– ¡Eh, miradme!
Mae levantó la mirada de las servilletas dobladas que tenía en la mano mientras Lexie pasaba corriendo y arrastrando una cometa rosa de Barbie tras ella. Su sombrero vaquero con un girasol enorme en la parte delantera le voló de la cabeza y aterrizó en la hierba.
– Lo haces muy bien -gritó Mae. Dejó las servilletas sobre la mesa de picnic y volvió a mirarla con ojo crítico. El mantel a rayas azules y blancas se agitaba por la suave brisa y el Pet Chia [4] de Lexie descansaba en el centro de la mesa. El cerdito cubierto de hierba llevaba puestas unas pequeñas gafas de sol recortadas de una revista y una brillante bufanda rosa atada alrededor de su cuello-. ¿Qué tratas de probar? -le preguntó a Georgeanne.
– No trato de probar nada -contestó Georgeanne, colocando una bandeja con rollitos de salmón, paté ahumado y tostadas en un extremo de la mesa. Por alguna razón había un pequeño gato de porcelana en medio de la bandeja lamiéndose las patas. En la cabeza del gato había un sombrero puntiagudo de fieltro amarillo. Mae, que conocía al dedillo a Georgeanne, sabía que ese picnic se basaba en algo. No sabía aún en qué, pero acabaría averiguándolo.
Pasó la mirada del gato a la variedad de comida que había sobre la mesa entre la que vio algunas cosas que se habían servido en caterings la semana anterior. Reconoció los blintzes de queso y la barra de pan challah de la ceremonia del bar mitzva de Mitchell Wiseman. Los pasteles de cangrejo y los canapés ajedrezados provenían de la fiesta anual al aire libre de la señora Brody. Y el pollo asado con costillitas y salsa lo había servido en la barbacoa de la noche anterior.
– En fin, parece que quieres demostrarle a alguien que sabes cocinar.
– Cogí lo que había en el congelador del trabajo, eso es todo -contestó Georgeanne.
Pero no, no era cierto. La torre de fruta esmeradamente decorada no la había traído del trabajo. Las manzanas, las peras y los plátanos eran perfectos. Los melocotones y las cerezas habían sido dispuestos con suma meticulosidad y un pájaro de plumas azules con una capa de cachemira miraba hacia abajo desde la percha que descansaba sobre un montículo de brillantes uvas verdes y púrpuras.
– Georgeanne, no tienes que demostrar que eres una triunfadora ni una buena madre. Yo sé que lo eres y tú también lo sabes. Y como tú y yo somos los únicos adultos de los alrededores que cuentan, ¿por qué te molestas en impresionar a un jugador de hockey cabezota?
Georgeanne miró el pato de cristal que había colocado al lado de los canapés.
– Le dije a John que trajera a un amigo, así que no creo que venga solo. Y no estoy tratando de impresionarle. En serio, no me importa lo que piense.
Mae no discutió. Cogió un montón de vasos de plástico transparente y los colocó en la mesa junto al té helado. Fuera o no su intención, Georgeanne estaba intentando impresionar al hombre que se había deshecho de ella en el Sea-Tac siete años antes. Mae entendía la necesidad que sentía Georgeanne de demostrar que había tenido éxito en la vida. Aunque pensaba que los brownies que Georgeanne había moldeado con forma de perros era ir demasiado lejos.
Y el aspecto de Georgeanne también era demasiado perfecto para un día en el parque. Mae se preguntaba si estaría tratando de convencer a John Kowalsky de que era tan perfecta como June Cleaver. Tenía el pelo oscuro recogido a ambos lados de la cabeza con unas horquillas doradas. Unos aros dorados le brillaban en las orejas y el maquillaje era perfecto. El vestido verde esmeralda era del mismo color que sus ojos y el esmalte de las uñas de las manos era exacto al de las uñas de los pies. Se había quitado las sandalias y el sol arrancaba brillos al fino anillo de oro que llevaba en el tercer dedo del pie.
Estaba demasiado perfecta para ser una mujer a la que no le importaba impresionar al padre de su hija.
Al principio, cuando contrató a Georgeanne, Mae se había sentido inferior a ella, como un perro cruzado al lado de uno con pedigrí. Pero esa sensación no había durado demasiado. Georgeanne no podía evitar ser una reina del glamour igual que Mae no podía evitar sentirse cómoda con sus camisetas y vaqueros. O con un pantalón corto y un top, como ese mismo día.
– ¿Qué hora es? -preguntó Georgeanne mientras se servía un vaso de té.
Mae miró el gran reloj de Mickey Mouse que llevaba en la muñeca.
– Las doce menos veinte.
– Quedan veinte minutos. Quizá tengamos suerte y no venga.
– ¿Qué le has dicho a Lexie? -preguntó Mae, dejando caer unos cubitos de hielo en un vaso.
– Sólo le dije que a lo mejor venía John al picnic -Georgeanne se llevó una mano a la frente y observó la carrera de Lexie con la cometa.
Mae cogió la jarra de té y se sirvió.
– ¿Que a lo mejor venía al picnic?
Georgeanne encogió los hombros.
