PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Llamó al local Café Pappas e Hijos. En 1964, cuando lo abrió, sus chicos tenían sólo ocho y dos años, pero pensaba que uno de ellos se haría cargo del negocio cuando él se hiciera viejo. Al igual que cualquier padre que no fuera un malaka, quería que a sus hijos les fuese mejor que a él en la vida. Quería que asistieran a la universidad. Pero, qué diablos, nunca se sabía cómo iban a darse las cosas. Podía ser que uno de ellos tuviera madera de universitario, pero el otro no. También podía ser que los dos fueran a la universidad y decidieran encargarse juntos del negocio. Como quiera que fuese, aseguró la jugada y añadió los nombres de ellos al letrero. De ese modo, los clientes sabrían qué clase de individuo era. Dirían: «He aquí un tipo consagrado a su familia. John Pappas está pensando en el futuro de sus hijos.»

Era un bonito letrero, con imágenes en negro sobre un fondo gris perla, con la palabra «Pappas» el doble de grande que «e Hijos», en enormes letras mayúsculas, junto al dibujo de una taza de café humeante en un plato. El tipo que fabricó el letrero puso una elegante letra P en un lado de la taza, caligrafiada, y a John le gustó tanto que mandó hacer el mismo grabado en las tazas de verdad que se utilizaban en el local. Igual que los que visten con distinción se hacen bordar sus iniciales en los puños de la camisa.

John Pappas no tenía camisas elegantes. Tenía un par de ellas azules y de algodón para ir a la iglesia, pero la mayoría de las demás eran blancas y de botones, y todas de las que no necesitaban planchado, para evitar el gasto de la tintorería. Además, su mujer, Calliope, no era de las que planchan. Cinco de manga corta para la primavera y el verano y otras cinco de manga larga para el otoño y el invierno, colgadas en filas en la cuerda que había tendido en el sótano de la casa. No sabía por qué se tomaba la molestia de tener para elegir. En la cafetería siempre hacía calor, sobre todo si uno estaba cerca de la parrilla, y hasta en invierno llevaba la camisa remangada por encima del codo. Camisa blanca, pantalón caqui y zapatos Montgomery Ward fuertes y resistentes a la humedad. Un delantal por encima del pantalón, un portabolígrafos en el bolsillo de la camisa. Su uniforme.

Era guapo a su estilo, tenía una nariz prominente. Había cumplido los cuarenta y ocho a finales de la primavera de 1972. El pelo lo tenía negro y lo llevaba peinado hacia arriba y hacia atrás a los lados, un poco por encima de las orejas, más bien largo, como los chicos. Hacía ya unos años que lucía aquella imagen austera. El pelo de las sienes se le había vuelto blanco. Al igual que muchos hombres que habían luchado en la Segunda Guerra Mundial, no había hecho un solo abdominal ni una sola flexión desde que lo licenciaron, veintisiete años atrás. Un marine que había salido de la campaña del Pacífico no tenía nada que demostrar en lo que a hombría se refiere. Fumaba, un hábito que había adquirido por cortesía del cuerpo de Marines, el cual acompañaba con cigarrillos la comida supercalórica que daba a los soldados, y se agitaba a menudo. Pero como su trabajo era de tipo físico, se mantenía bastante en forma. De hecho, tenía el vientre casi plano. Y se sentía especialmente orgulloso de su tórax.

Llegaba al local a las cinco de la mañana, dos horas antes de la hora de abrir, para lo cual se levantaba todos los días a las cuatro y cuarto. Tenía que recibir al vendedor del hielo y a otros repartidores, hacer el café y preparar unas cuantas cosas. Podría haber dicho a los repartidores que se presentaran más tarde, para así dormir una horita más, pero aquel momento de la jornada le gustaba más que cualquier otro. De hecho, siempre despertaba con los ojos abiertos de par en par y listo para entrar en acción, sin necesidad de ningún despertador. Bajar las escaleras con cuidado para no despertar a su mujer ni a sus hijos, recorrer la casi desierta calle Dieciséis conduciendo su Electra 225 con los faros encendidos y la mano en que sostenía el cigarrillo colgando por la ventanilla. Y luego disfrutar de aquel rato de tranquilidad en la cafetería, a solas con su radio Motorola, escuchando la suave voz de los locutores de la WWDC, hombres de su misma edad que contaban con la misma experiencia vital que él, no esos que hablaban a toda velocidad en las emisoras de rock and roll ni los mavros de la WOL o la WOOK. Tomarse el primero de muchos cafés, siempre en un vaso de plástico, charlar de trivialidades con los repartidores que se iban sucediendo en un goteo constante, y que ya eran casi de la familia porque habían ido cogiéndole cariño a aquel momento suspendido entre la noche y el alba.

Era un restaurante, no un café, pero café sonaba mejor, tenía como más «clase», según decía Calliope. Dentro del entorno familiar, John lo llamaba simplemente el magazi. Se encontraba situado en la calle N, debajo del Dupont Circle, justo al lado de la avenida Connecticut, a la entrada de un callejón. En el interior había una docena de banquetas espaciadas alrededor de una barra de fórmica en forma de herradura y un par de mesas para cuatro con sofá para sentarse, puestas junto a la enorme cristalera que daba a una generosa vista de Connecticut y la N. Los colores dominantes, similares en muchos establecimientos cuyo dueño era griego, eran el blanco y el azul. Había asientos para un máximo de veinte personas. Se organizaba un pequeño revuelo en la franja de los desayunos y las dos horas punta del almuerzo, y había mucho tiempo muerto en el que los cuatro empleados, todos negros, charlaban, hacían el tonto, se sentaban pensativos y fumaban. Y también su hijo mayor, Alex, si estaba trabajando. El soñador.

No existía ninguna cocina «en la trastienda». La parrilla, la plancha para los sándwiches, el expositor refrigerado para los postres, la nevera de los helados, la barra de refrescos y las cafeteras, hasta el lavavajillas, todo estaba detrás del mostrador para que lo vieran los clientes. Aunque el espacio era pequeño y el número de asientos limitado, Pappas había puesto en marcha un servicio de entrega a domicilio que representaba una parte significativa del volumen de ventas diario. Facturaba unos trescientos o trescientos veinticinco al día.

A las tres en punto dejaba de hacer sonar la caja registradora y cortaba la cinta. La parrilla se cerraba y se tapaba a las cuatro. Después de las dos y media ya entraba poca gente en el local, pero él lo mantenía abierto hasta las cinco, a fin de tener tiempo para limpiar, hacer los pedidos y servir a alguien que por casualidad entrara a tomarse un sándwich frío. Desde la hora en que llegaba hasta la hora en que cerraba, permanecía doce horas de pie.

Y aun así no le importaba. Nunca había querido ganarse la vida haciendo otra cosa. Lo mejor de aquello, pensó mientras se acercaba al local cuando el cielo empezaba a clarear, es lo de ahora: agacharse para recoger el pan y los bollos que ha dejado en la puerta el repartidor de Ottenberg y a continuación encajar la llave en la cerradura de la puerta.

«No pertenezco a nadie. Esto es mío.»

Pappas e Hijos.


Alex Pappas llevaba sólo unos minutos con el dedo pulgar levantado, de pie en el arcén del University Boulevard de Wheaton, cuando paró para recogerlo un VW de trasera cuadrada. Alex echó una carrera hasta la puerta del pasajero, y al acercarse echó un vistazo al conductor. Al otro lado de la ventanilla semiabierta vio a un tipo joven, de pelo largo y bigote en forma de manillar. Probablemente un porrero, lo cual no lo molestaba en absoluto. Se subió al coche y se dejó caer en el asiento.

– Hola -dijo Alex-. Gracias por parar, tío.

– De nada -contestó el otro al tiempo que salía del arcén, metía la segunda y aceleraba en dirección al distrito financiero de Wheaton-. ¿Adónde vas?

– Hasta el final de Connecticut, a Dupont Circle. ¿Tú vas hasta allí?

– Voy a Calvert Street. Trabajo allí, en el Sheraton Park.

– Genial -dijo Alex con entusiasmo. Desde allí hasta el Circle había sólo un par de kilómetros o así, y cuesta abajo. Podría ir andando. Era poco corriente conseguir que alguien lo llevase hasta el centro mismo.

Debajo del salpicadero, en un bastidor, el joven del bigote había montado un reproductor de ocho pistas, y en aquel momento estaba sonando Walk on Gilded Splinters, del álbum Rockin the Fillmore de Humble Pie. La música se oía con muchos agudos a través de unos altavoces baratos apoyados en el suelo, cuyos cables subían hasta el reproductor. Alex tuvo cuidado de no enredarse los pies en ellos. El coche olía a marihuana. Vio varios restos de porros amarillentos amontonados en el cenicero, junto con las colillas apagadas.

– No serás un poli de Narcóticos, ¿verdad? -dijo el otro al ver que Alex escrutaba el paisaje.

– ¿Yo?-respondió Alex con una risita-. Qué va, tío, a mí me la suda.

¿Cómo iba a ser policía? Si sólo tenía dieciséis años. Pero era de conocimiento general que si a un poli de Narcóticos le preguntaban si era uno de ellos, tenía que responder con la verdad. De lo contrario, un jurado desestimaría cualquier acusación. Por lo menos eso era lo que sostenían Pete y Billy, los amigos de Alex. Este tipo sencillamente estaba siendo cauteloso.

– ¿Te apetece colocarte?

– Ya quisiera -contestó Alex-, pero es que voy al local de mi padre. Tiene un restaurante en el centro.

– Te pondrías paranoico con la comida, ¿eh?

– Sí -dijo Alex. No deseaba contarle a aquel desconocido que nunca se colocaba cuando estaba trabajando en el local de su padre. La cafetería era sagrada, una especie de iglesia personal de su padre. No estaría bien.

– ¿Te importa si yo lo hago?

– Adelante.

– Santurrón -dijo el otro sacudiendo la melena, al tiempo que rebuscaba en el cenicero y cogía el porro más gordo que había entre las colillas y las cenizas.

El trayecto estuvo bien. Alex tenía en casa aquel álbum de Humble Pie, se sabía las canciones, le gustaba la voz desquiciada de Steve Marriot y las guitarras de éste y de Frampton. El tipo que conducía le pidió que subiera las ventanillas mientras él fumaba, pero ese día no hacía mucho calor, de modo que tampoco le importó. Menos mal que aquel tipo no sufrió un cambio de personalidad después de colocarse. Siguió siendo tan afable como antes.

Como autostopista, Alex lo llevaba bastante bien. Era un chaval delgado, de bigote ralo y cabello rizado que le llegaba hasta el hombro. Un adolescente de pelo largo, vestido con vaqueros y camiseta con bolsillito, no era algo que les resultara desacostumbrado a los conductores, tanto a los jóvenes como a los de mediana edad. No tenía cara de malo ni un físico amedrentador. Podría haber cogido el autobús que iba al centro, pero prefería la aventura de hacer autostop. Lo recogía gente de todas clases. Pirados, tipos convencionales, pintores, fontaneros, colegas más o menos de su edad, tías, hasta personas de la edad de sus padres. Rara vez había tenido que esperar mucho para que parase alguien.

Aquel verano sólo había tenido unos cuantos casos chungos. Uno de ellos le ocurrió yendo por Military Road, cuando estaba intentando que alguien lo llevara en el segundo tramo y lo recogió un coche lleno de chicos de St. John. El coche apestaba a porro y a cerveza. Varios de ellos empezaron a ridiculizarlo de inmediato. Cuando les dijo que se dirigía al local de su padre, a trabajar, se pusieron a decir cosas sobre aquel empleo de mierda y sobre su viejo. Cuando mencionaron a éste, se sonrojó, y uno de ellos dijo: «Ja, fijaos, está cabreándose.» Le preguntaron si alguna vez se había follado a una tía. Y luego, que si se había follado a un tío. El peor era el que conducía. Dijo que iban a parar en una calle secundaria para ver si Alex sabía encajar un puñetazo. Alex dijo: «Dejadme bajar en ese semáforo», y otros dos chicos soltaron una carcajada al ver que el conductor se saltaba el semáforo en rojo. «Para», dijo Alex en tono más firme, y el conductor dijo: «Vale, y después te follamos.» Pero el que estaba al lado de Alex, que tenía mirada de buena persona, intervino: «Para y deja que se baje, Pat», y el conductor obedeció en medio del silencio general. Alex le dio las gracias al chico, que obviamente era el líder del grupo y el más fuerte, y acto seguido se apeó del coche, un GTO que llevaba una pegatina que rezaba: «El Jefe.» Alex tuvo la seguridad de que era propiedad de los padres del chico.

En el punto en que University se transformaba en Connecticut, en Kensington, el del bigote en forma de manillar se puso a hablar de un cántico que conocía; si uno lo repetía muchas veces, sin parar, seguro que tenía un día estupendo. Explicó que él lo hacía con frecuencia, mientras trabajaba en la lavandería del Sheraton Park, y que le producía «vibraciones positivas».

– Nam-myo-ho-rengay-kyo -dijo, a la vez que dejaba a Alex en el puente Taft, que cruza el parque Rock Creek-. Que no se te olvide, ¿vale?

– Vale -contestó Alex al tiempo que cerraba la portezuela del VW-. Gracias, tío. Gracias por traerme.

Alex recorrió el puente a la carrera. Si cubría corriendo la distancia que lo separaba del café, no llegaría tarde. Mientras corría, iba repitiendo el cántico. No podía hacerle nada malo, era como creer en Dios. Mantuvo el paso, descendió la prolongada cuesta, dejó atrás bares y restaurantes, atravesó en línea recta Dupont Circle, rodeó la fuente del centro, pasó por delante de los restos de los hippies que ya empezaban a parecer menos hippies y a pasarse de moda, por delante de oficinistas, secretarias y abogados, y junto al teatro Dupont y a Bialek's, donde solía comprar los discos difíciles de encontrar y donde recorría los suelos de madera rebuscando entre las pilas de libros preguntándose quiénes serían todas aquellas personas cuyos nombres figuraban en los lomos. Para cuando llegó al edificio del Sindicato de Operarios, ubicado en el 1300 de Connecticut, ya se le había olvidado el cántico. Cruzó la calle en dirección a la cafetería.

