El subdirector venía ya con el vaso de agua y el comprimido, la misión de enfermo designado le dulcificaba la habitual expresión autoritaria de la cara, que le volvió súbitamente, acentuada por algo que podría clasificarse como de sorpresa ofendida, cuando, al aproximarse a la cama, descubrió las fichas escolares de la niña desconocida encima de la mesilla de noche. Don José se dio cuenta de la extrañeza del otro en el instante en que se producía y fue como si el mundo entero se desplomase. El cerebro despachó instantáneamente una orden a los músculos del brazo de ese lado, Quita eso de ahí, so estúpido, pero luego, con la misma rapidez, impulso eléctrico tras impulso eléctrico, enmendó la plana, por decirlo de alguna manera, como quien acaba de reconocer su propia estupidez, Por favor, no las toques, disimula, disimula, Por eso, con una presteza totalmente inesperada en quien se encuentra en el estado de depresión física y mental que es la primera consecuencia conocida de la gripe, don José se sentó en la cama fingiendo querer facilitar la caridad del subdirector, extendió un brazo para recibir el comprimido, que se llevó a la boca, y el agua para que pasara por la oprimida y angustiada garganta, al mismo tiempo que, aprovechando el hecho de que el colchón donde yacía se encontraba a la altura de la mesilla, tapaba las fichas con el codo del otro brazo, dejando después caer el antebrazo, con la palma de la mano abierta, imperativa, como si ordenase al subdirector Alto ahí. Lo que le salvó fue la fotografía pegada en la ficha, es la diferencia más notable entre los certificados escolares y los de nacimiento y vida, lo que le faltaba a la Conservaduría General es recibir todos los años un retrato de los vivientes inscritos, y quien dice todos los años diría todos los meses, o todas las semanas, o todos los días, o una fotografía por hora, Dios mío, cómo pasa el tiempo, y el trabajo que daría, cuántos escribientes sería necesario reclutar, una fotografía cada minuto, cada segundo, la cantidad de pegamento, el gasto de tijeras, el cuidado en la selección del personal, de modo que quedaran excluidos los soñadores capaces de quedarse eternamente mirando un retrato, fantaseando como idiotas al paso de una nube. La cara del subdirector mostraba la expresión de sus peores días, cuando los papeles se acumulaban en todas las mesas y el jefe lo llamaba para preguntarle si realmente tenía la certeza de que estaba cumpliendo con su obligación. Gracias al retrato, no pensó que las fichas que estaban sobre la mesilla de noche del subordinado perteneciesen a la Conservaduría General, pero la premura con que don José las había tapado, sobre todo procediendo como si lo hiciera por casualidad o distraídamente, le pareció sospechosa, ya la mancha de humedad en el suelo le suscitó recelos, ahora eran unas fichas de modelo desconocido con retrato pegado, de niña, como aún podía ver. No lograba contar las fichas, dispuestas unas sobre otras, pero, por el volumen, no serían menos de diez, Diez fichas con retratos de jóvenes, qué cosa tan rara, que hará esto aquí, pensó intrigado, y mucho más intrigado se quedaría si pudiera saber que las fichas pertenecían todas a la misma persona y que los retratos de las dos últimas ya eran de una adolescente, de cara seria aunque simpática.
El subdirector dejó la caja de los comprimidos encima de la mesilla y se retiró. Cuando iba a salir, miró hacia atrás y vio al subordinado con el codo tapando las fichas, Tengo que contárselo al jefe, se dijo a sí mismo. Apenas la puerta se cerró, don José con un movimiento brusco, como si tuviese miedo a ser sorprendido en falta, metió las fichas debajo del colchón. No había nadie allí para decirle que era demasiado tarde, y él no quería pensar en eso.
Es gripe, dijo el médico, tres días de baja para comenzar. Mareado, inseguro de piernas, don José se había levantado para abrir la puerta, Perdone que lo haya hecho esperar, señor doctor, es el resultado de vivir solo, el médico entró refunfuñando, Vaya tiempo infame, cerró el paraguas que goteaba, lo dejó a la entrada, Dígame de qué se queja, preguntó cuando don José, tiritando, acabó de meterse entre las sábanas, y, sin esperar a que le respondiese, dijo, Es gripe.
Le tomó el pulso, le mandó abrir la boca, le aplicó velozmente el estetoscopio en el pecho y en la espalda, Es gripe, repitió, y está de suerte, podía ser neumonía, pero es gripe, tres días de baja para comenzar, luego ya veremos. Se acababa de sentar a la mesa para escribir la receta cuando la puerta de comunicación con la Conservaduría se abrió, estaba cerrada sólo con el picaporte, y el jefe apareció, Buenas tardes, doctor, Más exacto sería decir malas tardes, conservador, si fueran buenas tardes, yo estaría sentado confortablemente en el consultorio, en vez de andar por esas calles con el desgraciado tiempo que hace, Cómo va nuestro enfermo, preguntó el conservador, y el médico respondió, Le he dado tres días de baja, es sólo una gripe. En aquel momento no era sólo una gripe. Tapado hasta la nariz, don José temblaba como si tuviese un ataque de paludismo, hasta el punto de hacer vibrar la cama de hierro donde yacía, aunque el temblor, irreprimible, no le venía de la fiebre, sino de una especie de pánico, de una total desorientación del espíritu, El jefe, aquí, pensaba, el jefe en mi casa, el jefe que le preguntaba, Cómo se siente, Mejor, señor, Tomó los comprimidos que le mande, Sí señor, Le hicieron efecto, Sí señor, Ahora dejará de tomar ésos y tomará los remedios que el doctor le haya recetado, Sí señor, A no ser que sean los mismos, déjeme ver, pues sí, son los mismos, aparte de unas inyecciones, yo me ocupo de esto. Don José no daba crédito a lo que tenía ante sus ojos, que la persona que doblaba la receta y la guardaba cuidadosamente en el bolsillo fuera realmente el jefe de la Conservaduría General. El jefe que a duras penas aprendiera a conocer nunca se comportaría de esa manera, no vendría en persona a interesarse por su estado de salud, y la posibilidad de que él mismo quisiera encargarse de la compra de los medicamentos de un escribiente sería simplemente absurda. Después necesitará un enfermero que le ponga las inyecciones, recordó el médico dejando la dificultad para quien estuviera dispuesto y fuese capaz de resolverla, no el pobre diablo griposo, esmirriado de delgado, con la barba canosa asomándole, como si no fuera suficiente la manifiesta incomodidad de la casa, aquella mancha de humedad en el suelo con todo el aspecto de haber sido causada por canalizaciones deficientes, cuántas tristezas de la vida podría contar un médico, si no fuese por el secreto profesional, Pero le prohíbo que salga a la calle en este estado, remató, Yo me ocupo de todo, doctor, dijo el conservador, telefoneo al enfermero de la Conservaduría, él compra los medicamentos y viene aquí a poner inyecciones, Ya no se encuentran muchos jefes como usted, dijo el médico. Don José asintió ligeramente con la cabeza, era lo máximo que conseguía hacer, obediente y cumplidor, sí, siempre lo había sido, y con cierto paradójico orgullo de serlo, pero no rastrero ni servil, nunca diría, por ejemplo, lisonjas imbéciles del tipo, Es el mejor jefe de la Conservaduría, No hay en el mundo otro igual, Se rompió el molde después de que lo hicieran, Por él, a pesar de mis mareos, hasta subo aquella maldita escalera. Don José tiene ahora otra preocupación, otra ansiedad, que el jefe se vaya, que se retire antes que el médico, tiembla imaginándose a solas con él, a merced de las preguntas fatales, Qué significa la mancha de humedad, Qué fichas eran esas que había sobre su mesilla de noche, De dónde las sacó, Dónde las escondió, De quién es el retrato.
Cerró los ojos, dio al rostro una expresión de insoportable sufrimiento, Déjenme en paz en mi lecho de dolor, parecía suplicar, pero los abrió de pronto, amedrentado, el médico había dicho, Sigo con la ronda, llámenme si empeora, en cualquier caso podemos estar razonablemente tranquilos, de neumonía no se trata, Le mantendremos al corriente, doctor, dijo el conservador, mientras acompañaba al médico.
Don José volvió a cerrar los ojos, oyó cerrarse la puerta, Es ahora, pensó. Los pasos firmes del jefe se aproximaban, venían hacia la cama, se detuvieron, Ahora me está mirando, don José no sabía qué hacer, podría fingir que se había adormilado, levemente adormilado como se duerme un enfermo cansado, pero el temblor de los párpados denuncia la falsedad, también podría, mejor o peor, fabricar en la garganta un gemido lastimoso, de esos de romper el corazón, pero una gripe común no da para tanto, sólo un tonto se dejaría engañar, no este conservador, que conoce los reinos de lo visible y de lo invisible de carrerilla y salteado. Abrió los ojos y él estaba allí, a dos pasos de la cama, sin ninguna expresión en el rostro, simplemente observándolo. Entonces don José creyó haber tenido una idea salvadora, debía agradecer los cuidados de la Conservaduría General, agradecer con elocuencia, con efusión, tal vez de esa manera consiguiese evitar las preguntas, pero en el justo momento en que iba a abrir la boca para pronunciar la frase consabida, No sé cómo he de agradecerle, el jefe se volvió de espaldas, al mismo tiempo que pronunciaba una palabra, una simple palabra, Cuídese, fue lo que dijo en un tono que tenía tanto de condescendiente como de imperativo, sólo los mejores jefes son capaces de unir de forma armoniosa sentimientos tan contrarios, por eso cuentan con la veneración de los subordinados. Don José intentó, al menos, decir Muchas gracias, señor, pero el jefe ya había salido, cerrando delicadamente la puerta tras de sí, como en un cuarto de enfermo se debe hacer. Don José tiene dolor de cabeza, pero su dolor es casi nada si lo comparamos con el tumulto que lleva dentro. Don José se encuentra en un estado de confusión tal que su primer movimiento después de que el conservador saliera fue meter la mano debajo del colchón para verificar que las fichas todavía estaban allí. Más ofensivo para el sentido común fue su segundo movimiento, que le hizo levantarse de la cama y dar dos vueltas a la llave de la puerta de comunicación con la Conservaduría, como quien desesperadamente pone trancas después de que le hayan robado la casa. Acostarse de nuevo fue apenas el cuarto movimiento, el tercero había sido volverse atrás pensando, Y si al jefe se le ocurre reaparecer, en ese caso lo más prudente, para evitar sospechas, sería dejar la puerta cerrada sólo con el pestillo. Decididamente, a don José, si de un lado le sopla, del otro le yace viento.
Cuando el enfermero apareció ya era de noche. Cumpliendo la orden que había recibido del conservador, traía consigo los comprimidos y las ampollas recetadas por el médico, mas, para sorpresa de don José, traía igualmente un paquete que colocó con todo el cuidado encima de la mesa mientras decía, Todavía está caliente, espero no haber derramado nada, lo que significaba que contenía comida, como las palabras siguientes confirmaron, Sírvase antes de que se enfríe, pero primero vamos a nuestra inyección. A don José no le gustaban las inyecciones, mucho menos en la vena del brazo, de donde siempre tenía que apartar la vista, por eso se quedó tan satisfecho cuando el enfermero le dijo que el pinchazo iba a ser en el glúteo, este enfermero es una persona educada, de otro tiempo, acostumbra a usar el término glúteos en vez de nalgas para no chocar los escrúpulos de las señoras, y casi acabó por olvidar la designación corriente, pronunciaba glúteo incluso cuando trataba con enfermos para los que nalga no pasaba de un ridículo preciosismo de lenguaje y preferían la variante grosera de culo.
La inesperada aparición de la comida y el alivio de no ser pinchado en el brazo desarmaron las defensas de don José, o simplemente no se acordó, o más simplemente aún no había notado que tenía los pantalones del pijama manchados de sangre a la altura de las rodillas, consecuencia de sus proezas nocturnas de escalador de colegios.
El enfermero, ya con la jeringuilla preparada en el aire, en vez de decir Vuélvase, preguntó, Qué es eso, y don José, convertido por esta lección de la vida a la bondad definitiva de las inyecciones en el brazo, respondió instintivamente, Me caí, Hombre, vaya mala suerte que tiene, primero se cae, después coge una gripe, menos mal que tiene el jefe que tiene, gírese, después le echo una ojeada a esas rodillas. Debilitado de cuerpo, alma y voluntad, crispado hasta el último nervio, poco le faltó a don José para romper a llorar como un niño cuando sintió el pinchazo de la aguja y la lenta y dolorosa entrada del líquido en el músculo, Estoy hecho un trapo, pensó, y era verdad, un pobre animal humano febril, acostado en una pobre cama de una pobre casa, con la ropa sucia del delito escondida y una mancha de humedad en el suelo que nunca acaba de secarse. Póngase boca arriba, vamos a ver esas heridas, dijo el enfermero, y don José, suspirando, tosiendo, obedeció, volvió trabajosamente el cuerpo, y ahora, inclinando la cabeza hacia delante, pudo ver cómo el enfermero le remangaba las perneras de los pantalones, enrollándolas por encima de las rodillas, cómo le retiraba los esparadrapos sucios, vertiendo agua oxigenada sobre ellos y despegándolos poco a poco con mucho cuidado, felizmente es un profesional de primera, la cartera que transporta es un perfecto botiquín de primeros auxilios, tiene remedios para casi todo.
Con las heridas a la vista, puso cara de no creer la explicación que don José le había dado, aquélla de la caída, su experiencia de desolladuras y contusiones hizo que comentara con inconsciente perspicacia, Pero hombre, parece que usted anduvo restregando las rodillas contra una pared, Ya le he dicho que me caí, Dio conocimiento de eso al jefe, No es asunto de trabajo, una persona puede tropezar sin tener que comunicárselo a los superiores, Excepto si el enfermero llamado para poner una inyección tiene que hacer una cura suplementaria, Que yo no le pedí, Si señor, de hecho no me la pidió, pero si mañana tuviera una infección grave causada por estas heridas, quien carga con la culpa, por comportamiento negligente y falta de profesionalidad, soy yo, además, al jefe le gusta saberlo todo, es la manera que tiene de aparentar que no le da importancia a nada, Se lo diré mañana, Le aconsejo vivamente que lo haga, así el informe quedará corroborado, Qué informe, El mío, No veo qué importancia pueden tener unas simples heridas para mencionarlas en un informe, Incluso la herida más simple tiene importancia, Las mías, después de curadas, van a dejar unas cicatrices insignificantes, que con el tiempo desaparecerán, Sí, en el cuerpo las heridas cicatrizan, pero en el informe permanecen siempre abiertas, no se cierran ni desaparecen, No lo entiendo, Cuánto tiempo hace que usted trabaja en la Conservaduría General, Pronto hará veintiséis años, Cuántos jefes ha conocido hasta ahora, Contando con éste, tres, Por lo visto, nunca notó nada, Notar, qué, Por lo visto, nunca se percató de nada, No comprendo adónde quiere llegar, Es o no es verdad que los conservadores tienen poco trabajo, Es verdad, todo el mundo habla de eso, Pues sepa que la ocupación principal que tienen, en las muchas horas libres de que gozan, mientras el personal está trabajando, es colegir informaciones sobre los subordinados, toda especie de informaciones, lo hacen desde que la Conservaduría General existe, uno tras otro, desde siempre. El estremecimiento de don José no pasó desapercibido al enfermero, Tuvo un escalofrío, preguntó, Sí, tuve un escalofrío, Para que se quede con una idea más clara de lo que estoy diciendo, hasta ese escalofrío debería constar en mi informe, Pero no constará, No, no constará, Supongo por qué, Dígamelo, Porque entonces debería escribir que el estrecimiento se produjo cuando me contaba que los jefes coleccionan informaciones sobre los funcionarios de la Conservaduría General, y el jefe querría saber a propósito de que surgió esta conversación conmigo, y también cómo un enfermero consigue tener conocimiento de un asunto reservado, tan reservado que en veinticinco años de servicio en la Conservaduría General nunca había oído hablar de eso, Hay mucho confidente en los enfermeros, aunque bastante menos que en los médicos, Pretende insinuar que el jefe suele hacerle confidencias, Ni él me las hace, ni yo insinúo que me las haga, simplemente recibo órdenes, Entonces sólo tiene que cumplirlas, Se equivoca, tengo que hacer algo más que cumplirlas, tengo que interpretarlas, Por qué, Porque entre lo que él manda y lo que él quiere hay generalmente una diferencia, Si le mandó venir aquí fue para que me pusiera una inyección, Ésa es la apariencia, Qué ha visto en este caso, además de la apariencia que tiene, Usted no es capaz de imaginar la cantidad de cosas que se descubren mirando unas heridas, Ver éstas ha sido por casualidad, Hay que contar siempre con las puras casualidades, ayudan mucho, Qué cosas ha descubierto en mis heridas, Que anduvo restregando las rodillas contra una pared, Me caí, Ya me lo ha dicho, Una información como ésa, suponiendo que fuera exacta, no iba a ser de gran provecho para el jefe, Que la aproveche o no la aproveche no es de mi incumbencia, yo me limito a rellenar los informes, De la gripe ya está informado, Pero no de las heridas de las rodillas, De aquella mancha de humedad en el suelo, tampoco, Pero no del escalofrío, Si no le queda nada más que hacer aquí, le ruego que se vaya, estoy cansado, necesito dormir, Tendrá que comer antes, no se olvide, ojalá que su cena, con la conversación, no se haya enfriado del todo, Cuerpo tendido aguanta mucha hambre, Pero no puede aguantarla toda, Fue el jefe quien le mandó traerme la comida, Conoce alguna persona más que lo hubiera podido hacer, Sí, si supiese dónde vivo, Quién es esa persona, Una mujer mayor que vive en un entresuelo, Heridas en las rodillas, un súbito e inexplicable estremecimiento, una vieja de un entresuelo, Derecha, Éste sería el informe más importante de mi vida si lo escribiese, No va a escribirlo, Sí, voy a escribirlo, pero sólo informando de que le puse una inyección en el glúteo izquierdo, Gracias por tratarme las heridas, De lo mucho que me enseñaron, fue lo que mejor aprendí. Después de que el enfermero hubiera salido, don José permaneció acostado todavía unos minutos, sin moverse, recuperando la serenidad y las fuerzas.
El diálogo fue difícil, con trampas y puertas falsas surgiendo a cada paso, el más pequeño desliz podría haberlo arrastrado a una confesión completa, si no fuese porque su espíritu estaba atento a los múltiples sentidos de las palabras que cautelosamente iba pronunciando, sobre todo aquellas que parecen tener un único sentido, con ellas es necesario tener mucho cuidado. Al contrario de lo que se cree, sentido y significado nunca han sido lo mismo, el significado se queda aquí, es directo, literal, explícito, cerrado en sí mismo, unívoco, podríamos decir, mientras que el sentido no es capaz de permanecer quieto, hierve de segundos sentidos, terceros y cuartos, de direcciones radicales que se van dividiendo y subdividiendo en ramas y ramajes hasta que se pierden de vista, el sentido de cada palabra se parece a una estrella cuando se pone a proyectar mareas vivas por el espacio, vientos cósmicos, perturbaciones magnéticas, aflicciones.
En fin, don José salió de la cama, calzó los pies con unas zapatillas, se puso la bata que le servía también de manta supletoria en las noches frías.
A pesar de que el hambre apretaba, abrió la puerta para mirar la Conservaduría. Percibía dentro de sí un desgarro extraño, una impresión de ausencia, como si hubiesen transcurrido muchos días desde la última vez que estuviera allí. Sin embargo, nada había mudado, veía el largo mostrador donde se atendía a los requirentes e impetrantes, debajo, los cajones que guardaban las fichas de los vivos, después las ocho mesas de los escribientes, las cuatro de los oficiales, las dos de los subdirectores, la gran mesa del jefe con la luz encendida suspendida en lo alto, las enormes estanterías subiendo hasta el techo, la oscuridad petrificada del lado de los muertos. A pesar de que no había nadie en la Conservaduría General, don José cerró la puerta con llave, no había nadie en la Conservaduría General, pero él cerró la puerta con llave. Gracias a las vendas nuevas que el enfermero le aplicó en las rodillas, podía andar mejor, no sentía tirantez en las heridas. Se sentó a la mesa, deshizo el paquete, había dos cazos sobrepuestos, el de encima con sopa, el de abajo con patatas y carne, todavía todo templado. Tomó la sopa con avidez, después, sin prisa, acabó la carne y las patatas. Lo que me salva es que el jefe sea como es, murmuró, recordando las palabras del enfermero, si no fuese por él, estaría ahora muriendo de hambre y de abandono, igual que un perro perdido. Sí, es lo que me salva, repitió como si necesitase convencerse de lo que acababa de decir. Ya reconfortado, tras pasar por el cubículo que servía de cuarto de baño, se metió en la cama.
Estaba listo para rendirse al sueño cuando se acordó del cuaderno de apuntes en que había narrado los primeros pasos de su búsqueda. Escribo mañana, dijo, pero esta nueva urgencia era casi tan apremiante como la de comer, por eso fue a buscar el cuaderno.
Luego, sentado en la cama, con la bata puesta, la chaqueta del pijama abotonada hasta el cuello, al abrigo de las mantas, continuó el relato a partir del punto donde se había quedado.
El jefe dijo, Si no está enfermo, cómo explica entonces el mal trabajo que está haciendo en los últimos días, No sé, señor, tal vez sea porque estoy durmiendo mal. Con la ayuda de la fiebre, continuó escribiendo hasta bien entrada la madrugada.
No tres días, sino una semana, fue lo que necesitó don José para que le remitiera la fiebre y se le mitigara la tos. El enfermero acudió todos los días para ponerle la inyección y traerle comida, el médico un día sí, otro no, mas esta asiduidad extraordinaria, nos referimos a la del médico, no deberá inducirnos a juicios apresurados sobre una supuesta eficacia habitual de los servicios oficiales de salud y asistencia domiciliaria, ya que era consecuencia, simplemente, de la clarísima orden del jefe de la Conservaduría General, Doctor, tráteme a ese hombre como si me estuviera tratando a mí, es importante. El médico no atinaba con las razones del obvio trato de favor que le estaba siendo recomendado y mucho menos con la falta de objetividad de la opinión valorativa expresada, conocía de alguna visita profesional la casa del conservador, su manera confortable y civilizada de vivir, un mundo interior sin ninguna semejanza con el tugurio tosco de este don José permanentemente mal afeitado, y que parecía no tener sábanas para mudar. Sí, sábanas tenía don José, no era pobre hasta tal punto, pero, por motivos que sólo él conocía, rechazó secamente la propuesta del enfermero cuando éste se ofreció para mullir el colchón y sustituir las sábanas, que olían a sudor y a fiebre, En menos de cinco minutos le dejo la cama fresca, Estoy bien así, no se moleste, No es molestia, forma parte de mi trabajo, Ya le he dicho que estoy bien así. Don José no podía descubrir ante los ojos de nadie que escondía entre el colchón y el somier las fichas escolares de una mujer desconocida y un cuaderno de apuntes con el relato de su asalto al colegio donde ella había estudiado en el tiempo de niña y moza. Guardarlos en otro sitio, entre las carpetas de los recortes de gente famosa, por ejemplo, resolvería de inmediato la dificultad, pero la impresión de estar defendiendo un secreto con su propio cuerpo era demasiado fuerte, incluso exultante, para que don José se dispusiera a renunciar a ella. Para no tener que discutir otra vez el asunto con el enfermero, o con el médico, que, aunque sin hacer ningún comentario, ya había lanzado una mirada reprensora a las arrugadas sábanas y fruncido ostensiblemente la nariz ante el olor que desprendían, don José se levantó una de esas noches y, sacando fuerza de flaqueza, cambió él mismo las sábanas. Y para que ni el médico ni el enfermero pudiesen encontrar el menor pretexto para insistir en el asunto y, quién sabe, dar parte al conservador del incorregible desaliño del escribiente, entró en el cuarto de baño, se afeitó, se lavó lo mejor que pudo, después sacó de un cajón un pijama viejo, pero limpio, y volvió a meterse en la cama. Tan satisfecho y repuesto se sentía que, como quien juega consigo mismo, decidió describir en el cuaderno de notas, explícitamente, todos los pormenores, los higiénicos arreglos y cuidados por los que acababa de pasar. Era la salud que ya quería volver, como el médico no tardó en enunciar al conservador, El hombre está curado, con dos días más podrá volver al trabajo sin peligro de recaída. El conservador sólo dijo, Muy bien, pero con aire distraído, como si estuviese pensando en otra cosa.
