PRIMERA PARTE

Julio

Diecisiete años, cuatro meses y dieciséis días

Yo creía que el amor sólo era para las demás, para las que son visibles y valen. Un júbilo de alegría canta en mi interior. Es a mí a quien desea.


La embriaguez, el primer contacto, el flequillo que le caía sobre los ojos al mirarme nervioso, nada engreído. El entorno cristalino: el viento, la luz, la completa sensación de perfección, la acera, la cálida pared del edificio. He conseguido a quien deseaba.


Él es el centro. Las otras chicas sonríen y coquetean, pero no soy celosa. Confio en él. Sé que es mío. Lo observo desde el otro extremo de la habitación, cabello rubio centelleante, el movimiento cuando se lo atusa hacia atrás, su mano fuerte, mi mano. El pecho se me contrae con una cinta de felicidad, me quedo sin aliento, los ojos llenos de lágrimas. La luz le ilumina, le hace fuerte y completo.


Dice que no puede estar sin mí.

La vulnerabilidad se encuentra justo debajo de su suave piel. Estoy tumbada sobre su brazo y él pasa un dedo por todo mi rostro.

No me abandones nunca,

dice,

sin ti no puedo vivir.


Y yo se lo prometo.

Sábado, 28 de julio

– Hay una chica muerta en Kronobergsparken.

La voz era jadeante, el balanceo de la lengua denunciaba un consumo habitual de anfetamina. Annika Bengtzon apartó la vista de la pantalla y buscó torpemente un bolígrafo entre el desorden de la mesa.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó demasiado escéptica.

– ¡Porque estoy aquí a su lado, joder!

La voz se elevó en un falsete, Annika separó un poco el auricular del oído.

– Vaya, ¿cómo de muerta? -respondió y ella misma notó lo estúpido que sonaba.

– ¡Completamente muerta! ¿Cómo de muerto puede estar uno?

Annika miró a su alrededor en la redacción. Spiken, el jefe de la mesa de redacción, estaba sentado a lo lejos en su mesa y hablaba por teléfono; Anne Snapphane, sentada enfrente, se abanicaba con un cuaderno. Foto-Pelle se hallaba en la mesa de la redacción de fotografía y tecleaba en el mace.

– Bueno -respondió ella y encontró una pluma estilográfica en una taza de café vacía, arrancó un viejo teletipo de TT y comenzó a escribir por detrás-. Dijiste en Kronobergsparken, ¿dónde?

– Detrás de una tumba.

– ¿Una tumba?

El hombre del teléfono comenzó a gimotear. Annika esperó en silencio durante algunos segundos. No sabía cómo continuar. Aquel teléfono de emergencias, que oficialmente se llamaba «Línea Caliente» pero al que todos denominaban simplemente «Escalofríos», recibía un gran número de llamadas de bromistas y yonquis. Este parecía candidato a formar parte de estos últimos.

– ¿Oiga…? -dijo Annika cuidadosamente.

El hombre se sonó. Respiró hondo unas cuantas veces y comenzó el relato. Anne Snapphane observó a Annika desde el otro lado de la mesa.

– No sé cómo puedes contestar a ese teléfono -dijo cuando Annika colgó.

Annika no reaccionó sino que continuó garabateando el teletipo.

– Me muero por tomar un helado. ¿Quieres algo del bar? -preguntó Anne Snapphane mientras se levantaba.

– Primero tengo que comprobar una cosa -respondió Annika, cogió el auricular y marcó el número directo del centro coordinador de emergencias. La información era correcta. Cuatro minutos antes habían recibido una llamada sobre un cadáver en Kronobersparken.

Annika se puso de pie y se encaminó hacia la mesa de la redacción de noticias con el teletipo de TT en la mano. Spiken seguía hablando por teléfono, sus pies reposaban sobre la mesa. Annika, inquisitiva, se situó justo delante de él. El redactor jefe parecía irritado.

– Sospecha de asesinato, mujer joven -anunció Annika y agitó la nota.

Spiken cortó la conversación colgando inmediatamente el auricular, y a continuación puso los pies en el suelo.

– ¿Ha llegado por TT? -preguntó, e hizo clic en su ordenador.

– No, por «Escalofríos».

– ¿Confirmado?

– Por lo menos el centro coordinador de emergencias ha recibido la llamada.

Spiken miró hacia la redacción.

– Okey -dijo-. ¿A quiénes tenemos?

Annika tomó impulso.

– Es mi noticia -dijo.

– ¡Berit! -gritó Spiken y se levantó-. ¡El asesinato del verano!

Berit Hamrin, una de las periodistas de más edad del periódico, cogió su bolso y se acercó a la mesa.

– ¿Dónde está Carl Wennergren? ¿Trabaja hoy?

– No, libra, participa en la regata de la vuelta a Gotland -respondió Annika-. Es mi noticia, fui yo quien la recibió.

– ¡Pelle, fotógrafo! -gritó Spiken hacia la mesa de fotografía.

El jefe de fotografía levantó el dedo afirmativamente.

– Bertil Strand -le voceó este.

– Okey -respondió el redactor jefe y se volvió hacia Annika-. ¿Qué tenemos?

Annika miró su nota emborronada, repentinamente se percató de lo nerviosa que estaba.

– Una chica muerta detrás de una tumba en el cementerio judío, dentro de Kronobergsparken en Kungsholmen.

– Joder, no tiene por qué ser un asesinato.

– Está desnuda y estrangulada.

Spiken miró atentamente a Annika.

– ¿Y quieres cubrirlo tú misma?

Annika tragó saliva y asintió al redactor jefe, se volvió a sentar y sacó un cuaderno.

– Okey -dijo-. Puedes ir con Berit y Bertil Strand. Intentad sacar una buena foto, el resto de los datos los podemos conseguir después, pero necesitamos la fotografía inmediatamente.

Al pasar junto a la mesa de redacción el fotógrafo se colgó la mochila con su material.

– ¿Dónde es? -indagó, dirigiendo la pregunta a Spiken.

– En los calabozos de Kronobergs -respondió y cogió el auricular.

– En el parque -dijo Annika y buscó su bolso con la mirada-. Kronobergsparken. El cementerio judío.

– Comprobad que no sea una pelea familiar -añadió Spiken y marcó un número de Londres.

Berit y Bertil Strand ya iban hacia el ascensor camino del garaje, pero Annika se detuvo.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó ella.

– Justo lo que he dicho. No nos inmiscuimos en peleas familiares.

El redactor jefe le dio demostrativamente la espalda. Annika sintió cómo la rabia le subía por todo el cuerpo hasta alcanzar de golpe el cerebro.

– La muchacha no estará menos muerta por eso -replicó ella.

Spiken recibió respuesta al otro lado del auricular y Annika comprendió que la conversación había terminado. Alzó la mirada, Berit y Bertil Strand ya habían desaparecido por la escalera. Se dirigió rápidamente a su mesa, pescó su bolso que se había caído detrás de los archivos y salió corriendo tras sus colegas. Como el ascensor estaba en la planta baja, descendió por las escaleras, joder, joder, ¿por qué coño tenía que enfrentarse siempre a la gente? Ahora estaba a punto de perder su primer gran trabajo por querer poner en su sitio al redactor jefe.

– Idiota -se dijo en voz alta.

Alcanzó a la reportera y al fotógrafo cuando entraban en el garaje.

– Trabajaremos juntas hasta que llegue el momento en que debamos repartirnos el trabajo -dijo Berit, mientras caminaba y escribía en un cuaderno-. Me llamo Berit Hamrin, me parece que no nos hemos presentado.

La mujer mayor sonrió a Annika, se dieron la mano al mismo tiempo que se sentaban en el Saab de Bertil Strand, Annika en la parte trasera y Berit en la delantera.

– No des esos portazos -refunfuñó Bertil Strand reprobadoramente y le lanzó una mirada a Annika por encima del hombro-. La pintura se puede estropear.

Dios mío, pensó Annika.

– Vaya, perdón -dijo.

Los fotógrafos disponían de los coches del periódico como si fueran sus coches privados. Prácticamente todos se tomaban con una seriedad desmedida la tarea del cuidado del coche. Quizá se debiera a que todos, sin excepción, eran hombres, pensó Annika. Aunque sólo llevaba trabajando siete semanas en el Kvällspressen ya se había percatado de la veneración que merecían los coches de los fotógrafos. En varias ocasiones, hasta las entrevistas planeadas se habían pospuesto porque los fotógrafos estaban ocupados en algún lavado de coches, lo que demostraba la importancia que atribuían a sus vehículos.

– Creo que lo mejor será llegar al parque por la parte trasera y evitar Fridhemsplan -dijo Berit, cuando el coche aceleró en el cruce de Rålambsvägen. Bertil Strand se apuró y consiguió pasar en ámbar, condujo por Gjörwellsgatan y continuó hacia Norra Mälarstrand.

– ¿Me puedes contar los datos que te dio tu informador? -preguntó Berit y se volvió hacia ella.

Annika pescó el arrugado teletipo.

– Bueno, se trata de una joven que yace muerta detrás de una lápida en Kronobergsparken. Desnuda y posiblemente estrangulada.

– ¿Quién llamó?

– Un drogata. Su amigo estaba meando junto a la verja y la vio por entre los barrotes.

– ¿Por qué creen que ha sido estrangulada?

Annika le dio la vuelta al papel y leyó algo que había escrito de través.

– No había sangre, tenía los ojos completamente abiertos y heridas en el cuello.

– Eso no significa que la hayan estrangulado, ni siquiera asesinado -dijo Berit y se giró hacia delante.

Annika no respondió. Miró a través de los cristales ahumados y vio pasar a los locos por el sol de Rålambshovsparken. Frente a ella se abría el brillante espejo de Riddarfjärden. Tuvo que entornar los ojos, a pesar del recubrimiento del cristal. Dos windsurfistas se dirigían hacia Långholmen, no parecía irles demasiado bien, el aire apenas se movía en la solana.

– Qué verano más bueno hemos tenido -dijo Bertil Strand y giró en Polhemsgatan-. Quién lo iba a decir, con todo lo que llovió en primavera.

– Sí, he tenido suerte -dijo Berit-. Acabo de disfrutar de mis cuatro semanas de vacaciones. Sol todos los días. Si quieres, Bertie, puedes aparcar junto a unas casas, justo al lado del cuartel de bomberos.

El Saab aceleró subiendo la cuesta de la última manzana de Bergsgatan. Berit se quitó el cinturón de seguridad antes de que Bertil Strand redujera la velocidad y salió del coche antes de que éste aparcara. Annika se apresuró a seguirla y resopló al recibir una bocanada de aire caliente.

Bertil Strand aparcó en un desvío, Berit y Annika pasaron junto a una casa de ladrillo rojo de los años cincuenta. El camino de asfalto era estrecho, estaba limitado por un zócalo empedrado hasta el parque.

– Más adelante hay una escalera -informó Berit jadeante.

Seis escalones después entraron en el parque. Corrieron a lo largo de un sendero asfaltado que conducía a un pretencioso «parque infantil».

A la derecha había unas cuantas construcciones parecidas a barracones, Annika leyó «Parque infantil». Allí había un cajón de arena, bancos, mesas de camping, construcciones para trepar, toboganes, columpios y otros artilugios con los que los niños podían jugar y escalar. Tres o cuatro madres con sus hijos parecían estar recogiendo.

A lo lejos, dos policías uniformados hablaban con otra madre.

– Me parece que el cementerio se encuentra hacia Sankt Göransgatan -indicó Berit.

– Qué bien te orientas -dijo Annika-. ¿Vives por aquí?

– No -contestó Berit-. Pero éste no es el primer asesinato ocurrido en este parque.

Annika observó que cada uno de los policías sujetaba una cinta de plástico azul. Por lo tanto, estaban vaciando el parque y acordonándolo al público.

– Hemos llegado a tiempo -murmuró.

Torcieron a la derecha, siguieron un sendero y subieron a un montículo.

– Abajo a la izquierda -apuntó Berit.

Annika corrió por delante. Cruzó dos senderos, y ahí estaba. Vio una fila de estrellas de David dibujarse entre el follaje.

– Lo veo -les gritó a los otros y comprobó de reojo cómo Bertil Strand había alcanzado a Berit.

La verja era negra, forjada y bella. Los barrotes de hierro se mantenían unidos con aros y arcos, y cada barrote estaba coronado por una estilizada estrella de David. Annika, al comprobar que corría sobre su propia sombra, comprendió que se acercaba al cementerio desde el sur.

Se detuvo en el montículo que presidía las tumbas, desde ahí tenía una buena vista. La policía aún no había acordonado este lado del parque, lo que ya había hecho en los lados norte y oeste.

– ¡Deprisa! -les gritó a Berit y a Bertil Strand.

La verja enmarcaba el pequeño cementerio judío con sus tumbas de granito en ruinas, Annika contó apresurada hasta una treintena. La vegetación casi se había apoderado de todo, el lugar daba una impresión asilvestrada. El cercado en sí medía como mucho treinta metros por cuarenta, por la parte trasera la verja apenas superaba el metro y medio de altura. La entrada estaba en el lado oeste y daba a Kronobergsgatan y Fridhemsplan. Vio al equipo de reporteros del Konkurrenten detenerse junto al acordonamiento. Un grupo de hombres, todos vestidos de civil, se encontraba dentro de la verja, en el lado este. Comprendió lo que hacían. Ahí estaba la mujer.

Annika sintió un escalofrío. No podía echar a perder esto, su primera auténtica noticia en todo el verano.

Berit y Bertil Strand aparecieron tras ella, y en ese mismo instante vio que un hombre abría la verja que daba a Kronobergsgatan. Sostenía un pedazo de tela gris. Annika jadeó. ¡Todavía no habían cubierto el cuerpo!

– Rápido -exclamó ella por encima del hombro-. Quizá nos dé tiempo a sacar una foto desde aquí arriba.

Apareció un policía en el montículo frente a ellos, extendía la cinta de plástico de acordonar azul y blanca. Annika corrió hacia la verja y oyó a Bertil Strand caminar con pasos cortos y pesados tras ella. El fotógrafo aprovechó los últimos metros hacia la verja para quitarse la mochila y sacar una Canon y un teleobjetivo. Se hallaban a tres metros de la tela gris cuando Bertil Strand comenzó a disparar una serie de fotografías a través del follaje. A continuación el fotógrafo se separó medio metro y lanzó un disparo más. El policía de la cinta de plástico gritó algo, los hombres de detrás de la verja también advirtieron su presencia.

– Lo conseguimos -informó Bertil Strand-. Tenemos fotos de sobra.

– ¡Joder! -gritó el policía con la cinta de plástico-. ¡Estamos acordonando la zona!

Un hombre con una camisa hawaiana y pantalones bermudas se acercó hacia ellos desde dentro del cementerio.

– Ahora os tenéis que ir -anunció.

Annika miró a su alrededor y no supo qué hacer. Bertil Strand ya se dirigía hacia el camino que bajaba hacia Sankt Göransgatan. Los dos policías, tanto el de atrás como el de delante, parecían muy enfadados. Comprendió que pronto tendría que moverse, si no la obligarían. Instintivamente, se dirigió lateralmente hacia el lugar desde donde Bertil Strand había sacado su primera fotografía.

Miró por entre los barrotes negros de la verja, y allí yacía la joven mujer. Sus ojos miraban fijamente a los de Annika desde una distancia de dos metros. Eran velados y grises. La cabeza estaba echada hacia atrás, los brazos reposaban alejados del cuerpo, los antebrazos estaban abiertos sobre su cabeza y una de las manos parecía herida. La boca, completamente abierta como en un grito sin sonido, mostraba unos labios marrón oscuro. El cabello se le agitaba ligeramente con la imperceptible brisa. Tenía un gran moratón en el pecho izquierdo y la parte inferior de su abdomen parecía mudar a verde.

Annika registró toda la imagen, nítidamente, en un instante. La áspera dureza de la piedra en segundo plano, la vegetación apagada, el juego de sombras de las hojas, la humedad y el calor, el repugnante olor.

Entonces un pedazo de tela convirtió la escena en gris. Los policías no cubrían el cuerpo, sino la verja.

– Ya es hora de que se vaya -dijo el policía de la cinta de plástico y posó la mano sobre el hombro de Annika.

¡Qué convencional!, alcanzó a pensar Annika al tiempo que se daba la vuelta. Su boca estaba completamente seca y notó que todos los sonidos le llegaban desde muy lejos. Se dirigió como flotando hacia el camino donde Berit y Bertil Strand la esperaban detrás del acordonamiento. El fotógrafo parecía aburrido y reprobador, pero Berit casi sonreía.

El policía la siguió con el hombro pegado a su espalda. Tiene que dar mucho calor ir de uniforme un día como éste, pensó Annika.

– ¿Te dio tiempo a ver algo? -preguntó Berit.

Annika lo confirmó con el gesto y Berit escribió algo.

– ¿Hablaste con el inspector de la camisa hawaiana?

Annika negó con la cabeza y pasó por debajo de la cinta de acordonamiento con la ayuda interesada del policía.

– Qué pena. ¿No dijo nada?

– Ahora os tenéis que ir -citó Annika y Berit sonrió.

– Y tú, ¿cómo estás? -preguntó ésta, y Annika cabeceó.

– Bien, estoy bien. Y es muy probable que fuera estrangulada, los ojos parecían salirse de sus órbitas. Intentó gritar antes de morir, tenía la boca abierta.

– Entonces quizá alguien haya oído algo. Luego podemos hablar con los vecinos. ¿Era sueca?

Annika sintió que necesitaba sentarse un rato.

– Se me olvidó preguntar…

Berit volvió a sonreír.

– ¿Rubia, castaña, joven, vieja?

– Máximo veinte años, pelo largo y rubio. Grandes pechos. Seguramente silicona o sal común.

Berit la miró interrogativamente. Ella se dejó caer sobre la hierba con las piernas cruzadas.

– Los pechos estaban erguidos a pesar de que yacía boca arriba y tenía una cicatriz en la axila.

Annika sintió que su presión arterial desaparecía, apoyó la cabeza sobre las rodillas y respiró hondo.

– No ha sido una visión agradable, ¿verdad? -dijo Berit.

– Me encuentro bien -contestó Annika.

Después de algunos minutos se sintió mejor. El sonido regresó con toda su fuerza y golpeó su cerebro como una fábrica en plena producción: el tráfico zumbando por Drottningholmsvägen, dos sirenas que sonaron a destiempo, gritos que crecían y desaparecían, los disparos de las cámaras, un niño llorando.

Bertil Strand se había unido a la pequeña concentración de prensa que se formó abajo en la entrada, conversaba con el fotógrafo del Konkurrenten.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Annika.

Berit se sentó junto a Annika, estudió sus apuntes y comenzó a bosquejar.

– Debemos partir de la base de que es un asesinato, ¿no te parece? Entonces, antes de nada, el artículo debe basarse en la misma noticia. Esto es lo que ha ocurrido, se ha encontrado a una mujer joven asesinada. ¿Cuándo, dónde, cómo? Debemos buscar a quien la encontró y hablar con él, ¿tienes su nombre?

– Un drogadicto, su compañero dejó una dirección care of para recibir el dinero por la información.

– Intenta localizarlo. El centro de emergencias conoce todos los detalles sobre la llamada -continuó Berit y tachó algo de sus anotaciones.

– Ya los he llamado.

– Bien. Luego debemos conseguir a un policía que hable, el portavoz de prensa nunca dice nada off the record. ¿Dijo su nombre el policía de la camisa de flores?

– No.

– Qué pena. Entérate de eso también, no lo había visto antes, quizá sea nuevo en la brigada. Además tenemos que saber cuándo murió la joven y cómo, si tienen a algún sospechoso, cuál va a ser el siguiente paso en la investigación, en resumen, todos los aspectos policiales de la historia.

– Okey -dijo Annika y anotó algo en su cuaderno.

– Dios, qué calor hace. ¿Ha hecho alguna vez tanto calor en Estocolmo? -preguntó Berit y se secó el sudor de la frente.

– No sé -respondió Annika-. Vivo aquí desde hace sólo siete semanas.

Berit sacó un Kleenex de su bolso y se secó el cuero cabelludo.

– Bueno, luego tenemos a la víctima. ¿Quién es? ¿Quién la ha identificado? Seguramente tiene familiares en alguna parte que están totalmente desconsolados, deberíamos considerar la posibilidad de ponernos en contacto con ellos. Hay que conseguir una fotografía de la muchacha viva, ¿crees que tenía más de dieciocho años?

Annika recapacitó y recordó los pechos de plástico.

– Sí, seguramente.

– Entonces quizá haya una foto de bachiller, hoy en día casi todos los jóvenes lo acaban y la gorra de graduación siempre sienta bien. También es importante lo que digan sus amigos y si tenía novio.

Annika escribía.

– Luego contamos con la reacción de los vecinos. Este lugar está prácticamente en el centro de Estocolmo, en los barrios de alrededor viven más de trescientas mil mujeres. Un crimen como éste influirá en cuestiones de seguridad, en la vida nocturna y en la ciudad en general. En realidad eso son dos artículos. Si tú te ocupas de los vecinos yo me encargo del resto.

Annika asintió sin levantar la vista.

– Por último, hay un aspecto más -continuó Berit y dejó que el cuaderno cayera sobre sus rodillas-. Hace doce o trece años se cometió un crimen parecido a sólo cien metros de aquí.

Annika la miró sorprendida.

– Si no recuerdo mal, se cometió un crimen con agresión sexual contra una joven, en una escalera en la parte norte del parque -explicó Berit pensativa-. El asesino nunca fue detenido.

– Dios mío -exclamó Annika-. ¿Puede ser la misma persona?

Berit se encogió de hombros.

– Probablemente no, pero debemos mencionar el otro asesinato. Seguramente hay muchos que todavía lo recuerdan. La mujer fue violada y estrangulada.

Annika tragó saliva.

– Éste es un trabajo bastante horrible -dijo.

– Sí, es cierto -respondió Berit-. Pero te resultará más sencillo si consigues hablar con el policía de las flores antes de que se vaya de aquí.

Señaló abajo hacia Sankt Göransgatan, donde el hombre de la camisa hawaiana acababa de abandonar el cementerio. Se dirigía hacia su coche, que estaba aparcado en la esquina con Kronobergsgatan. Annika se levantó, cogió su bolso y salió disparada hacia la calle. Vio cómo el reportero del Konkurrenten intentaba también hablar con él, pero el policía simplemente lo rechazó.

En ese mismo instante Annika tropezó contra el asfalto y estuvo a punto de caerse. Con grandes y descontroladas zancadas bajó corriendo la empinada cuesta hacia Kronobergsgatan. Sin poderlo evitar chocó contra la espalda del policía que, a su vez, fue a dar sobre el capó de su coche.

– ¡Joder! -exclamó y sujetó fuertemente a Annika de los brazos.

– Lo siento -susurró ella-. Fue sin querer. Casi me caigo.

– ¿Qué coño haces? ¿Estás mal de la cabeza?

El hombre parecía contrariado.

– Lo siento -dijo Annika y notó que estaba a punto de llorar y que, además, le dolía la muñeca izquierda.

El policía recuperó el control y la soltó. La estudió durante algunos segundos.

– Joder, deberías tener más cuidado -dijo él, se sentó en su Volvo rojo oscuro y arrancó haciendo chirriar las ruedas.

– Joder -susurró Annika. Pestañeó para evitar las lágrimas y miró con los ojos entornados hacia el sol para distinguir el número de identificación del coche. Le pareció ver «1813» en un lateral. También memorizó el número de la matrícula para asegurarse más.

A continuación se volvió y descubrió que el pequeño grupo de periodistas de la entrada la miraba fijamente. Se puso roja como un tomate. Se agachó rápidamente y recogió las cosas que se le habían caído de su bolso al chocar: el cuaderno Din A5, un paquete de chicles, una botella casi vacía de Pepsi Max y tres compresas Libresse envueltas en un plástico verde. El bolígrafo seguía en el bolso, lo cogió y escribió rápidamente en el cuaderno la matrícula del coche y su número de identificación.

Los periodistas y los fotógrafos dejaron de mirarla y volvieron a charlar entre sí. Annika observó que Bertil Strand organizaba una colecta para comprar helados.

Se pasó la correa del bolso por el hombro y se acercó lentamente a sus colegas, que no parecieron fijarse en ella. Salvo el reportero del Konkurrenten, un hombre de mediana edad que solía tener el «careto» [1] bajo sus artículos de sucesos, no conocía a nadie. Estaba una mujer joven con una grabadora en la que se leía Radio Stockholm, dos fotógrafos de diferentes agencias gráficas, el fotógrafo del Konkurrenten y tres reporteros que no sabía ubicar. No había aparecido ningún canal de TV, las noticias locales sólo se emitían cinco minutos diarios durante el verano por la televisión estatal, y la televisión local comercial sólo transmitía programas de sobremesa y teletipos. Los periódicos matutinos seguramente utilizarían las fotografías de las agencias, acompañadas con el texto de TT. El Eko no había acudido y tampoco aparecería, lo sabía. Uno de sus colegas del Katrineholms-Kuriren, que había sido becario allí durante un verano, le había explicado el porqué con desdén.

«Los asesinatos y esas cosas se las dejamos a los tabloides. Nosotros no somos unos carroñeros».

Ya entonces, Annika comprendió que aquella opinión correspondía más a su colega que al Eko, pero había momentos en los que dudaba. ¿Por qué no valía la pena que un servicio público se ocupara de la muerte de una joven? No lo comprendía.

Observó que el resto de las personas que se encontraban junto al acordonamiento eran transeúntes curiosos.

Se alejó lentamente del grupo. Los policías, tanto los inspectores como la brigada científica, seguían ocupados tras la verja. No había llegado ninguna ambulancia o coche fúnebre. Miró el reloj. La una y diecisiete minutos. Habían pasado veinticinco minutos desde que recibió la información por «Escalofríos». No sabía muy bien qué hacer ahora. Hablar con la policía no parecía una buena idea, seguramente se enfadarían. Comprendía que aún no podían saber mucho, ni quién era la mujer, ni cómo había muerto, ni quién lo hizo.

Se alejó hacia Drottningholmsvägen. Junto al edificio, en la acera izquierda de Kronobergsgatan, se había formado una sombra con la forma de una porción de tarta, se dirigió hacia allí y se apoyó contra la fachada. La sintió rugosa, gris y caliente. Aunque la temperatura era de unos grados menos que en la solana, el aire le quemaba la garganta. Sentía una sed ridícula y pescó la botella de Pepsi de su bolso. El tapón había goteado y la botella estaba pringosa, se le pegaron los dedos a la etiqueta. ¡Joder, qué calor!

Se bebió el refresco caliente y sin gas y ocultó la botella entre dos pilas de papel para reciclar que había en el portal contiguo.

A lo lejos los periodistas que estaban junto al acordonamiento se movieron al otro lado de la calle. Seguramente esperaban a Bertil Strand y el suministro de helados. Por alguna razón la situación la hizo sentir mal. A unos cuantos metros de allí las moscas aún revoloteaban alrededor del cadáver, mientras la prensa esperaba ansiosa su agradable pausa.

Dejó que su mirada vagara por el parque. Estaba formado por empinados promontorios cubiertos de hierba y una extensa variedad de grandes árboles. Desde su sitio en la sombra pudo reconocer un tilo, un haya, un olmo, un fresno y un abedul. Algunos de los árboles eran enormes, otros estaban recién plantados. Entre las tumbas crecían otras especies gigantescas, sobre todo tilos.

Necesito beber algo más, pensó.

Se sentó en la acera y echó la cabeza hacia atrás. Tenía que pasar algo pronto. No podía seguir sentada allí.

Contempló cómo el rebaño de periodistas comenzaba a dispersarse. La muchacha de Radio Stockholm se había marchado, pero Bertil Strand había regresado con los helados. No veía a Berit Hamrin por ninguna parte, Annika se preguntó dónde estaría.

Esperaré cinco minutos, pensó. Luego me voy a comprar un refresco y comenzaré a hablar con el vecindario.

Intentó dibujar un mapa de Estocolmo en su cabeza y situar exactamente su posición. Este era el corazón de Estocolmo, la ciudad de piedra intramuros. Miró hacia el sur, pasado el cuartel de bomberos. Ahí estaba Hantverkargatan, su calle. En realidad vivía a sólo diez manzanas de allí, en el interior de un edificio ruinoso junto a Kungsholmstorg. Sin embargo, nunca antes había estado en aquella zona. Allá abajo se encontraba la estación de metro de Fridshemsplan, si se esforzaba podía sentir cómo el tren resonaba bajo tierra y esparcía sus vibraciones a través del hormigón y del asfalto. Justo enfrente había una gran salida circular de aire del metro, un urinario y un banco. Quizá fue ahí donde estuvo sentado el drogata que llamó a «Escalofríos», fumando al sol junto a su amigo con ganas de orinar. ¿Por qué el amigo no fue al urinario?, se preguntó Annika. Pensó en ello durante un rato y al final fue a comprobarlo personalmente. Al abrir la puerta comprendió la razón. El olor dentro del armazón de plástico era insoportable. Retrocedió un par de pasos y cerró la puerta.

Una mujer con un cochecito se acercaba desde el parque. El niño del cochecito sostenía un biberón lleno de un líquido rojizo. La madre miraba desconcertada la cinta de plástico que se extendía a lo largo de la acera.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

Annika estiró la espalda y se ajustó la correa del bolso.

– La policía ha acordonado la zona -respondió.

– Sí, eso ya lo veo. ¿Por qué?

Annika dudó. Lanzó una mirada por encima del hombro y vio que los otros periodistas la observaban. Rápidamente dio un par de pasos hacia la madre.

– Hay una mujer muerta ahí dentro -dijo en voz baja y señaló hacia el cementerio. La madre palideció.

– ¡Qué horror! -exclamó.

– ¿Vives por aquí? -preguntó Annika.

– Sí, a la vuelta de la esquina. Venimos de Rålis, pero había tanta gente allí que una apenas se podía sentar así que regresamos para acá. ¿Sigue ahí tirada?

La mujer estiró el cuello y ojeó entre los tilos. Annika asintió.

– ¡Dios mío, qué desagradable! -exclamó la mujer y miró a Annika de hito en hito.

– ¿Vienes mucho por aquí? -indagó Annika.

– Sí, a diario. Skruttis va al parvulario libre, arriba, en el «parque infantil».

La madre no podía apartar la vista del cementerio. Annika la estudió durante algunos segundos.

– ¿Oíste algo raro ayer noche? ¿Y hoy por la mañana? ¿Algún grito desde el parque? -inquirió.

La mujer dobló el labio inferior hacia afuera, reflexionó y lo negó con la cabeza.

– Éste es un barrio muy ruidoso -dijo-. Durante el primer año me despertaba cada vez que salían los bomberos, pero ahora ya no. Además están los borrachos de Sankt Eriksgatan -no me refiero a los que van al albergue, ésos desaparecen antes de que anochezca-, sino a los escandalosos habituales, que te pueden mantener despierta toda la noche. Pero en realidad lo peor es el extractor de humos del MacDonald's. Está encendido todo el día y me está volviendo loca. ¿Cómo murió?

– Todavía no se sabe -respondió Annika-. ¿Así que nadie chilló, gritó pidiendo auxilio o algo por el estilo?

– Por supuesto, aquí los viernes por la noche siempre hay gritos y chillidos. Toma, corazón…

El bebé había perdido el biberón y comenzó a llorar, la madre se lo volvió a dar. A continuación señaló con la cabeza hacia Bertil Strand y los otros.

– ¿Son los buitres?

– Sí. El que está comiendo el helado Dajm es mi fotógrafo. Me llamo Annika Bengtzon y soy del periódico Kvällspressen.

Alargó la mano y saludó. A pesar del comentario anterior la mujer pareció impresionada.

– ¡Vaya! -exclamó Daniella Hermansson-, encantada. ¿Vas a escribir sobre esto?

– Yo u otra persona del periódico. ¿Te importa que anote algunas cosas?

– No, en absoluto.

– Te puedo citar…

– Mi nombre se escribe con dos eles y dos eses, como suena.

– ¿Así que dices que suele haber mucho ruido por aquí?

Daniella Hermansson se enderezó e intentó mirar en el cuaderno de Annika.

– Sííí -respondió-. Muchísimo, principalmente los fines de semana.

– ¿Así que si alguien gritara pidiendo ayuda nadie le oiría?

Daniella Hermansson hizo una nueva mueca con el labio inferior y negó con la cabeza.

– Aunque depende un poco de la hora del día -añadió-. Sobre las cuatro, cuatro y media de la madrugada hay más calma. Entonces sólo se oye el extractor. Yo duermo con la ventana abierta todo el año, es bueno para la piel. Pero no oí nada…

– ¿Tu ventana da a la calle o al patio?

– A ambos lados. Vivimos en el segundo piso, al fondo a la derecha. El dormitorio da al patio.

– ¿Y tú vienes por aquí todos los días?

– Sí, aún estoy de baja de maternidad por Skruttis, todas las madres del grupo familiar nos reunimos en el «parque infantil» por las mañanas. No, corazón…

Skruttis había sorbido todo el líquido rojizo y berreaba. Su madre se inclinó sobre él y con un movimiento experto introdujo el dedo corazón en el pañal y a continuación lo olió.

– Vaya -anunció-. Nos tenemos que ir. Un nuevo pañal y un poco de ñam-ñam, ¿verdad, Skruttis?

El bebé enmudeció al encontrarse con una cinta del gorro para morder.

– ¿Podríamos hacerte una foto? -se apresuró a preguntar Annika. Daniella Hermansson abrió los ojos de par en par.

– ¿A mí? Pero yo no voy…

Se rió y se pasó la mano por el cabello. Annika la miró fijamente.

– La mujer que yace allí entre las lápidas probablemente haya sido asesinada -dijo-. Por eso es importante describir el barrio de una forma verídica. Yo misma vivo en Kungsholmstorg.

Daniella Hermansson había abierto los ojos aún más.

– Dios mío, ¿asesinada? Aquí, ¿en nuestro barrio?

– Nadie sabe dónde murió, sólo que ha sido encontrada aquí.

– Pero este barrio siempre ha sido tan tranquilo… -dijo Daniella Hermansson, se inclinó y cogió a Skruttis en brazos. El bebé perdio la cinta y se puso a llorar de nuevo. Annika sujetó la correa del bolso con fuerza y se encaminó hacia Bertil Strand.

