No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para cortarlo. ¿Cuántas de las mías permanecen intactas, de las muchas confianzas brindadas por quien tanto ha creído en su instinto y no siempre le hizo caso y ha sido ingenuo demasiado tiempo? (Ya menos, ya menos, pero la disminución de eso es muy lenta.) Siguen intactas las que deposité en dos amigos que aún las conservan, frente a las puestas en otros diez que las perdieron o desbarataron; la escasa que di a mi padre y la pudorosa que di a mi madre, muy parecidas si no fueron la misma, la de ella además no duró mucho, ya no puede defraudarla o sólo póstumamente, si hiciera yo un día algún mal descubrimiento, y dejara de ocultarse algo oculto; no perdura la de mi hermana, ni la de ninguna novia ni ninguna amante ni ninguna esposa pasada, presente o imaginaria (suele ser la hermana la primera esposa, la esposa niña), parece obligado que en esas relaciones se acabe utilizando lo que se sabe o se ha visto en contra del amado o cónyuge o de quien resultó ser sólo momentáneo calor y carne-, de quien hizo revelaciones y admitió un testigo para sus flaquezas y pesadumbres y se prestó a confidencias, o simplemente rememoró sobre la almohada abstraído en voz alta sin reparar en los riesgos, ni en el ojo arbitrario que siempre nos mira ni en el oído selectivo y sesgado que nos escucha (muchas veces no es nada grave, una utilización sólo doméstica, defensiva y acorralada, para cargarse de razón en un apuro dialéctico cuando se discute largó, un uso argumentativo).
La vulneración de la confianza también es eso: no sólo ser indiscreto y ocasionar daño o perdición con ello, no sólo recurrir a esa arma ilícita cuando los vientos cambian y se le pone la proa al que contó y dejó ver -ese que se arrepiente ahora y niega y confunde y enturbia ahora, y quisiera borrar y calla-, sino sacar ventaja del conocimiento obtenido por debilidad o descuido o generosidad del otro, sin respetar ni tener en cuenta la vía por la que llegó a saberse lo que se esgrime o tergiversa ahora -o basta con haberlo enunciado para que ya lo desfigure al recogerlo el aire-: si fueron las confesiones de una noche enamorada o un desesperado día, de un atardecer de culpa o un despertar desolado, o de la embriagada locuacidad de un insomnio: una noche o un día en que quien hablaba hablaba como si no hubiera futuro más allá de esa noche o día y fuera su lengua suelta a morir con ellos, ignorando que siempre hay más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño -la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño-, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento, y sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y contando aunque ya no oigamos y hayamos callado. Callar, callar, es la gran aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto, y yo el que menos, que he contado a menudo y además por escrito en informes, y aún más miro y escucho, aunque casi nunca pregunte ya nada a cambio. No, yo no debería contar ni oír nada, porque nunca estará en mi mano que no se repita y se afee en mi contra, para perderme, o aún peor, que no se repita y se afee en contra de quienes yo bien quiero, para condenarlos.
Y luego está la desconfianza, tampoco ella me ha faltado en modo alguno.
Es significativo cómo la ley lo advierte, y es muy raro que nos prevenga, que se moleste: cuando alguien es detenido, al menos en las películas, se le permite guardar silencio, porque 'cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en contra suya', se le comunica en el acto. Hay en esa advertencia un ánimo extraño -o es indeciso y contradictorio- de no querer jugar sucio del todo. Es decir, se informa al reo de que las reglas van a ser sucias a partir de ahora, se le anuncia o recuerda que se va por él como sea y se aprovecharán sus posibles torpezas, inconsecuencias y errores -no es ya un sospechoso, sino un acusado cuya culpa va a intentar demostrarse, sus coartadas a destruirse, la imparcialidad ya no lo asiste, no entre hoy y el día en que comparezca a juicio-, todo esfuerzo irá encaminado a la consecución de pruebas para su condena, toda vigilancia y escucha e investigación y pesquisa a la captación de indicios que lo incriminen y refuercen la decisión tomada de detenerlo. Y sin embargo se le ofrece la oportunidad de callar, casi se lo urge a ello; en todo caso se le hace saber de ese derecho suyo que quizá ignoraba, y por lo tanto se le da a veces la idea: de no abrir la boca, de no negar siquiera lo que se le esté imputando, de no exponerse al peligro de defenderse solo; callar se aparece o es presentado como lo más prudente a todas luces y lo que puede salvarnos aun si nos sabemos y somos culpables, la única manera de que ese juego sucio anunciado quede sin efecto o apenas pueda ponerse en práctica, o al menos no con la involuntaria e ingenua colaboración del reo: 'Tiene derecho a guardar silencio', lo llaman la fórmula Miranda en América y no sé siquiera si su equivalente existe en nuestros países, a mí me la aplicaron una vez allí, hace mucho o no tanto, pero el policía me la recitó incompleta, imperfectamente, se le olvidó decir 'ante un tribunal' al soltarme rápido la famosa frase, 'cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en contra suya', hubo testigos de su omisión y no fue válida la detención por eso. Y al mismo y extraño espíritu responde ese otro derecho del procesado, a no declarar contra sí mismo, a no perjudicarse verbalmente con su relato o sus respuestas o contradicciones o balbuceos. A no dañarse narrativamente (ah, ese puede resultar un gran daño); y a mentir por tanto.
El juego es en realidad tan sucio e interesado que no hay sistema judicial que pueda presumir de justo con premisas semejantes, y quizá no haya justicia posible en ese caso, jamás, en ningún sitio, la justicia una fantasmagoría y un concepto falso. Porque lo que se dice al acusado viene a ser esto: 'Si declaras algo que nos convenga o sea favorable a nuestros propósitos, te creeremos y te lo tomaremos en cuenta, y contra ti lo volveremos. Si por el contrario alegas algo en tu beneficio o defensa, algo para ti exculpatorio y para nosotros inconveniente, no te creeremos nada y serán palabras al viento, puesto que el derecho a mentir te asiste y damos por descontado que a él se acoge todo el mundo, esto es, todos los criminales. Si se te escapa una afirmación que te inculpe, o caes en contradicción flagrante o confiesas abiertamente, esas palabras tendrán su peso y obrarán en tu contra: las habremos oído, las registraremos, tomaremos nota, las daremos por pronunciadas, quedará de ellas constancia, las incorporaremos al expediente, y serán tu cargo. Cualquier frase que ayude a exonerarte, en cambio, será ligera y será desechada, haremos oídos sordos y caso omiso, no contará, será aire, humo, vaho, y en tu favor no obrará nada. Si te declaras culpable, lo juzgaremos cierto y lo tomaremos en serio; si inocente, tan sólo a broma y a beneficio de inventario'. Se da así por supuesto que tanto el inocente como el culpable se proclamarán lo primero, luego si hablan no habrá distinción entre ellos, quedarán igualados o nivelados. Y es entonces cuando se añade: 'Puedes guardar silencio', aunque tampoco vaya a distinguirlos eso, al inocente del culpable. (Callar, callar, la gran aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto, y sin embargo se nos aconseja y se nos insta a ello en los momentos más graves: 'Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate'.)
En el trato, en la vida sin sobresaltos, no se dan tales avisos y quizá no debiéramos olvidar nunca su ausencia o falta, o lo que es lo mismo, la siempre implícita y amenazante repetición recta o torcida de cuanto decimos y hablamos. La gente va y cuenta irremediablemente y lo cuenta todo más pronto o más tarde, lo interesante y lo fútil, lo privado y lo público, lo íntimo y lo superfluo, lo que debería permanecer oculto y lo que ha de ser difundido, la pena y las alegrías y el resentimiento, los agravios y la adoración y los planes para la venganza, lo que nos enorgullece y lo que nos avergüenza, lo que parecía un secreto y lo que pedía serlo, lo consabido y lo inconfesable y lo horroroso y lo manifiesto, lo sustancial -el enamoramiento- y lo insignificante -el enamoramiento-. Sin pensárselo dos veces. La gente relata sin cesar y narra sin darse ni siquiera cuenta de lo que está haciendo, de los incontrolables mecanismos de insidia, equívoco y caos que pone en marcha y que pueden resultar funestos, habla sin parar de los otros y de sí misma, y también de los otros al hablar de sí misma y también de sí misma al hablar de los otros. Ese contar constante es percibido como una transacción a veces, aunque se disfrace con éxito de dádiva siempre (porque en toda ocasión tiene algo de eso), y sea más bien a menudo un soborno, o el saldo de alguna deuda, o una maldición que se lanza a un destinatario concreto o quizá al azar para que éste labre atolondradamente fortuna o desgracia, o la moneda que compra relaciones sociales y favores y confianza y hasta amistades, y por supuesto sexo. Y también un amor, cuando lo que cuenta el otro se nos hace imprescindible y pasa a ser nuestro aire. A algunos nos han pagado por eso, por contar y oír y ordenar y contar. Por retener y observar y seleccionar. Por sonsacar, aderezar, recordar. Por interpretar y traducir e instigar. Por tirar de la lengua y persuadir y tergiversar. (A mí me han pagado por contar lo que aún no era ni había sido, lo futuro y probable o tan sólo posible -la hipótesis-, es decir, por intuir e imaginar e inventar; y por convencer de ello.)
Luego la mayoría olvida cómo o a través de quién llegó a enterarse de lo que sabe, y hay personas que incluso creen haberlo alumbrado ellas, lo que sea, un relato, una idea, una opinión, un chisme, una anécdota, una falacia, un chiste, un juego de palabras, una máxima, un título, una historia, un aforismo, un lema, un discurso, una cita o un texto entero, de los que se apropian ufanamente, convencidas de ser sus progenitores, o acaso sí saben que están robando pero lo alejan de su pensamiento y así se lo esconden. Ocurre cada vez más en nuestro tiempo, como si hubiera en él prisa por que pasara todo al dominio público y ya no hubiera autorías, o, dicho con no tanto prosaísmo, por convertir todo en sólo rumor y refrán y leyenda que corran de boca en boca y de pluma en pluma y de pantalla en pantalla, todo incontrolado sin fijeza ni origen ni sujeción ni dueño, todo espoleado y desbocado y sin freno.
Yo trato en cambio de recordar muy bien siempre mis fuentes, quizá por mi deformación profesional pasada que también es presente porque no me abandona (había de adiestrar la memoria a distinguir lo cierto de lo figurado, lo acaecido de lo supuesto, lo dicho de lo entendido); y según cuáles sean procuro no hacer uso de mi información y mi conocimiento, o hasta me lo prohíbo, ahora que ya no me dedico a eso más que ocasionalmente, cuando es más fuerte que mi querer y no puedo evitarlo o cuando me lo piden amigos que no me pagan o no con dinero, sólo con su gratitud y una vaga sensación de endeudamiento. Mal pago éste, pues a veces sucede, y quizá no es tan raro, que intentan transferirme esa sensación para que sea yo quien la sufra, y si no me presto al trueque de los papeles y no la hago en efecto mía y no me comporto como si les debiera la vida, acaban por considerarme un cerdo desagradecido y por rehuirme: hay mucha gente que se arrepiente de haber solicitado favores, y de haber explicado en qué consistían, y de haberse explicado, por tanto, demasiado a sí misma.
Hace cierto tiempo una amiga no me pidió nada, sino que me obligó a escucharla, y, con menos aspaviento que sincero susto, me hizo partícipe de su recién inaugurado adulterio, siendo yo más amigo de su marido que de ella, o más antiguo. Flaco servicio el suyo, pasé meses atormentado por mi saber -que ella me ampliaba y renovaba teatral y egoístamente, cada vez más presa de narcisismo-, con la certidumbre de que ante mi amigo yo debía guardar silencio: no ya por juzgarme sin derecho a enterarlo de lo que acaso él -cómo saberlo- habría preferido seguir ignorando; no ya por no querer asumir la responsabilidad de desencadenar acciones o decisiones ajenas con mis palabras, sino también por ser muy consciente del modo en que me había llegado aquel incómodo relato. Yo no puedo disponer libremente de lo que no he averiguado por casualidad ni por mis medios, me decía, ni en el cumplimiento de un encargo o ruego. Si hubiera sorprendido a la mujer de mi amigo embarcando en un vuelo rumbo a Buenos Aires con el amante, acaso podría plantearme revelar de manera neutra esa visión involuntaria mía, ese dato interpretable pero nunca incontrovertible (para empezar, sin constancia de la relación con el hombre, le habría tocado a mi amigo y no a mí ocuparse de la sospecha), si bien me habría sentido probablemente un delator y un intruso y no creo que me hubiera atrevido en ningún caso. Pero la posibilidad habría cabido, eso me decía. Teniendo conocimiento, en cambio, de lo que sabía por ella, me estaba del todo vedado volverlo en su contra o divulgarlo sin su consentimiento, ni aun en la creencia de obrar así en favor del amigo, y esa creencia me tentaba mucho en los momentos de mayor desasosiego, por ejemplo cuando estaba con ambos o cenábamos los cuatro juntos (mi mujer el cuarto comensal, no el amante) y ella cruzaba conmigo una mirada de entendimiento y temor complacido (y yo contenía el aliento), o él se refería despreocupadamente a algún conocido caso del conocido amante de alguien cuyo cónyuge sin embargo ignoraba el caso. (Y yo contenía el aliento.) Y así permanecí callado durante bastantes meses, oyendo y casi asistiendo a lo que me interesaba poco y me desagradaba mucho, y todo seguramente, pensaba en mis instantes más nublados, para ser denunciado un día, cuando se descubra lo desagradable o por fin se cuente o aun se restriegue y exhiba, como connivente o cómplice, o consabedor si se quiere, por aquella a quien guardo el secreto y cuya autoridad exclusiva sobre la materia he reconocido y respetado siempre, sin decirle nada a nadie. Su autoridad y su autoría, ambas cosas, aunque en esa materia suya anden involucradas otras dos personas al menos, una sabiéndolo y la otra sin la menor idea, o quizá mi amigo no esté aún involucrado a pesar de todo y sólo pasaría a estarlo si yo le contara. Puede que sea yo en cambio el que ya está involucrado por mi saber, y por haber oído e interpretado -pensaba-, así me lo sugieren mi larga experiencia y mi larga lista de responsabilidades, de las que compruebo a diario, cada día que pasa y me las difumina y aleja y hace que me parezcan a ratos tan sólo leídas o vistas en la pantalla o fantaseadas, que no es tan fácil desprenderse, ni tan siquiera olvidarse. O que no es posible en modo alguno.
