LIBRO PRIMERO. Un final y un principio.

Capítulo 1

– ¿Qué vamos a hacer con ella?

– Dios sabrá. Nosotros, sin duda, no podemos acogerla.

Las voces estaban amortiguadas, pero Roanna las oía de todas formas y sabía que estaban hablando de ella. Curvó su delgado cuerpecito aún más fuerte, abrazándose las rodillas contra el pecho mientras miraba impasible a través de la ventana el inmaculado césped de Davencourt, la mansión de su abuela. Otras personas tenían patio, pero la abuela tenía césped. Un césped de un profundo y rico tono verde, y siempre le había encantado sentir como sus pies descalzos se hundían en la gruesa hierba, como si estuviese andando sobre una moqueta viva. Ahora, sin embargo, no tenía ganas de salir y jugar. Sólo quería permanecer aquí sentada, en el hueco de la ventana, la que siempre había pensado que era su “ventana para soñar,” y fingir que nada había cambiado, que mamá y papá no habían muerto y que ya no los vería más.

– Es diferente con Jessamine-, continúo la primera voz. -Ella es una jovencita, no una niña como Roanna. Somos demasiados viejos para hacernos cargo de alguien tan joven.

Querían a su prima Jessie, pero no la querían a ella. Roanna parpadeó repetidamente para contener las lágrimas mientras escuchaba a sus tías y tíos discutir el problema de qué “hacer” con ella y enumerar las razones por las que cada uno de ellos estaría encantado de acoger a Jessie en su casa, pero por las que Roanna simplemente sería demasiada molestia.

– ¡Me portaré bien!- quería gritar pero ocultó las palabras en su interior al igual que las lágrimas. ¿Qué había hecho que fuese tan terrible como para que no la quisieran? Trataba de portarse bien, decía “señora” y “señor” cuando hablaba con ellos. ¿Era porque había escapado para cabalgar con Thunderbolt? Nadie se habría enterado jamás si no se hubiese caído y se hubiese roto y ensuciado su vestido nuevo, y para más inri, en Domingo de Pascua. Mamá tuvo que llevarla de vuelta a casa para cambiarla de ropa, y tuvo que ponerse un vestido viejo para ir a misa. Bueno, no era exactamente viejo, era uno de los vestidos que habitualmente llevaba a la iglesia, pero no era su precioso vestido nuevo de Pascua. Una de las otras chicas en la iglesia le preguntó por qué no se había puesto un vestido de Pascua, y Jessie se había reído y le había contestado que porque se había caído encima de un montón de boñigas de caballo. Sólo que Jessie no había dicho boñigas, sino que había usado la palabra fea, y algunos chicos lo habían escuchado, y rápidamente se extendió por toda la iglesia que Roanna Davenport había dicho que se había caído en un montón de mierda de caballo.

La cara de la abuela tenía esa expresión de desaprobación, y la tía Gloria frunció la boca como si hubiese mordido un limón. Tía Janet la había mirado y meneado la cabeza. Pero Papá se rió y apretándole el hombro le dijo que un poco de mierda de caballo nunca le había hecho daño a nadie. Además, su Cosita necesitaba algo de fertilizante para crecer.

Papá. El nudo en su pecho creció hasta que apenas pudo respirar. Papá y mamá se habían ido para siempre, así como tía Janet. A Roanna siempre le gustó tía Janet, aunque siempre parecía que estuviese muy triste y no le gustaba demasiado dar abrazos. Aún así, era mucho más amable que tía Gloria.

Tía Janet era la mamá de Jessie. Roanna se preguntaba si a Jessie le dolía tanto el pecho como a ella, si había llorado tanto que sentía como si tuviera tierra en el interior de los parpados. Tal vez. Era difícil saber lo que pensaba Jessie. No creía que mereciera la pena prestarle atención a una mocosa como Roanna; Roanna se lo había oído decir.

Mientras Roanna miraba sin pestañear por la ventana, vio aparecer a Jessie y su primo Webb, como si los hubiese materializado con su mente. Lentamente atravesaban el jardín hacía el enorme y anciano roble, en el que colgaba, de una maciza rama inferior, el columpio. A Jessie se la veía hermosa, pensó Roanna, con la imperturbable admiración de una niña de siete años. Era tan delgada y grácil como Cenicienta en el baile, con su pelo negro recogido en un moño en la parte posterior de su cabeza y su cuello esbelto como el de un cisne sobresaliendo por encima de su vestido azul oscuro. El intervalo entre los siete y los trece años era enorme, para Roanna, Jessie era mayor, un miembro de ese misterioso y autoritario grupo que podía dar ordenes. Eso sólo había pasado a partir del año anterior más o menos, y aunque Jessie siempre había sido calificada antes como “la niña mayor” y Roanna como la “niña pequeña”, Jessie había continuado jugando con muñecas y ocasionalmente al escondite. Si bien, ya no. Ahora Jessie desdeñaba todos los juegos, excepto el Monopoly y pasaba mucho tiempo preocupándose por su pelo y pidiéndole a Tía Janet que la dejara usar cosméticos.