– No quería darle demasiadas esperanzas. Y además, no estoy convencida de que John quiera formar parte de la vida de Lexie para siempre. No puedo quitarme de la cabeza la idea de que tarde o temprano se cansará de jugar a ser papá. Espero que ocurra lo antes posible, porque si la abandona después de que lo sepa todo se le romperá el corazón. Ya sabes lo protectora que soy y no dudes que una cosa así sacaría a la luz mi mal genio. Y naturalmente me sentiría obligada a tomar represalias.
Mae consideraba a Georgeanne una de las mujeres más bondadosas que conocía a no ser que perdiera los estribos.
– ¿Qué harías?
– Bueno, lo de poner termitas en su casa flotante es una idea que se me ha pasado por la cabeza.
Mae sacudió la cabeza. Era ferozmente leal tanto a la madre como a la hija y las consideraba de su propia familia.
– Demasiado suave.
– ¿Atropellarle con el coche?
– Te vas acercando.
– ¿Dispararle?
Mae sonrió, pero cambiaron de tema cuando Lexie se dirigió hacia ellas arrastrando la cometa. La niña cayó desgarbadamente a los pies de su madre, el dobladillo del vestido vaquero se le había subido hasta la braguita de Pocahontas. Y tenía hierba pegada a las sandalias blancas.
– Ya no puedo correr más -dijo sin aliento. Para variar, su cara estaba limpia de cosméticos.
– Lo has hecho muy bien, cariño -la elogió Georgeanne-. ¿Quieres un zumo?
– No. ¿Por qué no vienes conmigo para ayudarme a volar la cometa?
– Ya hemos hablado de eso. Sabes que no puedo correr.
– Lo sé -suspiró Lexie, y se incorporó-. Se te mueven los pechos y eso te duele. -Se caló bruscamente el sombrero en la cabeza y miró a Mae-. ¿Por qué no me ayudas tú?
– Lo haría, pero no llevo sujetador.
– ¿Por qué? -quiso saber Lexie-. Mi mamá lo lleva.
– Bueno, tu mamá lo necesita, pero la tía Mae no. -Estudió a la niña un breve momento, luego preguntó-: ¿Dónde está todo el mejunje que llevas normalmente en la cara?
Lexie puso los ojos en blanco.
– No es mejunje. Es maquillaje, y mamá me ha prometido un gatito de peluche si no lo llevaba hoy.
– Yo te dije hace tiempo que incluso te compraría un gatito de verdad si no lo llevabas nunca más. Eres demasiado pequeña para ser esclava de Max Factor.
– Mamá dice que no puedo tené ni gatito, ni perro, ni nada.
– Es cierto -dijo Georgeanne y miró a Mae-. Lexie no es lo suficientemente mayor para hacerse responsable de una mascota y no quiero tener que hacerlo yo. Dejemos el tema antes de que Lexie empiece de nuevo con él. -Georgeanne hizo una pausa, luego dijo en un susurro-: Creo que puede llegar a obsesionarse como con… bueno, ya sabes.
Sí, Mae lo sabía y creía que Georgeanne actuaba bien al no decirlo en voz alta, recordándoselo a Lexie. Durante los últimos seis meses, Lexie le había estado dando la lata a Georgeanne para que le diera un hermanito o hermanita. Y había vuelto loco a todo el mundo, y Mae no quería que le calentara más las orejas con el tema de los bebés. La niña ya estaba bastante obsesionada con poseer una mascota y era una hipocondríaca certificada desde que nació, lo cual era cien por cien culpa de Georgeanne que desde siempre había puesto el grito en el cielo con cada uno de sus arañazos.
Mae cogió el té y lo tenía a medio camino de los labios cuando lo volvió a bajar. Dos hombres muy grandes y atléticos caminaban hacia ellas. Reconoció al que llevaba una camisa sin cuello blanca dentro de los vaqueros descoloridos como a John Kowalsky. No reconoció al otro hombre, que era ligeramente más bajo y menos corpulento.
Los hombres grandes y fuertes siempre habían intimidado a Mae y no sólo por su metro cincuenta y cinco y su poco peso. El estómago le dio un vuelco y pensó que si ella estaba nerviosa, Georgeanne estaría próxima al infarto. Miró a su amiga y vio que los miraba alterada.
– Lexie, levántate y límpiate la hierba del vestido -dijo Georgeanne con lentitud. Le temblaba la mano cuando ayudó a su hija a ponerse de pie.
Mae había visto a Georgeanne perturbada, pero nunca tanto como hasta ahora.
– ¿Estás bien? -susurró.
Georgeanne asintió con la cabeza y Mae observó cómo componía una sonrisa y se metía de lleno en el papel de anfitriona.
– Hola, John -dijo Georgeanne cuando los dos hombres se acercaron-. Espero que no tuvieses problemas para encontrarnos.
– No -contestó él, deteniéndose justo delante de ellas-. Ninguno. -Tenía los ojos ocultos por unas caras gafas de sol y los labios apretados en una línea. Durante unos embarazosos segundos, sólo se quedaron mirándose el uno al otro. Luego Georgeanne centró la atención en el otro hombre, al que Mae le echaba un metro ochenta y cinco-. Debes de ser el amigo de John.
– Hugh «Cavernícola» Miner -sonrió y le tendió la mano.
