El 27 de abril de 1939, justo el día en que Pere Figueras y sus ocho compañeros de Cornellá de Terri ingresaron en la prisión de Gerona, Rafael Sánchez Mazas acababa de ser nombrado consejero nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS y vicepresidente de su junta Política; aún no había transcurrido un mes desde el hundimiento definitivo de la República, y todavía faltaban cuatro para que Sánchez Mazas se convirtiera en ministro sin cartera del primer gobierno de la posguerra. Siempre fue un hombre esquinado, soberbio y despótico, pero no mezquino ni vengativo, y por eso en aquella época la antesala de su despacho oficial hervía de familiares de presos ávidos de lograr su intercesión en favor de antiguos conocidos o amigos a los que el final de la guerra había confinado en las celdas de la derrota. Nada permite pensar que no hizo cuanto pudo por ellos. Gracias a su insistencia, el Caudillo conmutó por la de cadena perpetua la pena de muerte que pesaba sobre el poeta Miguel Hernández, pero no la que un amanecer de noviembre de 1940, ante un pelotón de fusilamiento, acabó con la vida de Julián Zugazagoitia, buen amigo de Sánchez Mazas y ministro de la Gobernación en el gabinete de Negrín. Meses antes de ese asesinato inútil, de regreso de un viaje a Roma en calidad de delegado nacional de Falange Exterior, su secretario, el periodista Carlos Sentís, le puso al día de los asuntos pendientes y le leyó la lista de las personas a las que había concedido audiencia para esa mañana. Bruscamente despierto, Sánchez Mazas se hizo repetir un nombre; luego se levantó, cruzó a grandes zancadas el despacho, abrió la puerta, se plantó en medio de la antesala y, escrutando las caras de susto que la abarrotaban, preguntó:
– ¿Quién de ustedes es Joaquín Figueras?
Paralizado por el terror, un hombre de ojos de huérfano e indumentaria de viajante trató de contestar, pero sólo acertó a quebrar el silencio sólido que siguió a la pregunta con un borborigmo indescifrable, mientras introducía una mano desesperada como una garra en el bolsillo de su chaqueta. De pie frente a él, Sánchez Mazas quiso saber si era pariente de los hermanos Pedro y Joaquín Figueras. «Soy su padre», consiguió articular el hombre, con un tremendo acento catalán y un frenético cabeceo que ni siquiera amainó cuando Sánchez Mazas lo estrujó en un abrazo de alivio. Agotadas las efusiones, los dos hombres conversaron en el despacho durante unos minutos. Joaquín Figueras refirió que su hijo Pere llevaba mes y medio encerrado en la cárcel de Gerona, acusado sin pruebas, como otros jóvenes del pueblo, de haber tomado parte en la quema de la iglesia de Cornellá de Terri durante los primeros días de la guerra y de haber intervenido en el asesinato del secretario del ayuntamiento. Sánchez Mazas no le dejó terminar; salió del despacho por una puerta lateral y regresó al rato.
– Arreglado -proclamó-. Cuando vuelva usted a Cornellá se encontrará a su hijo en casa.
Figueras salió del despacho eufórico, y cuando bajaba las escaleras del edificio oficial notó un dolor lancinante en la mano y advirtió que todavía la llevaba metida en el bolsillo de la chaqueta, estrujando con toda su fuerza una hoja de papel arrancada de una libreta de tapas verdes en la que Sánchez Mazas había dejado constancia de la deuda de gratitud que le unía a sus hijos. Y cuando días después llegó a Cornellá y abrazó sin lágrimas a su hijo recién liberado, Joaquín Figueras supo que no había sido un error emprender aquel viaje de alucinación por un país devastado para ver a un hombre al que no conocía y al que hasta el final de sus días tuvo por uno de los más poderosos de España.
Sólo se equivocaba en parte. Porque, aunque siempre la juzgó un oficio indigno de caballeros, Sánchez Mazas llevaba por entonces más de una década metido en política y todavía tardaría varios años en abandonarla, pero nunca en toda su vida iba a acumular tanto poder real en sus manos como en aquel momento.
Había nacido en Madrid un 18 de febrero de hacía cuarenta y cinco años. Su padre, un médico militar oriundo de Coria, cuyo tío había sido médico de Alfonso XII, murió a los pocos meses, y la madre, María Rosario Mazas y Orbegozo, buscó de inmediato la protección de su familia en Bilbao. Allí, en una casa de cinco plantas situada junto al puente del Arenal, en la calle Henao, halagado por los mimos de un ejército de tíos sin hijos, transcurrieron su infancia y adolescencia. Los Mazas eran un clan familiar de hidalgos de raigambre liberal e inclinaciones literarias, emparentados con Miguel de Unamuno y sólidamente anclados en el cogollo de la buena sociedad bilbaína, en los que Sánchez Mazas se inspiraría para construir algunos personajes de sus novelas y de los que heredó una irreprimible propensión al ocio señorial y una terca vocación literaria. Esta última rozó asimismo a su madre, una mujer ilustrada y sagaz, que volcó toda su energía de viuda prematura en facilitar a su hijo la carrera de escritor que ella no había podido o querido emprender.
Sánchez Mazas no la decepcionó. Es verdad que fue un estudiante mediocre, que vagó con más pena que gloria por diversos internados religiosos de alcurnia hasta recalar en la Universidad Central de Madrid y por fin en el Real Colegio de Estudios Superiores de María Cristina en El Escorial, regentado por agustinos, donde en 1916 se licenció en derecho. No es menos verdad, sin embargo, que muy pronto empezó a dar muestras de un talento literario evidente. A los trece años escribía poemas a la manera de Zorrilla y de Marquina; a los veinte imitaba a Rubén y a Unamuno; a los veintidós era un poeta maduro; a los veintiocho su obra en verso estaba en lo esencial cumplida. Con característico ademán aristocrático, apenas se ocupó de publicarla, y si la conocemos por entero (o casi por entero) se debe en gran parte a los desvelos de su madre, que transcribió sus poemas a mano en unos pequeños cuadernos de hule negro, anotando bajo cada uno de ellos su lugar y fecha de composición. Por lo demás, Sánchez Mazas es un buen poeta; un buen poeta menor, quiero decir, que es casi todo a lo que puede aspirar un buen poeta. Sus versos tienen una sola cuerda, humilde y viejísima, monótona y un poco sentimental, pero Sánchez Mazas la toca con maestría, arrancándole una música limpia, natural y prosaica que sólo canta la melancolía agridulce del tiempo que huye y en su huida arrastra el orden y las seguras jerarquías de un mundo abolido que, precisamente por haber sido abolido, es también un mundo inventado e imposible, que casi siempre equivale al mundo imposible e inventado del Paraíso.
Aunque sólo publicó un libro de poemas en vida, es posible que Sánchez Mazas se sintiera siempre un poeta, y acaso esencialmente lo fue; sus contemporáneos, sin embargo, lo conocieron ante todo como autor de crónicas, de artículos, de novelas y, sobre todo, como político, que es justo lo que nunca se sintió y lo que acaso esencialmente nunca fue. En junio de 1916, un año después de publicar su primera novela, Pequeñas memorias de Tarín, y recién licenciado en derecho, Sánchez Mazas regresó a Bilbao, por entonces una ciudad impetuosa y autosatisfecha, dominada por una boyante burguesía que gozaba de un período de esplendor económico derivado de la neutralidad española en la primera guerra mundial. Esa bonanza halló su más conspicua expresión cultural en la revista Hermes, que aglutinó a un puñado de escritores católicos, d'orsianos y españolistas, devotos de la cultura romana y de los valores de la civilización occidental, a quienes Ramón de Basterra bautizó con el pomposo título de Escuela Romana del Pirineo. Basterra fue uno de los más notorios integrantes de ese grupo de escritores, la mayoría de los cuales pasaría con los años a engrosar las filas del falangismo; otro fue Sánchez Mazas. Se reunían en la tertulia del Lyon d'Or, un café situado en plena Gran Vía de López de Haro, donde Sánchez Mazas brilló como conversador culto, circunspecto y un tanto ampuloso. José María de Areilza, por entonces un niño a quien su padre llevaba a tomar chocolate al Lyon d'Or, lo recuerda como «un joven espigado, delgadísimo, con sus graves lentes de concha, sus ojos ardientes y al mismo tiempo fatigados y una voz que hacía estentórea, de vez en cuando, para acentuar un punto de la discusión». Por esa época Sánchez Mazas ya escribía asiduamente en Abc, en El Sol, en El Pueblo Vasco, y en 1921 Juan de la Cruz, el director de este último, lo envió como corresponsal a la guerra de Marruecos, donde entabló una duradera amistad de copas y largas conversaciones nocturnas, que vadearía el encono de una guerra vivida en bandos contrarios, con otro corresponsal bilbaíno llamado Indalecio Prieto.
Un año apenas duró la estancia de Sánchez Mazas en Marruecos, porque en 1922 Juan Ignacio Luca de Tena lo envió a Roma como corresponsal de Abc. Italia le fascinó. Su pasión de juventud por la cultura clásica, por el Renacimiento y por la Roma imperial cristalizó para siempre al contacto con la Roma real. Allí vivió siete años. Allí se casó con Liliana Ferlosio, una italiana recién salida de la adolescencia a la que casi arrebató de su casa y con la que mantuvo toda su vida una caótica relación de la que nacieron cinco hijos. Allí maduró como hombre y como lector y como escritor. Allí se forjó una justa fama de cronista con unos artículos muy literarios, de refinado diseño y ejecución segura -a ratos densos de erudición y de lirismo, a ratos vehementes de pasión política-, que acaso son lo mejor de su obra. Allí, también, se convirtió al fascismo. De hecho, no es exagerado afirmar que Sánchez Mazas fue el primer fascista de España, y muy exacto decir que fue su más influyente teórico. Lector fervoroso de Maurras y amigo íntimo de Luigi Federzoni -que encarnó en Italia una suerte de fascismo ilustrado y burgués, y que andando el tiempo ostentaría varias carteras ministeriales en los gobiernos de Mussolini-, monárquico y conservador de vocación, Sánchez Mazas creyó descubrir en el fascismo el instrumento idóneo para curar su nostalgia de un catolicismo imperial y, sobre todo, para recomponer por la fuerza las seguras jerarquías del antiguo régimen que el viejo igualitarismo democrático y el nuevo y pujante igualitarismo bolchevique amenazaban con aniquilar en toda Europa. O dicho de otro modo: quizá para Sánchez Mazas el fascismo no fue sino un intento político de realizar su poesía, de hacer realidad el mundo que melancólicamente evoca en ella, el mundo abolido, inventado e imposible del Paraíso. Sea como fuere, lo cierto es que saludó con entusiasmo la Marcha sobre Roma en una serie de crónicas titulada Italia a paso gentil, y que vio en Benito Mussolini la reencarnación de los condotieros renacentistas y en su ascensión al poder el anuncio de que el tiempo de los héroes y los poetas había vuelto a Italia.
Así que en 1929, de regreso en Madrid, Sánchez Mazas ya había tomado la decisión de consagrarse por entero a lograr que ese tiempo también volviera a España. En cierto modo lo consiguió. Porque la guerra es por excelencia el tiempo de los héroes y los poetas, y en los años treinta poca gente empeñó tanta inteligencia, tanto esfuerzo y tanto talento como él en conseguir que en España estallara una guerra. A su vuelta al país, Sánchez Mazas entendió enseguida que para alcanzar su objetivo no sólo era preciso fundar un partido cortado por el mismo patrón del que había visto triunfar en Italia, sino también hallar un condotiero renacentista cuya figura, llegado el momento, catalizase simbólicamente todas las energías liberadas por el pánico que la descomposición de la Monarquía y el triunfo inevitable de la República iban a generar entre los sectores más tradicionales de la sociedad española. La primera empresa tardó todavía un tiempo en cuajar; no así la segunda, pues José Antonio Primo de Rivera vino a encarnar de inmediato la figura del caudillo providencial que Sánchez Mazas buscaba. La amistad que los unió a ambos fue sólida y perdurable (tanto que una de las últimas cartas que escribió José Antonio desde la cárcel de Alicante, en vísperas de su fusilamiento el 20 de noviembre del 36, estaba dirigida a Sánchez Mazas); tal vez lo fue porque estuvo basada en un equitativo reparto de papeles. José Antonio poseía en efecto todo aquello de lo que carecía Sánchez Mazas: juventud, belleza, coraje físico, dinero y prosapia; lo contrario también es cierto: armado de su experiencia italiana, de sus muchas lecturas y de su talento literario, Sánchez Mazas se convirtió en el más atendido consejero de José Antonio y, una vez fundada la Falange, en su principal ideólogo y propagandista y en uno de los fundamentales forjadores de su retórica y sus símbolos: Sánchez Mazas propuso, como símbolo del partido, el yugo y las flechas, que había sido el símbolo de los Reyes Católicos, acuñó el grito ritual de «¡Arriba España!», compuso la celebérrima Oración por los muertos de Falange, y a lo largo de varias noches de diciembre de 1935 participó, junto con José Antonio y con otros escritores de su círculo Jacinto Miquelarena, Agustín de Foxá, Pedro Mourlane Michelena, José María Alfaro y Dionisio Ridruejo-, en la escritura de la letra del Cara al sol, en los bajos del Or Kompon, un bar vasco situado en la calle Miguel Moya de Madrid.
Pero Sánchez Mazas aún iba a tardar algún tiempo en convertirse en el principal proveedor de retórica de la Falange, como lo llamó Ramiro Ledesma Ramos. Cuando llegó a Madrid en 1929, aureolado por su prestigio de escritor cosmopolita y por sus ideas novísimas, nadie en España pensaba seriamente en fundar un partido de corte fascista, ni siquiera Ledesma, que un par de años más tarde crearía las JONS, el primer grupúsculo fascista español. Como la otra, la vida literaria, sin embargo, se radicalizaba por momentos al calor de las convulsiones que sacudían Europa y de los cambios que se vislumbraban en el horizonte político español: en 1927 un joven escritor llamado César Arconada, que había profesado el elitismo orteguiano y que no tardaría en engrosar las filas del partido comunista, resumía el sentir de mucha gente de su edad cuando declaraba que «un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa, menos tener viejas ideas liberales». Ello explica en parte que tantos escritores del momento, en España y en toda Europa, cambiaran en pocos años el esteticismo deportivo y lúdico de los felices veinte por el combate político puro y duro de los feroces treinta.