Webb también había cambiado. Siempre había sido el primo favorito de Roanna, siempre dispuesto a tirarse al suelo y pelear con ella, o a ayudarla a aprender a sujetar el bate para poder golpear la pelota. Webb amaba a los caballos tanto como ella, y ocasionalmente lo podía convencer para que la acompañara a cabalgar. Pero se impacientaba al hacerlo, ya que ella sólo tenía permiso para montar su lento pony. De todas formas, últimamente, Webb no quería pasar demasiado tiempo con ella; estaba muy ocupado con otras cosas, decía, pero parecía tener mucho tiempo para pasarlo con Jessie. Fue por eso, por lo que intentó cabalgar con Thunderbolt aquella mañana de pascua, para demostrar a papá que era lo bastante mayor para tener un caballo de verdad.

Roanna observó como Webb y Jessie se sentaban en el columpio, con los dedos entrelazados. Webb había crecido mucho este último año; Jessie parecía muy pequeña sentada a su lado. El jugaba al fútbol y sus hombros eran el doble de anchos que los de Jessie. Había oído decir a una de sus tías que la Abuela sentía adoración por el muchacho. Webb y su madre, la tía Yvonne, vivían aquí en Davencourt con la abuela, porque el papá de Webb también estaba muerto.

Webb era un Tallant, de la rama de la familia de la Abuela; ella era su tía-abuela. Roanna sólo tenía siete años, pero conocía las relaciones de parentesco, habiéndolas absorbido prácticamente por la piel durante las horas que pasaba escuchando a los mayores hablar sobre la familia. La abuela había sido una Tallant hasta que se casó con el abuelo y se convirtió en una Davenport. El abuelo de Webb, que también se llamaba Webb, era el hermano preferido de la abuela. Lo había querido muchísimo, al igual que a su hijo, que había sido el padre de Webb. Ahora solo quedaba Webb, y también lo amaba muchísimo.

Webb sólo era primo segundo de Roanna, mientras que Jessie era su prima hermana, lo cual era un parentesco mucho más cercano. Roanna hubiese deseado que fuera al revés, ya que preferiría estar más emparentada con Webb que con Jessie. Primos segundos no eran más que primos lejanos, eso era lo que había dicho la tía Gloria una vez. El concepto había intrigado a Roanna, y en la última reunión familiar observó atentamente a todos sus familiares, para ver quien se acercaba a quien, y saber quien no era en realidad familia. Se imaginó que las personas a las cuales veía sólo una vez al año, en la reunión familiar, eran las que más besos de saludo se daban. Eso hacía que se sintiese mejor. Observaba a Webb todo el tiempo, y el no la besó, así que eran mas familia que primos lejanos.

– No seas ridícula-, dijo la Abuela, su voz cortó de raíz la disputa sobre quien cargaría con Roanna, y trajo bruscamente de vuelta la atención de Roanna a su furtiva escucha. -Tanto Jessie como Roanna son Davenport. Vivirán aquí, por supuesto.

¡Vivir en Davencourt! El terror y el alivio, a partes iguales, desalojaron la tristeza del pecho de Roanna. Alivio de saber que alguien la quería, y no tendría que ir al orfanato como le había dicho Jessie. El terror provenía de la perspectiva de tener que estar para siempre bajo la autoridad de la Abuela. Roanna amaba a su Abuela, pero también le tenía algo de miedo, y sabía que jamás podría ser tan perfecta como la Abuela esperaba que fuese. Siempre se ensuciaba, o destrozaba su ropa, o se le caía algo y se rompía. La comida siempre se las arreglaba para escapar de su tenedor y caérsele en el regazo, y a veces no prestaba la debida atención cuando iba a coger la leche, y tiraba el vaso. Jessie decía que era torpe.

Roanna suspiró. Bajo la atenta mirada de la Abuela siempre se sentía torpe. Las únicas veces que no se sentía así era cuando estaba sobre su caballo. Bueno, se había caído de Thunderbolt, pero es que estaba acostumbrada a su pony y Thunderbolt era tan ancho que no fue capaz de agarrase bien con las piernas. Pero normalmente se mantenía pegada a la silla como una lapa, eso era lo que siempre decía Loyal, y él era quien cuidaba de todos los caballos de la Abuela, así que debería saberlo. Roanna amaba montar a caballo tanto como había amado a Mamá y Papá. Parecía como si de cintura para arriba estuviese volando, pero con sus piernas podía sentir la fuerza y los músculos del caballo, como si ella misma fuese igual de poderosa. Esa era una de las mejores cosas de ir a vivir con la abuela; podría cabalgar todos los días, y Loyal podría enseñarla a mantenerse sobre los caballos grandes.