Mientras Georgeanne le estrechaba la mano, Mae estudió a Hugh. Con un vistazo superficial decidió que su sonrisa era demasiado agradable para un hombre con esos ojos de un intenso color avellana. Era demasiado grande, demasiado guapo y su cuello era demasiado grueso. No le gustó.
– Me alegro de que pudieras reunirte hoy con nosotros -dijo Georgeanne al soltar la mano de Hugh, luego presentó los dos hombres a Mae.
John y Hugh la saludaron al mismo tiempo. Mae, que no era tan buena ocultando sus sentimientos como Georgeanne, intentó sonreír. Pero no consiguió más que un ligero tirón del labio.
– Éste es el señor Miner y ya recuerdas al señor Kowalsky, ¿no es cierto, Lexie? -inquirió Georgeanne, continuando con las presentaciones.
– Sí. Hola.
– Hola, Lexie. ¿Cómo estás? -preguntó John.
– Pues -empezó Lexie con un suspiro melodramático-, ayer me lastimé el dedo del pie en el porche delantero de casa y me golpeé el codo muy fuerte con la mesa, pero ahora estoy mejor.
John se metió las manos en los bolsillos delanteros de los vaqueros. Miró a Lexie y se preguntó qué le decían los padres a las niñas que se lastimaban los dedos y se golpeaban los codos.
– Me alegra oír que estás mejor -fue todo lo que se le ocurrió decir. No podía pensar en nada más y se la quedó mirando. Se dio el gusto de observarla como había querido hacer desde que supo que era su hija. Le examinó la cara, sin lápiz de labios ni sombra de ojos era como si en realidad la viera por primera vez. Vio las diminutas pecas color café que le salpicaban la pequeña nariz recta. Tenía la piel tan suave como la crema y los mofletes rosados como si hubiera estado corriendo. Los labios eran carnosos como los de Georgeanne, pero sus ojos eran como los de él, con las mismas pestañas negras que había heredado de su madre.
– Teno una cometa -dijo ella.
Los rizos oscuros le caían desde el sombrero vaquero con un gran girasol.
– ¿Sí? Qué bien -dijo, preguntándose de qué demonios podía hablar con ella. Estaba con niños a menudo. Bastantes jugadores del equipo llevaban a sus hijos a los entrenamientos y nunca había tenido problemas para hablar con ellos. Pero por alguna razón ahora no podía pensar en nada de qué hablar con su hija.
– Bien, hace un día precioso para un picnic -dijo Georgeanne y Lexie se volvió hacia ella-. Hemos traído un pequeño almuerzo. Espero que los chicos tengáis hambre.
– Yo estoy hambriento -confesó Hugh.
– ¿Y tú, John?
Cuando Lexie caminó hacia su madre, John notó las manchas de la hierba en la parte trasera del vestido vaquero.
– ¿Yo qué? -preguntó, levantando la vista.
Georgeanne se colocó al otro lado de la mesa y lo miró.
– ¿Tienes hambre?
– No.
– ¿Quieres un vaso de té helado?
– No. No quiero té.
– Bien -dijo Georgeanne con una sonrisa vacilante-. Lexie, ¿le das un plato a Mae y otro a Hugh mientras sirvo el té?
Era obvio que su respuesta había irritado a Georgeanne, pero no le importaba en absoluto. Sentía los mismos temblores que antes de los partidos. Lexie lo asustaba como un demonio, y no sabía por qué.
En su vida se había enfrentado a cientos de defensas de la NHL. Se había roto la muñeca y el tobillo, la clavícula dos veces, le habían dado cinco puntos en la ceja izquierda, seis en la cabeza y catorce en el interior de la boca. Y ésas eran sólo las lesiones que podía recordar en ese momento. Después de recuperarse de cada una de ellas había agarrado el stick y había patinado de vuelta al hielo, sin miedo.
– Señor «Muro», ¿le gustaría tomar un zumo? -preguntó Lexie mientras se subía al banco.
Él miró la parte de atrás de las rodillas y las flacas piernas mientras sentía cómo si alguien le hubiera dado un codazo en la barriga.
– ¿De qué es el zumo?
– Frambuesa o fresa.
– Frambuesa -contestó. Y Lexie se bajó de un salto y corrió alrededor de la mesa hacia la nevera.?
– Oye, «Muro», deberías probar estos rollitos de salmón -aconsejó Hugh, llenándose la boca mientras se colocaba frente a John y al lado de Georgeanne.
– Me alegro de que te gusten. -Georgeanne se giró hacia Hugh y sonrió, pero no con la sonrisa falsa que le había dirigido a John-. No estaba segura de haber cortado las rodajas de salmón lo suficientemente finas. Ah, y espera a probar las costillitas. La salsa está para morirse. -Miró a su amiga que permanecía al otro lado de la mesa-. ¿No crees, Mae?
La pequeña rubia se encogió de hombros con acritud.
– Claro
Los ojos de Georgeanne se agrandaron mientras clavaba la mirada en su amiga. Luego se volvió a Hugh.
– ¿Por qué no pruebas el paté mientras trincho un poco de pollo? -No esperó la respuesta y cogió un cuchillo grande-. Mientras tanto, ¿por qué no observas la mesa? Si te fijas, verás una variada colección de animalitos vestidos para el picnic.
John cruzó los brazos sobre el pecho y clavó los ojos en un Chia Pig que llevaba gafas de sol y bufanda. Un extraño cosquilleo le bajó por la nuca.