– Espera un momento -le dijo por encima del hombro a Daniella.

El fotógrafo estaba chupando el papel del helado cuando Annika se acercó.

– ¿Puedes venir un momento? -dijo en voz baja.

Bertil Strand estrujó lentamente el papel y señaló con la palma de la mano al hombre a su lado.

– Annika, éste es Arne Påhlson, reportero del Konkurrenten. ¿Os conocéis?

Annika bajó la mirada, alargó la mano y murmuró su nombre. Arne Påhlson tenía una mano cálida y húmeda.

– ¿Has acabado con el helado? -preguntó irritada.

El bronceado de Bertil Strand adquirió un tono algo más oscuro. No le gustaba que le reprendiese una becaria estival. En lugar de responder, se inclinó y cogió su mochila.

– ¿Adónde vamos?

Annika se dio la vuelta y se dirigió hacia donde estaba Daniella Hermansson. Echó un vistazo al cementerio, los hombres vestidos de civil continuaban ahí dentro y hablaban entre sí. Skruttis seguía llorando, pero su madre no le prestaba ninguna atención. Se estaba pintando con una barra de labios que al parecer formaba parte del contenido de una cajita verde claro con espejo en el dorso de la tapa.

– ¿Qué sientes al saber que una mujer yace muerta cerca de tu dormitorio? -preguntó Annika y anotó.

– Terrible -respondió Daniella Hermansson-. Pienso en la de veces que mis amigas y yo pasamos por aquí a altas horas de la noche al volver del bar. Podría haber sido cualquiera de nosotras.

– ¿Tendrás más cuidado de ahora en adelante?

– Sí, claro -replicó Daniella Hermansson convencida-. Nunca más pasaré por el parque de noche. No, corazón, no llores más…

Daniella se inclinó para coger de nuevo a su hijo en brazos, Annika anotaba y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Esto podría ser un titular, si lo trabajaba un poco más.

– Muchas gracias -dijo rápidamente-. ¿Puedes mirar a Bertil? ¿Cómo se llama Skruttis en realidad? ¿Cuántos años tiene? ¿Cuántos años tienes tú? ¿Cómo quieres que te nombremos…? Baja maternal, okey. Quizá no deberías estar tan contenta…

Murió la estudiada sonrisa de estrella de cine de Daniella Hermansson, esa que seguramente utilizaba en todas las fotografías de vacaciones y Navidad, y se trocó en confundida y desconcertada. Bertil Strand soltó una ráfaga de disparos mientras se movía alrededor de la mujer y del bebé con cuidadosos pasos de bailarín.

– ¿Si necesitara algo más te podría llamar más tarde? ¿Cuál es tu número de teléfono? ¿El código del portero automático? Por si fuera necesario…

Daniella Hermansson colocó al gritón de su hijo en el cochecito y se marchó contoneándose a lo largo del acordonamiento policial. Annika vio con disgusto cómo Arne Påhlson del Konkurrenten se acercaba a ella y la detenía al pasar. Por suerte el niño chillaba tanto que la mujer no se detuvo para ser entrevistada de nuevo. Annika exhaló un suspiro.

– No me digas cómo debo hacer mi trabajo -dijo Bertil Strand.

– Muy bien -respondió Annika-. ¿Qué hubiera pasado si se hubieran llevado el cuerpo mientras tú le comprabas helados a la concurrencia?

Bertil Strand la miró con desdeño.

– Cuando trabajamos no somos competidores, aquí todos somos colegas.

– Me parece que estás equivocado -dijo Annika-. El periodismo no se beneficia en absoluto si todos cazamos en manada. Deberíamos mantenernos cada uno por nuestro lado.

– Nadie se beneficia de eso.

– Sí, los lectores y la credibilidad del medio informativo.

Bertil Strand se colgó las cámaras del hombro.

– Qué bien que me lo cuentes. Yo sólo he trabajado en este periódico durante quince años.

¡Joder!, pensó Annika cuando el fotógrafo se marchó hacia sus colegas. ¿Por qué no podía mantener la boca cerrada?

De pronto se sintió mareada y sin fuerzas. Tengo que beber algo, ahora mismo, pensó. Sintió una inmensa alegría al ver que Berit venía andando desde Hantverkargatan.

– ¿Dónde has estado? -le gritó Annika y se encaminó hacia ella.

Berit resopló.

– Estaba sentada en el coche haciendo unas llamadas. He encargado el recorte del otro asesinato y he hablado con mis contactos policiales.

Intentó refrescarse infructuosamente agitando una mano.

– ¿Ha ocurrido algo?

– Sólo he hablado con una vecina.

– ¿Has bebido algo? Estás pálida.

Annika se quitó el sudor de la frente y de pronto tuvo ganas de romper a llorar.

– Me acabo de comportar como una estúpida con Bertil Strand -respondió a media voz-. Le dije que no debería compadrear con la competencia en el lugar del crimen.

– Esa también es mi opinión. Pero Bertil Strand no piensa así, lo sé -dijo Berit-. A veces puede resultar difícil ponerse de acuerdo con él, pero es un gran fotógrafo. Vete a comprar algo de beber. Yo me quedo de guardia.

Annika abandonó agradecida Kronobergsparken y bajó por Drottningsholmsvägen. Estaba haciendo cola para comprar una botella de Ramlösa en el Pressbyrån de Fridhemsplan, cuando vio un coche fúnebre doblar a la izquierda por Sankt Göransgatan y subir hacia Kronobergsparken.

– ¡Joder! -exclamó y salió corriendo hacia la calzada, un taxi tuvo que frenar en seco, luego cruzó Sankt Eriksgatan y regresó al parque. Pensó que se desmayaría antes de subir de nuevo.

El coche fúnebre había aparcado en lo alto de Sankt Göransgatan y en ese momento se apearon un hombre y una mujer.

– ¿Por qué estás tan sofocada? -preguntó Berit.

– El coche, el cuerpo -balbució Annika, posó sus manos sobre las rodillas y jadeó echada hacia delante.

Berit suspiró.

– El coche fúnebre se quedará aquí un buen rato. El cuerpo no va a desaparecer. No tienes por qué preocuparte, no nos perderemos nada.

Annika dejó el bolso en la acera y se enderezó.

– Lo siento -dijo.

Berit sonrió.

– Siéntate a la sombra. Voy a comprarte una bebida.

Annika se retiró cabizbaja. Se sentía como una idiota.

– No lo sabía -murmuró-. No podía…

Se sentó en la acera y apoyó de nuevo la espalda contra la pared del edificio. El suelo le quemaba el trasero a través de su fina falda.

El hombre y la mujer del coche fúnebre estaban dentro del acordonamiento, justo a la entrada, esperando. Quedaban tres hombres detrás de la verja, supuso que dos de ellos eran de la policía científica y el tercero un fotógrafo. Se movían cuidadosamente, se agachaban, recogían algo, se levantaban. La distancia era demasiado grande para que pudiera captar lo que hacían en realidad. ¿Es siempre así de aburrida la escena de un asesinato?, pensó.

Berit regresó un par de minutos después. Traía una Coca-Cola grande y fría.

– Toma. Contiene azúcar y diferentes sales. Lo necesitas.

Annika desenroscó el tapón y bebió con tanta rapidez que el gas carbónico subió y le salió por la nariz. Tosió, resolló y derramó algo de la Coca-Cola sobre la falda.

– ¿Qué hacen en realidad ahí dentro? -preguntó Annika.

– Asegurando pruebas -respondió Berit-. Van el mínimo número y se mueven lo indispensable. En general, sólo dos de la científica y posiblemente un inspector de la criminal.

– ¿El de la camisa hawaiana?

– Quizá -contestó Berit-. Si observas detenidamente verás que uno de los técnicos tiene la mano junto a la boca. Se desplaza con una pequeña grabadora y cuenta todo lo que ve en el escenario del crimen. Puede ser una descripción de la posición exacta del cuerpo, los dobleces de la ropa y cosas por el estilo.

– No llevaba ropa -dijo Annika.

– Quizá la ropa esté por los alrededores, esto también se documenta. Cuando hayan terminado conducirán el cuerpo al depósito de Solna.

– ¿Para realizar la autopsia?

Berit asintió.

– Después los técnicos se quedarán y peinarán todo el parque. Irán centímetro a centímetro asegurando las pruebas de sangre, saliva, cabello, fibras, esperma, huellas de pies, de coches, dactilares, todo lo que puedas imaginar.

Annika permaneció sentada en silencio un rato y estudió a los hombres del otro lado de la verja. Se habían agachado junto al cuerpo, vio moverse sus cabezas tras el pedazo de tela gris.

– ¿Por qué cubren la verja y no el cuerpo? -preguntó.

– No suelen cubrir el cuerpo si no hay riesgo de lluvia -explicó Berit-. Tiene que ver con las pruebas, para que se estropeen lo menos posible. La tela la han puesto para impedir la visión. Ingenioso…

Los técnicos y el fotógrafo se levantaron al mismo tiempo.

– Es la hora -anunció Berit.

El resto de los periodistas que estaban algo más alejados también se levantaron al mismo tiempo. Como respondiendo a una señal se dirigieron todos hacia el acordonamiento. Los fotógrafos cargaron sus cámaras y se colgaron un par de cuerpos adicionales con diferentes objetivos. Dos periodistas se habían unido al grupo, Annika contó rápidamente cinco fotógrafos y seis reporteros. Uno de ellos, un hombre joven, llevaba un chaleco marcado TT, una mujer tenía un cuaderno en el que se leía Sydsvenska.

El hombre y la mujer del coche fúnebre abrieron las puertas traseras y sacaron una camilla plegable. La abrieron con movimientos tranquilos y metódicos y aseguraron las diferentes sujeciones. Annika sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos. Desde el estómago le llegó un eructo del anhídrido carbónico y se sintió mal. Ahora sacarían el cuerpo. Se avergonzó de su excitación morbosa.

– ¿Se pueden apartar un poco? -dijo la camillera.

Annika vio pasar la camilla. Vibraba cuando las ruedas chirriaban sobre las irregularidades del asfalto. Encima había una lona de plástico azul moteado, cuidadosamente doblada. La mortaja, pensó Annika, y sintió un escalofrío recorrer su espalda.

El hombre y la mujer se enredaron en el acordonamiento. El cartel naranja de «Acordonado» se balanceó un buen rato.

Los camilleros escoltaban el cuerpo. Los hombres y la mujer formaron un grupo y parlamentaron. Annika sintió el sol calentar la parte posterior de sus brazos.

– ¿Por qué tardan tanto? -le murmuró a Berit como si estuvieran en un teatro.

Berit no respondió. Annika sacó la Coca-Cola del bolso y le dio un par de tragos.

– Es horrible, ¿verdad? -dijo la mujer del Sydsvenska.

– Sí, claro -respondió Annika.

Entonces los camilleros estiraron la lona sobre la camilla, el brillo azul grisáceo se agitó entre las hojas. Colocaron a la joven sobre las angarillas, la envolvieron en el plástico. Annika sintió súbitamente que sus ojos se llenaban de lágrimas. Oyó el grito ahogado de la mujer, su mirada turbia, el pecho amoratado.

No puedo llorar, pensó, y miró fijamente las ajadas lápidas. Intentó distinguir nombres o fechas, pero eran inscripciones en hebreo. El tiempo y el viento habían borrados los elegantes signos casi por completo. Súbitamente todo se paralizó. Hasta el tráfico en Drottningsholmsvägen se detuvo un instante. El sol se filtraba por entre las inmensas copas de los tilos y bailaba sobre el granito.

El cementerio estuvo aquí mucho antes que la ciudad, pensó Annika. Aquellos árboles ya existían cuando enterraron a los muertos. Eran más pequeños y débiles, pero sus hojas enviaban también el mismo juego de sombras sobre el granito cuando las tumbas estaban recién cavadas.

Se abrió la verja, los fotógrafos entraron en tropel. Uno de ellos se abrió paso a empellones y le clavó un codazo a Annika en el diafragma, de forma que perdió el aliento durante un instante. Sorprendida, dio un traspié hacia atrás y perdió de vista la camilla. Retrocedió rápidamente.

Me pregunto en qué lado reposa la cabeza, pensó Annika. No creo que la lleven con los pies por delante.

Los fotógrafos siguieron la camilla a lo largo del acordonamiento. Los motores de las cámaras arrancaron a destiempo, se disparó algún flash que otro. Bertil Strand saltaba alrededor y por detrás de sus colegas, unas veces sostenía la cámara por encima y otras en medio de ellos. Annika se sujetaba con fuerza en la puerta trasera del coche fúnebre, la pintura quemaba bajo sus dedos. A través del halo de los destellos de los flashes, vio acercarse lentamente el bulto con el cuerpo de la mujer muerta. El conductor del coche fúnebre se detuvo a dos decímetros de ella. Accionó los mecanismos de la camilla, Annika observó lo sudoroso y agobiado que estaba. Bajó la vista hacia la bolsa.

Me pregunto si el sol la ha mantenido caliente, pensó.

Me pregunto quién era.

Me pregunto si se dio cuenta de que iba a morir.

Me pregunto si llegó a sentir miedo.

Súbitamente, las lágrimas comenzaron a brotar. Soltó la puerta, se dio la vuelta y se alejó un par de pasos. El suelo se le movía, sentía como si fuera a vomitar.

– Es el olor y el calor -dijo Berit que súbitamente se encontraba a su lado, le pasó un brazo por encima de los hombros y la alejó del coche fúnebre.

Annika se secó las lágrimas.

– Venga, ahora nos vamos a la redacción -anunció Berit.


Patricia se despertó con una sensación de ahogo. No había aire en la habitación, no podía respirar. Lentamente, tomó consciencia de su propio cuerpo sobre el colchón, resplandeciente y desnudo. Al levantar el brazo izquierdo el sudor le corrió por las costillas hasta el ombligo.

Dios mío, pensó. ¡Necesito aire! ¡Y agua!

Durante un momento pensó en llamar a Josefin, pero algo la hizo cambiar de idea. El piso estaba completamente en silencio; Jossie aún dormía o habría salido. Resopló y se dio media vuelta, se preguntó qué hora sería. Las cortinas negras de Josefin detenían la luz del día y hacían que la habitación flotara en una oscuridad mohosa. Olía a sudor y polvo.

– Es una mala señal -había dicho Patricia cuando Josefin llegó a casa con el tejido grueso y negro-. No se pueden colocar cortinas negras. Le dan a las ventanas ribetes de luto, así la energía positiva no puede fluir con libertad.

Josefin se había enfadado.

– Bueno, pues entonces pasa de ellas -había dicho-. No las pongas. Yo las voy a colgar en mi cuarto. ¿Cómo diablos vamos a poder trabajar de noche si no podemos dormir de día? Has pensado en eso, ¿eh?

Jossie se salió con la suya, casi siempre solía hacerlo.

Patricia se sentó en el colchón dando un suspiro. La sábana de abajo se había enrollado formando un húmedo cordón umbilical en medio de la cama. Irritada, intentó estirarla.

Le tocaba a Jossie hacer la compra, pensó, así que seguramente no hay nada en casa.

Se levantó y fue al cuarto de baño y orinó. A continuación tomó prestada la bata de Josefin y regresó a la habitación para descorrer las cortinas. Los rayos de sol le hirieron los ojos como clavos e hicieron que rápidamente corriera las cortinas. En cambio, abrió cuidadosamente una de las ventanas de par en par y colocó una maceta para que no se cerrara. El aire en el exterior era aún más cálido, pero no olía mal.

Se dirigió lentamente a la cocina, llenó una jarra de cerveza con agua del grifo y bebió con ansiedad. El reloj de la cocina marcaba las dos menos cinco. Esto hizo que Patricia se sintiera bien. No se le había pasado el día durmiendo, a pesar de haber trabajado hasta las cinco de la madrugada.

Dejó la jarra sobre el fregadero, entre un cartón de pizza vacío y tres tazas con bolsas de té pegadas. Jossie era una inútil limpiando. Patricia suspiró y recogió la cocina, tiró la basura, fregó y secó las encimeras como una autómata.

Se dirigía a la ducha cuando sonó el teléfono.

– ¿Está Jossie?

Era Joachim. Sin percatarse, Patricia se enderezó y se concentró en parecer despabilada.

– Me acabo de despertar, no lo sé. Quizá duerma.

– ¿La puedes despertar, por favor?

El tono era seco pero correcto.

-Enseguida [2], Joachim, espera un momento…

Se dirigió furtivamente por el pasillo hacia la habitación de Josefin y golpeó cuidadosamente sobre el revestimiento de la puerta. Al no recibir respuesta alguna, la entreabrió. La cama estaba igual de deshecha que ayer, antes de que Patricia se fuera a trabajar. Regresó rápidamente al teléfono.

– No, lo siento, ha salido.

– ¿Adónde? ¿Está con alguien?

Patricia rió nerviosa.

– Con nadie, por supuesto, o quizá contigo. Yo qué sé. Le toca hacer la compra…

– Pero ¿ha dormido en casa?

Patricia intentó que su voz sonara indignada.

– Sí, claro que sí. ¿Dónde iba a dormir?

– Eso digo yo, Pattan. ¿Tienes alguna propuesta?

Joachim colgó al mismo tiempo en que la rabia se apoderó de Patricia. Odiaba cuando él la llamaba de esa manera. Lo hacía para humillarla. A él no le gustaba ella. Creía que era un obstáculo entre él y Josefin.

Patricia se dirigió lentamente al dormitorio de Josefin y miró en su interior. La cama estaba exactamente igual que la noche anterior, la colcha en el suelo a la izquierda del lecho y el bañador rojo sobre la almohada.

Jossie no regresó a casa anoche.

La certeza la llenó de malestar.


El aire en el vestíbulo del periódico les golpeó como una toalla mojada y fría. La humedad resplandecía a través del suelo de mármol y hacía que el busto de bronce del fundador reluciera. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Annika y sintió que le castañeaban los dientes.

Al fondo, en la recepción acristalada, estaba Tore Brand, el bedel, enfadado.

– Vosotros sí que os lo pasáis bien -les voceó cuando el pequeño grupo cruzó camino del ascensor-. Podéis salir y calentaros de vez en cuando. Aquí dentro hace tanto frío que he tenido que coger el radiador del coche para no congelarme los pies.

Annika intentó sonreír pero no tenía fuerzas. Este año Tore Brand no había podido tomar las vacaciones antes de agosto, algo que encontraba injusto, rayano la vejación.

– Necesito ir al servicio -dijo Annika-. Subid vosotros.

Dio la vuelta a la garita de Tore Brand y percibió que éste fumaba de nuevo a escondidas. Después de dudar un instante eligió el baño de los discapacitados en lugar del de señoras. Deseaba estar en paz y no tener que apretarse en el lavabo entre mujeres sudorosas.

La voz quejumbrosa de Tore Brand la siguió hasta que cerró la puerta del baño con llave y se vio a sí misma reflejada en el espejo. Estaba realmente horrible. Tenía el rostro flameante y los ojos enrojecidos. Giró la palanca del grifo hacia la izquierda, se inclinó, se recogió el cabello y dejó que el agua fría le corriera por el cuello. Sintió la porcelana helada contra su frente. Un hilo de agua se deslizó por su espalda.

¿Por qué hago estas cosas?, pensó. ¿Por qué no estoy tumbada en la hierba en el Tallsjön leyendo Damernas Värld?

Pulsó el botón rojo del secador de manos, giró la tobera hacia arriba e intentó secarse las axilas. No dio resultado.


La mesa de Anne Snapphane estaba vacía cuando Annika subió a la redacción. Sobre ella había dos tazas con restos de café pegados al fondo, pero la Coca-Cola había desaparecido. Annika dedujo que Anne estaba trabajando en algo.

Berit, de pie, hablaba con Spiken en la mesa de redacción. Annika se desplomó sobre su silla y dejó que el bolso cayera al suelo. Se sentía mareada y cansada.

– Bueno, ¿qué has conseguido? -le gritó Spiken y la miró exhortativo.

Annika se apresuró a desenterrar su cuaderno y se dirigió hacia la mesa.

– Joven, desnuda, tetas de plástico -informó ella-. Mucho maquillaje. Había llorado. No tenía signos de descomposición, así que no podía llevar ahí mucho tiempo. Por lo que pude observar no había ropa en los alrededores.

Levantó la vista del cuaderno, Spiken asentía animoso.

– Vaya -dijo-. ¿Alguna vecina aterrorizada?

– Una madre del tipo «Pude ser yo» -dijo.

Spiken anotaba y movía la cabeza con un gesto de aprobación.

– ¿Se sabe quién es?

Annika apretó los labios y agitó negativamente la cabeza.

– No, que sepamos.

– Esperemos a que den el nombre durante la noche. ¿No viste nada más, algo que indicara dónde vivía o una cosa por el estilo?

– ¿Te refieres a si tenía la dirección tatuada en la frente? Lo siento…

Annika sonrió, Spiken respondió a la sonrisa.

– Okey. Berit, tú te encargas de la investigación policial, quién era la chica; y ponte en contacto con los familiares. Annika, escribe sobre la madre asustada y le echas un vistazo al otro asesinato.

– Creo que trabajaremos juntas un rato más -informó Berit-. Annika tiene información del escenario del crimen de la que yo carezco.

– Haced como queráis -respondió él-. Quiero un informe de todo lo que tengáis antes de la reunión de las seis.

Hizo girar su silla, cogió el teléfono y marcó un número. Berit recogió su cuaderno y se encaminó a su sitio.

– Yo tengo los recortes -dijo por encima del hombro-. Podemos verlos juntas.

Annika cogió una silla que había en la mesa contigua. Berit sacó un legajo de papeles amarillentos de un sobre titulado «Asesinato de Eva». Por lo visto, el crimen había tenido lugar antes de la informatización del periódico.

– Todo lo ocurrido hace más de diez años sólo se encuentra en el archivo de papel -indicó Berit.

Annika cogió una hoja doblada, el papel parecía frágil y rígido. Pasó la mirada por la página. La tipografía del titular resultaba desordenada y anticuada, la impresión era bastante mala. Una fotografía en blanco y negro a cuatro columnas mostraba el parque desde el lado norte.

– Me acuerdo bien -dijo Berit-. La chica subía las escaleras y a medio camino se encontró con alguien que bajaba. No llegó más lejos. El asesinato continúa sin resolver.

Se sentaron una a cada lado de la mesa de Berit y se concentraron en los viejos artículos. Annika notó que Berit había escrito muchos de ellos. Era cierto que el asesinato de la joven Eva recordaba bastante al de hoy.

Una cálida noche de verano hace cerca de doce años, Eva subió la empinada cuesta que era una prolongación de Inedalsgatan. La encontraron exactamente junto al escalón diecisiete, estrangulada y medio desnuda.

Se escribieron muchos y largos artículos tras los hechos, las fotografías eran grandes y se encontraban en la parte superior de las páginas. Había reseñas sobre la investigación criminal y los informes de la autopsia, entrevistas con vecinos y amigos y un artículo titulado «Dejadnos en paz», eran los padres de Eva que imploraban algo a alguien, se abrazaban compungidos y miraban a la cámara. Había manifestaciones contra la violencia sin sentido, la violencia contra las mujeres y la violencia juvenil, también un acto conmemorativo en la iglesia de Kungsholmen y fotos de una montaña de flores en el lugar del asesinato.

Es extraño que no me acuerde de nada de esto, pensó Annika. Ya era lo suficientemente mayor como para recordarlo.

Los artículos se volvían más cortos a medida que pasaba el tiempo. Las fotografías eran más pequeñas y aparecían cada vez más abajo. Había una noticia de tres años y medio después que informaba sobre un interrogatorio a una persona, pero que poco después fue puesta en libertad. Luego se hizo el silencio.

Pero ahora, de nuevo, Eva era noticia: doce años después de su muerte, los paralelismos eran claros.

– ¿Qué hacemos con esto? -preguntó Annika.

– Una corta reseña -respondió Berit-. De momento no podemos hacer mucho más. Escribimos lo que tenemos, tú encárgate de la madre y yo me encargo de Eva. Después de esto los inspectores ya estarán más informados, entonces podremos hacer algunas llamadas.

– ¿Es urgente? -inquirió Annika.

Berit sonrió.

– No especialmente -contestó-. El plazo límite son las cinco menos cuarto de la mañana. Pero estaría bien si estuvieran listas un poco antes y esto es un buen comienzo.

– ¿Qué harán con estos dos artículos en el periódico?

Berit se encogió de hombros.

– Quizá ni se publiquen, nunca se sabe. Depende de lo que ocurra en el mundo y de cuánto papel tengamos.

Annika asintió. El número total de páginas del periódico era determinante para que salieran o no los artículos, ocurría lo mismo en su lugar de trabajo habitual, el Katrineholms-Kuriren. A mitad de verano la dirección del periódico solía ahorrar papel, por un lado bajaba la publicación de anuncios durante julio y, por otro, no solía suceder nada especial. Siempre eran cuatro las páginas que aumentaban o disminuían, ya que las hojas se preparaban de cuatro en cuatro en las planchas de imprenta.

– Yo creo que esto saldrá en las primeras hojas del periódico -dijo Berit-. Primero la noticia sobre el asesinato, la investigación policial, luego una página sobre la chica, bueno, si conseguimos el nombre, por supuesto. A continuación habrá una reseña sobre el asesinato de Eva, tu madre asustada y al final, probablemente, un artículo sobre Estocolmo, una ciudad atemorizada. Imagino que haremos algo así.

Annika ojeó los recortes.

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí, Berit? -preguntó.

Berit suspiró y esbozó una sonrisa.

– Pronto hará veinticinco años. No era mucho mayor que tú cuando empecé.

– ¿Siempre fuiste reportera de sucesos? -inquirió Annika.

– No, no. Comencé escribiendo sobre animales y cocina. A principio de los ochenta fui reportera política, entonces se puso de moda dar este tipo de puestos a las mujeres. Luego trabajé un tiempo como corresponsal en el extranjero. Y ahora estoy aquí.

– ¿Dónde te has sentido mejor? -preguntó Annika.

– Lo más divertido es escribir, buscar datos y avanzar. Me encanta trabajar en la redacción de sucesos. Puedo regir mi destino, investigo generalmente por mi cuenta. ¿Me puedes dar estos artículos? Gracias.

Annika se levantó y se dirigió a su sitio. Anne Snapphane no había regresado. Cuando ella no estaba el lugar parecía silencioso y triste.

El Mac de Annika se había desconectado por la función de ahorro de energía y le sobresaltó su tono agudo cuando se puso de nuevo en marcha. Escribió rápidamente lo que Daniella Hermansson le había contado, el preámbulo, el texto principal y el pie de foto. A continuación envió el artículo al almacén de la redacción, al que llamaban «la lata». ¡Muy bien! ¡Esto ha quedado muy bien!

Se disponía a ir a buscar un café cuando sonó el teléfono. Era Anne Snapphane.

– Estoy en el aeropuerto de Visby -gritó-. ¿Ha habido algún asesinato en Kronis?

– Ya lo creo -respondió Annika-. Desnuda y estrangulada. ¿Qué haces en Gotland?

– Incendio forestal -contestó Anne-. Toda la isla arde como una tea.

– ¿Toda? -repitió Annika y sonrió-. ¿O casi toda?

– No entremos en detalles -dijo Anne-. No regresaré hasta mañana como muy pronto. ¿Le puedes dar de comer a los gatos?

– ¿Todavía no te has deshecho de ellos? -respondió Annika enfadada.

– ¿Quieres que me lleve dos gatitos a doscientos kilómetros de distancia con este calor? ¡Esto es maltrato a los animales! ¿Puedes cambiarles la arena?

– Claro, claro…

Colgaron.

¿Por qué no sé decir que no?, pensó Annika y suspiró. Se fue a buscar un café y también compró una Ramlösa en la cafetería; con la lata de aluminio en una mano y la taza de café en la otra se dio una vuelta intranquila por la redacción. El aire acondicionado llegaba con dificultad a este piso alto, hacía apenas más frío que en el exterior. Spiken estaba sentado al teléfono, como de costumbre, bajo sus axilas crecían dos manchas de sudor. Bertil Strand se encontraba a lo lejos junto a la mesa de la redacción gráfica, y hablaba con Pelle Oscarsson, redactor jefe de fotografía. Se acercó a ellos.

– ¿Son éstas las fotografías de Kronobergsparken?

Pelle Oscarsson hizo doble clic en uno de los iconos de su gran pantalla. El espeso follaje del parque llenó toda la superficie. La fuerte luz solar lanceaba la escena. Las lápidas de granito afloraban entre los barrotes forjados. En el centro de la fotografía se vislumbraba una pierna de mujer, desde la cadera hasta el pie.

– Es muy buena, y bastante dura -dijo Annika espontáneamente.

Annika retrocedió cuando los ojos turbios de la mujer encontraron los suyos.

– Éstas fueron las primeras fotos -explicó Bertil Strand-. Fue una suerte que pudiera cambiar de ángulo, ¿no te parece?

Annika tragó saliva.

– ¿Daniella Hermansson? -preguntó.

Foto-Pelle hizo clic en un tercer icono. Una nerviosa Daniella con Skruttis en brazos miraba aterrorizada hacia el parque.

– Buenísima -dijo Annika.

– «Pude ser yo» -dijo Foto-Pelle.

– ¿Cómo sabes que fue justo eso lo que dijo? -preguntó Annika sorprendida.

– Siempre dicen lo mismo en nuestros pies de foto -respondió Pelle y suspiró.

Annika prosiguió su paseo.

Todas las puertas de la zona de dirección estaban cerradas. Hoy no había visto al director. Ahora que pensaba en ello, apenas había estado visible durante toda la semana. Los maquetadores aún no habían llegado, estos hombres que se encargaban de realizar el diseño del periódico solían entrar después de la siete de la tarde, quemados por el sol y amodorrados después de pasar toda la tarde en Rålambshovsparken. Solían comenzar la noche tomándose un litro de café cada uno, después discutían durante un rato sobre los errores que según ellos se habían cometido en el periódico del día, y luego se ponían a trabajar. Jugaban con los titulares, acortaban textos y tecleaban en sus Macs hasta que el periódico se imprimía a las seis de la mañana. Annika les tenía un poco de miedo. Eran vocingleros y bastante groseros, algo cínicos y con tendencia a generalizar, pero sus conocimientos y profesionalidad eran asombrosos. Muchos vivían para el periódico, trabajaban cuatro noches y libraban otras cuatro, un año tras otro. El horario se repetía durante Navidades, Pascua y midsommar, cuatro días de trabajo, cuatro libres. Annika no comprendía cómo aguantaban.

Se encaminó hacia la desierta redacción de deportes. En una esquina había una televisión que transmitía Eurosport. Se detuvo junto a los grandes ventanales del fondo, le dio la espalda a la redacción y miró enfrente hacia el edificio de aparcamiento. Parecía como si el cemento humeara. Al situarse pegada al ventanal y mirar hacia la izquierda vislumbró la embajada rusa. Apoyó la frente contra el cristal y se sorprendió de lo frío que estaba. El sudor dejó una mancha pringosa en la ventana, intentó limpiarla con la mano. Se bebió los últimos restos del agua mineral. Sabía a lata. Regresó paseando lentamente por la redacción y, poco a poco, la embargó una intensa sensación de felicidad.

Estaba allí. Podía formar parte de todo aquello. Era una de ellos.

Todo saldrá bien, pensó. Conseguiré quedarme.


Ya eran algo más de las tres. Era hora de llamar a la policía. Al regresar a su sitio pasó por la cocina y rellenó la lata de Ramlösa con agua del grifo.

– Aún no sabemos gran cosa -dijo el comisario de turno en tono enfadado-. Llama al portavoz de prensa.

El portavoz de prensa de la policía no podía decir nada.

El centro coordinador de emergencias confirmó que se habían enviado unos coches a Kronobergsparken, pero eso ya lo sabía ella. La volvieron a informar de que recibieron la alarma de un particular a las 12.48. El informante drogata de la dirección care of no tenía ningún número de teléfono.

Annika exhaló un suspiro. Cogió su cuaderno y lo hojeó: la vista se detuvo en el indicativo del coche del agente de la camisa hawaiana. Pensó durante algunos segundos, luego volvió a llamar al centro coordinador de emergencias. La informaron de que el coche pertenecía a la comisaría de Norrmalm. Les telefoneó.

– Hoy lo hemos prestado -dijo el jefe de servicio después de controlar su lista.

– ¿A quién? -indagó Annika y sintió que su pulso aumentaba.

– A la criminal. Ellos no tienen coches propios. Hoy ha habido un asesinato en Kungsholmen, ¿sabes?

– Sí, lo he oído. ¿Tienes más datos?

– El caso no es nuestro, Kungsholmen pertenece a Söder. Pero seguro que la brigada criminal se encarga de esto.

– El policía que utilizó el coche tenía el pelo rubio corto y una camisa hawaiana. ¿Lo conoces?

El jefe de servicio se rió.

– Seguramente era Q -respondió.

– ¿Q? -repitió Annika.

– Así le llaman, comisario de la criminal. Ahora tengo otra llamada…

Annika dio las gracias, colgó y marcó de nuevo el número de la centralita.

– Busco a Q de la criminal -dijo ella.

– ¿Quién? -repuso la telefonista sorprendida.

– Un comisario llamado Q que trabaja en la brigada criminal.

Oyó resollar a la telefonista. Probablemente allí hacía el mismo calor que aquí.

– Un momento…

Sonaron las señales. Annika iba a colgar cuando respondió una voz:

– Hola, ¿es la brigada criminal? -preguntó.

De nuevo un suspiro.

– Sí, es la brigada criminal ¿Qué desea?

– Busco a Q -dijo Annika.

– Soy yo.

¡Bingo!

– Solo quería disculparme -explicó Annika-. Me llamo Annika Bengtzon, fui yo quien chocó contigo hoy, arriba en Kronobergsparken.

El hombre resopló al otro lado del auricular. Algo rechinaba de fondo, sonaba como si se sentara en una silla.

– ¿De qué periódico llamas?

– Kvällspressen. Trabajo como becaria estival. En realidad no sé cómo actuáis en estos casos, cómo funcionan los contactos con la prensa. En Katrineholm siempre llamo a Johansson de la brigada tres, él lo sabe todo.

– Aquí en Estocolmo se llama al portavoz de prensa -replicó Q.

– Pero ¿eres tú el responsable? -aventuró Annika.

– Sí, por el momento. ¡Yes!