Dos arbustos de hoja perenne en tiestos de barro colocados junto a la puerta de entrada sostenían un parapeto de un metro de altura. Alex podría rodear dicho parapeto, como hacían todos los adultos, pero siempre prefería saltar por encima según llegaba. Y lo mismo hizo en esta ocasión, y fue a aterrizar de plano con las suelas de sus zapatillas Chuck negras. A continuación miró por el cristal y vio a su padre, que detrás del mostrador, con un lápiz en la oreja y cruzado de brazos, lo miraba con una mezcla de impaciencia y diversión.


«Hablar en voz alta y no decir nada, Primera Parte», decía la radio cuando Alex entró en el local. Eran poco más de las once. Alex no tuvo necesidad de mirar el reloj de la Coca-Cola que colgaba de la pared por encima de la máquina de tabaco de D.C. Vending para saber qué hora era. A las once, su padre dejaba que los empleados sintonizaran la emisora que más les gustase. Y también sabía que se trataba de la WOL, en vez de la WOOK, porque Inez, que a sus treinta y cinco años era la más antigua de la plantilla, tenía derecho a escoger antes que los demás, y prefería la O-L. Inez, la alcohólica fumadora de Viceroy, piel morena, ojos enrojecidos, pelo liso, estaba apoyada contra la plancha de sándwiches, todavía recuperándose de una juerga a base de escocés St. George que se había corrido la noche anterior, disfrutando lánguidamente de un cigarrillo. Se despejaría, como siempre, cuando llegara la hora punta.

– Epitelos -dijo John Pappas cuando Alex entró a toda prisa y se sentó de inmediato en una banqueta tapizada de azul. Venía a significar algo así como: «Ya era hora.»

– ¿Qué pasa? No he llegado tarde.

– Si es que diez minutos tarde no te parece tarde.

– Ya estoy aquí -replicó Alex-. Ya está todo bien. De manera que no tienes por qué preocuparte, papá. El negocio está a salvo.

– Pesado -dijo John Pappas, con toda la efusividad de que era capaz. Luego hizo un leve gesto con la mano como para olvidar el asunto. «Lárgate de aquí, pelmazo. Te quiero.»

Alex tenía hambre. Nunca se despertaba a tiempo para desayunar en casa, y nunca conseguía llegar a la cafetería a tiempo para la franja del desayuno. A las diez y media se encendía la parrilla para el almuerzo, y entonces estaba demasiado caliente para hacer unos huevos sin quemarlos. Iba a tener que buscarse algo por su cuenta.

Rodeó el mostrador para llegarse hasta el hueco que había en el lado derecho. Saludó a Darryl Wilson, Júnior, cuyo padre, Darryl, Sénior, era el técnico de reparaciones del edificio de oficinas que tenían encima. Júnior estaba de pie tras una cortina de plástico transparente cuya finalidad era que los clientes no vieran cómo se lavaban los platos, y también mantener confinados la humedad y el calor que se generaban. Tenía diecisiete años, era alto y desgarbado, poco hablador, y le encantaban las gorras muy decoradas, los pantalones de campana con bolsillos pegados y la ropa de Flagg Brothers. Siempre llevaba un cigarrillo detrás de la oreja. Alex jamás le había visto sacar uno de la cajetilla.

– Hola, Júnior -dijo Alex.

– ¿Qué pasa, muchachote? -respondió, como era habitual en él, Júnior, que le doblaba la estatura a Alex.

– No lo llevo mal -repuso Alex.

– Pues vale -contestó entre risas, a causa seguramente de alguna broma privada-. Pues vale.

Alex dobló la esquina desde el otro lado de la cortina y topó con Darlene, que estaba precocinando hamburguesas en la parrilla. Se volvió a medias al verlo, con la espátula en alto. Lo miró de arriba abajo y le ofreció una media sonrisa.

– ¿Qué hay, cielo? -lo saludó.

– Hola, Darlene -dijo Alex, preguntándose si la chica habría notado cómo le temblaba la voz.

Darlene había dejado los estudios que cursaba en el instituto Eastern. Tenía dieciséis años, como él. Las empleadas vestían uniformes de restaurante anticuado, pero a ella el suyo le sentaba de otra manera. Darlene tenía caderas marcadas, pechos grandes y un trasero respingón prieto como un guante. Y también un peinado afro y unos preciosos ojos pardos que sonreían.

Lo ponía nervioso. Hacía que se le secase la boca. Se dijo a sí mismo que ya tenía novia, y que le era fiel, así que todo lo que pudiese pasar entre Darlene y él no iba a pasar nunca. En el fondo sabía que aquello era mentira y que, sencillamente, tenía miedo. Miedo porque ella debía de tener más experiencia que él. Miedo porque era negra, y las negras exigían quedar satisfechas. Cuando se ponían cachondas, se transformaban en animales salvajes. O eso al menos decían Billy y Pete.

– Quieres algo de comer, ¿a que sí?

– Sí.

– Pues ve a hablar con tu padre -replicó Darlene indicando con un movimiento de la cabeza la zona de la caja registradora-. Voy a prepararte algo bueno.

– Gracias.

– A mí también me está entrando hambre. -Darlene soltó una risita y añadió-: Y lo que me gustaría…

Alex se sonrojó e, incapaz de pronunciar palabra, siguió a lo suyo. Pasó junto a Inez, que estaba metiendo en una bolsa un montón de pedidos para entregar a domicilio, preparándose para trasladarlos a «la estantería», el lugar en que Alex se pondría en acción. No lo saludó al verlo.

Un poco más adelante dijo hola a Paulette, la camarera que servía a los clientes dentro del local. Tenía veinticinco años, era entrada en kilos, de facciones grandes y muy religiosa. Después de comer se adueñaba de la radio para sintonizar la emisora de gospel, cosa que todo el mundo le perdonaba, porque era encantadora. Con su vocecilla aguda y suave como un ratón, resultaba casi invisible.

Paulette estaba llenando los botes de ketchup Heinz con ketchup Townhouse, la marca barata de Safeway. Todas las tardes, el padre de Alex compraba en el Safeway determinados artículos que eran más baratos que los que ofrecían los comerciales que lo visitaban.

– Buenos días, señorito Alex -le dijo.

– Buenos días, señorita Paulette.

Alex encontró a su padre junto a la caja registradora, a la que sólo tenían acceso ellos dos. En la parte delantera de la misma habían puesto un impreso de Hacienda, con dos teclas ordenadas por dólares y centavos. Si el importe de una consumición llegaba a los veinte dólares, cosa que rara vez sucedía, la tecla que indicaba diez dólares se pulsaba dos veces. En los costados de la caja había trocitos de papel pegados con cinta adhesiva en los que Alex había escrito fragmentos de letras de canciones que le parecían poéticos o profundos. Uno de los clientes, un abogado fumador de pipa que tenía un trasero voluminoso y un saque de aúpa, supuso que el autor de aquellas letras era el propio Alex, y le dijo a John Pappas, en tono de broma, que a su hijo, para ser escritor, no se le daba mal servir en la barra. Pappas, con una sonrisa que no era una sonrisa, respondió: «No se preocupe por mi chico. Lo va a hacer estupendamente.» Alex recordaría siempre a su padre por aquello, y por esa clase de cosas lo quería.

John entregó a su hijo unos cuantos billetes de un dólar y de cinco. Acto seguido puso sobre el mostrador paquetitos de monedas de diferente valor: veinticinco centavos, diez, cinco y uno.

– Aquí tienes el banco, Alexander. Hay un par de pedidos para entregar cuanto antes.

– Estoy listo. Pero antes voy a pillar algo de comer.

– Cuando esos pedidos lleguen a la estantería, quiero verte fuera de aquí. No quiero que se retrasen.

– Darlene me está haciendo un sándwich.

– Déjate de ligoteos.

– ¿Cómo?

– Tengo ojos. Ya te he dicho otras veces que no hagas muchas migas con el personal.

– Sólo he estado hablando con ella.

– Haz lo que te digo. -John Pappas volvió la vista hacia la estantería situada por encima del lavavajillas, junto a la que Júnior estaba bajando un grifo manguera con boquilla a presión, a fin de lavar a mano una cazuela. Inez estaba empujándolo con el codo para que se hiciera a un lado mientras ella depositaba en la estantería dos bolsas de papel marrón con etiquetas-. Ya tienes pedidos que entregar.

– ¿No puedo tomar algo antes?

– Tómatelo por el camino.

– Pero, papá…

John Pappas señaló con el pulgar la parte de atrás de la cafetería.

– Súbete al caballo, chico.


Alex Pappas engulló un sándwich de lechuga, tomate y beicon junto al puesto de Júnior y a continuación cogió las dos bolsas de la estantería. Cada una llevaba grapada una factura para el cliente en cuya cabecera estaba escrita, con la florida caligrafía de Alma, la dirección de entrega. Debajo se detallaba el pedido, artículo por artículo, con precios, impuestos y el total rodeado por un círculo. A Alex le gustaba adivinar la parte correspondiente al impuesto cargada al subtotal. No resultaba fácil, porque en Washington siempre se indicaba un porcentaje y una fracción, nunca un número entero. Pero había descubierto una manera de hallarlo a base de multiplicaciones y sumas. En el colegio siempre había tenido dificultades con las matemáticas, pero a calcular porcentajes había aprendido por su cuenta manejando la caja registradora.

Trabajar en la cafetería resultaba, en muchos sentidos, más beneficioso que el colegio. Aprendió matemáticas prácticas.

Aprendió a tratar con adultos. Conoció a gente a la que de lo contrario no habría conocido nunca. Y lo más importante era lo que había aprendido observando a su padre. Lo que hacían los hombres era trabajar, no dedicarse al juego ni a ir de gorrones ni a perder el tiempo. Sino a trabajar.

Alex salió por la puerta de atrás a un pasillo en el que había un armario donde se guardaban los útiles de limpieza y un cuarto de aseo que utilizaban los empleados (su padre y él usaban los baños del edificio de oficinas de arriba). Subió un corto tramo de escaleras que llevaban a la puerta trasera y salió a un callejón. Este tenía forma de «T» y tres salidas: hacia el norte la calle N, hacia el sur Jefferson Place y hacia el oeste la calle Diecinueve. El primer sitio donde tenía que parar era el edificio Brown, una construcción en forma de caja que se llamaba así a causa de su color marrón y que contenía viviendas de funcionarios, situada en el 1220 de la calle Diecinueve.

El dinero estaba bien. Era mejor que cualquier salario mínimo de un dólar sesenta la hora que pudiera haber conseguido. Su padre le pagaba quince dólares al día, y él se sacaba otros quince o veinte en propinas. Al igual que a los demás empleados, su padre le daba la paga por semana, metida en un sobrecito marrón, en efectivo. Alex no pagaba impuestos. A diferencia de sus amigos, él siempre llevaba en el bolsillo dinero para gastar.

Al cabo de tantos veranos, se conocía todos los callejones, todas las grietas que tenían las aceras de todos los bloques situados al sur de Dupont. Era el quinto verano que trabajaba de repartidor para su padre. Empezó a los once años. Su padre había insistido en que trabajase, mientras que su madre opinaba que era demasiado pequeño. El mismo se sorprendió al descubrir que, tras unos pocos días de inseguridad, era capaz de desempeñar aquel trabajo. Su padre nunca lo trataba con favoritismo. Cuando en un par de ocasiones, en las primeras semanas, volvió con dinero de menos, su padre le descontó la diferencia de su paga. Después de aquello, puso mucha atención a la hora de contar el cambio que le daban los clientes. A los once era el típico chaval que tenía la cabeza en las nubes. Se distraía con facilidad, se paraba a mirar los escaparates de la avenida y a menudo se retrasaba. Era muy ingenuo en lo referente a las costumbres de la ciudad y a los depredadores de la misma. Aquel primer verano, tras hacer una entrega cerca del Circle, un viejo le dio un pellizco en el culo, y cuando se volvió para ver quién le había hecho tal cosa, el viejo le guiñó un ojo. Alex se quedó perplejo, cavilando por qué aquel tipo lo había tocado de semejante forma. Pero sabía lo bastante para no contarle el incidente a su padre cuando regresó a la cafetería. Su padre habría buscado a aquel viejo en la calle y, de eso estaba seguro, le habría sacudido una paliza que lo habría dejado medio muerto.


Alrededor de la cafetería había muchos bufetes de abogados importantes como Arnold amp; Porter, Steptoe amp; Johnson y otros. A Alex no le gustaba el tono condescendiente con que algunos de aquellos abogados, tanto hombres como mujeres, le hablaban a su padre. ¿Es que no sabían que era un veterano de guerra que había pertenecido al cuerpo de Marines? ¿No sabían que era capaz de mandarlos al otro lado de la calle de una patada en sus blanditos traseros? A algunos se les notaba a las claras que se consideraban superiores a su padre, lo cual generó en él, durante muchos años, un resentimiento de obrero. Pero otros tantos eran gente amable. Era frecuente que se pasaran un rato sentados a la barra con un café a modo de excusa para charlar con su viejo. John Pappas era más que un hombre callado; sabía escuchar.

Aquellos bufetes de abogados necesitaban, para funcionar, secretarias y excéntricos encargados del correo, y Alex fue haciéndose amigo de las chicas y de los pirados, tipos barbudos que vestían pantalón corto y camisetas con leyendas, y también de los empleados de los garajes que vigilaban los coches de los empleados. En Jefferson Place, una calle estrecha de viviendas residenciales puestas en fila y convertidas en locales comerciales, había varios bufetes más pequeños y asociaciones que llevaban causas como los derechos de los Nativos Americanos y las mejoras salariales para los vendimiadores. «Hippies de lujo», los llamaba su padre. Pero no eran como los hippies -los pocos que quedaban- del Circle. Estos vestían de camisa y corbata. Y las mujeres que trabajaban en esta calle parecían estar en un pie de igualdad con los hombres. Iban sin sujetador y con minifalda, pero así y todo.