– Lexie y yo pensamos que hoy sería la ocasión perfecta para que exhibiera la colección de verano de alta costura para animalitos.
– Ah, ya lo pillo -dijo Mae, cogiendo un pastel del cangrejo.
– ¿Alta costura para animalitos? -Hugh sonaba tan incrédulo como se sentía John.
– Sí. A Lexie le gusta hacer ropa para todos los animales de cristal y porcelana que tenemos en casa. Sé que puede sonar raro -Georgeanne continuó hablando al tiempo que cortaba las lonchas-, pero lo hace con interés. La bisabuela Chandler, por parte materna, diseñaba ropa para pollos. Siendo del norte, quizá no sepáis nada de eso, pero un pollo es una gallina joven. No suelen llegar a adultos… -Hizo una pausa y levantó el cuchillo a quince centímetros de su garganta e hizo el gesto de cortar-. Bueno, ya me entendéis. -Encogió los hombros y bajó el cuchillo otra vez-. Y se la hacía a las gallinas porque no hace falta decir que vestir a los gallos era desperdiciar tiempo y talento siendo como son tan temperamentales. De cualquier modo, la bisabuela solía hacer algunas capas con capuchas a juego para los pollos de la familia. Lexie ha heredado el ojo de la bisabuela para la moda y continúa una tradición familiar avalada por el tiempo.
– ¿Estás hablando en serio? -preguntó Hugh mientras Georgeanne echaba las lonchas de pollo encima del plato.
Ella levantó la mano derecha.
– Te lo juro.
Algo se disparó dentro de la cabeza de John y sintió que lo envolvía una sensación de déjá vu.
– Oh, Dios mío.
Georgeanne lo miró por encima de la mesa y él la vio tal como era hacía siete años, una bella joven que había divagado sobre gelatina O'Jell y bautistas que se lavaban los pies. Miró los rompedores ojos verdes y esa boca excitante. Recordó aquel cuerpo de infarto con la bata de seda negra. Lo había vuelto loco con aquellas miradas insinuantes y una voz tan dulce como la miel. Y, aunque odiaba admitirlo, no era inmune a ella.
– Señor «Muro».
John sintió un tirón en la cinturilla de los pantalones y miró hacia abajo, a Lexie.
– Aquí tiene su zumo, señor «Muro».
– Gracias -le dijo y tomó la pequeña caja de cartón azul de su mano.
– Ya le puse la pajita.
– Sí, ya veo. -Se llevó el zumo a la boca y sorbió el jugo por la pajita.
– Está bueno, ¿verdad?
– Mmm -dijo, intentando no hacer una mueca.
– Yo también bebo así.
Ella cogió rápidamente una servilleta de papel para él y John se la cogió con la mano libre. Estaba doblada con una forma que no reconoció.
– Es un conejo.
– Sí. Ya lo veo -mintió.
– Teno una cometa.
– ¿Sí?
– Sí, pero no puedo volarla. Mi mamá lleva sujetador pero no puede correr. -Meneó la cabeza con tristeza-. Y Mae no puede correr porque no lleva puesto el sujetador.
El silencio cayó sobre la mesa de picnic como una cortina pesada. John levantó la mirada a las dos mujeres del otro lado de la mesa. Ambas estaban paralizadas. Mae sostenía una aceituna negra a medio camino de la boca, mientras, Georgeanne sujetaba el cuchillo en el aire con el trozo de pollo a medio cortar. Tenía los ojos enormes y un brillante rubor le teñía las mejillas.
John tosió en su servilleta-conejo intentando disimular la risa, pero nadie dijo una sola palabra.
Menos Hugh. Él se inclinó hacia adelante, miró a Georgeanne y luego a su pequeña amiga.
– ¿Es eso cierto, corazón? -le preguntó con una gran sonrisa.
Ambas mujeres bajaron las manos al mismo tiempo. Georgeanne siguió cortando con rigidez mientras Mae miraba a Hugh con el ceño fruncido.
Hugh o no vio el ceño de Mae o no quiso verlo. John, que conocía a su amigo bastante bien, apostaría por lo último.
– Siempre había tenido mis reservas sobre la liberación de la mujer -continuó-. Pero mira, he estado pensando en adherirme al movimiento NOW.
– Los hombres no pueden pertenecer a NOW -le informó Mae secamente.
– Ahí es donde te equivocas. Creo que Phil Donahue es miembro.
– Eso no es cierto -contravino Mae.
– Pues mira, si no lo es, debería serlo. Es más feminista que cualquier mujer que conozco.
– Dudo que reconocieras a una feminista aunque te mordiera el culo.
«Cavernícola» sonrió.
– Nunca me ha mordido el culo ninguna mujer, feminista o no. Pero me ofrezco voluntario si lo haces tú.
Cruzando los brazos, Mae dijo:
– Por tu falta de modales, el tamaño de tu cuello y el chichón de tu frente, es de suponer que juegas al hockey.
Hugh miró a John y se rió. Que le echaran mierda y que le resbalara era una de las cosas que más le gustaban a John de Hugh.
– «El chichón de mi frente». -Hugh se rió entre dientes volviendo a mirar a Mae-. Eso ha estado bien.