Sánchez Mazas no fue ninguna excepción. De hecho, toda su actividad literaria en la época anterior a la guerra se limita a la escritura de innumerables artículos de prosa aguerrida donde la definición de la estética y la moral falangistas -hechas de deliberado confusionismo ideológico, de mística exaltación de la violencia y el militarismo y de cursilerías esencialistas que proclamaban el carácter eterno de la patria y de la religión católica- convive con un propósito central que, como afirma Andrés Trapiello, consistía básicamente en hacer acopio de citas de historiadores latinos, pensadores alemanes y poetas franceses que sirvieran para justificar la razia cainita que se avecinaba. La actividad política de Sánchez Mazas, en cambio, fue en estos años frenética. Después de participar en varios intentos de crear un partido fascista, en febrero de 1933, junto con el periodista Manuel Delgado Barreto, José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos, Juan Aparicio y Ernesto Giménez Caballero -con quien durante años mantendría una pugna no siempre soterrada por hacerse con el liderazgo ideológico del fascismo español, que acabó ganando-, Sánchez Mazas fundó el semanario El Fascio, que supuso el primer encuentro de las distintas tendencias nacionalsindicalistas que acabarían confluyendo en la Falange. El primer y único número de El Fascio apareció un mes más tarde y fue de inmediato prohibido por las autoridades, pero el 29 de octubre del mismo año se celebró en el Teatro de la Comedia de Madrid el acto fundacional de Falange Española, y Sánchez Mazas, a quien meses más tarde se le asignó el carnet número cuatro del partido (Ledesma tenía el uno; José Antonio el dos; Ruiz de Alda el tres; Giménez Caballero el cinco), fue nombrado miembro de su Junta Directiva. Desde aquel momento y hasta el 18 de julio de 1936 su peso en el partido -un partido que antes de la guerra nunca consiguió atraer a lo largo de la geografía española más que a unos centenares de militantes, y que en todas las elecciones a las que se presentó jamás cosechó más que unos miles de votos, pero que iba a resultar decisivo para el devenir de la historia del país- fue determinante. Durante esos años de hierro Sánchez Mazas pronunció discursos, intervino en mítines, diseñó estrategias y programas, redactó ponencias, inventó consignas, aconsejó a su jefe y, sobre todo a través de FE., el semanario oficial de la Falange -donde se encargaba de una sección titulada «Consignas y normas de estilo»-, difundió en artículos anónimos o firmados por él mismo o por el propio José Antonio unas ideas y un estilo de vida que con el tiempo y sin que nadie pudiera sospecharlo -y menos que nadie el propio Sánchez Mazas- acabarían convertidos en el estilo de vida y las ideas que, primero adoptadas como revolucionaria ideología de choque ante las urgencias de la guerra y más tarde rebajadas a la categoría de ornamento ideológico por el militarote gordezuelo, afeminado, incompetente, astuto y conservador que las usurpó, acabarían convertidas en la parafernalia cada vez más podrida y huérfana de significado con la que un puñado de patanes luchó durante cuarenta años de pesadumbre por justificar su régimen de mierda.
Sin embargo, en la época en que se incubaba la guerra las consignas que difundía Sánchez Mazas aún poseían una flamante sugestión de modernidad que los jóvenes patriotas de buena familia y violentos ideales que las acataban contribuían a afianzar. Por entonces a José Antonio le gustaba mucho citar una frase de Oswald Spengler, según la cual a última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización. Por entonces los jóvenes falangistas sentían que eran ese pelotón de soldados. Sabían (o creían saber) que sus familias dormían un inocente sueño de beatitud burguesa, ignorantes de que una ola de impiedad y de barbarie igualitaria iba a despertarlas de golpe con un tremendo fragor de catástrofe. Sentían que su deber consistía en preservar por la fuerza la civilización y evitar la catástrofe. Sabían (o creían saber) que eran pocos, pero esta mera circunstancia numérica no les arredraba. Sentían que eran los héroes. Aunque ya no era joven y carecía de la fuerza y el coraje físico y hasta de la convicción precisa para serlo -pero no de una familia cuyo inocente sueño de beatitud preservar-, Sánchez Mazas también lo sintió, y por eso abandonó la literatura para entregarse con empeño sacerdotal a la causa. Esto no le impedía frecuentar con José Antonio los salones más selectos de la capital, ni secundarle en algunas de sus sonadas excentricidades de señorito, como las Cenas de Carlomagno, unos banquetes enfáticamente suntuosos que una vez al mes se celebraban en el Hotel París para conmemorar al emperador y, sobre todo, para protestar con su rigurosa exquisitez aristocrática contra la vulgaridad democrática y republicana que acechaba más allá de las paredes del hotel. Pero las reuniones más asiduas de José Antonio y su séquito perpetuo de futuros poetas soldados se celebraban en los bajos del Café Lyon, en la calle Alcalá, en un lugar conocido como La Ballena Alegre, donde discutían acaloradamente, hasta altas horas de la noche, de política y de literatura, y donde convivían en una atmósfera de cordialidad inverosímil con jóvenes escritores de izquierdas con quienes compartían inquietudes y cervezas y conversaciones y bromas y cordiales insultos.
El estallido de la guerra iba a trocar esa hostilidad afectuosa e ilusoria en una hostilidad real, aunque el imparable deterioro de la vida política durante los años treinta ya había anunciado a quien quisiera verlo la inminencia del cambio. Quienes meses o semanas o días atrás habían conversado frente a una taza de café, a la salida de un teatro o de la exposición de un amigo común, se veían enzarzados ahora desde bandos opuestos en peleas callejeras que no desdeñaban el estampido de los disparos ni la efusión de la sangre. La violencia, en realidad, venía de antes y, a pesar de las protestas victimistas de algunos dirigentes del partido, reacios a ella por temperamento y por educación, lo cierto es que la Falange la había alimentado sistemáticamente con el fin de hacer insostenible la situación de la República, y que el uso de la fuerza se hallaba en el mismo corazón de la ideología del falangismo, que, como todos los demás movimientos fascistas, adoptó los métodos revolucionarios de Lenin, para quien bastaba una minoría de hombres valerosos y decididos -el equivalente del pelotón de soldados de Spengler- para tomar el poder con las armas. Como José Antonio, Sánchez Mazas fue también uno de esos falangistas renuentes, a ratos y en teoría, al empleo de la violencia (en la práctica la fomentó: lector de Georges Sorel, que la consideraba un deber moral, sus escritos son casi siempre una incitación a ella); por eso en febrero de 1934, en la Oración por los muertos de la Falange, compuesta a petición de José Antonio para frenar los ímpetus de venganza de los suyos después del asesinato del estudiante Matías Montero en una refriega callejera, escribió que «a la victoria que no sea clara, caballeresca y generosa preferimos la derrota, porque es necesario que mientras cada golpe del enemigo sea horrendo y cobarde, cada acción nuestra sea la afirmación de un valor y de una moral superiores». El tiempo demostró que esas hermosas palabras no eran más que retórica. El 16 de junio de 1935, en una reunión celebrada en el Parador de Gredos, la Junta Política de Falange, convencida de que nunca alcanzaría el poder por la fuerza de las urnas y de que peligraba su existencia misma como partido político, pues la República lo consideraba con razón una amenaza permanente para su supervivencia, tomó la decisión de lanzarse a la conquista del poder mediante la insurrección armada. Durante el año que siguió a esa reunión las maniobras conspiratorias de Falange -plagadas como estuvieron de innumerables recelos, escrúpulos, salvedades y dudas que traducían tanto su escasa confianza en las propias posibilidades de triunfo como los justificados y a la postre premonitorios temores de su jefe ante la posibilidad de que el partido y su programa revolucionario fueran engullidos por la previsible alianza entre el ejército y los sectores sociales más conservadores que apoyarían el golpe- no cesaron ni un instante, hasta que el 14 de marzo de 1936, después de ser arrasada en las elecciones de febrero de ese mismo año, la Falange fue descabezada cuando la policía cerró su local de la calle Nicasio Gallego, detuvo a su Junta Política en pleno y prohibió sine die el partido.
A partir de este momento el rastro de Sánchez Mazas se esfuma. Su peripecia durante los meses previos a la contienda y durante los tres años que duró ésta sólo puede intentar reconstruirse a través de testimonios parciales -fugitivas alusiones en memorias y documentos de la época, relatos orales de quienes compartieron con él retazos de sus aventuras, recuerdos de familiares y amigos a quienes refirió sus recuerdos- y también a través del velo de una leyenda constelada de equívocos, contradicciones y ambigüedades que la selectiva locuacidad de Sánchez Mazas acerca de ese periodo turbulento de su vida contribuyó de forma determinante a alimentar. Así pues, lo que a continuación consigno no es lo que realmente sucedió, sino lo que parece verosímil que sucediera; no ofrezco hechos probados, sino conjeturas razonables.
Son éstas:
En marzo de 1936, estando Sánchez Mazas preso en la cárcel Modelo de Madrid junto a sus compañeros de la Junta Política, nace su cuarto hijo, Máximo, y Victoria Kent, a la sazón directora general de Prisiones, concede al recluso el permiso de tres días para visitar a su mujer que por ley le corresponde, a condición de que dé su palabra de honor de no ausentarse de Madrid y de regresar a la cárcel al cabo del tiempo convenido. Sánchez Mazas acepta el trato, pero, según otro de sus hijos, Rafael, antes de salir de la cárcel el alcaide le llama a su despacho y le dice entre dientes que él ve las cosas muy oscuras, por lo que le sugiere con medias palabras «que mejor le valdría no volver, y que él, por su parte, no pondría lo que se dice el mayor de los empeños en su busca y captura». Porque justifica el dudoso comportamiento ulterior de Sánchez Mazas, cabe poner en tela de juicio la veracidad de esta versión; también cabe imaginar que no sea falsa. Lo cierto es que Sánchez Mazas, olvidando las protestas de caballerosidad y heroísmo con que ilustró tantas páginas de prosa incendiaria, rompe su compromiso y huye a Portugal, pero José Antonio, que se había tomado en serio las palabras de su lugarteniente y que juzga que no sólo está en juego su honor, sino el de toda la Falange, le ordena desde la cárcel de Alicante, adonde ha sido trasladado junto. con su hermano Miguel en la noche del 5 al 6 de junio, volver a Madrid. Sánchez Mazas obedece, pero antes de que pueda ingresar de nuevo en la Modelo estalla la sublevación.
Los días que siguen son confusos. Casi tres años más tarde, Eugenio Montes -a quien Sánchez Mazas llamó «mi mayor y mejor camarada en el afán de poner las letras humanas al servicio de nuestra Falange»- describe desde Burgos la peripecia de su amigo en las jornadas inmediatas al 18 de julio como «la aventura de las esquinas y los escondites, con los esbirros rojos siguiéndole las huellas». La frase es tan novelesca como elusiva, pero quizá no traiciona del todo a la realidad. La revolución triunfa en Madrid. La gente mata y muere en las cunetas y los cuarteles. El Gobierno legal ha perdido el control de la situación y se respira en la atmósfera un revoltijo mortífero de miedo y de euforia. En las casas proliferan los registros; en las calles, los controles de los milicianos. Una noche de principios de septiembre, incapaz de tolerar por más tiempo el desasosiego de la clandestinidad y la inminencia permanente del peligro, o tal vez urgido por los amigos o conocidos que durante demasiado tiempo han corrido el riesgo de dar cobijo a un fugitivo de su calibre, Sánchez Mazas decide salir de su madriguera, huir de Madrid y pasarse a la zona nacional.
Previsiblemente, no lo consigue. Al día siguiente, apenas sale a la calle, es detenido; la patrulla le exige que se identifique. Con una extraña mezcla de pánico y de resignación, Sánchez Mazas comprende que está perdido y, como si quisiera despedirse en silencio de la realidad, durante un interminable segundo de indecisión mira a su alrededor y advierte que, aunque apenas son las nueve, en la calle de la Montera los comercios ya han abierto y el bullicio urgente y plebeyo de la multitud inunda las aceras, mientras el sol duro anuncia una mañana sofocante de ese verano que no se acaba nunca. En aquel momento atrae la atención de los tres milicianos armados un camión atiborrado de militantes de UGT y erizado de fusiles y de gritos de guerra, que se dirige al frente del Guadarrama con la carrocería pintarrajeada de siglas y nombres, entre los que figura el de Indalecio Prieto, que acaba de ser nombrado ministro de Marina y del Aire en el flamante gobierno de Largo Caballero. Entonces Sánchez Mazas concibe y ejecuta una idea desesperada: les dice a los milicianos que no puede identificarse, porque se halla de incógnito en Madrid cumpliendo una misión que le ha sido directamente encomendada por el ministro de Marina y del Aire, y exige que le pongan en contacto con éste. Divididos entre la perplejidad y el recelo, los milicianos deciden llevarlo a la sede de la Dirección General de Seguridad para cerciorarse de la autenticidad de aquella excusa inverosímil; allí, tras algunas gestiones angustiosas, Sánchez Mazas consigue hablar por teléfono con Prieto. Éste se interesa por su situación, le aconseja que busque refugio en la embajada de Chile, afectuosamente le desea buena suerte; luego, en nombre de su vieja amistad africana, ordena que lo pongan de inmediato en libertad.
Ese mismo día consigue Sánchez Mazas entrar en la embajada de Chile, donde pasará casi año y medio. De esa temporada de encierro se conserva una foto: Sánchez Mazas aparece en el centro de un corro de refugiados, entre los que se cuenta el escritor falangista Samuel Ros; son ocho, todos un poco harapientos y mal afeitados, todos expectantes. Vestido con una camisola que tal vez fue blanca, con su perfil semita, sus gafas de miope y su ancha frente, Sánchez Mazas está acodado con un gesto elegante a una mesa donde sólo se ve un vaso vacío, un pedazo de pan, un mazo de papeles o libretas y un cazo de hambre. Está leyendo; los demás le escuchan. Lo que lee es un fragmento de Rosa Krüger, una novela que escribió o empezó a escribir en esos días para aliviarse de la reclusión y distraer a sus compañeros, y que sólo se publicaría, inacabada, cincuenta años más tarde, cuando su autor llevaba ya mucho tiempo muerto. Sin duda es su mejor novela y también una buena novela, y además extraña y como atemporal, escrita a la manera bizantina por alguien que tuviera el gusto y la sensibilidad de un pintor prerrafaelista, de vocación europeísta y fondo patriótico y conservador, saturada de fantasías exquisitas, de aventuras exóticas, de una suerte de melancólica sensualidad a través de las cuales, y de una prosa exacta y cristalina, se narra la batalla que en el interior del protagonista libran los dos principios esenciales que, según el autor, rigen el universo -lo diabólico y lo angélico-, y la victoria final de este último, encarnado en una donna angelicata llamada Rosa Krüger. Asombra que Sánchez Mazas consiguiera aislarse de la obligada y ruidosa promiscuidad que reinaba en la embajada para escribir su libro, pero no que el fruto de ese aislamiento eludiera minuciosamente las dramáticas circunstancias que rodearon su concepción, pues hubiera sido redundante añadir a la tragedia de la guerra el relato de la tragedia de la guerra. Por lo demás, la aparente contradicción, que tanto ha preocupado a algunos de sus lectores, entre las belicosas ideas falangistas de Sánchez Mazas y su apolítico y estetizante quehacer literario se resuelve si admitimos que ambas son expresiones contrapuestas pero coherentes de una misma nostalgia: la del mundo abolido, imposible e inventado del Paraíso, la de las seguras jerarquías de un ancien régime que la ventolera inapelable de la historia estaba barriendo para siempre.