Mientras que los años anteriores Alex los había pasado en aquel estado de ensoñación, cuando entraron en acción sus hormonas empezó a fijarse en las jóvenes trabajadoras, justo al mismo tiempo que empezó a encontrar significado en el rock and roll y la música soul. De una forma elemental, sabía que todo ello estaba relacionado de algún modo. Mientras iba de camino a entregar un pedido cantaba las canciones que oía en las emisoras de soul, y a veces las cantaba cuando iba solo en los ascensores, y fue aprendiendo por experiencia cuáles tenían la mejor acústica. «Groove Me.» «In the Rain.» «Oh Girl.» Además, programaba las rutas de manera que pudiera ver a alguna chica en particular que le gustase, porque sabía dónde era probable encontrársela a determinadas horas del día. La mayoría de ellas lo consideraban un crío, pero a veces les sonreía y obtenía a cambio una sonrisa que implicaba algo más: «Eres joven, pero tienes algo. Ten paciencia, Alex. Ya te llegará. No te falta tanto.»

Tenía todo por delante, y era todo nuevo.


Capítulo 2

Dos hermanos remontaban una calle en ligera pendiente en dirección a un pequeño comercio tradicional que se llamaba Nunzio's. Justo acababan de terminar de jugar un partido de uno contra uno en la cancha descubierta de un centro recreativo que se encontraba junto a una iglesia africana episcopal metodista. El mayor de los dos, James Monroe, que tenía dieciocho años, llevaba un gastado balón de baloncesto bajo el brazo.

Tanto James como su hermano pequeño, Raymond, eran delgados y larguiruchos, de vientre plano, pecho liso y hombros y brazos bien torneados. Los dos llevaban el cabello inflado. James, que se había graduado en el instituto hacía poco, era guapo y bien formado, y medía más de uno ochenta. Raymond, a sus quince años, era igual de alto que James. Mientras caminaban, Raymond iba levantándose el pelo con ayuda de un pincho rematado en puño.

– James -dijo Raymond-, ¿has visto ya el estéreo nuevo que tiene Rodney?

– ¿Que si lo he visto? Estaba con él cuando se lo compró.

– Tiene unos pedazo altavoces Bozay, tío.

– Se dice Bose. Tú lo pronuncias como si fuera francés o algo así.

– Como se diga, son unos altavoces de cagarse.

– Son unos altavoces muy buenos.

– Tío, me puso un disco de ese grupo nuevo, Earth, Wind and Fire.

– No es tan nuevo. El tío William tiene los dos primeros discos.

– Pues para mí, sí -replicó Raymond-. Rodney puso una canción que se titula Power. Empieza con un instrumento muy raro…

– Es una kalimba, Ray. Un instrumento africano.

– Y después, entra la música a toda pastilla. Es una canción que no tiene letra. Cuando Rodney subió el volumen… te lo juro, tío, es que aluciné.

– Deberías haber oído esos altavoces en la tienda de estéreos a la que fuimos -dijo James-, la de Connecticut. Tienen una sala especial al fondo, toda con paredes de cristal. La llaman el «Mundo del Audio». El dependiente, un colega blanco de pelo largo, puso un disco de Wilson Pickett. Engine Number 8, esa jam session tan larga. Debe de ser el disco que pone cada vez que quiere vender un equipo estéreo a un negro. Sea como sea, Rodney no entró al trapo, así que va y le dice al colega: «¿No tiene algún disco que pueda enseñarme que no sea de rock?»

– Hizo pensar al blanco ese.

– Exacto. Y va el dependiente y le pone uno de Led Zeppelin. Ese tema que tiene todas esas cosas raras en el medio, con la música saliendo de un altavoz y entrando en el otro. Uno en el que el cantante habla de que «Voy a darte hasta el último gramo de mi amor».

– Sí, Led Zeppelin… es un tío de cagarse.

– Es un grupo, idiota. No un tío solo.

– ¿Por qué siempre estás corrigiéndome?

– Deberías haberlo oído, Ray. Con aquellos altavoces, uno tenía la impresión de que iba a salir volando por los aires. No veas lo rápido que sacó la cartera Rodney. Un cuarto de hora después, el tío de la tienda le estaba metiendo en el maletero del coche un par de altavoces 5.0 Bozay.

– Pero ¿no era Bose?

James levantó la mano y le dio un cachete afectuoso a su hermano en la cabeza.

– Estaba jugando contigo, colega.

– Me gustaría tener un estéreo igual que ése.

– Ya -contestó James Monroe-. Rodney se ha comprado el estéreo más guay de todo Heathrow Heights.

Heathrow Heights era una comunidad pequeña, compuesta por unos setenta chalés y apartamentos, bordeada por unas vías de tren al sur, bosques al oeste, parques al norte y un gran bulevar comercial al este. Era un barrio exclusivamente de negros, fundado por antiguos esclavos del sur de Maryland en unos terrenos que les cedió el gobierno.

Por su geografía, algunos dicen que por su diseño, Heathrow Heights estaba cerrado sobre sí mismo y aislado de los vecindarios blancos y de clase media-alta que lo rodeaban. Existían varias comunidades que tradicionalmente eran negras, la mayoría más grandes que ésta tanto en extensión como en población, como la de Montgomery County. Pero ninguna parecía tan recluida y segregada como la de Heathrow. La gente que crecía aquí por lo general se quedaba aquí, y traspasaba sus propiedades, si es que había logrado conservar la titularidad de las mismas, a sus herederos. Los residentes se sentían orgullosos de su legado, y en general preferían permanecer con los suyos.

Sin embargo, las condiciones de vida distaban mucho de ser utópicas, y desde luego había habido dificultades y problemas. Mientras que los primeros residentes eran dueños de sus propiedades mediante escritura, durante la Depresión muchas casas habían sido vendidas a especuladores. La mayoría de dichas propiedades fueron adquiridas por un grupo de empresarios blancos de allí mismo, que construyeron en los solares viviendas baratas y mínimamente sólidas y pasaron a ser dueños no presentes. La mayor parte de esas viviendas no tenían ni agua caliente ni cuartos de baño interiores. El calor provenía de estufas de leña.

Los niños asistían a una escuela que tenía una única aula, más adelante dos, situada en los terrenos de una iglesia africana episcopal metodista. En ella estudiaron los alumnos de los cursos más básicos hasta el gran cambio habido en 1954. Los residentes compraban en un establecimiento de tipo tradicional, Nunzio's, fundado por un inmigrante italiano, y que con el tiempo pasó al hijo de éste, Salvatore. Como consecuencia, muchos llegaron a la edad adulta sin haber tenido mucho contacto con los blancos.

La mayoría de las calles de Heathrow permanecieron sin pavimentar hasta los años cincuenta. Para los sesenta, los activistas de dicha comunidad ya habían solicitado al gobierno que obligara a los propietarios a introducir mejoras en las casas. Los funcionarios accedieron de mala gana. Una asociación de mujeres de una de las comunidades blancas vecinas se había unido con los residentes de Heathrow para presionar al gobierno. En 1972, el barrio estaba hecho una ruina. Las casas desvencijadas, mal construidas y «mejoradas», estaban a punto de desmoronarse. En los patios traseros, entre juguetes rotos y escombros, se oxidaban lentamente los coches con las llantas apoyadas en ladrillos.

Para los liberales locales, constituía un tema de conversación para la cena, un motivo para sacudir despacio la cabeza en un gesto negativo entre el momento de servir el asado y la segunda copa de cabernet. Para algunos adolescentes de la clase media y trabajadora de la zona, que habían aprendido de sus padres lo que era la inseguridad, Heathrow Heights era objeto de ridiculizaciones, calumnias y bromas pesadas. Lo llamaban «Negro Heights». Para James y Raymond Monroe, y para la madre de ambos, que trabajaba de asistenta a media jornada, así como para su padre, mecánico de los autobuses de la empresa D.C. Transit, Heathrow era el hogar. De ellos, James era el único que soñaba con salir de allí y prosperar.

James y Raymond se encontraron con dos jóvenes, Larry Wilson y Charles Baker, que estaban sentados en el bordillo de la acera, delante de Nunzio's. Los dos iban sin camiseta, dado el calor que hacía. Larry estaba fumándose un Salem, y le daba caladas tan rápidas que el papel se había arrugado. Ambos estaban bebiendo latas de cerveza Carling Black Label. Entre los dos había una bolsa de color marrón.

Baker tenía una mata de pelo apelmazada en algunos lugares. Miró a Raymond con unos ojos pardos prematuramente faltos de vida. Su rostro había quedado marcado por una cicatriz que le hizo un chico con una cuchilla para cartón al que se le ocurrió cuestionar su virilidad. Se juntó un corrillo de personas para presenciar la pelea, la cual fue tema de conversación durante varios días. Charles, sangrando profusamente por el corte pero visiblemente sin acobardarse, redujo a su adversario, le quitó el arma de una patada y le rompió el brazo doblándoselo contra la rodilla. El grupo de curiosos se dispersó cuando Charles, herido y riendo a carcajadas, se largó de allí dejando al muchacho en el suelo, conmocionado y entre convulsiones.

– ¿Habéis estado lanzando unas canastas? -dijo Larry.

– Sí, en la cancha -respondió James. Era la única que había en el barrio, de modo que no necesitaba dar más explicaciones.

– ¿Quién ha ganado? -preguntó Larry.

– Yo -contestó Raymond-. Me lo he llevado al huerto igualito que Clyde.

– ¿Le has dejado ganar? -preguntó Larry haciendo un gesto con la cabeza a James.

– Ha ganado limpiamente -dijo James.

Larry dio varias caladas rápidas al cigarrillo hasta el filtro y después lo lanzó a la calle.

– ¿Qué vais a hacer hoy? -dijo Raymond.

– Bebernos esta lata antes de que se caliente -dijo Charles-. No hay nada más que hacer.

De ellos, sólo James tenía trabajo, un empleo de veinte horas semanales. Ponía gasolina en la gasolinera Esso que había más adelante, yendo por el bulevar, y su esperanza era encontrar algo mejor. Tenía pensado acudir a clases de mecánica. Su padre, que de vez en cuando le permitía trabajar en el Impala de la familia, cambiar las correas, sustituir la bomba del agua y cosas así, decía que poseía habilidad. James esperaba conseguirle a Raymond un puesto básico en la gasolinera cuando cumpliera los dieciséis.

– ¿Os habéis enterado de que Rodney se ha comprado un equipo nuevo? -preguntó Raymond, mirando a Charles y no a Larry. Raymond, como era muy joven, admiraba a Charles por su fama de violento y lo cortejaba para obtener su favor.

– Sí, nos hemos enterado de que se lo ha comprado -replicó Charles-. Como para no enterarse, con lo que presume de él.

– Está en su derecho de presumir -dijo James-. El dinero se lo ha ganado él, y puede gastárselo en lo que quiera.

– Pero no tiene por qué andar tirándose el rollo el día entero -dijo Larry.

– Y creyéndose superior -apuntó Charles.

– Ese tío tiene trabajo -dijo James en defensa de su amigo Rodney y haciendo una indicación a su hermano pequeño-. No hay motivo para meterse con él por eso.

– ¿Estás diciendo que yo no soy capaz de conservar un empleo? -dijo Charles.

– No te he visto conservar ninguno -replicó James.

– Que os jodan -dijo Charles, mirando más allá de ellos, dirigiéndose al mundo. Y volvió a beber de su cerveza.

– Pues vale, muy bien -dijo James en tono cansado-. Vámonos, Ray.

James tirando del cinturón de Raymond, los dos subieron los escalones de la tienda de Nunzio's. En el porche de madera de la entrada se detuvieron para saludar a una anciana de Heathrow que estaba soltando a su pequeño terrier de la viga transversal a la que lo había atado, que a menudo se utilizaba precisamente para eso.

– Hola, señorita Anna -dijo James.

– James -dijo ella-. Raymond.

Entraron en el establecimiento y fueron hacia un armario refrigerado en el que James encontró unos paquetes de fiambre en conserva que costaban sesenta y nueve centavos. Tomó dos, de ternera y de jamón. Raymond se cogió una bolsa de patatas fritas Wise y dos botellas de zumo Nehis, de uva para él y de naranja para James. De pie en el porche de madera, se comieron el fiambre directamente del envoltorio en que venía. Compartieron las patatas y se bebieron los refrescos contemplando la calle, donde estaban Larry y Charles, ahora de pie, levantados del bordillo de la acera pero aún sin hacer nada.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó Raymond.

– Irme a casa y prepararme para ir al trabajo. Hoy tengo turno de tarde en la gasolinera.

– Rodney está en casa, ¿verdad?

– Tiene que estar. Hoy no trabaja.

– Voy a ver si Charles y Larry quieren venir a casa de Rodney a ver el estéreo. Todavía no lo han visto. A lo mejor, si Charles conociera a Rodney, no sería tan… no sé…

– Charles va a seguir siendo lo que es, conozca a quien conozca -replicó James-. No quiero que te juntes con él.

– Es mejor que estar solo.

– Ya estoy yo contigo.

– Pero todo el tiempo no.

Raymond había estado haciendo hincapié en varios incidentes que habían tenido lugar hacía poco en el barrio, coches conducidos por blancos que pasaban a toda velocidad gritando «negratas» desde las ventanillas, dejaban las marcas de los neumáticos en la calle y luego volvían a marcharse por el bulevar. En el año anterior había sucedido en un par de ocasiones. De un modo o de otro, llevaba varias generaciones ocurriendo. Unas semanas antes su madre había sido objeto de dichas burlas, y la idea de que llamasen a su madre por aquel nombre les llegó a James y a Raymond al alma. Los únicos blancos que tenían razones para estar en aquel vecindario eran los que venían a leer contadores, los carteros, los vendedores de biblias y de enciclopedias, los policías, los fiadores, o los notificadores. Cuando los que venían eran blancos borrachos dentro de coches llenos de humo de marihuana, ya se sabía lo que se traían entre manos. Siempre entraban sin hacer ruido, al llegar al callejón sin salida se volvían y recorrían a toda velocidad el mercado, donde normalmente la gente formaba corrillos. Gritaban aquellas cosas y se largaban a toda pastilla. Cobardes, pensaba James, porque nunca se bajaban del coche.

James le entregó a Raymond la bolsa de patatas.

– Haz lo que quieras. Pero ten en cuenta que Charles y Larry no van a ninguna parte buena. A ti y a mí no nos han educado de esa forma.

