A Pilar
Conoces el nombre que te dieron, no conoces el nombre que tienes.
“Libro de las Evidencias”
Encima del marco de la puerta hay una chapa metálica larga y estrecha, revestida de esmalte. Sobre un fondo blanco, las letras negras dicen Conservaduría General del Registro Civil. El esmalte está agrietado y desportillado en algunos puntos. La puerta es antigua, la última capa de pintura marrón está descascarillada, las venas de la madera, a la vista, recuerdan una piel estriada. Hay cinco ventanas en la fachada. Apenas se cruza el umbral, se siente el olor del papel viejo. Es cierto que no pasa ni un día sin que entren en la Conservaduría nuevos papeles, de individuos de sexo masculino y de sexo femenino que van naciendo allá fuera, pero el olor nunca llega a cambiar, en primer lugar porque el destino de todo papel nuevo, así que sale de la fábrica, es comenzar a envejecer, en segundo lugar porque, más habitualmente en el papel viejo, aunque muchas veces también en el papel nuevo, no pasa un día sin que se escriban causas de fallecimientos y respectivos lugares y fechas, cada uno contribuyendo con sus olores propios, no siempre ofensivos para las mucosas olfativas, como lo demuestran ciertos efluvios aromáticos que de vez en cuando, sutilmente, atraviesan la atmósfera de la Conservaduría General y que las narices más finas identifican como un perfume compuesto de mitad rosa y mitad crisantemo.
Pasada la puerta, aparece una mampara alta y acristalada con dos batientes, por donde se accede a la enorme sala rectangular en la que trabajan los funcionarios, separados del público por un mostrador largo que une las dos paredes laterales, con excepción, en una de las dos extremidades, del ala abatible que permite el paso al interior. La disposición de los lugares en la sala acata naturalmente las precedencias jerárquicas, pero siendo, como cabe esperar, armoniosa desde este punto de vista, también lo es desde el punto de vista geométrico, lo que sirve para probar que no existe ninguna irremediable contradicción entre estética y autoridad. La primera línea de mesas, paralela al mostrador, está ocupada por los ocho escribientes, a quienes compete atender al público. Detrás, igualmente centrada respecto al eje de simetría que, partiendo de la puerta, se pierde allá al fondo, en los confines oscuros del edificio, hay una línea de cuatro mesas. Éstas pertenecen a los oficiales. A continuación vienen los subdirectores, que son dos. Finalmente, aislado, solo, como tenía que ser, el conservador, a quien llaman jefe en el trato cotidiano.
La distribución de tareas entre la plantilla de funcionarios satisface una regla simple, la de que los elementos de cada categoría tienen el deber de ejecutar todo el trabajo que les sea posible, de modo que sólo una parte mínima pase a la categoría siguiente. Esto significa que los escribientes no tienen más remedio que trabajar sin descanso desde la mañana hasta la noche, mientras los oficiales lo hacen de vez en cuando, los subdirectores muy de tarde en tarde, el conservador casi nunca. La continua agitación de los ocho de delante, que tan pronto se sientan como se levantan, siempre corriendo de la mesa al mostrador a los ficheros, de los ficheros al archivo, repitiendo sin descanso éstas y otras secuencias y combinaciones ante la indiferencia de los superiores, tanto inmediatos como distantes, es un factor imprescindible para comprender cómo fueron posibles y lamentablemente fáciles de cometer los abusos, las irregularidades y las falsificaciones que constituyen la materia central de este relato.
Para no perder el hilo de la madeja en asunto de tal trascendencia, es conveniente comenzar sabiendo dónde se encuentran instalados y cómo funcionan los archivos y los ficheros. Están divididos, estructural y básicamente, o, si queremos usar palabras simples, obedeciendo a la ley de la naturaleza, en dos grandes áreas, la de los archivos y ficheros de los muertos y la de los archivos y ficheros de los vivos.
Los papeles de aquellos que ya no viven se encuentran más o menos organizados en la parte trasera del edificio, cuya pared del fondo, de tiempo en tiempo, en virtud del aumento incesante del número de fallecidos, tiene que ser derribada y nuevamente levantada unos metros atrás. Como será fácil concluir, las dificultades de acomodación de los vivos, aunque preocupantes, teniendo en cuenta que siempre está naciendo gente, son mucho menos acuciantes, y se han ido resolviendo, hasta ahora, de modo razonable satisfactorio, ya sea por el recurso a la comprensión mecánica horizontal de los expedientes individuales colocados en las estanterías, caso de los archivos, ya sea por el empleo de cartulinas finas y ultrafinas, en el caso de los ficheros. A pesar del incómodo problema de la pared del fondo, al que ya se ha hecho referencia, merece todas las alabanzas el espíritu de previsión de los arquitectos históricos que proyectaron la Conservaduría General del Registro Civil, proponiendo y defendiendo, contra las opiniones conservadoras de ciertas mentes tacañas ancladas en el pasado, la instalación de las cinco gigantescas armazones de estantes que se levantan hasta el techo a espaldas de los funcionarios, más atrasado el tope del estante central, que casi toca el sillón del conservador, más próximos al mostrador los topes de los estantes laterales extremos, quedándose los otros dos, por así decir, a medio camino. Consideradas ciclópeas y sobrehumanas por todos los observadores, estas construcciones se extienden por el interior del edificio más allá de lo que los ojos pueden alcanzar, también porque a partir de cierta altura comienza a reinar la oscuridad, ya que apenas se encienden las lámparas cuando es necesario consultar algún expediente.
Estas armazones de estantes son las que soportan el peso de los vivos.
Los muertos, esto es, sus papeles, están metidos por allí dentro, en peores condiciones de lo que debería permitir el respeto, por eso da el trabajo que da encontrarlos cuando un pariente, un notario, o un agente judicial vienen a la Conservaduría General requiriendo certificados o copias de documentos de otras épocas. La desorganización de esa parte del archivo está motivada y agravada por el hecho de que los fallecidos antiguos son los que están más próximos al área denominada activa, inmediatamente después de los vivos, constituyendo, según la inteligente definición del jefe de la Conservaduría General, un peso dos veces muerto, dado que es rarísimo que alguien se preocupe de ellos, sólo de tarde en tarde se presenta aquí algún excéntrico investigador de pequeñeces históricas irrevelantes. Salvo que algún día se decida separar a los muertos de los vivos, construyendo en otro lugar una nueva Conservaduría para depósito exclusivo de los difuntos, no hay remedio para la situación, como quedó claro cuando uno de los subdirectores, en infeliz hora, tuvo la ocurrencia de proponer que la organización del archivo de los muertos se hiciera al contrario, al fondo los remotos, más acá los de fecha fresca, en orden a facilitar, burocráticas palabras las suyas, el acceso a los difuntos contemporáneos, que, como se sabe, son los autores de testamentos, los proveedores de herencias y, por tanto, fáciles objetos de disputas y contestaciones mientras el cuerpo aún está caliente. Sarcástico, el conservador aprobó la idea, con la condición de que fuera el propio proponente el encargado de empujar hacia el fondo, día tras día, la masa gigantesca de los expedientes individuales de los muertos pretéritos, a fin de que pudieran ir entrando en el espacio recuperado los de reciente defunción. Queriendo hacer que se olvidara la desastrosa e irrealizable ocurrencia, y también para distraer su espíritu de la humillación, el subdirector no encontró mejor recurso que pedir a los escribientes que le pasaran algún trabajo, hiriendo así, tanto por encima como por debajo, la histórica paz de la jerarquía.
Creció con este episodio la negligencia, prosperó el abandono, se multiplicó la incertidumbre, hasta el punto de que un día desapareció en las laberínticas catacumbas del archivo de los muertos un investigador que, meses después de la absurda propuesta, se presentó en la Conservaduría General para llevar a cabo unas pesquisas heráldicas que le habían encomendado.
Fue descubierto casi por milagro al cabo de una semana, hambriento, sediento, exhausto, delirante, superviviente sólo gracias al recurso desesperado de ingerir grandes cantidades de papeles viejos que, no precisando ser masticados porque se deshacían en la boca, no duraban en el estómago ni alimentaban. El jefe de la Conservaduría General, que ya había pedido que le trajeran a su mesa la ficha y el expediente del imprudente historiador para darlo por muerto, decidió hacer la vista gorda ante los estragos, oficialmente atribuidos a los ratones, firmando después una orden interna que determinaba, bajo pena de multa y suspensión de salario, la obligatoriedad del uso del hilo de Ariadna para quien tuviera que ir al archivo de los muertos.
En todo caso no sería justo olvidar las dificultades de los vivos. Es más que cierto y sabido que la muerte, ya sea por incompetencia de origen ya sea por mala fe adquirida, con la experiencia, no escoge a sus víctimas de acuerdo con la duración de las vidas que vivieron, comportamiento éste, entre paréntesis digámoslo, que, si damos crédito a la palabra de las innumerables autoridades filosóficas y religiosas que sobre el tema se pronunciaron, acabó produciendo en el ser humano, de forma refleja, por diferentes y a veces contradictorias vías, el efecto paradójico de la sublimación intelectual del temor natural a morir.
Pero, yendo a lo que nos interesa, de lo que la muerte no podrá ser acusada nunca es de haber dejado a algún viejo indefinidamente olvidado en el mundo, sólo para que cada día sea más viejo, sin mérito que se conociese u otro motivo a la vista. Por mucho que los viejos duren, siempre les llega su hora. No pasa un día sin que los escribientes tengan que retirar expedientes de los anaqueles de los vivos para llevarlos al depósito del fondo, no pasa un día en que no empujen hacia el tope de los estantes a los que permanecen, aunque a veces, por capricho irónico del enigmático destino, sólo hasta el día siguiente. De acuerdo con el llamado orden natural de las cosas, haber llegado al tope del estante significa que la suerte ya se cansó, que no habrá mucho más camino para andar. El final del anaquel es, en todos los sentidos, el principio de la caída. Sucede, sin embargo, que hay expedientes que, no se sabe por qué razón, se mantienen en el borde extremo del vacío, insensibles a ese último vértigo, durante años y años y más allá de lo que la convención establece como duración normal de una existencia humana. Al principio esos expedientes excitan, en los funcionarios, la curiosidad profesional, pero pronto comienzan a despertar en ellos impaciencias, como si la descarada terquedad de los macrobios estuviese reduciéndose, comiéndoles, devorándoles sus propias perspectivas de vida.
No se equivocaban del todo los supersticiosos, si tenemos en cuenta los numerosos casos de funcionarios de todas las categorías cuyos expedientes tuvieron que ser prematuramente retirados del archivo de los vivos, mientras los papeles exteriores de los obstinados sobrevivientes iban amarilleando cada vez más, hasta convertirse en manchas oscuras y antiestéticas en los topes de los anaqueles, ofendiendo la vista del público. Es entonces cuando el jefe de la Conservaduría General dice a uno de los escribientes, Don José, sustitúyame aquellas carpetas.
Además del nombre propio de José, don José también tiene apellidos, de los más corrientes, sin extravagancias onomásticas, uno por parte de padre, otro por parte de madre, según la norma, legítimamente transmitidos, como podríamos comprobar en el registro de nacimiento existente en la Conservaduría si la sustancia del caso justificase el interés y si el resultado de la averiguación compensara el trabajo de confirmar lo que ya se sabe. Sin embargo, por algún motivo desconocido, si es que simplemente no se desprende de la insignificancia del personaje, cuando a don José se le pregunta cómo se llama, o cuando las circunstancias le exigen que se presente, Soy Fulano de Tal, nunca le sirve de nada pronunciar el nombre completo, dado que los interlocutores sólo retienen en la memoria la primera palabra, José, a la que después añadirán o no, dependiendo el grado de confianza o de ceremonia, la cortesía o la familiaridad del tratamiento. Que, dígase ya, el don no vale tanto cuanto en principio parece prometer, por lo menos aquí en la Conservaduría General, donde el hecho de tratarse todos de esa manera, desde el conservador al más reciente de los escribientes, no tiene siempre el mismo significado en la práctica de las relaciones jerárquicas, incluso se pueden observar, en la manera de articular la breve palabra y según los diferentes escalones de autoridad o los humores del momento, modulaciones tan distintas como son las de condescendencia, irritación, ironía, desdén, humildad, lisonja, lo que bien muestra hasta qué punto pueden llegar las potencialidades expresivas de una cortísima emisión de voz que, a simple vista, parece decir una cosa sola. Con las dos sílabas de José y la del don, cuando éste precede al nombre, sucede más o menos lo mismo.
En ellas siempre será posible distinguir, cuando alguien se dirige al nombrado, en la Conservaduría y fuera de ella, un tono de desdén, o de ironía, o de irritación, o de condescendencia.
Los restantes tonos, los de humildad y de lisonja, embaucadores y melodiosos, ésos nunca sonarán a los oídos del escribiente don José, ésos no tienen entrada en la escala cromática de los sentimientos que le son manifestados habitualmente. Hay que aclarar, sin embargo, que algunos de estos sentimientos son mucho más complejos que los antes enumerados, en cierto modo primarios y obvios, hechos de una sola pieza. Cuando, por ejemplo, el conservador dio la orden, Don José, múdeme aquellas carpetas, un oído atento y afinado habría reconocido en su voz algo que podría clasificarse, salvando la evidente contradicción de los términos, como una indiferencia autoritaria, esto es, un poder tan seguro de sí mismo que no sólo mostraba ignorar a la persona a quien se dirigía, a la que ni siquiera miraba, sino que dejaba claro, ya en ese momento, que no se rebajaría después a verificar el cumplimiento de la orden. Para alcanzar los anaqueles superiores, allá en lo alto, casi a ras del techo, don José tenía que utilizar una escalera de mano altísima y, como sufría, para su desgracia, de ese perturbador desequilibrio nervioso al que vulgarmente llamamos atracción del abismo, no le quedaba otro remedio, si no quería dar con los huesos en tierra, que atarse a los peldaños con una fuerte correa. Abajo a ninguno de los colegas de categoría, de los superiores ni vale la pena hablar, se les pasaba por la cabeza la idea de levantar los ojos para ver si el trabajo transcurría bien. Dar por entendido que sí era otra manera de justificar la indiferencia.
Al principio, un principio que venía de muchos siglos atrás, los funcionarios residían en la Conservaduría General. No propiamente dentro, en promiscuidad corporativa, sino en unas viviendas simples y rústicas construidas en el exterior, a lo largo de las paredes laterales, como pequeñas capillas desamparadas que se hubieran ido agarrando al cuerpo robusto de la catedral. Las casas disponían de dos puertas, la puerta normal, que daba a la calle, y una puerta complementaria, discreta, casi invisible, que comunicaba con la gran nave de los archivos, cosa que en aquellos tiempos y durante muchos años fue tenida como sumamente beneficiosa para el buen funcionamiento de los servicios, ya que los empleados no estaban obligados a perder tiempo en traslados a través de la ciudad ni podían disculparse con el tránsito cuando llegaban con retraso. Además de estas ventajas logísticas, era facilísimo mandar la inspección para verificar si faltaban a la verdad cuando se les ocurría presentar baja por enfermedad. Desgraciadamente, un cambio en los criterios municipales sobre el ordenamiento urbanístico del barrio donde se situaba la Conservaduría General, forzó la demolición de las singulares casitas, excepto una, que las autoridades competentes decidieron conservar como documento arquitectónico de una época y recuerdo de un sistema de relaciones de trabajo que, por mucho que pese a las livianas críticas de la modernidad, tenía también sus cosas buenas.
Es en esta casa donde vive don José.
No fue a propósito, no lo escogieron para ser el depositario residual de un tiempo pasado, si ocurrió así sólo hay que achacarlo a la localización de la vivienda, situada en un recodo que no perjudicaba a la nueva alineación, por tanto no se trató de castigo o de premio, que no los merecía don José, ni uno ni otro, se permitió que continuase viviendo en la casa, nada más. En todo caso, como señal de que los tiempos habían mudado y para evitar una situación que fácilmente sería interpretada como de privilegio, la puerta de comunicación con la Conservaduría fue condenada, es decir, ordenaron a don José que la cerrase con llave y le avisaron de que por allí no podía pasar más. Ésta es la razón por la que don José tiene que entrar y salir todos los días por la puerta grande de la Conservaduría General, como otra persona cualquiera, aunque sobre la ciudad se desencadene la más furiosa de las tormentas. Hay que decir, no obstante, que su espíritu metódico se siente libre obedeciendo a un principio de igualdad, incluso yendo, como en este caso, en su contra, aunque, también es verdad, hubiera preferido no tener que ser siempre él quien subiera por la escalera de mano para cambiar las carpetas de los expedientes viejos, sobre todo sufriendo de pánico a las alturas, como ya ha sido dicho. Don José tiene el encomiable pudor de aquellos que no andan por ahí quejándose de trastornos nerviosos y psicológicos, auténticos o imaginados, lo más probable es que nunca haya hablado del padecimiento a los colegas, de lo contrario éstos harían algo más que mirarlo recelosos mientras él está encaramado en lo alto, con miedo de que, a pesar de la seguridad de la correa, pierda el equilibrio y les caiga sobre la cabeza. Cuando don José regresa al suelo, todavía medio aturdido y disimulando lo mejor que puede el último mareo del vértigo, a los otros funcionarios, tanto a los iguales como a los superiores, ni siquiera les aflora al pensamiento el peligro que han corrido.
Ahora llega el momento de explicar que, incluso teniendo que dar aquel rodeo para entrar en la Conservaduría General y regresar a casa, a don José sólo le trajo satisfacción y alivio la clausura de la puerta. No era persona de recibir visitas de colegas en el intervalo del almuerzo, y, si alguna vez caía en cama, era él quien de motu propio iba a mostrarse a la sala, presentándose al subdirector correspondiente para que no quedaran dudas sobre su honradez de funcionario y para que no tuviesen que mandarle la fiscalización sanitaria a la cabecera.
Con la prohibición de usar la puerta, quedaban aún más reducidas las probabilidades de una intromisión inesperada en su recato doméstico, por ejemplo, si dejara expuesto encima de la mesa, por casualidad, aquello que tanto trabajo le venía dando desde hacía largos años, a saber, su importante colección de noticias acerca de personas del país que, tanto por buenas como por malas razones, se habían hecho famosas. Los extranjeros, fuese cual fuese la dimensión de su celebridad, no le interesaban, sus papeles se encontraban archivados en conservadurías distantes, si también le dan ese nombre por ahí, y estarían escritos en lenguas que no sabría descifrar, aprobados por leyes que no conocía, aunque usara la más alta escalera de mano no podría alcanzarlos. Personas así, como este don José, se encuentran en todas partes, ocupan el tiempo que creen que les sobra de la vida juntando sellos, monedas, medallas, jarrones, postales, cajas de cerillas, libros, relojes, camisetas deportivas, autógrafos, piedras, muñecos de barro, latas vacías de refrescos, angelitos, cactos, programas de ópera, encendedores, plumas, búhos, cajas de música, botellas, bonsáis, pinturas, jarras, pipas, obeliscos de cristal, patos de porcelana, muñecos antiguos, máscaras de carnaval, lo hacen probablemente por algo que podríamos llamar angustia metafísica, tal vez porque no consiguen soportar la idea del caos como regidor único del universo, por eso, con sus débiles fuerzas y sin ayuda divina, van intentando poner algún orden en el mundo, durante un tiempo lo consiguen, pero sólo mientras pueden defender su colección, porque cuando llega el día en que se dispersa, y siempre llega ese día, o por muerte o por fatiga del coleccionista, todo vuelve al principio, todo vuelve a confundirse.
Ahora bien, siendo claramente esta manía de don José de las más inocentes, no se comprende por qué pone tantos cuidados para que nadie sospeche que colecciona recortes de periódicos y revistas con noticias e imágenes de gente célebre, sin otro motivo que esa misma celebridad, ya que le es indiferente que se trate de políticos o de generales, de actores o de arquitectos, de músicos o de jugadores de fútbol, de ciclistas o de escritores, de especuladores o de bailarinas, de asesinos o de banqueros, de estafadores o de reinas de belleza. No siempre tuvo este comportamiento secreto. Es verdad que nunca quiso hablar del entretenimiento a los pocos colegas con quienes tenía alguna confianza, pero eso se debe a su natural reservado, no a un recelo consciente de caer en el ridículo. La preocupación de defender tan celosamente su privacidad surgió poco después de la demolición de las casas donde habían vivido los funcionarios de la Conservaduría General, o más exactamente, después de haber sido prevenido de que no podría volver a usar la puerta de comunicación.
Puede tratarse de una coincidencia accidental, como hay tantas, porque no se ve qué relación inmediata o próxima existe entre aquel hecho y una necesidad de secreto tan repentina, pero es sabido que el espíritu humano, muchas veces, toma decisiones cuyas causas dice no conocer, se supone que lo hace después de haber recorrido los caminos de la mente con tal velocidad que luego no es capaz de reconocerlos y mucho menos reencontrarlos. Así o no, sea ésta u otra cualquiera la explicación, en una hora avanzada de cierta noche, trabajando tranquilamente en su casa en la actualización de los papeles de un obispo, don José tuvo la iluminación que iría a transformar su vida.
Es posible que una consciencia súbitamente más inquieta de la presencia de la Conservaduría General del otro lado de la gruesa pared, aquellos enormes anaqueles cargados de vivos y de muertos, la pequeña y pálida lámpara suspendida del techo sobre la mesa del conservador, encendida todo el día y toda la noche, las tinieblas espesas que tapaban los pasillos entre los estantes, la oscuridad abisal que reinaba en el fondo de la nave, la soledad, el silencio, es posible que todo esto, en un instante, por los confusos caminos mentales ya mencionados, le hiciera percibir que algo fundamental estaba faltando en sus colecciones, esto es, el origen, la raíz, la procedencia o, dicho con otras palabras, la simple certificación de nacimiento de las personas famosas cuyas noticias de vida pública se dedicaba a compilar. No sabía, por ejemplo, cómo se llamaban los padres del obispo, ni quiénes habían sido los padrinos que lo asistieron en el bautizo, ni dónde había nacido exactamente, en qué calle, en qué edificio, en qué piso, y en cuanto a la fecha del nacimiento, sí era cierto que por casualidad constaba en uno de estos recortes, sólo el registro oficial de la Conservaduría, evidentemente, daría verdadera fe, nunca una nueva información suelta recogida en la prensa, quién sabe hasta qué punto exacta, podía el periodista haberla oído o copiado mal, podía el corrector haberla enmendado al contrario, no sería la primera vez que en la historia del deleatur acontecía una de ésas.
La solución se encontraba a su alcance. La convicción inexorable que el jefe de la Conservaduría General alimentaba sobre el peso absoluto de su autoridad, la certeza de que cualquier orden salida de su boca sería cumplida con el máximo rigor y el máximo escrúpulo, sin riesgo de caprichosas secuelas o de arbitrarias derivaciones por parte del subalterno que la recibiese, fueron la causa de que la llave de la puerta de comunicación se mantuviese en poder de don José.
Que nunca tendría la ocurrencia de usarla, que nunca la retiraría del cajón donde la había guardado, si no hubiese llegado a la conclusión de que sus esfuerzos de biógrafo voluntario de poquísimo servirían, objetivamente, sin la inclusión de una prueba documental, o su fiel copia, de la existencia, no sólo real, sino oficial, de los biografiados.