No, yo no debería contar nunca nada, ni oír tampoco nunca nada.
Lo hice durante algún tiempo, escuchar y fijarme e interpretar y contar, lo hice como trabajo remunerado ese tiempo pero venía haciéndolo desde siempre y aún sigo, pasiva e involuntariamente, sin esfuerzo y sin recompensa, ya es seguro que no puedo evitarlo o que es mi manera de estar en el mundo, me acompañará hasta la muerte, descansaré de ello entonces. Más de una vez se me dijo que era un don que tenía y así me lo mostró Peter Wheeler, que fue quien me alertó al explicármelo y describírmelo, las cosas no acaban de existir hasta que se las nombra, eso todo el mundo lo sabe o lo intuye. Ese don yo lo veo en cambio como maldición a veces, y eso que ahora suelo ceñirme a las tres primeras actividades, que son calladas e interiores y de la conciencia y no tienen por qué afectar a nadie más que a uno mismo, y sólo cuento cuando no hay más remedio o se me pide insistentemente. Porque en mi época profesional de Londres, o digamos retribuida, aprendí que lo que tan sólo ocurre no nos afecta apenas o no más que lo que no ocurre, sino su relato (también el de lo que no ocurre), que es indefectiblemente impreciso, traicionero, aproximativo y en el fondo nulo, y sin embargo casi lo único que cuenta, lo decisivo, lo que nos trastorna el ánimo y nos desvía y envenena los pasos, y seguramente hace girar la perezosa y débil rueda del mundo.
No es gratuito, no es un capricho que en el espionaje, o en las conspiraciones, o en lo delictivo, el saber de cuantos participan en una misión o en una maquinación o en un golpe -en lo clandestino, en lo solapado-, sea difuso, parcial, fragmentario, oblicuo, que cada uno esté al tanto de su cometido pero no del conjunto ni del propósito ultimo. Hemos visto en las películas eso, cómo el partisano que prevé no salir vivo de la siguiente emboscada, o del atentado que prepara, le dice a su novia en la despedida: 'Es mejor que no sepas nada, y así, cuando te interroguen, dirás la verdad al decir que no sabes, la verdad es fácil y tiene más fuerza y es más creíble, la verdad persuade'. (Y es cierto que la mentira exige capacidad de fabulación y de improvisación, e inventiva, y memoria férrea, y arquitecturas complejas, la practican todos pero son pocos los facultados.) O cómo el cerebro que planeó el gran robo, el que lo concibe y dirige, alecciona a su peón o a un esbirro: 'Si sólo conoces tu parte, aunque te cacen o falles la cosa seguirá adelante'. (Y es verdad que uno puede permitirse siempre que algún eslabón se suelte o se produzca algún fallo, el definitivo fracaso no se alcanza rápido ni es tan sencillo, toda empresa o acción se resiste y da coletazos antes de cesar y venirse abajo.) O cómo el jefe de los Servicios Secretos susurra al agente de quien sospecha y ya no se fía: 'Es tu ignorancia lo que más va a protegerte, no preguntes más, no preguntes, será tu salvación y tu salvoconducto'. (Y la mejor manera de evitar traiciones es que nada se preste a ellas, o que consistan en filfa, su contenido sin valor ni peso, cáscara, chascos para el que las paga.) O cómo el que encarga un crimen, o el que amenaza con uno, o el que se destapa miserias exponiéndose a un chantaje, o el que compra a escondidas -el cuello del abrigo alzado y la cara siempre en sombras, nunca enciendas un pitillo-, le advierten al asesino a sueldo o al amenazado o al chantajista posible o a la conmutable mujer ya olvidada en el deseo y que aun así nos da vergüenza: 'Ya lo sabes, a partir de ahora no me has visto nunca, no sabes quién soy, no me conoces, yo no he hablado contigo ni te he dicho nada, para ti no tengo rostro ni voz ni aliento ni nombre, ni siquiera nuca o espalda. No han tenido lugar esta conversación ni este encuentro, lo que ocurre aquí ante tus ojos no ha sucedido, no está pasando, ni estas palabras las has oído porque no las he pronunciado. Y aunque las oigas ahora, yo no las digo'.
(Callar, y borrar, suprimir, cancelar, y haber, callado ya antes: es la gran aspiración imposible del mundo y por eso se quedan tan cortos los sucedáneos, y resulta pueril retirar lo dicho y retractarse tan vacuo; y por eso es tan irritante -porque es lo único que puede inyectar la duda y ser eficaz a veces, inverosímilmente- la. negación a ultranza, negar que se dijera lo formulado y oído y negar que se hiciera lo cometido y sufrido, es desesperante que se pueda cumplir sin fisuras y a rajatabla lo que anuncian esas palabras de antes, posibles en boca de tantos y tan distintos, del inductor y del amenazante, de quien presiente el chantaje y del que paga sus placeres o logros furtivamente, y también en boca de un amor o un amigo, y entonces nos alcanza con ellas la desesperación de ser negados.)
Todas esas frases que hemos visto pronunciar en el cine las he dicho yo o me las han soltado o se las he oído a otros a lo largo de mi existencia, esto es, en la vida, que guarda mucha más relación con las películas y la literatura de lo que se reconoce normalmente y se cree. No es que lo uno imite a lo otro o lo otro a lo uno, como se afirma, sino que nuestras infinitas figuraciones pertenecen también a la vida y contribuyen a ensancharla y a complicarla, y a hacerla más turbia y a la vez más aceptable, aunque no más explicable (o sí, de muy tarde en tarde). Es muy delgada la línea que separa los hechos de las figuraciones, y aun los deseos de sus cumplimientos, y lo ficticio de lo acaecido, porque en realidad las figuraciones ya son hechos, y los deseos su cumplimiento, y lo ficticio acaece, aunque nada de esto sea así para el sentido común ni para las leyes, que por ejemplo establecen una abismal diferencia entre la intención y el delito, o entre su comisión y su tentativa. Pero la conciencia no tiene presentes las leyes, ni el sentido común le interesa ni atañe, sólo a cada conciencia su sentido propio, y esa línea tan delgada se difumina a menudo según mi experiencia, y ya no separa nada cuando desaparece, así que he aprendido a temer cuanto pasa por el pensamiento e incluso lo que el pensamiento aún ignora, porque he visto casi siempre que todo estaba ya ahí, en algún sitio, antes de llegar a él, o de atravesarlo. He aprendido a temer, por tanto, no sólo lo que se concibe, la idea, sino lo que la antecede o le es previo. Y así yo soy mi propio dolor y mi fiebre.
Mi don o mi maldición no es nada del otro mundo, lo cual quiere decir también que no es nada sobrenatural, preternatural, antinatural ni contra natura, ni tampoco tiene que ver con facultades extraordinarias ni con la adivinación siquiera, aunque algo parecido a esto último acabó por esperar mi transitorio jefe, o el hombre que me contrató durante un periodo que se hizo largo, más o menos el de mi separación de Luisa, cuando me volví a Inglaterra por no seguir cerca de mi mujer mientras ella se me alejaba. La gente se comporta de manera idiota con notable frecuencia, con su tendencia a creer en la repetición de lo que la complace: si algo bueno se da una vez, entonces debe acontecer de nuevo, o debe propiciarse al menos. Y bastó con que en una oportunidad yo acertara al interpretar una relación que para el señor Tupra era de consecuencia (momentánea), para que Mr Tupra -como de hecho lo llamaba siempre hasta que me instó a que pasara a Bertram y más tarde a Bertie, bien poco me apetecía- quisiera alquilar mis servicios, primero de vez en cuando y en seguida a tiempo completo, con funciones teóricas tan vagas como variadas, entre ellas la de enlace o intérprete ocasional en sus incursiones españolas e hispanoamericanas. Pero en realidad, más bien -en la práctica-, le interesé y me tomó como intérprete de vidas, según su expresión solemne y sus desmesuradas expectativas. Sería mejor dejarlo en traductor o intérprete de las personas: de sus conductas y reacciones, de sus inclinaciones y caracteres y sus capacidades de aguante; de su maleabilidad y su sumisión, de sus voluntades desmayadas o firmes, sus inconstancias, sus límites, sus inocencias, su falta de escrúpulos y su resistencia; de sus posibles grados de lealtad o vileza y sus calculables precios y sus venenos y sus tentaciones; y también de sus deducibles historias, no pasadas sino venideras, las que aún no habían ocurrido y podían, por tanto impedirse. O bien podían fraguarse.
Lo había conocido en casa del profesor Peter Wheeler, de Oxford, un hispanista y lusitanista eminente ya jubilado, el hombre que más sabe en la tierra sobre el Príncipe Henrique el Navegante y uno de los que más sobre Cervantes, hoy Sir Peter Wheeler y primer ganador del Premio Nebrija de Salamanca, destinado a las mayores lumbreras de su especialidad o campo y -algo sorprendente en el mundo universitario, tacaño o depauperado según los casos- dotado con una cantidad de dinero no desdeñable, lo cual hizo que los exprimidos ojos de sus avarientos o menesterosos colegas internacionales se posaran en él por penúltima vez con envidia. Yo iba desde Londres a verlo de tanto en tanto (una hora de tren a la ida, otra a la vuelta), tras haberlo conocido y tratado un poco muchos años antes, cuando -todavía soltero; y ahora estaba separado, solo siempre en Inglaterra- había ocupado el puesto de Lector de Español en la Universidad oxoniense durante dos cursos. Wheeler y yo nos habíamos caído bien desde el principio, quizá como deferencia a quien nos presentó en su día, el profesor Toby Rylands, de Literatura Inglesa, gran amigo suyo desde la juventud y con quien compartía no pocos rasgos, además de la edad y la condición, por tanto, de jubilado a regañadientes. Así como a Rylands lo frecuenté bastante, a Wheeler no lo vi hasta el final de aquella estancia mía, pues por entonces él enseñaba como emérito en Texas durante nuestros periodos lectivos, y en vacaciones yo solía regresar a Madrid o viajar, no coincidíamos. Pero a la muerte de Rylands, ya después de mi marcha, Wheeler y yo prolongamos esa deferencia que, por serlo hacia un recuerdo o fantasma indefenso a partir de entonces, supongo que habrá de durar indefinidamente: nos escribíamos o llamábamos de tarde en tarde y, si yo iba a Londres unos días, procuraba hacerme algún hueco para visitarlo, solo o con Luisa. (Wheeler también como relevo o sucesor de Rylands, o como su herencia: es escandaloso cómo suplimos a las figuras perdidas de nuestra vida, cómo nos esforzamos por cubrir las vacantes, cómo nunca nos resignamos a que se reduzca el elenco sin el cual nos soportamos mal y apenas nos sostenemos, y cómo a la vez nos prestamos todos a ocupar vicariamente los lugares vacíos que se nos van asignando, porque comprendemos y participamos de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo, que al ser de todos es el nuestro, y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos.)
A mí él me divertía y enseñaba mucho con su malicia inteligente y por tanto nunca abusiva, y con su asombrosa perspicacia suave, tan poco ostentosa que a menudo había que presuponerla o descifrarla en observaciones e interrogaciones suyas en apariencia inocuas, retóricas o intrascendentes, o bien casi jeroglíficas si estaba ya uno alertado: había que escucharlo 'entre vocablos', como a veces hay que leerlo entre líneas en sus escritos, si bien esa manera indirecta predominante no le impedía tampoco, si se aburría de sobreentendidos o de pronto los juzgaba un lastre, ser tan franco y aun despiadado -con terceros o con la vida o consigo, con sus interlocutores no solía- como nunca he visto a ningún otro o si acaso sólo a Rylands; y quizá a mí mismo, pero en la estela y como pupilo de ambos. Y yo a él -no me atrevía a pensar otra cosa- probablemente lo distraía, y aun lo halagaba con mi buena predisposición y mi fácil contento y mi risa celebratoria que jamás se ha hecho rogar ante las personas que estimo o admiro, y Wheeler me merece ambos afectos. (Yo para él como relevo o sucesor de nadie, o de alguien por mí no conocido y tal vez de su pasado antiguo, un reemplazo el mío largo tiempo aplazado o quién sabía si ya descartado, el de alguna figura remota a cuyo eco o mera sombra o reflejo él ya hubiera renunciado.)
Así que durante mi tiempo en Londres, al servicio de la BBC Radio hasta que me sacó de allí Mr Tupra, me acercaba a verlo a su casa de Oxford junto al río Cherweli como la de Rylands, de quien había sido también vecino, por mi propia iniciativa o en alguna ocasión por la suya, cuando por el motivo que fuese quería testigos de sus intervenciones o disimuladas escenificaciones, o tenía invitados a los que deseaba ofrecer un mínimo de variedad -por ejemplo un latino ya ajeno ahora al ámbito universitario tan visto- o sobre los cuales iba a apetecerle comentar luego conmigo, otro día a solas. Tuve esta impresión dos o tres veces: era como si Wheeler, bien cumplidos los ochenta años, se preparase conversaciones que podrían entretenerlo o estimularlo en el futuro cercano, o para él aún previsible. Y si preveía que iba a divertirlo hablar más adelante de Tupra conmigo, o contarme indiscreciones de él, sus vicios y penumbras y comicidades, era conveniente que yo hubiera conocido antes a Tupra, o por lo menos pudiera ponerle voz y cara y que me hubiera formado una idea, por superficial que fuese, para él confirmármela ó desmentírmela más tarde, o incluso discutírmela con innecesario empeño, sólo así tendría nuestra charla gracia. El exigía sus contrapuntos, cuando peroraba.
Me pregunto si el enigmático y desmenuzado tiempo de la vejez consistirá en eso, en andar -quienes en él desembocan, y le pertenecen- tan paradójicamente sobrados de ese tiempo menguante como para dedicar no poco a la confección o composición de escogidos momentos; o, como si dijéramos, para conducir sus numerosos tiempos vacíos o muertos hacia unas cuantas escenas prefiguradas y deliberados diálogos, su parte ya memorizada antes: como si el tiempo de los ancianos -a la vez corto y pausado, reducido y abundante, el tiempo del anciano astuto- se cuidaran éstos de planearlo y encauzarlo y dirigirlo lo más posible, y no lo aceptaran ya más -suficiente, basta: no más dolor ni más fiebre; ni palabra ni lanza ni siquiera sueño- como consecuencia del azar y lo inesperado y ajeno, sino que trataran de convertirlo en obra de su maquinación y su dramaturgia y el cálculo. O, lo que viene a ser lo mismo, como si se cuidaran de anticiparlo y configurarlo y elaborar su contenido al máximo; y así quisieran dictarlo, el único modo seguro de aprovechar de veras el que todavía les resta, que parece marchar muy lento pero tan sólo se les va escurriendo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa. Y la nieve siempre para.
