Carole, Maggie y Adam fueron a San Bartolomé en el avión de este. Ni Maggie ni Adam conocían a Carole, y al principio resultó un poco embarazoso, pero cuando aterrizaron en San Bartolomé las dos mujeres se habían hecho muy amigas. No podían ser más distintas, pero mientras Adam dormía, Carole habló del centro infantil y de los niños, y Maggie de su vida anterior, la época que había pasado en hogares de acogida, las clases de preparación para la facultad de derecho y la suerte que tenía por estar con Adam. Carole empezó a quererla incluso antes de bajar del avión. Era honrada y auténtica, cariñosa e increíblemente inteligente. Era imposible que no te gustara, y Maggie pensaba lo mismo de Carole. Incluso se rieron con complicidad al hablar de lo furiosas que se habían puesto las dos cuando Charlie y Adam querían irse solos de vacaciones y de lo mucho que agradecían que no lo hubieran hecho.
– Yo estaba cabreada de verdad -confesó Maggie en susurros, y Carole se rió.
– Yo también… Bueno, más bien dolida. Charlie dice que no celebra las Navidades, y es muy triste.
Hablaron de la familia que Charlie había perdido, y de lo unidos que estaban los tres hombres. Maggie se alegraba de que Charlie y Carole hubieran vuelto a estar juntos. Sabía que habían roto durante una temporada, pero no se lo dijo a Carole, y después le contó la Navidad con los hijos de Adam, que había sido estupenda. Iban a llevarlos a esquiar en enero, durante un puente. Habían hablado de todos los temas cuando Adam se despertó, justo antes de aterrizar.
– ¿Qué habéis estado tramando? -preguntó Adam, bostezando.
– Nada -contestó Maggie con una sonrisita culpable, y añadió que esperaba no marearse.
Nunca había estado en un barco. Carole sí, en muchos, aunque casi todos eran veleros. A Maggie le sorprendía lo práctica y realista que era Carole, porque Adam, impresionado por su belleza, su amabilidad y su dulzura, le había contado quién era. Era una persona tan normal… Charlie había acertado en esta ocasión, y Adam esperaba que no la pifiara ni se rajara. Iba a ser divertido que estuvieran dos parejas, para variar. Suponía una gran diferencia en sus vidas.
Gray lo había llamado justo antes de marcharse. Iba de camino a Vermont, y le contó que había conocido a los hijos de Sylvia. Todo iba bien. Adam no tenía ni idea de cómo había ocurrido, y Gray le dijo que ya se lo explicaría a la vuelta, cuando se vieran un día para comer.
Charlie los esperaba en el aeropuerto, con dos miembros de la tripulación y el capitán, y ya estaba bronceado. Parecía feliz y relajado, y entusiasmado de ver a Carole.
Cuando llegaron al barco, Maggie no daba crédito a sus ojos. Fue de un extremo a otro, mirándolo todo, hablando con la tripulación, preguntando cosas, y al ver su camarote dijo que se sentía como Cenicienta otra vez, que iba a ser como una luna de miel. Adam le dirigió una mirada asesina.
– Venga, tranquilo -le dijo Maggie, burlona. -No quiero casarme, pero sí me gustaría quedarme en este barco para siempre. A lo mejor debería casarme con Charlie -añadió, en broma.
– Es demasiado viejo para ti -replicó Adam, y la llevó a la cama.
No volvieron a cubierta hasta varias horas después, y Charlie y Carole estaban allí, descansando. Carole daba la impresión de estar como pez en el agua. Se había llevado el vestuario perfecto, a base de vaqueros y pantalones cortos blancos, faldas y blusas de algodón e incluso zapatos náuticos, que impresionaron mucho a Maggie. Ella se había llevado un montón de ropa muy vistosa, además de biquinis y pantalones cortos, pero Carole le aseguró que todo le quedaba estupendamente. Era tan joven y guapa y tenía tan buen tipo que le habría quedado bien incluso una bolsa de basura. Su estilo era completamente distinto del de Carole, pero resultaba exótica y sexy a su manera, y se había pulido considerablemente durante los meses que llevaba con Adam. Lo que se había comprado no era caro, pero lo había pagado de su bolsillo.
Se fueron a sus respectivos camarotes antes de la cena, tras nadar un ratito, y después volvieron a popa a tomar una copa, como de costumbre. Adam tomó tequila, Charlie un martini y las chicas vino. Zarparían al día siguiente, rumbo a San Cristóbal, pero no antes de que las chicas fueran de compras por el puerto, como había prometido Charlie. Aquella noche fueron a bailar. Todos volvieron felices y agotados, y durmieron hasta tarde el día siguiente.