Curado estaba don José, pero había perdido mucho peso, no obstante el pan y el condumio que el enfermero le traía regularmente, es cierto que sólo una vez al día, aunque en cantidad más que suficiente para la manutención de un cuerpo adulto no sujeto a esfuerzos. Hay que tener en consideración, sin embargo, el efecto consuntivo de la fiebre y de los sudores sobre los tejidos adiposos, en particular cuando no abundaban antes, como era el caso.
No estaban bien vistas en la Conservaduría General del Registro Civil las observaciones de carácter personal, principalmente las que tuviesen que ver con el estado de salud, por eso la delgadez y el aspecto lastimoso de don José no fueron objeto de comentario alguno por parte de los colegas y superiores, comentario oral, se quiere decir, ya que las miradas de todos ellos fueron bastante elocuentes en la común expresión de una especie de conmiseración desdeñosa, que otras personas, desconocedoras de las costumbres del lugar, habrían interpretado erróneamente como una discreta y silenciosa reserva. Para que se notase cómo le preocupaba haber estado ausente del servicio durante tantos días, don José fue el primero en colocarse por la mañana ante la puerta de la Conservaduría, esperando la llegada del subdirector más reciente en el cargo, que era quien estaba encargado de abrirla, como encargado estaba de dejarla cerrada al final de la tarde. La llave original, obra de arte de un antiguo cincelador barroco y símbolo material de autoridad, de la que la llave del subdirector era apenas una copia austera y subalterna, se encontraba en posesión del conservador, que aparentemente nunca la usaba, sea por causa del peso y de la complejidad de los adornos, que la tornaban incómoda de trasportar, sea porque, según un protocolo jerárquico no escrito y en vigor desde tiempos remotos, era obligatorio que él fuese el último en entrar en el edificio. Uno de los muchos misterios de la vida de la Conservaduría General, que realmente valdría la pena averiguar si el caso de don José y de la desconocida mujer no hubiese absorbido en exclusiva nuestras atenciones, es cómo se las arreglaban los funcionarios para, a pesar de los embotellamientos del tráfico que atormentan la ciudad, llegar al trabajo siempre por el mismo orden, primero los escribientes, sin distinción de antigüedad, después el subdirector que abre la puerta, a continuación los oficiales, manteniendo la precedencia, luego el subdirector más antiguo, y finalmente el conservador, que llega cuando tiene que llegar y no da satisfacciones a nadie. De todos modos, queda registrado el hecho.
El sentimiento de desdeñosa conmiseración que, como ha sido dicho, recibió el regreso de don José al trabajo duró hasta la entrada del conservador, media hora después de la apertura de los servicios, fue, acto continuo, sustituido por un sentimiento de envidia, comprensible a fin de cuentas, pero felizmente no manifestado con palabras o actos. Siendo el alma humana lo que sabemos, y no podemos jactarnos de saberlo todo, era de esperar. Ya en los días corría en la Conservaduría la noticia, introducida por puertas laterales y rumoreada por las esquinas, de que el jefe se preocupaba de una manera inusual por la gripe de don José, llegando al extremo de mandarle comida con el enfermero, además de ir a verlo a casa por lo menos una vez, y ésa dentro de las horas de servicio, delante de toda la gente, faltaba saber si no habría repetido la visita. De modo que es fácil de imaginar el escándalo sordo del personal, sin distinción de categorías, cuando el conservador, antes incluso de dirigirse a su lugar, se detuvo al lado de don José y le preguntó si ya se encontraba completamente restablecido de la enfermedad. Todavía mayor fue el escándalo porque ésta era la segunda vez que tal acontecía, todos tenían presente en la memoria aquella otra ocasión, no hace tanto tiempo, en que el jefe había preguntado a don José si estaba mejor del insomnio, como si el insomnio de don José fuese, para el funcionamiento regular de la Conservaduría General, una cuestión de vida o muerte.
Casi no creyendo lo que oían, los funcionarios asistieron a una conversación de igual a igual, absurda desde todos los puntos de vista, con don José agradeciendo las bondades del jefe, habiendo llegado incluso a referirse abiertamente a la comida, lo que, en el ambiente estricto de la Conservaduría, tenía que sonar forzosamente como una grosería, como una obscenidad, y el jefe explicando que no podía dejarlo abandonado a la suerte mohína de los que viven solos, sin tener quién les traiga al menos una taza de caldo y les componga el embozo de la sábana, La soledad, don José, declaró con solemnidad el conservador, nunca ha sido buena compañía, las grandes tristezas, las grandes tentaciones y los grandes errores resultan casi siempre de estar solo en la vida, sin un amigo prudente a quien pedirle consejo cuando algo nos perturba más que lo normal de todos los días, Yo, triste, lo que se llama propiamente triste, señor, no creo serlo, respondió don José, tal vez mi naturaleza sea un poco melancólica, pero eso no es defecto, y en cuanto a las tentaciones, bueno, hay que decir que ni la edad ni la situación me inclinan hacia ellas, quiero decir, ni yo las busco ni ellas me buscan a mí, Y los errores, Se refiere a los errores del servicio, Me refiero a los errores en general, los errores de servicio, más tarde o más pronto, el servicio los hace, el servicio los resuelve, Nunca he hecho mal a nadie, por lo menos conscientemente, es todo lo que puedo decir, Y los errores contra sí mismo, Debo de haber cometido muchos, a lo mejor por eso me encuentro solo, Para cometer otros errores, Sólo los de la soledad, señor. Don José, que, como era su obligación, se había levantado al aproximarse el jefe, sintió de pronto que le flojeaban las piernas y una ola de sudor le inundaba el cuerpo. Palideció, las manos buscaron ansiosas el amparo de la mesa, pero ese apoyo no fue suficiente, don José tuvo que sentarse en la silla mientras murmuraba, Disculpe, señor, disculpe.
El conservador lo miró con expresión impenetrable durante algunos segundos y se dirigió a su lugar. Llamó al subdirector responsable del ala de don José, le dio una orden en voz baja, añadiendo, de forma audible, Sin pasar por el oficial, lo que significa que las instrucciones que el subdirector acababa de recibir, destinadas a un escribiente, debían, contra las reglas, la costumbre y la tradición, ser ejecutadas por él mismo. Ya antes, cuando el conservador envió a este mismo subdirector a llevar los comprimidos a don José, la cadena jerárquica había sido subvertida, pero esta infracción todavía podría justificarse por la desconfianza de que el oficial respectivo fuese incapaz de desempeñar satisfactoriamente la misión, que no consistía tanto en llevar pastillas contra la gripe a un enfermo como en echar una ojeada a la casa y contarlo después. Un oficial encontraría perfectamente admisible, esto es, explicada por sí misma y por el tiempo invernal que entonces hiciera, la mancha de humedad en el suelo, y, probablemente, no poniendo atención a las fichas depositadas sobre la mesilla de noche, regresaría a la Conservaduría con la satisfacción del deber cumplido para comunicar al jefe, Todo normal.
Hay que decir, sin embargo, que los dos subdirectores, y éste en particular, implicado en el proceso por la participación activa a que fue llamado, percibían que el procedimiento del conservador estaba determinado por un objetivo, por una estrategia, por una idea central. No podían imaginar en qué consistía esa idea y cuál era su objetivo, pero la experiencia y el conocimiento de la persona del jefe les decía que todas sus palabras y todos sus actos en este lance tenían que apuntar fatalmente a un fin, y que don José, colocado, por sí mismo o por circunstancias de la casualidad, en el camino, una de dos, o no pasaba de un inconsciente instrumento útil, o era, él mismo, su inesperada y a todas luces sorprendente causa. Raciocinios tan opuestos, sentimientos tan contradictorios, hicieron que la orden, por el tono en que fue comunicada a don José, se pareciera mucho más a un favor que el conservador le pedía a las claras y terminantes instrucciones que efectivamente había dado, Don José, dijo el subdirector, el jefe opina que el estado de su salud todavía no es bastante bueno para que haya venido a trabajar, visto el desmayo de hace poco, No fue un desmayo, no llegué a perder los sentidos, fue apenas un mareo momentáneo, Mareo o desmayo, momentáneo o para durar, lo que la Conservaduría General quiere es que usted se restablezca por completo, Trabajaré sentado lo más posible, en pocos días estaré como antes, El jefe piensa que lo mejor sería solicitar unos días de vacaciones, no los veinte de golpe, claro, pero quizás unos diez, diez días reposando, con buena alimentación, descanso, dando pequeños paseos por la ciudad, están ahí los jardines, los parques, el tiempo que se pone de rosas, una convalecencia en serio, en fin, cuando vuelva no lo vamos a reconocer. Don José miró asombrado al subdirector, verdaderamente no era conversación que se mantuviese con un escribiente, este discurso tenía algo de indecente. Obviamente, el jefe quería que él se marchara de vacaciones, lo que por sí mismo ya era intrigante, pero es que apenas mostraba una preocupación insólita y desproporcionada por su salud. Nada de esto correspondía a los patrones de comportamiento de la Conservaduría General, donde los planes de vacaciones eran siempre calculados al milímetro, de modo que se lograra, por la ponderación de múltiples factores, algunos sólo conocidos por el jefe, una distribución justa del tiempo reservado al ocio anual. Que, saltándose el programa de vacaciones ya elaborado para el año que corría, el jefe mandase sin más ni menos a un escribiente a casa era cosa que nunca se había visto. Don José estaba confundido, se le notaba en la cara. Sentía en la espalda las miradas perplejas de los colegas, notaba la impaciencia creciente del subdirector ante lo que debía de parecerle una indecisión sin fundamento, y estaba a punto de decir Sí señor como quien simplemente obedece una orden, cuando de súbito la cara se le iluminó toda, acababa de ver lo que podrían significar para él diez días de libertad, diez días para investigar sin ser atado a la servidumbre de las horas de servicio, al horario de trabajo, qué parques, qué jardines, qué convalecencia, en el cielo esté quien inventó las gripes, por tanto fue sonriendo como don José dijo, Sí señor, debía haber sido más discreto en la expresión, nunca se sabe lo que un subdirector es capaz de decirle al jefe, En mi opinión, reaccionó de un modo extraño, primero daba la idea de estar contrariado, o no había comprendido bien lo que le decía, luego fue como si le hubiera tocado el primer premio en la lotería, no parecía la misma persona, Sabe si él juega, Creo que no, era una manera de hablar, Entonces el motivo habrá sido otro. Don José estaba diciéndole al subdirector, realmente esos días me vendrán muy bien, debo agradecérselo al señor conservador. Yo le transmito su agradecimiento, Quizá debiera hacerlo personalmente, Sabe muy bien que no es ésa la costumbre, A pesar de todo, considerando lo excepcional del caso, dichas estas palabras, burocráticamente de las más pertinentes, don José giró la cabeza hacia donde estaba el conservador, no esperaba que él estuviera mirándolo, y menos aún que se hubiera percatado de toda la conversación, que era lo que sin duda pretendía mostrar con aquel gesto seco de la mano, al mismo tiempo displicente e imperioso, Déjese de agradecimientos ridículos, haga la solicitud y váyase.
En casa los primeros cuidados de don José fueron para la ropa guardada en el desván que le servía de armario.
Si antes estaba sucia, ahora se había transformado en una completa inmundicia, desprendiendo un olor agrio mezclado con el vaho del moho, hasta verdines se veían en las vueltas de los pantalones, imagínese, un fardo de ropa húmeda, chaqueta, camisa, pantalones, calcetines, ropa interior, todo envuelto en una gabardina que en aquel entonces chorreaba agua, cómo tendría que estar todo esto una semana después. Metió la ropa a bulto en una bolsa grande de plástico, se cercioró de que las fichas y el cuaderno de apuntes continuaran encajados entre el colchón y el somier, en la cabecera el cuaderno, a los pies las fichas, comprobó que la puerta de comunicación con la Conservaduría estaba cerrada con llave y, finalmente, fatigado pero con el espíritu tranquilo, salió para ir a una lavandería próxima de la que era cliente, aunque no de los más asiduos. La empleada no pudo o no quiso evitar una expresión de reproche cuando vació y diseminó el contenido de la bolsa sobre el mostrador, Perdone, si esto no ha estado de remojo en barro, lo parece, Casi acierta, don José, puesto a mentir, decidió hacerlo respetando la lógica de las posibilidades, Hace dos semanas, cuando traía esta ropa para limpiarla, se me rompió la bolsa y cayó toda al suelo, precisamente en un sitio que era un barrizal debido a las obras de la calle, acuérdese de que llovió mucho en esos días, Y por qué no trajo la ropa en seguida, Porque caí en la cama con gripe, sería un riesgo salir de casa, podía coger una neumonía, Esto le va a costar bastante más caro, tendremos que meterlo dos veces en la máquina, y así y todo, Qué le vamos a hacer, Y estos pantalones, mire en qué estado dejó los pantalones, no sé si realmente quiere que los limpie, fíjese en las rodilleras, parece que anduvo restregándose por una pared. Don José no se había percatado de la penuria a que quedaron reducidos sus pobres pantalones tras la escalada, medio pulidos por las rodillas, con un pequeño roto en una de las perneras, un perjuicio serio para una persona como él, tan mal provista de ropa. No tiene remedio, preguntó, Remedio tienen, será cuestión de mandarlos a una zurcidora, No conozco ninguna, Podemos ocuparnos nosotros, pero sepa que no le va a salir nada barato, las zurcidoras cobran lo suyo, Siempre será mejor que quedarme sin pantalones, O ponerles un remiendo, Remendados sólo podría usarlos en casa, nunca para ir al trabajo, Claro, Soy funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, Ah, usted es funcionario de la Conservaduría, dijo la empleada de la lavandería con una modulación nueva de respeto en la voz, que don José creyó mejor pasar por alto, arrepentido de haber claudicado diciendo por primera vez dónde trabajaba, un profesional de asaltos nocturnos en serio no andaría por ahí sembrando pistas, imaginemos que esta empleada de lavandería está casada con el empleado de la ferretería donde don José compró el corta vidrios o con el de la carnicería donde compró la manteca, y que luego a la noche, en una de esas conversaciones banales con que los maridos y las mujeres entretienen la velada, salen a relucir estos pequeños episodios del cotidiano comercial, por mucho menos han ido otros criminales a la cárcel cuando se creían a salvo de cualquier sospecha.
En todo caso, no parece que haya peligro aquí, salvo si se oculta una intención de abyecta delación en lo que la empleada está diciendo, con una sonrisa simpática, que por esta vez hará un precio excepcional, haciéndose cargo la lavandería del importe de la zurcidora, Es una atención especial que tenemos con usted, por ser funcionario de la Conservaduría, precisó.
Don José agradeció educadamente, pero sin efusión, y salió. Iba descontento. Andaba dejando demasiados rastros por la ciudad, hablando con demasiadas personas, no era éste el tipo de investigación que había imaginado, a decir verdad no había imaginado nada, la idea se le ocurre ahora, la idea de buscar y encontrar a la mujer desconocida sin que nadie pueda percatarse de sus actividades, como si se tratase de una invisibilidad en busca de otra. En vez de ese secreto cerrado, de ese misterio absoluto, dos personas ya, la mujer del marido celoso y la señora del entresuelo derecha, tenían conocimiento de lo que estaba haciendo y eso, por sí solo, era un peligro, por ejemplo, vamos a suponer que cualquiera de ellas, con el laudable propósito de ayudar en las búsquedas, como corresponde a buenos ciudadanos, se presenta en la Conservaduría en su ausencia, Deseo hablar con don José, Don José no se encuentra de servicio, está de vacaciones, Ah, qué pena, le traía una información importante acerca de la persona que busca, Qué información, qué persona, don José no quería ni imaginar lo que vendría después, el resto de la conversación entre la mujer del marido celoso y el oficial, Encontré debajo de una tabla suelta de mi dormitorio un diario, Un periódico, No señor, un diario, de esos que a ciertas personas les gusta escribir, yo también tenía un diario antes de casarme, Y qué tenemos que ver nosotros con ese asunto, en la Conservaduría sólo nos interesa saber que las personas nacen y mueren, Tal vez el diario sea de algún pariente de la persona que don José investiga, No tengo información de que don José esté investigando a alguien, de cualquier modo no es cuestión que incumba a la Conservaduría General, la Conservaduría General no se mete en la vida particular de sus funcionarios, No es particular, don José me dijo que iba en representación de la Conservaduría, Espere un momento, que voy a llamar al subdirector, pero cuando el subdirector se aproximó al mostrador ya la señora mayor del entresuelo derecha hacía ademanes de retirarse, la vida le había enseñado que la mejor manera de defender los secretos propios es respetando los secretos ajenos, Cuando don José vuelva de vacaciones, haga el favor de decirle que estuvo aquí la vieja del entresuelo derecha, No quiere dejar su nombre, No es preciso, él sabe de quién se trata. Don José podía respirar aliviado, la señora del entresuelo derecha era la discreción en persona, nunca diría al subdirector que acababa de recibir una carta de su ahijada, La gripe me ha trastornado la cabeza, pensó, son fantasías que no pueden suceder, no hay diarios escondidos bajo el entarimado, y no será ahora, después de un silencio de tantos años, cuando ella va a tener la ocurrencia de escribir una carta a la madrina, y menos mal que la vieja tuvo el sentido común de no decir cómo se llamaba, a la Conservaduría General le bastaría tirar de esa punta del hilo para descubrirlo todo en poco tiempo, la copia de las fichas, la falsificación de la credencial, para ellos sería tan simple como juntar piezas sueltas con un dibujo delante. Don José se dirigió a casa, en este primer día no quiso seguir los consejos que el subdirector le había dado, los de pasear, ir al jardín a recibir el sol en su pálida cara de convaleciente, en una palabra, recuperar las fuerzas que la fiebre había consumido. Necesitaba decidir qué pasos le convendría dar a partir de ahora, pero necesitaba sobre todo sosegar una inquietud. Dejará su pequeña casa a merced de la Conservaduría, pegada a la ciclópea pared como si estuviese a punto de ser engullida por ella.
Algún resto de fiebre debía de quedar aún en su desvaída cabeza para, de pronto, pensar que fue eso lo acontecido a las otras casas de los funcionarios, todas devoradas por la Conservaduría para que engordaran sus muros. Don José aceleró el paso, si al llegar la casa hubiera desaparecido, si hubiesen desaparecido con ella las fichas y el cuaderno de apuntes, no quería imaginar tal desgracia, reducidos a nada los esfuerzos de semanas, inútiles los peligros por los que había pasado. Se habrían congregado personas curiosas que le preguntarían si había perdido alguna cosa de valor en el desastre, y él respondería que sí, Unos papeles, y ellas volverían a preguntar, Acciones, Obligaciones, Título de crédito, es sólo en lo que piensa la gente común y sin horizontes de espíritu, sus pensamientos se centran en los intereses y ganancias materiales y él volvería a decir que sí, pero dando mentalmente significados diferentes a esas palabras, serían las acciones que cometiera, las obligaciones que asumiera, los títulos de crédito que ganara.
La casa estaba allí, pero parecía mucho más pequeña, o era la Conservaduría la que había aumentado de tamaño en las últimas horas. Don José entró bajando la cabeza, aunque no necesitaba inclinarse, el dintel de la puerta que daba a la calle estaba a la altura de siempre, y a él no lo habían hecho crecer que se viese, físicamente, ni las acciones ni las obligaciones ni los créditos. Fue a escuchar junto a la puerta de comunicación, no porque esperase oír del otro lado algún sonido de voces, la costumbre en la Conservaduría era trabajar en silencio, sino para aquietar los sentimientos de confusa sospecha que lo ocupaban desde que el jefe le había mandado solicitar vacaciones. Después levantó el colchón de la cama, tomó las fichas y las dispuso por orden de fechas sobre la mesa, de más antigua a más reciente, trece pequeños rectángulos de cartulina, una sucesión de rostros pasando de niña pequeña a niña mayor, del comienzo de una adolescencia a casi una mujer. Durante aquellos años la familia se había mudado tres veces de casa, pero nunca tan lejos que fuese necesario cambiar de colegio. No valía la pena ponerse a laborar complicados planes de acción, la única cosa que don José podía hacer ahora era ir a la dirección que constaba en la última ficha.
Fue al día siguiente por la mañana, pero decidió no subir a preguntar a los actuales ocupantes de la casa y a los otros inquilinos del edificio si conocían a la niña del retrato. Seguramente responderían que no la conocían, que vivían allí desde hacía poco tiempo o que no se acordaban, Comprenda, las personas van y vienen, realmente no recuerdo nada de esa familia, no vale la pena que le dé vueltas a la cabeza, y si alguien dijera que sí, que le parecía tener una idea vaga, añadiría a continuación que sus relaciones apenas habían sido las naturales entre personas de buena educación, No volvió a verlos, insistiría aún don José, Nunca más, después de que se mudaran nunca más los vi, Qué pena, Le he dicho todo lo que sabía, lamento no haberle sido más útil a la Conservaduría General. La fortuna de encontrar justo al principio a una señora del entresuelo derecha tan bien informada, tan próxima a las fuentes originales del caso, no podría acontecer dos veces, pero sólo mucho más tarde, cuando nada de lo que aquí se está relatando tenga ya importancia, don José descubrirá que la misma dichosa fortuna, en este episodio, había estado de un prodigioso modo a su favor, ahorrándole las consecuencias más desastrosas. No sabía él que uno de los habitantes del edificio era precisamente, por diabólica casualidad, uno de los subdirectores de la Conservaduría, puede adivinarse con facilidad la escena terrible, nuestro confiado don José llamando a la puerta, mostrando la ficha, quizá la falsa credencial, y la mujer que lo atiende diciéndole pérfidamente, Vuelva más tarde cuando mi marido esté en casa, esos asuntos son de su incumbencia, y don José regresaría, con el corazón lleno de esperanzas, y se toparía con un airado subdirector que daría inmediata orden de prisión, en sentido propio se dice, no en el figurado, los reglamentos de la Conservaduría General del Registro Civil no admiten liviandades ni improvisaciones, y lo peor es que no los conocemos todos.