Imagine ahora quien pueda el estado de nervios, la excitación con que don José abrió por primera vez la puerta prohibida, el escalofrío que le hizo detenerse a la entrada, como si hubiese puesto el pie en el umbral de una cámara donde se encontrase sepultado un dios cuyo poder, al contrario de lo que es tradicional, no le llegara de la resurrección, sino de haberla recusado. Sólo los dioses muertos son dioses siempre. Los bultos fantasmagóricos de los estantes cargados de papeles parecían romper el techo invisible y subir por el cielo negro, la débil claridad de encima de la mesa del conservador era como una remota y sofocada estrella. Aunque conocía bien el territorio por donde se movería, don José comprendió, cuando recobró la suficiente serenidad, que necesitaría del auxilio de una luz para no tropezar con los muebles, pero sobre todo para llegar sin demasiada pérdida de tiempo a los documentos del obispo, primero la ficha, luego el expediente personal. Tenía una linterna en el cajón donde guardaba la llave.
Fue a por ella, y después, como si llevar consigo una luz le hubiese hecho nacer un coraje nuevo en el espíritu, avanzó casi resoluto por entre las mesas, hasta el mostrador, bajo el que estaba instalado el extenso fichero de los vivos. Encontró rápidamente la ficha del obispo y tuvo la suerte de que el anaquel donde se encontraba archivado el respectivo expediente no estuviera a más distancia que la altura del brazo. No precisó de la escalera, pero pensó con aprensión cómo sería su vida cuando tuviera que subir a las regiones superiores de los estantes, allí donde el cielo negro comenzaba. Abrió el armario de los impresos, sacó uno de cada modelo y volvió a casa, dejando abierta la puerta de comunicación. Después se sentó y, con la mano todavía trémula, comenzó a copiar en los impresos blancos los datos identificadores del obispo, el nombre completo, sin que le faltara un apellido o una partícula, la fecha y el lugar de nacimiento, los nombres de los padres, los nombres de los padrinos, el nombre del párroco que lo bautizó, el nombre del funcionario de la Conservaduría General que lo registró, todos los nombres. Cuando llegó al final del breve trabajo estaba exhausto, le sudaban las manos, tenía escalofríos en la espalda, sabía muy bien que había cometido un pecado contra el espíritu del cuerpo funcionarial, de hecho no hay nada que canse más a una persona que tener que luchar, no contra su propio espíritu, sino contra una abstracción. Al indagar en aquellos papeles había cometido una infracción contra la disciplina y la ética, tal vez contra la legalidad.
No porque las informaciones contenidas fueran reservadas o secretas, que no lo eran, dado que cualquier persona podría presentarse en la Conservaduría solicitando copias o certificados de los documentos del obispo sin necesidad de explicar las razones del pedido o los fines a que se destinaban, sino porque había quebrado la cadena jerárquica procediendo sin la necesaria orden o autorización de un superior. Todavía se le pasó por la cabeza volver atrás, enmendar la irregularidad del acto rasgando y haciendo desaparecer las impertinentes copias, entregar las llaves al conservador, Señor, no quiero responsabilidades si algo llega a faltar en la Conservaduría y, hecho esto, olvidar los minutos, por así decir, sublimes que acababa de vivir. Sin embargo, le pudo más la satisfacción y el orgullo de haberlo conocido todo, fue ésta la palabra que dijo, Todo, de la vida del obispo. Miró el armario donde guardaba las cajas con las colecciones de recortes y sonrió de íntimo deleite, pensando en el trabajo que tenía ahora a la espera, las surtidas nocturnas, la recogida ordenada de fichas y expedientes, la copia con su mejor letra, se sentía tan contento que ni el hecho de saber que utilizaría la escalera de mano le quebró el ánimo. Volvió a la Conservaduría y restituyó los documentos del obispo a sus lugares. Después, con un sentimiento de confianza en sí mismo que no había experimentado en toda su vida, paseó el foco de la linterna a su alrededor, como si estuviese finalmente tomando posesión de algo que siempre le había pertenecido, pero que sólo ahora podía reconocer como suyo. Se detuvo un momento para mirar la mesa del jefe, nimbada por la luz macilenta que caía de lo alto, sí, era lo que debía hacer, sentarse en aquel sillón, a partir de hoy sería el verdadero señor de los archivos, sólo él podría, si quisiera, teniendo que pasar aquí los días por obligación, vivir por voluntad suya también las noches, el sol y la luna girando sin descanso en torno a la Conservaduría General del registro Civil, mundo y centro del mundo. Para anunciar el comienzo de algo, se habla siempre del día primero, cuando es la primera noche la que debería contar, ella es la condición del día, la noche sería eterna si no hubiera noche. Don José está sentado en el sillón del conservador y allí se quedará hasta el amanecer, oyendo el sordo rumor de los papeles de los vivos sobre el silencio compacto de los papeles muertos.
Cuando la iluminación de la ciudad se apagó y las cinco ventanas encima de la puerta grande aparecieron del color de una ceniza oscura, se levantó del sillón y entró en casa, cerrando la puerta de comunicación tras de sí. Se lavó, se afeitó, tomó el desayuno, guardó aparte los papeles del obispo, vistió su mejor traje y, cuando llegó la hora, salió por la otra puerta, la de la calle, dio la vuelta al edificio y entró en la Conservaduría. Ninguno de los colegas se apercibió de quién había venido, respondieron como de costumbre al saludo, dijeron, Buenos días, don José, y no sabían con quién estaban hablando.
Felizmente la gente famosa no es tanta. Incluso empleando criterios de selección y representatividad tan eclécticos y generosos como se ha visto que son los de don José, no es fácil, sobre todo cuando se trata de un país pequeño, llegar a la centena redonda de personajes realmente célebres sin haber caído en la conocida laxitud de las antologías de los cien mejores sonetos de amor o de las cien más pujantes elegías, ante los cuales nos asiste el pleno derecho de sospechar que los últimos escogidos sólo entraron para perfilar la cuenta. Considerada en su globalidad, la colección de don José excedía en mucho la centena, mas para él, como para el autor de las antologías de elegías y sonetos, el número cien era una frontera, un límite, un nec plus ultra, o, hablando en términos vulgares, como una botella de litro que, por mucho que se intente, nunca contendrá más que un litro de líquido. A este modo de entender el carácter relativo de la fama no le sentaría mal, creemos, el calificativo de dinámico, puesto que la colección de don Jesús, necesariamente dividida en dos partes, es decir, de un lado los cien más famosos, de otro los que no consiguieron tanto, está en constante movimiento en esa zona a la que convencionalmente llamamos de frontera. La fama, ay de nosotros, es un aire que tanto viene como va, es una grímpola que tanto gira al norte como al sur, y de la misma manera que una persona pasa del anonimato a la celebridad sin percibir por qué, tampoco es infrecuente que después de haberse pavoneado ante el entusiasta favor público acabe sin saber cómo se llama.
Aplicadas estas tristes verdades a la colección de don José, se comprende que haya también en ella gloriosas subidas y dramáticas caídas, uno que sale del grupo de los suplentes y entra en el grupo de los efectivos, otro que ya no cabe en la botella y tiene que ser arrojado fuera. La colección de don José se parece mucho a la vida.
Trabajando con empeño, algunas veces hasta bien entrada la madrugada, con las previsibles consecuencias negativas en los índices de productividad que estaba obligado a satisfacer en el tiempo normal de servicio, don José concluyó en menos de dos semanas la recogida y transposición de los datos de origen a los expedientes individuales de las cien personas más famosas de su colección. Pasó por momentos de inenarrable pánico cada vez que tuvo que encaramarse al último peldaño de la escalera para alcanzar los anaqueles superiores, donde, como si no fuera suficiente el sufrimiento de los mareos, parecía que todas las arañas de la Conservaduría General del Registro Civil habían decidido tejer las telas más densas, polvorientas y envolventes que alguna vez rozaran rostros humanos. La repugnancia, o más crudamente hablando, el miedo, le hacía agitar locamente los brazos para apartar el nauseabundo contacto, menos mal que llevaba el cinturón atado firmemente a los peldaños de la escalera, pero hubo ocasiones en que faltó poco para que ella y él cayesen atropelladamente hasta el suelo, arrastrando una nube de polvo histórico y bajo una lluvia triunfal de papeles. En uno de esos momentos de congoja, llegó al punto de pensar en desatarse y aceptar el riesgo de una caída desamparada, ocurrió eso cuando imaginó la vergüenza que mancharía para siempre su nombre y su memoria si el jefe entrase por la mañana y diese con él, don José, entre dos estanterías, muerto, la cabeza abierta y los sesos fuera, ridículamente atado a la escalera con una correa. Después concluyó que desatarse sólo podría salvarlo del ridículo, pero no de la muerte, y que siendo así no valía la pena. Luchando contra la amedrentada naturaleza con que vino al mundo, ya casi al final de la tarea, a pesar de haber trabajado casi a oscuras, logró crear y perfeccionar una técnica de localización y manipulación de los expedientes que le permitía retirar en pocos segundos los documentos que necesitaba. La primera vez que tuvo el valor de no usar la correa fue como si en su modestísimo currículo de escribiente hubiese inscrito una victoria inmortal. Se sentía exhausto, desvelado, con temblores en la boca del estómago, pero feliz como no recordaba haberlo sido alguna vez, cuando la celebridad clasificada en centésimo lugar, ahora identificada de acuerdo con todas las reglas de la Conservaduría General, ocupó su sitio en la caja correspondiente. Pensó entonces don José que después de un esfuerzo tan grande le vendría bien un descanso, y puesto que el fin de semana iba a comenzar, decidió posponer para el lunes la siguiente fase del trabajo, es decir, dar estatuto civil regular a los cuarenta y tantos famosos de retaguardia que todavía se encontraban a la espera. No soñaba que iba a ocurrirle algo mucho más serio que simplemente caerse de una escalera. El efecto de la caída podría ser que se le acabara la vida, lo que sin duda tendría su importancia desde un punto de vista estadístico y personal, pero qué representa eso, nos preguntamos, si siendo la vida biológicamente la misma, es decir, el mismo ser, las mismas células, las mismas facciones, la misma estatura, el mismo modo aparente de mirar, ver y reparar, y sin que la estadística se aperciba del cambio, esa vida pasó a ser otra vida, y otra persona esa persona.
Le costó mucho soportar la lentitud anormal con que los dos días se arrastraron, aquel sábado y aquel domingo le parecieron eternos. Empleó el tiempo en recortar periódicos y revistas, algunas veces abrió la puerta de comunicación para contemplar la Conservaduría General en toda su silenciosa majestad. Sentía que le gustaba su trabajo más que nunca, gracias a él podía penetrar en la intimidad de tantas personas famosas, saber, por ejemplo, cosas que algunas hacían lo posible por ocultar, como ser hijas de padre o de madre desconocidos, o desconocidos ambos, como era el caso de una de ellas, o decir que eran naturales de la capital de una provincia o de la comarca cuando habían nacido en una aldea perdida, en una encrucijada de bárbara resonancia, si no fue en un sitio que simplemente olía a estiércol y corral y que muy bien podía pasar sin nombre. Con estos pensamientos, y otros de tono escéptico semejante, don José llegó al lunes bastante repuesto de los tremendos esfuerzos cometidos y, a pesar de la tensión nerviosa acumulada por un querer y un temer en permanente conflicto, dispuesto a enfrentarse con otras aventuras nocturnas y otras temerarias ascensiones.
El día, si embargo, se torció desde la mañana. El subdirector a cuyo cargo estaba la responsabilidad de la intendencia comunicó al conservador que estaba notando, en las dos últimas semanas un gasto de fichas y de carpetas de expedientes que, incluso teniendo en cuenta la media de errores administrativamente admitida en el proceso de asentamiento, no tenía, ese gasto, correspondencia con el número de nuevos nacidos inscritos en la Conservaduría. El conservador quiso saber qué medidas había tomado el subordinado para averiguar las razones del insólito desajuste de consumo y en qué otras medidas estaba pensando para que el hecho no volviera a repetirse. Discretamente, el subdirector explicó que por el momento ninguna, que no se permitiría tener una idea, y menos aún promover una iniciativa, antes de exponer el caso a la consideración superior, lo que hacía en aquel momento.
Secamente, como siempre, el conservador respondió, Ya lo ha expuesto, ahora actúe, y que no oiga hablar más del asunto. El subdirector se fue a su mesa a pensar y al cabo de una hora llevó al conservador el borrador de una comunicación interna, según la cual el armario de los impresos se cerraría con llave, y ésta permanecería en su poder, como intendente responsable. El conservador escribió, Cúmplase, el subdirector cerró el armario, ostensiblemente para que todo el mundo se diera cuenta de la mudanza, y don José, después del primer susto, suspiró aliviado por haber tenido tiempo de terminar la parte más importante de su colección. Intentó recordar cuántas fichas de admisión tendría todavía de reserva en casa, tal vez unas doce, tal vez unas quince. Tampoco era tan grave. Cuando se acabasen, copiaría en hojas de papel común las treinta que todavía faltaban, la diferencia sólo ofendería la estética, No siempre se puede tener todo, pensó para consolarse.
Como hipotético autor del desvío de los impresos, no había motivo para que se sospechase más de él que de cualquier otro de sus colegas de categoría, dado que sólo ellos, los escribientes, rellenaban las fichas y las carpetas de los expedientes, pero los frágiles nervios de don José le hicieron temer todo el día que los estremecimientos de su conciencia culpada pudiesen ser percibidos y registrados desde fuera. A pesar de eso, salió bien parado del interrogatorio a que fue sometido. Con expresiones de rostro y de voz que intentó adecuar a la situación, declaró emplear el más riguroso escrúpulo en el aprovechamiento de los impresos, en primer lugar porque esa manera de proceder era propia de su naturaleza, pero sobre todo porque tenía presente, en todas las circunstancias, que el papel consumido en la Conservaduría General provenía de los impuestos públicos, cuántas y cuántas veces pagados con sacrificio por los contribuyentes y que él, como funcionario responsable, tenía el deber estricto de respetar y hacer rendir. Tanto por el fondo como por la forma, la declaración cayó bien en el ánimo de los superiores, hasta el extremo de que los colegas a continuación llamados a capítulo la repitieron con modificaciones mínimas de estilo, pero fue la convención tácita y generalizada, con el paso del tiempo, inculcada en el personal por la peculiar personalidad del jefe, de que nada en la Conservaduría, aconteciese lo que aconteciese, podría ir contra los intereses del servicio, lo que impidió que alguien reparara en que don José, desde su primer día de trabajo, muchos años atrás, nunca había pronunciado tantas palabras seguidas. Si fuese el subdirector instruido en los métodos escrutadores de la psicología aplicada, en menos de un suspiro habría echado abajo el engañoso discurso de don José, como un castillo de cartas en el que le hubiera fallado el pie al rey de espadas, o como una persona propensa a mareos a quien le sacuden las escalerillas. Receloso de que una reflexión a posteriori del subdirector instructor de la investigación le hiciese sospechar que allí había gato encerrado, don José decidió, para prevenir males mayores, que se quedaría en casa esa noche. No se movería de su rincón, no entraría en la Conservaduría ni aunque le prometieran la fortuna inaudita de descubrir el documento más buscado desde que el mundo es mundo, ni más ni menos que el certificado oficial de nacimiento de Dios. El sabio es sabio de acuerdo con la prudencia que lo exorne, se dice, y, aunque desoladoramente imprecisa e indefinible, hay que reconocer en don José, a pesar de las irregularidades que viene cometiendo en los últimos tiempos, la existencia de una especie de sabiduría involuntaria, de aquellas que parece que han entrado en el cuerpo por vía respiratoria o porque el sol da en la cabeza, y por eso no son consideradas dignas de particular aplauso. Si ahora la prudencia le aconsejaba la retirada, él, sabiamente, acataría la voz de la prudencia. Una o dos semanas de suspensión de las investigaciones ayudarían a borrar de su cara cualquier vestigio de temor o ansiedad que le hubiera quedado.
Después de cenar frugalmente, como era su costumbre y la necesidad obligaba, don José se encontró con toda una velada por delante sin tener nada que hacer. Durante media hora todavía consiguió distraerse ojeando algunas de las vidas más famosas de la colección, les añadió unos cuantos recortes recientes, pero su pensamiento no estaba allí, andaba vagando por la oscuridad de la Conservaduría, como un perro negro que hubiese encontrado el rastro del último secreto. Comenzó a pensar que no existía peligro alguno en utilizar simplemente las fichas que tenía de reserva, aunque fuesen apenas tres o cuatro, sólo para ocupar un poco la noche y luego dormir tranquilo.
La prudencia intentaba retenerlo, sujetándolo por la manga, pero, como todo el mundo sabe, o debía saber, la prudencia sólo es buena cuando se trata de conservar aquello que ya no interesa, qué mal podría acarrearle abrir la puerta, buscar rápidamente tres o cuatro fichas, bueno, cinco, que es número redondo, dejaría las carpetas de los expedientes para otra ocasión, así evitaba tener que servirse de la escalera. Esta idea acabó de decidirlo. Alumbrando el camino con la linterna en la mano trémula, penetró en la caverna inmensa de la Conservaduría y se aproximó al fichero.
Más nervioso de lo que creyera antes, giraba la cabeza a un lado y a otro con desconfianza, como si estuviera siendo observado por millares de ojos escondidos en la oscuridad de los pasillos entre los estantes. Todavía no se había rehecho del choque de la mañana. Tan rápido como le permitieron sus dedos tensos, abrió y cerró cajones, buscando en las diferentes letras del alfabeto las fichas que precisaba, equivocándose una y otra vez, hasta que finalmente consiguió reunir los primeros cinco famosos de la segunda categoría. Ya asustado de verdad, volvió a casa corriendo, con el corazón dándole saltos, como un niño que va a la despensa para robar un dulce y vuelve de allí perseguido por todos los monstruos de las tinieblas. Les dio con la puerta en la cara y cerró con dos vueltas la llave, no quería pensar que aún tendría que volver esa noche a la Conservaduría para colocar las malditas fichas en sus lugares.
Con la intención de calmarse, bebió un trago de la botella de aguardiente que guardaba para las ocasiones, tanto las buenas como las malas. Por culpa de la prisa y de la falta de costumbre, dado que en su insignificante vida hasta lo bueno y lo malo habían sido raridad, se atragantó, tosió, volvió a toser, casi sofocado, un pobre escribiente con cinco fichas en la mano, creía él que eran cinco, con el esfuerzo de la tos las había dejado caer, y no eran cinco, eran seis, esparcidas por el suelo, como cualquier persona podrá ver y contar, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, un único trago de aguardiente nunca produjo este efecto.
Cuando por fin pudo recuperar el aliento, se agachó para recoger las fichas, una, dos, tres, cuatro, cinco, no había duda, seis, a medida que las recogía iba leyendo los nombres que allí constaban, famosos todos, menos uno. Con la precipitación y la agitación de los nervios, la ficha intrusa se había pegado a la que le precedía, de finas que eran la diferencia de grosor apenas se notaba. Está claro que por mucho que se perfile y retoque una caligrafía, copiar cinco registros sumarios de nacimiento y vida es trabajo que en poco tiempo se despacha.
Al cabo de media hora ya don José podía dar por terminada la velada y abrir otra vez la puerta. De mala gana, reunió las seis fichas y se levantó de la silla. No le apetecía nada entrar en la Conservaduría, pero no había otro remedio, el fichero tenía que estar completo y en debido orden a la mañana siguiente. Si fuese necesario consultar una de estas fichas y no estuviese en su lugar, la situación se agravaría. De sospecha en sospecha, de indagación en indagación, alguien acabaría observando que don José vive pared con pared con la Conservaduría General, que, como bien sabemos, no goza de la elemental protección de una vigilancia nocturna, a alguien se le ocurría preguntar dónde estaba aquella llave de acceso que no llegó a ser entregada. Lo que tiene que ser, tiene que ser, y tiene mucha fuerza, pensó sin originalidad don José, y se dirigió a la puerta. A medio camino, de súbito, paró, Es curioso, no me he fijado si es de hombre o de mujer la ficha que vino pegada. Volvió atrás, se sentó de nuevo, demoraría así un poco más en obedecer a la fuerza de lo que tiene que ser. La ficha es de una mujer de treinta y seis años, nacida en aquella misma ciudad, y en ella constan dos asentamientos, uno de matrimonio, otro de divorcio. Como esta ficha hay con certeza centenas en el fichero, si no millares, por tanto no se comprende por qué estará don José mirándola con una expresión tan extraña, que a primera vista parece atenta, pero que es también vaga e inquieta, posiblemente es éste el modo de mirar de quien, poco a poco, sin deseo ni renuncia, se va soltando de algo y todavía no ve dónde poner la mano para volver a sujetarse. Siempre habrá quien apunte supuestas e inadmisibles contradicciones entre inquieto, vago y atento, son personas que se limitan a vivir así como así, personas que nunca se encontraron con el destino de frente. Don José mira y vuelve a mirar lo que se halla escrito en la ficha, la caligrafía, excusado será decirlo, no es suya, tiene un trazo pasado de moda, hace treinta y seis años otro escribiente anotó las palabras que aquí se pueden leer, el nombre de la niña, los nombres de los padres y de los padrinos, la fecha y la hora del nacimiento, la calle, el número y el piso donde ella vio la primera luz y sintió el primer dolor, un principio como el de todas las personas, las grandes y pequeñas diferencias vienen después, algunos de los que nacen entran en las enciclopedias, en las historias, en las biografías, en los catálogos, en los manuales, en las colecciones de recortes, los otros, mal comparando, son como una nube que pasó sin dejar señal de su paso, si llovió no llegó para mojar la tierra. Como yo, pensó don José. Tenía el armario lleno de hombres y mujeres de los que casi todos los días se hablaba en los periódicos, sobre la mesa la partida de nacimiento de una persona desconocida, y era como si los hubiese acabado de colocar en los platillos de una balanza, cien en este lado, uno en el otro, y después, sorprendido, descubriera que todos aquellos juntos no pesaban más que éste, que cien eran igual a uno, que uno valía tanto como cien. Si alguien entrara en casa en este momento y le preguntase de sopetón, Cree, realmente, que el uno que usted también es vale lo mismo que cien, que los cien de su armario, para no irnos más lejos, valen tanto como usted, respondería sin dudar, Querido señor, soy un simple escribiente, nada más que un simple escribiente de cincuenta años que no ha sido ascendido a oficial, si creyese que valía tanto como uno solo de los que tengo guardados, o como cualquiera de estos cinco de menos fama, no habría comenzado la colección, Entonces por qué no deja de mirar la ficha de esa mujer desconocida, como si de repente ella tuviese más importancia que todos los otros, Precisamente por eso, estimado señor, porque es desconocida, Vamos, vamos, el fichero de la Conservaduría está lleno de desconocidos, Están en el fichero, no están aquí, Qué quiere decir, No lo sé bien, En ese caso, déjese de pensamientos metafísicos para los que su cabeza no me parece que haya nacido, ponga la ficha en su lugar y duerma en paz, Es lo que pretendo hacer, como todas las noches, el tono de la respuesta fue conciliador, pero don José aún tenía alguna cosa que añadir, En cuanto a los pensamientos metafísicos, querido señor, permítame que le diga que cualquier cabeza es capaz de producirlos, aunque muchas veces no consigna encontrar las palabras.