Tuve sin duda esa sensación en lo referente a Tupra, de que Wheeler quería que lo conociera o lo viera, porque podía haberse limitado a convocarme por teléfono y decirme: 'Van a venir algunos amigos y conocidos a una cena fría, de aquí a dos sábados; vente tú también, estás muy solo ahí en Londres'. Él no sabía si yo estaba poco o muy solo o en exceso acompañado, pero solía atribuir a los demás su propia situación, sus carencias y aun sus dejaciones, un ardid, si se adelantaba era difícil que nadie se las señalara a él o las volviera en su contra, habría parecido falta de originalidad por parte del interlocutor, e infantilismo. Pero aunque más o menos dijo eso, se quedó remoloneando un segundo al teléfono cuando yo ya había accedido de grado y había tomado nota de la fecha y hora, y añadió con vacilación fingida (pero sin disimular que la fingía): 'Bueno, ya verás, vendrá este individuo, Bertram Tupra, un antiguo discípulo de Toby'. ('Fellow' fue la palabra empleada, menos despectiva quizá que 'individuo': hablábamos en inglés o español indistintamente, o a veces cada uno en su lengua.) Y antes de que yo pudiera hacerme eco alguno del inverosímil nombre, él se anticipó a deletrear el apellido y a conceder: 'Sí, ya sé, suena a nombre inventado y bien pudiera serlo, más probable que lo falso fuera Bertram y no Tupra, semejante apellido tiene que ser auténtico, ruso o checo de origen, no sé, o finlandés acaso, o tal vez eso sea sólo porque suena un poco como "tundra", ¿no?… En cualquier caso, resulta manifiesto que no es inglés sino demasiado francamente extranjero y quién sabe si armenio o turco, así que el hombre debió de juzgar prudente compensarlo con un primer nombre digno de nuestros teatros, ya sabes, Cyril, Basil, Reginald, Eustace, Bertram, están en todas las comedias rancias. Quizá se lo cambió por eso, no habría podido circular por aquí sin levantar suspicacias llamándose, qué sé yo, Vladimir Tupra, o Vaslav Tupra, o Pirkka Tupra, imagínate qué desgracia hasta hace pocos años, no habría hecho carrera más que en el ballet o en el circo, supongo, desde luego imposible en lo suyo…' Wheeler rió brevemente con escarnio, como si por un instante se le hubiera representado Tupra, cuya imagen él conocía, disfrazado con prietas calzas y picudo o rajado escote, brincando por un escenario con robustísimos muslos y pantorrillas venosas a punto de reventarle; o con malla y encogida capita fosforescente de trapecista. Y aún hizo una pausa antes de arrancar de nuevo, como si esperara una apoyatura mía o dudara si explicar o no qué era 'lo suyo'. No dije nada y entonces él permaneció en la duda, noté que no atendía del todo a lo que fue añadiendo, me pareció que hacía tiempo hasta decidirse e improvisaba: 'Me pregunto si no se inspiraría en ese librero legendario cerca de Covent Garden, Bertram Rota, conoces la tienda, creo que su nombre completo era Cyril Bertram Rota, hasta ahora no había caído en la cuenta de lo excéntrico de su apellido, para tener un local en Long Acre o por ahí, seguramente español de origen, ¿no? ¿Conoces a algún Rota en España, aparte del venal tribunal eclesiástico? Claro que Bertram sí podría ser su verdadero nombre, me refiero a Tupra, y que fuera a su padre, si fue éste quien inmigró desde la tundra o la estepa, a quien se le ocurriera britanizar al hijo en su nacimiento para paliar el efecto bárbaro, casi acusatorio de Tupra, en España tendría que haber renunciado, ¿no?, habría sido objeto de bromas crueles con la palabra "estupro". Pero estas cosas tontas funcionan, mira el caso de Rota, no había caído hasta ahora, tras tantos años de minar mi fortuna comprándole por catálogo sus costosos libros; he de preguntarle a su hijo Anthony, creo que todavía vive…' Wheeler se detuvo otra vez, según hablaba iba sopesando, quería y no quería contarme o anunciarme o consultarme algo. 'Y además', continuó en seguida, 'Bertram le permitirá, a Tupra, ser llamado Bertie en confianza, lo cual lo hará sentirse salido directamente de una obra de Wodehouse cuando esté entre amigos o con su novia, ella también vendrá, por cierto, una nueva novia que tiene y que ha insistido en presentarnos, a buen seguro lo enorgullecerá más su físico que su muy esperable sabiduría…' Hizo una última pausa, pero yo no estaba comunicativo o no tenía qué intercalar, así que recurrió a una digresión más para concluir con garbo, me resultó más intrigante que las anteriores: 'Desde luego él habla inglés como un nativo, sur de Londres semieducado, diría. Y bien pensado, quizá él sea más inglés que yo, al fin y al cabo nací en Nueva Zelanda y no vine aquí hasta los dieciséis años, y con el apellido también cambiado, claro que por motivos distintos, nada que ver con la eufonía patriótica ni con las estepas. Pero bueno, todo esto ya lo sabes y no viene a cuento, te estoy entreteniendo demasiado rato. Cuento contigo, así pues, para ese sábado'. Y se despidió con su mejor tono de afecto, que hacía imperceptible su nunca descartable guasa: 'Aguardaré tu llegada con la mayor impaciencia. Estás muy solo ahí en Londres. No te me rajes'. Esta última frase me la dijo en mi lengua.
Así era y es Sir Peter Wheeler, ese falso anciano, quiero decir que tras su venerable y amansado aspecto se esconden con frecuencia maquinaciones enérgicas, casi acrobáticas, y tras sus abstraídas divagaciones una mente observadora, analítica, anticipadora, interpretativa; y que sin cesar juzga. Por espacio de varios minutos interminables había dirigido mi atención hacia aquel Bertram Tupra, en quien me vería obligado a fijarme durante la cena fría, ese había sido sin duda el principal propósito, que en él me fijara. Pero a la postre no había explicado por qué, ni en realidad había soltado una sola palabra descriptiva ni informativa acerca del individuo en cuestión o fellow, sólo que había sido discípulo de Toby Rylands y que tenía una nueva novia, el resto disquisiciones y conjeturas ociosas sobre su absurdo nombre. Ni siquiera se había decidido, tras sus vacilaciones no expresas, a especificar qué era 'lo suyo', aquello en lo que nunca habría prosperado de haberse llamado Pavel o Mikka o Jukka. Y al final incluso me había desviado el interés posible, aludiendo por vez primera ante mí a sus raíces neozelandesas, a su nada temprana incorporación a Inglaterra y a su apellido cambiado o apócrifo, pero impidiéndome, al mismo tiempo, preguntarle nada al respecto, al añadir en seguida 'Pero todo esto ya lo sabes y no viene a cuento', cuando lo cierto era que todo eso yo lo había ignorado hasta aquel instante.
'Otro paralelismo más con Toby, entonces', pensé tras haber colgado, 'de quien se rumoreaba que era sudafricano de origen, como se rumoreaban tantas otras leyendas; una razón más para que se hicieran amigos cuando eran jóvenes, británicos forasteros o de ciudadanía tan sólo, ingleses postizos ambos.' Rylands nunca me había aclarado ninguno de aquellos rumores ni yo lo había sondeado apenas respecto a ellos, le gustaba poco rememorar su pasado en voz alta, eso se decía y así fue conmigo; y no me pareció respetuoso indagar por mi cuenta después de su muerte, era como contravenir sus deseos cuando él ya no podía mantenerlos ni revocarlos ('Extraño no seguir deseando los deseos', cité de memoria para mis adentros, 'extraño tener que desprenderse aun del propio nombre'). Dudé si marcar el número de Wheeler inmediatamente, para que me ampliara aquellos datos nuevos acerca del suyo, de su pasado, y me explicara por qué demonios había discurseado sobre Tupra tanto rato, hasta llegar a impacientarme. Porque justo antes de su llamada yo había estado probando con el número de Madrid que aún estaba a mi nombre pero no era ya más el mío sino el de Luisa y los niños, y comunicaba con tanta insistencia que quería volver a intentarlo cuanto antes, aunque sólo fuera para calibrar la duración del no lograrlo. Por eso no llamé a Wheeler en el acto, nada más colgarle, tenía prisa por seguir marcando aquel número mío perdido o del que había de desprenderme, y al que antes yo contestaba cuando estaba en casa, con frecuencia. Ahora no lo contestaba nunca porque ya no estaba en casa ni podía regresar a dormir en ella, y estaba en otro país, y aunque no muy solo como me creía "Wheeler, a veces sí un poco, o acaso es que toleraba mal no estar siempre acompañado y no estar siempre aturdido y entonces me pesaba el tiempo o yo obstaculizaba su paso, quizá por eso no me fue difícil escuchar a Wheeler con atención primero, en su casa, y aceptar luego la proposición de Tupra, que si algo me brindaba era compañía incesante, aunque en ocasiones sólo auditiva y visiva, y también raciones de aturdimiento.
Ese teléfono de Luisa en Madrid seguía comunicando, no había avería según me dijeron en Averías, y ambos nos negábamos a llevar portátiles, un instrumento de acecho. Tal vez estaba enganchada a Internet, le había encarecido que contratara una segunda línea para no bloquear el teléfono pero no acababa de hacerlo aunque yo le hubiera ofrecido costeársela, sólo usaba la red de tarde en tarde, era cierto, luego resultaba improbable que fuera eso, tanto tiempo comunicando en noche de jueves, era uno de los días en principio acordados para que yo hablara con el niño y la niña antes de que se acostaran, se estaba haciendo demasiado tarde, una hora más en España, allí las diez pasadas y aquí las nueve pasadas, habrían cenado los tres con la televisión puesta o con algún vídeo, no era fácil que el niño y la niña coincidieran en sus preferencias, demasiada edad los separaba, por suerte el niño era paciente y protector con ella y a menudo cedía, yo empezaba a temer por él, era protector hasta con su madre y no sabía si hasta conmigo mismo, ahora que me veía lejos y desterrado, huérfano según su criterio o su entendimiento, sufren mucho en la vida quienes hacen de escudo, y los vigilantes, con su oído y su ojo siempre despiertos. Se habrían acostado ya aunque aún tendrían la luz encendida durante unos minutos, los que les concedíamos Luisa y yo de propina o prórroga para que también leyeran algo -un tebeo, unas líneas, un cuento- mientras los cazaba el sueño, es desdichado conocer las costumbres exactas de una casa de la que de pronto se falta y a la que no se vuelve más que de visita y con aviso previo y como un pariente cercano y de tarde en tarde, uno queda fijado en la tela de araña del escenario y el ritmo que construyó y lo albergaban y que parecían imposibles sin su contribución y sin su existencia, largo prisionero de lo presenciado y llevado a cabo tantas veces, y es incapaz de imaginar que se vayan produciendo cambios, aunque tenga conciencia de que no los impide nada y bien puede haberlos y aun procurárselos, y aprenda a sospecharlos abstractamente, cuáles podrían ser esos cambios que se darán en su ausencia y a sus espaldas, uno deja de asistir, ya no es partícipe ni siquiera testigo, y es como si hubiera sido expulsado del tiempo que avanza, convertido para uno ese tiempo en pintura helada o en memoria helada, desde la adversa distancia.
Y cree uno estúpidamente que se le guardarán raras ausencias, no en lo esencial pero sí en lo simbólico, como si no fuera infinitamente más fácil arrasar con los símbolos que con los hechos pasados y acaecidos, y éstos se suprimen o borran sin excesivo esfuerzo, basta con estar resuelto y sujetar las remembranzas. No cree uno que Luisa no vaya a tener un nuevo amor o un amante dentro de poco tiempo, no cree uno que no lo esté ya esperando sin saber que lo espera, o incluso buscándolo con el cuello erguido y la mirada alerta sin saber que busca, ni que no le haga ilusión pasiva la aparición previsible de quien aún carece de rostro y nombre y por tanto los encierra todos, los posibles y los imposibles, los soportables y los nauseabundos. Y sin embargo sí cree uno incongruentemente que a ese amor nuevo o amante no lo llevará Luisa con los niños a casa, ni a nuestra cama que ya es sólo suya, y que lo verá casi a escondidas como si el respeto hacia mi recuerdo aún reciente se lo impusiera o se lo implorara -un susurro, una fiebre, un rasguño-, como si ella fuera una viuda y yo fuera un muerto merecedor de duelo al que no se puede sustituir tan pronto, todavía no, amor mío, espera, espera, no es aún tu hora y no me la arruines, dame tiempo y dáselo a él, a este muerto, su tiempo que ya no avanza, dáselo para difuminarse, deja que se convierta en fantasma antes de ocupar tú su sitio y ahuyentar su carne, déjalo convertirse en nada y aguarda a que no quede olor en las sábanas ni en mi cuerpo, deja que lo que fue no haya sido. Cree uno que Luisa no admitirá así como así a ese hombre a nuestras costumbres y a nuestro retrato, que no permitirá que sea él de repente quien la ayude a preparar la cena -deja, ya haré yo las tortillas- y quien se siente junto a ella y los niños a ver un vídeo -nadie en contra de Tom y Jerry-, ni que sea él quien se asome de puntillas luego -estás rendida, ya voy yo, no te muevas- a apagar las luces de los dos cuartos, tras comprobar que mis niños se han dormido con un Tintín en las manos que se deslizó sin sobresalto hasta el suelo o con un muñeco sobre la almohada al que asfixiará el diminuto abrazo de los sueños simples.