– Vale, James.

– Pues hala, vete. Y ten en cuenta la hora.

James se quedó en el porche de Nunzio's mientras Raymond bajaba para reunirse con Larry y Charles, este último todavía con la bolsa de cervezas Carling bajo el brazo. Estuvieron hablando un rato, Charles asentía con la cabeza mientras Larry encendía otro cigarrillo. Acto seguido, los tres echaron a andar despacio calle abajo, y en el siguiente cruce giraron a la derecha.

James siguió a su hermano con la mirada. Cuando lo perdió de vista, arrojó el envase vacío del refresco a una papelera y se fue para casa.


Rodney Draper vivía con su madre en la vieja casa que tenía ésta en la otra calle de Heathrow Heights que discurría de este a oeste. Aquella calle también terminaba sin salida en los árboles.

Rodney vivía en el sótano de la casa, que era pequeño y estrecho y estaba forrado de tablones de asbesto. Le entraba agua cuando llovía, y con la mínima amenaza de lluvia ya se llenaba de humedad. Siempre olía a moho. En él había dos camas y una cajonera de aglomerado, además de un inodoro a la vista, ubicado junto al calentador de agua que había instalado él mismo con su tío, que trabajaba haciendo chapuzas de todo tipo. Su madre y su hermana vivían en la planta de arriba. El habitáculo de Rodney no era de lujo, pero su madre no le cobraba alquiler, como hacían muchos padres cuando sus hijos cumplían los dieciocho años.

Rodney, que contaba diecinueve, tenía una nariz delgada y un poco abultada en el puente. Era flaco, de dientes salientes, muñecas nudosas y pies grandes. Su apodo era El Gallito. Trabajaba en Record City, en el bloque 700 de la calle Trece. Le encantaba la música y pensaba que podía compaginar dicha pasión con el trabajo. La mayor parte de lo que ganaba se lo gastaba en discos, los cuales compraba con un pequeño descuento por ser empleado. El nuevo estéreo lo había adquirido «a plazos», una especie de crédito abierto, un contrato de letra pequeña que iba a tener que pasarse años pagando.

Rodney estaba exhibiendo su estéreo ante Larry, Charles y Raymond Monroe. Larry y Charles estaban sentados en el borde de la cama, bebiendo cerveza y observando la escena sin dar la impresión de poner mucho interés, mientras Rodney señalaba los componentes tal como se los había enseñado a él el vendedor, un tipo blanco y de pelo largo, pieza por pieza.

– Plato BSR -decía Rodney-, tracción por correa. Lleva el cartucho magnético Shure en el brazo del tono. Receptor Marantz, doscientos vatios, que envía la señal a estos dos juguetitos que tenemos aquí, los altavoces Bose 5.0.

– Tío, todo eso nos importa una mierda -dijo Larry-. Pon algo de música.

– Todas esas chorradas no valen una puta mierda -dijo Charles- si el trasto no suena bien.

– Estoy intentando instruiros, nada más -replicó Rodney-. Cuando bebéis un vino de los buenos, ¿no miráis lo que dice la etiqueta?

– Black Label -contestó Larry al tiempo que levantaba la lata sonriendo tontamente-. Eso es lo único que tengo que saber.

– El estéreo es de lo más chulo, Rodney -dijo Raymond con una sonrisa-. Ponlo a ver qué tal suena.

Rodney puso en el giradiscos America Eats Its Young, el nuevo álbum doble de Funkadelic, y bajó la aguja hasta la pista número tres, Everybody is Going to Make it This Time. Era un tema que comenzaba lento e iba acelerándose con una especie de fervor parecido al gospel. Larry y Charles empezaron a mover la cabeza siguiendo el ritmo. Larry estudió la portada del álbum, que era una imitación de un billete de dólar con una estatua de la Libertad transformada en zombi, con la boca toda ensangrentada, que devoraba niños pequeños.

– Esto es una pasada -dijo Larry.

– El dibujante de esa portada es Paul Weldon -dijo Rodney.

– ¿Quién? -preguntó Larry.

– Es un artista. Hay artistas negros que dejan su huella en este país, y no sólo en las portadas de los discos. En los años veinte tuvimos viviendo aquí a una mujer que consiguió exponer sus obras en una galería del centro.

– Tío, no me jodas con lecciones de historia, ¿vale?

– Lo que digo es que en este vecindario tenemos un pasado importante.

– Eso nos da igual -dijo Charles-. Tú sube el volumen.

– Suena bien, ¿a que sí? -dijo Rodney.

– He oído cosas mejores -replicó Charles, incapaz de respetar a Rodney del todo-. Mi primo tiene un estéreo que dejaría éste a la altura del betún.

Más tarde, Larry, Charles y Raymond se sentaron alrededor de la valla de separación, una barrera pintada de blanco y amarillo que había al final de la calle. Rodney les había pedido educadamente que se fueran, porque tenía previsto encontrarse con una chica que conocía, una que había conocido en la tienda de discos. Raymond sospechó que Rodney simplemente quería echar a Larry y a Charles de su sótano, y que se había inventado dicha estratagema.

Larry y Charles estaban más beligerantes que antes debido al alcohol. Larry hablaba más alto y Charles había enmudecido, mala señal. Raymond tomó por la palabra la oferta que le hicieron de que los acompañase, y estaba tomándose una cerveza. Ya se había bebido tres cuartas partes y notaba los efectos. Nunca se había tomado más de una, y lo cierto era que no le gustaba mucho cómo sabía, pero es que al beber con aquellos dos se sentía mayor. Se mantuvo alerta por si hubiera alguien que pudiera contar a sus padres que lo había visto bebiendo.

Hablaron de chicas que les gustaría tener. Hablaron del nuevo Mach 1. Larry, tal como había hecho en numerosas ocasiones, preguntó una vez más si James y Raymond tenían algo que ver con el jugador de baloncesto Earl Monroe, y Raymond contestó: «Que yo sepa, nada.»

Hubo una pausa en la conversación para beber cerveza, y a continuación dijo Larry:

– Me he enterado de que hace un par de semanas vinieron unos cuantos chicos blancos.

– Nenazas blancas -corrigió Charles.

– Y que le dijeron algo ofensivo a tu madre -dijo Larry.

– Venía de la parada del autobús -dijo Raymond-. No se lo dijeron exactamente a ella. Estaban gritando cosas cuando ella pasó por el mercado, así fue como ocurrió.

– O sea, que se las dijeron a ella -dijo Larry.

No era una pregunta, de modo que Raymond no respondió. Pero se puso rojo de vergüenza.

– Si alguien le hiciera eso a mi madre -dijo Charles-, se despertaría dentro de una tumba.

– Mi padre dice que hay que ser fuerte y no darle importancia -dijo Raymond.

Larry soltó un bufido.

– Si fuera mi madre, les pegaría un tiro a esos hijos de puta -dijo Charles.

– Bueno -dijo Raymond, con la esperanza de poner fin a aquella conversación tan embarazosa-, yo no tenía ninguna arma.

– Pero tu hermano, sí -repuso Charles.

– ¿Qué?-dijo Raymond-. Venga, tío, ya sabes que eso no es verdad.

– Lo sé por el colega que se la vendió -dijo Charles-. Un revólver, como los que lleva la policía.

– James no tiene ninguna arma -dijo Raymond.

– Pues entonces es que miente -replicó Charles mirando al frente. Larry dejó escapar una risita.

– No estoy diciendo eso -dijo Raymond-. Lo que estoy diciendo es que no lo sabía.

Larry prendió un cigarrillo y tiró la cerilla a la calle.

– Pues tiene una -dijo Charles mirando dentro de su lata de cerveza al tiempo que la sacudía para ver lo que quedaba-. Créetelo.


A James Monroe le gustaba llevar un trapo rojo limpio por fuera del bolsillo trasero cuando trabajaba en los surtidores de la gasolinera Esso. Una vez que dejaba la manguera introducida en el depósito del coche, lavaba las ventanillas con el limpiacristales de goma doble y mango largo que descansaba en un cubo lleno de jabón diluido. Cuando terminaba de retirar el líquido sobrante del parabrisas delantero y del posterior, se sacaba el trapo y limpiaba con cuidado las manchas o los residuos que pudieran haber quedado. Con independencia de que fuera necesario o no. Con ello hacía ver al cliente que se sentía orgulloso de su trabajo y que se preocupaba por cómo quedara el coche. Gracias a esta pequeña atención, que a él le gustaba denominar el «toque final», de vez en cuando obtenía una propina, a veces veinticinco centavos, y en ocasiones, por la época de Navidad, cincuenta. La verdad era que daba igual que fueran sólo diez, y hasta simplemente una mirada por parte del cliente que dijera: «A este chico le importa su trabajo.» Puestos a pensarlo, era una cuestión de respeto.

James había sido el primer negro, que él supiera, al que habían dado trabajo en aquella gasolinera. En su opinión, no estaba rompiendo ninguna barrera racial, sino más bien cambiando una tradición que existía en aquella estación de servicio Esso. En el pasado, el propietario de la misma siempre había cogido a blancos del vecindario y a amigos de éstos. James había sido perseverante y había vuelto muchas veces para hablar con el señor George Anthony, el dueño, un individuo corpulento y barbudo cuyos ojos formaban arrugas a los lados cuando sonreía. El señor Anthony no le ofreció trabajo de inmediato, pero su persistencia terminó dando resultados un día en el que el señor Anthony le dijo, casi en un aparte: «Está bien, James. Ven mañana a las ocho. Voy a darte una oportunidad.» Más adelante, cuando el señor Anthony ya había visto lo que James era capaz de hacer, lo riguroso que era en lo de llegar puntual al trabajo, que nunca llamaba diciendo que estaba enfermo, aun cuando efectivamente estuviera enfermo, le dijo: «¿Sabes por qué te di el empleo, James? Porque no dejabas de solicitarme el puesto. Porque no te rendiste.»

James trabajaba bien, pero en la gasolinera sólo podía hacer media jornada. El señor Anthony intentaba ser justo con todos los muchachos a los que empleaba y ofrecerles las mismas oportunidades de ganarse un dinero. James se llevaba a casa unos cuarenta y dos dólares por semana. No le alcanzaba para irse de casa ni para comprarse un coche a crédito. Pero tenía un plan: quería ser mecánico, como su padre, Ernest Monroe. Soñaba con llegar a tener algún día una gasolinera propia, con ganar dinero de verdad. El suficiente para comprarse una casa en la ciudad y ayudar a sus padres a que encontraran otra no muy lejos de la suya. Vivir en un sitio en el que no hubiera blancos sureños que pasaran en coche junto a su madre cuando ésta volviera a casa recién apeada del autobús, recién salida del trabajo. Ni que la llamaran negrata cuando se había pasado el día entero de pie, vestida con aquel uniforme de limpiadora. Ella, que nunca había juzgado a nadie.

Sintió que se le aceleraba la sangre al imaginarse a su madre soportando aquel insulto. No hacía mucho que había comprado una cosa, una cosa que enseñar en caso de que volviera a suceder algo así. Sólo para asustar a aquellos cabrones, nada más. Para ver la cara que ponían cuando fueran ellos los que tuvieran que comer mierda.

No le gustaba sentirse tan enfadado, de modo que apartó la imagen de su madre de su pensamiento.

Tal como iba lo de ser propietario, James se daba cuenta de que estaba soñando, pero no había nada de malo en pensar en el futuro. Tenía que concentrarse y trabajar para llegar a donde necesitaba llegar. Se había apuntado a las clases de mecánica por medio de la gasolinera. La Esso tenía un programa de formación para sus empleados, aquellos que pudieran llevarlo a cabo. El señor Anthony lo había instado a inscribirse en él, y aceptó pagarle la mitad de lo que costaba. Trabajar con coches no era un mal modo de ganarse la vida. Cuando uno arregla una cosa, hace feliz a alguien. Entraba un coche averiado y salía funcionando en perfectas condiciones. Uno había logrado algo.

Una carrera profesional de mecánico del automóvil lo apartaría de chicos como Larry y Charles, que pensaban que ya estaban acabados. Y también sacaría de allí a Raymond, le enseñaría a trabajar, a llevarse bien con gente que no perteneciera a su vecindario, igual que él se llevaba bien con los clientes blancos y los chicos blancos que trabajaban en la gasolinera. Últimamente Raymond venía teniendo algunos problemas, un robo en una tienda de Monkey Wards y, más grave, un arresto por lanzar una piedra contra la ventana de una casa de aquel barrio de clase alta que había cerca de Heathrow. El señor Nicholson, el dueño de la vivienda, le había pagado a Ray menos dinero del acordado por realizar una serie de trabajos en el jardín, con la excusa de que el chico no había sido concienzudo y que había regresado allí por la noche para tomarse la revancha. La policía, que acudió tras una llamada de Nicholson, llegó a la casa inmediatamente y Raymond reconoció lo que había hecho. Le hicieron una ficha policial, según la cual no sería detenido ni llevado a juicio si pagaba los daños y perjuicios, pero ya figuraba como una persona con antecedentes. Una más como aquélla, le dijo la policía, y tendría problemas de verdad. Su padre encomendó a James la tarea de meter en vereda a Ray, de cuidar de él, de reprimir sus impulsos violentos. No era más que un crío que tenía demasiada energía, eso era lo que pasaba. El chico llevaba mucha rabia dentro.

El propio James había sido igual de pequeño, había albergado el mismo resentimiento y la misma desconfianza, principalmente hacia los blancos. Dicho sentimiento se había aplacado en cierto modo cuando empezó, junto con los chicos del barrio, a tomar el autobús para ir al colegio de secundaria de los blancos y luego al instituto situado en el lado rico del condado. No se juntó en absoluto con aquellos chicos, pero por lo menos dejaron de ser el misterio que eran antes. Y además descubrió que la mayoría de los blancos que trabajaban en la gasolinera eran personas normales. No era que se fuera con ellos a dar una vuelta fuera de las horas de trabajo; ellos eran lo que eran, y él era de Heathrow Heights, pero en el trabajo todos eran muchachos, pantalones azul oscuro y camisas azul claro, con el nombre de pila escrito en un parche ovalado cosido a la tela. Uno podía ser el mejor de todos o ser del montón. El quería ser el mejor. El quería respeto.