Al haber resuelto, esta vez, como si el ángel de la guarda se lo hubiese recomendado con insistencia al oído, orientar sus averiguaciones hacia los comercios de las cercanías, don José se salvó, sin saberlo, del mayor desaire de su larga carrera de funcionario. Se contentó pues con mirar las ventanas de la casa donde la mujer desconocida vivió de pequeña y, para entrar bien en su piel de investigador auténtico, imaginó verla salir con la cartera de los libros para ir al colegio, caminar hasta la parada del autobús y ahí esperar, no merece la pena seguirla pisándole los talones, don José sabía perfectamente adónde se dirigía, tenía las pruebas competentes guardadas entre el colchón y el somier. Un cuarto de hora después salió el padre, toma la dirección contraria, por eso no acompaña a la hija cuando va al colegio, salvo si simplemente a este padre y a esta hija no les gusta andar juntos y ponen este pretexto, o ni siquiera lo ponen, habrá habido una especie de arreglo tácito entre los dos, para evitar que los vecinos noten la mutua indiferencia. Ahora sólo falta que don José tenga un poco más de paciencia, esperar que la madre salga para realizar las compras, como es costumbre en las familias, así sabrá hacia dónde le conviene dirigir sus pesquisas, el establecimiento comercial más próximo, pasados tres edificios, es aquella farmacia, pero don José duda, nada más entrar, que de aquí se pueda llevar alguna información útil, el empleado es un hombre joven y nuevo en la casa, él mismo lo dice, No la conozco, sólo llevo aquí dos años. Por tan poco don José no se va a desanimar, tiene lecturas de diarios y de revistas más que suficientes, además de la experiencia que la vida le viene dando, para comprender que estas investigaciones, hechas a la antigua usanza, cuestan mucho trabajo, y él es andar y andar, es recorrer calles y caminos, es subir escaleras, es llamar a las puertas, es bajar las escaleras, la misma pregunta mil veces hecha, las respuestas idénticas, casi siempre en tono reservado, No la conozco, Nunca he oído hablar de esa persona, sólo raramente sucede que venga de dentro un farmacéutico de más edad que oyó la conversación y es hombre de gran curiosidad, Qué desea, preguntó, Busco a una persona, respondió don José, al mismo tiempo que se llevaba la mano al bolsillo interior de la chaqueta para exhibir la credencial. No llegó a completar el movimiento, lo retuvo una súbita inquietud, esta vez no fue obra de ningún ángel de la guarda, lo que le hizo retirar la mano lentamente fue la mirada del farmacéutico, una mirada que más parecía un estilete, una broca perforadora, nadie lo diría, con aquella cara arrugada y aquellas canas, el resultado de mirar con tales ojos es poner en seguida en guardia a la más ingenua de las criaturas, probablemente por esta causa la curiosidad del farmacéutico nunca se da por satisfecha, cuanto más quiere saber, menos le cuentan. Así sucedió con don José. Ni presentó la credencial falsa ni dijo que venía de parte de la Conservaduría General, se limitó a sacarse de otro bolsillo la última ficha escolar de la muchacha, que en feliz hora se le ocurrió traer, Nuestro colegio necesita encontrar a esta señora debido a un diploma que no llegó a recoger en secretaría, don José asistía con placer, casi con entusiasmo, al ejercicio de capacidades inventivas que nunca imaginara tener, tan seguro de sí que no se dejó atrapar por la pregunta del farmacéutico, Y la están buscando tantos años después, Puede ser que no le interese, respondió, pero es obligación de la escuela hacer todo lo posible para que el diploma sea entregado, Y estuvieron esperando que ella apareciese todo este tiempo, A decir verdad, los servicios no se percataron del hecho, fue una lamentable falta de atención nuestra, un error burocrático, por decirlo de alguna manera, pero nunca es tarde para remediar un lapsus, Si la señora hubiera muerto, será demasiado tarde, Tenemos razones para pensar que ella vive, Por qué, Comenzamos consultando el registro, don José tuvo el cuidado de no pronunciar las palabras Conservaduría General, gracias a eso evitó, por lo menos en aquel momento, que el farmacéutico recordara que un subdirector de dicha Conservaduría General era su cliente y vivía tres portales más allá. Por segunda vez don José había escapado a la ejecución capital. Es cierto que el subdirector sólo de tarde en tarde entraba en la farmacia, esas compras, como todas las otras, con excepción de los preservativos, que el subdirector tenía el escrúpulo moral de adquirirlos en otro barrio, era la mujer quien las hacía, por eso no es fácil imaginar una conversación entre el farmacéutico y él, si bien no debe excluirse la posibilidad de otro diálogo, el farmacéutico diciéndole a la mujer del subdirector, Estuvo aquí un funcionario escolar que venía buscando a una persona que, tiempo atrás, vivió en la casa donde ustedes viven ahora, en cierto momento me habló de que había consultado el registro, pero, después de que se hubiera ido, encontré extraño que dijera registro en vez de Conservaduría General, parecía que ocultaba algo, hasta hubo un momento en que echó mano al bolsillo interior de la chaqueta como si se dispusiese a mostrarme alguna cosa, pero se arrepintió y corrigió, sacó de otro bolsillo una ficha de matrícula del colegio, le estoy dando vueltas a la cabeza para imaginar qué podría ser aquello, creo que debería hablar a su marido, nunca se sabe, con la maldad que anda por este mundo, A lo mejor es el mismo hombre que anteayer estuvo parado en la acera, mirando nuestras ventanas, Un tipo de mediana edad, un poco más joven que yo, con cara de haber estado enfermo hace poco, ese mismo, Es lo que yo le digo, mi olfato nunca me ha engañado, está por nacer todavía quien me venda gato por liebre, Qué pena que no hubiera llamado a mi puerta, le diría que volviera al final de la tarde, cuando mi marido estuviese en casa, ahora sabríamos quién era el fulano y lo que pretendía, Voy a estar alerta por si acaso aparece de nuevo por aquí, Y yo no me olvidaré de contarle la historia a mi marido. Efectivamente no se olvidó, pero no la contó completa, sin querer omitió del relato un pormenor importante, quizá el más importante de todos, no dijo que el hombre que rondaba la casa tenía la cara de haber estado enfermo hace poco tiempo. Habituado a relacionar las causas y los efectos, que en eso consiste, esencialmente, el sistema de fuerzas que rige desde el principio de los tiempos la Conservaduría General, allí donde todo estuvo, está y continuará estando para siempre ligado a todo, aquello que todavía está vivo con aquello que ya está muerto, aquello que va muriendo con aquello que viene naciendo, todos los seres a todos los seres, todas las cosas a todas las cosas, incluso cuando no parece que las una, a ello y ellas, más que aquello que a la vista los separa, el sagaz subdirector no habría dejado de recordar a don José, aquel escribiente que en los últimos tiempos, ante la inexplicable benevolencia del jefe, se ha comportado de un modo tan extraño. De ahí hasta desenredar la punta de la madeja y luego la madeja completa, habría un paso. Tal no acontecerá, sin embargo, a don José no volverán a verlo por estos sitios.
De las diez tiendas de diferentes ramos a las que entró para hacer preguntas, contando con la farmacia, sólo en tres encontró a alguien que tuviese memoria de la muchacha y de los padres, el retrato de la ficha ayuda a la memoria, claro está, si es que simplemente no toma su lugar, es probable que las personas interrogadas apenas hubieran querido ser simpáticas, no decepcionar al hombre con cara de gripe mal curada que les hablaba de un diploma escolar de hace veinte años que no se había entregado. Cuando don José llegó a casa, iba exhausto y desanimado, el primer intento de su nueva fase de investigación no le había apuntado ningún camino por donde continuar, bien al contrario, parecía colocarse frente a una pared intransitable. Se lanzó sobre la cama el pobre hombre preguntándose a sí mismo por qué no hacía lo que el farmacéutico le había dicho con mal disimulo sarcasmo, Yo, si estuviese en su lugar, ya habría resuelto el problema, Cómo, interrogó don José, mirando en la guía de teléfonos en los tiempos modernos es la manera más fácil de encontrar a alguien, Gracias por la sugerencia, pero eso ya lo hicimos, el nombre de esta señora no consta, respondió don José, creyendo que tapaba la boca al farmacéutico, pero éste volvió a la carga, Sí es así, vaya a la Hacienda Pública, en Hacienda lo saben todo acerca de todo el mundo.
Don José se quedó mirando al aguafiestas, intentó disimular el desconcierto, esto no se le había ocurrido a la señora del entresuelo derecha, al fin consiguió murmurar, Es una buena idea, voy a comunicársela al director.
Salió de la farmacia furioso consigo mismo, como si en el último momento le hubiese faltado presencia de espíritu para responder a una ofensa, dispuesto a volver a casa sin más preguntas, pero después pensó resignado, El vino está servido, es necesario beberlo, no dijo como el otro, Quítenme de aquí este cáliz, vosotros lo que queréis es matarme. El segundo comercio fue una droguería, el tercero una carnecería, el cuarto una papelería, el quinto una tienda de artículos eléctricos, el sexto una de ultramarinos, la conocida rutina de los barrios, hasta el décimo establecimiento, felizmente tuvo suerte, después del farmacéutico nadie más le habló de hacienda o de guía telefónica. Ahora, acostado boca arriba, con las manos cruzadas bajo la cabeza, don José mira al techo y le pregunta, Qué podré hacer a partir de aquí, y el techo le responde, Nada, haber conocido su última dirección, quiero decir, la última dirección del tiempo que asistió al colegio, no te ha dado ninguna pista para continuar la búsqueda, claro que todavía puedes recurrir a las direcciones anteriores, pero sería una pérdida de tiempo, si los comerciantes de esa calle, que son los más recientes, no te ayudaron, cómo te ayudarían los otros, Entonces crees que debo desistir, Probablemente no tendrás otra salida, salvo que te decidas a preguntar en Hacienda, no debe de ser difícil, con esa credencial que tienes, además son funcionarios como tú, La credencial es falsa, De hecho, será mejor que no la uses, no me gustaría estar en tu piel si un día de éstos te sorprenden en flagrante, No puedes estar en mi piel, no eres más que un techo de estuco, Sí, aunque lo que estás viendo de mí también es una piel, además, la piel es todo cuanto queremos que los otros vean, debajo de ella ni nosotros mismos conseguimos saber quiénes somos, Esconderé la credencial, En tu caso, la rasgaba o la quemaba, La guardaré con los papeles del obispo, donde la tenía, Tú sabrás, No me gusta el tono con que lo dices, me suena a mal augurio, La sabiduría de los techos es infinita, Si eres un techo sabio, dame una idea, Sigue mirándome, a veces da resultado.
La idea que el techo dio a don José fue que interrumpiera las vacaciones y volviera al trabajo, Le dices al jefe que ya estás con fuerzas suficientes y le pides que te reserve el resto de los días para otra ocasión, esto en el caso de que todavía encuentres manera de salir del agujero en que te has metido, con todas las puertas cerradas y sin una pista que te oriente, El jefe va a encontrar extraño que un funcionario se presente al trabajo sin tener obligación y sin haber sido llamado, Cosas mucho más extrañas has estado tú haciendo en los últimos tiempos, Vivía en paz antes de esta obsesión absurda, andar buscando a una mujer que ni sabe que existo, Pero tú sí sabes que ella existe, el problema es ése, Mejor sería desistir de una vez, Puede ser, puede ser, en todo caso acuérdate de que no sólo la sabiduría de los techos es infinita, las sorpresas de la vida también lo son, Qué quieres decir con esa sentencia tan rancia, Que los días se suceden y no se repiten, Ésa es más rancia aún, no me digas que en esos lugares comunes consiste la sabiduría de los techos, comentó desdeñoso don José, No sabes nada de la vida si crees que hay alguna cosa más que saber, respondió el techo, y se calló.
Don José se levantó de la cama, escondió la credencial en el armario, entre los papeles del obispo, después buscó el cuaderno de apuntes y se puso a narrar los frustantes sucesos de la mañana, acentuando en particular los modos antipáticos del farmacéutico y su afilada mirada. Al final del relato, escribió, como si la idea hubiese sido suya, Creo que lo mejor es volver al trabajo. Cuando estaba guardando el cuaderno debajo del colchón se acordó de que no había almorzado, se lo dijo la cabeza, no el estómago, con el tiempo y el descuido de comer las personas acaban por dejar de oír el reloj del apetito. De continuar don José las vacaciones, no le importaría nada meterse en la cama el resto del día, quedarse sin comer, no cenar, dormir toda la noche pudiendo ser, o refugiarse en el sopor voluntario de quien ha decidido dar la espalda a los hechos desagradables de la vida. Pero tenía que alimentar el cuerpo para trabajar al día siguiente, detestaba que la debilidad lo pusiese otra vez a sudar frío y con ridículos mareos ante la conmiseración fingida de los colegas y la impaciencia de los superiores. Batió dos huevos, les añadió unas cuantas rodajas de chorizo, una buena pizca de sal gruesa, puso aceite en una sartén, esperó que se calentara hasta el punto justo, éste era su único talento culinario, el resto se resumía en abrir latas. Se comió la tortilla despacio, en pedacitos geométricamente cortados, haciéndola rendir lo más posible, apenas para ocupar el tiempo, no por deleite gastronómico. Sobre todo, no quería pensar. El imaginario y metafísico diálogo con el techo le sirvió para encubrir la total desorientación de su espíritu, la sensación de pánico que le producía la idea de que ya no tendría nada más que hacer en la vida si, como tenía razones para recelar, la búsqueda de la mujer desconocida había terminado.
Sentía un nudo duro en la garganta, como cuando le reñían de pequeño y querían que llorase, y él resistía, resistía, hasta que por fin las lágrimas se le saltaban, como también comenzaban a saltársele ahora, por fin.
Apartó el plato, dejó caer la cabeza sobre los brazos cruzados y lloró sin vergüenza, al menos esta vez no había nadie para reírse de él. Éste es uno de aquellos casos en que los techos nada pueden hacer para ayudar a las personas afligidas, tienen que limitarse a esperar allá arriba a que la tormenta pase, que el alma se desahogue, que el cuerpo se canse. Así le ocurrió a don José. Al cabo de unos minutos ya se sentía mejor, se enjugó bruscamente las lágrimas con la manga de la camisa y se fue a lavar el plato y el cubierto. Tenía la tarde entera ante él y nada que hacer. Pensó en visitar a la señora del entresuelo derecha, contarle más o menos lo que aconteciera, pero después consideró que no merecía la pena, ella le había dicho todo lo que sabía, y tal vez acabase preguntándole por qué demonios la Conservaduría General se esforzaba tanto a causa de una simple persona, de una mujer sin importancia, sería indecente falsedad responderle, además de estupidez rematada, que para la Conservaduría General del Registro Civil somos todos iguales, tal como el sol lo es para todos cuando nace, hay cosas que conviene no decir delante de un viejo si no queremos que él se nos ría en la cara. Don José recogió de un rincón de la casa un brazado de revistas y de periódicos antiguos, de los que ya había recortado noticias y fotografías, podía ser que algo interesante le hubiese pasado inadvertido, o que en ellos se comenzara a hablar de alguien que se presentaba como una aceptable promesa en los difíciles caminos de la fama. Don José volvía a sus colecciones.
De todos, el menos sorprendido fue el conservador. Habiendo, como de costumbre, entrado cuando todo el personal ya estaba en sus lugares y trabajando, paró durante tres segundos al lado de la mesa de don José, pero no pronunció palabra. Don José esperaba ser sometido a un interrogatorio directo sobre los motivos de su regreso anticipado al trabajo, pero el jefe se limitó a oír las explicaciones inmediatamente presentadas por el subdirector de la sección, a quien después despidió con un movimiento seco de la mano derecha, unidos y tensos los dedos índice y corazón, medio recogidos los restantes, lo que, según el código gestual de la Conservaduría, significaba que no estaba dispuesto a oír una palabra más del asunto. Confundido entre la primera expectativa de ser interrogado y el alivio de que lo hubieran dejado en paz, don José procuraba aclarar las ideas, concentrar los sentidos en el trabajo que el oficial le había puesto encima de la mesa, dos decenas de declaraciones de nacimiento cuyos datos deberían ser transcritos en las fichas y éstas archivadas en los ficheros del mostrador, en el competente orden alfabético. Era un trabajo simple, pero de responsabilidad, que, para don José, todavía débil de piernas y de cabeza, al menos tenía la ventaja de que se podía hacer sentado.
Los errores de los copistas son los que menos disculpa tienen, no resuelve nada que nos digan, Me distraje, por el contrario, reconocer una distracción es confesar que se pensaba en otra cosa, en vez de tener la atención puesta en nombres y en fechas cuya suprema importancia les viene de ser ellos, en el caso presente, quienes dan existencia legal a la realidad de la existencia. Sobre todo el nombre de la persona que nació. Un simple error de transcripción, el cambio de la letra inicial de un apellido, por ejemplo, haría que la ficha se colocara fuera de su lugar, incluso muy lejos de donde debería estar, como inevitablemente tendría que acontecer en esta Conservaduría General del Registro Civil, donde los nombres son muchos, por no decir que son todos.
Si el escribiente que, en tiempos pasados, copió en una ficha el nombre de don José hubiese escrito Xosé, equivocado mentalmente por una semejanza de pronunciación que casi alcanza la coincidenia, sería el colmo de los trabajos dar con la desorientada ficha para inscribir en ella cualquiera de los tres registros corrientes y comunes, el de matrimonio, el de divorcio, el de muerte, dos más o menos evitables, el otro nunca. Por eso don José va copiando con prudentísimo cuidado, letra a letra, las comprobaciones de vida de los nuevos seres que le fueron confiados, ya lleva transcritas dieciséis declaraciones de nacimiento, ahora atrae hacia sí la decimoséptima, prepara la ficha, y la mano de pronto le tiembla, los ojos vacilan, la piel de la frente se cubre de sudor. El nombre que tiene frente a él, de un individuo de sexo femenino, es, en casi todo, idéntico al de la mujer desconocida, sólo en el último apellido existe una diferencia, y, aun así, la primera letra es la misma. Se dan, por tanto, todas las probabilidades de que esta ficha, llevando el nombre que lleva, tenga que ser archivada a continuación de la otra, por eso don José como quien ya no puede dominar más la impaciencia al aproximarse el momento de un encuentro muy deseado, se levantó de la silla apenas acabó de hacer el registro, corrió al cajón respectivo del fichero, fue pasando los dedos nerviosos por encima de las fichas, buscó, encontró el lugar. La ficha de la mujer desconocida no estaba allí. La palabra fatal relampagueó inmediatamente dentro de la cabeza de don José, la fulminante palabra, Murió. Porque don José tiene la obligación de saber que la ausencia de una ficha del archivo significa irremisiblemente la muerte de su titular, son incontables las fichas que él mismo, en veinticinco años de funcionario, retiró de aquí y transportó al archivo de los muertos, pero ahora se niega a aceptar la evidencia, que sea ése el motivo de la desaparición, algún descuidado e incompetente colega cambió la ficha de lugar, tal vez esté un poco más delante, un poco más atrás, don José, por desesperación, quiere engañarse a sí mismo, nunca, en tantos y tantos siglos de Conservaduría General, una ficha de este archivo estuvo colocada fuera de su sitio, sólo hay una posibilidad, una sola, de que la mujer aún esté viva, es que su ficha se encuentre temporalmente en poder de uno de los otros escribientes para cualquier asentamiento nuevo, Tal vez se haya vuelto a casar, pensó don José, y, durante un instante, la inesperada contrariedad que le causó la idea le mitigó la perturbación. Después, casi sin darse cuenta de lo que hacía, puso la ficha que había copiado de la declaración de nacimiento en el lugar de la que desapareciera y, con las piernas trémulas, volvió a su mesa.
No podía preguntar a los colegas si tendrían, por casualidad, la ficha de la señora, no podía andar alrededor de sus mesas mirando de soslayo los papeles en los que trabajaban, no podía hacer nada aparte de vigilar el cajón del fichero, para ver si alguien iba a reintegrar en su sitio el pequeño rectángulo de cartulina distraído de allí por equivocación o por un motivo menos rutinario que la muerte. Las horas fueron pasando, la mañana dio lugar a la tarde, lo que don José consiguió digerir del almuerzo fue casi nada, alguna cosa tendrá en la garganta para que tan fácilmente le surjan estos nudos, estas estrecheces, estas angustias. En todo el día ningún colega abrió aquel cajón del fichero, ninguna ficha desencaminada encontró el camino de regreso, la mujer desconocida estaba muerta.
Esa noche don José volvió a la Conservaduría. Llevaba consigo la linterna de bolsillo y un rollo de cien metros de cuerda resistente. La linterna contenía una pila nueva, para varias horas de duración de uso continuo, pero don José, más que escarmentado por las dificultades que se vio obligado a enfrentar durante su peligrosa aventura de escalada y robo en el colegio, había aprendido que en la vida todas las preocupaciones son pocas, principalmente cuando se abandonan las vías rectas del proceder honesto para encaminarse por los atajos tortuosos del crimen. Imagínese que la minúscula lámpara se funde, imagínese que la lente que la protege y que intensifica la luz se suelta del encaje, imagínese que la linterna, con pila, lente y lámpara intactas, se cae en un agujero al que no llega ni con el brazo ni con un gancho, entonces, a falta del auténtico hilo de Ariadna, que no se atreve a usar a pesar de que nunca se cierra con llave el cajón de la mesa del jefe donde, con una linterna potente, se encuentra guardado para las ocasiones, don José utilizará un rústico y vulgar rollo de cuerda comprado en la droguería que le hará las veces y que reconducirá al mundo de los vivos aquel que, en este momento, se prepara para entrar en el reino de los muertos. Como funcionario de la Conservaduría General, don José dispone de toda la legitimidad para acceder a cualquier documento de registro civil, que es, no sería necesario repetirlo, la propia sustancia de su trabajo, por tanto alguien podrá extrañarse de que, al notar la falta de la ficha, no hubiese dicho al oficial de quien depende, Voy adentro a buscar la ficha de una mujer que ha muerto. La cuestión es que no bastaría anunciarlo, tendría que dar una razón administrativamente fundada y burocráticamente lógica, el oficial no dejaría de preguntar, Para qué la quiere, y don José no podría responderle, Para tener la certeza de que está muerta, adónde iría a parar la Conservaduría General si comenzase a satisfacer estas y otras curiosidades, no sólo morbosas sino también improductivas. Lo peor que podrá resultar de la expedición nocturna de don José será que no consiga encontrar los papeles de la mujer desconocida en el caos que es el archivo de los muertos.
Claro que, en principio, tratándose de un óbito reciente, los papeles deberán estar en lo que vulgarmente se designa entrada, pero aquí el problema comienza en la imposibilidad de saber, exactamente, dónde está la entrada del archivo de los muertos. Será demasiado simple decir, como insisten optimistas recalcitrantes, que el espacio de los muertos empieza necesariamente donde acaba el espacio de los vivos y viceversa, tal vez en el mundo exterior las cosas, de alguna manera, pasen así, dado que, salvo acontecimientos excepcionales, aunque no tan excepcionales cuanto nos gustaría, como son las catástrofes naturales o los conflictos bélicos, no es habitual que se vea en las calles a los muertos mezclados con los vivos. Ahora bien, por razones estructurales, y no sólo, en la Conservaduría General esto puede acontecer. Puede acontecer, y acontece. Ya habíamos explicado antes que, de tiempo en tiempo, cuando la congestión causada por la acumulación continua e irresistible de los muertos comienza a impedir el paso de los funcionarios por los corredores y, en consecuencia, a dificultar cualquier investigación documental, no hay más remedio que echar abajo la pared del fondo y volver a levantarla uno cuantos metros atrás. Sin embargo, por un involuntario olvido nuestro, no se mencionaron entonces los dos efectos perversos de esa congestión. En primer lugar, durante el tiempo en que la pared está siendo construida, es inevitable que las fichas y los expedientes de los muertos recientes, por falta de espacio propio en el fondo del edificio, se vayan aproximando peligrosamente y rocen, del lado de acá, los expedientes de los vivos que se encuentran ordenados en la parte extrema interior de las respectivas estanterías, dando origen a una franja de delicadas situaciones de confusión entre los que aún están vivos y los que ya están muertos. En segundo lugar, cuando la pared se encuentra levantada y el techo prolongado, y ya el archivo de los muertos puede volver a la normalidad, esa misma confusión, fronteriza, por decirlo así, tornará imposible, o por lo menos pernicioso en alto grado, el transporte, para la tiniebla del fondo, de la totalidad de los muertos intrusos, con perdón de la impropia palabra. Se añade aún a estos no pequeños inconvenientes la circunstancia de que los dos escribientes más jóvenes, sin que el jefe o los colegas lo sospechen, no tienen reparos, de vez en cuando, sea por deficiencia de su formación profesional, sea por graves carencias en su ética personal, en soltar en cualquier parte un muerto, sin darse el trabajo de ir allá adentro para ver si habría o no un espacio libre. Si esta vez la suerte no estuviera del lado de don José, si no le favoreciera el azar, la aventura del asalto a la escuela, comparada con la que aquí le espera, a pesar de lo arriesgada que fue, había sido un paseo.