– ¿Juegas al hockey?
– Sí. Soy el portero de los Chinooks. Y tú que haces, ¿entrenas pitbulls?
– ¿Pepinillos? -Georgeanne cogió el plato con el condimento y se lo tendió a Hugh-. ¡Los hice yo!
De nuevo John sintió un tirón en el cinturón.
– ¿Sabe volar una cometa, señor «Muro»?
Él miró hacia abajo, a la cara levantada de Lexie. Tenía los ojos entornados por la luz del sol.
– Podría intentarlo.
Lexie sonrió y le apareció un hoyuelo en la mejilla derecha.
– Mami -gritó, girándose y corriendo a toda prisa al otro lado de la mesa-. ¡El señor «Muro» volará la cometa conmigo!
La mirada de Georgeanne se volvió hacia él.
– No tienes por qué hacerlo, John.
– Quiero hacerlo -y colocó el zumo sobre la mesa.
Dejando sobre la mesa el plato de los pepinillos, Georgeanne dijo:
– Iré con vosotros.
– No. -Necesitaba y quería pasar un tiempo a solas con su hija-. Lexie y yo podremos arreglarnos solos.
– Pero no creo que sea una buena idea.
– Pues créetelo.
Con rapidez miró por encima del hombro a Lexie que estaba arrodillada desenredando la cuerda de la cometa. Agarró a John del brazo y lo alejó varios metros.
– Bueno, pero no demasiado lejos -dijo, deteniéndose delante de él. Se puso de puntillas y miró por encima del hombro de John hacia los demás.
Le susurró algo acerca de Lexie, pero en realidad no la estaba escuchando. Estaba tan cerca que podía oler su perfume. Bajó la mirada a los delgados dedos posados sobre su bíceps. Lo único que separaba esos pechos plenos de su tórax era un escaso centímetro.
– ¿Qué quieres? -le preguntó, levantando la mirada del brazo al pequeño hueco de su garganta. Ella era todavía una coqueta.
– Lo que te he dicho. -Bajó la mano y se dejó caer sobre los talones.
– Por qué no me lo repites, pero manteniendo tus senos fuera de la conversación.
Una arruga apareció entre sus cejas.
– ¿Mis qué? ¿De qué estás hablando?
Parecía realmente perpleja, John casi se tragó aquella expresión inocente. Casi.
– Si quieres hablar, no me distraigas con tu cuerpo. A menos que, claro esté, quieras que acepte la invitación.
Ella negó con la cabeza, disgustada.
– Estás enfermo, John Kowalsky. Si puedes apartar los ojos del escote de mi vestido y la mente de la bragueta, tenemos algo más importante que discutir que esas absurdas fantasías tuyas.
John se balanceó sobre los talones y la miró a la cara. Él no estaba enfermo. Al menos eso creía. No estaba tan enfermo como algunos tíos que conocía.
Georgeanne ladeó la cabeza.
– Quiero que recuerdes lo que me prometiste.
– ¿Qué promesa?
– No decir a Lexie que eres su padre. Se lo tengo que decir yo.
– Vale -dijo él, quitándose las gafas de sol bruscamente para meter media patilla en el bolsillo delantero de los vaqueros y dejar que le colgaran sobre la cadera-. Quiero recordarte que Lexie y yo vamos a conocernos. A solas. La llevo a volar la cometa y no lo haremos en diez minutos.
Ella se lo pensó un momento, luego dijo:
– Lexie es demasiado tímida. Me necesitará.
John dudaba que Lexie tuviera ni una pizca de timidez en todo su pequeño cuerpo.
– No digas estupideces, Georgie.
Georgeanne entrecerró los ojos verdes.
– Pero no vayas donde no te pueda ver.
– Qué crees que voy a hacer, ¿secuestrarla?
– No -dijo ella, pero John sabía que ella no confiaba en él más de lo que él confiaba en ella y podía comprender lo que sentía.
– No iremos demasiado lejos. -Él se volvió hacia los demás. Le había contado a Hugh todo sobre Georgeanne y Lexie, y sabía que podía contar con la discreción de su amigo-. ¿Estás lista, Lexie? -preguntó.
– Sí. -Estaba parada con la cometa en la mano. Luego los dos se dirigieron hacia un extenso espacio cubierto de hierba donde estaba la gente que lanzaban los Frisbees. Después de que Lexie enredara los pies en la cola de la cometa por segunda vez, John se la cogió. La coronilla de la niña apenas le llegaba a la cintura y se sintió enorme al andar a su lado. Por segunda vez ese día no supo qué decir y apenas abrió la boca. Pero en ese momento tampoco necesitaba hablar.
– El año pasado, cuando era pequeña y estaba en la guardería… -Su hija empezó a hablar, y procedió a nombrarle cada niño de su clase, a contarle si poseían o no una mascota y a describir de qué raza eran.
»Y tene tres perros. -Sostuvo en alto tres dedos-. Y eso no es justo.
John miró por encima del hombro, calculó que habían caminado unos cien metros y se detuvo.
– Creo que éste es un buen sitio.
– ¿Tene perro?
– No. No tengo perro. -Él le cogió el carrete de la cometa y empezó a soltar cuerda.
Ella meneó la cabeza con tristeza.