– ¿Y por qué no un fiscal? -se apresuró a preguntar.

– No hay razón por ahora.

– Así que no tenéis ningún sospechoso -constató Annika.

El hombre del auricular no respondió.

– No eres tan tonta como quieres aparentar -dijo a continuación-. ¿Adónde quieres llegar?

– ¿Quién era ella?

Él suspiró de nuevo.

– Escucha, ya te he dicho que hables con…

– Él dice que no sabe nada.

– ¡Te tendrás que conformar con eso de momento!

Q comenzaba a enfadarse.

– Lo siento -dijo Annika-. No era mi intención presionarte.

– Pues lo estás haciendo. Ahora tengo muchas cosas…

– Tenía pechos de silicona -soltó Annika-. Estaba muy maquillada y lloró antes de morir. ¿Sabéis por qué?

Al otro lado del auricular, el hombre esperó en silencio. Annika contuvo la respiración.

– ¿Cómo sabes eso? -preguntó, y Annika oyó que estaba sorprendido.

– Digámoslo así: no llevaba mucho tiempo tirada. Se le había corrido el maquillaje, tenía carmín en las mejillas. Ahora está en el depósito de cadáveres de Solna, ¿verdad? ¿Cuándo informaréis de lo que sabéis?

– No sabía lo de los pechos de silicona -dijo él.

– Los pechos normales caen un poco hacia los lados cuando una está tumbada, las tetas de plástico permanecen rígidas. No es una operación corriente entre las chicas jóvenes. ¿Era una prostituta?

– No, en absoluto -respondió el policía y Annika oyó cómo se mordía la lengua.

– ¡Así que sabéis quién es! ¿Cuándo daréis el nombre?

– Aún no estamos seguros. No está identificada.

– Pero ¿lo estará dentro de poco? ¿Y qué fue lo que la mordisqueó?

– No tengo más tiempo. Adiós.

El comisario Q colgó y, cuando el tono de la línea regresó al auricular, Annika se dio cuenta que aún no sabía cómo se llamaba.


El ministro cambió a cuarta y aceleró en el túnel de Karlberg. El calor dentro del coche era agobiante, se inclinó hacia delante y palpó el aire acondicionado. El aire acondicionado se puso en marcha con un clic y un suave zumbido. Suspiró. La carretera parecía interminable.

Por lo menos refrescará por la noche, pensó.

Se incorporó al cinturón Norte y tomó el túnel para subir a la E4. Los distintos ruidos del automóvil resonaban en la cabina, se agrandaban, rebotaban contra las ventanillas: el roce de las ruedas contra el asfalto, el zumbido del aire acondicionado, el silbido de una junta que no calzaba del todo. Puso la radio para no oírlos. El griterío de P3 llenó el vehículo. Miró el reloj digital del salpicadero: 17.53. Dentro de poco comenzaría Studio sex, un programa de actualidad con debates y análisis.

Un me pregunto si saldré voló por su mente.

Claro que no, pensó a continuación. ¿Cómo iba a poder salir? No me han entrevistado.

Se colocó en el carril de la izquierda y adelantó a dos autocaravanas francesas. Pasó Haga norte volando y comprendió que conducía demasiado rápido. Sólo faltaría que le detuvieran, pensó y cambió de carril. Las autocaravanas llenaron el espejo retrovisor e hicieron sonar el claxon en protesta por su frenazo.

Dieron las seis y subió el volumen para escuchar la retransmisión del Eko. El presidente de los Estados Unidos estaba preocupado debido a la evolución del proceso de paz en Oriente Próximo. Había invitado a las partes a mantener nuevas conversaciones en Washington la semana entrante. No se sabía si el representante palestino aceptaría la invitación. El ministro escuchó con atención, esto podía tener consecuencias en su propio trabajo.

A continuación conectaron en directo desde Gotland, donde un incendio forestal arrasaba la isla. En la costa este peligraban grandes superficies de terreno. El reportero entrevistaba a un campesino preocupado. El ministro sintió que su atención se dividía. Pasó la salida de Sollentuna, no se dio cuenta que ya había pasado Järva krog.

Eko abandonó Gotland y regresó al reportero del estudio y a unos teletipos. Proseguía la negociación en el espinoso conflicto de los controladores aéreos, el sindicato daría una respuesta a la propuesta de los mediadores a las 19.00. Se había encontrado a una joven muerta en Kronobergsparken, en el centro de Estocolmo. El ministro prestó atención y subió el volumen. La policía guardaba silencio sobre la causa de la muerte, pero había indicios de que la mujer había sido asesinada.

Luego presentaron un especial con el anterior secretario general del partido, que había escrito un artículo de debate sobre el antiguo escándalo IB en uno de los periódicos de la mañana. El ministro se irritó. Viejo de mierda. ¿Por qué no tendría la boca cerrada en medio de la campaña electoral?

– Lo hicimos por la democracia -dijo el viejo secretario general por el altavoz-. Sin nosotros la puerta al paraíso marxista-leninista hubiera estado abierta de par en par.

A continuación siguió el pronóstico del tiempo. El anticiclón se mantendría sobre Escandinavia los próximos cinco días. El nivel de los acuíferos estaba muy por debajo de lo normal y el riesgo de incendio en el bosque era muy elevado. Continuaba la prohibición de encender fuego en todo el país. El ministro suspiró.

El reportero del estudio finalizó la transmisión al mismo tiempo que el motel de Rotebro quedaba atrás y se vislumbraba un gran centro comercial a la derecha. El ministro esperó la estruendosa guitarra eléctrica que era la sintonía del programa de actualidad Studio sex, pero para su sorpresa no sonó. En cambio, anunciaron un programa presentado por jóvenes histéricos y vocingleros. Joder, era sábado. Studio sex emitía de lunes a viernes. Apagó irritado la radio del coche. En ese mismo instante sonó su teléfono móvil. A juzgar por la señal, éste yacía en el fondo de una bolsa que había en el asiento trasero. Blasfemó en voz alta y lanzó el brazo derecho hacia atrás. Mientras el coche hacía eses sobre la línea de la carretera empujó la bolsa al suelo y alcanzó su neceser de viaje. Un Mercedes plateado último modelo hizo sonar el claxon enfurecido al adelantarlo.

– Capitalista de mierda -murmuró el ministro.

Vació la bolsita sobre el asiento del copiloto y cogió el teléfono.

– ¿Sí? -respondió.

– Hola, soy Karina.

Era su secretaria de prensa.

– ¿Dónde estás? -preguntó ella.

– ¿Qué quieres? -contraatacó él.

– Svenska Dagbladet pregunta si la nueva crisis en Oriente Próximo pone en peligro la entrega de aviones Jas a Israel.

– Ésa es una pregunta peliaguda -respondió el ministro-. No hay ningún contrato de entrega de aviones Jas a Israel.

– La pregunta no tiene nada que ver con eso -dijo la secretaria de prensa-. La pregunta es si las negociaciones están en peligro.

– El gobierno no comenta presuntas negociaciones de presuntos compradores de material bélico o de aviones de guerra suecos. Las negociaciones suelen tener lugar generalmente con distintos interesados y no suelen conducir a grandes compras. En este caso no hay riesgo de que las entregas peligren, ya que no van a tener lugar, por lo menos que yo sepa.

La secretaria de prensa anotó en silencio.

– Okey -dijo luego-. A ver si he entendido bien: «La respuesta es no. Ninguna entrega está en peligro, ya que no hay firmado ningún contrato».

El ministro se pasó la mano por su frente cansada.

– No, no, Karina -contestó-. Yo no he dicho eso. No respondí que no a la pregunta. Esta queda sin respuesta. Al no haber ninguna entrega planeada, ninguna entrega puede estar en peligro. Un no a la pregunta significaría que la entrega se va a realizar.

Karina respiró silenciosamente en el auricular.

– Quizá deberías hablar tú mismo con el reportero -dijo ella.

¡Joder, tenía que echar a esta mujer de mierda! ¡Era una completa inútil!

– No, Karina -respondió-. Tu trabajo consiste en formular esto de forma que mi intención quede clara y la cita sea correcta. ¿Por qué crees que te pagamos un sueldo de cuarenta mil coronas al mes?

Cortó la conversación antes de que ella pudiera responder. Para estar seguro apagó el teléfono y lo lanzó dentro de la bolsa.

El silencio se hizo compacto. Lentamente, el sonido del capó empezó a retumbar en el compartimiento del coche, el silbido de las juntas, el zumbido del aire acondicionado. Irritado, se desabrochó los dos botones superiores de la camisa y volvió a encender la radio. No aguantó las bromas telefónicas de P3, así que eligió al voleo otra emisora preprogramada y salió Radio Rix. Una vieja canción surgió del altavoz, la reconoció de su juventud. Tenía un recuerdo asociado a esta melodía, pero no logró evocarlo. Alguna chica, seguramente. Resistió la tentación de apagar la radio de nuevo. Cualquier cosa era mejor que el ruido del coche.

Sería una noche larga.


El equipo de maquetadores apareció justo antes de las siete con su bullicio habitual. Su jefe, Jansson, se había detenido enfrente de Spiken, junto a su mesa. Annika y Berit habían comido fricasé en la cantina del personal, conocida como Siete Ratas.

La combinación entre la difícil digestión y la risa de los hombres le produjo dolor de estómago. No había adelantado nada. No conseguía localizar al drogata de la información. El portavoz de la policía era un dechado de amabilidad y paciencia, pero no sabía nada. Había hablado con él tres veces durante la tarde. No sabía quién era la mujer, cuándo o cómo murió ni cuándo tendría alguna novedad. Esto puso nerviosa a Annika y seguramente contribuyó a su cólico.

Tenía que conseguir un retrato de la mujer para la cartelera, de lo contrario no habría titular posible.

– Tranquilízate -le dijo Berit-. Ya verás cómo nos da tiempo. Si no, mañana será otro día. Si nosotras no conseguimos el nombre tampoco lo harán otros.

El Rapport de las siete y media de la tarde comenzó su retransmisión con la crisis de Oriente Próximo y la apelación del presidente de Estados Unidos a reanudar las conversaciones. El reportaje duró media eternidad y contenía preguntas de la redacción en directo al corresponsal en Washington. Largas parrafadas de sueco administrativo entreveradas con imágenes de archivo de la Intifada.

A continuación siguió el incendio forestal en Gotland, exactamente la misma noticia que Eko había transmitido. Las imágenes aéreas eran verdaderamente imponentes. Primero entrevistaban al responsable de la operación, un jefe de bomberos de Visby. Luego salieron unas imágenes de una rueda de prensa improvisada, Annika sonrió al ver a Anne Snapphane apretujada en primera línea con su grabadora al viento. Por último, apareció un campesino preocupado, a Annika le pareció reconocer la voz del Eko.

Después del incendio, el bloque de noticias decayó. Presentaron un asunto irrelevante sobre el porqué la campaña electoral arrancaba antes de tiempo. Annika creía que ya lo había hecho hacía más de medio año. El primer ministro socialdemócrata se paseaba de la mano de su nueva esposa por la plaza de su ciudad natal en Sörmland, Annika sonrió de nuevo al vislumbrar el cartel de su antiguo lugar de trabajo en segundo plano. El primer ministro comentó brevemente el artículo del anterior secretario general sobre la trama IB.

– Ésta es una cuestión con la que no queremos cargar al próximo siglo -dijo cansado-. Investigaremos hasta las últimas consecuencias. Si es necesario crear una comisión parlamentaria así se hará.

A continuación apareció el material que se había preparado con anterioridad. El corresponsal de Sveriges Television en Rusia, un muchacho increíblemente hábil, había estado en el Cáucaso y describía el largo, sangriento y duradero conflicto en una de las antiguas repúblicas soviéticas. Lo bueno de la sequía de noticias veraniega, pensó Annika, es que se pueden ver cantidad de cosas que nunca se verían en las retransmisiones de los noticieros habituales.

Entrevistaba al anciano presidente de la república caucasiana. El reportero se asombró al oírle hablar en sueco.

– Estuve vinculado a la embajada soviética en Estocolmo entre los años 1970 y 1973 -señaló con fuerte acento.

– Increíble -dijo Annika, sorprendida.

El presidente estaba muy preocupado. Los rusos abastecían a los rebeldes con armas y munición, mientras que su gobierno sufría el embargo internacional de armamento decretado por la ONU contra su país. Había sido víctima de una serie de atentados y además estaba enfermo del corazón.

– Mi país sufre -dijo en sueco y miró fijamente a la cámara-. Los niños mueren. Esto es una injusticia.

Dios mío, qué mal lo pasaba la gente, pensó Annika y se fue a buscar una taza de café. Cuando regresó había comenzado una serie de noticias cortas nacionales. Un accidente de coche en Enköping. Una joven había sido hallada muerta en Kronobergsparken en Estocolmo. Se había evitado la huelga de controladores aéreos después de que el sindicato hubiera aceptado la propuesta final de los mediadores. Los teletipos se leían de corrido, como cortos resúmenes anónimos de sumarios. Al parecer, algún cámara de TV se había acercado a Kungsholmen, ya que mostraron por unos segundos el acordonamiento de plástico azul y blanco agitándose al viento entre el mucho follaje. No había más.

Annika respiró. Esto no sería fácil.


Patricia tenía frío. Colocó los pies sobre el asiento y se abrazó a sus piernas. El aire acondicionado se esparcía por el suelo del coche y arrastraba humos y polen. Estornudó.

– ¿Te estás resfriando? -preguntó el hombre del asiento delantero. Era bastante atractivo, pero llevaba una camisa de lo más vulgar. Le faltaba clase. Pero era un hombre maduro, como a ella le gustaban, no eran tan impulsivos.

– No -contestó enfadada-. Soy alérgica.

– Llegaremos dentro de poco -informó el agente.

Junto a él, en el asiento del conductor, había una auténtica bitch, una de esas mujeres policía que tienen que ser mucho más agresivas que los hombres para que las respeten. Había saludado fríamente a Patricia y luego la había ignorado por completo.

Me desprecia, pensó Patricia. Se cree mejor que yo.

La bitch había conducido bajando por Karlbergsvägen y había cruzado Norra Stationsgatan. En realidad sólo los autobuses y los taxis podían hacer eso, pero al parecer a la bitch no le importaba. Siguieron por debajo de Essingeleden y llegaron a la zona del instituto Karolinska por la parte trasera. Los edificios de ladrillo rojo de diferentes épocas se sucedían unos a otros, una tranquila ciudad dentro de la ciudad. No se veía ni un alma, era sábado por la noche. Pasaron el laboratorio Scheele a la derecha, la escuela de Tomteboda se elevaba a la izquierda como un palacio ambarino. La bitch giró a la derecha y detuvo el coche en un pequeño aparcamiento. El hombre de la camisa chillona descendió y abrió la puerta del lado de ella.

– Es a prueba de ladrones -anunció él.

Patricia no se podía mover. Estaba sentada con las piernas sobre el asiento, la barbilla apoyada en las rodillas, le rechinaban los dientes.

No puede ser verdad, pensó ella. Una mala señal tras otra. Pensamientos positivos, pensamientos positivos…

El aire se había vuelto tan espeso que no podía penetrar en sus pulmones. Se detenía en algún lugar debajo de su garganta, crecía, se espesaba, la ahogaba.

– No voy a poder hacerlo -dijo-. ¿Y si no es ella?

– Pronto lo sabremos -respondió el hombre-. Comprendo que todo esto te resulte difícil. Vamos, deja que te ayude a salir del coche. ¿Quieres beber algo?

Negó con la cabeza pero sujetó la mano que él le tendía. Se paró sobre el asfalto con piernas temblorosas. La bitch había comenzado a caminar por el sendero, el suelo crujía bajo sus gruesos zapatos.

– Me siento mal -dijo Patricia.

– Toma, coge un chicle -ofreció el hombre.

Sin responder alargó la mano y cogió uno del paquete de Stimorol.

– Es por aquí abajo -indicó él.

Pasaron un letrero con una flecha roja y el texto «95:7 Instituto Anatómico Forense, depósito de cadáveres».

Patricia mascaba con fuerza. Pasaron entre unos árboles, un tilo y un arce. Un ligero viento susurraba entre las hojas, quizá por fin aflojaría el calor.

Lo primero que percibió fue la larga marquesina, que sobresalía de un edificio parecido a un bunker con una visera de grandes dimensiones. El material consistía en el eterno ladrillo rojo; la puerta, de hierro gris oscuro, era compacta y pesada.

Depósito de cadáveres de Estocolmo leyó en versales doradas bajo la marquesina, y más abajo: «Entrada para familiares. Indicar capilla mortuoria».

El intercomunicador de la entrada tenía los bordes de plástico. El agente pulsó un botón cromado, respondió un hilo de voz y el hombre dijo algo. Patricia dio la espalda a la puerta y miró hacia el estacionamiento. Sentía que el suelo se movía ligeramente, una marejada en un mar inmenso. El sol había desaparecido detrás de la escuela de Tomteboda, bajo la marquesina el día casi había finalizado. Enfrente estaba la Escuela Superior de Salud, ladrillo rojo, años 60. El aire se volvió pesado, el chicle creció en su boca. Un pájaro cantó en algún arbusto y el sonido le llegó como a través de un filtro. Oyó masticar a sus propias mandíbulas.

– Bienvenidos.

El hombre posó la mano en su brazo y ella se vio forzada a darse la vuelta. La puerta se había abierto. En la entrada había otro hombre que le sonrió discretamente.

– Por aquí, pasen -dijo.

La bola en la garganta le subió hasta la parte posterior de la lengua, tragó con fuerza.

– Tengo que tirar el chicle -anunció ella.

– Aquí hay un cuarto de baño -informó él.

La bitch y el policía de la camisa la esperaron y dejaron que entrara primero. La habitación era pequeña. Recordaba a la sala de espera de los dentistas estatales: pequeño sofá gris a la izquierda, mesa baja de abedul, cuatro sillas de cromo tapizadas con una tela azul rayada y en la pared un cuadro abstracto con tres franjas: gris, marrón y azul. Un espejo a la derecha. Al fondo, el guardarropa, un cuarto de baño. Se dirigió hacia allí con la desagradable sensación de no tocar el suelo.

¿Estás aquí, Josefin?

¿Puedes sentir mi espíritu?

Una vez dentro del cuarto de baño cerró la puerta y tiró el chicle a la papelera. El cesto de mimbre estaba vacío, el chicle se pegó en el plástico justo debajo del borde. Intentó empujarlo un poco hacia abajo, se pringó el dedo. No había vasitos de plástico así que tuvo que beber directamente del grifo. Esto es un depósito de cadáveres, seguro que cuidan la higiene, pensó.

Respiró hondo por la nariz unas cuantas veces y salió. La esperaban. Estaban junto a otra puerta, entre el espejo y la salida.

– Te quiero prevenir de que esto puede resultar difícil -dijo el hombre-. No se ha lavado a la chica, está tal como la encontraron, hasta en la misma posición.

Patricia tragó saliva de nuevo.

– ¿Cómo murió? -indagó.

– Esta chica fue estrangulada. La encontramos hoy en Kronobergsparken en Kungsholmen, justo después del almuerzo.

Patricia se llevó la mano a la boca, sus ojos se abrieron de par en par y se le llenaron de lágrimas.

– Nosotras solemos atajar por el parque cuando regresamos a casa después de trabajar -murmuró ella.

– No es seguro que sea tu amiga -dijo el hombre-. Quiero que te tranquilices y la mires detenidamente. No se encuentra en mal estado.

– ¿Tiene… sangre?

– No, en absoluto. Está enterita. El cuerpo ha comenzado a secarse, por eso el rostro puede parecer algo chupado. La piel y los labios están descoloridos, pero no está mal. No es muy desagradable.

La voz del hombre era queda y tranquila. La cogió de la mano.

– ¿Estás preparada?

Patricia asintió. La bitch abrió la puerta. Un soplo de aire frío salió de dentro de la habitación. Ella aspiró su humedad y esperó el hedor a cadáver y a muerte. No le llegó ninguno. El aire era saludable y limpio. Caminó con pasos metódicos por el suelo de piedra, brillante, marrón oscuro. Las paredes eran blancas como la tiza, de piedra irregular. Al fondo, los dos radiadores eléctricos estaban encendidos. Levantó la vista, en el techo había una cúpula. Doce bombillas propalaban un brillo sordo por la habitación, que recordaba una capilla. Aunque los dos altos ciriales de madera no estaban encendidos, Patricia pudo percibir el olor a cera. En medio estaba la camilla del depósito.

– No quiero -dijo ella.

– No tienes por qué hacerlo -apuntó el hombre-. Podemos traer a sus padres, o a su novio. El problema es que perderemos tiempo, la ventaja que nos lleva el asesino aumenta. Quien haya hecho esto no se saldrá con la suya.

Ella tragó saliva. Detrás de la camilla colgaba un gran cuadro de tela azul, que cubría toda la puerta trasera. Miró fijamente el azul, intentó vislumbrar una esperanza.

– Entonces, lo haré -dijo ella.

El hombre, que todavía la sujetaba de la mano, tiró de ella lentamente hacia la camilla. El cadáver yacía debajo de la sábana. Tenía las manos por encima de la cabeza.

– Ahora Anja destapará su cara. Yo me quedaré a tu lado.

Anja era la bitch.

Vio de refilón cómo retiraba la tela blanca, sintió una ligera corriente. Apartó la vista de lo azul y la posó sobre la camilla.

Es cierto, pensó. Está bien. Está muerta, pero no es desagradable. Parece sorprendida, como si no comprendiera del todo qué pasaba.

– Jossie -murmuró Patricia.

– ¿Es tu amiga? -preguntó el hombre.

Asintió. Los ojos arrasados en lágrimas, no hizo nada por contenerlas. Alargó la mano para acariciar el cabello de Josefin pero se contuvo.

– Jossie, ¿qué te han hecho?

– ¿Estás completamente segura?

Cerró los ojos y asintió.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó ella.

Se llevó la mano a la boca y apretó aún más los ojos.

– ¿Entonces estás ciento por ciento segura de que ésta es Josefin Liljeberg, tu compañera de piso?

Patricia lo confirmó y se dio la vuelta, lejos de Jossie, lejos de la muerte, lejos de lo azul que levitaba tras la camilla.

– Quiero irme de aquí -dijo con un hilo de voz-. Sácame de aquí.

El policía le pasó el brazo por los hombros, la atrajo hacia sí y le acarició el cabello. Ella lloraba desconsoladamente, le mojó la camisa tropical.

– Nos gustaría registrar detenidamente vuestro piso -dijo-. Sería mejor si tú estuvieras presente.

Patricia se secó los mocos con el dorso de la mano e hizo un gesto negativo.

– Tengo que trabajar -anunció-. Cuando Jossie no está tengo que trabajar el doble. Seguro que ya me echan de menos.

El policía la miró detenidamente.

– ¿Seguro que puedes?

Ella asintió.

– Okey -dijo él-. Entonces nos vamos.


El comunicado salió del fax a las 21.12. Pero como el departamento de prensa de la policía de Estocolmo siempre enviaba sus comunicados a la secretaria de redacción Eva-Britt Qvist, que no trabajaba los fines de semana, nadie lo vio. Berit se percató de la información a las 21.45, cuando TT envió un escueto teletipo.

– Conferencia de prensa en la comisaría central a las 22:00 -le gritó a Annika y se apresuró hacia la sala de fotógrafos.

Annika metió el cuaderno y el bolígrafo en su bolso y se encaminó hacia la salida. La excitación bullía en su estómago, ahora lo sabría. La inseguridad la hizo sentirse nerviosa, nunca antes había estado en una conferencia de prensa con la policía de Estocolmo.

– Tenemos que cambiar el fax de la oficina de Eva-Britt -dijo Berit en el ascensor.

Se metieron en el Saab de Bertil Strand, exactamente igual como lo hicieron la vez anterior. Annika estaba de nuevo en el asiento trasero, en el mismo lugar. Cerró la puerta suave y cuidadosamente. Cuando el fotógrafo aceleró hacia Västerbro se percató de que no la había cerrado correctamente. Rápidamente presionó el cierre, sujetó el tirador de la puerta y confió en que el conductor no notara nada.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Bertil Strand.

– A Kungsholmsgatan, por la entrada de Falck -respondió Berit.

– ¿Qué crees que dirán? -inquirió Annika.

– Seguramente la habrán identificado y se lo habrán notificado a sus familiares -contestó Berit.

– Sí, bueno. Pero ¿por qué organizar una rueda de prensa?

– No tendrán ninguna pista -dijo Berit-. Necesitan la máxima atención de todos los medios de comunicación. Tienen que despertar al detective que la gente lleva dentro mientras el cadáver aún esté caliente, y nosotros somos el despertador.

Annika carraspeó. Cambió de mano para sujetar el tirador de la puerta y miró por la ventanilla. Los letreros de neón de Fridhemsplan brillaban pálidamente bajo la oblicua luz nocturna.

– Deberíamos estar en una terraza con una copa de vino -dijo Bertil Strand.

La frase quedó en el aire.

Pasaron el parque, Annika vio cómo la cinta del acordonamiento se agitaba al viento. El fotógrafo bordeó el follaje y subió hacia la entrada de Falck en lo alto de Kungsholmsgatan.

– Es una ironía -dijo Berit-. La mayor concentración de policías de Escandinavia se encuentra a sólo doscientos metros del lugar del crimen.

El complejo de metal marrón de la Brigada Criminal del Reino se alzaba a la derecha de Annika. Volvió la cabeza y miró hacia el parque a través del cristal trasero del coche. El montículo verdoso lo llenaba por completo. De pronto se sintió desfallecer, oprimida entre el edificio de chapa y el follaje oscuro. Rebuscó en su bolso y encontró un paquete de caramelos ingleses de menta. Apresuradamente, se metió dos en la boca.

– Tenemos el tiempo justo -anunció Berit.

Bertil Strand aparcó demasiado cerca del cruce, Annika se apresuró a bajar. Tenía la mano algo rígida después de haber sujetado la puerta durante todo el trayecto.

– Estás un poco pálida -dijo Berit-. ¿Te encuentras bien?

– Sí -respondió Annika. Se colgó el bolso del hombro y se encaminó hacia la entrada, masticaba frenéticamente los caramelos de menta. Había un guardia de seguridad de la empresa Falcon Security en la entrada. Mostraron sus carnés de prensa y entraron en un estrecho local ocupado en su mayor parte por fotocopiadoras. Annika miró con curiosidad a su alrededor. Tanto a derecha como a izquierda se extendían largos pasillos.

– En realidad éste es el departamento de identificación y huellas dactilares -susurró Berit.

– Sigan recto -ordenó el guardia de Falck.

Delante de ellos, en la puerta de cristal se leía «Brigada Criminal del Reino» con letras azules e invertidas. Berit tiró de ella. Entraron en otro pasillo con paredes de chapa color crema. Una decena de metros más adelante se encontraba la sala de la rueda de prensa. Bertil Strand resopló.

– Éste es el sitio más aburrido de toda Suecia para fotografiar -comentó-. No se puede disparar el flash al techo. Es marrón oscuro.

– ¿Ésta es la razón de que el portavoz siempre tenga los ojos rojos? -dijo Annika esbozando una sonrisa.

El fotógrafo asintió.

La sala era bastante grande, una moqueta naranja cubría el suelo, los sillones eran marrón y beige, y había elementos textiles en azul y marrón. En primera fila se había formado un pequeño grupo de periodistas. Estaban Arne Påhlson y un reportero más del Konkurrenten, charlando con el portavoz de la policía. No se encontraba, en cambio, el comisario de la camisa hawaiana. Annika se asombró al ver que el Eko había acudido, al igual que el Fina Morgontidningen que compartía edificio con el Kvällspressen.

– ¿Sabes una cosa? Los asesinatos se vuelven inmediatamente algo más serios cuando hay una rueda de prensa -murmuró Berit.

En la sala hacía mucho calor, Annika volvió a sudar por todos los poros. Ya que no había comparecido ningún canal de televisión, se sentaron en la parte de delante -por lo general las filas delanteras estaban siempre ocupadas por los cables y las cámaras de televisión-. La gente del Konkurrenten se sentó junto a ellos, Bertil Strand preparó sus cámaras. El portavoz de prensa carraspeó.

– Bueno, bienvenidos -comenzó, y se subió a la tarima que estaba al fondo de la sala. Bordeó el atril y se dejó caer pesadamente detrás de la mesa de conferencias, toqueteó unos papeles y golpeó el micrófono que tenía delante.

– Bueno, os hemos reunido aquí esta noche para informaros sobre la muerte ocurrida esta mañana a la hora del almuerzo en el centro de Estocolmo -anunció, y apartó sus papeles.

Annika y Berit estaban sentadas juntas y anotaban. Bertil Strand se movía en algún lugar a su izquierda y buscaba ángulos a través de los objetivos.

– Muchos de vosotros nos habéis llamado durante todo el día para recabar información sobre el caso, por eso hemos decidido convocar esta rueda de prensa espontánea -prosiguió-. Había pensado dar primero algunos datos, y luego responder a vuestras preguntas. ¿Os parece bien?

Los periodistas asintieron. El portavoz de prensa volvió a recoger sus papeles.

– El centro coordinador de emergencias recibió la notificación sobre el hallazgo del cuerpo sin vida de una mujer a las 12.48 -informó el portavoz-. Lo comunicó una persona que pasó por el lugar del suceso.

«El drogata», escribió Annika en su cuaderno.

El portavoz se detuvo un segundo y prosiguió.

– La fallecida es una mujer joven. Ha sido identificada como Hanna Josefin Liljeberg, de diecinueve años, domiciliada en Estocolmo. Los familiares ya han sido informados.

Annika sintió un fuerte ardor de estómago. Aquellos ojos turbios tenían nombre. Miró cuidadosamente a su alrededor para ver cómo reaccionaban sus colegas. Ninguno se inmutó.

– La muchacha ha sido estrangulada -continuó el portavoz-. El momento del asesinato no se ha podido establecer con exactitud, pero debió de ocurrir entre las tres y las siete de la mañana.

Dudó antes de proseguir.

– El estudio del cadáver indica que, al parecer, fue sometida a algún tipo de violencia sexual.

La imagen relampagueó en la cabeza de Annika, el pecho, los ojos, el grito. El portavoz levantó la mirada de la mesa y de sus papeles.

– Necesitamos la ayuda de la gente -dijo secamente-. No tenemos muchas pistas.

Annika miró de reojo a Berit, su compañera había tenido razón.

– Nuestra teoría preliminar es que el lugar donde se encontró el cuerpo y el lugar del crimen es el mismo. La última persona que sabemos que vio a Josefin con vida, además del asesino, es la compañera con la que compartía piso. Se separaron dentro del restaurante en el que trabajan, a las cinco de la mañana. Esto significa que podemos acortar en dos horas el tiempo en que pudo tener lugar su muerte.

Relampaguearon unos cuantos flashes, Annika supuso que eran de Bertil Strand.

– Por lo tanto -recapituló el portavoz del policía-, Hanna Josefin Liljeberg fue asesinada entre las cinco y las siete de la madrugada en el Kronobergsparken de Estocolmo. Las heridas del cuerpo indican que, seguramente, fue violada.

Su mirada vagó en torno a los asistentes a la rueda de prensa y se posó finalmente sobre Annika. Ella dio un respingo.

– Estamos interesados en hablar con todas, repito, con todas las personas que se encontraban en las cercanías de Kronobergsparken, Parkgatan, Hantverkargatan o Sankt Göransgatan entre las cinco y las siete de la mañana. La policía estudiará todos los datos que puedan ser de interés. Hemos dispuesto unos números de teléfono especiales a los que el público puede llamar. Hablarán con una telefonista o con un contestador automático. Aun cuando un hecho pueda parecer sin importancia para el testigo, quizá forme parte de un detalle importante. Por eso les rogamos a todas las personas que hayan visto algo extraño durante estas horas que nos llamen…

Guardó silencio. El polvo permanecía estático en el aire. La sequedad le quemaba la garganta a Annika.

El reportero del Fina Morgontidningen carraspeó.

– ¿Hay algún sospechoso? -preguntó autoritariamente.

Annika lo miró sorprendida. ¿No había entendido nada?

– No -respondió el portavoz amablemente-. Esa es la razón por la cual son tan importantes las pistas de la gente.

El reportero del Fina tomó nota.

– ¿Qué pruebas técnicas indican que el lugar del crimen y el lugar del hallazgo del cuerpo son el mismo? -inquirió Arne Påhlson.

– De momento no podemos decirlo -contestó el portavoz.

Los reporteros hicieron unas cuantas preguntas bastantes flojas, pero el portavoz no tenía nada más que decir. Al final el reportero del Eko preguntó si le podía entrevistar aparte. La rueda de prensa concluyó. Había durado apenas veinte minutos. Bertil Strand estaba apoyado contra una pared negra y blanca, al fondo del local.

– ¿Esperamos a que el Eko termine y hablamos después con él? -interrogó Annika.

– Lo mejor será que nos separemos -respondió Berit-. Una de nosotras se queda y hace la entrevista y la otra comienza a buscar una fotografía de la chica.

Annika asintió, parecía razonable.

– Yo me daré una vuelta por la central de policía y le echaré un vistazo al registro de pasaportes -dijo Berit-. Tú puedes quedarte y hablar con Gösta.

– ¿Gösta?

– Así se llama. ¿Te quedas, Bertil? Luego cogeré un taxi…

Después del Eko era el turno de Arne Påhlson. El otro reportero del Konkurrenten había desaparecido, Annika podía apostar a que Berit se lo encontraría en el registro de pasaportes.

Arne Påhlson se tomó su tiempo, tanto como el que había durado la rueda de prensa. A las once menos cuarto todos se habían dado por vencidos menos Annika y Bertil Strand. El portavoz estaba cansado cuando la periodista se sentó junto a él en una esquina de la sala vacía.

– ¿Le parece desagradable? -preguntó Annika.

– ¿Qué quieres decir?

– Ustedes ven mucho horror. ¿Cómo aguantan?

– No es para tanto. ¿Tienes alguna pregunta?

Annika pasó las hojas de su cuaderno.

– Yo vi a la muchacha arriba en el parque -dijo tranquilamente y como sin venir a cuento-. Estaba completamente desnuda, y no había ropa a su alrededor. O subió al cementerio desnuda o su ropa está en otra parte. ¿La tienen ustedes?

Fijó la mirada en el portavoz, que parpadeó sorprendido.