Pero lo mejor de todo era que Webb y su madre también vivían aquí, y lo vería todos los días.

Repentinamente saltó del asiento de la ventana y corrió atravesando la casa, olvidando que llevaba puestos los zapatos de domingo de suela fina de cuero en vez de las zapatillas de deporte hasta que patinó sobre el suelo de madera y resbaló hasta casi chocar con una mesita. La severa regañina de la tía Gloria sonaba a sus espaldas, pero Roanna la ignoró mientras luchaba con la pesada puerta de entrada, usando toda la fuerza de su pequeño cuerpo hasta abrirla lo bastante para poder colarse a través de ella. Luego cruzó el césped a la carrera hacia donde estaban Webb y Jessie, sus rodillas alzando la falda de su vestido con cada zancada.

Pero a mitad de camino, el nudo de tristeza que oprimía su pecho se desató, y empezó a sollozar. Webb la vio venir, y su expresión cambió. Soltó la mano de Jessie y abrió los brazos a Roanna. Ella se arrojó sobre su regazo, haciendo que el columpio se balanceara. Jessie dijo con aspereza, -Roanna, estás hecha un desastre. Ve a sonarte la nariz.

Pero Webb dijo, -Toma mi pañuelo-, y el mismo le limpio la cara a Roanna. Después de eso se limitó a sujetarla, con su carita enterrada en su hombro, mientras ella sollozaba tan violentamente que todo su cuerpecito se estremecía.

– Oh, Dios-, dijo Jessie con repugnancia.

– Cállate-, le contestó Webb, abrazando a Roanna con fuerza. -Ha perdido a sus padres.

– Bueno, yo también he perdido a mi madre-, replicó Jessie. Y no me ves berreando encima de todo el mundo.

– Sólo tiene siete años-, dijo Webb mientras alisaba las despeinadas greñas de Roanna. La mayoría del tiempo era un engorro, siempre detrás de sus primos mayores, pero era una niña pequeña, y pensó que Jessie podría ser más simpática. El sol del atardecer se deslizaba a través del césped y de los árboles, reflejándose en el pelo de Roanna, realzando su lustroso color castaño y haciendo que los mechones destellasen con matices dorados y rojizos. A primera hora de la tarde habían enterrado a tres miembros de su familia, los padres de Roanna y la madre de Jessie. Pensó, que quien más había sufrido había sido Tía Lucinda, ya que había perdido a dos de sus hijos a la vez: David, el padre de Roanna y a Janet, la madre de Jessie. La inmensa carga del dolor la había abatido estos tres últimos días, pero no la había quebrado. Seguía siendo el pilar de la familia, brindando sus fuerzas a los demás.

Roanna se estaba calmando, sus sollozos fueron disminuyendo hasta convertirse en ocasionales hipidos. Su cabecita rebotaba contra su clavícula, cuando, sin levantar la vista, se restregaba la cara con su pañuelo. La sentía frágil contra sus fuertes brazos adolescentes, sus huesos no más pesados que palillos y su espalda apenas medía veinticinco centímetros de anchura. Roanna era delgaducha, toda larguiruchos brazos y piernas, y bajita para su edad. Siguió reconfortándola mientras Jessie mantenía una sufrida expresión, y de vez en cuando un sesgado ojo lloroso asomaba desde la seguridad de su hombro.

– La Abuela ha dicho que Jessie y yo también viviremos aquí-, dijo ella.

– Bueno, por supuesto-, contestó Jessie, como si hacerlo en cualquier otro sitio fuese inaceptable. -¿Dónde sino iba a vivir? Pero si yo fuese ellos, te mandaría al orfanato.

Las lágrimas brotaron de nuevo de ese único ojo visible y Roanna rápidamente volvió a enterrar su cara en el hombro de Webb. El miró enfurecido a Jessie, y ella, sonrojándose, miró hacia otro lado. Jessie era una consentida. Últimamente, al menos la mitad del tiempo pensaba que necesitaba unos buenos azotes. La otra mitad se sentía hechizado por esas nuevas curvas que habían aparecido en su cuerpo. Ella lo sabia, claro. Una vez este verano, cuando estaban nadando, había dejado que el tirante de su bañador se le deslizara por el brazo, mostrando la parte superior de su pecho, casi hasta el pezón. El cuerpo de Webb había reaccionado inmediatamente con toda la intensidad de su emergente adolescencia, sin poder desviar la mirada. Simplemente se quedó allí parado, dando gracias a Dios de que el agua le cubriese más arriba de la cintura, pero el resto de él que el agua no cubría, se tiñó de un rojo intenso en una combinación de vergüenza, excitación y frustración.

