el camarero dejase de oírnos, pedí algo de beber.
Noreen se entretuvo en mirar lo que había comprado yo.
– Conque Montaigne, ¿eh? ¡Impresionante!
Me habló en alemán, dispuesta, probablemente, a hacerme alguna pregunta comprometida sin peligro de que nos oyeran y nos entendieran.
– No tanto. Todavía no lo he leído.
– ¿Qué es esto? ¿Hobby Centre? ¿Tienes hijos?
– No; es para mí. -Sonrió y yo me encogí de hombros-. Me gustan los trenes eléctricos. Me gusta que den vueltas y vueltas, como un pensamiento aislado, sencillo e inocente en mi cabeza. Es una forma de olvidar otros pensamientos que tengo.
– Ya sé. Eres como la institutriz de Otra vuelta de tuerca.
– ¡Ah! ¿Sí?
– Es una novela de Henry James.
– No lo sabía. Y bien, ¿tú has tenido hijos?
– Una hija. Dinah. Acaba de terminar los estudios.
Llegó el camarero y nos puso las bebidas delante limpiamente, como un gran maestro de ajedrez enrocándose. Cuando se hubo ido, Noreen dijo:
– ¿Qué ha pasado, Carlos? ¿Te buscan o algo así?
– Es largo de contar. -Brindamos en silencio.
– Me lo imagino.
Eché una mirada al reloj.
– Demasiado, para contártelo ahora. Otra vez será. ¿Y tú? ¿Qué haces en Cuba? Lo último que supe de ti fue que te habían hecho pasar por el HUAC, ese tribunal de pega de Actividades Antiamericanas. ¿Cuándo fue?
– En mayo de 1952. Me acusaron de comunista, estaba en la lista negra de varios estudios de cine de Hollywood -agitó su bebida con una pajita- y por eso he venido aquí. Un buen amigo mío que vive en Cuba se enteró de que me habían sometido a la farsa del HUAC y me invitó a pasar una temporada en su casa.
– Un amigo que vale la pena.
– Es Ernest Hemingway.
– Vaya, un amigo de quien he oído hablar.
– Por cierto, este bar es uno de los que más le gustan.
– ¿Y él y tú…?
– No. Está casado. De todos modos, ahora mismo no está en la isla. Se ha ido a África. Asuntos de matar… a sí mismo, principalmente.
– ¿También es comunista?
– ¡No, por Dios! No es nada político. Lo que le interesa a él es la gente, no las ideologías.
– Muy sabio.
– Pero no lo demuestra.
La banda empezó a tocar y me quejé. Lo hacía de una manera que mareaba, balanceándose de un lado a otro. Uno de ellos tocaba una flauta de brujo, otro golpeaba un monótono cencerro que inspiraba lástima por las vacas. Las melodías cantadas sonaban a silbato de tren de mercancías. La chica aullaba solos y tocaba la guitarra. Todavía no había visto una guitarra sin que me entrasen ganas de clavar un clavo con ella en un trozo de madera… o en la cabeza del idiota que la tocaba.
– Bueno, no tengo más remedio que marcharme -dije.
– ¿Qué pasa? ¿No te gusta la música?
– Desde que estoy en Cuba, no. -Terminé mi bebida y volví a mirar el reloj-. Oye -dije-, no voy a tardar más de una hora. ¿Por qué no quedamos para comer?
– No puedo, debo volver. Esta noche tengo invitados a cenar y necesito llevar unas cuantas cosas al cocinero. Me encantaría que vinieses, si puedes.
– De acuerdo, acepto.
– Es en Finca Vigía, en San Francisco de Paula. -Abrió el bolso, sacó una libreta y escribió la dirección y el número de teléfono-. ¿Por qué no vienes un poco antes? Sobre las cinco, por ejemplo, antes de que lleguen los demás invitados, y así nos ponemos al día.
– Con mucho gusto. -Cogí la libreta y anoté mi dirección y número de teléfono-. Toma -dije-, por si todavía piensas que voy a huir de ti.
– Me alegro de volver a verte, Gunther.
– Yo también, Noreen.
Al llegar a la puerta del bar, miré atrás, al público del Floridita. Nadie prestaba atención a la banda, ni lo fingía siquiera. Al menos, mientras hubiera tanto que beber. El barman hacía daiquiris como si fueran la oferta del día, de doce en doce. Por lo que había oído y leído sobre Ernest Hemingway, así le gustaban a él, de doce en doce.
Compré unos petit robustos en la tienda de la fábrica de puros y me los llevé al fumadero, donde unos cuantos hombres, Robert Freeman entre ellos, habitaban en un mundo casi infernal de volutas de humo, cerillas encendidas y brillantes brasas de tabaco. El olor de ese salón me recordaba indefectiblemente a la biblioteca del hotel Adlon y casi veía a Louis Adlon delante de mí con uno de sus Upmann predilectos entre los dedos, enguantados de blanco.
Freeman era un tipo ancho y directo que parecía más sudamericano que británico. Hablaba español bien, para ser inglés -más o menos como yo-, aunque no era de extrañar, teniendo en cuenta la historia de su familia: su bisabuelo, James Freeman, había empezado a vender puros cubanos en 1839. Escuchó amablemente mi propuesta y después me contó sus propios planes de expansión del negocio familiar:
– Tenía una fábrica de puros en Jamaica hasta hace poco, pero la producción allí es muy variable, como los propios jamaicanos; por eso la he vendido y he preferido concentrarme en la venta de habanos en Gran Bretaña. Quiero comprar un par de empresas más, que me darán aproximadamente el veinte por ciento del mercado británico. Sin embargo, el alemán… No sé. ¿Existe un mercado alemán? Dímelo tú, muchacho.
Le conté que Alemania era miembro de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y que gracias a la beneficiosa reforma del sistema monetario de 1948, había experimentado el mayor crecimiento de la historia de los países europeos. Le hablé del aumento del treinta y cinco por ciento de la producción industrial y de la subida de la agrícola, que había superado los límites de la época anterior a la guerra. Es increíble la cantidad de información real que se encuentra hoy en la prensa alemana.
– La cuestión no es si puede uno permitirse el intento de hacerse con una cuota del mercado alemán, sino si puede permitirse dejar de intentarlo -le dije.
El planteamiento lo impresionó. Y a mí también. Era agradable hablar del mercado de exportación, y no de informes forenses, para variar.
Sin embargo, sólo podía pensar en Noreen Eisner, en que la había encontrado de nuevo después de tanto tiempo. ¡Veinte años! Casi parecía un milagro, con lo que habíamos vivido cada cual por su lado, ella conduciendo una ambulancia en la Guerra Civil Española y yo, en la Alemania nazi y en la Rusia soviética. En realidad, no tenía intenciones románticas respecto a ella. Veinte años son demasiados para que los sentimientos sobrevivan. Por otra parte, lo nuestro no había durado más que unas semanas. De todos modos, esperaba que pudiésemos volver a ser amigos. No tenía yo muchas amistades en La Habana y me apetecía recordar viejas anécdotas con alguien en cuya compañía pudiese volver a ser yo mismo. Mi verdadero yo, no la persona que se suponía que era. Hacía cuatro años que no podía ser tan sincero. ¿Qué habría dicho un hombre como Robert Freeman si le hubiese contado la vida de Bernie Gunther? Seguramente se habría tragado el puro. Sin embargo, nos despedimos cordialmente y me aseguró que volveríamos a hablar en cuanto hubiese comprado las dos empresas de la competencia que le darían derecho a vender productos de las marcas Montecristo y Ramón Allones.
– ¿Sabes una cosa, Carlos? -dijo, al tiempo que salíamos del fumadero-. Eres el primer alemán con quien hablo, desde antes de la guerra.
– Germanoargentino -puntualicé.
– Sí, claro. No es que tenga nada en contra de los alemanes, entiéndeme. Ahora estamos todos en el mismo bando, ¿verdad? Contra los comunistas y todo eso. ¿Sabes una cosa? A veces no sé qué pensar sobre lo que pasó entre nuestros dos países. Me refiero a la guerra, a los nazis y a Hitler. ¿Qué opinas tú?
– Procuro no pensar en ello, siquiera -dije-, pero cuando lo pienso, me parece que, durante una época, la lengua alemana se redujo a palabras muy largas y muy poco pensamiento.
Freeman soltó una risita al tiempo que chupaba el puro.
– En efecto -dijo-. Sí, en efecto.
– Está en el destino de todas las razas. Todas se creen las elegidas de Dios -añadí-, pero la estupidez de querer imponerlo sólo se da en el de algunas.
Al pasar por la sala de ventas vi una fotografía del primer ministro británico con un puro en la boca y asentí con un movimiento de cabeza.
– Y digo más. Hitler no bebía ni fumaba y gozó siempre de buena salud, hasta que se pegó un tiro.
– En efecto -dijo Freeman-. Sí, en efecto.
Finca Vigía estaba a unos doce kilómetros del centro de La Habana en dirección sureste. Era una casa colonial española de un solo piso en medio de una propiedad de unas ocho hectáreas, que dominaba una hermosa panorámica del norte de la bahía. Aparqué al lado de un descapotable de color limón, modelo Pontiac Chieftain (el de la cabeza de jefe indio en el capó, que brilla cuando se encienden los faros). Había algo remotamente africano en la blanca casa y su situación y, al salir del coche y echar un vistazo alrededor, a los mangos y las enormes jacarandás, casi podía creer que estaba en Kenia, de visita en casa de un importante delegado de distrito.
La impresión se acentuaba mucho en el interior. La casa era un museo de la gran afición de Hemingway a la caza. En todas las numerosas, espaciosas y aireadas habitaciones, incluido el dormitorio principal -aunque no en el cuarto de baño-, había cabezas de kudúes, búfalos de agua e íbices. En resumen, de cualquier animal con cuernos. No me habría extrañado encontrar allí la cabeza del último unicornio. O puede que de un par de ex esposas. Además de los trofeos había gran cantidad de libros, incluso en el cuarto de baño y, al contrario que los de mi casa, parecía que los hubiesen leído todos. Los suelos eran de baldosa y sin moqueta, por lo general, y debían de resultar duros para los innumerables gatos que parecían los dueños de la mansión. En las encaladas paredes no había cuadros, sólo algunos carteles de corridas de toros. Los muebles se habían elegido más por la comodidad que por la elegancia. El sofá y los sillones de la sala de estar lucían unas fundas de flores que ponían una nota discordante de feminidad en medio de tanta afición masculina a la muerte. En el centro de la sala, como el diamante de veinticuatro quilates que, incrustado en el suelo del vestíbulo del Capitolio Nacional de La Habana, señala el kilómetro cero desde donde se miden todas las distancias de la isla, se encontraba un mueble bar con más botellas que un camión de cervezas.
Noreen sirvió un par de tragos largos de bourbon y nos los llevamos a una gran galería abierta, donde me contó lo que había hecho desde la última vez que nos habíamos visto. A cambio, le conté una versión de lo que había hecho yo, en la que omití cuidadosamente la temporada que había pasado con las SS y, sobre todo, los servicios activos que había cumplido con un batallón de la policía en Ucrania. Sin embargo, le conté que había trabajado de detective privado, que había vuelto al cuerpo de policía y que Eric Gruen y la CIA se las habían arreglado para colgarme la etiqueta de criminal de guerra nazi y, por lo tanto, me había visto obligado a recurrir a la ayuda de antiguos camaradas para huir de Europa y empezar una nueva vida en Argentina.
– Y así es como he llegado a vivir con un nombre falso y un pasaporte argentino -concluí resueltamente-. Seguramente seguiría en Argentina si los peronistas no hubiesen descubierto que, en realidad, no tengo nada de nazi.
– Pero, ¿por qué viniste a Cuba?
– No lo sé. Por lo mismo que los demás, supongo. El clima, los puros, las mujeres, los casinos. Juego al backgammon en algunos casinos. -Tomé un sorbito de bourbon y saboreé el licor dulce y amargo del famoso escritor.
– Ernest vino aquí por la pesca deportiva mayor.
Miré alrededor buscando un pez, pero no había ninguno.
– Cuando está aquí, pasa la mayor parte del tiempo en Cojímar. Es un pueblecito pesquero de mala muerte, agarrado a una parte de la costa en la que suele dejar su barco. Le encanta pescar, pero en el pueblo hay un bar agradable y tengo la sospecha de que le gusta más el bar que el barco, o que pescar, que para el caso es lo mismo. En general, me parece que le gustan los bares más que cualquier otra cosa.
– Cojímar. Antes iba allí con frecuencia, hasta que me enteré de que los militares lo utilizaban para la práctica del tiro al blanco y que, a veces, el blanco todavía respiraba.
Noreen asintió.
– Sí, algo de eso he oído y estoy segura de que es verdad. De Fulgencio Batista se puede creer cualquier cosa. Un poco más allá de esa playa, ha construido un pueblo de villas selectas rodeado de alambre para sus generales más importantes. El otro día pasé por allí en coche. Todo de color rosa. Bueno, los generales no… Eso sería mucho pedir. Las villas.
– ¿Rosa?
– Sí, parece un lugar de vacaciones de un sueño que hubiera contado Samuel Taylor Coleridge.
– No he leído nada de él. Un día de estos tengo que aprender a hacerlo. Es curioso. Puedo comprar montones de libros, pero no me parece lo mismo que leerlos.
Oí pasos en la galería, me volví a mirar y vi a una bonita joven que se acercaba. Me levanté y sonreí procurando no poner cara de hombre lobo.
– Carlos, te presento a mi hija Dinah.
Era más alta que su madre, pero no sólo por los tacones de aguja que calzaba. Llevaba un vestido de lunares que se ataba en el cuello y le llegaba solamente por debajo de las rodillas, con la espalda y algo más al descubierto, cosa que hacía un poco innecesarios los guantecitos de redecilla de las manos. Del musculoso y bronceado antebrazo colgaba un bolso de muaré con la misma forma, tamaño y color que la barba más representativa de Karl Marx. Tenía el pelo casi platino, pero no tanto, y le favorecía más, peinado en voluminosas capas y suaves ondas; el collar de perlas que lucía alrededor del estilizado y joven cuello no podía ser sino una ofrenda de admiración de un dios marino. Desde luego, tenía un tipo que bien valía un cesto de manzanas de oro. Tenía la boca carnosa como las ciruelas y pintada de rojo con mano segura, que bien podía haber sido de la escuela de Rubens. En sus ojos, grandes y azules, brillaba una inteligencia que la barbilla, cuadrada y ligeramente cóncava, dotaba de resolución. Hay chicas preciosas y chicas preciosas que saben que lo son; Dinah Charalambides lo era y sabía resolver ecuaciones de segundo grado.
– Hola -saludó con frialdad.
Respondí con un movimiento de cabeza, pero ya no me hacía caso.
– Mamá, ¿me dejas el coche?
– ¿Piensas salir?
– Volveré pronto.
– No me gusta que salgas de noche -dijo Noreen-. ¿Y si te detienen en un control del ejército?
– ¿Tengo pinta de revolucionaria? -preguntó Dinah.
– Por desgracia, no.
– Pues eso.
– Mi hija tiene diecinueve años, Carlos -dijo Noreen-, pero actúa como si tuviese treinta.
– Todo lo que sé lo he aprendido de ti, querida madre.
– Pero, dime, ¿adónde vas?
– Al club Barracuda.
– Preferiría que no fueras a ese sitio.
– Ya lo hemos hablado otras veces -suspiró Dinah-. Mira, todos mis amigos van allí.
– A eso me refiero, precisamente. ¿Por qué no sales con gente de tu edad?
– Puede que lo hiciera, si no estuviéramos exiliadas de nuestra casa de Los Ángeles.
– No estamos exiliadas -dijo Noreen con insistencia-, sólo he tenido que ausentarme una temporada de los Estados Unidos.
– Lo entiendo, desde luego que sí, pero, por favor, intenta entender lo que significa para mí. Quiero salir a divertirme un poco, no quedarme de sobremesa hablando de política con un montón de gente aburrida. -Me miró y me dedicó una rápida sonrisa de disculpa-. ¡Ay! No me refería a usted, señor Gunther. Por lo que me ha contado mi madre, estoy segura de que usted es muy interesante, pero casi todos los amigos de Noreen son escritores y abogados izquierdistas. Intelectuales. Y amigos de Ernest que beben demasiado.
Me sobresalté un poco cuando me llamó Gunther. Eso quería decir que Noreen ya había contado mi secreto a su hija. Me irrité.
Dinah se puso un cigarrillo en la boca y lo encendió como si fuera un petardo.
– Tampoco me gusta nada que fumes -dijo Noreen.
Dinah puso los ojos en blanco y tendió una mano enguantada.
– Las llaves.
– En el escritorio, al lado del teléfono.
Se marchó envuelta en una nube de perfume, humo de tabaco y exasperación, como la bella puta despiadada de una obra de teatro goticoamericana escrita por su madre. No había visto ninguna en escena, sólo las películas basadas en ellas. Siempre eran sobre madres sin escrúpulos, padres locos, esposas que huían, hijos ímprobos y sádicos y maridos borrachos y homosexuales, la clase de historias que casi me hacían alegrarme de no tener familia. Encendí un puro y procuré contener la gracia que me hacía.
Noreen sirvió otro par de tragos de la botella de Old Forester que había traído de la sala de estar y puso en el suyo unos trozos de hielo que sacó de un cubo hecho con un pie de elefante.
– Qué putilla -dijo sin ningún énfasis-. Tiene plaza en la Universidad de Brown pero sigue arguyendo ese maldito cuento de que vive conmigo en La Habana por obligación. No le pedí que viniese. No he escrito una puta palabra desde que estoy aquí. Se pasa el día sentada por ahí poniendo discos y así no puedo trabajar, sobre todo con la mierda de discos que escucha. The Rat Pack: Live at the Sands. ¿Te imaginas? ¡Dios! No soporto a esa pandilla de cabrones engreídos. Y por la noche, cuando sale, tampoco puedo hacer nada, porque estoy preocupada por lo que le pueda pasar.
Al cabo de uno o dos segundos, el Pontiac Chieftain se puso en marcha y salió por la entrada de la casa, con el indio del capó oteando el horizonte en la envolvente oscuridad.
– ¿No quieres que esté aquí contigo?
Noreen me echó una mirada por encima del borde del vaso, con los ojos entrecerrados.
– Antes las cazabas al vuelo, Gunther. ¿Qué te ha pasado? ¿Te diste un golpe en la cabeza durante la guerra?
– Sólo un poco de metralla perdida de vez en cuando. Te enseñaría las cicatrices, pero tendría que quitarme la peluca.
Pero Noreen no estaba preparada para reírse. Todavía no. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla a los arbustos.
– Si tuvieras una hija de diecinueve años, ¿te gustaría que viviese en La Habana?
– Dependería de lo guapas que fuesen sus amistades.
Noreen hizo una mueca rara.
– Precisamente por eso creo que estaría mejor en Rhode Island. En La Habana hay muy malas influencias. Demasiado sexo fácil, demasiado alcohol barato.
– Por eso vivo aquí.
– Y va con mala gente -prosiguió sin hacerme caso-. Precisamente por eso te he pedido que vinieses hoy aquí, por cierto.
– ¡Vaya! ¡Y yo soy tan ingenuo que creía que me habías invitado por motivos sentimentales! Todavía pegas duro, Noreen.
– No era mi intención.
– ¿No?
Lo dejé pasar. Olí el vaso un momento y disfruté del ardiente aroma. El bourbon olía como la taza de café del diablo.
– Créeme, encanto: se puede vivir en sitios mucho peores que Cuba. Lo sé. He intentado vivir en algunos. Durante la posguerra, Berlín no era el dormitorio de la Ivy League, y Viena tampoco, sobre todo para las jovencitas. Los soldados rusos castigan a los proxenetas y a los gigolos de playa por ser malas influencias, Noreen. No es propaganda anticomunista de derechas, cielo, es la pura verdad. Y, hablando de tan delicado tema, ¿le has contado muchas cosas de mí?
– No, no muchas. Hasta hace unos minutos, no sabía cuánto había que contar. Lo único que me dijiste esta mañana (y, por cierto, no te dirigías directamente a mí, sino a la empleada de La Moderna Poesía) fue que te llamabas Carlos Hausner. ¿Por qué demonios elegiste ese nombre como pseudónimo? Carlos es nombre de campesino mexicano gordo de película de John Wayne. No, Carlos no cuadra contigo. Supongo que por eso te llamé por tu verdadero nombre, Bernie… Bueno, es que se me escapó cuando le contaba lo de Berlín, en 1934.
– Es una pena, con las molestias que tuve que tomarme para cambiármelo. Para que sepas la verdad, Noreen, si las autoridades me descubren, podrían deportarme a Alemania, lo cual sería incómodo, por no decir otra cosa. Como te he dicho, hay gente (rusos) a la que seguramente le gustaría mucho echarme el lazo.
Me miró con recelo.
– Puede que te lo merezcas.
– Puede. -Dejé el vaso en la mesa y sopesé el comentario mentalmente un momento-. Sin embargo, eso de que quien la hace la paga casi siempre pasa sólo en los libros. Claro que, si crees que me lo merezco, más vale que me largue.
Entré en la casa y volví a salir por la puerta principal. Ella estaba en la barandilla de la galería, por encima de las escaleras por las que se bajaba hasta mi coche.
– Lo lamento -dijo-. No creo que te lo merezcas todo, ¿de acuerdo? Sólo estaba bromeando. Vuelve, por favor.
Me paré y la miré con poco entusiasmo. Estaba enfadado y no me importaba que lo supiera. Y no sólo por el comentario de que me merecía que me colgasen. Estaba furioso con ella y conmigo, por no haber dejado más claro que Bernie Gunther había dejado de existir y en su lugar estaba Carlos Hausner.
– Fue tan emocionante volver a verte, después de tantos años… -Parecía que la voz le tropezaba con un jersey de cachemira colgado de un clavo, o algo así-. Siento mucho haber revelado tu secreto. Hablaré con Dinah en cuanto vuelva a casa; le diré que no hable con nadie de lo que le conté, ¿de acuerdo? Me temo que no pensé en las consecuencias que podía tener si le hablaba de ti, pero es que hemos estado muy unidas desde la muerte de su padre. Siempre nos lo contamos todo.
Casi todas las mujeres tienen un regulador de vulnerabilidad que pueden manejar a voluntad y que con los hombres funciona como la miel con las moscas. Noreen había puesto el suyo en marcha. Primero, la contención en la voz y después, un suspiro rasgado. Funcionaba, sí, y eso que sólo lo había puesto al nivel tres o al cuatro, pero todavía tenía el depósito lleno de lo que hace parecer débil al sexo débil. Al momento siguiente, abatió los hombros y se dio la vuelta.
– No te vayas -dijo-. Por favor, no te vayas.
Nivel cinco.
Me quedé en el escalón mirando el puro y, después, al largo y sinuoso sendero que llevaba hasta la carretera principal de San Francisco de Paula. Finca Vigía. Casa oteadora. Un buen nombre, porque, a la izquierda del edificio principal, había algo parecido a una torre, donde alguien podía sentarse a escribir un libro en una habitación del piso más alto, contemplar el mundo desde arriba y tener la sensación de ser un dios o algo parecido. Seguramente por eso algunas personas se convertían en escritores. Se acercó un gato gris y se frotó contra mis espinillas, como si también él quisiera convencerme de que me quedase. Por otra parte, puede que sólo pretendiera desprenderse, a costa de mis mejores pantalones, de un montón de pelos que le sobraban. Al lado de mi coche había otro, sentado como un muelle tieso, listo para impedirme marchar, si acaso su colega felino no lo conseguía. Finca Vigía. Algo me decía que vigilase por mi cuenta y me largase de allí. Que, si me quedaba, podía terminar sin voluntad propia, como un personaje de una novela escrita por un estúpido. Que uno de ellos -Noreen o Hemingway- podría obligarme a hacer algo que no quisiera.
– De acuerdo.
Me salió una voz de animal en la oscuridad… o de orisha del bosque, del mundo de la santería.
Tiré el puro y volví a entrar. Noreen salió a mi encuentro a mitad de camino, detalle generoso por su parte, y nos abrazamos cariñosamente. Todavía me gustaba notar su cuerpo entre mis brazos: me recordó todo lo que se supone que debía recordarme. Nivel seis. Seguía sabiendo ablandarme, de eso no cabía duda. Apoyó la cabeza en mi hombro, pero con la cara vuelta hacia el otro lado, y me dejó inhalar su belleza un ratito. No nos besamos. Todavía no era el momento, sólo estábamos en el nivel seis y ella tenía la cara vuelta hacia el otro lado. Un momento después, se separó y volvió a sentarse.
– Dijiste que Dinah salía con mala gente o algo así -le recordé- y que por eso me habías pedido que viniese.
– Siento haberme expresado tan mal. No es propio de mí. Al fin y al cabo, se supone que las palabras se me dan bien, pero es que necesito que me ayudes… con Dinah.
– Hace mucho que no sé nada de jovencitas de diecinueve años, Noreen. E incluso cuando sabía algo, seguro que estaba completamente equivocado. No sabría qué hacer, aparte de darle una azotaina.
– Me pregunto si funcionaría -dijo ella.
– No creo que sirviera de mucho. Aunque, claro, siempre es posible que me guste, lo cual sería otro motivo para mandarla directamente a Rhode Island. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo. El club Barracuda no es sitio para una chica de diecinueve años, aunque los hay mucho peores en La Habana.
– ¡Bah! Ha estado en todos, te lo aseguro. El teatro Shanghai, el cabaret Kursaal, el hotel Chic… Son sólo unos pocos que sé, por las cajas de cerillas que he encontrado en su habitación. Puede que haya ido a sitios peores.
– No, no los hay peores, ni siquiera en La Habana. -Cogí mi vaso de la mesa de cristal y puse el contenido a salvo en mi boca-. Pues sí, lleva una vida salvaje. Como todos los jóvenes de ahora, si las películas no mienten, pero al menos no se dedican a apalear a los judíos. De todos modos, sigo sin saber qué hacer con ella.
Noreen cogió el Old Forester y me rellenó el vaso.
– Bueno, a lo mejor se nos ocurre algo entre los dos, como en los viejos tiempos, ¿te acuerdas? En Berlín. Si las cosas hubieran sido de otra forma, tal vez nosotros no habríamos hecho lo que hicimos. Si hubiera llegado a escribir aquel artículo, quizás hubiésemos evitado las Olimpiadas de Hitler.
– Me alegro de que no lo escribieras, porque podrías estar muerta.
Asintió.
– Aquella temporada, formamos un buen equipo de investigación, Gunther. Tú eras mi Galahad, mi caballero celestial.
– Claro. Me acuerdo de la carta que me escribiste. Me gustaría decirte que todavía la conservo, pero los americanos me reorganizaron los archivos cuando bombardearon Berlín. ¿Quieres que te aconseje sobre Dinah? Ponle un candado en la puerta del dormitorio y dale el toque de queda a las nueve en punto. En Viena funcionó muy bien, cuando las cuatro potencias aliadas se hicieron cargo de la ciudad. También puedes plantearte no prestarle el coche cada vez que te lo pida. Yo en su lugar, con esos tacones que llevaba, lo pensaría dos veces antes de ponerme a andar diez kilómetros hasta el centro de La Habana.
– Me gustaría verlo.
– ¿A mí con tacones? Claro. Soy un habitual del club Palette, aunque allí me conocen mejor por Rita. ¿Sabes una cosa? No está tan mal que los hijos desobedezcan a sus padres con cierta frecuencia. Sobre todo si tenemos en cuenta los errores que cometen los mayores. En especial con hijos tan evidentemente mayores como Dinah.
– Quizás entiendas el problema -dijo- si te lo cuento todo.
– Inténtalo, aunque ya no soy detective, Noreen.
– Pero lo has sido, ¿verdad? -Sonrió con astucia-. Empezaste gracias a mí, como detective privado. ¿Tengo que recordártelo?
– Así lo ves tú, ¿no?
Frunció los labios con disgusto.
– Desde luego, no era mi intención verlo de ninguna manera, como dices tú. Nada más lejos, pero soy madre y me estoy quedando sin recursos en este asunto.
– Te mandaré un cheque, incluidos los intereses.
– ¡Ay, basta ya, haz el favor! No quiero que me des dinero, tengo de sobra, pero al menos podrías callarte un rato y tener la amabilidad de escucharme, antes de abrir fuego con dos cañones. Creo que eso al menos me lo debes. Es justo, ¿no te parece?
– De acuerdo. No te prometo que vaya a oír algo, pero te escucho.
Noreen sacudió la cabeza.
– ¿Sabes una cosa, Gunther? Me asombra que hayas sobrevivido a la guerra. Acabamos de reencontrarnos y ya tengo ganas de pegarte un tiro. -Se rió burlonamente-. Debes andarte con mucho cuidado, lo sabes. En esta casa hay más pistolas que entre los milicianos cubanos. Algunas noches, me siento aquí con Hem y él se pone una escopeta en el regazo para disparar a los pájaros de los árboles.
– Debe de poner en peligro a los gatos.
– No sólo a los malditos gatos -sacudió la cabeza sin dejar de reírse-, ¡también a la gente!
– Mi cabeza quedaría muy bien en tu cuarto de baño.
– ¡Qué idea tan horrible! ¡Me estarías mirando cada vez que me bañase!
– Estaba pensando en tu hija.
– Ya basta. -Noreen se levantó bruscamente-. ¡Maldito seas! ¡Fuera! -dijo-. ¡Lárgate de una puta vez!
Volví a salir de la casa.
– Espera -me soltó-. Espera, por favor.
Esperé.
– ¿Cómo puedes ser tan animal?
– Supongo que no estoy acostumbrado a la sociedad humana -dije.
– Escucha, por favor. Podrías ayudarla, creo que eres la única persona que puede. Más de lo que te imaginas. La verdad es que no sé a quién más podría pedírselo.
– ¿Se ha metido en un lío?
– No, no exactamente, al menos de momento. Verás, sale con un hombre mucho mayor que ella. Me preocupa que pueda terminar como… como Gloria Grahame en aquella película, Los sobornados, ya sabes, cuando aquel cabrón perverso le tira café hirviendo a la cara.
– No la he visto. La última película que vi fue Peter Pan.
Nos volvimos los dos al ver aparecer un Oldsmobile blanco por la entrada. Tenía visera de protección solar y ruedas blancas y hacía un ruido como el autobús de Santiago.
– ¡Mierda! -exclamó Noreen-. Es Alfredo.
Detrás del Olds blanco llegó un Buick rojo de dos puertas.
– Y, por lo visto, los demás invitados.
Éramos ocho comensales. La cena la habían preparado Ramón, el cocinero chino de Hemingway, y René, su mayordomo negro, cosa que, al parecer, sólo me hacía gracia a mí. Por descontado, no es que tuviese nada en contra de los chinos ni de los negros, pero me resultaba irónico que Noreen y sus invitados estuvieran tan dispuestos a declararse comunistas tan solemnemente mientras otros hacían todo el trabajo.
Era innegable que Cuba y el pueblo cubano habían sufrido: primero en manos de los españoles, después, de los estadounidenses y por último, de los españoles otra vez. Sin embargo, tampoco habían sido mejores ni el gobierno posterior de Ramón Grau San Martín ni el actual de Fulgencio Batista. F. B., como lo llamaban muchos europeos y estadounidenses residentes en Cuba, había sido sargento del ejército cubano y ahora no era más que una marioneta de los Estados Unidos. Por brutal que fuese el régimen, mientras siguiera bailando al son que tocase Washington, seguiría contando con el apoyo del gran país vecino. Con todo, a mí no me convencía que la solución tuviese que pasar por un sistema de gobierno totalitario en el que un solo partido autoritario controlaba todos los medios de producción estatales. Y así se lo dije a los izquierdistas amigos de Noreen:
– En mi opinión, para este país el comunismo es un mal mucho peor que cualquier otra forma de administración que se le pueda ocurrir a un déspota de poca monta como F. B. Un ladrón de tres al cuarto como él puede infligir unas pocas tragedias individuales. O muchas, tal vez, pero no se puede comparar con el gobierno de auténticos tiranos, como Stalin y Mao Tse-tung. Ésos sí que han sido artífices de tragedias nacionales. No hablo por todos los países del Telón de Acero, pero conozco bastante bien el caso de Alemania y les aseguro que las clases obreras de la RDA se cambiarían de mil amores por el pueblo oprimido de Cuba.
Guillermo Cabrera Infante era un joven estudiante recién expulsado de la Escuela Universitaria de Periodismo de La Habana. También había cumplido una breve condena por escribir en una revista popular de la oposición, Bohemia, lo cual me dio pie a señalar que en la Unión Soviética no había revistas contestatarias y que allí, hasta la menor crítica al gobierno le habría valido una larga condena en algún rincón olvidado de Siberia. Montecristo en mano, Cabrera Infante procedió a llamarme «burgués reaccionario» y otros cuantos apelativos, característicos de los «ivanes» y sus acólitos, que no había oído desde hacía mucho tiempo y que casi me hicieron sentir nostalgia de Rusia, como un personaje llorón de Chejov.
Me defendí un rato en mi rincón, pero cuando dos mujeres nada atractivas me llamaron enardecidamente «apólogo del fascismo», empecé a sentirme acorralado. Puede ser divertido que una mujer atractiva te insulte, si consideras que se ha tomado la molestia de fijarse en ti, pero, tratándose de dos hermanas feas, no tiene ninguna gracia. Puesto que Noreen no me apoyaba en la conversación, tal vez porque había bebido demasiado para acudir en mi ayuda, me fui al lavabo y, en ese momento, me pareció que más valía una retirada a tiempo y me marché.
Cuando llegué al coche, me estaba esperando otro de los invitados para pedirme disculpas o algo por el estilo. Se llamaba Alfredo López y era abogado, uno de los veintidós letrados, al parecer, que había defendido a los rebeldes supervivientes del asalto al cuartel Moncada de julio de 1953. Tras el inevitable veredicto de culpabilidad, el juez del Palacio de Justicia de Santiago impuso a los rebeldes una sentencia bastante modesta, en mi opinión. Incluso el cabecilla, Fidel Castro Ruiz, fue condenado a tan sólo quince años de prisión. Es cierto que quince años no es una condena leve, pero, para ser el cabecilla de una insurrección armada contra un dictador poderoso, no podía compararse con un breve paseo hasta la guillotina de Plotzensee.
López tenía treinta y pico años, era un atractivo moreno de cara sonriente, con penetrantes ojos azules, un bigote fino y una mata perfectamente engominada de pelo corto, negro y brillante. Vestía pantalones blancos de lino y camisa guayabera azul marino de cuello abierto, que le disimulaba un poco la incipiente panza redonda. Fumaba unos cigarrillos que eran largos y oscuros, igual que sus afeminados dedos. Parecía un gato muy grande al que le hubieran dado las llaves de la mayor lechería del Caribe.
– Lamento profundamente lo que ha pasado, amigo mío -dijo-. Lola y Carmen se han propasado con usted. Es imperdonable poner la política por encima de la educación más elemental, sobre todo en la mesa. Si uno no puede ser civilizado en la mesa, ¿dónde vamos a poder debatir adecuadamente?
– Olvídelo. Tengo la piel dura y no me afecta tanto. Por otra parte, nunca me han interesado mucho los políticos y, menos aún, hablar de ellos. Siempre tengo la sensación de que, al intimidar a los demás, lo único que hacemos es convencernos a nosotros mismos.
– Sí, no le falta razón, me parece -reconoció-, pero tenga en cuenta que los cubanos somos muy apasionados y algunos estamos verdaderamente convencidos.
– Me pregunto si lo está usted.
– Se lo aseguro. Somos muchos los que estamos dispuestos a sacrificarlo todo por la libertad de Cuba. La tiranía es la tiranía, venga de donde venga.
– Quizá tenga ocasión de recordarle este momento, cuando el tirano sea su hombre.
– ¿Fidel? Ah, no es mala persona, en absoluto. Puede que, si lo conociese usted un poco mejor, simpatizara un poco más con nuestra causa.
– Lo dudo. Por lo general, los paladines de la libertad de hoy son los dictadores de mañana.
– De verdad que no. Castro es diferente. No lucha por su propio beneficio.
– ¿Se lo ha dicho él? ¿O ha visto personalmente sus cuentas bancarias?
– No, pero he visto esto.
Abrió la portezuela de su coche y sacó una cartera, de la que sacó a su vez un librito del tamaño de un panfleto. Había varias docenas más en la cartera, además de una pistola automática. Supuse que la llevaría a mano para cuando no funcionase adecuadamente el debate político civilizado. Me ofreció el librito sosteniéndolo con las dos manos, como si fuese un bien precioso, como un ayudante de subastador que muestra un objeto raro en una sala llena de posibles compradores. En la portada se veía la imagen de un joven bastante fornido, un poco parecido al propio López, con bigote fino y ojos oscuros y hundidos. Me recordó más a un bandolero que al revolucionario al que conocía por la prensa.
– Es la declaración de Fidel en el juicio que le hicieron el pasado mes de noviembre -dijo López.
– La tiranía le dio oportunidad de hablar, por lo que veo -dije agudamente-. Tal como lo recuerdo, el juez Roland Freisler (Roland Delirio, como lo llamaban) se limitó a insultar a los hombres que habían intentado atentar contra Hitler y los mandó a la horca. Es curioso, pero no recuerdo que ninguno de los condenados escribiese un panfleto.
López no se dio por aludido.
– Se titula La Historia me absolverá. Acabamos de imprimirlo, conque tiene usted el honor de ser uno de los primeros en leerlo. Hemos planeado distribuirlo por toda la ciudad a lo largo de los próximos meses. Por favor, señor, al menos léalo, ¿eh? Aunque sólo sea porque el autor languidece en estos momentos en la cárcel Modelo de la isla de Pinos.
– Hitler escribió un libro bastante largo en la cárcel de Landsberg en 1928 y tampoco lo leí.
– No se lo tome a broma, por favor. Fidel es amigo del pueblo.
– Yo también. Parece que hasta los gatos y perros me quieren, pero no espero que por eso me pongan al cargo del gobierno.
– Prométame que, al menos, le echará una ojeada.
– De acuerdo -dije; lo cogí sólo por deshacerme de López-. Lo leeré, si tanto significa para usted, pero después no me haga preguntas sobre el contenido. Me jodería olvidar algo que pudiera hacerme perder la oportunidad de participar en una granja colectiva, o la de denunciar a alguien por sabotear el plan quinquenal.