– No, solo las bragas -respondió-. ¡Pero no puedes escribir eso!

– ¿Por qué no?

– Afecta a la investigación -contestó el portavoz rápidamente.

– ¡Venga! -dijo Annika-. ¿A qué afecta?

El hombre recapacitó un momento.

– Bueno -dijo-. Sí, puedes utilizarlo, en realidad no tiene importancia.

– ¿Dónde encontraron las bragas? ¿Cómo eran? ¿Cómo saben que eran suyas?

– Colgaban de un arbusto junto al cadáver, son de poliéster rosa. Han sido identificadas.

– Justo -indicó Annika-. Ha sido muy facil identificar a la última. ¿Cómo lo hicieron?

El portavoz suspiró.

– Bueno -respondió-. Como ya he dicho, la identificó la persona con la que compartía piso.

– Hombre o mujer.

– Una mujer joven, como ella.

– ¿Había notificado alguien la desaparición de Josefin?

El portavoz asintió.

– Sí, esta misma compañera.

– ¿Cuándo?

– No regresó a casa por la noche y, al no aparecer tampoco por el trabajo, telefoneó a la policía, a las seis y media.

– ¿Así que las chicas vivían y trabajaban juntas?

– Eso parece.

Annika anotó y pensó durante unos segundos.

– ¿Y el resto de la ropa? -indagó.

– No la hemos encontrado. No se encontraba en un radio de cinco manzanas alrededor del lugar del asesinato. Desgraciadamente, las papeleras de Fridhemsplan se vaciaron por la mañana, tenemos agentes buscando en el basurero.

– ¿Cómo iba vestida?

El portavoz se metió la mano en el bolsillo derecho del uniforme y sacó una pequeña libreta.

– Traje negro corto -leyó-, zapatillas de deporte blancas y una chaqueta vaquera. Seguramente un bolso de la marca Roco-Baroco.

– ¿No tienen una fotografía de la chica? ¿Quizá con gorra de bachiller? -inquirió Annika.

El portavoz se atusó el cabello.

– Es importante que la gente sepa cómo era -dijo él-. ¿La necesitas esta noche?

Annika asintió.

– ¿Con gorra de bachiller? Veré lo que puedo hacer -respondió-. ¿Algo más?

Ella se mordió el labio.

– Algo había mordisqueado su cuerpo -dijo ella-. Una mano.

El portavoz de prensa la miró sorprendido.

– Sabes más que yo -replicó.

Annika dejó el cuaderno sobre sus rodillas.

– ¿Quién ha sido? -preguntó en voz baja.

Gösta se encogió de hombros.

– No lo sabemos -respondió-. Sólo sabemos que está muerta.

– ¿Qué clase de vida llevaba? ¿En qué restaurante trabajaba? ¿Tenía novio?

El portavoz se guardó la libreta de nuevo en el bolsillo.

– Intentaré conseguirte la fotografía -anunció, y se levantó.


Berit estaba enfrascada en la escritura cuando Annika y Bertil Strand regresaron a la redacción.

– Era una verdadera preciosidad -dijo Berit y señaló hacia Foto-Pelle.

Annika se encaminó directamente hacia la mesa de fotografía y miró la pequeña polaroid en blanco y negro del registro de pasaportes. Hanna Josefin Liljeberg sonreía a la cámara. La mirada era resplandeciente y su gesto tan encantador como sólo una quinceañera que se sabe bonita puede esbozar.

– Diecinueve años -dijo Annika y sintió una punzada en el pecho.

– Sería mejor si consiguiéramos una foto de verdad -señaló Pelle Oscarsson-. Esta quedará bastante borrosa y gris si la ampliamos a una columna.

– Creo que la conseguiremos -contestó Annika mandando una súplica silenciosa a Gösta, y se fue a ver a Berit.

– ¿Conoces el Dafa? -inquirió Berit.

Annika agitó negativamente la cabeza.

– Entonces iremos a la mesa de Eva-Britt -anunció Berit.

En la oficina de la secretaria de redacción había un ordenador con módem. Berit tecleó y se conectó a la Red. A través de Infotorg entró en Dafa Spar, Registro Estatal de Personas y Direcciones.

– Aquí se encuentran los datos de todas las personas empadronadas en Suecia -explicó-, sus direcciones actuales, sus direcciones antiguas, nombre de soltero, número de identificación personal, lugar de nacimiento y datos por el estilo.

– Es increíble -dijo Annika impresionada-. No tenía ni la más mínima idea.

– El Dafa es una herramienta de trabajo increíble. Cuando tengas tiempo siéntate e investiga a algún conocido.

Berit entró en F8, buscar por nombre, e hizo un intento a nivel nacional de «Liljeberg, Hanna Josefin». Tuvo dos resultados, una anciana de ochenta y cinco años en Malmö y una muchacha de diecinueve años en Dalagatan, Estocolmo.

– Aquí la tenemos -anunció Berit, escribió una «v» delante de la segunda y pulsó Intro.

Liljeberg, Hanna Josefin, nacida en Täby, soltera. El último cambio registrado en el padrón se había realizado hacía menos de dos meses.

– Veamos dónde vivía antes -dijo Berit y pulsó F7, registro histórico.

El ordenador se demoró unos segundos, luego apareció otra dirección en la pantalla.

– Runslingan, parroquia de Täby -leyó Berit-. Esa es una zona de casas adosadas.

– ¿Dónde ves esto? -indagó Annika y con la vista recorrió la pantalla.

Berit sonrió.

– Tengo una serie de datos almacenados en este disco duro -explicó Berit señalándose la cabeza-. Yo vivo en Täby. Esta debe de ser la dirección de sus padres.

La reportera imprimió los datos y tecleó una nueva orden. Liljeberg Hed, Siv Barbro, Runslingan, parroquia de Täby, nacida hace cuarenta y siete años, casada.

– La madre de Josefin -dijo Annika-. ¿Cómo llegaste a ella?

– Una búsqueda por mujeres con el mismo apellido y el mismo código postal -respondió Berit, lo imprimió e hizo una búsqueda igual de hombres. El Dafa consiguió dos aciertos, Hans Gunnar, cincuenta y un años, y Carl Niklas, diecinueve, ambos de Runslingan.

– Mira el número personal de identificación del chaval -apuntó Berit.

– Josefin tenía un hermano gemelo -exclamó Annika.

Berit imprimió por última vez y salió del programa. Apagó el ordenador y se dirigió hacia la impresora.

– Toma -dijo y le alargó las hojas a Annika-. Intenta hablar con alguien que la conociera.

Annika se dirigió hacia su mesa. El equipo de maquetadores se concentraba intensamente en su labor. Jansson estaba de pie y gritaba algo por el teléfono. La luz palpitante de las pantallas de los ordenadores hacía que la mesa de redacción pareciera flotar como una isla azul en el mar de la oficina. Esta visión la hizo percibir la oscuridad del exterior. Comenzaba a anochecer. No tenía mucho tiempo.

En el mismo instante en que se sentó llamaron por «Escalofríos». Con un movimiento reflejo alcanzó el auricular. Eran unos graciosos que preguntaban si era cierto que Selma Lagerlöf era lesbiana.

– Llamad a RFSL -respondió Annika y colgó.

Cogió una pila de guías telefónicas, suspiró y comenzó a leer las portadas. En Katrineholm tenían una guía para todo Sörmland, aquí había cuatro para un solo indicativo regional. Buscó Liljeberg, Hans, Runslingan, Täby. Vio que aparecía con el título de «pastor». Escribió el número de teléfono y lo observó un largo rato.

No, pensó finalmente. Tiene que haber otra manera de conseguir los datos.

Cogió la guía rosa, información municipal. En Täby había dos institutos de bachillerato, Tibble y Åva. Llamó a los números de las centralitas, ambas desviaban la llamada a una centralita municipal. Pensó durante unos segundos, a continuación comenzó a marcar los números consecutivos al de la centralita. En lugar de marcar 00 marcó 01, después 02 y 03. En el 05 obtuvo respuesta, la voz de un contestador que pertenecía al rector Martin Larsson-Berg, de vacaciones hasta el 7 de agosto. En la guía estaba como licenciado en letras, vivía en Viggbyholm, marcó su número, y estaba en casa y despierto.

– Le pido disculpas por llamar un sábado por la noche a estas horas -dijo Annika-. Es un asunto muy serio.

– ¿Le pasa algo a mi mujer? -preguntó Martin Larsson-Berg preocupado.

– ¿Su mujer?

– Está navegando este fin de semana.

– No, no tiene nada que ver con su mujer. Es sobre una chica que pudiera haber sido alumna suya; ha sido encontrada muerta en el centro de Estocolmo -le informó Annika y apretó los ojos con fuerza.

– Vaya -dijo el hombre, tranquilizado-. Pensé que le había ocurrido algo. ¿Qué alumna?

– Una chica llamada Josefin Liljeberg, vecina de Täby.

– ¿Qué rama cursaba?

– Ni siquiera sé si hizo el bachillerato en Tibble, pero es lo más probable. ¿No se acuerda de ella? Diecinueve años, bonita, pelo rubio largo, grandes pechos…

– Ah, Josefin Liljeberg -respondió Martin Larsson-Berg-. Sí, es cierto, acabó la rama de información la primavera pasada.

Annika respiró y abrió los ojos.

– ¿Se acuerda de ella?

– ¿Ha dicho muerta? Es horrible. ¿Dónde?

– En el cementerio judío de Kronobergsparken. Fue asesinada.

– ¡No! Eso es terrible. ¿Se sabe quién fue?

– Aún no. ¿Le gustaría decir algo sobre ella, sobre quién era, expresar alguna opinión?

Martin Larsson-Berg suspiró.

– No sé -dijo-. ¿Qué puedo decir? Ella era como suelen ser las chicas a esa edad. Risueña y coqueta. Todas son iguales, parecen flotar.

Annika se sorprendió. El rector meditó.

– Me parece que quería ser periodista. En particular presentadora de televisión. No era muy inteligente, si te soy honesto. Y dices que fue asesinada. ¿Cómo?

– Estrangulada. ¿Sacó el título de bachillerato?

– Sí, tuvo un aprobado en todas las asignaturas.

Annika hojeó sus papeles.

– Su padre es pastor -continuó ella-. ¿Influyó eso en algo?

– ¿Es pastor? No lo sabía…

– Tenía un hermano gemelo, Carl Niklas. ¿Iba también al instituto de Tibble?

– Niklas… sí, me parece que terminó la rama de ciencias la primavera pasada. Él sí que era estudioso. Deseaba proseguir sus estudios en Estados Unidos.

Annika anotó.

– ¿Recuerda algo más?

Jansson se le acercó y se colocó inquisitivo enfrente, Annika le rechazó agitando la mano.

– No -respondió el rector-. ¡Hay tantos alumnos!

– ¿Sabe si tenía muchas amigas?

– Sí, claro. No era muy popular, pero tenía algunas amigas con las que se relacionaba. En realidad, no presentó problemas de adaptación.

– ¿No tendrá una lista de su clase a mano? -inquirió Annika.

– ¿De la clase de Josefin? -refunfuñó ligeramente-. Sí, tengo una guía de la escuela. ¿Quieres que te la envíe?

– ¿Tienes fax?

Tenía. Annika le dio el número de teléfono del fax de la redacción de sucesos, Martin Larsson prometió enviarle una fotografía de la clase de Josefin inmediatamente.

Colgó y ya se había levantado para ir a la oficina de Eva-Britt Qvists cuando «Escalofríos» volvió a sonar. Titubeó, pero respondió.

– Sé quién asesinó a Olof Palme -farfulló una voz.

– ¿Sí?, ¡no me digas! -contestó Annika-. ¿Quién?

– ¿Me daréis una recompensa?

– Lo máximo que pagamos por una noticia son cinco mil coronas.

– ¿Solo cinco de los grandes? Eso es una mierda. Quiero hablar con un redactor.

Annika le oyó sorber y después cómo el hombre tragaba.

– Yo soy redactora. Pagamos cinco mil, no importa con quién hables.

– Eso es muy poco. Quiero más.

– Llama a la policía. Entonces tendrás cincuenta millones -replicó Annika y colgó.

Mira que si el borracho tenía razón, pensó mientras se dirigía al fax. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si el Konkurrenten tuviera mañana el nombre del asesino de Palme en el titular? Entonces siempre se la recordaría como la periodista que despreció una gran noticia, al igual que Bonniers rechazó a Astrid Lindgren o la discográfica que no quiso contratar a los Beatles aduciendo que los grupos de guitarras «no eran modernos».

La calidad del fax era horrible, Josefin y sus compañeros de clase eran manchas negras sobre un fondo de rayas grises. Debajo de la fotografía estaba el nombre de todos los alumnos, veintinueve jóvenes que conocían a Josefin. Mientras se dirigía a su mesa subrayó los que tenían apellidos poco comunes, ésos serían más fáciles de encontrar en la guía. Los muchachos no tendrían líneas de teléfono propias, así que les buscaría a través de sus padres.

– Ha llegado un paquete para ti -anunció Peter Brand. Era el hijo de Tore que hacía una suplencia en recepción por las noches durante el mes de julio.

Annika, con curiosidad, cogió el sobre blanco y duro. «No doblar», leyó. Lo abrió rápidamente y vació el contenido sobre la mesa.

Eran tres fotografías de Josefin. En la primera, miraba a la cámara con su espléndida sonrisa. Era una fotografía de estudio corriente, sobre la cabeza tenía una gorra de bachiller blanca como la nieve. Annika sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos. Estas fotos eran tan nítidas que se podrían ampliar hasta diez columnas, si fuera necesario. Las otras eran dos buenas fotografías de aficionado, donde la joven aparecía con un gato y sentada en un sillón.

Debajo de las fotos, una nota de Gösta, el portavoz de la policía.

«Les he prometido a los padres que las fotografías se distribuirían a todos los medios que las quisieran», y seguía. «¿Pueden ustedes ser tan amables de enviárselas al Konkurrenten cuando hayan acabado?».

Annika se dirigió apresuradamente hacia Jansson y dejó las fotografías delante de él.

– Era la hija de un pastor, soñaba con ser periodista -declaró.

Jansson cogió las fotos y las estudió detenidamente.

– Fantástico -replicó.

– Tenemos que mandárselas al Konkurrenten cuando hayamos terminado -anunció Annika.

– Por supuesto -contestó Jansson-. Se las enviaremos en cuanto hayan impreso la última edición del día. ¡Buen trabajo!

Annika regresó a su mesa. Se sentó y se quedó mirando fijamente el teléfono. No tenía que pensarlo mucho. Eran las dos y media. Si quería hablar con alguna de las amigas de Josefin tenía que hacerlo ahora. Cuanto más esperara peor sería.

Comenzó por dos apellidos extranjeros sin obtener respuesta. A continuación lo intentó con una tal Silfverbiörck, y contestó una joven. El pulso de Annika se aceleró, cerró los ojos y se los cubrió con la mano derecha.

– Disculpa que llame a medianoche -dijo Annika lentamente y en voz baja-. Me llamo Annika Bengtzon y trabajo en el periódico Kvällspressen. El motivo de mi llamada es que una de tus compañeras de clase, Josefin Liljeberg, ha…

La otra voz se descompuso, se oyó un fuerte carraspeo.

– Sí, lo he oído -gimoteó la muchacha que se llamaba Charlotta según la lista de alumnos-. Es terrible. Estamos muy apenados. Los que aún seguimos en el centro tenemos que ayudarnos para poder continuar.

Annika abrió los ojos, sujetó el bolígrafo y escribió, esto era mucho más fácil de lo que había pensado.

– Lo que ha sucedido nos da miedo -continuó Charlotta-. Es lo que las jóvenes más tememos. Y ahora le ha ocurrido a una de nuestras amigas, una de nosotras. Tenemos que hacer algo.

Había dejado de sollozar y parecía bastante despierta. Annika anotaba.

– ¿Tú y tus compañeras lo habéis hablado?

– Sí, claro. Pero ninguna pensaba que algo así nos pudiera pasar a nosotras. Eso es algo que nunca te imaginas.

– ¿Conocías bien a Josefin?

Charlotta sollozó, seca y profundamente.

– Era mi mejor amiga -respondió, y Annika presintió que mentía.

– ¿Cómo era Josefin?

Charlotta tenía la respuesta preparada.

– Siempre estaba contenta y alegre -dijo-. En el colegio era servicial, justa y estudiosa. Le gustaba ir a fiestas. Sí, se puede decir que…

Annika escuchó en silencio durante un rato.

– ¿Me vais a hacer una foto? -inquirió Charlotta.

Annika miró la hora. Ida y vuelta a Täby, revelar, tendría el tiempo justo.

– Ahora no -contestó Annika-. El periódico se va a imprimir dentro de un momento. ¿Te puedo llamar mañana de nuevo?

– Sí, claro, o si no puedes llamarme al busca.

Annika escribió el número. Se apoyó la frente con la mano y meditó. Aún sentía a Josefin difusa y lejana. No conseguía formarse una idea clara de la mujer asesinada.

– ¿Qué quería hacer Josefin? -preguntó Annika.

– ¿Qué quieres decir? Bueno, quería, pues, ya sabes, tener familia, trabajo y eso -contestó Charlotta.

– ¿Dónde trabajaba?

– ¿Trabajaba?

– Sí, ¿en qué restaurante?

– Bueno, no lo sé.

– Se había mudado a Estocolmo, a Dalagatan. ¿La fuiste a visitar alguna vez?

– ¿Dalagatan? No…

– ¿Sabes por qué se mudó?

– Quizá quería vivir en el centro…

– ¿Tenía novio?

Charlotta enmudeció.

Annika comprendió. Esta chica apenas conocía a Josefin.

– Muchas gracias y perdona que te haya molestado a estas horas -se despidió Annika.

Después de esto sólo le quedaba una llamada por hacer. Buscó Liljeberg en la guía, pero no había ninguna Josefin en Dalagatan. Quizá no había dado tiempo a que estuviera inscrita, pensó Annika y llamó a información.

– No, no hay ninguna Liljeberg en Dalagatan 64 -dijo la telefonista de Telia.

– Puede que sea un número completamente nuevo -insistió Annika.

– Desde aquí puedo localizar a todos los nuevos abonados.

– ¿Quizá tenga un número secreto?

– No -respondió la señora de Telia-. Hubiera aparecido esa información. ¿Puede el número figurar bajo otro nombre?

Annika hojeó al azar sus papeles. Encontró el nombre de la madre de Josefin. «Liljeberg Hed, Siv Barbro».

– Hed -dijo Annika-. Mira si tienes a alguien llamado Hed en Dalagatan 64.

La telefonista tecleó.

– Sí, una Barbro Hed. ¿Puede ser ésa?

– Sí -asintió Annika.

Marcó el número sin pensarlo. A la cuarta señal respondió un hombre.

– ¿Es la casa de Josefin? -preguntó Annika.

– ¿Quién es? -replicó el hombre.

– Me llamo Annika Bengtzon y llamo del…

– ¡Joder tía, estás en todas partes! -exclamó el hombre, y ahora Annika reconoció la voz.

– ¡Q! -exclamó-. ¿Qué haces ahí?

– ¿Tú qué crees? ¿Cómo coño conseguiste este número? ¡No lo tenemos ni nosotros!

– Fue dificilísimo -dijo Annika-. Llamé a información. ¿Qué habéis conseguido?

El hombre suspiró cansado.

– Ahora no tengo tiempo -respondió y colgó.

Annika sonrió. Por lo menos el número era correcto. Y además podía añadir en su artículo que la policía había registrado el apartamento de Josefin por la noche.

– Ahora tengo que saber qué has hecho -dijo Jansson y se sentó sobre su mesa.

– Esto es lo que tengo -contestó y lo esbozó rápidamente en un papel.

Jansson asintió satisfecho y regresó a su sitio en dos zancadas.

Luego redactó el artículo sobre Josefin, la ambiciosa hija de un pastor que deseaba ser periodista. También escribió otro artículo sobre su muerte, sus ojos y su grito, la mano mordisqueada, el dolor de sus amigas. No mencionó lo de los pechos de silicona. Escribió sobre la investigación policial, la ropa desaparecida, sus últimas horas, el hombre desgarrado que notificó el hecho, el miedo de Daniella Hermansson y la solicitud del portavoz de la policía: «Tenemos que detener a este loco».

– Esto es buenísimo -señaló Jansson-. Tiene estilo, entreverado con datos, preciso. ¡Joder, qué competente eres!

Annika se vio obligada a marcharse de ahí rápidamente. No era buena aceptando críticas, pero le resultaba aún más difícil oír halagos. Valoraba la magia, el baile de las letras, eso que hacía que el texto fluyera. Si se lo creyera demasiado, quizá las burbujas de su ilusión estallarían.

– Ven, vamos a beber una taza de chocolate con leche antes de que te vayas a casa -le dijo Berit.


El ministro pasó Bergnäsbron. Se cruzó a mitad de camino con el coche de unos roqueros que tenían la capota plegada, eran unos cuantos borrachines de cierta edad que se sujetaban de las puertas para no caerse. Por lo demás no había ni un alma.

Respiró al girar hacia las callejuelas, detrás del bunker de metal verde de la Seguridad Social. El ruido y el zumbido le habían acompañado más de novecientos kilómetros. Ahora ya casi había llegado.

Permaneció sentado un momento y disfrutó del silencio después de aparcar junto a las oficinas de una compañía de coches de alquiler. Un ligero pitido persistía en su oído izquierdo. Estaba tan cansado que hubiera podido vomitar. Sin embargo, no tenía elección. Decidido, se bajó del coche con las piernas anquilosadas. Miró rápidamente a su alrededor, y a continuación orinó detrás del coche.

Las maletas pesaban más de lo que había imaginado. No voy a poder, pensó. Se encaminó hacia Storgatan, pasó el Rättscentrum y entró en el viejo barrio de Östermalm. Su propia casa brillaba tras los abedules, sus cristales de artesanía relucían. Las bicicletas de los niños estaban tiradas junto a la valla. La ventana del dormitorio estaba entornada, sonrió cuando vio que las cortinas se agitaban al viento.

– ¿Christer…?

Al entrar silenciosamente en el dormitorio, su esposa le miró soñolienta. Se apresuró hasta llegar a la cama y se sentó junto a ella, le acarició el cabello y la besó en la boca.

– Duerme un poco más, cariño -susurró él.

– ¿Qué hora es?

– Las cuatro y cuarto.

– ¿Qué tal la carretera?

– Bien, muy bien. Ahora duérmete.

– ¿Qué tal el viaje?

Él dudó.

– He traído un poco de coñac de Azerbaiyán -dijo él-. No lo hemos probado antes, ¿verdad?

Ella no respondió, sino que lo atrajo hacia sí y le abrió la bragueta.


El sol se había levantado, colgaba como una naranja madura justo por encima del horizonte y le alumbraba directamente el rostro. Y ya calentaba, eran las cuatro y media de la mañana. Annika estaba mareada de cansancio. Gjörwellsgatan aparecía completamente vacía, mientras ella seguía la línea del medio de la calzada en dirección a la parada del autobús. Allí se dejó caer sobre el banco, con las piernas completamente cansadas.

Había visto el borrador de la primera edición en el ordenador de Jansson antes de marcharse. Lo dominaba una fotografía de Josefin con gorra de bachiller y el titular decía: «Violada en el cementerio». Había escrito los titulares junto a Jansson. Sus artículos estaban en las páginas seis, siete, ocho, nueve y doce. Esta noche había escrito más columnas que durante las siete primeras semanas en el periódico.

Esto va bien, pensó. Puedo hacerlo. Ha funcionado.

Apoyó la cabeza contra el metacrilato de la parada del autobús y cerró los ojos, respiró hondo y se concentró en el zumbido del tráfico. No era muy fuerte y llegaba desde lejos. Estuvo a punto de dormirse, pero el trinar agitado de un pájaro dentro del recinto de la embajada la despertó.

Después de un buen rato se dio cuenta de que no sabía cuándo vendría el autobús. Se levantó y buscó el tablón de horarios de la parada. El primer 56, esta mañana de domingo, llegaría a las 7.13, dentro de dos horas y media. Suspiró sonoramente. Sólo podía hacer una cosa, caminar.

Después de unos minutos consiguió mantener un ritmo. Se sentía bien. Las piernas se movían solas y hacían que el aire circulara a su alrededor. Siguió por la prolongación de Västerbron hacia Fridhemsplan. Al llegar a Drottningholmsvägen el verdor se multiplicó. Kronobergsparken quedaba a contraluz, oscuro. Sabía que tenía que llegar hasta allí.

Habían levantado el acordonamiento. Sólo la verja mantenía la cinta de plástico. Se acercó a la puerta de hierro, dejó que los dedos resbalaran por el arco metálico del candado. El sol había alcanzado la copa de los tilos y hacía que las hojas llamearan.

Ella estuvo aquí más o menos a la misma hora, pensó Annika. Vio al mismo sol hacer parecidos dibujos con las hojas. Todo es tan efímero. Puede acabar tan rápidamente…

Annika bordeó el cementerio y subió por el lado este, dejó que su mano discurriera a lo largo de los aros y arcos de la verja. Reconoció de nuevo la imagen de los arbustos y las lápidas caídas, por lo demás no había nada que delatara que aquél había sido el lecho mortuorio de Josefin.

Sujetó la verja con las dos manos y miró fijamente el verdor. Se dejó caer lentamente al suelo. Sus piernas se doblaron y se sentó cuidadosamente sobre la hierba. Sin percatarse aparecieron unas lágrimas. Le resbalaban silenciosas por las mejillas y goteaban sobre su falda arrugada. Apoyó la frente contra los barrotes, lloró lenta y quedamente.

– ¿Dónde la conociste?

Annika se levantó de golpe. Agitó las manos, se resbaló y cayó sobre la hierba. Se dio un golpe en la rabadilla.

– Lo siento, no quería asustarte.

La joven que le hablaba tenía el rostro enrojecido y moqueaba de tanto llorar. Tenía un ligero pero claro acento. Annika la miró de hito en hito.

– Yo… Yo no la conocía. Pero la vi mientras yacía ahí. Muerta.

– ¿Dónde? -preguntó la muchacha y dio un paso.

Annika señaló. La mujer fue hacia allí y miró en silencio el lugar durante algunos minutos. Después se sentó en la hierba junto a Annika, le dio la espalda al cementerio y se apoyó en la verja.

– Yo también la vi -dijo ella y manoseó el dobladillo de su blusa.

Annika rebuscó en el bolso algo para sonarse.

– Yo la vi en el depósito. Era ella. Estaba bien, entera y bien.

Annika titubeó y miró de nuevo fijamente a la mujer. ¡Dios mío! ¡Ésta era la compañera de piso de Josefin, la muchacha que la había identificado! Tenían que ser muy buenas amigas.

Sin poder evitarlo, pensó en la portada del Kvällspressen del día siguiente y la embargó una repentina e inesperada sensación de vergüenza, que la hizo comenzar a llorar de nuevo.

La joven también sollozaba a su lado.

– ¿Verdad que era buena? -comentó la muchacha-. Podía ser muy desordenada, pero nunca le hizo mal a nadie.

– Yo no la conocía -confesó Annika y se sonó con una hoja de su cuaderno-. Trabajo en un periódico, he escrito sobre Josefin.

La joven la miró.

– Jossie quería ser periodista -prosiguió-. Quería escribir sobre los niños desvalidos.

– Hubiera podido hacer carrera en el Kvällspressen -respondió Annika.

– ¿Qué has escrito?

Annika tomó aliento, dudó un instante. Toda su satisfacción por los artículos había desaparecido. Deseaba hundirse en la hierba y desaparecer.

– Que fue violada y asesinada en el cementerio -respondió apresuradamente.

La mujer asintió y desvió la mirada.

– Yo se lo había advertido -dijo.

Annika, que estaba apretujando la hoja de papel hasta convertirla en una pequeña bola, se quedó paralizada en medio del gesto.

– ¿Qué quieres decir?

La mujer se secó las mejillas con el dorso de sus manos.

– Joachim no era bueno con ella -dijo-. La pegaba continuamente. Ella nunca hacía las cosas bien. Siempre tenía moratones por todo el cuerpo. Discutían por cosas del trabajo. «Tienes que dejarlo», le decía, pero ella no podía.

Annika escuchaba con los ojos muy abiertos.

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¿Lo sabe la policía?

La mujer asintió, sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta vaquera y se sonó.

– Soy alérgica -dijo-. ¿No tienes un Teldanex?

Annika se excusó con un gesto.

– Tengo que irme a casa -anunció la mujer y se levantó-. Hoy trabajo de nuevo por la noche, así que necesito dormir un poco.

Annika también se puso de pie y se sacudió unas briznas de hierba que había en su falda.

– ¿Crees de verdad que su novio pudo haberlo hecho? -preguntó.

– Le solía decir a Jossie que un día la mataría -respondió la joven mientras caminaba en dirección a Parkgatan.

Annika miró fijamente entre las tumbas con una sensación completamente distinta en el estómago. ¡Su novio! Entonces el asesinato estaría pronto resuelto.

De repente comprendió que no sabía cómo se llamaba la joven.

– Oye, ¿cómo te llamas? -gritó a través del parque.

La muchacha se detuvo y respondió:

– ¡Patricia!

Luego se dio la vuelta y desapareció hacia Fleminggatan.


No fue hasta llegar al portal de su casa cuando Annika recordó que le había prometido a Anne Snapphane que daría de comer a sus gatos. Se lamentó pero hizo una rápida evaluación. Los gatos probablemente sobrevivirían, la cuestión era si ella lo lograría si no se acostaba enseguida. Por otra parte, sólo estaba a unos doscientos metros de distancia de la casa de Anne, y se lo había prometido. Buscó en su bolso y encontró las llaves en el fondo, pringadas de chicle viejo. Joder, soy demasiado buena, pensó.

Subió por las escaleras de Pipersgatan hacia Kungsklippan, las piernas le temblaron antes de llegar arriba. Le dolía la rabadilla después de la caída en el parque.

El apartamento de Anne Snapphane estaba en el sexto piso y tenía un balcón con una vista extraordinaria. Los gatos comenzaron a maullar tan pronto como introdujo la llave en la cerradura. Cuando abrió la puerta los dos apartaron sus hocicos de la ranura de la puerta.

– Pequeños, ¿qué hacéis aquí maullando?

Apartó a los gatitos con el pie, cerró la puerta tras de sí y se sentó en el suelo del recibidor. Los dos animales saltaron inmediatamente sobre su regazo y levantaron los hocicos hacia su barbilla.

– ¿Qué, queréis un beso? -dijo Annika y rió.

Jugueteó con ellos unos minutos, se levantó y se dirigió a la cocinita. Los tres recipientes de los gatos estaban sobre un trozo de corcho junto a la cocina. La leche se había agriado y olía mal. La comida y el agua se habían acabado.

– Ahora vais a comer, gatitos…

Vació la leche agriada, lavó el tazón bajo el agua fría y lo rellenó con leche de la nevera. Los gatitos se apretaban alrededor de sus piernas y maullaban como posesos.

– Sí, sí, sí, tranquilos.

Estaban tan ansiosos que estuvieron a punto de volcar el tazón antes de que ella lo colocara en el suelo. Mientras los gatos se tragaban la leche, llenó de agua el otro recipiente y se puso a buscar algún tipo de comida para gatos. En un armario encontró tres latas de Whiskas. Esto hizo que sus ojos se humedecieran de nuevo. Whiskas, así se llamaba el gato que tenía en casa, en Hälleforsnäs, aunque aquel verano lo había dejado en casa de su abuela en Lyckebo.

– Me estoy volviendo sentimental de cojones -dijo en alto.

Abrió una de las latas, arrugó la nariz debido al olor, y vertió el compuesto en el tercer tazón. Se dio una vuelta por la cocina y le echó un vistazo al cajón de arena, aguantaría hasta mañana.

– Adiós, gatitos.

Los gatos no prestaron atención.

Abandonó rápidamente el apartamento y regresó a Kungsholmstorg. Comenzaba a amanecer. Notó que para los pájaros ya había empezado el día. Se sentía exhausta, hacía eses, tenía mala apreciación de la distancia.

No puedo seguir así indefinidamente, pensó.


En su apartamento hacía un calor asfixiante. Estaba en el último piso de un edificio interior de 1880 y no tenía cuarto de baño ni agua caliente. En cambio, tenía tres habitaciones y una gran cocina. Annika pensaba que había tenido una suerte inmensa al conseguirlo.

– Nadie quiere vivir tan primitivamente -dijo la señora de la agencia estatal de alquiler cuando Annika conformó en el impreso que podía vivir en un sitio sin ascensor, agua caliente, cuarto de baño y hasta sin electricidad si fuera necesario.

Annika había insistido.

– Aquí tengo uno que no lo quiere nadie -informó la señora y le dio una hoja impresa con la dirección, Hantverkargatan 32, 4.°, interior.

Annika la tomó sin verla siquiera. Le estaba agradecida a su estrella de la suerte desde aquel mismo día, pero sabía que la alegría podía durar poco. Había aceptado ser desalojada con una notificación y con sólo una semana de antelación. Lo que sucedería tan pronto como el constructor obtuviera un crédito para renovar el edificio.

Dejó caer el bolso en el suelo del recibidor y se fue al dormitorio. Había dejado la ventana abierta para que se aireara el apartamento antes de irse a trabajar, el día anterior por la mañana, pero la corriente la había cerrado. Con un suspiro abrió de nuevo y se encaminó al salón para crear corriente.

– ¿Dónde has estado?

Se asustó tanto que gritó y dio un salto.

La voz era queda y provenía de entre las sombras de su cama.

– Dios mío, ¿no puedes controlarte?

Era Sven, su novio.

– ¿Cuándo has llegado? -preguntó ella con el corazón latiendo desbocado en el pecho.

– Ayer por la noche. Quería invitarte al cine. ¿Dónde has estado?

– Trabajando -respondió y se fue al salón.

Él se levantó de la cama y la siguió.

– No es verdad -dijo él-. Llamé hace una hora y me dijeron que ya te habías ido.

– Estuve dando de comer a los gatos de Anne -contestó y abrió la ventana del salón.

– ¡Joder, qué excusa más mala! -replicó él.

Diecisiete años, seis meses y veintiún días

Existe una dimensión que borra los límites entre los cuerpos. Vivimos juntos, el uno dentro del otro, espiritual y físicamente. Los días se convierten en instantes, me ahogo en sus ojos. Nuestros cuerpos se disuelven, se adentran en otro tiempo. El amor es de oro y cristales. Nos podemos dirigir a cualquier lugar del universo, juntos, dos y, sin embargo, uno.