A medida que transcurre el tiempo y aumentan la sangría y la desesperanza de la guerra, la situación en las embajadas que acogen fugitivos del Madrid republicano se vuelve cada vez más precaria, y el temor a los asaltos arrecia, de forma que todo aquel que tiene a su alcance una posibilidad sensata de fuga prefiere correr el riesgo de la aventura en busca de un refugio seguro antes que prolongar la incertidumbre angustiosa del encierro y la espera. Así lo hace Samuel Ros, que llega a Chile a mediados de 1937 y que no volverá a la España nacional hasta el año siguiente. Animado por el éxito de Ros, en algún momento del otoño del 37 Sánchez Mazas intenta la fuga. Cuenta con la ayuda de una prostituta y de un joven simpatizante de Falange cuya familia, conocida de Sánchez Mazas, posee o poseía una empresa de transportes. Su plan consiste en alcanzar Barcelona y, una vez allí, recabar la ayuda de la quinta columna para entrar en contacto con las redes de evasión que cruzan clandestinamente la frontera francesa. Ponen en práctica el plan y, durante varios días, Sánchez Mazas recorre por carreteras secundarias y caminos de carro, camuflado entre un cargamento de hortalizas podridas, los seiscientos kilómetros que lo separan de Barcelona en compañía de la prostituta y el joven falangista. Milagrosamente, franquean todos los controles y llegan sanos y salvos a su destino, sin más contratiempo que un neumático reventado y el susto de muerte que les inflige un chucho de olfato demasiado fino. En Barcelona los tres viajeros se separan, y a Sánchez Mazas lo acoge, tal y como tenían previsto, un abogado perteneciente al JMB, uno de los numerosos e inconexos grupúsculos falangistas que la quinta columna tiene desperdigados por la ciudad. Después de concederle unos días de descanso, los miembros del JMB le urgen a que tome el mando y, haciendo valer su condición de número cuatro de Falange, reúna a todos los grupos quintacolumnistas y los someta a la disciplina del partido, obligándolos a coordinar sus actividades. Tal vez porque su única preocupación hasta el momento ha sido salir de la zona roja y pasarse a la nacional, o simplemente porque se sabe incapacitado para la acción, la oferta le sorprende, y la rechaza de plano alegando su desconocimiento absoluto de la situación de la ciudad y de los grupos que operan en ella, pero los miembros del JMB, que son tan jóvenes y arrojados como inexpertos, y que aguardaban su llegada como un regalo providencial, insisten, y a Sánchez Mazas no le queda otra alternativa que aceptar.
En los días que siguen Sánchez Mazas se reúne con representantes de otros grupúsculos de la quinta columna, y una mañana, mientras se dirige al Iberia, un bar del centro cuyo dueño comulga con la causa nacional, lo detienen agentes del SIM. Estamos a 29 de noviembre de 1937; las versiones de lo que a continuación ocurre difieren. Hay quien sostiene que el padre Isidoro Martín, que había sido profesor de Sánchez Mazas en el Real Colegio de María Cristina en El Escorial, intercedió en vano por él ante Manuel Azaña, que también fue alumno suyo en aquella institución. Julián de Zugazagoitia, el mismo a quien acabada la guerra Sánchez Mazas trató sin éxito de librar del pelotón de fusilamiento, afirma que propuso al presidente Negrín canjearlo por el periodista Federico Angulo, y que Azaña le insinuó la conveniencia de cambiar por el escritor unos comprometedores manuscritos suyos que obraban en poder de los facciosos. Otra versión sostiene que Sánchez Mazas ni siquiera llegó a estar en Barcelona, porque después de su paso por la embajada de Chile se refugió en la de Polonia, que fue asaltada, momento en el cual Azorín medió para librarle de una condena a muerte. Incluso hay quien afirma que en realidad Sánchez Mazas fue efectivamente canjeado en el curso de la guerra. Estas dos últimas hipótesis son erróneas; casi con total certeza, las dos primeras no. Sea como fuere, la realidad es que, después de ser detenido por el SIM, Sánchez Mazas fue conducido al barco Uruguay, fondeado en el puerto de Barcelona y convertido desde tiempo atrás en cárcel flotante, y posteriormente llevado al Palacio de Justicia, donde fue juzgado junto a otros quintacolumnistas. Durante el juicio se le acusó de ser el jefe supremo de la quinta columna en Barcelona, lo que era falso, y de incitación a la rebelión, lo que era cierto. Sin embargo, y a diferencia de la mayor parte de los demás acusados, Sánchez Mazas no fue condenado a muerte. El hecho es extraño; quizá sólo una nueva intervención in extremis de Indalecio Prieto puede explicarlo.
Concluido el juicio, Sánchez Mazas es devuelto otra vez al Uruguay, en una de cuyas celdas pasará los meses siguientes. Las condiciones de vida no son buenas: la comida es escasa; el trato, brutal. También son escasas las noticias que llegan sobre el curso de la guerra, pero conforme ésta avanza incluso los cautivos del Uruguay comprenden que la victoria de Franco está cerca. El 24 de enero de 1939, dos días antes de que las tropas de Yagüe entren en Barcelona, le despierta un rumor inusual, y no tarda en advertir el nerviosismo de los carceleros. Por un momento piensa que lo van a poner en libertad; al momento siguiente piensa que van a fusilarlo. La mañana transcurre entre esas alternativas angustiosas. Hacia las tres de la tarde un agente del SIM le ordena salir de la celda y del barco y subir a un autobús aparcado en el muelle, donde le esperan otros catorce presos procedentes del Uruguay y de la checa de Vallmajor, y los diecisiete agentes del SIM encargados de su custodia. Entre los presos hay dos mujeres: Sabina González de Carranceja y Juana Aparicio Pérez del Pulgar; también están José María Poblador, dirigente jonsista de primera hora y pieza importante en la intentona golpista de julio del 36, y Jesús Pascual Aguilar, uno de los jefes de la quinta columna barcelonesa. Nadie puede en ese momento saberlo, pero, de todos los presos varones que integran el convoy, al cabo de una semana sólo Sánchez Mazas, Pascual y Poblador permanecerán con vida.
El autobús recorre en silencio Barcelona, convertida por el terror de la desbandada y el cielo invernizo en una desolación fantasmal de ventanas y balcones cerrados a cal y canto y de grandes avenidas cenicientas en las que reina un desorden campamental apenas cruzado por furtivos transeúntes que triscan como lobos por las aceras desventradas con caras de hambre y de preparar la fuga, protegiéndose contra la adversidad y contra el viento glacial con abrigos de miseria. Al salir de Barcelona y tomar la carretera del exilio, el espectáculo se torna apocalíptico: un alud despavorido de hombres y mujeres y viejos y niños, de militares y civiles mezclados, cargados con ropas, colchones y enseres domésticos, avanzando penosamente con sus andares inconfundibles de derrotados o subidos a los carros y los mulos de la desesperación, abarrota la calzada y las cunetas, sembradas a trechos de cadáveres de animales con las tripas al aire o de vehículos desahuciados. La caravana avanza con interminable lentitud. De vez en cuando se detiene; de vez en cuando, con una mezcla de asombro, de odio y de insondable fatiga, alguien mira fijamente a los ocupantes del autobús, envidioso de su comodidad y su abrigo, ignorante de su destino de fusilados; de vez en cuando alguien los insulta. De vez en cuando, también, un avión nacional sobrevuela la carretera y escupe unas ráfagas de ametralladora o deja caer una bomba, provocando una estampida de pánico entre los fugitivos y un amago de esperanza entre los presos del autobús, que en algún momento llegan a abrigar la ilusión -pronto desmentida por la estricta vigilancia a que les someten los agentes del SIM- de aprovechar el caos de un ataque para huir campo a través.
Ya es noche cerrada cuando cruzan Gerona y más tarde Banyoles. Luego se internan por una empinada carretera de tierra que serpentea entre bosques en sombra, y al rato se detienen ante un macizo de piedra punteado de luces, como un descomunal galeón zozobrado en medio de la oscuridad envenenada por las órdenes urgentes de los carceleros. Es el santuario de Santa María del Collell. Allí Sánchez Mazas va a pasar cinco días junto a otros dos mil presos llegados de lo que queda de la España republicana, incluidos varios desertores rojos y varios miembros de las Brigadas Internacionales. Antes de la guerra el monasterio era un internado de frailes donde se impartían clases de bachillerato, con aulas de techos altísimos y descomunales cristaleras que daban a patios de tierra y jardines con cipreses, con pasillos profundos y escalinatas de vértigo con pasamanos de madera; ahora el internado ha sido convertido en cárcel, las aulas en celdas, y en los patios, pasillos y escalinatas ya no resuena el guirigay adolescente de los internos, sino las pisadas sin esperanza de los cautivos. El alcaide de la cárcel es un tal Monroy, el mismo que gobernaba con mano de hierro el barco-prisión Uruguay; sin embargo, en el Collell el régimen carcelario es menos riguroso: no está prohibido hablar con quienes sirven el rancho ni con quienes uno se tropieza al ir y venir de los lavabos; la comida sigue siendo infecta y escasa, pero de vez en cuando aparece en alguna celda un cigarrillo furtivo, que es ávidamente consumido en grupo. La celda que ocupa Sánchez Mazas se halla en el último piso del antiguo internado, y es luminosa y grande; además de él y de varios brigadistas internacionales que no hablan ninguna lengua inteligible, la ocupan el médico Fernando de Marimón, el capitán de navío Gabriel Martín Morito, el padre Guiu, Jesús Pascual y José María Poblador, que apenas puede caminar porque tiene las piernas enfermas de forúnculos. Al segundo día los brigadistas son puestos en libertad y su lugar lo ocupan presos nacionales capturados en Teruel y Belchite; la celda se llena. De vez en cuando se les permite salir a pasear por el patio o por los jardines; no los vigilan agentes del SIM ni carabineros (aunque unos y otros pululan por el santuario): los vigilan soldados tan desnutridos y harapientos como ellos, que se hacen bromas o canturrean entre dientes canciones de moda mientras patean aburridos las piedras del jardín o les miran indiferentes. Las horas de encierro e inactividad fomentan las cábalas: dada la proximidad de la frontera, y sobre todo a partir del momento en que un jerarca como Sánchez Mazas se sumó a su cuerda de presos, muchos acarician la esperanza de ser canjeados en breve, una hipótesis que pierde fuerza a medida que el tiempo transcurre; esas horas propician también el consuelo de la intimidad. Como si mágicamente previera que va a ser uno de los supervivientes del encierro y el único que años más tarde contará el horror de esas horas supremas en un libro minucioso y maniqueo, Sánchez Mazas intima sobre todo con Pascual, que sólo le conoce de oídas y de leer sus artículos en FE., y a quien Sánchez Mazas refiere su odisea de la guerra: le habla de la cárcel Modelo, del nacimiento de su hijo Máximo, de los días inciertos que siguieron a la sublevación, de Indalecio Prieto y de la embajada de Chile, de Samuel Ros y Rosa Krüger, de su viaje clandestino en un camión de hortalizas por una España enemiga en compañía de un niño bien y de una prostituta, de Barcelona y del JMB y de la quinta columna y de su detención y su juicio y del barco-prisión Uruguay.
Al atardecer del día 29, Sánchez Mazas, Pascual y sus compañeros de celda son conducidos a la azotea del monasterio, un lugar que no han pisado nunca y donde se reúnen con otros presos, quinientos en total, tal vez más. Pascual conoce a algunos de ellos, pero apenas puede intercambiar unas pocas palabras con Pedro Bosch Labrús, vizconde de Bosch Labrús, y con el capitán de aviación Emilio Leucona, pues enseguida un carabinero ordena guardar silencio y empieza a dar lectura a una lista de nombres. Porque en su mente vuelve a abrirse paso la esperanza del canje, en cuanto oye el nombre de algún conocido Pascual desea con toda su alma estar incluido en la lista, pero, sin que ninguna razón precisa avale este cambio de parecer, para cuando el carabinero lo pronuncia -poco después del de Sánchez Mazas y justo a continuación del de Bosch Labrús- ya se ha arrepentido de formular ese deseo. Los veinticinco hombres que han sido citados, entre los cuales se hallan todos los que compartían celda con Sánchez Mazas y Pascual, excepto Fernando de Marimón, son conducidos a una celda del primer piso en la que sólo hay algunos pupitres arrimados contra las paredes desconchadas y una pizarra con fechas de efemérides patrióticas garabateadas en tiza. La puerta se cierra tras ellos; se hace un silencio ominoso, roto enseguida por alguien que proclama la inminencia del canje y que consigue distraer la angustia de algunos con la discusión de una conjetura que se desvanece al rato para dejar paso a un pesimismo unánime. Sentado a un pupitre en un extremo de la celda, antes de la cena el padre Guiu confiesa a unos presos, y luego organiza una comunión. Nadie duerme durante la noche: iluminados por la luz gris piedra que entra por el ventanal y que dota a sus caras de una sugestión anticipada de cadáver (aunque conforme pasa el tiempo el gris se espesa y la oscuridad se vuelve real), los presos velan auscultando los ruidos del corredor o buscando el alivio ilusorio de sus recuerdos o de una conversación última. Sánchez Mazas y Pascual están tumbados en el suelo, con la espalda apoyada contra el frío de la pared, con las piernas cubiertas por una manta insuficiente; ninguno de los dos recordará nunca con precisión de qué hablaron durante esa noche brevísima, pero sí los largos silencios que puntuaron su conciliábulo, los susurros de los compañeros y el rumor de sus toses desveladas y de la lluvia cayendo indiferente, asidua, negra y helada sobre las losas del patio y los cipreses del jardín como sigue cayendo mientras el amanecer del 30 de enero cambia lentamente la oscuridad de los ventanales por el color blancuzco de enfermo o de aparecido que tiñe como una premonición la atmósfera de la celda en el momento en que un carcelero les ordena salir.