– Sí, señora -dijo James acercándose a la ventanilla bajada de una mujer blanca que iba subida en un Cougar blanco, una rubia más bien mayor sentada al volante.

– Llénalo -le dijo ella sin mirarlo a los ojos-. Hasta arriba.

– Enseguida -contestó James al tiempo que sacaba la boca del surtidor de su soporte-. Y ahora mismo le limpio el parabrisas.


La casa de los Monroe era, a primera vista, tan modesta como todas las de Heathrow Heights. Tenía dos dormitorios de paredes de tablones de madera, un sótano y un porche delantero. Ernest Monroe, como era mecánico, era un manitas y tenía la casa en buen estado de mantenimiento. Había enseñado a sus hijos a pasar con suavidad una brocha, a blandir adecuadamente un martillo y a emplear puntas de cristalero y masilla para reparar un cristal roto, un incidente que tenía lugar con frecuencia cuando había alrededor niños y pelotas de béisbol. Ernest sabía que una mano nueva de pintura cada dos años era lo que diferenciaba una casa de aspecto desvencijado y otra que indicara que dentro vivía un hombre serio y trabajador que se preocupaba de lo suyo. No hacía falta dinero para lograr dar dicha impresión, sino más bien un poco de sudor y de amor propio.

Ernest trabajaba mucho, pero también deseaba vivamente los momentos de descanso. Después de la cena, sus noches consistían en quedarse sentado en su sillón abatible viendo su televisión a color Sylvania, de veinticinco pulgadas y comprada a plazos, tomándose unas cervezas y fumando sus cigarros mentolados de la marca Tiparillo. Una vez que se acomodaba en aquel sillón, con un ejemplar de la última edición del Washington Post sobre las rodillas, ya no se movía, salvo para hacer viajes al único cuarto de baño que había en la casa. Ernest se veía sus programas de acción de la CBS leyendo en voz alta de cuando en cuando algo que venía en el periódico y que le llamaba la atención o lo divertía, y a veces recibía una contestación de su mujer Almeda o de sus hijos, si es que estaban presentes y atentos a lo que decía. Para él, divertirse era eso.

– Haced el favor de bajar la voz un momento -dijo Ernest-. Quiero oír la canción.

Estaba a punto de comenzar Mannix, su serie favorita de detectives. Disfrutaba de la cabecera, en la que sonaba la música como acompañamiento de múltiples planos entrecortados de Joe Mannix corriendo, sacando la pistola y rodando por encima de los capós de los coches.

– Da-dant-de-da, da-dant-de-da-daaaá -cantaron James y Raymond al unísono, riendo y chocándose las manos.

– Silencio -dijo Ernest-. No hablo en broma.

Ernest Monroe era un hombre de mediana corpulencia dotado de unos brazos musculosos, producto de los muchos años que llevaba apretando llaves inglesas. Su poblado bigote y su cabello afro modificado estaban salpicados de canas. Por la noche las manos le olían a humo de tabaco y a jabón.

– Da-dant-de-da, da-dant-de-da-daaaá -repitieron James y Raymond, esta vez casi susurrando, y Ernest sonrió. Cuando empezó a sonar la música, suspendieron el juego y dejaron que su padre oyera la canción.

– ¿Qué tal te ha ido hoy el trabajo, Jimmy? -dijo Almeda, una mujer delgada, antaño bonita y actualmente de rostro agradable, vestida con una bata de casa sin mangas. Estaba sentada entre sus dos hijos, en un gastado sofá que había estado remendando, con aguja e hilo, para que estuviera presentable. Se abanicaba con una revista Jet. La casa no tenía aire acondicionado, y en verano se pasaba calor todo el tiempo. No daba la impresión de que se refrescase por la noche.

– El trabajo ha ido bien -respondió James.

– Ha estado sirviendo contaminantes -dijo Raymond.

– Raymond -lo reconvino su padre.

– ¿Y dónde has estado tú esta tarde? -le preguntó la madre a Raymond, haciendo, a propósito, caso omiso de su comentario de mal gusto.

– Por ahí -contestó él. Raymond había estado mascando chicles de clorofila hasta la hora de cenar, con la esperanza de que sus padres no notasen el olor a cerveza que le despedía el aliento. Habían pasado muchas horas desde que se la tomó, pero como no tenía experiencia de beber, no sabía cuánto tiempo duraba la peste a alcohol.

Finalizaron los créditos del principio y la cadena emitió un anuncio. Ernest vio algo en el periódico que le llamó la atención y le provocó una sonrisa.

– Escuchad lo que dice aquí-dijo-: Hoy la congresista Shirley Chisholm ha hecho una visita a George Wallace, que se encuentra hospitalizado…

– ¿Todavía sigue en Holy Cross? -preguntó James.

– Le han hecho no sé qué operación -dijo Almeda- para intentar sacarle los fragmentos de bala de la columna.

– Para ver si consiguen que ese blanco paleto vuelva a andar -dijo Raymond.

– Eso no es muy cristiano por tu parte, Ray -dijo su madre.

– Sea como sea -dijo Ernest-, la señorita Shirley Chisholm estaba saliendo del hospital, cuando un periodista le preguntó que por qué había ido a ver al herido. ¿Significa que piensa apoyarlo en las elecciones presidenciales si modera sus opiniones? ¿Y sabéis qué contestó Shirley Chisholm? Pues lo único que dijo fue: «¡Dios santo!»

– He oído decir que Wallace va a obtener el voto por simpatía si vuelve a presentarse -apuntó James.

– ¿De quién? -inquirió Ernest.

En aquel momento volvió la serie. Los chicos rieron al oír la línea argumental, que consistía en que Mannix había quedado ciego por culpa del polvo de un arma que alguien disparó muy cerca de su cara y después, todavía invidente, pasaba el resto del tiempo persiguiendo al causante del hecho.

– ¿Cómo va a dar con ese tío si está ciego? -preguntó Raymond.

– Lo va a ayudar Peggy -respondió Ernest expeliendo humo por la comisura de la boca.

– A tu padre le gusta esa Gail Fisher -comentó Almeda.

– Pero no me gusta del modo en que me gustas tú -replicó Ernest.

– Me acuerdo de cuando hizo ese anuncio para el detergente All. -A Almeda le gustaba hacer un seguimiento de la carrera de actores y actrices de color, de cuya vida se enteraba por las revistas.

– En ese anuncio también estaba muy bien -dijo Ernest.

Pasaron la mayor parte del episodio charlando. Este resultaba previsible, y además era una reposición que su padre había visto el otoño anterior. Como hacía en numerosas ocasiones, mencionó que el actor que representaba el papel de Mannix no era exactamente blanco, sino una especie de árabe. «Rumano, o algo así», dijo.

– Armenio -lo corrigió Almeda-. Y son cristianos. Cristianos ortodoxos, para más señas. No musulmanes. Por lo menos, los que yo conozco.

– Uno de vosotros -dijo Ernest-, que le traiga a su padre una cerveza fría. -James se levantó del sofá.

Almeda limpiaba en la casa de una familia armenia que vivía en Wheaton, al lado de Glenmont. Era uno de los dos empleos de jornada completa que había conservado desde los disturbios del 68. Tras los incendios de abril, muchas de las empleadas domésticas que conocía habían dejado de trabajar de criadas. Ella había continuado trabajando a media jornada porque su familia necesitaba dinero, pero se había despedido de quienes no le importaban y se había quedado con las personas que le agradaban. El recorte de las horas de trabajo ni siquiera la afectó demasiado. Los propietarios de las dos casas que la tenían de empleada, los armenios y una pareja protestante de Bethesda, le subieron el sueldo tras el asesinato del doctor King. Ella ni siquiera lo había pedido.

Ernest leyó en voz alta:

– «Redd Foxx y Slappy White vienen a Shady Grove. Desde que se vino abajo lo de Howard, están llevando a cabo todas las actuaciones de calidad en tierras de agricultores. ¿Quién va a querer desplazarse hasta allí?»

James regresó con una lata de cerveza Pabst y le quitó la anilla. A continuación la dejó caer por el agujero y le entregó la lata a su padre.

– ¿Pretendes que me ahogue?-dijo Ernest-. La próxima vez, tira la anilla.

– Eso es lo que veo que hacen otros -dijo James, que sólo había bebido cerveza un par de veces.

– Pues esos otros son idiotas. No pienso tragarme un trozo de metal retorcido.

– Puedo traerte otra -ofreció Raymond.

– No pasa nada. Ahora que ya has abierto ésta, me la tomaré. Para eso la he pagado.

– Casi -dijo Raymond.

– Vigila esa lengua, niño.

En Dart, la PBR costaba solamente un dólar y pico el paquete de seis. Los Tiparillo que fumaba Ernest valían uno noventa y nueve el paquete de cincuenta, en la misma tienda. Ernest Monroe tenía sus vicios, pero eran baratos. Almeda nunca se quejaba de que fumase y bebiese; su marido trabajaba mucho y volvía a casa todas las noches.

James y Ernest se pusieron a hablar de la diferencia que había entre los motores pequeños y los grandes. Raymond dijo que tenía sueño, dio un beso en la mejilla a su madre y palmeó el hombro de su padre, que emitió un gruñido a modo de agradecimiento.

Raymond se fue al dormitorio de atrás, el que siempre había compartido con James. Había dos camas individuales colocadas cada una contra una pared. Se les habían quedado pequeñas a medida que habían ido creciendo, y ahora ya les asomaban los pies por fuera del colchón. Al pie de cada cama había una cómoda, perteneciente a algún dueño anterior, que su padre había traído a casa porque la había encontrado en algún sitio o la había comprado por casi nada. Las reforzó con clavos y las fortaleció con cola y tornillos. A continuación las barnizó de nuevo, con lo que quedaron mejor que bien. Había un armario lleno de camisas y pantalones de vestir que estaban esperando a que los colgasen.

En la pared habían clavado con chinchetas una foto del equipo de los Redskins de Washington de 1971, que hacía poco que habían llegado a jugar las eliminatorias por primera vez en veintiséis años. La foto se la había regalado a Raymond el encargado de Nunzio's tras obtener una promoción de Coca-Cola, diciendo que no tenía modo de usarla. Raymond sospechó que sólo pretendía tener un gesto amable. Raymond era forofo de los Redskins, pero su primer amor era el baloncesto. Su equipo eran los Knicks. Era admirador de Clyde Frazier, y su hermano James adoraba a Earl Monroe. Había quien llamaba a Earl Monroe la Perla, y otros lo llamaban el «Jesús Negro». James y sus amigos lo llamaban «Jesús», sencillamente, pero no cuando estaba presente su madre, que decía que aquello era una blasfemia.

James tenía una camiseta blanca en cuya parte de atrás había pintado con rotulador el apellido Monroe, junto con el número de Earl, el 15, cuidadosamente escrito debajo. Tañido-bien lo escribió en la parte delantera. Raymond Monroe se había decorado otra camiseta de la misma manera, con el número correspondiente a Frazier dibujado a mano por delante y por detrás junto al nombre de «Clyde».

Raymond recogió del suelo la camiseta de James que llevaba el nombre de Earl Monroe y la olfateó para ver si estaba limpia. No olía mucho a él, así que la dobló y se dirigió a la cómoda de su hermano, abrió el cajón de las camisetas y la guardó en él. Su mano se detuvo unos instantes encima de ellas. Se volvió a medias hacia la puerta, que estaba abierta. No oyó pasos. Se oía la televisión y las voces amortiguadas de James y de su padre, que aún estaban hablando.

Metió la mano por debajo de las camisetas y no palpó nada. Cerró aquel cajón y abrió el siguiente, que guardaba vaqueros y pantalones cortos. Debajo de estos últimos tocó algo metálico. Un cañón corto, un cilindro con muescas y una culata con un relieve cuadriculado.

Fue como si en su interior se hubiera encendido una cerilla. Un muchacho podía adquirir de repente fuerza y virilidad con sólo tocar un arma.

Charles decía mentiras la mayoría de las veces. Pero en esta ocasión había dicho la verdad.


Capítulo 3

Alex Pappas tenía la entrada del concierto de los Rolling Stones pinchada en el tablón de anuncios de su habitación. Los Stones habían tocado en el estadio RFK el Cuatro de Julio, unas semanas antes, y Alex y sus amigos, Billy Cachoris y Pete Whitten, habían estado presentes en dicha actuación. Alex había hecho cola durante horas a la salida de las taquillas habilitadas en el Sears de White Oak, esperando con los demás para pillar entradas, pero había merecido la pena. Jamás iba a olvidarse de aquel día, ni siquiera cuando llegara a ser tan mayor como su viejo.

En el tablón había también entradas de partidos de los Bullets de Baltimore a los que había acudido con su padre, que había tenido la generosidad de llevarlos en coche a él y a sus amigos hasta el Civic Center de Baltimore. Earl la Perla, el jugador de James, había vuelto con los Knicks a mitad de la temporada, y con él se perdió parte del atractivo que tenían los Bullets. No era lo mismo animar a voz en grito a Dave Stallworth y Mike Riordan en lugar de Monroe.

Alex estaba en su habitación, esperando a que llamara su novia. Tenía puesto el disco de aquel grupo nuevo, Blue Oyster Cult, en su estéreo compacto, un equipo doméstico Webcor de ochenta vatios que comprendía dos altavoces con suspensión de aire, un sintonizador de radio AM/FM, un cambiador de discos y una cubierta para el polvo, además de una pletina de ocho pistas integrada. Había ahorrado el dinero de las propinas y se había comprado aquel equipo pagándolo en efectivo en la tienda Dalmo que había en Wheaton. Junto al aparato había varias cintas de ocho pistas, Manassas, Thick as a Brick y Brotber Barricades, pero Alex prefería los discos, que sonaban mejor que la cinta y no tenían rupturas de canal en mitad de las canciones. Además, le gustaba arrancar el papel de celofán que envolvía un álbum nuevo, leer los créditos y los comentarios y estudiar el diseño de la portada mientras escuchaba la música.