Desayunaron juntos y después Charlie y Adam se fueron a hacer windsurf y Maggie y Carole de compras. Maggie no compró gran cosa, y Carole unos cuantos pareos de Hermés. Le dijo a Maggie que podía prestárselos. Cuando zarparon, a última hora de la tarde, los cuatro tenían la sensación de llevar toda una vida viajando juntos. La única nube negra fue que Maggie se mareó durante la travesía, y Charlie le recomendó que se tumbara en cubierta. Estaba todavía un poco verdosa cuando fondearon en San Cristóbal, pero a la hora de la cena ya se encontraba bien, y contemplaron la puesta de sol juntos. Todo discurrió a la perfección, un día tras otro, y de lo único que se quejaban era de lo rápido que pasaba el tiempo, como ocurría siempre. Sin darse cuenta, llegó el final del viaje, el último día, la última noche, el último chapuzón en el mar, el último baile. Pasaron la última noche en el barco, y Charlie bromeó con Maggie sobre su mareo, pero llevaba dos días mucho mejor. Adam incluso le había enseñado a navegar. Charlie le había enseñado a Carole a hacer windsurf; ella tenía suficiente fuerza, pero Maggie no. A ninguno le gustaba la idea de que el viaje fuera a acabarse.
Carole solo podía quedarse una semana, y Adam y Maggie también tenían que volver: Adam porque sus clientes empezaban a quejarse, y Maggie porque tenía que trabajar. A todos les pasaba lo mismo, salvo a Charlie, que iba a quedarse en el barco. Llevaba dos días muy callado, y Carole se había dado cuenta, pero no dijo nada hasta la última noche, después de que Maggie y Adam se fueron a la cama.
– ¿Estás bien? -le preguntó en voz baja.
Estaban sentados en unas hamacas a la luz de la luna, y Charlie fumaba un puro. Habían anclado fuera del puerto, porque a Charlie le gustaba más. Era preferible estar en mitad del agua que ver pasar gente continuamente por el muelle, y Carole también lo prefería. Lo había pasado estupendamente con Charlie y los demás.
– Sí, muy bien -contestó Charlie, contemplando el mar, como dueño y señor de sus dominios. Carole entendía por qué le gustaba tanto estar en el barco. Todo en el Blue Moon era perfecto, desde los camarotes hasta la comida, pasando por la exquisita tripulación. Era una vida a la cual resultaba fácil adaptarse, a miles de kilómetros de distancia de la vida real y todos sus problemas. Era una vida entre algodones.
– Lo he pasado muy bien -dijo Carole, sonriendo perezosamente.
No pasaba una semana tan relajada desde hacía años, y le encantaba estar con Charlie, incluso más de lo que se esperaba. Charlie era el perfecto compañero, amante y amigo. La miró por entre el humo del puro, de una forma extraña que volvió a preocupar a Carole. Le dio la impresión de que algo lo obsesionaba.
– Me alegro de que te guste el barco -repuso Charlie con expresión pensativa.
– ¿Y a quién no le gustaría?
– Pues mira, a la pobre Maggie, con lo que se ha mareado…
– Al final se ha acostumbrado.
Carole quería defender a su nueva amiga. Estaba deseando volver a verla, y sabía que así sería. Maggie quería ir al centro de acogida, a ver lo que hacían. Le había asegurado que quería defender a los niños cuando acabara de estudiar derecho, para lo que aún le faltaban muchos años.
– Tú sabes navegar, y se te da muy bien el windsurf -dijo Charlie.
Carole había aprendido rápidamente, y había hecho submarinismo con él varias veces, y buceo con Adam. Todos habían disfrutado de las comodidades y los placeres del barco.
– De pequeña me encantaba navegar -dijo Carole con nostalgia.
No le apetecía nada tener que dejar a Charlie al día siguiente. Había sido tan bonito compartir el camarote con él, despertarse a su lado y dormirse abrazados por la noche… Lo iba a echar en falta cuando volviera a Nueva York. Para ella era una de las grandes ventajas de la vida conyugal. No le gustaba nada dormir sola, y en los buenos tiempos disfrutaba plenamente de la compañía de su pareja. Pensaba que a Charlie también le gustaba dormir con ella, y que no le importaba aquella intrusión en su camarote.
– ¿Cuándo piensas volver? -preguntó, sonriéndole. Ella pensaba que se iba a quedar otra semana en el barco.
– No lo sé -respondió Charlie con incertidumbre.
Parecía preocupado, y volvió a mirar a Carole. Llevaba toda la semana pensando en ellos dos. Era perfecta en muchos aspectos: buena educación, buena familia, inteligente, divertida, elegante, seria, amable con sus amigos, y encima lo hacía reír. Le encantaba hacer el amor con ella. En realidad no había nada que no le gustara de Carole, y era precisamente eso lo que le daba miedo. Lo más terrible era que no tenía ningún defecto imperdonable. Siempre acababa encontrándolo, y le servía de escotilla de salvamento; pero en esta ocasión no era así. Le angustiaba que al final no quisiera sentar la cabeza, y entonces todo el mundo se sentiría herido, como pasaba siempre. Al fin había conocido a una mujer a la que no quería hacer daño, ni que ella se lo hiciera a él, pero parecía que no había forma de evitarlo en cuanto la relación llegaba a la intimidad. No sabía qué decisión tomar.