Podría preguntarse para qué le servirá a don José una cuerda tan larga, de cien metros, si la extensión de la Conservaduría General, a pesar de las sucesivas ampliaciones, todavía no pasa de los ochenta. Es una duda propia de quien imagina que todo en la vida se puede hacer siguiendo cuidadosamente una línea recta, que es siempre posible ir de un lugar a otro por el camino más corto, tal vez algunas personas, en el mundo exterior, juzguen haberlo conseguido, pero aquí, donde los vivos y los muertos comparten el mismo espacio, a veces hay que dar muchas vueltas para encontrar a uno de éstos, hay que rodear montañas de legajos, columnas de procesos, pilas de fichas, macizos de restos antiguos, avanzar por desfiladeros tenebrosos, entre paredes de papel sucio que se tocan allá en lo alto, son metros y metros de cordel los que tendrán que ser extendidos, dejados atrás, como un rastro sinuoso y sutil trazado en el polvo, no hay otra manera de saber por dónde queda que pasar, no hay otra manera de encontrar el camino de regreso. Don José anudó una punta de la cuerda a una pata de la mesa del jefe, no lo hizo por falta de respeto, sino para ganar unos cuantos metros, se ató la otra punta al tobillo y, soltando tras de sí, en el suelo, el rollo que a cada paso se va desliando, avanzó por uno de los corredores centrales del archivo de los vivos. Su plan es comenzar la búsqueda por el espacio del fondo, allí donde deberán estar el expediente y la ficha de la mujer desconocida, aunque, por las razones ya expuestas, sea poco probable que el depósito haya sido efectuado de forma correcta. Como funcionario de otro tiempo, educado según los métodos y las disciplinas de antaño, al carácter estricto de don José le repugnaría pactar con la irresponsabilidad de las nuevas generaciones, comenzando la busca en el lugar donde sólo por una deliberada y escandalosa infracción de las reglas archivísticas básicas un muerto podría haber sido depuesto. Sabe que la mayor dificultad con la que tendrá que luchar es la falta de luz. Quitando la mesa del jefe, sobre la cual continúa brillando tenuemente la lámpara de siempre, la Conservaduría está, toda ella, a oscuras, sumergida en densas tinieblas. Encender otras lámparas a lo largo del edificio, incluso siendo desmayadas como son, sería demasiado arriesgado, un policía cuidadoso al hacer la ronda del barrio, o un buen ciudadano, de esos que se preocupan por la seguridad de la comunidad, podrían advertir a través de las altas ventanas la difusa claridad y darían la alarma inmediatamente. Don José no tendrá por tanto más luz que le valga que el débil círculo luminoso que, al ritmo de los pasos, pero también por el temblor de la mano que sostiene la linterna, oscila ante él.
Es que hay una gran diferencia entre venir al archivo de los muertos durante horas normales de trabajo, con la presencia, detrás, de los colegas que, a pesar de poco solidarios, como se ha visto, siempre acudirían en caso de peligro real o de irresistible crisis nerviosa, sobre todo mandándolo el jefe, Vaya a ver lo que le pasa a aquél, y aventurarse solo, en medio de una gran noche, por estas catacumbas de la humanidad, cercado de nombres, oyendo el susurrar de los papeles, o un murmullo de voces, quién los podrá distinguir.
Don José alcanzó el final de los estantes de los vivos, busca ahora un paso para alcanzar el fondo de la Conservaduría General, en principio, y según como fue proyectada la ocupación del espacio, éste tendría que desarrollarse a lo largo de la bisectriz longitudinal de la planta, aquella que imaginariamente divide el trazado rectangular del edificio en dos partes iguales, pero los desmoronamientos de expedientes, que siempre están sucediendo por más que se empujen las masas de papeles, convertían algo que estaba destinado a ser acceso directo y rápido en una red compleja de caminos y veredas, donde a cada momento surgen los obstáculos y los callejones sin salida. Durante el día, y con todas las luces encendidas, aún es relativamente fácil que el investigador se mantenga en la dirección correcta, basta ir atento, vigilante, tener el cuidado de seguir por los senderos donde se vea menos polvo, que ésa es la señal de que por allí se pasa con frecuencia, hasta hoy, a pesar de algunos sustos y de algunas preocupantes demoras, no se ha dado ni un solo caso de que un funcionario no haya regresado de la expedición. Pero la luz de la linterna de bolsillo no merece confianza, parece que va creando sombras por su propia cuenta, don José, ya que no osa servirse de la linterna del conservador, debía haberse comprado una de esas modernas, potentísimas, que son capaces de iluminar hasta el fin del mundo. Es cierto que el miedo de perderse no lo amilana demasiado, hasta cierto punto la tensión constante de la cuerda atada al tobillo lo tranquiliza, pero, si se pone a dar vueltas por aquí, a andar en círculos, a envolverse en el capullo, acabará por no poder dar un paso más, tendrá que volver para atrás, comenzar de nuevo. Y ya algunas veces lo tuvo que hacer por otro motivo, cuando la cuerda, demasiado fina, se introdujo entre las montañas de papeles y se quedó atascada en las esquinas, y ahí ni para atrás ni para adelante. Por todos estos problemas y enredos, se comprende que el avance tenga que ser lento, que de poco le sirva a don José el conocimiento que tiene de la topografía de los sitios, tanto más que ahora mismo se desmorona una enorme rima de expedientes que obstruían hasta la altura de un hombre lo que tenía todo el aspecto de ser el camino seguro, levantado una densa nube de polvo, en medio de la cual revolotean espantadas las polillas, casi transparentes por el foco de la linterna. Don José detesta estos bichos, que a primera vista se diría que han sido puestos en el mundo de adorno, de la misma manera que detesta los lepismas que también proliferan por aquí, son ellos, todos, los voraces culpables de tantas memorias destruidas, de tanto hijo sin padres, de tanta herencia caída en las ávidas manos del estado debido a falta de habilitación legal, por más que se jure que el documento comprobatorio fue comido, manchado, roído, devorado por la fauna que infesta la Conservaduría General, y que por una simple cuestión de humanidad eso debería ser tenido en cuenta, desgraciadamente no hay quien convenza al procurador de las viudas y de los huérfanos, que debería estar a favor de ellas y de ellos, pero que no está, O el papel aparece o no hay herencia. En cuanto a las ratas, no vale la pena hablar de su capacidad destructora. En todo caso, a pesar de los numerosos estragos que causan, también tienen estos roedores su lado positivo, si ellos no existiesen la Conservaduría General ya habría reventado por las costuras, o tendrían el doble de longitud. A un observador desprevenido podrá sorprender cómo aquí no se multiplican las colonias de ratones hasta la aniquilación total de los archivos, sobre todo considerando la imposibilidad más que patente de una desinfección cien por cien eficaz. La explicación, aunque haya quien alimente algunas dudas sobre su total pertinencia, estaría en la falta de agua o de una suficiente humedad ambiental, estaría en la dieta seca a que los bichos se encuentran sujetos por el medio en que escogieron vivir o donde la mala suerte los trajo, de lo que habría resultado una atrofia notoria de la musculatura genital con consecuencias muy negativas en el ejercicio de la cópula. Contrariando esta tentativa de explicación, hay quien insiste en afirmar que los músculos no tienen nada que ver con el asunto, lo que significa que la polémica continúa abierta.
Entre tanto, cubierto de polvo, con pesados harapos de telas de araña pegados al pelo y a los hombros, don José alcanzó por fin el espacio libre existente entre los últimos papeles archivados y la pared del fondo, separados todavía por unos tres metros y formando un corredor irregular, más estrecho cada día que pasa, que une las dos paredes laterales. La oscuridad, en este lugar, es absoluta. La débil claridad exterior que aún logra atravesar la capa de suciedad que cubre por dentro y por fuera los tragaluces laterales, en particular los últimos de cada lado, que son los más próximos, no consigue llegar hasta aquí debido a la acumulación vertical de los atados de documentos, que casi alcanza el techo. En cuanto a la pared del fondo, toda ella, es inexplicablemente ciega, es decir, no tiene siquiera un simple ojo de buey que ahora venga en ayuda de la escasa luz de la linterna. Nunca nadie pudo entender la tozudez de la corporación de arquitectos que, amparándose en una poco convicente justificación estética, se opuso a modificar el proyecto histórico y autorizar la apertura de ventanas en la pared cuando es necesario desplazarla, a pesar de que un lego en la materia sería capaz de percibir que simplemente se trata de satisfacer una necesidad funcional. Ellos deberían estar aquí ahora, refunfuñó don José, así sabrían lo que cuesta.
Las rimas de papeles dispuestas a un lado y a otro del paso central tienen alturas diferentes, la ficha y el expediente de la mujer desconocida podrán estar en cualquiera de ellas, en todo caso con mayores probabilidades de ser encontrados en una de las rimas más bajas, si la ley del mínimo esfuerzo fuera preferida por el escribiente encargado del depósito. Desgraciadamente no faltan en esta nuestra desorientada humanidad espíritus tan retorcidos que no sería de extrañar que al funcionario que archivó el expediente y la ficha de la mujer desconocida, si es que efectivamente los trajo aquí, se le ocurriese la idea maliciosa, sólo por gratuita ojeriza, de apoyar precisamente en la rima de papeles más alta la enorme escalera de mano usada en este servicio y colocarlos encima, en el tope de todo, así son las cosas de este mundo.
Con método, sin precipitaciones, hasta pareciendo recordar los gestos y los movimientos de la noche que pasó en la buhardilla del colegio, cuando la mujer desconocida probablemente aún estaba viva, don José comenzó la búsqueda. Había por aquí mucho menos polvo cubriendo los papeles, lo que es fácil de comprender si se tiene en cuenta que no pasa ni un solo día sin que sean traídos expedientes y fichas de personas fallecidas, lo que, en lenguaje imaginativo, pero de un mal gusto evidente, sería lo mismo que decir que en el fondo de la Conservaduría general del Registro Civil los muertos están siempre limpios. Sólo allá en lo alto, donde los papeles, como ya ha sido dicho, casi alcanzan el techo, el polvo cribado por el tiempo se va tranquilamente asentado sobre el polvo que el tiempo cribó, hasta el punto de que es necesario desempolvar, sacudir con fuerza las carpetas de los expedientes que se encuentran arriba, si queremos saber de quiénes se tratan. De no descubrir en los niveles inferiores lo que busca, don José tendrá que sacrificarse nuevamente a subir una escalera de mano, pero esta vez no necesitará estar encaramado más que un minuto, no tendrá tiempo de marearse, de un vistazo el foco de la linterna le mostrará si algún expediente ha sido colocado allí en los últimos días. Situándose el fallecimiento de la mujer desconocida, con alta probabilidad, en un lapso de tiempo asaz corto, correspondiente, día más, día menos, según cree don José, a uno de los periodos en que estuvo ausente del trabajo, primero la semana de la gripe, después las brevísimas vacaciones, la verificación de los documentos en cada una de las pilas puede ser efectuada con bastante rapidez, y aunque la muerte de la mujer hubiese ocurrido antes, inmediatamente después del día memorable en que la ficha fue a parar a las manos de don José, incluso así el tiempo transcurrido no es tanto que los documentos se encuentren ahora archivados debajo de un número excesivo de otros expedientes. Este reiterado examen de las situaciones que vienen surgiendo, estas continuas reflexiones, estas ponderaciones minuciosas sobre lo claro y lo oscuro, sobre lo directo y lo laberíntico, sobre lo limpio y lo sucio, pasan, todas ellas, tal cual se relata, en la cabeza de don José. El tiempo empleado en explicarlas o, hablando con más rigor, en reproducirlas, aparentemente exagerado, es la consecuencia inevitable, no sólo de la complejidad, tanto de fondo como de forma, de los factores mencionados, sino también de la naturaleza muy especial de los circuitos mentales de nuestro escribiente. Que va a pasar ahora por una dura prueba. Paso a paso, avanzando a lo largo del estrecho corredor formado, como se dijo, por las rimas de documentos y por la pared del fondo, don José se ha aproximado a una de las paredes laterales. En principio, abstractamente, a nadie se le ocurriría considerar estrecho un corredor como éste, con su confortable anchura de casi tres metros, pero si esta dimensión se piensa en relación con la largura del corredor, el cual, se repite una vez más, va de pared lateral a pared lateral, entonces tendremos que preguntarnos cómo es posible que don José, al que sabemos propenso a serias perturbaciones de índole psicológica, como es el caso de los vértigos y de los insomnios, no haya sufrido hasta ahora, en este cerrado y sofocante espacio, un violento ataque claustrofóbico. La explicación quizá se encuentre, precisamente, en el hecho de que la oscuridad no le deja percatarse de los límites de ese espacio, que tanto pueden estar aquí como allá, teniendo visible, frente a él, la familiar y tranquilizadora masa de papeles. Don José nunca estuvo aquí tanto tiempo, lo normal es llegar, colocar los documentos de una vida terminada y luego volver a la seguridad de la mesa de trabajo, y si es cierto que, en esta ocasión, desde que entró en el archivo de los muertos, no puede sustraerse a una impresión inquietante, como de una presencia que lo rodea, lo atribuye a ese difuso temor de lo oculto e ignoto a que tienen humanísimo derecho hasta las más valerosas de las personas. Miedo, lo que se llama miedo, don José no lo tuvo hasta el momento en que llegó al final del corredor y se encontró con la pared. Se agachó para examinar unos papeles caídos en el suelo, que bien podían ser los de la mujer desconocida, tirados a boleo por el funcionario indiferente, y, de pronto, antes incluso de tener tiempo para examinarlos, dejó de ser don José escribiente de la Conservaduría General del Registro Civil, dejó de tener cincuenta años, ahora es un pequeño José que comienza a ir a la escuela, es el niño que no quería dormirse porque todas las noches tenía una pesadilla, obsesivamente la misma, este canto de pared, este muro cerrado, esta prisión, y más allá, en el otro extremo del corredor, oculta por la tiniebla, nada más que una pequeña y simple piedra, una pequeña piedra que crecía lentamente, que él no podía ver ahora con sus ojos, pero que la memoria de los sueños soñados le decía que estaba allí, una piedra que engordaba y se movía como si estuviese viva, una piedra que rebosaba por los lados y por arriba, que subía por las paredes y que avanzaba hacia él arrastrándose, enrollada sobre sí misma, como si no fuese piedra sino barro, como si no fuese barro sino sangre espesa. El niño salía de la pesadilla gritando cuando la masa inmunda le tocaba los pies, cuando el garrote de la angustia estaba a punto de estrangularlo, pero don José, pobre de él, no puede despertar de un sueño que ya no es suyo. Encogido contra la pared como un perro asustado, apunta con la mano trémula el foco de la linterna hacia la otra punta del corredor, sin embargo la luz no va tan lejos, se queda a medio camino, más o menos donde se encuentra el paso al archivo de los vivos. Piensa que si diera una carrera rápida podría escapar de la piedra que avanza, pero el miedo le dice, Ten cuidado, cómo sabes tú que no está parada allí, esperándote, vas a caer en la boca del lobo. En el sueño, el avance de la piedra iba acompañado por una música extraña que parecía nacida del aire, pero aquí el silencio es absoluto, total, tan espeso que engulle la respiración de don José, de la misma manera que la tiniebla engulle la luz de la linterna. Que la engulló por completo ahora mismo. Fue como si la oscuridad, bruscamente, hubiese avanzado para pegarse como una ventosa en la cara de don José. La pesadilla del niño, sin embargo, había terminado.
Para él, entienda quien pueda el alma humana, el hecho de no ver las paredes de la cárcel, las próximas y las distantes, era lo mismo que si no estuvieran, era como si el espacio se hubiese ensanchado, libre, hasta el infinito, como si las piedras no fuesen más que el mineral inerte de que están hechas, como si el agua fuese simplemente la razón del barro, como si la sangre corriese sólo dentro de sus venas y no fuera de ellas. Ahora no es una pesadilla de la infancia lo que asusta a don José, lo que le paraliza de miedo es otra vez el pensamiento de que podrá quedarse muerto en este canto, como cuando, hace tanto tiempo, imaginó que se podría caer de otra escalera, muerto aquí sin papeles en medio de los papeles de los muertos, aplastado por la tiniebla, por la avalancha que no tardará en precipitarse desde lo alto, y que mañana lo descubrirían, Don José faltó al servicio, dónde estará, Ha de aparecer, y cuando un colega venga a trasladar otros expedientes y otras fichas, allí lo encontrará, expuesto a la luz de una linterna mejor que ésta que tan mal le sirvió cuando más necesitaba de ella.
Pasaron los minutos que tenían que pasar para que don José, poco a poco, comenzase a percibir dentro de sí una voz que decía, Hombre, hasta ahora, quitando el miedo, no te ha sucedido nada malo, estás ahí sentado, intacto, es cierto que la linterna se te ha apagado, pero tú para qué necesitas una linterna, tienes la cuerda atada al tobillo, presa por la otra punta a la pata de la mesa del jefe, estás seguro, igual que un nascituro ligado por el cordón umbilical al útero de la madre, no es que el jefe sea tu madre ni tu padre, pero en fin, las relaciones entre las personas, aquí, son complicadas, lo que debes pensar es que las pesadillas de la infancia nunca se realizan, mucho menos se realizan los sueños, aquello de la piedra era realmente horrible, pero es indudable que tiene una explicación científica, como cuando soñabas que volabas sobre los huertos, subiendo, bajando, flotando con los brazos abiertos, acuérdate, era una señal de que estabas creciendo, la piedra también tuvo su función, si hay que vivir la experiencia del terror entonces que sea pronto mejor que tarde, además de eso tienes la obligación de saber que estos muertos no son en serio, es una exageración macabra llamar a esto su archivo, si los papeles que tienes en la mano son los de la mujer desconocida, son papeles y no huesos, son papeles y no carne putrefacta, ése fue el prodigio obrado por tu Conservaduría General, transformar en meros papeles la vida y la muerte, es cierto que quisiste encontrar a esa mujer pero no llegaste a tiempo, ni siquiera eso fuiste capaz de conseguir, o quizá querías y no querías, dudabas entre el deseo y el temor como le suceda a tanta gente, bastaba con que hubieses ido a hacienda, no faltó quien te lo aconsejase, se acabó, lo mejor es dejarla estar, ya no hay más tiempo para ella y el fin del tuyo está por llegar.
Rozando la inestable pared por los expedientes, con mucho cuidado para que no se le venga encima, don José, lentamente, se levanta. La voz que le hiciera aquel discurso le decía ahora cosas como éstas, Hombre, no tengas miedo, la oscuridad en que estás metido aquí no es mayor que la que existe dentro de tu cuerpo, son dos oscuridades separadas por una piel, apuesto que nunca habías penado en ello, transportas todo el tiempo de un lado para otro una oscuridad, y eso no te asusta, hace un instante poco faltó para que te pusieses a dar gritos sólo porque imaginaste unos peligros, sólo porque te acordaste de la pesadilla de cuando eras pequeño, querido amigo, tienes que aprender a vivir con la oscuridad de fuera como aprendiste a vivir con la oscuridad de dentro, ahora levántate de una vez, por favor, guarda la linterna en el bolsillo, que no te sirve de nada, guarda los papeles, ya que insistes en llevártelos, entre la chaqueta y la camisa, o entre la camisa y la piel que es más seguro, agarra la cuerda con firmeza, enróllala a medida que vayas avanzando para que no se te enrede en los pies, y ahora hala, no seas cobarde, que es lo peor de todo. Rozando levemente todavía la pared de pared con el hombro don José aventuró dos pasos tímidos.
Las tinieblas se abrieron como un agua negra, cerrándose tras él, otro paso, otro más, cinco metros de cuerda ya han sido levantados del suelo y enrollados, a don José le vendría bien poder disponer de una tercera mano que fuese palpando el aire por delante, pero el remedio simple, bastará que suba a la altura de la cara las dos manos que tiene, una que irá enrollando, otra que irá siendo enrollada, es el principio de la devanadora.
Don José casi está saliendo del corredor, unos pasos más y estará a salvo de un nuevo asalto de la piedra de la pesadilla, la cuerda ahora se resiste un poco pero es buena señal, significa que está presa, junto al suelo en la esquina del paso que lleva al archivo de los vivos. Durante todo el camino hasta llegar, extrañamente, como si alguien los estuviese lanzando desde arriba, fueron cayendo papeles y papeles sobre la cabeza de don José, despacio, uno, otro, como una despedida. Y cuando, por fin, llegó a la mesa del jefe, cuando, antes incluso de desatar la cuerda, se sacó de debajo de la camisa el expediente que recogiera del suelo, cuando lo abrió y vio que era el de la mujer desconocida, su conmoción fue tan fuerte que no le dejó oír el ruido de la puerta de la Conservaduría, como si alguien acabase de salir.