– Yo tampoco teno, pero quiero un dálmata -dijo, sujetando cada lado del mango-. Uno grande con montones de lunares.
– Mantén la cuerda tirante. -Sujetó la cometa rosa por encima de la cabeza y sintió el tirón suave de la brisa.
– ¿No teno que correr?
– No, hoy no. -Él movió la cometa a la izquierda y el viento la arrastró con más fuerza-. Ahora camina hacia atrás, pero no sueltes la cuerda hasta que te diga. -Ella asintió con la cabeza y parecía tan seria que casi se rió.
Después de diez intentos, la cometa se levantó unos seis metros en el aire.
– Ayúdeme. -Ella estaba asustada y levantaba la cara hacia el cielo-. Se va a caer otra vez.
– Esta vez no -le aseguró mientras iba hacia ella-. Y si lo hace, la volveremos a izar.
Ella sacudió la cabeza y se le cayó el sombrero vaquero al suelo.
– Se volverá a caer. Lo sé. ¡Cójala! -Le pasó con brusquedad el carrete.
John se arrodilló sobre una pierna a su lado.
– Puedes hacerlo -le dijo, y cuando ella se recostó contra su pecho, él sintió que el corazón se le detenía unos momentos-. Tienes que ir soltando la cuerda lentamente. -John se quedó mirando su cara mientras ella miraba cómo la cometa se elevaba más alto. Su expresión pasó rápidamente del temor al deleite.
– Lo hice -susurró ella y lo miró por encima del hombro.
Su aliento suave le rozó la mejilla y se le metió rápidamente en lo más profundo del alma. Un momento antes se le había detenido el corazón. Ahora se le hinchó. Sintió como si un globo se le estuviera inflando bajo el esternón haciéndose cada vez más grande, y tuvo que apartar la mirada. Miró a otras personas volando cometas a su alrededor. Miró a los padres, a las madres y a los niños. Familias. De nuevo era padre. «Pero ¿por cuánto tiempo esta vez?», era la cínica pregunta que le hacía el subconsciente.
– Lo hice, señor «Muro» -susurró, como si levantar la voz fuera a hacer que su cometa chocara con el suelo.
Volvió a mirar a su hija.
– Mi nombre es John.
– Lo hice, John.
– Sí, lo hiciste.
Ella sonrió.
– Me gustas.
– Tú también me gustas, Lexie.
Ella contempló su cometa.
– ¿Tenes niños?
La pregunta lo cogió por sorpresa y esperó un momento antes de contestar:
– Sí. -No iba a mentirle, pero no estaba preparada para oír la verdad y, por supuesto, se lo había prometido a Georgeanne-. Tuve un niñito, pero murió cuando era un bebé.
– ¿Por qué?
John levantó la mirada hacia la cometa.
– Suelta un poco más de cuerda. -Cuando Lexie siguió su consejo, dijo-: Nació demasiado pronto.
– Oh, ¿a qué hora?
– ¿Qué? -Escrutó la pequeña cara que estaba tan cerca de él.
– ¿Que a qué hora nació?
– Cerca de las cuatro de la madrugada.
Ella asintió con la cabeza como si eso lo explicara todo.
– Sí, demasiado temprano. Los médicos debían estar todavía dormidos. Yo nací por la tarde.
John sonrió, sorprendido con su lógica. Era obvio que era muy brillante.
– ¿Cómo se llamaba?
– Toby -«y era tu hermano mayor».
– Ése es un nombre raro.
– Me gustaba -dijo, notando cómo se relajaba un poco por primera vez desde que había entrado en el parque con el coche.
Lexie se encogió de hombros.
– Quiero tener un niño, pero mi mamá dice que no.
John se decidió a acomodarla más contra su pecho y todo pareció encajar perfectamente en su lugar como un lanzamiento suave: jugada, golpe, anotación. Colocó las manos a cada lado del mango junto a las de ella y se relajó un poco más. Le rozó con la barbilla la suave sien cuando le dijo:
– Bueno, es que eres demasiado pequeña para tener un niño.
Lexie soltó una risita tonta y negó con la cabeza.
– ¡Yo no! Mi mamá. Quiero que mi mamá tenga un niño.
– Y ella dijo que no, ¿eh?
– Sí, porque no tiene marido, pero podría tenerlo si lo intentara de verdad.
– ¿Un marido?
– Sí, y así también podría tener un niño. Mi mamá dice que fue al huerto y me recogió como si fuera una zanahoria, pero eso no es cierto. Los bebés no salen de los huertos.
– ¿De dónde vienen?
Ella le golpeó la barbilla cuando levantó la mirada hacia él.
– ¿No lo sabes?
Hacía mucho tiempo que lo sabía.
– Por qué no me lo dices tú.
Ella se encogió de hombros y volvió a mirar la cometa.
– Bueno, un hombre y una mujer se casan y luego van a casa y se tumban sobre la cama. Cierran sus ojos muy, pero que muy fuerte y piensan en serio, pero muy en serio en la idea. Y luego un bebé entra en la barriga de la mamá
John se rió, no pudo evitarlo.
– ¿Tu mamá sabe que piensas que los bebés son concebidos por telepatía?
– ¿Cómo?