Subí al coche y me marché rápidamente, muy poco satisfecho del giro que había dado la velada. Al final de la entrada, bajé la ventanilla y, antes de salir a la carretera principal en dirección norte, hacia San Miguel del Padrón, tiré el estúpido panfleto de Castro a los matorrales. Me había trazado un plan que no coincidía con el del cabecilla de la revolución, aunque sí que tenía relación con las chicas de Casa Marina: de cada cual, según su capacidad; a cada cual, según su necesidad. Ésa era la clase de dialéctica marxista cubana con la que simpatizaba plenamente.
Me alegré de haberme deshecho del panfleto de Castro, porque al doblar la siguiente curva, enfrente de la gasolinera, había un control militar. Un soldado armado me dio señal de parar y me mandó salir del coche. Me quedé mansamente a un lado de la carretera, con las manos arriba, mientras otros dos soldados me cacheaban y registraban el coche bajo la atenta mirada del resto del pelotón y su aniñado oficial. Ni siquiera lo miré. Mis ojos no se apartaban de los dos cadáveres que yacían boca abajo en un montículo de hierba, con la tapa de los sesos levantada.
Por un momento, volví al 14 de junio de 1941, a mi batallón policial de reserva, el 316, en la carretera de Smolensk, en un sitio llamado Goloby, en Ucrania, cuando enfundaba la pistola. Era yo el oficial al mando de un pelotón de fusilamiento que acababa de ejecutar a una unidad de seguridad de la NKVD. Esa unidad en particular acababa de masacrar a tres mil prisioneros ucranianos blancos en las celdas de la cárcel de la NKVD de Lutsk, cuando los alcanzaron nuestros tanques panzer. Los matamos a todos, a los treinta. Durante estos años he intentado justificar aquella ejecución ante mí mismo, pero no le he conseguido. Fueron muchas las veces que me desperté pensando en aquellos veintiocho hombres y dos mujeres, la mayoría de los cuales resultaron ser judíos. Disparé personalmente a dos, el llamado tiro de gracia, pero no tuvo gracia ninguna. Aunque me dijese que era la guerra, aunque me repitiera incluso que los habitantes de Lutsk nos habían rogado que persiguiéramos a esa unidad que mataba a sus familiares, aunque recordase que un tiro en la cabeza era una muerte rápida y misericordiosa, en comparación con el trato al que habían sometido ellos a los prisioneros (la mayoría murió entre las llamas del incendio que provocó la NKVD deliberadamente en la cárcel), seguía teniendo la sensación de ser un homicida.
Y, cuando dejé de mirar a los dos cadáveres del montículo, me volví hacia la furgoneta de policía, que estaba aparcada un poco más atrás, y al puñado de ocupantes asustados que había en el interior, fuertemente iluminado. Tenían magulladuras y sangre en la cara y mucho miedo en el cuerpo. Era como quedarse mirando un tanque de langostas. Daba la impresión de que, en cualquier momento, sacarían de allí a uno y lo matarían, como a los dos que yacían en la hierba. Después, el oficial miró mi documentación y me hizo varias preguntas con una voz nasal, como de dibujos animados, que me habría hecho sonreír si la situación no hubiese sido tan mortal. Unos minutos después quedé libre para proseguir mi viaje de vuelta a Vedado.
Seguí adelante medio kilómetro aproximadamente, me detuve en un pequeño café rosa de la carretera y pregunté al propietario si podía usar el teléfono, con intención de llamar a Finca Vigía y avisar del control policial a Noreen y, sobre todo, a Alfredo López. No es que el abogado me agradase mucho (no he conocido a ninguno a quien no deseara abofetear), pero pensé que no se merecía una bala en la nuca, cosa que le sucedería, casi con toda certeza, si los militares lo encontraban con los panfletos y la pistola. Nadie merecía un sino tan ignominioso, ni siquiera la NKVD.
El dueño del café era calvo y lampiño, con labios gruesos y la nariz rota. Me dijo que el teléfono llevaba muchos días estropeado y echó la culpa a los «pequeños rebeldes» que jugaban a demostrar que eran partidarios de la revolución disparando sus «catapultas» contra las piezas de cerámica del tendido telefónico. Si quería avisar a López, no podría ser por teléfono.
Sabía por experiencia que los militares no solían permitir que, una vez superado un control, volviese a pasarse en sentido contrario. Supondrían, y con razón, que querría dar la voz de alarma. Tendría que encontrar otro camino para volver a Finca Vigía, por las callejuelas laterales y las avenidas de San Francisco de Paula. Sin embargo, no conocía bien la zona, menos aún en la oscuridad.
– ¿Sabe dónde queda Finca Vigía, la casa del escritor americano? -pregunté al dueño del café.
– Naturalmente. Todo el mundo sabe dónde vive Ernesto Hemingway.
– ¿Qué tendría que hacer uno para llegar sin pasar por la carretera principal en dirección a Cotorro? -Le enseñé un billete de cinco pesos para estimularle el pensamiento.
El hombre sonrió.
– ¿Quiere decir, sin pasar por el control de la gasolinera?
Asentí.
– Guárdese el dinero, señor. No acepto propinas de quien sólo desea evitar a nuestros queridos militares. -Me acompañó a la calle-. Ese uno tendría que ir hacia el norte, pasar por la gasolinera de Diezmero y girar a la izquierda, hacia Varona. Después, al otro lado del río Mantilla, en el cruce, continuar hacia el sur por Managua y seguir la carretera hasta llegar a la principal; desde allí, en dirección oeste, hacia Santa María del Rosario. Entonces cruzaría la carretera principal del norte otra vez y, desde allí, a Finca Vigía.
Acompañó la serie de instrucciones de mucha gesticulación y, como suele suceder en Cuba, enseguida nos rodeó una pequeña multitud de parroquianos del café, niños y perros perdidos.
– Le llevará unos quince minutos, más o menos -dijo el hombre-, siempre y cuando no acabe en el fondo del río Hondo ni le peguen un tiro los militares.
Dos minutos después, iba ya dando bandazos, como la tripulación de un Dornier tocado, por las calles mal iluminadas y llenas de hojarasca de las afueras de Mantilla y El Calvario, lamentando con hastío el haber bebido tanto bourbon y vino tino… y, probablemente, una o dos copas de brandy. Viré al oeste, al sur y luego al este. Al salir de la calle asfaltada de doble sentido, los caminos eran poco más que sendas de tierra y las ruedas traseras del Chevy se agarraban menos que un patín de cuchilla recién afilado. Debía de conducir muy deprisa, nervioso como estaba por el recuerdo de los dos cadáveres. De pronto apareció en el camino un rebaño de cabras y viré tan bruscamente a la izquierda que el coche giró sobre sí mismo levantando una nube de polvo; esquivé un árbol por muy poco y, a continuación, la valla de una pista de tenis. Apreté el freno y algo se partió debajo del coche en el momento en que se paró. Pensando que podía haber pinchado o, peor aún, haber roto un eje, abrí la portezuela de golpe y me asomé a ver qué había pasado.
– Aquí tienes la recompensa por querer hacer un favor al prójimo -me dije, enfadado.
Al coche no le había pasado nada, pero, al parecer, la rueda delantera izquierda había roto unos tablones de madera que estaban disimulados en la tierra.
Me enderecé y, con cuidado, di marcha atrás hasta el camino. A continuación, salí a ver más de cerca lo que era. De todos modos, como estaba oscuro, no lo veía bien, ni siquiera a la luz de los faros del coche, y tuve que sacar una linterna del portaequipajes y enfocarla entre los tablones rotos. Levanté uno, iluminé el interior con la linterna y allí, bajo tierra, me pareció ver una jaula. No podía calibrar bien el tamaño, pero dentro de la jaula había unas cuantas cajas de madera de menor tamaño. En una de ellas se leía mark 2 fhgs; en otra decía browning m19.
Había encontrado el escondite de un alijo de armas.
Apagué la linterna y los faros del coche inmediatamente y eché una mirada alrededor, por si me había visto alguien. La pista de tenis era de barro y se encontraba en mal estado, faltaban varias marcas del suelo, de las de plástico blanco, o estaban rotas, y la red colgaba, destensada, como una media femenina de nylon. Más allá se veía una casa ruinosa, con un pórtico y una gran verja de entrada muy oxidada. La pintura de la fachada estaba desconchada y no se veía luz por ninguna parte. Allí no vivía nadie desde hacía tiempo.
Después levanté uno de los tablones rotos y, utilizándolo a modo de quitanieves, cubrí otra vez el escondite de las armas con tierra: la suficiente para ocultarlo. Luego señalé el lugar rápidamente con tres piedras que cogí del otro lado del camino. No tardé ni cinco minutos en hacerlo todo. No me apetecía quedarme allí mucho rato, y menos, con los militares sueltos por los alrededores. No sería fácil que aceptasen mis explicaciones sobre lo que hacía allí, enterrando un alijo de armas a medianoche en un camino solitario de El Calvario, como tampoco me creería la gente que lo hubiese escondido, aunque dijese que no iba a informar a la policía del hallazgo. Tenía que largarme de allí cuanto antes, con que, sin pérdida de tiempo, subí al coche y me marché.
Llegué a Finca Vigía en el preciso momento en que Alfredo López se metía en su Oldsmobile blanco para volver a casa. Marcha atrás, me puse a su lado, bajé la ventanilla y él hizo otro tanto.
– ¿Pasa algo? -me preguntó.
– Podría, en caso de que llevara un 38 y una cartera llena de panfletos revolucionarios.
– Sabe que los llevo.
– López, amigo mío, le conviene pensar en dejar el negocio de los panfletos una temporada. Hay un control en la carretera principal, en dirección norte, enfrente de la gasolinera de Diezmero.
– Gracias por avisar. Supongo que tendré que volver a casa por otro camino.
Sacudí la cabeza.
– He vuelto aquí por Mantilla y El Calvario. Allí también estaban preparando un despliegue.
No dije nada de la partida de armas que había encontrado. Me pareció mejor olvidarlo todo. De momento.
– Parece que quieren pescar a alguien esta noche -comentó.
– Lo cierto es que la red estaba llena -dije-, pero me dio la impresión de que querían hacer algo más que pescar peces. Matarlos a tiros en un tonel, a lo mejor. Vi dos al lado de la carretera; estaban más muertos que un par de caballas ahumadas.
– Supongo que eso son las tragedias individuales -dijo-. Por supuesto, un par de muertos no es nada, en comparación con el gobierno de auténticos tiranos, como Stalin y Mao Tse-tung.
– Piense usted lo que quiera. Yo no he venido a convencer a nadie, sólo a salvar esa estúpida cabeza suya.
– Sí, por supuesto, lo siento. -Frunció los labios un momento y luego se los mordió con tanta fuerza que debió de hacerse daño-. Por lo general no se molestan en llegar tan al sur de la capital.
Noreen salió de la casa y bajó las escaleras. Llevaba un vaso en la mano y no estaba vacío. No parecía borracha, ni siquiera se le notaba al hablar. Sin embargo, como probablemente yo sí lo estaba, esas observaciones no valían nada.
– ¿Qué ocurre? -me preguntó-. ¿Has cambiado de opinión y prefieres quedarte? -dijo con un matiz de sarcasmo.
– Exacto -dije-, he vuelto por si alguien tenía un ejemplar de sobra del Manifiesto comunista.
– Podías haber dicho algo antes de marcharte -replicó inflexiblemente.
– Es curioso, pero pensé que a nadie le importaría.
– Entonces, ¿por qué has vuelto?
– Los militares están montando controles por los alrededores -le dijo López-. Tu amigo ha tenido la amabilidad de volver a avisarme.
– ¿Para qué los montan? -le preguntó ella-. Por aquí no hay objetivos que los rebeldes quieran atacar, ¿no es cierto?
López no contestó.
– Lo que quiere decir -repliqué- es que depende de lo que se entienda por objetivo. Al volver hacia aquí, vi un cartel de una central eléctrica, que podría ser un objetivo para los rebeldes. Al fin y al cabo, para hacer la revolución, hace falta mucho más que asesinar a los representantes del gobierno y esconder alijos de armas. Los cortes de suministro eléctrico desmoralizan mucho a la población en general, el pueblo empieza a pensar que el gobierno ha perdido el control y, además, son mucho más seguros que atacar a una guarnición militar. ¿No es así, López?
López parecía perplejo.
– No lo entiendo. No simpatiza en absoluto con nuestra causa, pero se ha arriesgado a volver sólo para avisarme. ¿Por qué?
– La línea telefónica no funciona -dije-; de lo contrario, habría llamado.
López sonrió y sacudió la cabeza.
– Sigo sin entenderlo.
Me encogí de hombros.
– Es cierto, no me gusta el comunismo, pero a veces vale la pena ayudar al perdedor, como Braddock contra Baer, en 1935. Por otra parte, me pareció que los avergonzaría a todos si yo, un burgués reaccionario y apologista del fascismo, volvía aquí a sacarles a ustedes, bolcheviques, las castañas del fuego.
Noreen sacudió la cabeza y sonrió.
– Viniendo de ti, es tan malintencionado que me lo creo.
Sonreí y le dediqué una leve inclinación de cabeza.
– Sabía que entenderías el lado gracioso.
– Cabrón.
– Ya sabe que puede ponerse en peligro, si vuelve a pasar por el control -dijo López-. Es posible que se acuerden de usted y aten cabos. Ni los militares son tan estúpidos como para no saber atarlos.
– Fredo tiene razón -dijo Noreen-. Sería arriesgado que volvieras a La Habana esta noche, Gunther. Más vale que pases la noche aquí.
– No quiero causarte molestias -dije.
– No es ninguna molestia -dijo-. Voy a decir a Ramón que te prepare una cama.
Dio media vuelta y se marchó canturreando para sí, al tiempo que espantaba a un gato y dejaba el vaso vacío en la galería, al pasar.
López se quedó más tiempo que yo mirando el trasero que se alejaba. Me dio tiempo a observar cómo la miraba: con ojos de admirador y, seguramente, también con boca, porque se relamió los labios sin dejar de mirarla, lo cual me hizo pensar si el terreno común entre ellos no sería sólo político, sino también sexual. Con la idea de que me contase algo de lo que sentía por ella, le dije:
– Es toda una mujer, ¿verdad?
– Sí -dijo, como ausente-, desde luego. -Sonrió y a continuación añadió-: Una escritora maravillosa.
– Lo que le miraba yo no era el fondo editorial, precisamente.
López soltó una risita.
– Todavía no estoy dispuesto a pensar lo peor de usted, a pesar de lo que acaba de decir Noreen.
– ¿Ha dicho algo? -repliqué encogiéndome de hombros-. No estaba escuchando, cuando me insultó.
– Lo que quiero decir es que le estoy muy agradecido, amigo mío. Gracias, sinceramente. Sin duda, esta noche me ha salvado la vida. -Sacó la cartera del asiento del Oldsmobile-. Si me hubieran pillado con esto, me habrían matado, se lo aseguro.
– ¿No le pasará nada, de camino a casa?
– No, sin esto, no. A fin de cuentas, soy abogado. Un abogado respetable, por lo demás, a pesar de lo que opine usted de mí. En serio, tengo muchos clientes ricos y famosos en La Habana, Noreen entre otros. He redactado su testamento y también el de Ernest Hemingway. Fue él quien nos presentó. Si alguna vez necesita un buen abogado, yo le representaría encantado, señor.
– Gracias, lo tendré en cuenta.
– Cuénteme. Soy curioso.
– ¿En Cuba? Puede ser perjudicial.
– El panfleto que le di, ¿no se lo encontraron en el control?
– Lo había tirado entre la maleza del final de la entrada -dije-. Como ya le he dicho, no me interesa la política de aquí.
– Veo que Noreen acierta con respecto a usted, señor Hausner: tiene un gran instinto de supervivencia.
– ¿Ha vuelto a hablar de mí?
– Sólo un poco. Aunque la escena anterior demuestre lo contrario, tiene muy buena opinión de usted.
Me eché a reír.
– Puede que fuera cierto hace veinte años. En aquel momento, ella quería algo.
– Se infravalora usted -dijo-. Y mucho.
– Hacía un tiempo que no me lo decían.
Echó una mirada a la cartera que tenía entre los brazos.
– ¿Podría… podría aprovecharme de su amabilidad y su valentía una vez más?
– Inténtelo.
– ¿Tendría usted la bondad de llevar esta cartera a mi despacho? Está en el edificio Bacardi.
– Lo conozco. Voy de vez en cuando al café que hay allí.
– ¿A usted también le gusta?
– Tiene el mejor café de La Habana.
– Puesto que es extranjero, no correrá gran peligro, si me la lleva, aunque puede que sea un poco arriesgado.
– Ha hablado usted con claridad, a pesar de todo. De acuerdo, se la llevaré, señor López.
– Por favor, tuteémonos.
– De acuerdo.
– ¿Te parece bien mañana por la mañana, a las once?
– Si lo prefieres…
– Oye, ¿hay algo que pueda hacer yo por ti?
– Invitarme a un café. Los testamentos me gustan tan poco como los panfletos.
– Pero vendrás.
– He dicho que voy e iré.
– Bien. -Asintió pacientemente-. Dime, ¿conoces a Dinah, la hija de Noreen?
Asentí.
– ¿Qué te parece?
– Todavía lo estoy pensando.
– Toda una joven, ¿verdad? -Arqueó las cejas expresivamente.
– Si tú lo dices… Lo único que sé de las jóvenes de La Habana es que la mayoría practica el marxismo con más eficiencia que tus amigos y tú. Saben más que nadie de la redistribución de la riqueza. Lo que más me llama la atención de Dinah es que parece que sabe exactamente lo que quiere.
– Quiere ser actriz, en Hollywood, a pesar de lo de Noreen con el Comité de Actividades Antiamericanas, lo de la lista negra, el correo y todo eso. Porque todo eso puede ser un obstáculo.
– No me pareció que le preocupase eso precisamente.
– Cuando se tiene una hija tan obstinada como Dinah, todo es motivo de preocupación, te lo aseguro.
– Me pareció que sólo le preocupaba una cosa. Dijo que Dinah iba con mala gente. ¿Qué hay de eso?
– Amigo, estamos en Cuba. -Sonrió-. Aquí se da la mala gente como la diversidad de religión en otros países. -Sacudió la cabeza-. Mañana seguimos hablando, en privado.
– Vamos, suéltalo. Acabo de librarte de una salida nocturna con el ejército.
– El ejército no es el único perro peligroso de la ciudad.
– ¿Qué quieres decir?
Se oyó un chirrido de llantas al final de la entrada. Miré alrededor mientras otro coche más se acercaba ronroneando a la casa. He dicho un coche, pero el Cadillac con parabrisas envolvente parecía más bien una nave marciana: un descapotable rojo del planeta rojo. Un coche cuyas luces antiniebla empotradas podrían haber sido fácilmente rayos caloríficos para la exterminación metódica de seres humanos. Era más largo que un coche de bomberos y, seguramente, estaba igual de bien equipado.
– Es decir, que me parece que estás a punto de averiguarlo -dijo López.
El gran motor de cinco litros del Cadillac tomó la última bocanada de aire del carburador de cuatro cilindros y exhaló ruidosamente por los dos tubos de escape, empotrados en los parachoques. Se abrió una de las caprichosas puertas recortadas y salió Dinah. Estaba espléndida. El trayecto le había agitado el pelo un poco y parecía más natural que antes. Y más atractiva, si cabía. Llevaba una estola sobre los hombros que podría haber sido de visón de cría, pero dejé de mirarla, porque me llamó la atención el conductor, que salió por la otra puerta del Eldorado rojo. Llevaba traje gris, ligero y bien cortado, con camisa blanca y un par de gemelos con piedras brillantes del mismo color que el coche. Me miró directamente entre circunspecto y risueño, fijándose en mis cambios de expresión como si le pareciesen raros en mí. Dinah llegó a su lado después de un largo peregrinaje alrededor del coche desde el lado opuesto y, elocuentemente, lo enlazó por el brazo.
– Hola, Gunther -dijo el hombre en alemán.
Ahora llevaba bigote, pero seguía pareciendo un pitbull en un caldero.
Era Max Reles.
– ¿No esperabas verme? -soltó su típica risita.
– Supongo que ninguno de los dos se lo esperaba, Max.
– En cuanto Dinah me habló de ti, empecé a pensar: «¡No puede ser él!». Luego, te describió y, vaya… ¡Santo Dios! A Noreen no le hará ninguna gracia verme aquí, pero es que tenía que venir a comprobar con mis propios ojos si eras tú, el mismo cabrón entrometido.
Me encogí de hombros.
– Ya nadie cree en los milagros.
– ¡Por Dios, Gunther! Estaba seguro de que te habrían matado entre los nazis y los rusos, con esa puta lengua mordaz que tienes.
– Últimamente cierro más el pico.
– Por la boca muere el pez -dijo Reles-. Lo más verdadero se calla. ¡Dios! ¿Cuánto tiempo hace?
– Mil años, por lo menos. Es lo que iba a durar el Reich, según Hitler.
– Tanto, ¿eh? -Reles sacudió la cabeza-. ¿Qué demonios haces en Cuba?
– Pues, ya ves, alejarme de todo aquello. -Me encogí de hombros-. Y, por cierto, soy Hausner, Carlos Hausner. Al menos es lo que dice en mi pasaporte argentino.
– Así andamos, ¿eh?
– No está mal el coche. Seguro que te van bien las cosas. ¿Cuál es el rescate por un cochazo así?
– Ah, pues, unos siete mil dólares.
– Dan mucha pasta los chanchullos laborales en Cuba, ¿eh?
– He dejado esa mierda. Ahora me dedico al negocio hotelero y del espectáculo.
– Siete mil dólares son muchas pensiones de cama y desayuno.
– Ya estás moviendo ese olfato policial que te caracteriza.
– Se mueve él solo de vez en cuando, sí, pero no le presto atención. Ahora soy un ciudadano de a pie.
Reles sonrió.
– Eso significa mucho en Cuba, sobre todo en esta casa. Aquí, en comparación con algunos ciudadanos, Iósif Stalin parecería Theodore Roosevelt.
Lo dijo mirando fríamente a Alfredo López, quien se despidió de mí con un movimiento de cabeza y se alejó lentamente en el coche.
– ¿Os conocéis? -pregunté.
– Puede decirse que sí.
Dinah nos interrumpió hablando en inglés.
– No sabía que hablabas alemán, Max.
– Hay muchas cosas de mí que no sabes, cariño.
– No seré yo quien le cuente nada, te lo aseguro -le dije en alemán-, ni falta que me hace. Apuesto a que ya lo ha hecho Noreen. Cuando me habló de la mala gente de La Habana debía de referirse a ti, la mala gente con la que sale Dinah. No puedo decir que me extrañe, Max. Si fuera hija mía, estaría muy preocupado.
Reles sonrió sarcásticamente.
– Ya no soy así -dijo-, he cambiado.
– ¡Qué pequeño es el mundo!
Apareció otro coche por la entrada. Aquello empezaba a parecerse a la entrada principal del hotel Nacional. Otra persona traía el Pontiac de Noreen.
– No, en serio -insistió Reles-. Ahora soy un respetable hombre de negocios.
El conductor del Pontiac salió del coche y, sin decir una palabra, se metió en el asiento del copiloto del de Reles. De repente, el Cadillac parecía pequeño. El hombre tenía los ojos oscuros y la cara blanca e hinchada. Llevaba un traje blanco suelto con grandes botones negros. Tenía mucho pelo, rizado, negro y con canas, como la esponjilla metálica de la tienda de todo a un dólar de Obispo. Parecía triste, quizá porque hacía muchos minutos que no comía nada. Tenía pinta de comer mucho. Animales que morían atropellados en la carretera, seguramente. Fumaba un puro del tamaño y la forma de un proyectil AP, aunque en su boca parecía un orzuelo. Recordaba a Pagliacci interpretado por dos tenores a la vez, uno en cada pernera de los pantalones. Parecía tan respetable como un fajo de pesos en un guante de boxeo.
– Respetable, claro. -Miré al hombretón del Cadillac procurando que Reles se diera cuenta y dije-: Y, claro, en realidad, ese ogro es tu contable.
– ¿Waxey? Es un babke, un auténtico cacho de pan. Por otra parte, mis libros de contabilidad son muy gordos.
Dinah suspiró y puso los ojos en blanco como una colegiala malhumorada.
– Max -se quejó-, es una grosería hablar todo el tiempo en alemán, cuando sabes que no lo entiendo.
– Es incomprensible -dijo él en inglés-; de verdad, no lo entiendo, porque tu madre lo habla estupendamente.
Dinah puso un mohín de desprecio.
– ¿A quién le interesa aprender alemán? Los alemanes se cargaron al noventa por ciento de los judíos europeos. Ya nadie quiere estudiar alemán. -Me miró y se encogió de hombros con pesar-. Lo siento, pero así son las cosas, me temo.
– Está bien. Yo también lo siento. La culpa es mía; por hablar en alemán con Max, quiero decir, no por lo otro, aunque, como es lógico, también lo siento por lo otro.
– Krauts! Lo vais a tener que lamentar mucho tiempo -Max se rió-, ya nos aseguraremos los judíos de ello.
– Lo siento mucho, créeme, pero yo sólo obedecía órdenes.
Dinah no escuchaba. No escuchaba porque no era lo suyo. Aunque, en honor a la verdad, hay que decir que Max le metió la nariz en la oreja y después le rozó la mejilla con los labios, cosa que bien puede distraer a quien no lo ha vivido todo.
– Perdóname, honik -le musitó-, pero, ya sabes, hacía veinte años que no veía a este fershtinkiner. -Dejó de chuparle la cara un momento y me miró-. ¿Verdad que es preciosa?
– Y que lo digas, Max, y que lo digas. Y lo que es más: tiene toda la vida por delante, no como tú y yo.
Reles se mordió el labio, aunque tuve la impresión de que le habría gustado más morderme el cuello a mí. Después sonrió y me señaló con el dedo. Le devolví la sonrisa, como si estuviéramos jugando al tenis. Me imaginé que no estaba acostumbrado a encajar pelotas tan fuertes.
– Sigues siendo el mismo cabrón retorcido -dijo sacudiendo la cabeza.
Él seguía con la misma carota cuadrada y agresiva, aunque bronceada y correosa ahora, y con una cicatriz en la mejilla tan grande como una etiqueta de maleta. ¿Qué podía ver Dinah en un tipo así?
– El viejo Gunther, el mismo de siempre.
– Vaya, en eso coincidís Noreen y tú -dije-. Tienes razón, desde luego, soy el viejo cabrón retorcido de siempre… y cada vez más. Ahora bien, te aseguro que lo que más me jode es lo de viejo. Todo lo que antes me fascinaba la contemplación de mi excelente físico es ahora puro horror por el avance evidente de la edad: la tripa, las piernas arqueadas, la pérdida de pelo, la presbicia y la piorrea. Se ve a la legua que estoy más pasado que un plátano viejo. De todos modos, supongo que para todo hay consuelo: tú eres más viejo que yo, Max.
Reles siguió sonriendo, aunque necesitó tomar aire. Luego sacudió la cabeza, miró a Dinah y dijo:
– ¡Por Dios! ¿Oyes lo que dice este tío? Me insulta a la cara y delante de ti. -Soltó una carcajada de asombro-. ¿Verdad que es una joya? Eso es lo que me gusta de este tío: nadie me ha dicho nunca las cosas que me dice él. Es lo que más me gusta.
– No sé, Max -dijo ella-. A veces eres muy raro.
– Hazle caso a ella, Max -dije-. No es sólo guapa. Además es muy lista.
– Ya basta -dijo Reles-. Oye, tenemos que volver a hablar tú y yo. Ven a verme mañana.
Me quedé mirándolo cortésmente.
– Ven a mi hotel -juntó las manos como si rezase-, por favor.
– ¿Dónde te alojas?
– En el Saratoga, en Habana Vieja, enfrente del Capitolio. Es de mi propiedad.
– Ah, comprendo: el negocio hotelero y el del espectáculo. El Saratoga, claro. Lo conozco.
– ¿Vas a venir? Por los viejos tiempos.
– ¿Te refieres a nuestros viejos tiempos, Max?
– Claro, ¿por qué no? Todo aquello quedó zanjado hace veinte años. Veinte años, aunque parecen mil, como has dicho antes. Te invito a comer.
Lo pensé un momento. Iba a pasar a las once por el despacho de Alfredo López, en el edificio Bacardi, a pocas manzanas del Saratoga. De pronto era un hombre ocupado: tenía dos citas en un solo día. Pronto tendría que comprarme una agenda. Quizá tuviese que ir al barbero y hacerme la manicura. Casi me parecía un tío importante otra vez, aunque no estaba muy seguro de para qué. Al menos, de momento.
Suponía que no tardaría mucho en devolver a Alfredo López la cartera con la pistola y los panfletos. Podía estar bien comer en el Saratoga, aunque fuese con Max Reles. Era un buen hotel y tenía un restaurante excelente. En La Habana, los leprosos no podían elegir, sobre todo los leprosos como yo.
– De acuerdo -dije-, sobre las doce.
El Saratoga estaba en el extremo meridional del Prado, enfrente del Capitolio. Era un bonito edificio colonial blanco, de ocho pisos, que me trajo el recuerdo de un hotel que había visto una vez en Génova. Entré. Acababan de dar la una. La chica del mostrador de recepción me señaló los ascensores y me dijo que subiera al octavo piso. Salí a un patio con columnas, que me recordó a un monasterio, y allí esperé el ascensor. El centro del patio estaba ocupado por una fuente y un caballo de mármol, obra de la escultora cubana Rita Longa. Me enteré de quién era la artista porque el ascensor tardó un poco y al lado del caballo había un atril con «información útil» sobre ella. La información no añadió nada útil a lo que ya había deducido por mi cuenta: que Rita no sabía nada de caballos y muy poco de escultura. Me resultó más interesante mirar por una serie de puertas de cristal ahumado que daban a las salas de juego del hotel. Las magníficas arañas de luces, los grandes espejos dorados y los suelos de mármol evocaban los casinos parisinos de la belle époque, pero menos elegantes. No había máquinas tragaperras, sólo mesas de ruleta, blackjack, craps, poker, bacarrá y punto blanco. Era evidente que no se habían escatimado gastos: la descripción que se daba del casino en otro atril, al otro lado de la cristalera, podía estar justificada. «El Montecarlo de las Américas.»
Puesto que la restricción monetaria de los Estados Unidos empezaba a levantarse en esos momentos, no era muy probable que los comerciantes americanos y sus mujeres que iban a jugar a La Habana fueran a comprobar la veracidad de ese lema en un futuro próximo. En cuanto a mí, no me gustaba prácticamente ningún juego de azar desde que, por obligación, había tenido que dejar una pequeña fortuna en un casino de Viena, durante el invierno de 1947. Por suerte no era mía, pero, aun así, no me gustaba perder dinero, aunque fuese ajeno. Por eso, si alguna vez jugaba, prefería el backgammon. Es un juego que practica muy poca gente y, por tanto, nunca se pierden grandes cantidades. Por otra parte, se me daba bien.
Subí en el ascensor hasta el octavo piso, donde estaba la azotea de la piscina del hotel, que era única en La Habana.
He dicho azotea, pero en realidad había medio piso más por encima del de la piscina y, según Alfredo López, mi nuevo amigo, era el selecto ático en el que vivía, con todo lujo, Max Reles. La única forma de subir allí era mediante una llave de ascensor especial… también según López. Sin embargo, contemplando la vacía piscina -hacía demasiado viento para salir a tomar el sol-, dejé vagar el pensamiento y empecé a imaginarme cómo podría escalar desde allí hasta el ático un hombre que soportase las alturas. Ese hombre tendría que trepar por el parapeto que rodeaba la piscina, dar la vuelta a la esquina andando precariamente y, por último, escalar por unos andamios que habían montado para reparar las luces de neón que adornaban la curva esquina de la fachada. Había gente a la que le gustaba subir a las azoteas a contemplar la vista y gente, como yo, que se acordaba de crímenes y francotiradores y, sobre todo, del frente oriental de la guerra. En Minsk, un tirador del Ejército Rojo había estado apostado tres días seguidos en la azotea del único hotel de la ciudad, dedicándose a disparar a oficiales del ejército alemán, hasta que lo pillaron con un cañón antitanques. A aquel soldado le habría gustado mucho la azotea del Saratoga.
Sin embargo, es probable que Max Reles hubiera previsto esa posibilidad. Según Alfredo López, Reles no se arriesgaba nada en lo referente a su seguridad personal. Tenía demasiados amigos para poder permitírselo. Es decir, amigos de La Habana, de los que son suplentes entusiastas de enemigos mortales.
– Pensaba que a lo mejor habías cambiado de opinión -dijo Max desde una puerta que daba a los ascensores- y que no vendrías. -Lo dijo en tono de reproche y un poco perplejo, como si le preocupase no ser capaz de imaginar una buena razón que disculpase mi retraso para comer.
– Lo siento, me he entretenido un poco. Verás, es que anoche avisé a López de lo del control en la carretera de San Francisco de Paula.
– ¿Y por qué demonios se lo dijiste?
– Porque tenía una cartera llena de panfletos revolucionarios; me pidió que me los quedase y se los devolviese esta mañana y, no sé por qué, acepté. Cuando llegué al edificio Bacardi, había una furgoneta de la policía fuera y tuve que esperar a que se marchase.
– No deberías relacionarte con esa clase de hombres -dijo Reles-, te lo digo de verdad. Todo ese asunto es peligroso. En esta isla es mejor no meterse en política.
– Desde luego, tienes toda la razón. Debería evitarlo. No sé por qué me comprometí a llevárselos. Puede que estuviera un poco bebido; me pasa con frecuencia. En Cuba no hay mucho más que hacer.
– Eso parece. En aquella maldita casa, todo el mundo bebe en exceso.
– Sin embargo, le había dicho que lo haría y, cuando digo una cosa, generalmente la cumplo hasta el final. Siempre he sido así de estúpido.
– Cierto -sonrió-, muy cierto. ¿Te contó algo de mí? López, digo.
– Sólo que habíais sido socios.
– Eso es casi cierto. Déjame que te cuente cosas de nuestro amigo Fredo. El cuñado de F. B. es un hombre llamado Roberto Miranda, el dueño de todas las «traganíqueles» de La Habana; las tragaperras, ya sabes. Si quieres instalar una en tu local, tienes que alquilársela a él y pagarle, además, el cincuenta por ciento de la cosecha, que puede ser, permite que te lo diga, un montón de dinero en cualquier casino de la ciudad. El caso es que Fredo López era el encargado de venir al Saratoga a vaciar mis máquinas. Me parecía que encargárselo a un abogado era la mejor manera de evitar fraudes. Sin embargo, enseguida descubrí que Miranda sólo recibía una cuarta parte; el resto lo sisaba López para dar de comer a las familias de los hombres que asaltaron el cuartel Moncada el año pasado. Durante un tiempo hice la vista gorda y él lo sabía, pero yo prefería dejar clara mi postura con respecto a los rebeldes. Entonces, Miranda se imaginó que lo estaban estafando ¿y a quién iba a echar la culpa? ¡A su seguro servidor! Puestas así las cosas, tuve que tomar una decisión: o quedarme con las máquinas, pero deshacerme de López a riesgo de convertirme en objetivo de los rebeldes, o deshacerme de las máquinas y encajar el disgusto de Miranda. Preferí prescindir de las máquinas, pero ahora debo repasar mis libros de cuentas con el mismísimo F. B. una vez a la semana, por cuenta de la suculenta participación que tiene en mi negocio. El asunto me costó un montón de pasta y muchos inconvenientes. Según mi punto de vista, ese cabrón de Fredo López es un capullo muy afortunado. Por seguir vivo, me refiero.
– Es verdad, Max, has cambiado. El Max Reles de antes le habría clavado un picahielo en el oído.
El recuerdo de su personalidad anterior le hizo sonreír.
– Habría sido lo justo, ¿no te parece? Antes éramos más directos. Lo habría matado sin pensarlo dos veces. -Se encogió de hombros-. Pero estamos en Cuba y aquí procuramos hacer las cosas de otra manera. Creía que, a lo mejor, si ese gilipollas lo pensaba un poco, se daría cuenta y demostraría un poco más de agradecimiento. Pues nada más lejos de la realidad: actúa a mis espaldas, llena la cabeza de veneno a Noreen hablándole de mí, precisamente ahora que intento tender puentes entre nosotros, por mi relación con Dinah.
– Es decir, que pagas a Batista y a los rebeldes -dije.
– Indirectamente -dijo-. Lo que les doy es la suerte de una bola de nieve en el infierno, la verdad, pero con esos cabrones nunca se sabe.
– Pero algo les das.
– Antes del incidente de las máquinas vi una cosa interesante. Un día, estaba yo mirando por una ventana del hotel, sin pensar en nada en particular, como hacemos a veces, y vi a un cubano joven que iba andando por la calle… No era más que un crío. Cuando pasó al lado de mi Cadillac, le dio una patada al guardabarros.
– ¿El descapotable tan encantador de anoche? ¿Dónde estaba el ogro?
– ¿Waxey? Es muy lento de piernas, no habría tenido la menor posibilidad de atrapar al puñetero crío. El caso es que me inquietó. No la señal que dejó en el coche, eso no fue nada, en realidad. No; fue otra cosa. Le di muchas vueltas, ¿sabes? Primero pensé que el chico lo había hecho por su novia, para que se riese; luego, que a lo mejor tenía manía a los Cadillac por algún motivo y, por último, caí en la cuenta, Bernie. Comprendí que lo que aborrecía el chico no eran los puñeteros Cadillac, sino a los estadounidenses, y eso me llevó a pensar en su revolución. Es decir, como casi todo el mundo, pensaba que todo había terminado en julio, después del ataque al cuartel, ¿sabes? Sin embargo, lo del puto crío dando una patada a mi coche me hace sospechar que a lo mejor no y que puede que aborrezcan a los estadounidenses tanto como a Batista, en cuyo caso, si alguna vez se deshacen de él, puede que también nos manden a nosotros a la mierda.
Tenía yo en mi haber muchos incidentes recientes en que pensar, conque no dije nada. Por otra parte, tampoco tenía a los estadounidenses en gran estima. No eran tan malos como los rusos y los franceses, aunque éstos no esperaban que se les tomase cariño ni les importaba. Sin embargo, los estadounidenses eran diferentes: querían que les quisieran a pesar de haber tirado dos bombas atómicas a los japoneses. Me asombraba tanta ingenuidad. Por eso me callé y, casi como dos viejos amigos, disfrutamos juntos un rato de la vista que se dominaba desde la azotea. Era magnífica. Abajo se veían las copas de los árboles del Campo de Marte y, a la derecha, el edificio del Capitolio, como una enorme tarta de boda. Por detrás asomaban la fábrica de Partagas y el Barrio Chino. Hacia el sur, la vista alcanzaba hasta el acorazado estadounidense de la bahía y, hacia el oeste, hasta los tejados de Miramar, pero sólo si me ponía las gafas. Con las gafas parecía más viejo, naturalmente; más que Max Reles. Aunque, claro, seguro que él también tenía unas en alguna parte, pero no quería ponérselas delante de mí.