Un alma gemela es alguien que tiene cerraduras que nuestras llaves abren y llaves que abren nuestras cerraduras. Con esta persona nos sentimos seguras en nuestro propio paraíso. Eso he leído en alguna parte, y eso es cierto con respecto a nosotros.


Le echo de menos cada segundo que no estamos juntos. No sabía que el amor fuera tan absoluto, tan total, tan abrumador. No puedo comer, ni dormir. Sólo a su lado me siento completa, una persona de verdad. Él es la condición de mi vida y mi sentido. Sé que para él yo significo lo mismo. Hemos recibido el mayor don.


No me abandones nunca,

dice,

sin ti no puedo vivir.


Y yo se lo prometo.

Domingo, 29 de julio

Patricia posó la mano sobre el picaporte de la puerta de Josefin. Vaciló. El dormitorio era su territorio. Aquí le estaba vedado entrar. Jossie había sido muy clara con respecto a eso.

– Puedes vivir aquí, pero el dormitorio es mío.

El picaporte andaba algo suelto. Patricia había pensado en atornillarlo, pero no tenían destornillador. Abrió cuidadosamente. La puerta chirrió. La sacudió el olor a polvo, el calor era estático y compacto. Jossie se encargaba de limpiar su cuarto, lo que venía a significar que no lo había hecho nunca. El registro de la policía por la noche había levantado dos meses de abandono.

Una aguda luz solar bañaba la habitación. La policía había descorrido las cortinas. Patricia comprendió que nunca antes había visto la habitación así. Josefin prefería la oscuridad. La luz del día revelaba la suciedad y las manchas del papel pintado. Patricia se sintió avergonzada al pensar en la policía. Debieron de creer que ella y Jossie eran unas auténticas puercas.

Lentamente, se acercó a la cama y se sentó. En realidad era sólo un colchón de Ikea que habían colocado en el suelo, pero, a diferencia del de gomaespuma de Patricia, éste tenía unos cuantos decímetros de grosor.

Patricia estaba cansada. Había dormido mal debido al calor, se había despertado, sudado, llorado. Se tumbó lentamente encima de la colcha. Cuando llegó a casa por la mañana temprano se había encontrado en la puerta con una soledad oscura y sorda. La policía se había marchado, y tan sólo quedaban los rastros de su visita. La casa estaba realmente patas arriba, aunque no se habían llevado muchas cosas.

Se adormeció entre las almohadas, pero sintió unas conocidas sacudidas en el cuerpo. Se incorporó rápidamente. No podía dormir en el cuarto de Jossie.

Había una pila de prensa junto a la cama, Patricia se inclinó y hojeó el primer ejemplar. Era Vecko Revyn, la revista favorita de Jossie, que a Patricia no le gustaba tanto; escribían demasiado sobre maquillaje, dietas y sexo. Después de leerla siempre se sentía fea y estúpida, como si no diera la talla. Comprendió que ésa era la finalidad de la revista. Bajo el pretexto de ayudar a que las jovencitas tuvieran más confianza en sí mismas, las desalentaban.

Cogió la siguiente revista del montón. Era de un tamaño mucho menor, Patricia no la había visto nunca antes. El papel era barato y la impresión bastante pobre. La abrió por el medio. Dos hombres tenían sus penes dentro de una mujer, uno en el ano, el otro en la vulva. La cara de la mujer se vislumbraba en segundo plano. Gritó, como si le doliera algo. La imagen golpeó a Patricia con un empujón en sus parte bajas. Retrocedió, asqueada, en parte por la foto, en parte por su propia reacción. Arrojó la revista al suelo como si quemara. Josefin no leía esas cosas. Sabía que era de Joachim.

Se volvió a tumbar, miró fijamente el techo e intentó reprimir una vergonzante excitación. Poco a poco se calmó. Ya debería estar acostumbrada.

Dejó vagar la mirada por la habitación. La puerta del ropero estaba abierta. La ropa de Josefin colgaba descuidadamente de sus perchas. Esto era obra de la policía, Patricia estaba segura. Jossie era muy cuidadosa con su ropa.

Me pregunto qué pasará ahora con esta ropa, pensó. Quizá yo podría quedarme con algo.

Se levantó y se dirigió al ropero, dejó que su mano se deslizara por las prendas. Era ropa cara, casi toda la había comprado Joachim. Patricia no podría usar los trajes, porque tenía los pechos pequeños. Pero las faldas y alguno de los vestidos quizá…

El tintineo de unas llaves en la puerta hizo que su corazón se desbocase. Rápidamente cerró el ropero, sus pies desnudos volaron sobre el suelo de madera. Acababa de cerrar la puerta del dormitorio de Josefin cuando Joachim apareció en el recibidor.

– ¿Qué haces? -preguntó él. Tenía el pelo sudado, manchas oscuras en la camiseta.

Patricia observó al hombre, el pulso se le aceleró, tenía la boca completamente seca. Intentó sonreír.

– Nada -respondió nerviosa.

– Deja el dormitorio de Josefin en paz, ¿no te lo hemos dicho?

Cerró la puerta de la calle de un portazo.

– Los policías de mierda -dijo ella-, los policías de mierda estuvieron aquí revolviéndolo todo. Todo está patas arriba, ahí dentro también.

Joachim cayó en la trampa.

– Maderos de mierda -replicó él, Patricia adivinó recelo en su voz-. ¿Se han llevado algo?

Se dirigió hacia Patricia.

– No lo sé -contestó-. Por lo menos nada mío.

El abrió la puerta del dormitorio, fue hacia la cama, alzó la colcha.

– Las sábanas. Se han llevado las sábanas.

Patricia esperaba expectante en la puerta. Él dio una vuelta por la habitación, miró a su alrededor pero al parecer no echó en falta nada más. Se sentó pesadamente sobre la cama de espaldas a la puerta. Patricia respiraba el polvo que bailaba en el aire, no se atrevía a moverse. Observó los anchos hombros del hombre, sus brazos fuertes. La luz de la ventana hacía que su cabello brillara. Era atractivo. Josefin fue la mujer más feliz del mundo cuando empezaron a salir juntos. Patricia recordó sus lágrimas de alegría y las maravillosas descripciones que hacía sobre lo encantador que era.

Joachim se dio la vuelta y la miró.

– ¿Tú quién crees que lo hizo? -preguntó en voz baja.

Patricia no se inmutó.

– Un loco -dijo tranquila y decididamente-. Algún borracho que regresaba a casa después de ir de copas. Ella estaba en el sitio erróneo en el momento equivocado.

Él le dio la espalda de nuevo.

– ¿Crees que ha sido uno de los clientes? -interrogó sin mirar.

Patricia sopesó la respuesta.

– ¿Te refieres a uno de los peces gordos de ayer? No sé. ¿Tú qué piensas?

– Sería un desastre para el club -respondió él.

Ella bajó la vista hasta sus manos mientras jugaba con el borde de su camiseta.

– La echo de menos -dijo ella.

Joachim se levantó y se acercó a ella, puso la mano en uno de sus hombros y le acarició lentamente el brazo.

– Patricia -dijo cariñosamente-. Comprendo que te encuentres mal. Yo también estoy hecho polvo.

Ella sintió un escalofrío de repulsión, se esforzó por no retroceder.

– Espero que la policía lo atrape -dijo ella.

Joachim la abrazó, y un sollozo sacudió su cuerpo robusto.

– ¡Joder, joder, joder! -exclamó sofocado-. ¿Por qué coño está muerta?

Comenzó a llorar. Patricia le pasó cuidadosamente los brazos por la espalda y lo acunó levemente.

– ¡Mi Jossa, mi ángel!

Lloraba, sollozaba y moqueaba. Ella cerró los ojos y se obligó a permanecer quieta.

– Pobre Joachim -susurró-. Pobrecito…

La soltó y fue al cuarto de baño, se sonó y orinó. Patricia se quedó azorada en el recibidor mientras oía cómo la orina salpicaba en el suelo y después él tiraba de la cadena.

– ¿Ha hablado la policía contigo? -preguntó al salir.

Ella asintió.

– Sí, un rato, ayer. Hoy volverán a interrogarme.

La miró detenidamente.

– Está bien -dijo él-. Tienen que encerrar a ese asqueroso. ¿Qué vas a decir?

Ella dio media vuelta, se fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua.

– Depende de lo que pregunten. En realidad no sé nada -respondió y bebió.

Joachim la siguió, se apoyó contra el marco de la puerta de la cocina.

– Nunca diré nada que perjudique a Jossie -dijo ella decidida.

El hombre parecía satisfecho.

– Ven aquí -dijo y le pasó el brazo por los hombros.

La acompañó a través del recibidor al dormitorio y hasta el ropero de Josefin.

– Mira -mostró y pasó la mano libre por los caros trajes de Jossie-. ¿Quieres alguno? ¿Quizá éste?

Sacó un vestido chillón de seda y lana rosa, hecho a medida con grandes botones dorados. Josefin lo adoraba. Pensaba que con él se parecía a la princesa Diana.

Patricia sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Tragó saliva.

– Pero Joachim, yo no puedo…

– Toma. Te lo regalo.

Ella comenzó a llorar. Él la soltó y sostuvo el vestido delante de ella.

– Tienes unas tetas pequeñas, pero eso quizá tenga arreglo -dijo y esbozó una sonrisa.

Patricia dejó de llorar, bajó la vista y cogió la percha.

– Gracias -murmuró.

– Te lo puedes poner para el entierro -apuntó él. Oyó cómo él se dirigía a la cocina, cogía algo de la nevera y abandonaba el piso.

Patricia permaneció en el dormitorio de Josefin como congelada en medio del calor.


El Konkurrenten había hablado con el padre de Josefin. Lo cierto es que no había dicho nada interesante, sólo que no comprendía que hubiera muerto. Así pues, éste era un tema menos a tratar por su periódico.

– Nunca se sabe de dónde sopla el viento -dijo Berit-. Si el Konkurrenten tiene mala suerte le caerá encima un gran debate sobre ética periodística.

– ¿Por haberse acercado a los familiares? -preguntó Annika y continuó ojeando el artículo.

Berit asintió y bebió de una lata de Ramlösa limón.

– Tienes que ser muy cuidadosa al hacerlo -explicó-. Unos quieren hablar, muchos no. No se les puede engañar para que hablen. ¿Llamaste a los padres?

Annika abandonó el periódico y lo negó con la cabeza.

– No me decidí a hacerlo. Me parecía tan desagradable…

– Ésa no es una buena pauta a seguir -respondió Berit grave-. Solo porque a ti te parezca desagradable no tiene por qué serlo para los demás. Los familiares se pueden sentir más tranquilos al saber lo que el periódico escribe sobre el caso.

– ¿Así que te parece bien que los medios llamen a casa de los padres cuyos hijos han muerto?

Annika oyó lo agresiva que sonaba.

Berit echó un trago de su agua mineral y reflexionó.

– Bueno, cada caso es diferente. Lo único de lo que se puede estar seguro es de que la gente reacciona de distintas maneras. No existe una regla universal. Hay que tener mucha delicadeza y sensibilidad para no herir a nadie.

– De todos modos, me alegro de no haberlos llamado -replicó Annika, se levantó y fue a buscar un café.

Cuando regresó con la taza de plástico y la bebida humeante Berit ya se había ido a su mesa.

Me pregunto si la habré ofendido, pensó Annika. La vio, inclinada sobre un periódico al otro lado del mar de la redacción. Levantó el auricular rápidamente y marcó el número interior de Berit.

– ¿Te has enfadado? -preguntó y se encontró con la mirada de Berit.

Annika vio su risa y la oyó en el auricular.

– ¡Qué va! Eres tú misma quien debe encontrar lo que está bien y lo que está mal.

Llamaban por «Escalofríos», Annika cambió de auricular.

– ¿Qué me dais por una buena noticia? -preguntó una excitada voz masculina.

Annika aspiró en silencio y recitó sus condiciones.

– Okey -respondió el hombre-. Ahora escucha. ¿Estás escribiendo?

– Sí, sí -contestó Annika-. Habla de una vez.

– Conozco a un famoso de televisión que se viste de mujer y acude a obscenos clubes de alterne -dijo el hombre, y sonó como si fuese a explotar.

Nombró a uno de los presentadores más admirados y populares de Suecia. Annika se enfadó sobremanera.

– ¡Joder, qué mierda de chisme! -exclamó Annika-. ¿Crees que el Kvällspressen publicaría una patraña malintencionada como ésta?

El hombre perdió el hilo al otro lado del auricular.

– Esto es un escándalo.

– ¡Por Dios! -dijo Annika-. La gente puede hacer lo que le plazca. ¿Y qué te hace pensar que es cierto?

– Lo sé de muy buena tinta -informó el hombre.

– Seguro -replicó Annika-. Gracias por llamar.

Colgó.

El Konkurrenten tenía prácticamente los mismos textos y fotografías que el Kvällspressen, pero Annika creía que en general los artículos del Konkurrenten eran algo peores. Por ejemplo, no tenían la fotografía de Josefin con la gorra de bachiller. Sus fotografías del lugar del crimen eran más flojas, el texto más plano, habían entrevistado a vecinos muy aburridos y tenían menos datos sobre el antiguo asesinato de Eva. No tenían al profesor ni a la amiga. El Kvällspressen, en cambio, publicaba cortas entrevistas con Charlotta, la amiga, y el rector Martin Larsson-Berg.

– Buen trabajo -dijo Spiken por encima de Annika, que alzó la vista y se encontró con la mirada de su jefe.

– Gracias -respondió.

Este se sentó en el borde de la mesa.

– ¿Qué hacemos hoy?

A Annika la embargó una extraña calidez. Ahora ya era una de ellos. Spiken le estaba haciendo preguntas.

– Había pensado en ir a ver a su compañera de piso, la chica que la identificó.

– ¿Crees que hablará?

– Quizá. He intentado establecer contacto -anunció ella.

Supo instintivamente que no debía mencionar el encuentro con Patricia en el parque. Si lo hacía, Spiken se enfadaría porque no había escrito un artículo de inmediato.

– Okey -dijo el redactor jefe-. ¿Quién se ocupa de la investigación policial?

– Lo haremos entre las dos -contestó.

– Bien. ¿Algo más? ¿Crees que el padre y la madre querrán llorar sus penas?

Annika se retorció.

– No me parece adecuado molestarlos ahora -respondió ella.

– El pobre habló con el Konkurrenten -replicó Spiken-. ¿Qué te dijo cuando llamaste?

Annika se sonrojó.

– Él… yo… pensé que no era buena idea llamar justo después…

Spiken se levantó y se fue sin decir una palabra. Annika deseó llamarle, explicarle qué era lo que le parecía mal, que no se podían comportar de esa manera. Pero el grito se congeló, su boca abierta. Tenía que aceptarlo, ella no era quien mandaba. La enorme espalda de Spiken se alejó, luego su corpachón cayó pesadamente sobre la silla junto a la mesa de redacción. A pesar de la distancia, Annika oyó un fuerte crujido.

Introdujo rápidamente el cuaderno, el bolígrafo y la grabadora en el bolso y se dirigió a la mesa de los fotógrafos. No había ninguno disponible y, por lo tanto, ningún coche. Llamó a un taxi.

– A Vasastan, Dalagatan.

Deseaba saber de qué forma había vivido la fallecida.


La suave mano de su esposa sobre el hombro le despertó de una sacudida.

– Christer -murmuró-. Es el primer ministro.

Se incorporó con una extraña sensación de desorientación. La cama se balanceaba ligeramente, el cuerpo le dolía de cansancio. Se levantó con la respiración agitada y se encaminó a su despacho.

– Lo cogeré aquí.

La voz del primer ministro en el auricular era firme y clara. Llevaba despierto muchas horas.

– Bueno, Christer, ¿llegaste bien a casa?

El ministro de Comercio Exterior se hundió en la silla junto a su mesa y se pasó la mano por el pelo.

– Sí -contestó-. Pero fue una paliza conducir hasta aquí arriba. ¿Y tú, cómo estás?

– Bien. Estoy en Harpsund con la familia. ¿Cómo fue todo?

Christer Lundgren carraspeó.

– Como era de esperar. No son bailarines de ballet a la hora de negociar.

– El escenario no es nada operístico -dijo el primer ministro-. ¿Qué hacemos ahora?

El ministro de Comercio Exterior ordenó rápidamente los pensamientos en su turbio cerebro. Cuando habló fue lo suficientemente estructurado y claro. Mientras conducía hasta Luleå había tenido muchas horas para pensar.

Después permaneció sentado a la mesa, acodado sobre una carpeta. Representaba un mapamundi antes de la caída del telón de acero. Buscó con la mirada sobre las anónimas manchas amarillas de las repúblicas, sin ciudades ni fronteras.

Su esposa entreabrió la puerta con cuidado.

– ¿Quieres un poco de café?

Volvió la cabeza y sonrió.

– Sí, gracias -respondió, la sonrisa creció-. Pero primero te quiero a ti.

Ella tomó su mano y lo condujo de vuelta al dormitorio.


Patricia se sobresaltó al oír el timbre de la puerta. La policía aún tardaría unas horas en llegar. Se le secó la boca. ¿Y si fueran los padres de Jossie?

Se dirigió rápidamente al recibidor y miró a través de la mirilla. Reconoció a la mujer de ahí fuera, era la de aquella mañana en el parque. Abrió sin más.

– Hola -dijo Patricia-. ¿Cómo me encontraste?

La periodista sonrió. Parecía cansada.

– Ordenadores -respondió-. Hoy en día hay registros para todo. ¿Puedo pasar?

Patricia dudó.

– Está un poco revuelto -anunció-. La policía estuvo aquí y lo puso todo patas arriba.

– Te prometo que no limpiaré -contestó Annika.

Patricia dudó durante unos segundos más.

– Okey -dijo y abrió la puerta de par en par-. Pero generalmente no suele estar así de desordenado. ¿Cómo te llamas?

– Annika. Annika Bengtzon.

Se dieron la mano.

– Pasa.

La periodista entró en el oscuro recibidor y se descalzó.

– ¡Uf, qué calor hace! -exclamó Annika.

– Sí -respondió Patricia-. Apenas he podido dormir esta noche.

– ¿A causa de Josefin?

Patricia asintió.

– Bonito vestido -dijo Annika y señaló con la cabeza.

Patricia se ruborizó, pasó la mano sobre la tela fucsia y brillante.

– Era de Josefin. Me lo han regalado -anunció.

– Te pareces a la princesa Diana -dijo Annika.

– Bah -replicó Patricia-. Yo soy demasiado morena. Me voy a cambiar. Espera…

Desapareció hacia su cuarto, cruzó el salón, y colgó el vestido de una percha. Buscó durante un rato un clavo del que sostenerla, no encontró ninguno y al final la enganchó en uno de los goznes de la puerta. Rápidamente se puso un short y una camiseta.

La periodista estaba en la cocina cuando regresó.

– En realidad es una guarrada que no recojan tras el registro -dijo Annika y señaló con la cabeza hacia la pila de platos del fregadero.

– Voy a tener que pasarme el día limpiando -anunció Patricia-. ¿Quieres un té?

– Sí, gracias -respondió Annika y se sentó en una silla.

Patricia encendió la cocina de gas, llenó de agua una cacerola de aluminio y volvió a colocar rápidamente lo que había dentro de ésta en su sitio habitual de la despensa.

– Jossie tenía los astros en su contra -señaló Patricia-. No se encontraba en un momento favorable. Tenía el sol en Saturno desde hacía más de un año, últimamente lo había pasado mal.

Calló, parpadeó entre lágrimas. La periodista la miró sorprendida.

– ¿Crees en estas cosas? -preguntó.

– No es que crea, entiendo de esto -respondió Patricia-. Tengo Lipton y Earl Grey.

Annika eligió Lipton.

– He traído el periódico -dijo y colocó la primera edición del día del Kvällspressen sobre la mesa.

Patricia no lo tocó.

– No puedes escribir lo que yo diga -anunció.

– Okey -respondió Annika.

– No puedes escribir que estuviste aquí.

– Como quieras -replicó Annika.

Patricia observó a la periodista en silencio. Annika parecía joven, apenas mayor que ella. Mojó su bolsita unas cuantas veces, pasó la cuerda alrededor de la cucharilla y exprimió hasta la última gota del fuerte té.

– ¿A qué has venido?

– Quiero entender -declaró Annika tranquila-. Quiero saber quién era Josefin, cómo vivía, qué pensaba y sentía. Todo lo que tú sabes. Luego podré hacer las preguntas más adecuadas a otras personas, sin revelar lo que tú me has contado. La constitución te protege si hablas conmigo. Ni siquiera las autoridades me pueden preguntar la identidad de las personas con las que me informo.

Patricia reflexionó un momento sobre esto mientras bebía su té.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó.

– Tú lo sabes mejor que nadie -contestó Annika-. ¿Cómo vivía?

Patricia suspiró.

– A veces era muy infantil. Me enfadaba mucho con ella. Se podía olvidar de que teníamos una cita en el centro. Me quedaba esperándola como una estúpida. Luego ni siquiera se disculpaba. «Me olvidé», decía simplemente.

Patricia guardó silencio.

– Pero la echo mucho de menos -añadió.

– ¿Dónde trabajaba? -preguntó Annika.

Había sacado su cuaderno y su bolígrafo. Patricia lo vio y enderezó la espalda.

– No vas a escribir sobre esto, ¿verdad?

Annika sonrió.

– Mi cabeza puede ser tan mala como la de Josefin -insinuó-. Sólo lo anoto para acordarme.

Patricia se relajó.

– En un club que se llama Studio Sex. Está en Hantverkargatan.

– ¿Sí? -contestó Annika sorprendida-. ¡Yo vivo ahí! ¿En qué parte de Hantverkargatan?

– En la cuesta. No tiene ningún letrero de neón ni nada por el estilo. Es un local bastante discreto, sólo hay un cuadrito en el escaparate.

Annika recapacitó.

– Pero ¿no hay un programa de radio que se llama Studio sex? -preguntó insegura.

Patricia se echó a reír.

– Sí -contestó-. Joachim, el propietario del club, se enteró de que Sveriges Radio no había registrado el nombre y bautizó al club igual, porque le pareció divertido putear a los de la radio. Y además es un nombre muy bueno, indica la actividad. Aunque quizá, más adelante, haya un juicio.

– Joachim -repitió Annika-. ¿Era el novio de Josefin?

Patricia se puso seria.

– Eso que te conté en el parque no se lo puedes decir nunca a nadie -dijo.

– Pero tú se lo has contado a la policía, ¿o no?

Cerró los ojos.

– Es cierto -dijo aterrorizada-, lo hice.

– No te preocupes -repuso Annika-. Es importantísimo que la policía sepa estas cosas.

– ¡Pero Joachim está tan triste! Estuvo aquí esta mañana y lloró.

Annika hojeó sus apuntes y decidió dejar el asunto de momento.

– ¿En qué trabajaba Jossie?

– Servía y bailaba.

– ¿Bailaba?

– En el escenario. No desnuda, eso está prohibido. Joachim cumple la ley. Usaba un tanga.

Patricia observó que la periodista estaba algo conmocionada.

– ¿Era… bailarina de striptease?

– Sí, se puede decir que sí -respondió Patricia.

– Y tú, ¿también eres… bailarina?

Patricia rió.

– No, Joachim piensa que tengo unos pechos demasiado pequeños. Yo estoy en el bar e intento aprender a manejar la ruleta. No me va nada bien. No sumo lo suficiente rápido.

La risa cesó y se tornó en un sollozo. Annika esperó en silencio mientras Patricia se recomponía.

– ¿Erais compañeras de clase, tú y Josefin? -inquirió.

Patricia se sonó en un trozo de papel de cocina y negó con la cabeza.

– No, en absoluto -contestó-. Nos conocimos en un workout, en el Sports Club de Sankt Eriksgatan. Íbamos a la misma hora y siempre teníamos las taquillas juntas. Josefin comenzó a hablar conmigo, ella podía conversar con todo el mundo. Empezaba a salir con Joachim y estaba enamoradísima. Se pasaba las horas hablando de él. Lo guapo que era, de cuánto dinero tenía…

Calló, recordó.

– ¿Cómo se conocieron? -preguntó Annika después de un rato. Patricia se encogió de hombros.

– Joachim también es de Täby. Yo conocí a Jossie las Navidades pasadas, hace un año y medio. Joachim acababa de abrir el club. Fue un éxito inmediato. Jossie comenzó a trabajar allí algún fin de semana que otro, después se encargó de que yo pudiera trabajar en el bar. He estudiado para camarera.

El teléfono sonó en el recibidor, Patricia se levantó a contestar inmediatamente.

– Vale, está bien -dijo-. Dentro de media hora.

Cuando regresó a la cocina Annika había puesto la taza en el fregadero y había guardado sus cosas en el gran bolso.

– La policía viene hacia aquí -anunció Patricia.

– No te molesto más -dijo Annika-. Gracias por dejarme entrar.

– Vuelve cuando quieras -respondió Patricia.

Annika salió al recibidor y se puso las sandalias.

– ¿Durante cuánto tiempo vas a vivir aquí? -preguntó.

Patricia se mordió el labio.

– No lo sé -contestó-. El apartamento es de Jossie. Su madre lo compró en el mercado negro para que no tuviera que coger todos los días el tren a Täby cuando ingresara en la JMK.

– ¿Iba a estudiar Josefin? ¿Sus notas eran lo suficientemente buenas para poder cursar periodismo?

Patricia miró a Annika de hito en hito.

– Jossie era inteligentísima -respondió-. Tenía sobresaliente en casi todas las asignaturas. El sueco era su asignatura favorita, escribía muy bien. Tú crees que era una estúpida sólo porque bailaba desnuda, ¿verdad?

Vio cómo enrojecía la periodista a pesar de la oscuridad.

– Hablé con su rector. Él no consideraba que sus calificaciones fueran buenas -se disculpó.

– Seguro que está lleno de prejuicios -replicó Patricia.

– ¿Tenía muchas amigas?

– ¿Te refieres en la escuela? Casi ninguna. Jossie se pasaba el día estudiando.

Se dieron la mano, Annika abrió la puerta. Se detuvo en el umbral.

– ¿Por qué te mudaste aquí? -preguntó Annika.

Patricia bajó la mirada.

– Jossie me lo pidió -respondió.

– ¿Por qué?

– Tenía miedo.

– ¿De qué?

– No te lo puedo decir.

Patricia vio en los ojos de la periodista que, no obstante, lo comprendía.


Annika salió al sol de justicia de Dalagatan y entrecerró los ojos. Había sido una liberación salir del oscuro y sucio apartamento, con las cortinas negras. Era casi macabro. No le gustó lo que había descubierto. No le gustó el apartamento de Josefin. Se sentía muy escéptica respecto a la elección de trabajo. ¿Cómo coño podía alguien ser voluntariamente bailarina de striptease?

Si es que era voluntariamente, pensó luego.

La boca del metro se hallaba justo en la esquina, recorrió dos estaciones y se bajó en Fridhemsplan. Allí salió a Sankt Eriksgatan, pasó por delante del gimnasio donde Josefin y Patricia se habían conocido y torció a la derecha, dirigiéndose hacia el lugar del crimen. Había dos ramos de flores en la entrada, Annika presintió que pronto les seguirían muchos más. Permaneció parada un rato junto a la verja. Hacía por lo menos tanto calor como el día anterior, sintió sed. Justo cuando había decidido marcharse de allí aparecieron dos mujeres jóvenes, una rubia y otra morena, paseando lentamente por Drottningholmsvägen. Annika decidió quedarse. Vestían iguales minifaldas y los mismos zapatos de tacón de aguja, mascaban chicle y cada una sujetaba una Pepsi Max.

– Ayer murió aquí una chica -dijo la rubia al pasar junto a Annika, y señaló un lugar entre las tumbas.

– ¿No me digas? -respondió la morena y abrió los ojos. La primera asintió solícita y adelantó una mano.-Estaba ahí tumbada, completamente destripada. Violada después de muerta.

– ¡Qué horrible! -exclamó la morena, Annika vio cómo sus ojos se arrasaban en lágrimas.

Se detuvieron un par de metros más allá, miraron espiritualmente las sombras de un verde profundo. Después de unos minutos ambas lloraban.

– Tenemos que dejar una nota -dijo la rubia.

Encontraron un recibo en un bolso, y un bolígrafo en el otro. La rubia escribió un saludo ayudándose con la espalda de la amiga. A continuación se secaron las lágrimas y bajaron hacia el metro.

Cuando doblaron la esquina, Annika se acercó y leyó la nota.

«Te echamos de menos», decía.

Al mismo tiempo vio al equipo de reporteros del Konkurrenten bajarse de un coche en Kronobergsgatan, a lo lejos junto al «parque infantil». Se dio media vuelta y bajó apresuradamente hacia Sankt Göransgatan; no deseaba, en absoluto, charlar con Arne Påhlson.

Al dirigirse hacia la parada del 56 pasó el portal de Daniella Hermansson, la mamá animada que siempre dormía con la ventana abierta. Pescó el cuaderno, yes, tenía el código del portero automático apuntado junto a la dirección de Daniella. Sin pensarlo tecleó la clave y entró en la portería.

La corriente de aire que se encontró era tan fría que la hizo tiritar. Se detuvo, oyó cerrarse la puerta tras de sí. El portal estaba decorado con cuadros sobre parques de los años cuarenta, probablemente procedían del año de construcción del edificio.

Daniella vivía en el segundo derecha. Annika tomó el ascensor. Nadie abrió la puerta. Miró su reloj de pulsera, las tres y diez, seguramente Daniella estaba en el parque con Skruttis.

Suspiró. Hasta el momento, el día no había dado mucho de sí. Miró a su alrededor en el rellano al que daban muchas puertas, los apartamentos debían de ser muy pequeños. Los nombres en los buzones estaban escritos con letras amarillentas de plástico. Se acercó y estudió el más próximo. «Svensson», leyó. No tuvo que pensarlo demasiado. Ya que estaba allí aprovecharía para escuchar la opinión de otros vecinos.

La pequeña hendidura que se abrió en casa de Svensson dejó escapar una ráfaga de hedor corporal, Annika retrocedió. Por la puerta entreabierta vislumbró una figura informe de mujer con un vestido de poliéster lila y turquesa. Ojos miopes, pelo canoso enmarañado y fijado con abundante laca. Sostenía en brazos un perrito regordete, Annika no pudo determinar su raza.

– Disculpe que la moleste -dijo Annika-, soy del periódico Kvällspressen.

– Nosotros no hemos hecho nada -replicó la señora. Miró asustada a Annika desde la abertura.

– No, claro que no -respondió Annika con educación-. Sólo llamaba para saber cómo han reaccionado ustedes al conocer el crimen que se ha cometido justo aquí al lado.

La señora entornó la puerta aún más.

– No sé nada -dijo.

Annika comenzó a arrepentirse, quizá no fuera una buena idea visitar las casas de los vecinos.

– Puede que no se haya enterado, una mujer joven ha sido asesinada en el parque vecino -continuó tranquilamente-. La policía quizá estuvo aquí y…

– Vinieron ayer.

– Bueno, entonces a lo mejor le preguntaron…

– ¡No fue Jesper! -exclamó la mujer inesperadamente.

Annika dejó caer el cuaderno y dio dos involuntarios pasos atrás.

– ¡No se lo pude impedir! ¡Y no creo que el ministro tuviera nada que ver con esto!

La mujer dio un portazo que retumbó en toda la casa. Annika, asombrada, miró fijamente la puerta. Dios mío, ¿qué había pasado?

Se abrió levemente una puerta al fondo del rellano.

– ¿Qué pasa aquí fuera? -preguntó una irritada voz de hombre mayor.

Annika recogió su cuaderno y bajó las escaleras. Al salir a la calle dobló apresuradamente a la derecha sin mirar hacia el parque.


– ¡Gracias por cuidar de los gatos!

Anne Snapphane había regresado y estaba sentada en su silla con los pies sobre la mesa.

– ¿Qué tal por Gotland? -preguntó Annika y dejó caer su bolso al suelo.

– Hacía tanto calor como en un horno, como un gran fuego en una sauna. Ahora ya está bajo control. ¿Y tú qué coño has hecho?

– ¿Qué? -dijo Annika haciéndose la sueca.

– ¡Tienes un buen corte en la ceja!

La mano de Annika voló hacia la ceja izquierda.

– Ah, eso -respondió-. Esta mañana me di un golpe con el armario del cuarto de baño. Adivina dónde he estado.

– ¿En casa de la asesinada?

Annika esbozó una gran sonrisa y se sentó.

– Ya decía yo -dijo Anne.

– ¿Has almorzado?

Se dirigieron a la cafetería.

– Bueno, ¿cómo era? -interrogó Anne Snapphane curiosa y se llevó una buena cucharada de pasta a la boca. Annika reflexionó.

– Me gusta Patricia, su compañera de piso. Es inmigrante o hija de inmigrantes. De algún lugar de Sudamérica, creo. Un poco loca, cree en la astrología.

– ¿Cómo era Josefin?

Annika dejó el tenedor.

– No lo sé -respondió-. No consigo figurármela. Patricia dice que era muy inteligente y el rector que era una rubia estúpida. Charlotta, su compañera de clase, parecía no saber nada de ella. Quería ser periodista y ayudar a los niños desprotegidos, pero al mismo tiempo trabajaba como bailarina de striptease.

– ¿Bailarina de striptease? -dijo Anne Snapphane.

– Su novio tiene una especie de club de alterne: Studio Sex.

– Ése es un programa de radio. La estrella de P3.

Annika asintió.

– Sí. A Joachim, el novio, al parecer le pareció divertido. Studio Sex es un nombre pretencioso.

– Si su intención era irritar a las estrellas de la radio, esto le confiere cierta inteligencia -señaló Anne Snapphane.

Annika sonrió y tomó una buena cucharada.

– Cuéntame más cosas, ¿cómo era la casa?

Annika masticó y pensó.

– Espartana -relató-. No estaba amueblada. Los colchones puestos directamente en el suelo. Como si no se hubiera mudado de verdad.

– ¿Cómo consiguió un apartamento en Dalagatan?

– Mamá Barbro lo compró en el mercado negro. El teléfono está a nombre de la madre.

Anne Snapphane se recostó en el respaldo de la silla.