Al contrario de lo que deseaba, don José no pudo dormir con la relativa paz de costumbre. Perseguía en el laberinto confuso de su cabeza sin metafísica el rastro de los motivos que lo habían llevado a copiar la ficha de la mujer desconocida, y no conseguía encontrar uno solo que hubiese podido determinar, conscientemente, la inopinada acción. Apenas conseguía recordar el movimiento de su mano izquierda tomando una ficha en blanco, luego la mano derecha escribiendo, los ojos pasando de un cartón a otro, como si en realidad fuesen ellos los que estuvieran transportando las palabras de allí para acá. También se acordaba de cómo, sorprendido consigo mismo, entró tranquilamente en la Conservaduría General llevando la linterna en la mano firme, sin nerviosismo, sin ansiedad, de cómo colocó las seis fichas en sus lugares, de cómo la última ficha había sido la de la mujer desconocida, iluminada hasta el instante postrero por el foco de la linterna, después deslizándose para abajo, hundiéndose, desapareciendo entre el cartón de una letra antes y una letra después, un nombre en una ficha, nada más. A media noche, extenuado de no dormir, encendió la luz. Después se levantó, se puso la gabardina sobre la propia ropa interior y se sentó a la mesa. Se durmió mucho más tarde, con la cabeza descansando en el antebrazo derecho y la mano izquierda posada sobre la copia de una ficha.
La decisión de don José apareció dos días después. En general no se dice que una decisión se nos aparece, las personas son tan celosas de su identidad, por vaga que sea, y de su autoridad, por poca que tengan, que prefieren dar a entender que reflexionaron antes de dar el último paso, que ponderaron los pros y los contras, que sopesaron las posibilidades y las alternativas, y que, al cabo de un intenso trabajo mental, tomaron finalmente la decisión. Hay que decir que estas cosas nunca ocurren así. A nadie se le pasa por la cabeza la idea de comer sin sentir suficiente apetito y el apetito no depende de la voluntad de cada uno, se forma por sí mismo, resulta de objetivas necesidades del cuerpo, es un problema físico-químico cuya solución, de un modo más o menos satisfactorio, será encontrada en el contenido del plato. Incluso un acto tan simple como es el bajar a la calle a comprar el periódico presupone no sólo un suficiente deseo de recibir información, que, aclarémoslo, siendo deseo, es necesariamente apetito, efecto de actividades físico-químicas específicas del cuerpo, aunque de diferente naturaleza, como presupone también, ese acto rutinario, por ejemplo, la certeza, o la convicción, o la esperanza, no conscientes, de que el vehículo de distribución no se atrasó o de que el puesto de venta de los periódicos no está cerrado por enfermedad o ausencia voluntaria del propietario. Además, si persistiésemos en afirmar que somos nosotros quienes tomamos nuestras decisiones, tendríamos que comenzar dilucidando, discerniendo, distinguiendo, quién es, en nosotros, aquel que tomó la decisión y quién es el que después la cumplirá, operaciones imposibles donde las haya.
En rigor, no tomamos decisiones, son las decisiones las que nos toman a nosotros. La prueba la encontramos en que nos pasamos la vida ejecutando sucesivamente los más diversos actos, sin que cada uno vaya precedido de un período de reflexión, de valoración, de cálculo, al final del cual, y sólo entonces, nos declararíamos en condiciones de decidir si iremos a almorzar, a comprar el periódico o a buscar a la mujer desconocida.
Por estas razones, don José, aunque fuese sometido al más intenso de los interrogatorios, no sabría decir cómo y por qué tomó la decisión, oigamos la explicación que daría, Sólo sé que era la noche del miércoles, estaba en casa, de tan cansado que me encontraba ni quise cenar, todavía sentía la cabeza dándome vueltas por haber pasado todo el santo día encima de aquella escalera, el jefe debería comprender que ya no tengo edad para esas acrobacias, que no soy ningún muchacho, aparte del padecimiento, Qué padecimiento, Sufro de mareos, vértigos, atracción del abismo, o como se llame, Nunca se quejó, No me gusta quejarme, Es bonito por su parte, continúe, Estaba pensando meterme en la cama, miento, ya me había quitado los zapatos, cuando de repente tomé la decisión, Si tomó la decisión, sabe por qué la tomó, Creo que no la tomé yo, que fue ella quien me tomó a mí, Las personas normales toman decisiones, no son tomadas por ellas, Hasta la noche del miércoles, también yo pensaba así, Qué sucedió en la noche del miércoles, Esto que le estoy contando, tenía la ficha de la mujer desconocida sobre la mesilla, me puse a mirarla como si fuese la primera vez, Pero ya la había mirado antes, Desde el lunes, en casa, no hacía otra cosa, Estaba madurando la decisión, O ella a mí, Venga, venga, no vuelva otra vez con ésas, Me calcé de nuevo los zapatos, me puse la chaqueta y la gabardina y salí, ni me acordé de la corbata, Qué hora era, Sobre las diez y media, Adónde fue después, A la calle donde nació la mujer desconocida, Con qué intención, Quería ver el sitio, el edificio, la casa, Finalmente está reconociendo que hubo una decisión y que, como debe ser, fue usted quien la tomó, No señor, simplemente tuve consciencia de ella, Para escribiente no hay duda de que sabe argumentar, En general no se repara en los escribientes, no se les hace justicia, Prosiga, El edificio estaba allí, había luz en las ventanas, Se refiere a la casa de la mujer, Sí, Qué hizo a continuación, Me quedé allí unos minutos, Mirando, Sí señor, mirando, Sólo mirando, Sí señor, sólo mirando, Y después, Después, nada más, No llamó a la puerta, no subió, no hizo preguntas, Vaya idea, ni siquiera se me pasó tal cosa por la cabeza, a esas horas de la noche, Qué hora era, Entonces serían ya las once y media, Fue a pie, Sí señor, Y cómo volvió, También a pie, O sea que no tiene testigos, Qué testigos, La persona que lo hubiera atendido en la puerta, de haber subido, el conductor de un tranvía o de un autobús, por ejemplo, Y serían testigos de qué, De que estuvo realmente en la calle de la mujer desconocida, Y para qué servirían esos testigos, Para probar que todo eso no fue un sueño, Dije la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad, estoy bajo juramento, mi palabra debería bastar, Podría bastar, tal vez, si no hubiese en su relato un pormenor altamente delator, incongruente por así decirlo, Qué pormenor, La corbata, Qué tiene que ver la corbata con este asunto, Un funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil no va a ninguna parte sin la corbata puesta, es imposible, sería una falta contra la propia naturaleza, Ya le dije que no estaba en mí, que fui tomado por la decisión, Eso es una prueba más de que soñó, No veo por qué, Una de dos, o usted reconoce que tomó la decisión como todo el mundo, y yo estoy dispuesto a creer que fue sin corbata a la calle de la mujer desconocida, desvío de conducta profesional censurable que por ahora no pretendo examinar, o insiste en decir que fue tomado por la decisión, y eso, más la irreversible cuestión de la corbata, sólo en estado de sueño sería admisible, Repito que no tomé la decisión, miré la ficha, me calcé los zapatos y salí, Entonces soñó, No soñé, Se recostó, entró en el sueño, soñó que iba a la calle de la mujer desconocida, Puedo describirle la calle, Tendría que probarme que nunca había pasado por allí, Puedo decirle cómo es el edificio, Vamos, vamos, de noche todos los edificios son pardos, Los que son pardos de noche son los gatos, Los edificios, también, Entonces no cree en mí, No, Por qué, si me permite la pregunta, Porque lo que afirma que ha hecho no entra en mi realidad, y lo que no entra en mi realidad no existe, El cuerpo que sueña es real, por tanto, salvo opinión más autorizada, también tiene que ser real el sueño que está soñando, El sueño sólo tiene realidad como sueño, Quiere decir que mi única realidad fue ésa, Sí, fue ésa su única realidad vivida, Puedo volver al trabajo, Puede, pero prepárese porque todavía vamos a tener que tratar la cuestión de la corbata.
Habiéndose librado airosamente de la investigación administrativa por los impresos desaparecidos, don José, para no perder las ganancias dialécticas conquistadas, inventó en su cabeza la fantasía de este nuevo diálogo, del cual, a pesar del tono irónico y conminatorio del argüidor, salió fácilmente vencedor, como una nueva lectura, más atenta, podrá comprobar. Y argumentó con tal convicción que hasta fue capaz de mentirse a sí mismo y luego sustentar la mentira sin ningún remordimiento de conciencia, como si él no fuese el primero en saber que efectivamente entró en la finca y subió la escalera, que pegó el oído a la puerta del piso donde, según la ficha, la mujer desconocida había nacido. Es cierto que no se atrevió a tocar el timbre, en este punto dijo la verdad, pero permaneció algunos minutos en el oscuro rellano, inmóvil, tenso, intentando distinguir los sonidos que llegaban de dentro, tan curioso que casi se olvida del miedo a ser sorprendido y confundido con un ladrón de casas.
Oyó el llanto enojado de un niño de pañales, Debe de ser el hijo, un susurro dulce de acune femenino, Será ella, de repente una voz de hombre dijo desde el otro lado, Ese niño no se va a callar nunca, el corazón de don José dio un brinco de susto, si la puerta se abriera, cosa que podría ocurrir, tal vez el hombre salga, Quién es usted, qué busca aquí, preguntaría, Qué hago ahora, se preguntaba don José, pobre de él, no hizo nada, se quedó allí paralizado, inerme, tuvo la suerte de que el padre del niño no cultivara el antiguo hábito masculino de ir al café después de cenar para conversar con los amigos.
Entonces, cuando sólo el lloro del niño se oía, don José comenzó a bajar la escalera despacio, sin encender la luz, rozando levemente la pared con la mano izquierda para no perder el equilibrio, las curvas del pasamanos eran demasiado pronunciadas, a cierta altura casi le ahogó una ola de terror al pensar en lo que sucedería si otra persona, silenciosa, invisible a sus ojos, viniese en aquel momento subiendo la escalera, rozando la pared con la mano derecha, no tardaría en chocar, la cabeza del otro topando contra su pecho, ciertamente sería mucho peor que estar en lo alto de la escalera de mano y que una araña viniera a lamerle la cara, también podría ser que alguien de la Conservaduría General lo hubiese seguido hasta aquí con la intención de sorprenderlo en flagrante delito y así poder juntar al proceso disciplinario, que probablemente estaría en curso, la pieza incriminatoria incuestionable que todavía faltaba.
Cuando don José llegó finalmente a la calle las piernas le temblaban, el sudor le corría por la frente, Estoy hecho una madeja de nervios, se reprendió. Después, disparatadamente, como si de pronto el cerebro se le hubiese desgobernado y movido en todas las direcciones, como si el tiempo todo hubiese encogido, de atrás para adelante y de adelante para atrás, comprimido en un instante compacto, pensó que el niño que había oído llorar tras la puerta era, treinta y seis años antes, la mujer desconocida, que él mismo era un muchacho de catorce años, sin ningún motivo para buscar a alguien, mucho menos a estas horas de la noche. Parado en la acera, miró la calle como si no la hubiese visto aún, hace treinta y seis años las farolas de la iluminación pública daban una luz más pálida, el pavimento no estaba asfaltado, era de piedras alineadas, el rótulo de la tienda de la esquina anunciaba zapatos y no comida rápida.
El tiempo se movió, comenzó a dilatarse poco a poco, luego más deprisa, parecía que daba sacudidas violentas, como si estuviese dentro de un huevo y forcejease por salir, las calles se sucedían superponiéndose, los edificios aparecían y desaparecían, mudaban de color, de forma, todas las cosas buscaban ansiosas sus lugares antes de que la luz del amanecer viniese mudar nuevamente los sitios. El tiempo se puso a contar los días desde el principio, ahora la tabla de multiplicar para recuperar el atraso, y con tanto acierto lo hizo que don José ya tenía otra vez cincuenta años cuando llegó a casa. En cuanto al niño llorón, ése sólo era una hora mayor, lo que demuestra que el tiempo, aunque los relojes quieran convencernos de lo contrario, no es igual para todos.
Don José pasó una noche difícil, a añadir a las anteriores, que tampoco fueron mejores. Sin embargo, a pesar de las fortísimas emociones vividas durante su breve excursión nocturna, apenas se cubrió la oreja con el embozo de la sábana, según su hábito, cayó en un sueño que cualquier persona, a primera vista, denominaría profundo y reparador, pero en seguida salió de él, bruscamente, como si alguien, sin respeto ni contemplaciones, lo hubiera sacudido por el hombro. Lo despertó una idea inesperada que irrumpió en medio del sueño, de un modo tan fulminante que no dio tiempo a que un sueño se tejiese con ella, la idea de que la tal mujer desconocida, la de la ficha, fuese en resumidas cuentas aquella que él había oído meciendo al niño, la del marido impaciente, en ese caso su búsqueda habría terminado, estúpidamente terminado, en el preciso instante en que debería comenzar. Una angustia repentina le apretó la garganta, mientras la razón afligida intentaba resistir, quería que él mostrase indiferencia, que dijese, Mejor así, menos trabajo tendré, pero la angustia no desistía, continuaba apretando, apretando, y ahora era ella quien le preguntaba a la razón, Y él qué hará, si ya no puede realizar lo que pensaba, Hará lo que siempre ha hecho, coleccionará recortes de periódicos, fotografías, noticias, entrevistas, como si no hubiese sucedido nada, Pobrecillo, no creo que lo consiga, Por qué, La angustia, cuando llega, no se va fuera con esa facilidad, Podrá escoger otra ficha y luego ponerse a buscar a esa persona, El azar no escoge, propone, fue el azar quien le trajo la mujer desconocida, sólo al azar le compete tener voto en esta materia, No le faltan desconocidos en el fichero, Pero le faltan los motivos para escoger a uno de ellos y no a otro, uno de ellos en particular y no uno cualquiera de todos los otros, No creo que sea buena regla de vida dejarse guiar por el azar, Buena regla o no, conveniente o no, fue el azar quien le puso en la manos aquella ficha, Y si la mujer fuera la misma, entonces el azar sería ése, Sin otras consecuencias, Quiénes somos nosotros para hablar de consecuencias, si de la fila interminable que incesantemente camina en nuestra dirección apenas podemos ver la primera, Significa eso que algo puede suceder todavía, Algo, no, todo, No comprendo, Vivimos tan absortos que no reparamos en que lo que nos va aconteciendo deja intacto, en cada momento, lo que nos puede acontecer, Quiere eso decir que lo que puede acontecer se va regenerando constantemente, No sólo se regenera como se multiplica, basta con que comparemos dos días seguidos, Nunca pensé que fuese así, Son cosas que sólo los angustiados conocen bien.
Como si la conversación no fuese con él, don José daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño, Si la mujer es la misma, repetía, si después de todo la mujer es la misma, rompo la maldita ficha y no pienso más en el asunto. Sabía que estaba intentando encubrir la decepción, sabía que no soportaría regresar a los gestos y a los pensamientos de siempre, era como si hubiese estado a punto de embarcar para descubrir la isla misteriosa y en el último instante, ya con un pie en la plancha, apareciese alguien con un mapa abierto, No vale la pena que partas, la isla desconocida que querías encontrar está aquí, observa, tanto de latitud, tanto de longitud, tiene puertos y ciudades, montañas y ríos, todos con sus nombres e historias, es mejor que te resignes a ser quien eres. Pero don José no quería resignarse, continuaba mirando el horizonte que parecía perdido y, de repente, como si una nube negra se hubiese apartado para dejar que el sol apareciera, percibió que la idea que lo había despertado era engañosa, se acordó de que en la ficha constaban dos asentamientos, uno de matrimonio, otro de divorcio, y aquella mujer del edificio estaba ciertamente casada, si fuese la misma tendría que haber en la ficha un asentamiento del nuevo matrimonio, aunque es verdad que a veces la Conservaduría se equivoca, pero en eso don José no quiso pensar.
Alegando razones particulares de irresistible fuerza mayor, que se excusó de no explicar, recordando en todo caso que en veinticinco años de fiel y siempre puntual servicio era ésta la primera vez que lo hacía, don José pidió permiso para salir una hora más temprano. Siguiendo las disposiciones que regulaban la compleja relación jerárquica de la Conservaduría General del Registro Civil, comenzó formulando la pretensión al oficial de su sección, de cuya buena o mala disposición de espíritu dependerían los términos con que la solicitud sería transmitida al subdirector correspondiente, quien, a su vez, omitiendo o añadiendo palabras, acentuando esta sílaba o borrando aquélla, podría, hasta cierto punto, influir en la decisión final. Sobre esta cuestión, sin embargo, son muchas más las dudas que las certezas, porque los motivos que inducen al conservador a conceder o negar éstas u otras autorizaciones sólo por él son conocidos, no existiendo memoria ni registro, en tantos años de Conservaduría, de un único despacho, escrito o verbal, dotado de la respectiva fundamentación. Se ignorarán para siempre, por tanto, las razones por las que don José fue autorizado a salir media hora antes en lugar de la hora completa que había requerido. Es legítimo imaginar, aunque se trate de una especulación gratuita, no verificable, que el oficial, primero, o el subdirector, después, o ambos, hayan añadido que tan demorada ausencia afectaría negativamente al servicio, es más que probable que el jefe haya decidido aprovechar la ocasión para rebajar nuevamente a los subordinados con una de sus exhibiciones de autoridad discriminatoria. Informado de la decisión por el oficial, a quien se la transmitiera el subdirector, don José hizo cuentas del tiempo y concluyó que, si no quería llegar tarde a su destino, si no quería enfrentarse con el dueño de la casa de vuelta ya del trabajo, tendría que tomar un taxi, lujo donde los haya, tan infrecuente en su vida. Nadie lo esperaba, podía suceder que no hubiese nadie en casa a aquella hora, pero lo que deseaba, por encima de todo, era no verse obligado a enfrentarse con la impaciencia del hombre, sería más embarazoso satisfacer las desconfianzas de una persona así que responder a las preguntas de una mujer con un hijo en los brazos.
El hombre no abrió la puerta ni después se le oyó la voz dentro de la casa, de manera que estaría aún en el empleo o vendría de camino, y la mujer no traía al hijo en brazos. Don José comprendió en seguida que la mujer desconocida, tanto si estaba casada como divorciada, nunca podría ser aquella que tenía delante. Por muy bien conservada que estuviera, por muy bien que la hubiera tratado el tiempo, no es natural que alguien lleve treinta y seis años en el cuerpo y parezca tener menos de veinticinco en la cara.
Don José podía haberle dado la espalda simplemente, o farfullar una explicación rápida, decir, por ejemplo, Perdone, me equivoqué, buscaba a otra persona, pero de una u otra manera la punta de su hilo de Ariadna, por usar el lenguaje mitológico de la orden burocrática, estaba allí, eso sin olvidar la razonable probabilidad de que vivieran otras personas en la casa, y entre ellas se encontrara el objeto de su búsqueda, aunque, como sabemos, el espíritu de don José rechaza con vehemencia tal posibilidad. Sacó la ficha de su bolsillo, mientras decía, Buenas tardes, señora, Buenas tardes, qué desea, preguntó la mujer, Soy funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil y estoy encargado de investigar ciertas dudas que han surgido sobre el registro de una persona que sabemos que nació en esta casa, Ni mi marido ni yo nacimos aquí, sólo nuestra hija, que tiene ahora tres meses, supongo que no se trata de ella, Qué idea, la persona que busco es una mujer de treinta y seis años, Yo tengo veintisiete, No puede ser la misma, claro, dijo don José, y luego, Cómo se llama. La mujer dio el nombre, él hizo una pausa para sonreír, después preguntó, Hace mucho tiempo que vive en esta casa, Hace dos años, Conoció a las personas que residían antes aquí, éstas, leyó el nombre de la mujer desconocida y los nombres de los padres, No sabemos nada de esa gente, la casa estaba desocupada y mi marido trató el alquiler con el agente del propietario, Hay en el edificio algún inquilino antiguo, En el entresuelo derecha vive una señora mayor, por lo que he oído es la inquilina más antigua, Probablemente hace treinta y seis años aún no viviría aquí, las personas hoy se mudan mucho, Eso no puedo decírselo, será mejor que hable con ella, y ahora tengo que irme, mi marido está a punto de llegar y no le gusta verme hablando con extraños, además estaba preparando la cena, Soy un funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, no soy un extraño, y he venido aquí de servicio, si la molesté le pido disculpas. El tono melindroso de don José ablandó a la mujer, No, de verdad, no me ha molestado, sólo quería decir que si mi marido estuviese aquí le habría pedido de entrada la credencial, Yo le enseño mi carné de funcionario, vea, Ah, muy bien, se llama don José, pero cuando dije credencial quería decir un documento oficial donde se mencionara el asunto que está encargado de investigar, El conservador no pensó que encontraría desconfianzas, Cada uno tiene su manera de ser, y la vecina del entresuelo derecha, ésa, es el colmo, no abre la puerta a nadie, yo soy diferente, a mí me gusta conversar con las personas, Le agradezco la amabilidad con que me ha atendido, Siento no haberle sido más útil, Al contrario, me ha ayudado mucho, me ha hablado de la señora del entresuelo derecha y de la cuestión de la credencial, Menos mal que piensa así. La conversación tenía visos de continuar algunos minutos más, pero el sosiego de la casa fue súbitamente interrumpido por el llanto de un niño que se había despertado, Es su niño, dijo don José, No es niño, es niña, ya se lo había dicho, sonrió la mujer y don José sonrió también. En ese momento se oyó la puerta de la calle y la luz de la escalera se encendió, Es mi marido, conozco su manera de entrar, susurró la mujer, váyase y haga como que no ha hablado conmigo. Don José no bajó. Sin hacer ruido, de puntillas, subió rápidamente hasta el descansillo superior y allí se quedó, apoyado a la pared, con el corazón palpitando como si estuviese viviendo una aventura peligrosa, mientras los pasos firmes del hombre joven crecían y se aproximaban.
El timbre tocó, entre el abrir y el cerrar de la puerta de la casa aún se oyó el llanto de la niña, luego un gran silencio llenó la espiral de la escalera. Un minuto después la luz general se apagó. Entonces don José cayó en la cuenta de que todo su diálogo con la mujer había transcurrido, como si uno u otro tuviera algo que ocultar, en la penumbra cómplice del interior del edificio, cómplice fue la inesperada palabra que se le vino a la cabeza, Cómplice de qué, cómplice por qué, se preguntó, lo cierto es que ella no volvió a encender la luz que, tras el intercambio de las primeras palabras, se había apagado. Comenzó finalmente a bajar las escaleras, primero con todas las cautelas, después apresurado, sólo paró un instante para escuchar ante la puerta del entresuelo derecha, llegaba un sonido que debía de ser una radio, no pensó en llamar al timbre, dejaría la nueva investigación para el fin de semana, para el sábado o el domingo, entonces no le pillarían desprevenido, se presentaría con la credencial en la mano, investido de una autoridad formal que nadie se atrevería a poner en duda. Falsa credencial, claro está, pero que le evitaría, con la irresistible fuerza de un membrete oficial y de un sello auténtico, el trabajo de tener que disipar desconfianzas antes de entrar en el meollo de la cuestión. En cuanto a la firma del jefe, se sentía absolutamente tranquilo, no era verosímil que la longeva señora del entresuelo hubiera visto alguna vez la firma del conservador, cuyos floreados, pensándolo bien, gracias a su propia fantasía ornamental, no serían difíciles de imitar. Si todo ocurriese bien esta vez, como estaba seguro de que ocurriría, usaría el documento siempre que encontrase o previese dificultades en las futuras investigaciones, pues estaba convencido de que la búsqueda no acabaría en el entresuelo. Suponiendo que la inquilina fuese del tiempo en que la familia de la mujer desconocida vivía en el edificio, podría suceder que no se llevaran bien unos con otros, que todo se redujera, en la memoria cansada de la anciana, a unos cuantos recuerdos vagos, dependería de los años transcurridos desde la mudanza de la familia del segundo piso a otro lugar de la ciudad. O del país, o del mundo, pensó preocupado ya en la calle. Las personas famosas de su colección, vayan por donde vayan, llevan siempre un periódico o una revista siguiéndoles la pista y rastreándoles el olor para una fotografía más, para otra pregunta, pero de la gente vulgar nadie se acuerda, nadie se interesa verdaderamente por ella, nadie se preocupa de saber lo que hace, ni lo que piensa, ni lo que siente, incluso en los casos en que se pretende hacer creer lo contrario, se está fingiendo.