Ahora estaba mirando la portada de Blue Oyster Cult, mientras se oía por todo el cuarto Then Carne the Last Days of May. Era una canción que hablaba de que se acababa algo y tenía un tono a la vez amenazante y misterioso, y a Alex lo turbaba y lo animaba. La portada del disco era un dibujo en blanco y negro de un edificio que se estiraba hasta el infinito, coronado por un cielo negro en el que se veían las estrellas y una media luna, y, suspendido sobre el edificio, un símbolo que parecía una cruz con forma de anzuelo. Eran unas imágenes que resultaban inquietantes, y acordes con la música, que era pesada, siniestra, peligrosa y hermosa. Aquél era el grupo nuevo favorito de Alex. Estaba previsto que actuase de telonero en el concierto que iba a dar Quicksilver Messenger Service en el Constitution Hall, y Alex tenía pensado acudir.

De pronto sonó el teléfono que descansaba en el suelo, y Alex lo cogió. Por el temblor que percibió en la voz, comprendió que Karen había estado llorando.

– ¿Qué ocurre? -dijo Alex.

– Que mi madrastra es una cabrona.

– ¿Qué ha hecho?

– No me deja salir esta noche -dijo Karen-. Dice que tengo que quedarme en casa para cuidar de mi hermana. Que ya me lo avisó la semana pasada. Pero en realidad no me dijo nada de nada.

La hermana de Karen era una media hermana. La niña, que ya no era una recién nacida, era el resultado de la unión entre el padre de Karen y su segunda esposa, una mujer tirando a joven. La madre de Karen había fallecido de cáncer de mama. El padre era un gilipollas. En aquella casa todo era un desastre.

– ¿Vas a poder escaparte más tarde? -inquirió Alex.

– Alex, la niña tiene sólo dos años. No puedo dejarla sola.

– Sólo unos quince minutos o así.

– ¡Alex!

– Vale, de acuerdo. Ya voy yo a verte. Cuando se hayan ido tus padres.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Ya sabes, charlar nada más -contestó Alex. Estaba pensando en los pezones sonrosados y el felpudo negro de Karen.

– Será mejor que no -dijo Karen-. Ya sabes lo que ocurrió la vez anterior.

Los padres de ella regresaron temprano y los sorprendieron montándoselo en la cama de Karen. Alex salió del dormitorio de su novia con un hueso sobresaliendo por debajo de la tela de sus Levi's y con la peregrina excusa de que había ido allí con la intención de arreglar el estéreo de Karen. El padre se quedó allí de pie, con el rostro congestionado e incapaz de hablar. Era un hijoputa de mucho cuidado que venía tratando mal a Karen desde que entró en la familia su nueva mujer. Desde entonces Alex lo evitaba.

– Supongo que tienes razón -dijo Alex-. Bueno, saldré con Billy y Pete.

– ¿A lo mejor mañana? -dijo Karen.

– A lo mejor -dijo Alex.

Colgó y llamó a sus amigos. Pete tenía permiso para llevarse el Oldsmobile de la familia aquella noche y Billy estaba deseando salir. Alex se puso unos vaqueros con un cinturón grueso, una camisa de botones automáticos y unas botas Jarman en dos tonos con tacones de siete centímetros. Apagó el estéreo y salió de la habitación.

Su hermano Matthew, que tenía catorce años, estaba en su habitación, pasillo adelante. Matthew tenía casi la misma estatura que su hermano, destacaba en la cancha de baloncesto, en el béisbol y en clase. Era más competente que Alex en todos los sentidos excepto en el único que contaba entre los chicos: Alex todavía era capaz de vencerlo en una pelea. Aquello no iba a durar así mucho más tiempo, pero por el momento definía la relación existente entre ambos. Alex se detuvo en la puerta. Matthew estaba tendido en la cama, lanzando una bola de béisbol al aire y atrapándola con su guante. Tenía una gruesa mata de pelo ondulado y la nariz grande, como su viejo. El cabello de Alex era rizado, como el de su madre.

– Nenaza -dijo Alex.

– Marica -dijo Matthew.

– Yo me voy.

– Hasta luego.

Alex recorrió el pasillo, pasó por delante del dormitorio de sus padres y se detuvo en la puerta del cuarto de baño, que estaba ligeramente entreabierta. El aire que salía por ella olía a agua sucia, a tabaco y a ventosidades. Dentro estaba su padre, tomando uno de sus baños de media hora, cosa que hacía todos los días después del trabajo.

– Voy a salir, papá -dijo Alex por la abertura de la puerta-. Con Billy y Pete.

– Los tres genios. ¿Qué vais a hacer?

– Tirar a viejas al suelo y robarles el bolso.

– Hasta luego. -Alex no tuvo necesidad de mirar el interior del baño para ver el leve gesto de despedida que hizo su padre con la mano.

– No volveré tarde -dijo Alex, adelantándose a la pregunta siguiente.

– ¿Quién conduce?

– Peter lleva el coche de su padre.

– Serán idiotas -musitó su padre, y Alex continuó hasta el final del pasillo.

Su madre, Calliope Pappas, a la que llamaban «Callie», se hallaba sentada en la cocina, ante la mesa de comedor ovalada, hablando por teléfono y fumando un Silva Thin Gold 100. Llevaba las cejas depiladas en forma de dos tiras negras y la cara cuidadosamente maquillada, como siempre. Hacía poco que había ido a la peluquería Vincent et Vincent. Llevaba puesto un vestido suelto de Lord and Taylor y sandalias de tacones gruesos. Como pertenecía a la segunda generación, le gustaban la moda y las estrellas de cine, y era menos griega que su marido. La casa estaba siempre limpia, y siempre se servía una cena caliente a su hora. John Pappas era el caballo de labor, y Callie mantenía limpio el establo.

– Voy a salir, mamá -dijo Alex.

Ella puso una mano sobre el receptor del teléfono y soltó un poco de ceniza en un cenicero.

– ¿Para hacer qué?

– Nada -contestó Alex.

– ¿Quién conduce?

– Pete.

– No tomes cerveza -le dijo, a modo de bocina que uno oye fuera. Le mandó un beso por el aire y él se encaminó hacia la puerta.

Alex salió de la casa, una pequeña construcción de ladrillo con persianas blancas, y echó a andar por una calle de viviendas idénticas a la suya.


Billy y Pete habían comprado un par de paquetes de seis de Schlitz en la tienda Country Boy que había en Wheaton. Cuando Alex se subió al asiento trasero del Oldsmobile, vio que llevaban las latas abiertas sujetas entre las rodillas. Pete introdujo la mano en la bolsa que tenía a los pies y le dio una lata de cerveza a Alex.

– Te llevamos mucha delantera, Pappas -dijo Pete, delgado, rubio, ágil y alto, un blanco protestante entre miembros de minorías étnicas de la zona mayormente obrera-clase media del sureste de Montgomery County. Los padres de sus amigos tenían empleos en el sector de servicios y de la venta al por menor. Muchos de ellos eran veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Sus hijos alcanzarían la edad adulta en un fútil y tácito intento de ser tan duros como sus viejos.

– Bebe, niñata -dijo Billy, ancho de hombros y de pecho. Llevaba una sombra de barba, aunque sólo tenía diecisiete años.

Billy y Pete solían parar brevemente en casa de Alex para poder acaparar el asiento delantero. Se entendía que Alex no era el líder de aquella manada en particular. Era un poco más menudo que ellos, menos agresivo físicamente, y con frecuencia el blanco de sus bromas. Ellos no lo trataban exactamente con crueldad, pero a menudo se mostraban condescendientes. Alex aceptaba el arreglo, como había venido siendo el caso desde que empezó el instituto.

Alex quitó la anilla de su Schlitz y la dejó caer por el agujero de la lata. Bebió un sorbo de cerveza, que todavía conservaba el frío de los refrigeradores de la tienda que ellos llamaban Country Kill.

– ¿Tenéis algo de hierba? -dijo Alex.

– Estamos pelados -respondió Pete.

– Mañana vamos a conseguir un poco -dijo Billy-. ¿Te apuntas?

– ¿Cuánto?

– Cuarenta la onza.

– ¿Cuarenta?

– Es de Colombia, tío -dijo Pete-. Mi camello dice que es de primera.

– No será como esa mierda mexicana que le compras a Ronnie Leibowitz.

– Ronnie Rabinowitz -corrigió Billy, y Pete le rio el chiste.

– Contad conmigo -dijo Alex-. Pero, oye, para el coche en cuanto hayas salido de mi calle.

Pete paró el Oldsmobile junto al bordillo de la acera y lo dejó al ralentí. Alex extrajo un tubo para película fotográfica que contenía una porción de marihuana.

– He encontrado esto en mi cajón. Está un poco rancio…

– Dame esa hierba -dijo Billy a la vez que tomaba el tubo, miraba en su interior y lo sacudía-. Con esto no da ni para liar un porro.

Pete empujó el encendedor al interior del salpicadero. Cuando éste volvió a salir, lo cogió, y de inmediato Billy introdujo aquella pequeña cantidad de hierba en la resistencia anaranjada. Fueron aspirando por turno el humo que se elevaba de la superficie candente. Sólo había lo bastante para un dolor de cabeza, pero les gustó cómo olía.

– ¿Adónde vamos? -dijo Alex.

– Al centro -contestó Pete al tiempo que daba vuelta al coche para tomar Colesville Road y dirigirse hacia el sur para incorporarse a la District Line.

Billy sacó un Marlboro de un paquete que había guardado en el parasol y lo prendió. Las ventanillas estaban bajadas y el aire nocturno penetraba en el coche y les agitaba el cabello. Todos lo llevaban largo.

El coche era un Cutlass Supreme blanco y azul. Debido a la combinación de colores y a que no era el 442, Billy solía lanzarle pullas a Pete al respecto, diciendo que era un coche para «amas de casa y homosexuales».

– ¿Qué -decía Billy-, el coche lo eligió tu madre mientras tu padre estaba en el curro?

– Por lo menos es nuestro -replicaba Pete. El padre de Billy, un vendedor de la casa Ford que trabajaba en el concesionario Hill y Sanders ubicado en Wheaton, se llevaba a casa vehículos prestados. El padre de Pete trabajaba de abogado para el sindicato de trabajadores del automóvil, era un «profesional», cosa que nunca se cansaba de mencionar a sus amigos. Pete sacaba buenas notas y recientemente había puntuado muy alto en la prueba de acceso a la universidad. Billy y Alex eran estudiantes de aprobadillos y no tenían planes especiales. La noche anterior al examen se habían colocado y habían bebido alcohol.

Los chicos recorrieron toda la calle Dieciséis discutiendo acerca de la emisora de radio que debían poner. Alex quería oír la WGTB, la emisora FM progresista que procedía del campus de la Georgetown, pero Billy descartó totalmente dicha idea.

– Quiero ver si ponen a Vomit Rooster -dijo Billy.

– Atomic Rooster -corrigió Alex.

En la radio se empezó a oír Nights of Wbite Satín, pero Billy cambió de sintonía porque no estaban colocados. Quitó otra emisora que estaba poniendo aquella canción de Lobo que hablaba de un perro y se quedó en una sólo el tiempo suficiente para cambiar la letra del éxito de Roberta Flack «La primera vez que vi tu cara» por «La primera vez que me senté en tu cara». Encontró una emisora que estaba poniendo música de guitarras y la dejó correr unos momentos. Escucharon sencillos de T-Rex, Argent y Alice Cooper, y cuando empezó a sonar Day After Day, Billy subió el volumen al máximo. Para cuando finalizó la canción, ya estaban cerca de Foggy Bottom. Pete encontró un sitio para aparcar.

Fueron andando hasta un local nocturno cuyo propietario era Blackie Auger. No tenían edad suficiente para beber, pero todos contaban con cartillas militares que habían comprado a otros chicos mayores del barrio. El portero les echó una mirada, vio a tres chavales vestidos con vaqueros de la zona obrera del extrarradio y se plantó para no dejarles entrar. Pero Alex consiguió que les franquearan el paso diciendo que conocía a Blackie, el legendario restaurador griego y propietario del bar. Pero no conocía a Auger, ni tampoco lo conocían sus padres; de hecho, pertenecía a una clase de griegos americanos totalmente distinta y jamás había entrado en contacto con él. La familia de Alex asistía a la «iglesia para inmigrantes» de la calle Dieciséis, mientras que Auger y otros de su nivel eran miembros de la catedral «para la clase alta» situada en la Treinta y seis con Mass.

El portero les dejó pasar. La posibilidad de que aquel chico estuviera diciendo la verdad fue lo que les valió la entrada.

Supieron que estaban fuera de lugar en cuanto penetraron en el local. Los hombres tenían todos veintitantos años, calzaban zapatos con tacón de madera y vestían pantalones de lana ajustados con camisas de rayón de cuellos muy grandes abiertas para enseñar el pecho, medallones, crucifijos y colgantes de oro. Las mujeres llevaban vestidos y no miraban en su dirección. Los que estaban en la pista de baile, por lo visto se sabían los pasos de moda. Alex, Billy y Pete sabían hacer lo que habían visto en los bailes de Soul Train, pero nada más. Su estancia tuvo los minutos contados cuando un tipo que llevaba un cinturón con hebilla en forma del signo del dólar le dijo a Billy algo así como que se habían «equivocado de local», y Billy, que en aquel momento estaba fumando un Marlboro, le contestó: «Sí, no sabía que esto era un bar de maricas», y le lanzó el cigarrillo encendido al pecho. El mismo portero que les había dejado entrar se les acercó y les dijo que salieran y que «tampoco no volvieran».

– Que «tampoco no volvamos» -dijo Pete, ya en la acera-. El muy imbécil ha usado una doble negación.

Billy y Alex no supieron a qué se refería Pete, pero imaginaron que sería algo relativo a que Pete era más listo que el gorila. Que los echaran a la calle resultó un tanto violento momentáneamente, pero ninguno de ellos pasó mucho rato amargado. Había sido divertido ver que salían chispas del pecho de aquel tío y oír las carcajadas que lanzó Billy cuando el otro cerró los puños pero no llegó a agredirle, y que a Billy todo aquello le importara un pimiento, como era habitual en él.