Que el tiempo psicológico no corresponde al tiempo matemático lo había aprendido don José de la misma manera que adquirió en su vida algunos otros conocimientos de diferente utilidad, en primer lugar, naturalmente, gracias a sus propias vivencias, que no es él persona, a pesar de que nunca haya pasado de escribiente, de andar por este mundo sólo viendo andar a los otros, sino también por el influjo formativo de unos cuantos libros y revistas de divulgación científica dignos de confianza, o de fe, según el sentimiento de la ocasión, e incluso, digámoslo, de una u otra ficción de género introspectivo popular, donde, con diferentes métodos y añadidos de imaginación, igualmente se abordaba el asunto. En ninguna de las ocasiones anteriores, sin embargo, había experimentado la impresión real, objetiva, tan física como una súbita contracción muscular, de la efectiva imposibilidad de medir ese tiempo que podríamos llamar del alma, como en el momento en que, ya en casa, mirando una vez más la ficha del fallecimiento de la mujer desconocida, quiso, vagamente, situarla en el tiempo transcurrido desde que iniciara la búsqueda. A la pregunta, Qué estaba usted haciendo ese día, podría dar él una respuesta prácticamente inmediata, le bastaría consultar el calendario, pensar sólo como don José, el funcionario de la Conservaduría que estuvo ausente del trabajo por enfermedad, Ese día me encontraba en cama, con gripe, no fui al trabajo, diría él, pero si a continuación le preguntasen, Relaciónelo ahora con su actividad de investigador y dígame cuándo fue eso, entonces ya tendrá que consultar el cuaderno de apuntes que guardaba bajo el colchón, Fue dos días después de mi asalto al colegio, respondería. De hecho, tomando como buena la fecha de óbito inscrita en la ficha que lleva su nombre, la mujer desconocida había muerto dos días después del deplorable episodio que transformó en delincuente al hasta ahí honesto don José, pero estas confirmaciones cruzadas, la del escribiente por la del investigador, y la del investigador por la del escribiente, en apariencia más que suficientes para hacer coincidir el tiempo psicológico de uno con el tiempo matemático del otro, no los aliviaban, a éste y a aquel, de una impresión de vertiginosa desorientación. Don José no se encuentra en los últimos peldaños de una escalera altísima, mirando hacia abajo y observando cómo éstos se van tornando cada vez más estrechos hasta reducirse a un punto al tocar el suelo, pero es como si su cuerpo, en lugar de reconocerse uno y entero en la sucesión de los instantes, se encontrase repartido a lo largo de la duración de estos últimos días, de la duración psicológica o subjetiva, no de la matemática o real, y con ella se contrajera y dilatara. Soy definitivamente absurdo, se reprendía don José, el día ya tenía veinticuatro horas cuando se decidió que las tuviera, la hora tiene y siempre tuvo sesenta minutos, los sesenta segundos del minuto vienen desde la eternidad, si un reloj comienza a retrasarse o a adelantarse no es por defecto del tiempo, sino de la máquina, por tanto yo debo tener la cuerda averiada. La idea lo hizo sonreír blandamente, No siendo el desajuste por lo que sé, en la máquina del tiempo real, sino en la mecánica psicológica que lo mide, lo que tendría que hacer es procurarme un psicólogo que me reparase la ruedecilla. Sonrió otra vez, después se puso serio, El caso tiene una fácil solución, es más, ha quedado solucionado por naturaleza, la mujer está muerta, no se puede hacer otra cosa, guardaré el expediente y la ficha si me quiero quedar con un recuerdo palpable de esta aventura, para la Conservaduría General será como si la persona no hubiese llegado a nacer, probablemente nadie necesitará estos papeles, también puedo dejarlos en cualquier parte del archivo de los muertos, a la entrada, junto con los más antiguos, aquí o allí da lo mismo, la historia es igual para todos, nació, murió, a quien va a interesarle ahora quién haya sido, los padres, si la querían, la llorarán durante un tiempo, después llorarán menos, después dejarán de llorar, es lo acostumbrado, al hombre del que se divorció tanto le dará, es cierto que ella podría tener actualmente una relación sentimental, vivir con alguien, o estar a punto de casarse otra vez, pero eso sería la historia de un futuro que ya no podrá ser vivido, no hay nadie en el mundo a quien le interese el extraño caso de la mujer desconocida. Tenía delante el expediente y la ficha, tenía también las trece fichas de la escuela, el mismo nombre repetido trece veces, doce imágenes diferentes de la misma cara, una de ellas repetida, mas todas ellas muertas en el pasado, ya muertas antes de haber muerto la mujer en que después convertirán, las viejas fotografías engañan mucho, nos dan la ilusión de que estamos vivos en ellas, y no es cierto, la persona a quien estamos mirando ya no existe, y ella, si pudiese vernos, no se reconocería en nosotros, Quién será este que me está mirando con cara de pena, diría. Entonces, de pronto, don José se acordó de que había otro retrato, el que la señora del entresuelo derecha le había dado. Sin esperarlo, acababa de encontrar la respuesta a la pregunta de a quién podría interesar el extraño caso de la mujer desconocida.
Don José no esperó al sábado. Al día siguiente, cerrada la Conservaduría General, fue a la lavandería para recoger la ropa que había mandado limpiar. Oyó distraído a la concienzuda empleada, que le decía, Fíjese bien en este trabajo de zurcido, fíjese, pase los dedos por encima y dígame si nota alguna diferencia, es como si no hubiese ocurrido nada, así suelen hablar las personas que se contentan con las apariencias. Don José pagó, se puso el paquete debajo del brazo y se fue a casa a mudarse de ropa. Iba a visitar a la señora del entresuelo derecha y quería estar limpio y presentable, aprovechar no sólo el trabajo perfecto de la zurcidora, realmente merecedor de alabanzas, sino también la raya rigurosa de los pantalones, el reluciente planchado de la camisa, la recuperación milagrosa de la corbata.
Se disponía a salir cuando un morboso pensamiento le pasó por la cabeza, que es, hasta donde se sabe, el único órgano pensante al servicio del cuerpo.
Y si la señora del entresuelo derecha también ha muerto, verdaderamente no parecía vender salud, además, para morir basta estar vivo, y con esa edad, se imaginó tocando el timbre, una vez, otra vez, y al cabo de mucha insistencia oír abrirse la puerta del entresuelo izquierda y aparecer una mujer diciendo, enfadada con el ruido, No se canse, no hay nadie, Está fuera, Está muerta, Muerta, Exactamente, Y cuándo ha sido eso, Hace unos quince días, usted quién es, Soy de la Conservaduría General del Registro Civil, Pues no parece que su servicio funcione muy bien, es de la Conservaduría y no sabe que ella ha muerto. Don José se llamó a sí mismo obsesivo pero prefirió resolver el asunto allí mismo, en vez de tener que soportar la mala educación de la mujer del entresuelo izquierda. Entraría en la Conservaduría y en menos de un minuto verificaría en el fichero, a estas horas las dos empleadas de la limpieza ya habrían terminado el trabajo, tampoco necesitan mucho tiempo, se limitan a vaciar los cestos de los papeles, barren y enjuagan ligeramente el suelo hasta los estantes de detrás de la mesa del jefe, es imposible convencerlas, por las buenas o por las malas, de que vayan más allá, tiene miedo, dicen que ni muertas, también éstas son de las que se contentan con las apariencias, qué se le va a hacer.
Después de haber ido a la ficha de la mujer para recordar el nombre de la señora del entresuelo derecha, su madrina de bautismo, don José entreabrió la puerta con todo cuidado y acechó, como previera, las empleadas de la limpieza ya no estaban, entró, fue rápidamente al fichero y buscó el nombre, Aquí está, dijo, y respiró aliviado. Volvió a casa, acabó de arreglarse y salió. Para utilizar el autobús que le llevaría hasta cerca de la casa de la señora del entresuelo derecha, tenía que ir a la plaza de enfrente de la Conservaduría, la parada estaba allí. A pesar de lo avanzado del atardecer, flotaba aún sobre la ciudad mucha de la luz del día que quedaba en el cielo, antes de veinte minutos, por lo menos, no comenzarían a encenderse las farolas de la iluminación pública. Don José esperaba el autobús con algunas otras personas, lo más probable era que no pudiese ir en el primero que pasase. Efectivamente, así aconteció. Mas un segundo autobús apareció en seguida y éste no venía lleno. Don José entró a tiempo de conseguir lugar al lado de una ventanilla. Miró afuera, notando cómo la difusión de la luz en la atmósfera, por un efecto óptico nada común, iluminaba de un tono rojizo las fachadas de los edificios, como si para cada una de ellas el sol estuviese naciendo en ese instante. Allí estaba la Conservaduría General, con su puerta antiquísima, y los tres escalones de piedra negra que le daban acceso, las cinco ventanas alargadas de la delantera, toda la finca con un aire de ruina inmovilizada en el tiempo, como si la hubiesen momificado en vez de restaurarla cuando la degradación de los materiales lo reclamaba. Alguna dificultad del tráfico impedía al autobús ponerse en marcha. Don José se sentía nervioso, no quería llegar demasiado tarde a casa de la señora del entresuelo derecha. A pesar de la conversación que habían tenido, tan plena, tan franca, a pesar de ciertas confidencias intercambiadas, algunas inesperadas en personas que acababan de conocerse, no quedaron tan íntimos como para llamar a la puerta a horas impropias. Don José miró otra vez la plaza, la luz había mudado, la fachada de la Conservaduría General de pronto se volvió gris, pero de un gris todavía luminoso que parecía vibrar, estremecer, y entonces fue cuando, al mismo tiempo que el autobús finalmente arrancaba, desviándose despacio hacia el carril de circulación, un hombre alto, corpulento, subió los escalones de la Conservaduría, abrió la puerta y entró. El jefe, murmuró don José, qué hará en la Conservaduría a estas horas. Impelido por un súbito e inexplicable pánico, se levantó bruscamente del asiento, hizo un movimiento para salir, provocando un gesto de sorpresa e irritación en el pasajero de al lado, después volvió a sentarse, desconcertado consigo mismo. Sabía que el impulso era correr a casa, como si tuviera que protegerla de un peligro, lo que evidentemente sería un absurdo lógico. Un ladrón, imaginando, ya puestos, otro absurdo, que el jefe lo fuese, no entraría por la puerta de la Conservaduría para llegar a la suya. Pero también rozaba el absurdo que el jefe, después de acabada la jornada, hubiese vuelto a la Conservaduría, donde, como en este relato quedó a su debido tiempo aclarado, no tendría ningún trabajo a la espera, don José pondría las manos en el fuego por eso. Suponer que el jefe de la Conservaduría fuera a hacer horas extraordinarias sería más o menos lo mismo que pretender imaginar un círculo cuadrado. El autobús ya abandonó la plaza, y don José continúa rebuscando los motivos profundos que lo habían impelido a proceder de aquella desorientada manera. Acabó decidiendo que la razón radicaría en el hecho de haberse habituado, desde hace unos cuantos años, a ser el único residente nocturno del conjunto de edificios formado por la Conservaduría General y su casa, si es que ésta era merecedora de que le diesen el nombre de edificio, sin duda adecuado desde un punto de vista lingüístico riguroso, pues edificio es todo cuanto fue edificado, pero obviamente impropio en comparación con esa especie de dignidad arquitectónica que de la palabra parece emanar, sobre todo cuando la pronunciamos. Haber visto entrar al jefe en la Conservaduría lo impresionaba del mismo modo que se impresionaría, pensó, si cuando volviera a casa, lo encontrase sentado en su sillón.
La relativa tranquilidad que esta idea aportó a don José, esto es, sin contar con pertinentes y moralmente embarazosas consideraciones, la imposibilidad física y material de que el jefe penetrara en la intimidad de los aposentos de su subordinado hasta el punto de usar su sillón, se deshizo de repente cuando se acordó de las fichas escolares de la mujer desconocida y se preguntó si las había guardado bajo el colchón o, por descuido, las dejara expuestas sobre la mesa. Aunque su casa fuese tan segura como la caja fuerte de un banco, con cerraduras cifradas y blindaje reforzado en el suelo, techo y paredes, las fichas jamás de los jamases deberían haberse quedado a la vista. El hecho de que no hubiera allí nadie para verlas no sirve de disculpa a la gravísima imprudencia cometida, qué sabemos nosotros, ignorantes como somos, hasta dónde pueden alcanzar ya los avances de la ciencia, de la misma manera que las ondas, que nadie ve, consiguen llevar los sonidos y las imágenes por aires y vientos, saltando las montañas y los ríos, atravesando los océanos y los desiertos, tampoco será nada extraordinario que ya estén descubiertas o inventadas, o vengan a serlo mañana, unas ondas lectoras y unas ondas fotográficas capaces de atravesar las paredes y registrar y transmitir hacia el exterior casos, misterios y vergüenzas de nuestra vida que creíamos a salvo de indiscreciones. Esconderlos, los casos, los misterios y las vergüenzas bajo un colchón, todavía sigue siendo el proceso de ocultación más seguro, sobre todo si tenemos en consideración la dificultad cada vez mayor que las costumbres de hoy manifiestan cuando quieren entender las costumbres de ayer. Por muy expertas que fuesen esa onda lectora y esa onda fotográfica, meter la nariz entre un colchón y un somier es algo que nunca se les pasaría por la cabeza.
Es sabido cómo nuestros pensamientos, tanto los de inquietud como los de satisfacción, y otros que no son ni de esto ni de aquello, acaban, más tarde o más pronto, por cansarse y aburrirse de sí mismo, es sólo cuestión de dar tiempo al tiempo, es sólo dejarlos entregados al perezoso devaneo que les viene de naturaleza, no lanzar a la hoguera ninguna reflexión nueva, irritante o polémica, tener, sobre todo, el supremo cuidado de no intervenir cada vez que ante un pensamiento ya de por sí dispuesto a distraerse se presente una bifurcación atractiva, un ramal, una línea de desvío. O intervenir, sí, aunque sólo para impelirle con delicadeza por la espalda, principalmente si es de aquellos que incomodan, como si le aconsejáramos, Vete por ahí, que vas bien. Eso fue lo que hizo don José cuando le surgió aquella descabellada y providencial fantasía de la onda fotográfica y de la onda lectora, acto seguido se abandonó a la imaginación, la puso a mostrarle las ondas invasoras rebuscando en todo el cuarto tratando de hallar las fichas, que al final no se habían quedado sobre la mesa, perplejas y avergonzadas por no poder cumplir la orden que habían recibido, Ya saben, o encuentran las fichas y las leen y las fotografían, o regresamos al espionaje clásico. Don José todavía pensó en el jefe, pero se trató de un pensamiento residual, simplemente el que le era útil para encontrar una explicación aceptable al hecho de que hubiera vuelto a la Conservaduría fuera de las horas reglamentarias del servicio, Se olvidó de alguna cosa que le hacía falta, no puede haber otro motivo. Sin darse cuenta, repitió en voz alta la última parte de la frase, No puede haber otro motivo, provocando por segunda vez la desconfianza del pasajero que viajaba a su lado, cuyos pensamientos, a la luz del movimiento que lo hizo mudar de lugar, inmediatamente se tornaron claros y explícitos, este tipo está loco, apostamos que con estas o semejantes palabras lo pensó. Don José no notó la retirada del vecino de asiento, pasó sin transición a ocuparse de la señora del entresuelo derecha, ya la tenía ante sí, en el umbral de la puerta, Se acuerda de mí, soy de la Conservaduría General, Me acuerdo muy bien, Vengo a causa del asunto del otro día, Encontró a mi ahijada, No, no la encontré, o mejor dicho, sí, esto es, no, quiero decir, me gustaría tener una conversación con usted, si no le importa, si tiene un momento disponible, Entre, yo también tengo alguna cosa que contarle. Con más o menos palabras, fueron éstas las frases que don José y la señora del entresuelo derecha pronunciaron en el momento en que ella abrió la puerta y vio a aquel hombre, Ah, es usted, exclamó, por tanto él no precisaba preguntar, Se acuerda de mí, soy de la Conservaduría General, pero a pesar de eso no se resistió a hacer la pregunta, hasta tal punto constante, hasta tal punto imperiosa, hasta tal punto exigente parece ser esta nuestra necesidad de ir por el mundo diciendo quién somos, incluso cuando acabamos de oír, Ah, es usted, como si por habernos reconocido nos conociesen y no hubiera nada más que saber de nosotros, o lo poco que todavía quedara no mereciese el trabajo de una pregunta nueva.
No se había modificado la pequeña sala, la silla donde don José se sentara la primera vez se encontraba en el mismo sitio, la distancia entre ella y la mesa era la misma, las cortinas pendían de la misma manera, hacían los mismos pliegues, era también idéntico el gesto de la mujer al descansar las manos en el regazo, la derecha sobre la izquierda, sólo la luz del techo parecía un poco más pálida, como si la lámpara estuviese llegando al fin. Don José preguntó, Cómo sigue desde mi visita, y luego se recriminó por la falta de sensibilidad, peor aún, por la rematada estupidez de la que estaba dando muestras, tenía la obligación de saber que las reglas de educación elemental no siempre deben seguirse al pie de la letra, hay que tener en cuenta las circunstancias, hay que ponderar cada caso, imaginemos que la mujer le responde ahora con una sonrisa abierta, Felizmente muy bien, de salud, lo mejor posible, de ánimo, excelente, hace mucho tiempo que no me sentía tan fuerte, y él le suelta sin contemplaciones, Pues entonces sepa que su ahijada ha muerto, a ver cómo lo lleva. Pero la mujer no respondió a la pregunta, se limitó a encoger los hombros con indiferencia, después dijo, Durante unos días estuve pensando telefonear a la Conservaduría General, después abandoné la idea, calculando que más pronto que tarde vendría a visitarme, menos mal que decidió no telefonearme, al conservador no le gusta que recibamos llamadas, dice que perjudica al trabajo, Comprendo, pero esto se hubiera resuelto con facilidad, bastaba que le comunicara, a él personalmente, la información que tenía que dar, no era necesario que le avisaran. La frente de don José se cubrió repentinamente de un sudor frío. Acababa de conocer que, a lo largo de varias semanas, ignorante del peligro, inconsciente de la amenaza, estuvo bajo la inminencia del desastre absoluto que hubiera sido la revelación pública de las irregularidades de su comportamiento profesional, del continuo y voluntario atentado que estaba cometiendo contra las venerandas leyes deontológicas de la Conservaduría General del Registro Civil, cuyos capítulos, artículos, párrafos y puntos, aunque complejos, sobre todo debido al arcaísmo del lenguaje, la experiencia de los siglos habían acabado por reducir a siete palabras prácticas, No te metas donde no te llaman. Durante un instante don José odió con rabia a la mujer que tenía delante, la insultó mentalmente, la llamó vieja caquéctica, cretina, necia y, como quien no encuentra nada mejor para vengarse de un susto violento e inesperado, estuvo en un tris de decirle, Ah, es eso, pues entonces aguanta este viento, tu ahijadita, aquélla del retrato, palmó. La mujer le preguntó, Se siente mal, don José, quiere un vaso de agua, Estoy bien, no se preocupe, respondió él, avergonzado del malvado impulso, le voy a preparar un té, No es necesario, muchas gracias, no quiero molestarla, es ese momento don José se sentía más rastrero y humillado que el polvo de la calle, la señora del entresuelo derecha había salido de la sala, oía ruido de lozas en la cocina, pasaron algunos minutos, lo primero de todo es hervir el agua, don José se acuerda de haber leído en alguna parte, probablemente en una de las revistas de donde recortaba retratos de personas célebres, que el té debe hacerse con agua que ha hervido pero ya no hierve, se habría contentado con el vaso de agua fresca, pero la infusión le caerá mucho mejor, todo el mundo sabe que para levantar el ánimo decaído no hay nada que se compare a una taza de té, lo dicen todos los manuales, tanto los de oriente como los de occidente. La dueña de la casa apareció con la bandeja, traía también un plato de pastas, además de la tetera, de las tazas y del azucarero, No le he preguntado si le gustaba el té, sólo pensé que en estos instantes sería preferible al café, dijo, Me gusta el té, sí señora, me gusta mucho, Quiere azúcar, Nunca le pongo, de repente se puso pálido, a sudar, creyó que debía justificarse, Deben de ser los restos de una gripe que he pasado, En ese caso, de haber telefoneado, tampoco le hubiera encontrado en la Conservaduría General, o sea, tendría que contarle a su jefe lo que me pasó. Esta vez el sudor apenas humedeció las palmas de las manos de don José, pero aun así fue una suerte que la taza estuviera sobre la mesa, de tenerla asida en aquel momento, la porcelana habría acabado en el suelo, o se le derramaría el té, escaldándole las piernas al afligido escribiente, con las consecuencias obvias, inmediatamente la quemadura, después el regreso de los pantalones a la lavandería. Don José tomó una pasta del plato, la mordisqueó con lentitud, sin gusto, y, disimulando con el movimiento de la masticación la dificultad que tenían las palabras en salirle, consiguió formular la pregunta que ya se hacía esperar, Y qué información era esa que iba a darme. La mujer bebió un poco de té, extendió la mano dubitativa hacia el plato de pastas, pero no concluyó el gesto. Dijo, Se acuerda que le sugerí, al final de su visita, cuando ya se retiraba, que buscase en la guía telefónica el nombre de mi ahijada, Me acuerdo, pero preferí no seguir su consejo, Por qué, Es muy difícil de explicar, Pero tendrá sus razones, Dar razones para lo que se hace o se deja de hacer es de lo más fácil, cuando reparamos en que no las tenemos o no tenemos las suficientes, tratamos de inventarlas, en el caso de su ahijada, por ejemplo, yo podría ahora declarar que consideré que era preferible seguir el camino más largo y más complicado, Y esa razón, pregunto, es de las verdaderas, o de las inventadas, Convengamos en que tiene tanto de verdad como de mentira, Y cuál es la parte de mentira, En estar aquí procediendo de modo que la razón que le he dado sea tomada como verdad entera, Y no lo es, No, porque omito la razón de haber preferido aquel camino y no otro, directo, Le aburre la rutina de su trabajo, Ésa podría ser otra razón, En qué punto están sus investigaciones, Hábleme primero de lo que sucedió, hagamos cuenta de que yo estaba en la Conservaduría General cuando pensó telefonearme y que al jefe no le importa que llamen a sus funcionarios por teléfono. La mujer se llevó otra vez la taza a los labios, la colocó en el plato sin hacer el menor ruido y dijo, al mismo tiempo que las manos volvían a posarse en el regazo, nuevamente la mano derecha sobre la izquierda, Yo hice lo que le dije a usted que hiciera, le telefoneó, Sí, Habló con ella, Sí, Eso cuando fue, Algunos días después de que usted viniera, no me pude resistir a los recuerdos, ni siquiera conseguía dormir, Y que pasó, Conversamos, Ella debió de sorprenderse, No me lo pareció, pero sería lo natural después de tantos años de separación y de silencio, Se ve que sabe poco de mujeres, especialmente si son infelices, Ella era infeliz, Al poco tiempo comenzamos a llorar, las dos, como si estuviésemos atadas una a otra por un hilo de lágrimas, Le contó alguna cosa de su vida, Quién, Ella a usted, Casi nada, que se había casado pero que ahora estaba divorciada, eso ya lo sabíamos, consta en la ficha, entonces acordamos que vendría a visitarme en cuanto le fuera posible, Y vino, Hasta hoy, no, Qué quiere decir, Simplemente que no vino, Ni telefoneó, Ni telefoneó, cuántos días hace de eso, Unas dos semanas, para más o para menos, para menos, creo, sí, para menos, Y usted qué hizo, Al principio pensé que había cambiado de idea, que finalmente no quería reanudar las antiguas relaciones, no quería intimidades entre nosotras, aquellas lágrimas fueron sólo un momento de debilidad y nada más, ocurre muchas veces, hay ocasiones en la vida en que nos dejamos ir, en que somos capaces de contar nuestros dolores al primer desconocido que se nos presenta, se acuerda, cuando estuvo aquí, Me acuerdo, y nunca le agradeceré bastante su confianza, No piense que se trató de confianza, fue sólo desesperación, sea como sea, le prometo que no tendrá que arrepentirse, puede estar segura de mí, soy una persona directa, sí, tengo la certeza de que no me arrepentiré, gracias, Pero es porque, en el fondo, todo se me ha vuelto indiferente, por eso tengo la certeza de que no voy a arrepentirme, Ah.
Pasar de una interjección tan desconsolada como ésta a una interpelación directa, del género, Y después qué hizo, no era fácil, requería tiempo y tacto, por eso don José se quedó callado, a la espera de lo que viniese.