– ¿Por qué la mataron?

Annika se encogió de hombros.

– No lo sé.

– ¿Qué dice la poli?

– Aún no les he llamado.

Cada una se compró su Loka y regresaron a la redacción. Spiken hablaba por teléfono, no había nadie más.

– ¿Qué haces hoy? -preguntó Annika.

– Hay otros pequeños incendios forestales por todo el reino. Yo los apago, personalmente.

Annika se rió.

Encendió su ordenador e introdujo un disquete. Escribió rápidamente las anotaciones de su conversación con Patricia, las archivó y borró el documento del ordenador, después guardó el disquete en el cajón inferior de su mesa.

Entonces sonó el teléfono de Annika, la señal indicaba que era una llamada interna.

– Tienes visita -anunció Tore Brand.

– ¿Quién es? -preguntó Annika.

Tore Brand desapareció del auricular y ella le oía refunfuñar a lo lejos.

– ¡Oiga, espere! No puede entrar así…

Pasos que regresaban al teléfono.

– Oye, ya sube. No creo que haya ningún problema. Es un hombre.

La irritación de Annika creció. Tore Brand estaba allí para impedir estas cosas. ¡Viejo de mierda!

– ¿Qué quería?

– Quería discutir contigo algo del periódico de hoy. Tenemos que ser abiertos con los lectores -dijo Tore Brand.

En ese mismo instante Annika divisó al hombre con el rabillo del ojo. Venía corriendo hacia ella, sus ojos brillaban. Annika acabó la conversación. Siguió al hombre con la mirada, todo el camino a lo largo de la redacción hasta el borde de su mesa.

– ¿Tú eres Annika Bengtzon? -preguntó sofocado.

Annika asintió.

El hombre tomó fuerza y dejó caer desde arriba un ejemplar del Kvällspressen del día sobre la mesa de Annika.

– ¿Por qué no llamaste? -espetó, la voz se rompió a causa de un espasmo que le llegó desde el diafragma.

Annika miró al hombre de hito en hito, no tenía ni idea de quién era.

– ¿Por qué no nos contaste lo que ibas a escribir? Su madre no sabía que había muerto de esa manera. Ni que algo la había mordisqueado, ¡Dios mío!

El hombre volvió la cabeza y se sentó sobre su mesa, se llevó las manos al rostro y lloró. Annika cogió el periódico que había tirado delante de ella. Era el artículo que hablaba de cómo se encontraba Josefin cuando la hallaron, su grito sin palabras y el pecho amoratado, la fotografía de la pierna desnuda entre el verdor. Annika cerró los ojos y se pasó la mano por el pelo.

No puede ser cierto, pensó. Dios mío, ¿qué he hecho? Sintió que la vergüenza crecía como una marea cálida sobre su rostro, la bañaba con olas calientes, el suelo comenzaba a moverse. ¡Dios mío!, ¿qué había hecho?

– Lo siento -dijo ella-. Yo no quería molestarles…

– ¿Molestarnos? -gritó el hombre-. ¿Crees que uno está menos molesto de esta manera? ¿Pensabas que no veríamos la mierda que escribiste? ¿Esperabas que nosotros también nos muriésemos y nunca viéramos esto? ¿Eh?

Annika estaba a punto de romper a llorar. El hombre agresivo tenía la nariz completamente colorada, la boca repleta de saliva. Ahora la gente a su alrededor se percataba de lo que ocurría. Spiken se había vuelto hacia ella. Foto-Pelle alargó el cuello e intentó escrutar.

– Lo siento muchísimo -dijo ella.

De pronto, apareció Berit como por arte de magia. Sin pronunciar una palabra le pasó al hombre un brazo por encima del hombro y se lo llevó a la cafetería. Él la siguió sin protestar, temblando de llanto.

Annika cogió su bolso y se apresuró a ir hacia la salida trasera. Respiraba atropelladamente y tuvo que esforzarse para caminar con normalidad.

– ¿Adónde vas, Bengtzon? -gritó Spiken.

– A la calle -respondió con un grito agudo.

Corrió hacia la puerta. Bajó dos pisos y se sentó en el suelo del rellano cerca del archivo.

Soy una persona ruín, pensó. Nunca podré superar esto.

Permaneció sentada un tiempo, luego abandonó el edificio por la entrada de la imprenta y se fue a comprar un helado.

Caminó lentamente hacia el lago junto a Mariebergspark. Escuchó el alboroto de los niños al otro lado de la playa de Smedsudd. Se sentó en un banco y se tomó el helado, tiró el envoltorio del cono en una papelera rebosante junto al sendero.

Así es la vida, pensó. Una oye sonidos, siente el aire y el calor, fracasa y se avergüenza. En esto consiste vivir. Vivir y aprender.

No volveré a dudar cuando tenga que realizar una llamada o ponerme en contacto con alguien. Nunca más me avergonzaré de mi trabajo o de mis palabras.

Continuó lentamente por la ribera hacia la playa. A continuación caminó cuesta arriba, a lo largo de Fyrverkarbacken, y regresó al periódico.

– Tienes que avisar cuando salgas -dijo Tore Brand con tono enfadado en la recepción.

Ella no tuvo fuerzas para responder, subió en el ascensor y rezó una silenciosa oración deseando que el pastor enfurecido hubiera desaparecido. Así fue. Observó que los demás también. Spiken y Jansson estaban en una reunión, los maquetadores aún no habían llegado, Berit había salido a alguna parte.

Se sentó pesadamente en su silla. Hoy no había conseguido hacer nada que valiera la pena. Lo único que le quedaba pendiente era llamar a la policía.

El portavoz de prensa dijo que la investigación proseguía. La brigada criminal no respondía.

En el centro coordinador de emergencias no había sucedido en todo el día nada que tuviera que ver con el asesinato.

Dudó, pero a pesar de todo se decidió a llamar al jefe de la investigación. No importaba si se enfadaba.

Fue Q quien le respondió en el número de urgencias de la criminal. El pulso se le aceleró.

– Hola, soy Annika Bengtzon del periódico…

– Lo sé.

Ligero suspiro.

– ¿Nunca paras de trabajar? -preguntó ella.

– Al parecer tú tampoco.

El tono era frío y cortante.

– Tengo un par de preguntas…

– Si hablara con todos los periodistas, no tendría tiempo para resolver ningún asesinato. Enfadado, irritado.

– No hace falta que hables con todos, vale con que hables conmigo.

Parecía cansado.

Annika pensó en silencio durante algunos segundos.

– Estamos perdiendo el tiempo -dijo-. Sería mucho mejor si respondieras a mis preguntas.

– Lo mejor sería colgar.

– ¿Entonces por qué no lo haces?

Él respiró en silencio en el auricular, como si pensara lo mismo.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó quedo.

– ¿Qué habéis hecho hoy?

– Rutina. Interrogatorios.

– ¿Patricia? ¿Joachim? ¿Los otros del club? ¿Quizá algún cliente? ¿Los padres? ¿El hermano gemelo? ¿La gente de la casa vecina? ¿La señora gorda con el perro? ¿Quién es Jesper? ¿Y quién es el ministro?

Annika percibió su asombro a través del teléfono.

– Has hecho tus deberes -dijo él.

– No -respondió ella-, research normal.

– Hemos encontrado su ropa -anunció él.

Annika sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Esto no era aún oficial. Le estaba dando una exclusiva.

– ¿Dónde?

– En el crematorio municipal de Högdalen.

– ¿En el vertedero?

– No, en un compresor junto a una gran cantidad de desperdicios. La tuvieron que tirar en alguna papelera de Kungsholmen. Las papeleras se vacían cada día en un camión de una empresa de Estocolmo y la basura se prensa junto a todo lo demás que se encuentra en la calle. Imagínate.

– ¿La podéis utilizar como prueba?

– Hasta el momento, los técnicos han encontrado entre las fibras del tejido restos de un televisor, relleno de sofá, residuos de cascara de plátanos y excrementos de un pañal de bebé.

Él suspiró.

– ¿Así que el descubrimiento no vale nada? -señaló Annika.

– Por lo menos de momento.

– ¿Estaba rota?

– Hecha añicos. A causa del compresor.

– En tal caso, ¿todas las huellas dactilares, pelos, desgarrones y cosas por el estilo que podrían indicar algo están destruidos?

– Lo has entendido perfectamente.

– ¿Puedo escribir esto?

– ¿Te parece que aporta algo?

Ella recapacitó.

– El asesino la tuvo que tirar allí. Alguien pudo verlo.

– ¿Dónde? ¿Cuánta gente crees que tira basura cada día en las papeleras de Kungsholmen?

Ella pensó en los envoltorios de helados de la papelera junto al lago.

– Más o menos… ¿todo el mundo?

– ¡Correcto! Y ni siquiera hace falta que haya sido el asesino. La ropa la pudo encontrar un amigo del orden que quiso limpiar el suelo.

Ella esperó en silencio.

– Por lo menos indica que vosotros, la policía, hacéis algo -replicó ella.

Él se rió.

– Vaya, no está mal -dijo él.

– Quizá no sea necesario relatar exactamente el mal estado en que se encontraba la ropa -añadió Annika-. El asesino no necesita saber eso.

Q rió, pero no respondió.

– ¿Y los interrogatorios?

Q se volvió a cerrar.

– No puedo decir nada de eso. Continúan.

– ¿Con las personas que nombré antes?

– Estas son sólo el comienzo.

– ¿Y la autopsia? ¿Ha dado algo?

– Se lleva a cabo en horario de oficina, es decir, comenzará mañana.

– ¿Qué clase de sitio es Studio Sex?

– Date una vuelta por ahí y verás.

– ¿De qué ministro hablaba la anciana, lo sabéis?

– ¡Suerte que todavía tienes algo que descubrir! -dijo él-. Adiós.

Annika recapacitó durante unos segundos. Esto de la ropa era nuevo, podrían explotarlo. Era una pena que la policía no atribuyera más valor al hallazgo, pero ahora, por lo menos, sabían que el asesino no la tenía.


Spiken, Jansson y Foto-Pelle habían regresado de la reunión. Estaban sentados en la mesa de noticias charlando.

– Tengo una cosa en exclusiva, por lo menos de momento -anunció ella.

Los hombres levantaron la vista con la misma expresión de sorpresa y ligera irritación.

– Han encontrado la ropa.

Los dos hombres estiraron la espalda y cogieron sus bolígrafos.

– ¡Coño! ¿La podemos fotografiar?

– No, pero sí el lugar en el que la encontraron. El crematorio municipal de Högdalen.

– ¿Consiguieron algo?

Annika sopesó su respuesta.

– En realidad no, pero la policía no lo podrá refutar -dijo ella.

Los dos hombres asintieron.

– Esto está muy bien -dijo Jansson-. Si lo juntamos a lo demás obtendremos una buena mezcla. ¡Mira!

Le alargó a Annika un cuaderno de apuntes.

– Me parece que comenzaremos con tu asunto, «nueva pista de la policía». Fotografía de Josefin, fotografía del basurero. ¡Dentro de poco tendrás un «careto», Bengtzon!

Los hombres soltaron una risa amable. Annika bajó la mirada y se sonrojó.

– Luego tenemos al padre -continuó Jansson-. Berit ha hecho una entrevista fantástica.

Annika se quedó estupefacta.

– ¿Sí?

– Yes box, estuvo aquí arriba gritando así que Berit se ocupó de él. Dijo que quería hablar. Ahora está con los padres enseñándoles el texto. Deseaban verlo antes de su publicación.

– Increíble -murmuró Annika.

– Luego necesitaremos algo del lugar del crimen, ¿sabes si ya hay flores?

– Por la tarde no había muchas.

– Vete a ver si hay más. ¿Puedes? También sería interesante que hablaras con alguno de los apenados que se acerquen al lugar, con alguien que escriba una carta o encienda una vela.

Annika suspiró y asintió.

– ¿Qué tal fue con los compañeros de clase? -preguntó ella.

– Berit no encontró a ninguno, excepto a tu Charlotta. Tenemos una fotografía de ella en la habitación de su casa. Seguro que muchos regresarán esta noche, las vacaciones están a punto de terminar. Pero pasamos de ellos por el momento. Es suficiente por hoy. Además, también tenemos los incendios forestales y la situación en el Oriente Próximo. Quizá acaben en guerra ahí abajo…

Los maquetadores irrumpieron anhelantes, con ganas de trabajar. Annika regresó a su mesa, escribió sobre la nueva pista de la policía y cogió su bolso para ir de nuevo al lugar del crimen.

Bertil Strand no estaba, y Annika encendió el televisor que colgaba de una esquina de la sala de recreo de los periodistas. Las noticias locales ni siquiera nombraron a Josefin.

Rapport dedicó medio programa a Oriente Próximo. Durante los enfrentamientos habían muerto siete israelíes y quince palestinos. Tres de ellos eran niños. Annika se estremeció.

A continuación, el portavoz del partido de los ecologistas demandaba una comisión sobre el registro de opinión y el asunto IB. Annika bostezó.

Al final de la retransmisión mostraron la segunda parte del reportaje del corresponsal en Rusia sobre el conflicto del Cáucaso. Ayer había entrevistado al presidente que hablaba sueco, hoy el periodista continuaba con la guerrilla bien equipada, que representaba a una minoría.

– Luchamos por nuestra libertad -dijo el dirigente guerrillero y sostenía un kaláshnikov en cada mano-. El presidente es un traidor hipócrita.

En el cuartel general de la guerrilla había mujeres y niños. Los pequeños reían y jugaban, polvorientos y descalzos. Las mujeres se pasaban el velo por la cabeza y desaparecían en el agujero negro de la puerta de sus casas. El jefe guerrillero abrió una puerta que daba a un sótano, el reportero le siguió bajo tierra. Bajo el foco de la cámara apareció un arsenal de armamento ruso, cajas de minas, cañones antiaéreos, filas de armas automáticas, granadas, bombas antitanque, morteros.

A Annika la embargó una gran sensación de desaliento. Estaba cansada y tenía hambre. ¿Qué importaba lo que ella escribiera sobre la muerte de una joven sueca cuando en el mundo no hacían otra cosa que matarse unos a otros?

Se fue a la cafetería y compró una bolsa de gelatina de frambuesa. Mientras regresaba a su mesa se la zampó toda y se sintió realmente mareada.

– ¿Cómo estás, Annika?

Era Berit.

– Más o menos -respondió Annika-. El mundo está lleno de desgracias. ¿Qué tal te fue con los padres?

– Bien -dijo Berit-. Plantearon algunas objeciones al texto, pero nos pusimos de acuerdo en casi todo. Tenemos una fotografía de ellos, sentados en la cama del cuarto de niña de Josefin.

– ¿Todavía conservan los muebles? -indagó Annika.

– Parecía que estaba todo sin tocar.

Berit se dirigió a la mesa de noticias para informar a los jefes. En ese mismo instante llegó Bertil Strand.

– ¿Puedes acompañarme un momento al lugar del asesinato? -preguntó Annika, y se aseguró de llevar su bolso.

– Acabo de aparcar en el garaje. ¿No me lo podías haber dicho antes?


Patricia estaba tumbada sobre el colchón tras las cortinas negras y sudaba en la oscuridad. Le dolían las piernas, se sentía mareada debido al cansancio. No tenía fuerza para espiar a Joachim. No era justo que le pidieran eso. Sólo pensarlo le ponía los pelos de punta.

Cerró los ojos e intentó ahuyentar el ruido. Ahí fuera comenzaba a anochecer, la gente se dirigía a los restaurantes y a las citas, trasiego de ropas, vino, cerveza y sudor. Examinó su alma, intentó encontrar la verdad en su interior, escuchó su propia respiración y se entregó a una especie de autohipnosis.

Evocó desde lo más profundo de su ser la voz de Josefin en la oscuridad. Al principio la voz era alegre, crecía y decrecía, Patricia sonrió. Jossie tarareaba y cantaba, clara y limpiamente. Cuando llegó el grito, Patricia estaba preparada. Escuchó con una paciencia expectante el golpe y el desplome, el grito de Joachim. Ella se ocultó entre las sombras hasta que él enmudeció y desapareció, esperó los llantos y la desesperación desde el cuarto de Jossie. Los sentimientos de culpabilidad desaparecieron, no lo había podido impedir. No se sentía atemorizada, no estaba asustada. Ahora él ya no podía hacerle nada a Jossie.

Respiró hondo y se obligó a alcanzar la superficie. La realidad regresó, sorda y calurosa.

Tengo que preguntarle a las cartas, pensó.

Se levantó lentamente, la presión arterial no respondió e hizo que se mareara. Sacó su cofrecillo de esencias de una bolsa de deportes que había en la esquina, abrió la tapa y acarició la seda negra con sus manos. Ahí moraban sus cartas.

Se sentó en el suelo en la posición de loto y barajó el tarot respetuosamente. Luego cortó tres veces. A continuación repitió el proceso dos veces más, justo como requerían las energías. Después de cortar por última vez, no juntó los montones sino que eligió uno, lo cogió con la mano izquierda y luego volvió a barajar las cartas una vez más.

Finalmente extendió una cruz celta sobre el parqué, diez cartas que simbolizaban la naturaleza del momento desde distintos puntos de vista. La cruz celta era el sistema más completo frente a los grandes cambios, y ella sentía que se encontraba ante ellos.

No estudió ni analizó las cartas hasta que la cruz estuvo dispuesta. Pensativa consideró su situación. Su carta base era el tres de espadas, que mostraba a Saturno en Libra. Asintió, en realidad era evidente. El tres de espadas significaba aflicción y tirantez en una relación triangular. Se le recomendaba tomar resoluciones claras e inequívocas.

La carta que cruza a la carta base es la que le impedía tomar decisiones, era por supuesto la decimoquinta carta del Arcano Mayor. El Diablo, el sexo masculino. No podía estar más claro.

Las cartas tercera y cuarta mostraban sus pensamientos conscientes e inconscientes sobre la situación. No revelaban nada extraño, nueve de espadas y diez de bastos. Crueldad y opresión.

Sin embargo, la séptima y octava carta le causaron una gran impresión. La séptima la simbolizaba a ella misma y se trataba de la decimoctava carta del Arcano Mayor, la Luna. No era bueno. Indicaba que se encontraba ante una prueba definitiva y muy difícil, y que esta tenía que ver con el sexo femenino.

La octava carta la hizo recapacitar. Representaba las energías exteriores que influirían en su situación.

El Mago, la primera carta, simboliza a un comunicador alocado, un brillante sofista que se mueve continuamente en la linde de la verdad. Ella ya se imaginaba quién podía ser.

La décima carta, el resultado, la tranquilizó. El seis de bastos. Júpiter en Leo. Claridad. Revelación. Victoria.

Ahora sabía que lo conseguiría.

Diecisiete años, nueve meses y tres días

Nuestra felicidad es sólida. Él me abraza siempre. Su compromiso es enorme, de vez en cuando me resulta difícil satisfacerle. Su desengaño es grande si no se lo cuento todo, debo ser más cuidadosa. Nuestros viajes en el tiempo y en el espacio son eternos, le quiero muchísimo.


He intentado explicarle, la culpa no es suya. Es mía, soy yo quien no se decide a valorarlo como se merece.

Me ha comprado ropa que yo nunca antes había tenido, símbolos de amor y confianza. Mi ingratitud se basa en el egoísmo y la inmadurez, su desencanto es profundo y fuerte. No hay disculpa posible, una tiene su responsabilidad en una dualidad universal.


Lloro al comprender mi imperfección. Él me perdona. Luego hacemos el amor.


No me abandones nunca,

dice,

no puedo vivir sin ti.


Y yo se lo prometo.

Lunes, 30 de julio

Spiken se paseaba junto a la mesa de Annika, cuando todavía faltaba una hora y media para que ella comenzara a trabajar.

– Berit ha recibido un soplo buenísimo sobre otro asunto -informó el jefe de noticias-. Hoy tú te encargarás de cubrir el asesinato junto a Carl Wennergren.

Annika dejó caer el bolso al suelo y se secó el sudor de la frente.

– Cada día hace más calor -dijo.

– Carl viene de Nynäshamn -anunció Spiken-. ¿Te has enterado de que ha ganado la vuelta a Gotland?

Annika se sentó y encendió el ordenador.

– No, pero me alegro.

Spiken se sentó a su mesa y abrió el Konkurrenten.

– Hoy hemos ganado -señaló él-. No tienen a los padres ni la información sobre la ropa encontrada. Ayer tú y Berit hicisteis un buen trabajo.

Annika bajó la cabeza.

– ¿Qué haremos hoy? -preguntó ella.

– Hoy no tendremos cartelera -anunció Spiken-. Las ventas siempre bajan el tercer día. Además tendría que ser algo realmente grande que superara la historia de Berit. Debéis intentar sacarle una teoría a la policía, a estas alturas deberían tener una. ¿Sabes si se traen algo entre manos?

Annika dudó, pensó en Joachim y recordó la aversión de Spiken por las «peleas familiares».

– Quizá -contestó simplemente.

– Si la policía no encuentra una pista, la historia pronto perderá fuerza -continuó Spiken-. Debemos vigilar el lugar del crimen, hoy puede que aparezcan sus amigos llorando y cosas por el estilo.

– ¿Y un gráfico con un plano de sus últimas horas? -sugirió Annika.

Spiken se iluminó.

– ¡Coño! Tienes razón, eso no lo hemos hecho. Prepara el material y habla con los dibujantes.

Annika anotó.

– ¿Algo más? -preguntó ella.

– Vamos a tener un nuevo director, el presentador de un programa social de Sveriges Television.

Annika no lo conocía, sólo lo había visto en la tele. Era alto y rubio, en principio a ella le resultaba tosco y antipático.

– ¿Qué te parece? -preguntó ella cuidadosamente.

– Que esto va a estar jodidamente revuelto -respondió él-. ¿Cómo coño puede un famoso de la tele creerse que va a venir aquí a enseñarnos a hacer nuestro trabajo?

Con eso expresó lo que parecía ser la opinión generalizada de la redacción. Annika cambió de tema.

– ¿Hoy Anne Snapphane hace algo especial o puede trabajar con nosotros en el asesinato?

Spiken se puso de pie.

– La señorita Snapphane tiene de nuevo un tumor cerebral y se está practicando de nuevo unas jodidas resonancias magnéticas. ¡Pero, Carl, joder, felicidades!

Carl Wennergren entró paseando por la redacción con una copa en la mano. Spiken se acercó a él en dos zancadas, le palmeó la espalda. Annika permaneció sentada a su mesa, muda y conmocionada. ¡Dios mío, Anne, un tumor cerebral!

Le temblaban las manos cuando cogió el auricular y marcó el número. Anne Snapphane respondió después de la primera señal.

– ¿Cómo coño estás? -preguntó Annika con el llanto en la voz.

– Estoy muy preocupada -contestó Anne Snapphane-. Me siento mareada y sin fuerzas. Si cierro los ojos veo lucecitas.

– Spiken me lo ha dicho. ¡Dios mío! ¿Por qué no me lo has contado?

Anne perdió el hilo.

– ¿Qué?

– ¡Que tienes un tumor cerebral!

Anne Snapphane parecía confundida.

– Pero si nunca he tenido un tumor cerebral. Me he hecho cantidad de revisiones y nunca me han encontrado nada raro.

Annika no comprendía nada.

– Pero Spiken dijo… ¿No tienes cáncer de cerebro?

– Mira, lo que pasa -explicó Anne Snapphane- es que me imagino que tengo enfermedades. Soy consciente de ello, pero aun así, un par de veces al año me siento morir. El invierno pasado conseguí que me hicieran una resonancia magnética en el Karolinska. A Spiken esto le pareció muy divertido.

Annika se recostó en la silla.

– ¡Eres una hipocondríaca, cabrona! -espetó Annika.

Anne Snapphane soltó una risita amarga.

– Sí, así lo llaman. Así que he conseguido hora en el ambulatorio a las 15.30, una nunca puede estar segura…

– ¿Qué vas a hacer en tus días libres?

– Si no me internan subiré a Piteå con los gatos. Cogeré el tren nocturno.

– Okey -dijo Annika-. Nos veremos cuando vuelvas.

Finalizaron la conversación y Annika se sumió en la meditación sobre sus propios días libres. Esa era la última jornada después de cinco días de trabajo, ahora tendría cuatro días libres. Iría a Hälleforsnäs, estaría con Sven y visitaría a Whiskas. Suspiró. Pronto tendría que decidirse. O apostaba por quedarse e intentar conseguir trabajo en Estocolmo o renunciaba a su contrato de alquiler y regresaba de nuevo a casa.

Miró hacia la redacción. Como era lunes había un gran bullicio de gente por todas partes. Esto la hizo sentir torpe e insegura. No conocía los nombres de ni la mitad de ellos. La cálida sensación de pertenecer al equipo de la que disfrutó el fin de semana había desaparecido. Al parecer dependía de los tubos fluorescentes apagados, de las pantallas brillando en la oscuridad, de pasillos vacíos y el tranquilo zumbido del aire acondicionado. Durante el día el lugar de trabajo era completamente diferente, invadido de luz y ruido y de personas con muecas engreídas. Como aún no lo controlaba, Annika no encontraba su sitio.

– Aquí han pasado muchas cosas mientras he estado fuera -dijo Carl Wennergren y se sentó familiarmente en la mesa de Annika, que tiró demostrativamente de unos papeles que sobresalían bajo el trasero del hombre.

– Una historia muy trágica -respondió Annika.

Carl Wennergren colocó la copa sobre los papeles.

– Es el premio de una excursión -dijo él-. Bonito, ¿verdad?

– Mucho -contestó Annika.

– El dueño del barco recibe la copa, a los otros les dan una especie de jodido diploma. Clase IOR, primera. Los grandes barcos, ése es mi terreno.

– Hay muchas clases, ¿verdad? -preguntó Annika e hizo clic en TT.

Carl Wennergren la observó en silencio durante algunos segundos.

– A ti no te interesan mucho los deportes náuticos, ¿verdad? -respondió él.

– Claro que sí -dijo Annika-. Suelo tomar prestada la barca de mi abuela y remo por el Hosjön. Puede ser bonito de cojones.

Levantó la mirada cuando él se levantó y se marchó, intentó no pensar en él ni en el resto de la redacción. Se estiró para coger el Konkurrenten. No tenían nada que aportar a la historia del asesinato. Observó que habían ampliado la nota del lugar del crimen, «Te echamos de menos». Annika cabeceó, pasó las hojas y se enganchó rápidamente a un artículo sobre las relaciones de pareja después de las vacaciones. El número de divorcios aumentaba dramáticamente durante el otoño, leyó, ya que las esperanzas que habían mantenido el matrimonio vivo durante el invierno se habían traqueteado en la caravana. Pensó en sí misma y en su propia relación y suspiró.

– ¿Y esa melancolía? ¿Nos tomamos un café rápido?

Berit le sonrió animadamente, Annika respondió con recelo.

– He oído que te han dado un supersoplo -dijo Annika y pescó el monedero del bolso.

– Sí, es cierto -respondió Berit-. ¿Has oído hablar del asunto IB?

– Más o menos -reconoció-. Jan Guillou y Peter Brat revelaron en los años setenta que el gobierno realizó un registro ilegal de opinión.

Se encaminaron hacia la cafetería.

– En efecto -dijo Berit-, a los socialdemócratas les embargó el pánico. Encarcelaron a los periodistas y actuaron de una manera completamente irracional. Entre otras cosas destruyeron sus archivos, tanto internacionales como nacionales. Café y bollo de vainilla, gracias.

Se sentaron a una mesa junto a la ventana, no tanto por la vista sino por la corriente del aire acondicionado.

– ¿Entonces no se puede saber qué es lo que realmente hacían en IB? -preguntó Annika.

– Correcto -respondió Berit-. Los archivos desaparecidos paralizaron todas las revisiones y las depuraciones. Los socialdemócratas se han podido sentir seguros. Hasta ahora.

Annika dejó de masticar su bollo de avena.

– ¿Qué dices? -preguntó.

Berit bajó la voz inconscientemente.

– Ayer recibí un soplo en casa, a medianoche. El archivo internacional había aparecido.

Annika abrió la boca.

– ¿Es eso cierto?

Berit suspiró.

– Sí, más o menos -dijo ella-. De pronto se «han encontrado» copias del archivo en el Alto Estado Mayor, sin indicar la fuente ni los documentos originales.

– Eso no significa que los originales existan -dijo Annika y sopló su café.

– No, claro, pero las oportunidades aumentan. Hasta anoche no existía, ni un solo papel del archivo. Ni un documento, ni una grabación, nada. Y éstas son copias de gran parte del archivo, así que es evidente que tienen un gran valor.

– ¿Las has visto? -inquirió Annika.

– Sí, fui allí directamente por la mañana. Todos son documentos públicos.

Annika asintió pensativa.

– ¡Vaya! -exclamó-. Y en plena campaña electoral.

– Nunca adivinarías dónde han aparecido -anunció Berit.

– En un servicio de hombres -replicó Annika.

– En el correo entrante -informó Berit.


El ministro alzó el columpio todo lo que pudo.

– ¿Estás lista? -gritó.

– ¡Sí! -chilló la hija.

– ¿Estás preparada? -berreó él.

– ¡Sííí! -aulló la niña.

Con un vertiginoso grito infantil zumbándole en los oídos acudió raudo hacia la tabla bajo el pino, la elevó por encima, corrió bajo el columpio y lo lanzó hacia arriba.

– ¡Uyyy! -gritó la niña.

– ¡A mí también, papá, a mí también! ¡Pasa por debajo, pasa por debajo!

Sonrió a su hijo y se secó el sudor de la frente.

– Okey, cowboy, pero es la última vez.

Rodeó el árbol, al pasar le hizo cosquillas a la niña, aseguró el columpio del niño y gritó su «¿Estás listo?». Luego corrió por debajo del columpio, pero no con la misma fuerza con que lo había hecho con la hija. El niño era más pequeño y miedoso, a pesar de que eran gemelos.

– ¡Papá, una vez más! -gritó la niña.

– No, no puedo más -dijo él-. Colúmpiate un rato y luego ven a sentarte con nosotros en el jardín.

– Pero papá, papá…

Christer se dirigió hacia su esposa bajo la sombrilla. Los muebles, de pino pintado de azul ecológico, eran de Obs. De cuando en cuando todo le parecía terriblemente previsible.

– ¿Cuándo tienes que irte? -preguntó ella.

Besó a su mujer en el pelo y se dejó caer a su lado en el banco.

– No sé -suspiró-. Espero tener vacaciones el resto de la semana.

Sonó el teléfono dentro de la casa, él hizo ademán de levantarse y contestar.

– No, siéntate, yo lo cojo…

Ella se levantó y corrió con pies ligeros hacia la galería donde estaba el teléfono inalámbrico. La falda se agitaba alrededor de sus pantorrillas, el cabello bailaba sobre sus hombros morenos. Él se enterneció. Su mujer respondió y habló con alguien, luego le miró sorprendida.

– Sí, claro -contestó en alto para que él lo oyera-. Contestará desde el despacho.

Colgó el auricular y se dirigió hacia él.

– Christer -dijo ella-. Es la policía.


Annika no consiguió localizar a Q. Este se encontraba en un interrogatorio. Probó con todos los demás números. En el centro de emergencias no había ninguna novedad, el comisario de guardia se enfadó, el portavoz de prensa estaba ocupado. No respondía nadie en casa de Patricia. Encontró el número de Studio Sex en la guía de teléfonos, marcó y fue a parar a un contestador automático. La voz de una joven que intentaba sonar sensual mencionaba el horario de apertura, de una de la tarde a cinco de la madrugada. Además, añadía, en el local se podían encontrar jovencitas agradables, invitarlas a champaña, asistir al show o a un pase privado, ver y comprar películas porno. Finalmente, daba la bienvenida al club más acogedor de Estocolmo a todos los curiosos y amantes del sexo.

Annika sintió un ligero malestar. Volvió a llamar y grabó el mensaje en una cinta. Después intentó hablar de nuevo con el portavoz de prensa, que estaba disponible.

– Tenemos un fiscal instructor responsable de la investigación preliminar -anunció.

El corazón de Annika se desbocó.

– ¿Quién?

– El fiscal general Kjell Lindström.

– ¿Por qué? -preguntó ella, aun cuando ya sabía la respuesta.

El portavoz de prensa se demoró en contestar.

– Bueno -explicó-, la investigación ha progresado y los inspectores piensan que es el momento oportuno de informar a la fiscalía.

– Hay un sospechoso -constató Annika.

El portavoz de prensa carraspeó.

– Como he dicho, la investigación ha progresado…

– ¿Es Joachim, el novio?

El portavoz de prensa suspiró.

– No puedo confirmarlo -contestó-. De momento no podemos ratificar algo así.

– Pero ¿es así? -insistió Annika.

– Hasta el momento hemos realizado muchos interrogatorios y hay indicios que señalan en cierta dirección, sí. Pero te ruego que por ahora no publiques estos datos. Podrían perjudicar la investigación.

Un sentimiento de triunfo creció en su interior, yes! ¡Era él! ¡El jodido canalla, propietario del club de alterne, maltratador de mujeres!

– ¿Entonces qué puedo escribir? -preguntó Annika-. Podré escribir que la policía está siguiendo una pista y ha detenido a un sospecho, que se han realizado muchos interrogatorios… ¿Le había denunciado alguna vez?

– ¿Quién?

– Josefin. ¿Había denunciado a Joachim alguna vez por amenazas y malos tratos?

– No, no hemos encontrado nada de eso.

– ¿Por qué pensáis que es él?

– No quiero entrar en detalles.

– ¿Es algo que dijo durante el interrogatorio? ¿Es Patricia?

El portavoz de prensa dudó.

– Acepta lo que te digo -respondió-. No te puedo dar ningún detalle. No hemos llegado tan lejos. Ninguna persona está acusada del crimen. La policía continúa trabajando imparcialmente en la búsqueda del asesino de Josefin.

Annika comprendió que no llegaría más lejos. En cambio, dio las gracias, colgó y llamó al fiscal general Kjell Lindström, que al parecer iba a estar en los juzgados durante todo el día. Pegó un respingo. Lo mejor sería bajar a las Siete Ratas y comer algo.


– Tienes un mensaje -dijo el conserje, enfadado, y le alargó una nota telefónica al pasar por la recepción antes de subir.

Martin Larsson-Berg, el rector de la escuela de Josefin, la estaba buscando. El número no era el de su casa, sino que parecía ser una extensión de la centralita.