Nadie ha dormido, todos parecen haber estado esperando aquel momento y, como arrastrados por la urgencia de despejar la incertidumbre, obedecen con diligencia de sonámbulos y se unen en el patio a otro grupo de presos similar al suyo, hasta sumar cincuenta. Aguardan unos minutos, dóciles, silenciosos y empapados, bajo una lluvia fina y un cielo denso de nubes, y al final aparece un hombre joven en cuyos rasgos borrosos reconoce Sánchez Mazas los rasgos borrosos del alcaide del Uruguay. Éste les anuncia que van a trabajar en la construcción de un campo de aviación en Banyoles y les ordena formar en diez filas de cinco en fondo; mientras obedece, ocupando sin pensar el primer lugar de la derecha en la segunda fila, Sánchez Mazas siente que el corazón se le desboca: presa del pánico, comprende que lo del campo de aviación sólo puede ser una excusa, pues carece de sentido construirlo con los nacionales a pocos kilómetros y lanzados a una ofensiva definitiva. Empieza a andar a la cabeza del grupo, desquiciado y temblón, incapaz de pensar con claridad, indagando absurdamente en la expresión neutra de los soldados armados que bordean la carretera una señal o una esperanza, buscando en vano convencerse de que al final de ese trayecto no le aguarda la muerte. A su lado o tras él, alguien intenta justificar o explicar algo que no oye o no entiende, porque cada paso que da absorbe toda su atención, como si pudiera ser el último; a su lado o tras él, las piernas enfermas de José María Poblador dicen basta, y el preso se derrumba sobre un charco y es socorrido y arrastrado por dos soldados de vuelta al monasterio. A unos ciento cincuenta metros de éste, el grupo dobla a la izquierda, abandona la carretera y se interna en el bosque por un sendero ascendente de tierra caliza que desemboca en un claro: una alta explanada rodeada de pinos. De la espesura brota entonces una voz militar que les ordena detenerse y dar media vuelta a la izquierda. El terror se apodera del grupo, que se paraliza con una unanimidad de autómata; casi todos sus miembros giran a la izquierda, pero el espanto confunde el instinto de otros que, como el capitán Gabriel Martín Morito, giran a la derecha. Transcurre entonces un instante eterno, durante el cual Sánchez Mazas piensa que va a morir. Piensa que las balas que van a matarlo vendrán de su espalda, que es de donde ha brotado la voz de mando, y que, antes de que muera porque las balas lo alcancen, éstas tendrán que alcanzar a los cuatro hombres que forman tras él. Piensa que no va a morir, que va a escapar. Piensa que no puede escapar hacia su espalda, porque los disparos vendrán de allí; ni hacia su izquierda, porque correría de vuelta a la carretera y los soldados; ni hacia delante, porque tendría que salvar una muralla de ocho hombres despavoridos. Pero (piensa) sí puede escapar hacia la derecha, donde a no más de seis o siete metros un espeso breñal de pinos y maleza promete una posibilidad de esconderse. «Hacia la derecha», piensa. Y piensa: «Ahora o nunca». En ese momento varias ametralladoras emplazadas a espaldas del grupo, justo en la dirección de la que ha surgido la voz de mando, empiezan a barrer el claro; tratando de protegerse, instintivamente los presos buscan el suelo. Para entonces Sánchez Mazas ya ha alcanzado el breñal, corre entre los pinos arañándose la cara y oyendo aún el tableteo sin compasión de las ametralladoras, finalmente da un tropezón providencial que lo arroja, rodando sobre el fango y las hojas mojadas, por el barranco donde se quiebra la explanada, hasta aterrizar en una hoya encharcada en la que desemboca un arroyo. Porque imagina con razón que sus perseguidores le imaginan alejándose cuanto le sea posible de ellos, decide guarecerse allí, relativamente cerca del claro, encogido, jadeante, empapado y con el corazón latiéndole en la garganta, tapándose como puede con hojas y barro y ramas de pino, oyendo los tiros de gracia sobre sus desdichados compañeros de grupo y luego los ladridos acuciantes de los perros y los gritos de los carabineros apremiando a los soldados a dar con el fugitivo o los fugitivos (porque Sánchez Mazas aún ignora que, contagiado por su impulso irracional de huida, también Pascual ha logrado escapar a la matanza). Durante un tiempo que no sabe si computar en minutos o en horas, mientras, para taparse con barro, araña sin descanso la tierra hasta sangrar por las uñas y reflexiona que la lluvia que no cesa de caer impedirá a los perros seguir su rastro, Sánchez Mazas continúa oyendo gritos y ladridos y disparos, hasta que en algún momento siente que algo se remueve a su espalda y se vuelve con una urgencia de alimaña acosada.
Entonces lo ve. Está de pie junto a la hoya, alto y corpulento y recortado contra el verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído de intemperie. Presa de la anómala resignación de quien sabe que su hora ha llegado, a través de sus gafas de miope enteladas de agua Sánchez Mazas mira al soldado que lo va a matar o va a entregarlo -un hombre joven, con el pelo pegado al cráneo por la lluvia, los ojos tal vez grises, las mejillas chupadas y los pómulos salientes- y lo recuerda o cree recordarlo entre los soldados harapientos que le vigilaban en el monasterio. Lo reconoce o cree reconocerlo, pero no le alivia la idea de que vaya a ser él y no un agente del SIM quien lo redima de la agonía inacabable del miedo, y lo humilla como una injuria añadida a las injurias de esos años de prófugo no haber muerto junto a sus compañeros de cárcel o no haber sabido hacerlo a campo abierto y a pleno sol y peleando con un coraje del que carece, en vez de ir a hacerlo ahora y allí, embarrado y solo y temblando de pavor y de vergüenza en un agujero sin dignidad. Así, loca y confusa la encendida mente, aguarda Rafael Sánchez Mazas -poeta exquisito, ideólogo fascista, futuro ministro de Franco- la descarga que ha de acabar con él. Pero la descarga no llega, y Sánchez Mazas, como si ya hubiera muerto y desde la muerte recordara una escena de sueño, observa sin incredulidad que el soldado avanza lentamente hacia el borde de la hoya entre la lluvia que no cesa y el rumor de acecho de los soldados y los carabineros, unos pasos apenas, el fusil apuntándole sin ostentación, el gesto más indagador que tenso, como un cazador novato a punto de identificar a su primera presa, y justo cuando el soldado alcanza el borde de la hoya traspasa el rumor vegetal de la lluvia un grito cercano:
– ¿Hay alguien por ahí?
El soldado le está mirando; Sánchez Mazas también, pero sus ojos deteriorados no entienden lo que ven: bajo el pelo empapado y la ancha frente y las cejas pobladas de gotas la mirada del soldado no expresa compasión ni odio, ni siquiera desdén, sino una especie de secreta o insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su terca condición de seres, algo que elude a las palabras como el agua del arroyo elude a la piedra, porque las palabras sólo están hechas para decirse a sí mismas, para decir lo decible, es decir todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o es este soldado anónimo y derrotado que ahora mira a ese hombre cuyo cuerpo casi se confunde con la tierra y el agua marrón de la hoya, y que grita con fuerza al aire sin dejar de mirarlo:
– ¡Aquí no hay nadie!
Luego da media vuelta y se va.
Durante nueve días con sus noches del invierno brutal de 1939 Rafael Sánchez Mazas anduvo vagando por la comarca de Banyoles tratando de cruzar las líneas del ejército republicano en retirada y pasar a la zona nacional. Muchas veces pensó que no iba a conseguirlo; solo, sin más recursos que su voluntad de supervivencia, incapaz de orientarse en una zona desconocida y poblada de bosques agrestes y espesísimos, debilitado hasta la extenuación por las caminatas, el frío, el hambre y los tres años ininterrumpidos de cautiverio, muchas veces tuvo que hacer acopio de fuerzas para no dejarse derrotar por el desaliento. Las tres primeras jornadas fueron terribles. Dormía de día y caminaba de noche, evitando la publicidad de las carreteras y los pueblos, mendigando alimento y refugio en las masías, y aunque en ninguna de ellas osó por prudencia revelar su verdadera identidad, sino que se presentaba como un soldado republicano extraviado, y aunque casi todo el mundo al que se lo pedía le daba algo de comer, le permitía descansar un rato y le indicaba sin preguntas cómo seguir su camino, el miedo impidió que alguien lo acogiera bajo su protección. Al amanecer del cuarto día, después de más de tres horas de vagar por bosques a oscuras, Sánchez Mazas divisó a lo lejos una masía. Menos por decisión racional que por puro agotamiento, se dejó caer sobre un lecho de agujas de pino y quedó inmóvil allí, con los ojos cerrados, sintiendo apenas el ruido de su respiración y el perfume de la tierra empapada de rocío. Desde la mañana anterior no había probado bocado, estaba exhausto y se sentía enfermo, porque no había un solo músculo de su cuerpo que no le doliese. Hasta entonces el milagro de haber sobrevivido al fusilamiento y la esperanza del encuentro con los nacionales le habían dotado de una perseverancia y una fortaleza que creía perdidas; ahora comprendió que sus energías se estaban acabando y que, a menos que ocurriera otro milagro o que alguien lo ayudara, muy pronto la aventura iba a tocar a su fin. Al rato, cuando se sintió un poco repuesto y el brillo del sol entre la fronda le infundió una brizna de optimismo, juntando fuerzas se incorporó y echó a andar hacia la masía.
María Ferré no iba a olvidar nunca el radiante amanecer de febrero en que por vez primera vio a Rafael Sánchez Mazas. Sus padres estaban en el campo y ella se disponía a echar de comer a las vacas cuando el hombre apareció en el patio -alto, famélico y espectral, con las gafas torcidas y barba de muchos días, con la zamarra y los pantalones agujereados y sucios de tierra y de hierbajos- y le pidió un pedazo de pan. María no tuvo miedo. Acababa de cumplir veintiséis años y era una muchacha trigueña, analfabeta y laboriosa para quien la guerra no era más que un confuso rumor de fondo en las cartas que enviaba desde el frente su hermano, y un torbellino sin sentido que dos años atrás se había llevado la vida de un muchacho de Palol de Revardit con el que alguna vez había soñado casarse. Durante ese tiempo su familia no había pasado hambre ni miedo, porque las tierras de labranza que rodeaban la masía y las vacas, cerdos y gallinas que albergaban los establos bastaban y sobraban para alimentarla, y porque, aunque el Mas Borrell, su casa, se hallaba a medio camino entre Palol de Revardit y Cornellá de Terri, los desmanes de los días de la revolución no les habían alcanzado y el desorden de la retirada sólo les enfrentó a algún soldado perdido y sin armas que, más temeroso que amenazante, les pedía algo de comer o les robaba una gallina. Es posible que al principio Sánchez Mazas fuera para María Ferré otro más de los muchos desertores que durante aquellos días vagaban por las cercanías, y que por eso no se asustara, pero ella sostuvo siempre que, apenas vio recortarse su figura lastimosa contra la tierra del camino que cruzaba frente al patio, reconoció detrás de los estragos inclementes de tres días de intemperie su porte inconfundible de caballero. Sea o no verdad lo anterior, María dispensó al hombre el mismo trato piadoso que a los demás fugitivos.
– No tengo pan -le dijo-. Pero puedo prepararle algo caliente.
Deshecho de gratitud, Sánchez Mazas la siguió hasta la cocina y, mientras María calentaba el perol de la noche anterior -donde en un caldo marrón y sustancioso se veían flotar lentejas y buenos trozos de tocino, butifarra y chorizo acompañados de patatas y verdura-, él se sentó en una banqueta, gozando de la proximidad del fuego y de la dicha anticipada de la comida caliente, se quitó la zamarra, los zapatos y los calcetines empapados, y de golpe notó un dolor ultrajante en sus pies y una fatiga infinita en sus hombros sin carne. María le entregó un trapo limpio y unos zuecos, y de reojo le vio secarse el cuello, la cara, el pelo, también los pies y los tobillos, mientras miraba el baile de las llamas entre los troncos con ojos fijos y un poco atónitos, y cuando le entregó la comida le vio devorarla con un hambre de días, en silencio y sin perder apenas sus maneras de hombre criado entre manteles de hilo y cuberterías de plata, que, más por el instinto de la cortesía que por el hábito recién adquirido del miedo, le obligaron a dejar junto al fuego la cuchara y el plato de peltre y a levantarse en cuanto los padres de María irrumpieron en la penumbra de la cocina y se quedaron mirándole con una mezcla bovina de pasividad y de recelo. Quizá creyendo que su invitado no entendía el catalán, y equivocándose, María le contó en catalán a su padre lo ocurrido; éste pidió a Sánchez Mazas que acabara de comer, sin dejar de mirarlo abandonó junto a un poyo sus enseres de labranza, se lavó las manos en una jofaina, se acercó al fuego. Mientras le sentía hacerlo, Sánchez Mazas rebañó el plato; apaciguada el hambre, acabó de resolverse: comprendía que, si no revelaba su verdadera identidad, tampoco allí tenía la menor posibilidad de que le ofrecieran cobijo, y comprendía también que era preferible el riesgo hipotético de una delación que el riesgo real de una muerte de hambre y de frío.
– Me llamo Rafael Sánchez Mazas y soy el dirigente de Falange más antiguo de España -dijo por fin al hombre que le escuchaba sin mirarlo.
Sesenta años después, cuando ni sus padres ni Sánchez Mazas vivían para hacerlo, María aún recordaba con exactitud esas palabras, quizá porque fue aquélla la primera vez que oyó hablar de Falange, igual que recordaba que a continuación Sánchez Mazas refirió su aventura inverosímil del Collell, habló de su errancia durante los días que la siguieron y, sin dejar de dirigirse al hombre, añadió:
– Usted sabe como yo que los nacionales están a punto de llegar. Es cuestión de días, tal vez de horas. Pero si los rojos me cogen soy hombre muerto. Créame que les agradezco mucho su hospitalidad, y que no quiero abusar de su confianza, pero déme de comer una vez al día lo que acaba de darme su hija, y un lugar abrigado donde pasar la noche, y les estaré eternamente agradecido. Piénselo. Si me hace ese favor yo sabré recompensarle.
