La familia Akande había llegado a Kingsmarkham hacía poco más de un año, y en cuanto ocuparon la casa en el número veintisiete de Ollerton Avenue, los propietarios y ocupantes de las dos casas vecinas pusieron las suyas a la venta. Aunque fue un insulto para Raymond y Laurette Akande y para sus hijos, desde un punto de vista práctico fue una suerte. La recesión estaba en el peor momento y las casas tardaron mucho en venderse, los precios de venta eran cada vez más bajos, pero los nuevos propietarios resultaron ser gente agradable, tan amables y liberales como el resto de los vecinos de Ollerton Avenue.
– Tome buena nota de mis palabras -manifestó Wexford-. Dije «amable», dije «liberal», no dije «no racista». En este país todos somos racistas.
– Venga ya -replicó el inspector Michael Burden-. Yo no lo soy. Usted tampoco.
Se encontraban en el comedor de Wexford, tomando un café, mientras los chicos Fairfax, Robin y Ben, y el hijo de Burden, Mark, miraban por televisión el campeonato de Wimbledon en la habitación vecina con Dora. Había sido Wexford el que había sacado el tema, aunque no sabía por qué. Quizá lo había hecho molesto por la acusación de Sylvia cuando hablaban de los Epson. No lo había olvidado.
– Nuestras esposas no lo son -añadió Burden-, ni nuestros hijos.
– Todos somos racistas -insistió Wexford, sin hacerle caso-. Sin excepción. Las peores son las personas de más de cuarenta. A usted y a mí nos educaron en la creencia de que somos superiores a los negros. Quizá no haya sido de una forma explícita pero ahí estaba. Nos condicionaron de aquella manera y sigue con nosotros, no es erradicable. Mi esposa tiene una muñeca negra llamada Pepona y otra blanca llamada Pamela. La gente de color era conocida como los negros. ¿Algunas vez ha escuchado a alguien que no sea un sociólogo como mi hija Sylvia referirse a la gente blanca como caucásica?
– De hecho, mi madre se refería a la gente negra como «negritos» y pensaba que era cortés. «Betún» era vulgar pero «negrito» estaba bien. Pero de esto hace mucho tiempo. Las cosas han cambiado.
– No, no han cambiado. No mucho. Sólo que hay más gente negra. Mi yerno me dijo el otro día que ya no nota la diferencia entre una persona negra y otra blanca. Yo le pregunté: «¿No notas la diferencia entre rubio y moreno? ¿No ves si una persona es gorda y otra flaca? ¿Qué forma es esa de superar el racismo?». Llegaremos a un punto en el que una persona le dirá a otra sobre alguien negro: «¿Cuál es?» y el otro responderá: «El tipo de la corbata roja».
Burden sonrió. Entraron los niños, dando un portazo, para anunciar que Martina había ganado su primer set y Steffi el suyo. Los apellidos prácticamente no existían para ellos y sus contemporáneos.
– ¿Podemos comemos las galletas de chocolate?
– Preguntadle a la abuela.
– Se ha dormido -contestó Ben-. Pero dijo que nos las podíamos comer después del almuerzo y ya hemos comido. Son las que tienen trocitos de chocolate y sabemos dónde están.
– Cualquier cosa por una vida tranquila -dijo Wexford, y añadió con voz seria, con una ligera nota de reproche-: Pero os tendréis que acabar todo el paquete. ¿Está claro?
– Kein Problem -respondió Robin.
Después de que se marcharan los Burden y Mark, Wexford cogió el folleto que le había dejado su yerno, el ES 461. Mejor dicho, la fotocopia del folleto. El original se lo había llevado Neil para su entrevista en el Servicio de Empleo. Neil, cuyo método para enfrentarse a las desgracias era revolcarse en ellas, con el máximo posible de humillación, se había tomado la molestia de fotocopiar las diecinueve páginas de lo que el Servicio de Empleo llamaba un «formulario». Había llevado la colección de hojas azul, verde, amarillo y naranja a una imprenta rápida donde tenían una fotocopiadora de color para que Wexford pudiera ver el ES 461 en todo su esplendor (sus palabras) y leer las exigencias que un gobierno benefactor hacía a sus ciudadanos en paro.