– No me hagas caso. -Había oído o leído en alguna parte que los padres debían hablar con sus hijos sobre sexo a una edad temprana-. Tal vez sea mejor que le digas a tu mamá que sabes que los bebés no crecen en los huertos.
Lo pensó algunos momentos antes de decir:
– No. A mi mamá le gusta contar esa historia algunas veces por la noche. Pero ya le dije que soy demasiado mayor para creer en el Ratoncito Pérez.
Él trató de sonar conmocionado.
– ¿No crees en el Ratoncito Pérez?
– No.
– ¿Por qué no?
Ella lo miró como si fuera estúpido.
– Porque no tene manos donde llevar las monedas.
– Ah… eso es cierto. -Otra vez se quedó impresionado por su lógica de seis años-. Entonces supongo que también eres demasiado mayor para creer en Papá Noel.
Ella se quedó boquiabierta, totalmente escandalizada.
– ¡Papá Noel es de verdad!
Él había supuesto que el mismo razonamiento que había aplicado a los ratones sin manos, se lo podía haber aplicado a un reno que volara, o a un hombre gordo que bajara por la chimenea, o a los pequeños duendes alegres que se pasaban haciendo juguetes trescientos sesenta y cuatro días al año.
– Suelta más cuerda de la cometa -le dijo, luego él se relajó. Escuchó su parloteo incesante y observó pequeños detalles sobre ella. Observó cómo la brisa le revolvía el pelo suave y percibió la forma en que encogía los hombros y levantaba los dedos hasta los labios cada vez que soltaba una risita tonta. Y se reía bastante. Sus temas favoritos eran obviamente animales y bebés. Tenía una gran tendencia al melodrama y no quedaba la menor duda de que era una hipocondríaca.
– Me raspé la rodilla -le dijo después de recitar la larga lista de lesiones que había sufrido recientemente. Se subió el vestido por los flacos muslos, levantó una pierna delante de ella y se tocó con un dedo una tirita de color verde fosforito-. Y me lastimé el dedo del pie -añadió, apuntando una tirita rosa visible bajo su sandalia de plástico-. Amy se lastimó el suyo. ¿Tú tenes pupas?
– ¿Pupas? Hum… -Lo pensó un momento, luego confesó-: Me corté la barbilla con la maquinilla esta mañana.
Sus ojos se cruzaron con los de ella cuando le miró la barbilla.
– Mi mamá tene una tirita. Lleva montones de tiritas en el bolso. Te puedo traer una.
Se vio a sí mismo con una tirita rosa fosforito.
– No. No, gracias -declinó, y comenzó a tomar nota de otras peculiaridades de Lexie, como que decía tene o teno en vez de «tiene» o «tengo». Centró en ella toda su atención e imaginó que eran las dos únicas personas en el parque. Pero por supuesto, no lo eran, y no tardaron en acercarse dos niños. Tenían alrededor de trece años y ambos llevaban puestos pantalones cortos negros y abolsados, grandes camisetas y gorras de béisbol con las viseras hacia atrás.
– ¿No eres John Kowalsky?
– Sí lo soy -dijo, poniéndose en pie. Normalmente no le importaba la fama, especialmente si se le acercaban niños a los que les gustaba hablar de hockey. Pero hoy hubiera preferido que nadie lo reconociera. Aunque debía haberlo sabido. Después de la última temporada, los Chinooks eran más conocidos y populares que nunca. Junto con Ken Griffey y Bill Gates, era la cara más reconocida del estado de Washington, especialmente después de aparecer en esas vallas publicitarias que había hecho para la Asociación de Productos Lácteos.
Sus compañeros de equipo se habían metido con él todo lo que habían querido y más por su bigote blanco de leche y, aunque había fingido que no era así, le habían dado arcadas cada vez que había pasado por delante de una de esas vallas publicitarias. Pero John había aprendido hacía mucho tiempo a no tomar en serio toda la fama que llevaba consigo ser una celebridad del hockey.
– Te vimos jugar contra los Black Hawks -dijo el niño que tenía estampada una foto de snowboard en la camiseta-. Me encantó la forma en que placaste a Chelios en el centro del hielo. Tío, ¡voló!
John también recordaba ese partido. Él había recibido tarjeta amarilla y una magulladura del tamaño de un melón. Había dolido como el demonio, pero eso formaba parte del juego. Era parte de su trabajo.
– Me alegra oír que lo disfrutaste -le dijo y observó esos jóvenes ojos. Lo incomodó la adoración que vio allí. Siempre le sucedía-. ¿Juegas al hockey?
– Sólo en la calle -contestó el otro niño.
– ¿Dónde? -Él buscó a Lexie y la cogió de la mano para que no se sintiera al margen de la conversación.
– En la escuela primaria de mi barrio. Nos juntamos un montón de chicos para jugar.
Mientras los niños le ponían al tanto de sus juegos en la calle, advirtió que una joven caminaba hacia ellos. Sus pantalones vaqueros eran tan ceñidos que tenían que estar haciéndole daño y la parte inferior de su top no le llegaba al ombligo. John podía detectar a una groupie en busca de sexo a cincuenta pasos. Estaban siempre alrededor. Esperando en el vestíbulo del hotel, fuera de los vestuarios o junto al autobús del equipo. Las mujeres que ambicionaban acostarse con celebridades eran fáciles de distinguir entre una multitud. Se percibía en la forma en que caminaban y movían el pelo. En la mirada decidida de sus ojos.