Pero es que era preciosa. Dios, Jessie era preciosa. Parecía una princesa, con su negra y lisa cabellera y sus ojos azul oscuro. Sus facciones eran perfectas y su piel impecable. Y ahora iba a vivir aquí, en Davencourt con Tía Lucinda… y con él.

Volvió su atención a Roanna, empujándola. -No hagas caso a Jessie-, le dijo. -Solo esta desvariando sin saber de lo que habla. Jamás tendrás que ir ninguna otra parte. Ni siquiera creo que ya existan orfanatos.

Ella volvió a asomar la cara. Sus ojos eran de color marrón, casi castaños como el color de su pelo, pero sin los matices de rojo. Era la única persona tanto de los Davenport como de los Tallant que tenía los ojos castaños; todos los demás los tenían o azules o verdes o una mezcla de ambos. Una vez Jessie le había tomado el pelo, diciéndole que en realidad no era una Davenport porque sus ojos eran del color equivocado, y que había sido adoptada. Roanna había estado llorando hasta que Webb le puso fin a aquello, también, diciéndole que tenía los ojos de su madre, y que el sabía que era una Davenport, porque recordaba que nada mas nacer había ido a verla al hospital.

– ¿Estaba Jessie tomándome el pelo?-, preguntó ella.

– Eso es-, le contestó él, dulcemente.-Sólo estaba burlándose.

Roanna no giró la cabeza para mirar a Jessie, pero un pequeño puño salió disparado y golpeo a Jessie en el hombro, para luego, rápidamente, cobijarse de nuevo en la seguridad de su abrazo.

Webb tuvo que tragarse una carcajada, pero Jessie se enfureció. -¡Me ha pegado!- chilló, levantando la mano para abofetear a Roanna.

Webb agarró con su mano la muñeca de Jessie. -No, no lo harás-, le dijo. -Te lo merecías por lo que le has dicho.

Intentó zafarse de él pero Webb siguió sujetándola, apretando con fuerza y sus ojos oscuros alertaron a Jessie de que iba en serio. Se quedó quieta, mirándolo enfurecida, pero él impuso despiadadamente su voluntad y su poder, y pasados algunos segundos ella desistió enfurruñada. El le soltó la muñeca, y ella se la frotó como si le hubiese hecho daño. Pero la conocía bien, y no sintió la culpabilidad que ella trataba de hacerle sentir. Jessie era muy buena manipulando a la gente, pero Webb la había calado hacia mucho tiempo. El saber lo bruja que podía ser, solo lo hizo sentir mayor satisfacción por haberla forzado a retroceder.

Su rostro se sonrojó al notar que se excitaba, y alejó un poco a Roanna de si mismo. Su corazón se había acelerado, con la excitación y el triunfo. Era algo insignificante, pero de pronto tuvo la certeza de que podría manejar a Jessie. En esos pocos segundos toda su relación cambió, la informal relación de primos de la niñez había quedado en el pasado, y una relación más complicada, de volátil pasión entre un hombre y una mujer había ocupado su lugar. El proceso se había ido desarrollando durante todo el verano, pero ahora estaba completado. Echó un vistazo a la cara enfurruñada de Jessie, su labio inferior sobresalía formando un puchero, y deseó besarla hasta que se olvidara de la razón de hacerlo. Posiblemente ella no lo entendiera aún, pero él sí.

Jessie iba a ser suya. Era malcriada y arisca y sus emociones tenían una intensidad volcánica. Haría falta mucha habilidad y arrojo para imponerse a ella, pero algún día lo conseguiría, tanto física como mentalmente. Tenía dos ases en la manga que Jessie aún desconocía: el poder del sexo y el atractivo de Davencourt. La noche del accidente, tía Lucinda había hablado largo y tendido con él. Solo ellos se quedaron levantados, Tía Lucinda meciéndose y llorando silenciosamente mientras se sobreponía a la pérdida de sus dos hijos y, finalmente Webb había reunido el valor suficiente para acercarse a ella y rodearla con los brazos. Y entonces ella se derrumbó, sollozando como si se le hubiera roto el corazón – fue la única vez que se abandonó completamente a su dolor.