Max intentaba encender un puro muy grande en medio de la fuerte brisa que soplaba en la azotea, pero no lo conseguía. Las sombrillas estaban cerradas, pero una se cayó al suelo y eso le fastidió.
– Siempre digo que la mejor forma de ver La Habana es desde la azotea de un buen hotel. -Renunció al puro-. El Nacional también tiene vistas, pero sólo del puto mar y de los tejados de Vedado y, en mi humilde opinión, no se pueden comparar ni de lejos con estas otras.
– Estoy de acuerdo.
De momento, no iba a pincharlo más. Empezaba a tener motivos para ello.
– Claro que, a veces, hace mucho viento aquí arriba y cuando pille al hijoputa que me convenció de que comprase todas esas sombrillas de mierda, que se prepare para la lección que le voy a dar sobre lo que pasa cuando el viento arrastra un trasto de ésos hasta el otro lado.
Sonrió como si fuese a cumplirlo palabra por palabra.
– Es una vista espléndida -dije.
– ¿Verdad que sí? ¿Sabes una cosa? Apuesto a que Hedda Adlon habría dado un ojo de la cara por una vista como ésta.
Asentí sin ganas de decirle que la azotea del Adlon había proporcionado a los dueños del hotel una de las mejores vistas de Berlín. Desde aquélla en particular había visto arder el Reichstag. Pocas mejores se pueden tener.
– ¿Qué fue de ella, por cierto?
– Solía decir que el buen hotelero siempre desea lo mejor pero espera lo peor. Pues bien, sucedió lo peor. Louis y ella mantuvieron abierto el hotel durante toda la guerra. No lo alcanzó ningún bombardeo por casualidad. Puede que algún piloto de la RAF se hubiera alojado allí alguna vez. Sin embargo, durante la batalla de Berlín, los «ivanes» sometieron la ciudad a un intenso fuego de artillería que destruyó casi todo lo que no había destrozado la RAF. El hotel se incendió y quedó en ruinas. Hedda y Louis se retiraron a su casa de campo, cerca de Potsdam y se quedaron a la espera. Cuando aparecieron los «ivanes», saquearon la casa, confundieron a Louis con un general alemán que había huido, lo pusieron delante de un pelotón de fusilamiento y lo mataron. A Hedda la violaron muchas veces, como a casi todas las mujeres de Berlín. No sé qué sería de ella después.
– ¡Dios Santo! -dijo Reles-. ¡Qué drama! Es una lástima. Me gustaba mucho esa pareja. ¡Dios! No lo sabía.
Suspiró e intentó de nuevo encender el puro; lo consiguió.
– Es muy curioso que hayas aparecido así, de repente, Gunther, ¿sabes?
– Ya te lo he dicho, Max. Ahora soy Hausner. Carlos Hausner.
– Eh, no te preocupes por eso, hombre. Esa mierda no tiene por qué preocuparnos a ti y a mí. En esta isla hay más alias que un archivo entero del FBI. Si alguna vez tienes problemas con los militares por culpa del pasaporte, el visado o cualquier cosa de ésas, no tienes más que decirlo, que yo te lo arreglo.
– De acuerdo. Gracias.
– Como iba diciendo, es curioso que hayas aparecido de repente. Verás, si me he metido en el negocio de los hoteles aquí, en La Habana, ha sido por el Adlon. Me encantaba aquel hotel. Quería abrir uno tan selecto como el Adlon en Habana Vieja, no en Vedado, como Lansky y todos esos que tan buenas agarraderas tienen. Siempre me ha dado la sensación de que Hedda habría elegido este lugar, ¿no te parece?
– Puede, ¿por qué no? Yo no era más que el guripa de la casa, ¿qué voy a saber? Pero Hedda siempre decía que un buen hotel es como un coche. El aspecto exterior no tiene ni la mitad de importancia que el funcionamiento: lo verdaderamente importante es que pueda ir a mucha velocidad, que los frenos respondan bien y que sea cómodo. Todo lo demás son gilipolleces.
– Y tenía razón, desde luego -dijo Reles-. ¡Dios, qué bien me vendría ahora un poco de su experiencia europea! Quiero hacerme con la mejor clientela, ¿sabes? Senadores y diplomáticos. Intento dirigir un hotel de calidad y un casino limpio. La verdad es que no hay ninguna necesidad de hacer trampas. Las apuestas siempre están a favor de la casa y entra dinero a espuertas. Es así de sencillo. Casi. También es verdad que, en una ciudad como ésta, hay que tener cuidado con los tiburones y los estafadores, por no hablar de los maricas y los que se visten de mujer, a menos que vayan del brazo de una persona importante. Esa clase de vicio se la dejo a los cubanos. Son una pandilla de degenerados. Esos tíos son capaces de chulear hasta a su madre por cinco billetes. Y, créeme, porque tengo motivos para saberlo. En esta ciudad, la carne con sabor a moka me sale ya por las orejas.
»Por otra parte -prosiguió-, a esta gente nunca se la puede subestimar. No les cuesta nada meterte una bala en la cabeza, si tienen buenas agarraderas, o ponerte una granada en el retrete, si se trata de política. En mi caso, tengo que andar con cuatro ojos, de lo contrario, no tardarían nada en freírme. Y ahí es donde entras tú, Gunther.
– ¿Yo? No sé cómo, Max.
– Vamos a comer y te lo cuento.
Subimos al ático en el ascensor y allí nos encontramos con Waxey. Visto de cerca, tenía cara de luchador mexicano, de los que suelen llevar antifaz. Pensándolo bien, todo él parecía un luchador mexicano. Tenía unos hombros como dos penínsulas de Yucatán. No dijo una palabra. Se limitó a cachearme con unas manos como las del tío de las ovejas negras de Esaú.
El ático era moderno y tan cómodo como una nave espacial. Nos sentamos a una mesa de cristal y comimos sin dejar de mirarnos los zapatos el uno al otro. Los míos eran cubanos y no estaban muy limpios, los de mi anfitrión brillaban más que campanas y cantaban con la misma fuerza. Me sorprendió que la comida fuera kosher o, al menos, judía, porque nos la sirvió una mujer alta y atractiva que era negra. Claro, que a lo mejor se había convertido al judaísmo, como Sammy Davis Jr. Cocinaba bien.
– Cuanto mayor me hago, más me gusta la cocina judía -dijo Max-. Será porque me recuerda a la infancia, a lo que comían todos los niños, menos yo, porque la puta de mi madre se fugó con un sastre y Abe y yo no volvimos a verla nunca más.
A la hora del café, Max volvió a encender el puro que había dejado a medias y yo saqué uno de su humidificador, que era del tamaño de un cementerio.
– Bien, voy a contarte por qué me puedes ayudar, Gunther. Porque no eres judío, ya ves.
Lo dejé pasar. En esa época, ya no parecía que valiese la pena recordar una cuarta parte de sangre judía.
– Ni italiano ni cubano. Ni siquiera estadounidense. Y no me debes absolutamente nada. Joder, Gunther, no me aprecias ni para eso.
No lo contradije. Ya éramos mayorcitos. Pero tampoco le di la razón. Veinte años era mucho tiempo para olvidar muchas cosas, pero tenía más motivos para no apreciarlo de los que podía él imaginarse o recordar.
– Y todo eso te hace independiente, una cualidad muy valiosa en La Habana, porque significa que no debes vasallaje a nadie. Aun así, todo eso no serviría de nada si fueses potchka, pero resulta que tampoco lo eres, sino que eres mensch, un tío legal, y la pura verdad es que me vendría muy bien un mensch con experiencia en grandes hoteles, por no hablar de los años que pasaste en la policía de Berlín. ¿Por qué? Porque necesito que me ayudes: quiero que las cosas funcionen bien aquí, ya ves. Quiero que desempeñes la función de director general del hotel y del casino: una persona de confianza, que no me juegue malas pasadas, que no se ande con rodeos y vaya directo al grano. ¿Quién, mejor que tú?
– Mira, Max, me halagas, no creas que no, pero es que en estos momentos no necesito empleo.
– No te lo tomes como un empleo. No lo es. Aquí no tienes que cumplir un horario. Es una ocupación. Todos necesitamos una ocupación, ¿verdad? Un sitio al que ir a diario: unos días, más tiempo y otros, menos. Eso es bueno, porque, entonces, los cabrones de mis empleados estarán siempre pendientes de si vienes o no. Mira, parezco un noodge y no me hace ninguna gracia, pero me harías un favor si anduvieras por aquí. Un favor muy grande. Por eso estoy dispuesto a pagarte un montón de dólares. ¿Qué te parece veinte mil al año? Apuesto a que nunca ganaste tanto en el Adlon. Más coche, despacho, secretaria que cruce mucho las piernas y no lleve bragas… Lo que quieras.
– No sé, Max. Si lo hago, tendría que ser a mi manera, sin rodeos o nada.
– ¿No te he dicho que es eso exactamente lo que necesito? En este negocio no hay más método que ir al grano.
– En serio: sin interferencias. Sólo te rendiría cuentas a ti y a nadie más.
– Adjudicado.
– ¿Qué tendría que hacer? Ponme un ejemplo.
– Una de las primeras cosas de las que quiero que te encargues es de la contratación y los despidos. Quiero que despidas a un jefe del casino. Es marica; no quiero empleados maricas en el hotel. También quiero que hagas las entrevistas de las solicitudes que se presenten para trabajar en el hotel y en el casino. Tienes buen olfato para eso, Gunther. Un cabrón cínico como tú sabe asegurarse de que contratemos a gente honrada y normal, cosa que no siempre es fácil, porque a veces te echan el humo en los ojos. Por ejemplo, pago los salarios más altos, mejores que los de cualquier hotel de la ciudad. Por eso quieren trabajar aquí casi todas las chicas (y sobre todo contrato chicas, porque es lo que quieren ver los clientes), pero, claro, están dispuestas a hacer cualquier cosa por un puesto de trabajo. Me refiero a cualquier cosa de verdad, pero eso no siempre es bueno para mí. No soy más que un ser humano y, en estos momentos de mi vida, no me hace ninguna falta toda esa cantidad de tentaciones mayúsculas. Se acabó el andar follando a diestro y siniestro. ¿Sabes por qué? Porque voy a casarme con Dinah, ya ves.
– Enhorabuena.
– Gracias.
– ¿Lo sabe ella?
– ¡Pues claro, petardo! La chica bebe los vientos por mí y yo por ella. Sí, sí, ya sé lo que vas a decir: que podría ser su padre. No empieces otra vez con lo de las canas y la dentadura postiza, como anoche, porque te aseguro que va en serio. Voy a casarme con ella y después voy a poner en movimiento todos mis contactos con el negocio del espectáculo, para ayudarla a convertirse en estrella de cine.
– ¿Y Brown?
– ¿Brown? ¿Qué es eso?
– Es la universidad a la que quiere mandarla Noreen.
Reles hizo una mueca.
– Eso es lo que quiere Noreen para sí misma, no para su hija. Dinah quiere ser artista de cine. Ya se la he presentado a Sinatra, a George Raft, a Nat King Cole… ¿Te ha dicho Noreen que la chica sabe cantar?
– No.
– Con su talento y mis contactos, puede llegar donde quiera.
– ¿A ser feliz también?
Reles se estremeció.
– Sí, también. Maldita sea, Gunther, ¡qué cabronazo recalcitrante llegas a ser! ¿Por qué?
– He practicado mucho, puede que más que tú, que ya es decir. No voy a hacerte un resumen completo del melodrama, Max, pero, cuando terminó la guerra, había visto y hecho unas cuantas cosas que habrían matado a Jiminy Cricket de un ataque cardiaco. Me salieron dos corazas más sobre la conciencia con la que vine a la vida, como los callos de los pies. Después pasé dos años con los soviéticos, de invitado en una residencia de descanso para prisioneros de guerra alemanes agotados. Me enseñaron mucho sobre hospitalidad, es decir, sobre lo que no es la hospitalidad. Cuando me escapé, maté a dos y fue un placer como nunca lo había sido para mí. Tómatelo como quieras. Después monté mi propio hotel, hasta que falleció mi mujer en un manicomio. Pero yo no servía para eso, lo mismo que si hubiese montado un colegio de señoritas en Suiza para rematar la educación de jóvenes inglesas. Ahora que lo digo, ojalá lo hubiese montado. Habría rematado a unas cuantas para siempre. Buenos modales, cortesía alemana, encanto, hospitalidad… Me quedo corto de todas esas cosas, Max. A mi lado, hasta el peor cabrón se siente satisfecho de sí mismo. Cuando me conocen, vuelven a casa, leen la Biblia y dan gracias a Dios porque no son yo. Así que, dime, ¿por qué te parezco apto para ese trabajo?
– ¿Quieres que te diga la verdad? -Se encogió de hombros-. Hace muchos años… el barco del lago Tegel… ¿te acuerdas?
– ¡Cómo iba a olvidarlo!
– Aquel día te dije que me caías bien, Gunther, y que había pensado en ofrecerte trabajo, pero que de nada me serviría un hombre honrado.
– Me acuerdo. Aquello se me grabó a fuego en los ojos.
– Bueno, pues ahora sí que me sirve de algo. Es así de sencillo, compañero. Necesito a un hombre íntegro, ni más ni menos.
Un hombre íntegro, dijo. Un mensch. Yo lo dudaba. ¿Habría proporcionado un mensch a Max Reles los medios para hacer callar a Othman Weinberger, destruyéndole la carrera y seguramente también la vida? A fin de cuentas, fui yo quien sopló al estadounidense el talón de Aquiles de Weinberger: que el don nadie de la Gestapo de Wurzburgo era falsamente sospechoso de ser judío. Y también fui yo quien le habló de Emil Linthe, el falsificador, y le dijo que ese hombre sabía abrirse paso hasta las oficinas del registro público e inyectar una transfusión judía a un hombre como Weinberger tan fácilmente como a mí una aria. En mi descargo, podía argumentar que todo había sido por proteger a Noreen Charalambides del criminal del hermano de Max, pero, ¿qué integridad le quedaba a uno, después de una cosa así? ¿Un mensch? No, yo podía ser cualquier cosa menos eso.
– De acuerdo -dije-, acepto el trabajo.
– ¿De verdad? -dijo Max Reles, como asombrado. Me miró fijamente un momento-. Vaya, ahora me ha picado la curiosidad. ¿Qué es lo que te ha convencido?
– Puede que nos parezcamos más de lo que creo. Puede que haya sido porque me he acordado de tu hermano y de lo que podría hacerme con un picahielo, si te dijese que no. ¿Qué tal está el chico?
– Muerto.
– Lo siento.
– No lo sientas. Traicionó a unos amigos míos por salvar el pellejo. Mandó a seis tíos a la silla eléctrica, entre ellos, a un antiguo compañero mío de la escuela. Sin embargo, era un pájaro que no sabía volar. En noviembre de 1951, estaba a punto de identificar a un pez gordo, cuando lo empujaron por una ventana alta del hotel Half Moon, de Coney Island.
– ¿Sabes quién fue?
– En aquel momento estaba en protección de testigos, conque sí, desde luego. Un día me vengaré de esos tipos. Al fin y al cabo, la sangre es la sangre y nadie dio ni pidió permiso. De todos modos, ahora mismo sería malo para el negocio.
– Siento haber preguntado.
Reles asintió sombríamente.
– Y te agradecería que no volvieras a hacerlo nunca más.
– Ya se me ha olvidado la pregunta. A los alemanes se nos da muy bien. Llevamos nueve años intentando olvidar que una vez existió un tal Adolf Hitler. Créeme, si lo puedes olvidar a él, puedes olvidar cualquier cosa.
Reles soltó un gruñido.
– Hay un nombre que no he olvidado -dije-. Avery Brundage. ¿Qué sería de él?
– ¿Avery? Nos distanciamos bastante cuando se metió en el Primer Comité Americano por la no intervención de los Estados Unidos en la guerra, en vez de seguir intentando expulsar a los judíos de Chicago de los clubs de campo. De todos modos, ese cabrón escurridizo ha sabido cuidarse. Amasó una fortuna de millones de dólares. Su constructora edificó un terreno considerable de la costa de oro de Chicago: Lake Shore Drive. Incluso iba a presentar su candidatura al gobierno de Illinois, pero ciertos elementos de Chicago le dijeron que se limitase a la administración deportiva. Ahora podría decirse que nos hacemos la competencia. Es propietario del hotel La Salle de Chicago, el Cosmopolitan de Denver y el Hollywood Plaza de California, además de una buena porción de Nevada. -Reles asintió-. ¡Cuánto lo ha mimado la vida! Lo acaban de elegir presidente del Comité Olímpico Internacional.
– Supongo que te forraste en 1936.
– Desde luego, pero Avery también. Después de las Olimpiadas, consiguió el contrato de los nazis para la construcción de la nueva embajada alemana en Washington. Fue la recompensa que le dio el Führer en agradecimiento por haber parado el boicot. Debió de sacar muchos millones, pero yo no vi un céntimo. -Sonrió-. Pero todo eso fue hace mucho tiempo. Desde entonces, lo mejor que me ha pasado ha sido Dinah. Esa chica es un demonio.
– Como su madre.
– Quiere probarlo todo.
– Supongo que fuiste tú quien la llevó al teatro Shanghai.
– No lo habría hecho -dijo Reles-. No la habría llevado allí, pero insistió y esa chica consigue lo que quiere. Tiene un temperamento endemoniado.
– ¿Y qué tal el espectáculo?
– ¿Tú qué crees? -Se encogió de hombros-. A decir verdad, me parece que no le impresionó mucho. Esa chiquilla está dispuesta a verlo todo. Ahora quiere que la lleve a un fumadero de opio.
– ¿Opio?
– Deberías probarlo tú también alguna vez. Es estupendo para no engordar.
Se dio unas palmadas en la tripa y, a decir verdad, parecía más delgado que en Berlín, que yo recordase.
– En Cuchillo hay un garito en el que se pueden fumar unas pipas y olvidarlo todo, incluso a Hitler.
– En tal caso, a lo mejor hasta lo pruebo.
– Me alegro de que te hayas subido al barco, Gunther. Oye, ven mañana por la noche y te presento a algunos de los muchachos. Estarán todos. Los miércoles por la noche es mi velada de cartas. ¿Juegas a las cartas?
– No, sólo al backgammon.
– ¿Backgammon? Eso es dados de maricones, ¿no?
– En realidad, no.
– Era una broma, hombre. Tenía un amigo muy aficionado a ese juego. ¿Se te da bien?
– Depende de los dados.
– Ahora que lo pienso, García juega al backgammon. José Orozco García. El cochambroso ése que es dueño del Shanghai. Siempre anda a la caza de una partida. -Sonrió-. ¡Dios! Me encantaría que machacases a ese cabrón seboso. ¿Quieres que te arregle una partida con él? ¿Mañana por la noche, quizá? Tendrá que ser temprano, porque le gusta ir a echar un vistazo al teatro después de las once. Bueno, no es mal plan: partida con él a las ocho, te dejas caer por aquí a eso de las once menos cuarto, conoces a los muchachos… y puede que salgas con un poco de pasta extra en el bolsillo.
– Suena bien, un poco de pasta extra siempre viene bien.
– Ahora que lo dices…
Me llevó a su despacho. Había un moderno escritorio de madera de teca con el sobre blancuzco y unas sillas de cuero que parecían de barco deportivo de pesca.
Sacó un sobre de un cajón y me lo entregó.
– Hay mil pesos -dijo-, para que veas que la oferta va en serio.
– Sé que siempre vas en serio, Max -le dije-, desde aquel día en el lago.
En la pared había varios cuadros sin enmarcar, pero no supe decir si eran excelentes representaciones de vómitos o bien pintura abstracta moderna. Una pared estaba completamente ocupada por estanterías oscuras, llenas de discos y revistas, objetos de arte e incluso algunos libros. En la del fondo había una gran puerta corredera de cristal y, al otro lado, una réplica menor y de uso privado de la piscina del piso inferior. Junto a un sofá cama de piel se veía una mesa redonda de pie con un brillante teléfono rojo. Reles lo señaló.
– ¿Ves ese teléfono? Es la línea directa con el Palacio Presidencial y sólo se usa una vez a la semana. Lo que te dije antes. Indefectiblemente, todos los miércoles, a las doce menos cuarto de la noche, hago la llamada a F. B. y le canto las cifras. No he conocido a nadie que tenga tanto interés en el dinero como F. B. A veces nos pasamos media hora al teléfono, por eso dedico los miércoles por la noche a las cartas. Juego unas manos con los chicos y los echo a las once y media en punto. Sin revanchas. Hago la llamada telefónica y me voy directo a la cama. Si trabajas para mí, has de saber que también trabajas para F. B. El treinta por ciento de este hotel es suyo, pero al hispanoamericano déjamelo a mí, de momento.
Se acercó a las estanterías, sacó de otro cajón un maletín de piel que parecía caro y me lo dio.
– Toma, Gunther, un regalo que quiero hacerte para celebrar nuestra asociación.
Agité en el aire el sobre de los pesos.
– Creía que ya lo habíamos celebrado.
– Esto es un plus.
Miré las cerraduras de combinación.
– Ábrelo -dijo-. No está cerrado. Por cierto, la combinación es seis, seis, seis a cada lado, pero, si lo prefieres, puedes cambiarla con una llavecita que va oculta en el asa.
Lo abrí. Era un precioso tablero de backgammon hecho de encargo. Las fichas eran de marfil y de ébano y los dados y el cubilete tenían pequeños diamantes incrustados.
– No puedo aceptarlo -dije.
– Por supuesto que sí. Ese juego era de un amigo mío que se llamaba Ben Siegel.
– ¿Ben Siegel, el gangster?
– No. Ben era jugador y hombre de negocios, como yo. Se lo regaló su novia, Virginia, cuando cumplió cuarenta y un años. Lo encargó especialmente para él en Asprey, de Londres. Tres meses después, Ben murió.
– Lo mataron, ¿no?
– Ajá.
– ¿No quiso quedárselo ella?
– Me lo regaló, de recuerdo. Ahora me gustaría regalártelo a ti. Esperemos que te dé mejor suerte que a él.
– Esperemos.
Del Saratoga me fui a Finca Vigía. El jefe indio seguía en el mismo sitio en el que lo había aparcado Waxey, aunque ahora, con un gato en la capota. Salí del coche, fui hasta la puerta y toqué la campana marinera del porche. Otro gato me observaba desde una rama de una ceiba gigante y otro más asomaba la cabeza por entre los balaústres blancos de la galería como esperando que vinieran a rescatarlo los bomberos. Le acaricié la cabeza y oí unos pasos que se acercaban lentamente. Se abrió la puerta y apareció la figura menuda de René, el criado negro de Hemingway. Llevaba una chaqueta de camarero de algodón blanco y, con la luz del sol que se colaba desde la parte de atrás de la casa y lo iluminaba por la espalda, parecía un santero.
– Buenas tardes, señor -dijo.
– ¿Está la señora Eisner?
– Sí, pero está durmiendo.
– ¿Y la señorita?
– Miss Dinah, sí, me parece que está en la piscina, señor.
– ¿Cree que le molestaría verme?
– No creo que le moleste que la vea quien sea -dijo René.
Sin prestar mucha atención a la respuesta, seguí el camino hacia la piscina, que estaba rodeada de altas palmeras cubanas, flamboyanes y almendros, además de frondosos macizos de ixora, una resistente flor roja de la India, más conocida por el nombre de coralillo, entre otros. Era una piscina bonita, pero, a pesar de la cantidad de agua, era evidente que podía incendiarse en cualquier momento. Ya me ardían los ojos, sólo de mirarla. Dinah iba y venía deslizándose elegantemente de espaldas por el agua, que despedía vapor por lo mismo, supongo, que a mí me hervían los ojos y la vegetación parecía en llamas. El traje de baño, con estampado de leopardo, resultaba apropiado, aunque en ese preciso momento estaba un poco fuera de lugar, porque en realidad no lo llevaba puesto, sino que me lo encontré a la altura de la barbilla, en el camino hacia la piscina.
Tenía un cuerpo precioso: largo, atlético y con curvas. En el agua, su piel desnuda adquiría el color de la miel. Como soy alemán, no se puede decir que me desconcertase verla desnuda. En Berlín había habido sociedades de cultura nudista desde antes de la Primera Guerra Mundial y, hasta la época nazi, siempre se veían muchos nudistas en determinados parques y piscinas de la ciudad. Por otra parte, no parecía que a Dinah le importase. Incluso llegó a dar un par de volteretas que prácticamente me dejaron sin nada que imaginar.
– Anímese, el agua está deliciosa.
– No, gracias -dije-. Además, no creo que a tu madre le hiciese ninguna gracia.
– Puede, pero está borracha o, al menos, durmiendo la mona. Anoche no hizo más que beber. Siempre se pasa con la bebida, cuando discutimos.
– ¿A propósito de qué?
– ¿Usted qué cree?
– De Max, supongo.
– Jaque. Bueno, ¿qué tal? ¿Se entendió con él?
– Sí; bien, sin problemas.
Dinah dio otra voltereta perfecta. Ya la conocía mejor que su médico; incluso habría disfrutado del espectáculo, de no haber sido porque era quien era y por el motivo de mi visita. Di la espalda a la piscina y dije:
– Será mejor que espere dentro.
– ¿Le cohíbo, señor Gunther? Lo siento. Es decir, señor Hausner.
Dejó de nadar y la oí salir del agua a mi espalda.
– Eres agradable de ver, pero recuerda que soy amigo de tu madre y hay cosas que un hombre no hace con las hijas de sus amigos. Me imagino que confía en que no pegue las narices al cristal de tu ventana.
– ¡Qué manera tan interesante de decirlo!
Oía gotear el agua de su cuerpo desnudo. Sonaba como si le estuviese lamiendo la piel de arriba abajo.
– ¿No vas a ser una niña buena y te vas a poner el bañador, y así podremos hablar?
– De acuerdo. -Al cabo de un momento dijo-: Ya puede mirar.
Di media vuelta y se lo agradecí con una brusca inclinación de cabeza. Esa joven me cohibía tremendamente incluso así, con el bañador puesto. Era una cosa nueva para mí: evitar la visión de bellas jóvenes desnudas.
– La verdad es que me alegro de que haya venido -dijo-. Esta mañana se las daba de suicida.
– ¿Se las daba?
– Sí, más o menos. Es que dijo que se pegaría un tiro si no le prometía que dejaría de ver a Max para siempre.
– ¿Y lo hiciste?
– ¿Qué?
– Prometérselo.
– No, desde luego. Es puro chantaje emocional.
– Humm, humm. ¿Tiene pistola?
– Qué pregunta tan tonta, en esta casa. En la torre hay un armario con armas suficientes para empezar otra revolución, pero sí, da la casualidad de que mi madre tiene pistola propia. Se la regaló Ernest. Supongo que le pareció bien prestársela.
– ¿Crees que sería capaz?
– No sé. Supongo que por eso se lo acabo de contar a usted. No lo sé, de verdad. Ernest y ella hablaban mucho del suicidio, sin parar. Además, no sabe por qué prefiero ir con Max, en vez de quedarme haciendo el vago aquí.
– ¿Cuándo vuelve Hemingway, exactamente?
– En julio, creo. Ya estaría de vuelta, pero sigue hospitalizado en Nairobi.
– Seguro que se le enfrentó alguna fiera.
– No, fue un accidente de avión o un incendio en la selva… o puede que las dos cosas. El caso es que estuvo muy mal una temporada.
– ¿Qué pasa cuando vuelve? ¿Tu madre y él mantienen relaciones?
– ¡No, por Dios! Ernest está casado con Mary. Aunque no creo que eso sea un impedimento. Por otra parte, me parece que se ve con otro. Noreen, quiero decir. Bueno, el caso es que ha comprado una casa en Marianao y, por lo visto, nos vamos a ir a vivir allí dentro de uno o dos meses.
Sacó un paquete de tabaco, encendió un cigarrillo y echó el humo hacia el suelo, lejos de mí.
– Voy a casarme con él. Nada ni nadie me lo podrá impedir.
– Menos tu madre, si se pega un tiro. Hay gente que se suicida por menos.
Dinah hizo un mohín como el que podría haber hecho yo cuando me dijo que su madre se veía con otro.
– ¿Y usted qué opina? -preguntó-. De Max y yo, quiero decir.
– ¿Serviría de algo que te lo dijera?
Sacudió la cabeza.
– ¿Y de qué habló con él?
– Me ha ofrecido trabajo.
– ¿Va a aceptarlo?
– No sé. Le he dicho que sí, pero me da reparo trabajar con un gangster.
– ¿Eso es lo que opina de él?
– Ya te he dicho que mi opinión no tiene importancia. Lo único que me ha ofrecido es un empleo, encanto. No me ha propuesto matrimonio. Si no me gusta trabajar con él, lo dejo y tan amigos. Sin embargo, no sé por qué romántica razón, me parece que lo que siente él por ti es distinto. A cualquier hombre le pasaría lo mismo.
– No se me está insinuando, ¿verdad?
– Si quisiera, estaría en la piscina.
– Max va a lanzarme al estrellato.
– Eso tenía entendido. ¿Por eso vas a casarte con él?
– Pues la verdad es que no. -Se sonrojó levemente y la voz le sonó un poco malhumorada-. Da la casualidad de que nos queremos.
Ahora fui yo quien puso mala cara.
– ¿Qué pasa, Gunther? ¿No se ha enamorado nunca?
– Desde luego que sí. De tu madre, por ejemplo, aunque fue hace veinte años. En aquellos tiempos, todavía podía decir a una mujer con toda la sinceridad del mundo que estaba enamorado de ella. Ahora, eso son sólo palabras. A mi edad, ya no se trata de amor. Uno no puede convencerse de que lo es. No lo es en absoluto. Siempre es otra cosa.
– ¿Le parece que sólo quiere casarse conmigo por el sexo? ¿Es eso?
– No. Es más complicado. Se trata de querer ser joven otra vez. Por eso muchos hombres mayores se casan con chicas mucho más jóvenes, porque creen que la juventud se contagia, pero nada más lejos de la realidad. Por el contrario, lo que sí que se contagia es la vejez. Quiero decir que, con el tiempo, es seguro que también tú la contraerás. -Me encogí de hombros-. Insisto, encanto, lo que yo piense no tiene importancia. No soy más que un haragán que una vez se enamoró de tu madre.
– No creas que eres socio de un club tan exclusivo.
– No lo creo. Tu madre es una mujer muy bella. Seguro que todo lo que tienes lo has heredado de ella. -Asentí-. Eso que has dicho antes, lo de suicidarse… Voy a ir a verla antes de marcharme.
Me alejé rápidamente de allí y entré en la casa antes de soltar una barbaridad, que era lo que tenía ganas de hacer.
Las puertas de cristal de la parte de atrás estaban abiertas y sólo montaba guardia un antílope, conque entré y eché un vistazo en el dormitorio de Noreen. Esta durmiendo desnuda encima de la sábana de arriba y me quedé mirándola un minuto de reloj. Dos mujeres desnudas en una sola tarde… Era como ir a Casa Marina, salvo por un detalle: acababa de darme cuenta de que había vuelto a enamorarme de Noreen. Puede que mis sentimientos por ella no hubiesen cambiado nunca, pero los había enterrado tan hondo que se me había olvidado dónde. No sé, pero, a pesar de lo que le había dicho a Dinah, si Noreen hubiese estado despierta, le habría arrojado a la cara un montón de sentimientos, entre ellos, unos cuantos sinceros de verdad.
Tenía los muslos completamente separados y, por cortesía, aparté de allí la vista; fue entonces cuando vi la pistola en las estanterías, al lado de unas fotografías y de un frasco con una rana en formol. La rana parecía común y corriente, pero el revólver no. Aunque lo hubiese inventado y fabricado el belga que le dio su nombre, el Nagant había sido el arma auxiliar reglamentaria de los oficiales rusos del Ejército Rojo y la NKVD. Un arma pesada e inesperada en esa casa.
La cogí por la curiosidad de haberla reconocido. Tenía una estrella roja incrustada en la culata, cosa que corroboraba su origen sin sombra de duda.
– Ésa es su pistola -dijo Dinah.
Miré alrededor mientras Dinah entraba en la habitación y tapaba a su madre con la sábana.
– No es precisamente un arma femenina -dije.
– Dígamelo a mí.
Se fue al cuarto de baño.
– Dejo mi número en el escritorio del teléfono -le dije desde fuera-. Llámame, si te parece que de verdad puede ponerse en peligro. A cualquier hora.
Me abotoné la chaqueta y salí del dormitorio. Vi fugazmente a Dinah sentada en el retrete y, al oír el ruido de la orina, pasé rápidamente al estudio.
– No creo que lo dijera en serio -replicó Dinah-, como tantas otras cosas.
– Eso lo hacemos todos.
Había un escritorio de madera con tres cajones, repleto de grabados de animales, cartuchos de diferentes tamaños y balas de rifle, puestas de pie como pintalabios letales. Busqué papel y bolígrafo y escribí mi número de teléfono en cifras grandes para que se viese bien. Y no como a mí. Después, me marché.
Volví a casa y pasé el resto del día y la mitad de la noche en mi pequeño taller. Trabajé pensando en Noreen, en Max Reles y en Dinah. No me llamó nadie por teléfono, pero eso no tenía nada de particular.
El Barrio Chino de La Habana era el mayor de Latinoamérica y, como se estaba celebrando el Año Nuevo Chino, las calles laterales de Zanja y Cuchillo estaban adornadas con farolillos de papel; proliferaban los mercadillos al aire libre y las comparsas de la danza del león. En el cruce de Amistad con Dragones había un portalón del tamaño de la Ciudad Prohibida que, a la caída de la noche, se convertiría en el centro de una tremenda descarga de fuegos artificiales, el momento cumbre de las fiestas.
A Yara le gustaba toda clase de desfiles ruidosos; por ese motivo, excepcionalmente, había optado por salir con ella por la tarde. En las calles del Barrio Chino abundaban las lavanderías, las casas de comida, los fumaderos de opio y los burdeles, pero sobre todo hervían de gente, chinos en su mayoría; tantos, que uno se preguntaba dónde se habían escondido hasta entonces.
Compré a Yara algunas fruslerías -fruta y golosinas- que le encantaron. A cambio, en los puestos de medicina tradicional, se empeñó en regalarme una taza de licor macerado que, según ella, aumentaba mucho la virilidad. Sólo después de haberlo tomado supe que estaba hecho de madreselva, iguana y ginseng. Lo de la iguana no me hizo ninguna gracia y, después de haber ingerido el infecto brebaje, me pasé unos cuantos minutos convencido de que me habían envenenado. Hasta el punto de que creí sin la menor duda que sufría una alucinación cuando, a la derecha del Barrio Chino, en la esquina de Maurique y Simón Bolívar, descubrí una tienda que no había visto nunca. Ni siquiera en Buenos Aires, donde tal vez habría sido más fácil entender la existencia de un establecimiento de esas características. Se trataba de una tienda de recuerdos nazis.
Al cabo de un momento me di cuenta de que Yara también lo había visto; la dejé en la calle y entré con tanta curiosidad por saber qué clase de persona podía vender ese material como por quién podía comprarlo.
En el interior había expositores de cristal con pistolas Luger y Walther P-38, cruces de hierro, galones del Partido Nazi, placas de identificación de la Gestapo y navajas de las SS, así como ejemplares del periódico Der Stürmer envueltos en celofán, como si fueran camisas recién salidas de la lavandería. Había también un maniquí con el uniforme de capitán de las SS que, no sé por qué, parecía de prestado. Entre dos banderas nazis, atendía el mostrador un hombre más bien joven, de barba negra, que no podía parecer menos alemán. Era alto, delgado y cadavérico, como una figura de El Greco.
– ¿Busca algo en particular? -me preguntó.
– Una cruz de hierro, tal vez -le dije.
Eso fue lo que dije, pero no porque me interesase la cruz; lo que me interesaba era él.
Abrió un expositor de cristal y depositó la medalla en el mostrador como si fuera un broche de diamantes de señora o un reloj de calidad.
La miré un rato y le di la vuelta.
– ¿Qué le parece? -me preguntó.
– Es falsa -dije-, una imitación poco lograda. Y otra cosa: el cinturón que cruza la pechera del uniforme del capitán de las SS va en sentido contrario. Una cosa es falsificar y otra muy distinta cometer un error tan elemental como ése.
– ¿Es usted entendido en la materia?
– Creía que en Cuba era ilegal -respondí sin responderle.
– La ley sólo prohíbe fomentar la ideología nazi -dijo-, pero vender recuerdos históricos es legal.
– ¿Quién compra estas cosas?
– Sobre todo los estadounidenses. También los marineros y algunos turistas que sirvieron en los ejércitos europeos y quieren tener el recuerdo que no pudieron coger en su momento. Lo que más buscan es material de las SS. Supongo que es una fascinación morbosa, pero lógica, en cierto modo. De ellos, podría vender todo lo que quisiera. Por ejemplo, las navajas salen como rosquillas, las compran para abrecartas. Por supuesto, coleccionar esta clase de recuerdos no significa que se esté de acuerdo con el nazismo ni con lo que pasó. Sin embargo, pasó y son hechos históricos y, por lo tanto, nada tiene de malo interesarse por estas cosas, hasta el punto de querer poseer algo que casi es un fragmento vivo de esa historia. ¿Por qué habría de parecerme malo? Verá, es que soy polaco. Me llamo Szymon Woytak.
Tendió la mano y le di la mía, floja, sin el menor entusiasmo por él ni por su particular negocio. A través de las lunas del escaparate vi una comparsa de bailarines chinos. Se habían quitado la cabeza de león y estaban haciendo un descanso y fumándose un cigarrillo, como ajenos a los malos espíritus que moraban en el interior del local, porque, de lo contrario, puede que hubiesen entrado por la puerta. Woytak cogió la cruz de hierro que me había sacado de muestra.
– ¿Por qué sabe que es falsa? -preguntó, mirándola minuciosamente.
– Es fácil. Las falsas son de una sola pieza. Las originales tenían al menos tres, soldadas entre sí. Otra forma de saber si de verdad son de hierro es con un imán. Las falsas son de una aleación mala.