Pasearon un poco más con el coche y bebieron cerveza. Se les pasó por la cabeza ir al Silver Slipper, pero aquel local sólo permitía un mínimo de alcohol y obligaba a cumplir dicha restricción, y de todas formas en él había gente que bailaba en plan estriptis, y para ellos eso significaba que las tías no enseñaban nada y tardaban mucho tiempo en dejar ver un poco de teta al aire. Terminaron sacando entradas para una película titulada The Teachers que ponían en un cine llamado The Art, entre la Nueve y F. El nombre del cine no era muy acertado, teniendo en cuenta que se trataba de una sala porno. En el patio de butacas, que olía a tabaco, a sudor y a periódicos mojados, se sentaron separados unos de otros para que nadie pensara que eran de la otra acera, y vieron la película y observaron a los tíos mayores que había entre el público, que gemían al correrse. Alex tuvo una erección, pero nada parecido a la que tuvo montándoselo con Karen, y sólo de pensar en ella se sintió solo y triste de estar donde estaba. Los otros debían de estar experimentando un sentimiento parecido, porque decidieron mutuamente marcharse antes de que acabara la película. De camino al coche bromearon sobre el detalle de que todos los personajes femeninos se llamaban Uta.

Fueron en el coche hasta Shaw. Las cervezas ya se habían calentado, pero continuaron bebiendo. En la Catorce con S comentaron aquella ocasión en que contrataron los servicios de una puta en aquel cruce para celebrar el décimo sexto cumpleaños de Pete, un rito de paso para los chicos varones de la zona de Washington, y bromearon con Pete recordando que se corrió nada más penetrar a la tía en cuestión. A decir verdad, dejó el cargamento en las sucias sábanas de la cama de una diminuta habitación situada en la tercera planta de una casa, antes de tener la oportunidad de insertar la polla, pero esto no se lo contó a sus amigos. Ya era bastante grave haber perdido la virginidad con una furcia negra que se llamaba Shyleen. Aquellos chicos eran los únicos que sabían que él había hecho tal cosa, y la historia iba a tener punto final al mismo tiempo que la amistad con ellos. Dentro de un año se marcharía a la universidad y empezaría una vida nueva. Estaba deseando que llegara el momento.

– ¿Recuerdas cuando le dimos los quince dólares?-dijo Billy-. ¿Aquí mismo, en la calle? Ella nos dijo: «Guardaos ese dinero, ¿queréis que me entierren?»

Alex había estado presente. La chica dijo «encierren», no «entierren».

– ¿Y qué esperabas de una fulana? -dijo Billy.

– No hables así de tu madre -dijo Pete.

En la calle U, emprendieron la subida de la larga pendiente, en sentido norte. Desde U hasta Park Road, aquel distrito comercial y residencial había sido incendiado y prácticamente destruido en los disturbios. Lo que quedaba estaba chamuscado y convertido en escombros. Muchas tiendas que habían logrado permanecer en pie habían cerrado y se habían trasladado a otro sitio.

– Tío, sí que han jodido bien esta zona -comentó Pete.

– ¿Adónde se habrá ido la gente que vivía aquí? -dijo Alex.

– Están todos en Negro Heights -contestó Billy.

– ¿Y cómo lo sabes, has estado allí? -preguntó Pete.

– Ha estado tu padre -dijo Billy.

– Porque siempre estás hablando de ello -dijo Pete-. ¿Cuándo vas a dejar de decirlo y hacerlo de una vez?

Billy, Pete y Alex vivían a pocos kilómetros de Heathrow Heights, pero conocían dicho barrio sólo por la fama que tenía, y no habían entrado en contacto con los residentes. Los chicos de color que vivían allí iban en autobús a un instituto ubicado en la parte más rica de Montgomery County, cuyos estudiantes blancos estaban orientados a la universidad, mientras que los que iban al instituto de Silver Spring se sabía que eran una mezcla inculta de drogatas, engominados y musculitos, en la que había muy pocos futuros universitarios.

– ¿Qué pasa, te crees que me da miedo ir a ese barrio?-dijo Billy-. Pues no me da.

Billy sí que tenía miedo. Alex estaba totalmente seguro. Igual que su viejo, el señor Cachoris, que contaba chistes de negros en los escalones de su iglesia, donde se reunía todo el mundo tras el servicio religioso. Al señor Cachoris también le daban miedo los negros. No era más que eso, miedo transformado en odio. Billy no era mala persona, la verdad era que no. Su padre le había enseñado a ser ignorante. Con Pete la cosa era algo distinta, él siempre tenía que despreciar a alguien. Alex no era muy sabihondo, pero estas cosas sí que las sabía.

– ¿Y tú qué, doctor King? -dijo Billy volviéndose para mirar a Alex, que iba en el asiento de atrás-. ¿Quieres ir a Negro Heights?

– Yo sólo quiero irme a casa.

– Alex se ha echado una novia negrata en la cafetería de su padre -dijo Billy-. Y no le gusta que yo hable mal de su gente.

Billy y Pete chocaron las manos y rieron. Alex se encogió en su asiento. Se preguntaba, como hacía a menudo cuando ya iba llegando al final de la noche, por qué se juntaba con aquellos tíos.

– Estoy cansado -dijo.

– Pappas quiere darnos las buenas noches -dijo Pete. Pete Whitten inclinó la cabeza hacia atrás para apurar la cerveza, y su melena rubia ondeó con el viento.

Todos guardaron silencio durante el camino de regreso.


Raymond estaba en la cama, escuchando los grillos que cantaban en el jardín. En tres de las cuatro estaciones del año, James y él dormían con la ventana abierta. Su padre les había construido unas mallas metálicas con bastidor de madera que se abrían en forma de alas para rellenar el espacio y sostener las ventanas, que ya no se sostenían solas en alto, debido a que las cuerdas hacía mucho que se habían deshecho. Ernest Monroe era capaz de arreglar casi cualquier cosa con las manos.

Raymond, vestido únicamente con el calzoncillo, estaba tumbado encima de las sábanas, totalmente despierto. Estaba emocionado con su descubrimiento, y también se sentía un poco culpable por hurgar en el cajón de la cómoda de su hermano. James había llegado a casa un rato antes, dijo que tenía sueño y se había dejado caer en su cama. Aquél habría sido el momento de hablar de la pistola, pero Raymond titubeó sin saber cómo empezar la conversación. No estuvo bien hacer lo que había hecho. Iba a tener que reconocer que quienes le habían picado la curiosidad habían sido Charles y Larry, y sabía que a James no le caían demasiado bien. Era complicado tratar de buscar la mejor manera de iniciar la conversación. Para cuando reunió el valor necesario para ello, se hizo un silencio en la habitación que le indicó que había esperado demasiado.

– Eh, James -dijo Raymond.

Los grillos continuaron frotándose las patitas. Un perrillo lanzó un ladrido desde el patio de atrás de la minúscula casa que había calle abajo, en la que vivía la señorita Anna.

Raymond repitió en voz baja:

– James.


Capítulo 4

Tres adolescentes recorrían las calles dentro de un Torino GT, bebiendo cerveza, fumando hierba y escuchando la radio. Por el altavoz del salpicadero se oía el tema Black and White de Three Dog Night. El vocalista cantaba: «El mundo es negro, el mundo es blanco. / Juntos aprendemos a leer y a escribir.» Billy tarareaba al mismo tiempo, pero cambiando la letra: «Tu padre es negro, tu madre es blanca. / A tu padre le gusta el coñito estrechín.»

Ya habían oído muchas veces a Billy cantarlo de esta manera, pero rieron como si fuera algo nuevo. Los tres acababan de fumarse un porro bien gordo. Aunque la temperatura superaba los treinta grados, habían subido las ventanillas para preservar el colocón.

Billy se sentó al volante del Torino, un modelo de dos puertas de color verde provisto de un motor Cleveland 351 debajo del capó, el último que había recibido su padre en préstamo. Llevaba un pañuelo rojo atado alrededor de su gruesa mata de pelo negro y parecía un pirata feroz.

– Dale caña -dijo Alex desde el asiento de atrás.

Billy pisó el acelerador. Los dos tubos de escape rugieron que dio gusto cuando remontaron una larga pendiente que atravesaba una zona residencial que se extendía de este a oeste. Estaban aproximándose al pequeño distrito comercial que había no muy lejos de su barrio.

– Mach Uno -dijo Billy en tono reverencial-. Mirad cómo ruge.

– Es un Torino -dijo Pete desde el asiento del pasajero.

– Tiene el mismo motor que el Mach -dijo Billy-. Eso es lo único que estoy diciendo.

– Es un torito -dijo Pete.

– Por lo menos yo conduzco un coche -dijo Billy.

– Es de los de tu padre -replicó Pete-. Es como si lo hubieras alquilado.

– Así y todo, lo estoy conduciendo. Si no fuera por mí, iríais todos a patita.

– A la casa de tu madre -dijo Pete.

Billy sacudió sus anchos hombros. Rio con desenfado, como hacen los tipos grandullones, incluso como si un amigo estuviera gastando bromas pesadas con su madre.

– Y también a la de tu hermanita -continuó Pete sosteniendo una mano en alto para que Alex le chocara los cinco. Alex se los chocó con fuerza, y al hacerlo la melena lisa de Pete, larga hasta el hombro, se le vino toda a la cara.

Pete apuró su Schlitz y arrojó la lata hacia atrás. Ésta fue a juntarse con las otras latas que se habían bebido aquel día, y que ahora formaban un montón en el suelo del coche y rebotaban produciendo un ruido sordo.

– Necesito tabaco -dijo Billy.

– Para en el Seven-Ereven -dijo Pete, imitando a un chino que intentara hablar inglés.

Aparcaron y se bajaron del coche. Llevaban Levis 501 de pata recta, con el bajo vuelto hacia arriba, y camisetas con bolsillo en el pecho. Pete calzaba unas Adidas Superstar y Billy lucía unos Hanover con cuña hechos con tela vaquera. Alex llevaba sus Chuck. No vestían de forma estilosa, pero tenían el estilo de la zona sur.

La tienda en cuestión no era un Seven-Eleven, pero lo había sido durante una temporada, y los tres seguían identificándola como tal. Actualmente a cargo de una familia de asiáticos, vendía más que nada vino y cerveza. Cuando entraron los chicos, estaba sonando el tema de Climax Precious and Few en un equipo de sonido barato que había detrás del mostrador. Uno de los asiáticos estaba tarareando la canción en voz baja, y cuando la letra dijo precious, él pronunció pwecious. Alex, al oírlo, dejó escapar una risita. Cuando estaba colocado, estas cosas le hacían mucha gracia. Fue al pasillo de los dulces y se quedó mirando lo que contenía.

Pete y Billy tuvieron una breve conversación que finalizó con una corta carcajada. A continuación, Pete se acercó hasta un expositor giratorio y se probó un gorro que lucía un parche con el dibujo de un pez enganchado en un anzuelo mientras Billy compraba cigarrillos, cerveza y unas barritas Hostess de sabor a cereza. A Billy nunca le pedían que enseñara el carné, ni aquí ni en ningún otro sitio; parecía un hombre.

Fuera, Billy rompió el celofán de una cajetilla de Marlboro Reds, rasgó el papel de plata y extrajo un cigarrillo. Lo prendió con un encendedor Zippo que llevaba un billar americano grabado en la superficie. Lo había mangado en la sala de billares Cue Club, algún engominado lo había dejado posado en una banda de la mesa.

– ¿Qué os apetece hacer ahora, nenas? -dijo Pete.

Estaban de pie junto al coche, a pleno sol. De la acera subía el calor en oleadas. Billy tenía la bolsa de las cervezas y las barritas dulces bajo el brazo.

– Hay que beberse esto antes de que se ponga caliente -dijo.

– Habló el listo -repuso Alex.

Pete observó cómo fumaba Billy. Él no tenía aquel vicio. Su padre decía que sus amigos procedían de gente sin formación y que por eso tenían vicios absurdos. A Pete esto lo ofendía un poco, y así lo expresaba verbalmente, pero en su fuero interno sabía que su padre tenía razón.

– ¿Preparados para poneros ciegos? -dijo Billy.

Alex se encogió de hombros en un gesto que quería decir: «¿Por qué no?» Aquella tarde de sábado no había nada que hacer, salvo colocarse más de lo que ya se habían colocado.

Billy terminó de fumar y arrojó el cigarrillo al aparcamiento con un ensayado ademán de indiferencia.

– Al tema, Clítoris -le dijo Pete a Billy Cachoris.

Y volvieron a subirse al coche.


Se bebieron seis cervezas más y se fumaron otro porro de colombiana, adquirida aquella mañana, y se volvieron ciegos y temerarios a causa del alcohol que estaban bebiendo con el estómago vacío. En la radio estaba llegando a su fin el tema Tumbling Dice, y Pete había subido el volumen. Los Stones habían tocado el Cuatro de Julio en el estadio RFK, y los chicos habían asistido al concierto. En los asientos delanteros, Billy y Pete hablaban acaloradamente de los acontecimientos de aquel día, entre los que figuraban la hierba de calidad, un barril común para todos de whisky de malta y una chica con una camiseta de tirantes.

– Dios creó las camisetas de tirantes -dijo Billy- para que los ciegos pudieran pillar teta.