Pero uno debe hacerse a la idea de que no hay ningún duelo ni tal respeto por nuestro recuerdo ni por lo que decidimos ahora erigir en símbolos tardíamente, entre otras razones porque Luisa no es viuda ni nos hemos muerto ni yo me he muerto, sino que no estuvimos lo bastante atentos y nada nos es debido, y sobre todo porque el tiempo de ella que envuelve y arrebata a los niños es ya muy otro que el nuestro, el suyo avanza sin incorporarnos y yo no sé bien qué hacer con el mío, que avanza igualmente sin incorporarme o al que aún no he sabido subirme, quizá ya nunca me ponga al día y siga sólo siempre la estela de ese tiempo mío. Pronto habrá un individuo a su lado encargándose de las tortillas y haciendo méritos cotidianos ante ella y ante los niños, disimulará su fastidio durante meses por no disponer para él solo de ella y a cualquier hora, se hará el paciente y el comprensivo y el solidario, y con medias palabras y preguntas solícitas y sonrisas de lástima retrospectiva cavará mi tumba aún más hondo, en la que ya estoy sepultado. Eso es lo previsible, pero quién sabe… Tal vez sea un sujeto desenfadado y risueño que la saque de juerga todas las noches y no quiera ni oír hablar de los niños ni pisar nuestra casa más allá de la entrada, ya vestido de farra y tamborileando en el quicio con mucho apremio; que la obligue a alejarse de ellos y a descuidarlos y la exponga a riesgos y la arrastre a excesos alegres semejantes a los que yo me permito aquí, no pocas veces… O también puede ser un tipo despótico y envenenado, que la sojuzgue y la aísle y le deslice poco a poco sus exigencias y sus prohibiciones, disfrazadas de enamoramiento y flaqueza y celos y de lisonja y ruegos, un hombre torcido que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre su cuello mientras los niños -mis niños- miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse. Pero no, esto no ha de ocurrir, esto no ocurre, no tendré esa suerte y no tendré esa desgracia (suerte en el imaginario y en la realidad desgracia)… Quién sabe quién nos sustituye, sólo sabemos que se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño, en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en la dominación, y en el odio que también acaba por cansarse de nosotros; en las casas en que habitamos y en las ciudades que nos consienten, en los teléfonos que nos persuaden o nos escuchan pacientes con la risa al oído o con un murmullo de asentimiento, en el juego y en el negocio, en las tiendas y en los despachos, en el paisaje infantil que creíamos sólo nuestro y en las agotadas calles de tanto ver marchitarse, en los restaurantes y en los paseos y en nuestras butacas y en nuestras sábanas, hasta que no queda olor en ellas ni ningún vestigio y se rasgan para hacer tiras o paños, y en nuestros besos se nos sustituye y se cierran al besar los ojos, en los recuerdos y en los pensamientos y en las ensoñaciones y en todas partes, sólo soy como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para…
Miro por la ventana de mi apartamento amueblado ingenuamente por alguna mujer inglesa a la que nunca he visto, mientras cuelgo y descuelgo y marco y de nuevo cuelgo, miro la noche perezosa de Londres a través de la Square o plaza que se va despoblando de los seres activos y de los decididos pasos para que la vayan tomando durante un rato -un interregno- los inactivos con su paso errático que los conduce ahora hasta las papeleras y cubos en los que hunden sus cenicientos brazos rebuscando tesoros invisibles para nosotros o el fortuito salario de su jornada sobrevivida, cuando aún no es noche cerrada pero desde luego tampoco es día, o cuando todavía es hoy para los que regresan a casa o se visten de farra para abandonarla, pero ya es ayer para quienes van y vienen sin orientarse nunca. Alzo la vista para buscar y seguir mirando el mundo orientado y vivo al que me figuro que aún pertenezco, que se va guareciendo de la ceniza crepuscular del aire en sus interiores iluminados, para alejarme y no asimilarme al desorientado mundo de esos fantasmas que se sumergen hasta confundirse con los desperdicios; alzo la vista por encima del tráfico que ya se apacigua y de los mendigos sombra y de los rezagados -cinco o seis pisadas a la carrera y el salto al autobús de dos pisos sin puertas que casi arranca, los tacones de las mujeres rascan, corren serio peligro-; miro por encima y a través de los árboles y de la estatua hasta el otro extremo, donde están el elegante hotel y las oficinas enormes y las habitadas casas que albergan familias o no siempre familias, no siempre lo que yo era y a veces sí lo que soy ahora -'Seré más el que soy: seré más yo ahora', me digo; 'I'll be more myself', cito para mis adentros: al estar y ser yo solo-; veo en ocasiones a quienes son mis iguales en un aspecto, personas que no viven con nadie y reciben a lo sumo visitas, y puede que se quede alguna a pasar una noche con ellas, como también sucede en mi apartamento, si es que en mí se repara desde algún observatorio.
Hay un hombre que vive enfrente, más allá de los árboles cuyas copas coronan el centro de esta plaza y exactamente a mi altura, un tercer piso, las casas inglesas no tienen persianas o raramente, si acaso visillos o contraventanas que no suelen cerrarse hasta que el sueño inicia sus cacerías atolondradas, y a este hombre lo veo bailando frecuentemente, alguna vez acompañado pero casi siempre él a solas con gran entusiasmo, recorriendo en sus danzas o más bien bailoteos el alargado salón entero, ocupa cuatro ventanales. No es un profesional que ensaye, en modo alguno, eso es seguro: suele estar vestido de calle, incluso a veces con corbata y todo, como si acabara de entrar por la puerta tras la jornada y su impaciencia le consintiera sólo desprenderse de la chaqueta y arremangarse (pero la norma es que vista jerseys elegantes o polos de manga larga o nikis de manga corta), y sus pasos de baile son espontáneos, improvisados, no carentes de armonía y gracia pero yo diría que sin mucha medida ni compás ni estudio, los que cada vez le inspira la música que yo no oigo y que acaso oiga él exclusivamente, con los prismáticos de las carreras me ha parecido ver -eso creo: me los llevo a los ojos de cuando en cuando, también en casa- que se ajusta a los oídos algún auricular o artilugio, sin duda algo inalámbrico o no podría brincar y moverse tan libremente. Eso explicaría que algunas noches dé comienzo a sus sesiones cuando ya es muy tarde, sobre todo para Inglaterra, donde ningún vecindario le toleraría música a gran volumen pasadas las once, ni siquiera una hora antes, no sé cómo hará para amortiguar el ruido de sus pies danzantes. Quizá busca llamar al sueño cuando empieza tan tarde: cansarse, enajenarse, aturdirse, distraer los afanes de la conciencia. Es un individuo de unos treinta y cinco años, delgado, de facciones huesudas -mandíbula y nariz y frente- pero constitución atlética, espaldas bastante anchas, vientre plano y agilidad notable, parece todo natural y no producto de ningún gimnasio. Luce un bigote poblado pero cuidado, como de boxeador pionero pero sin ondulaciones decimonónicas, recto, y se peina hacia atrás con raya en medio, como si llevara coleta pero no se la he visto, cualquier día se la deja. Es extraño verlo moverse a diferentes ritmos sin escuchar yo nunca la música que lo conduce, me entretengo en adivinarla, en ponérsela mentalmente para -cómo decir- evitarle el ridículo de bailar en silencio, ante mí en silencio, la visión resulta incomprensible, incongruente, casi demente si uno no suple con su memoria musical -o incluso saca el disco intuido y lo pone, si lo tiene a mano- lo que domina o guía al individuo y jamás se oye, a veces pienso 'Puede que esté bailando al son del "Hucklebuck" de Chubby Checker a juzgar por el desenfreno del torso, o algo de Elvis Presley, "Burning Love" por ejemplo, con ese cabeceo velocísimo y como de pelele y esos pasos tan cortos, o esto ha de ser menos antiguo, Lynyrd Skynyrd acaso, esa canción famosa no sé qué de Alabama, eleva mucho los muslos como la actriz Nicole Kidman cuando la bailó en una película, inesperadamente; y ahora tal vez sea un calypso, reconozco en sus caderas un vaivén absurdamente antillano o vete a saber, y además ha cogido maracas, más vale que aparte la vista o que le haga sonar de inmediato en mi tocadiscos "I Learn a Merengue, Mama" o "Barrel of Rum", qué loco este tipo, qué feliz se lo ve, qué desentendido de cuanto nos gasta y consume, entregado a sus bailes que no son para nadie, se sorprendería si supiera que yo lo observo a ratos cuando estoy a la espera u ocioso, y puede que no sea el único desde mi edificio, resulta divertido e incluso da alegría mirarlo, y también tiene misterio, no logro figurarme quién es ni a qué se dedica, se sustrae -y no es eso frecuente- a mis facultades interpretativas o deductivas, que aciertan o yerran pero en todo caso nunca se inhiben, sino que se ponen al instante en marcha para componer un retrato improvisado y mínimo, un estereotipo, un fogonazo, una suposición plausible, un esbozo o retazo de vida por imaginarios y elementales o arbitrarios que sean, es mi mente detectivesca y alerta, mi mente imbécil que me criticaba y reprochaba Clare Bayes en este mismo país hace ya muchos años, antes de que conociera a Luisa, y que hube de sofocar con Luisa para no irritarla y no darle miedo, el miedo supersticioso que más daño hace, y aun así sirvió de poco, nada sirve contra lo que ya se sabe y más se teme (quizá porque se lo atrae con fatalismo entonces, y se lo procura porque si no es un chasco), y uno suele saber cómo acaban las cosas, cómo evolucionan y qué nos aguarda, hacia dónde se encaminan y cuál ha de ser su término; todo está ahí a la vista, en realidad todo es visible desde muy pronto en las relaciones como en los relatos honrados, basta con atreverse a mirarlo, un solo instante encierra el germen de muchos años venideros y casi de nuestra historia entera -un solo instante cargado o grave-, y si queremos la vemos y la recorremos ya, a grandes rasgos, no son tantas las variaciones posibles, los indicios rara vez engañan si sabemos discernir los significativos, si se está -pero es tan difícil y catastrófico- dispuesto a ello; uno ve un día un gesto inconfundible, asiste a una reacción inequívoca, oye un tono de voz que dice mucho y más anuncia aunque también oiga uno la lengua morderse -demasiado tarde-; siente en la nuca el carácter o la propensión de una mirada cuando ésta se sabe invisible y resguardada y a salvo, tantas son involuntarias; nota la melosidad o la impaciencia, percibe las intenciones ocultas que no están ocultas jamás del todo, o las inconscientes antes de que se vuelvan conciencia en quien deberá abrigarlas, a veces prevé uno a alguien antes de que ese alguien se prevea a sí mismo ni se conozca ni se intuya siquiera, y adivina la traición aún no fraguada y el desdén aún no sentido; y el empacho que uno causa, el cansancio que provoca o la aversión que ya inspira, o bien lo contrario que no es mejor siempre: la incondicionalidad que se nos tiene, la demasiada expectativa, la entrega, el afán de agradar del otro y de sernos vital para suplantarnos luego y ser así quien nosotros somos; y el ansia de posesión, la ilusión que uno crea, la determinación de alguien de estar o permanecer a su lado, o de conquistarlo, y la lealtad irracional, desvariada; nota cuándo hay entusiasmo y cuándo es sólo lisonja y cuándo es mezcla (porque nada es puro), sabe quién no es trigo limpio y quién ambicioso y quién no tiene escrúpulos y quién pasará por encima de su cadáver después de aplastarlo y quién es un alma cándida, y sabe qué será de estas últimas cuando se las encuentra, el destino que les espera si no se enmiendan y vician y también si lo hacen: sabe si serán víctimas suyas. Ve quién abandonará a quién algún día cuando le presentan a un matrimonio o pareja, y lo ve en el acto, nada más saludarlos, o a los postres ya lo entiende. También percibe cuándo algo se tuerce y se echa a perder, o da un gran vuelco y las tornas cambian, cuándo se fastidia todo, en qué momento uno deja de querer como antes o dejan de quererlo a uno, quién se acostará con nosotros, quién no, y cuándo un amigo descubre su propia envidia, o más bien decide rendirse a ella y dejar que ahora sola lo conduzca y guíe; cuándo empieza a rezumar o se carga de resentimiento; sabemos qué es lo que exaspera o revienta en nosotros y qué nos condena, qué convino decir y no dijimos o qué callar y no callamos, qué hace que de pronto un día se nos mire con otros ojos -turbios o malos ojos: es ya inquina-; cuándo decepcionamos o cuándo irrita que aún no lo hagamos y no ofrezcamos el pretexto ansiado, para ser despedidos; qué detalle no se soporta y señala la hora de que nos volvamos insoportables ya para siempre; y también sabemos quién va a amarnos, hasta la muerte y más allá y a nuestro pesar a veces, más allá de la muerte suya o de la mía o de ambas… contra nuestra voluntad a veces… Pero nadie quiere ver nada y así nadie ve casi nunca lo que está delante, lo que nos aguarda o depararemos tarde o temprano, nadie deja de entablar conversación o amistad con quien sólo nos traerá arrepentimiento y discordia y veneno y lamentaciones, o con aquel a quien nosotros traeremos eso, por mucho que lo vislumbremos en el primer instante, o por manifiesto que se nos haga. Intentamos que las cosas sean distintas de lo que son y de cómo aparecen, nos empeñamos insensatamente en que nos guste quien nos gusta poco desde el principio, y en poder fiarnos de quien nos inspira desconfianza aguda, es como si a menudo fuéramos en contra de nuestro conocimiento, porque así lo sentimos muchas veces, como conocimiento más que como intuición o impresión o corazonada, nada tiene que ver todo esto con las premoniciones, no hay nada sobrenatural ni misterioso en ello, lo misterioso es que no atendamos. Y la explicación ha de ser simple, de algo tan compartido por tantos: es sólo que sabemos, y lo detestamos; que no toleramos ver; que odiamos el conocimiento, y la certidumbre, y el convencimiento; y nadie quiere convertirse en su propio dolor y su fiebre…'
En algunas ocasiones, ya he dicho -sólo en un par por entonces, que yo hubiera visto-, ese hombre al que no interpreto o no reduzco, sobre el que no consigo formarme idea clara ni vaga, bailó acompañado en contra de su costumbre, y fue con dos mujeres distintas, una blanca y otra negra o mulata (no lo supe bien, las luces bajas); pero también entonces pareció más atento a sí mismo y a su disfrute que a sus parejas, aunque a buen seguro lo complacía contar con ellas para variar el cuadro y poder cruzárselas y agarrarse o rozarse a lo largo del salón bien despejado, toda una zona o franja longitudinal sin muebles, es decir sin obstáculos, como si la tuviera libre a propósito para facilitarse los correteos. La blanca llevaba pantalones, fue una lástima; la negra, en cambio, falda que volaba y subía, y a veces no bajaba del todo luego, se quedaba enganchada en las medias unos instantes (bueno, medias enteras o como se llamen, que llegan a la cintura) hasta que un nuevo quiebro o una manotada distraída de ella zafaban la tela y la devolvían a las leyes de la gravedad censoras. Me gustó verle los muslos y fugazmente las nalgas, por eso me abstuve de usar los prismáticos, en principio espiar no es mi estilo, al menos no con intenciones y ahí las habría habido. La mujer blanca se fue tras la sesión danzante, la vi salir por el portal de la casa del hombre y montarse en su bicicleta (quizá los pantalones por eso, aunque tampoco hay que buscarles causa); la negra o mulata se quedó a dormir, eso creo; pararon tras bastante fiesta, y se apagaron las luces luego, y no la vi marcharse durante largo rato, era ya tarde y aún se había hecho más tarde cuando decidí acostarme para olvidarme de ella. Aquí en casa también se ha quedado alguna mujer, de vez en cuando, sobre todo en los iniciales meses de asentamiento y reconocimiento y tanteo: una ha vuelto, otra quiso volver y yo no estuve de acuerdo, la tercera ni se lo planteó, se desentendió ya del lance antes de que concluyera -sí, habían sido tres hasta aquel momento-, nada sé de ella o sabía entonces desde que desayunó en mi cocina, menos azorada que maquinal y rauda, como si estar allí tan de mañana no fuera con ella, una coincidencia de alojamiento, estaba prometida al hijo de un tipo importante con el que la chiflaba anunciar su inminente boda y la espantaba casarse con tanta inminencia, y que tal vez andaba llamándola ya desde la noche anterior o desde muy temprano, marcando y colgando y descolgando y marcando, aquel novio nervioso sin recibir respuesta o las del contestador y el buzón tan sólo, eso es inaguantable, llamar y llamar en vano, yo ya no aguantaba seguir probando con Luisa, qué haría, acaso habría descolgado porque tenía visita, quizá iba a quedarse alguien esa noche con ella, y la única forma de asegurarse de que mi lejana voz no interrumpiría o descentraría nada -se habría dado cuenta de que era jueves de pronto, decidida sobre la marcha la dilación de la visita: la lanza, la fiebre, mi dolor, el sueño, lo sustancial o insignificante- era acostar a los niños un poco antes de lo acostumbrado y dejar la noche entera el teléfono fuera de sitio, siempre se podría pretextar mañana un descuido.