– ¿Cómo lo sabe?
– ¡Que cómo lo sé! -le sonreí-. Me dieron una baratija de ésas una vez, cuando la guerra -dije-, pero la verdad es que todo es falso. Todo. Todo lo que hay aquí -dije, refiriéndome a la tienda-, hasta las ideas que representan estos objetos ridículos. No son más que una aleación mala para engañar a la gente. Una falsificación estúpida que no habría engañado a nadie si nadie hubiese estado dispuesto a creérsela. Todo el mundo sabía que era mentira, desde luego, pero estaban desesperados por creer que no. Se les olvidó que Adolf Hitler era un gran lobo feroz, por mucho que le gustase besar a los niños pequeños. Porque eso es lo que era… y peor, mucho peor. Eso es historia, señor Woytak, auténtica historia de Alemania, y no esta… esta ridícula tienda de recuerdos.
Me llevé a Yara a casa y pasé el resto del día en el taller, un poco angustiado. Sin embargo, no se debía a lo que había visto en el establecimiento de Szymon Woytak. Eso era porque estábamos en La Habana, nada más; con dinero, allí se podía comprar cualquier cosa. Cualquier cosa, todas las cosas. No, lo que me angustiaba me tocaba más de cerca. La casa de Ernest Hemingway, por lo menos.
Dinah, la hija de Noreen.
Quería apreciarla, pero no podía. Me resultaba muy difícil. Me asombraba lo terca que era y lo consentida que estaba. La terquedad podía pasar, seguramente la superaría, como la mayoría, pero, para dejar de ser la mocosa malcriada que era, iba a necesitar un par de bofetones bien dados. Era una lástima que Nick y Noreen Charalambides se hubiesen divorciado cuando ella era tan pequeña. Seguramente le habría faltado la disciplina paterna en la infancia. Tal vez fuera eso lo que de verdad la empujaba a casarse con un hombre que le doblaba la edad. Muchas jóvenes se casaban con un hombre que pudiese sustituir a su padre. O quizá pretendiera vengarse de su madre por haber dejado a su padre. Eso también les pasaba a muchas jóvenes. Puede que fueran ambas cosas. E incluso que me equivocase completamente, porque yo no había tenido hijos.
Me alegré de estar en el taller, es un lugar donde no cabe la palabra «puede». Cuando se maneja un torno para cortar un trozo de metal, la palabra apropiada es «exacto». No me faltaba paciencia para trabajar con el metal. Era fácil. Criar a un hijo debía de ser mucho más difícil.
Más tarde, me di un baño y me puse un traje bueno. Antes de salir, me asomé al altar de santería que había montado Yara en su habitación y me quedé unos momentos allí con la cabeza inclinada. En realidad, no era más que una casa de muñecas cubierta de encaje blanco y velas. En cada piso de la casita había animalillos, crucifijos, nueces, conchas y figuritas de cara negra vestidas de blanco, así como varias imágenes de la Virgen María y una de una mujer con un cuchillo clavado en la lengua. Yara me había contado que era para evitar las habladurías sobre nosotros, pero no tenía la menor idea de lo que significaban las demás cosas, salvo, quizá, la Virgen María. No sé por qué incliné la cabeza ante el altarcito. Podría decir que deseaba creer en algo, pero en el fondo del corazón, sabía que la tienda de recuerdos de Yara era otra estúpida mentira, igual que la del nazismo.
De camino a la puerta cogí el backgammon de Ben Siegel y, entonces, Yara me agarró por los hombros y me miró directamente a los ojos, como buscando el efecto que pudiera haberme hecho en el alma su particular altarcito. Suponiendo, claro está, que tuviese yo semejante cosa. Algo encontró, porque dio un paso atrás y se santiguó varias veces seguidas.
– Te pareces a Eleguá -dijo-, el señor de las encrucijadas, el que guarda la casa de todos los peligros. Todos sus actos son justificados. Él sabe lo que no sabe nadie y siempre actúa según su juicio perfecto. -Se quitó uno de los collares que llevaba y me lo metió en el bolsillo superior de la chaqueta-. Para que te dé buena suerte en el juego -dijo.
– Gracias -dije-, pero no es más que un juego.
– Esta vez, no -dijo-. Para ti, no. Para ti no, amo.
Aparqué en Zulueta, a la vista de la comisaría de policía, y retrocedí andando hacia el Saratoga, donde había ya muchos taxis y coches, entre ellos, dos Cadillac 75 negros, los niños mimados de los funcionarios gubernamentales más importantes.
Crucé el vestíbulo del hotel hasta el patio monacal, en el que un juego de luces teñía el agua de la fuente de diferentes colores pastel y dejaba al caballo como perplejo… como si no se atreviese a beber de las exóticas aguas por miedo a que lo envenenasen. Me dije que era una metáfora perfecta para describir la experiencia de ir a un casino de La Habana.
Me abrió la puerta un portero vestido de impresionista francés acomodado. Era temprano, pero el local estaba muy animado, como una estación de autobuses a una hora punta, con la salvedad de las arañas de luces, y se oía mucho ruido de entrechocar de fichas y dados, de bolitas metálicas que daban vueltas en la ruleta con un sonido como de grifo que gotea en un fregadero de acero, de gritos de los ganadores y gruñidos de los perdedores, de tintineo de copas y, por encima de todo, la voz clara, enunciativa y sin emoción de los croupiers, que dirigían las apuestas y cantaban el nombre de las cartas y los números.
Eché un vistazo alrededor: habían llegado ya algunos famosos de la ciudad, como el músico Desi Arnaz, la cantante Celia Cruz, el actor de cine George Raft y el coronel Esteban Ventura, uno de los oficiales de policía más temidos de La Habana. Los jugadores deambulaban por allí con smoking blanco, jugueteando con las fichas y especulando sobre dónde les sonreiría hoy la suerte, si en la ruleta o en la mesa de craps. Bellas y elegantes mujeres con altos peinados y escotes de vértigo patrullaban por los laterales de la sala como panteras al acecho del hombre más débil al que dar caza y abatir. Una dio unos pasos hacia mí, pero me la quité de encima con un movimiento de cabeza.
Localicé a un hombre que parecía el director del casino. Me figuré que era el de los brazos cruzados y los ojos de árbitro de tenis; además, ni estaba fumando ni tenía fichas en la mano. Como tantos habaneros, llevaba un bigotito como un garabato de escolar y más gomina en el pelo que grasa una hamburguesa cubana. Vio que lo miraba y lo saludaba con una inclinación de cabeza, descruzó los brazos y echó a andar hacia mí.
– ¿Desea alguna cosa, señor?
– Soy Carlos Hausner -dije-. Tengo una reunión arriba con el señor Reles esta noche, a las once menos cuarto, pero, al parecer, antes debería encontrarme con el señor García para una partida de backgammon.
Debía de llevar en los dedos un poco de gomina del pelo, porque empezó a frotarse las manos como Poncio Pilatos.
– El señor García ya ha llegado -dijo al tiempo que se ponía en marcha-. El señor Reles me pidió que les reservara un rinconcito tranquilo, entre el salón privé y la sala principal de juegos. Me ocuparé de que nadie los moleste.
Fuimos hasta un lugar cerca de una palmera. García ocupaba una caprichosa silla de comedor que dominaba la vista de la estancia, ante una mesa dorada con sobre de mármol en la que había un tablero de backgammon preparado para jugar. A su espalda, en la pared amarillo canario, se veía un mural de estilo Fragonard, de una odalisca desnuda, tumbada y con la mano en el regazo de un hombre con cara de aburrimiento, tocado con un turbante rojo. Teniendo en cuenta el lugar que ocupaba la mano, el del turbante podía haber estado más animado. Puesto que García era el dueño del Shanghai, el lugar elegido para nuestra partida no podía ser más adecuado.
El Shanghai de Zanja era el teatro burlesco más obsceno y, por tanto, el más infame y popular de La Habana. A pesar de las setecientas cincuenta localidades que tenía, fuera siempre había una larga cola de hombres ansiosos -jóvenes marineros estadounidenses, en su mayoría- esperando su turno para pagar un dólar y veinticinco centavos por entrar a ver un espectáculo que habría hecho palidecer, por insulso, a cualquier cosa que hubiera visto yo en el Berlín de Weimar. Insulso y, paradójicamente, de buen gusto al mismo tiempo. El espectáculo del Shanghai no tenía ni pizca de buen gusto, principalmente gracias a la aparición en cartel de un mulato alto, llamado Supermán, cuyo miembro, en estado de erección, era tan grande como una aguijada de arrear ganado y, en la práctica, producía un efecto bastante parecido. En el momento cumbre del espectáculo, el mulato, animándose al grito de Tío Sam, escandalizaba a una serie de rubias de aspecto inocente. No era el mejor sitio para llevar a un sátiro de mentalidad liberal, cuanto menos, a una jovencita de diecinueve años.
García se levantó atentamente, pero, a primera vista, no me gustó, como no me habría gustado un chulo o, para el caso, un gorila con smoking, que es lo que parecía. Se movía con la parquedad de un robot, dejaba los gruesos brazos colgando rígidamente a los lados del cuerpo; con la misma rigidez, levantó uno y me tendió una mano del tamaño y color de un guante de halconero. Era calvo, con grandes orejas y labios gruesos. En total, su cabeza parecía robada de una excavación arqueológica egipcia… si no del Valle de los Reyes, sí quizá del barranco de los falsos y zalameros sátrapas. Noté la fuerza de su mano antes de que la retirase y se la metiese en el bolsillo de la chaqueta. La sacó con un puñado de billetes y lo dejó en la mesa, al lado del tablero.
– Es más divertido jugarse la pasta, ¿no le parece? -dijo.
– Claro -dije yo, y dejé el sobre que me había dado Reles junto a su pasta-, pero será mejor ajustar las cuentas al final de la velada, ¿o prefiere al final de cada partida?
– Me parece bien al final de la velada -dijo.
– En ese caso -dije al tiempo que devolvía el sobre al bolsillo-, no hay necesidad de enseñar nada, ahora que sabemos que los dos llevamos bastante.
Asintió y recogió sus billetes.
– Hacia las once tengo que ausentarme un rato -dijo-. Debo volver para supervisar la entrada del Shanghai, la del pase de las once y media.
– ¿Y el de las nueve y media? -pregunté-. ¿Se supervisa solo?
– ¿Conoce mi teatro?
Lo dijo como si fuera el Abbey de Dublín. Tenía la voz que me esperaba: demasiados puros y ejercicio insuficiente. Una voz de hipopótamo revolcándose: sucia y llena de dientes amarillentos y de gas. Peligrosa también, seguramente.
– Sí -dije.
– Puedo volver después -dijo-, para darle la revancha, si quiere recuperar la pasta.
– También puedo hacerle yo el mismo favor.
– Respondo a su pregunta anterior. -Los gruesos labios se estiraron como una vulgar liga rosa-. El pase de las once y media siempre es el más problemático. A esas horas, el público ha bebido más y, a veces, los que no pueden entrar arman jaleo. La comisaría de Zanja queda cerca, por suerte, pero, como sabrá, hay que incentivar a las patrullas para que intervengan.
– La pasta manda.
– En esta ciudad, sí.
Miré al tablero, aunque sólo fuera por no verle la fea cara ni respirar su fétido aliento. Se olía desde un metro de distancia. De pronto me quedé perplejo, al darme cuenta de lo tremendamente obsceno que era lo que miraba. Los picos blancos y negros, con forma de triángulo alargado que tienen todos los tableros de backgammon, eran en ése falos en erección. Entre ellos o envolviéndolos, como modelos de pintor, había desnudos femeninos. El dibujo de las fichas reproducía culos de mujeres blancas y negras y los cubiletes de los jugadores tenían forma de seno femenino; encajaban el uno con el otro formando un pecho que habría sido la envidia de cualquier camarera de la Oktoberfest. Únicamente los cuatro dados de los jugadores y el de doblar las apuestas podían considerarse decorosos.
– ¿Le gusta mi juego? -preguntó con una risita que olía a baño podrido.
– Me gusta más el mío -dije-, pero está cerrado y no me acuerdo de la combinación, de modo que, si le apetece jugar con éste, no tengo inconveniente. Soy de criterios amplios.
– Por fuerza, si vive en La Habana, ¿no? ¿Vamos a puntos o a apuestas?
– Estoy desganado, no me apetece tanto cálculo. Quedémonos con el dado de doblar. ¿Lo dejamos en diez pesos la partida?
Encendí un puro y me senté. A medida que el juego avanzaba, se me fueron olvidando los detalles pornográficos del tablero y el fétido aliento de mi oponente. Íbamos más o menos igualados hasta que García sacó dos dobles seguidos más y, al pasar de cuatro a ocho, me pasó el dado de doblar. Dudé. Los dos dobles seguidos bastaron para aconsejarme prudencia con el dinero que ponía en juego. Nunca había sido yo de los que sacan porcentajes calculando la diferencia de posiciones con respecto al otro jugador. Prefería basarme en el desarrollo del juego y en acordarme de las tiradas que me iban saliendo. Me pareció que no tardaría en sacar un doble que compensase los tres suyos, conque cogí el cubilete y me salió un cinco doble, que era exactamente lo que necesitaba en ese preciso momento; nos quedamos los dos a punto de empezar a sacar las fichas del tablero, más o menos igualados.
Estábamos ya cada cual con las últimas fichas en casa -él, doce; yo, diez-, cuando me volvió a ofrecer doblar la apuesta. Los números estaban a mi favor, siempre y cuando no le saliera el cuarto doble y, como me parecía improbable, lo acepté. Cualquier otra decisión habría sido lo que los cubanos llaman no tener «cojones» y, sin duda, habría tenido efectos desastrosos en el resto de la velada. La apuesta estaba en 160 pesos.
Le salió un cuatro doble, con lo que me igualaba y aumentaban sus posibilidades de ganar la partida, a menos que me saliera otro doble a mí. Ni siquiera parpadeó cuando me salieron un uno y un dos en un momento tan inoportuno y sólo pude sacar una ficha del tablero. A él le salieron un cinco y un seis y sacó dos. Me salieron un cinco y un tres y saqué dos. Luego le salió otro doble a él y sacó cuatro: le quedaban sólo dos y a mí, cinco. No me habría salvado ni un doble.
García no sonreía. Se limitó a coger su cubilete y a tirar los dados con menos emoción que si hubiera sido la primera tirada del juego: insignificante, todavía quedaba toda la partida por delante. Sólo que la primera había terminado y la había perdido yo.
Retiró del tablero las dos últimas fichas y volvió a meter la manaza en el bolsillo del smoking, pero, a diferencia de la primera vez, sacó una libreta negra de piel y un lapicero mecánico de plata, con el que escribió en la primera página el número 160.
Eran las ocho y media. Habían transcurrido veinte minutos… muy caros. Por muy pornógrafo y muy cerdo que fuese, no se podía decir nada malo de su suerte ni de su pericia en el juego. Comprendí que iba a ser más difícil de lo que había pensado.
Empecé a jugar al backgammon en Uruguay. Me enseñó un antiguo campeón en el café del hotel Alhambra, en Montevideo. Sin embargo, la vida en Uruguay era cara, mucho más que en Cuba, y fue el principal motivo por el que me había ido a vivir a la isla. Por lo general, en La Habana jugaba en un café de la Plaza de Armas con un par de libreros que vendían libros de segunda mano y sólo apostábamos unos centavos. Me gustaba el backgammon porque era limpio, por la disposición de las fichas en los puntos y el orden con que se iban sacando del tablero hasta terminar la partida. Esa limpieza y ese orden característicos me asombraban porque me resultaban muy alemanes. También me gustaba por la mezcla de suerte y destreza que requería; hacía falta más suerte que en el bridge y más destreza que en el blackjack. Sin embargo, para mí, su mayor atractivo era el componente de riesgo contra la banca celestial, el competir con el mismísimo sino. Me complacía pensar que cada tirada de dados era una invocación a la justicia cósmica. Así había vivido la vida yo, en cierto modo: a contrapelo.
En realidad, no estaba jugando con García -él no era más que la cara fea de la suerte-, sino contra la vida misma.
Y así, volví a encender el puro, a darle vueltas en la boca, y llamé a un camarero.
– Póngame una garrafa pequeña de schnapps de melocotón, frío pero sin hielo -le dije.
No pregunté a García si quería tomar algo. No me importaba. Lo único que me importaba en ese momento era darle una paliza.
– ¿No es bebida de mujeres? -dijo.
– No creo -dije-. Tiene cuarenta grados, pero piense usted lo que quiera.
Cogí mi cubilete.
– ¿Y usted, señor? -El camarero seguía allí.
– Daiquiri con lima.
Seguimos con el juego. García perdió la siguiente partida a puntos y también la siguiente, cuando no se dobló. Cada vez cometía más errores, dejaba solas, a mi merced, fichas que no debía y se doblaba cuando no convenía. Empezó a perder mucho y, hacia las diez y cuarto, le había ganado más de mil pesos y estaba muy satisfecho de mí mismo.
El argumento a favor del darwinismo que mi oponente tenía por cara seguía sin acusar emoción alguna, pero supe que estaba nervioso por la forma en que tiraba los dados. En el backgammon, es costumbre tirarlos dentro de la propia casa; los dos deben quedar planos sobre una cara. Sin embargo, en la última ronda, García no había dominado bien la mano y los dados habían caído al otro lado de la barra o montados. Según las reglas, esas tiradas no eran válidas y debía volver a tirar; una de las veces se quedó sin un útil doble que le había salido.
Además, había otra razón por la que yo lo había puesto nervioso. Teníamos la apuesta en diez pesos y propuso que la aumentásemos. Eso es señal segura de que quien lo propone ha perdido mucho y está ansioso por recuperarse lo antes posible. Sin embargo, eso significa incumplir el principio fundamental del juego, que son los dados los que dictan cómo hay que jugar, no el dado de doblar ni el dinero.
Me apoyé en el respaldo y tomé un sorbo de schnapps.
– ¿En cuánto ha pensado?
– Digamos que cien pesos la partida.
– De acuerdo, pero con una condición: que entre en juego la regla beaver.
Sonrió casi como si hubiera estado a punto de proponerlo él también.
– De acuerdo.
Cogió el cubilete y, aunque no le tocaba abrir el juego, sacó un seis.
A mí me salió un uno. García ganó la tirada y al mismo tiempo marcó el tanto de barra. Se acercó más a la mesa, ansioso por recuperar su dinero. Una fina capa de sudor le cubrió la elefantiásica cabeza y, al verlo, le ofrecí doblarnos inmediatamente. García lo aceptó y quiso hacer lo mismo que yo, pero tuve que recordarle que todavía no había tirado yo. Me salió un cuatro doble, con lo que pude saltar su punto de barra con mis corredoras, con lo que de nada le sirvió, de momento.
García se estremeció ligeramente, pero se dobló de todas maneras y sacó un decepcionante dos y uno. Ahora tenía yo el cubo de apuestas y, con la sensación de contar con la ventaja psicológica, le di la vuelta, dije: Beaver y lo doblé efectivamente sin necesitar su consentimiento. Entonces me detuve y le ofrecí doblar, además del beaver. Se mordió el labio y, sabiendo que estaba en juego una pérdida de ochocientos pesos -además de lo que había perdido ya-, tendría que haberlo rechazado. En cambio, lo aceptó. Entonces me salió un seis doble, con lo que pude ganar el tanto de barra y diez más. La partida era mía, con una apuesta de mil seiscientos pesos.
Empezó a tirar con mayor inquietud. Primero le cayeron los dados de canto, luego le salió un cuatro doble, con lo que habría podido salir del agujero en el que estaba, de no haber caído uno de los dados en su tablero exterior y, por tanto, no valía. Recogió los dos furiosamente, los echó al cubilete y volvió a tirar con muchísima menos fortuna: un dos y un tres. A partir de ahí, las cosas se le deterioraron rápidamente y, poco después, le cerré el paso por mi casa, y además tenía dos fichas en la barra.
Empecé a sacar las mías del tablero, mientras él no podía mover. Corría verdadero peligro de no poder rescatar ninguna de las suyas antes de que terminase yo de sacar las mías. Eso se llamaba gammon y habría tenido que pagarme el doble de la apuesta total.
Tiraba ya como un loco, sin rastro de su anterior sangre fría. Cada vez que tiraba, no podía mover. Había perdido el juego, no le quedaba más que hacer que procurar salvarse del gammon. Por fin, pudo volver al tablero y correr hacia casa, mientras que a mí me quedaban sólo seis fichas por retirar. Sin embargo, le salían tiradas bajas y avanzaba despacio. Unos segundos después, la partida y el gammon eran míos.
– Gammon -dije en voz baja-, es decir, el doble de la apuesta. Calculo que son tres mil doscientos pesos, más los mil ciento cuarenta que me debía ya, son…
– Sé sumar -dijo bruscamente-. Se me dan bien las matemáticas.
Me resistí a la tentación de apostillar que lo que no se le daba bien era el backgammon.
García consultó la hora. Yo también. Eran las once menos veinte.
– Tengo que marcharme -dijo, y cerró el tablero bruscamente.
– ¿Piensa volver después del club? -pregunté.
– No lo sé.
– Bien. Estaré un rato por aquí, por si quiere tomarse la revancha.
Ambos sabíamos que no volvería. Sacó un fajo de cincuenta billetes de cien pesos, contó cuarenta y tres y me los entregó.
Asentí y dije:
– Más el diez por ciento para la casa, son doscientos cada uno. -Señalé con la mano los billetes que le quedaban-. A las bebidas invito yo.
Resentido, sacó otro par de billetes y me los dio. A continuación, bajó los cierres del feo tablero, se lo puso bajo el brazo y se largó rápidamente abriéndose paso entre los demás jugadores como un personaje de película de miedo.
Me metí las ganancias en el bolsillo y me fui de nuevo en busca del director del casino. Parecía que no se hubiese movido desde que había hablado con él.
– ¿Ha terminado el juego? -preguntó.
– De momento, sí. El señor García tiene que pasar por su club y yo tengo una reunión arriba con el señor Reles. Puede que después continuemos. Le dije que le esperaría aquí para darle la revancha, si quería, conque ya veremos.
– Les guardaré la mesa -dijo el director.
– Gracias. ¿Sería tan amable de avisar al señor Reles de que voy arriba a verlo?
– Por supuesto.
Le di cuatrocientos pesos.
– El diez por ciento de la apuesta. Supongo que es lo normal.
El director sacudió la cabeza.
– No es necesario. Gracias por ganarle. Hacía ya mucho tiempo que deseaba ver humillado a ese cerdo. Y, por lo que veo, la paliza ha sido de órdago.
Asentí.
– ¿Podría venir a mi despacho después de ver al señor Reles? Me encantaría invitarle a un trago para celebrar la victoria.
Con el backgammon de Ben Siegel, subí en el ascensor al octavo piso, el de la azotea de la piscina del hotel, donde me esperaban Waxey y otro ascensor. En esa ocasión, el guardaespaldas de Max me trató con un poco más de cordialidad, aunque sólo me di cuenta porque pude leerle los labios. Hablaba en voz muy baja, para lo grande que era, pero hasta más tarde no me enteré de que tenía las cuerdas vocales estropeadas a consecuencia de un tiro en la garganta.
– Lo siento -dijo-, pero tengo que cachearlo antes de que suba.
Dejé el maletín en el suelo, levanté los brazos y miré al infinito mientras él hacía su trabajo. A lo lejos, el Barrio Chino estaba iluminado como un árbol de Navidad.
– ¿Qué hay en el maletín? -preguntó.
– El tablero de backgammon de Ben Siegel. Me lo ha regalado Max, pero la combinación que me dijo para abrirlo no es correcta. Me dijo «seis, seis, seis». Una combinación muy bonita, si funcionase.
Waxey asintió y se apartó. Llevaba pantalones negros sueltos y guayabera gris, del mismo color que su pelo. Como no se había puesto la chaqueta, se le veían los brazos y pude hacerme una idea más aproximada de lo fuerte que debía de ser. Los antebrazos eran como bolos de bolera. Seguramente usaba camisas sueltas para ocultar el arma de la cadera, pero el orillo del faldón se le había quedado enganchado en la pulida culata de madera de un Colt Detective Special del 38, el mejor revólver de cañón corto que existía.
Sacó del bolsillo de los pantalones una llave sujeta con una cadena de plata, la introdujo en el panel del ascensor y le dio media vuelta. No tuvo que apretar ningún botón más. El ascensor inició la subida directamente. Se abrieron las puertas de nuevo.
– Están en la azotea -dijo Waxey.
Los olí enseguida: el tufo penetrante de un pequeño incendio forestal que desprenden varios habanos grandes. Después los oí: fuertes voces estadounidenses, estentóreas carcajadas masculinas, blasfemias sin parar, alguna que otra palabra o expresión en yiddish o en italiano, más carcajadas estentóreas. Al pasar por la sala vi los desechos de una partida de cartas: una mesa grande llena de fichas y vasos vacíos. Terminada la partida, habían salido todos a la pequeña azotea de la piscina: un grupo de hombres con trajes bien cortados y caras embotadas, pero ya no tan duros. Algunos llevaban gafas y chaqueta deportiva, con pañuelo bien doblado en el bolsillo superior. Todos parecían exactamente lo que afirmaban que eran: hombres de negocios, propietarios de hoteles, clubs o restaurantes. Quizá sólo un policía o un agente del FBI habría sabido identificar la verdadera personalidad de todos y cada uno de ellos: todos se habían hecho famosos en las calles de Chicago, Boston, Miami y Nueva York en la época de la Ley Volstead. En el momento en que puse el pie en esa azotea supe que me encontraba entre las mayores bestias del hampa de La Habana: los capos mafiosos con los que tanto gustaba de hablar el senador Estes Kefauver. Había visto en televisión algunas declaraciones de la Comisión del Senado. Esas retransmisiones habían introducido en la vida doméstica el nombre de muchos capos, entre otros, el del hombre bajo, nariz grande y pelo oscuro y bien cortado que se encontraba allí. Llevaba una chaqueta deportiva marrón con camisa abierta. Era Meyer Lansky.
– ¡Aquí está! -dijo Reles.
Habló en un tono un poco más alto de lo normal, pero era la perfección de sastre en persona. Llevaba pantalones grises de franela, limpios zapatos marrones con puntera Oxford, camisa azul con botones en el cuello, corbata azul de seda y americana de cachemira azul marino. Parecía el secretario de la Sociedad del Club Náutico de La Habana.
– Caballeros -dijo-, éste es el hombre de quien les hablaba. Bernie Gunther, mi nuevo director general.
Como de costumbre, me estremecí al oír mi verdadero nombre, dejé el maletín en el suelo y di la mano a Max.
– Tranquilízate, por favor -dijo-. Todos tenemos un historial tan largo como el tuyo, e incluso más. Casi todos estos señores han visto el interior de una celda carcelaria en algún momento de su vida, incluido yo. -Soltó la típica risita Max Reles-. Eso no lo sabías, ¿verdad?
Negué con un movimiento de cabeza.
– Como digo, aquí todos tenemos algo que contar. Bernie, saluda a Meyer Lansky, a su hermano Jake, a Moe Dalitz, a Norman Rothman, a Morris Kleinman y a Eddie Levinson. Apuesto a que no tenías ni idea de que en esta isla hubiese un sinedrio tan numeroso. Lógicamente, somos el cerebro de la organización. Del resto del trabajo se encargan los «macarroni» y los «McPatatas». Anda, saluda a Santo Trafficante, a Vincent Alo, a Tom McGinty, a Sam Tucker, a los hermanos Cellini y a Wilbur Clark.
– Hola -dije.
El hampa habanera me miraba con entusiasmo moderado.
– Seguro que han apostado por mí -comenté.
– Waxey, pon algo de beber a Bernie. ¿Qué tomas, Bernie?
– Me apetece una cerveza.
– Unos jugamos al gin, otros al poker -dijo Max- y otros no distinguen una partida de cartas de la mesa de clasificar de la estafeta de Correos, pero lo importante es que nos reunimos y charlamos en un ambiente de sana competencia, como Jesús y sus malditos discípulos. ¿Has leído La riqueza de las naciones, de Adam Smith, Bernie?
– No puedo decir que sí.
– Smith habla del concepto de «la mano invisible». Dijo que, en un mercado libre, el individuo que persigue su propio interés tiende a estimular el bien del conjunto de la comunidad, por un principio al que denominó «la mano invisible». -Se encogió de hombros-. Es lo que somos nosotros, ni más ni menos. La mano invisible. Yo hace años que lo soy.
– Como todos los demás -gruñó Lansky.
Reles soltó una risita.
– Meyer se cree el más listo, porque lee mucho. -Señaló a Lansky con el dedo-. Sin embargo, también leo yo, Meyer. También leo yo.
– La lectura es cosa de judíos -dijo Alo.
Era un hombre alto, de nariz larga y afilada, al que habría tomado por judío; sin embargo, era italiano.
– Luego les extraña que los judíos prosperen -dijo un hombre risueño que tenía la nariz como una pera de boxeo. Era Moe Dalitz.
– Yo he leído dos libros en mi vida -dijo uno de los irlandeses-, el de apuestas de Hoyle y el manual de instrucciones del Cadillac.
Llegó Waxey con mi cerveza, fría y oscura, como sus ojos.
– F. B. está pensando en reactivar su antiguo programa de educación rural -dijo Lansky-. A algunos de vosotros no os vendría mal apuntaros. No os haría ningún daño un poco de educación.
– ¿El que puso en marcha en el treinta y seis? -dijo Jake, su hermano.
Meyer asintió.
– Aunque le preocupa que algunos de los chicos a los que enseña a leer mañana se conviertan en rebeldes, como los de esa última pandilla que está pasando una temporada en la isla de Pinos.
– Tiene motivos para preocuparse -dijo Alo-. A algunos de esos cabrones les hacen mamar comunismo.
– Por otra parte -dijo Lansky-, cuando la economía de este país despegue de verdad, necesitaremos gente culta que trabaje en nuestros hoteles. Son los croupiers del futuro. Para ser croupier hay que ser listo, rápido con los números. ¿Lees mucho, Bernie?
– Cada vez más -reconocí-. Para mí, es como irse a la legión extranjera francesa: lo hago para olvidar. Para olvidarme de mí mismo, me parece.
Max Reles estaba mirando la hora.
– Hablando de libros, tengo que echaros a todos, chicos. Es hora de pasar cuentas con F. B.
– ¿Cómo funciona eso? -preguntó uno-. Por teléfono, quiero decir.
Reles se encogió de hombros.
– Le canto las cifras y él toma nota. Ambos sabemos que un día u otro lo comprobará todo, conque, ¿para qué iba a engañarlo?
Lansky asintió.
– No cabe duda de que eso está verboten.
Fuimos hacia el ascensor. Cuando entré en uno de los coches, Reles me agarró por el brazo y dijo:
– Empiezas a trabajar mañana. Ven hacia las diez y te enseño todo esto.
– De acuerdo.
Bajé al casino. Estaba un poco impresionado por las compañías de las que me rodeaba últimamente. Tenía la sensación de haber estado en Berghof, en audiencia con Hitler y otros jefazos nazis.
Al día siguiente, cuando volví al Saratoga a la diez de la mañana, como habíamos quedado, el ambiente había cambiado por completo. Había policías por todas partes: tanto en la calle como en el vestíbulo de entrada. Cuando pedí a la recepcionista que avisase a Max Reles de mi llegada, me dijo que habían prohibido subir al ático a todo el mundo, salvo a los dueños y a la policía.
– ¿Qué ha ocurrido? -pregunté.
– No lo sé -dijo la recepcionista-. No quieren decirnos nada, pero se rumorea que los rebeldes han matado a un cliente del hotel.
Di media vuelta, me dirigí a la salida y me encontré con la pequeña figura de Meyer Lansky.
– ¿Te vas? -preguntó-. ¿Por qué?
– No me permiten subir -dije.
– Ven conmigo.
Lo seguí hasta el ascensor; allí, un policía iba a cerrarnos el paso, cuando su superior reconoció al gangster y lo saludó. Una vez dentro, Lansky se sacó del bolsillo una llave igual que la de Waxey… y la utilizó para subir al ático. Me di cuenta de que le temblaba la mano.
– ¿Qué ha ocurrido? -pregunté.
Lansky sacudió la cabeza.
Se abrieron las puertas del ascensor y vimos más policías; en la sala de estar se encontraban un capitán militar, Waxey, Jake Lansky y Moe Dalitz.
– ¿Es cierto? -preguntó Meyer Lansky a su hermano.
Jake Lansky era un poco más alto que su hermano y tenía las facciones más duras. Usaba gruesas gafas de culo de botella y sus cejas parecían una pareja de tejones apareándose. Llevaba un traje de color crema con camisa blanca y pajarita. Se le notaban las arrugas de la risa, pero en ese momento estaba serio. Asintió con gravedad.
– Es cierto.
– ¿Dónde?
– En su despacho.
Fui detrás de los hermanos Lansky hasta el despacho de Max Reles. Cerraba la marcha un capitán de policía uniformado.
Habían cambiado la decoración de las paredes. Parecía que hubiese pasado por allí Jackson Pollock y se hubiera expresado activamente con una brocha de techo y un bote grande de pintura roja. Salvo que no era pintura roja lo que salpicaba toda la oficina, sino sangre, mucha sangre. Además, Max Reles iba a tener que cambiar la alfombra de chinchilla, aunque no sería él quien fuese a la tienda a comprar una nueva. Él ya no compraría nada nunca más, ni siquiera un féretro, que era lo que más falta le hacía en ese momento. Yacía inmóvil en el suelo, con la misma ropa que llevaba la noche anterior, parecía, aunque la camisa azul ahora tenía algunas manchas oscuras. Miraba al techo, forrado de corcho, con un solo ojo. El otro le faltaba. Por lo que se veía, le habían dado dos tiros en la cabeza, pero había muchas posibilidades de que tuviera dos o tres más, entre el pecho y la espalda. Aquello era un verdadero homicidio de estilo gangster, sobre todo porque el pistolero se había asegurado a conciencia de dejarlo bien muerto. Sin embargo, aparte del capitán que había entrado en el despacho con nosotros -al parecer por curiosidad, más que otra cosa-, allí no había agentes de policía, nadie que hiciese fotografías al cadáver ni tomase medidas con una cinta métrica, nada de lo que podía esperarse en casos así. Bueno, estábamos en Cuba, claro, me dije, donde siempre se tardaba un poquito más en hacer las cosas, incluso, tal vez, en mandar forenses al lugar del crimen. Max Reles estaba muerto y, por lo tanto, ¿qué prisa había?
Después de entrar nosotros, asomó Waxey por la puerta del despacho de su difunto jefe. Tenía lágrimas en los ojos y llevaba en la mano un pañuelo que parecía una sábana de cama de matrimonio. Se sorbió la nariz y luego se sonó estentóreamente, como un barco de viajeros que llega a puerto.
Meyer Lansky lo miró con irritación.
– Pero, ¿dónde demonios te habías metido tú cuando le volaron la tapa de los sesos? -dijo-. ¿Dónde estabas, Waxey?
– Aquí mismo -susurró Waxey-, como siempre. Creía que el jefe se había ido a dormir después de llamar a F. B. Siempre se acostaba temprano, después de hablar con él, no fallaba, era como un reloj. No me enteré hasta las siete de esta mañana, cuando vine aquí y lo encontré así. Muerto.
Añadió la última palabra como si pudiera haber alguna duda.
– No lo mataron con una escopeta de perdigones, Waxey -dijo Lansky-. ¿No oíste nada?
Waxey negó con un pesaroso movimiento de cabeza.
– Nada, como ya he dicho.
El capitán de policía terminó de encender un cigarrillo pequeño y dijo:
– ¿Es posible que matasen al señor Reles durante los fuegos artificiales de anoche? Porque, entonces, los disparos no se habrían oído.
Era un tipo más bien menudo, atractivo y lampiño. El limpio uniforme verde oliva que llevaba armonizaba con el tono moreno claro de su tez. Hablaba inglés con un ligerísimo acento español y, mientras hablaba, se apoyaba con naturalidad en la jamba de la puerta, como si no estuviera haciendo nada más que proponer con poco ánimo una solución para arreglar un coche estropeado. Casi como si en realidad no le importase quién había matado a Max Reles. Y tal vez fuera así. Tampoco en el ejército de Batista despertaba mucho interés la presencia de gangsters estadounidenses en Cuba.
– Los fuegos artificiales empezaron a medianoche -prosiguió el capitán-. Duraron unos treinta minutos. -Salió a la azotea por la puerta corredera de cristal-. Es posible que el asesino disparase al señor Reles desde aquí fuera aprovechando el ruido, que fue considerable.
Salimos detrás del capitán.
– Probablemente trepase desde el octavo piso por el andamio que hay alrededor del anuncio luminoso del hotel.
Meyer Lansky echó un vistazo hacia abajo.
– Es una altura tremenda -murmuró-. ¿Qué opinas tú, Jake?
Jake Lansky asintió.
– El capitán tiene razón. El tirador tuvo que subir aquí o, si no, tendría una llave, en cuyo caso tendría que haber pasado por donde estaba Waxey, pero eso es menos probable.
– Menos probable -dijo su hermano-, pero no imposible.
Waxey negó rotundamente con un movimiento de cabeza.
– De ninguna manera -murmuró encolerizado.
– A lo mejor te dormiste -dijo el capitán.
Waxey se indignó tanto que Jake Lansky se interpuso entre el capitán y él e intentó suavizar la situación, que se había puesto muy tensa de pronto. Cualquier cosa que afectase a Waxey podía acarrear mucha tensión.
Con una mano firmemente apoyada contra el pecho de Waxey, Jake Lansky dijo:
– Meyer, no te he presentado al capitán Sánchez. El capitán trabaja en la comisaría de la esquina con Zulueta. Capitán Sánchez, le presento a mi hermano, Meyer. Y aquí -dijo, mirándome a mí- el señor…
Titubeó un momento, pero no intentando recordar mi verdadero nombre -entendí que de ése se acordaba-, sino el falso.
– Carlos Hausner -dije.
El capitán asintió y, a continuación, siguió hablando, dirigiéndose siempre a Meyer Lansky.
– Acabo de hablar con el Excelentísimo Señor Presidente hace tan sólo unos minutos -dijo-. En primer lugar, señor Lansky, me ha pedido que le transmita sus más sinceras condolencias por tal dolorosa pérdida. También desea comunicarle que la policía de La Habana hará cuanto esté en su mano por descubrir al perpetrador de tan odioso crimen.