– Me alegra que me llames -dijo enérgico-. Hemos abierto el centro juvenil de Täby una semana antes de lo planeado.

– Vaya -respondió Annika-. ¿Por qué?

– Tenemos que asimilar el dolor por la muerte de Josefin -contestó-. Hay un grupo de crisis que se ocupará de todos los jóvenes afligidos. Asistente social, psicólogo, pastor, profesores de ocio y maestros… La escuela se moviliza cuando hay que enfrentarse a las grandes cuestiones de nuestro tiempo.

Annika dudó.

– ¿Tenía Josefin tantos amigos de verdad?

Martin Larsson-Berg respondió con profunda seriedad.

– Un crimen así conmociona a toda una generación. Nosotros, los representantes escolares, sentimos que necesitamos estar aquí con los alumnos y apoyarlos en sus traumas. No se puede ignorar un dolor colectivo de esta magnitud.

– ¿Y usted desea que escribamos sobre esto? -inquirió Annika.

– Para nosotros es importante que Täby sea un ejemplo para otros centros en la misma situación -explicó él-. Claro que lo superaremos. Se necesitan compromiso y recursos, y nosotros los tenemos.

– ¿Puede esperar un segundo? -dijo ella, se levantó y se dirigió hacia Spiken.

El jefe de noticias hablaba por teléfono, como de costumbre.

– ¿Nos interesa una orgía de dolor en Täby? -preguntó Annika sin esperar que él acabara de hablar.

– ¿Qué? -respondió Spiken y posó el auricular en su barriga.

– El rector ha abierto el centro juvenil. ¿Debemos cubrirlo?

– Ve -dijo Spiken y retomó el teléfono.

Se marchó con un fotógrafo becario llamado Pettersson, que tenía un birrioso Golf que se calaba en cada semáforo.

Nunca más me quejaré de Bertil Strand, pensó.


El centro juvenil estaba ubicado en un edificio de metal rojo de los años setenta, se componía de cocina, sala de billar y salón con televisor y sofás. La mayor parte del local estaba, naturalmente, ocupado por chicos. Las chicas se agolpaban en una esquina. Muchas de ellas lloraban. Annika y el fotógrafo dieron una vuelta rápida antes de que Martin Larsson-Berg los recibiera.

– Es importante que nos tomemos en serio los sentimientos de los jóvenes -explicó con gesto preocupado-. Estaremos abiertos las veinticuatro horas el resto de la semana.

Annika anotó y sintió una desagradable sensación en su estómago. Había mucho ruido en el local. Los jóvenes estaban agitados y sobreexcitados, se gritaban unos a otros y los nervios estaban a flor de piel. Dos chicos trataron de quitarle la camiseta a una chica en la sala de billar, no pararon hasta que la asistente social les llamó la atención.

– Lotta es un poco ligera de cascos -señaló Martin Larsson-Berg disculpándose.

Annika, sorprendida, le miró de hito en hito.

– Está defendiendo el comportamiento de los chicos -replicó Annika.

– Lo están pasando mal. Anoche apenas durmieron -explicó el rector-. Aquí está Lisbeth, la asistente social.

Annika y Pettersson se presentaron.

– Es muy importante que desentrañemos todo esto minuciosamente -expuso la asistente social-. Debemos escuchar con detenimiento a los jóvenes.

– ¿Es posible hacerlo en estas condiciones? -preguntó Annika con mucho tacto.

– Los chicos deben compartir su dolor -respondió-. Ellos mismos se ayudan a superar la pena. Estamos abiertos para todos los amigos de Josefin.

– ¿También para los de otros municipios? -inquirió Annika.

– Todos son bienvenidos -terció Martin Larsson-Berg con energía-. Tenemos capacidad para ayudar a todos los que necesiten apoyo.

Tres muchachos comenzaron a pelearse por un taco de billar en la sala contigua, Martin Larsson-Berg se dirigió hacia allí.

– ¿Realizáis algún tipo de visitas? -preguntó Annika.

La asistente social sonrió insegura.

– ¿Cómo?, ¿qué quieres decir?

– La mejor amiga de Josefin se llama Patricia. ¿Habéis hablado con ella?

– ¿Ha venido por aquí? -respondió la asistente con mirada interrogante.

Annika observó a su alrededor. Había cuatro chicas sentadas junto a un trepidante estéreo, sollozaban y escuchaban a todo volumen Tears in heaven de Eric Clapton. Seis chicos jugaban a las cartas. Era difícil de imaginar que Patricia pusiera voluntariamente los pies en aquel lugar.

– Lo dudo -dijo Annika.

– Pero será bienvenida, todos son bienvenidos -anunció la asistente.

– ¿Y estaréis abiertos toda la noche?

– Nuestro apoyo no flaquea. Yo misma he interrumpido mis vacaciones para ayudar.

La asistente sonrió. Tenía algo brillante y sobrenatural en la mirada. Annika cerró el cuaderno. Había algo en todo aquello que no le gustaba. La mujer no estaba allí por Josefin o sus amigas, sino por su propio interés.

– ¿Puedo hablar con alguna de sus amigas? -preguntó Annika.

– ¿De quién? -respondió la asistente.

– De Josefin -replicó Annika.

– Sí, claro. ¿Con alguna en particular?

Annika recapacitó.

– ¿Charlotta? Eran compañeras de clase.

– Claro, Charlotta, me parece que está preparando una manifestación de duelo en el lugar del crimen. Hay que organizar muchas cosas, el alquiler de los autobuses entre otras. Por aquí…

Entraron en una oficina que había detrás de la sala de billar. Allí estaba sentada una joven con falda corta, muy bronceada, que discutía algo por teléfono. Arqueó las cejas, irritada por ser molestada, pero se iluminó cuando Annika mostró el Kvällspressen y acabó la conversación apresuradamente.

– Charlotta, la mejor amiga de Josefin -saludó y esbozó una sonrisa suficientemente apenada.

Annika bajó la mirada y murmuró su nombre.

– Ya habíamos hablado antes -dijo y Charlotta asintió corroborante.

– Aún sigo conmocionada -explicó Charlotta y sollozó en seco-. Lo he sentido mucho.

La asistente la abrazó comprensiva.

– Pero la unión nos hace fuertes -continuó Charlotta-. Tenemos que crear opinión contra esta violencia sin sentido. Nosotras nos encargaremos de que Josefin no haya muerto en vano.

La voz emanaba fuego y compromiso. Sería perfecta para un programa de debate de televisión, pensó Annika.

– ¿De qué manera? -preguntó Annika con tranquilidad.

Charlotta dirigió una mirada insegura a la asistente social.

– Bueno, debemos unirnos. Protestar. Mostrar que no nos damos por vencidos. Eso es lo más importante ahora mismo. Apoyarnos en los momentos de dolor. Compartir nuestros sentimientos y ayudarnos a superar todo este pesar.

Esbozó una sonrisa.

– ¿Y ahora estás preparando una manifestación de duelo? -preguntó Annika.

– Sí, hasta el momento se han apuntado más de cien jóvenes. Necesitaremos por lo menos dos autobuses de la SL.

Charlotta bordeó la mesa, cogió unas listas con nombres y las mostró.

– Nosotros nos ocuparemos de todos los gastos, por supuesto -intercaló la asistente.

Pettersson, el fotógrafo, apareció en la puerta.

– ¿Puedo sacaros una foto a las dos? -preguntó.

Las mujeres, la joven y la mayor, se colocaron juntas con las espaldas erguidas.

– ¿No podríais estar un poco más apenadas? -apuntó el fotógrafo.

Annika suspiró en silencio, cerró los ojos y se volvió. La vergüenza le quemaba las mejillas. Para alegría del fotógrafo, de inmediato las mujeres se abrazaron y sollozaron ligeramente.

– Bueno, no os molestamos más -anunció Annika y se dirigió hacia la puerta.

– Ahí fuera hay más jóvenes gimoteando -dijo Pettersson.

Annika dudó.

– Okey -contestó-. Les preguntaremos si quieren que les saquemos una foto.

Querían. Las chicas tenían los ojos arrasados en lágrimas, la vela centelleaba, una foto de Josefin, ampliada en una fotocopiadora, levitaba detrás de ellas. Pettersson fotografió los versos y los dibujos de las chicas. Mientras disparaba el ruido creció aún más. Los jóvenes de su alrededor se sintieron molestos por la presencia de los periodistas, su excitación histérica iba en aumento.

– ¡Eeeh, nosotros también queremos foto! -gritaron dos muchachos con tacos de billar en las manos.

– Me parece que es hora de irse -susurró Annika.

– ¿Por qué? -preguntó Pettersson sorprendido.

– Nos vamos -replicó Annika.

Se fue a buscar a Martin Larsson-Berg y el fotógrafo recogió de mala gana sus cosas. Le dieron las gracias al rector y a continuación abandonaron el edificio.

– ¿Por qué tenías esa prisa de cojones? -le espetó Pettersson enfadado mientras se dirigían al coche. Él iba dos metros por detrás de Annika con la bolsa de las cámaras golpeándole la cadera izquierda. Annika respondió sin volver la cabeza.

– Esto no es sano -respondió-. Se les puede ir la olla en cualquier momento.

Ella se sentó en el coche y puso la radio.

Permanecieron en silencio durante el camino de vuelta a Estocolmo.


Annika acababa de dejar el bolso en el suelo cuando vio entrar al hombre por el fondo de la redacción. Era alto y rubio, sobre él caía la luz de la sección de deportes. Le siguió curiosa con la mirada. El hombre se detenía a cada metro, saludando con apretones de mano. Cuando alcanzó la mesa de noticias descubrió que el jefe de la redacción iba junto a él. Aquel pequeño y delgado hombrecito de buena familia era casi invisible a su lado.

– Bueno, si me prestarais un poco de atención quizá… -dijo el jefe de la redacción con su voz nasal desde la mesa. Spiken hablaba por teléfono con las piernas encima de la mesa y ni siquiera levantó la mirada. Foto-Pelle le dirigió al hombre una rápida mirada y continuó haciendo clics en su pantalla. Algunos colaboradores se detuvieron observando al hombre con escepticismo. Nadie había pedido un famoso de la tele como director.

– Escuchad un momento -dijo en otro intento el jefe de la redacción.

El rostro de los colaboradores estaba completamente rígido y Spiken se lo tomaba totalmente a la ligera. Annika no se movió. De pronto el hombre rubio dio un gran salto y se subió sobre la mesa de Spiken. Se irguió en toda su longitud, se movió un poco entre los teléfonos y las tazas de café y miró a su alrededor. Entonces se puso las manos en las caderas y observó toda la redacción. La luz aún caía sobre él, Annika se levantó y se acercó al grupo. Spiken, que tenía los pies del hombre frente a sus ojos, levantó la mirada siguiendo su cuerpo, dijo «I'll call you back» y colgó el auricular. Foto-Pelle abandonó el mace y se encaminó hacia la mesa. El ruido decreció y se convirtió en un inaudible susurro, los colaboradores se arremolinaron lentamente alrededor del centro de la redacción.

– Me llamo Anders Schyman -anunció el hombre-. Por el momento dirijo una redacción de periodismo de investigación en Sveriges Television. Desde el próximo miércoles, 1 de agosto, seré vuestro nuevo director.

Se detuvo, el silencio en la sala era compacto. Su voz tenía la fuerza y la gravedad que caracterizan a las voces de los narradores de documentales extranjeros. Annika miraba la escena, fascinada.

El hombre dio un paso y dirigió la vista hacia otro lado de la redacción.

– Yo no sé hacer vuestro trabajo -dijo-. Vosotros sí. Yo no os voy a enseñar lo que debéis hacer. Vosotros lo hacéis mejor que nadie.

Nuevo silencio, Annika oyó el ruido de la noche, el aire acondicionado y el tráfico de la calle.

– Lo que haré -prosiguió el hombre, y Annika creyó que la miraba fijamente-. Lo que haré será facilitaros el camino. Yo no conduciré la máquina. Desbrozaré el sendero y colocaré los raíles. Pero no los puedo poner yo solo, tenemos que hacerlo juntos. Y vosotros seréis los maquinistas, fogoneros y revisores. Sois vosotros quienes habláis con los pasajeros, sois vosotros quienes dais la señal para que el tren salga a tiempo. Yo coordinaré las salidas, me encargaré de que vayamos a los lugares adecuados y de que haya vías hacia todas partes. Yo no soy un maquinista. Pero también tengo ambiciones de serlo pronto, cuando me hayáis enseñado todo lo que no sé. De momento sólo soy una cosa: un publicista.

Se volvió y miró hacia deportes, Annika sólo veía su inmensa espalda. Sin embargo, la voz se le oía igual de bien.

– Siento un gran compromiso con el periodismo -prosiguió-. El hombre de la calle es mi patrón. Toda mi vida he luchado contra la corrupción y el abuso de poder. Ahí se encuentra la semilla del periodismo. La verdad es mi guía, no la influencia ni el poder.

Dio un cuarto de vuelta, Annika lo veía ahora de perfil.

– Son grandes palabras, lo sé. Procuro no ser pretencioso, sino ambicioso. No he aceptado este trabajo por tener un buen salario y un título de prestigio, aun cuando esto está incluido. Hoy he venido aquí por una sola razón: para poder trabajar junto a todos vosotros.

Si un alfiler hubiera caído al suelo, lo habrían oído. El teléfono de Spiken sonó y éste se apresuró a dejarlo descolgado.

– Juntos convertiremos este periódico en el mayor de Escandinavia -dijo Anders Schyman-. Toda la calidad que necesitamos ya la tenemos aquí, y está en vosotros sobre todo. Los empleados, los periodistas. Vosotros sois el corazón y el cerebro del periódico. Pronto todos los corazones latirán al unísono y el estruendo que entonces se creará derruirá murallas. Con el tiempo veréis que tengo razón.

Sin añadir nada más dio un paso hacia el borde de la mesa y aterrizó en el suelo de un ágil salto. El murmullo regresó.

– Asombroso -dijo Carl Wennergren, que de pronto estaba a su lado.

– Sí, es verdad -contestó Annika, aún poseída por el carisma del hombre.

– Nunca había oído tantas tonterías desde el discurso de mi padre en mi examen de bachillerato. ¿Has conseguido algo?

Annika se volvió y se encaminó hacia su mesa.

– La policía tiene un sospechoso -respondió ella.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Carl Wennergren, escéptico, tras ella.

Annika se sentó y le miró a los ojos.

– Es muy simple. Su novio. Siempre suele ser así.

– ¿Lo han detenido?

– No, ni siquiera ha sido imputado.

– Entonces no podemos publicar nada -anunció Carl.

– Es una cuestión de técnica de escritura -señaló ella-. ¿Tú qué has hecho?

– He escrito mi diario de navegación. Deportes lo ha pedido. ¿Lo quieres leer?

Annika le miró de reojo.

– Ahora no.

Carl Wennergren se volvió a sentar en su mesa.

– Esta muerte ha sido un break para ti -dijo él.

Annika tiró unos antiguos teletipos de TT.

– Yo no lo veo así del todo -contestó ella.

– Titular y primera página dos días seguidos, ningún otro becario lo ha conseguido este verano -dijo Carl Wennergren.

– Sólo tú, claro -respondió Annika y sonrió melosamente.

– Bueno, sí, pero yo estoy en otro nivel. Yo hice mis prácticas aquí.

Y tu padre se sienta en el consejo de administración, pensó Annika, pero no dijo nada. Carl se levantó.

– Me voy al lugar del crimen y entrevistaré a algunos afligidos -dijo él por encima del hombro.

Annika asintió y se volvió hacia su ordenador. Creó un nuevo documento y le dio un tono dramático:

«La policía progresa en la búsqueda del asesino de Josefin Liljeberg…».

No le dio tiempo a llegar más lejos, «Escalofríos» se puso a sonar. Protestó en voz alta y agarró del auricular.

– Esto es demasiado -le espetó una voz femenina.

– Estoy de acuerdo -respondió Annika.

– Ya no aceptamos más las condiciones de la sociedad patriarcal.

– Completamente de acuerdo por mi parte -dijo Annika.

– Nos vengaremos, y lo haremos con sangre y fuego.

– Al parecer sois un grupo de mujeres -repuso Annika. La voz parecía irritada.

– Ahora escucha lo que te digo. Nosotras somos las Barbies Ninjas, unas amazonas que declaramos la guerra a la opresión y a los malos tratos contra las mujeres. No vamos a ser las únicas que tengamos miedo de salir solas. La violencia también la sufrirán los hombres, esto es un aviso. Pensamos comenzar con la policía, los hipócritas del poder.

Annika prestó atención, la mujer parecía una loca.

– ¿Por qué nos llamas a nosotros? -interrogó.

– Deseamos comunicar nuestros mensajes a través de los medios. Queremos el máximo de publicidad. Le ofrecemos al Kvällspressen que presencie nuestra primera acción.

A Annika la boca se le quedó completamente seca. ¿Y si la chica fuera en serio? Miró a su alrededor, intentó tener contacto visual coi alguien a quien poder llamar.

– ¿Cómo… qué quieres decir? -preguntó insegura.

– Comenzaremos mañana -respondió la mujer-. ¿Quieres presenciarlo?

Annika miró desesperada a su alrededor. Nadie le prestaba atención.

– ¿Lo dices en serio? -indagó pálida.

– Estas son nuestras condiciones -anunció la chica-. Tendremos total control sobre el texto y los titulares. Nos garantizaréis un completo anonimato y la supresión de todas las fotografías. Además queremos cincuenta mil coronas por adelantado. Al contado.

Annika respiró silenciosamente en el auricular algunos segundos.

– Imposible -respondió a continuación-. Eso es completamente imposible.

– ¿Estás segura? -dijo la chica del auricular.

– Nunca en mi vida he estado tan segura -replicó Annika.

– Entonces llamaremos al Konkurrenten -avisó la chica.

– Muy bien, hazlo. Ahí te darán la misma respuesta. Te lo garantizo.

Oyó un clic en el auricular y la línea enmudeció. Annika colgo, cerró los ojos y escondió el rostro entre las manos. Dios mío, ¿qué coño haría ahora? ¿Llamar a la policía? ¿Contárselo a Spiken? ¿Olvidarlo? Tenía la sensación de que recibiría una reprimenda de toda formas.

– Aquí están los reporteros de noche -oyó decir al jefe de la redacción. Levantó la vista y vio al equipo de dirección acercarse desde la mesa de fotografía. Estaba compuesto, además del jefe de la redacción, por el nuevo director Anders Schyman, los jefes de deportes, espectáculos, fotografía, cultura y uno de los editorialistas. Todos eran hombres y todos, menos Anders Schyman, vestían similares chaquetas de fieltro, vaqueros y relucientes zapatos. De pronto recordó cómo le llamaba Anne Snapphane y le entró la risa: «La banda del fieltro».

El grupo se detuvo junto a su mesa.

– Los reporteros de noche comienzan a trabajar a las doce del mediodía y acaban a las once de la noche -dijo el jefe de la redacción dándole la espalda a Annika-. Trabajan siguiendo un horario rotativo, muchos de ellos son becarios. El pase nocturno lo consideramos una especie de aprendizaje…

Se aprestó a continuar cuando Anders Schyman se separó del grupo y se acercó a ella.

– Me llamo Anders Schyman -dijo y alargó la mano.

Annika lo miró precavidamente.

– Sí, ya lo sé -respondió, sonrió y tomó su mano-. Annika Bengtzon.

Él devolvió la sonrisa.

– Tú eres la que ha escrito sobre la muerte de Josefin Liljeberg -comentó él.

Ella se sonrojó.

– ¡Vaya control! -contestó ella.

– ¿Eres fija?

Annika negó con la cabeza.

– No, becaria estival. Mi beca acaba dentro de un par de semanas.

– Ya tendremos tiempo de hablar más tarde -dijo Anders Schyman y se volvió de nuevo hacia «la banda del fieltro». Todas las miradas, que estaban fijas en Annika, despegaron y volaron sobre la redacción. Al notarlo se sintió incómoda.

Cuando el grupo desapareció en la redacción de deportes tomó una decisión.

No era una necia. No llamaría a la policía para contarles lo de las Barbies Ninja. Tampoco se lo diría a Spiken. Llamaban tantos locos a lo largo del día… Ella no podía ir corriendo al jefe de redacción por cada uno de ellos.

Continuó su artículo sobre los avances policiales en la investigación del asesinato de Josefin, consiguió parecer informada sin citar a Patricia, escribió sobre el sospechoso sin delatar al portavoz de prensa, dejó entrever que el novio era el malo sin escribirlo explícitamente. Mencionó corta y escuetamente la orgía de dolor de Täby.

Se dio una vuelta por la cafetería, compró una Coca-Cola y escuchó los titulares de Studio sex, el programa de debate de P3. Trataba del papel del periodismo en la campaña electoral. Apagó la radio e hizo un gráfico con las actividades y las direcciones de las últimas horas de Josefin. Lo único que dejó fuera fue el nombre del local de alterne en el que trabajaba Josefin, lo denominó simplemente «El Club». A continuación fue al departamento de dibujo, aquí transcribirían los datos en un mapa o en fotografía aérea de Kungsholmen.

Cuando todo estuvo listo eran casi las siete de la tarde. Tenía calor, estaba cansada y no tenía fuerzas para seguir indagando. En cambio, se sentó cómodamente y leyó los periódicos matutinos. A las siete y media subió el volumen y vio Rapport. No tenían nada ni de Josefin ni de IB. El único reportaje interesante era el del corresponsal en Rusia, que concluyó su pequeña serie sobre la guerra civil en el Cáucaso con un experto que, desde Moscú, daba su opinión sobre la situación.

– El presidente necesita armas -resumió el experto-. El país no tiene nada, ni municiones, ni granadas, ni defensa antiaérea, ni fusiles, ni ametralladoras. Le resultará muy difícil conseguir armamento ya que la ONU ha decretado un embargo al país. La única alternativa es el mercado negro, pero haría falta dinero y no lo hay.

– ¿Cómo puede la guerrilla tener tantas armas? -preguntó el corresponsal.

El experto sonrió incómodo.

– En realidad la guerrilla es muy débil, deficientemente preparada y con malos mandos, pero tienen acceso al armamento ruso. Rusia tiene intereses políticos en el Cáucaso, razón por la que, desgraciadamente, mi país apoya materialmente a la guerrilla…

Annika recordó al anciano que hablaba sueco, el presidente cuyo país sufría los ataques de la guerrilla. ¡Joder, qué cobardes y partidistas eran las Naciones Unidas! ¿Por qué no le apretaban las tuercas a Rusia por apoyar la guerra civil?

Al finalizar Rapport la calma envolvió a la redacción. Spiken se había marchado a casa y Jansson estaba sentado en la silla del jefe. Annika hojeó los últimos teletipos de TT, leyó los artículos de «la lata» y ojeó los titulares de Aktuellt. Luego se encaminó hacia Jansson.

– Bonito mapa -dijo el jefe de noche-. Y está muy bien eso de que el novio es sospechoso. Era previsible.

– ¿Puedo hacer algo más? -preguntó ella.

Sonó el teléfono de Jansson.

– Creo que ahora debes irte a casa -respondió él-. Has trabajado las veinticuatro horas del día durante todo el fin de semana.

Annika titubeó.

– ¿Seguro?

Jansson no respondió. Annika se fue a su mesa y recogió sus cosas y la ordenó, estaría fuera durante cuatro días y otro reportero la utilizaría.

Se tropezó con Berit al salir.

– ¿Nos tomamos una cerveza en la pizzería de la esquina? -preguntó la colega.

Annika se sorprendió pero se recompuso rápidamente.

– Sí, vale -respondió-. Todavía no he comido.

Bajaron las escaleras. La noche era tan bochornosa como cálido había sido el día. Aún zumbaba el aire acondicionado sobre el cemento del estacionamiento.

– Nunca habíamos tenido un verano igual -dijo Berit.

Las mujeres caminaron lentamente hacia Rålambsvägen, a la pizzería que, con licencia para vender cerveza y alcohol, había sobrevivido de una forma milagrosa año tras año.

– ¿Tienes familia aquí en la ciudad? -preguntó Berit mientras esperaban para cruzar junto al semáforo.

– Un novio en Hälleforsnäs -contestó Annika-. ¿Y tú?

– El marido en Täby, mi hijo estudia en Lund y la niña está de au pair en Los Angeles. ¿Te propones continuar en el periódico durante el otoño?

Annika rió nerviosa.

– Bueno -dijo-. Me gustaría quedarme, e intento hacerlo lo mejor que puedo.

– Esto es bueno, es lo más importante -indicó Berit-. Mirar y aprender, y decidir una misma si desea quedarse o no.

– Es duro -confesó Annika-. Me parece que se utiliza a los becarios de una forma bastante cínica. Cogen a muchos y se les deja pelear por el trabajo, en lugar de cubrir las plazas que realmente están libres.

– Es cierto -afirmó Berit-. Pero al mismo tiempo eso hace que muchos tengan una oportunidad.

La pizzería estaba casi vacía. Eligieron una mesa en medio del local. Annika encargó una pizza y una cerveza para cada una.

– He leído tu artículo sobre IB en «la lata» -informó Annika-. ¡Brindemos por la primicia!

Golpearon sus vasos, bebieron un trago.

– La historia sobre IB parece no tener fin -informó Berit al colocar el vaso empañado sobre el mantel-. Mientras los socialistas mientan y se escabullan siempre habrá un artículo que escribir.

– Pero quizá se pueda entender la actitud de estos políticos -replicó Annika-. Fue en medio de la guerra fría.

– Nada de eso -contestó Berit-. El primer documento sobre el registro de opinión se envió desde la sede central de Sveavägen 68 el 21 de septiembre de 1945. Fue el propio Sven Andersson, secretario general y futuro ministro de Defensa, quien escribió la carta que lo acompañaba.

Annika parpadeó sorprendida.

– ¿Tan pronto? -preguntó desconfiada-. ¿Estás segura?

Berit sonrió.

– Tengo una copia de la carta en mi archivo.

Durante un rato observaron en silencio a los otros clientes del local, unos borrachines habituales y cinco jóvenes animados, que probablemente no tenían edad para beber cerveza.

– Pero entonces -preguntó Annika-, ¿por qué controlar a los comunistas si no existía aún la guerra fría?

– Poder -expuso Berit-. Los comunistas eran fuertes, especialmente en Norrbotten, Estocolmo y Gotemburgo. Los socialistas tenían miedo de perder poder en los sindicatos.

– ¿Qué importaba eso? -repuso Annika y se sintió estúpida.

– Dinero y poder -explicó Berit-. Los socialistas presionaban para que los trabajadores se afiliasen colectivamente al partido. Ya desde 1943, Metal-uno, en Estocolmo, estaba dirigido por comunistas. Cuando se canceló la afiliación colectiva al SAP, los socialistas perdieron 30.000 coronas de las cuotas anuales. Eso, en aquellos tiempos, era muchísimo dinero para el partido.

Llegó la pizza de Annika. Era bastante pequeña y la base estaba dura.

– No comprendo qué tiene que ver -dijo Annika después de un par de voraces bocados-. ¿Cómo pudo el registro contribuir a que los socialistas conservaran el poder en los sindicatos?

– ¿Puedo coger un pedazo? Gracias. Bueno, representantes especiales manipulaban los votos y las nominaciones a los congresos. Se ordenaba a todos los socialistas que votaran a unos candidatos determinados sólo con el fin de derrotar a los comunistas -reveló Berit.

Annika masticaba y miraba a su colega con escepticismo.

– ¡Venga ya! -exclamó-. Mi padre era representante sindical en la acería de Hälleforsnäs. ¿Quieres decir que gente como él suprimió la democracia local para obedecer las órdenes de Estocolmo?

Berit asintió y suspiró.

– No todos, pero sí demasiados. No importaba quién fuera más apto o quién tuviera la confianza de los miembros.

– ¿Y la sede central del partido tenía largas listas con todos los nombres?

– Al principio no -continuó Berit-. A finales de los años cincuenta sólo había información en el campo, en las organizaciones locales. En su punto más álgido contó con más de diez mil representantes, o si lo prefieres espías, en los centros de trabajo de toda Suecia.

Annika cortó una porción de pizza y se la comió con las manos. Masticó en silencio y se chupó los dedos mientras reflexionaba.

– No quiero parecer impertinente -anunció-, pero ¿no estás convirtiendo esto en algo peor de lo que es?

Berit se cruzó de brazos y se recostó.

– Claro que hay gente que piensa así -respondió ella-. La falta de conocimientos históricos va en aumento. Ahora hablamos de los años cincuenta. Auténtica edad de piedra para la generación de hoy en día.

Annika apartó el plato y se limpió con la servilleta.

– ¿Qué pasó entonces, después de los cincuenta? -inquirió ella.

– IB -respondió Berit-. Se creó en 1957.

– Oficina de Información, ¿verdad? -dijo Annika.

– Información Birger -respondió Berit-. En honor al jefe de la oficina nacional, Birger Elmér. La central del espionaje internacional se denominó durante algún tiempo oficina-T, en honor a su jefe, Thede Palm.

Annika le miró con atención.

– Dios mío, qué complicado. ¿Cómo puedes recordarlo todo?

Berit esbozó una sonrisa y se relajó.

– Estaba suscrita a Folket i Bild Kulturfront cuando se descubrió. Fue en el número nueve de 1973. Desde entonces, yo he escrito bastante sobre IB y Säpo. Nada muy destacable, pero lo he estado siguiendo.

El camarero retiró lo que quedaba de la pizza de Annika, los bordes y algunos pedazos de morro de cerdo difíciles de masticar.

– Mi padre me habló bastante del IB -dijo Annika-. Él creía que lo habían exagerado casi todo. Se trataba de la seguridad del país; decía, que los socialdemócratas, en realidad, deberían ser alabados por responsabilizarse del bien de la nación.

Berit dejó el vaso de cerveza con un golpe.

– Los socialistas registraron la forma de pensar de la gente por el bien de los socialistas -repuso-. Rompieron sus propias leyes, mintieron, manipularon. Aún continúan mintiendo. Hoy hablé con el presidente del parlamento. Niega rotundamente haber conocido a Birger Elmér o haber tenido algo que ver con el IB.

– Quizá diga la verdad -replicó Annika.

Beirt la miró condescendientemente.

– Créeme. El IB es el talón de Aquiles de los socialistas, su gran y gigantesco error y eso ha sido al mismo tiempo lo que los ha mantenido en el poder. Harán cualquier cosa por ocultar sus abusos. A través del Säpo trazaron un mapa de la población sueca. Persiguieron a personas por sus ideas, consiguieron que fueran acosadas y expulsadas de sus puestos de trabajo. Mentirán siempre que este asunto no esté más que demostrado. Después empezarán a inventarse excusas.

– ¿Entonces qué era el Säpo? ¿Una policía secreta socialdemócrata?

– No, en realidad Säpo quiere decir organización de representantes laborales socialdemócratas -socialdemokratiska arbetsplatsombudsorganitationen-. A simple vista no realizaban ninguna actividad extraña, Säpo debía llevar la voz del partido a los lugares de trabajo.

– ¿Entonces por qué era tan secreto?

– Las hormigas de toda la organización de IB eran de Säpo. Todo lo que reportaban acababa en Elmér y el registro. Säpo es el quid de la cuestión, la prueba de que IB y los socialistas son la misma cosa.

Annika miró por la ventana la noche estival. Tres polvorientos ficus benjamina de tela le tapaban la vista. Tras ellos estaban las sucias vidrieras del restaurante como una membrana gris frente al tráfico exterior.

– ¿Y qué había en el archivo internacional? -preguntó.

Berit suspiró.

– El nombre de muchos agentes, periodistas, marineros, trabajadores voluntarios; en pocas palabras, personas que viajaban mucho. Entregaban informes con el propósito de predecir futuras crisis. Entre otros lugares tenían agentes en Vietnam que informaban a casa, a continuación la información iba directamente a los americanos, y mucha de ésta a los británicos. Pierre Schori fue uno de esos que viajaba y que después entregaba los llamados relatos de viaje. Estos informes contenían cosas sobre las infraestructuras vietnamitas, sobre el modo de vida de la gente, y la situación en que se hallaban.

– ¡Pero Suecia era neutral! -exclamó Annika sorprendida.

– Sí, gracias -replicó Berit con acritud-. Birger Elmér solía ir a comer a Stallmästaregården con el embajador americano y su jefe de agentes secretos. Elmér y Palme conversaban con frecuencia. Yo me ocupo de la política, tú de mantener a los americanos contentos, decía Palme. Yo iré a gritar en las manifestaciones, pero tú debes encargarte de que los yanquis estén de buen humor.

– Y ahora una copia de sus archivos aparece repentinamente -dijo Annika.

– Estoy convencida de que el original aún existe -declaró Berit-. La pregunta es dónde.

– ¿Y el archivo nacional?

– Era totalmente ilegal y contenía datos personales detallados de personas consideradas enemigas de los socialdemócratas, al parecer cerca de veinte mil nombres. Todos los que estaban en estas listas debían ser detenidos en caso de guerra y en tiempo de paz pasaban dificultades para conseguir trabajo. Algunos fueron expulsados de sus puestos sindicales. No era necesario ser comunista para estar en la lista. Bastaba con leer los periódicos incorrectos, tener relaciones poco apropiadas o estar en la puerta de un local poco recomendable en el momento inoportuno.

Permanecieron sentadas en silencio durante un rato, Annika carraspeó.

– Se trata de cosas que sucedieron hace más de cuarenta años -dijo-. En aquel tiempo se esterilizaba a la fuerza y se rociaba DDT por todas partes. ¿Por qué son tan importantes estos papeles?

Berit deliberó.

– Seguramente hay muchos temas desagradables, información sobre espionaje, delitos y cosas por el estilo. Pero lo realmente delicado ha desaparecido: la totalidad.

– ¿Qué significa eso en realidad? -inquirió Annika.

Berit cerró los ojos.

– Que en la práctica algunos pesos pesados socialistas eran agentes secretos americanos. La renuncia a la neutralidad que se puede ocultar entre los documentos, desde el punto de vista actual, puede ser peor que el registro de opinión. Los socialistas no sólo mintieron a la nación, sino que también jugaron con las superpotencias. Esto, por supuesto, no carecía de peligros. La Unión Soviética conocía la posición de Suecia, sobre todo debido a Wennerström. Los rusos contaban con ello en sus preparativos de guerra. Debido a su doble juego, Suecia era con toda seguridad uno de los primeros objetivos en caso de una nueva guerra.