Si la mujer desconocida se hubiese ido a vivir al extranjero, quedaría fuera de su alcance, sería como si estuviera muerta, Punto final, se acaba la historia, murmuró don José, pero luego consideró que no sería así, que al marcharse, dejaría tras de sí una vida, tal vez sólo una pequeña vida, cuatro años, cinco años, casi nada, o quince o veinte, un encuentro, un deslumbramiento, una decepción, unas cuantas sonrisas, unas cuantas lágrimas, lo que a primera vista es igual para todos y en la realidad es diferente para cada uno. Y diferente también cada vez. Llegaré a donde pueda, remató don José con una serenidad que no parecía suya. Como si fuese ésa la conclusión lógica de lo que había pensado, entró en una papelería y compró un cuaderno grueso de hojas pautadas, de los que usan los estudiantes para apuntar las materias escolares a medida que creen que las van aprendiendo.
La falsificación de la credencial no le llevó mucho tiempo. Veinticinco años de cotidiana práctica caligráfica bajo la vigilancia de oficiales celosos y subdirectores exigentes le habían proporcionado un dominio pleno de las falanges, de las muñecas y de la llave de la mano, una firmeza absoluta tanto en las líneas curvas como en las rectas, un casi instintivo sentido de los trazos gruesos y de los finos, una noción perfecta del grado de fluidez y viscosidad de las tintas, que, puestos a prueba en esta ocasión, dieron como resultado un documento capaz de resistir las pesquisas de la lupa más potente. Delatoras, sólo las impresiones digitales y las impregnaciones invisibles de sudor que quedaron en el papel, pero la probabilidad de que se realizara cualquiera de estos exámenes era, evidentemente, ínfima. El más competente perito en grafología, llamado a declarar, juraría que el documento bajo juicio era de puño y letra del jefe de la Conservaduría y tan auténtico como si hubiese sido escrito en presencia de los testigos idóneos.
La redacción de la credencial, el estilo, el vocabulario empleado, aduciría a su vez un psicólogo, reforzando el informe del querido colega, muestran hasta la saciedad que su autor es persona extremadamente autoritaria, dotada de un carácter duro, sin flexibilidad ni fisuras, seguro de su razón, desdeñoso de la opinión ajena, como incluso un niño fácilmente podría concluir de la lectura del texto, que reza así, En nombre de los poderes que me fueron conferidos y que bajo juramento mantengo, aplico y defiendo, hago saber, como conservador de esta Conservaduría General del Registro Civil, a todos cuantos, civiles o militares, particulares o públicos, vean, lean y compulsen esta credencial escrita y firmada de mi puño y letra, que Fulano de Tal, escribiente a mi servicio y de la Conservaduría General que dirijo, gobierno y administro, recibió directamente de mí orden y el encargo de averiguar y agotar todo cuanto diga respecto a la vida pasada, presente y futura de Fulana de Tal, nacida en esta ciudad, a tantos de tal, hija de Beltrano de Tal y de Zutana de Tal, debiendo, por tanto, sin más comprobaciones, serle reconocidos, como suyos propios, y durante todo el tiempo que la investigación dure, los poderes absolutos que, por esta vía y para este caso, delego en su persona. Así lo exigen las conveniencias del servicio conservatorial y lo decide mi voluntad. Cúmplase.
Trémula de susto, acabando a duras penas de leer el impresionante papel, la tal criatura correría a protegerse en el regazo de la madre, preguntándole cómo es posible que un escribiente como este don José, de natural tan pacífico, tan cuerdo de costumbres, haya sido capaz de concebir, de imaginar, de inventar en su cabeza, sin disponer de un modelo anterior por donde guiarse, dado que no es norma ni se verifican necesidades técnicas para que la Conservaduría General alguna vez haya presentado credenciales, la expresión de un poder despótico hasta tal punto, que es lo mínimo que se puede decir de éste. La asustada criatura todavía tendrá que comer mucho pan y mucha sal antes de comenzar a aprender de la vida, entonces ya no se sorprenderá cuando descubra cómo, llegando la ocasión, hasta los buenos pueden volverse duros y prepotentes, aunque sea escribiendo una credencial, falsificada o no. Dirán ellos como disculpa, Es que ése no era yo, estaba escribiendo, actuando en nombre de otra persona, y en el mejor de los casos lo que quieren es engañarse a sí mismos, pues, verdaderamente, la dureza y la prepotencia, cuando no la crueldad, se estaban manifestando dentro de ellos, y no de otro, visible o invisible. Aun así, sopesando lo que ha sucedido hasta ahora por sus efectos, es poco probable que de las intenciones y obras futuras de don José puedan advenir serios perjuicios al mundo, por tanto dejemos provisionalmente suspendido nuestro juicio mientras otras acciones más esclarecedoras, tanto en el buen sentido como en el malo, no dibujen su definitivo retrato.
El sábado, vistiendo el mejor traje, la camisa limpia y planchada, la corbata más o menos correcta, casi a juego, protegido en un bolsillo interior de la chaqueta el sobre timbrado con la credencial, don José tomó un taxi en la puerta de casa, no para ganar tiempo, el día era suyo, sino porque las nubes amenazaban lluvia, y no quería aparecer ante la señora del entresuelo derecha pingando desde las orejas y con las vueltas de los pantalones salpicados de barro, arriesgándose a que le cerrasen la puerta en la cara antes de que pudiera decir a lo que iba. Se sentía excitado imaginando cómo lo recibiría la anciana señora, el efecto que causaría en la vieja, le vino sin pensar el término peyorativo, la lectura de un papel como aquél, intimidatorio e intimidante, hay personas que reaccionan al contrario de lo que sería de esperar, ojalá no sea éste el caso. Tal vez hubiese empleado en la redacción términos demasiados duros y prepotentes, sin embargo la verosimilitud imponía que fuese fiel al carácter del conservador tanto como a la caligrafía, además todo el mundo sabe que siendo cierto que no es con vinagre como se atrapan moscas, tampoco es menos cierto que algunas ni con miel se dejan atrapar. Veremos, suspiró. La primera cosa que pudo ver, después de responder a las preguntas insistentes que llegaban de dentro, Quién es, Qué desea, Quién lo manda, Qué tengo yo que ver con esto, fue que la señora del entresuelo derecha, no era tan mayor como había imaginado, no eran de anciana aquellos ojos vivos, aquella nariz recta, aquella boca delgada pero firme, sin arrugas en las comisuras, donde la mucha edad se notaba era en la flacidez de la piel del cuello, probablemente se fijó en ese pormenor porque ya comenzaba a notar en sí mismo esa señal ineludible de deterioro físico y sólo contaba cincuenta años. La mujer no abría completamente la puerta, decía y volvía a decir que los asuntos de la vecindad no le interesaban, respuesta esta de lo más procedente, ya que don José, siguiendo un camino errado, comenzó anunciando que buscaba a una persona del segundo izquierda.
El equívoco pareció acabar cuando pronunció, por fin, el nombre de la mujer desconocida, entonces la puerta se abrió un poco más, para volver luego a la posición anterior, Conoce a esa señora, preguntó don José, Sí, la conocí, dijo la mujer, Sobre ella desearía hacerle algunas preguntas, Quién es usted, Soy funcionario autorizado de la Conservaduría General del Registro Civil, ya se lo he dicho, Cómo puedo saber que eso es verdad, Tengo una credencial firmada por mi conservador, Estoy en mi casa, no quiero ser incomodada, En estos casos, es obligatorio colaborar con la Conservaduría General, Qué casos, La aclaración de dudas existentes en el Registro Civil, Por qué no le preguntan a ella, No conocemos su dirección actual, si usted la conoce, dígamela y no la molesto más, Va para treinta años, si no me fallan las cuentas, que dejé de tener noticias de esa persona, Que entonces era una niña, Sí. Con esta única palabra, la mujer dio señal de considerar terminada la conversación, pero don José no desistió, si tenía que perder por cien, qué más le daba perder por mil.
Sacó el sobre del bolsillo, lo abrió y extrajo de dentro, con una lentitud que debería parecer amenazadora, la credencial, Lea, ordenó. La mujer sacudió la cabeza, No lo leo, no es asunto que me incumba, Si no lo lee, volveré acompañado de la policía, eso será peor para usted. La mujer se resignó a recibir el papel que le tendía, encendió la luz del pasillo, se puso unas gafas que traía colgadas al cuello y leyó. Después, devolvió el documento y franqueó la entrada, Es mejor que pase, los de enfrente deben de estar escuchándonos detrás de la puerta. Ante la alianza no declarada que el pronombre personal parecía representar, don José comprendió que había ganado el duelo. De una cierta indefinible manera, ésta era la primera victoria objetiva de su vida, es verdad que fraudulentísima victoria, pero si andan tantas personas por ahí pregonando que los fines justifican los medios, quién era él para desmentirlas. Entró sin alarde, como un vencedor cuya generosidad le impidiese ceder a la fácil tentación de humillar al vencido, aunque, en todo caso, apreciaría que su grandeza fuese notada.
La mujer lo condujo a una pequeña sala cuidadosamente ordenada y limpia, decorada con un gusto de otra época.
Le ofreció un sillón, se sentó también y, sin dar tiempo al visitante para nuevas preguntas, dijo, Soy la madrina. Don José esperaría todas las revelaciones menos ésa. Fue allí como un simple funcionario que cumple órdenes de sus superiores, por tanto sin ninguna implicación de naturaleza personal, así era necesario que lo viese la mujer que se sentaba enfrente, pero sólo él sabe el esfuerzo que tuvo que hacer para no sonreír de beatífico deleite. Sacó de otro bolsillo la copia de la ficha, la miró despacio, como si memorizara todos los nombres que contenía, luego dijo, Y su marido fue el padrino, Sí, Podría hablar también con él, Soy viuda, Ah, en la sorda exclamación hubo tanto de auténtico alivio como de sentimiento simulado, era una persona menos con la que combatir. La mujer dijo, Nos llevábamos muy bien, quiero decir, las dos familias, la nuestra y la suya, éramos amigos íntimos, cuando la niña nació nos pidieron que fuésemos los padrinos, Qué edad tenía la niña cuando cambiaron de casa. Creo que iba para los ocho años, Antes me dijo que hace treinta años que no tiene noticias de ella, Así es, Explíquese mejor, Recibí una carta poco después de que se mudaran, De quién, De la niña, Qué decía, Nada especial, era la carta de una criatura de ocho años, con las pocas palabras que sabe, es capaz de escribir a su madrina, Todavía la guarda, No, Y los padres, no le escribieron nunca, No, No es extraño, No, Por qué, Son asuntos privados, no son para divulgarlos, Para la Conservaduría General del registro Civil no existen asuntos privados. La mujer lo miró fijamente, Quién es usted, Mi credencial acaba de decírselo, Sólo me dice cómo se llama, es don José, Sí, soy don José, Puede hacerme las preguntas que quiera y yo no puedo hacerle ninguna, Para interrogarme a mí, sólo es competente un funcionario de la Conservaduría de la escala superior, Es usted una persona feliz, puede guardar sus secretos, No creo que alguien sea feliz sólo por guardar secretos, Es feliz, Lo que yo sea no importa, ya le he explicado que sólo la jerarquía está autorizada a preguntarme, Tiene secretos, No le respondo, Pero yo sí debo responder, Es mejor que lo haga, Qué quiere que le diga, Qué asuntos privados fueron ésos. La mujer se pasó la mano por la frente, dejó caer lentamente los párpados marchitos, después dijo sin abrir los ojos, La madre de la niña sospechó que yo mantenía una relación íntima con su marido, Y era verdad, Lo era, desde hacía mucho tiempo, Por eso se mudaron, Sí. La mujer abrió los ojos y preguntó, Le gustan mis secretos, Sólo me interesa de ellos lo que tenga que ver con la persona que ando buscando, además no estoy autorizado para otra cosa, Entonces no quiere saber lo que pasó después, Oficialmente, no, Pero, particularmente, tal vez, No es mi estilo espiar las vidas ajenas, dijo don José, olvidándose de las ciento cuarenta y tantas que guardaba en el armario, después añadió, Pero no le ocurriría nada muy extraordinario, puesto que me ha dicho que es viuda, Tiene buena memoria, Es una condición fundamental para ser funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, mi jefe, por ejemplo, y esto es sólo para que se haga una idea, se sabe de corrido todos los nombres que existen y existirán, todos los nombres y todos los apellidos, Y eso para qué sirve, El cerebro de un conservador es como un duplicado de la Conservaduría, No lo entiendo, Siendo, como es, capaz de realizar todas las combinaciones posibles de nombres y apellidos, el cerebro de mi jefe no sólo conoce los nombres de todas las personas que viven y de todas las que murieron, sino que también podría decirle cómo se llamarán todas las que van a nacer de aquí hasta el fin del mundo, Usted sabe más que su jefe, Ni pensarlo, comparado con él yo no valgo nada, por eso el conservador es él y yo no paso de un mero escribiente, Ambos saben mi nombre, Es cierto, Pero él no sabe de mí más que el nombre, En eso tiene razón, la diferencia estriba en que él ya lo conocía, mientras que yo lo he conocido al recibir esta misión, Y de un salto se ha puesto delante, está aquí, en mi casa, puede verme la cara, oírme decir que engañé a mi marido y es, en todos estos años, la única persona a quien se lo he contado, qué más es necesario para que se convenza de que junto a usted, su jefe no pasa de ser un ignorante, No diga eso, no es conveniente, Tiene alguna pregunta más, Qué pregunta, Por ejemplo si fui feliz en mi matrimonio después de lo que sucedió, Es un asunto ajeno al expediente, Nada es ajeno, así como todos los nombres están en la cabeza de su jefe, así el expediente de una persona es el expediente de todas, Usted sabe mucho, Es natural, he vivido mucho, Cincuenta años tengo yo, y ante usted no sé nada, No imagina lo que se aprende entre los cincuenta y los setenta años, Ésa es su edad, Un poco más, Fue feliz después de lo que ocurrió, O sea, que le interesa, Es que sé poco de la vida de las personas, Tal como su jefe, tal como su Conservaduría, Supongo que sí, Fui perdonada, si eso es lo que quiere saber, Perdonada, Sí, ocurre muchas veces, perdonaos los unos a los otros, como suele decirse, La frase conocida no es así, es amaos los unos a los otros, Da lo mismo, se perdona porque se ama, se ama porque se perdona, usted es un chiquillo, todavía tiene mucho que aprender, Veo que sí, Está casado, No, Nunca ha vivido con una mujer, Vivir, lo que se dice vivir, no he vivido, Sólo relaciones pasajeras, temporales, Ni eso, vivo solo, cuando la necesidad aprieta, hago lo que todos hacen, busco y pago, Se ha dado cuenta que está respondiendo preguntas, Sí, pero ahora no importa, a lo mejor es así como se aprende, respondiendo, Voy a explicarle una cosa, Dígame, Comenzaré preguntándole si sabe cuántas personas forman un matrimonio, Dos, el hombre y la mujer, No señor, en el matrimonio existen tres personas, está la mujer, está el hombre y está lo que llamo tercera persona, la más importante, la persona que está constituida por el hombre y la mujer juntos, Nunca había pensado en eso, Si uno de los dos comete adulterio, por ejemplo, el más ofendido, el que recibe el golpe más profundo, por muy increíble que esto parezca, no es el otro, sino ese otro que es la pareja, no es el uno, es la unión de los dos, Y se puede vivir realmente con ese uno hecho de dos, a mí ya me cuesta trabajo vivir conmigo mismo, Lo más común en el matrimonio es que se vea al hombre o a la mujer, o a ambos, cada uno por su lado queriendo destruir a ese tercero que ellos son, ese que resiste, ese que quiere sobrevivir sea como sea, Es una aritmética demasiado complicada para mí, Cásese, encuentre una mujer y después ya me dirá, A mí ya se me ha acabado el tiempo, Será mejor que no apueste, quién sabe lo que encontrará cuando llegue al fin de su misión o como le llame, Las dudas que me mandaron esclarecer son dudas de la Conservaduría General, no son las mías, Y qué dudas son ésas, si no es demasiado preguntar, Estoy bajo secreto oficial, no puedo responder, El secreto le aprovecha bien poco, don José, pronto tendrá que irse y se irá sabiendo lo mismo que cuando entró, nada, Eso es cierto, y don José movió la cabeza desalentado.
La mujer lo miró como si lo estuviera estudiando, después preguntó, Desde cuando anda con esta investigación, Propiamente hablando, comencé hoy, pero el conservador se va a enfadar mucho cuando aparezca con las manos vacías, es una persona muy impaciente, Sería una gran injusticia para con un funcionario que, por lo visto, no tiene reparo en trabajar los sábados, No tenía nada particular que hacer, era una manera de adelantar el servicio, Pues no adelantó gran cosa, no señor, Tendré que pensar, Pida consejo a su jefe, para eso es jefe, No lo conoce, él no admite que le hagan preguntas, da las órdenes y basta, Y ahora, Ya se lo he dicho, tengo que pensar, Entonces piense, De verdad usted no sabe nada, adónde fueron cuando salieron de aquí, la carta que recibió traería la dirección de quien la enviaba, debía traerla, sí, pero esa carta ya no existe, No respondió, No, Por qué, Entre matar y dejar morir, preferí matar, hablo en sentido figurado, claro, Estoy en un callejón sin salida, Tal vez no, Qué quiere decir, Déme un papel y algo que escriba. Con las manos temblándole, don José le pasó un lápiz, Puede escribir aquí mismo, en el reverso de la ficha, es una copia. La mujer se puso las gafas y escribió rápidamente algunas palabras, Ahí tiene, pero mire que no es su dirección, es sólo el nombre de la calle donde estaba la escuela a la que acudía mi ahijada cuando se mudaron, tal vez por ahí consiga llegar a donde quiere, si es que la escuela sigue estando allí. El espíritu de don José se encontró dividido entre la gratitud personal por el favor y la contrariedad oficial porque se hubiera demorado tanto. Despachó la gratitud diciendo, Gracias, sin más, y, aunque en un tono moderado, dejó que la contrariedad se manifestase, No puedo comprender por qué ha tardado tanto tiempo en darme la dirección de la escuela, sabiendo que cualquier información, por insignificante que parezca, puede ser de vital importancia para mí, No sea exagerado, A pesar de todo, le estoy muy agradecido y lo digo tanto en mi nombre como en nombre de la Conservaduría General del Registro Civil que represento, pero insisto en que me explique por qué se ha demorado tanto en darme esta dirección, La razón es muy simple, no tengo nadie con quien hablar. Don José miró a la mujer, ella estaba mirándolo a él, no vale la pena gastar palabras explicando la expresión que tenían en los ojos uno y otro, sólo importa lo que él fue capaz de decir al cabo de un silencio, Yo tampoco. Entonces la mujer se levantó del sillón, buscó en un cajón del mueble que estaba tras ella y sacó lo que parecía un álbum, Son fotografías, pensó don José con alborozo.
La mujer abrió el libro, lo hojeó, en pocos segundos encontró lo que quería, la fotografía no estaba pegada, se mantenía apenas por cuatro pequeños encajes de cartulina adheridos a la página, Aquí tiene, llévesela, dijo, es la única que conservo de ella, y ahora espero que no me pregunte si también tengo fotografías de los padres, No lo preguntaré. Don José alargó la mano vacilante, recibió el retrato en blanco y negro de una niña de ocho o nueve años, una carita que debía ser pálida, unos ojos serios debajo de un flequillo que rozaba las cejas, la boca quiso sonreír pero no pudo, se quedó así. Corazón sensible, don José sintió que sus propios ojos se arrasaban de lágrimas, No parece un funcionario de esa Conservaduría, dijo la mujer, Es la única cosa que soy, dijo él, Quiere una taza de café, Vendría bien.
Hablaron poco mientras bebían el café y mordisqueaban una galleta, apenas algunas palabras sobre la rapidez con que el malvado tiempo pasa, Pasa, y ni nos damos cuenta, hace poco todavía era mañana y ya la noche está ahí, en realidad se notaba que la tarde iba llegando al fin, pero tal vez estuviesen hablando de la vida, de sus vidas, o de la vida en general, es lo que sucede cuando asistimos a una conversación y no estamos atentos, siempre lo más importante se nos escapa. Acabó el café, las palabras habían acabado, don José se levantó y dijo, Tengo que retirarme, agradeció el retrato, la dirección de la escuela, la mujer dijo, Si alguna vez pasa por esta zona, después lo acompañó a la puerta, él extendió la mano, volvió a decir, Muchas gracias, como un caballero de otra época la acercó a sus labios, entonces la mujer sonrió maliciosamente y dijo, Tal vez no fuese mala idea buscar en la guía telefónica.