Pero sólo el hombre adulador y aplicado se queda, al menos en esta fase, sólo el que hace méritos para instalarse y ocupar el hueco en la cama caliente sin aspirar a introducir ningún cambio, pues el esquema de su predecesor le parece de perlas y sólo ansia ser éste, aun si no lo sabe; el festivo y risueño se va o ni siquiera entra, nada quiere saber de compartir almohada más allá de las horas despiertas y activas; y el despótico y posesivo disimula mucho al principio, lleva buen cuidado de no parecer intruso, siempre espera a ser alentado y aunque lo sea declina las invitaciones primeras ('No te quiero complicar, sería para ti molestia, y quizá no estés segura de querer verme mañana sin habértelo preguntado antes'), se muestra deferente, respetuoso y aun precavido, procura que no le asome el menor rasgo invasor o expansivo, y no se entretiene o demora en el territorio ajeno hasta una fase tardía, precisamente porque planea adueñárselo entero y no se arriesga a levantar sospecha. Ese no se queda a dormir ni aunque se lo imploren, no al comienzo: ese se viste de arriba abajo otra vez pese a la hora y el desmadejamiento y el frío, y vence toda pereza -la de ponerse los calcetines de nuevo- y difiere toda avidez y todo apremio -no le importa que se condensen, la avidez y el apremio-; coge el coche o avisa a un taxi y se marcha de madrugada sin hacer ruido, también para empezar a ser añorado rápido, nada más cerrar la puerta a su espalda y abrir la del ascensor y dejar a la mujer desarreglada y ya tibia que regrese a su cama deshecha no acogedora, a sus sábanas arrugadas y al olor que aún no se ha ido. Si es ese el hombre, ese sujeto torcido que más adelante no la dejará respirar a sol ni a sombra y la aislará totalmente, y que a mí ni siquiera tendrá que hundirme ni cavarme más hondo porque mi recuerdo lo habrá suprimido con el primer terror y la primera súplica y la primera orden; si es ese su visita esta noche, entonces tal vez Luisa vuelva a colgar el teléfono cuando él ya se haya ido, tan trajeado como llegó y hasta con los guantes puestos, y quizá cuelgue al oír resonar en el portal y en la calle sus pasos ahora ruidosos y seguros y firmes, por el avance tan sostenido y firme que lo conduce a ella. Así que puede que deba insistir todavía, o intentarlo de nuevo más tarde, cuando decida por fin acostarme para olvidarme de ella, casi las once en Madrid y qué hago yo aquí tan lejos sin poder volver a dormir a casa, qué hago en otro país comportándome como un novio nervioso, o peor, como un enamorado insignificante, o peor, como un cortejador pobre diablo que se niega a enterarse de lo que ya sabe, que será rechazado siempre. Ya no es tiempo de esto, ya no es mi tiempo o mi tiempo ha pasado, tengo dos hijos desde hace mucho y a quien llamo es a su madre, hace lo suficiente para que mi pensamiento ya nunca se olvide de ellos y sean para mí niños eternos, por qué mi tiempo se ha volcado o por qué se ha quedado en suspenso, qué sentido tiene que me ponga nervioso con el pretexto de temer por el futuro posible que aguarda a los tres según quién me sustituya, que yo sepa todavía no hay nadie en camino o en esa vía, aunque si lo hubiera Luisa no tendría por qué contármelo, y menos aún sus encuentros ocasionales que de momento no llevan a inauguración ninguna, a quién ve o con quién sale y no digamos con quién se acuesta y a quién despide a la puerta de casa con una bata echada sobre el cuerpo acalorado y desnudo hasta hacía un instante, a quién dice adiós con un beso de acopio hasta la vez siguiente, o quizá es mortecino al término de una larga jornada, ya sin rastro de maquillaje y muy despeinada, con el pelo aniñado por los trajines de noche y día y con el cansancio visible en las ahondadas ojeras y en la piel tan mate, cuando ni el momentáneo contento del lance habido puede embellecer un rostro que sólo pide y tolera reposo y sueño, más sueño, y cesar por fin con los pensamientos. Tampoco yo le he contado de las tres mujeres que aquí han pernoctado, ni siquiera de una, de cuál, y para qué iba a hacerlo, ni siquiera de la que ha vuelto.
Los mendigos se han retirado tras apurar sus botines -son sólo un interregno de ceniza y sombra- y la plaza está casi vacía, la cruza alguien de vez en cuando, nadie es el último en ningún sitio, alguien cruza más tarde siempre. Hay luces en el hotel elegante y en unas cuantas viviendas, pero en mi campo visual no aparece ninguna figura, en este instante. El insondable bailarín de enfrente ha parado y ha apagado las suyas, empezó a hora tardía para aguantar ya mucho trote. Así que aquí me quedo yo solo como un novio o un enamorado, sustancial e insignificante, aquí me quedo despierto.
'¿Sí?'
Descolgué el teléfono sin que sonara apenas, lo tenía tan a mano. Me salió contestar en español, llevaba un buen rato cavilando en mi lengua.
'Deza.' Así me llamaba Luisa algunas veces, por el apellido, cuándo quería hacerse perdonar o sacarme algo, también cuando se ponía de muy mal humor, por causa mía. 'Hola, habrás estado llamando, lo siento, mi hermana me ha tenido una hora al teléfono haciéndole de psiquiatra, está fatal con su marido y ahora me considera experta. Imagínate. Los niños ya están dormidos, lo lamento de veras, los acosté a su hora, la verdad es que no me he acordado de que era jueves hasta ahora mismo, al colgarle, ya sabes lo que sucede cuando uno ve claro lo que no ve el otro, se lo repite diez veces y se va exasperando, y también mi hermana, que en realidad quiere oír lo que se dice a sí misma y no lo que yo pueda entender, o aconsejarle. ¿Cómo estás?'
Sonaba muy fatigada y medianamente ausente, como si dirigirse a mí le fuera un último y añadido esfuerzo nocturno con el que no había contado, y como si todavía estuviera en la conversación con su hermana y no conmigo, si es que esa conversación había existido. Siempre es lo mismo, a diario y con cualquier persona, constantemente, en cualquier intercambio de palabras triviales o graves, uno puede creer o no creer lo que se le cuenta, no hay más opciones, demasiado pocas y demasiado simples, y así uno cree casi todo lo que se le dice, o si no lo cree se calla las más de las veces, porque si no todo se hace trabajoso y se enreda, y se avanza a trompicones y nada fluye. De modo que cuanto se emite queda como verdadero en principio, lo cierto como lo falso, a no ser que esto último resulte notorio, notoriamente falso. No era este el caso con Luisa ahora, lo que decía podía ser lo ocurrido o bien encubrir algo -otra conversación telefónica, una cena fuera al amparo de una canguro habladora, una demorada visita y su despedida, no era asunto mío, y qué más daba-, yo tenía que darlo por bueno, en realidad no debía ni preguntarme al respecto. Y además sí hay otra opción, todo está lleno de medias verdades, y todos nos inspiramos en la verdad para urdir o improvisar las mentiras, luego hay siempre en éstas algo de cierto, una base, el arranque, la fuente. Yo suelo saber, aunque no me atañan y no haya comprobación posible (y a menudo me traen sin cuidado, no me importan). Las detecto sin pruebas, pero por lo general me callo, a menos que se me esté pagando por señalarlas, como en mi época profesional de Londres.
'Bien', dije, y hasta esa palabra única era falsa. No tenía ganas de hablar apenas. Ni siquiera de preguntar por los niños, no habría novedades seguramente. Con todo, ella me hizo un resumen rápido, como para compensarme de no haber oído sus voces aquella noche: quizá por ese motivo me había llamado Deza, para hacerse perdonar su olvido que yo no le reprochaba, al fin y al cabo esos minutos con el niño y la niña al teléfono eran siempre rutinarios e idiotas, las mismas preguntas mías y parecidas respuestas de ellos, que no me preguntaban nada salvo cuándo iba a venir y qué cosas iba a traerles, luego un par de frases cariñosas y un par de bromas, todo envarado, la pena venía después en silencio, por lo menos la mía, era llevadera.
'Estoy completamente rendida', dijo Luisa para concluir. 'Ya no puedo más de teléfono, me voy a acostar en seguida.'
'Buenas noches. Veré de llamar el domingo. Descansa.'
Colgué o colgamos, yo también me sentí agotado y a la mañana siguiente me aguardaba buena tarea en la BBC Radio, aún trabajaba allí, ignoraba que por poco más tiempo. Mientras me desnudaba para acostarme me acordé de una tontería que le había preguntado una vez a Luisa mientras se desnudaba para acostarse hacía mil años, al poco de nacer el niño, cuando aún no me había acostumbrado a su existencia del todo, o a su omnipresencia. Le había preguntado a Luisa si creía que el niño viviría siempre con nosotros, mientras fuera niño o muy joven. Y ella había respondido con sorpresa y con leve impaciencia: 'Claro, qué bobadas son esas, ¿con quién si no?' E inmediatamente había añadido: 'Si no nos pasa nada'. '¿Qué quieres decir?', le había preguntado yo un poco ido o desconcertado, como solía estarlo en aquel tiempo. Estaba casi desnuda. Y su contestación había sido: 'Nada malo, quiero decir'. Ahora el niño era todavía niño y no vivía con nosotros sino con ella tan sólo, y con nuestra niña nueva a la que también habría tocado vivir siempre así, con nosotros. Tenía que habernos pasado algo malo, entonces, o quizá no a los dos, sino a mí. O bien a ella.
Tupra resultó ser en primera instancia o en una fiesta un hombre cordial, risueño, abiertamente simpático para ser insular, con una vanidad blanda e ingenua que no sólo no molestaba, sino que hacía que se lo mirara con ligera ironía y con instintivo y leve afecto también. Era inequívocamente inglés pese al apellido tan raro, mucho mis Bertram que Tupra: sus gestos, su entonación, sus alternativos agudos y graves en una misma parrafada, su balanceo suave sobre los talones con las manos juntas a la espalda cuando estaba de pie, su inicial timidez impostada, allí se adopta a menudo como mero signo de educación, o como preliminar declaración de renuncia a todo avasallamiento verbal -muy inicial fue la suya, quiero decir que la timidez no le duró más allá de las presentaciones-; y, con todo, algo de sus orígenes extranjeros remotos o rastreables pervivía en él -quizá eran paternos sin más-, tal vez aprendido sin deliberación y con naturalidad en su casa y no borrado del todo por el barrio y la escuela, ni siquiera por la Universidad de Oxford en la que había estudiado, que aporta tantos amaneramientos y modismos del habla y tantas actitudes excluyentes y distintivas -parecen casi contraseñas o cifras-, no poca soberbia y hasta algunos tics faciales en los casos de mayor y más denodada asimilación al lugar -o es más bien a una vieja leyenda-. Ese algo tenía que ver con cierta dureza de carácter o cierta permanente tensión, o acaso era una vehemencia postergada, subterránea, cautiva, impaciente siempre por quedar sin testigos -o con los de confianza tan sólo- para emerger y manifestarse. No sé cómo decir, no me habría extrañado que Tupra, cuando estuviera a solas u ocioso, bailara como loco por su habitación, con pareja o sin ella pero probablemente con mujer a mano, saltaba a la vista que le gustaban con desmesura (y cuando eso se da en Inglaterra se hace muy patente, por contraste con la simulación dominante), no sólo la que estuviera con él sino casi cualquiera y aunque fuese de edad ya madura, era como si tuviera la capacidad para verlas en su anterioridad, cuando eran sólo jóvenes o quién sabía si niñas, para adivinarlas retrospectivamente y lograr, con aquel ojo suyo que sondeaba el pasado, que el pasado se hiciera otra vez presente durante el tiempo en que él se avenía a escrutarlo y lo rescataba, y que las mujeres en proceso de encogerse o de marchitamiento o de sustraerse recuperaran ante él salacidad y vigor (o no era más que fulgor: el alocado chisporroteo efímero, más aún que la llama, de un fósforo tras ser rascado). Lo más notable era que no sólo conseguía que así sucediera a sus ojos, sino también a los de los demás, como si su visión se hiciera contagiosa cuando la relataba, o, de otra manera, como si nos persuadiera y nos enseñara a ver lo que él sí veía al instante y nosotros no habríamos percibido nunca sin su concurso y sus descripciones y su índice que lo señalaba.