Habían acuñado una palabra nueva para la portada: «buscaempleo». Había tres páginas de notas que leer antes de rellenar el «formulario» y a continuación cuarenta y cinco preguntas, muchas de ellas múltiples, que a Wexford le causaron mareo. Algunas eran inocuas, otras penosas y varias siniestras: ¿La salud limita su capacidad de trabajo? preguntaba la número treinta, que seguía a la veintinueve: ¿Cuál es el salario más bajo que está dispuesto a aceptar? Las perspectivas eran muy limitadas. ¿Tiene calificaciones académicas (Graduado Escolar, Bachillerato, Formación Profesional, Estudios Superiores)? ¿Tiene vehículo propio?, preguntaba la número nueve. La cuatro quería saber: Si no ha trabajado en los últimos doce meses, ¿en qué ha ocupado su tiempo?
Esta última le enfureció. ¿Desde cuando eso era asunto de los consejeros, funcionarios de tres al cuarto, de ese departamento gubernamental? Se preguntó qué respuestas esperaban aparte de «buscar trabajo». ¿Pasé quince días en las Bahamas? ¿Cené en Máxima? ¿Coleccioné porcelana china? Tiró sobre la mesa las páginas de colores y se fue a la sala donde Navratilova continuaba su combate en la pista central.
– Déjame sitio -le dijo a Robin sentado en el sofá.
– Pas de problème.
Los doctores tenían antaño la costumbre de decirte que volvieras a la semana siguiente o «cuando los síntomas hayan desaparecido». En la actualidad estaban demasiado ocupados para hacerlo. No querían volver a ver a los pacientes sin síntomas, al menos si podían evitarlo. Había demasiados del otro tipo, de los que de verdad tenían que estar en cama y ser visitados a domicilio, pero que se veían obligados a arrastrarse hasta el centro médico y desparramar sus virus por la sala de espera.
El virus de Wexford se había esfumado en el momento en que el doctor Akande pronunció las palabras mágicas. No tenía la intención de ir otra vez para una simple revisión e incluso desobedeció la recomendación médica de tomarse un par de días de descanso. De vez en cuando pensaba en aquella pregunta, aquella que formulaba a la víctima del «buscaempleo» cómo había pasado su tiempo, y se preguntó cuál sería su respuesta. Cuando él no trabajaba, estaba de vacaciones pero no se había ido de viaje. Leía, hablaba con los nietos, pensaba, secaba los platos, se tomaba una copa con un amigo en el Olive. ¿Sería suficiente? ¿O en realidad querían leer otra cosa?
Sin embargo, cuando el doctor Akande le llamó al cabo de una semana, primero se sintió culpable, y después aprensivo. Dora atendió la llamada. Eran casi las nueve de la noche de un miércoles de principios de julio, y todavía había sol. Las puerta-ventanas estaban abiertas y Wexford releía El extranjero de Camus, después de treinta años, y espantaba a los mosquitos con el Kingsmarkham Courier.
– ¿Qué quiere?
– No lo ha dicho, Reg.
Cabía la probabilidad remota que Akande fuera un médico tan concienzudo y meticuloso como para preocuparse de controlar a los pacientes que únicamente habían padecido ligeras molestias. A menos -ya Wexford se le hizo un nudo en la garganta- que «el virus de las caídas» no fuera el asunto baladí que había diagnosticado Akande, que no fuera el resultado de una plaga generalizada pero de poca importancia sino algo mucho más serio, los primeros síntomas de…
– Ya voy.
Se puso al teléfono. Por las primeras palabras de Akande supo que no le diría nada sino que le preguntaría algo; el doctor no le dispensaba sabiduría sino que se presentaba con la gorra en la mano; esta vez era él, el policía, quien debía hacer el diagnóstico.
– Lamento molestarle, señor Wexford, pero quizá puede ayudarme. -Wexford esperó-. Seguramente no es nada.
Estas palabras, no importaba las veces que las escuchaba, siempre le estremecían. En su experiencia, casi siempre era algo y, cuando se las comunicaban, representaban algo malo.
– Si fuese algo grave de verdad hubiera llamado a la comisaría pero no es para tanto. Mi esposa y yo no conocemos a mucha gente en Kingsmarkham, no hace mucho que estamos aquí. Dado que es usted mi paciente…
– ¿Qué ocurre, doctor?
Una risita de disculpa, una vacilación, y Akande dijo, utilizando una frase curiosa:
– Intento en vano encontrar a mi hija. -Hizo una pausa. Lo intentó otra vez-. Quiero decir que no sé cómo averiguar dónde está. Desde luego, tiene veintiún años. Es toda una mujer. Si no estuviera viviendo con nosotros, si tuviera su propia casa, ni siquiera me hubiera enterado de que no había regresado, no se me…
– ¿Quiere decir que su hija ha desaparecido? -le interrumpió Wexford.