– Gracias -dijo Lansky.
– Su Excelencia dice que habló por teléfono con el señor Reles anoche, como tenían por costumbre todos los miércoles. La llamada duró exactamente desde las once cuarenta y cinco de la noche hasta las once cincuenta y cinco, lo cual parece corroborar que la muerte se produjo durante los fuegos artificiales, entre las doce y las doce treinta. Lo cierto es que estoy seguro de ello. Permítame que le explique el motivo.
Enseñó un proyectil deformado que llevaba en la palma de la mano.
– Lo he sacado de la pared del despacho. Parece una bala del calibre 38. Para disparar una bala así hace falta un arma que sería muy difícil de silenciar en cualquier circunstancia. Sin embargo, durante el espectáculo de fuegos artificiales pudo haber disparado seis tiros sin que nadie lo oyera.
Meyer Lansky me miró.
– ¿Qué te parece esa idea? -me preguntó.
– ¿A mí?
– Sí, a ti. Según Max, fuiste poli. ¿Qué clase de policía fuiste, por cierto?
– Un policía honrado.
– ¡No, joder! ¿En qué departamento trabajabas?
– En Homicidios.
– Pues, eso: ¿qué te parece lo que dice el capitán?
Me encogí de hombros.
– Me parece que estamos dando palos de ciego y que sería mejor que lo examinase un médico, a ver si podemos establecer la hora de la muerte. Es posible que coincida con la de los fuegos artificiales, no lo sé, pero encajaría, eso seguro. -Eché un vistazo al suelo de la azotea-. Por aquí no se ven casquillos de bala, por lo tanto, o el homicida utilizó una automática y los recogió en la oscuridad, lo cual no parece muy probable, o utilizó un revólver. Sea como fuere, lo primero que hay que hacer es encontrar el arma homicida.
Lansky miró al capitán Sánchez.
– Ya la hemos buscado -dijo el capitán.
– ¿Ah, sí? ¿Dónde?
– En la azotea, en el ático, en el octavo piso.
– A lo mejor la tiró al parque -dije, señalando el Campo de Marte-. Si se arroja un arma ahí por la noche, es posible que nadie se dé cuenta.
– Por otro lado, también es posible que se la llevara -dijo el capitán.
– Es posible. Sin embargo, anoche estaba en el casino el coronel Ventura, es decir, que había policía por todas partes, dentro del hotel y en los alrededores. No me parece plausible que una persona que acaba de matar a otra se arriesgue a tropezar con un policía llevando encima un arma con la que acaba de disparar seis o siete tiros. Sobre todo si era un profesional y, sinceramente, es lo que parece. Hay que tener mucha sangre fría para disparar tantas veces, dar en el blanco unas cuantas y creer que se va a salir indemne. Probablemente, un aficionado se habría asustado y habría fallado más tiros. Puede que incluso hubiera dejado caer el arma aquí mismo. Según mi teoría, se deshizo de ella al salir del hotel. Sé por experiencia que, en hoteles tan grandes como éste, se puede entrar y salir fácilmente con cualquier clase de contrabando. Los camareros van y vienen con bandejas tapadas, los mozos trajinan con maletas… El homicida pudo haber tirado el arma a la cesta de la colada.
El capitán Sánchez llamó a uno de sus hombres y le dijo que ordenase registrar el Campo de Marte y las cestas de la lavandería del hotel.
Volví al despacho, rodeé las manchas de sangre pasando de puntillas y me quedé mirando a Max Reles. Vi algo tapado con un pañuelo, algo que sangraba y lo había empapado por completo.
– ¿Qué es eso? -pregunté al capitán, cuando hubo terminado de impartir órdenes a sus hombres.
– El ojo que le falta. Debió de saltársele con una de las balas que le atravesaron el cráneo.
Asentí.
– Pues el 38 se las traía, porque eso puede hacerlo un 45, pero no un 38. ¿Me permite echar un vistazo a la bala, capitán?
Sánchez me la pasó.
La miré y asentí.
– No; creo que tiene usted razón, capitán, parece un 38, en efecto, pero, en ese caso, la dispararon a mayor velocidad de lo normal.
– ¿Cómo, por ejemplo?
– No tengo ni idea.
– ¿Ha sido usted investigador, señor?
– Hace mucho tiempo. No tenía la menor intención de insinuar que no supiera usted hacer su trabajo, capitán. Estoy seguro de que tiene sus propios métodos para llevar una investigación, pero Mister Lansky me pidió mi opinión y se la di.
El capitán Sánchez dio una calada a su pequeño cigarrillo y a continuación lo tiró al suelo allí mismo, en el lugar de los hechos.
– Ha dicho que el coronel Ventura estaba en el casino anoche -recapituló-. ¿Eso significa que usted también?
– Sí. Estuve jugando al backgammon hasta las diez cuarenta y cinco; a esa hora subí aquí a tomar un trago con el señor Reles y sus invitados. Mister Lansky y su hermano se encontraban entre ellos, así como Mister Dalitz, el caballero que está en la sala, y Waxey. Estuve aquí hasta las once treinta, hora en que nos marchamos todos, porque Reles debía prepararse para hacer la llamada al presidente. Yo había quedado con mi oponente de la partida de backgammon, el señor García, propietario del teatro Shanghai, en que volveríamos al casino a seguir jugando. Lo esperé, pero no volvió. Entre tanto, tomé un trago con el señor Núñez, el director del casino. Después me fui a casa.
– ¿Sobre qué hora?
– Acababan de dar las doce treinta. De eso estoy seguro porque los fuegos artificiales terminaron unos minutos antes de que cogiese yo el coche.
– Ya. -El capitán encendió otro cigarrillo y dejó escapar un poco de humo entre sus blanquísimos dientes-. En tal caso, usted mismo pudo haber matado al señor Reles, ¿no es así?
– En efecto. También pude haber sido yo el cabecilla del asalto al cuartel de Moncada, pero el caso es que no. Max Reles acababa de darme un puesto de trabajo sumamente bien remunerado y ahora me he quedado en la calle, conque, como comprenderá, el móvil del crimen no se sostendría.
– Así es exactamente, capitán -dijo Meyer Lansky-. Max acababa de nombrar director general al señor Hausner, aquí presente.
El capitán Sánchez asintió como aceptando la corroboración de Lansky en mi descargo, pero todavía no había terminado conmigo y me maldije por haberme precipitado a responder, cuando Lansky me preguntó sobre la muerte de Max Reles.
– ¿Cuánto hacía que conocía al difunto? -me preguntó.
– Nos conocimos en Berlín hará unos veinte años, pero no habíamos vuelto a vernos hasta antes de anoche.
– ¿Y le ofreció el empleo sin más ni más? Debía de tener una óptima opinión de usted, señor Hausner.
– Por algo sería, supongo.
– A lo mejor lo coaccionó usted con algo; algo que sucedió en el pasado.
– ¿Insinúa que lo chantajeé, capitán?
– Sí, en efecto, sin la menor duda.
– Hace veinte años, puede, cuando, en efecto, teníamos con qué coaccionarnos el uno al otro, pero ahora ya no tenía nada con lo que amenazarlo.
– ¿Y él? ¿Tenía algo con lo que ejercer poder sobre usted?
– Desde luego. Podría decirse así, ¿por qué no? Me ofreció dinero por trabajar en su hotel. Es una de las cosas que más poder dan en esta isla, que yo sepa.
El capitán se echó la gorra hacia atrás y se rascó la frente.
– Sigo sin entenderlo. ¿Por qué? ¿Por qué le ofreció ese trabajo?
– Como le he dicho, por algo sería, pero si quiere que especule un poco, capitán, supongo que le gustó que yo no abriese la boca en veinte años, que mantuviese la palabra que le había dado y que me atreviese a mandarlo a tomar por el culo.
– Quizá también se atreviese a matarlo.
Sonreí y sacudí la cabeza.
– No, verá por qué se lo digo -dijo el capitán-. Max Reles ha vivido muchos años en La Habana. Es un ciudadano honorable que cumple la ley y paga sus impuestos. Es amigo del presidente. De pronto, se encuentra con usted después de veinte años y, al cabo de dos o tres días, se lo cargan. Es toda una coincidencia, ¿no le parece?
– Visto así, no sé por qué demonios no me detiene. Desde luego le ahorraría tiempo y complicaciones, porque no tendría que dirigir una investigación de homicidio en regla, con pruebas forenses y testigos que me hubiesen visto disparar. Lo normal, vamos. Lléveme a comisaría, ¿por qué no? Puede que me saque una confesión por la fuerza antes de terminar su turno. Supongo que no sería la primera vez.
– No crea todo lo que lee en Bohemia, señor.
– ¿No?
– ¿De verdad cree que torturamos a los sospechosos?
– En general, el asunto me trae sin cuidado, capitán, pero puede que vaya de visita a la isla de Pinos, pregunte a algunos prisioneros qué opinan ellos sobre el asunto y vuelva a contárselo a usted. Al menos, dejaré de tocarme las narices en casa unos días, para variar.
Sánchez no me escuchaba. Uno de sus agentes le había traído un revólver envuelto en una toalla, como una corona de laurel u olivo silvestre, y lo estaba mirando. Oí decir al agente que lo habían encontrado en la cesta de la lavandería del octavo piso. La culata tenía una estrella roja y, desde luego, parecía el arma homicida, sobre todo, por el silenciador.
– Se diría que el señor Hausner tenía razón, ¿no le parece, capitán? -dijo Meyer Lansky.
Sánchez y el agente dieron media vuelta y se fueron a la sala de estar.
– Más oportuno, imposible -dije a Lansky-, ¡y qué agradecido está ese estúpido!
– ¿No te lo acaba de decir? A mí me ha gustado lo que le has dicho. Me recuerdas a mí. Supongo que es el arma homicida.
– Apostaría una fortuna. Es un Nagant de siete balas. Seguro que encuentran siete balas, entre el cuerpo de Max y las paredes.
– ¿Un Nagant? Nunca había oído esa marca.
– La diseñó un belga, pero la estrella roja de la culata significa que es de fabricación rusa -dije.
– Rusa, ¿eh? ¿Es decir, que a Max lo han matado unos comunistas?
– No, Mister Lansky, me refería al revólver. Esa clase de arma la usaban los escuadrones soviéticos para matar a oficiales polacos en 1940. Les metían un tiro en la nuca y los enterraban en el bosque de Katyn, pero después echaban la culpa a los alemanes. Al final de la guerra, había revólveres de ésos por toda Europa. Curiosamente, a este lado del Atlántico no llegaron tantos, menos aún con silenciador Bramit. Sólo por eso, este homicidio parece obra de un profesional. Lo que son las cosas, señor, resulta que todas las pistolas hacen algo de ruido aunque lleven silenciador. Waxey lo habría oído. Sin embargo, la Nagant es la única que se puede silenciar por completo. No tiene espacio entre el tambor y el cañón. Lo llaman sistema de fuego cerrado, es decir, que puede suprimirse al cien por cien el ruido que haga el cañón, siempre y cuando, claro está, se le acople un silenciador Bramit. Es un arma perfecta para matar clandestinamente. Además, el Nagant también justificaría la velocidad superior de la bala del 38, suficiente para hacer saltar un ojo que se interpusiera en su trayectoria. En resumen, quiero decir que el homicida no tuvo necesidad de aprovechar el ruido de los fuegos artificiales para matar a Max Reles. Pudo haberlo hecho sin que nadie oyese nada a cualquier hora, entre la medianoche y esta mañana, cuando Waxey lo encontró muerto. Ah, y por cierto, es un arma que no se encuentra en los establecimientos habituales. Menos aún, con silenciador incluido. En la actualidad, los «ivanes» prefieren el Tokarev TT, que es mucho más ligero. Un arma automática, por si no lo sabía.
– No, no lo sabía -reconoció Lansky-, pero da la casualidad de que sé más de los rusos de lo que pueda parecer, Gunther. Mi familia era oriunda de Grodno, una población de la frontera entre Rusia y Polonia. Mi hermano Jake y yo nos marchamos de pequeños, huyendo de los rusos. Jake, aquí presente, conocía a uno de los agentes polacos a los que mataron. Ahora todo el mundo habla del antisemitismo alemán, pero, en el caso de mi familia, los rusos no fueron mejores. Puede que hasta peores.
Jake Lansky asintió.
– Yo opino lo mismo -dijo-, y padre también.
– ¿Y cómo es que sabes tanto de armas rusas?
– Estuve en Inteligencia durante la guerra, en el bando alemán -dije-. Después, pasé una breve temporada en un campo ruso de prisioneros de guerra alemanes. Me he cambiado el nombre porque tuve que matar a dos «ivanes» para huir de un tren que viajaba con destino a una mina de uranio de los Urales. No creo que hubiese vuelto jamás de allí. Muy pocos alemanes han vuelto de los campos soviéticos. Si me pillan algún día, puedo darme por muerto, Mister Lansky.
– Me imaginaba algo así. -Lansky sacudió la cabeza y miró al difunto-. Habría que cubrirlo con algo.
– Yo no lo haría, Mister Lansky -dije-. Todavía no. Es posible que el capitán Sánchez quiera hacer las cosas bien en este asunto.
– No te preocupes por él en absoluto -dijo-. Si te da algún problema, llamo a su jefe y lo aparta del caso. A lo mejor lo hago de todos modos. Larguémonos de aquí, no lo soporto un minuto más. Max era como un hermano para mí. Nos conocíamos desde los quince años, cuando vivíamos en Brownsville. Era el chaval más espabilado que había visto en mi vida. Con la educación adecuada, habría llegado adonde hubiese querido. Incluso a la presidencia de los Estados Unidos.
Salimos a la sala de estar. Allí estaban Sánchez, Waxey y Dalitz. Habían guardado el arma en una bolsa de plástico y la habían dejado encima de la mesa en la que Max y yo habíamos comido hacía menos de cuarenta horas.
– ¿Y ahora, qué? -preguntó Waxey.
– Lo enterramos -dijo Meyer Lansky-. Como a los buenos judíos. Es lo que le habría gustado. Cuando la policía termine con él, tendremos tres días para hacer los preparativos y demás.
– Déjamelo a mí -dijo Jake-. Será un honor.
– Hay que decírselo a la chica esa -dijo Dalitz.
– Dinah -susurró Waxey-, se llama Dinah. Iban a casarse. Los iba a casar un rabino, iban a romper la copa de vino y todo eso. Ella también es judía, por si no lo sabías.
– No lo sabía -dijo Dalitz.
– Se le pasará -dijo Meyer Lansky-, pero hay que decírselo, desde luego, aunque se le pasará. A los jóvenes siempre se les pasa todo. Tiene diecinueve años, toda la vida por delante. Que Dios lo acoja en su seno, pero siempre me pareció que era demasiado joven para él, aunque, ¿qué sé yo? No se puede condenar a nadie por desear un poquito de felicidad. Para un hombre como Max, Dinah era lo máximo a lo que podía aspirar. Sin embargo, tienes razón, Moe, hay que decírselo a la chica.
– ¿Qué es lo que hay que decirme? ¿Ha pasado algo? ¿Dónde está Max? ¿Qué hace aquí la policía?
Entonces vio la pistola en la mesa. Supongo que lo demás lo adivinó, porque empezó a chillar con una potencia que habría despertado a los muertos.
Pero esta vez no despertó a ninguno.
Waxey se llevó a Dinah de vuelta a Finca Vigía en el Cadillac Eldorado rojo. Dadas las circunstancias, quizá debería haberla llevado yo. Habría podido ayudar un poco a Noreen a aliviar la pena de su hija, pero Waxey no deseaba otra cosa que librarse de la penetrante mirada escrutadora de Meyer Lansky, como si tuviese la impresión de que el gangster judío sospechara que había tenido algo que ver en la muerte de su jefe. Por otra parte, es mucho más probable que mi presencia sólo hubiera sido un estorbo. No era yo buen paño de lágrimas. Ya no. Había dejado de serlo desde la guerra, cuando tantas mujeres alemanas tuvieron que aprender a llorar solas por necesidad.
Era una pena, pero se me había agotado la paciencia para soportarla. ¿De qué servía sufrir por la muerte de las personas? No podía devolverles la vida, eso seguro. Tampoco podían ellos agradecértelo de ninguna manera. Los vivos siempre ganan a los muertos, aunque los muertos no lo sepan. Si alguna vez volvieran, lo único que nos reprocharían sería que nos las hubiéramos arreglado como fuera para superar su pérdida.
Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando tuve fuerzas para conducir hasta la casa de Hemingway a dar el pésame. No lamentaba la muerte de Max Reles, a pesar de que me había privado de un sueldo de veinte mil dólares al año; sin embargo, por Dinah, estaba dispuesto a fingir.
El Pontiac no estaba allí, sólo había un Oldsmobile con protector solar que creí reconocer.
Me abrió la puerta Ramón y encontré a Dinah en su dormitorio. Estaba sentada en un sillón, fumando un puro, vigilada de cerca por un búfalo de agua de expresión triste. El búfalo me recordó a mí y era fácil comprender por qué estaba triste: Dinah tenía una maleta abierta encima de la cama, llena de ropa suya cuidadosamente doblada, como si fuera a marcharse del país. Junto al brazo del sillón, en una mesita auxiliar, había una bebida y un cenicero de madera dura.
Tenía los ojos enrojecidos, pero parecía que ya se le habían agotado las lágrimas.
– He venido a ver qué tal estás -dije.
– Pues, ya lo ve -dijo con calma.
– ¿Te vas a alguna parte?
– De modo que sí que era detective.
Sonreí.
– Eso me decía Max, cuando quería pincharme.
– ¿Y lo conseguía?
– En aquella época, sí, aunque ahora es difícil pincharme. Me he vuelto mucho más impermeable.
– Max ya no puede decir ni eso.
Lo dejé pasar.
– ¿Qué le parecería si le dijese que lo ha matado mi madre? -me preguntó.
– Que es una idea brutal y que te la guardases para ti. No todos los amigos de Max son tan olvidadizos como yo.
– Pero vi el revólver -dijo-, el arma homicida, en el ático del Saratoga. Era el de mi madre, el que le regaló Ernest Hemingway.
– Hay muchos como ése -dije-. Vi muchísimos durante la guerra.
– El de mi madre no está en su sitio -dijo Dinah-. He ido a comprobarlo.
– No, no, no. ¿Te acuerdas, el otro día, cuando me dijiste que se las daba de suicida? Me lo llevé, por si se le ocurría quitarse la vida. Tenía que habértelo dicho en su momento, lo siento.
– Miente -dijo ella.
Tenía razón, pero no se lo iba a decir.
– No, no es cierto -repliqué.
– El revólver ha desaparecido y ella también.
– Estoy seguro de que todo tiene una explicación muy sencilla.
– Sí, que lo ha matado ella. Ella o Alfredo López. El coche que hay ahí fuera es suyo. A ninguno de los dos les gustaba Max. Una vez, Noreen prácticamente me dijo que quería matarlo para que no me casara con él.
– Dime, en realidad, ¿qué sabes del difunto novio?
– Sé que no era exactamente un santo, si se refiere a eso. Nunca dijo que lo fuese. -Se sonrojó-. ¿Adónde quiere ir a parar?
– Solamente a esto: Max no era un santo, desde luego, nada más lejos. No te va a gustar saberlo, pero vas a escucharme. Max Reles era un gangster. Durante la Ley Seca se dedicó al tráfico de alcohol sin el menor escrúpulo. Abe, su hermano menor, era uno de los mafiosos más activos, hasta que lo tiraron por la ventana de un hotel.
– No quiero saber nada de eso.
Dinah sacudió la cabeza y se levantó, pero la obligué a sentarse otra vez.
– Pues lo vas a saber -dije-. Vas a enterarte de todo lo que tengo que decir, porque hasta ahora nadie te lo ha contado y, si te lo han contado, has escondido la cabeza bajo el ala como un estúpido avestruz. Vas a oírlo todo, porque es la verdad. Hasta la última palabra. Max Reles participó en las extorsiones más crueles que han existido. En los últimos tiempos, formaba parte de un sindicato del crimen organizado que empezó en los años treinta con Charlie Luciano y Meyer Lansky. Se quedó en el asunto porque no le importaba cargarse a sus rivales.
– Cállese -dijo-. Eso no es cierto.
– Él mismo me contó que, en 1933, su hermano y él mataron a dos hombres, los hermanos Shapiro. A uno de ellos lo enterró vivo. Cuando terminó la Ley Seca, empezó con los chanchullos de la construcción, parte de los cuales se desarrollaron en Berlín, que fue cuando lo conocí. En Berlín mató a un hombre de negocios alemán llamado Rubusch, porque no se dejó intimidar por él. Lo vi matar a otras dos personas con mis propios ojos. Una era una prostituta llamada Dora, con quien mantenía relaciones. Le pegó un tiro en la cabeza y la arrojó a un lago. La mujer todavía respiraba, cuando llegó al agua.
– Lárguese -me espetó-. Salga de aquí ahora mismo.
– A lo mejor ya te ha contado tu madre lo del hombre al que se cargó en un transatlántico, cuando coincidieron los dos en un viaje de Nueva York a Hamburgo.
– No la creí ni lo creo a usted ahora.
– Seguro que sí. Lo crees todo, porque no eres tonta, Dinah. Siempre has sabido la clase de hombre que era. A lo mejor te gustaba, a lo mejor, estar al lado de un hombre así te daba un ligero estremecimiento morboso. Los habitantes de las sombras ejercen una especie de fascinación sobre todos nosotros. Puede que sea eso, no lo sé y, la verdad, no me importa. Sin embargo, si no sabías la clase de gangster que era Max Reles, seguro que tenías alguna sospecha. Muchas sospechas, en realidad, por los amigos de los que se rodeaba. Meyer y Jake Lansky, Santo Trafficante, Norman Rothman y Vincent Alo: gangsters, del primero al último, y Lansky, el más infaustamente famoso de todos. Hace sólo cuatro años, compareció ante un comité del Senado que investigaba las redes del crimen organizado en los Estados Unidos. Max también, por eso se trasladaron a Cuba.
»Sé con certeza que ha matado a seis personas, pero apuesto a que han sido muchas más, gente que le irritaba o que le debía dinero o, sencillamente, que le estorbaba. También me habría matado a mí, pero encontré la manera de impedírselo. Descubrí un secreto suyo, una cosa que nadie debía saber. A Max lo han matado a tiros, pero él tenía un arma secreta, un picahielo que clavaba a la gente por el oído. Ya ves la clase de hombre que era, Dinah. Un gangster podrido y quitavidas, como otros tantos de los que montan hoteles y casinos aquí, en La Habana; probablemente cualquiera de ellos tuviera motivos para desear que desapareciese del mapa.
»Conque ya sabes, deja de decir sandeces contra tu madre. Te aseguro que no ha tenido nada que ver con la muerte de Max. O cierras el pico o conseguirás que la maten por tu culpa. Y a ti también, si, por casualidad, te metes en medio. No digas a nadie lo que me has dicho a mí. ¿Entendido?
Enfurruñada, asintió.
Señalé el vaso que tenía al lado del brazo.
– ¿Estás bebiendo eso?
Lo miró y negó con un movimiento de cabeza.
– No, el whisky ni siquiera me gusta.
Alargué el brazo y lo cogí.
– ¿Te importa?
Me eché todo el contenido en la boca y lo paladeé antes de tragármelo poco a poco.
– Hablo más de la cuenta -dije-, pero esto ayuda, te lo aseguro.
– De acuerdo -dijo ella-. Es cierto. Sospechaba lo que era, pero me asustaba dejarlo. Me asustaba que pudiese hacer una tontería. Al principio, sólo era por divertirme un poco. Aquí me aburría. Max me presentaba a gente a la que yo sólo conocía por la prensa: Frank Sinatra, Nat King Cole… ¿Se lo imagina? -Asintió-. Es verdad, y todo lo que me ha contado… me lo olía.
– Todos nos equivocamos. Bien sabe Dios que yo he cometido unos cuantos errores. -Había un paquete de tabaco en la maleta, encima de la ropa. Lo cogí-. ¿Te importa? Lo he dejado, pero en este momento me vendría bien un cigarrillo.
– Adelante.
Lo encendí rápidamente y me tragué el humo antes emprenderla con el whisky.
– ¿Adónde piensas ir?
– A los Estados Unidos. A la Universidad Brown de Rhode Island, como quería mi madre. Supongo.
– ¿Y lo de cantar?
– Supongo que se lo contó Max, ¿no?
– La verdad es que sí. Por lo visto, creía que tenías mucho talento.
Dinah sonrió con tristeza.
– No sé cantar -dijo-, aunque parece que Max pensaba lo contrario, no sé por qué. Supongo que me creía la mejor para cualquier cosa, incluso para cantar, pero lo cierto es que ni canto ni actúo. Durante un tiempo fue divertido fingir que podía, pero en el fondo sabía perfectamente que eran castillos en el aire.
Entró un coche por el camino. Miré por la ventana, que estaba abierta, y vi aparcar al Pontiac al lado del Oldsmobile. Se abrieron las portezuelas y se apearon un hombre y una mujer. No iban vestidos de playa, pero de ahí venían, precisamente, no hacía falta ser detective para darse cuenta. Alfredo López llevaba arena casi hasta las rodillas, así como en los hombros, mientras que Noreen la llevaba por todas partes. No me vieron. Estaban muy encandilados, sonriéndose y sacudiéndose la arena mientras subían los peldaños hacia la puerta principal. Cuando Noreen me vio en la ventana, se le quebró la sonrisa un poco. Quizá se ruborizase. Puede que sí.
Bajé al vestíbulo y nos encontramos en el momento en que entraban por la puerta. Su sonrisa se había transformado en expresión de culpabilidad, pero eso no tenía nada que ver con la muerte de Max Reles. De eso estaba seguro.
– Bernie -dijo ella, cohibida-, ¡qué agradable sorpresa!
– Si tú lo dices…
Se acercó al carrito de las bebidas y empezó a prepararse un trago largo. López parecía acobardado, fumaba un cigarrillo y fingía que leía una revista de un revistero tan grande como un quiosco de prensa.
– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó ella.
Hasta el momento, se las había arreglado muy bien para no mirarme a los ojos. Tampoco es que yo se lo facilitara, exactamente, pero ambos sabíamos que yo sabía lo que habían estado haciendo López y ella. En realidad, hasta se olía en el aire, como la fritanga. Pensé en darle una breve explicación y largarme cuanto antes.
– He venido a ver qué tal estaba Dinah -dije.
– ¿Por qué no iba a estar bien? ¿Ha pasado algo? -Noreen me miraba; la preocupación por su hija le hizo superar momentáneamente la vergüenza-. ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?
– Está bien -dije-; es Max Reles el que no se encuentra en su mejor momento ahora mismo, teniendo en cuenta que anoche le metieron siete balas en el cuerpo. El caso es que ha muerto.
Noreen dejó de prepararse la bebida.
– Ya -dijo-. Pobre Max -entonces hizo una mueca-. ¡Qué cosas digo! Estoy hecha una auténtica hipócrita, ¡como si de verdad lamentase su muerte! Tampoco me sorprende nada, teniendo en cuenta quién era. -Sacudió la cabeza-. Siento parecer tan insensible. ¿Cómo se lo ha tomado Dinah? ¡Ay, Señor! ¿No estaría con él, verdad, cuando lo…?
– No, ella no estaba -dije-, no le ha pasado nada. Está empezando a superarlo, como puedes suponer.
– ¿Tiene la policía alguna idea sobre quién ha podido ser? -preguntó López.
– Muy buena pregunta, sí señor -dije-. Tengo la impresión de que esperan que el caso se resuelva solo. O bien, que lo resuelva cualquier otro.
López asintió.
– Sí, seguro que tienes razón, naturalmente. El ejército de La Habana no puede ponerse a indagar a fondo, porque se arriesga a levantar todas las liebres, si, por casualidad, el autor del homicidio resulta ser otro gangster de la ciudad. En Cuba nunca ha habido guerra entre los hampones, al menos, no han matado a ningún capitoste. Me imagino que lo último que desea Batista es una guerra de mafiosos a la puerta de su casa. -Sonrió-. Sí, me complace decir que la política va a complicar el asunto perversamente.
Tal como resultaron las cosas, el asunto se complicó mucho más aún.
Llegué a casa sobre las siete y cené el plato frío que me había dejado Yara preparado y tapado. Mientras comía, ojeé el periódico de la tarde. Había una bonita foto de Marta, la mujer del presidente, inaugurando una escuela en Boyeros, y algo sobre la próxima visita de George Smathers, un senador de los Estados Unidos; sin embargo, de Max Reles, ni una palabra, ni siquiera en la sección de defunciones. Después de comer me preparé un trago, cosa que no me dio mucho trabajo. Sólo me serví vodka de la nevera en un vaso limpio y me lo bebí. Me disponía a ocupar el lugar del amigo muerto de Montaigne -me pareció una buena definición de «lector»- cuando sonó el teléfono, lo cual me hizo pensar que, a veces, el mejor amigo es el amigo muerto.
No era un amigo, sino Meyer Lansky, y, por la voz, parecía disgustado.
– ¿Gunther?
– Sí.
– ¿Dónde demonios te habías metido? ¡Llevo toda la tarde llamando!
– Fui a ver a Dinah, la chica de Max Reles.
– ¡Ah! ¿Qué tal está?
– Como dijo usted. Se le pasará.
– Oye, Gunther, quiero hablar contigo, pero no por teléfono. No me gustan los teléfonos, no me han gustado nunca. Este número al que te he llamado, el 7-8075, es de Vedado, ¿no?
– Sí. Vivo en el Malecón.
– Entonces, prácticamente somos vecinos. Yo estoy en la suite del hotel Nacional. ¿Puedes venir aquí a las nueve?
Pensé en unas cuantas excusas para no ir, pero ninguna me pareció lo suficientemente aceptable para un gangster como Meyer Lansky, conque le dije:
– Claro, ¿por qué no? No me sentaría mal un paseo por la orilla del mar.
– Hazme un favor, de paso.
– Creía que ya me lo había pedido.
– De camino hacia aquí, tráeme dos paquetes de Parliament, haz el favor. Se nos han terminado en el hotel.
Eché a andar por el Malecón en dirección oeste, compré el tabaco de Lansky y entré en el mayor hotel de La Habana. Se parecía más a una catedral que la propia catedral de Empedrado. El vestíbulo era más grande que la nave de San Cristóbal; el bello artesonado del techo habría sido la envidia de muchos «palacios» medievales. Además, olía mucho mejor que la catedral, porque el denso tráfico era de seres humanos aseados e incluso perfumados, aunque, a mi experto entender, se notaba una gran escasez de empleados, como indicaban las largas colas de clientes en los mostradores de recepción, caja y conserjería: parecían colas de las ventanillas de una estación de tren. En alguna parte, alguien tocaba un piano pequeño, que me recordó a una clase de danza de una escuela de ballet para niñas. A lo largo del vestíbulo había cuatro relojes de péndulo. Cada uno marcaba una hora distinta y tocaban las campanadas uno detrás de otro, como si el tiempo fuese un concepto elástico en La Habana. Cerca de las puertas del ascensor había una pared decorada con un cuadro del presidente y su mujer, a tamaño natural, ambos vestidos de blanco, ella, con un traje sastre de falda y chaqueta y él, con un uniforme militar tropical. Parecían los Perón en versión recorte de presupuesto.
Subí al último piso del edificio en el ascensor. En contraste con el ambiente de estación de tren del vestíbulo, en el piso de ejecutivos reinaba un silencio sepulcral. Es muy posible que estuviera incluso más silencioso, puesto que en los sepulcros no suele haber moqueta de a diez dólares el metro cuadrado. Todas las puertas de las suites eran de lamas abatibles, para facilitar la ventilación del aire o del humo de los puros. Todo el piso olía a humidificador de plantación de tabaco.
Sólo la suite de Lansky tenía portero propio. Era un hombre alto, llevaba mangas cuadradas y tenía un pecho como una carreta. Me acerqué andando por el pasillo, más silencioso que Hiawatha, se volvió a mirarme y me dejé cachear; parecía que estuviera buscando su caja de cerillas en mis bolsillos. Como no la encontró, me abrió la puerta de una suite del tamaño de una sala de billar, no había nadie y todo estaba en silencio, pero, en vez de recibirme otro judío con la membrana pituitaria hiperactiva, me recibió una mujer menuda y pelirroja de ojos verdes y unos cuarenta años que parecía una peluquera neoyorquina y hablaba igual. Me sonrió cordialmente, me dijo que se llamaba Teddy y que era la mujer de Meyer Lansky; me invitó a pasar a la sala de estar, que tenía una serie de puertaventanas correderas; daban a un gran balcón que rodeaba toda la sala.
Lansky estaba sentado en un sillón de mimbre, a oscuras, mirando el mar, como Canuto.
– Ahora no se ve desde aquí -dijo-. El mar. Sin embargo, se huele y se oye. Escucha, ¿oyes el rumor?
Levantó el dedo como llamándome la atención sobre el canto de un jilguero en Berkeley Street.
Presté atención. A mí, que tengo un oído poco fiable, me sonaba muy parecido al mar.
– Fíjate cómo suena al acercarse y retirarse de la playa y vuelta a empezar. En este mísero mundo, todo cambia, menos ese sonido. Hace miles de años que suena exactamente igual. Nunca me canso de oírlo. -Suspiró-. Y, a veces, ¡casi todo lo demás me harta tanto…! ¿Te pasa alguna vez, Gunther? ¿Te hartas de todo?
– ¿Hartarme? Mister Lansky, a veces estoy tan harto de todo que me parece que estoy muerto. Si no fuera porque duermo bien, la vida se me haría insoportable.
Le di el tabaco. Iba a sacarse la cartera del bolsillo, pero se lo impedí.
– Quédeselo -le dije-. Me gusta que me deba usted dinero. Me parece más seguro que a la inversa.
Lansky sonrió.
– ¿Un trago?
– No, gracias. Prefiero estar despejado para hablar de negocios con Lucifer.
– ¿Eso le parezco?
Me encogí de hombros.
– Cada cual se conoce a sí mismo. -Me quedé mirándolo mientras encendía un cigarrillo y añadí-: Porque me ha llamado para eso, ¿no? Para hablar de negocios. No creo que quiera ponerse a recordar lo buen chico que era Max.
Lansky me clavó una mirada escrutadora.
– Antes de morir, Max me habló de ti. Me contó todo lo que sabía. Voy a ir al grano, Gunther. Max quería que trabajases con él por tres motivos. Eres ex policía, entiendes de hoteles y no perteneces a ninguna de las familias que hacen negocios aquí, en La Habana. Por dos de esos motivos y uno mío propio creo que eres el hombre adecuado para averiguar quién mató a Max. Déjame hablar, por favor. Lo único que no podemos permitirnos en esta ciudad es una guerra entre familias. Ya tenemos suficiente con los rebeldes, no necesitamos más problemas. No podemos confiar en que la policía investigue el caso como es debido. Seguro que ya lo sabías, por tu conversación de esta mañana con el capitán Sánchez. La verdad es que no es mal policía, no, en absoluto, pero me gustó lo que le dijiste. También me asombra que no te dejes intimidar fácilmente, al menos, por la policía… ni por mí ni por mis socios.
»El caso es que he hablado con algunos de los caballeros a los que conociste la otra noche y todos estamos de acuerdo en que no queremos que te pongas a dirigir el Saratoga, como te había ofrecido Max. Queremos que investigues su muerte. El capitán Sánchez te prestará toda la ayuda que precises, pero tienes carta blanca, como se suele decir. Lo único que queremos es evitar enfrentamientos entre nosotros. Si lo haces, Gunther, si investigas esa muerte, te deberé mucho más que dos paquetes de tabaco. En primer lugar, te pagaré lo que te iba a pagar Max y, en segundo, seré amigo tuyo. Piénsalo antes de decirme que no. Puedo ser muy buen amigo de quien me hace un buen servicio. En resumen, mis socios y yo estamos de acuerdo. Eres libre de ir donde quieras y de hablar con quien quieras: con los jefes, con los soldados… dondequiera que te lleven las pruebas. Sánchez no se interpondrá. Si le dices que salte, te preguntará hasta qué altura.
– Hace mucho tiempo que dejé la investigación, Mister Lansky.
– No lo dudo.
– Tampoco soy tan diplomático como entonces. No soy Dag Hammarskjöld. Y supongamos por un momento que descubro al homicida. ¿Qué pasará entonces? ¿Lo ha pensado ya?
– Esa preocupación déjamela a mí, Gunther. Tú procura hablar con todo el mundo y sacar a cada cual su coartada: Norman Rothman y Lefty Clark en el Sans Souci. Santo Trafficante, el del Tropicana y mi propia gente: los hermanos Cellini, del Montmartre, Joe Stassi, Tom McGinty, Charlie White, Joe Rivers, Eddie Levinson, Moe Dalitz, Sam Tucker, Vincent Alo… Sin olvidar a los cubanos, claro: Amadeo Barletta y Amleto Battisti (que no son familia), en el hotel Sevilla. Tranquilo, te daré una lista que te servirá de guía. Una lista de sospechosos, si lo prefieres, con mi nombre en primer lugar.
– Será larga.
– No lo dudes. Tienes que hacerlo a conciencia y, para que todo el mundo vea que es justo, no podemos dejar fuera a nadie. Que se vea que se cumple la Justicia, por así decir. -Tiró el cigarrillo por el balcón-. Entonces, ¿lo vas a hacer?
Asentí. Todavía no se me había ocurrido ninguna excusa suficientemente aceptable para ese hombrecillo, sobre todo desde que me había ofrecido su amistad. Más la otra cara de la moneda.
– Puedes empezar ya.
– Probablemente será lo mejor.
– ¿Qué es lo primero que vas a hacer?
Me encogí de hombros.
– Supongo que volver al Saratoga, averiguar si alguien vio algo, volver al lugar de los hechos, hablar con Waxey…
– Para eso, tendrás que localizarlo -dijo Lansky-. Waxey ha desaparecido del mapa. Esta mañana acompañó a la chica a su casa y no lo hemos vuelto a ver. -Se encogió de hombros-. A lo mejor se presenta en el funeral.
– ¿Cuándo se celebra?
– Pasado mañana, en el cementerio judío de Guanabacoa.
– Lo conozco.
En el camino de vuelta volví a pasar por Casa Marina. Esta vez entré.
La mañana siguiente fue soleada, pero hacía viento y la mitad del mar invernal arremetía contra el Malecón como si un dios, entristecido por la perversidad humana, hubiese mandado un diluvio. Me desperté temprano y pensé que me habría gustado dormir un poco más y que probablemente lo habría hecho si no hubiera sonado el teléfono. De pronto, parecía que toda La Habana quería hablar conmigo.