Como si también lo supiese, la mujer preguntó, Quiere más té, él acepto, Por favor, y acercó la taza. Después la mujer dijo, Hace unos días telefoneé a su casa, Y entonces, Nadie atendió, me respondió un contestador, Sólo telefoneó una vez, El primer día, sí, pero en los días sucesivos lo hice varias veces y a horas diferentes, le telefoneé por la mañana, le telefoneé por la tarde, le telefoneé después de la hora de cenar, llegué incluso a llamar a medianoche, Y nada, Nada, pensé que tal vez se hubiese ido fuera, Ella le dijo dónde trabajaba, No. La conversación ya no podía proseguir alrededor del pozo negro que escondía la verdad, se aproxima el momento en que don José diga Su ahijada murió, es más debía haberlo dicho así que entró, de eso la mujer lo acusará no tardando mucho, Por qué no me lo dijo en seguida, por qué hizo todas esas preguntas si ya sabía que ella estaba muerta, y él no podría mentir alegando que se calló para no darle de golpe, sin preparación, sin respecto, la dolorosa noticia, verdaderamente la causa única de este largo y lento diálogo habían sido las palabras que ella dijo a la entrada, también tengo alguna cosa que contarle, en ese momento le faltó a don José la serenidad resignada que le habría hecho rechazar la tentación de tomar conocimiento de esa pequeña cosa inútil, fuese la que fuese, le faltó la resignación serena de decir No vale la pena, ella murió. Era como si aquello que la señora del entresuelo derecha tuviera que comunicarle pudiese aún, no sabe cómo, hacer correr el tiempo hacia atrás y, en el último de los instantes, robarle a la muerte la mujer desconocida. Cansado, sin otro deseo ahora que el de retardar durante unos segundos más lo inevitable, don José preguntó, No se le ocurrió ir a su casa, preguntó a los vecinos si la habían visto, Claro que llegué a pensar en eso, pero no lo hice, Por qué, Porque sería lo mismo que entrometerme, podría no gustarle, Pero telefoneó, Es diferente. Se hizo un silencio, después la expresión del rostro de la mujer comenzó a cambiar, se tornó interrogativa, y don José comprendió que ella le iba a preguntar, por fin, qué cuestiones relacionadas con el asunto lo habían conducido hoy a su casa, si habían llegado a encontrarse y cuándo, si el problema de la Conservaduría General se había resuelto y cómo, Querida señora, lamento tener que informarle de que su ahijada ha muerto, dijo don José rápidamente.
La mujer abrió mucho los ojos, levantó las manos del regazo y se las llevó a la boca, Qué, Su ahijada, digo que su ahijada falleció, Cómo lo sabe, preguntó la mujer sin reflexionar, Para eso está la Conservaduría, dijo don José, y encogió levemente los hombros como añadiendo, La culpa no es mía, Cuándo murió, Traigo aquí la ficha, si quiere verla. La mujer extendió la mano, se aproximó el cartón a los ojos, después lo apartó mientras murmuraba, Mis gafas, pero no las buscó, sabía que no le iban a servir de nada, incluso queriendo no sería capaz de leer lo que allí estaba escrito, las lágrimas convertían las palabras en un borrón. Don José dijo, Lo siento mucho. La mujer salió de la sala, se demoró unos breves instantes, cuando regresó venía enjugándose los ojos con un pañuelo. Se sentó, se sirvió té de nuevo, después preguntó, Vino sólo para informarme del fallecimiento de mi ahijada, Sí, Fue una gran atención de su parte, Pensé, simplemente, que era mi obligación, Por qué, Porque me sentía en deuda con usted, Por qué, Por la manera simpática de recibirme y atenderme, por ayudarme, por responder a mis preguntas, Ahora que el trabajo que le encargaron llegó al final por la fuerza de las cosas, ya no tendrá que cansarse más buscando a mi pobre ahijada, De hecho, no, A lo mejor ya le han dado la orden en la Conservaduría General para comenzar la búsqueda de otra persona, No, no, casos como éste son raros, Es lo que tiene de bueno la muerte, con ella se acaba todo, No siempre es así, en seguida comienzan las guerras entre los herederos, la ferocidad de las particiones, el impuesto de sucesión que es necesario pagar, Me refería a la persona que muere, En cuánto a ésa, sí, tiene razón, se acaba todo, Es curioso, nunca llegó a explicarme por qué motivo la Conservaduría General quería localizar a mi ahijada, las razones de un interés tan grande, Como acaba de decir la muerte resuelve todos los problemas, Entonces había un problema, Sí, Cuál, No vale la pena hablar de eso, el asunto ha dejado de tener importancia, Qué asunto, Le pido que no insista, es confidencial, cortó don José desesperado. La mujer posó secamente la taza en el plato y dijo, mirando de frente al visitante, Hemos estado aquí, usted y yo, el otro día y hoy, y uno desde el principio siempre diciendo la verdad, otro desde el principio siempre mintiendo, No mentí, ni estoy mintiendo, Reconozca que en todo momento le he hablado claro, franca y abiertamente, que nunca se le pudo pasar por la cabeza que hubiese una sola mentira en mis palabras, Lo reconozco, lo reconozco, Entonces, si hay en esta sala un mentiroso, y estoy segura de que lo hay, no seré yo, No soy mentiroso, Creo que no lo es por naturaleza, pero venía mintiendo cuando entró aquí por primera vez y desde entonces ha mentido siempre, Usted no puede comprenderlo, Comprendo lo suficiente para no creer que la Conservaduría lo haya mandado alguna vez a buscar a mi ahijada, Está equivocada, le aseguro que me mandó, Entonces, si no tiene nada más que decirme, si su última palabra es ésa, salga de mi casa ahora mismo, ya, ya, las dos últimas palabras fueron casi gritadas, y la mujer, después de decirlas, comenzó a llorar. Don José se levantó, dio un paso hacia la puerta, después volvió a sentarse, Perdóneme, dijo, no llore, voy a contarle todo.
Cuando acabé de hablar, me preguntó, Y ahora qué piensa hacer, Nada, dije yo, Piensa volver a sus colecciones de personas famosas, No lo sé, quizá, en alguna cosa tendré que ocupar mi tiempo, me callé un poco pensando y respondí, No, no creo, Por qué, Fijándose bien, la vida de esta gente es siempre igual, nunca varía, aparecen, hablan, se exhiben, le sonríen a los fotógrafos, están constantemente llegando o partiendo, Como cualquiera de nosotros, Yo no, Usted y yo, y todos, también nos exhibimos por ahí, también hablamos, también salimos de casa y regresamos, a veces hasta sonreímos, la diferencia es que nadie nos hace caso, No podríamos ser todos famosos, Para alegría suya, imagine su colección del tamaño de la Conservaduría General, tendría que ser mucho mayor, a la Conservaduría sólo le interesa saber cuándo nacemos, cuándo morimos y poco más, Si nos casamos, nos divorciamos, si enviudamos, si nos volvemos a casar, a la Conservaduría le es indiferente si en medio de todo eso somos felices e infelices, La felicidad o la infelicidad son como las personas famosas, tanto vienen como van, lo peor de la Conservaduría es que no quiere saber quiénes somos, para ella no pasamos de un papel con unos cuantos nombres y unas cuantas fechas, Como la ficha de mi ahijada, O como la suya, o la mía, Qué hubiera hecho de haberla encontrado, No sé, tal vez le hablase, tal vez no, nunca lo he pensado, Y pensó que, en ese momento, cuando al fin la tuviera enfrente, sabría tanto de ella como el día en que decidió buscarla, o sea, nada, que si pretendiese saber quién era ella realmente tendría que comenzar a buscarla otra vez, y que a partir de ahí podría ser mucho más difícil si, al contrario de las personas famosas, que les gusta exhibirse, ella no quisiera ser encontrada, Así es, Pero, estando muerta, podrá seguir buscándola, a ella no le importará ya, No la entiendo, Hasta ahora, a pesar de tantos esfuerzos, sólo ha conseguido averiguar que asistió a un colegio, por cierto, el mismo que yo le indiqué, Tengo fotografías, Las fotografías también son papeles, Podemos dividirlas, Y creeríamos que la estábamos dividiendo a ella, una parte para usted, una parte para mí, No se puede hacer nada más, esto fue lo que le dije en ese momento, creyendo que cerraba el asunto, pero ella me preguntó, Por qué no habla con los padres, con el antiguo marido, Para qué, Para saber alguna cosa más sobre ella, cómo vivía, qué hacía, El marido no querría esa conversación, las aguas pasadas no mueven molinos, Pero los padres, ciertamente, sí, los padres nunca se niegan a hablar de los hijos, incluso estando muertos, es lo que he observado, Si no fui antes, tampoco iré ahora, antes al menos podría decirles que iba enviado por la Conservaduría General, De qué murió mi ahijada, No lo sé, Cómo es posible, el motivo del fallecimiento tiene que estar registrado en su Conservaduría, En las fichas sólo apuntamos la fecha del óbito, no la causa, Pero existe con seguridad una declaración, los médicos están obligados por ley a certificar la defunción, no se limitan a escribir Está muerta cuando ella murió, En los papeles que encontré en los archivos de los muertos no constaba el certificado de defunción, Por qué, No sé, debió de caerse por el camino cuando archivaron el expediente, o se me cayó a mí, está perdido, sería lo mismo que buscar una aguja en un pajar, usted no se puede imaginar lo que es aquello, Por lo que me ha contado, lo imagino, No se lo puede imaginar, es imposible, sólo estando allí, Siendo así, tiene una buena razón para hablar con los padres, dígales que el certificado de defunción se extravió lamentablemente en la Conservaduría, que tiene que reconstituir el expediente si no el jefe lo penaliza, muéstrese humilde y preocupado, pregunte quién fue el médico que la atendió, donde murió, de qué enfermedad, si fue en casa o en el hospital, pregunte todo, aún tendrá consigo la credencial, supongo, Sí, pero es falsa, no se olvide, A mí me engañó, igual les engañará a ellos, si no hay vidas sin mentiras, también algún engaño podrá haber en esta muerte, Si usted fuera funcionaria de la Conservaduría General sabría que no es posible engañar a la muerte. Ella debió de creer que no merecía la pena responderme, y en eso tenía razón porque lo que yo dije no iba más allá de una frase efectista, hueca, de esas que parecen profundas y no tiene nada dentro. Estuvimos en silencio unos dos minutos, ella me miraba con cara reprensora, como si le hubiese hecho una promesa solemne y en el último momento le fallara. No sabía dónde meterme, mi voluntad era dar las buenas noches e irme de allí, pero hubiera sido una grosería estúpida, una indelicadeza que la pobre señora no merecía, son actitudes que realmente no forman parte de mi manera de ser, fui criado así, es verdad que no me acuerdo de haber tomado el té cuando era pequeño, pero el resultado acaba siendo el mismo. Cuando pensaba que lo mejor sería aceptar la idea, comenzar una nueva búsqueda en sentido contrario al de la primera, o sea, desde la muerte hacia la vida, ella dijo, No haga caso, son disparates de mi cabeza, cuando llegamos a viejos y nos damos cuenta de que el tiempo se acaba, nos ponemos a imaginar que tenemos en la mano el remedio para todos los males del mundo y nos desesperamos porque no nos prestan atención, Nunca he tenido esas ideas, Ya le tocará la vez, todavía es muy joven, Joven yo, estoy en los cincuenta y dos, Está en la flor de la edad, No juegue conmigo, Sólo a partir de los setenta llegará a sabio, pero entonces de nada le servirá, ni a usted ni a nadie. Como todavía me falta mucho para llegar a esa edad no supe si tenía que estar de acuerdo o no, por eso creí mejor callarme. Ahora ya podía despedirme, dije, No la molesto más, le agradezco su paciencia y su gentileza, y le pido que me disculpe, la causa de todo esto ha sido aquella locura que tuve, un absurdo como nunca se ha visto, usted estaba tranquila en su casa y vine aquí con artimañas, con historias engañosas, se me suben los colores de vergüenza al acordarme de ciertas preguntas que le hice, Al contrario de lo que acaba de decir, yo no estaba tranquila, estaba sola, contarle algunas de las cosas tristes de mi vida ha sido como quitarme un peso de encima, Menos mal que piensa así, Así pienso, y no quería que se fuese sin hacerle una petición, Dígame, haré todo lo que esté en mi mano para satisfacerla, No hay otra persona que lo pueda hacer mejor, lo que tengo que pedirle es simple, que me visite alguna que otra vez, cuando se acuerde y le apetezca, aunque no sea para hablar de mi ahijada, Vendré a visitarla con mucho gusto, Habrá siempre una taza de café o de té esperándolo, Ésa sería ya una buena razón para venir, pero no faltan otras, Muchas gracias, y mire, le vuelvo a decir que no haga caso de aquella idea mía, a fin de cuentas es tan loca como era la suya, Voy a pensarlo. Le besé la mano como la primera vez, pero entonces ocurrió algo que no esperaba, ella mantuvo mi mano agarrada y se la llevó a los labios. Jamás en mi vida una mujer me había hecho esto, lo sentí como un choque en el alma, un estremecimiento del corazón y aún ahora, de madrugada, tantas horas pasadas mientras escribo en el cuaderno los acontecimientos de este día, miro mi mano derecha y la encuentro diferente, aunque no sea capaz de decir en qué consiste la diferencia, debe de ser cosa de dentro, no de fuera. Don José paró de escribir, posó el lápiz, guardó cuidadosamente en el cuaderno las fichas escolares de la mujer desconocida que, finalmente, sí se habían quedado encima de la mesa, y los metió entre el colchón y el somier, hasta el fondo. Después calentó el guiso que sobrara del almuerzo y se sentó a cenar. El silencio era casi absoluto, apenas se notaba el ruido de los pocos coches que aún circulaban en la ciudad. Lo que se oía mejor era un sonido sofocado, que subía y bajaba como un fuelle distante, pero a ése estaba habituado don José, era la Conservaduría respirando. Don José se metió en la cama pero no tenía sueño. Recordaba los sucesos del día, la irritante sorpresa de ver al jefe entrar en la Conservaduría a la hora inhabitual, la agitada conversación con la señora del entresuelo derecha, de la que había dejado constancia en el cuaderno de notas, fiel en el sentido, no tanto en la forma, lo que se comprende y disculpa ya que la memoria, que es susceptible y no le gusta ser pillada en falta, tiende a rellenar los olvidos con creaciones de realidad propias, obviamente espurias, pero más o menos contiguas a los hechos de cuyo acontecer sólo le quedaba un recuerdo vago, como lo que resta del paso de una sombra. Le parecía a don José que todavía no había llegado a una conclusión lógica de lo que ocurriera, que aún debería tomar una decisión o de lo contrario las últimas palabras que le dijo a la señora del entresuelo, Lo voy a pensar, no serían más que una promesa vana, de aquellas que siempre aparecen en las conversaciones y que nadie espera ver cumplidas. Se desesperaba don José por entrar en el sueño cuando repentinamente le surgió, a saber de qué profundidades, como la punta de un nuevo hilo de Ariadna, la ansiada resolución, El sábado voy al cementerio, dijo en voz alta. La excitación le hizo sentarse bruscamente en la cama, pero la voz tranquila del sentido común acudió aconsejándole, Puesto que decidiste lo que vas a hacer, tiéndete y duerme, no seas niño, no querrás, a estas horas de la noche, ir al cementerio y saltar el muro, es una manera de hablar, claro. Obediente, don José se deslizó entre las sábanas, se tapó hasta la nariz, pero todavía se quedó un minuto con los ojos abiertos pensando, No voy a poder dormir. En el segundo minuto ya dormía.
Se despertó tarde, casi a la hora de abrir la Conservaduría, ni siquiera tuvo tiempo de afeitarse, se vistió atropelladamente y salió de casa en desatinada carrera, impropia de su edad y de su condición. Todos los funcionarios, desde los ocho escribientes hasta los dos subdirectores estaban sentados con los ojos fijos en el reloj de la pared, esperando que el puntero de los minutos se sobrepusiese exactamente al número doce. Don José se dirigió al oficial de su sección, al que debía dar las primeras satisfacciones, y pidió disculpas por el retraso, He dormido mal, se justificó aunque sabía, por experiencia de muchos años, que una explicación como ésta no serviría de nada, Siéntese, fue la respuesta seca que oyó. Cuando, en seguida, el último desliz de la manecilla de los minutos transitó del tiempo de espera al tiempo de trabajo, don José, aturrullado por los cordones de los zapatos, que se olvidara de anudar, aún no había alcanzado su mesa, circunstancia fríamente observada por el oficial que anotó el hecho insólito en la agenda del día. Pasó más de una hora antes de que el conservador llegase. Entró con una expresión concentrada, casi sombría, que hizo que el ánimo de los funcionarios recelase, a primera vista se diría que también él había dormido mal, pero lo cierto es que venía arreglado según su costumbre, afeitado a conciencia, sin una arruga en el traje, ni un pelo fuera de su lugar. Paró un instante junto a la mesa de don José y lo miró con severidad, sin una palabra. Abrumado, don José inició un gesto que parece instintivo en los hombres, el de llevarse la mano a la cara y frotar la barba para ver si está crecida, pero el gesto se interrumpió a mitad de camino, como si de esta manera pudiese disimular lo que para todo el mundo era evidente, el imperdonable desaliño de su figura. La reprimenda, pensaron todos, está al caer. El conservador se dirigió a su mesa, se sentó y llamó a los dos subdirectores. La idea general fue que el asunto se presentaba realmente feo para don José, de no ser así el jefe no habría convocado a sus inmediatos conjuntamente, querría oír sus opiniones sobre la pesada sanción que pretendía aplicar, La paciencia se le agotó, pensaron con alegría los escribientes, últimamente escandalizados por el tratamiento de inmerecido favor del que don José estaba siendo objeto por parte del jefe, ya era hora, sentenciaron in mente.
Sin embargo, pronto percibieron que los tiros no iban por ahí. Mientras uno de los subdirectores ordenaba que todos, oficiales y escribientes, se volvieran hacia el conservador, el otro rodeaba el mostrador y cerraba la puerta de entrada, fijando antes en el lado de fuera un letrero que decía Cerrado temporalmente por necesidades del servicio. Qué será, qué no será, se preguntaban los funcionarios, incluidos los subdirectores, que sabían tanto como los otros, o un poco más, porque el jefe sólo les comunicó que iba a hablar. La primera palabra por él dicha fue Siéntense. La orden pasó de los subdirectores a los oficiales, de los oficiales a los escribientes, hubo el inevitable ruido producido por el cambio de posición de las sillas, colocadas de espaldas a las respectivas mesas, pero todo esto se hizo con rapidez, en menos de un minuto el silencio de la Conservaduría General era absoluto. No se oía una mosca, aunque se sabe que las hay, algunas posadas en lugares seguros, otras agonizando en las inmundas telarañas del techo. El conservador se levantó lentamente, con la misma lentitud paseó los ojos por los funcionarios, uno a uno, como si los viese por primera vez, o como si estuviera intentando reconocerlos después de una larga ausencia, extrañamente su expresión ya no era sombría, o lo era en otro sentido, como si lo atormentase un dolor moral. Después habló, Señores, en mi condición de jefe de esta Conservaduría General del Registro Civil, heredero último de un linaje de conservadores cuya actividad fue históricamente iniciada con el depósito del más vetusto de los documentos custotiados en nuestros archivos, haciendo también uso legítimo de las competencias que me fueron consignadas y siguiendo el ejemplo de mis predecesores, he cumplido y he hecho cumplir con el mayor de los escrúpulos las leyes escritas que regulan el funcionamiento de los servicios, sin ignorar la tradición, antes al contrario teniéndola invariablemente presente en cada momento. Soy consciente de la mudanza de los tiempos, de la necesidad de una continua actualización de medios y de maneras en la vida social, pero comprendo, como siempre tuvieron a bien entender quienes antes de mí ejercieron el gobierno de esta Conservaduría, que la preservación del espíritu, de un espíritu que llamaré de continuidad y de identidad orgánica, debe prevalecer sobre cualquier otra consideración posible, so pena, si así no nos condujéramos, de asistir al derrumbamiento del edificio moral que, en cuanto que primeros y postreros depositarios de la vida y de la muerte, seguimos representando aquí.
No dejará de haber quien proteste por no encontrarse en esta Conservaduría General ni una sola máquina de escribir, para no hablar de la ausencia de cualesquiera otros aparatos más modernos, porque los armarios y las estanterías sigan siendo de madera natural, porque los funcionarios hayan de mojar sus plumas en tinteros y usar el papel secante, habrá quien nos considere ridículamente detenidos en la historia, quien reclame de la autoridad la rápida incorporación de tecnologías avanzadas en nuestros servicios, mas si es verdad que las leyes y los reglamentos son susceptibles de ser alterados y sustituidos en cada momento, no puede suceder del mismo modo con la tradición, que es, como tal, tanto en su conjunto como en su esencia, inmutable. Nadie podrá regresar al pasado para hacer mudanza de una tradición que nació en el tiempo y que por el tiempo fue alimentada y sostenida.
Nadie podrá decirnos que cuando existe no ha existido, nadie osará desear, como si de un niño se tratase, que lo que ha acontecido no hubiera acontecido. Y si lo hicieran, estarían dilapidando su propio tiempo. Éstos son los fundamentos de nuestra razón y de nuestra fuerza, éste es el muro tras el cual nos ha sido posible defender, hasta el día de hoy, ora nuestra identidad, ora nuestra autonomía. Así deberemos continuar. Y así continuaríamos si nuevas reflexiones no nos indicaran la necesidad de nuevos caminos.
Hasta aquí no había surgido ninguna novedad del discurso del jefe, si bien es cierto que ésta era la primera vez que se oía en la Conservaduría General algo parecido a una declaración solemne de principios. La mentalidad uniforme de los funcionarios se formaba sobre todo en la práctica del servicio, regulada en los primeros tiempos con rigor y precisión, mas, en las últimas generaciones, tal vez por fatiga histórica de la institución, se permitieron las graves y continuadas negligencias que conocemos, censurables incluso a la luz de los más benevolentes juicios. Tocados en su embotada conciencia, pensaron los funcionarios que éste sería el tema central de la inesperada disertación, pero no tardaron en desengañarse. Es más, si hubiesen atendido mejor a la expresión fisonómica del conservador, habrían comprendido en seguida que su objetivo no era de carácter disciplinario, no apuntaba a una represión general, en ese caso sus palabras sonarían como golpes secos y todo su rostro se cubriría de desdeñosa indiferencia. Sin embargo no se registraban estas señales en la actitud del jefe, apenas una disposición semejante a la de quien, habituado a vencer siempre, se encuentra, por primera vez en la vida, ante una fuerza mayor que la suya. Y unos pocos, en particular los subdirectores y algún oficial, que creyeron deducir de la última frase proferida el anuncio de la introducción inmediata de modernizaciones que eran moneda corriente fuera de los muros de la Conservaduría General, tampoco tardaron en reconocer, desconcertados, que se habían equivocado. El conservador seguía hablando, Nadie se llame a engaño, sin embargo, creyendo que las reflexiones que estoy exponiendo nos conducirían simplemente a abrir nuestras puertas a los inventos modernos, no sería menester reflexionar para eso, bastaría con hacer llamar a un técnico especializado en tales materias y en un periodo de veinticuatro horas tendríamos la casa a rebosar de máquinas de toda condición. Por mucho que me duela declararlo y por escandaloso que a ustedes les resulte, lo que mis reflexiones pretenden poner en cuestión, quién me lo iba a decir a mí, afecta a uno de los aspectos fundamentales de la tradición de la Conservaduría General, esto es, la distribución espacial de los vivos y de los muertos, su obligada separación, no sólo en archivos distintos sino también en diferentes áreas del edificio. Se oyó un levísimo susurro, como si el pensamiento común de los asombrados funcionarios se hubiese hecho audible, otra cosa no podría ser, ya que ninguno de ellos había osado pronunciar palabra. Me hago cargo de que esto les perturbe, prosiguió el conservador, porque yo mismo, al pensarlo, me he sentido como si fuera responsable de una herejía, peor aún, me he sentido culpable de una ofensa a la memoria de todos aquellos que, antes de mí, ocuparon esta posición de mando, y también de cuantos trabajaron en lugares ahora ocupados por ustedes, pero el empuje incontenible de la evidencia me ha obligado a enfrentarme al peso de la tradición, de una tradición que, durante toda mi vida, había considerado inamovible. Llegar a esta conciencia de los hechos no es obra del azar ni obedece a una revelación instantánea. En dos ocasiones desde que soy jefe de la Conservaduría, he sido objeto de avisos premonitorios, a los que, en aquellos momentos, no atribuí especial relevancia, salvo por haber reaccionado ante ellos de un modo que no tengo reparos en catalogar como primario, pero que, hoy lo comprendo, preparaban el camino para que, con espíritu abierto acogiese un tercero y reciente aviso, del cual, por razones que a mi entender debo mantener secretas, evitaré hacer comentarios en esta ocasión. El primer caso, del que todos ustedes sin duda guardan memoria, tuvo lugar cuando uno de mis subdirectores, presente entre nosotros, propuso que la organización del archivo de los muertos se hiciese al contrario, es decir, más alejados los antiguos, más próximos los recientes.