Pero cuando se serenó, permanecieron sentados a solas hasta primera hora de la mañana, hablando en susurros. Tía Lucinda tenía una gran reserva de fuerza interior, y se había impuesto la tarea de asegurar la seguridad de Davencourt. Su querido David, heredero de Davencourt, estaba muerto. Janet, su única hija, era igualmente amada, pero no era adecuada, ni por carácter ni por inclinación para manejar la inmensa responsabilidad que conllevaba esa herencia. Janet había sido callada y retraída, sus ojos velados siempre por una pena íntima que nunca la abandonaba. Webb sospechaba que era a causa del padre de Jessie- quienquiera que fuese. Jessie era ilegitima, y Janet nunca había confesado el nombre del susodicho. Mamá le dijo que fue un gran escándalo, pero los Davenport cerraron filas alrededor de ella y la flor y nata de la sociedad de Tuscumbia se había visto forzada a aceptar tanto a la hija como a la madre si no deseaban enfrentarse a las represalias de los Davenport. Y ya que los Davenport era la familia más rica del noroeste de Alabama, podían hacerlas efectivas.

Pero ahora, con ambos hijos fallecidos, Tía Lucinda tenía que asegurar las propiedades familiares. No se trataba solamente de Davencourt, la joya central; se trataba también de acciones y de bonos, de bienes inmuebles, fábricas, explotaciones madereras y mineras, bancos, e incluso restaurantes. La totalidad de las empresas de los Davenport requerían de una mente despierta para entenderlo de modo global y un cierto toque de crueldad para supervisarlo.

Webb solo tenía catorce años, pero a la mañana siguiente de la larga conversación mantenida a medianoche con su Tía Lucinda, ella había hecho pasar al estudio al abogado de la familia, cerrado la puerta, y designado a Webb como manifiesto heredero. Era un Tallant, no un Davenport, pero era el nieto de su adorado hermano, y ella misma había sido una Tallant, así que desde su punto de vista eso no era un gran impedimento. Tal vez porque Jessie había encajado ese enorme golpe a tan temprana edad, Tía Lucinda siempre había mostrado una clara preferencia hacia ella por encima de Roanna, pero el amor de Tía Lucinda no era ciego. Aún cuando hubiese deseado que fuera de otra forma, sabía que Jessie era demasiado volátil para tomar las riendas de una empresa tan inmensa; si se le diera el control, Jessie arruinaría a la familia cinco años después de llegar a su mayoría de edad.

Roanna, la única otra descendiente directa, ni siguiera fue considerada. Por un lado, sólo tenía siete años, y por otro era totalmente indisciplinada. No es que fuese exactamente desobediente, pero tenía un evidente talento para crear desastres. Sí había un charco de barro en un radio de un kilómetro, de alguna manera Roanna se las apañaría para caerse en él -pero sólo si llevaba puesto su mejor vestido. Sí se ponía sus caras zapatillas nuevas, accidentalmente pisaría una boñiga de caballo. Constantemente se caía, o volcaba algo, o derramaba cualquier cosa que estuviese en sus manos o cerca de ella. Aparentemente, el único talento que tenía, era la afinidad con los caballos. A los ojos de Tía Lucinda eso era un enorme punto a su favor, ya que ella, también, amaba a los animales, pero desafortunadamente eso no hacía que Roanna fuese más aceptable para el papel de heredera universal.

Davencourt iba a ser de él, Davencourt y todas sus vastas propiedades. Webb levantó la vista hacía la inmensa mansión blanca, asentada como una corona en medio del exuberante terciopelo verde del césped. Profundas y amplias galerías rodeaban totalmente la casa, en ambos pisos, las verjas decoradas con un forjado de hierro. Seis enormes columnas blancas enmarcaban el pórtico delantero, donde el porche se ensanchaba para formar la entrada. La casa tenía un aire de elegancia y confort, transmitida por la fresca sombra prometida por las galerías y por la ventilada amplitud indicada por la enorme extensión de ventanas. Dobles puertaventanas francesas adornaban cada dormitorio del piso superior, y una ventana de estilo Palladio se curvaba majestuosamente sobre la entrada principal.

Davencourt tenía una antigüedad de ciento veinte años, construido en la década de antes de la guerra civil. Esa era la razón de la existencia en la parte izquierda de una escalera curva, para proporcionar una discreta forma de acceso a la casa a los jóvenes embriagados, cuando antaño los solteros de la familia dormían en un ala separada. En Davencourt, ese ala había sido la izquierda. Varias reformas efectuadas durante el pasado siglo habían acabado con los dormitorios separados, pero la entrada exterior al segundo piso había permanecido. Últimamente, una o dos veces, Webb mismo había utilizado la escalera.

Y todo eso iba a ser suyo.

No sentía culpable por haber sido el elegido para heredar. Aun con catorce años, Webb era consciente del empuje y la fuerza de la ambición que llevaba en su interior. Deseaba la presión y el poder de todo lo que conllevaba Davencourt. Sería como montar al más salvaje de los sementales pero domándolo con la fuerza de su voluntad.