Esto lo observé ya en la cena fría de Sir Peter Wheeler y claro está que después, con más conocimiento de causa. Después me di cuenta, de hecho, de que su perspicacia para las biografías ya medio escritas y los trayectos medio recorridos alcanzaba a todo el mundo en general, mujeres y hombres, aunque las primeras lo estimularan y conmovieran mucho más. En la fiesta de Wheeler se presentó acompañado de la que había anunciado a éste como su nueva novia, una mujer diez o doce años más joven que él y que parecía ver en Tupra y en la situación cualquier cosa menos novedad: prodigaba sonrisas a los de apariencia más rica y los rozaba sin visible querer, y se esforzaba por atender a las conversaciones como si estuviera interpretando un consabido papel y consultando mentalmente el reloj (y lo miró un par de veces sin aparente cooperación mental). Era alta y hasta más de la cuenta sobre sus bien amaestrados tacones, con piernas fuertes y sólidas como de norteamericana y una belleza algo caballuna en el rostro, agraciados rasgos pero amenazante mandíbula y dentadura compacta de piezas en exceso rectangulares, tanto que al reír se le doblaba el labio superior hacia arriba hasta casi desaparecer -si no reía estaba mejor-. Olía bien con aroma propio, una de esas mujeres cuyo ácido y grato olor original -muy sexuado, olor corporal- prevalece sobre los agregados, sería sin duda eso lo que a su novio excitara más (exhibidos muslos aparte).
Tupra andaría por los cincuenta años y era más bajo que ella, como la mayoría de los varones de la reunión; su aspecto era de diplomático muy viajado y aun escopetado improvisadamente a menudo de aquí para allá, o de alto funcionario menos bregado en las oficinas que fuera de ellas, es decir, no tan importante nominalmente cuanto indispensable en la práctica, más acostumbrado a sofocar incendios mayúsculos y taponar grandes boquetes, a remediar desaguisados prebélicos y calmar o engañar insurrectos que a organizar estrategias desde un despacho. Parecía un tipo bien sujeto a la tierra, en modo alguno extraviado por las alturas ni alelado por el ceremonial: se dedicara a lo que se dedicara ('lo suyo'), transitaba seguramente mucho más por las calles que sobre moquetas, aunque tal vez fueran ya sólo escogidas calles, elegantes y acomodadas. Su cráneo abultado lo amortiguaba un pelo bastante más oscuro, voluminoso y rizado de lo que suele encontrarse en el reino (excepto en Gales), y probablemente se tintaba las sienes, donde los rizos se le convertían en poco menos que caracolillos, delatando así su inoportuno pero aplazado encanecimiento. Tenía ojos azules o grises según la luz y pestañas largas y demasiado tupidas para no ser envidiadas por casi cualquier mujer y receladas por casi cualquier varón. Su mirada pálida resultaba sin embargo burlona aun sin la intención de serlo -luego expresiva también en los momentos de inexpresividad-, y bastante acogedora o debería decir apreciativa, ojos a los que nunca es indiferente lo que tienen delante y que hacen sentirse dignas de curiosidad a las personas sobre quienes se posan, como si su disposición tan activa diera desde el primer instante la impresión de ir a desentrañar lo que hubiese en el ser u objeto o paisaje o escena avistado por ellos. Es un tipo de mirada que apenas si sobrevive en nuestras sociedades, se la reprueba y se la está desterrando. Desde luego en Inglaterra no abunda, donde la tradición ya antigua manda que sean veladas u opacas o ausentes; pero tampoco en España, donde sí se daba y ahora nadie ve nada ni a nadie ni tiene el menor interés en ello, y donde una especie de tacañería visual lleva a comportarse a la gente como si no existieran los otros, o sólo en tanto que bultos u obstáculos que deben ser sorteados o en tanto que meras apoyaturas para sostenerse o trepar por ellas, y si aplastándolas aún mejor, y donde parece que fijarse desinteresadamente en el prójimo sea concederle una inmerecida importancia que además menoscaba la de quien se fija en él.
Y sin embargo quien todavía mira como Bertram Tupra, pensé, quien enfoca con nitidez y a la altura adecuada, que es la del hombre; quien atrapa o captura o más bien absorbe la imagen que está ante él, tiene mucho ganado, sobre todo para saber y cuanto el saber permite: persuadir e influir, para hacerse imprescindible y ser añorado cuando se aparta o se marcha o tan sólo lo amaga, para disuadir y para convencer y apropiarse, para inocular y para conquistar. Algo tenía Tupra en común con Toby Rylands, de quien había sido discípulo, aquella cálida y envolvente atención; y algo tenía en común asimismo con Wheeler, sólo que la mirada de Wheeler era acechante, emboscada, y sus ojos parecían estar opinando hasta cuando se los veía rememorativos o distraídos o soñolientos, pensando por sí solos sin intervención de la mente, juzgando sin necesidad de formular ningún juicio, ni siquiera para sus adentros. Tupra en cambio no intimidaba al principio, no producía esta impresión y por lo tanto no instaba a ponerse en guardia, más bien invitaba a bajar el escudo y quitarse el yelmo, para mejor dejarse captar por él. Algo había común entre ellos, y él como nexo me hizo advertir más semejanzas entre los dos ancianos, el amigo muerto y el amigo vivo: vínculos de carácter; o no era eso, sino vínculos de capacidad. O acaso en los tres era un don.
Pensé que Tupra resultaría irresistible para las mujeres (lo pensé muchas veces, lo vi), de cualquier clase, profesión, experiencia, grado de engreimiento o edad, aunque ya rondara la cincuentena y no fuera propiamente guapo sino sólo atractivo en conjunto y con algún rasgo quizá repelente para la objetividad: no tanto la nariz algo basta y como partida por un antiguo golpe o por varios más; no tanto la piel inquietantemente lustrosa y tersa para sus años y de un bonito y acervezado color (toda arruga ahuyentada, y sin recurso artificial); no tanto las cejas como tiznones y con tendencia a juntarse (sin duda se despejaría de vez en cuando con pinzas el espacio entre las dos); sino más bien la boca demasiado carnosa y mullida, o tan carente de consistencia como sobrada de extensión, labios un poco africanos o más bien hindúes o eran eslavos, que al besar cederían y se desparramarían como plastilina manoseada y blanda o daría esa sensación, con un tacto como de ventosa y de siempre renovada e inextinguible humedad. Y aun así, me dije, aun así él prendería a quien quisiera prender, porque nada dura menos que la objetividad, y entonces casi nada repele, una vez que se ha perdido o uno se ha deshecho por ventura de ella, para poder vivir. Y no faltaría a quien gustase y encendiese esa boca, eso además. Rara vez, siendo ya adulto o incluso joven y más vacilante, he sentido ante un hombre el convencimiento de que contra él nada habría que hacer en según qué terrenos; y de que si ese individuo o fellow ponía sus ojos en la mujer que estuviera a mi lado, no habría posibilidad alguna de retenerla ahí. Pero yo no llevaba ninguna mujer a mi lado, ni en la cena fría de Wheeler ni durante la mayor parte del tiempo en que me tuvo contratado Tupra como colaborador. Menos mal que Luisa no está conmigo, pensé; no está por aquí y nada debo temer (lo pensé muchas veces, lo vi). Este hombre la divertiría y halagaría y 1a comprendería, la sacaría de juerga todas las noches y la expondría a los más convenientes y fructíferos riesgos, se mostraría solícito y solidario y se tragaría su historia entera de cabo a rabo, y también la aislaría y le deslizaría muy pronto sus exigencias y sus prohibiciones, todo ello a la vez o en muy breve lapso, y no tendría que cavar ni una pulgada más hondo para enviarme al fondo del fondo de los infiernos, ni tomar el menor impulso para despedirme al limbo, a mí y al recuerdo de mí, y a la ocasional e improbable nostalgia de mí.
Ese convencimiento hacía aún más extraña a mis ojos la actitud de su nueva novia hacia él, pues más bien semejaba alguien que hubiera efectuado el recorrido completo a su lado ya tiempo atrás: tan completo que incluso hubiera llegado a estirarlo más de la cuenta y a abusar del trayecto común, y por lo tanto a aburrirse también un poco de Tupra, a quien más se habría dicho que toleraba con envejecido afecto y ánimo conciliador -y tal vez algo adulador- que perseguía con entusiasmo por el gran salón, o con la pegajosidad del amante de reciente estreno que aún no da crédito a su fortuna (este hombre me quiere, esta mujer me quiere, qué bendición) y la confunde con la predestinación u otras zarandajas enaltecedoras. No es que no se la viera pendiente de Tupra, pero más por ser él su acompañante y quien la había arrastrado o guiado hasta la casa de Wheeler con aquella gente mitad universitaria y mitad diplomática o financiera o política o empresarial, o quizá literaria o de profesión liberal (uno no distingue tanto a los engalanados en país ajeno y de arcaica etiqueta, aunque haya vivido en él; y había un embriagado y gigantesco noble, Lord Rymer, viejo conocido mío de Oxford y director o warden ya jubilado de un college, All Souls), que por querencia o sumisión o deseo o amorosidad, o por la habitual impaciencia ante las novedades que todavía esconden el término inevitable de su condición, el cual en el fondo se prefiere siempre acelerar (cansa mucho lo nuevo, pues requiere adiestramiento y está sin cauce). Peter me la había presentado como Beryl a secas. 'Mr Deza, un viejo amigo español', había dicho en inglés cuando llegaron y yo ya estaba allí, dándoles natural preeminencia al mencionar mi nombre primero, la dama obligaba a ello y tal vez algo más; y a continuación: 'Mr Tupra, cuya amistad se remonta en el tiempo aún más lejos. Ella es Beryl'. Nada más.
Si Wheeler quería que me fijara en Tupra y le dedicara más atención que a nadie durante la velada, había cometido un error de cálculo al convidar a otro español, un tal De la Garza, no me quedó claro al principio si agregado cultural o de prensa o de naturaleza aún más vaga y parasitaria en la Embajada de nuestro país, aunque algunas de sus expresiones me impidieron descartar que tan sólo fuera encargado de relaciones impúdicas, sumiller de licores, sobornador in péctore o chambelán. Un tipo atildado, fatuo y lenguaraz que, como suele ser norma entre mis compatriotas cuando coinciden con extranjeros en cualquier ocasión y lugar, sea en España como anfitriones o fuera como agasajados, estén en mayoría absoluta o en minoría individual, en realidad no soportaba alternar con guiris ni verse en la circunstancia latosa de deber dispensarles una curiosidad cortés, y que por consiguiente, en cuanto divisó a un paisano, ya apenas si se despegó de mí y prescindió totalmente de hacer ningún caso a ningún nativo (al fin y al cabo nosotros éramos los guiris allí), con excepción de las dos o tres o quizá cuatro mujeres sexualmente apreciables entre la quincena de comensales (fríos, luego a ratos sentados pero sin sitio fijó y a ratos de aquí para allá o quietos de pie), pero más para remirárselas con ojos en exceso diáfanos, hacer sobre ellas comentarios zafios, señalármelas con su ingobernable barbilla y hasta soltarme algún sonrojante e improcedente codazo alusivo, que para acercárseles y entablar conocimiento o conversación, es decir, para tirarles los tejos más allá de lo visual, eso no debía de resultarle nada fácil de hacer en inglés. Noté en seguida su contento y su alivio cuando nos presentaron: con un español a mano, se ahorraba la tensión y fatiga del uso oneroso del idioma local, que él creía hablar, pero su acento indecente convertía las más vulgares palabras en ásperos vocablos irreconocibles para todos salvo para mí, sin que eso fuera privilegio sino tormento, pues mi familiaridad con su inconmovible fonética me llevaba a descifrar sandeces y petulancias tan sólo, sin yo querer; podía dar generosa espita a sus críticas y maledicencias sin que le entendieran los criticados presentes, si bien se olvidaba a veces del perfecto dominio del castellano de Sir Peter Wheeler, y cuando se acordaba y veía a éste a distancia de oído, recurría a jergas obscenas o patibularias, quiero decir aún más que cuando no; se sentía autorizado a sacarme temas nacionales absurdos con no siempre justificada naturalidad, pues apenas sé nada de toros ni de los adefesios de la prensa rosa ni de los integrantes de la familia real, aunque nada tenga tampoco en contra de los primeros ni casi de los terceros; y también, conmigo, podía soltar tacos y ser soez, y eso sí que es difícil en otro idioma (con soltura y veracidad) y además se echa indeciblemente de menos si se está acostumbrado a ello, he tenido ocasión de comprobarlo a menudo en el extranjero, donde he visto a ministros, aristócratas, embajadores, potentados y catedráticos, y hasta a sus respectivas y muy ataviadas mujeres e hijas y aun madres y suegras de variables crianza, nociones y edad, aprovechar mi momentánea presencia para desahogarse con juramentos y blasfemias diabólicas en nuestra lengua (o en catalán). Yo era una bendición y una ganga para De la Garza, así que me buscaba y seguía por toda la habitación y el jardín, pese al fresco nocturno, para alternar groserías con pedanterías y resarcirse bien en español.
Lo tuve como una sombra la velada entera, y aunque yo estuviera charlando con otras personas, forzosamente en inglés, él se aparecía cada pocos minutos (en cuanto alguien le daba esquinazo, estomagado por sus barbarismos e idiotismos fonéticos) y se inmiscuía, primero con su afrentosa dicción en esa lengua, para pasar en seguida a la nuestra, visto el forcejeo que suponía para mis interlocutores intentar comprenderlo, y con la pretensión inicial y aparente de que yo le sirviera de intérprete simultáneo ('Anda, tradúcele a esta tía petarda el chiste que he hecho, se ve que no me quiere entender'), pero con la más verdadera y firme de ahuyentármelos a todos para monopolizar mi atención y mi conversación. Procuraba no prestarle lo uno ni darle lo otro y continuaba a lo mío sin escucharle apenas o sólo cuando elevaba demasiado la voz, de modo que me iban llegando fragmentos equívocos o frases sueltas que él intercalaba a la más mínima pausa o sin siquiera esperar a ellas, ignorando yo sin embargo el contexto a que pertenecían las más de las veces, ya que el agregado De la Garza, en realidad, se me agregaba en todo momento y en ninguno dejaba de perorarme, tanto si le contestaba u oía como si no.