Era el capitán Sánchez.
– ¿Qué tal está el gran detective esta mañana?
Por el tono, no parecía que le hiciese mucha gracia que Lansky me hubiera contratado de sabueso. A mí tampoco, la verdad.
– En la cama, todavía -dije-. Me acosté tarde.
– ¿Estuvo interrogando a sospechosos?
Me acordé de las chicas de Casa Marina y de cuánto le gustaba a la dueña -propietaria, además, de una cadena de corseterías en La Habana- que los clientes preguntasen muchas cosas a sus chicas, antes de decidir con cuál subir al tercer piso.
– Podría decirse así.
– ¿Cree que va a descubrir hoy al autor del delito?
– Lo más probable es que no -dije-. El tiempo no acompaña.
– Tiene razón -dijo Sánchez-, hoy está el día de encontrar cadáveres, pero no a quien se los carga. De repente nos salen muertos por toda La Habana. Han encontrado uno en la bahía, en Regla, donde las instalaciones de la petroquímica.
– ¿Tengo yo una casa de pompas fúnebres? ¿Por qué me lo cuenta a mí?
– Porque el hombre iba conduciendo un coche cuando se cayó al agua, pero no un coche cualquiera, no crea, sino un gran Cadillac Eldorado rojo. Descapotable.
Cerré los ojos un momento. Luego dije:
– Waxey.
– No lo habríamos encontrado de ninguna manera, pero resulta que un barco pesquero, al arrastrar el ancla, enganchó el coche por el parachoques y lo sacó a la superficie. Voy a Regla ahora mismo y pensé que a lo mejor quería acompañarme.
– ¿Por qué no? Hace tiempo que no salgo de pesca.
– Lo espero en su edificio, en la calle, dentro de quince minutos. Podemos ir los dos hasta allí en un solo coche. A lo mejor, por el camino, me explica un par de trucos para ser detective.
– No sería la primera vez.
– Era broma -dijo, muy serio.
– En ese caso, está usted en el buen camino, capitán. Si quiere ser un buen detective, necesita tener mucho sentido del humor. Ahí tiene la primera pista.
Veinte minutos después, íbamos en dirección sur, luego este y, finalmente, norte, rodeando la bahía hasta Regla. Era una pequeña ciudad industrial que se reconocía enseguida desde lejos por las humaredas de la planta petroquímica, aunque, históricamente, era más famosa por ser un centro de santería y el lugar en el que se celebraban las «corridas» de La Habana, hasta que los españoles perdieron la isla.
Sánchez conducía el gran sedán negro de la policía como un toro bravo, encendiendo luces rojas, frenando en el último momento o virando repentinamente sin avisar a izquierda o derecha. Cuando por fin nos paramos al final del largo espigón, estaba yo a punto de clavarle una espada en su musculoso cuello.
Un reducido grupo de policías y empleados del puerto se había reunido a observar la llegada de una barcaza cargada con el coche rescatado del fondo del mar. Tras desengancharlo del ancla del barco pesquero, lo habían izado a la barcaza y lo habían depositado sobre una montaña de carbón. El coche parecía una especie fantástica de pez deportivo, un marlín rojo -suponiendo que tal cosa existiera- o un crustáceo gigante.
Seguí a Sánchez por unas escaleras, que la última marea había dejado resbaladizas, y tan pronto como un hombre de la barcaza la hubo amarrado a un noray, saltamos a bordo de la inquieta embarcación.
Se acercó el capitán y habló con Sánchez, pero tenía un acento cubano tan cerrado que no lo entendí, cosa que me sucedía a menudo, cuando salía de la ciudad. Era un tipo malhumorado y fumaba un puro de los caros, que era lo más limpio y respetable de toda su persona. El resto de la tripulación andaba por allí masticando goma de mascar y esperando órdenes. Por fin dieron una y un marinero se plantó en la montaña de carbón y extendió una lona por encima, para que Sánchez y yo pudiéramos subir hasta el coche sin ponernos perdidos, como él. Pasamos a la lona y subimos como pudimos por la insegura pendiente carbonífera para echar un vistazo al coche. La capota blanca estaba puesta, sucia, pero prácticamente intacta. El parachoques de delante, en el que se había enganchado el ancla del barco pesquero, se había deformado mucho. El interior parecía un acuario. A pesar de todo, el Cadillac rojo seguía siendo el coche más bonito de La Habana.
El marinero, preocupado todavía por el bien planchado uniforme de Sánchez, se dispuso a abrirnos la portezuela del conductor tan pronto como su capitán le diese la orden. Una vez dada, la puerta se abrió y el agua salió en cascada empapando las piernas al marinero, para diversión de sus charlatanes colegas.
Poco a poco, el conductor del coche fue asomando la cabeza como quien se duerme en la bañera. Por un momento pensé que el volante le impediría salir del todo, pero la barcaza se inclinó con el fuerte oleaje, volvió a subir y dejó caer al muerto en la lona como un trapo sucio. Era Waxey, sin lugar a dudas y, aunque parecía un ahogado, no lo había matado el mar. Tampoco el volumen de la música, aunque tenía las orejas, o lo que quedaba de ellas, como llenas de incrustaciones de coral rojo oscuro.
– Qué lástima -dijo Sánchez.
– Yo no lo conocía, en realidad.
– Me refiero al coche -dijo Sánchez-. El Cadillac Eldorado es precisamente el modelo que más me gusta del mundo entero. -Sacudió la cabeza admirándolo-. Precioso. Me gusta el rojo. El rojo es bonito, aunque yo lo habría elegido negro, con ruedas y capota blancas. El negro tiene mucha más clase, en mi opinión.
– Se diría que el color de moda es el rojo -dije.
– ¿Se refiere a las orejas del difunto?
– No, me refería a sus uñas.
– Parece que le hayan dado un tiro en cada oreja. Es un mensaje, ¿verdad?
– Tan claro como el telégrafo sin cables, capitán.
– Seguro que oyó algo que no tenía que haber oído.
– Tire la moneda otra vez. No oyó algo que tenía que haber oído.
– ¿Por ejemplo, a quien disparó siete tiros a su jefe en la habitación de al lado?
Asentí.
– ¿Cree que él tuvo algo que ver? -preguntó.
– Adelante, pregúnteselo a él.
– Supongo que no llegaremos a saberlo nunca. -Sánchez se quitó la puntiaguda gorra y se rascó la cabeza-. Es una pena -dijo.
– ¿El coche, otra vez?
– No haberlo interrogado antes.
Cuba no había dejado de recibir judíos desde los tiempos de Colón. En tiempos más recientes, los Estados Unidos habían rechazado a muchos, pero un gran número de ellos había hallado asilo entre los cubanos, quienes, por referencia al país de origen de la mayoría de acogidos en la isla, los llamaban «polacos». A juzgar por la abundancia de tumbas en el cementerio judío de Guanabacoa, en Cuba había más «polacos» de lo que parecía. El cementerio se encontraba en la carretera de Santa Fe, al otro lado de una impresionante verja de entrada. No era exactamente el Monte de los Olivos, pero las tumbas, todas de mármol blanco, se encontraban en un suave altozano que dominaba una plantación de mangos. Incluso había un pequeño monumento a las víctimas judías de la Segunda Guerra Mundial en el cual, se decía, habían enterrado pastillas de jabón, como símbolo de su supuesto destino fatal.
Habría podido contar a quien me hubiese escuchado que la extendida creencia de que los científicos nazis habían fabricado jabón con cadáveres de judíos era absolutamente falsa. La costumbre de llamarlos «jabón» se debía simplemente a una broma de muy mal gusto que circulaba entre los agentes de las SS, una forma más de deshumanizar -y, algunas veces, amenazar- a sus víctimas más numerosas. Sin embargo, puesto que, de manera regular y con fines industriales, se había utilizado cabello humano procedente de los internos de campos de concentración, habría sido más adecuado aplicarles el epíteto de «fieltro»: fieltro para coches, para relleno de tejados, para alfombras y en la industria de la automoción.
Eso no lo querían oír las personas que iban llegando al funeral de Max Reles.
En cuanto a mí, me quedé un tanto perplejo cuando, a la entrada de Guanabacoa, me ofrecieron una kipá. No es que no tuviese intención de cubrirme la cabeza en un entierro judío, puesto que ya llevaba puesto el sombrero. Lo que me extrañó fue la persona que las repartía. Era Szymon Woytak, el polaco cadavérico de la tienda de recuerdos nazis de Maurique. Él ya se había puesto una kipá, detalle que, sumado a su presencia en el funeral, me pareció una pista inequívoca de que también era judío.
– ¿Quién está despachando en la tienda? -le pregunté.
Se encogió de hombros.
– Cuando tengo que ayudar a mi hermano, siempre cierro un par de horas. Es el rabino que va a leer el kaddish por su amigo Max Reles.
– ¿Y usted qué hace, vende los programas del espectáculo?
– Soy el cantor. Canto los salmos y lo que solicite la familia del difunto.
– ¿También la canción del Horst Wessel?
Woytak sonrió pacientemente y entregó una kipá a la persona que venía detrás de mí.
– Mire -dijo-, hay que ganarse la vida de alguna manera, ¿verdad?
La familia no asistió, a menos que se considerase como tal al hampa judía de La Habana, naturalmente. Los principales allegados parecían ser los hermanos Lansky; también asistieron Teddy (la mujer de Meyer), Moe Dalitz, Norman Rothman, Eddie Levinson, Morris Kleinman y Sam Tucker. Había también muchos gentiles, aparte de mí, como Santo Trafficante, Vincent Alo, Tom McGinty y los hermanos Cellini, por nombrar sólo a unos pocos. Lo que me pareció interesante -y también habría podido interesar a teóricos de la raza del Tercer Reich como Alfred Rosenberg- era lo judíos que parecían todos sólo por llevar una kipá.
Además, acudieron al acto varios representantes del gobierno y de la policía, entre ellos, el capitán Sánchez. Batista no se presentó a las exequias de su antiguo socio por miedo a que lo asesinaran. Eso fue lo que me dijo Sánchez después.
Noreen y Dinah tampoco. Ni las esperaba. La ausencia de Noreen tenía una explicación fácil: siempre había temido y detestado a Reles a partes iguales. Dinah había vuelto ya a los Estados Unidos. Puesto que era el mayor deseo de su madre, supuse que en esos momentos estaría demasiado contenta para asistir a un entierro. Por lo que yo sabía, se habría ido a la playa con López otra vez, pero eso no era asunto mío… o eso me decía a mí mismo una y otra vez.
Mientras los portadores del féretro se acercaban a la fosa a paso titubeante con su carga, el capitán Sánchez se me acercó por detrás. Todavía no éramos amigos, pero empezaba a caerme bien.
– ¿Cómo se titula esa ópera alemana en la que la víctima señala al autor de su muerte con el dedo?
– Götterdamerung -dije-. El ocaso de los dioses.
– A lo mejor tenemos suerte. A ver si Max Reles nos lo señala con el dedo.
– ¿Cómo se lo tomaría un tribunal de justicia?
– Estamos en Cuba, amigo mío -dijo Sánchez-. En este país, la gente sigue creyendo en el Barón Samedi. -Bajó la voz-. Y, hablando del señor vudú de la muerte, hoy también tenemos aquí, entre nosotros, a nuestro propio ser del mundo invisible. El que acompaña a las almas del mundo de los vivos al cementerio. Por no hablar de dos de sus más siniestras personificaciones. ¿Ve al hombre de uniforme marrón claro que parece el general Franco de joven? Es el coronel Antonio Blanco Río, jefe del servicio secreto del ejército cubano. Créame, señor, ese hombre ha hecho desaparecer más almas en Cuba que cualquier espíritu vudú. El que está a su izquierda es el coronel Mariano Faget, del ejército. Durante la guerra, era el jefe de una unidad de contraespionaje que descubrió a varios agentes nazis que pasaban a sus submarinos información sobre los movimientos de los cubanos y estadounidenses.
– ¿Y qué les pasó?
– Acabaron ante un pelotón de fusilamiento.
– Interesante. ¿Y el tercer hombre?
– Es un oficial de enlace de Faget con la CIA, el teniente José Castaño Quevedo. Un elemento peligrosísimo.
– ¿Y qué pintan aquí, exactamente?
– Han venido a dar el pésame. Lo cierto es que, de vez en cuando, el presidente pedía a su amigo Max que recompensase a esos hombres haciéndoles ganar en el casino. En realidad, casi nunca tienen que molestarse siquiera en jugar. Se limitan a entrar en el salón privé del Saratoga o de cualquier otro casino, por cierto; recogen unos cuantos puñados de fichas y las cambian por dinero. Por supuesto, el señor Reles cuidaba muy bien a esa clase de clientes y es de creer que su muerte les haya afectado mucho personalmente. Por ese motivo también tienen mucho interés en el progreso de su investigación.
– ¿Ah, sí?
– No lo dude. Aunque usted lo ignore, no está trabajando sólo por cuenta de Meyer Lansky, sino también de esos hombres.
– Ah, cuánto me alegro de saberlo.
– Con quien más cuidado debe tener es con el teniente Quevedo. Es muy ambicioso, una cualidad muy mala para los policías cubanos.
– ¿Usted no lo es, capitán Sánchez?
– Tengo intención de serlo, pero ahora mismo, no. Lo seré después de las elecciones de octubre. Hasta que sepa quién las gana, me conformo con muy poco en mi carrera. Por cierto, el teniente me ha pedido que le espíe a usted.
– ¡Qué presuntuoso, siendo usted capitán!
– En Cuba, el grado no da categoría. Por ejemplo, el jefe de la Policía Nacional es el general Cañizares, pero todo el mundo sabe que el poder lo tienen Blanco Río y el coronel Piedra, el jefe de nuestro Departamento de Investigación. De la misma manera, antes de llegar a la presidencia, Batista era el hombre más poderoso de la isla. Actualmente, el poder está en manos del ejército y de la policía, por eso le preocupa tanto al presidente que lo puedan asesinar. En cierto modo, en eso consiste su trabajo, en llamar la atención para que no la llamen otros. A veces es mejor aparentar lo que no se es. ¿No cree?
– Capitán, en eso ha consistido mi vida.
Un par de días después, me encontraba en el Tropicana viendo el espectáculo mientras esperaba para hablar con los hermanos Cellini. Dominaban el escenario las carnes desnudas. En grandes cantidades. Intentaban cubrirlas con el encanto de lentejuelas y triángulos estratégicamente situados, pero sin resultado: seguía siendo lomo con queso, lo cocinaran como lo cocinasen. En general, daba la impresión de que los chicos habrían estado mucho más animados vestidos de cóctel. Las chicas tampoco parecían contentas, en su mayoría. Sonreían, desde luego, pero las sonrisas de sus rígidas caritas no podían ser más postizas, como puestas de fábrica. Entre tanto, bailaban con la alegría de vivir de niñas que saben que el menor fallo coreográfico significa el regreso a Matanzas o cualquiera que fuese su mísero pueblo de origen.
El Tropicana estaba situado en la avenida Truffin, en el barrio habanero de Marianao, en los exuberantes y cuidados jardines de una mansión que ya no existía y que había sido propiedad del embajador estadounidense en Cuba. En el lugar de la casa habían construido un edificio rabiosamente moderno, con cinco bóvedas semicirculares de cemento reforzado entre techos de cristal, que creaban el efecto de un espectáculo semisalvaje bajo las estrellas y entre árboles. Al lado de ese anfiteatro, que parecía de película pornográfica de ciencia ficción, había un techo de cristal de menor tamaño que albergaba el casino, dotado incluso de un salón privado con puerta blindada en el que podían jugar los representantes del gobierno sin temor a que los asesinasen.
Todo aquello me interesaba tan poco como el espectáculo o la música de la orquesta. A lo que más atención prestaba era a la ceniza del puro que estaba fumando y a las caras de los borrachines de las otras mesas: mujeres demasiado maquilladas y con los hombros desnudos y hombres con el pelo engominado, corbata de imperdible y traje de jugador de críquet. Las chicas desfilaron un par de veces entre las mesas sólo para que el público pudiese verles el traje más de cerca y se preguntase cómo era posible que una cosa tan diminuta pudiese ser la salvaguarda de su decencia. Todavía me rebosaba el asombro por los ojos cuando, sorprendentemente, vi entrar en el club y dirigirse hacia mí a Noreen Eisner. Esquivó a una chica que era todo pecho y plumas y se sentó enfrente de mí.
Noreen debía de ser la única mujer del Tropicana que no enseñaba escote o todo lo enseñable. Llevaba un traje de color malva de falda y chaqueta con bolsillos, zapatos de tacón y un collar de perlas de dos vueltas. La orquesta tocaba tan alto que no podía decirme nada -ni yo oírla- y tuvimos que quedarnos mirándonos como tontos, tamborileando en la mesa impacientemente, hasta el final del número. Me dio tiempo de sobra a preguntarme qué asunto tan urgente la habría obligado a desplazarse hasta allí desde Finca Vigía. Por descontado, no parecía una coincidencia. Supuse que habría ido antes a mi apartamento y Yara le habría dicho dónde encontrarme. Es posible que Yara le soltase que me había negado a llevarla conmigo al club y, desde luego, la llegada de Noreen no habría servido para convencerla de que mi visita al Tropicana se debía a motivos estrictamente laborales, tal como le había dicho. Seguro que, cuando volviese a casa, tendríamos algo parecido a una escena.
Esperaba que Noreen hubiese venido a contarme lo que quería oír yo. Desde luego, estaba suficientemente seria. Además de sobria, para variar. Llevaba un bolso de noche de color azul marino, adornado con unas florecillas de tela. Abrió el cierre plateado, sacó un paquete de Old Gold y encendió un cigarrillo con un mechero lacado en gris perla con brillantitos incrustados, lo único que llevaba a tono con el Tropicana.
La orquesta, como todas las de La Habana, se alargó un poco más de lo soportable. No tenía yo pistola en Cuba, pero, de haberla tenido, me habría entretenido tirando al blanco contra las maracas o la conga… o, en realidad, contra cualquier otro instrumento latinoamericano que estuviera sonando en ese momento. Cuando ya no pude soportarlo más, me levanté, tomé a Noreen de la mano y salimos.
En el vestíbulo, me dijo:
– Conque es aquí donde pasas los ratos libres, ¿eh? -Habló en alemán, por la fuerza de la costumbre-. ¡De lo que te sirve Montaigne!
– Para que lo sepas, escribió un ensayo sobre este lugar y la costumbre de vestir ropa… o no vestirla. Según él, si naciésemos con la necesidad de ponernos enaguas y pantalones, la naturaleza nos habría dotado de un pellejo más grueso que nos protegiese de los rigores del tiempo. En general, me parece muy bueno. Casi siempre acierta. Creo que lo único que no explica es por qué has venido a verme aquí desde tan lejos. Tengo mis propias ideas al respecto.
– Vamos a pasear al jardín -dijo en voz baja.
Salimos. El jardín del Tropicana era una selva paradisiaca de palmeras cubanas y altísimas huayas. Según la ciencia popular cubana, la dulce pulpa del fruto de esos árboles enseña a las niñas a besar. No sé por qué, me pareció que Noreen no estaba pensando en besarme, ni muchísimo menos.
En el centro del serpenteante sendero de entrada había una gran fuente de mármol que en otra época había adornado la entrada del hotel Nacional. Era un pilón redondo, rodeado por ocho ninfas desnudas de tamaño natural. Se rumoreaba que los propietarios del Tropicana habían pagado tres mil pesos por ella, pero a mí me recordaba a una de las antiguas escuelas de cultura de Berlín, de las que montó Alfred Koch en el lago Motzen, para matronas alemanas con sobrepeso que se divertían jugando desnudas a tirarse balones medicinales. A pesar de lo que diga Montaigne sobre el asunto, me alegraba de que la humanidad hubiese inventado el hilo y la aguja.
– Bien -dije-, ¿qué querías contarme?
– No es fácil decirlo.
– Eres escritora, seguro que se te ocurre algo.
En silencio, dio una calada al cigarrillo, pensó en lo que le acababa de decir y, por último, se encogió de hombros como si, a pesar de todo, se le hubiese ocurrido algo. Habló con suavidad. A la luz de la luna, estaba más adorable que nunca. Verla me producía un dolor sordo de deseo, como si el perfume de las flores blancas verdosas de la huaya poseyera una esencia mágica que hacía enamorarse de reinas como ella a idiotas como yo.
– Dinah ha vuelto a los Estados Unidos -dijo, sin ir al grano todavía-, pero ya lo sabías, ¿verdad?
Asentí.
– ¿Se trata de Dinah?
– Me preocupa, Bernie.
Sacudí la cabeza.
– Se ha ido de la isla. Ha ido a Brown. No sé qué es lo que puede preocuparte ahora, porque, ¿no era eso lo que querías?
– Desde luego, pero es que cambió de opinión tan repentinamente… respecto a todas las cosas.
– Han matado a Max Reles. Es posible que eso haya tenido algo que ver en su decisión.
– Conoces a algunos de los gangsters con los que se relacionaba, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Saben ya quién pudo haber matado a Max?
– No tienen la menor idea.
– Bien. -Tiró el cigarrillo e inmediatamente encendió otro-. Creerás que me he vuelto loca, pero, verás: se me pasó por la cabeza que quizá Dinah haya tenido algo que ver con el crimen.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque ha desaparecido mi pistola, la que me regaló Ernest Hemingway. Era un revólver ruso. Lo tenía por ahí, en casa, pero ahora no lo encuentro. Fredo, Alfredo López, ya sabes, mi amigo abogado, tiene un amigo en la policía y le ha dicho que a Reles lo mataron con un revólver ruso. Eso me hizo pensar… si no habría sido Dinah.
Sacudí la cabeza. No quería decirle que Dinah, a su vez, había sospechado de ella.
– Pues por todo eso y por la facilidad con que parece que ha superado el golpe, como si en realidad no hubiera estado enamorada de ese hombre. Y, a ver, ¿a ninguno de esos mafiosos le pareció sospechoso que Dinah no acudiese al funeral? ¿Como si no le importase nada?
– Creo que la gente pensó que estaba demasiado afectada para asistir.
– Ésa es la cuestión, Bernie, que no lo estaba. Por eso estoy tan preocupada: si a los mafiosos les da por pensar que mi hija tuvo algo que ver con la muerte de Max, a lo mejor toman cartas en el asunto y mandan a alguien tras ella.
– Me parece que las cosas no funcionan así, Noreen. En estos momentos, lo único que les preocupa de verdad es que a Max lo matase uno de los suyos. Porque, verás, si resulta que detrás del asunto está uno de los propietarios de hoteles y casinos, podría desencadenarse una guerra entre ellos. Eso sería malo para los negocios y prefieren evitarlo a toda costa. Por otra parte, me han encargado la investigación del caso.
– ¿Esos hampones te han encargado el caso a ti?
– Como antiguo investigador criminal, sí.
Noreen sacudió la cabeza.
– ¿Por qué a ti?
– Supongo que les parezco objetivo e independiente, más objetivo que los militares cubanos. Dinah tiene diecinueve años, Noreen. Es asombrosa por muchas razones; por ejemplo, por lo puta y egoísta que es; pero homicida, no. Por otra parte, escalar por una pared a ocho pisos del suelo y disparar siete veces a un hombre a sangre fría no es cosa que pueda hacer cualquiera, ¿no te parece?
Noreen asintió y miró a lo lejos. Tiró al suelo el segundo cigarrillo a medio fumar y encendió el tercero. Había algo más que le preocupaba.
– Te aseguro que no voy a echarle la culpa a ella.
– Gracias. Te lo agradezco. Es una putita, tienes razón, pero es mía y haré lo que sea por protegerla.
– Lo sé. -Tiré el puro a la fuente. Dio a una ninfa en el culo y cayó al agua-. ¿De verdad era eso lo que querías decirme?
– Sí -contestó, y se quedó pensando un momento-. Bueno, pero hay más. ¡Maldita sea! Tienes razón. -Se mordió los nudillos-. No sé por qué intento engañarte, siquiera. A veces me parece que me conoces mejor que yo misma.
– Siempre es una posibilidad.
Tiró el tercer cigarrillo, abrió el bolso, sacó un pañuelito que hacía juego y se sonó la nariz.
– El otro día -dijo-, cuando estabas en casa y me viste llegar de Playa Mayor con Fredo… supongo que adivinarías que nos vemos de vez en cuando, que nos hemos… que somos íntimos.
– Últimamente procuro no adivinar mucho, sobre todo de cosas de las que no sé absolutamente nada.
– A Fredo le caes bien, Bernie. Te está muy agradecido, por lo de la noche de los panfletos.
– ¡Ah, sí! Ya lo sé. Me lo dijo él.
– Le salvaste la vida. En aquel momento no me di cuenta ni te lo agradecí como es debido. Hiciste una cosa muy arriesgada. -Cerró los ojos brevemente-. No he venido a verte por Dinah. Bueno, puede que quisiera oírtelo decir a ti también, pero estaba segura de que no ha sido ella. Lo habría sabido. Las madres sabemos esas cosas. No habría podido ocultármelo.
– Entonces, ¿para qué has venido?
– Es por Fredo. Lo ha detenido el SIM, la policía secreta, acusado de ayudar a Aureliano Sánchez Arango, el anterior ministro de Educación en el gobierno de Prío, a entrar ilegalmente en el país.
– ¿Y es cierto?
– No, desde luego. Sin embargo, cuando lo detuvieron, estaba con una persona de la AAA, la Asociación de Amigos de Aureliano. Es uno de los principales grupos de oposición de Cuba, pero Fredo es leal a Castro y a los rebeldes de la isla de Pinos.
– Bueno, seguro que, tan pronto como les cuente todo eso, lo mandarán a casa de mil amores.
No le gustó la broma.
– No tiene ninguna gracia -dijo-. De todas maneras, lo pueden torturar para que les diga dónde está escondido Aureliano y sería una desgracia por partida doble, porque, por supuesto, él no sabe nada.
– Estoy de acuerdo, pero sigo sin entender qué puedo hacer yo.
– Le salvaste la vida una vez, Bernie. A lo mejor puedes volver a hacerlo.
– Claro, para que se quede él contigo, en vez de yo.
– ¿Es eso lo que quieres, Bernie?
– ¿A ti qué te parece? -Me encogí de hombros-. ¿Por qué no? No es tan raro, habida cuenta de las circunstancias. ¿O se te ha olvidado?
– Bernie, eso pasó hace veinte años. No soy la que era entonces, seguro que lo ves claramente.
– A veces la vida nos trata así.
– ¿Puedes hacer algo por él?
– ¿Por qué crees que existe siquiera la menor posibilidad?
– Porque conoces al capitán Sánchez. Dicen que sois amigos.
– ¿Quién lo dice? -Sacudí la cabeza con exasperación-. Mira, aunque fuésemos amigos, cosa de la que no estoy nada seguro, Sánchez es policía y tú misma me has dicho que a López lo ha detenido el SIM, es decir, que López no tiene nada que ver.
– El hombre que lo detuvo asistió al funeral de Max Reles -dijo Noreen-. El teniente Quevedo. Quizá, si se lo pidieras, el capitán Sánchez hablaría con él. Podría interceder por Fredo.
– ¿Y qué le diría?
– No sé, pero a lo mejor se te ocurre algo.
– Noreen, es un caso imposible.
– ¿No eran los que mejor se te daban?
Sacudí la cabeza y me aparté.
– ¿Te acuerdas de la carta que te escribí cuando me marché de Berlín?
– La verdad es que no. Como muy bien has dicho, eso pasó hace mucho tiempo.
– Sí, sí que te acuerdas. Dije que eras mi caballero celestial.
– Eso es del argumento de Tannhäuser, Noreen, no soy yo.
– Te decía que buscaras siempre la verdad y acudieras en auxilio de quienes te necesitasen, porque es lo que se debe hacer, aunque resulte peligroso. Bien, ahora te lo pido.
– No tienes derecho. No hay nada que hacer. Yo también he cambiado, por si no te has dado cuenta.
– No lo creo.
– Mucho más de lo que te imaginas. ¿Caballero celestial, dices? -Me eché a reír-. Querrás decir caballero infernal. Durante la guerra, me reclutaron las SS porque había sido policía. ¿Te lo había dicho? He manchado mucho la armadura, Noreen. No sabes hasta qué punto.
– Hiciste lo que tenías que hacer, estoy segura, pero por dentro, seguro que sigues siendo el mismo de siempre.
– Dime una cosa, ¿por qué tendría yo que hacer algo por López? Ya tengo bastante con lo mío. No puedo ayudarlo, eso es verdad, pero, ¿por qué iba a molestarme siquiera en intentarlo?
– Porque la vida es eso. -Me cogió la mano y me escrutó buscando… no sé qué-. La vida es eso, ¿no? Buscar la verdad, socorrer a quienes creemos que no podemos ayudar en nada, pero intentarlo a pesar de todo.
Me sonrojé de rabia.
– Me tomas por santo o algo así, Noreen. Un santo de los que aceptan el martirio, siempre y cuando no se les tuerza el halo en la fotografía. Si voy a arrojarme a los leones, quiero ser mucho más que un recuerdo en las oraciones dominicales de una lechera. Nunca me han gustado los gestos inútiles, por eso he conservado la vida tanto tiempo, encanto. Y ahí no termina la cosa. Hablas de la verdad como si tuviese algún sentido, pero cuando me la tiras a la cara no es más que un puñado de arena. No es la verdad en absoluto. Al menos, no la que yo quisiera oír. No la tuya. No nos engañemos, ¿de acuerdo? No voy a hacer el primo por ti, Noreen, al menos hasta que estés dispuesta a dejar de tratarme como si lo fuera.
Noreen puso cara de pez tropical, con los ojos fuera de las órbitas y la boca abierta, y sacudió la cabeza.
– Te aseguro que no tengo la menor idea de a qué te refieres.
A continuación, se echó a reír en mi cara con unas carcajadas discordantes y, sin darme tiempo a decir otra palabra, dio media vuelta y se alejó rápidamente hacia el aparcamiento.
Entré otra vez en el Tropicana.
Los Cellini no me dieron gran cosa. Dar no era su fuerte, como tampoco responder preguntas. Las costumbres arraigadas tardan en morir, supongo. Repitieron una y otra vez lo mucho que sentían la muerte de un tipo tan estupendo como Max y lo dispuestos que estaban a cooperar en la investigación de Lansky, aunque, al mismo tiempo, no tenían la menor idea de nada de lo que les pregunté. Si les hubiese preguntado el nombre de pila de Al Capone, seguro que se habrían encogido de hombros y habrían dicho que no lo sabían. Probablemente, incluso habrían negado que lo tuviese.
Llegué tarde a casa y me estaba esperando el capitán López. Se había servido un trago, me había cogido un puro y estaba leyendo en mi sillón predilecto.
– Parece que últimamente me aprecia toda clase de gente -dije-. No paran de dejarse caer por aquí, como si esto fuera un club.
– No sea así -dijo Sánchez-. Usted y yo somos amigos. Por otra parte, me hizo pasar la señora… Yara, ¿no es eso?
Eché un vistazo al apartamento, a ver si la veía, pero, evidentemente, se había marchado.
López se encogió de hombros como disculpándose.
– Creo que le di miedo.
– Supongo que estará acostumbrado a eso, capitán.
– Yo también tendría que estar en casa ya, pero, según dicen, el crimen no tiene horario de oficina.
– ¿Eso dicen?
– Ha aparecido otro cadáver. Un tal Irving Goldstein, en un apartamento de Vedado.
– No he oído hablar de él.
– Trabajaba en el Saratoga. Era un jefe del casino.
– Ya.
– Esperaba que pudiese acompañarme al apartamento, ya que es usted un detective tan famoso, por no recordarle al que podríamos llamar el jefe de usted.
– Claro, ¿por qué no? El único plan que tenía era meterme en la cama y dormir doce horas seguidas.
– Excelente.
– Deme un minuto para cambiarme, ¿de acuerdo?
– Lo espero abajo, señor.
A la mañana siguiente me despertó el teléfono.
Era Robert Freeman. Me ofrecía un contrato de seis meses en la J. Frankau para abrir el mercado de puros habanos en Alemania Occidental.
– Sin embargo, Hamburgo no me parece que sea el mejor sitio para que te instales, Carlos -me dijo-. En mi opinión, Bonn sería mucho mejor. Entre otras cosas, es la capital de Alemania Occidental, por supuesto. Las dos cámaras del Parlamento se encuentran allí, por no hablar de las instituciones gubernamentales y embajadas extranjeras, que es precisamente el mercado de categoría que necesitamos. Por otra parte, se encuentra en la zona ocupada por los británicos, lo que debería facilitarnos las cosas, puesto que somos una compañía británica. Además, está a menos de cuarenta kilómetros de Colonia, una de las mayores ciudades del país.
Lo único que sabía yo de Bonn es que era la ciudad natal de Beethoven y que, antes de la guerra, vivía allí Konrad Adenauer, el primer canciller de la República Federal de Alemania. Cuando Berlín dejó de ser capital de algo, salvo de la guerra fría, y Alemania Occidental necesitaba una nueva, Adenauer, para mayor comodidad suya, eligió esa tranquila y pequeña ciudad, en la que había pasado los años del Tercer Reich sin mayores inconvenientes. Casualmente yo había ido a Bonn una vez. Por error. Sin embargo, antes de 1949, poca gente había oído hablar de esa ciudad ni, menos aún, sabía dónde se encontraba. Todavía ahora la llamaban, en broma, «el pueblo federal». Bonn era pequeña, insignificante y, sobre todo, estaba apartada; no comprendía cómo no se me había ocurrido antes ir allí a vivir. Parecía el lugar idóneo para un hombre empeñado en vivir en el más absoluto anonimato, como yo.
Enseguida le dije que Bonn me parecía bien y que empezaría a hacer los preparativos del traslado cuanto antes. Freeman, por su parte, dijo que empezaría a redactar mis importantísimas credenciales para el negocio.
Volvía a casa. Después de un exilio de casi cinco años, volvía a Alemania. Con dinero en los bolsillos. No podía dar crédito a mi suerte.
Por un lado, eso y, por el otro, los acontecimientos de la víspera en un apartamento de Vedado.
En cuanto me hube aseado y vestido, me fui al Nacional y subí a la espaciosa suite del piso de ejecutivos a informar a los hermanos Lansky de que había «resuelto» el caso de Reles, aunque en realidad no merecía el nombre de «caso». Habría sido más adecuado llamarlo ejercicio de relaciones públicas, si se consideran públicos los atestados casinos y hoteles de La Habana.
– ¿Quieres decir que ya tienes un nombre?
La voz de Meyer sonó profunda como la de un jefe indio de película del Oeste. Jeff Chandler, por ejemplo. Su rostro era igualmente inescrutable y la nariz, idéntica, sin la menor duda.
Igual que la vez anterior, nos sentamos en el balcón ante la misma panorámica del mar, salvo que ahora se veía el agua, además de oírse y olerse. Iba a echar de menos el rechinar de ese océano.
Meyer llevaba pantalones de gabardina, chaqueta de punto a juego, camisa deportiva blanca y unas gafas de sol de montura gruesa, que más parecían de contable de que gangster. Jake también llevaba un atuendo informal: camisa afelpada suelta y un pequeño sombrero Stetson de encuadernador con una cinta tan apretada y estrecha como sus labios. Por el fondo deambulaba la figura alta y angulosa de Vincent Alo, más conocido por el nombre de Jimmy Ojos Azules. Alo llevaba pantalones grises de franela, chaqueta de punto de moher con un cuello enorme y corbata estampada de seda. La chaqueta abultaba, pero no lo suficiente para ocultar la costilla de más que llevaba bajo el brazo. Respondía perfectamente a la idea general de playboy italiano, siempre y cuando fuese un personaje de tragedia romana de venganza escrita por Séneca para entretenimiento del emperador Nerón.
Tomábamos café en tacitas, al estilo italiano, con el pulgar estirado.
– Tengo el nombre -les dije.
– Oigámoslo.
– Irving Goldstein.
– ¿El que se ha suicidado?
Goldstein era un jefe de casino del Saratoga, se sentaba en un taburete alto que dominaba la mesa de craps. Procedía de Miami y había aprendido las artes del croupier en Tampa, en diversos establecimientos ilegales de apuestas, antes de llegar a La Habana, en abril de 1953. A continuación, se produjo la deportación de Cuba de trece manipuladores de cartas nacidos en los Estados Unidos y empleados de los casinos del Saratoga, el Sans Souci, el Montmartre y el Tropicana.
– Registré su apartamento de Vedado anoche, con la ayuda del capitán Sánchez, y encontramos esto.
Pasé a Lansky un dibujo técnico y estuvo un rato mirándolo.
– Goldstein mantenía relaciones con un hombre que hacía de mujer en el club Palette. Según la información de que dispongo, antes de morir, Max lo había descubierto y, nada conforme con que Goldstein fuese homosexual, le dijo que se buscara empleo en otro casino. Núñez, el director del casino del Saratoga, confirmó que, poco antes de su muerte, Max había tenido una discusión con Goldstein, aunque no sabe el motivo. En mi opinión, discutieron por ese asunto y Goldstein lo mató en venganza por el despido. Es decir, ése fue el móvil del crimen. Casi con toda seguridad, también se le presentó la ocasión: según Núñez, la noche del homicidio, Goldstein empezó su descanso en torno a las dos de la madrugada y tardó una media hora en volver a las mesas de craps.
– ¿Y… esto es la prueba que lo demuestra? -dijo Lansky agitando en el aire el papel que le había dado-. Por más vueltas que le dé, sigo sin saber qué demonios es. ¿Jake?
Lansky pasó el papel a su hermano y éste lo miró sin comprender, como si fuera el proyecto de un sistema nuevo de orientación de misiles.
– Es un dibujo muy exacto y preciso de un silenciador Bramit -dije-, de confección casera y hecho a medida para un revólver Nagant. Como dije en otra ocasión, el sistema de fuego cerrado del Nagant…
– ¿Qué significa eso? -preguntó Jake-. Lo de sistema de fuego cerrado. Lo único que sé de pistolas es dispararlas, y hasta eso me pone nervioso.
– Sobre todo dispararlas -puntualizó Meyer. Sacudió la cabeza-. No me gustan las pistolas.