El golpe fue tan duro que don José, pisando ya la calle con sus desorientados pies, tardó en percibir que una lluvia fina, casi diáfana, de esas que mojan en sentido vertical y en sentido horizontal, además de en todos los oblicuos, le estaba cayendo encima. Quizá no fuese mala idea mirar en la guía, dijo malvadamente la vieja en la despedida, y cada una de estas palabras, en sí mismas inocentes, incapaces de ofender a la más susceptible de las criaturas, se había transformado en un instante en insulto agresivo, en atestado de insufrible estupidez, como si durante la conversación tan rica en sentimientos a partir de cierta altura, ella lo hubiese estado observando fríamente, para concluir que el desmañado funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, enviado a la búsqueda de lo que estaba lejos y oculto, era incapaz de ver lo que se encontraba delante de los ojos y al alcance de la mano. Sin sombrero ni paraguas, don José recibía la llovizna directamente en la cara, arremolinada y confusa como los desagradables pensamientos que iban y venían dentro de su cabeza, todos ellos, en seguida comenzó a notarlo, alrededor de un cierto punto central, apenas discernible, que poco a poco se tornaba más nítido. Era verdad que no se le había ocurrido algo tan simple y cotidiano como consultar la guía telefónica, que es lo habitual cuando se quiere conocer el número o la dirección de la persona a cuyo nombre está el teléfono. Su primera acción, si pretendía averiguar el paradero de la mujer desconocida, debía haber sido ésa, en menos de un minuto sabría dónde encontrarla, después, con el pretexto de esclarecer las imaginarias dudas de la inscripción en el Registro Civil, podría concertar con ella un encuentro fuera de la Conservaduría, alegando que deseaba ahorrarle el pago de una tasa, por ejemplo, y luego, arriesgando todo en un gesto temerario, en ese momento o días más tarde, cuando ya tuvieran confianza, pedirle, Cuénteme su vida. No había procedido así y, aunque fuese bastante ignorante en artes de psicología y arcanos del inconsciente, comenzaba ahora, con apreciable aproximación, a comprender por qué. Imaginemos un cazador, iba diciéndose así mismo, imaginemos un cazador que hubiese preparado cuidadosamente su equipo, la escopeta, la cartuchera, el morral de la merienda, la cantimplora del agua, la bolsa de red para recoger las piezas, las botas camperas, imaginémoslo saliendo con los perros, decidido, lleno de ánimo, preparado para una larga jornada como es propio de las aventuras cinegéticas y, al doblar la esquina más próxima, todavía al lado de casa, le sale al encuentro una bandada de perdices dispuestas a dejarse matar, que levantan el vuelo pero no se van de allí por más tiros que las abatan, con regalo y sorpresa de los perros, que nunca en su vida habían visto caer el maná del cielo en tales cantidades. Cuál sería, para el cazador, el interés de una caza hasta el punto fácil, con las perdices ofreciéndose, por decirlo así, ante los cañones, se preguntó don José, y dio la respuesta que a cualquiera le pareciera obvia, Ninguno. Lo mismo me pasa a mí, añadió, debe de haber en mi cabeza, y seguramente en la cabeza de todo el mundo, un pensamiento autóctono que piensa por su propia cuenta, que decide sin la participación del otro pensamiento, ese que conocemos desde que nos conocemos y al que tratamos de tú, ese que se deja guiar para llevarnos a donde creemos que conscientemente queremos ir, aunque, a fin de cuentas, puede que esté siendo conducido por otro camino, en otra dirección, y no para la esquina más próxima, donde una bandada de perdices nos espera sin que lo sepan, pero sabiéndolo nosotros, en fin, que lo que da verdadero sentido al encuentro es la búsqueda y que es preciso andar mucho para alcanzar lo que está cerca. La claridad del pensamiento, fuese éste o aquél, el especial o el de costumbre, verdaderamente después de haber llegado no importa tanto cómo se llegó, fue tan cegadora, que don José paró aturdido en medio de la acera, envuelto por la llovizna brumosa y por la luz de una farola del alumbrado público que se encendió en aquel momento por casualidad. Entonces, desde el fondo de un alma contrita y agradecida, se arrepintió de los malos e inmerecidos pensamientos, ésos, sí, muy conscientes, que había lanzado sobre la longeva y benévola señora del entresuelo derecha, cuando lo cierto es que le debía, no sólo la dirección de la escuela y el retrato, sino también la más perfecta y acabada explicación de un proceder que aparentemente no la tenía. Y como ella había dejado en el aire aquella invitación para que volviera a visitarla, Si alguna vez pasa por esta zona, fueron las palabras, suficientemente claras como para dispensar el resto de la frase, se prometió a sí mismo que volvería a llamar a su puerta un día de éstos, tanto para dar cuenta del avance de las pesquisas como para sorprenderla con la revelación del motivo auténtico de su negativa a consultar la guía de teléfonos.
Claro que eso significaría confesarle que la credencial era falsa, que la búsqueda no había sido ordenada por la Conservaduría General, sino idea suya, e, inevitablemente, hablar del resto. El resto era la colección de personas famosas, el miedo a las alturas, los papeles ennegrecidos, las telas de araña, los estantes monótonos de los vivos, el caos de los muertos, el moho, el polvo, el desánimo, y por fin, la ficha que por alguna razón llegó agarrada a las otras, Para que no se olviden de ella, y el nombre, El nombre de la niña que aquí llevo, recordó, y sólo porque remolinos de agua seguían cayendo del cielo, no sacó el retrato del bolsillo para mirarlo. Si alguna vez se decidiese a contar a alguien cómo es la Conservaduría General por dentro, sería a la señora del entresuelo derecha. Es un asunto que el tiempo resolverá, decidió don José. En ese preciso instante el tiempo le trajo el autobús que le llevaría hasta cerca de su casa, con mucha gente mojada dentro, hombres y mujeres de edades y figuras varias, unos jóvenes, otros viejos, unos más acá, otros más allá. La Conservaduría General del Registro Civil los conocía a todos, sabía cómo se llamaban, dónde habían nacido y de quién, les contaba y les descontaba los días uno a uno, aquella mujer, por ejemplo, de ojos cerrados, aquella que lleva la cabeza apoyada en el vidrio de la ventana, debe de tener qué, treinta y cinco, treinta y seis años, fue suficiente para que don José diese alas a la imaginación, y si es ésta la mujer que busco, imposible no se puede decir que sea, la vida está llena de personas desconocidas, pero hay que resignarse, no podemos ir por ahí preguntándole a toda la gente, Cómo se llama, y después sacar la ficha del bolsillo para ver si aquella persona es la que queremos. Dos paradas más tarde salió, después se detuvo en la acera esperando que el autobús siguiese su viaje, seguramente quería cruzar la calle, y, como no llevaba paraguas, don José pudo verle la cara de frente a pesar de las gotillas que se agarraban a los cristales, hubo un momento en que, acaso impaciente porque el autobús tardaba en arrancar, ella levantó la cabeza y las miradas se encontraron. Así se quedaron hasta que el autobús se puso en marcha, continuaron así mientras pudieron verse, don José estirando y volviendo el cuello, la mujer siguiendo desde la calle el movimiento, ella, por ventura, preguntándose, Quién será éste, él respondiéndose, Es ella.
Entre la parada donde don José debía apearse y la Conservaduría General, atención muy loable de los servicios de transportes para con las personas que necesitaban arreglar sus papeles en el Registro Civil, la distancia no era grande. A pesar de eso, don José entró en casa mojado de arriba abajo. Se quitó rápidamente la gabardina, se mudó de pantalones, calcetines y zapatos, se frotó con una toalla el pelo que le chorreaba, y mientras hacía todo esto proseguía en su diálogo interior, Es ella, No es ella, Podía ser, Podía ser, pero no era, Y si era, Lo sabrás cuando encuentres a la de la ficha, Si fuera ella, le diré que ya nos conocíamos, que nos vimos en el autobús, No se acordará, Si no tardo mucho en encontrarla, seguro que se acuerda, Pero tú no quieres encontrarla en poco tiempo, quizá ni en mucho, si realmente lo quisieses habrías buscado el nombre en la guía telefónica, por ahí es por donde se empieza, No se me ocurrió, La guía está ahí dentro, No me apetece entrar ahora en la Conservaduría, Tienes miedo de lo oscuro, No tengo ningún miedo, conozco aquella oscuridad como la palma de mi mano, Di mejor que ni la palma de tu mano conoces, Si es eso lo que piensas, déjame en mi ignorancia, también los pájaros cantan y no saben por qué, Estás lírico, Estoy triste, Con la vida que llevas, es natural, Imagínate que la mujer del autobús fuera de verdad la de la ficha, imagínate que no la vuelvo a encontrar que aquélla era la única ocasión, que el destino estaba allí y lo dejé marchar, Sólo tienes una manera de salvar la situación, Cuál, Hacer lo que te dijo la inquilina del entresuelo derecha, la vieja, Más tiento con la lengua, por favor, Es vieja, Es una señora de edad, Déjate de hipocresías, edad tenemos todos, la cuestión está en saber cuánta, si es poca, se es joven, si es mucha, se es viejo, lo demás es cháchara, Acabemos con esto, Pues acabemos, Voy a mirar la guía, Es lo que te estoy diciendo desde hace media hora. En pijama y zapatilla, envuelto en una manta, don José entró en la Conservaduría. La insólita indumentaria le provocaba un cierto malestar, como si le perdiera el respecto a los venerables archivos, aquella eterna luz amarilla que, como un sol moribundo, flotaba sobre el escritorio del conservador. La guía está allí, en una esquina de la mesa, no estaba permitido consultarla sin permiso, incluso tratándose de una llamada oficial, y ahora don José, como ya hiciera antes, podría sentarse en el sillón, es verdad que lo hizo una sola vez, en un momento sin par que le pareció de triunfo y de gloria, pero ahora no se atrevía, tal vez por lo impropio de la vestimenta, por el temor absurdo de que alguien lo sorprendiese con aquella pinta, y quién podría ser, si nunca un ser vivo, a no ser él, por aquí anduvo fuera de las horas de servicio.
Pensó que sería conveniente llevarse la guía, en casa se sentiría más tranquilo, sin la presencia amenazadora de los altísimos estantes que parecían querer precipitarse desde las sombras del techo, allí donde las arañas tejen y devoran. Se estremeció como si las polvorientas y pegajosas telas le estuviesen cayendo encima y por poco comete la imprudencia de echar mano a la guía sin haber tenido antes la precaución de medir exactamente las distancias que la separaban, por arriba y a los lados, de los bordes de la mesa, y quien dice las distancias dirá también los ángulos, si no se diese la favorable circunstancia de que las inclinaciones geométricas y topográficas del conservador tienden abiertamente a los ángulos rectos y a las paralelas.
Entró en casa seguro de que poco después, al restituir la guía telefónica a su lugar, ésta quedaría en el sitio exacto, sin desvió de un solo milímetro, y que el conservador no tendría que ordenar a los subdirectores que investigaran quién la había utilizado, cómo, cuándo y por qué. Hasta el último momento estuvo esperando que ocurriera algo que le impidiese llevarse la guía, un murmullo, un estallido sospechoso, una claridad llegada súbitamente de los fondos mortuorios de la Conservaduría General, pero la paz era absoluta, ni siquiera el minúsculo roer de las mandíbulas de los bóstridos, los insectos comedores de madera, se oía.
Ahora don José, con la manta sobre la espalda, está sentado en su propia mesa, tiene enfrente la guía telefónica, la abre por el principio y se demora recorriendo las instrucciones de uso, los códigos, las tablas de precios, como si ése fuese su objetivo.
Al cabo de unos minutos, un ímpetu repentino, no pensado, le obligó a pasar rápidamente las páginas, hacia delante, hacia atrás, hasta parar en la que corresponde al nombre de la mujer desconocida. O no está, o son sus ojos los que rehúsan ver. No, no está. Debía venir a continuación de este nombre y no viene. Debía estar antes de este nombre y no está. Ya lo decía yo, pensó don José, y no era verdad que lo hubiese dicho alguna vez, son maneras de darse la razón contra el mundo, de desahogar, en este caso, una alegría, cualquier investigador de la policía habría manifestado su contrariedad asestando un puñetazo en la mesa, don José no, don José enarbola la sonrisa irónica de quien, habiendo sido mandado en busca de algo que sabía que no existe, regresa con la frase en los labios, Ya lo decía yo, o ella no tiene teléfono o no quiere su nombre en la guía. Su satisfacción fue tal que, acto seguido, sin perder tiempo pensando en los pros y los contras, buscó el nombre del padre de la mujer desconocida, y ése sí estaba. Ni una fibra de su cuerpo se estremeció. Bien al contrario, decidido ahora a quemar todos los puentes tras sí, arrastrado por un impulso que sólo los auténticos investigadores pueden experimentar, buscó el nombre del hombre de quien la mujer desconocida se había divorciado y también lo encontró. Si tuviese aquí un mapa de la ciudad, ya podría señalar los cinco primeros puntos de paso averiguados, dos en la calle donde la niña del retrato nació, otro en el colegio, ahora éstos, el principio de un diseño como el de todas las vidas, hecho de líneas quebradas, de cruces, de intersecciones, pero nunca de bifurcaciones, porque el espíritu no va a ningún lado sin las piernas del cuerpo, y el cuerpo no sería capaz de moverse si le faltasen las alas del espíritu. Tomó nota de las moradas, después apuntó lo que tendría que comprar, un mapa grande de la ciudad, un cartón grueso del mismo tamaño donde fijarlo, una caja de alfileres de cabeza coloreada, rojos para ser vistos en la distancia, que las vidas son como los cuadros, conviene siempre mirarlos cuatro pasos atrás, incluso si un día llegamos a tocarles la piel, a sentirles el olor, a probarles el gusto. Don José estaba tranquilo, no le perturbaba el hecho de saber dónde vivían los padres y el antiguo marido de la mujer desconocida, éste, curiosamente, bastante cerca de la Conservaduría General, claro que más tarde o más temprano tendría que llamar a su puerta, pero sólo cuando sintiese que llegaba el momento, sólo cuando el momento ordenase, Ahora. Cerró la guía telefónica, la devolvió a la mesa del jefe, al lugar exacto de donde la había retirado, y regresó a casa. En el reloj era hora de cenar, pero las emociones del día debieron de distraerle el estómago, que no daba señales de impaciencia. Se sentó de nuevo, arrebujó su cuerpo en la manta, estiró las puntas para cubrirse las piernas y alcanzó el cuaderno que había comprado en la papelería. Era tiempo de comenzar a tomar notas sobre el avance de la búsqueda, los encuentros, las conversaciones, las reflexiones, los planes y las tácticas de una investigación que se anunciaba compleja. Los pasos de alguien que busca a alguien, piensa, y, verdaderamente, aunque la procesión va por el principio, ya tiene mucho que contar, Si esto fuese una novela, murmuró mientras abría el cuaderno, sólo la conversación con la señora del entresuelo derecha sería un capítulo.
Tomó la pluma para comenzar, pero a mitad del gesto, sus ojos encontraron el papel donde anotó las direcciones, le rondaba algo en lo que no había pensado antes, la contingencia, más que probable, de que la mujer desconocida, después de divorciarse, se fuera a vivir con los padres, la contingencia, igualmente posible, de que fuese el marido quien hubiera dejado la casa, manteniéndose el teléfono a su nombre. De ser éste el caso, y considerando que la calle en cuestión se encontraba en las proximidades de la Conservaduría General, quién sabe si la mujer del autobús no sería ella.
El diálogo interior dio muestras de querer recomenzar, Era, No era, Era, No era, pero don José hizo oídos sordos esta vez, e, inclinándose sobre el papel, comenzó a escribir las primeras palabras, así, Entré en el edificio, subí hasta el segundo piso y escuché ante la puerta de la casa donde la mujer desconocida nació, entonces oí el llanto de un niño de pecho, pensé que podía ser el hijo, y al mismo tiempo un arrullo de mujer, Será ella, después supe que no.
Al contrario de lo que casi siempre se piensa, cuando se ven las cosas desde fuera, no suele ser fácil la vida en las entidades oficiales, menos aún en esta Conservaduría General del Registro Civil, donde, desde tiempos que no podremos llamar inmemoriales porque de todo y de todos se halla registro en ella, por obra del esfuerzo persistente de una línea ininterrumpida de grandes conservadores, se concentraron en grado sumo todas las excelencias y pequeñeces del oficio público, aquellas que hacen del funcionario un ser aparte, usufructuario y al mismo tiempo dependiente del espacio físico y mental delimitado por el alcance de su plumín. En términos simples, y con vista a una más exacta comprensión de los hechos generales abstractamente considerados en este preámbulo, lo que don José tiene es un problema por resolver. Sabiendo cuán costoso le resultó arrancar a las reluctancias reglamentarias de la jerarquía aquella media hora de baja en el trabajo, gracias a la cual evitó ser sorprendido en flagrante por el marido de la joven señora del segundo piso izquierda, podemos imaginar las aflicciones que está pasando ahora, noche y día, intentando encontrar una justificación útil que le permita solicitar, no una hora, sino dos, no dos, sino tres, que probablemente serán las que necesite para llevar a cabo, con provecho suficiente, la visita a la escuela y la indispensable investigación en sus archivos. Los efectos de esta inquietud constante, obsesiva, se manifestaron pronto en errores en el trabajo, en faltas de atención, en súbitas somnolencias diurnas debidas a los insomnios nocturnos, en resumen, don José hasta aquí apreciado por sus varios superiores como un funcionario competente, metódico y dedicado, comenzó a ser objeto de avisos severos, de amonestaciones, de llamadas al orden, que sólo sirven para confundirlo aún más, sin contar que, por el camino que va, puede tener como certísima una respuesta negativa si alguna vez llega a requerir la ansiada dispensa. La situación alcanzó tales extremos que, después de haber sido analizada, sin resultado, sucesivamente por oficiales y subdirectores, no quedó otro remedio que elevarla a la consideración del conservador, quien, en los primeros momentos, no conseguía comprender lo que pasaba, de puro absurdo. Que un funcionario hubiese descuidado hasta ese punto sus obligaciones era algo que imposibilitaba cualquier benevolente inclinación que aún pudiese existir para una decisión exculpatoria, era algo que ofendía seriamente las tradiciones operativas de la Conservaduría General, algo que sólo una enfermedad muy grave podría justificar. Conducido el delicuente a su presencia, fue esto mismo lo que el conservador preguntó a don José, Está enfermo, Creo que no, señor, Si no está enfermo, cómo explica entonces el mal trabajo que está realizando en los últimos días, No sé, señor, tal vez sea porque estoy durmiendo mal, En ese caso, está enfermo, Sólo duermo mal, Si duerme mal, es porque está enfermo, una persona saludable duerme siempre bien, a no ser que tenga algún peso en la conciencia, una falta censurable, de aquellas que la conciencia no perdona, la conciencia es muy importante, Sí señor, Si sus errores en el servicio están causados por el insomnio y si el insomnio está causado por acusaciones de la conciencia, entonces es preciso descubrir la falta cometida, No he cometido ninguna falta, señor, Imposible, la única persona que aquí no comete faltas soy yo, y ahora qué pasa, por qué mira la guía de teléfonos, Me he distraído, señor, Mala señal, sabe que siempre debe mirarme cuando le hablo, está en el reglamento disciplinario, yo soy el único que tiene derecho a desviar los ojos, Sí señor, Cuál es su falta, No sé señor, en ese caso todavía es más grave, las faltas olvidadas son las peores, He sido cumplidor de mis deberes, La informaciones de que dispongo a su respecto eran satisfactorias, pero eso, precisamente, sólo sirve para demostrar que su mala conducta profesional de estos días no es consecuencia de una falta olvidada, sino de una falta reciente, de una falta de ahora, La conciencia no me acusa, Las conciencias callan más de lo que debían, por eso crearon las leyes, Sí señor, tengo que tomar una decisión, Sí señor, Y ya la he tomado, Sí señor, Le aplico un día de suspensión, Y la suspensión, señor, es sólo de salario o también de servicio, preguntó don José viendo encenderse un vislumbre de esperanza, De salario, de salario, no se puede perjudicar al servicio más de lo que ya lo ha sido, además, no hace mucho tiempo que le di media hora libre, no me vaya a decir que esperaba que su mal comportamiento fuese premiado con un día entero, No señor, Deseo, por su bien, que le sirva de enmienda, que vuelva rápidamente a ser el funcionario correcto que era antes, por el interés de esta Conservaduría General, Sí señor, Nada más, regrese a su lugar.
Desesperado, con los nervios deshechos, a punto de llorar, don José fue donde le mandaron. Durante los pocos minutos que había durado la difícil conversación con el jefe, el trabajo se había acumulado en su mesa, como si los otros escribientes, sus colegas, aprovechándose de la deteriorada situación disciplinaria en que lo veían, quisieran, por propia cuenta castigarlo también. Además, unas cuantas personas esperaban su turno para ser atendidas. Todas estaban frente a él, y no era por casualidad, o porque pensaran, cuando entraron en la Conservaduría General, que el funcionario ausente quizá fuese más simpático y acogedor que los que estaban a la vista a lo largo del mostrador, sino porque esos mismos indicaron que era allí adonde debían dirigirse.
Como el reglamento interno determinaba que la atención a las personas tenía prioridad absoluta sobre el trabajo de mesa, don José se puso en el mostrador, sabiendo que por detrás le seguirían lloviendo papeles. Estaba perdido. Ahora, después de la airada advertencia del conservador y del subsiguiente castigo, aunque inventase el nacimiento imposible de un hijo o la muerte dudosa de un pariente, podía sacarse de la cabeza cualquier esperanza de que lo autorizasen en un periodo de tiempo inmediato a salir antes o entrar una hora después, media hora, un minuto, aunque fuese. La memoria, en esta casa de archivos, es tenaz, lenta en olvidar, tan lenta que nunca llega a borrar nada por completo. Tenga don José, de aquí a diez años una distracción, por muy insignificante que sea, y verá cómo alguien le recordará en seguida todos los pormenores de estos desafortunados días.
Probablemente a esto se refería el conservador cuando dijo que las peores faltas son aquellas que aparentemente están olvidadas. Para don José, el resto del día fue como un penoso calvario, forzado de trabajos, angustiado de pensamientos. Mientras una parte de su consciencia iba dando explicaciones acertadamente al público, rellenando y sellando documentos, archivando fichas, la otra parte, monótonamente, maldecía la suerte y la casualidad que acabaron transformando en curiosidad morbosa algo que no llegaría siquiera a rozar la imaginación de una persona sensata, equilibrada de cabeza. El jefe tiene razón, pensaba don José, Los intereses de la Conservaduría deben estar por encima de todo, si yo fuera juicioso, normal, ciertamente no me habría puesto, a esta edad, a coleccionar actores, bailarinas, obispos y jugadores de fútbol, es estúpido, es inútil, es ridículo, bonita herencia voy a dejar cuando muera, menos mal que no tengo descendientes, lo malo es que todo esto, quizá, me venga de vivir sin compañía, si tuviese una mujer. Llegado a este punto, el pensamiento se interrumpió, después tomó por otra vía, un camino estrecho, confuso, a cuya entrada se puede ver el retrato de una niña pequeña, a cuyo fin está, si estuviera, la persona real de una mujer hecha, adulta, que tiene ahora treinta y seis años, divorciada, Y para qué la quiero yo, para qué, qué haría yo con ella después de haberla encontrado. El pensamiento se cortó otra vez, desanduvo bruscamente los pasos dados, Y cómo crees que la vas a encontrar, si no te dejan ir a buscarla, le preguntó y él no respondió, en ese momento estaba ocupado informando a la última persona de la fila de que el certificado de defunción que había solicitado estaría listo al día siguiente.