– No, no, eso es muy fuerte. No ha vuelto a casa y anoche tampoco estaba donde pensábamos que había ido. Pero como le dije, ella es mayor. Si cambió de opinión y fue a otra parte…, bueno, está en su derecho.
– ¿Aunque usted esperaba que ella se lo comunicara?
– Creo que sí. No es de fiar en este tipo de cosas, ya sabe cómo son los jóvenes, pero nunca nos había pasado…, bueno, es como si nos engañara. Nos dice una cosa y hace otra. Es como yo lo veo. En cambio, mi esposa está preocupada. Mejor dicho, está muy angustiada.
«Siempre son las esposas», pensó Wexford. Proyectan sus emociones en las esposas. Mi esposa está angustiada. Mi esposa se preocupa. En realidad, se lo pido porque todo este asunto afecta la salud de mi esposa. Como se tenían por hombres fuertes, auténticos machos, deseaban que se les considerara libres de temores, sin angustias, y también sin deseos, sin pasiones, añoranzas o necesidades.
– ¿Cómo se llama?
– Melanie.
– ¿Cuándo vio a Melanie por última vez, doctor Akande?
– Ayer por la tarde. Tenía una cita en Kingsmarkham y después pensaba coger el autobús para ir a casa de una amiga en Myringham. Anoche su amiga celebraba la fiesta de su veintiún cumpleaños. Según nos dijo, se quedaría a dormir allí. Cumplieron la mayoría de edad a los dieciocho, así que lo que hacen es celebrar dos fiestas, una a los dieciocho y otra a los veintiuno.
Wexford ya se había dado cuenta. Le interesaba mucho más el terror reprimido en la voz de Akande, un pánico que el doctor disimulaba con un optimismo patético.
– No la esperábamos en casa hasta esta tarde. Si no tienen ningún compromiso no se levantan hasta el mediodía. Mi esposa estaba en el trabajo y yo también. Pensábamos que la encontraríamos en casa a nuestro regreso.
– ¿Puede ser que entrara y volviera a salir?
– Quizá. Tiene su llave. Pero no estuvo en casa de Laurel, la amiga. Mi esposa llamó. Melanie no se presentó. Aunque no me parece que ese sea un motivo de preocupación. Ella y Laurel tuvieron una pelea… bueno, una discusión. Oí que Melanie se lo decía por teléfono, recuerdo cada una de sus palabras: «Ahora cuelgo y no cuentes con verme el miércoles».
– ¿Melanie tiene novio, doctor?
– Tenía. Cortaron hará cosa de dos meses.
– ¿Pero quizá se… reconciliaron?
– Tal vez. -Lo reconoció de mala gana. Sin embargo cuando lo repitió el tono era más alegre-. Tal vez. ¿Se refiere a que ella se reunió con él ayer y se fueron a alguna parte juntos? A mi esposa no le gustaría. Tiene unas ideas bastante estrictas en éstos temas.
«Supongo que preferirá la fornicación al rapto o al asesinato», pensó Wexford, un tanto enfadado pero, desde luego, no hizo ningún comentario sino que dijo en voz alta:
– Doctor Akande, es casi seguro que tiene razón. Esto no es nada. Melanie estará en alguna parte dónde no hay teléfono. ¿Me llamará por la mañana, si es tan amable? Tan temprano como quiera. -Hizo una pausa-. Digamos, después de las seis. Pase lo que pase, si aparece o llama o si no aparece o no llama.
– Tengo el presentimiento de que ahora mismo intenta comunicarse con nosotros.
– En ese caso no ocupemos más el teléfono.
El teléfono sonó a las seis y cinco.
Wexford no dormía. Acababa de despertarse. Quizá se despertó porque en el subconsciente le preocupaba la hija de los Akande. Mientras atendía el teléfono, antes de que Akande hablara, ya pensaba: «No tendría que haber esperado, tendría que haber hecho algo anoche mismo».
– No ha vuelto ni ha llamado. Mi esposa está muy angustiada.
«Espero que usted también -pensó Wexford-. Yo lo estaría.»
– Iré a verles. En media hora estoy allí.