– ¿Qué significa? Sencillamente, que en el mecanismo del Nagant, cuando se arma el martillo, primero gira el tambor y luego lo empuja hacia adelante y cierra el espacio que, en todos los demás revólveres, queda entre el propio tambor y el cañón. Al quedar cerrado ese hueco, aumenta la velocidad del tiro y, lo que es más importante, convierte al Nagant en el único revólver que se puede silenciar por completo. Goldstein estuvo en el ejército durante la guerra y posteriormente lo destinaron a Alemania. Supongo que cambiaría el arma con un soldado del Ejército Rojo, como hicieron muchos soldados.
– ¿Y crees que ese faygele fabricó el silenciador con sus propias manos? ¿Es eso lo que quieres decir?
– Era homosexual, Mister Lansky -dije-, pero eso no le impedía manipular con precisión las herramientas de trabajar metales.
– Entendido -musitó Alo.
Sacudí la cabeza.
– El dibujo estaba escondido en su escritorio y, si le digo la verdad, no creo que pueda encontrar mejor prueba.
Meyer Lansky asintió. Cogió de la mesilla de café un paquete de Parliaments y encendió un cigarrillo con un encendedor de plata de sobremesa.
– ¿Qué te parece, Jake?
Jake puso una cara rara.
– Bernie tiene razón. En estas situaciones, es difícil encontrar pruebas, pero, desde luego, ese dibujo es lo que más se le aproxima. Como muy bien sabes, Meyer, los federales han basado casos enteros en pruebas mucho más inconsistentes. Por otra parte, si fue ese tal Goldstein quien acabó con Max, era de los nuestros y, por lo tanto, no hay cuentas que ajustar con nadie. Era judío y del Saratoga. Así, todo sigue limpio y ordenado, tal como queríamos. Francamente, no se me ocurre mejor solución para el asunto. Los negocios pueden continuar sin interrupciones.
– Eso es lo más importante -dijo Meyer Lansky.
– Pero, ¿cómo se suicidó? -preguntó Vincent Alo.
– Se abrió las venas en una bañera de agua caliente -dije-, al estilo romano.
– Eso sí que es estilo, al menos, para variar -dijo Alo.
Meyer Lansky se estremeció. Estaba claro que no le gustaba esa clase de bromas.
– Sí, pero, ¿por qué? -preguntó-. ¿Por qué se quitó la vida? Con el debido respeto, Bernie, había conseguido matarlo, ¿no es eso? Más o menos. Entonces, ¿por qué iba a quitarse él de en medio también? Nadie sabía su secreto.
Me encogí de hombros.
– Hablé con algunas personas del club Palette. La gracia de su espectáculo consiste en que algunas chicas son de verdad y otras, de pega, pero no se nota la diferencia. Parece ser que, al principio, Irving Goldstein tuvo ese problema: la chica de la que creía haberse enamorado era en realidad un hombre. Cuando descubrió la verdad, intentó aceptarlo, pero entonces Max se enteró. Algunas personas del Palette creen que, al final, lo venció la vergüenza. Creo que es posible que hubiera pensado en suicidarse, pero antes de hacerlo, se le ocurrió vengarse de Max.
– ¿Quién sabe lo que puede pasarle por la cabeza a un tipo así? -dijo Alo-. Estaría confuso o algo.
Meyer Lansky asintió.
– De acuerdo, me lo creo. Has hecho un buen trabajo, Gunther. Lo has solucionado rápidamente y sin ofender a nadie. No habría podido pedir nada mejor ni en La Zaragozana.
Era el nombre de un famoso restaurante de Habana Vieja.
– Jimmy, paga a este hombre. Se lo ha ganado.
Vincent Alo dijo:
– Claro, Meyer -y salió de la suite.
– ¿Sabes, Gunther? -dijo Lansky-. El año que viene, nuestros negocios van a subir como la espuma, aquí en La Habana. Van a aprobar una nueva y ventajosa ley. La ley de los hoteles. Todos los establecimientos nuevos estarán exentos de impuestos, lo cual significa que en esta isla ganaremos mucho más dinero del que nadie se imagina. Estoy pensando en abrir aquí el mayor hotel y casino del mundo, aparte de Las Vegas. El Riviera. En un sitio así, me vendría muy bien un hombre de tus características. Harías lo mismo que ibas a hacer en el Saratoga.
– Lo pensaré, Mister Lansky, no lo dude.
– Ahora se va a ocupar Vincent del Saratoga.
Vincent había vuelto al balcón. Llevaba una bolsa de fichas de juego de tamaño familiar. Sonreía, pero la emoción no le llegaba a los ojos. Era comprensible que le hubiesen puesto el apodo de Jimmy Ojos Azules. Los tenía tan azules como el mar del otro lado del Malecón e igual de fríos.
– Eso no parece veinte mil dólares -dije.
– Las apariencias engañan -dijo Alo. Aflojó la cuerda que cerraba la bolsa y sacó una placa morada de mil dólares-. Aquí hay diecinueve más como ésta. Llévate la bolsa a la caja del Montmartre y te darán el dinero. Así de fácil, mi kraut amigo.
El neoclásico Montmartre de la calle P con la 23 quedaba a un corto paseo del Nacional. Había sido un canódromo y ocupaba una manzana entera; era el único casino de La Habana que estaba abierto las veinticuatro horas del día. Todavía no era la hora de comer y el Montmartre estaba ya a pleno rendimiento. A tan temprana hora, casi todos los clientes eran chinos, aunque, por lo general, lo eran también a lo largo de todo el día. No parecían tener mucho interés en el gran espectáculo, Una noche en París, que anunciaba en ese momento el sistema de megafonía del casino.
Por otra parte, mientras me alejaba de la ventanilla de caja con cuarenta reproducciones del presidente William McKinley en mi poder, Europa me parecía ya un poco más cercana y atractiva. No había rechazado directamente la oferta de un empleo a tiempo completo con Lansky por un solo motivo: no quería decirle que me marchaba del país. Podría haber despertado sospechas. En cambio, pensaba ingresar el dinero en el Royal Bank of Canada, en la misma cuenta en la que guardaba mis ahorros, y después, armado con mis nuevas credenciales, largarme de Cuba lo antes posible.
Crucé la verja del Nacional en dirección al coche que pensaba dejar a Yara como regalo de despedida casi saltando de contento. No contemplaba el futuro con tanto optimismo desde el reencuentro con mi difunta esposa, Kirsten, en Viena, en el mes de septiembre de 1947. Tan optimista estaba, que se me ocurrió ir a ver al capitán Sánchez, por si descubría que podía hacer algo a favor de Noreen Eisner y Alfredo López.
En el fondo, el optimismo no es sino una esperanza ingenua y equivocada.
El Capitolio, construido en tiempos del dictador Machado, era un edificio del mismo estilo que el estadounidense de Washington D.C., pero resultaba demasiado grande para una isla del tamaño de Cuba. Lo habría sido incluso para Australia. Dentro de la rotonda había una estatua de Júpiter de diecisiete metros de altura; se parecía al óscar de la Academia y la verdad es que a muchos turistas que visitaban el edificio les parecía que la película era buena. Ahora que tenía el plan de marcharme de Cuba, se me ocurrió que podría hacer unas cuantas fotografías. ¿Para recordar lo que echase de menos, cuando estuviese viviendo en Bonn y me acostase a las nueve de la noche? Si Beethoven hubiese vivido en La Habana -sobre todo, a la vuelta de la esquina de Casa Marina-, casi seguro que se habría considerado afortunado si hubiera llegado a escribir un solo cuarteto de cuerda, no digamos dieciséis. En cambio, en Bonn, se podía vivir toda la vida sin darse cuenta siquiera de que se era sordo.
La comisaría de Zulueta se encontraba a unos minutos del Capitolio, pero no me importó hacerlos a pie. Hacía unos pocos meses, delante de esa misma comisaría, había muerto un profesor de la Universidad de La Habana al explotar la bomba que los rebeldes habían colocado por equivocación en su coche, un Hudson negro de 1952, idéntico al del subdirector del Departamento Cubano de Investigación. Desde entonces, siempre había tenido la precaución de no dejar mi Chevrolet Styline en los alrededores de la comisaría.
La comisaría ocupaba un antiguo edificio colonial con la fachada estucada y desconchada y contraventanas verdes de lamas abatibles. Sobre el pórtico cuadrado colgaba, inerte, una bandera cubana que parecía una toalla playera de colores llamativos que se hubiese caído de la ventana del piso de arriba. En el exterior, los desagües no olían muy bien. En el interior, apenas se notaba, si no se respiraba.
Sánchez estaba en el segundo piso, en un despacho que daba a un parquecito. En una esquina colgaba la bandera de un asta y en la pared había una imagen de Batista mirando un armario lleno de rifles, por si las muestras de patriotismo de la bandera y la imagen no bastasen. Había también un pequeño escritorio de madera corriente y mucho espacio alrededor, si se tenía la solitaria. Las paredes y el techo eran de color marrón claro sucio y el linóleo marrón del suelo, que estaba combado, parecía la concha de una tortuga muerta. Encima del escritorio, como un huevo Fabergé en un plato de plástico, había un humidificador de palo rosa digno de un aparador presidencial.
– Fue una auténtica suerte que encontrase yo el dibujo -dijo Sánchez.
– El factor suerte es importante en el trabajo policial.
– Por no hablar de que el homicida a quien buscaba estuviese muerto ya.
– ¿Alguna objeción?
– Imposible. Resolvió usted el caso y, de paso, ató los cabos sueltos. A eso se le llama trabajo de detective. Sí, se entiende que Lansky pensara en usted para resolver el caso, la verdad sea dicha. Es un auténtico Nero Wolfe.
– Lo dice como si pensara que lo he cortado a medida, como los sastres.
– Eso ha sido cruel. No he ido al sastre en mi vida, con lo que gano. Tengo una bonita guayabera de lino y eso es todo. Para ocasiones más formales, me pongo el mejor uniforme disponible.
– ¿El que no tiene manchas de sangre?
– No. Me confunde usted con el teniente Quevedo.
– Me alegro de que lo nombre, capitán.
Sánchez sacudió la cabeza.
– Imposible. Quien tiene oídos jamás se alegra de oír ese nombre.
– ¿Dónde podría encontrarlo?
– Nadie en su sano juicio va a buscar al teniente Quevedo. Es él quien encuentra a quien sea.
– No puede ser tan escurridizo, eso seguro. Lo vi en el entierro, ¿se acuerda?
– Es su hábitat natural.
– Un hombre alto, con el pelo cortado a cepillo, muy corto, y las facciones muy bien definidas, para ser cubano. Es decir, que parece algo estadounidense.
– Por suerte, a los hombres sólo les vemos la cara, no el corazón, ¿no le parece?
– De todos modos, según usted, no trabajo sólo a las órdenes de Lansky, sino también a las de Quevedo, conque…
– ¿Eso dije? Es posible. ¿Cómo describir a un tipo como Meyer Lansky? Es más escurridizo que una piña en trocitos. Quevedo es otra cosa. Tenemos un dicho: «Es una maravilla que Dios crease al hombre, sobre todo en el caso del teniente Quevedo». Le hablé de él en el funeral sólo por advertirle de su existencia, como si fuese una serpiente venenosa, para que no se acercase a él.
– Tomo nota.
– Es un alivio.
– De todos modos, me gustaría hablar con él.
– Y a mí me gustaría saber de qué. -Se encogió de hombros y, sin ninguna consideración por el caro humidificador, encendió un cigarrillo.
– Eso es asunto mío.
– Lo cierto es que no, no lo es. -Sonrió-. Es asunto del señor López e incluso, teniendo en cuenta las circunstancias, también de la señora Eisner, pero, ¿asunto suyo, señor Hausner? No, no me lo parece.
– Ahora es usted quien parece piña en trocitos, capitán.
– Era de esperar. Verá, me licencié en Derecho en septiembre de 1950. Entre mis compañeros de promoción se encontraban Fidel Castro y Alfredo López. Al contrario que Fidel, Alfredo y yo no sabíamos nada de política. En aquella época, la universidad estaba muy vinculada al gobierno de Grau San Martín y yo estaba convencido de que, si me hacía policía, podría contribuir a la democratización del cuerpo desde dentro. Naturalmente, Fidel no opinaba lo mismo, pero, después del golpe de Batista, en marzo de 1952, me pareció que estaba perdiendo el tiempo y dejé de esforzarme tanto por la defensa del régimen y las instituciones. Procuraría solamente ser buen policía, no un instrumento de la dictadura. ¿Es lógico, señor?
– Curiosamente, sí. Al menos a mí me lo parece.
– Claro, que no es tan fácil como decirlo.
– Eso también lo sé.
– Me he visto en un compromiso conmigo mismo más de una vez, incluso he llegado a pensar en dejar el ejército. Sin embargo, fue Alfredo quien me convenció de que podía hacer una labor más importante si me quedaba en la policía.
Asentí.
– Fui yo -prosiguió- quien informó a Noreen Eisner de la detención de Alfredo y de quién lo había hecho. Me preguntó qué se podía hacer y le dije que no se me ocurría nada. Sin embargo, como sabrá perfectamente, esa mujer no se rinde a la primera y, puesto que me constaba la antigua amistad que hay entre ustedes dos, le aconsejé que le pidiera ayuda a usted.
– ¿A mí? ¿Cómo demonios se le ocurrió?
– No se lo dije completamente en serio. La verdad es que esa mujer me exaspera y confieso que usted también. Me exaspera, sí, y también le tengo celos.
– ¿Celos? ¿Por qué diablos iba a tener celos de mí?
El capitán Sánchez se removió en la silla y sonrió tímidamente.
– Por varios motivos -dijo-. Por cómo ha resuelto el caso. Por la fe que ese Meyer Lansky parece tener en sus cualidades. Por el bonito apartamento del Malecón. Por su coche. Por su dinero. Eso no lo olvidemos. Sí, lo reconozco abiertamente, tenía celos de usted, pero no tantos como para permitir que haga lo que está pensando, porque también reconozco abiertamente que me cae usted muy bien, Hausner, y bajo ningún concepto podría permitir que se metiese en la boca del lobo. -Sacudió la cabeza-. Dije a Noreen Eisner que el consejo no iba en serio, pero, por lo visto, no me hizo caso y fue a pedirle ayuda.
– Puede que no sea la primera vez que me meto en la boca del lobo -dije.
– Puede, pero no es el mismo lobo. No hay dos lobos iguales.
– Somos amigos, ¿no?
– Sí, eso creo. Sin embargo, como decía Fidel, no se puede confiar en una persona sólo porque sea amigo. Es un buen consejo, procure no olvidarlo.
Asentí.
– Ah, por supuesto. Y lo sé, créame. Por lo general, lo que mejor se me da es cuidarme del número uno. Soy experto en supervivencia. Sin embargo, de vez en cuando me da el estúpido impulso de hacer algo bueno por alguien, como su amigo Alfredo López, sin ir más lejos. Hace un tiempo que no hago nada tan desinteresadamente.
– Entiendo o, al menos, me parece que empiezo a entender. Cree que si lo ayuda a él le hace un favor a ella, ¿no?
– Más o menos. Quizá.
– ¿Y qué cree que puede decir a un hombre como Quevedo para convencerlo de que suelte a López?
– Eso queda entre él y yo y lo que, un tanto ridículamente, llamé en otra época «mi conciencia».
Sánchez suspiró.
– No pensaba que fuese tan romántico, pero me parece que lo es.
– Se le ha olvidado decir «idiota», ¿no? Aunque se parece más a lo que los franceses llaman «existencial». Después de tantos años, todavía no reconozco completamente mi insignificancia. Sigo creyendo que puedo hacer algo por cambiar algunas cosas. Qué absurdo, ¿verdad?
– Conozco a Alfredo López desde 1945 -dijo Sánchez-. Es un hombre bastante honrado, pero lo que no entiendo es que Noreen Eisner lo prefiera a él, antes que a un hombre como usted.
– Puede que sea eso lo que quiero demostrarle a Noreen.
– Todo es posible. Supongo.
– No sé, puede que sea él mejor que yo.
– No, sólo más joven.
El edificio del SIM, situado en el centro de Marianao, parecía de Beau Geste: una plaza fuerte de tebeo, blanca, de dos pisos, en la que quizá se encontrase, destacándose contra el cielo, una compañía de legionarios muertos, apuntalados a lo largo de las almenas. Resultaba curioso allí, entre las escuelas, hospitales y cómodas viviendas que caracterizaban el lugar.
Aparqué unas calles más allá y volví andando hasta la entrada, donde había un perro tumbado en el césped. No había visto yo perros que se pusieran a dormir en la calle con tanto recogimiento y discreción como los de La Habana, como si procurasen por todos los medios no molestar a nadie. Algunos dormitaban tan recogida y discretamente que parecían muertos, pero acariciarlos era arriesgado. Cuba era merecida cuna de la expresión «al perro dormido no lo despiertes», un sabio consejo para todos y para todo… si lo hubiese aplicado.
Al otro lado de la maciza puerta de madera, di mi nombre a un soldado igual de adormilado y, después de decirle que deseaba ver al teniente Quevedo, esperé delante de otro retrato de F. B., el del uniforme con hombreras de pantalla de lámpara y sonrisa de gato que se ha salido con la suya. Sabiendo lo que ahora sabía sobre su participación en los casinos, pensé que seguramente tenía muchos motivos para sonreír.
Cuando me cansé de inspirarme en la cara de satisfacción del presidente cubano, me acerqué a una ventana grande y me asomé al patio de armas, donde vi aparcados varios vehículos blindados. Al verlos, me pareció difícil entender que Castro y sus rebeldes hubieran podido creer que tenían alguna posibilidad de derrotar al ejército cubano.
Por fin me saludó un hombre alto de uniforme marrón claro con correaje, botones, dientes y gafas relucientes. Parecía vestido para hacerse un retrato.
– ¿Señor Hausner? Soy el teniente Quevedo. Tenga la bondad de acompañarme.
Lo seguí arriba y, por el camino, el teniente Quevedo no dejaba de hablar. Su actitud resultaba muy natural y no encajaba con la idea que me había dado el capitán Sánchez. Llegamos a un pasillo que podía ser una biografía fotográfica de la revista Life del pequeño presidente cubano: F. B. con uniforme de sargento. F. B. con el presidente Grau. F. B. con trenca, acompañado por tres guardaespaldas afrocubanos. F. B. con algunos de sus generales más importantes. F. B. con una gorra de oficial hilarantemente grande y dando un discurso. F. B. sentado en un coche con Franklin D. Roosevelt. F. B. adornando la portada de la revista Time. F. B. con Harry Truman y, por último, F. B. con Dwight Eisenhower. Por si los vehículos blindados representaban poca dificultad para los rebeldes, ahí tenían también a los Estados Unidos. Por no hablar de tres de sus presidentes.
– A esta pared la llamamos la de los héroes -dijo Quevedo en son de broma-. Como ve, sólo tenemos uno. Hay quien lo llama dictador, pero, si lo es, goza de bastante popularidad, en mi opinión.
Me detuve un momento ante la portada de la revista Time. En casa, en alguna parte, tenía un ejemplar de ese mismo número. El mío tenía un titular crítico sobre Batista que faltaba en ése, pero no me acordaba de lo que decía.
– Quizá se pregunte qué ha pasado con el titular -observó Quevedo- y lo que decía.
– ¿Ah, sí?
– Desde luego. -Sonrió con benevolencia-. Decía «Batista en Cuba: Se salta la democracia». Lo cual es una exageración. Por ejemplo, en Cuba no se restringe la libertad de expresión, ni la de prensa ni la de religión. El Congreso puede derogar cualquier ley o negarse a aprobar lo que quiera aprobar él. En este consejo de ministros no hay generales. ¿Es eso una dictadura, verdaderamente? ¿Se puede comparar a nuestro presidente con Stalin o con Hitler? No creo.
No contesté. Sus palabras me recordaron una cosa que había dicho yo en la cena de Noreen; sin embargo, en boca de Quevedo, no parecía tan convincente. Abrió la puerta de un despacho enorme con un enorme escritorio de caoba, una radio con un florero encima, otro escritorio más pequeño con una máquina de escribir y un aparato de televisión encendido pero sin sonido. Estaban retransmitiendo un partido de baseball; las fotos de las paredes no eran de Batista, sino de jugadores como Antonio Castaño y Guillermo Miranda, alias Willie. En el escritorio no había gran cosa: un paquete de Trend, una grabadora, un par de vasos altos con la bandera estadounidense repujada por fuera y una revista con una foto de Ana Gloria Varona, la bailarina de mambo, en la portada.
Quevedo me indicó que me sentara ante el escritorio y, cruzando los brazos, se sentó él en el borde de la mesa y se quedó mirándome desde lo alto como a un estudiante que había ido a consultar un problema.
– Naturalmente, sé quién es usted -dijo-. Creo que estoy en lo cierto si afirmo que el infortunado homicidio del señor Reles ha quedado satisfactoriamente aclarado.
– Sí, así es.
– ¿Y viene usted en nombre del señor Lansky o en el suyo propio?
– En el mío. Sé que está usted muy ocupado, teniente, conque voy a ir al grano. Tiene usted prisionero aquí a un hombre llamado Alfredo López. ¿No es verdad?
– Sí.
– Tenía esperanzas de convencerlo a usted de que lo dejase en libertad. Sus amigos me han asegurado que no tiene nada que ver con Arango.
– ¿Y qué interés exactamente tiene usted en López?
– Es abogado, como bien sabrá, y me hizo un buen servicio como profesional, nada más. Esperaba poder devolvérselo.
– Muy encomiable. Hasta los abogados necesitan representante.
– Ha hablado usted de democracia y libertad de expresión. Mi opinión es muy parecida a la suya, teniente, por eso estoy aquí, para evitar una injusticia. Le aseguro que no soy partidario del doctor Castro y sus rebeldes.
Quevedo asintió.
– Castro es criminal por naturaleza. Algunos periódicos lo comparan con Robin Hood, pero yo lo veo así. Es un hombre muy despiadado y peligroso, como todos los comunistas. Seguramente sea comunista desde 1948, cuando todavía estudiaba, pero en el fondo es mucho peor que ellos. Es comunista y autócrata por naturaleza. Es estalinista.
– Seguro que opino lo mismo, teniente. No tengo el menor deseo de ver hundirse a este país bajo el comunismo. Desprecio a todos los comunistas.
– Me alegra oírlo.
– Como le he dicho, lo único que quisiera es poder hacer un favor a López.
– Como un ojo por ojo, por así decir.
– Puede.
Quevedo sonrió.
– Vaya, ahora me ha intrigado. -Cogió el paquete de Trend y encendió un purito. Fumar puros tan diminutos casi parecía antipatriótico-. Siga, por favor.
– Según he leído en la prensa, los rebeldes que asaltaron el cuartel de Moncada estaban muy mal armados: pistolas, unos pocos rifles M1, una Thompson y un Springfield de cerrojo.
– Correcto. Dirigimos nuestros mayores esfuerzos a evitar que el ex presidente Prío pase armas a los rebeldes. Hasta el momento lo hemos conseguido. En estos dos últimos años nos hemos incautado de armas por un valor de más de un millón de dólares.
– ¿Y si le dijera dónde está escondido un alijo muy completo, desde granadas hasta una ametralladora con cargador de cinturón?
– Diría que, como huésped de mi país, tiene el deber de decírmelo. -Chupó un momento el purito-. Después añadiría que, una vez encontrado el alijo, conseguiría la inmediata puesta en libertad de su amigo. Pero ¿puedo preguntarle cómo es que sabe usted de la existencia de esas armas?
– No hace mucho, iba yo en mi coche por El Calvario. Era tarde, la carretera estaba oscura, creo que había bebido más de la cuenta y, desde luego, iba muy deprisa. Perdí el control del coche y me salí del firme. Al principio creí que había pinchado o que se había roto un eje y salí a mirar con una linterna. Lo que había pasado es que las ruedas habían machacado un montón de porquería y habían roto unos tablones de madera que tapaban algo bajo tierra. Levanté una plancha, alumbré con la linterna y vi una caja de FHG Mark 2 y una Browning M19. Seguro que había mucho más, pero me dio la impresión de que no era conveniente quedarse allí más tiempo. Entonces, tapé los tablones con tierra y dejé unas piedras señalando el lugar exacto, para poder localizarlo. El caso es que anoche fui a ver si las piedras seguían en su sitio y, efectivamente, allí estaban, por lo que deduzco que el alijo sigue intacto.
– ¿Por qué no informó en su momento?
– Tuve la intención, teniente, no lo dude, pero cuando llegué a casa me pareció que, si informaba a las autoridades, alguien podía pensar que tendría mucho más que decir de lo que le he dicho a usted y, la verdad, me faltó valor.
Quevedo se encogió de hombros.
– Parece que ahora no le ha faltado.
– No lo crea. El estómago me está dando más vueltas que una lavadora, pero, como le he dicho, debo un favor a López.
– Es afortunado por tener un amigo como usted.
– Eso debe decirlo él.
– Cierto.
– Bien, ¿hay trato?
– ¿Nos lleva usted al escondite?
Asentí.
– Entonces, sí, cerremos el trato, pero, ¿cómo vamos a hacerlo? -Se levantó y dio unas vueltas pensativamente por el despacho-. Veamos. Ya sé. López viene con nosotros y, si las armas están donde dice usted, puede llevárselo consigo. Así de fácil. ¿Está de acuerdo?
– Sí.
– Bien. Necesito un poco de tiempo para organizarlo todo. ¿Por qué no me espera aquí viendo la televisión, mientras voy a disponer las cosas? ¿Le gusta el baseball?
– No particularmente. No le veo relación conmigo. La vida real no da terceras oportunidades.
Quevedo sacudió la cabeza.
– Es un juego de policías. Lo he pensado bastante, créame. Verá, cuando le das a algo con un bate, todo cambia -dijo y salió.
Cogí la revista de la mesa y me familiaricé un poco más con Ana Gloria Varona. Era una granada pequeña, tenía un trasero como para cascar nueces y un pecho grande que pedía a gritos un jersey de talla infantil. Cuando terminé de admirarla me puse a ver el partido, pero pensé que era uno de esos curiosos deportes en los que la historia es más importante que el juego mismo. Al cabo de un rato cerré los ojos, cosa difícil en una comisaría de policía.
Quevedo volvió al cabo de veinte minutos, solo y con una cartera. Levantó las cejas y me miró con expectación.
– ¿Nos vamos?
Bajé detrás de él.
Alfredo López se encontraba en el vestíbulo entre dos soldados, pero apenas se tenía en pie. Estaba sucio y sin afeitar y tenía los ojos morados, pero eso no era lo peor. Llevaba vendajes recientes en ambas manos, con lo que las esposas que le ataban las muñecas parecían estar de sobra. Al verme, intentó sonreír, pero debió de costarle tal esfuerzo que casi perdió el conocimiento. Los soldados lo sujetaron por los codos como al acusado de un juicio de farsa.
Iba a preguntar a Quevedo qué le había pasado en las manos, pero cambié de opinión, preocupado por no hacer ni decir nada que pudiera impedirme conseguir lo que me había propuesto. Sin embargo, no cabía duda de que a López lo habían torturado.
Quevedo seguía de buen humor.
– ¿Tiene coche?
– Un Chevrolet Styline gris -dije-. Lo he aparcado un poco más allá de la comisaría. Voy a buscarlo, vuelvo y me siguen ustedes.
Quevedo parecía satisfecho.
– Excelente. ¿A El Calvario, dice usted?
Asentí.
– Tal como está el tráfico en La Habana, si nos separamos, volvemos a reunirnos en la oficina de correos de allí.
– Muy bien.
– Otra cosa -la sonrisa se le tornó gélida-. Si esto es una trampa, si es un engaño para hacerme salir al descubierto y asesinarme…
– No es una trampa -dije.
– El primer tiro será para este amigo nuestro. -Se palpó la funda del cinturón con un gesto muy elocuente-. Sea como fuere, si las armas no están donde dice, los mataré a los dos.
– Las armas están, descuide -dije-, y no va a asesinarlo nadie, teniente. A los que son como usted y como yo no los asesinan nunca, se los cargan, simplemente. En este mundo, a quienes se asesina es a los Batista, a los Truman y a los reyes Abdullah, conque no se preocupe. Tranquilícese. Hoy es su día de suerte. Está a punto de hacer una cosa que le valdrá los galones de capitán. A lo mejor le conviene estirar la suerte y comprar lotería o un número de la bolita. En tal caso, a lo mejor nos conviene comprarlo a los dos.
Seguramente, lo mismo me daría comprarlo que no.
Con un ojo en el retrovisor y en el coche del ejército que iba detrás de mí, me dirigí hacia el este por el túnel nuevo que pasaba por debajo del río Almendares y después, hacia el sur por Santa Catalina y Víbora. A lo largo de toda la divisoria del boulevard, los jardineros municipales recortaban los setos dándoles forma de campana, aunque ninguna me alarmó. Seguía pensando que me saldría con la mía en ese trato que había hecho con el diablo. Al fin y al cabo, no era la primera vez, y los había hecho con muchos diablos peores que el teniente Quevedo. Por ejemplo, Heydrich o Goering. No los había peores que ésos. Aun así, por muy listos que nos creamos, siempre hay que estar preparado para lo inesperado. Y creía que yo lo estaba para todo… salvo para lo que pasó.
Subió un poco la temperatura con respecto a la costa norte. Casi todas las casas de esa parte eran de gente adinerada. Se daba uno cuenta enseguida, por lo grandes que eran las verjas y las viviendas. Se sabía lo rico que era un hombre por la altura de los blancos muros y la cantidad de verjas negras de hierro que los jalonaban. Una colección imponente de verjas era un anuncio de reservas de riqueza listas para la confiscación y la redistribución. Si alguna vez llegaban los comunistas a hacerse con La Habana, no tendrían que molestarse mucho en localizar a la gente idónea para robarle el dinero. Para ser comunista no hacía falta ser inteligente, al menos si los ricos se lo ponían tan fácil.
Cuando llegué a Mantilla, giré hacia el sur en Managua, un barrio más pobre y deprimido, y seguí la carretera hasta salir a la autovía principal en dirección oeste, hacia Santa María del Rosario. Se notaba que el vecindario era más pobre y deprimido porque niños y cabras deambulaban libremente por los márgenes de la carretera y se veían hombres con machetes, la herramienta de trabajo en las plantaciones de alrededor.
Cuando vi la pista de tenis abandonada y la villa ruinosa con la verja oxidada, agarré el volante con fuerza y pasé el bache para salir de la carretera y meterme entre los árboles. Al echar el freno, el coche corcoveó como un toro de rodeo y levantó más polvo que un éxodo de Egipto. Apagué el motor y me quedé sentado sin hacer nada, con las manos detrás de la cabeza, por si el teniente se ponía nervioso. No quería que me pegase un tiro por meter la mano en el bolsillo para sacar el humidificador.
El coche militar paró detrás de mí, salieron dos soldados y Quevedo detrás. López se quedó en el asiento trasero. No iba a ninguna parte, salvo al hospital, quizá. Me asomé por la ventanilla, cerré los ojos y, poniendo la cara un momento al sol, me quedé escuchando el ruido del motor al enfriarse. Cuando los volví a abrir, los dos soldados habían sacado unas palas del maletero del coche y esperaban instrucciones. Señalé enfrente de donde estábamos.
– ¿Veis esas tres piedras blancas? -dije-. Cavad en el centro.
Cerré los ojos un momento otra vez, pero ahora, para rogar que todo saliera como había planeado.
Quevedo se acercó al Chevrolet con la cartera en la mano. Abrió la puerta del copiloto y se sentó a mi lado. Después, abrió la ventanilla, pero no fue suficiente para ahorrarme el intenso olor a colonia que desprendía. Nos quedamos un momento viendo cavar a los soldados, sin decir una palabra.
– ¿Le importa que encienda la radio? -dije, disponiéndome a tocar el botón.
– Creo que tendrá bastante con mi conversación, para distraerse -dijo amenazadoramente. Se quitó la gorra y se frotó la cabeza de cepillo que tenía. Hacía un ruido como de limpiar zapatos. Luego sonrió con sentido del humor, pero no me hizo ninguna gracia-. ¿Le había dicho que hice un curso con la CIA en Miami?
Ambos sabíamos que, en realidad, no era una pregunta. Pocas preguntas suyas lo eran de verdad. Casi siempre las hacía para inquietar o ya sabía la respuesta.
– Pues sí; estuve seis meses, el verano pasado. ¿Conoce Miami? Probablemente sea el sitio menos atractivo que se pueda conocer. Es como La Habana, pero sin gente. De todos modos eso no viene al caso. Ahora que he vuelto aquí, una de mis funciones consiste en hacer de enlace con el jefe de la sede de la Agencia en La Habana. Como seguramente se imagina, lo que domina la política exterior de los Estados Unidos es el temor al comunismo. Un temor comprensible, añado, teniendo en cuenta las simpatías políticas de López y sus amigos de la isla de Pinos. Por ese motivo, la Agencia tiene intención de ayudarnos a poner en marcha el año que viene una nueva sede de inteligencia anticomunista.
– Lo que más falta le hace a Cuba -dije-, más policía secreta. Dígame, ¿en qué se diferenciará la sede nueva de la antigua?
– Buena pregunta. Pues, para empezar, los Estados Unidos nos darán más dinero, por supuesto, mucho más. Eso siempre es un buen comienzo. La CIA se encargará directamente de preparar y equipar al personal, así como de organizar y distribuir el trabajo de identificación y represión de actividades comunistas exclusivamente, al contrario que el SIM, cuyo fin es la eliminación de toda forma de oposición política.
– Es la democracia de la que me hablaba antes, ¿no?
– No; comete un gran error si se toma el asunto con ese sarcasmo -insistió-. La nueva sede estará bajo el mando directo de la mayor democracia del mundo. Eso significa algo, digo yo. Y, por supuesto, no hace falta decir que el comunismo internacional no se distingue por su tolerancia para con la oposición. Hasta cierto punto, hay que combatirlo con las mismas armas. Tenía la impresión de que usted, más que nadie, lo entendería y sabría darle el valor que tiene, señor Hausner.
– Teniente, le he dicho con toda sinceridad que no tengo el menor deseo de ver a este país teñido de rojo, pero nada más. No soy el senador Joseph McCarthy, sino Carlos Hausner.
La sonrisa de Quevedo se ensanchó. Supongo que, en una fiesta infantil, habría imitado muy bien a una serpiente, siempre y cuando dejaran a algún niño acercarse a un hombre como él.
– Sí, hablemos de eso, ¿de acuerdo? De su nombre, quiero decir. Tan cierto es que se llama usted Carlos Hausner como que es ciudadano argentino o lo ha sido alguna vez, ¿verdad?
Empecé a hablar, pero Quevedo cerró los ojos como si no quisiera oír la menor contradicción y dio unas palmaditas a la cartera que reposaba en su regazo.
– No, no se moleste. Sé unas cuantas cosas sobre usted. Está todo aquí. Tengo una copia de su ficha de la CIA, Gunther. Como ve, el nuevo espíritu de colaboración con los Estados Unidos no es exclusivo de Cuba. Argentina también lo tiene. A la CIA le interesa tanto evitar el crecimiento del comunismo en ese país como en el nuestro. También hay rebeldes en Argentina, igual que aquí. Sin ir más lejos, el año pasado los comunistas pusieron dos bombas en la plaza principal de Buenos Aires y mataron a siete personas. Pero me estoy adelantando.
»Cuando Meyer Lansky me habló de su experiencia en la inteligencia alemana, de su lucha contra el comunismo durante la guerra, confieso que me fascinó y me propuse averiguar más cosas. Pensé egoístamente que tal vez pudiera serme útil en nuestra guerra contra el comunismo. Entonces, me puse en contacto con el jefe de la Agencia y le pedí que hablase con su homólogo en Buenos Aires, a ver si podía contarnos algo sobre usted. Nos contaron muchas cosas. Al parecer, su verdadero nombre es Bernhard Gunther y nació en Berlín. Allí fue policía en primer lugar, después hizo algo en las SS y, por último, estuvo también en el servicio alemán de inteligencia militar, el Abwehr. La CIA contrastó sus datos con los del Registro Central de Criminales de Guerra y Sospechosos de Seguridad, el CROWCASS, y con el Centro de Documentación de Berlín. Aunque no lo buscan por crímenes de guerra, parece ser que la policía de Viena lo tiene en busca y captura por la muerte de dos desgraciadas mujeres.
No tenía objeto negarlo, aunque yo no había matado a nadie en Viena, pero pensé que podía darle una explicación acorde con sus ideas políticas.
– Después de la guerra -dije-, por mi experiencia en la lucha contra los rusos, me destinaron al contraespionaje estadounidense: primero, en el CIC 970 alemán, después, en el 430 austriaco. Como sin duda sabrá, el CIC fue precursor de la CIA. El caso es que me utilizaron para descubrir a un traidor de su organización, un tal John Belinsky, quien resultó ser agente de la MVD rusa. Eso fue en septiembre de 1947. Lo de las dos mujeres fue mucho más tarde, en 1949. A una la maté porque era la mujer de un infame criminal de guerra, la otra era agente rusa. Probablemente, ahora los Estados Unidos lo negarán, pero fueron ellos quienes me sacaron de Austria. Cuando las ratas abandonaban el barco, ayudaron a huir a algunos nazis. Me proporcionaron un pasaporte de la Cruz Roja a nombre de Carlos Hausner y me metieron en un barco con rumbo a Argentina, donde trabajé una temporada con la policía secreta, la SIDE. Ahí estuve hasta que el trabajo que me habían encomendado se volvió problemático para el gobierno y me convertí en persona non grata. Me despacharon con un pasaporte argentino y algunos visados y así llegué aquí. Desde entonces, he procurado mantenerme al margen de cualquier complicación.
– Ha tenido una vida interesante, no cabe duda.
Asentí.
– Eso pensaba Confucio -dije.
– ¿Qué dice?
– Nada. Vivo tranquilamente aquí desde 1950, pero hace poco tropecé con un antiguo conocido, Max Reles, quien me ofreció trabajo, porque sabía que había trabajado en la brigada criminal de Berlín. Iba a aceptarlo, pero entonces lo mataron. Entre tanto, Lansky también llegó a conocer parte de mi historial y, cuando mataron a Max, me pidió que hiciese el trabajo de la policía de la ciudad. Como usted comprenderá, a Meyer Lansky no se le puede negar nada, al menos en La Habana. Y aquí estamos ahora, pero la verdad es que no sé en qué puedo ayudarlo a usted, teniente Quevedo.
Uno de los soldados que cavaban delante de nosotros dio una voz. El hombre tiró la pala, se arrodilló un momento, se asomó al agujero, volvió a ponerse de pie y nos hizo una señal: había encontrado lo que buscábamos.