Con todo, hay preguntas tenaces que no desisten y ésta lo atacó de nuevo cuando, cansado de cuerpo, exhausto de ánimo, entro por fin en casa. Se había echado sobre la cama como un trapo, quería dormir, olvidar la cara del jefe, el castigo injusto, pero la pregunta se acostó a su lado, deslizándose susurrante, No la puedes buscar, no te dejan, esta vez era imposible fingir que estaba distraído hablando con el público, todavía intentó hacerse el desentendido, dijo que encontraría una manera, y si no la encontraba, desistiría del todo, sin embargo la pregunta insistía, te dejas vencer con facilidad, para eso no merecía la pena que falsificaras una credencial y obligaras a aquella infeliz y simpática señora del entresuelo derecha a contar su pecaminoso pasado, es una falta de respeto entrar en las casas de esa manera, invadiendo la intimidad de las personas. La alusión a la credencial le hizo sentarse en la cama de repente, asustado. La tenía en la chaqueta, anduvo con ella durante todos estos días, imagínese que por una razón u otra se le cae, o que con el aturullamiento de los nervios, le da un síncope, de esos que dejan a una persona sin conocimiento, y un colega cualquiera, sin mala intención, al desabotonarle para que pudiese respirar, ve el sobre blanco con el timbre de la Conservaduría General y dice, Qué es esto, y después un oficial, y después un subdirector, y después el jefe. Don José no quiso ni pensar en lo que vendría a continuación, se levantó de un salto, tomó la chaqueta que estaba colgada en el respaldo de una silla, sacó la credencial y, ansioso, mirando alrededor, se preguntó dónde diablos podría esconderla. Ningún mueble tenía llave, sus escasas pertenencias se encontraban al alcance de cualquier espíritu fisgón que entrara. Entonces reparó en las colecciones alineadas en el armario, allí debía de estar el remedio para la dificultad. Eligió la carpeta del obispo e introdujo el sobre, un obispo no excita la curiosidad por mucha fama de piadoso que tenga, no es un ciclista ni un corredor de fórmula uno. Volvió a la cama aliviado, pero la pregunta se había quedado esperándolo, No has adelantado nada, el problema no es la credencial, lo mismo da que las escondas o que la muestres, no será eso lo que te lleve a la mujer, Ya te he dicho que encontraré una manera, Lo dudo, el jefe te ató bien atado de pies y manos, no te permite que des un paso, Esperaré a que las cosas se calmen, Y luego, No sé, ya se me ocurrirá una idea, Podrías resolver el asunto ahora mismo, Cómo, Telefoneas a los padres, les dices que hablas en nombre de la Conservaduría, les pides que te den la dirección, Eso no lo hago, Mañana vas a casa de la mujer, no soy capaz de imaginar qué conversación será la vuestra, pero al menos te quedarás en paz, Probablemente no le hablaré cuando la tenga delante, Siendo así, por qué la buscas, por qué andas investigándole la vida, También junto papeles sobre el obispo y no estoy interesado en hablar con él algún día, Me parece absurdo, Es absurdo, pero ya era hora de hacer algo absurdo en la vida, Me quieres decir que si llegas a encontrar a la mujer, ella no se enterará de que la estuviste buscando, Es lo más seguro, por qué, No lo sé explicar, De todos modos, ni a la escuela de la niña conseguirás ir, las escuelas como la Conservaduría General, están cerradas los fines de semana, En la Conservaduría puedo entrar siempre que quiera, No se puede decir que sea una proeza realmente extraordinaria, la puerta de tu casa da allí, Se ve que nunca tuviste que ir por ti misma, Voy donde tú vas, asisto a lo que haces, Puedes continuar, Continuaré, pero tú, a la escuela, no entras, Veremos. Don José se levantó, era hora de cenar, si es que merecen tal nombre las ligerísimas colaciones que acostumbra a tomar de noche. Mientras comía, iba pensando, después lavó el plato, el vaso y el cubierto, recogió las migajas que habían caído al mantel, siempre pensando, y, como si el gesto hubiese sido la inevitable conclusión de lo que había pensado, abrió la puerta que daba a la calle. Enfrente, al otro lado de la calzada, había una cabina telefónica, a tiro de piedra, por decirlo así, en veinte pasos alcanzaría la punta del hilo que se llevaría su voz, el mismo hilo le traería una respuesta, y allí, bien en un sentido, bien en otro, se acabarían las búsquedas, podría volver a casa tranquilo, recuperar la confianza del jefe, después, girando en su propio e invisible rastro, el mundo retomaría la órbita de siempre, la calma profunda de quien simplemente espera la hora en que todas las cosas se cumplan, si es que estas palabras, tantas veces dichas y repetidas, tienen algún significado real. Don José no atravesó la calle, se puso la chaqueta y la gabardina y salió.
Tuvo que cambiar dos veces de autobús antes de llegar a su destino. La escuela era un edificio largo, de dos pisos y buhardillas, separado de la calle por una valla alta. El espacio intermedio, una franja de terreno donde crecían, dispersos, algunos árboles de pequeño porte, debía de utilizarse para el recreo de los alumnos. No había ninguna luz. Don José miró alrededor, la calle estaba desierta a pesar de que no era tarde, es lo bueno de estos barrios periféricos, sobre todo si el tiempo no está para abrir las ventanas, los vecinos se recogen en el interior de sus casas, y además de eso, no hay nada que ver fuera.
Don José caminó hasta el final de la calle, cambió de acera, ahora viene andando en dirección a la escuela, despacio, como alguien a quien le gusta salir a tomar el fresco nocturno y no tiene a nadie esperándole. A la altura del portón, se agachó como quien acaba de descubrir que lleva el cordón de un zapato desabrochado, el truco es viejo y gastado, no engaña, pero se usa a falta de otro mejor, cuando la imaginación no da para más.
Con el codo empujó el portón, que se movió un poco, no estaba cerrado con llave. Metódicamente, don José hizo un segundo nudo sobre el primero, se levantó y golpeó con el pie en el suelo para comprobar la solidez de la lazada, y prosiguió su camino, ahora más aprisa, parecía haber recordado de pronto que sí le esperaba alguien.
Los días que faltaban de la semana los vivió don José como si estuviese asistiendo a sus propios sueños. En la Conservaduría no lo vieron cometer ni un error, no se distrajo, no confundió un papel con otro, despachó cantidades ingentes de trabajo que en otro momento le habrían hecho protestar, en silencio, naturalmente, contra el trato deshumano de que los escribientes son víctimas desde siempre, y todo esto fue hecho y soportado sin una palabra, sin un murmullo. El conservador lo miró dos veces desde lejos, sabemos que ésa no es su costumbre, mirar a los subordinados, mucho menos a los de baja categoría, pero la concentración espiritual de don José alcanzaba tal grado de intensidad que era imposible no percibirla en la atmósfera perennemente suspendida de la Conservaduría General. El viernes, en el momento de acabar el trabajo y sin que nada lo hiciese prever, el conservador infringió todos los reglamentos, despreció todas las tradiciones, asombró a los funcionarios todos, cuando, al salir, y pasando al lado de don José, le preguntó, Está mejor.
Respondió don José que sí, que estaba mucho mejor, que no había vuelto a tener insomnio, y el conservador dijo, Le hizo bien la conversación que tuvimos, pareció que iba añadir algo más, alguna idea que súbitamente se le hubiese ocurrido, pero cerró la boca y salió, no faltaba más, anular el castigo impuesto sería una subversión de la disciplina. Los otros escribientes, los oficiales e incluso los subdirectores miraron a don José como si lo vieran por primera vez, las pocas palabras del jefe lo convertían en una persona diferente, es más o menos lo que sucede cuando se lleva a un niño a bautizar, se lleva a uno y se trae a otro. Don José acabó de arreglar la mesa, después esperó su turno de salida, estaba reglamentado que el primero en retirarse sería el subdirector más antiguo, después los oficiales, luego los escribientes, siempre según el orden de antigüedad, al otro subdirector le competía cerrar la puerta. Contra lo acostumbrado, don José no dio la vuelta a la Conservaduría General para ir a casa, se encaminó hacia las calles de alrededor, entró en tres tiendas diferentes y en cada una hizo una compra, medio kilo de manteca de cerdo en una, una toalla de rizo en otra, y también un pequeño objeto, cosa de nada, que cabía en la palma de la mano y que guardó en un bolsillo exterior de la chaqueta, porque no necesitaba ser envuelto. Después se fue para casa. Pasaba mucho de la media noche cuando salió. A esas horas eran pocos los autobuses en circulación, sólo de tarde en tarde aparecía uno, por eso don José, por segunda vez desde que la ficha de la mujer desconocida le apareciera, decidió tomar un taxi. Sentía una especie de vibración en la boca del estómago, como un zumbido, un frenesí, pero la cabeza permanecía calma o, simplemente, era incapaz de pensar. Hubo un momento en que don José, encogido en el asiento del taxi como si tuviera miedo de ser visto, todavía intentó imaginar lo que le podría suceder, las consecuencias que tendría en su vida, si el acto que estaba a punto de cometer se malograse, pero el pensamiento se escondió detrás de una pared, De aquí no salgo, dijo desde allí y él comprendió, porque se conocía bien, que el pensamiento lo quería proteger, no del miedo, sino de la cobardía. Cerca del destino, ordenó parar el taxi, recorrería a pie el poco camino que le faltaba, llevaba las manos en los bolsillos, sosteniendo, debajo de la gabardina abotonada, los paquetes que contenían la manteca y la toalla. En el momento en que iba a doblar una esquina para entrar en la calle donde se encontraba la escuela, le cayeron unas gotas de lluvia sueltas, sustituidas luego, cuando se aproximaba al portón, por un fuerte chaparrón que barrió ruidosamente la calzada. Se dice, desde los tiempos clásicos, que la fortuna protege a los audaces, en este caso el intermediario encargado de la protección fue la lluvia o, con otras palabras, el cielo directamente, si anduviera alguna persona por aquí a estas horas tardías estaría, sin duda, más preocupada en resguardarse del súbito aguacero que en observar los manejos de un sujeto de gabardina que, a juzgar por la edad que aparentaba, se escapó del chaparrón con una rapidez inesperada, ahora mismo estaba aquí y ya no está. Guarecido debajo de uno de los árboles de la cerca, el corazón batiéndose como loco, don José respiraba ansiosamente, maravillado por la agilidad con que se había movido, él, que en materia de ejercicios físicos no iba más allá de trepar hasta el tope de la escalera de la Conservaduría General, y Dios sabe con qué voluntad. Estaba a salvo de las miradas de la calle, y creía que, pasando cautelosamente de árbol en árbol, podría alcanzar la entrada de la escuela sin que nadie de fuera se apercibiese.
Tenía la convicción de que no había guarda dentro, en primer lugar por la ausencia de luz, tanto el otro día como ahora, y después porque las escuelas, salvo por razones particulares y excepcionales, no son cosa que valga la pena asaltar. Excepcionales y particulares eran sus razones, por eso había ido allí, armado de medio kilo de manteca, una toalla y cortavidrios, que éste era el objeto que no necesitaba ser envuelto. Ahora tenía que pensar bien en lo que iba a hacer.
Entrar por la parte delantera sería una imprudencia, un vecino que viviese en uno de los pisos altos del otro lado de la calle podría asomarse para contemplar la lluvia que seguía cayendo fuerte y ver a un hombre rompiendo la ventana de la escuela, hay muchas personas que no moverían un dedo para evitar la consumación del acto violento, por el contrario, echarían la cortina y volverían a la cama, diciendo, Allá ellos, pero hay otras personas que si no salvan el mundo es sólo porque el mundo no se deja salvar, ésas llamarían inmediatamente a la policía y se asomarían al balcón gritando, Al ladrón, dura palabra que don José no se merece, como mucho falsificador, pero esto sólo lo sabemos nosotros.
Dio la vuelta a la finca, tal vez sea por allí más fácil, pensó don José, y posiblemente tenga razón, son tantas las veces que las partes traseras de los edificios están mal cuidadas, con trastos viejos arrumbados, cubos esperando un nuevo uso, latas viejas de pintura, ladrillos partidos de una obra, lo mejor que puede desear quien pretende improvisar una escalera, alcanzar una ventana y entrar por ahí.
De echo, don José encontró algunos de estos útiles, pero estaba todo ordenado bajo un alpende adosado a la pared, meticulosamente según parecía palpando aquí y allá, sería menester mucho trabajo y tiempo para escoger y retirar, a oscuras, lo que mejor se adecuase a las necesidades estructurales de la pirámide por donde debería ascender, Si consiguiese subir al techo, murmuró, y la idea en principio era excelente, dado que había una ventana dos palmos más arriba de la junta de la parte superior del alpende con la pared, Incluso así, no sería fácil, el techo es muy inclinado y con esta lluvia estará resbaladizo, escurridizo, pensó. Don José sintió que perdía el ánimo, es lo que le acontece a quien no tiene experiencia en asaltos, quien no se ha beneficiado de las lecciones de los maestros escaladores, ni siquiera se le había ocurrido inspeccionar antes el lugar, podía haber aprovechado el otro día cuando comprobó que el portón no estaba cerrado con llave, la suerte le pareció tanta en esa ocasión que prefirió no abusar.
Tenía en el bolsillo la pequeña linterna eléctrica que usaba en la Conservaduría General para iluminar las fichas, pero no quería encenderla aquí, una cosa es un bulto en medio de la oscuridad, que puede pasar más o menos inadvertido, otra cosa muy diferente, y peor, es un anillo de luz paseándose y denunciándose, Miren dónde estoy. Resguardado bajo el alpende, oía la lluvia del techo y no sabía qué hacer. A este lado también había árboles, más altos y frondosos que los de la parte delantera, si detrás se escondían algunos edificios no podía verlos desde donde estaba, Por tanto, tampoco ellos pueden verme a mí, pensó don José y, después de haber dudado todavía un momento, encendió la linterna y la movió de un lado a otro, de una pasada rápida. No se había equivocado, el depósito de hierro viejo de la escuela estaba dispuesto y acondicionado con criterio, como si fuesen piezas de maquinaria encajadas unas en otras. Volvió a encender la linterna, esta vez apuntado el foco hacia arriba. Tumbada sobre los trastos, suelta del resto, como pieza que de vez en cuando se usa, había una escalerilla.
Sea por el inesperado descubrimiento, o por un recuerdo repentino e incontrolado de las alturas de la Conservaduría General, a don José le pasó una cosa por la vista, modo expresivo y corriente de decir que dispensa, con comunicativa ventaja, el uso de la palabra vértigo en bocas populares que no nacieron para eso. La escalerilla no era tan alta que alcanzase la ventana, pero daba para subir al alpende, y, a partir de ahí, que sea lo que Dios quiera.
Así invocado, Dios decidió ayudar a don José en el trance, lo que no tiene nada que ver de extraordinario si tenemos en cuenta la cantidad enorme de asaltantes que, desde que el mundo es mundo, tuvieron la suerte de regresar de sus asaltos, no sólo forrados de bienes, sino también enteros de cuerpo, o sea, sin castigo divino.
Quiso pues la providencia que las chapas onduladas de cemento que formaban el techo del alpende, además de ásperas en el acabado, tuvieran en las aristas inferiores un reborde que sobresalía, a cuyo atractivo ornamental el diseñador de fábrica, imprudente, no supo resistirse. Gracias a eso, y a pesar de la fuerte inclinación del alpende, pie aquí, mano allá, gimiendo, suspirando, raspando con las uñas, desollándose las puntas de los zapatos, don José consiguió reptar hasta arriba. Ahora no faltaba más que entrar. Bien, ha llegado el momento de decir que como escalador y efractor, don José usa métodos absolutamente desactualizados, por no decir antiguos e incluso arcaicos. Tiempo atrás, no sabe cuándo ni en qué libro o papel, leyó que la manteca de cerdo y una toalla de rizo son los complementos obligatorios de un cortavidrios siempre que se pretenda entrar con intención malsana por una ventana, y de esos insólitos auxilios, con fe ciega, se había provisto. Podía, evidentemente, para abreviar la tarea, dar un simple puñetazo en el cristal, pero temió, al planificar el asalto, que el inevitable estallido, subsiguiente al golpe, alarmase al vecindario y, si era cierto que el mal tiempo con sus ruidos naturales contribuía a disminuir el riesgo, lo mejor sería ceñirse estrictamente a la disciplina del método. Así, apoyados los pies en el reborde providencial, hincadas las rodillas en la aspereza de las chapas, don José se puso a cortar el cristal con el diamante a ras del marco de la ventana. A continuación, con el pañuelo, jadeando por culpa del esfuerzo y de la mala postura, secó como pudo el vidrio, para no perjudicar la deseada adherencia de la manteca, o de la que quedaba, puesto que los violentos esfuerzos que acometiera para escalar el plano inclinado habían convertido el paquete en una masa informe y pegajosa, con las consecuencias que se imaginan en la integridad de la ropa que traía puesta. A pesar de todo, consiguió esparcir por el cristal una capa aceptablemente espesa de grasa, sobre la que después, con la mayor minuciosidad posible, pegó la toalla que, al cabo de mil contorsiones, logró sacar del bolsillo de la gabardina. Ahora tenía que calcular con precisión la fuerza del golpe, que no debía ser ni tan débil que tuviese que repetirlo, ni tan fuerte que redujese a nada la adherencia de los vidrios al paño. Oprimiendo la parte superior de la toalla contra el marco con la mano izquierda para que no se escurriera, don José cerró el puño derecho, echó el brazo atrás y asestó un golpe seco que felizmente resultó, sordo, sofocado, como el disparo de un arma provista de silenciador. Había acertado a la primera, proeza notable para un aprendiz. Uno o dos pequeños fragmentos de cristal cayeron al interior, nada más, pero eso no importaba, dentro no había nadie. Durante algunos segundos, a pesar de la lluvia, don José se mantuvo tumbado sobre el alpende, para recobrar las fuerzas y saborear el triunfo. Después, enderezando el cuerpo, introdujo el brazo en la abertura, buscó y encontró el pestillo de la ventana, Dios mío, qué dura es la vida de los asaltantes, la abrió de par en par y, agarrándose al pretil, con la ayuda angustiosa de los pies, que ya no encontraban puntos de apoyo, consiguió izarse, alzar una pierna, después otra, para acabar cayendo al otro lado, suavemente, como una hoja que se hubiese desprendido del árbol.
El respeto por la realidad de los hechos y la simple obligación moral de no ofender la credibilidad de quien se ha dispuesto a aceptar como razonables y coherentes las peripecias de tan inaudita búsqueda reclaman la inmediata aclaración de que don José no cayó suavemente desde el pretil de la ventana, como una hoja que se hubiese soltado de la rama. Por el contrario, lo ocurrido es que cayó desamparado, como caería el árbol entero, cuando hubiera sido tan fácil irse escurriendo poco a poco de su momentáneo asiento hasta tocar con los pies en el suelo. La caída, por la dureza del choque y por la sucesión de contactos dolorosos, incluso antes de que los ojos lo hubiesen podido confirmar, le mostró que el lugar donde se encontraba era como una prolongación del alpende exterior, o más probablemente su inverso, ambos sitios destinados a trastero, pero primero éste, y sólo después, faltando aquí espacio, el de fuera. Don José se quedó sentado durante unos minutos esperando que la respiración se normalizase y dejasen de temblarle los brazos y las piernas.
Al cabo de ese tiempo, encendió la linterna, teniendo cuidado de iluminar apenas el suelo que tenía delante, y vio que, entre los muebles apiñados a un lado y a otro, se había dejado un corredor que iba hasta la puerta. Se inquietó al pensar que tal vez estuviese cerrada con llave, en ese caso tendría que derrumbarla sin los utensilios adecuados y con el consecuente e inevitable ruido. Fuera continuaba lloviendo, el vecindario debía de dormir, pero no podemos fiarnos mucho de eso, hay personas con un sueño tan leve que incluso el zumbido de un mosquito basta para despertarlas, después se levantan, van a la cocina a beber un vaso de agua, miran casualmente hacia fuera y ven un agujero rectangular negro en la pared del colegio, tal vez comenten, Qué poco cuidado tienen los de la escuela, con un tiempo como éste dejan la ventana abierta, o, Si no recuerdo mal, aquella ventana estaba cerrada, habrá sido la fuerza del viento, nadie va a pensar que puede entrar un ladrón dentro, además errarían radicalmente, porque don José, lo recuerdo una vez más, no vino a robar. Ahora se le acaba de ocurrir que debería cerrar la ventana para que desde fuera no se aperciban de la efracción, pero tiene dudas, se preguntan si no será mejor dejarla como está, Pensarán que fue el viento o la falta de celo de algún empleado, si la cerrase se notaría inmediatamente la rotura del cristal, tanto más que los vidrios de la ventana son opacos, casi blancos. Confiado en que el resto del mundo use el espíritu que tiene de una manera tan deductiva como la suya propia, don José decidió dejar abierta la ventana y luego se puso a gatear por entre los muebles hasta alcanzar la puerta. Que no estaba cerrada con llave. Respiró aliviado, a partir de aquí no debería haber más obstáculos.
Necesitaba ahora un sillón confortable, un sofá aún sería mejor, para pasar descansando el resto de la noche, si los nervios lo consintieran hasta podría dormir. Como un jugador de ajedrez experimentado, había calculado los lances, en realidad no es muy difícil, cuando se está bastante seguro de las causas objetivas inmediatas, avanzar prospectivamente por el abanico de los efectos probables y posibles y de su transformación en causas, todo generando en sucesión efectos causas efectos y causas efectos causas, hasta el infinito, pero ya sabemos que el caso de don José no irá tan lejos. A los prudentes les habrá parecido una insensatez que el escribiente se meta así en la boca del lobo, y ahora, como si fuese pequeña la osadía, se quiera quedar tranquilamente durante lo que todavía falta de noche y todo el día de mañana, con el riesgo de que lo sorprenda en flagrante delito alguien más deductivo que él en materia de ventanas abiertas. Reconózcase, sin embargo, que mayor insensatez habría sido andar de aula en aula encendiendo luces. Juntar ventana abierta y luz encendida, cuando se sabe que están ausentes los legítimos usuarios de una casa o de un colegio, es operación mental al alcance de cualquier persona por poco desconfiada que sea, en general se llama a la policía.
Don José sentía dolores por todo el cuerpo, debía de tener las rodillas desolladas, quizá sangrando, la incomodidad que le producía la rozadura de los pantalones no decía otra cosa, además estaba mojado y sucio de la cabeza a los pies. Se quitó la gabardina, que chorreaba, pensó, Si hubiese por aquí una división interior, podría encender la luz, y un cuarto de baño, un cuarto de baño donde pueda lavarme al menos las manos. Palpando el camino, abriendo y cerrando puertas, encontró lo que buscaba, primero una pequeña división sin ventana, con estanterías donde se guardaba material escolar y de escritorio, lápices, cuadernos, hojas sueltas, bolígrafos, gomas de borrar, frascos de tinta, reglas, escuadras, cartabones, estuches de dibujo, tubos de pegamento, cajitas de grapas, y más que no llegó a ver.
Con la luz encendida pudo examinar por fin los estragos causados por la aventura. Las heridas de las rodillas no parecían tan malas como había supuesto, los rasguños eran superficiales, aunque dolorosos. A la luz del día, cuando ya no tuviera que encender luces, buscaría lo que en todas las escuelas se encuentra, el armario blanco de los primeros auxilios, el desinfectante, el alcohol, el agua oxigenada, el algodón, la venda, la gasa, el esparadrapo, ni tanto sería preciso. A la gabardina esos remedios no la podrán ayudar, su mal es la porquería, es la manteca de cerdo que impregna el tejido, A lo mejor con alcohol consigo quitarle lo más gordo, pensó don José. Después buscó un cuarto de baño, y tuvo suerte, no necesitó andar mucho para encontrar uno que, a juzgar por el arreglo y la limpieza, sería el que utilizaban los profesores. La ventana que daba también a la parte trasera de la escuela, además de los cristales opacos, obviamente más necesarios aquí que en el trastero por donde había entrado, tenía contraventanas de madera, gracias a las cuales don José pudo por fin encender la luz y lavarse mirando lo que hacía. Después, robustecidas las fuerzas y más o menos aseado, se procuró un sitio para dormir. Aunque en sus tiempos de estudiante no pasó por un colegio así, con este aparato y estas dimensiones, sabía que todas las escuelas tienen un director, que todos los directores tienen un despacho, que todos los despachos tienen un sofá, precisamente aquello que el cuerpo le pedía. Continuó pues abriendo y cerrando puertas, miró dentro de las aulas, a las que la difusa luz exterior confería un aire fantasmagórico, donde los pupitres de los alumnos parecían túmulos alineados, donde la mesa del profesor era como un sombrío espacio de sacrificio, y la pizarra negra el lugar donde se llevaban las cuentas de todos. Vio suspendidos de las paredes, como si fuesen las manchas confusas que el tiempo va dejando tras de sí en la piel de los seres y de las cosas, los mapas del cielo, del mundo y de los países, las cartas hidrográficas y orográficas del ser humano, la canalización de la sangre, el tránsito digestivo, la ordenación de los músculos, la comunicación de los nervios, el armazón de los huesos, el fuelle de los pulmones, el laberinto del cerebro, el corte del ojo, el enredo de los sexos. Las aulas se sucedían unas a otras a lo largo de los pasillos que daban la vuelta al colegio, se respiraba por todas partes el olor de la tiza, casi tan antiguo como el de los cuerpos, hay quien dice que Dios antes de amasar el barro con que después fabricó al hombre y la mujer, comenzó dibujándolos con una tiza en la superficie de la primera noche, de ahí nos vino la única certeza que tenemos, la de que fuimos, somos y seremos polvo, y que en una noche tan profunda como aquélla nos perderemos. En algunos sitios la oscuridad era espesa, completa, como si la hubiesen envuelto en paños negros, pero en otros flotaba una reverberación oscilante de acuario, una fosforescencia, una luminosidad azulada que no podía venir de la luz de las farolas de la calle o, si de ellas venía, al atravesar los cristales se transfiguraba. Acordándose de la pálida luz eternamente suspendida sobre la mesa del conservador, que las tinieblas rodeaban y parecían estar a punto de devorar, don José murmuró, La Conservaduría General es diferente, después añadió, como si necesitase responderse a sí mismo, Probablemente, cuanto mayor es la diferencia, mayor será la igualdad, y cuanto mayor es la igualdad, mayor la diferencia será, en aquel momento todavía no sabía hasta qué punto la razón le asistía.