Esto empezó a ocurrir tras nuestro primer asalto, que me cogió desprevenido, del que escapé ya alarmado y maltrecho y durante el que me interrogó sobre mis cometidos y atribuciones en la BBC Radio y pasó a proponerme al instante seis o siete proyectos de emisiones radiofónicas que oscilaban entre lo imperial y lo necio, coincidiendo ambas cosas más de una vez, supuestamente beneficiosos para su Embajada y nuestro país y sin duda alguna para él y su promoción, pues me comunicó que era experto en la pobre Generación del 27 (pobre por explotada y sobada), en el pobre Siglo de Oro (pobre de tan manoseado y mentado), y en los nada pobres escritores fascistas de la preguerra, la postguerra y la intermedia guerra, que en todo caso eran los mismos (sufrieron pocas bajas durante la contienda, mala suerte), y a los que él no dedicó desde luego ese epíteto, le parecían gente honorable y desinteresada aquella pandilla de delatores y chulos mayúsculos.
– Extraordinarios estilistas la mayoría, quién puede ser hoy tan mezquino para acordarse de su ideología ante versos y prosas así. Hay que separar de una vez la literatura de la política, tío. -Y remachó-: De una puta vez. -Tenía esa mezcla de cursilería y zafiedad, ñoñería y ordinariez, edulcoración y brutalidad, que se da tanto entre mis compatriotas, una verdadera plaga y una grave amenaza (sigue ganando adeptos, con los escritores al frente), los extranjeros acabarán tomándola por rasgo predominante del carácter nacional. Me había tuteado desde que me vio, por principio: era de los que el usted lo reservan ya sólo para subalternos y menestrales.
Estuve a punto de arrojarle un guante al atirantado y untado pelo (se le habría sostenido bien, casi adherido), pero no tenía ninguno a mano, sólo una servilleta y no es lo mismo pese al general abaratamiento de nuestra época, de modo que me limité a contestarle, con más displicencia que sequedad para rebajar la carga:
– Hay prosas y poesías cuyo estilo es en sí mismo fascista, aunque hablen del sol y la luna y las firmen izquierdistas por autoproclamación, nuestra prensa y nuestras librerías están llenas de ellas. Pasa lo mismo que con los espíritus, o con el carácter: los hay en sí mismos fascistas, aunque los alberguen cuerpos con tendencia a levantar el puño y a sudar la gota gorda en manifestaciones y marchas con filas de fotógrafos abriendo paso e inmortalizándolos como es natural. Sólo falta que ahora se reivindiquen el espíritu y el estilo de quienes además de serlo se proclamaban fascistas, y tan ufanamente, por si no se les notaba bastante con la pluma en la mano, en cada página que dieron a imprenta y en cada denuncia entregada en comisaría. Ya han dejado suficiente estela sin necesidad de eso, entre los autores actuales, aunque la mayoría la silencien y se busquen antecesores con menos mancha, el pobre Quevedo en primera línea, y algunos no sean quizá conscientes de su herencia más cercana, en la sangre la llevan y además les hierve.
– Joder, tío, ¿cómo puedes decir eso? -De la Garza me protestó más por desconcierto que por desacuerdo, a esto no le había dado tiempo-. ¿Cómo puedes saber eso, que un estilo es fascista en sí mismo? O un espíritu. No me vengas con faroles.
Estuve tentado de responderle, imitando su habla: 'Si eso no lo sabes distinguir a los cuatro párrafos de un texto, o a la media hora de conocer a alguien, es que no tienes ni puta idea de literatura ni de las personas'. Pero me quedé pensando un poco, pensando superficialmente. Sí, en realidad no era fácil explicar el cómo, ni siquiera en qué consistían ese espíritu y ese estilo con tan variadas caras, pero yo sabía reconocerlos pronto, o eso creía entonces, o acaso fue un farol en efecto. Lo había sido desde luego hablar -pero sólo para mis adentros- de cuatro párrafos y de media hora, debería haber dicho o pensado 'a las pocas horas', y aun así habría sido una chulería de pensamiento. Son tal vez días y semanas o meses y años, a veces uno ve claro algo en esa media hora primera para sentirlo difuminado y perderlo de vista luego y ya no volver a captarlo hasta al cabo de un decenio o de media vida, o es que ya no vuelve nunca. A veces no conviene dejar transcurrir el tiempo, y que nos enrede el que concedemos y nos confunda el que nos conceden. No conviene que nos deslumbre, que es lo que el tiempo intenta siempre, y mientras tanto se va pasando. Tampoco resultaba ya fácil definir qué era fascista se está convirtiendo en un calificativo anticuado y a menudo impropio o por fuerza impreciso, aunque yo suelo emplearlo en un sentido coloquial y probablemente analógico, y en ese sentido y con ese uso sé bien lo que significa y sé que no me equivoco. Pero había recurrido a él ante De la Garza más que nada para fastidiarlo y por poner en su sitio a los escritores fascistas pésimos que él tanto admiraba, el tipo no me había gustado desde el primer instante, he visto a muchos así desde la infancia y no se extinguen, sólo se maquillan y adaptan: son clasistas y engreídos y muy simpáticos, son risueños y hasta formalmente cariñosos, son ambiciosos y semifalsos (sí, no son falsos del todo), procuran parecer exquisitos y a la vez fingirse campechanos y aun barriobajeros (mala la imitación, no dan el pego, su íntima aversión hacia lo que imitan los desenmascara rápido), de ahí que prodiguen los tacos creyendo que eso los hace llanos y que les gana confianzas remisas, de ahí que combinen su acartonado refinamiento con modales algo castrenses y léxico carcelario, la mili les venía de perlas para completar el cuadro, y el efecto que a la postre producen es de gañanes perfumados. No me pareció un espíritu fascista, el de De la Garza, ni siquiera por analogía. Era un espíritu adulador tan sólo, de los que no soportan caer mal a nadie, ni a quienes ellos detestan, aspiran a ser queridos hasta por quienes dañan. No era de los que clavan la daga por iniciativa propia, sólo si deben hacer muchos méritos o congraciarse o reciben un encargo, y entonces sí carecen de escrúpulos, al ser muy diestros con su conciencia.
Pero aplacé estos pensamientos para más tarde, y tan sólo ladeé la cabeza y alcé las cejas en respuesta, como concediendo o diciendo: 'Tú verás, qué quieres que yo te diga' y dejando caer el asunto, sobre el que él no insistió, y aprovechó mi inhibición, en cambio, para comunicarme que también sabía un huevo -a título de aficionado, puntualizó, ya no como experto- de literatura fantástica universal, incluida la medieval (eso dijo, dijo 'un huevo' e 'incluida la medieval'). Por su tono fue manifiesto que le parecía chic lo fantástico. Pensé que llegaría algún día a Ministro de Cultura, o por lo menos a Secretario de Estado del ramo según la expresión de antaño, aunque nunca he sabido del todo lo que significaba 'ramo' en esa acepción burocrática y no floral.
Aquellos segundos de tirantez político literaria no fueron impedimento, ya he dicho, para que el agregado se me adhiriera o me rondara con poca pausa después de concluido nuestro inicial encuentro y pese a apartarme sin disimulo de él varias veces y ponerme a departir con otros en el inglés más oscuro, afectado y para él disuasorio de que fui capaz. Y así, por ejemplo, el escaso rato en que hablé a solas con Tupra estuvo viciado por sus incongruentes entrometimientos ocasionales en español. No fue sino hasta bastante tarde, los dos tomando café de pie junto a los sofás que en aquel momento ocupaban Wheeler y la novia Beryl y la rebosante viuda del Deán de York y dos o tres más, el trasiego y el intercambio de posiciones son constantes en estas cenas nómadas informales frías.
La verdad era que Wheeler no había hecho nada por reunimos, a Tupra y a mí, y yo había llegado a pensar que su perorata telefónica sobre el individuo o fellow o más bien sobre su apellido y su nombre había sido algo casual y sin segundas intenciones, por mucho que me costara imaginar a Peter ciñéndose en ningún aspecto a las aburridas y planas intenciones primeras, no digamos a la absoluta ausencia de ellas. Había estado equitativamente atento a casi todos sus convidados, asistido por la señora Berry (más compuesta que de costumbre), el ama de llaves que había heredado de Toby Rylands a la muerte de éste hacía ya años, y por tres camareros contratados para la velada junto con las viandas y cuyo turno acababa a las doce en punto, según me había comentado con leve preocupación (confiaba en que para entonces no le remolonearan muchos invitados por allí). El y yo no habíamos coincidido apenas, a sabiendas ambos de que al día siguiente dispondríamos de nuestro tiempo: yo me quedaría a dormir esa noche en su casa, como hacía a veces, para así pasar con él la mañana y compartir el almuerzo dominical. A distancia no lo había visto muy pendiente de nadie en particular, como buen anfitrión, ni tampoco propiciar acercamientos concretos, no al menos en lo que respectaba a mí, pues no podía creer que me hubiera echado encima a De la Garza a propósito, quien me había amargado el alma y entorpecido cualquier diálogo con sus tentativas de cháchara y sus apostillas nunca relacionadas con lo que se estuviera tratando; y aunque entendía la lengua inglesa mejor que la hablaba, las muchas copas con que fue distrayendo sus soliloquios involuntarios -quería participar, no estaba conforme con ser su único oyente- deterioraron velozmente sus facultades intelectivas (es un decir) y envilecieron la índole de sus observaciones.
Mientras hablé brevemente con Beryl, por ejemplo, aún bastante al principio (sus frases muy desganadas y de compromiso, no debí de parecerle acomodado), merodeó a nuestro alrededor sin descanso y soltó inconveniencias acerca de ella que por suerte nadie entendió más que yo ('Joder joder, ¿has visto qué patas más largas esta tía? Para lanzarse como en un tobogán por ellas. ¿Cómo lo ves, cómo lo ves? ¿Crees que se la podríamos levantar al zíngaro ese con el que ha venido? No le hace ni puto caso, pero el tipo no le quita ojo y lo mismo es de los que te raja, por muy británico que sea'). Y cuando sostuve una soporífera conversación sobre terrorismo con un historiador irlandés llamado Fahy, su mujer y un alcalde laborista de no sé qué desdichada población del Oxfordshire, el agregado, al oír salir con nitidez de mis labios algunos topónimos vascos, trató de meter baza folklórica ('Oye, diles que San Sebastián es una ciudad que la; hicimos los madrileños, cojones, que íbamos a veranear allí y se la empaquetamos a los del lugar con lazo y todo, si no de qué iba a ser tan bonita; díselo, anda, que mucha Universidad estos fulanos pero luego no saben una mierda. Para entonces ya había mezclado jerez con whisky con tres clases de vino). Y aún más que la novia Beryl le gustó la derramada viuda del Deán de York, pues mientras charlé unos minutos con ella, De la Garza me repetía: 'Joder joder, esta tía está pistonuda, joder qué sabrosa', aparentemente sin habla para desglosar el conjunto, analizar en detalle, añadir matices ni añadir nada más (ahora ya había sumado el oporto). Su excitación era tan pueril como el término 'pistonuda', más propia de alguien que poco ha ligado en la vida que de un rijoso natural y ducho. Pensé que a De la Garza le quedaban por conocer muchas noches en las que sucumbiría a mujeres que su avidez y el alcohol le harían juzgar deseables, para llevarse a la mañana siguiente las manos a la cabeza al descubrir que se había metido en la cama con descomedidas parientes de Oliver Hardy o con casquivanas émulas de Bela Lugosi. No era el caso de la Deana viuda, con su rostro ruboroso y plácido y su expandido tórax realzado por un collar enorme de lo que me parecieron jacintos de Ceilán o zircones imitando gajos de naranja en la forma, pero podía haber sido la madre (aunque madre joven) de su malhablado admirador bisoño.
Tupra, con su café en la mano, me había preguntado cuál era mi campo, siguiendo al pie de la letra la norma oxoniense según la cual es descontado que en esa ciudad todo el mundo tiene un campo específico de enseñanza o investigación, o aun tan sólo de jactancia.
– Nunca he sido muy constante en mis intereses profesionales -le contesté-, y en la Universidad sólo he estado de manera intermitente, casi por casualidad. Hace ya muchos años enseñé aquí durante un par de cursos, literatura española contemporánea y traducción, de esa época conozco a Sir Peter, aunque lo traté poco entonces y mucho más al profesor Toby Rylands, con quien tengo entendido que estudió usted. -Podía haberme detenido ahí, era suficiente como primera respuesta, e incluso le había dado pie a continuar sin esfuerzo la charla al mencionar a Toby, a quien bien podía haber empezado a evocar, yo lo habría secundado con gran placer. Pero Tupra dejó transcurrir un segundo o dos, nada, sin volver a hablar, probablemente lo habría hecho al tercero o al cuarto o al quinto (uno, dos, tres y cuatro; y cinco), pero no estaba seguro, era de esos raros hombres que saben aguantar el silencio, que pueden callar, callar, pero no para poner nervioso al interlocutor, sino para darle confianza y hacerle ver que se está dispuesto a oír más, si uno quiere decir más. Con esa actitud receptiva y sus ojos cortés o afectuosamente burlones invitaba a contar. Fue eso, o quizá también que quise ganarme con mis explicaciones superfluas un mayor derecho a preguntarle después a él cuál era su campo, es decir, qué era 'lo suyo' según la expresión de Wheeler, ya era hora de que me enterase, y era extraño que la noción de 'derecho' me hubiera cruzado la mente en relación con algo tan inocuo y normal, todo el mundo pregunta a los otros qué hacen en la vida, casi en primer lugar. O acaso es que con Tupra se sentía uno exigido aunque él no abriera la boca, como si fuera siempre nuestro tácito acreedor. Así que añadí-: Luego estuve en los Estados Unidos, pero apenas si proseguí con la docencia al volver a mi país, me he dedicado a actividades diversas, permanecí algún tiempo en una revista muy influyente, he traducido, he montado un par de negocios, tuve también una diminuta editorial propia, luego me cansé y la vendí.
– Con provecho, espero -me interrumpió sonriendo.