El padre de María Ferré no tuvo necesidad de pensarlo. Le aseguró que no podía alojarlo en su casa, porque era demasiado arriesgado, pero le propuso una alternativa mejor: pasaría el día en el bosque, en un prado cercano y seguro junto al Mas de la Casa Nova -una masía abandonada por sus propietarios desde el principio de la guerra- y de noche dormiría caliente en un pajar, a unos doscientos metros de la casa, donde ellos se encargarían de que no le faltara comida. A Sánchez Mazas el plan le entusiasmó, cogió la manta y el paquete de comida que le preparó María, se despidió de ésta y de su madre y siguió al padre por el camino de tierra que cruzaba frente a la puerta de la casa y discurría luego entre sembrados desde cuya altura podía verse, a través del aire de vidrio de la mañana soleada, la carretera de Banyoles y el valle lleno de masías y más allá el perfil cortante y remoto de los Pirineos. Al rato, después de que el padre de María Ferré le señalara a lo lejos el pajar donde debía pasar la noche, cruzaron un campo abierto y sin cultivar y se detuvieron a la orilla del bosque, justo donde el camino se adelgazaba en un angosto sendero; el hombre le dijo entonces que al final de ese sendero se hallaba el Mas de la Casa Nova e insistió en que no volviera hasta que no hubiera caído la noche. Sánchez Mazas no tuvo tiempo siquiera de expresarle de nuevo su gratitud, porque el hombre dio media vuelta y echó a andar de regreso a Mas Borrell. Obedeciéndole, Sánchez Mazas se internó por un bosque de hayas, encinas y robles altísimos que apenas dejaban penetrar el sol y se hacía más espeso e intrincado a medida que el sendero bajaba por la ladera de la colina, y ya llevaba caminando el rato suficiente como para que una vocecilla empezara a inyectarle al oído el veneno de la desconfianza cuando desembocó en un claro en el que se erguía el Mas de la Casa Nova. Era una masía de dos plantas, de piedra, con un pozo artesiano y un gran portón de madera; una vez se hubo cerciorado de que llevaba mucho tiempo deshabitada, Sánchez Mazas pensó en forzar alguna entrada e instalarse en ella, pero tras un momento de reflexión optó por seguir las instrucciones del padre de María Ferré y buscar el prado que éste le había aconsejado. Lo encontró muy cerca, nada más cruzar el lecho profundo, pedregoso y sin agua de un arroyo bordeado de álamos, y se tumbó allí, entre la alta hierba, bajo el cielo despejado y ejemplarmente azul y el sol deslumbrante que entibiaba el aire frío e inmóvil de la mañana, y aunque tenía todos los huesos molidos y una fatiga sin fin le cerraba los párpados, por vez primera en mucho tiempo se sintió seguro y casi feliz, reconciliado con la realidad, y mientras notaba el peso placentero de la luz en los ojos y la piel y el deslizamiento irrevocable de su conciencia hacia el agua del sueño le afloraron a los labios, como un brote incongruente de aquella imprevista plenitud, unos versos que ni siquiera recordaba haber leído:
Do not move
Let the wind speak
That is paradise
Horas más tarde le despertó la ansiedad. El sol brillaba en el centro del cielo, y aunque aún le quedaba una punzada de dolor en los músculos, el sueño le había devuelto una parte del ánimo y las fuerzas quemadas durante los últimos días en la desesperación de aferrarse a la vida, pero apenas se desembarazó de la manta de María Ferré y oyó en el silencio del prado un rumor multitudinario y remoto de motores en marcha comprendió el motivo de su desazón. Fue hasta un extremo del prado y desde allí, emboscado sin necesidad, contempló a lo lejos el desfile de una larga columna de camiones y soldados republicanos que invadían la carretera de Banyoles. Aunque en el futuro inmediato volvería a sentir muchas veces la proximidad amenazante del ejército enemigo, sólo aquella mañana la percibió como un peligro que lo obligó a regresar a su cama improvisada, recoger la manta y el paquete de comida y esconderse en la linde del bosque. Allí, en un refugio construido a base de piedra y ramas que proyectó aquella misma tarde pero no empezó a levantar hasta el amanecer siguiente, pasó casi sin moverse la mayor parte de los tres días siguientes. Al principio la construcción del refugio le mantuvo ocupado, pero luego el tiempo se le iba tendido en el suelo y a ratos durmiendo, recuperando unas fuerzas que, según previó, podía necesitar en cualquier momento, rebuscando en su memoria cada instante olvidado de su aventura de guerra y sobre todo imaginando cómo la contaría una vez que fuera liberado por los suyos, una liberación que, aunque la lógica de los hechos imponía que estaba cada vez más próxima, su impaciencia sentía cada vez más lejana. No hablaba con nadie salvo con María Ferré o con su padre, con quienes charlaba un rato en el pajar cuando venían a oscuras a traerle la comida, y sólo la noche en que el hombre le permitió entrar en la casa para cenar con ellos habló también con dos desertores republicanos conocidos de la familia, quienes, mientras comían un poco y se calentaban junto al fuego antes de proseguir su camino hacia Banyoles, les informaron de que esa mañana las tropas nacionales habían entrado en Gerona.
El día siguiente transcurrió con normalidad; al otro todo cambió. Como cada mañana, Sánchez Mazas se levantó con el sol, cogió el paquete de comida que le habían traído de Mas Borrell y se encaminó al Mas de la Casa Nova; al cruzar el cauce del arroyo tropezó y cayó. No se hizo daño, pero se rompió las gafas. El hecho, que en circunstancias normales le hubiera contrariado, ahora le desesperó: padecía una aguda miopía, y sin el concurso de los cristales la realidad era sólo un puñado ininteligible de manchas. Sentado en el suelo, con las gafas rotas en las manos, maldijo su torpeza; a punto estuvo de echarse a llorar de rabia. Sobreponiéndose a la adversidad, remontó a gatas el cauce del arroyo, y a tientas y guiándose por la costumbre de los últimos días buscó el refugio del prado.
Fue entonces cuando oyó que le daban el alto. Parándose en seco y levantando instintivamente las manos, distinguió a una distancia como de quince metros, destacándose apenas contra el verde confuso del bosque, tres figuras borrosas que empezaron a avanzar hacia él en actitud de expectativa y acecho. Cuando estuvieron más cerca Sánchez Mazas advirtió que eran soldados republicanos, que eran muy jóvenes, que le apuntaban con dos pistolas del nueve largo, que estaban tan nerviosos y asustados como él, y su aire desharrapado de fugitivos y la disparidad sin disciplina de sus uniformes le hizo suponerlos desertores, pero no le dio tiempo de indagar la forma de averiguarlo porque el que llevaba la voz cantante le sometió a un interrogatorio que se prolongó durante casi media hora de tensión, tanteos y medias palabras, hasta que Sánchez Mazas resolvió que aquel encuentro fortuito, justo después de romperse las gafas, sólo podía ser una jugada favorable del destino y decidió apostar el todo por el todo y reconocer que llevaba seis días vagando por el bosque a la espera de la llegada de los nacionales.
Esta confesión deshizo el equívoco. Porque, aunque la peripecia de los tres soldados no había hecho más que empezar, el propósito que la animaba era idéntico al de Sánchez Mazas. Dos de ellos eran los hermanos Figueras, Pere y Joaquim; el otro se llamaba Daniel Angelats. Pere era el mayor de los tres; también el más capaz y el más inteligente. Aunque en la adolescencia no había conseguido convencer a su padre -un negociante trapacero pero muy respetado en Cornellá de Terri- de que costeara sus estudios de derecho en Barcelona y por ello tuvo que quedarse en el pueblo ayudando a la familia en su pequeño negocio de ajos, desde niño su indiscriminada avidez de lector, alimentada en la biblioteca de la escuela y en el Ateneo Popular, le refinó el entendimiento y le dotó de una cultura muy superior a la del común. El entusiasmo colectivo despertado por la proclamación de la República atrajo su atención hacia la política, pero hasta después de los hechos de octubre del 34 no empezó a militar en Esquerra Republicana de Catalunya, y la sublevación del verano del 36 le sorprendió acabando de cumplir el servicio militar en un cuartel de infantería de Pedralbes, donde el 19 de julio, más temprano de lo habitual, le despertaron con una intempestiva ración de coñac en el desayuno y con el anuncio de que esa mañana iba a desfilar por Barcelona en honor de la Olimpíada del Pueblo; sin embargo, antes del mediodía ya se había pasado con armas y bagajes, junto con otros soldados de su destacamento, a una columna de obreros anarquistas que en una avenida del centro los conminó a que se uniesen a ellos. Durante toda la tarde y la noche de ese lunes tremendo peleó por las calles para sofocar la rebelión, y en el delirio revolucionario de los días que siguieron, exasperado por las timideces e indecisiones del gobierno de la Generalitat, se sumó al ímpetu libertario de la columna Durruti y partió a la conquista de Zaragoza. No obstante, como ni la borrachera de la victoria sobre los facciosos ni la vehemencia idealista de sus muchas lecturas habían anulado del todo su sentido común de campesino catalán, pronto intuyó su error y, una vez se hubo convencido con los hechos de que era imposible ganar una guerra con un ejército de aficionados entusiastas, a la primera oportunidad ingresó en el ejército regular de la República. Bajo su disciplina combatió en la Ciudad Universitaria de Madrid y en el Maestrazgo, pero a principios de mayo del 38 una bala perdida que le agujereó limpiamente un muslo le deparó una convalecencia de meses, primero en improvisados hospitales de campaña y por fin en el hospital militar de Gerona. Allí, en medio del desorden de fin del mundo que reinaba en la ciudad en los días de la retirada, fue a buscarlo su madre. Aunque acababa de cumplir veinticinco años, Pere Figueras era para entonces un hombre viejo, fatigado y sin ilusiones, un poco sonámbulo, pero ya ni siquiera cojeaba, así que pudo seguir a su madre de vuelta a casa. Para su sorpresa, en Can Pigem les aguardaban, además de sus hermanas, su hermano Joaquim y Daniel Angelats, quienes esa misma mañana habían aprovechado el terror y la confusión sembrados por una bomba caída en la fábrica Grober de Gerona, cerca de la cual se habían detenido a repostar gasolina, para eludir la vigilancia del comisario político de su compañía y huir hacia Cornellá de Terri a través del casco antiguo de la ciudad. Joaquim y Angelats se habían conocido dos años atrás, cuando con apenas diecinueve fueron reclutados y, después de tres meses de instrucción militar en el santuario del Collell, enviados como miembros de la Brigada Garibaldi al frente de Aragón. Su bisoñez les ahorró muchos sinsabores: a ella y a su aire de adolescentes inmaduros para el combate le debieron la fortuna de ser devueltos de inmediato a la retaguardia -primero a Binéfar y más tarde a Barcelona y por fin a Vilanova i la Geltrú, donde se les integró en un batallón de artillería de costas compuesto en su mayor parte por heridos y mutilados y donde durante meses jugaron a la guerra-, pero cuando la República sintió que su destino se jugaba en las playas del Ebro incluso ellos fueron enviados a contener a la desesperada, con sus viejos e ineficientes cañones, la ofensiva nacionalista. Desmoronado el frente, llegó la desbandada: a lo largo del litoral mediterráneo los restos en jirones del ejército republicano se retiraban sin orden en dirección a la frontera, hostigados sin descanso por el fuego de los aviones alemanes y por las continuas maniobras envolventes de Yagüe, Solchaga y Gambara, que encerraban en bolsas sin salida (o sin otra salida que el mar) a cientos de prisioneros aterrados por los alaridos de los regulares. Huérfanos de convicciones políticas, hambrientos, derrotados y hartos de guerra, reacios a la agonía del exilio, persuadidos por la propaganda franquista de que, a menos que tuvieran las manos manchadas de sangre, nada tenían que temer de los vencedores excepto la restauración del orden quebrantado por la República, Figueras y Angelats no tenían a esas alturas otra ambición que conservar el pellejo, eludir la vesania sin límites de los moros y aprovechar la primera distracción de sus mandos para tomar el camino de sus casas y esperar allí a los nacionales.
Así lo hicieron. Pero la misma tarde en que llegaron al hogar de los Figueras un hecho los convenció de que aquel caserón situado justo al borde de la carretera de Banyoles y frente a la estación del ferrocarril no era un refugio seguro para desertores. Mientras acosados a preguntas por la familia saciaban su hambre atrasada en compañía de Pere Figueras sin haberse siquiera despojado de sus uniformes de soldados, oyeron un rumor de motores deteniéndose frente a Can Pigem. Según Joaquim Figueras, fue su madre quien, intuyendo el peligro que corrían, los conminó a que subieran al piso de arriba y se escondieran bajo la enorme cama de la habitación de matrimonio. Desde allí oyeron los golpes en la puerta, las voces desconocidas conversando en el comedor recogido de urgencia, y luego el ruido de las botas militares subiendo la escalera y recorriendo el piso de arriba hasta que las vieron entrar en la habitación; eran dos pares: unas, que aguardaban en el dintel, estaban cuarteadas y polvorientas; las otras, viejas pero recién abrillantadas, todavía marciales, taconearon un poco sobre el piso de baldosas hasta que los hermanos Figueras y Angelats, conteniendo la respiración bajo la cama, oyeron que una voz suave y acostumbrada al mando pedía que se le acondicionara la alcoba para pasar la noche. Apenas volvieron a quedarse a solas, los tres desertores tomaron casi sin palabras la única decisión posible e, instintivamente persuadidos de que sólo la rapidez podía contrarrestar la obligada temeridad de la maniobra, salieron de su escondrijo y, sin mirar a nadie y tratando de que la rigidez de sus movimientos no traicionara su prisa, bajaron la escalera, cruzaron la cocina y el patio y la carretera protegidos por el anonimato de sus uniformes, que los confundían y los igualaban con los soldados que en la casa o alrededor de- la casa esperaban su turno para comer, o descansaban y acomodaban sus pertrechos con una parsimonia resignada de futuros apátridas.
A partir de esa tarde los hermanos Figueras y Angelats hicieron vida de emboscados. Sin duda para ellos no fue tan dura como para Sánchez Mazas: eran jóvenes, iban armados, conocían la zona, conocían a mucha gente de la zona; además, en cuanto el destacamento republicano abandonó a la mañana siguiente Can Pigem, la madre de los Figueras empezó a proveerles regularmente de comida abundante y de abundantes prendas de abrigo. Pasaban las horas de luz en el bosque, no lejos de Cornellá de Terri ni de la carretera de Banyoles, siempre atentos a los movimientos de tropas que se producían en ella, y de noche dormían en un granero abandonado cerca del Mas de la Casa Nova. Parece increíble que no tropezaran con Sánchez Mazas hasta llevar tres días instalados (el verbo desde luego es excesivo) en los alrededores del Mas de la Casa Nova, pues habían llegado allí el mismo día en que lo hizo él, pero así fue. Sesenta años después tanto Joaquim Figueras como Daniel Angelats aún recordaban con absoluta claridad la mañana en que lo vieron por vez primera, el ruido de ramas quebradas que los alarmó en el silencio del bosque y luego la figura espigada y ciega, con la zamarra de cuello de piel de cordero y las gafas trizadas en la mano, buscando a tientas una salida del cauce pedregoso y enmarañado del riachuelo. También recordaban el momento en que lo detuvieron a punta de pistola y los minutos de interminables tanteos y suspicacias a lo largo de los cuales tanto ellos como Sánchez Mazas -cuya actitud durante esa primera conversación o interrogatorio derivó insensiblemente desde la súplica acobardada y sin honor hasta el aplomo casi paternalista de quien no sólo supera a su interlocutor en edad sino sobre todo en inteligencia y astucia- trataron de averiguar las intenciones del otro, y que, apenas lo hicieron, Sánchez Mazas se identificó, ofreciéndoles una recompensa desorbitada si le ayudaban a cruzar las líneas. Joaquim Figueras y Daniel Angelats coinciden también en otro punto: en cuanto Sánchez Mazas dijo su nombre, Pere Figueras supo quién era; el hecho, que puede parecer extraño, no es en absoluto inverosímil: desde hacía bastantes años Sánchez Mazas era conocido en toda España como escritor y como político y, aunque Pere Figueras apenas había salido de su pueblo más que para defender a tiros la República, muy bien podía haber visto su nombre y su foto en los periódicos y haber leído artículos suyos. Sea como sea, Pere, que había tomado el mando del trío de soldados sin que nadie se lo diera, le dijo que no podían pasarle al otro lado, pero le ofreció permanecer con ellos hasta que llegasen los nacionales; implícita o explícitamente, el pacto era éste: ahora ellos le protegerían a él con sus armas y su juventud y su conocimiento de la zona y de la gente de la zona, y luego él les protegería a ellos con su autoridad inapelable de jerarca. La oferta era irrechazable, y aunque Joaquim opuso en principio alguna resistencia a cargar en esos días inciertos con un hombre medio ciego y que, caso de ser capturados por los republicanos, podía llevarlos directamente al paredón, al final no tuvo otro remedio que acatar la voluntad de su hermano.