Sylvia se casó casi inmediatamente después de acabar la escuela. No tuvo tiempo de preocuparse por saber dónde estaba o qué le pasaba. Pero su hija menor Sheila le ocasionó muchas noches de insomnio, noches de terror. Cuando pasaba las vacaciones en casa, al acabar el curso lectivo en la escuela de teatro, tema la costumbre de desaparecer con sus novios, sin llamar, sin dar ninguna pista de su paradero hasta que, tres o cuatro días más tarde, llamaba desde Glasgow, Bristol o Amsterdam. Él nunca se había acostumbrado. Mientras se duchaba y se vestía pensó en contarle a los Akande sus experiencias para animarles, aunque también denunciaría a Melanie como persona desaparecida. Era una mujer joven, así que organizarían una búsqueda.
Algunos días iba al trabajo a pie, para hacer ejercicio, pero por lo general salía dos horas más tarde que hoy. La mañana era brumosa, todo estaba tranquilo, el sol un resplandor blanquecino en un cielo blanco. El rocío empapaba la hierba amarillenta por el calor del verano. No vio ni a un alma en las dos primeras manzanas, después cuando tomó por Mansfield Road se cruzó con una anciana que paseaba a un Yorkshire minúsculo. A nadie más. Pasaron dos coches. Un gato con un ratón en la boca cruzó la calle desde el treinta y dos de Ollerton Avenue al veinticinco y desapareció por la gatera en la puerta principal.
Wexford no tuvo tiempo de llamar en el número veintisiete. El doctor Akande le esperaba en la entrada.
– Me alegro de verle.
Wexford resistió la tentación de decir «no hay problema» en alguna de las versiones políglotas de Robin y entró en la casa. Un lugar agradable y sin nada de particular. No recordaba haber estado antes en ninguna de las casas de cuatro dormitorios de Ollerton Avenue. Había árboles en las aceras, con un exceso de follaje en esta época del año. Privaban de luz al interior de la casa de los Akande hasta que el sol daba la vuelta y por un momento, hasta que entró en la habitación, no vio a la mujer que estaba junto a la ventana, mirando al exterior.
La pose clásica, la postura de toda la vida, del padre, la esposa o la amante que espera y espera. Hermana Ana, hermana Ana, ¿ve venir a alguien? Sólo veo la hierba verde y la arena amarilla… Ella se volvió y vino hacia él, una mujer alta y delgada de unos cuarenta y cinco años vestida con el uniforme de las enfermeras del Stowerton Royal Infirmary: vestido azul marino de mangas cortas, cinturón con una hebilla de plata con adornos, dos o tres escudos sujetos sobre el pecho izquierdo. Wexford no había esperado encontrar a alguien tan bien parecido, a una figura tan elegante. ¿Por qué no?
– Laurette Akande.
Ella le tendió la mano. Era una mano larga y delgada, la palma color amarillo, el dorso café oscuro. La mujer sonrió. Wexford pensó: «Siempre tienen los dientes tan bonitos», y entonces se ruborizó como no lo había hecho desde la adolescencia. Era un racista. Por qué sino, desde el instante que entró en la habitación, había pensado, que extraño, es igual a cualquier otra casa, los mismos muebles, las mismas flores en el mismo jarrón… Carraspeó, y preguntó con voz firme:
– ¿Le preocupa su hija, señora Akande?
– Los dos estamos preocupados. Pienso que tenemos motivos, ¿no le parece? Han pasado dos días.
Wexford observó que ella no le quitaba importancia al tema, no decía que era el típico comportamiento de los jóvenes.
– Por favor, siéntese.
Su tono era perentorio, un poco fuera de lugar. Carecía del toque inglés del marido, quizá su estilo de tratar a los pacientes. Este era el momento, pensó Wexford, para hablar de las correrías de Sheila. Laurette Akande añadió con energía:
– Pienso que ha llegado el momento de tratar este asunto de forma oficial. Tenemos que denunciar su desaparición. ¿No es algo que está por debajo de su cargo?
– No se preocupe -contestó Wexford-. Necesito saber algunas cosas más. Comenzaremos por los nombres y las direcciones de las personas con las que ella iba a pasar la noche. También quiero el nombre del novio. Ah, y ¿con quién era la cita que tenía en Kingsmarkham antes de marchar a Myringham?
– Era en el Centro de Empleo -dijo el doctor Akande.
– El Centro de Trabajo del Servicio de Empleos -le corrigió la esposa con precisión-. Ahora se llama ESJ. Melanie buscaba un empleo.
– Buscaba trabajo desde mucho antes de acabar los estudios -dijo Laurette Akande-. Eso fue en Myringham. Se graduó este verano.
– ¿En la universidad del Sur? -preguntó Wexford.