Esperó que la mujer pasara de largo.
No lo hizo.
– David, tu mamá quiere que vayas -dijo, deteniéndose al lado de los dos niños.
– Dile que voy en un segundo.
– Dijo que fueras ahora.
– ¡Mierda!
– Me alegro de haberte visto, tío. -John extendió la mano para estrechársela-. La próxima vez que vayas a un partido, espérame fuera del vestuario y te presentaré a alguno de los chicos.
– ¿En serio?
– ¡Claro!
Cuando los niños se iban, la mujer se quedó rezagada. John soltó la mano de Lexie y la miró mientras decía:
– Es hora de recoger la cuerda de la cometa y bajarla. Tu mamá se preguntará qué nos pasó.
– ¿Eres John Kowalsky?
Él miró a la mujer.
– El mismo -contestó con un tono de voz que dejaba a las claras que no estaba interesado en tener compañía. Era bastante bonita, pero estaba muy delgada y tenía la falsa apariencia de las rubias teñidas como si hubiera tomado el sol demasiado tiempo. La determinación endureció los ojos azules de la chica y vio que se iba a tener que poner rudo con ella.
– Bueno, John -le dijo, y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba con lentitud en una sonrisa seductora-. Soy Connie. -Lo repasó con los ojos de pies a cabeza-. Estás muy bien en vaqueros.
Creía haber oído esa frase antes, pero ya hacia tiempo y no podía recordar dónde con exactitud. Vamos, no sólo era que estuviera haciéndole perder el tiempo que quería pasar a solas con Lexie, sino que, encima, ni siquiera era original.
– Pero me gustaría verte mejor. ¿Por qué no te los quitas?
John lo recordó en ese momento. La primera vez que la había oído tenía veinte años y acababa de fichar por el Toronto. Lo más seguro es que hubiera sido lo suficientemente estúpido para picar.
– Creo que los dos deberíamos seguir con los pantalones puestos -le dijo y se preguntó por qué los hombres eran el único género al que acusaban de utilizar frases hechas para ligar. Las mujeres lo hacían exactamente igual de mal y eran mucho más insinuantes.
– De acuerdo. Pero me pido lo que hay aquí dentro -y paseó la punta de una uña roja a lo largo de su pretina, acariciándolo.
John extendió la mano para quitarse el dedo de encima, pero Lexie se encargó del problema. Ella golpeó la mano de la mujer para quitarla y se metió entre ellos.
– No se toca ahí -dijo Lexie, mirando encolerizadamente a Connie-. Te puedes meter en problemas muy grandes.
La sonrisa de la mujer vaciló mientras miraba hacia abajo.
– ¿Es hija tuya?
John se rió entre dientes, divertido por la expresión feroz de Lexie. Le hubiera venido bien su protección con anterioridad, especialmente en City of Brotherly Love, donde las groupies podían ser bastante peligrosas para los chicos del equipo. Pero nunca lo había protegido una chica y mucho menos una de metro veinte.
– Su madre es amiga mía-dijo con una gran sonrisa.
Volvió a mirar a John y se echó el pelo sobre la espalda.
– ¿Por qué no la mandas con su mamá y tú y yo nos damos un paseíto en mi coche? Tengo un gran asiento trasero.
Algo que se hacía con rapidez en el asiento trasero de un Buick ni siquiera despertaba su curiosidad.
– No me interesa.
– Te haré cosas que ninguna mujer te ha hecho.
John lo dudaba seriamente. Creía que había hecho de todo al menos una vez; la mayoría de las cosas las había hecho dos veces sólo para asegurarse. Colocó la mano en el hombro de Lexie y barajó varias maneras diferentes de decirle a Connie que se perdiera. Pero con su hija tan cerca, tenía que tener cuidado de cómo la rechazaba.
Al acercarse Georgeanne le solucionó el problema.
– Espero no interrumpir nada -dijo con voz dulce.
Él recurrió a Georgeanne y le rodeó la cintura con un brazo. Con la mano en su cadera escrutó su cara sorprendida y sonrió.
– Sabía que no podrías mantenerte alejada.
– ¿John? -Ella se quedó sin aliento.
En vez de responder a la pregunta implícita en su tono, levantó la mano del hombro de Lexie y señaló a la mujer rubia.
– Georgie, cariño, ésta es Connie.
Georgeanne esbozó a duras penas una de sus falsas sonrisas y dijo:
– Hola, Connie.
Connie le echó un vistazo a Georgeanne, luego se encogió de hombros.
– Pudo haber sido maravilloso -le dijo a John y se marchó.
Tan pronto como Connie se dio la vuelta, John observó cómo los voluptuosos labios de Georgeanne se apretaban en una línea dura. Lo miraba como si quisiera darle un codazo.
– ¿Estás colocado?
John sonrió y le susurró al oído.
– Se supone que somos amigos, ¿recuerdas? Sólo cumplo con mi parte.
– ¿Y vas por ahí manoseando a todos tus amigos?
John se rió. Se rió de ella, de la situación en sí, pero sobre todo se rió de sí mismo.
– Sólo a las que tienen bonitos ojos verdes y unas bocas tan besables. Deberías recordarlo.