– Es decir, aparte de la ayuda que acabo de prestarle con ese alijo de armas.
– Cosa que le agradezco enormemente, como pronto le demostraré a su entera satisfacción, señor Gunther. Puedo llamarlo así, ¿verdad? Al fin y al cabo, es su verdadero apellido. No, lo que quiero es otra cosa, otra cosa muy distinta y más duradera. Con su permiso, me explico: tengo entendido que Lansky le ha ofrecido trabajo en su empresa. No, eso no es exacto, no lo tengo entendido. La verdad es que la idea se la di yo… la de ofrecerle trabajo.
– Gracias.
– No hay de qué. Supongo que pagará bien. Lansky es generoso. Para él, es una buena inversión, sencillamente. Tanto pagas, tanto recibes. Es un jugador, desde luego, y como a la mayoría de los jugadores inteligentes, le desagrada la incertidumbre. Si no está completamente seguro de una cosa, hace lo que más se le acerque para limitar los riesgos de la apuesta. Y ahí es donde entra usted, porque, verá, si Lansky intenta limitar los riesgos de la apuesta por Batista ofreciendo respaldo económico a los rojos, a mis jefes les gustaría saberlo al momento.
– ¿Quiere que lo espíe? ¿Es eso?
– Exactamente. ¿Hasta qué punto puede ser una misión difícil para un hombre como usted? Al fin y al cabo, Lansky es judío. Espiar a los judíos debería ser algo innato en un alemán.
Me pareció que no valía la pena discutir esa cuestión.
– ¿A cambio de qué?
– A cambio de no deportarlo a usted a Austria y ahorrarle las consecuencias de esas dos denuncias por homicidio. Además, se queda con toda la pasta que le pague Lansky.
– Sepa que tenía intención de hacer un breve viaje a Alemania por cuestiones familiares.
– Me temo que ahora no será posible. Porque, en realidad, si se marcha, ¿qué garantía tendríamos de que volvería? Y perderíamos una gran ocasión de espiar a Lansky. A propósito, por su propia seguridad, es mejor que no informe de esta conversación a su nuevo jefe. Cuando ese hombre sospecha de la lealtad de alguien, tiene la horrible costumbre de liquidarlo. Por ejemplo, el señor Waxman. Casi seguro que lo mandó matar Lansky. Creo que con usted haría lo mismo. Es de los que aplican a rajatabla el principio de «más vale prevenir que por descuido llorar». No se le puede reprochar. A fin de cuentas, ha invertido millones en La Habana; tenga por seguro que no va a consentir que se le interponga nada. Ni usted, ni yo ni el mismísimo presidente. Lo único que le interesa es seguir ganando dinero y ni a él ni a sus amigos les importa el régimen del país, mientras puedan seguir con lo suyo.
– Eso es una fantasía -insistí-. No creo que Lansky vaya a apoyar a los comunistas.
– ¿Por qué no? -Quevedo se encogió de hombros-. ¡Qué estupidez, Gunther! Pero usted no es estúpido. Mire lo que le digo, quizá le interese saber que, según la CIA, en las últimas elecciones presidenciales de los Estados Unidos, Lansky hizo una aportación muy generosa tanto a los republicanos, que ganaron, como a los demócratas, que perdieron. De esa forma, ganara quien ganase, tendrían algo que agradecerle. A eso voy, ¿entiende? La influencia política no tiene precio y Lansky lo sabe más que de sobra. Como le he dicho, es un buen negocio, ni más ni menos. Yo en su lugar haría lo mismo. Por otra parte, sé que Max Reles pasaba dinero en secreto a las familias de algunos rebeldes de Moncada. ¿Cómo lo sé? Me lo dijo López voluntariamente.
Eché un vistazo al otro coche. López dormía en el asiento de atrás. Aunque, claro, a lo mejor no estaba dormido en absoluto. Le daba el sol de pleno en la cara sin afeitar. Parecía Jesucristo muerto.
– Voluntariamente. ¿Le parece que me lo puedo creer?
– La verdad es que no podía hacerle callar, no paraba de contarme cosas, porque, claro, ya le había arrancado todas las uñas.
– Qué cabrón.
– ¡Vamos, hombre! Es mi trabajo. Y tal vez también fue el suyo, hace mucho tiempo. En las SS, ¿quién sabe? Apuesto a que usted no. Estoy seguro de que, ahondando un poco más, encontraríamos algunos trapos sucios en su historial, mi querido amigo nazi. Aunque a mí eso no me interesa. Lo que me gustaría saber ahora es si Lansky sabía que Reles daba ese dinero, pero sobre todo, si también lo ha hecho él alguna vez.
– Está loco -dije-. A Castro le han echado quince años. Con él entre rejas, la revolución es un león desdentado. Y, ya que hablamos de ello, yo también.
– Se equivoca en ambos casos. Respecto a Castro, quiero decir. Tiene muchos amigos, amigos poderosos, en la policía, en el sistema judicial e incluso en el gobierno. Sé que no me cree, pero, ¿sabía que el oficial que detuvo a Castro después del asalto a Moncada también le salvó la vida? ¿Y que el tribunal que lo juzgó en Santiago le permitió dar un discurso de dos horas en defensa propia? ¿Y que Ramón Hermida, nuestro actual ministro de Justicia, hizo posible que, en vez de aislarlo de los demás prisioneros, como recomendó el ejército, los mandasen a todos juntos a la isla de Pinos y que les permiten tener libros y material de escribir? Y Hermida no es el único amigo con quien cuenta ese criminal en el gobierno. Ya hay unos cuantos en el Senado y en la Cámara de Diputados que hablan de amnistía. Tellaheche, Rodríguez, Agüero… ¡Amnistía, qué le parece! Prácticamente en cualquier otro país habrían condenado a muerte a un hombre como él. Y se lo merecía. Con toda sinceridad le digo, amigo mío, que me asombraría que Castro cumpliese más de cinco años en la cárcel. Sí, es un tipo con suerte, pero, para ser tan afortunado como él, hace falta mucho más que ser un tipo con suerte. Se necesitan amigos. Eso no es el mismo perro con otro collar. El día en que suelten a Castro empezará la revolución en serio. Aunque, al menos, tengo la esperanza de evitarlo.
Encendió un purito.
– ¿Qué? ¿No tiene nada que decir? Pensaba que me iba a costar más convencerlo, que tendría que demostrarle con pruebas documentales todo lo que sé sobre su verdadera identidad. Ahora compruebo que no necesitaba traerme la cartera.
– Sé quién soy, teniente. No necesito que me lo demuestre nadie. Ni siquiera usted.
– Anímese. Piense que no espiará por nada y que hay sitios peores que La Habana, sobre todo para un hombre como usted, que vive tan bien. Sin embargo, ahora está en mis manos. ¿Queda claro? Lansky pensará que lo tiene en las suyas, pero usted me informará una vez a la semana. Buscaremos un sitio agradable y tranquilo donde reunirnos. Casa Marina, quizá. A usted le gusta, lo sé. Podemos elegir una habitación en la que no nos molesten y todo el mundo creerá que estamos pasando el rato con alguna putilla complaciente. Sí, tendrá que ponerse a bailar cuando se lo mande y gritar cuando se lo diga. Y, tal vez, cuando se haga viejo y canoso (es decir, más viejo y canoso que ahora), dejaré que se vaya a rastras a su casita de nazi mierdoso. Sin embargo, óigame bien, hágame enfadar una vez, una sola vez, y le prometo que subirá con la soga al cuello al primer avión que salga para Viena, que es lo que probablemente se merezca.
Lo escuché todo sin decir una palabra. Me había dejado helado, colgado boca abajo para hacerme una foto, como un pez espada en el espigón del Barlovento. Un pez espada que ya se iba a casa cuando lo sacaron del agua con una caña y un carrete. No había podido ni defenderme. Sin embargo, lo deseaba. Eso y más. Deseaba matar a Quevedo con todo mi ser, asesinarlo incluso… Sí, me haría más que feliz darle una muerte digna de una ópera, siempre y cuando pudiese apretar el gatillo contra ese cabrón presumido y su sonrisa de cabrón presumido.
Miré hacia el coche del ejército y vi a López, que se había recuperado un poco y me miraba fijamente, puede que preguntándose qué clase de trato rastrero habría hecho para salvar su piojoso pellejo. O tal vez miraba a Quevedo. Era fácil que López albergase esperanzas de apretar el gatillo contra el teniente. En cuanto le crecieran uñas nuevas. Tenía más derecho que yo. Yo acababa de empezar a odiar al joven teniente. En eso, López me llevaba mucha ventaja.
López volvió a cerrar los ojos y apoyó la cabeza en el asiento. Los dos soldados estaban sacando una caja del agujero del suelo. Era hora de largarnos, si nos lo permitían. Quevedo era capaz de romper un trato sólo porque podía y yo no habría tenido forma de impedírselo, desde luego. Sabía desde el primer momento que existía esa posibilidad y calculé que valía la pena arriesgarse. Al fin y al cabo, el alijo de armas no era mío. Lo que no me había imaginado era que Quevedo me convirtiese en una marioneta suya. Ya me odiaba a mí mismo. Más de lo habitual.
Me mordí el labio y dije:
– Muy bien. He cumplido mi parte del trato. De este trato. Las armas a cambio de López. ¿Qué me dice? ¿Va a soltarlo, tal como habíamos quedado? Seré su espía rastrero de bolsillo, Quevedo, pero sólo si cumple ahora su parte del trato. ¿Me ha oído? Cumpla su palabra o mándeme a Viena y así se pudra.
– Un discurso muy valiente -dijo-. Tiene usted mi admiración. Sí, de verdad. Un día, cuando no tenga las emociones tan a flor de piel con todo esto, podrá contarme cómo fue ser policía en la Alemania de Hitler. Estoy seguro de que me fascinará descubrir más cosas y entender lo que tuvo que ser. La historia me interesa mucho. Y, ¿quién sabe? A lo mejor descubrimos que tenemos algo en común.
Levantó el pulgar como si se le acabase de ocurrir algo.
– Dígame una cosa que de verdad no entiendo. ¿Por qué demonios ha querido dar la cara por un hombre como Alfredo López?
– Yo también me lo pregunto, créame.
Quevedo sonrió con incredulidad.
– No me lo trago ni por un momento. Hace un rato, cuando veníamos hacia aquí desde Marianao, le pregunté sobre usted. Me dijo que, sin contar hoy, sólo lo había visto tres veces en su vida. Dos en casa de Ernest Hemingway y una en su despacho. Y dijo que había sido usted quien le había hecho un favor, no al contrario. No se refería al de hoy, claro, sino a otro apuro del que le había sacado antes. No me contó de qué se trataba. Y, francamente, ya le he preguntado tantas cosas que no me apeteció insistir. Por otra parte, no le quedan más uñas que perder. -Sacudió la cabeza-. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué otra vez?
– No es asunto suyo, maldita sea, pero López me dio un motivo para volver a creer en mí mismo.
– ¿Qué motivo?
– Usted no lo entendería. Apenas lo entiendo yo… pero bastó para despertarme el deseo de seguir adelante con la esperanza de que mi vida podía tener algún sentido.
– Quizá no he juzgado bien a López. Lo considero un iluso imbécil, pero, tal como lo pone usted, parece un santo.
– Cada cual se redime como y cuando puede. A lo mejor, un día, cuando se encuentre como yo ahora, se acuerda de lo que he dicho.
Llevé a Alfredo López a Finca Vigía. Estaba en muy malas condiciones, pero yo no sabía dónde estaba el hospital más cercano y él, tampoco.
– Te debo la vida, Gunther -dijo-. Nunca podré agradecértelo bastante.
– Olvídalo. No me debes nada, pero te ruego que no me preguntes por qué. Ya he dado bastantes explicaciones sobre mí, por hoy. Ese cabrón de Quevedo tiene la irritante costumbre de hacer preguntas que uno no quiere contestar.
López sonrió.
– ¡A quién se lo vas a decir!
– Por supuesto. Disculpa. Lo mío no ha sido nada, en comparación con lo que has debido de pasar.
– No me vendría mal un cigarrillo.
Tenía un paquete de Lucky en la guantera. En el cruce con la carretera norte a San Francisco de Paula, me detuve y le puse uno en la boca.
– Fuego -le dije, al tiempo que encendía una cerilla.
Tomó unas caladas y me dio las gracias con un movimiento de cabeza.
– Permíteme. -Le saqué el cigarrillo de entre los labios-. Pero no te hagas ilusiones: no pienso acompañarte al cuarto de baño.
Volví a colocarle el cigarrillo en la boca y seguimos viaje.
Llegamos a la casa. La noche anterior había hecho mucho viento y en los escalones de la entrada había ramas y hojas de ceiba caídas. Un negro alto estaba recogiéndolas y cargándolas en una carretilla, pero lo mismo habría dado que las tirase al suelo como si le hubiesen mandado colocar una alfombra de palmas para recibir a López con todos los honores: trabajaba muy despacio, como si acabase de sacar dos premios en la bolita.
– ¿Quién es ése? -preguntó López.
– El jardinero -dije-. Aparqué al lado del Pontiac y apagué el motor.
– Sí, claro. Por un momento… -soltó un gruñido-. El anterior se suicidó, ¿sabes? Se tiró a un pozo y se ahogó.
– Claro, seguro que por eso se bebe tan poca agua en esta casa.
– Noreen cree que hay un fantasma.
– No, porque lo sería yo. -Miré a López y fruncí el ceño-. ¿Puedes subir los escalones?
– Creo que necesito un poco de ayuda.
– Deberías ir al hospital.
– Se lo dije a Quevedo muchas veces, pero ya no me hizo caso. Fue después de la manicura gratis.
Salí del coche y cerré de golpe: en esa casa equivalía a tirar de la campanilla. Fui hasta la otra portezuela y la abrí. López iba a necesitar esa clase de ayuda con mucha frecuencia, durante los próximos días, y estaba pensando en largarme enseguida y dejárselo todo a ella. Ya había puesto bastante de mi parte. Si López quería rascarse la nuca, que se la rascase Noreen.
Salió a la puerta en el momento en que López se apeaba del coche, mareado como un borracho que no hubiese bebido bastante. Estremeciéndose, se apoyó un momento en la jamba de la ventana con la parte interior de las muñecas y después con la espalda; sonrió a Noreen, que bajaba los peldaños rápidamente. López abrió la boca y el cigarrillo que no había terminado de fumar se le cayó en la pechera de la camisa. Se lo quité, ¡como si la camisa importara, en realidad! Seguro que no iba a volver a ponérsela para ir al despacho. Esa temporada no se llevaba el algodón blanco manchado de sangre sobre sudor.
– Fredo -dijo ella con preocupación-, ¿te encuentras bien? ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado en las manos?
– Los polis esperaban a Horowitz en su fiesta de recaudación de fondos -dije.
López sonrió, pero a Noreen no le gustó.
– No le veo la gracia por ninguna parte, Bernie -dijo-, te lo digo en serio.
– Porque no lo has visto en directo, supongo. Oye, cuando termines de reñirme, este leguleyo amigo tuyo se merece que lo lleven al hospital. Lo habría llevado yo mismo, pero él ha preferido pasar primero por aquí, para que vieras lo bien que se encuentra. Seguro que para él eres más importante tú que volver a tocar el piano. Lo comprendo, naturalmente. A mí me pasa algo muy parecido.
Noreen oyó muy poco de lo que le dije. Sintonizó otra onda en el momento en que pronuncié la palabra «hospital». Dijo:
– Hay uno en Cotorro. Lo llevo yo en mi coche.
– Sube, que os llevo yo.
– No, tú ya has hecho bastante. ¿Fue muy difícil rescatarlo de la policía?
– Un poco más que meter una petición en el buzón de sugerencias, pero no lo tenía la policía, sino el ejército.
– Oye, ¿por qué no nos esperas en casa? Ponte cómodo, como si estuvieras en la tuya. Prepárate algo de beber, di a Ramón que te haga algo de comer, si quieres. No tardaré.
– En realidad debería largarme a toda prisa. Después de todo lo que ha pasado esta mañana, tengo una gran necesidad de renovar todas mis pólizas de seguros.
– Bernie, por favor. Quiero darte las gracias como es debido y hablar contigo de una cosa.
– De acuerdo, puedo encajarlo.
La vi alejarse con él, entré en la casa y tonteé con el carrito de las bebidas, pero no estaba de humor para hacerme el duro con el bourbon de Hemingway y me bebí un vaso de Old Forester en menos de lo que tardé en servírmelo. Con otro muy largo en la mano, di una vuelta por la casa y procuré no cebarme con la evidente semejanza que había entre mi situación y la de cualquiera de los trofeos de las paredes. El teniente Quevedo me había cazado igual que si me hubiese disparado con un rifle exprés. Ahora Alemania me parecía tan lejos como las nieves del Kilimanjaro o las verdes montañas africanas.
Había muchos baúles de viaje y maletas en una habitación; el estómago me dio un vuelco al pensar que tal vez Noreen fuera a marcharse de la isla, hasta que comprendí que, seguramente, estaba preparando la mudanza a su nueva casa de Marianao. Al cabo de un rato y de otra bebida, salí fuera y subí los cuatro pisos de la torre. No fue difícil. Había unas escaleras semicubiertas que subían hasta arriba por el exterior. En el primer piso había un cuarto de baño y en el segundo, unos cuantos gatos jugando a las cartas. En el tercero se guardaban todos los rifles, en vitrinas cerradas con llave y, según el estado de ánimo que tenía en ese momento, mejor no haber llevado ninguna llave encima. En el último piso había un escritorio pequeño y una librería grande llena de libros de temática militar. Me quedé allí un buen rato. Los gustos literarios de Hemingway me eran indiferentes, pero la vista desde allí era para no perdérsela. A Max Reles le habría encantado. El panorama lo llenaba todo desde cada una de las ventanas, abarcaba muchos kilómetros a la redonda. Hasta que la luz empezó a desaparecer. Y un poco más.
Cuando sólo quedaba una franja de color naranja por encima de los árboles, oí un coche y vi los faros del Pontiac y la cabeza del jefe indio subiendo por la entrada. Noreen bajó sola del coche. Cuando llegué abajo, ella ya había entrado en la casa y estaba preparándose una bebida con vermut Cinzano y agua tónica. Al oír mis pasos, dijo:
– ¿Te relleno el vaso?
– Me sirvo yo solo -dije, al tiempo que me acercaba al carrito.
Al llegar yo a su lado, se alejó. Oí el tintineo de los cubitos cuando se llevó el vaso a la boca y bebió el helado contenido.
– Lo han ingresado, está en observación -dijo.
– Buena idea.
– Esos cabrones hijos de puta le han arrancado todas las uñas.
En ausencia de López, que vería el lado gracioso, no pude seguir haciendo bromas sobre la cuestión. No quería que Noreen me sacase las uñas otra vez. Ya había tenido bastantes uñas, por ese día. Lo único que quería era sentarme en un sillón y que ella me acariciase la cabeza, aunque sólo fuera para recordarme que todavía la tenía sobre los hombros, no colgada en la pared de cualquiera.
– Lo sé. Me lo dijeron.
– ¿El ejército?
– Te aseguro que no fue la Cruz Roja la que se lo hizo.
Llevaba pantalones sueltos de color azul marino y una chaqueta rizada de punto. Los pantalones sueltos no le quedaban muy sueltos en la única parte que importaba y a la chaqueta parecía que le faltasen dos botoncitos de piel en la curva inferior de los senos. Llevaba en la mano un zafiro que parecía el hermano mayor de los que lucía en las orejas. Los zapatos eran marrones, de piel, como el cinturón y el bolso que había tirado a un sillón. Noreen siempre había tenido buen gusto para esas cosas. Sólo yo parecía desentonar con los demás complementos que llevaba. Estaba cohibida e incómoda.
– Gracias por lo que has hecho -dijo.
– No lo he hecho por ti.
– No. Me parece que sé por qué, pero, de todos modos, gracias. Te aseguro que es el mayor gesto de valentía que he conocido desde que estoy en Cuba.
– No me digas esas cosas, que ya me encuentro bastante mal.
Sacudió la cabeza.
– ¿Por qué? No te entiendo en absoluto.
– Porque parece que sea lo que no soy. Al contrario de lo que pensabas en otra época, encanto, nunca tuve madera de héroe. Si fuese siquiera un poco como me imaginas, no habría durado ni la mitad. Estaría muerto en cualquier campiña ucraniana u olvidado para siempre en un cochambroso campo de concentración ruso. Por no hablar de lo que pasó antes de todo eso, en la época relativamente más inocente en que la gente creía que los nazis eran el no va más de la maldad auténtica. Sólo por no complicarnos las cosas y conservar la vida, nos decimos que podemos dejar los principios de lado y hacer un pacto con el diablo, pero, si lo repetimos varias veces, al final se nos olvidan los principios que teníamos. Antes creía que podía mantenerme incólume, que podía vivir en un mundo horrible y podrido sin contagiarme. Sin embargo, he descubierto que no es posible, al menos, si quiero vivir un año más. Bien, aquí sigo. En honor a la verdad hay que decir que no he muerto porque soy tan malo como todos los demás. Estoy vivo porque han muerto otros, a algunos los maté yo. Eso no es valentía. No es más que eso. -Señalé la cabeza de antílope de la pared-. Él sabe a lo que me refiero, aunque tú no lo entiendas: es la ley de la selva. Matar o morir.
Noreen sacudió la cabeza.
– Tonterías -dijo-. No dices más que tonterías. Eso fue en la guerra, había que matar o morir. En eso consiste la guerra. Y fue hace diez años. Muchos hombres piensan lo mismo que tú de lo que hicieron en la guerra. Te tratas con demasiada dureza. -Me agarró y apoyó la cabeza en mi pecho-. No te permito que hables así de ti mismo, Bernie. Eres un hombre bueno. Lo sé.
Me miró. Quería que la besara. Me quedé donde estaba, mientras ella me abrazaba con fuerza. No me aparté ni la aparté, pero tampoco la besé, aunque no deseaba otra cosa. Lo que hice fue sonreír burlonamente.
– ¿Y Fredo?
– No hablemos de él ahora, por favor. He sido una estúpida, Bernie. Acabo de darme cuenta. Tenía que haber sido sincera contigo desde el primer momento. En realidad, no eres un homicida. -Vaciló. Tenía los ojos llenos de lágrimas-. ¿Verdad que no?
– Te amo, Noreen, a pesar de los años que han pasado. No lo supe hasta hace poco. Te amo, pero no puedo mentirte. Si de verdad te deseara, podría hacerlo, creo yo, podría mentirte, decirte cualquier cosa con tal de recuperarte, estoy seguro. Pero no es así. En este mundo, siempre tiene que haber alguien a quien se le pueda decir la verdad.
La agarré por los hombros y la miré directamente a los ojos.
– He leído tus libros, encanto. Sé la clase de persona que eres. Está clarísimo, entre las portadas, oculto bajo la superficie como un iceberg. Eres una persona honesta, Noreen. En cambio, yo no. Soy un homicida. Y no me refiero sólo a la guerra. Sin ir más lejos, la semana pasada maté a una persona y te aseguro que no fue cuestión de matar o morir. Lo maté porque se lo merecía y porque temía lo que pudiese hacer, pero sobre todo, lo maté porque lo deseaba.
»A Max Reles no lo mató Dinah, encanto, ni siquiera sus amigos mafiosos del casino. Fui yo. Yo lo maté. Me cargué a Max Reles a tiros.
– Como sabes, Reles me ofreció un empleo en el Saratoga y lo acepté, pero sólo con la intención de encontrar el momento de cargármelo. Lo difícil era cómo hacerlo. Max estaba muy protegido. Vivía en el Saratoga, en un ático en el que sólo se podía entrar mediante un ascensor que funcionaba con una llave. Waxey, su guardaespaldas, vigilaba las puertas de ese ascensor día y noche y cacheaba a todo el que debía entrar en el ático.
»Sin embargo, supe cómo hacerlo tan pronto como vi el revólver que tu amigo Hemingway te había regalado. El Nagant. Había visto esa arma muchas veces durante la guerra. Era la auxiliar reglamentaria de los oficiales del ejército y la policía rusos y, además, tenía una modificación importante: un silenciador Bramit. También la preferían los servicios especiales rusos. Entre enero de 1942 y febrero de 1944 trabajé en el centro de investigación de crímenes de guerra de las Wehrmacht, tanto en casos de atrocidades cometidas por los aliados como por los alemanes. Uno de los crímenes que investigamos fue el de la masacre del bosque de Katyn. Eso fue en abril de 1943, cuando un oficial de inteligencia del ejército encontró una fosa común con cuatro mil cadáveres de polacos a unos veinte kilómetros al oeste de Smolensk. Eran todos oficiales del ejército polaco. Los habían ejecutado uno a uno los escuadrones de la muerte de la NKVD, de un solo tiro en la nuca. Los mataron con la misma clase de revólver: el Nagant.
»Los rusos actuaban metódica y tortuosamente. Son así en todo. Lo siento, pero es la verdad. Habría sido imposible ejecutar a cuatro mil hombres a menos que, previamente, se tomaran ciertas precauciones para que no lo oyeran los que todavía habían de morir. De otro modo, se habrían amotinado y habrían acabado con sus carceleros. Los mataban por la noche, en celdas sin ventanas e insonorizadas con colchones, con revólveres Nagant provistos de silenciador. Durante la investigación, llegó a mis manos uno de esos silenciadores y tuve la oportunidad de ver cómo era y de probarlo con un arma. Por eso, en cuanto vi tu revólver, supe que podía fabricar uno en el taller metálico que tengo en casa.
»El siguiente problema fue: ¿cómo iba a entrar en el ático con el revólver? Dio la casualidad de que Max me había regalado una cosa: un juego de backgammon hecho de encargo, con forma de maletín, en el que estaban las fichas, los dados y los cubiletes. Sin embargo, quedaba sitio para un revólver y su silenciador nuevo. Me pareció que, seguramente, Waxey no lo abriría, sobre todo porque tenía dos cerraduras con combinación.
»Max me había dicho que solía jugar a las cartas una vez a la semana con algunos hampones de la ciudad. También me dijo que la partida siempre acababa a las once y media, exactamente quince minutos antes de retirase él a su despacho a llamar al presidente, que es dueño de una parte del Saratoga. Me invitó a ir y, cuando fui, llevé conmigo el maletín, cargado con el revólver y su silenciador, y lo dejé en la azotea de la piscina. Cuando salí del ático a las once y media, al mismo tiempo que los demás, bajé de nuevo al casino y esperé unos minutos. Era el Año Nuevo Chino, la noche de los fuegos artificiales en el Barrio Chino. Hacen un ruido ensordecedor, desde luego, sobre todo en el tejado del Saratoga.
»El caso es que, con lo de los fuegos, me imaginé que Reles no hablaría mucho rato con el presidente y, en cuanto conseguí que el director del casino me viese abajo, después de haber estado en el ático la primera vez, volví al octavo piso, que era lo máximo que podía acercarme sin la llave del ascensor, naturalmente.
»Da la casualidad de que, en la esquina del edificio, están arreglando el anuncio de neón del Saratoga, es decir, que había unos andamios por los que se podía trepar del octavo a la azotea del ático. Al menos, alguien que no tuviese vértigo o que estuviera dispuesto a matar a Max Reles casi a cualquier precio. Fue una escalada de consideración, te lo aseguro. Necesité las dos manos. De haber llevado el revólver en la mano o en el cinturón, no lo habría conseguido. Por eso necesitaba dejarlo en la azotea de Max.
»Cuando llegué allí otra vez, Max todavía estaba al teléfono. Lo oía hablar con Batista, repasando los números con él. Al parecer, el presidente se toma muy en serio su treinta por ciento de interés en el Saratoga. Abrí el maletín, saqué el revólver, monté el silenciador y, con sigilo, me acerqué a la ventana, que estaba abierta. Es posible que en aquel momento me arrepintiese, pero de pronto me acordé de 1934, cuando lo vi matar a dos personas a sangre fría delante de mí cuando me tenía a bordo de un barco en el lago Tegel. Cuando eso sucedió, tú ya navegabas hacia los Estados Unidos, pero me amenazó con mandar a Abe, su hermano, a matarte en cuanto llegaras a Nueva York, si no cooperaba con él. Yo me había cubierto las espaldas, más o menos. Tenía pruebas de actos de corrupción que habrían acabado con él, pero me faltaban medios para impedir que su hermano te matase. A partir de ese momento, nos tuvimos en jaque el uno al otro, al menos hasta el final de las Olimpiadas, cuando volvió a los Estados Unidos. Pero, como dije antes, se lo había ganado a pulso y, en cuanto hubo colgado el teléfono, disparé. Bueno, no fue exactamente así. Me vio justo antes de que apretase el gatillo por primera vez. Creo que hasta sonrió.
»Disparé siete veces. Me asomé a la pequeña azotea y tiré el revólver a un cesto de toallas que había al lado de la piscina del octavo piso. Luego bajé como había subido. Tapé el arma con unas toallas y entré en un cuarto de baño a limpiarme. Cuando empezaron los fuegos artificiales yo ya estaba en el ascensor, bajando hacia el casino. La verdad es que, cuando hice el silenciador, se me habían olvidado por completo los fuegos artificiales; de lo contrario, es posible que no me hubiese molestado en fabricarlo. Sin embargo, de ese modo, los fuegos artificiales me sirvieron de coartada.
»Bien. Al día siguiente volví al Saratoga, como si todo siguiera tan normal en mi vida. Eso no podía evitarlo. Debía proceder con normalidad, pues, de lo contrario, levantaría sospechas. Y, aun así, el capitán López sospechó de mí desde el principio. Incluso puede que lo hubiera descubierto, pero conseguí convencer a Lansky de que el tirador podía no haber aprovechado el ruido de los fuegos artificiales, como parecía que pensaba todo el mundo. En eso, la policía me ayudó mucho. Ni siquiera se habían tomado la molestia de buscar el arma homicida. Saqué mis músculos de detective del hotel Adlon y dije que mirasen en las cestas de la lavandería. Poco después encontraron el arma.
»En cuanto los hampones vieron el silenciador en el revólver, empezaron a pensar que aquello era obra de un profesional… y que tenía que ver con sus negocios en La Habana… en vez de con un asunto que había empezado hacía veinte años. Y lo que es mejor, pude explicar que, gracias al silenciador, podían haber matado a Max a cualquier hora, no necesariamente durante los fuegos artificiales, como decía el capitán. Con eso se derrumbó su teoría de que el tirador era yo y quedé como Nero Wolfe. El caso es que me había librado de toda sospecha, pensé, aunque demasiado convincentemente, para mi gusto. A Meyer Lansky le gustó que superase al policía y, puesto que Max ya le había hablado de mi pasado en Homicidios en Berlín, se le ocurrió que, para evitar una guerra de la mafia en La Habana, la persona más indicada para llevar la investigación de la muerte de Max Reles era yo.
»Al principio me horrorizó, pero después empecé a vislumbrar la posibilidad de quedar completamente limpio. Sólo necesitaba encontrar un culpable a quien cargar el muerto sin que tuviese que morir nadie más. No tenía la menor idea de que pensaban liquidar a Waxey, el guardaespaldas de Max, a modo de póliza de seguros, por si acaso había tenido algo que ver realmente. Es decir, se podría decir que también lo maté yo. Eso fue una desgracia. De todos modos, tuve la suerte, mala para el sujeto, pero buena para mí, de que uno de los jefes del casino del Saratoga, un tal Irving Goldstein, hubiera tenido relaciones con un actor que actuaba de mujer en el club Palette y, cuando me enteré de que se había quitado la vida porque Max Reles había estado a punto de despedirlo por marica, me pareció que ni hecho de encargo para endosarle el muerto. Así, antes de anoche fui a registrar su apartamento con el capitán Sánchez, colé el dibujo técnico que había hecho yo del silenciador Bramit y procuré que lo encontrase Sánchez.
»Después, enseñé el dibujo a Lansky y le dije que era una prueba prima facie de que seguramente había sido Goldstein quien había matado a Max Reles. A Lansky también se lo pareció, porque así lo deseaba, porque cualquier otro resultado habría sido nefasto para los negocios. Y lo más importante: yo quedaba más que limpio. Bien, ya lo ves. Puedes tranquilizarte, no fue tu hija quien mató a Max Reles. Fui yo.
– No sé cómo pude sospechar de ella -dijo Noreen-. ¡Qué mala madre soy!
– Ni te lo plantees. -Sonreí irónicamente-. Por cierto, cuando tu hija vio el arma homicida en el ático, la reconoció inmediatamente y después me dijo que creía que a Max lo habías matado tú. Lo único que pude hacer para convencerla de su error fue decirle que en Cuba había muchos revólveres como el tuyo, aunque eso no es cierto. Al contrario, es la primera arma rusa que he visto en Cuba. Desde luego, podía haberle dicho la verdad, pero cuando me dijo que volvía a los Estados Unidos, me pareció inútil. Es decir, si se lo decía, tendría que haberle contado todo lo demás. Es decir, porque era lo que querías tú, ¿no? Que se marchase de La Habana y fuese a la universidad, ¿verdad?
– Y por eso lo mataste -dijo.
Asentí.
– Tenías razón. No podías permitir que se fuera con un hombre como ése. Iba a llevarla a un fumadero de opio y Dios sabe qué más. Lo maté porque podría haberse convertido en cualquier cosa, si se hubiera casado con él.
– Y por lo que te dijo Fredo cuando fuiste a su despacho del edificio Bacardi.
– ¿Te lo contó?
– De camino al hospital. Por eso lo ayudaste, ¿verdad? Porque te dijo que Dinah es hija tuya.
– Estaba esperando oírtelo decir a ti, Noreen. Ahora que ya lo has hecho, puedo preguntártelo. ¿Es cierto?
– Es un poco tarde para preguntarlo, ¿no? En vista de lo que le ha pasado a Max.
– Lo mismo podría decirte yo a ti, Noreen. ¿Es cierto?
– Sí, es cierto. Lo siento. Tenía que habértelo dicho, pero entonces tendría que haber revelado a Dinah que Nick no era su padre, pero, hasta el día de su muerte, siempre se llevó mejor con él que conmigo. Me parecía que sería quitarle una cosa importante cuando más necesitaba yo influir en ella, ¿lo entiendes? No sé qué habría pasado, si se lo hubiese dicho. Cuando sucedió (es decir, cuando nació, en 1935), pensé en escribirte. Muchas veces, pero, cada vez que lo pensaba, veía lo bien que se portaba Nick con ella y, sencillamente, no podía. Él siempre creyó que Dinah era hija suya, pero esas cosas las sabemos muy bien las mujeres. Con el paso de los meses y los años, me pareció que la cosa iba perdiendo importancia. Después vino la guerra y, con ella, las ideas de hacerte saber que tenías una hija. No sabía a dónde escribirte. Cuando volví a verte en la librería, no podía creérmelo y, desde luego, pensé en decírtelo esa misma noche, pero hiciste un comentario de muy mal gusto y pensé que también tú podías ser una mala influencia de La Habana. Estabas tan amargado y cínico que casi no te reconocí.
– Sé lo que es. Últimamente, casi no me reconozco yo tampoco. O peor, reconozco a mi padre. Me miro al espejo y es él quien me mira con sorna y desprecio, porque no he comprendido que soy y siempre seré igual que él, si no él exactamente. Hiciste bien en no decirle que soy su padre. Max Reles no era el único hombre que no le convenía. Yo tampoco le convengo. Lo sé. No tengo intenciones de intentar verla y establecer alguna relación con ella. Ahora ya es tarde, me parece. Por lo tanto, de eso también puedes estar segura. Me basta con saber que tengo una hija y con haberla conocido. Todo gracias a Alfredo López.
– Como te he dicho, no he sabido que te lo había contado hasta hace un momento, cuando lo llevé al hospital. Se supone que los abogados no deben hablar con nadie de los asuntos de sus clientes, ¿verdad?
– Cuando le saqué las castañas del fuego con lo de los panfletos, le pareció que quedaba en deuda conmigo y que yo podía ser un padre cuya ayuda sirviese de algo. Al menos, eso fue lo que dijo.
– Y con razón. Me alegro de que te lo contase. -Me abrazó con más fuerza-. Y la has ayudado. Habría matado a Max con mis propias manos, si hubiera podido.
– Todos hacemos lo que podemos.
– Por eso fuiste al cuartel del SIM y los convenciste de que soltaran a Fredo, porque querías devolverle el favor.
– Lo que me dijo me dio un poco de esperanza, como si no hubiese desperdiciado la vida del todo.
– Pero, ¿cómo? ¿Cómo los convenciste de que lo soltaran?
– Hace un tiempo descubrí por casualidad el escondite de un alijo de armas en la carretera de Santa María del Rosario. Lo cambié por su vida.
– ¿Nada más?
– ¿Qué más puede haber?
– No sé cómo empezar a darte las gracias -dijo.
– Vuelve a escribir libros y yo volveré a jugar al backgammon y a fumar puros. Por lo que veo, te estás preparando para cambiarte de casa, a una tuya. Tengo entendido que Hemingway va a volver pronto.
– Sí, en junio. Tiene suerte de seguir con vida, con todo lo que le ha ocurrido. Quedó muy malherido en dos accidentes de avión seguidos. Después sufrió quemaduras graves en un incendio en la selva. Con todo eso, tendría que haber muerto. Incluso publicaron su esquela en algunos periódicos estadounidenses.
– Conque ha resucitado de entre los muertos. No todos podemos decir lo mismo.
Después me fui a mi coche y, al despuntar el alba, me pareció ver la silueta del jardinero muerto junto al pozo en el que se había ahogado. Quizá la casa estuviera encantada, después de todo. Y, si no, yo sí; lo sabía, y seguramente no dejaría de estarlo nunca. Algunos morimos en un día. A otros les cuesta mucho más. Años, incluso. Todos morimos, como Adán, eso es cierto, pero no todos los hombres vuelven a la vida, como Ernest Hemingway. Si los muertos no resucitan, ¿qué pasa con el espíritu del hombre? Y si resucitan, ¿con qué cuerpo volvemos a la vida? No tenía respuestas para eso. Nadie las tenía. Si los muertos resucitasen y fueran incorruptibles y yo pudiese cambiarme por otro en un abrir y cerrar de ojos, puede que, sólo por morir, valiera la pena dejarme matar o quitarme la vida.
Cuando llegué a La Habana, fui a Casa Marina y pasé la noche con un par de chicas complacientes. No me quitaron ni un gramo de soledad. Sólo me ayudaron a pasar el rato. El poco del que disponemos.