– Jenny Maloney -dijo Pete, nombrando a la animadora de su instituto apodada por los chicos «la Raja»- tiene una camiseta de tirantes que es la muerte, tío…

Alex se acordó de la chica de camiseta de tirantes y vaqueros Peanut que bailaba delante de él durante el concierto. Se acordaba de los detalles del día entero. Billy, Pete y él habían acudido al estadio RFK el día 4 por la mañana, con el Oldsmobile de la familia Whitten, y habían estacionado en el aparcamiento principal, donde se oía a los Dead y a los Who sonando a todo volumen por las ventanillas abiertas de coches y furgonetas. Habían llevado bocadillos, preparados por la madre de él, y un tío que iba en silla de ruedas les dio un trozo pequeño de hachís a cambio de un sándwich de jamón y queso. Se lo fumaron, se colocaron de inmediato, y después se sumaron a las multitudes que se dirigían hacia el lugar del evento. Cuando se abrieron las puertas, se produjo el caótico aluvión que se esperaba, causado por la política adoptada para sentar a los espectadores, que provocaba que miles de personas intentaran penetrar en el estadio a la vez. Los guardias de seguridad iban requisando neveras con cervezas y alcohol dentro, y hubo un momento en que Alex se vio aplastado contra una valla metálica hasta que lo rescató Billy, que chilló entusiasmado «¡Jerry Kramer!» al tiempo que bloqueaba con el cuerpo a un tipo gigantesco y lo arrojaba al suelo para liberar a Alex. Alex, Billy y Pete encontraron asientos detrás de la caseta, en la que Alex se había sentado con su padre en varios partidos de béisbol antes de que se fueran los Nats, y se puso a fumar uno de los muchos porros de hierba que habían empaquetado aquella mañana con papeles del supermercado Tops. En primer lugar actuaron Martha Reeves y las Vandellas interpretando Dancing in the Streets, y cuando cantaron la frase de «Baltimore and D.C.», el público explotó. La chica de la camiseta de tirantes bailaba delante de ellos, agitando las caderas, y los chicos se la imaginaron realizando el acto y todos quedaron como en trance. El siguiente en actuar fue Stevie Wonder, efectuando una extraña entrada con Rockin' Robin, un éxito de Michael Jackson de aquel mismo año, y a continuación puso a bailar al público empleando material suyo propio. Durante el tema Signed, Sealed, Delivered I'm Yours salió un tramoyista y rodeó a Stevie, porque éste, sin darse cuenta, estaba cantando en dirección a la parte de los asientos vacía, la que tenía el campo de visión lleno de obstáculos. Tras un período aburrido durante el cual la gente bebió más, se colocó más y se revolvió más, salieron al escenario los Stones, y Mick Jagger, flaco a causa de la cocaína y vestido con un mono blanco y una bufanda de seda roja, gritó: «¡Hola, camperos!», y lanzó al grupo a tocar Brown Sugar. Allí había cuarenta mil personas de pie, avivadas por el alcohol, las anfetaminas, el ácido, la maría y los pocos años. Había un policía que daba vueltas a la porra al unísono de la sección de percusión. El grupo tocó cortes de Exile on Main Street, que había salido hacía poco. El solo de guitarra de Mick Taylor en You Can't Always Get Wbat You Want fue épico. Durante Midnigbt Rambler Jagger brincó, hizo piruetas y azotó el escenario con un cinturón de cuero. Lanzó un brindis al público con una botella de Jack diciendo: «Por vuestra independencia.» Comenzó a fluir gas lacrimógeno procedente de la comisaría de policía ubicada en el exterior del estadio. Los chicos notaron que les escocían los ojos, pero les dio igual. Las chicas que intentaron trepar a lo alto del escenario fueron apartadas o retiradas por el personal de seguridad y se cortaron las manos con los clavos que habían clavado en el borde del entarimado. Cerca del final del concierto, durante un violento Jumping Jack Flash se encendieron las luces del estadio y el humo que flotaba en el aire alcanzó proporciones industriales conforme iba elevándose hacia el cielo nocturno. Alex no recordaba haber sido nunca tan feliz. Nunca había experimentado nada parecido, y dudaba que alguna vez pudiera vivir algo que lo superase.

– La Raja también debió de ir allí con camiseta de tirantes -dijo Billy-. Porque le gusta ponérselo fácil a los tíos.

– No veas -dijo Pete.

Billy y Pete todavía seguían con el tema de Jenny Maloney. A saber cuánto tiempo llevaban hablando de ella. ¿Se habría desmayado?

– Ya sé que metiste los dedos -dijo Billy, tendiendo una trampa a Pete.

– Metí hasta el brazo, tío -dijo Pete-. En las escaleras del hotel Hojo. Sus padres le habían organizado una fiesta al cumplir los dieciséis, y tal. Mientras ellos repartían regalitos a los invitados, Jenny y yo nos lo estábamos montando en el rellano de la escalera, y ella apoyó el pie en un peldaño, me cogió la mano y la guió hasta el sitio en cuestión. No me hizo falta ni vaselina ni nada, te lo juro…

Mientras Pete continuaba hablando, Alex Pappas desconectó. Billy y Pete siempre se sentaban juntos delante y llegaba un momento, cuando estaban de colocón, en que se olvidaban de que él también iba en el coche. Pero no le importaba; las cosas que decían cuando estaban ciegos de hierba ya las había oído muchas veces. Pete con la mano metida hasta el codo en el felpudo de Jenny Maloney en la fiesta de su dieciséis cumpleaños, en la escalera del hotel Hojo de Wheaton, mientras sus padres repartían regalitos a los invitados en el salón que habían contratado… joder, ya se lo sabía de memoria.

Miró por la ventanilla. El mundo de fuera estaba un tanto inclinado y se movía, y parpadeó para que dejara de dar vueltas. Notaba cómo le resbalaba el sudor por el pecho debajo de la camiseta. Estaban parados en el semáforo del Boulevard, en el carril del medio, destinado sólo a los que continuaban de frente. Nunca había «dado el salto» a Heathrow Heights, y, que él supiera, sus amigos tampoco. Se preguntó vagamente por qué se había situado Billy en aquel carril. Se acordó de la conversación que habían tenido Billy y Pete la noche anterior, y pensó: «Ahora Billy va a demostrarnos que no tiene miedo.»

En la PGC estaban poniendo Rocket Man. Aquella canción le recordó a su novia, Karen. Karen vivía en una calle que se llamaba Lovejoy. Billy la llamaba «Lovejudío» porque en aquel vecindario había judíos para dar y tomar. En primavera, un día Karen y él hicieron novillos y se fueron a Great Falls en el Valiant color berenjena que tenía Karen, a bañarse en un lago natural y beber cerveza templada tomando el sol en las piedras. En el camino de vuelta a casa Karen le dejó conducir. En la radio se oía Rocket Man, y Karen iba sentada a su lado fumando un cigarrillo, tiritando de frío con su bikini y sus vaqueros empapados, soltando la ceniza en el cenicero del coche, tarareando la canción y sonriéndole a él de vez en cuando con varios mechones de pelo negro pegados a la cara. El frío padre y la odiosa madrastra de Karen lo obligaban a él a protegerla. No sabía muy bien si querer a una persona implicaba aquello, y supuso que sí que quería a Karen. Pensó: «En este momento debería estar con ella.»

– ¿Qué vamos a hacer cuando entremos ahí? -preguntó Pete desde el asiento del copiloto.

– Pues joderlos -respondió Billy-. Armar un poco de escándalo.

A Alex le entraron ganas de decir: «Me bajo aquí», pero si hiciera algo así sus amigos lo llamarían nenaza y maricón.

Alex miró por el parabrisas cuando Billy aceleró al ponerse el semáforo en verde.

Cruzaron el Boulevard y poco después lo dejaron atrás y comenzaron a bajar por una pendiente que seguía las vías del tren. Atravesaron un puente que pasaba por encima de las vías y penetraron en un vecindario de casas desvencijadas y coches que indicaban la pobreza de sus propietarios. Más adelante, en la acera, había tres jóvenes negros, delante de un sitio que parecía una tienda de las tradicionales. Dos de los chicos lucían el torso desnudo y el tercero llevaba una camiseta blanca con unos números escritos a rotulador. Alex se fijó en que uno de los que iban desnudos tenía una cicatriz en la cara. Pete y Billy ya estaban bajando las ventanillas.

– ¿De verdad has estado aquí antes? -dijo Pete. Alex captó en su voz un tono de emoción y de nerviosismo. Pete estaba hurgando en la bolsa de papel que tenía a los pies y finalmente extrajo una de las barritas de cereza y rasgó el envoltorio.

– Qué va -contestó Billy, que observaba el grupo de chicos de color, los cuales ahora, a medida que se les iban acercando, los estaban fulminando con la mirada. Eran delgados, de vientre y pecho lisos, hombros anchos y brazos musculosos.

– Sabrás cómo se sale de aquí, ¿no? -dijo Pete.

– Cómo se sale en coche -replicó Billy a la vez que apagaba la radio-. El volante lo tengo yo. Tú dedícate a lo tuyo.

– ¿Por qué vas tan despacio?

– Para que no te pierdas nada.

– Yo no voy a perderme una puta mierda.

– Billy -intervino Alex. Habló con voz queda, y ni Billy ni Pete se volvieron para mirarlo.

El Torino ya estaba en medio. Los otros empezaron a aproximarse lentamente al coche que acababa de detenerse a su lado. Billy tenía toda la cara en tensión. Se inclinó hacia la ventanilla del pasajero y chilló:

– ¡Tragaos esto, negratas de mierda!

Y seguidamente Pete les lanzó la barrita de cereza. Ésta rebotó en el de la cicatriz en la cara, uno de los que iban sin camiseta, y Pete se agachó para esquivar el puñetazo que lanzó el agredido a través de la ventanilla bajada. Billy pisó el acelerador a fondo al tiempo que soltaba una carcajada, y el Ford se dejó los neumáticos en el asfalto en un derrape, se enderezó y salió disparado calle abajo. Alex sintió que le desaparecía toda la sangre de la cara.

A su espalda oyeron los gritos de rabia de los otros. Pasaron varias casas más, después un cruce y más adelante una iglesia muy vieja, y al final de la calle vieron una barrera pintada a franjas levantada por las autoridades y detrás de ella las vías del tren, un bosque y una densa vegetación en pleno verdor estival.

– Es una rotonda -dijo Alex, como si estuviera profundamente asombrado.

– Y una mierda -replicó Billy-. Es una calle cortada.

Billy preparó el Ford para maniobrar y movió la palanca del cambio automático hasta la posición de marcha atrás, luego metió la primera y volvió a enfilar la calle. Los otros estaban de pie en medio de la calzada, sin hacer ningún movimiento hacia ellos, y ya no gritaban. El que iba sin camiseta y se había llevado el golpe con la golosina parecía estar sonriendo.

Billy se quitó el pañuelo de la cabeza y dejó libre de obstáculos su melena negra. Al llegar al cruce, giró a la izquierda haciendo rechinar los neumáticos y pasó por delante de más casas destartaladas y de una anciana de color que paseaba un perrito. Llegaron a una bifurcación, y el coche guardó silencio mientras miraban a izquierda y derecha. A la derecha la calle trazaba un círculo. A la izquierda terminaba en otra barrera junto al bosque. Los tres lamentaban profundamente lo tontos que habían sido y la mala suerte que habían tenido, y nadie dijo una palabra.

Billy dio vuelta al coche y regresó a la calle principal.

Al llegar al cruce se detuvo y miró a su izquierda. En mitad de la calle se habían apostado dos de los jóvenes de color, separados lo justo el uno del otro para que el Ford no pudiera pasar. El otro había tomado posición en la acera. Había aparecido una mujer de color, más mayor que ellos y con gafas, y estaba de pie en el porche de la tienda.

Pete tocó la manilla de la puerta.

– Pete -lo advirtió Billy.

– A la puta mierda -dijo Pete. Abrió la portezuela, se bajó de un salto, cerró tras de sí y echó a correr. Fue en línea recta hacia el bosque que había al cabo de la calle, enseñando las suelas de sus zapatillas de tres franjas, luego dobló a la izquierda y alcanzó las vías del tren sin disminuir la zancada.

Alex experimentó un sentimiento de traición y de envidia cuando vio a Pete desaparecer por detrás de la línea de los árboles. Él también quería huir, pero no podía. No era sólo por lealtad hacia Billy, sino porque sospechaba que no iba a conseguir llegar a las vías del tren. Él no era tan rápido como Pete; le darían alcance, y el hecho de que hubiera huido no serviría más que para empeorar las cosas. A lo mejor Billy era capaz de salir de aquélla a base de palabras. Billy podía pedir perdón, y los de la calle verían que lo que habían hecho no era más que una travesura de lo más idiota.

– No puedo dejar tirado el coche de mi padre -dijo Billy en voz muy baja. Pisó el acelerador y retrocedió calle arriba, por donde habían venido.

«Es de la edad de mis padres -pensó Alex mirando a la mujer de las gafas que estaba en el porche de la tienda-. Ella pondrá fin a esto.» Pero se le cayó el alma a los pies cuando vio que daba media vuelta y volvía a entrar en el establecimiento.

Billy detuvo poco a poco el Torino y echó el freno de mano como a unos quince metros de los otros. Se bajó del coche dejando la portezuela abierta. Alex observó fijamente cómo se dirigía hacia los tres chicos, que lo rodearon al momento, y oyó que les decía en tono amistoso:

– ¿No podríamos solucionar esto?

Vio que Billy levantaba las manos, como si se rindiese. De pronto llegó un derechazo, rápido como un rayo, propinado por uno de los que iban sin camiseta, y la cabeza de Billy se dobló hacia atrás. Éste se tambaleó y se llevó una mano a la boca. Cuando la bajó la tenía manchada de sangre, y escupió sangre y saliva al suelo.

– Me has roto los dientes -dijo Billy-. ¿Estás satisfecho?

Billy se volvió y señaló a Alex, que aún estaba sentado en la parte de atrás del Torino.

– ¡Lárgate! -le chilló con la cara llena de sangre y de angustia.

Alex empujó hacia delante el asiento del pasajero y se bajó del coche. Posó levemente los pies en el asfalto y se volvió. Sintió que alguien lo agarraba por detrás y lo lanzaba hacia delante, tropezó y cayó a cuatro patas. Oyó pisadas a su espalda, y de pronto recibió una furiosa patada en la ingle que casi lo levantó del suelo. El aire que tenía en los pulmones escapó violentamente. Cuando consiguió respirar de nuevo, devolvió cerveza y bilis. Jadeando agitadamente, contempló el vapor que desprendía su vómito sobre el asfalto. Entonces se desplomó de costado y cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, vio un pie que se le acercaba a toda prisa en dirección a la cara y lo golpeaba igual que un martillo.

– ¡Dispara a ese hijo de puta!

– No.

– ¡Dispárale!

– Que no, tío…

– ¡Vamos!

Alex recibió otro golpe y oyó algo que se aplastaba. Tuvo la sensación de que uno de los ojos se le había aflojado y se le había salido de la órbita.

«Me han partido la cara. Papá…»

Después, por las calles de Heathrow Heights resonó el eco de un disparo.

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