No era como si Jessie y Roanna hubiesen sido desheredadas, ni mucho menos. Ambas seguirían siendo mujeres ricas por derecho propio cuando cumplieran la mayoría de edad. Pero la mayoría de las acciones, la mayoría del poder -y toda la responsabilidad- serían suyas. Más que sentirse intimidado por los años de duro trabajo que le quedaban por delante, Webb sentía una feroz alegría ante la perspectiva. No sólo poseería Davencourt, sino que Jessie venía con el paquete. Tía Lucinda, lo había insinuado más o menos, pero no había sido hasta hacía un momento cuando se había dado cuenta de lo que significaba.

Quería que se casase con Jessie.

Casi estalló en exultantes carcajadas. Oh, conocía bien a su Jessie, y Tía Lucinda también. Cuando se supiera que iba a heredar Davencourt, Jessie decidiría al instante que ella, y ninguna otra, se casaría con él. No le importaba; sabía como manejarla, y no se hacia ilusiones con respecto a ella. Gran parte del mal carácter de Jessie radicaba en el gran peso que llevaba sobre sus hombros, la carga de su ilegitimidad. Se resentía profundamente de la certeza de legitimidad de Roanna y era odiosa con ella a causa de ello. Eso, no obstante, cambiaría, cuando se casaran. El se encargaría de ello, porque ahora Jessie había encontrado en él la horma de su zapato.


Lucinda Davenport ignoró la cháchara que se desarrollaba a sus espaldas mientras permanecía de pie ante la ventana y observaba a los tres jóvenes en el columpio. Ellos le pertenecían; su sangre corría por todos. Eran el futuro, la esperanza de Davencourt, lo único que quedaba.

Cuando le informaron del accidente, durante unas aciagas horas, la pena había sido tan enorme que se había sentido aplastada por ella, incapaz de funcionar, de sentir. Aun se sentía como si le hubieran arrancado una parte de ella, dejando tan solo en su lugar una profunda herida sangrante. Sus nombres resonaban en su corazón de madre. David. Janet. Los recuerdos asaeteaban su mente, viéndolos como bebes pegados a su pecho, como niños fuertes y activos, como difíciles adolescentes y como maravillosos adultos. Tenía sesenta y tres años y había perdido a muchos seres queridos, pero este último golpe fue casi mortal. Una madre nunca debería sobrevivir a sus hijos.

Pero en el momento más oscuro, Webb había estado allí, ofreciéndole su silencioso consuelo. Sólo tenía catorce años, pero ya se estaba forjando el hombre en el cuerpo del niño. Le recordaba muchísimo a su hermano, el primer Webb; poseía el mismo núcleo de acero, una energía casi temeraria, y una madurez interior que lo hacia parecer mucho más mayor de su edad. Su pena no le había acobardado sino que la compartió con ella, haciéndole saber que a pesar de su enorme pérdida, no estaba sola. Fue en esa hora más oscura cuando atisbó un rayo de esperanza, sabiendo lo que debía hacer. Cuando lo abordó por primera vez para que estudiara la idea de hacerse cargo de las empresas Davenport, de poseer finalmente Davencourt, no se había sentido intimidado por ello. En cambio sus verdes ojos habían brillado ante la perspectiva, ante el desafío.

Había hecho una buena elección. Algunos de los otros pondrían el grito en el cielo; Gloria y su grupo se pondrían fuera de si al haber sido Webb el elegido por encima de cualquiera de los Ames, cuando después de todo, ambas ramas tenían el mismo grado de parentesco con Lucinda. Jessie sí que tendría una buena razón para estar enfadada, ya que ella era una Davenport y familia directa, pero aunque quería mucho a la muchacha, Lucinda sabía que, con ella, Davencourt no estaría en buenas manos. Webb era la mejor elección, y además cuidaría de Jessie.

Veía como el asiento del columpio se balanceaba en silencio y supo que Webb había ganado esa batalla. El chico ya tenía los instintos de un hombre, y además de un hombre dominante. Jessie estaba enfurruñada, pero él no cedió. Siguió consolando a Roanna, quien como era habitual en ella se las había arreglado para causar algún tipo de problema.

Roanna. Lucinda suspiró. No se veía capaz de asumir el cuidado de una pequeña de siete años, pero la niña era la hija de David, y simplemente no podía consentir que se fuese a ninguna otra parte. Aunque lo había intentado, por equidad, no podía querer a Roanna tanto como quería a Jessie, o a Webb, quien ni siguiera era su nieto, sino su sobrino-nieto.