Annika miró a Berit con los ojos abiertos de par en par.

– ¡Jesús! -exclamó-. ¿Tú crees que la cosa estaba tan mal?

Berit bebió el resto del café.

– Investigar la actividad de IB, hasta sus últimas consecuencias, sería devastador para la socialdemocracia. La confianza en ellos se derrumbaría, totalmente. El archivo es la clave. Si esto saliera a la luz, los socialistas tendrían dificultad de formar gobierno durante mucho tiempo.

Los jóvenes de la mesa contigua se marcharon entre ruidos y gritos. Salieron al calor dejando sobre la mesa un dibujo abstracto de panchitos y manchas de cerveza. Annika y Berit les siguieron con la vista a través de la vidriera, les vieron cruzar el tráfico y dirigirse a la parada del autobús. De inmediato el 62 se detuvo, y los jóvenes se subieron a él.

¿Debo decir algo de las Barbies Ninja?, se le pasó por la cabeza a Annika.

Berit miró su reloj.

– Es la hora -anunció-. Mi último tren sale dentro de poco.

Annika dudó, Berit agitó la mano para llamar al camarero.

Paso de eso, pensó Annika. Nunca lo sabrá nadie.

– Mañana libro -informó-. Será maravilloso.

Berit suspiró y sonrió.

– Yo estaré un par de días con esto de IB. Pero será una ocupación agradable.

Annika le devolvió la sonrisa.

– Bueno, comprendo que te guste. ¿Eres comunista?

Berit rió.

– Y tú una espía de Säpo, ¿verdad?

Annika también rió.

Pagaron y salieron al verano que poco a poco había cambiado color y forma, de tarde a noche.

Diecisiete años, once meses y ocho días

El tiempo agrieta, deja profundas huellas. La realidad desgarra el amor con su mezquindad y su hastío. Nuestra ambición por encontrar la verdad es igual de desesperada. El tiene razón, debemos responsabilizarnos juntos. Mi consideración falla, mi foco es opaco, la concentración no es total. Tardo mucho en alcanzar el orgasmo. Tenemos que intimar, ocuparnos sólo de nosotros mismos, sin que nadie nos moleste. Sé que él tiene razón. Conscientes del verdadero amor, no existe ningún obstáculo.


Yo sé cuál es el problema: tengo que aprender a controlar mis anhelos. Estos ponen obstáculos en el camino de nuestras experiencias, de nuestros paseos por el cosmos. El amor te transporta a cualquier parte, pero la entrega ha de ser total.


Me quiere inefablemente. Todos los maravillosos detalles, su devoción por todo lo mío. Elige mis libros, ropa, discos, comida y bebida, nuestro pulso y respiración son uno. Debo abandonar mis aspiraciones egoístas.


Nunca me abandones,

dice él,

sin ti no puedo vivir.


Y yo se lo prometo, una y otra vez.

Martes, 31 de julio

La corriente la despertó. Permaneció en la cama con los ojos cerrados. A través de los párpados adivinó la brillantez de la luz que se colaba por la ventana abierta. Era de mañana. No tan tarde como para que sintiera ansiedad por haber dormido todo el día, pero lo suficiente como para sentirse descansada.

Annika se puso la bata y salió a la escalera. Las baldosas cuarteadas del suelo la refrescaron compasivamente. El retrete se encontraba medio piso más abajo, lo compartía con los otros inquilinos de los pisos superiores.

Cuando entró de nuevo en el apartamento las cortinas se agitaron al viento como grandes velas. Había comprado treinta metros de gasa clara y la había arreglado con arte sobre las varillas de las cortinas, el efecto era patente. El piso estaba completamente pintado de blanco. El último inquilino le había dado una mano con un color de base y luego se cansó. Ahora, las paredes mates reflejaban y se comían la luz al mismo tiempo, dándoles a las habitaciones una sensación de transparencia.

Cruzó lentamente el salón y entró en la cocina. El suelo estaba casi vacío, apenas había muebles. Las tablas grises del suelo relucían de jabón y lejía. El techo flotaba sobre ella como un cielo blanco, mate claro. Hirvió agua en la cocina de gas, puso tres cucharadas de café en una cafetera de cristal de Bodum, vertió el agua y presionó el colador. La nevera estaba vacía. Tomaría un bocadillo en el tren.

El periódico matutino estaba en el suelo de la entrada ligeramente rasgado, el buzón era algo pequeño para contenerlo. Lo cogió y se sentó con la espalda contra la despensa empotrada.

Lo de siempre. Oriente Próximo. La campaña electoral. El récord de calor. Ni una línea sobre Josefin. Ya era historia, una cifra en las estadísticas. Un artículo más sobre IB. Esta vez lo leyó. Un profesor de Gotemburgo pedía una comisión indagatoria. Right on, pensó Annika.

Pasó de bajar a ducharse, se lavó la cara y las axilas en la pila del fregadero. El agua ya no estaba helada, no necesitaba calentarla.

Los periódicos de la tarde acababan de llegar, compró ambos en el estanco de Scheelegatan. Los titulares de los vespertinos eran todos sobre el IB. Annika sonrió. Berit era la mejor. Sus artículos también se encontraban en las mejores páginas, octava, novena, décima y la central. Después leyó su texto sobre la investigación policial, era realmente bueno. La policía tenía una prueba que apuntaba a un conocido de Josefin, había escrito. Josefin se había sentido amenazada y asustada con anterioridad. Había señas que indicaban que ya antes había sido maltratada. Volvió a sonreír. Sin decir nada sobre Joachim había quedado clara la teoría de la policía. A continuación salía la orgía de dolor en Täby, se sintió contenta de haber sido parca y haberse ajustado a los datos. La foto estaba okey. Mostraba a unas muchachas, que no lloraban, alrededor de una vela. Le pareció bien. En Konkurrenten no venía nada especial, excepto la serie «La vida después de las vacaciones». Eso lo leería en el tren.

Había ventisca, el aire era caliente. Se compró un helado de desayuno en el turco de Bergsgatan y bajó por Kaplansbacken a Centralen. Tuvo suerte, el tren intercity a Malmö saldría dentro de cinco minutos. Se sentó en el vagón restaurante y fue la primera en comprar un sándwich cuando comenzaron a servir. Se había olvidado el billete, le compró uno directamente al revisor.

En Flen sólo se apearon ella y tres hombres árabes. El autobús a Hälleforsnäs saldría dentro de un cuarto de hora, se sentó en un banco frente al ayuntamiento y estudió la obra de arte que tenía enfrente «Aspiración vertical». Era, en verdad, insólitamente superflua. Se comió una bolsa de golosinas en el autobús y se bajó en Konsum.

– Felicidades -exclamó Ulla, una de las compañeras de trabajo de su madre. La señora estaba de pie con su bata verde y fumaba junto a las plantas.

– ¿Por qué? -preguntó Annika y sonrió.

– ¡Por todos los éxitos! Los titulares y todo eso. Aquí en Hälleforsnäs todos estamos muy orgullosos de ti -voceó Ulla.

Annika rió y agitó la mano a la defensiva. Subió hacia la iglesia y continuó hasta su casa. La zona parecía muerta y deshabitada. Las hileras de edificios rojos de los años cuarenta despedían vapor en medio del calor.

¡Espero que no esté Sven!, pensó ella.

El piso estaba vacío. Las plantas se habían muerto. Una bolsa de basura vieja esparcía un desagradable olor por toda la cocina. La tiró por el conducto y abrió todas las ventanas. Dejó en paz los cadáveres de las plantas. Ahora mismo no tenía más fuerzas.

Su madre se alegró realmente de verla. La abrazó con manos torpes, frías pero algo sudorosas.

– ¿Has comido? Tengo un guiso de alce en el fuego.

El último novio de su madre era cazador.

Se sentaron a la mesa de la cocina, la madre encendió un cigarrillo. La ventana estaba entreabierta, Annika pudo oír a dos chiquillos pelearse por una bicicleta. Dejó que su mirada siguiera por el río hasta la acería, vio sus desolados y grises tejados de metal extenderse tar lejos como alcanzaba la vista.

– Ahora tienes que contármelo todo, ¿cómo lo has conseguido?

La madre sonrió expectante.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Annika y le devolvió la sonrisa.

– ¡Un éxito así, claro! ¡Todos lo han visto! Se acercan a mí y me felicitan en la cola de la caja. Unos artículos muy buenos. Y titulares y todo.

Annika volvió la cabeza.

– No fue tan difícil -respondió-. Me dieron una información muy buena. ¿Y tú, cómo estás?

La madre se iluminó.

– Bien, ahora verás -anunció y se levantó.

El humo del cigarrillo dibujó un dragón en el aire cuando pasó zumbando hacia la mesa de trabajo. Annika siguió a su madre con la vista hasta que regresó y extendió una serie de fotocopias sobre la mesa, frente a Annika.

– A mí me gusta más ésta -señaló, golpeando la mesa, se sentó y le dio una profunda calada a su cigarrillo.

Annika observó con un ligero suspiro los papeles de su madre. Eran prospectos de diferentes agencias inmobiliarias de Eskilstuna. La fotocopia superior, la que la madre había golpeado, era de Mäklarringen. «Casa exclusiva, alto estándar, c. baños alicatados, salón en esquina, cabaña de barbacoa c. chimenea», leyó.

– ¿Por qué acortan «con»? -preguntó Annika.

– ¿Qué? -respondió su madre.

– Acortan la palabra más corta de la frase -señaló Annika-. Me parece ilógico.

Su madre agitó las manos irritada para apartar el humo que había entre ellas.

– ¿Qué te parece? -inquirió. Annika dudó.

– Me parece un poco cara.

– ¿Cara? -replicó la madre y le arrancó el prospecto-. Entrada con suelo de mármol, ladrillo vitrificado en la cocina y además hay un bar en el sótano. ¡Es perfecta!

Annika suspiró en silencio.

– Claro. Sólo me preguntaba si te lo puedes permitir. Un millón trescientas mil coronas es mucho dinero.

– Mira las otras -dijo su madre.

Annika las ojeó. Todas las casas eran grandes monstruos de las afueras de Eskilstuna, se encontraban en zonas como Skiftingen, Stenkvista, Grundby, Skogstorp. Tenían más de seis habitaciones y grandes jardines.

– A ti no te gusta trabajar en el jardín -dijo Annika.

– A Leif le gusta la naturaleza -expuso su madre y apagó el cigarrillo a medias-. Estamos pensando en comprar algo juntos.

Annika simuló no oír.

– ¿Cómo está Birgitta? -preguntó, en cambio.

– Bien -respondió su madre-. Se lleva muy bien con Leif. A ti también te gustaría, si alguna vez le vieras.

La voz tenía un tono de reproche y agravio.

– ¿Puede seguir en Rätt Pris?

– No cambies de tema -replicó la madre y estiró la espalda-. ¿Por qué no quieres conocer a Leif?

Annika se levantó, se dirigió hacia la nevera y estudió sus repisas. Estaban bien limpias, pero bastante vacías.

– Claro que lo puedo conocer, si esto te hace feliz. Pero justo este verano ha sido un poco difícil, como puedes comprender.

No le importó sonar algo irónica.

– No fisgues en la nevera. Pronto comeremos. Puedes poner la mesa.

Annika cogió un yogur desnatado y cerró la puerta de la nevera.

– No tengo tiempo -respondió-. Quiero ir a Lyckebo.

La boca de su madre se empequeñeció y palideció.

– Estará listo en unos minutos. Podrías esperar un poco.

– Hasta luego -dijo Annika.

Se colgó el bolso del hombro y se apresuró a salir del piso. Su bicicleta seguía ahí, la rueda trasera no tenía aire. La hinchó, aseguró el bolso en el portaequipajes y pedaleó hacia Granhed. La acería se deslizaba a su derecha, la miró de reojo. La jodida acería, el corazón batiente del pueblo. Cuarenta mil metros cuadrados de locales industriales abandonados. A veces ella la odiaba, por todo lo que había hecho a la juventud. Cuando ella nació ahí trabajan mil doscientas personas. Al acabar la escuela apenas quedaban un par de cientos. Su padre tuvo que dejar la acería en la siguiente ola de despidos que redujo la plantilla a ciento veinte. Ahora sólo trabajaban ocho personas. Pasó de largo el aparcamiento pedaleando. Tres coches, cinco bicicletas.

Su padre no pudo soportar el desempleo. Había vivido para ese trabajo de mierda. Nunca recibió ninguna nueva oferta, Annika adivinó el porqué. La amargura es difícil de ocultar y desagradable de emplear.

Pasó la entrada del club de remo y aceleró inconscientemente. Fue ahí donde encontraron a su padre media hora demasiado tarde. El cuerpo estaba congelado. Vivió un día más en el hospital Mälar de Eskilstuna, pero el alcohol había hecho de las suyas. En los momentos más difíciles ella creyó que había sido mejor así. Si pensaba en ello, lo cual no solía ocurrir, descubría que nunca se había permitido llorar por él.

Y, sin embargo, es a él a quien más me parezco, pensó y apartó rápidamente esa idea de su cabeza.

Después del desvío a Tallsjön el camino se estrechó y se llenó de baches. Serpenteaba entre los árboles. A ella no le gustaba el color del bosque a finales del verano. Aquel verdor compacto, tan repleto de clorofila, respiraba exactamente el mismo por todas partes. Annika lo encontraba aburrido y monótono.

Los senderos del bosque cruzaban el camino, a derecha e izquierda. Los que conducían a la izquierda estaban bloqueados por grandes barreras con candados, hasta aquí llegaba la linde de la finca de Harpsund.

El camino se empinaba, se puso de pie sobre los pedales y respiró con fuerza. El sudor le corría por las axilas, necesitaba un baño.

El desvío a Lyckebo apareció tan repentinamente como siempre. Casi se salió en la curva y derrapó un poco al frenar. Soltó el bolso, apoyó la bicicleta contra la barrera y pasó por debajo, entre la alta hierba.

– ¡Whiskas!-exclamó-. ¡Gatito!

Un par de segundos después oyó un lejano ronroneo. El gatito dorado apareció entre la hierba con el sol brillando en sus bigotes.

– ¡Whiskas, cariño!

Tiró el bolso sobre la hierba y cogió al gato que saltó a su regazo. Se sentó riéndose sobre un hormiguero y rodó por el suelo con su mascota, le rascó la panza y acarició su suave lomo.

– Tienes una garrapata, pillín. Espera que te la voy a quitar.

Agarró el insecto que se le había enganchado con fuerza bajo la barbilla y tiró de él. No se rompió. Sonrió satisfecha. Aún no había perdido la costumbre.

– ¿Está la abuela en casa?

La anciana estaba sentada bajo la sombra del roble. Tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su regazo. Annika cogió el bolso y se encaminó hacia su abuela materna, el gato saltaba alrededor de sus piernas, se frotaba contra sus rodillas, ronroneaba y pedía caricias.

– ¿Estás durmiendo?

Su voz era sólo un susurro.

La mujer abrió los ojos y sonrió.

– No. Escucho la naturaleza.

Annika le dio a su abuela un largo abrazo.

– Estás cada vez más delgada -dijo la abuela-. ¿Comes bien?

– Claro -contestó Annika y sonrió-. ¡Mira lo que tengo!

Soltó a la mujer y buscó en su bolso.

– Toma -dijo alegre-. ¡Es para ti!

Extendió una caja de chocolate artesano de una pequeña fábrica de Gärdet en Estocolmo. La abuela juntó las manos.

– ¡Qué detalle! -exclamó-. Me voy a emocionar.

La anciana abrió la caja y cada una cogió un pedazo. Resultó ser algo fuerte para Annika, a quien en realidad no le gustaba el chocolate.

– ¿Cómo te va? -preguntó la abuela.

Annika bajó la vista hasta sus rodillas.

– Nada bien -respondió-. Espero poder quedarme en el periódico. De otra manera no sé qué voy a hacer.

La anciana la miró larga y cálidamente.

– Todo irá bien, Annika. No necesitas ese trabajo. Ya verás como todo se arregla.

– No estoy tan segura -contestó Annika y sintió que los ojos se arrasaban en lágrimas.

– Ven aquí.

La abuela alargó su mano y tiró de Annika hacia sus rodillas. Annika se sentó con cuidado y apoyó su frente en el cuello de la mujer.

– No sé si me atrevo.

– Ya sabes lo que yo pienso que debes hacer -declaró la abuela seria.

La anciana abrazó a su nieta y la acunó lentamente. Se levantó el viento, crujían las hojas del álamo contiguo. Annika vio el Hosjön centellear entre los árboles.

– Yo siempre estaré aquí, ya lo sabes -dijo la mujer-. Siempre te apoyaré, pase lo que pase. Siempre puedes venir aquí.

– No quiero involucrarte -susurró Annika.

– Tontorrona -replicó la abuela y sonrió-. No digas eso. Hoy no sirvo para nada, así que ayudarte a ti es lo mínimo que puedo hacer.

Annika besó a la mujer en la mejilla.

– ¿Hay níscalos?

La abuela rió.

– ¡Sí, está lleno! Las lluvias torrenciales de la primavera y luego el calor. Todo el bosque está de color amarillo dorado. ¡Coge dos bolsas!

Annika se irguió apresuradamente.

– ¡Primero me voy a dar un chapuzón!

Se quitó la falda y la blusa mientras bajaba corriendo hacia el embarcadero. El agua estaba templada y el fondo más cenagoso que nunca. Nadó hacia las rocas, se encaramó a ellas, se tumbó y respiró un rato. El viento rozaba su pelo húmedo, miró hacia arriba y vio los cirros correr a buena velocidad, a un par de millares de metros de altura. Se metió de nuevo en el agua y flotó boca arriba, con tranquilidad. El bosque parecía una masa compacta alrededor del lago, no se veía a ningún ser viviente a excepción de Whiskas, que la esperaba en el embarcadero. Uno se podía perder en estos bosques. A ella le pasó una vez cuando era niña. Se organizó una batida desde el club de orientación hasta que la encontraron en un claro al otro lado del camino, llorando y morada de frío.

Comenzó a sudar tan pronto como salió del agua y se puso la ropa sin secarse.

– Cojo tus botas de agua -le gritó a su abuela que había sacado su labor de punto.

Se colgó una bolsa de la falda y cogió otra en la mano. Whiskas le siguió los pasos cuando ella se internó en el bosque.

La abuela tenía razón. Níscalos, tan grandes como la tapa del retrete, arracimados a lo largo del sendero. También encontró setas, orgullosos cogomelos y cantidades de pequeñas y pálidas agullas. Whiskas bailaba sin parar alrededor de sus pies, acechaba a hormigas y mariposas, saltaba tras los mosquitos y acabó por comerse un polluelo. Annika cruzó Granhedsvägen y pasó de largo Johannislund y Björkbacken. Ahí subió a la derecha hacia Lillsjötorp para saludar al Viejo-Gustav. La bonita casa rectoral descansaba al sol con los muros de pinos gigantes a sus espaldas. El silencio era completo, no se oía el habitual ruido del hacha desde la leñera, lo que seguramente significaba que el anciano estaba en el bosque.

La puerta estaba cerrada. Continuó subiendo hacia el monte Vita, allí trepó a una torre de oteo para la caza del alce y descansó. La tala se extendía a sus pies. El eco le respondería si gritaba. Cerró los ojos y escuchó el viento. Era bullicioso y cálido, casi hipnótico. Permaneció sentada, bastante tiempo, hasta que un jadeo y un crujido la espabilaron. Miró cuidadosamente por encima del borde de la torre.

Un hombre grueso venía pedaleando desde Skenäs. Respiraba con dificultad y hacía eses. Llevaba un ramojo seco de pino enganchado entre los radios de la rueda trasera. Se detuvo justo debajo de la torre, arrancó el ramojo, resopló con fuerza y continuó.

Annika parpadeó sorprendida. Era el primer ministro.


Christer Lundgren entró en su apartamento con una sensación de irrealidad. Presentía la catástrofe como una nube en el horizonte, sintió el viento cálido soplar alrededor de su rostro. La carga eléctrica que había en el aire le hizo comprender lo inevitable: el mal tiempo se acercaba en aquella dirección. Acabaría empapado.

El calor dentro del apartamento era indescriptible. El sol había alumbrado el ventanal durante todo el día, se irritó. ¿Por qué no había persianas?

Dejó la bolsa de viaje en el suelo del recibidor y abrió la ventana del balcón de par en par. Un aparato, abajo en el patio, zumbaba y bramaba.

Qué coñazo de cadena de hamburguesas, pensó.

Se dirigió a la diminuta cocina, se sirvió un gran vaso de agua. El fregadero olía mal, a leche cuajada agriada y a cáscara de manzana. Dejó correr el agua para eliminar lo que se pudiera.

La reunión con el secretario general y el secretario de Estado había sido horrible. Su situación no le infundía ninguna esperanza. Todo estaba clarísimo.

Tomó consigo el vaso de agua. Se sentó en la cama tras un pesado suspiro y colocó el teléfono sobre sus rodillas. Respiró durante algunos segundos antes de marcar el número de la casa de su esposa.

– Me tendré que quedar aquí unos días -informó después de las frases iniciales.

La esposa aguardó.

– ¿El fin de semana que viene también? -preguntó ella.

– Sabes que no lo hago por gusto -respondió él.

– Se lo prometiste a los niños -replicó ella.

Él cerró los ojos y se pasó la mano por la frente. Las lágrimas le quemaban tras los párpados.

– Te echo tanto de menos que me siento mal -repuso él.

Ella se preocupó.

– ¿Qué ha pasado?

– No me creerías si te lo contara -respondió él-. Esto es una completa pesadilla.

– ¡Pero Christer, Dios mío! ¡Dime qué ha pasado!

Él tragó saliva y habló de carrerilla.

– Escúchame. Coge a los niños y vete a Karungi. Yo te seguiré en cuanto me sea posible.

Ella respondió rápidamente.

– Yo no me voy sin ti.

Su voz se endureció.

– Tienes que hacerlo. Las cosas se están yendo al infierno. Si te quedas en casa te van a asediar. Lo mejor sería que te marcharas esta misma noche.

– ¡Pero Stina no nos espera hasta el sábado!

– Llámala y pregúntale si puedes ir antes. Stina siempre está dispuesta a echar una mano.

La esposa esperó en silencio.

– Es la policía -dijo ella-. Tiene que ver con la policía.

Christer oyó de fondo la risa de los gemelos.

– Sí -contestó él-. En parte. Pero eso no es todo.


Annika regresó a punto para el Eko de las cinco menos cuarto.

– No te puedes imaginar a quién he visto en el bosque. ¡Al primer ministro!

Vertió el contenido de las bolsas sobre la mesa al mismo tiempo que el trítono resonó en la radio.

– Se le ha metido en la cabeza que tiene que adelgazar -dijo la abuela-. Suele montar en bicicleta por aquí.

Se sentaron cada una a su lado de la mesa y limpiaron las setas mientras las voces se sucedían. No había ocurrido nada.

– ¿Así que aún tienes contacto con Harpsund? -inquirió Annika.

La abuela sonrió. Había sido ama de llaves en la residencia de verano del primer ministro durante treinta y siete años. La radio local comenzó su retransmisión y ella bajó el volumen.

Annika cortó los níscalos y los colocó a su lado en la fuente medio llena. Dejó caer las manos, descansar la mirada. El reloj de pared hacía tictac, los minutos volaban. La cocina de su abuela era su símbolo de paz y calor. El fogón con las placas blanqueadas, el suelo de linóleo, el hule, las flores de los prados en la ventana.

– ¿Te quedas a comer? -preguntó la abuela.

En ese mismo instante sonó la sintonía del programa Studio sex. La anciana alargó la mano para bajar el sonido, pero Annika la detuvo.

– Oigamos lo que ha pasado hoy -dijo Annika.

La sintonía decreció y la grave voz del presentador se escuchó por encima.

– La policía ha interrogado a un hombre sospechoso del crimen sexual de una joven en Kronobergsparken, Estocolmo -anunció-. Según nuestros datos este hombre no es otro que Christer Lundgren, ministro de Comercio Exterior. Tendrán más noticias sobre este tema en el programa de hoy, con debates y análisis, en directo desde el Studio sex.

Regresó la sintonía, Annika se llevó las manos a la boca. Dios mío, ¿es posible?

– Pero ¿qué pasa, estás muy pálida? -preguntó la abuela.

La música acabó y regresó de nuevo el presentador.

– Lunes 31 de julio, bienvenidos a Studio sex desde Radiohuset, Estocolmo -anunció el presentador y prosiguió con su voz cavernosa.

»Bueno, los socialistas se hallan ante uno de sus mayores escándalos. Hasta el momento el primer ministro ha sido interrogado dos veces, ayer fue interrogado por teléfono y hoy ha comparecido ante la brigada criminal en Kungsholmen para proseguir con las declaraciones. Nos vamos en directo a la comisaría central de Estocolmo.

Hubo chasquidos y zumbidos.

– Estoy aquí junto al portavoz de la policía -informó una voz masculina con autoridad-. ¿Qué ha ocurrido hoy?

La voz del portavoz llenó la cocina. Annika subió el volumen aún más.

– Es cierto que la policía sigue diferentes pistas en la búsqueda del asesino de Josefin Liljeberg -respondió-. Sin embargo, no puedo entrar en detalles. Ninguna persona ha sido acusada del crimen, aun cuando los interrogatorios señalan en cierta dirección.

El reportero no escuchaba.

– ¿Qué le parece que haya un ministro sospechoso de un crimen como éste en medio de la campaña electoral? -inquirió.

El portavoz dudó.

– Bueno, en este momento, no puedo ni confirmar ni desmentir nada relacionado con la investigación. No hay ninguna persona imputada…

– Pero ¿hoy ha sido interrogado el ministro?

– Es cierto que el ministro de Comercio Exterior, Christer Lundgren, es una de las muchas personas que han sido interrogadas -contestó el portavoz.

– ¿Así que confirma el interrogatorio? -dijo el reportero con la voz llena de júbilo.

– Puedo confirmar que hasta el momento hemos realizado cerca de trescientos interrogatorios en relación con esta investigación -replicó el portavoz y comenzó a parecer agobiado.

– ¿Qué alegó el ministro en su defensa?

Ahora el portavoz parecía irritado. Además su buscador comenzó a pitar. Joder, pensó Annika. No le dejarán dormir en toda la noche.

– No puedo comentar nada de lo que se dice en los interrogatorios durante la investigación policial.

El cuarto de control cortó la conexión y reapareció el presentador.

– Bueno, estamos de vuelta en Studio sex desde Radiohuset, Estocolmo -informó-. Esto, por supuesto, va a ser un duro golpe para los socialdemócratas en plena campaña electoral, aun cuando el ministro no sea condenado por el crimen. Simplemente el hecho de que figure en este caso ya es devastador para la confianza en el partido. Discutiremos sobre todo ello en el programa de hoy de Studio sex.

Se oyó una pequeña melodía mientras el presentador bebía agua y charlaba con el cuarto de control. Cuando regresó tenía un invitado en el estudio, un grotesco catedrático de periodismo que había conseguido su puesto gracias a ocupar el cargo político de director de la prensa de los sindicatos que afiliaban a la mayor imprenta pornográfica de Suecia.

– Bueno -dijo el profesor gruñón-, esto es, por supuesto, una verdadera catástrofe para la socialdemocracia. La simple sospecha de este tipo de abuso de poder coloca al partido en una posición muy difícil, sííí, muy difícil…

– No sabemos si el ministro es culpable, nosotros no condenamos a nadie antes de tiempo -apuntó el presentador-. Pero ¿qué ocurriría si fuera detenido?

Annika se levantó, completamente mareada. Había un ministro involucrado. La señora gorda de la escalera tenía razón.

El profesor y el presentador de Studio sex prosiguieron repitiéndose, a veces aparecían dos reporteros más de las conexiones exteriores a la ciudad.

– ¿Tiene esto que ver con tu trabajo? -preguntó su abuela.

Annika sonrió pálidamente.

– Se puede decir que sí -respondió-. Yo he escrito bastante sobre este asesinato. Ella sólo tenía diecinueve años, abuela. Se llamaba Josefin y le gustaban los gatos.

El presentador parecía serio y seguro del asunto.

– No hemos podido hablar con el ministro de Comercio Exterior para recabar su comentario -dijo-. Ha pasado toda la tarde reunido con el primer ministro y el secretario general del partido en Rosenbad. Tenemos a nuestro reportero en la puerta de la sede del Gobierno…

Annika abrió los ojos de par en par.

– ¡Están equivocados! -exclamó sorprendida.

La abuela miró inquisidora.

– El primer ministro. No ha estado en ninguna reunión.

Metió sus cosas apresuradamente en el bolso, vertió la fuente con los níscalos limpios en una bolsa de plástico y la guardó en el bolso.

– Tengo que volver a Estocolmo -anunció-. Quédate con el resto de las setas.

– ¿Tienes que irte? -preguntó su abuela.

Annika dudó.

– No, pero quiero hacerlo -respondió.

– Cuídate -dijo la abuela.

Se abrazaron apresuradamente y Annika salió al cálido sol de la tarde. Whiskas saltaba a su lado por el sendero.

– No, vete. No puedes venir. Tienes que quedarte con la abuela.

Annika se detuvo, se agachó y besuqueó al gato antes de empujarlo de vuelta por el sendero.

– Quédate ahí -ordenó-. Venga, vete.

El gato pasó de largo corriendo hacia la barrera. Annika resopló, atrajo al gato hacia ella, lo cogió en brazos y regresó con él a la casa.

– Tendrás que cerrar la puerta hasta que me haya ido -le dijo Annika a su abuela y ésta se rió.

El viento había refrescado, corría a lo largo del camino y la impulsaba de forma tal que veía centellear los pinos con el rabillo de los ojos. Pedaleó con la misma intensidad tanto cuesta arriba como cuesta abajo y, al aparcar la bicicleta junto a su puerta, arriba en Tattarbacken, jadeaba.

– He oído que andabas por casa.

Sven cerró su coche de un portazo y se acercó a ella desde el aparcamiento. Annika ató la bicicleta, se irguió y le sonrió débilmente.

– Esta vez es sólo una visita fugaz -dijo ella.

Sven sonrió al abrazarla.

– Te he echado de menos -susurró.

Annika devolvió el abrazo. Él la besó con fuerza. Annika se separó.

– ¿Qué pasa?

La soltó.

– Tengo que regresar a Estocolmo.

La gravilla crujió bajo sus zapatos al dirigirse hacia la puerta. Por los pasos oyó que él la seguía.

– Acabas de llegar. ¿No libras nunca?

Ella sujetó la puerta. La escalera olía a basura caliente.

– Sí, es verdad, pero han ocurrido cosas en relación con el asesinato que estoy cubriendo.

– ¿Eres tú la única reportera?

Ella se recostó contra la pared, cerró los ojos y pensó.

– Quiero hacerlo -dijo ella-. Esta es mi oportunidad.

Sven se situó delante, con una mano a cada lado de su cabeza, la mirada inquisidora.

– ¿De marcharte de aquí? ¿Es eso?

Ella le miró a los ojos.

– De conseguir algo. Ya he escrito un poco de todo en el Katrineholms-Kuriren. Suplementos sobre el bosque, de subastas, de alcaldes, reportajes sobre abonos. Quiero progresar.

Se agachó y se deslizó por debajo del brazo estirado de Sven. Él la agarró del hombro.

– Te llevo.

– No hace falta. Voy en tren.


El local estaba vacío. Los días de tanto calor no eran buenos para el negocio. Los viejos tenían la oportunidad de tumbarse en la playa y mirar pechos gratis. Patricia dio una rápida ojeada a la caja de la entrada. Sólo tres mil coronas. Seis clientes durante toda la tarde. La recaudación era pésima. Cerró la caja. Bueno. Se recuperarían por la noche. El calor hacía que a los turistas les bullera la sangre.

Se dirigió al frío vestuario junto a la oficina y colgó el bolso y la cazadora vaquera, se quitó la camiseta y el short y se puso un sujetador de lentejuelas. Las bragas estaban pringosas de fluidos internos, no podía olvidarse de enjuagarlas antes de volver a casa de madrugada. Se pintó mucho y con rapidez, en realidad no le gustaba maquillarse. Los zapatos empezaban a desgastarse. El tacón apenas tenía tapa. Se ciñó las correas, respiró profundamente y corrió hacia la entrada.

La mesa de la ruleta estaba gris de ceniza a lo largo de la zona de los clientes, vio que habían hecho una nueva quemadura sobre el fieltro verde. Irritada retiró el cenicero, debería estar prohibido fumar junto a la mesa. Cogió el cepillo que había en la repisa al lado del sitio del crupier y arrastró la ceniza hacia el borde, hasta que cayó al suelo.

– Aquí está la atareada chica de la limpieza.

Era Joachim, que apareció en la puerta de la oficina, apoyado en el batiente. Patricia se quedó paralizada.

– Estaba tan sucio…

– Tú no tienes que ocuparte de eso -dijo Joachim y le sonrió-. Tú tienes que estar bonita y sexy.

Se estiró y se acercó a ella lentamente, aún sonriente, con la mano estirada. Patricia tragó saliva. Él la acarició desde el hombro a lo largo del brazo. Patricia retrocedió cuidadosamente. La sonrisa desapareció.

– ¿De qué tienes miedo? -preguntó. Los ojos tenían una expresión diferente, inquisidoramente fría. Patricia bajó la mirada a sus pechos centelleantes.

– De nada, ¿por qué lo preguntas?

La voz no era del todo firme. Él la soltó de golpe.

– ¿Has leído los tabloides? -dijo.

Patricia levantó la mirada y abrió inocentemente los ojos.

– ¿Cuál de ellos?

Su mirada se posó pesadamente sobre ella. Patricia se concentró para poder aguantarla.

– Lo atraparán dentro de poco -respondió él.

Ella parpadeó.

– ¿A quién?

– Al ministro. Lo han dicho por la radio. Debió de ser uno de los viejos que estuvieron aquí la otra noche. Le han interrogado durante todo el día. Al parecer, el primer ministro está furioso.

Los ojos de ella se entrecerraron.

– ¿Cómo lo sabes?

Joachim se volvió y se dirigió hacia el bar.

– Lo han dicho por la radio. Studio sex.

Se detuvo, la miró por encima del hombro y sonrió de nuevo.

– ¿Podrías pensar algo más apropiado?

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