En este piso sólo había aulas, el despacho del director estaría seguramente en el de arriba, apartado de las voces, de los ruidos incómodos, del tumulto de la entrada y salida de las clases. La escalera de acceso tenía en lo alto una claraboya, al subir se ascendía progresivamente de la oscuridad a la luz, lo que, en estas circunstancias, no tiene otro significado que prosaicamente alcanzar a ver dónde ponemos los pies. Quiso la casualidad de la nueva búsqueda que antes de encontrar el despacho del director, don José entrase en la secretaría del colegio, una sala con tres ventanas que daban a la calle. El mobiliario era el habitual en lugares de esta naturaleza, había unas cuantas mesas, un número igual de sillas, armarios, archivos, ficheros, el corazón de don José se sobresaltó al verlos, era esto lo que buscaba, fichas, boletines, registros, asentamientos, notas, la historia de la mujer desconocida en la época en que había sido niña y adolescente, suponiendo que después de éste no hubiera otros colegios en su vida.
Don José abrió un cajón del fichero al azar, pero la luz que llegaba de la calle no era bastante para que percibiese qué tipo de registro contenían las fichas. Tengo mucho tiempo, pensó don José, ahora lo que necesito es dormir. Salió de la secretaria y dos puertas adelante dio finalmente con el despacho del director. Comparado con la austeridad de la Conservaduría General, aquí no sería exagerado hablar de lujo. El suelo estaba enmoquetado, la ventana tenía unas cortinas de tela gruesa, ahora corridas, la mesa, de estilo anticuado, era amplia, el sillón de piel negra, moderno, todo esto lo supo don José porque al abrir la puerta y encontrarse con una oscuridad total, no tuvo dudas en encender primero la linterna, y, a continuación, la lámpara del techo. Una vez que, estando dentro, no veía luz de fuera, alguien que estuviera fuera tampoco vería luz de entro. El sillón del director era cómodo, podría dormir allí, pero mucho mejor sería el largo y profundo sofá de tres plazas que parecía abrirle cariñosamente los brazos, para acogerlo en ellos y reconfortar el fatigado cuerpo. Don José miró el reloj, faltaban pocos minutos para las tres. Viendo lo tarde que era, no se había dado cuenta del paso del tiempo, se sintió repentinamente muy cansado, No aguanto más, pensó, y sin poderse contener, de pura extenuación nerviosa, comenzó a sollozar, luego fue un llanto desatado, casi convulsivo, allí, de pie, como si hubiese vuelto a ser, en otra escuela, el muchachito de las primeras clases que cometió una travesura y fue llamado por el director para recibir el merecido castigo. Tiró la gabardina mojada al suelo, se sacó el pañuelo del bolsillo de los pantalones y se lo llevó a los ojos, pero el pañuelo estaba tan mojado como el resto, toda su persona, desde la cabeza hasta los pies, se daba cuenta ahora, era como si estuviese rezumando agua, como si todo él no fuese más que una bayeta retorcida, sucio el cuerpo, dolorido el espíritu, pero no quiso responder, tuvo miedo de que el motivo que lo había traído a este lugar, puesto así al descubierto, le pareciese absurdo, disparatado, cosa de loco. Un estremecimiento lo sacudió repentinamente, A que me he constipado, dijo en voz alta, tras estornudar dos veces, y después, mientras se sonaba, se encontró recordando, por los caminos caprichosos de un pensamiento que va a donde quiere sin dar explicaciones, aquellos actores de cine que siempre están cayéndose al agua vestidos o aparecen chorreando por el diluvio, y nunca pillan una neumonía, ni un simple resfriado, como en la vida real acontece todos los días, lo que hacen, como mucho, es envolverse en una manta sobre la ropa mojada, idea que sería del todo estúpida si no supiésemos que la filmación se interrumpirá para que el actor se recoja en el camerino, tome un baño caliente y vista albornoz con monograma. Don José comenzó descalzándose los zapatos, después se quitó la chaqueta y la camisa, se sacó los pantalones, que colgó en una percha de pie que se encontraba en un rincón, ahora sólo faltaba que se pudiese tapar con la manta de la película, accesorio difícil de encontrar en el despacho de un director de colegio, salvo si el director fuera una persona de edad, de esas a quienes se les enfrían los pies cuando están mucho tiempo sentadas. El espíritu deductivo de don José lo condujo, una vez más, a la conclusión cierta, la manta estaba cuidadosamente doblada sobre el respaldo del sillón. No era grande, no llegaba para cubrirlo por completo, pero sería mejor que tener que pasar toda la noche a cuerpo. Don José apagó la luz del techo, se guió con la linterna y, suspirando, se tendió en el sofá, para luego encogerse de modo que cupiera todo debajo de la manta.
Seguía temblando, la ropa interior que había conservado en el cuerpo estaba húmeda, probablemente sería del sudor, del esfuerzo, la lluvia no podía haber penetrado tanto. Se sentó en el sofá, se despojó de la camiseta y de los calzoncillos, se quitó los calcetines, después se envolvió en la manta como si quisiera hacer de ella una segunda piel y, enrollándose como una cochinilla, se sumió en la oscuridad del despacho, esperando que un poco de misericordioso calor lo transportase a la misericordia del sueño.
Tardó uno, tardó el otro, alejados por un pensamiento que no quería írsele de la cabeza, Y si viene alguien y me encuentra en este estado, quería decir desnudo, llamaría a la policía, le pondrían esposas, le preguntarían el nombre, la edad y la profesión, primero vendría el director del colegio, después aparecería el jefe de la Conservaduría General, y entre los dos mirándolo con severa condena, Qué hace aquí, preguntarían, y él no tendría voz para responder, no podría explicarles que anda buscando a una mujer desconocida, lo más seguro era que se partieran de risa, y después volverían a preguntar, Qué hace aquí, y no pararían de preguntar hasta que él confesase todo, la prueba está en que siguieron repitiéndola en el sueño cuando, finalmente, con la mañana llegando al mundo, don José pudo abandonar la extenuante vigilia, o ella lo abandonó a él.
Se despertó tarde, soñando que estaba otra vez en el alpende, con la lluvia cayéndole encima con un estruendo de catarata, y que la mujer desconocida, en pose de una actriz de cine de su colección, sentada en el pretil de la ventana y con la manta del director doblada en el regazo, esperaba que él acabase de subir, al mismo tiempo que le decía, Hubiera sido mejor que llamaras a la puerta principal, a lo que él, jadeando, respondía, No sabía que estabas aquí, y ella, Estoy siempre, nunca salgo, después parecía que iba a asomarse para ayudarlo a subir, pero de repente desapareció, el alpende desapareció con ella, sólo se quedó la lluvia, cayendo, cayendo sin parar sobre la silla del jefe de la Conservaduría General, donde don José se vio a sí mismo sentado. Le dolía un poco la cabeza pero no parecía que el enfriamiento se hubiese agravado. Por entre los paños de las cortinas se colaba una lámina finísima de luz grisácea, eso significaba que, al contrario de lo que creyera, no estaban completamente corridas. Nadie debe de haberse dado cuenta, pensó, y tenía razón, deslumbrante hasta más no poder es la luz de las estrellas, y no sólo la mayor parte se pierde en el espacio, sino que una simple neblina basta para tapar a nuestros ojos la luz que sobró. Un vecino del otro lado de la calle, aunque hubiese mirado por la ventana para ver cómo estaba el tiempo, pensaría que era un destello de la propia lluvia aquel hilo luminoso que ondulaba entre las gotas que se deslizaban por la cristalera. Envuelto en la manta, don José apartó levemente las cortinas, era su vez de saber cómo estaba el tiempo. En aquel momento no llovía, pero el cielo se mostraba tapado por una única nube oscura, tan baja que parecía tocar los tejados, como una inmensa losa. Mejor así, pensó, cuanto menos gente vaya por la calle, mejor. Fue a palpar la ropa que se había quitado para comprobar si estaba ya en condiciones de ser vestida. La camisa, la camiseta, los calzoncillos y los calcetines estaban aceptablemente secos, los pantalones bastante menos, pero la chaqueta y la gabardina, ésas todavía tenían para muchas horas. Se puso todo menos los pantalones, para evitar el roce del tejido tieso por la humedad en las rodillas desolladas, y se encaminó hacia la enfermería. Por lógica, debería estar instalada en la planta baja, cerca del gimnasio y de los accidentes que le son propios, al lado del patio del recreo, donde en los intervalos de las clases, en juegos de mayor o menor grado de violencia, los alumnos desahogan las energías y sobre todo el tedio y la ansiedad provocadas por el estudio. Acertó. Después de lavar las heridas con agua oxigenada, se aplicó un desinfectante que olía a yodo y las vendó cuidadosamente con tal exageración de gasa y esparadrapos que parecía que llevaba unas rodilleras.
A pesar de eso, podía flexionar las articulaciones lo suficiente para caminar, se calzó los pantalones y se sintió otro hombre, aunque no tanto que lo hiciera olvidar el malestar generalizado de su pobre cuerpo. Tiene que haber por aquí alguna cosa contra este enfriamiento y este dolor de cabeza, pensó, y poco después, habiendo encontrado lo que necesitaba, ya estaba con dos comprimidos en el estómago.
No necesitó tomar precauciones para no ser visto desde fuera, ya que la ventana de la enfermería, como sería de esperar, tenía también los cristales opacos, pero a partir de ahora debería ser cauteloso en todos sus movimientos, nada de distracciones, evitar despegarse del fondo de las aulas, moverse a gatas en el caso de tener que acercarse a una ventana, comportarse, en fin, como si nunca hubiese hecho otra cosa en la vida que asaltar casas. Un ardor súbito en el estómago le recordó el error que había cometido al tomar los comprimidos sin la compañía de un poco de comida, aunque fuese una simple galleta, Muy bien, y dónde hay galletas aquí, se preguntó, percibiendo que tenía ahora un nuevo problema para resolver, el problema de la comida, tanto más que no podría salir del edificio antes de que fuera de noche, Y noche cerrada, precisó.
Aunque, como sabemos, se trata de persona fácil de contentar en cuestiones de alimentación, con algo tendría que adormecer el apetito hasta regresar a casa, si bien don José respondió a la necesidad con estas palabras estoicas, Un día no son días, no se muere por pasar unas horas sin comer.
Salió de la enfermería, y pese a que la secretaría, donde tendría que hacer sus pesquisas, estaba en el segundo piso, decidió, por mera curiosidad, dar una vuelta por las instalaciones de la planta baja. Encontró en seguida el gimnasio, con sus vestuarios, sus espalderas y otros aparatos, la barra, el plinto, las anillas, el potro, el trampolín, las colchonetas, en las escuelas de su tiempo no se veían estos perfeccionamientos atléticos, ni los habría deseado para sí, como había sido entonces y hoy continuaba, lo que generalmente se llama un enclenque.
El ardor del estómago se acentuaba, le subió a la boca una ola ácida que le picó la garganta, si al menos sirviese para aliviarle el dolor de cabeza, Y el enfriamiento, probablemente tengo fiebre, pensó en el momento en que abría una puerta más. Era, bendito sea el espíritu de curiosidad, el refectorio. Entonces al pensamiento de don José le crecieron alas, se precipitó velocísimo tras la comida, Si hay refectorio, hay cocina, si hay cocina, no necesito seguir pensando, la cocina estaba allí, con sus fuegos sus cazos y sartenes, sus platos y vasos, sus armarios y su enorme frigorífico. Hacia él se dirigió, la abrió de par en par, los alimentos aparecieron iluminados por un resplandor, una vez más sea alabado el dios de los curiosos, y también el de los asaltantes, en algunos casos no menos merecedor. Un cuarto de hora después, don José era definitivamente otro hombre, recompuesto de cuerpo y alma, con la ropa casi seca, las rodillas curadas, el estómago trabajándole con algo más alimenticio y consistente que dos amargos comprimidos contra el enfriamiento. Para la hora del almuerzo volvería a esta cocina, a este humanitario frigorífico, ahora se trataba de investigar en los ficheros de la secretaría, avanzar un paso más, ya sabría si largo, si corto, en la averiguación de las circunstancias de la vida de la desconocida mujer que hace treinta años, cuando era apenas una niña de ojos serios y flequillo rozándole las cejas, se sentara en aquel banco para comer su merienda de pan con membrillo, tal vez triste por culpa del borrón que dejó caer en la copia, tal vez feliz porque la madrina le había prometido una muñeca.
El rótulo del cajón era explícito, Alumnos por Orden Alfabético, otros cajones presentaban diferentes letreros, Alumnos de Primero, Alumnos de Segundo, Alumnos de Tercero y así sucesivamente hasta el último año de escolaridad. El espíritu profesional de don José apreció con agrado el sistema de archivo, organizado de modo que facilitase el acceso a las fichas de los alumnos por dos vías convergentes y complementarias, una general, la otra particular. Un cajón aparte contenía las fichas de los profesores, según se podía leer en el rótulo que exhibía, Profesores. Al verlo se pusieron en movimiento, inmediatamente, en el espíritu de don José, los engranajes de su eficaz mecanismo deductivo, Si, como es lógicamente presumible, pensó, los profesores que están en el cajón son los que prestan actualmente servicio, entonces las fichas de los estudiantes, por simple coherencia archivística, se referirán a la población escolar actual, además, cualquier persona vería que las fichas de los alumnos de treinta años electivos, esto haciendo las cuentas por lo bajo, nunca podrían caber en esta media docena de cajones, por muy fina que fuese la cartulina empleada. Sin ninguna esperanza, apenas para sosegar la conciencia, don José abrió el cajón donde, de acuerdo con el orden alfabético, debería encontrarse la ficha de la mujer desconocida. No estaba.
Cerró el cajón, miró alrededor, Tiene que haber otro fichero con las indicaciones de los antiguos alumnos, pensó, es imposible que las destruyan cuando llegan al final de la escolaridad, sería un atentado contra las reglas más elementales de la archivística. Si tal fichero existía, no se encontraba allí, nervioso, y a pesar de adivinar que la búsqueda sería inútil, abrió los armarios y los cajones de la mesa. Nada. La cabeza, como si no hubiese podido soportar la decepción, comenzó a dolerle más. Y ahora, José, se preguntó. Ahora a buscar, respondió. Salió de la secretaría, miró a un lado y a otro del largo pasillo.
Aquí no había clases, por tanto las divisiones de este piso, aparte del despacho del director, deberían tener otras aplicaciones, una de ellas, como vio en seguida, era una sala de profesores, otra servía de almacén de lo que parecía material escolar fuera de uso, y las dos restantes contenían, organizado en cajas en las grandes estanterías, algo que tenía todo el aspecto de ser el archivo histórico de la escuela. Exultó don José pero, ésa es la ventaja de quien tiene experiencia en su oficio o, desde el punto de vista de la esperanza acabada de perder, la penosa desventaja, pocos minutos bastaron para comprobar que tampoco allí se encontraba lo que deseaba, el archivo era meramente de tipo burocrático, estaban las cartas recibidas, estaban los duplicados de las cartas escritas, había estadísticas, mapas de frecuencia, gráficos de aprovechamiento, tomos de legislación.
Rebuscó una vez, dos veces, inútilmente. Desesperado, salió al pasillo, Tanto esfuerzo para nada, dijo, y después, una vez más, obligándose a obedecer a la lógica, Es imposible, las malditas fichas tienen que estar en algún lugar, si esta gente no ha destruido la correspondencia de tantos años, una correspondencia que ya no sirve para nada, menos destruiría las fichas de los alumnos, son documentos importantísimos para las biografías, no me extrañaría nada que por este colegio hubieran pasado algunos de los que tengo en mi colección. En otras circunstancias, quizá don José hubiese pensado que, así como se le ocurriera la idea de enriquecer sus recortes con las copias de las partidas de nacimiento, también sería interesante añadirles la documentación referente al grado y al aprovechamiento escolar. De cualquier modo, nunca pasaría de un sueño de realización imposible. Una cosa era tener los papeles de nacimiento a un palmo de distancia, en la Conservaduría General, otra cosa sería andar por la ciudad asaltando escuelas sólo para saber si fulana tuvo un cinco o un ocho en matemáticas de cuarto y si fulano era tan indisciplinario como se complacía declarando en las entrevistas. Y si para entrar en cada una de las escuelas iba a tener que sufrir tanto como había sufrido en ésta, mejor sería que se quedase en el remanso de su casa, resignado a conocer del mundo apenas aquello que las manos pueden alcanzar sin salir, palabras, imágenes, ilusiones.
Resuelto a acabar de una vez por todas, don José volvió a entrar en el archivo, Si la lógica todavía reina en este mundo las fichas tienen que estar aquí, dijo. Los estantes de la división primera, caja por caja, montón por montón, fueron pasados a peine fino, forma de expresar que debe de tener su origen en el tiempo en que las personas necesitaban peinarse con el susodicho objeto, también llamado lendrera, porque conseguía retener lo que el peine normal dejaba escapar, pero el intento resultó otra vez baldío, fichas no había. Esto es, las había, sí, metidas sin cuidado en una caja grande, pero sólo de los últimos cinco años. Convencido ahora de que las demás fichas, finalmente, habían sido destruidas, rasgadas, tiradas a la basura, si no quemadas, ya sin esperanza, con la indiferencia de quien se limita a cumplir una obligación inútil, don José entró en la división segunda. Sin embargo, sus ojos, si el verbo no es del todo impropio en esta oración, se apiadaron de él, por más que se intente no se encontrará otra explicación al hecho de ponerle delante, inmediatamente, aquella puerta estrecha entre dos estanterías, como si supiesen, desde el principio, que ella estaba allí. Creyó don José que había llegado al término de sus trabajos, a la coronación de sus esfuerzos, reconózcase, en verdad, que lo contrario sería una inadmisible crueldad del destino, alguna razón tendrá el pueblo para persistir en la afirmación, a pesar de las contrariedades de la vida, de que la mala suerte no siempre está escondida tras la puerta, aquí detrás por lo menos, como en los antiguos cuentos, debe de haber un tesoro, aunque para llegar a él sea necesario combatir al dragón. Éste no tiene las fauces babeantes de furia no lanza humo y fuego por las narices, no despide rugidos como temblores de tierra, es simplemente una oscuridad quieta a la espera, espesa y silenciosa como el fondo del mar, hay personas con fama de valientes que no tendrían el coraje de pasar de aquí, algunas incluso huirían en seguida, despavoridas, con miedo de que el inmundo bicho les lanzase las garras a la garganta. No siendo persona que se pueda apuntar como ejemplo o modelo de bravura, don José, después de los años de Conservaduría General acumulados, adquirió un conocimiento de noche, sombra, oscuro y tiniebla, que acabó compensando su timidez natural y que ahora le permite, sin excesivo temor, extender el brazo a través del cuerpo del dragón buscando el interruptor eléctrico. Lo encontró, lo accionó, pero no se encendió ninguna luz. Arrastrando los pies para no tropezar, avanzó un poco hasta que se golpeó el tobillo de la pierna derecha en una arista dura. Se agachó para palpar el obstáculo y, al mismo tiempo que percibió que se trataba de un escalón metálico, sintió en el bolsillo el volumen de la linterna, de la que en medio de tantas y tan contrarias emociones, se había olvidado. Tenía delante una escalera de caracol que subía en dirección a una tiniebla aún más espesa que la del umbral de la puerta y que engulló el foco de luz antes de que pudiese mostrar el camino de arriba. La escalera no tiene pasamanos, justamente lo que menos le conviene a alguien que padece tanto de vértigo, en el quinto escalón, si consigue llegar, don José perderá la noción de la altura real a que se encuentra, sentirá que va a caer desamparado, y caerá. No fue así. Don José está siendo ridículo, pero no le importa, sólo él sabe hasta qué punto es absurdo y disparatado lo que está haciendo, nadie lo podrá ver arrastrándose escalera arriba como un lagarto todavía sin espabilar de la hibernación. Agarrado ansiosamente a los escalones, uno tras otro, el cuerpo intentando acompañar la curva helicoidal que parece no acabar nunca, las rodillas otra vez martirizadas. Cuando las manos de don José, por fin, tocaron el suelo liso de la buhardilla, las fuerzas de su cuerpo hacía mucho que habían perdido la batalla contra el espíritu asustado, por eso no pudo levantarse en seguida, se quedó extendido, así, de bruces, la camisa y la cara posadas en el polvo que cubría el suelo, las piernas colgando en las escaleras, por cuántos sufrimientos tienen que pasar las personas que salen de la tranquilidad de sus hogares para meterse en locas aventuras.
Al cabo de unos minutos, todavía echado de bruces, porque no estaba tan falto de sensatez como para cometer la imprudencia de ponerse en pie en medio de la oscuridad, con el riesgo de dar un paso en falso y caer desmadejadamente al abismo de donde viniera, don José, con esfuerzo, torciendo el cuerpo, consiguió sacar otra vez la linterna que había guardado en el bolsillo trasero de los pantalones. La encendió y paseó la luz por el suelo que tenía delante. Había papeles esparcidos, cajas de cartón, algunas reventadas, todo cubierto de polvo.
Unos metros más allá distinguió lo que le parecieron las patas de una silla. Subió ligeramente el foco, de hecho era una silla. Parecía en buen estado, el asiento, el respaldo, y sobre ella, pendiendo del bajo techo, había una bombilla sin pantalla, Como en la Conservaduría General, pensó don José. Dirigió el foco hacia las paredes de alrededor, le aparecieron bultos fugitivos de estantes que daban la vuelta a todo el compartimiento.
No eran altos, ni podían serlo debido a la inclinación del techo, y estaban sobrecargados de cajas y de montones informes de papeles. Dónde estará el interruptor de la luz, se preguntó don José, y la respuesta fue la que esperaba, Está abajo y no funciona, Sólo con esta linterna no creo que consiga encontrar las fichas, además presiento que la pila está en las últimas, Debías haber pensado en eso antes, tal vez hayan colocado aquí otro interruptor, Aunque así fuera, ya vimos que la bombilla está fundida, No lo sabemos, Se habría encendido si no estuviera fundida, La única cosa que sabemos es que accionamos el interruptor y la luz no se encendió, Ahí está, Puede significar otras cosas, Qué, Que abajo no haya bombilla, Entonces sigo teniendo razón, ésta de aquí está fundida, Nada nos dice que no existan dos interruptores y dos lámparas, una en la escalera y otra en la buhardilla, la de abajo está fundida, la de arriba todavía no lo sabemos, Puesto que has sido capaz de deducir eso, descubre el interruptor de ésta. Don José dejó la incómoda posición en que todavía se encontraba y se sentó en el suelo, Voy a salir de aquí con la ropa en un estado miserable, pensó, y apuntó el foco a la pared más próxima a la abertura de la escalera, Si existe, tiene que estar aquí. Lo descubrió en el preciso instante en que se aproximaba a la desalentadora conclusión de que el único interruptor era el de abajo. Al plantar casualmente la mano libre en el suelo para apoyarse mejor, la luz del techo se encendió, el interruptor, de ésos de botón, había sido instalado en el suelo de madera que quedara al alcance inmediato de quien subiese la escalera. La luz amarilla de la lámpara apenas alcanzaba la pared del fondo, en el pavimento no se veían señales de paso. Acordándose de las fichas que había visto en el piso de abajo, don José dijo en voz alta, Hace por lo menos seis años que nadie entra aquí.