La vida de los tres desertores no varió de forma apreciable a partir de aquel momento, salvo por el hecho de que ahora eran cuatro a comer de lo que les llevaba al bosque la madre de los Figueras y cuatro a dormir en el granero abandonado junto al Mas de la Casa Nova, pues decidieron que era más seguro que Sánchez Mazas no regresara de noche al pajar del Mas Borrell. Curiosamente (o tal vez no: tal vez son los momentos decisivos de la vida los que con mayor voracidad engulle el olvido), ni Joaquim Figueras ni Daniel Angelats conservan un recuerdo demasiado nítido de aquellos días. Figueras, cuya memoria es afilada pero expeditiva y a menudo se pierde en meandros sin dirección, recuerda que el encuentro con Sánchez Mazas les sacó momentáneamente del aburrimiento, porque éste les contó con lujo de detalles y con un tono que en aquel momento le impresionó por su solemnidad y que con el tiempo juzgaba un poco redicho, su aventura de la guerra, pero también recuerda que, una vez hubieron hecho ellos lo propio -de una forma sin duda mucho más sucinta y desordenada y directa-, el tenso e impaciente aburrimiento que habían padecido durante las jornadas anteriores volvió a apoderarse de ellos. O, por lo menos, de él y de Daniel Angelats. Porque lo que Joaquim Figueras recuerda asimismo muy bien es que, mientras él y Angelats volvían a practicar como habían hecho hasta entonces las formas más variadas de matar el tiempo, su hermano Pere y Sánchez Mazas infatigablemente conversaban apoyados contra el tronco de un roble en la linde del bosque. Aún los veía así: indolentes y sin afeitar y muy abrigados, con las rodillas cada vez más altas y la cabeza cada vez más baja a medida que transcurría el tiempo, dándose casi la espalda, fumando picadura o sacando punta a una rama, volviéndose de vez en cuando hacia el otro aunque sin mirarlo y desde luego sin sonreír nunca, como si ninguno de los dos buscara el asentimiento o la persuasión, sino únicamente la certeza de que ninguna de sus palabras iba a perderse en el aire. Nunca supo de qué hablaban, o quizás es que no quiso saberlo; sabía que el tema no era la política ni la guerra; alguna vez sospechó (sin mucho fundamento) que era la literatura. Lo cierto es que Joaquim Figueras, que nunca se había entendido bien con Pere (de quien más de una vez se había burlado en público y a quien siempre había admirado en secreto), advirtió con una secreta punzada de celos que Sánchez Mazas se ganaba en unas pocas horas una intimidad, la de su hermano, a la que él no había tenido acceso en toda su vida. En cuanto a Angelats, cuya memoria es más vacilante que la de Figueras, su testimonio no contradice, sin embargo, al de su amigo de entonces y de todavía; si acaso, lo complementa con varios detalles anecdóticos (Angelats, por ejemplo, recuerda a Sánchez Mazas escribiendo con un lápiz minúsculo en su libreta de tapas de color verde oscuro, lo que quizá prueba que el diario del escritor es contemporáneo a los hechos que narra) y con uno que quizá no lo sea. Como suele ocurrir con la memoria de algunos ancianos que, porque están a punto de quedarse sin ella, recuerdan con mucha más claridad una tarde de su infancia que lo sucedido hace unas horas, en este punto concreto la de Angelats abunda en pormenores. Ignoro si el tiempo ha puesto en la escena un barniz novelesco; aunque no puedo estar seguro de ello, tiendo a creer que no, porque sé que Angelats es un hombre sin imaginación; tampoco se me ocurre qué beneficio podría obtener él -un hombre cansado y enfermo, a quien no quedan muchos años de vida- al inventar una escena así.
La escena es ésta:
En algún momento de la segunda noche que pasaron los cuatro juntos en el granero, a Angelats lo despertó un ruido. Se incorporó sobresaltado y vio a Joaquim Figueras durmiendo plácidamente junto a él, entre la paja y las mantas; Pere y Sánchez Mazas no estaban. Ya iba a levantarse (o quizás a llamar a Joaquim, que era menos cobarde o más decidido que él) cuando oyó sus voces y comprendió que eso era lo que le había despertado; eran apenas un susurro, pero le llegaban nítidas en el silencio perfecto del granero, al otro lado del cual, casi a ras de suelo y junto a la puerta entrecerrada, Angelats distinguió las brasas de dos cigarrillos ardiendo en la oscuridad. Se dijo que Pere y Sánchez Mazas se habían alejado del lecho de paja donde dormían los cuatro para fumar sin peligro, preguntándose qué hora sería e imaginando que Pere y Sánchez Mazas llevaban ya mucho rato despiertos y hablando volvió a acostarse, trató de conciliar de nuevo el sueño. No lo consiguió. Desvelado, se aferró al hilo de la conversación de los dos insomnes: al principio lo hizo sin interés, sólo para entretener la espera, pues entendía las palabras que estaba oyendo, pero no su sentido ni su intención; luego la cosa cambió. Angelats oyó la voz de Sánchez Mazas, pausada y profunda, un poco ronca, relatando los días del Collell, las horas, los minutos, los segundos asombrosos que precedieron y siguieron a su fusilamiento; Angelats conocía el episodio porque Sánchez Mazas les había hablado de él la primera mañana en que estuvieron juntos, pero ahora, quizá porque la oscuridad impenetrable del granero y la elección tan cuidadosa de las palabras otorgaban a los hechos un suplemento de realidad, lo oyó como por vez primera o como si, más que oírlo, lo estuviera reviviendo, expectante y con el corazón encogido, quizás un poco incrédulo, porque también por vez primera -Sánchez Mazas había eludido mencionarlo en su primer relato- vio al miliciano de pie junto a la hoya, entre la lluvia, alto y corpulento y empapado, mirando a Sánchez Mazas con sus ojos grises o quizás verdosos bajo el arco doble de las cejas, las mejillas chupadas y los pómulos salientes, recortado contra el verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído de intemperie. Era muy joven, oyó Angelats que decía Sánchez Mazas. De tu edad o quizá más joven, aunque tenía una expresión y unos rasgos de adulto. Por un momento, mientras me miraba, creí que sabía quién era; ahora estoy seguro de saberlo. Hubo un silencio, como si Sánchez Mazas aguardara la pregunta de Pere, que no llegó; Angelats divisaba al fondo del granero el brillo de las dos brasas, uno de los cuales se hizo momentáneamente más intenso y alumbró el rostro de Pere con un tenue resplandor rojizo. No era un carabinero ni desde luego un agente del SIM, prosiguió Sánchez Mazas. De haberlo sido, yo no estaría aquí. No: era un simple soldado. Como tú. O como tu hermano. Uno de los que nos vigilaban cuando salíamos a pasear al jardín. Enseguida me fijé en él, y yo creo que él también se fijó en mí, o por lo menos eso es lo que se me ocurre ahora, porque en realidad nunca intercambiamos una sola palabra. Pero me fijé en él, como todos mis compañeros, porque mientras nosotros paseábamos por el jardín él siempre estaba sentado en un banco y tarareando algo, canciones de moda y cosas así, y una tarde se levantó del banco y se puso a cantar Suspiros de España. ¿Lo has oído alguna vez? Claro, dijo Pere. Es el pasodoble favorito de Liliana, dijo Sánchez Mazas. A mí me parece muy triste, pero a ella se le van los pies en cuanto oye cuatro notas. Lo hemos bailado tantas veces… Angelats vio que la brasa del cigarrillo de Sánchez Mazas enrojecía y se apagaba bruscamente, y luego oyó que su voz ronca y casi irónica se levantaba en un susurro y reconoció en el silencio de la noche la melodía y la letra del pasodoble, que le dieron unas ganas enormes de llorar porque le parecieron de golpe la letra y la música más tristes del mundo, y también un espejo desolador de su juventud malograda y del futuro de lástima que le aguardaba: «Quiso Dios, con su poder, / fundir cuatro rayitos de sol / y hacer con ellos una mujer, / y al cumplir su voluntad / en un jardín de España nací / como la flor en el rosal. / Tierra gloriosa de mi querer, / tierra bendita de perfume y pasión, / España, en toda flor a tus pies / suspira un corazón. / Ay de mi pena mortal, / porque me alejo, España, de ti, / porque me arrancan de mi rosal». Sánchez Mazas dejó de canturrear. ¿Te la sabes entera?, preguntó Pere. ¿El qué?, preguntó Sánchez Mazas. La canción, contestó Pere. Más o menos, contestó Sánchez Mazas. Hubo otro silencio. Bueno, dijo Pere. Y qué pasó con el soldado. Nada, dijo Sánchez Mazas. Que en vez de quedarse sentado en el banco, tarareando por lo bajo como siempre, aquella tarde se puso a cantar Suspiros de España en voz alta, y sonriendo y como dejándose arrastrar por una fuerza invisible se levantó y empezó a bailar por el jardín con los ojos cerrados, abrazando el fusil como si fuera una mujer, de la misma forma y con la misma delicadeza, y yo y mis compañeros y los demás soldados que nos vigilaban y hasta los carabineros nos quedamos mirándolo, tristes o atónitos o burlones pero todos en silencio mientras él arrastraba sus fuertes botas militares por la gravilla sembrada de colillas y de restos de comida igual que si fueran zapatos de bailarín por una pista impoluta, y entonces, antes de que acabara de bailar la canción, alguien dijo su nombre y lo insultó afectuosamente y entonces fue como si se rompiera el hechizo, muchos se echaron a reír o sonrieron, nos echamos a reír, prisioneros y vigilantes, todos, creo que era la primera vez que me reía en mucho tiempo. Sánchez Mazas se calló. Angelats sintió que Joaquim se revolvía a su lado, y se preguntó si él también estaría escuchando, pero su respiración áspera y regular le hizo descartar enseguida la idea. ¿Eso fue todo?, preguntó Pere. Eso fue todo, contestó Sánchez Mazas. ¿Estás seguro de que era él?, preguntó Pere. Sí, contestó Sánchez Mazas. Creo que sí. ¿Cómo se llamaba?, preguntó Pere. Dijiste que alguien pronunció su nombre. No lo sé, contestó Sánchez Mazas. Quizá no lo oí. O lo oí y lo olvidé enseguida. Pero era él. Me pregunto por qué no me delató, por qué me dejó escapar. Me lo he preguntado muchas veces. Volvieron a callar, y Angelats sintió esta vez que el silencio era más sólido y más largo, y pensó que la conversación había concluido. Me estuvo mirando un momento desde el borde de la hoya, continuó Sánchez Mazas. Me miraba de una forma rara, nunca nadie me ha mirado así, como si me conociera desde hacía mucho tiempo pero en aquel momento fuera incapaz de identificarme y se esforzara por hacerlo, o como el entomólogo que no sabe si tiene delante un ejemplar único y desconocido de insecto, o como quien intenta en vano descifrar en la forma de una nube un secreto invulnerable por fugaz. Pero no: en realidad me miraba de una forma… alegre. ¿Alegre?, preguntó Pere. Sí, dijo Sánchez Mazas. Alegre. No lo entiendo, dijo Pere. Yo tampoco, dijo Sánchez Mazas. En fin, añadió después de otra pausa, no sé. Creo que estoy diciendo tonterías. Debe de ser muy tarde, dijo Pere. Es mejor que intentemos dormir. Sí, dijo Sánchez Mazas. Angelats los sintió levantarse, tumbarse en la paja uno al lado del otro, junto a Joaquim, y los sintió también (o los imaginó) tratando en vano como él de conciliar el sueño, revolviéndose entre las mantas, incapaces de desprenderse de la canción que se les había enredado en el recuerdo y de la imagen de aquel soldado bailándola abrazado a su fusil entre cipreses y prisioneros, en el jardín del Collell.
Eso ocurrió la noche del jueves; al día siguiente llegaron los nacionales. Desde el martes no habían dejado de pasar los últimos convoyes militares ni de oírse las explosiones con que los republicanos -volando puentes, cortando comunicaciones- trataban de protegerse la retirada, y por eso Sánchez Mazas y sus tres compañeros pasaron toda la mañana del viernes vigilando con impaciencia la carretera desde su observatorio en el prado, hasta que poco después del mediodía divisaron a las avanzadillas nacionales. El grupo estalló de alegría. Sin embargo, antes de ir al encuentro de sus libertadores, Sánchez Mazas los convenció de que lo acompañaran hasta Mas Borrell para darle las gracias a María Ferré y a su familia, y cuando llegaron a Mas Borrell se encontraron con el padre y la madre de María Ferré, pero no con María Ferré. Ésta recuerda muy bien que aquel mediodía, desde un lugar no muy alejado de donde estaban Sánchez Mazas y sus compañeros, también había visto pasar a las primeras tropas nacionales y que al rato una vecina vino a decirle de parte de sus padres que volviera a su casa, porque había soldados en ella. Un poco preocupada, María echó a andar junto a la vecina, pero se tranquilizó cuando ésta le dijo que los chicos de Can Pigem estaban entre los soldados. Aunque no había cruzado más de cuatro palabras con Pere y con Joaquim, los conocía desde siempre, y apenas vio al pequeño de los Figueras en el patio de la masía, charlando con Angelats, lo reconoció de inmediato. En la cocina estaban Pere y Sánchez Mazas, con sus padres; eufórico, Sánchez Mazas la abrazó, la levantó en vilo, la besó. Luego les contó a los Ferré lo ocurrido durante los días en que no habían tenido noticias de él, se deshizo en palabras de elogio y de gratitud hacia Angelats y los hermanos Figueras, dijo:
– Ahora son mis amigos. -Ni María ni Joaquim Figueras lo recuerdan, pero sí Angelats: fue en ese momento cuando, según él, Sánchez Mazas pronunció por vez primera unas palabras que iba a repetir muchas veces en los años que siguieron y que hasta el final de sus vidas resonarían en la memoria de los muchachos que lo ayudaron a sobrevivir con un tintineo aventurero de contraseña secreta-. «Los amigos del bosque». -Y, siempre según Ángelats, añadió con alguna solemnidad-: Algún día contaré todo esto en un libro: se titulará Soldados de Salamina.