– No, la universidad de Myringham, lo que antes era la Politécnica -contestó el marido-. Ahora son todas universidades. Ella estudiaba música y danza, «artes interpretativas». Siempre me opuse a que eligiera esa licenciatura. Tenía unas notas excelentes en historia. ¿Qué le impedía optar por la historia?
Wexford estaba seguro de que sabía las razones para oponerse a la música y la danza. «Son unos bailarines maravillosos», «Cantan como los ángeles…» ¿Cuántas veces había escuchado éstos comentarios en apariencia tan generosos?
– Quizá no sabe que los negros africanos son los miembros más educados de la sociedad británica. Lo demuestran las estadísticas. A la vista de ese hecho, esperamos grandes cosas de nuestros hijos, y ella tendría que estar dedicada de lleno a obtener una profesión. -De pronto Laurette Akande pareció recordar que no era la educación de Melanie el motivo de la crisis-. Bueno, ahora no tiene importancia. No hay posibilidades en lo que quiere hacer. Su padre se lo dijo pero no quiso escucharle. Tienes que estudiar administración de empresas o cosas así, le aconsejé. Ella fue al ESJ, recogió un formulario y fijó una cita con el consejero de nuevos solicitantes para el martes a las dos y media.
– Entonces, ¿cuándo se marchó de aquí?
– Mi marido tema las consultas de la tarde. Era mi día libre. Melanie preparó un bolso con sus cosas. Dijo que esperaba estar en casa de Laurel a las cinco y recuerdo que le comenté: no cuentes con ello, tener hora a las dos y media no significa que te atiendan puntualmente, quizás te haga esperar una hora. Salió de aquí a las dos y diez para tener tiempo de sobra. Lo sé porque sólo son quince minutos a pie hasta la calle Mayor.
¡Laurette Akande sería el testigo ideal! Wexford rogó para sí mismo que nunca le citaran como tal. Su voz era fría y controlada. No desperdiciaba las palabras. Debajo de su acento del sureste de Inglaterra quedaba el rastro del país africano del que había emigrado quizá en sus años de estudiante.
– ¿Cree que fue directamente del ESJ a la casa de su amiga en Myringham?
– Sé que lo hizo. En autobús. Pensaba tomar el de las cuatro y cuarto, por eso le comenté lo de tener que esperar al consejero de nuevos solicitantes. Me pidió el coche pero le dije que no. Yo lo necesitaba al día siguiente. Tenía que estar en el hospital a las ocho cuando entra el turno de día. -Consultó su reloj-. Tengo que irme. Hoy también entro a las ocho y con el tráfico que hay, un viaje de diez minutos se convierte en media hora.
¿Así que iba a trabajar? Wexford había esperado una señal de la angustia que según el doctor Akande padecía su esposa. No se apreciaba. O bien no estaba preocupada o mantenía un control de hierro sobre sus emociones.
– ¿Dónde cree que está Melanie, señora Akande?
La mujer soltó una carcajada, una risa helada.
– Espero de todo corazón que no esté donde pienso que está. En el piso -mejor dicho, habitación- de Euan.
– Melanie no sería capaz de hacemos eso, Letty.
– Ella no lo vería de la misma manera. Nunca ha valorado nuestra preocupación por su seguridad y su futuro. Se lo dije: ¿quieres ser una de esas chicas que los muchachos dejan preñadas adrede y se vanaglorian? Euan tiene dos hijos con dos muchachas diferentes y todavía no ha cumplido los veintidós. Tú lo sabes, recuerda lo que nos contó de los niños.
Se habían olvidado de la presencia de Wexford. El inspector tosió. El doctor Akande dijo quejoso:
– Por eso cortó con él. Se sintió tan sorprendida y trastornada como nosotros. Estoy seguro de que no está con él.
– Doctor Akande -dijo Wexford-, quiero que me acompañe a la comisaría y denuncie la desaparición de Melanie. Creo que es un asunto serio. Tenemos que buscar a su hija hasta dar con ella.
Viva o muerta, pero se lo calló.
El rostro de la foto no tenía nada de caucásico. Melanie Elizabeth Akande tenía la frente baja, la nariz ancha y un poco chata, y labios gruesos y protuberantes. No había nada de las facciones clásicas de la madre en aquella cara. Wexford se enteró de que el padre era de Nigeria y la madre de Freetown en Sierra Leona. Los ojos eran grandes, el pelo negro en una masa de rizos apretados. Wexford, al mirar la foto, descubrió algo extraño. Aunque para él no era hermosa, comprendió que según los cánones de otras personas, de millones de africanos, afrocaribeños y africanos americanos, ella podía ser muy hermosa. ¿Por qué eran siempre los blancos los que establecían los cánones?