A pesar de su fiero apoyo a su hija cuando Janet se quedó embarazada sin la ventaja de un marido, Lucinda, a lo más, había esperado tolerar al bebé cuando llegara. Tenía miedo de que le desagradara, por la vergüenza que representaba. Sin embargo había mirado la diminuta cara de flor de su nieta y se había enamorado. Oh, Jessie era un fogoso manojo de travesuras, pero el amor de Lucinda nunca flaqueo. Jessie necesitaba amor, mucho amor, absorbiendo hasta la última gota de afecto y elogios que le llegaba. No es que sufriera carencia de ninguno de ellos; desde su nacimiento, había sido abrazada y besada y mimada, pero por alguna razón nunca era suficiente. Los niños notaban desde muy temprana edad cuando algo en su vida estaba fuera de lugar, y Jessie era especialmente brillante; tenía unos dos años cuando empezó a preguntar por qué ella no tenía un papá.

Y luego estaba Roanna. Lucinda volvió a suspirar. Fue tan difícil amar a Roanna como fácil amar a Jessie. Las dos primas eran totalmente opuestas. Roanna nunca había estado quieta el tiempo suficiente para poderla abrazar. La aupabas para darle un abrazo, y se retorcía para que la soltases. Tampoco era bonita de la forma en que lo era Jessie. La extraña mezcla de facciones no encajaba en su pequeña cara. Su nariz era demasiado grande, su boca muy ancha, sus ojos estrechos y rasgados. Su pelo, con su carencia del matiz caoba de los Davenport, siempre estaba despeinado. No importaba lo que le pusieran para vestir, a los cinco minutos la prenda estaría manchada y desgarrada. Por supuesto, era la preferida de la familia de su madre, pero definitivamente era una mala hierba en el jardín de Davenport. Lucinda la había escudriñado atentamente, pero no veía en la chica nada de David, y ahora cualquier parecido habría sido doblemente atesorado si existiera.

Pero cumpliría su deber con Roanna, y trataría de modelarla con un barniz de civilización, para convertirla en alguien que hiciera honor al apellido Davenport.

Aún así, su esperanza, y el futuro, recaían en Jessie y Webb.

Capítulo 2

Lucinda se enjugó las lágrimas mientras sentada en el dormitorio de Janet doblaba y guardaba lentamente las ropas de su hija. Tanto Yvonne como Sandra se habían ofrecido en hacerlo por ella, pero había insistido en hacerlo sola. No quería que nadie viera sus lágrimas y su dolor; solo ella sabría qué cosas desearía conservar por los recuerdos, y cuales podían descartarse. Ya había llevado a cabo esta tarea en casa de David, guardando con cariño las camisas que aún conservaban un débil rastro de su colonia. También había llorado por su nuera; Karen había sido muy querida, una mujer joven, alegre y cariñosa que hizo muy feliz a David. Sus cosas habían sido guardadas en baúles en Davencourt para que Roanna las tuviese cuando fuera mayor.

Ya había pasado un mes desde el accidente. Las formalidades legales habían sido llevadas a cabo rápidamente, Jessie y Roanna quedaron instaladas en Davencourt con Lucinda como su tutora legal. Jessie, por supuesto, se acomodó de inmediato, eligiendo para ella el dormitorio más bonito y persuadiendo a Lucinda para que lo redecorara según sus especificaciones. Lucinda admitió que no le hizo falta mucha persuasión, ya que entendía la feroz necesidad de Jessie de recuperar el control de su vida e imponer de nuevo el orden a su alrededor. El dormitorio era sólo un símbolo. Había mimado a Jessie desvergonzadamente, haciéndole saber que aunque su madre había muerto, aún tenía una familia que la apoyaba y la quería, que la seguridad no se había esfumado de su mundo.

Roanna, sin embargo, no se había aclimatado en absoluto. Lucinda suspiró, llevándose una de las blusas de Janet a la mejilla, mientras reflexionaba sobre la hija de David. Sencillamente, no sabía como acercarse a la muchacha. Roanna se había mostrado indiferente a todos sus intentos de que eligiese un dormitorio y, finalmente Lucinda había claudicado y elegido por ella. Por equidad parecía necesario que Roanna tuviese un dormitorio al menos tan grande como el de Jessie, y lo era, pero a la niña se le veía perdida y abrumada en el. La primera noche durmió allí. La segunda noche, había dormido en uno de los otros dormitorios, arrastrando su manta tras ella y haciéndose un ovillo sobre el colchón. La tercera noche, de nuevo, había escapado a otro dormitorio vació, a otro colchón. Había dormido sobre una silla en el estudio, encima de la alfombra de la biblioteca, incluso se acurrucó sobre el suelo de uno de los baños. Estaba inquieta, un pequeño y desolado espíritu, que vagaba por la mansión, tratando de encontrar un sitio que hacer suyo. Lucinda juzgó que la chiquilla había dormido ya en todas y cada una de las habitaciones de la casa excepto en los dormitorios ocupados por otras personas.