Antes de marcharse les reiteró a los Ferré su eterna gratitud por haberle acogido, les rogó que no dudaran en ponerse en contacto con él siempre que creyeran que podía ayudarles, y a modo de salvoconducto, por si tenían algún problema con las nuevas autoridades, escuetamente relató en un pedazo de papel lo que habían hecho por él. Después se fueron, y desde la puerta del patio María y sus padres los vieron alejarse por el camino de tierra en dirección a Cornellá, Sánchez Mazas al frente, erguido como un capitán al mando de los restos ínfimos, exultantes y desastrados de sus tropas victoriosas, Joaquim y Angelats escoltándolo, y Pere un poco más atrás y casi cabizbajo, como si no participara del todo de la alegría de los otros pero batallara con todas las fuerzas que le quedaban por no quedar excluido de ella. Durante los años que siguieron María escribió muchas veces a Sánchez Mazas y éste siempre le contestó de su puño y letra. Las cartas de Sánchez Mazas ya no existen, porque María, aconsejada por su madre, que por algún motivo temía que pudieran comprometerla, acabó destruyéndolas. En cuanto a sus propias cartas, se las escribía el secretario del Ayuntamiento de Banyoles, y en ellas solicitaba la puesta en libertad de familiares, amigos o conocidos encarcelados, cosa que casi indefectiblemente se le concedía y que durante varios años la envolvió en un halo de santa o de hada madrina de los desesperados de la comarca, cuyas familias acudían a ella en busca de protección para las víctimas indiscriminadas de una posguerra que por entonces nadie podía imaginar que duraría tanto tiempo. Salvo su familia, nadie tampoco sabía que la fuente de aquellos favores no era un amante secreto de María, ni un poder sobrenatural que ella había poseído siempre pero no había juzgado oportuno usar hasta entonces, sino un pordiosero fugitivo al que un amanecer había ofrecido un poco de comida caliente y al que, después de aquel mediodía de febrero en que se perdió por el camino de tierra en compañía de los Figueras y de Angelats, nunca volvió a ver en toda su vida.
Sánchez Mazas pasó algún tiempo en Can Pigem a la espera de un transporte que lo devolviera a Barcelona. Fueron días muy felices. Aunque en algunas partes de España la guerra seguía su curso, para él y para sus compañeros había terminado, y el recuerdo terrible de los meses de incertidumbre y cautiverio y de la proximidad de la muerte reforzaban su euforia, igual que lo hacían la anticipación del reencuentro inmediato con su familia y sus amigos y con el nuevo país que él había contribuido decisivamente a forjar. En el afán por congraciarse con las nuevas autoridades -en el afán de las nuevas autoridades por congraciarse con la gente-, aquella comarca de militancia republicana celebró por todo lo alto la entrada de los nacionales con cuchipandas y verbenas populares en las que nunca faltó la presencia de Sánchez Mazas y sus tres compañeros, vestidos todavía con sus uniformes de soldados rojos y armados con sus pistolas del nueve largo, pero sobre todo protegidos por la presencia intimidadora del jerarca, que de forma un tanto irónica pero indefectible los presentaba como su guardia personal. Ese periodo de alegre impunidad terminó para ellos la mañana en que un teniente de regulares irrumpió en Can Pigem con el anuncio de que el jeep en el que partía de inmediato hacia Barcelona tenía un asiento libre para Sánchez Mazas. Sin apenas tiempo para despedirse de la familia Figueras y de Angelats, Sánchez Mazas alcanzó a entregarle a Pere la libreta de tapas verdes donde, además del diario de sus días del bosque, había puesto por escrito el vínculo de gratitud que le uniría para siempre a ellos, y Joaquim Figueras y Daniel Angelats recuerdan muy bien que las últimas palabras que le oyeron pronunciar, sacando una mano de despedida por la ventanilla del jeep que se alejaba ya por la carretera de Gerona, fueron:
– ¡Volveremos a vernos!
Pero Sánchez Mazas se equivocaba: nunca volvió a ver a Pere y Joaquim Figueras, ni a Daniel Angelats. Sin embargo, y aunque él nunca llegó a saberlo, Daniel Angelats y Joaquim Figueras sí volvieron a verle a él.
Ocurrió varios meses más tarde, en Zaragoza. Para entonces Sánchez Mazas era un hombre completamente distinto al que ellos habían conocido. Propulsado por el ímpetu de la liberación, en ese tiempo había desarrollado una actividad sin descanso: había visitado Barcelona, Burgos, Salamanca, Bilbao, Roma, San Sebastián; por todas partes fue objeto de agasajos que festejaban su libertad y su incorporación a la España nacional como un triunfo de valor incalculable para el porvenir de ésta; por todas partes escribió artículos, concedió entrevistas, pronunció conferencias, discursos y alocuciones radiofónicas donde veladamente aludía a episodios de su larga cautividad y donde, con una fe sin fisuras, se ponía al servicio del nuevo régimen. No obstante, desde que al día siguiente de abandonar Can Pigem empezó a frecuentar en Barcelona el despacho de Dionisio Ridruejo, jefe de Prensa y Propaganda de los sublevados, donde de forma asidua se reunían viejos y nuevos camaradas de la Falange intelectual, Sánchez Mazas pudo captar, por encima o por debajo de la atmósfera triunfalista de fraternidad superficial, los recelos y suspicacias que entre los vencedores habían causado la astucia de Franco y tres años de conciliábulos conspirativos en la retaguardia. Pudo captarlo, pero no lo captó o no quiso captarlo. El hecho es explicable: recién recobrada la libertad, Sánchez Mazas lo encontraba todo a pedir de boca, porque no podía imaginar que la realidad de la España de Franco difiriera en un ápice de sus deseos; no era ése el caso de algunos de sus viejos camaradas falangistas. Desde que el 19 de abril de 1937 fue promulgado el Decreto de Unificación, un verdadero golpe de Estado a la inversa (como años más tarde lo llamó Ridruejo) por el que todas las fuerzas políticas que se habían sumado al Alzamiento pasaban a integrarse en un único partido bajo el mando del Generalísimo, la vieja guardia de Falange podía empezar a intuir que la revolución fascista con que había soñado no iba a llegar nunca, porque el cóctel expeditivo de su doctrina -que en una amalgama brillante, demagógica e imposible mezclaba la preservación de ciertos valores tradicionales y la urgencia de cambios profundos en la estructura social y económica del país, el terror de las clases medias ante la revolución proletaria y el irracionalismo vitalista de raíz nietzscheana, que, frente al vivere cauto burgués, propugnaba el vivere pericoloso romántico-, iba a acabar diluyéndose en un aguachirle gazmoño, previsible y conservador. A la altura de 1937, descabezada por la muerte de José Antonio, domesticada como ideología y anulada como aparato autónomo de poder, Franco podía usar ya la Falange, con su retórica y sus ritos y demás manifestaciones externas fascistas, a la manera de un instrumento para homologar su régimen con la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini (de quienes tanta ayuda había recibido y recibía y esperaba todavía recibir), pero también podía usarla, según había previsto y temido años atrás José Antonio, «como un mero elemento auxiliar de choque, como una guardia de asalto de la reacción, como una milicia juvenil destinada a desfilar ante los fantasmones encaramados en el poder». Todo conspiró en esos años para diluir la Falange primigenia, desde el uso ortopédico que de ella hizo Franco hasta el hecho crucial de que en el curso de la guerra no sólo se sumaron de forma masiva a ella quienes compartían de buen grado su ideario, sino también quienes trataban de esa forma de blindarse de su pasado republicano. Así las cosas, la disyuntiva que tarde o temprano hubieron de afrontar muchos camisas viejas era diáfana: denunciar la flagrante discrepancia entre su proyecto político y el que gobernaba el nuevo estado o convivir con la menor incomodidad posible con esa contradicción y aplicarse a rebañar hasta la más mínima migaja del banquete del poder. Por supuesto, entre esos dos extremos las posturas intermedias fueron casi infinitas; pero lo cierto es que, a despecho de tanta protesta de honestidad inventada a toro pasado, salvo Ridruejo -un hombre que se equivocó muchas veces, pero que siempre fue limpio y valiente y puro en lo puro- casi nadie optó de forma abierta por la primera.
Desde luego, no lo hizo Sánchez Mazas. Ni recién acabada la guerra ni nunca. Pero el 9 de abril de 1939, dieciocho días antes de que Pere Figueras y sus ocho compañeros de Cornellá de Terri ingresaran en la prisión de Gerona y el mismo en que Ramón Serrano Súñer -a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, cuñado de Franco y principal valedor de los falangistas en el gobierno organizó y presidió un acto de homenaje a Sánchez Mazas en Zaragoza, éste aún no tenía ningún motivo serio para imaginar que el país que él había aspirado a construir no era el mismo que aspiraba a construir el nuevo régimen; menos aún podía sospechar que Joaquim Figueras y Daniel Angelats estaban también en Zaragoza. De hecho, llevaban apenas un mes en la ciudad, adonde habían sido destinados a cumplir el servicio militar, cuando oyeron en la radio que Sánchez Mazas estaba alojado desde el día anterior en el Gran Hotel y que esa noche iba a pronunciar un discurso ante la plana mayor de la Falange aragonesa. En parte por curiosidad, pero sobre todo llevados por la ilusión de que la influencia de Sánchez Mazas alcanzara para aliviar los rigores de su régimen cuartelario de soldados rasos, Figueras y Angelats se plantaron en el Gran Hotel y le dijeron a un conserje que eran amigos de Sánchez Mazas y que deseaban verle. Figueras aún recuerda muy bien a aquel conserje plácido y adiposo, con su casaca de paño azul con borlas y alamares dorados que brillaban bajo las arañas de cristal del hall, entre el continuo ir y venir de jerarcas uniformados, y sobre todo recuerda su expresión entre zumbona y descreída mientras repasaba la miseria de sus uniformes y su aire irredimible de palurdos. Por fin el conserje les dijo que Sánchez Mazas se hallaba en su habitación, descansando, y que no estaba autorizado a molestarlo ni a dejarles pasar.
– Pero podéis esperarle aquí -los tuteó con un atisbo de crueldad, señalando unas sillas-. Cuando aparezca, rompéis el cordón que formarán los falangistas y le saludáis: si os reconoce, perfecto -haciendo una sonrisita se pasó el dedo índice por el cuello-; pero si no os reconoce…
– Esperaremos -lo atajó el orgullo de Figueras, arrastrando a Angelats hasta una silla.
Aguardaron durante casi dos horas, pero conforme transcurría el tiempo se sintieron más y más intimidados por la advertencia del conserje, por la suntuosidad inaudita del hotel y por la asfixiante parafernalia fascista con que estaba adornado, y cuando acabó de llenarse el hall de saludos castrenses y camisas azules y boinas rojas, Figueras y Angelats ya habían desistido de su intención primera y tomado la decisión de regresar de inmediato al cuartel sin abordar a Sánchez Mazas. No habían salido aún del hall cuando un pasillo de falangistas formados entre la escalinata y la puerta giratoria les cerró el paso y, poco después, les permitió divisar fugazmente y por última vez en sus vidas, deslizándose con impostada marcialidad de condotiero entre un mar de boinas rojas y un bosque de brazos en alto, el perfil inconfundible de judío de aquel hombre ahora prestigiado por la prosopopeya del poder que tres meses atrás, disminuido por los andrajos y los ojos sin gafas, por la fatiga, las privaciones y el miedo, les había suplicado su ayuda en un descampado remoto, y que ya nunca podría devolverles aquel favor de guerra a dos de sus amigos del bosque.
El acto de Zaragoza, durante el cual pronunció el Discurso del Sábado de Gloria -en el que, sin duda porque ya barruntaba el peligro de las defecciones, llamaba exasperadamente a sus compañeros falangistas a la disciplina y la ciega obediencia al Caudillo-, fue sólo una más de las numerosas intervenciones públicas de Sánchez Mazas durante esos meses. Fusilados al principio de la guerra Ledesma Ramos, José Antonio y Ruiz de Alda, Sánchez Mazas era el más antiguo falangista vivo; este hecho, sumado a su amistad fraternal con José Antonio y al papel decisivo que había desempeñado en la Falange primitiva, le concedía un enorme ascendiente sobre sus compañeros de partido, y aconsejó a Franco tratarlo con suma consideración, para ganarse su lealtad y para conseguir que limara las asperezas que habían surgido en su relación con los falangistas menos acomodaticios. El punto álgido de esa sencilla pero eficacísima estrategia de captación, en todo semejante a un soborno a base de prebendas y halagos -un procedimiento, vale decir, en cuyo manejo el Caudillo desarrolló una pericia de virtuoso y al que cabe atribuir en parte su interminable monopolio del poder- tuvo lugar en agosto de 1939, cuando, al formarse el primer gobierno de la posguerra, Sánchez Mazas, que ocupaba desde mayo el cargo de delegado nacional de Falange Exterior, fue nombrado ministro sin cartera. No fue ésta, desde luego, una ocupación excluyente, o no se la tomó muy en serio; en cualquier caso, supo ejercerla sin perjuicio alguno de su recobrada vocación de escritor: por aquella época publicaba con frecuencia en periódicos y revistas, acudía a tertulias y daba lecturas públicas de sus textos, y en febrero de 1940 fue elegido miembro de la Real Academia de la Lengua, junto con su amigo Eugenio Montes, como «portavoz de la poesía y el lenguaje revolucionario de la Falange», según declaraba el diario Abc. Sánchez Mazas era un hombre vanidoso, pero no tonto, así que su vanidad no superaba a su orgullo: consciente de que su elección como académico obedecía a motivos políticos y no literarios, nunca llegó a leer su discurso de ingreso en la institución. Otros factores debieron de influir en ese gesto, que todo el mundo ha elegido interpretar, no sin algún motivo, como un elegante signo del desdén por las glorias mundanas que mostraba el escritor. Aunque también se haya hecho siempre, resulta en cambio más arriesgado atribuir idéntico significado a uno de los episodios que más contribuyó a dotar a la figura de Sánchez Mazas de la aristocrática aureola de desinterés e indolencia que le rodeó hasta la muerte.
La leyenda, pregonada a los cuatro vientos por fuentes de los signos más diversos, cuenta que un día de finales de julio de 1940, en pleno Consejo de Ministros, Franco, harto de que Sánchez Mazas no acudiera a aquellas reuniones, dijo señalando el asiento siempre vacío del escritor: «Por favor, que quiten de ahí esa silla». Dos semanas más tarde Sánchez Mazas fue destituido, cosa que, siempre según la leyenda, no pareció importarle demasiado. Las causas del cese no están claras. Unos alegan que Sánchez Mazas, cuyo cargo de ministro sin cartera carecía de contenido real, se aburría soberanamente en las reuniones del consejo, porque era incapaz de interesarse por asuntos burocráticos y administrativos, que son los que absorben la mayor parte del tiempo de un político. Otros aseguran que era Franco quien soberanamente se aburría con las eruditas disquisiciones sobre los temas más excéntricos (las causas de la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina, digamos; o el uso correcto de la garlopa) que Sánchez Mazas le infligía, y que por eso decidió prescindir de aquel literato ineficaz, estrafalario e intempestivo, que desempeñaba en el gobierno un papel casi ornamental. Ni siquiera falta quien, de forma candorosa o interesada, atribuye la desidia de Sánchez Mazas a su desencanto de falangista fiel a los ideales auténticos del partido. Todos coinciden en que presentó su dimisión en diversas ocasiones, y en que nunca le fue aceptada hasta que sus reiteradas ausencias de las reuniones ministeriales, siempre justificadas con excusas peregrinas, la convirtieron en un hecho. Se mire por donde se mire, para Sánchez Mazas la leyenda es halagadora, pues contribuye a perfilar su imagen de hombre íntegro y reacio a las vanidades del poder. Lo más probable es que sea falsa.