El formulario de personas desaparecidas, que rellenó el padre, le describía con una estatura de un metro sesenta y siete, pelo negro, ojos castaños y veintidós años de edad. Llamó al doctor a la consulta para preguntarle el peso de Melanie: sesenta y cuatro kilos, y cómo iba vestida: téjanos azules, camisa blanca y un chaleco largo bordado.
– Si no me equivoco tiene usted también un hijo.
– Sí, estudia medicina en Edimburgo.
– Estamos en julio, así que ahora no está allí.
– No, por lo que sé está en el sureste asiático. Se marchó de aquí en coche con otros dos amigos. Tenían la intención de visitar Vietnam, pero no creo que hayan llegado.
– En cualquier caso, no es posible que Melanie haya ido a reunirse con él -comentó Wexford-. Quiero preguntarle una cosa, doctor. ¿Cómo eran las relaciones de ustedes con Melanie? ¿Tenían algún desacuerdo?
– Nos llevábamos bien -se apresuró a contestar el doctor. Vaciló y después matizó la respuesta-. Mi esposa tiene unas ideas estrictas. No hay nada de malo en ello, desde luego, y reconozco que nos hemos trazado unas expectativas que Melanie quizá no puede cumplir.
– ¿Le gusta vivir en casa?
– En realidad no tiene mucho donde elegir. No estoy en posición de pagarles otro alojamiento a mis hijos y no creo que Laurette estuviera de acuerdo. Me refiero a que Laurette espera que Melanie viva en casa hasta…
– ¿Hasta qué, doctor?
– Bueno, ha de ir a un curso de reciclaje. Laurette espera que Melanie viva en casa hasta acabar los nuevos estudios y quizá que no se marche hasta ganar lo suficiente para mantenerse a sí misma y sea lo bastante responsable como para comprarse alguna cosa.
– Ya le entiendo.
«Está con el novio», pensó Wexford. Le había conocido, según el padre, en el primer año de lo que entonces era la politécnica de Myringhman, antes de que le dieran rango de universidad a esas escuelas. Euan Sinclair procedía del East End londinense, se había graduado al mismo tiempo que Melanie, aunque para aquel entonces ya se habían peleado. Uno de los hijos de Euan, a punto de cumplir los dos años, había nacido cuando él y Melanie llevaban casi un año de noviazgo.
Akande conocía su actual dirección. Se la dijo como si fuera una espina clavada en el corazón.
– Intentamos llamar por teléfono pero no tiene línea. Eso significa que se lo han cortado por falta de pago, ¿no?
– Quizá.
– Ese joven es antillano. -Vaya, conque entre ellos también había esnobismo-. Un afrocaribeño, que es cómo los llaman ahora. Mi esposa le considera como alguien capaz de arruinarle la vida a Melanie.
El sargento detective Vine se encargó de ir a Londres para buscar a Euan Sinclair en su piso alquilado en una calle de Stepney. Akande le había comentado que no le extrañaría que se encontrara a Euan viviendo allí con una de las madres de sus hijos y quizá también el niño. Esto convertía en remota la posibilidad de que Melanie estuviese allí pero Vine no lo dijo. Por su parte, la policía de Myringham envió un agente a la casa de Laurel Tucker.
– Yo me encargaré de ir al ESJ -le dijo Wexford a Burden.
– ¿Adónde?
– Al Servicio de Empleo y Centro de Trabajo.
– Entonces, ¿por qué no es el SECTRA?
– Quizás en realidad es el Servicio-Empleo-Centro-Trabajo, todo en una sola palabra. Me temo que los funcionarios que remodelan nuestro lenguaje han convertido Centrotrabajo en una sola palabra como han hecho con «buscaempleo».
Burden permaneció en silencio por un momento. Intentaba leer, cada vez más incrédulo, el folleto de propaganda de una empresa multinacional que ofrecía un sistema antirrobo para los coches a prueba de ladrones.
– Los encierra en una jaula metálica. Después de dos minutos se detiene y no funciona nada. Después comienza a emitir unos aullidos espantosos. Se imagina lo que puede ser a las cinco y media de la tarde en la M2, el atasco, los riesgos para la seguridad. -Burden dejó el folleto-. Pero ¿por qué usted? -preguntó-. Puede ir Archbold o Pemberton.
– Desde luego -replicó Wexford-, pero ya van a menudo cuando alguien agrede a un empleado o comienza a destrozar el local. Iré porque quiero ver cómo es.