– Algo te tiene preocupado -dijo Carole con dulzura, deseosa de saber qué ocurría.
Charlie titubeó unos momentos, y al final asintió con la cabeza. Siempre era honrado con ella,
– He estado pensando en nosotros. -Sonó como una sentencia de muerte, y Carole se asustó al mirarlo a la cara. Parecía atormentado.
– ¿Sobre qué? -Charlie sonrió por entre el humo del puro. No quería inquietarla sin motivo, pero estaba preocupado.
– No paro de plantearme qué hacen juntas dos personas con fobia al compromiso como nosotros. A lo mejor llega a hacernos daño.
– No si tenemos cuidado con las heridas y las cicatrices de cada uno.
Ella sí tenía cuidado. Ya sabía qué era lo que afectaba a Charlie. A veces simplemente necesitaba su propio espacio. Llevaba solo toda la vida. A veces Carole se daba cuenta de que quería estar solo, y entonces salía del camarote, o lo dejaba a solas en cubierta. Intentaba ser sensible a sus necesidades.
– ¿Y si no quisiera casarme? -le preguntó Charlie con toda sinceridad.
No lo tenía muy claro. Quizá fuera demasiado tarde. Tenía casi cuarenta y siete años, y no sabía si podría adaptarse a aquellas alturas. Tras toda una vida de buscar a la mujer perfecta, ahora que creía haberla encontrado, no sabía si él era el hombre adecuado. Quizá no, o a esa conclusión estaba llegando.
– Yo he estado casada, y no fue para tirar cohetes -dijo Carole, sonriendo con tristeza.
– Algún día querrás tener hijos.
– A lo mejor sí o a lo mejor no. Ya tengo niños en mi trabajo, y a veces me parece que es suficiente. Cuando me divorcié aseguré que no volvería a casarme. No estoy empeñada en casarme, Charlie. Soy feliz con las cosas tal y como están.
– Pues no deberías. Necesitas algo más -replicó Charlie, sintiéndose culpable. No sabía si él sería el hombre que pudiera ofrecérselo, y si no lo era, pensaba que debía dejarla marchar. Llevaba tiempo dándole vueltas al asunto. La gran evasión. De una u otra forma, al final siempre ocurría lo mismo.
– ¿Por qué no dejas que sea yo quien decida lo que necesito? Si tengo algún problema, ya te lo diré, pero de momento no lo tengo.
– Y después, ¿qué? ¿Nos destrozamos el uno al otro? Es peligroso dejar que las cosas sigan su curso sin más.
– Pero ¿qué dices, Charlie?
Solo de escucharlo le entraba pánico. Se sentía cada día más unida a él, sobre todo tras aquella semana de vivir juntos. Podía convertirse en una costumbre, muy fácilmente, y lo que le estaba diciendo la asustaba de verdad. Daba la impresión de estar a punto de echar a correr.
– No lo sé -contestó Charlie, apagando el puro en el cenicero. -No sé ni lo que digo, Vamos a la cama.
Hicieron el amor y los dos se quedaron dormidos sin volver a hablar sobre el asunto.
La mañana siguiente llegó demasiado pronto. Tenían que levantarse a las seis, y Charlie aún dormía cuando Carole saltó de la cama. Se duchó y ya estaba vestida cuando él se despertó. Se quedó en la cama, mirándola. Carole tuvo la terrible sensación de que lo veía por última vez. No había hecho nada mal durante el viaje, ni se había puesto demasiado pegajosa. Sencillamente había dejado que la vida siguiera su curso, pero la mirada de temor, culpabilidad y pesar de Charlie era inconfundible. Mal presagio.
Charlie se levantó para despedirlos. Se puso unos pantalones cortos y una camiseta y se quedó en cubierta, observando cómo bajaban la lancha para llevarlos al puerto. Él se iba a Anguilla aquel mismo día. Besó a Carole antes de que subiera a la lancha y la miró a los ojos. A ella le dio la impresión de que le estaba diciendo algo más que adiós. No lo había presionado para saber cuándo pensaba volver. Creía que era mejor no hacerlo y tenía razón. Le parecía que Charlie se sentía como si se encontrase al borde de un terrible abismo.
Charlie le dio unas palmaditas en la espalda y un abrazo a Adam, y un beso en ambas mejillas a Maggie. Ella se disculpó por los mareos, y Charlie los despidió con la mano.
Carole se volvió a mirarlo desde la lancha. Tenía el terrible presentimiento de que no iba a volver a verlo. Se puso las gafas oscuras cuando llegaron al puerto para que no la vieran llorar.