Cuando el eco de las palabras se desvaneció, don José percibió que se había creado en el desván un gran silencio, como si el silencio que había antes alojase un silencio mayor, serían los bichos de la madera que habían interrumpido su actividad excavadora.
Del techo colgaban telarañas negras de polvo, las propietarias debieron de morir hace mucho tiempo por falta de comida, no hay aquí nada que pueda atraer a una mosca perdida, para colmo con la puerta de abajo cerrada, y las polillas del papel y los lepismas, tal como la carcoma en las vigas, no tenían ningún motivo para cambiar por el mundo exterior las galerías de celulosa donde vivían. Don José se levantó, inútilmente intentó sacudirse el polvo de los pantalones y de la camisa, la cara parecía la de un payaso extravagante, con una gran mancha en un solo lado. Se sentó en la silla, debajo de la lámpara, y comenzó a hablar consigo mismo. Razonemos, dijo, razonemos, si las fichas antiguas están aquí, y todo indica que sí, no es nada probable que las vaya a encontrar reunidas alumno por alumno, o sea, que las fichas de cada alumno están juntas de modo que se pueda seguir de una pasada toda su trayectoria escolar, lo más seguro es que la secretaria, al finalizar cada año lectivo, hiciese un paquete con todas las fichas correspondientes a ese año y las arrumbase aquí, no creo que se molestasen siquiera en guardarlas en cajas, o tal vez sí, ya veremos, espero, si así fue, que al menos escribieran por fuera el año al que corresponden, de una manera u otra será sólo cuestión de tiempo y paciencia. La conclusión no había añadido gran cosa a las premisas, desde el principio de su vida don José sabe que sólo necesita para usar la paciencia, desde el principio espera que a la paciencia no le falte el tiempo. Se levantó y, fiel a la regla de que en todas las operaciones de búsqueda lo mejor es comenzar siempre por una punta y avanzar con método y disciplina, atacó el trabajo por el extremo de una de las filas de estantes, resuelto a no dejar papel sobre papel sin verificar si, entre el de abajo y el de encima, otro papel estuviera escondido. Abrir una caja, desatar un mazo, cada movimiento que hacía levantaba una nube de polvo, hasta tal punto que, para no acabar asfixiado, tuvo que atarse el pañuelo sobre la nariz y la boca, un método preventivo que los escribientes debían seguir cada vez que iban al archivo de los muertos en la Conservaduría General. En pocos minutos se le pusieron las manos negras, el pañuelo perdió lo poco que le quedaba de blancura, don José se convirtió en un minero de carbón a la espera de encontrar en el fondo de la mina el carbono puro de un diamante.
La primera ficha apareció al cabo de media hora. La niña ya no usaba flequillo, pero los ojos, en esta fotografía sacada a los quince años, conservaban el mismo aire de gravedad dolorida. Cuidadosamente, don José la puso encima de la silla y continuó buscando. Trabajaba en una especie de sueño, minucioso, febril, bajo sus dedos se escapaban las polillas espantadas por la luz y, poco a poco, como si removiera los restos de un túmulo, el polvo se le agarraba a la piel tan fino que atravesaba la ropa. Al principio, cuando le aparecía un mazo de fichas iba inmediatamente a la que le interesaba, después comenzó a demorarse en nombres, en imágenes, por nada, sólo porque estaban allí y nadie más volvería a entrar en esta buhardilla, para apartar el polvo que las cubría, centenas, millares de rostros de muchachos y muchachas, mirando de frente al objetivo, el otro lado del mundo, a la espera no sabían de qué. En la Conservaduría General no era así, en la Conservaduría General sólo existían palabras, en la Conservaduría General no se podía ver cómo habían cambiado las caras, cuando lo más importante era precisamente eso, lo que el tiempo hace mudar, y no el nombre que nunca varía. Cuando el estómago de don José hizo señales, estaban sobre la silla siete fichas, dos de ellas con retratos iguales, la madre debió de decirle, Lleva ésta del año pasado, no necesitas ir al fotógrafo, y ella llevó el retrato, con pena de no tener ese año una fotografía nueva.
Antes de bajar a la cocina, don José entró en el cuarto de baño del director para lavarse las manos, se quedó asombrado cuando se vio en el espejo, no imaginaba que pudiera tener la cara en aquel estado, sucísima, surcada de regueros de sudor, No parezco yo, pensó, y probablemente nunca lo había sido tanto. Cuando acabó de comer, subió a la buhardilla tan aprisa como las rodillas le permitieron, se le ocurrió que si faltase la luz, posibilidad a tener en cuenta con estas lluvias, no podría terminar la búsqueda.
Suponiendo que no hubiese repetido ningún curso, sólo le restaba encontrar cinco fichas, y si se quedase a oscuras, su esfuerzo, en parte, se habría perdido, ya que no podría volver a entrar en la escuela. Absorto en el trabajo se olvidó del dolor de cabeza, del enfriamiento, y ahora notaba que estaba peor. Volvió a bajar para tomar otros dos comprimidos, subió sacando fuerzas de flaqueza, y retomó el trabajo. La tarde se aproximaba a su fin cuando encontró la última ficha. Apagó la luz de la buhardilla, cerró la puerta y, como un sonámbulo, se enfundó la chaqueta y la gabardina, limpió lo mejor que pudo las señales de su paso y se sentó a esperar la noche.
A la mañana siguiente, apenas la Conservaduría General había comenzado su actividad, ya sentados los funcionarios en sus lugares, don José entreabrió la puerta de comunicación e hizo pst pst para llamar la atención del colega escribiente que se encontraba más cerca. El hombre giró la cabeza y vio una cara congestionada, de ojos parpadeantes, Qué desea, preguntó en voz baja para no perturbar el quehacer, pero dejando asomar en las palabras un tono de recriminación irónica, como si el escándalo de la falta sólo viniese a dar la razón a quien el retraso ya había escandalizado, Estoy enfermo, dijo don José, no puedo ir a trabajar. El colega se levantó contrariado, dio tres pasos en dirección al oficial de su sección, y lo informó, Disculpe, señor, ahí está don José diciendo que se encuentra enfermo. A su vez, el oficial se levantó, dio cuatro pasos en dirección al subdirector respectivo y lo informó, Disculpe, señor, ahí está el escribiente don José diciendo que se encuentra enfermo. Antes de dar los cinco pasos que lo separaban de la mesa del conservador, el subdirector se acercó a averiguar la naturaleza de la enfermedad, Qué le aqueja, preguntó, estoy constipado, respondió don José, Un constipado nunca ha sido motivo para faltar al trabajo, Tengo fiebre, Cómo sabe que tiene fiebre, Usé el termómetro, Algunas décimas por encima de lo normal, No señor, estoy con treinta y nueve, Un simple resfriado nunca sube tanto, Entonces puedo tener gripe, O una neumonía, No sea agorero, Estoy sólo admitiendo una posibilidad, no agoro, Disculpe, era una manera de hablar, Y cómo ha llegado a ese estado, Creo que ha sido la lluvia que me cayó encima, Las imprudencias se pagan, Tiene razón, Enfermedades contraídas por causas ajenas al servicio no deberían considerarse, de hecho no estaba de servicio, Voy a ponerlo en conocimiento del jefe, Sí señor, No cierre la puerta, puede ser que le quiera dar algunas instrucciones, Sí señor. El conservador no dio instrucciones, se limitó a mirar por encima de las cabezas inclinadas de los funcionarios y a hacer un gesto con la mano, un gesto breve, como si despreciase el asunto por insignificante o como si retrasase para más tarde la atención que pretendía darle, a aquella distancia don José no sería capaz de distinguir la diferencia, suponiendo que sus ojos llorosos e inflamados consiguiesen darle alcance. De todos modos, se supone que amedrentado por la mirada, don José, sin darse cuenta de lo que hacía, abrió un poco más la puerta, mostrándose de cuerpo entero a la Conservaduría General, con una bata vieja sobre el pijama, los pies enfundados en unas zapatillas, el aire marchito de quien padece un brutal constipado, o una gripe maligna, o una bronconeumonía de las mortales, nunca se sabe, han sido tantas las veces en la vida que una pequeña brisa acabó en huracán devastador. El subdirector volvió para decirle que hoy o mañana sería visitado por el médico oficial, pero a continuación, oh maravilla, pronunció unas palabras que ningún funcionario inferior de la Conservaduría General, él u otro cualquiera, tuvo la felicidad de escuchar alguna vez, El jefe le desea que se mejore, y el propio subdirector no parecía creerse lo que estaba diciendo. Estupefacto, don José todavía tuvo entereza suficiente para mirar en dirección al conservador, con el fin de agradecerle el inesperado voto, pero él tenía la cabeza baja, como si estuviese aplicado en el trabajo aunque, conociendo nosotros las costumbres laborales de esta Conservaduría General, es más que dudoso. Despacio, don José cerró la puerta y, temblando de emoción y de fiebre, se metió en la cama.
No había recibido sólo aquella lluvia que le cayó encima mientras, resbalando del alpende, forcejeaba por entrar en el colegio. Cuando, llegada la noche, salió finalmente por la ventana y alcanzó la calle, no podía imaginar, pobre de él, lo que le esperaba. Las más penosas circunstancias de la escalada, pero sobre todo el polvo acumulado en los archivos de la buhardilla, lo habían dejado, desde la cabeza hasta los pies, en un estado de suciedad imposible de describir, con la cara y el pelo empastados de negro, las manos como cepillos renegridos, esto sin hablar de la ropa, la gabardina impregnada de manteca y hecha un harapo, los pantalones que parecía haber servido para la limpieza de una chimenea con siglos de hollín, cualquier vagabundo, incluso viviendo en la más extrema de las penurias, habría salido con más dignidad a la calle.
Cuando don José, dos manzanas más allá de la escuela, a esas alturas había dejado de llover, paró un taxi para regresar a casa, aconteció lo que tenía que acontecer, el conductor, viendo aquella figura negra surgida de repente de las entrañas de la noche, se asustó y aceleró, y ésta no fue la única vez, tres taxis a los que don José hizo después señal desaparecieron a la vuelta de la esquina como si los persiguiese el diablo. Se resignó don José a volver a casa andando, ni en un autobús se atrevía ahora a entrar, paciencia, será una fatiga más a unir a esta que apenas lo deja arrastrar los pies, pero lo peor fue que de ahí a poco la lluvia recomenzó y no paró durante todo el interminable camino, calles, plazas, avenidas, por una ciudad que era como si estuviera desierta, y aquel hombre solo, chorreando, sin que ni siquiera un paraguas que lo proteja de la lluvia más recia, se comprende por qué, nadie va con un paraguas a un asalto, es como en la guerra, podría resguardarse en el vano de una puerta y esperar una pausa del cielo, pero no vale la pena, más mojado de lo que ya está no es posible. Cuando don José llegó a casa, la única parte aceptablemente seca de su ropa era un bolsillo de la chaqueta, el interior del lado izquierdo, donde había metido las fichas escolares de la niña desconocida, vino todo el tiempo con la mano derecha sobre ellas, defendiéndolas de la lluvia, quien así lo viese pensaría, sobre todo con la cara de sufrimiento que llevaba, que tenía algo malo en el corazón. Tiritando, se desnudó del todo, preguntándose confusamente cómo iría a resolver el problema de la limpieza de aquella ropa amontonada en el suelo, no estaba provisto de trajes, zapatos, calcetines y camisas hasta el punto de poder enviar al tinte, de una sola vez, como si fuese persona de posibles, un conjunto completo, seguro que le faltará alguna de estas piezas cuando mañana tenga que vestirse con lo que le resta. Resolvió dejar la preocupación para después, ahora se trata de quitarse esta porquería del cuerpo, lo malo es que el calentador funciona defectuosamente, el agua tanto salía hirviendo como fría de congelarse, con sólo pensarlo se estremeció entero, después, como quien desea convencerse a sí mismo, murmuró, tal vez me haga bien al constipado, un chorro caliente, un chorro frío, eso dicen.
Entró en el cubículo que le servía de cuarto de baño, se miró en el espejo y comprendió el susto de los taxistas, en su lugar habría hecho igual, huir de este fantasma de órbitas hundidas y boca de la que escurre por las comisuras una especie de baba negra. El calentador no se portó mal esta vez, le lanzó dos zurriagazos fríos al principio, el resto fue reconfortantemente tibio, una rápida escaldadura de vez en cuando hasta ayudó a disolver la suciedad. Al salir del baño, don José se sentía reanimado, como nuevo, pero en cuanto se metió en la cama le volvieron los temblores, en ese momento abrió el cajón de la mesilla donde guardaba el termómetro, poco después decía, Treinta y nueve, si mañana sigo así, no podré ir a trabajar. Sea por efecto de la fiebre o de la fatiga, o de ambas, este pensamiento no le inquietó, no le pareció extraña la irregular idea de faltar al servicio, en este momento don José no parecía ser don José, o eran dos los don José que se encontraban tumbados en la cama, con la manta subida hasta la nariz, un don José que perdiera el sentido de las responsabilidades, otro don José para quien esto se había vuelto totalmente indiferente. Con la luz encendida, estuvo amodorrado durante unos minutos y luego despertó sobresaltado al soñar que abandonaba las fichas encima de la silla de la buhardilla, que deliberadamente las abandonaba, como si en toda su aventura no hubiese habido otra meta que buscarlas y encontrarlas. Y también soñó que alguien entraba en la buhardilla después de que él hubiese salido, que veía el montoncito de las trece fichas y preguntaba, Qué misterio es éste. Medio atontado, se levantó y fue a buscarlas, las había puesto sobre la mesa cuando vació los bolsillos de la chaqueta, y volvió a la cama.
Las fichas estaban sucias de huellas negras, algunas hasta mostraban con absoluta nitidez sus impresiones digitales, tendría que limpiarlas mañana para evitar cualquier intento de identificación, Qué estupidez, pensó, todo lo que tocamos se queda con las impresiones digitales, limpio éstas y dejo otras, la diferencia es que unas son visibles y otras no. Cerró los ojos y poco después volvió a entrar en estado de somnolencia, la mano, que apenas retenía las fichas, se aflojó sobre la colcha, algunas cayeron al suelo, allí estaban los retratos de una joven en diferentes edades, de niña a adolescente, abusivamente traídos hasta aquí, nadie tiene el derecho de apropiarse de retratos que no le pertenecen salvo si le son ofrecidos, llevar el retrato de una persona en el bolsillo es como llevar un poco de su alma. El sueño de don José, pero de éste no despertó, era ahora otro, se veía a sí mismo limpiando las impresiones digitales que había dejado en la escuela, las había por todas partes, en la ventana por donde entrara, en la enfermería, en secretaría, en el despacho del director, en el refectorio, en la cocina, en el archivo, de las de la buhardilla creyó que no valí la pena preocuparse, allí nadie entraría para después preguntar, Qué misterio es éste, lo malo es que las manos que limpiaban el rastro visible iban dejando tras ellas un rastro invisible, si el director del colegio denuncia el asalto a la policía y se abre una investigación en serio, don José irá a la cárcel, tan cierto como dos y dos son cuatro, hay que imaginarse el descrédito y la vergüenza que para siempre mancharán la reputación de la Conservaduría General del Registro Civil. A media noche don José se despertó ardiendo en fiebre, parecía que deliraba, y decía, No robé nada, no robé nada, y era verdad que, hablando propiamente, nada había robado, por más que el director busque e indague, por más verificaciones, recuentos y cotejos que se realicen, en inventario detallado, describiendo un ítem tras otro, la conclusión acabará siendo la misma, Robo, lo que se puede llamar robo, no hubo, sin duda la encargada de la cocina aparecerá diciendo que falta comida en el frigorífico, pero, suponiendo que ése haya sido el único delito cometido, robar para comer, según la opinión más o menos generalizada, no es robo, en eso hasta el director está de acuerdo, la policía es la que cultiva por principio una opinión diferente, aunque ahora no le queda otro remedio que irse fuera refunfuñando, Ahí hay un misterio, nadie asalta una casa sólo para desayunar. En todo caso, con la declaración formal del director, puesto por escrito, de que nada de valor o sin él faltaba en la escuela, los agentes decidieron no levantar las impresiones digitales, como mandaba la rutina, Ya tenemos trabajo de sobra, dijo el que mandaba el grupo investigador. No obstante estas palabras tranquilizadoras, don José no consiguió dormir durante el resto de la noche, con miedo a que el sueño se repitiese y la policía volviese con las lupas y los polvillos.
No hay nada en casa para atajar esta fiebre y el médico sólo vendrá por la tarde, es posible que ni siquiera venga hoy, y no traerá remedios, se limitará a escribir la receta de costumbre para casos de enfriamiento y gripe. La ropa sucia aún está amontonada en medio de la casa, y don José la mira desde la cama con aire perplejo, como si aquello no le perteneciese, sólo un ápice de sentido común le impide preguntar, Quién vino aquí a desnudarse, y fue el mismo sentido común el que le forzó a pensar, por fin, en las complicaciones, tanto de naturaleza personal como profesional, que se derivarían de la entrada de un colega puertas adentro para informarse de su estado, por mandato del jefe o por propia iniciativa, y se encuentra de frente con aquella porquería.
Cuando se puso de pie sintió como si bruscamente le hubiesen empujado hacia lo alto de la escalera, pero este mareo no era igual que los otros, provenía de la fiebre, y algo también de la debilidad, pues lo que comiera en el colegio, pareciendo suficiente cada vez, le sirvió más para engañar los nervios que para alimentar la carne.
Con dificultad, amparándose en la pared, consiguió alcanzar una silla y sentarse. Esperó a que la cabeza volviese a su estado normal para pensar dónde convendría esconder la ropa sucia, en el cuarto de baño no, los médicos siempre se lavan las manos a la salida, debajo de la cama imposible, era de aquellas armazones antiguas de pata alta, cualquier persona, incluso sin agacharse, vería los trapos, en el armario de gente famosa no cabría ni sería propio, la triste verdad es que la cabeza de don José continuaba funcionando mal a pesar de que había dejado de dar vueltas, el único sitio donde evidentemente la ropa sucia estaría a salvo de las indiscreciones era donde se colocaba cuando estaba limpia, o sea, detrás de la cortina que tapaba el trastero utilizado como guardarropa, sería necesario que el colega o el médico fuesen muy maleducados para ir allí a meter la nariz.
Satisfecho consigo mismo por haber concluido, después de tan demorada ponderación, lo que en otras circunstancias sería más que obvio, don José empujó con el pie la ropa hacia la cortina para no ensuciar el pijama.
En el suelo quedó una gran mancha de humedad que necesitaría algunas horas para evaporarse por completo, si alguien entrase antes e hiciese preguntas explicaría que se le derramó agua en un descuido o que había una mancha en el suelo y la intentó limpiar. El estómago de don José, desde que se levantó, estaba implorándole la misericordia de una taza de café con leche, de una galleta, de una rebanada de pan con mantequilla, cualquier cosa que le apaciguase el apetito repentinamente despierto, ahora que las preocupaciones con el destino inmediato de la ropa han desaparecido. El pan estaba duro y seco, la mantequilla era mínima, no quedaba leche, sólo café, y de mediocre calidad, ya se sabe que un hombre a quien una mujer no quiso tanto que aceptase vivir en este tugurio, un hombre de ésos, salvo poquísimas excepciones sin lugar en esta historia, nunca pasará de un pobre diablo, es curioso que se diga siempre pobre diablo y nunca se diga pobre dios, sobre todo cuando se ha tenido la mala suerte de salir tan desaliñado como éste, atención, era del hombre de quien hablábamos, no de cualquier dios. A pesar de la poca y desconsoladora comida, a don José todavía le sobró ánimo para afeitarse, operación de la que creyó salir con mejor cara, tanto que al final dijo al espejo, Parece que tengo menos fiebre. Esta reflexión le indujo a pensar que no sería mala política presentarse voluntariamente al trabajo, en media docena de pasos estaría dentro, El servicio de la Conservaduría ante todo, serían sus palabras, el conservador, ciertamente, teniendo en cuenta el frío que hacía fuera, le perdonaría que no hubiera dado la vuelta por la calle como estaba obligado e, incluso quizá registrase en el expediente de don José una prueba tan clara de espíritu corporativo y de dedicación al trabajo.
Lo pensó pero no lo hizo. Le dolía todo el cuerpo, como si le hubiesen arrastrado, golpeado y zarandeado, le dolían los músculos, le dolían las articulaciones, y no era por culpa de los muchos esfuerzos que tuvo que hacer como escalador y revienta puertas, cualquier persona sería capaz de percibir que se trata de dolores diferentes, Lo que yo tengo es gripe, concluyó.
Acababa de meterse en la cama cuando oyó llamar a la puerta de comunicación con la Conservaduría, sería algún colega caritativo que tomaba en serio el precepto cristiano de visitar a los enfermos y a los presos, no, un colega no podía ser, el intervalo del almuerzo todavía estaba lejos, obras de misericordia sólo fuera de las horas de servicio, Entre, dijo, no está cerrada con llave, la puerta se abrió y en el umbral apareció el subdirector a quien le había notificado su enfermedad, El jefe quiere saber si está tomando algún remedio mientras viene el médico, No señor, no dispongo de nada apropiado en casa, Entonces aquí tiene unas pastillas, Muchas gracias, si no le importa, para no tenerme que levantar, le pago después, cuánto le debo, Fue una orden del jefe, al jefe no se le pregunta cuánto se le debe, Ya lo sé, disculpe, Sería conveniente que tomase ya un comprimido, y el subdirector entró sin esperar respuesta, Pues sí, muchas gracias, es muy amable de su parte, don José no podía cerrarle el paso, decir Alto, usted aquí no entra, esto es una casa particular, en primer lugar porque no se habla en esos términos a un superior, en segundo lugar porque no había memoria en la tradición oral, ni registro escrito en los anales de la Conservaduría de que alguna vez un jefe se hubiera interesado por la salud de un escribiente hasta el punto de mandarle un propio con pastillas. El mismo subdirector estaba perplejo con la novedad, por iniciativa personal nunca lo hubiera hecho, en todo caso no perdió el norte, como quien sabe perfectamente a lo que viene y conoce los rincones de la casa, no es de extrañar, antes de las alteraciones urbanísticas del barrio, vivió en una casa como ésta. La primera cosa que notó fue la gran mancha de humedad en el suelo, Esto qué es, alguna infiltración, preguntó, don José estuvo tentado de responder que sí para no tener que darle otras explicaciones, pero prefirió hablar de un descuido suyo, como pensó primero, sólo faltaría que viniera un fontanero a casa y después hiciese un informe al jefe declarando que las cañerías, a pesar de antiguas, no tenían ninguna responsabilidad en la aparición de la mancha de humedad.