Cuando Webb se levantaba cada mañana, lo primero que hacía era ir en busca de Roanna, siguiéndole la pista hasta el rincón o recoveco que hubiera elegido para pasar la noche, persuadiéndola de salir de su escondrijo. Era hosca y retraída, excepto con Webb, y no mostraba interés por nada excepto por los caballos. Frustrada y sin saber que más hacer, Lucinda le había dado acceso ilimitado a los caballos, por lo menos durante el verano. Loyal cuidaría de la chica, y, además, Roanna tenía buena mano con estos animales.

Lucinda dobló la última blusa, y la guardó. Solo quedaban los objetos de la mesilla de noche y dudó antes de abrir los cajones. Cuando hubiera acabado con eso, todo estaría finalizado; la casa de la ciudad se vaciaría, se cerraría y se vendería. Y todo rastro de Janet desaparecería.

Excepto por Jessie. Janet había dejado tras de si un precioso trocito de ella. Después de quedarse embarazada, la mayoría de sus risas se apagaron, y siempre había tristeza en sus ojos. Aunque nunca dijo quién había engendrado a Jessie, Lucinda sospechaba del mayor de los Leath, Dwight. El y Janet habían salido juntos, pero él tuvo una pelea con su padre y se alistó y de alguna forma terminó en Vietnam al comienzo de la guerra. Al cabo de dos semanas de haber pisado ese pequeño país, le habían matado. Durante los años pasados, Lucinda se había fijado muchas veces en la cara de Jessi, buscando cualquier parecido con los Leath pero sólo había visto la inmaculada belleza de los Davenport. Si Dwight había sido el amante de Janet, entonces ella había llorado su muerte hasta el día en que murió, ya que jamás había salido con nadie más desde el nacimiento de Jessie. Y no fue porque no hubiera tenido oportunidades; a pesar de la ilegitimidad de Jessie, Janet seguía siendo una Davenport, y había bastantes hombres que la hubiesen cortejado. La falta de interés radicaba sólo en Janet.

Lucinda habría querido algo mejor para su hija. Ella había conocido un profundo amor con Marshall Davenport y había deseado lo mismo para sus hijos. David lo había encontrado con Karen; Janet sólo había conocido pena y decepción. A Lucinda no le gustaba admitirlo, pero siempre había notado una cierta contención en su actitud hacía Jessie, como si estuviese avergonzada. Así era como Lucinda pensó que ella misma se iba a sentir pero no fue así. Deseó que Janet hubiese superado la pena, pero nunca lo hizo.

Bueno, postergar la desagradable tarea no la iba a hacer menos ingrata, pensó Lucinda, enderezando inconscientemente la espalda. Podía quedarse todo el día aquí sentada meditando sobre las complicaciones de la vida, o podía seguir adelante. Lucinda Tallant Davenport no era de las que se quedaban sentadas sin hacer nada; para bien o para mal, resolvía sus problemas.

Abrió el primer cajón de la mesita de noche, y de nuevo las lágrimas le inundaron los ojos al ver la pulcritud del contenido. Así era Janet, ordenada hasta la médula. Ahí estaba el libro que estaba leyendo, una pequeña linterna, una caja de pañuelos, una cajita de sus caramelos de menta favoritos, y un diario de piel con el lápiz aun sujeto entre las páginas. Curiosa, Lucinda se limpió las lágrimas y cogió el diario. No sabía que Janet tuviera uno.

Acaricio con la mano el diario, sabiendo a ciencia cierta el tipo de información que podrían contener las páginas. Sólo podían ser anotaciones privados sobre el día a día, pero cabía la posibilidad de que Janet divulgara en él el secreto que se había llevado a la tumba. A estas alturas, ¿de verdad importaría mucho quien pudiera ser el padre de Jessie?

La verdad es que no, pensó Lucinda. Querría a Jessie igual, sin importarle que sangre corriera por sus venas.

Aún así, después de tantos años preguntándoselo y sin saber, era imposible no ceder a la tentación. Abrió el diario por la primera página y empezó a leer.

Media hora después, secó sus ojos con un pañuelo y lentamente cerró el diario; a continuación lo puso encima de la ropa apilada en la última caja. No había mucho que leer: algunas páginas angustiosas, escritas hace catorce años, y después de eso poco mas. Janet había hecho algunas anotaciones, destacando el primer cumpleaños de Jessie, sus primeros pasos, el primer día de colegio, pero la mayor parte de las hojas estaban vacías. Daba la impresión de que Janet había dejado de vivir hacía catorce años y no hace tan solo un mes. Pobre Janet, haber esperado tanto y tener que conformarse con tan poco.

Lucinda acaricio con la mano la tapa de piel del diario. Bueno, ahora ya lo sabía, Y había tenido razón: no tenía ninguna importancia.

Cogió el rollo de embalar y rápidamente cerró la caja.

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