El periodista Carlos Sentís, que fue su secretario personal en aquella época, sostiene que el escritor dejó de asistir a los consejos de ministros simplemente porque dejó de ser convocado a ellos. Según Sentís, ciertas declaraciones inconvenientes o extemporáneas en relación con el problema de Gibraltar, unidas a la inquina que le profesaba el por entonces todopoderoso Serrano Súñer, provocaron su caída en desgracia. Esta versión de los hechos es a mi juicio fiable, no sólo porque Sentís fue la persona más próxima a Sánchez Mazas durante el año exacto que éste duró en el ministerio, sino también porque parece razonable que Serrano Súñer viera en las torpezas de Sánchez Mazas -que había intrigado más de una vez contra él para ganarse el favor de Franco, igual que lo había hecho años atrás contra Giménez Caballero para ganarse el de José Antonio- una excusa perfecta para librarse de quien, en su condición de camisa vieja más antiguo, podía representar una amenaza para su autoridad y erosionar su ascendiente sobre los falangistas ortodoxos y sobre el propio Caudillo. Sentís afirma que, a raíz de su destitución, Sánchez Mazas fue confinado durante meses en su casa de la colonia del Viso -un hotelito en la calle de Serrano que años atrás había comprado con su amigo el comunista José Bergamín y que todavía pertenece a la familia- y privado de su sueldo de ministro. Su situación económica se volvía por momentos desesperada, y en diciembre, cuando levantaron sin explicaciones el confinamiento, decidió viajar a Italia para solicitar ayuda de la familia de su mujer. Al pasar por Barcelona se alojó en casa de Sentís. Éste no guarda una memoria exacta de aquellas jornadas, ni del estado de ánimo de Sánchez Mazas, pero sí recuerda que el mismo día de Navidad, justo después de la celebración familiar, el escritor recibió una llamada providencial en la que un pariente le comunicaba que su tía Julia Sánchez acababa de fallecer legándole una cuantiosa fortuna que incluía un palacio y varias fincas en Coria, en la provincia de Cáceres.
«Antes eras un escritor y un político, Rafael», le decía por esa época Agustín de Foxá. «Ahora sólo eres un millonario.» Foxá fue escritor y político y millonario, y uno de los pocos amigos que con el tiempo Sánchez Mazas no acabó perdiendo. También fue un hombre ingenioso, que, como suele ocurrir con los ingeniosos, a menudo tenía razón. Es verdad que, después de cobrar la herencia de su tía, Sánchez Mazas ostentó diversos cargos políticos, -desde miembro de la Junta Política de Falange hasta procurador en Cortes, pasando por el de presidente del Patronato del Museo del Prado-pero también es verdad que fueron siempre subalternos o decorativos, que apenas ocuparon su tiempo y que desde mediados de los años cuarenta fue abandonándolos como quien se deshace de un lastre molesto y poco a poco, conforme pasaba el tiempo, desapareciendo de la vida pública. Esto no significa, sin embargo, que Sánchez Mazas fuera en los años cuarenta y cincuenta una suerte de silencioso opositor al franquismo: sin duda despreciaba la chatura y la mediocridad que el régimen le había impuesto a la vida española, pero no se sentía incómodo en él, ni vacilaba en proferir en público los más sonrojantes ditirambos del tirano y hasta, si a mano venía, de su esposa -a quienes en privado despellejaba por su estupidez y mal gusto-, y por supuesto tampoco lamentaba haber contribuido con todas sus fuerzas a encender la guerra que arrasó una república legítima sin conseguir por ello implantar el temible régimen de poetas y condotieros renacentistas con el que había soñado, sino un simple gobierno de pícaros, patanes y meapilas. «Ni me arrepiento ni olvido», escribió famosamente, a mano y a toda página, en el pórtico de Fundación, hermandad y destino, un libro donde recopiló algunos de los belicosos artículos de doctrina falangista que en los años treinta publicó en Arriba y F.E. La frase es de la primavera de 1957; la fecha obliga a la reflexión. Por entonces Madrid vivía aún la resaca de la primera gran crisis interna del franquismo, fruto de una alianza imprevisible, pero en el fondo inevitable, entre dos grupos que Sánchez Mazas conocía muy bien, porque convivía a diario con ellos. Por un lado, la joven intelectualidad izquierdista, parte importante de la cual había surgido de las filas desengañadas de la propia Falange y estaba integrada por vástagos rebeldes de notorias familias del régimen, entre ellos dos de los hijos de Sánchez Mazas: Miguel, el primogénito, uno de los cabecillas de la rebelión estudiantil del 56 -que en febrero de ese año fue encarcelado y poco después partiría hacia un largo exilio-, y Rafael, el predilecto de Sánchez Mazas, que acababa de publicar El Jarama, la novela en que cuajaron la estética y las inquietudes de aquellos jóvenes disconformes; por otro lado, unos pocos camisas viejas -entre los cuales figuraba en primer lugar Dionisio Ridruejo, viejo amigo de Sánchez Mazas, que había sido detenido junto al hijo de éste, Miguel, y a otros dirigentes estudiantiles por la algarada antifranquista del año anterior, y que ese mismo año de 1957 fundaba el Partido Social de Acción Democrática, de orientación socialdemócrata-, antiguos falangistas de primera hora que quizá no habían olvidado su pasado político, pero que sin duda se habían arrepentido de él e incluso se estaban lanzando, con más o menos decisión o coraje, a combatir el régimen que habían ayudado a construir. Ni me arrepiento ni me olvido. Como a menudo el énfasis en la lealtad delata al traidor, no falta quien malicia que, si Sánchez Mazas escribía tal cosa en aquel momento, era precisamente porque, como algunos de sus camaradas joseantonianos, ya se había arrepentido -o por lo menos se había arrepentido en parte- y estaba tratando de olvidar -o por lo menos estaba tratando de olvidar en parte-. La conjetura es atractiva, pero falsa; en todo caso, aparte de la secreta actitud desdeñosa con que contemplaba el régimen, ni un solo dato de su biografía la avala. «Si por algo odio a los comunistas, Excelencia», le dijo en una ocasión Foxá a Franco, «es porque me obligaron a hacerme falangista.» Sánchez Mazas nunca hubiera pronunciado esa frase -demasiado irreverente, demasiado irónica-, y menos en presencia del general, pero sin duda vale también para él. Quizá Sánchez Mazas no fue nunca más que un falso falangista, o si se quiere un falangista que sólo lo fue porque se sintió obligado a serlo, si es que todos los falangistas no fueron falsos y obligados falangistas, porque en el fondo nunca acabaron de creer del todo que su ideario fuera otra cosa que un expediente de urgencia en tiempos de confusión, un instrumento destinado a conseguir que algo cambie para que no cambie nada; quiero decir que, de no haber sido porque, como muchos de sus camaradas, sintió que una amenaza real se cernía sobre el sueño de beatitud burguesa de los suyos, Sánchez Mazas nunca se hubiera rebajado a meterse en política, ni se hubiera aplicado a forjar la llameante retórica de choque que debía enardecer hasta la victoria al pelotón de soldados encargados de salvar la civilización. Es un hecho que Sánchez Mazas identificaba con la civilización las seguridades, privilegios y jerarquías de los suyos, y a los falangistas con el pelotón de soldados de Spengler; también lo es que sentía el orgullo de haber formado parte de ese pelotón y, quizás, el derecho a descansar tras haber restaurado jerarquías, seguridades y privilegios. Por eso es dudoso que quisiera olvidar nada, y seguro que de nada se arrepentía.
Así que en rigor no puede afirmarse que durante la posguerra Sánchez Mazas fuera un político; más aventurado parece sostener, como hace el ingenioso Foxá, que tampoco fue un escritor. Porque es cierto que en esos años, conforme disminuía su actividad política, aumentaba la literaria: en las dos décadas que siguieron a la guerra vieron la luz, firmados con su nombre, novelas, relatos, ensayos, adaptaciones teatrales y numerosísimos artículos aparecidos en Arriba, en La Tarde, en Abc. Algunos de estos últimos son excepcionales, joyas de una orfebrería verbal extremadamente refinada, y determinados libros que publicó por entonces, como La vida nueva de Pedrito de Andía (1951) y Las aguas de Arbeloa y otras cuestiones (1956), figuran entre lo mejor de su obra. Todo eso es cierto, pero también lo es que, aunque entre mediados de los cuarenta y mediados de los cincuenta ocupó un lugar preeminente en la literatura española, nunca se molestó en hacer carrera literaria (un ejercicio que, como el de hacer carrera política, siempre le pareció indigno de caballeros), y que a medida que transcurría el tiempo practicó cada vez con mayor destreza el arte sutil de la ocultación, hasta el punto de que, a partir de 1955 y durante cinco años, firmó sus artículos en Abc con tres enigmáticos asteriscos. Por lo demás, su vida social se limitaba a la asidua frecuentación de los pocos amigos que, como Ignacio Agustí o Marino Gómez Santos, habían conseguido sobrevivir a las intemperancias de su carácter y, desde principios de los cincuenta, a la muy ocasional de la tertulia que en el Café Comercial de la glorieta de Bilbao aglutinaba César González-Ruano. Éste, que lo conocía bien, por esa época veía a Sánchez Mazas «como un gran aficionado, como un gentilhombre mayor de las letras, como un gran señor impar que no ha necesitado nunca hacer profesión de sus vocaciones, sino ejercicios de verso y prosa en sus vacaciones».
O sea que, después de todo, es probable que Foxá tuviera razón: desde que acabó la guerra hasta su muerte, quizá Sánchez Mazas no fue esencialmente otra cosa que un millonario. Un millonario sin muchos millones, lánguido y un poco decadente, entregado a pasiones un tanto extravagantes -los relojes, la botánica, la magia, la astrología- y a la no menos extravagante pasión de la literatura. Vivía entre la casona de Coria, donde pasaba largas temporadas haciendo vie de château, el hotel Velázquez de Madrid y el chalet de la colonia del Viso, rodeado de gatos, losas de Italia, libros de viajes, cuadros españoles y grabados franceses, con un gran salón presidido por una chimenea francesa y un jardín saturado de rosales. Se levantaba hacia el mediodía y, después de comer, escribía hasta la hora de la cena; las noches, que a menudo se prolongaban hasta el amanecer, las dedicaba a la lectura. Salía poco de casa; fumaba mucho. Es probable que para entonces ya no creyera en nada. También lo es que, en su fuero interno, nunca en su vida haya creído en nada; y, menos que nada, en aquello que defendía o predicaba. Hizo política, pero en el fondo siempre la despreció. Exaltó viejos valores -la lealtad, el coraje-, pero ejerció la traición y la cobardía, y contribuyó como pocos al embrutecimiento que la retórica de Falange hizo de ellos; también exaltó viejas instituciones -la monarquía, la familia, la religión, la patria-, pero no movió un solo dedo para traer un rey a España, ignoró a su familia, de la que a menudo vivió separado, y hubiera cambiado todo el catolicismo por un solo canto de la Divina Commedia; en cuanto a la patria, bueno, la patria no se sabe lo que es, o es simplemente una excusa de la pillería o de la pereza. Quienes lo trataron en sus últimos años le recuerdan recordando con frecuencia los avatares de la guerra y el fusilamiento del Collell. «Es increíble lo que se aprende en esos pocos segundos de la ejecución», le dijo en 1959 a un periodista a quien sin embargo no reveló las enseñanzas que le había deparado la inminencia de la muerte. Quizá no era otra cosa que un superviviente, y por eso al final de su vida le gustaba imaginarse como un gran señor otoñal y fracasado, como alguien que, pudiendo haber hecho grandes cosas, no había hecho casi nada. «No he correspondido sino mediocremente a la esperanza y a la ayuda que he recibido», le confesó por esa época a González-Ruano, y años antes un personaje de La vida nueva de Pedrito de Andía parece hablar por boca de Sánchez Mazas cuando proclama en su lecho de muerte: «Nunca he podido acabar yo nada en este mundo». De hecho, fue de ese modo, melancólico y derrotado y sin futuro, como a él le gustó preverse desde muy pronto. En julio de 1913, en Bilbao, con apenas diecinueve años, Sánchez Mazas escribió, con el título de «Bajo el sol antiguo», tres sonetos, el último de los cuales dice así:
En mi ocaso de viejo libertino
y de viejo poeta cortesano
pasaría las tardes, mano a mano,
con un beato padre teatino.
Cada vez más gotoso y más católico,
como es guisa de rancio caballero,
mi genio impertinente y altanero
tornárase vidrioso y melancólico.
Y como hallasen para fin de cuento
misas y deudas en mi testamento,
de limosna me harían funerales.
Y la fortuna en su postrer agravio
ciñérame sus lauros inmortales
¡por una Epístola moral a Fabio!
Yo no sé si al final de sus días, cincuenta años después de escribir esas palabras, Sánchez Mazas era un viejo libertino, pero sin duda era un viejo poeta cortesano. Seguía siendo católico, aunque sólo fuera de fachada, y también un rancio caballero. Siempre tuvo un genio impertinente, altanero, vidrioso y melancólico. Murió una noche de octubre de 1966, de un enfisema pulmonar; a sus funerales asistió poca gente. Dejó poco dinero y poca hacienda. Fue un escritor malogrado y por eso no escribió -por eso y porque quizá no era digno de ello- una Epístola moral a Fabio. También fue el mejor de los escritores de la Falange: dejó un puñado de buenos poemas y un puñado de buenas prosas, que es mucho más de lo que casi cualquier escritor puede aspirar a dejar, pero también mucho menos de lo que exigía su talento, que siempre estuvo por encima de su obra. Dice Andrés Trapiello que, como tantos escritores falangistas, Sánchez Mazas ganó la guerra y perdió la historia de literatura. La frase es brillante y, en parte, cierta, o por lo menos lo fue, porque durante un tiempo Sánchez Mazas pagó con el olvido su brutal responsabilidad en una matanza brutal; pero también es cierto que, al ganar la guerra, quizá Sánchez Mazas se perdió a sí mismo como escritor: romántico al fin, acaso íntimamente juzgaba que toda victoria está contaminada de indignidad, y lo primero que advirtió en secreto al llegar al paraíso -aunque fuera aquel ilusorio paraíso burgués de ocio, cretona y pantuflas que, como un remedo menesteroso de los viejos privilegios, jerarquías y seguridades, se construyó en sus últimos años- fue que allí se podía vivir, pero no escribir, porque la escritura y la plenitud son incompatibles. Hoy poca gente se acuerda de él, y quizá lo merece. Hay en Bilbao una calle que lleva su nombre.