Debido a la suma de trabajo que implicaría una mudanza tal, y teniendo en cuenta la escasez de funcionarios que padecíamos, la sugerencia se mostraba irrealizable del todo, y así se lo hice saber al proponedor, aunque en términos que me gustaría olvidar, y sobre todo que él los pudiese olvidar.
El subdirector aludido se ruborizó de satisfacción, volvió atrás la cara, mostrándose, y de nuevo mirando al superior asintió ligeramente con la cabeza, como si estuviera pensando, Si pusieses más atención a lo que te dicen. El conservador continuó, No me fue dado entonces percibir que, detrás de una idea en apariencia absurda, y que, en efecto, juzgada desde un ángulo operativo, de hecho lo era, latía una intuición de algo absolutamente revolucionario, una intuición involuntaria, inconsciente, sí, mas no por ese motivo menos efectiva. Bien es cierto que tampoco podría esperarse mucho más de la cabeza de un subdirector, pero el conservador que yo soy estaba obligado, tanto por los deberes connaturales del cargo cuanto por razones de experiencia, a comprender de inmediato lo que la futilidad aparente de la idea ocultaba. Esta vez el subdirector no miró hacia atrás, y si se ruborizó de despecho nadie lo notó porque tenía la cabeza baja. El conservador hizo una pausa para suspirar profundamente, y continuó, El segundo caso fue el que concierne a aquel investigador de materias heráldicas que desapareció en el archivo de los muertos y al que sólo una semana después conseguimos descubrir, a punto de expirar, cuando ya habíamos perdido todas las esperanzas de encontrarlo vivo. Tratándose de un episodio de características tan comunes, pues ciertamente no creo que haya nadie que, al menos una vez en la vida, no se haya perdido en el laberinto, me limité a tomar las providencias que se imponían, cursando una orden interna destinada a determinar el uso obligatorio del hilo de Ariadna, designación clásica y, si me permiten ustedes que así me exprese, irónica, de la cuerda que guardo en mi cajón. Que la medida fue acertada lo corrobora el hecho de que, desde entonces, no se haya verificado ningún caso semejante o siquiera parecido. Llegados a este punto, y según esta exposición, cabría preguntarse cuáles fueron las conclusiones que deduje del caso del heraldista perdido, y yo diré, con toda humildad, que si recientemente no hubiesen tenido lugar ciertos hechos y si esos hechos de referencia no hubiesen suscitado en mí ciertas reflexiones, jamás habría llegado a comprender el doble absurdo que representa separar a los muertos de los vivos. Es absurdo, en primer lugar desde el punto de vista archivístico, si se considera que la manera más fácil de encontrar a los muertos será buscándolos donde se encuentran los vivos, puesto que a éstos, por estar vivos, los tenemos permanentemente delante de los ojos, pero, en segundo lugar, representa también un absurdo desde el punto de vista de la memoria, ya que si los muertos no estuvieran en medio de los vivos más tarde o más temprano acabarían por ser olvidados, y después, con perdón por la vulgaridad de la expresión, es un engorro descubrirlos cuando los necesitamos, y ya se sabe que antes o después eso ocurrirá. Para todos los que me escuchan aquí, sin distinción de escalafones ni de circunstancias personales, debe quedar claro que estoy hablando, únicamente, de asuntos concernientes a esta Conservaduría General, y no del mundo exterior, donde, por razones que atañen a la higiene física y a la salud mental de los vivos, se usa enterrar a los muertos. Mas me atrevo a decir que es precisamente esa misma necesidad de higiene física y de sanidad mental la que debe determinar que nosotros, los de la Conservaduría General del Registro Civil, nosotros, los que escribimos y movemos los papeles de la vida y de la muerte, reunamos en un solo archivo, al que simplemente denominaremos histórico, a los muertos y los vivos, haciéndolos inseparables en este lugar, ya que, extramuros, la ley, la costumbre y el miedo no lo consienten. Firmaré, por tanto, una orden donde se especificará, primero, que a partir de la fecha del día de hoy, los muertos permanecerán en el mismo lugar del archivo que ocupaban en vida, segundo, que progresivamente, expediente a expediente, documento a documento, desde los más recientes a los más antiguos, se procederá a la reintegración de los muertos del pasado en el archivo que vendrá a ser el presente de todos. Soy consciente de que el segundo punto necesitará muchas decenas de años para hacerse efectivo, que ni a nosotros ni probablemente a la generación siguiente nos será dado asistir al momento en que los papeles del último muerto, hechos trizas, devorados por las polillas, oscurecidos por el polvo de los siglos, regresen al mundo de donde, por una última e innecesaria violencia, fueron retirados. Así como la muerte definitiva es el fruto último de la voluntad de olvido, así la voluntad de recuerdo podrá perpetuarnos la vida. Argumentarán tal vez, con supuesta argucia, si es que yo esperase opinión, que una perpetuidad como ésta de nada les valdría a los que murieron. Sería un argumento propio de quien no ve más allá de la punta de su nariz. En tal caso, y en el caso, también, de que yo creyera necesario responder, tendría que explicarles que sólo de vida he estado hablando aquí, y no de muerte, y si esto no lo han entendido antes, es porque nunca serán capaces de entender sea lo que sea.
La actitud reverencial con que la parte final del discurso había sido escuchada fue sacudida bruscamente por el sarcasmo de las últimas palabras.
El conservador volvía a ser el jefe que conocían desde siempre, altanero e irónico, implacable en los juicios, riguroso en la disciplina, como a continuación dejó claro, Sólo en su interés, no en el mío, debo aún decirles que el peor error en que incurrirían a lo largo de sus vidas sería considerar una señal de flaqueza personal o de disminución de autoridad oficial el hecho de que les haya hablado con el corazón y con la mente abiertos. Si no me he limitado simplemente a ordenar, sin explicaciones, como sería mi derecho, la reintegración o unificación de los archivos, es sólo porque quiero hacerles comprender las razones profundas de mi decisión. Es sólo porque deseo que el trabajo que les espera sea ejecutado con el espíritu de quien se siente edificando algo y no con el alejamiento burocrático de quien ha sido mandado a juntar papeles con papeles. La disciplina en esta Conservaduría seguirá siendo la que siempre fue, ninguna distracción, ningún devaneo, ninguna palabra que no esté directamente relacionada con el servicio, ninguna entrada fuera de horas, ninguna muestra de desaliño en el comportamiento personal, tanto en los modos como en la apariencia. Don José pensó, Esto va por mí, por no haberme afeitado, pero no se preocupó, probablemente la alusión se quedase en eso, en todo caso bajó la cabeza muy despacio, como un alumno que no ha estudiado la lección y que quiere escapar de ser llamado a la pizarra. Parecía que el discurso había llegado a su fin, pero nadie se movía, tenían que esperar la orden al trabajo, por eso se sobresaltaron todos cuando el conservador llamó en un tono fuerte y seco, Don José. El interpelado se levantó rápidamente, Qué querrá de mí, ya no pensaba que el motivo de la brusca llamada fuese la barba crecida, algo mucho más grave que una simple reprimenda estaba por llegar, era eso lo que la severa expresión del jefe le anunciaba, era eso lo que una angustia terrible comenzaba a gritarle dentro de la cabeza cuando lo vio avanzar en su dirección, detenerse frente a él, don José apenas puede respirar, espera la primera palabra como el condenado a muerte espera la caída de la cuchilla, el tirón de la cuerda o la descarga del pelotón de fusilamiento, entonces el jefe dijo, esa barba.
Después se volvió de espaldas, hizo una señal a los subdirectores para recomenzar el trabajo. Ahora se notaba en su cara una cierta placidez, un aire de extraño sosiego, como si también él hubiese llegado al final de una jornada. Nadie vendrá a comentar con don José estas impresiones, en primer lugar para que no se le llene la cabeza con más fantasías, en segundo lugar porque la orden es clara, Ninguna palabra que no esté directamente relacionada con el servicio.
Se entra en el cementerio por un edificio antiguo cuyo frontispicio es hermano gemelo de la fachada de la Conservaduría General del Registro Civil. Presenta los mismos tres escalones de piedra negra, la misma vieja puerta en el centro, las mismas cinco ventanas alargadas encima. Si no fuese por el gran portón de dos hojas contiguo a la delantera, la única diferencia visible sería la placa sobre la puerta de entrada, también con letras de esmalte, que dice Cementerio General. El portón está cerrado desde hace muchos años, cuando se hizo evidente que el acceso por allí se había vuelto impracticable, que dejara de satisfacer cabalmente el fin a que había sido destinado, esto es, dar paso cómodo no sólo a los difuntos y a sus acompañantes, sino también a las visitas que aquéllos viniesen a tener después. Del mismo modo que todos los cementerios de este o de cualquier otro mundo, comenzó siendo una cosita minúscula, una parcela breve de terreno en la periferia de lo que todavía era un embrión de ciudad, orientado hacia el aire libre de las campiñas, pero después, con el paso de los tiempos, como infelizmente tenía que ser, fue creciendo, creciendo, creciendo, hasta convertirse en la necrópolis inmensa que es hoy. Al principio estaba todo tapiado y, durante generaciones, cada vez que la apertura de dentro comenzaba a perjudicar tanto el alojamiento ordenado de los muertos como la circulación práctica de los vivos, se hacía lo mismo que en la Conservaduría General, se echaban abajo los muros y se levantaban un poco más atrás.
Un día, va ya de camino de cuatro siglos que esto aconteció, el entonces curador del cementerio tuvo la idea de abrirlo por todos los lados, excepto por la parte que daba a la calle, alegando que ésta era la única manera de reanimar la relación sentimental entre los de dentro y los de fuera, muy disminuida por entonces, como cualquier persona podría verificar si reparase en el abandono en que se encontraban las sepulturas, principalmente las más antiguas. Creía él que los muros, aunque sirviendo de forma positiva a la higiene y el decoro, acababan teniendo el efecto perverso de dar alas al olvido, lo que por otra parte no debería causar sorpresa a nadie, diciendo como decía la sabiduría popular, desde que el mundo es mundo, que el corazón no siente lo que los ojos no ven. Tenemos muchas razones para pensar que fueran sólo de raíz interna los motivos que llevaron al jefe de la Conservaduría a tomar la decisión de unificar, contra la tradición y la rutina, los archivos de los muertos y de los vivos, reintegrando de esta manera, en el área documental específica abarcada en sus atribuciones, la sociedad humana. Por eso nos es más difícil comprender por qué no fue aplicada luego la lección precursora de un humilde y primitivo curador de cementerio, de pocas luces, sin duda, como era natural en el oficio y propio de su tiempo, pero de revolucionarias intuiciones, y que para colmo, lo registramos con tristezas, no tiene en su sepultura, señalando el hecho a las generaciones venideras, una lápida digna. Por el contrario, desde hace cuatro siglos andan cayendo anatemas, insultos, calumnias y vejámenes sobre la memoria del infeliz innovador, considerado como el responsable histórico de la situación presente de la necrópolis, a la que llaman desastrosa y caótica, sobre todo porque el Cementerio General no sólo continúa sin tener muros alrededor sino que además es imposible que los vuelva a tener alguna vez. Expliquémonos mejor.
Quedó dicho arriba que el cementerio creció, no, claro está, por obra y gracia de una virtud reproductora intrínseca suya, como fuera, permítaseme el macabro ejemplo, que los muertos imprudentemente hubieran generado muertos, sino porque la ciudad fue aumentando en población y por tanto también en superficie. Cuando todavía el Cementerio General estaba rodeado de muros, ocurrió, más de una vez, en épocas sucesivas, aquello que después, en lenguaje burocrático municipal, se denominaría brotes de expansión demográfica urbana. Poco a poco, los extensos campos de detrás del Cementerio comenzaron a ser poblados, surgieron pequeñas aglomeraciones, aldeas, caseríos, segundas residencias, que a su vez fueron creciendo aquí y allí, tocándose unas a otras, pero dejando aún entre medias amplios espacios vacíos, que eran campos de cultivo, o bosques, o pastos, o matorrales. Por ahí fue avanzando el Cementerio General cuando derribaron los muros.
Como una riada que comienza inundando las cotas de nivel inferior, serpenteando por los valles, y después, paulatinamente, va subiendo por las laderas, así las sepulturas fueron ganando terreno, muchas veces con grave perjuicio para la agricultura, cuando los propietarios, forzados por el asedio, no tuvieron otro remedio que vender las huertas, y otras veces contorneando pomares, trigales, eras y corrales de ganado, siempre a la vista de las poblaciones, y muchas veces, por así decirlo, puerta con puerta. Observado desde el aire, el Cementerio General parece un árbol tumbado, enorme, con un tronco corto y grueso, constituido por el núcleo original de sepulturas, de donde arrancan cuatro poderosas ramas, contiguas en su nacimiento, pero que después, en bifurcaciones sucesivas, se extienden hasta perderse de vista, formando, según el decir de un poeta inspirado, una frondosa copa en la que la vida y la muerte se confunden, como se confunden en los árboles propiamente dichos, las avecillas y el follaje. Ésta es la causa por la que el portón del Cementerio General ha dejado de servir como paso de las comitivas fúnebres. Se abre sólo de tarde en tarde, cuando un investigador de piedras viejas, después de haber estudiado en el lugar algún monolito funerario de los primeros tiempos, pide autorización para sacar unos moldes, con el consiguiente manejo de materias brutas, como son el yeso, la estopa y los alambres, y en ocasiones complementariamente, fotografías delicadas y precisas, de aquellas que necesitan focos, reflectores, baterías, fotómetros, sombrillas y otros artefactos, que, unos y otros, para no perturbar el servicio administrativo, no se permite que pasen por la pequeña puerta que une por dentro el edificio con el Cementerio.
A pesar de esta exhaustiva acumulación de pormenores, quizá considerados insignificantes, en caso de que, por regresar a las comparaciones botánicas, el bosque impidiera ver los árboles, es bien posible que algún oyente de este relato, de los atentos y vigilantes, de los que no han perdido el sentido de una exigencia normativa heredada de procesos mentales determinados sobre todo por la lógica adquirida de los conocimientos, es bien posible que el tal oyente se declare radicalmente contrario a la existencia y todavía más a la generalización de cementerios tan desgobernados y delirantes como éste, que llega al punto de pasearse, casi hombro con hombro, por lugares que los vivos habían destinado para su exclusivo uso, o sea, las casas, las calles, las plazas, los jardines y otros lugares públicos, los teatros y los cines, los cafés y los restaurantes, los hospitales, los manicomios, las comisarías de policía, los parques infantiles, las zonas deportivas, las de ferias y exposiciones, los aparcamientos, los grandes almacenes, las tiendas pequeñas, las travesías, los callejones, las avenidas. Que, aunque percibiendo como irresistible la necesidad de crecimiento del Cementerio General, en armonía simbiótica con el desarrollo de la ciudad y el aumento de la población, consideran que el espacio destinado al reposo final debería seguir ciñéndose a límites estrictos y obedeciendo a reglas estrictas. Un cuadrilátero vulgar de muros altos, sin adornos ni excrecencias fantasiosas de arquitectura, sería más que suficiente, en vez de esta especie de pulpo desmesurado, realmente más pulpo que árbol, por mucho que duela a las imaginaciones poéticas, extendiendo por ahí fuera sus ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro tentáculos, como si quisiese abarcar el mundo.
Que en los países civilizados el uso correcto, con ventajas certificadas por la experiencia, es que los cuerpos permanezcan bajo tierra unos cuantos años, cinco en general, al final de los cuales, salvo milagro de incorrupción, se retirará lo poco que haya sobrado del trabajo corrosivo de la cal viva y de la digestión de los gusanos, para dar espacio a los nuevos ocupantes. En los países civilizados no existe esta práctica absurda de los lugares a perpetuidad, esta idea de considerar para siempre intocable cualquier sepultura, como si, no habiendo podido ser definitiva la vida, la muerte lo pudiese ser. Las consecuencias están a la vista, este portón condenado, la anarquía de la circulación interna, el rodeo cada vez mayor que los entierros tienen que dar por fuera del Cementerio General antes de llegar a su destino, en un extremo cualquiera de uno de los sesenta y cuatro tentáculos del pulpo, que nunca lograrían alcanzar si no llevasen delante un guía. De la misma manera que la Conservaduría del Registro Civil, aunque la correspondiente información, por deplorable olvido, no fuera dada el momento adecuado, la divisa no escrita de este Cementerio General es Todos los Nombres, aunque deba reconocerse que, en realidad, es a la Conservaduría a la que estas tres palabras le sientan como un guante, por cuanto en ella todos los nombres efectivamente se encuentran, tanto los de los muertos como los de los vivos, mientras que el Cementerio, por su propia naturaleza de último destino y último depósito, tendrá que contentarse siempre con los nombres de los finados. Esta evidencia matemática, sin embargo, no es suficiente para reducir al silencio a los curadores del Cementerio General, que, ante lo que llaman su aparente inferioridad numérica, suelen encoger los hombros y argumentar, Con tiempo y paciencia aquí vendrán todos a parar, la Conservaduría del Registro Civil, bien vistas las cosas, no pasa de un afluente del Cementerio General. Excusado será decir que para la Conservaduría es un insulto llamarla afluente. A pesar de estas rivalidades, de esta emulación profesional, las relaciones entre los funcionarios de la Conservaduría y del Cementerio son claramente amistosas, de respeto mutuo, porque, en el fondo además de la colaboración institucional a que están obligados por la comunidad formal y contigüidad objetiva de sus respectivos estatutos, saben que andan cavando en los dos extremos de la misma viña, esta que se llama vida y está situada entre la nada y la nada.
No era la primera vez que don José aparecía en el Cementerio General.
La necesidad burocrática de realizar algunas verificaciones, el esclarecimiento de discrepancias, la confrontación de datos, la dilucidación de diferencias obligan a trasladarse, con relativa frecuencia, a los funcionarios de la Conservaduría al Cementerio, casi siempre los escribientes, poco los oficiales y nunca, ni necesario sería referirlo, los subdirectores o el conservador. También los escribientes y alguna que otra vez los oficiales del Cementerio General, por motivos semejantes, van a la Conservaduría, también allí lo reciben con la misma cordialidad con que van a acoger aquí a don José. Tal como la fachada, el interior del edificio es una copia fidelísima de la Conservaduría, debiendo en todo caso precisarse que los funcionarios del Cementerio General suelen afirmar que es la Conservaduría del Registro Civil la copia del Cementerio, y además, considerando que le falta el portón, incompleta, a lo que los de la Conservaduría responden que buen portón es ése, que está siempre cerrado. Sea como sea, aquí se encuentra el mismo mostrador largo que atraviesa el enorme salón, las mismas altísimas estanterías, la misma disposición del personal, en triángulo, con los ocho escribientes en la primera línea, los cuatro oficiales a continuación, los dos subcuradores, que así es como se llaman aquí, y no subdirectores, tal como el curador, en el vértice, no es conservador, y sí curador. Sin embargo, el personal burocrático no es todo el personal del Cementerio. Sentados en dos bancos corridos, a un lado y a otro de la puerta de entrada, frente al mostrador, están los guías. Hay quien, crudamente, sigue llamándoles enterradores, como en los primeros tiempos, pero la designación de su categoría profesional, en el boletín oficial de la ciudad, es guía-de-cementerio, lo que, reparando mejor, y al contrario de lo que se podría imaginar no corresponde a un eufemismo bien intencionado que pretendiese disimular la brutalidad dolorosa de una azada excavando un agujero rectangular en la tierra, antes bien es la expresión correcta de una función que no se limita a bajar al muerto a la profundidad, pues lo conduce también por la superficie. Estos hombres, que trabajan en pareja, esperan sentados, en silencio, que vengan los cortejos fúnebres, y después, pertrechados de la respectiva guía de marcha, rellenada por el escribiente a quien le tocó el difunto, se meten en uno de los coches de servicio que esperan en el aparcamiento, aquellos que tienen en la parte de atrás un letrero luminoso que se enciende y se apaga y que dice Sígame, como se usa en los aeropuertos, por lo menos en este punto tiene toda la razón el curador del Cementerio General cuando afirma que están más avanzados en la moderna tecnología que la Conservaduría del Registro Civil, donde la tradición todavía manda escribir con pluma de mojar en el tintero. Realmente, cuando se ve al coche fúnebre y a sus acompañantes siguiendo obedientemente a los guías por las cuidadas calles de la ciudad y por los malos caminos de los arrabales, con la luz dale que dale hasta el sitio donde será la sepultura, Sígame, Sígame, Sígame, es imposible no concordar que las mudanzas del mundo no siempre son para peor. Y, aunque el pormenor no sea de especial importancia para la comprensión global del relato, viene a propósito explicar que una de las características más significativas de la personalidad de estos guías es que creen que el universo está efectivamente regido por un pensamiento superior permanentemente atento a las necesidades humanas, porque si así no fuese, argumentan ellos, los automóviles no habrían sido inventados precisamente en el momento en que comenzaban a ser más necesarios, o sea, cuando el Cementerio General se había vuelto tan extenso que sería un verdadero calvario llevar al difunto al gólgota por medios tradicionales, fuese el palo y la cuerda, fuese la carreta de dos ruedas. Cuando sensatamente se les observa que deberían ser más cuidadosos con las palabras, pues gólgota y calvario son una y la misma cosa, y que no tiene sentido usar términos que anuncian el dolor a propósito del transporte de alguien que ya no tendrá que sufrir más, es seguro y garantizado que nos responderán con malos modos, que cada uno sabe de sí y sólo Dios sabe de todos.
Entró pues don José y avanzó directamente al mostrador, lanzando al pasar una mirada fría a los guías sentados, con quienes no simpatizaba porque su existencia desequilibraba numéricamente la relación de personal a favor del Cementerio. Siendo conocido de la casa, no necesitaría presentar el carné que lo identificaba como funcionario del Registro Civil, y, en cuanto a la famosa credencial, ni siquiera se le había pasado por la cabeza traerla, porque hasta el más inexperto de los escribientes, de un golpe de vista, sería capaz de percatarse de que era falsa desde la primera a la última línea. De los ocho funcionarios que se alineaban tras el mostrador, don José escogió uno de los que mejor le caían, un hombre algo mayor que él, con el aire ausente de quien ya no espera otra vida. Tal como a los otros, cualquiera que fuese el día, siempre lo habían encontrado allí. Al principio llegó a pensar que los funcionarios del cementerio no disfrutaban de descanso semanal ni de vacaciones, que trabajaban todos los días del año, hasta que alguien le dijo que no era así, que había grupos de eventuales contratados para trabajar los domingos, ya no estamos en el tiempo de la esclavitud, don José.
Parece inútil decir que el deseo de los funcionarios del Cementerio General, desde hace mucho tiempo, es que los eventuales se encarguen también de las tardes de sábado, pero, por alegadas razones de presupuesto y partida económica, la reivindicación no ha sido aún satisfecha, no sirviéndole de nada al personal del Cementerio la invocación del ejemplo de la Conservaduría del Registro Civil, que los sábados sólo trabaja por la mañana, por cuanto, según el sibilino despacho superior que negó el requerimiento, Los vivos pueden esperar, los muertos no. De todos modos, era insólito que un funcionario de la Conservaduría apareciese por allí de servicio precisamente en una tarde de sábado, cuando se suponía que estuviera disfrutando del ocio semanal con la familia, paseando por el campo u ocupado en ajustes domésticos que se guardan para cuando haya tiempo, o apenas vagueando, o, todavía, preguntándose para qué sirve el descanso cuando no sabemos qué hacer con él. Con el fin de evitar inoportunas extrañezas, que fácilmente se tornarían embarazosas, don José tuvo el cuidado de adelantarse a la curiosidad del interlocutor, dando la justificación que ya traía preparada, es un caso excepcional, de urgencia, mi subdirector necesita esta información el lunes a primera hora, por eso me pidió que viniese hoy al Cementerio General, en mis horas libres, Ah, bien, dígame de qué se trata, Es muy simple, sólo queríamos saber cuándo fue enterrada esta mujer.
El hombre tomó la ficha que don José le presentaba, copió en un papel el nombre y la fecha de fallecimiento y fue a consultar con el oficial respectivo. Don José no entendió lo que decían, aquí, tal como en la Conservaduría, sólo se puede hablar en voz baja, en este caso hay que contar también con la distancia, pero vio que afirmaba con la cabeza y, por el movimiento de los labios, no tuvo dudas de que decía, Puede informar. El hombre buscó en el fichero que se encontraba debajo del mostrador, donde estaban archivadas las fichas de los fallecidos en los últimos cincuenta años, los otros llenan las altas estanterías que se prolongan hacia el interior del edificio, abrió uno de los cajones, encontró la ficha de la mujer, copió en el papel la fecha necesaria y volvió donde se hallaba don José, Aquí tiene, dijo, y añadió, como si creyese que la información podía ser útil, Está en los suicidas. Don José sintió una contracción súbita en la boca del estómago, que es, más o menos, el lugar donde, según un artículo que leyera tiempos atrás en una revista de divulgación científica, existe una especie de estrella de nervios con muchas puntas, un enlace irradiante al que llaman plexo solar, sin embargo consiguió disimular la sorpresa con un fingimiento automático de indiferencia, la causa de la muerte constaría forzosamente en el certificado de defunción perdido, que él nunca ha visto, pero que, como funcionario de la Conservaduría, y más viniendo al Cementerio en misión oficial, no podía mostrar que desconocía. Con todo cuidado dobló el papel y lo guardó en la cartera, dio las gracias al informador, no olvidándose de añadir, entre oficiales del mismo oficio, manera simple de decir, pues no pasaban ambos de escribientes, que quedaba a su disposición para todo lo que necesitase de la Conservaduría y estuviese a su alcance. Cuando ya había dado dos pasos en dirección a la puerta se volvió, Se me ha ocurrido ahora una idea, aprovechar un rato de la tarde para dar un paseo por el Cementerio, si me autorizasen a entrar por aquí, evitaría dar un rodeo, Espere que voy a preguntar, dijo el escribiente. Comunicó la petición al oficial con quien antes había hablado, pero éste, en lugar de responder, se levantó y se dirigió al subcurador de su sección.
A pesar de que la distancia era mayor, don José entendió por el gesto de la cabeza y por el movimiento de los labios que iba a ser autorizado para servirse de la puerta interior.
El escribiente no volvió en seguida al mostrador, abrió primero un armario de donde retiró un gran cartón que después colocó debajo de la tapa de una máquina que tenía unas lucecitas de colores. Presionó un botón, se oyó el ruido de un mecanismo, se encendieron otras luces y luego salió una hoja de papel más pequeña por una abertura lateral. El escribiente volvió a guardar el cartón en el armario y por fin regresó al mostrador, Es mejor que se lleve un mapa, ya hemos tenido casos de personas que se pierden, después es una enorme complicación encontrarlas, los guías tienen que andar buscándolas con los coches y por esa causa se entorpece el servicio, se juntan los funerales ahí fuera a la espera, Las personas entran en pánico fácilmente, bastaría que siguiesen siempre en línea recta en una misma dirección, a alguna parte llegarían, en el archivo de los muertos de la Conservaduría General sí que es difícil, no hay líneas rectas, En teoría tiene razón, pero las líneas rectas de aquí son como las de los laberintos de corredores, están constantemente interrumpiéndose, cambiando de sentido, se da la vuelta a una sepultura y de pronto dejamos de saber dónde estamos, En la Conservaduría solemos usar el hilo de Ariadna, nunca falla, Hubo también una época en que nosotros lo utilizamos, pero duró poco tiempo, el hilo apareció cortado en varias ocasiones y nunca se llegó a saber quién había sido el autor de la tropelía ni la razón que tuvo para cometerla, Los muertos no fueron, seguro, Quién sabe, Esas personas que se perdieron eran gente sin iniciativa, podrían haberse guiado por el sol, Alguna lo habrá hecho, lo malo es que ese día el cielo estuviera cubierto, En la Conservduría no tenemos de aquellas máquinas, Pues le digo que dan mucho apaño al servicio. La conversación no podía proseguir por más tiempo, el oficial ya había mirado dos veces, y la segunda con el ceño fruncido, fue don José quien lo observó en voz baja, Su oficial ya nos ha echado dos miradas, no quiero que tenga problemas por mi causa, Le indico sólo el lugar donde la mujer está enterrada, repare en el extremo de este ramal, la línea ondulada que se ve aquí es un riachuelo que todavía va sirviendo de frontera, la sepultura se encuentra en este recodo, la identificará por el número, Y por el nombre, Sí, si, ya lo tiene, pero son los números lo que cuentan, los nombres no cabrían en el mapa, sería necesario uno del mismo tamaño del mundo, Escala uno por uno, Sí, escala uno por uno, e incluso así habría superposiciones, Está actualizado, Lo actualizamos todos los días, Y ya puestos, dígame qué le induce a imaginar que pretendo ver la sepultura de esta mujer, Nada, tal vez porque yo habría hecho lo mismo si estuviera en su lugar, Por qué, para tener la certeza, de que está muerta, No, la certeza de que estuvo viva. El oficial miró por tercera vez, hizo el movimiento de quien se va a levantar, pero no llegó a terminarlo, don José se despidió precipitadamente del escribiente, Gracias, gracias, dijo, a la vez que inclinaba ligeramente la cabeza en dirección al curador, entidad a quien las reverencias debían ir siempre encomendadas, como cuando se da gracias al cielo, aunque esté cubierto, con la importante diferencia de que en aquel caso la cabeza no se baja, se levanta.
La parte más antigua del Cementerio General, la que se ensanchaba unas cuantas decenas de metros por la parte trasera del edificio administrativo, era la que los arqueólogos preferían para sus investigaciones. Las vetustas piedras, algunas tan gastadas por el tiempo que sólo se conseguía distinguir en ellas unas rayas medio desvanecidas que tanto podrían ser restos de letras como el resultado de desvíos de un escoplo torpe, continuaban siendo objeto de intensos debates y polémicas en las que, perdida definitivamente, en la mayor parte de los casos, la esperanza de saber quién había sido puesto bajo ellas, apenas se discutía, como una cuestión vital, la datación probable de los túmulos. Diferencias tan insignificantes como unos míseros cien años para atrás o para delante eran motivo de larguísimas controversias, tanto públicas como académicas, de las que resultaban, casi siempre, no sólo violentas rupturas de relaciones personales, sino algunas mortales enemistades. Las cosas, si es posible, iban a peor cuando los historiadores y los críticos de arte aparecían metiendo la cuchara en el asunto, pues si era relativamente fácil, todavía, poner de acuerdo al cuerpo de arqueólogos sobre un concepto amplio de antigüedad aceptable para todos, dejando las fechas para después, ya la cuestión de lo bello y de lo verdadero situaba a los hombres y a las mujeres de la estética y de la historia tirando cada uno para su lado, no siendo nada raro ver a un crítico mudar súbitamente de opinión sólo porque la mudanza de opinión de otro crítico hiciera coincidir las dos. A lo largo de los siglos, la inefable paz del Cementerio General, con sus alas de vegetación espontánea, sus flores, sus trepadoras, sus densos macizos, sus festones y guirnaldas, sus ortigas y sus cardos, los poderosos árboles cuyas raíces muchas veces desenterraban las piedras tumulares y hacían subir hasta la luz del sol unos sorprendidos huesos, había sido objetivo y testigo de feroces guerras de palabras y de uno u otro paso a vías expeditivas. Siempre que incidentes de esta naturaleza sucedían, el curador comenzaba ordenando a los guías disponibles que acudiesen a separar a los ilustrados díscolos, dándose el caso, cuando alguna situación de imperiosa necesidad lo exigió, de presentarse en persona y figura para recordar irónicamente a los peleadores que no valía la pena despeinarse por tan poco en vida, puesto que, tarde o temprano, allí se reunirían todos calvos.
Del mismo modo que el jefe de la Conservaduría del Registro Civil, el curador del Cementerio General cultiva con brillantez el sarcasmo, quedando así confirmada la presunción de que este trazo de carácter sea considerado indispensable para acceder a sus altas y respectivas funciones, a la par, obviamente, de los competentes conocimientos prácticos y teóricos de técnica archivística. En alguna cosa, no obstante, historiadores, críticos de arte y arqueólogos reconocen estar en consonancia, el hecho evidente de que el Cementerio General es un catálogo perfecto, un muestrario, un resumen de todos los estilos, sobre todo de arquitectura, escultura y decoración, y por tanto un inventario de todos los modos de ver, estar y habitar existentes hasta hoy, desde el primer dibujo elemental de un perfil de cuerpo humano, después abierto y excavado con el pico en la piedra viva, hasta el acero cromado, los paneles reflectores, las fibras sintéticas y las vidrieras de espejo usadas de forma disparatada en la actualidad de la que se ha venido hablando.
Los primeros monumentos funerarios estaban constituidos por dólmenes, cistas y estelas, después aparecían, como una gran página extendida, en relieve, los nichos, las aras, los tabernáculos, las duernas de granito, las vasijas de mármol, las lápidas lisas y labradas, las columnas dóricas, jónicas, corintias y compósitas, las cariátides, los frisos, los acantos, los entablamentos y los frontones, las bóvedas falsas, las bóvedas verdaderas, y también los paños de muro montados con tejas sobrepuestas, las fundaciones de murallas ciclópeas, los tragaluces, los rosetones, las gárgolas, los ventanales, los tímpanos, los pináculos, los enlosados, los arbotantes, los pilares, las pilastras, las estatuas yacentes representando hombres de yelmo, espada y armadura; los capiteles con historias y sin historias, las granadas, los lirios, las perpetuas, los campanarios, las cúpulas, las estatuas yacentes representando mujeres de tetas apretadas, las pinturas, los arcos, los fieles perros recostados, los niños enfajados, las portadoras de ofrendas, las plañideras con la cabeza cubierta por un manto, las agujas, las nervaduras, los vitrales, las tribunas, los púlpitos, los balcones, otros tímpanos, otros capiteles, otros arcos, unos ángeles de alas abiertas, unos ángeles de alas caídas, medallones, urnas vacías, o fingiendo llamas de piedra, o dejando salir lánguidamente un crespón, melancolías, lágrimas, hombres majestuosos, mujeres magníficas, niños amorosos cercenados en la flor de la edad, ancianos y ancianas que ya no podían esperar más, cruces enteras y cruces partidas, escaleras, clavos, coronas de espinas, lanzas, triángulos enigmáticos, alguna insólita paloma marmórea, bandas de palomas auténticas volando en círculo sobre el camposanto.
Y silencio. Un silencio sólo interrumpido de cuando en cuando por los pasos de algún ocasional y ansioso amante de la soledad, a quien una repentina tristeza le llega desde las rumorosas cercanías, donde aún se oyen llantos a la vera del túmulo y en él se depositan ramos de flores frescas, todavía húmedas por la savia, atravesando, por decirlo así, el propio corazón del tiempo, estos tres mil años de sepulturas de todas las formas, espíritus y condiciones, unidas por el mismo abandono, por la misma soledad, pues los dolores que de ellas nacieron un día ya son demasiado antiguos para tener herederos. Orientándose por el mapa, sin embargo lamentando algunas veces la falta de una brújula, don José camina en dirección al sector de los suicidas, donde está enterrada la mujer de la ficha, pero a su paso es ahora menos rápido, menos decidido, de vez en cuando se detiene contemplando un pormenor escultórico manchado por los líquenes o por el escurrir de la lluvia, unas plañideras calladas en el intervalo de dos gritos, unas declaraciones solemnes, unas plegarias hieráticas, o deletrea con dificultad una inscripción cuya grafía, de paso, lo atrae, se comprende que ya desde la primera línea lleve tanto tiempo descifrándola, es que este funcionario a pesar de haber tenido que examinar algunas veces, allá en la Conservaduría, pergaminos más o menos coetáneos de esos tiempos, no es versado en escrituras antiguas, por eso nunca consiguió pasar de escribiente. En lo alto de un cerro suave, a la sombra de un obelisco que fue antes marco geodésico, don José se pone a mirar alrededor, hasta donde la vista le alcanza y no encuentra más que túmulos subiendo y bajando los accidentes del terreno, ladeando alguna vertiente abrupta, explayándose en las planices, Son millones, murmuró, entonces piensa en la enorme cantidad de espacio que se habría ahorrado si los muertos hubiesen sido enterrados de pie, hombro con hombro, en formación cerrada, como un ejército en posición de firmes, teniendo cada uno, como única señal de su presencia allí, un cubo de piedra colocado en la vertical de la cabeza, en el que se relatarían, en las cinco caras visibles, los hechos principales de la vida del fallecido, cinco cuadrados de piedra como cinco páginas, resumen del libro entero que había sido imposible escribir. Casi tocando el horizonte, más allá, más allá, más allá, don José ve unas luces que se van moviendo despacio, como relámpagos amarillos encendiéndose y apagándose a intervalos constantes, son los coches de los guías llamando a la gente que viene detrás, Sígame, Sígame, uno de ellos para de repente, la luz desaparece, quiere decir que ya llegó a su destino. Don José miró la altura del sol, después el reloj, se está haciendo tarde, tendrá que caminar a paso rápido si quiere llegar a la mujer de la ficha antes del crepúsculo. Consultó el mapa, deslizó por él el dedo indicador para reconstruir, aproximadamente, el camino que había recorrido desde el edificio de la administración hasta el sitio en que ahora se encuentra, lo comparó con lo que todavía le faltaba por andar, y estuvo a punto de perder el coraje. En línea recta, según la escala, serán unos cinco kilómetros, pero la línea recta continua, en el Cementerio General, como ya quedó dicho, no es cosa que dure mucho, estos cinco kilómetros a vuelo de pájaro será necesario añadirles dos más, o incluso tres, viajando por la superficie. Don José echó cuentas del tiempo y del vigor que aún le restaba en las piernas, oyó la voz de la prudencia diciéndole que dejase para otro día, con más calma, la visita a la sepultura de la mujer desconocida, toda vez que sabiendo dónde está, cualquier taxi o autobús de línea, podrían llevarlo, rodeando por fuera el Cementerio, hasta las proximidades del lugar, como hacen las familias cuando tienen que ir a llorar a sus seres queridos y a ponerles flores nuevas en los jarrones o a renovarles el agua, sobre todo en el verano. Estaba don José dirimiendo esta perplejidad cuando le vino el recuerdo de su aventura en el colegio, aquella tenebrosa noche de lluvia, aquel empinado flanco de montaña en que se había transformado la cubierta del alpende, y después la búsqueda ansiosa en el interior del edificio, chorreando de los pies a la cabeza, con las rodillas desolladas rozándole dolorosamente en los pantalones y cómo, por obra de tenacidad e inteligencia, consiguiera vencer sus propios miedos y sobreponerse a las mil dificultades que le trabaran el paso, hasta descubrir y finalmente penetrar en la buhardilla misteriosa, enfrentando una oscuridad aún más aterradora que la del archivo de los muertos. Quien a tanto fue capaz de atreverse no tiene ahora derecho a desanimarse ante el esfuerzo de una caminata, por más larga que sea, sobre todo si la está haciendo bajo la luz franca del claro sol, que, como sabemos, es amigo de los héroes. Si las sombras del crepúsculo lo alcanzaran antes de llegar a la sepultura de la mujer desconocida, si la noche viniera cortándole los caminos, diseminando en ellos sus invisibles asombros e impidiéndole seguir adelante, podría esperar el nacimiento del nuevo día tumbado en una de estas piedras musgosas, con un ángel de piedra triste velándole el sueño. O bajo la protección de unos arbotantes como aquéllos de allí, pensó don José, pero después se acordó de que un poco más adelante ya no encontraría arbotantes. Gracias a las generaciones que están por venir y al consiguiente desarrollo de la construcción civil, pronto comenzarán a inventarse maneras menos dispendiosas de sostener una pared en pie, de hecho en un cementerio es donde los resultados del progreso se encuentran más a la vista de los estudiosos o simples curiosos, hay incluso quien afirma que un cementerio así es como una especie de biblioteca donde el lugar de los libros se encontrase ocupado por personas enterradas, en verdad es indiferente, tanto se puede aprender con ellas como con ellos. Don José miró para atrás, desde donde estaba sólo conseguía alcanzar con la vista, por encima de las obras altas de los monumentos fúnebres, el dibujo distante del tejado del edificio administrativo, No imaginaba que hubiese llegado tan lejos, murmuró, y habiendo hecho esta observación, como si, para tomar una decisión sólo esperase oír el sonido de su propia voz, puso otra vez los pies en el camino.
Cuando por fin llegó al departamento de los suicidas, con el cielo tamizando las cenizas aún blancas del crepúsculo, pensó que se había equivocado de orientación, o que el mapa estaba mal dibujado. Tenía ante sí una gran extensión campestre, con numerosos árboles, casi un bosque, donde las sepulturas, si no fuese por las poco visibles piedras tumulares, más parecían macizos de vegetación natural. Desde aquí no se podía ver el arroyuelo, pero se sentía el levísimo rumor deslizándose sobre las piedras, y en la atmósfera, que era como cristal verde, flotaba una frescura que no era sólo la de la primera hora del anochecer.
Siendo tan reciente, de tan pocos días, la sepultura de la mujer desconocida tendría que estar forzosamente en el límite exterior del terreno ocupado, la cuestión, ahora, es saber en qué dirección. Don José pensó que lo mejor, para no perderse, sería desviarse hacia la orilla del pequeño curso de agua y seguir después a lo largo del margen hasta encontrar las últimas sepulturas. La sombra de los árboles lo cubrió en seguida, como si la noche hubiese caído de pronto. Yo debería tener miedo, murmuró don José, en medio de este silencio, entre estos túmulos, con estos árboles que me rodean, y a pesar de eso me siento tranquilo como si estuviese en mi casa, sólo me duelen las piernas de haber andado tanto, aquí está el regato, si tuviese miedo podría irme de aquí en este mismo instante, bastaba atravesarlo, sólo me tengo que descalzar y remangar los pantalones, colgarme los zapatos al cuello y atravesar, el agua no me llegará ni a las rodillas, en poco tiempo estaría con gente viva, con esas luces que acaban de encenderse. Media hora después, don José alcanzó el extremo del campo, cuando la luna, casi llena, casi redonda, salía por el horizonte. Allí las tumbas todavía no tenían piedras grabadas con nombres cubriéndolas ni adornos escultóricos, sólo podían ser identificadas por los números blancos pintados en chapas negras clavados a la cabecera, como mariposas atrapadas. La luz de la luna se derramaba poco a poco por el campo, insinuándose despacio por entre los árboles como un fantasma habitual y benévolo. En un claro, don José encontró lo que buscaba. No se sacó del bolsillo el papel que el escribiente del Cementerio le había dado, no hizo ningún esfuerzo para retener el número en la memoria, pero lo supo cuando necesitó de él, y ahora lo tenía delante, iluminado de lleno, como si hubiera sido pintado con tinta fosforescente. Está aquí, dijo.
Don José pasó frío durante la noche. Después de haber preferido aquellas palabras rotundas e inútiles, Está aquí, se quedó sin saber qué más podría hacer. Era cierto que, al cabo de muchos y costosos trabajos, había conseguido, por fin, encontrar a la mujer desconocida, o mejor dicho, el lugar donde yacía, siete palmos contados bajo un suelo que todavía lo sustentaba a él, pero, en sus adentros, pensaba que lo más natural sería sentir miedo, estar asustado con el sitio, con la hora, con el runrunear de los árboles, con la misteriosa luz de la luna y particularmente con el singular cementerio que le rodeaba, una asamblea de suicidas, un ayuntamiento de silencios que de un momento a otro podrá comenzar a gritar, Vinimos antes de acabar nuestro tiempo, nos trajo nuestra propia voluntad, pero lo que percibía en su interior se parecía mucho más a una indecisión, a una duda, como si, creyendo haber llegado al fin de todo, su búsqueda todavía no hubiese terminado, como si haber venido aquí no representase sino otro paso, sin mayor importancia que la casa de la señora mayor del entresuelo derecha, o el colegio, o la farmacia donde hizo preguntas, o el archivo en que, allá en la Conservaduría, se guardan los papeles de los muertos.
La impresión fue tan fuerte que llegó al extremo de murmurar, como si pretendiese convencerse a sí mismo, Está muerta, ya no puedo hacer nada más, contra la muerte no se puede hacer nada. Durante largas horas había caminado a través del Cementerio General, pasó por tiempos, épocas y dinastías, por reinos, imperios y repúblicas, por guerras y epidemias, por infinitas muertes cotidianas, comenzando en el primer dolor de la humanidad y acabando en esta mujer que se suicidó hace tan pocos días, de manera que don José tiene la obligación de saber que contra la muerte no se puede hacer nada. En un camino hecho de tantos muertos, ninguno de ellos se levantó cuando lo oyó pasar, ninguno de ellos le rogó que le ayudase a reunir el polvo esparcido de la carne con los huesos descoyuntados, ninguno le pidió, Ven a soplarme en los ojos el hálito de la vida, ellos saben bien que contra la muerte no se puede hacer nada, lo saben ellos, todos lo sabemos, mas siendo así, de dónde viene esta angustia que atenaza la garganta de don José, de dónde esta inquietud del espíritu, como si cobardemente hubiese abandonado un trabajo a la mitad y ahora no supiese cómo volver a retomarlo con dignidad. En el otro lado del regato, no muy lejos, se ven algunas casas con las ventanas iluminadas, los focos mortecinos de las farolas públicas del suburbio, una ráfaga fugitiva de automóvil que transita por la carretera. Y al frente, apenas a unos treinta pasos, como tenía que suceder más lejos o más cerca, un pequeño puente que liga los dos márgenes del riachuelo, por tanto don José no tendrá que quitarse los zapatos y arremangarse los pantalones cuando quiera alcanzar la orilla. En circunstancias normales ya lo habría hecho, sobre todo teniendo en cuenta que no lo conocemos como persona de extremo coraje, que es el que necesitará para permanecer impasible en un cementerio por la noche, con un muerto bajo los pies y con una luna capaz de hacer caminar las sombras. Las circunstancias, sin embargo, son éstas y no otras, aquí no se trata de corajes o cobardías, aquí se trata de la muerte y la vida, por eso don José, aun sabiendo que tendrá miedo muchas veces esta noche, aun sabiendo que le aterrorizarán los suspiros del viento, que de madrugada el frío que baja del cielo se juntará al frío que sube de la tierra, don José se sentará bajo un árbol, acogiéndose al abrigo de la cavidad providencial de un tronco. Se alza el cuello de la chaqueta, se encoge todo lo que puede para guardar el calor del cuerpo, cruza los brazos resguardando las manos debajo de los sobacos y se dispone a esperar el día.