– Con gran e inmerecido provecho, a decir verdad. -Y sonreí a mi vez-. Ahora estoy trabajando para la BBC Radio en Londres, la programación en español, ya sabe, o bueno, también en inglés, claro está, cuando abordan temas de España o hispanoamericanos. Un poco aburrido y monótono, los asuntos nuestros que interesan en Inglaterra no son muchos ni muy variados, terrorismo y turismo, una mortal combinación. -Mi lengua me había pedido decir 'aburrido y monótono, es siempre sota, caballo y rey', pero no estaba seguro de cuál era el equivalente de esa locución en inglés, ni siquiera de que lo hubiera, 'King, Queen, Knave' era otra cosa, y durante un instante comprendí a De la Garza con su añoranza de la propia lengua y su resistencia a la ajena, a veces nos sobreviene y nos fatigan éstas, aunque estemos acostumbrados a ellas y no nos causen dificultad, y a veces la añoranza es de las lenguas ajenas que conocemos y ya no podemos casi nunca usar. Sota, caballo y rey. Fue literalmente un instante, porque me irritó oírle de pronto una de sus absurdas y extemporáneas frases dirigidas a mí, perteneciente a saber a qué argumento arbitrario que sólo seguía él:
– Las mujeres son todas putas, y las más guapas las españolas -llegó hasta mis oídos. Para entonces ya lo había inundado el oporto sin duda, pues lo había visto hacer dos o tres brindis muy seguidos con Lord Rymer (copita y adentro, copita y adentro) durante unos minutos en que éste lo reclamó como compañero de toña y lo entretuvo para mi respiro. Lord Rymer, lo recordé en el acto, era conocido desde antiguo en Oxford por un malévolo apodo, the Flask, que, con inexactitud semántica pero por proximidad fonética así como de intención, yo me inclinaría a traducir sin más complicaciones como la Frasca.
– Entiendo -dijo Tupra con simpatía tras el sobresalto. Por fortuna sólo conocía unas pocas palabras de castellano, según supe más tarde, si bien figuraban entre ellas, como habría sido de temer y supe asimismo más tarde, 'mujeres', 'putas', 'españolas' y 'guapas', el bruto de De la Garza no había tenido ni la decencia de mostrarse oscuro en su vocabulario en aquella intervención-. En estos momentos cualquier otro trabajo le resultaría más atractivo, ¿no es así? Aunque objetivamente la BBC no esté mal, desde luego, se lo repetirá usted a menudo. Pero si a uno le gusta la diversidad y además está saturado antes de tiempo, qué diablos le importa la objetividad, ¿no es cierto? -La voz de Tupra era grave por lo regular y levemente afligida (aquí mi lengua me habría pedido una palabra del idioma que estaba hablando, 'ailing' tal vez), y tenía como una tonalidad de cuerda, quiero decir que parecía surgir del paso de un arco sobre unas cuerdas o deberse o responder a eso, si una viola de gamba o un violonchelo pudieran emitir sentido (pero quizá he dicho mal y era más bien aflictiva y 'ailing' ya. no valdría: no era suyo, sino de quien la oía, el sentimiento suave, casi grato, debilitador de aflicción)-. Dígame, Mr Deza, ¿cuántas lenguas habla o entiende usted? Ha sido traductor, me ha dicho. Quiero decir aparte de las evidentes, su inglés es magnífico, de no haber sabido su nacionalidad nunca habría pensado que fuera español. Canadiense, quizá.
– Gracias, lo tomo por un cumplido.
– Oh, debe hacerlo, era la intención, créame. Y a todos los efectos, además. El acento canadiense culto es el más parecido al nuestro, sobre todo el de la Columbia Británica, como se puede inferir del nombre. Dígame qué lenguas maneja. -Tupra no se dejaba distraer por los vaivenes de las conversaciones que las hacen erráticas e indefinidas hasta que el cansancio o la hora les ponen término, volvía siempre donde quería estar.
Se había bebido su café de un trago (boca grande, boca grande) y había depositado acto seguido, con verdadera urgencia, el platillo con la tacita vacía sobre la mesa baja que servía a los sofás, como si lo impacientara o quemara lo ya utilizado y sin más función. Al inclinarse para dejarlos había echado una ojeada rápida a su novia Beryl, cuya estrechísima falda cubría apenas sus piernas que no estaban cruzadas (de ahí posiblemente el vistazo), luego desde una altura inferior a la nuestra tal vez se le viera, cómo decir, el piquito de las bragas si las llevaba, reparé en De la Garza sentado en un pouf al nivel adecuado, improbable que fuera casualidad tan sólo. Beryl conversaba y reía con un joven muy gordo y apoltronado que me habían presentado como 'juez Hood' y del que nada sabía excepto que presumiblemente era juez pese a su gordura y su juventud, y seguía sin prestar mucha atención a Tupra, como si fuera un marido gastado que ya nunca representa la diversión ni la fiesta y sólo es parte de la casa, no tanto como un mueble pero acaso sí como un retrato, que aunque se suelen pasar por alto poseen mirada siempre, y asisten a nuestros quehaceres. Tupra intercambió también una con Wheeler, que encendía insistentemente un cigarro ya más que encendido (aquello era una fogata) sin hablar con nadie mientras se aplicaba a ello con una cerilla de fuste muy largo, la eclesial viuda de York parecía soñolienta y menos henchida a su lado, no debía de trasnochar casi nunca o el vino la disminuía. No percibí gesto o señal entre Wheeler y Tupra, pero los ojos de aquél se permitieron un instante de elevación y fijeza, a través de las llamaradas y el humo, que me pareció de sobreentendimiento y recomendación, como si con la forzada ausencia de pestañeo le aconsejara: 'Está bien, pero no te demores más', y el mensaje se refiriera a mí. De la misma forma que Peter me había singularizado a Tupra, algo le había contado a él sobre mí, ignoraba qué y para qué. Pero lo cierto era que Tupra había dicho 'y si además uno está saturado antes de tiempo', y yo no le había mencionado el tiempo que llevaba en la BBC y en Inglaterra de vuelta -cómo era posible que estuviera de vuelta, mi estancia pertenecía al pasado remoto que no se recrea, o ya le había pertenecido y de ahí no se regresa-, tenía que saberlo por Wheeler, eran sólo tres meses. Sí, hacía sólo tres meses yo estaba aún en Madrid y tenía normal acceso a mi casa o a nuestra casa, pues todavía vivía y dormía en ella aunque el alejamiento de Luisa hubiera ya comenzado y avanzado con espantosa velocidad, un avance perturbador y desconcertante y diario -o iba aquello por horas-, es increíble la rapidez con que lo que es y ha perseverado deja de ser de golpe y se anula, una vez que se atraviesa la última raya alumbrada y se inicia el proceso del ensombrecimiento y la difuminación. Se pierde la confianza con quien compartió con uno años de narración continua, esa persona ya no le cuenta ni le pregunta ni le responde apenas y uno mismo no se atreve a preguntar ni a contar, poco a poco se va callando y llega un día en que ya no habla nada, procura no ser notado o hacerse inmaterial en la casa común desde que se sabe o se acuerda que pronto dejará de serlo y también quién habrá de irse, tiene la sensación de estar allí de prestado hasta que encuentre otro sitio donde refugiarse, como un huésped impertinente que ve y oye lo que no le toca, salidas y entradas sin su anterior comentario ni su posterior relato, conversaciones telefónicas que le son enigmáticas y no descifra, y que no son distintas posiblemente de las que poco antes ni siquiera escuchaba ni registraba, ni desde luego las retenía como las retiene ahora todas, porque entonces no estaba alerta ni se preguntaba por ellas ni creía que le concernieran ni tabulaba con su amenaza. Sabe de sobra que las de ahora no le conciernen y sin embargo se sobresalta cada vez que oye marcar un número o sonar el timbre. Pero calla y atiende con temor y calla, y alcanza el momento en que su única correa de transmisión o asidero son los niños, a los que cuenta a menudo cosas sólo para que las oiga ella desde el otro cuarto o le acaben llegando y para hacer algún mérito que ya no será percibido nunca como tal mérito igual que las emociones están descartadas, y además no hay niño en el mundo que sea fiable como emisario. Y el día que por fin se larga siente un poco de alivio además de la pena o la desesperación -o es vergüenza-, pero ese poco alivio mezclado ni siquiera le dura, desaparece en seguida al darse cuenta de que el suyo en verdad no existe comparado con el que siente el otro, quien se queda y no se mueve y respira hondo al ver cómo uno se aleja y pierde. Todo es ridículo y subjetivo hasta extremos insoportables, porque todo encierra su contrario: las mismas personas en el mismo sitio se aman y no se aguantan, lo que era afianzada costumbre se vuelve paulatinamente o de pronto -tanto da, eso es lo de menos- inaceptable e improcedente, quien inauguró una casa encuentra prohibida la entrada en ella, el tacto, el roce tan descontado que casi no era conciencia se convierte en osadía u ofensa y es como si hubiera que pedir permiso para tocarse uno mismo, lo que gustaba y hacía gracia se detesta y estomaga y se maldice y revienta, las palabras ayer ansiadas envenenarían el aire y provocarían hoy náuseas, no quieren oírse bajo ningún concepto, y las dichas un millar de veces se intenta que ya no cuenten (borrar, suprimir, cancelar, y haber callado ya antes, esa es la aspiración del mundo); y también es a la inversa: aquel de quien se hizo escarnio es ahora tomado en serio, y quien repugnaba es llamado: 'Ven, ven', se dice, 'estaba tan equivocada antes'. 'Ocupa este lugar a mi lado, no había sabido verte.' Por eso hay que pedir el aplazamiento siempre: 'Mátame mañana, déjame vivir esta noche', cité para mis adentros. Mañana puedes quererme viva, aunque sea media hora, y no estaré para complacerte y tu querer no será nada. Nada es o nada es nada, las mismas cosas y los mismos hechos y los mismos seres, son ellos y también su reverso, hoy y ayer, mañana, luego, y antiguamente. Y en medio no hay más que tiempo que se afana por deslumbrarnos, lo único que se propone y busca y así no somos de fiar las personas que por él aún transitamos, tontas e insustanciales e inacabadas todas, tonto yo, yo insustancial, yo inacabado, tampoco de mí debe nadie fiarse… Claro que estaba saturado mucho antes de tiempo, lo estaba ya al empezar y no me interesó jamás aquel empleo de la BBC Radio, había sido tan sólo la mejor y más razonable manera de dejar de ser impertinente y fantasmagórico y tan callado, de salir de allí y así perderme.
– A traducir sólo me he atrevido del inglés, y no lo hice durante mucho tiempo. Hablo y entiendo sin dificultades el francés y el italiano, pero no los domino como para acometer en mi lengua textos suyos literarios. Tengo suficiente comprensión del catalán, pero no se me ocurriría tratar de hablarlo.
– ¿Catalán? -Era como si Tupra lo hubiera oído por primera vez.
– Sí, es lo que se habla en Cataluña, tanto o más, bastante más hoy en día que el español, que el castellano, como lo llamamos a menudo en la Península. Cataluña, Barcelona, la Costa Brava, ya sabe. -Pero como Tupra no reaccionara en seguida (quizá estaba haciendo memoria), añadí orientativamente-: ¿Dalí? ¿Miró? Pintores.
– Dile la Caballé, soprano -intervino De la Garza casi desde mi cogote-, seguro que a este zángano le va la ópera. -Entendía sin duda mejor que hablaba, y lo atraían como un imán los nombres españoles cuando los captaba. Se había levantado del pouf y volvía a atosigarme (Beryl había cruzado ahora las piernas, no es por nada). Supuse que habría querido llamar a Tupra de nuevo 'zíngaro' (por los rizos, imaginaba, y los caracolillos) y que por efecto de los abusivos brindis le había salido otra palabra con z y esdrújula.
– ¿Gaudí? Arquitecto -propuse yo, no me daba la gana de hacerle caso, habría sido como admitirlo al diálogo.
– No, sí, claro, George Orwell y todo eso -dijo Tupra entonces, situándose por fin-. Disculpe, me estaba acordando… Tengo muy olvidadas mis lecturas sobre la Guerra Civil de ustedes, son lecturas de juventud, ya sabe, se lee sobre esa guerra romántica a los diecinueve o veinte años, quizá por los muchachos idealistas británicos que fueron a morir en ella voluntariamente, algunos eran poetas, uno se siente identificado con facilidad a esas edades. En fin, no sé ahora, hablo de mi época, aunque yo diría que sigue siendo lo mismo, para los jóvenes inquietos, claro: todavía leen a Emily Bronté y a Salinger, Diez días que conmovieron el mundo y sobre la Guerra Civil de ustedes, esas cosas no han cambiado tanto. Recuerdo que la historia de Nin me impresionó siempre mucho, qué acusación tan demente, la que se le hizo de espionaje. Y la farsa de los brigadistas alemanes haciéndose pasar por nazis que iban a liberarlo, eso demuestra que hasta lo más descabellado e inverosímil tiene su tiempo para ser creído. A veces dura días tan sólo, ese tiempo, pero a veces dura ya siempre. La verdad es que todo tiende a ser creído, en primera instancia. Es muy raro, pero así sucede.
– ¿Nin, el dirigente trotskista? -le pregunté sorprendido. No me casaba que Tupra desconociera a Dalí y Miró, a la Caballé y a Gaudí (o eso había deducido de su silencio), y estuviera tan familiarizado en cambio con Andrés Nin el calumniado, más que yo a buen seguro. Quizá no sabía de arte ni le iba la ópera, pero su campo era la política, o la historia.
– Quién si no. Aunque con Trotsky acabó rompiendo.
– Bueno, hubo un músico Nin, y luego está esa escritora malísima -apunté yo, pero me detuve. Lecturas de juventud, había dicho. Algo para mí tan real y aún tan cercano era en otro país no muy distante como Cumbres borrascosas desde hacía años: es decir, como ficción, y además ficción romántica, que leían los universitarios más hoscos o airados para sentirse en sus ensoñaciones perdedores y puros y tal vez heroicos. Seguramente es el destino de todo horror y de toda guerra, pensé, acabar embellecidos y abstractos por la repetición del relato y alimentar fantasías juveniles o adultas al cabo del tiempo, más rápidamente si la guerra es extranjera, quizá la nuestra ya sea para muchos de fuera tan literaria y remota como la Revolución Francesa y las campañas napoleónicas, o quién sabe si como el sitio de Numancia y aun el de Troya. Y sin embargo mi padre había estado a punto de morir en ella con el uniforme de la República en nuestra ciudad asediada, y había sufrido a su término simulacro de proceso y prisión franquistas, y a un tío mío lo habían matado en Madrid a los diecisiete años y a sangre fría los del otro bando -el bando partido en tantos, lleno así de calumnias y purgas-, los milicianos sin control ni uniforme que daban el paseo a cualquiera, lo habían matado por nada a la edad en que casi sólo se fantasea y no hay más que ensueños, y su hermana mayor, mi madre, había buscado su cadáver por esa misma ciudad sitiada sin encontrarlo, sólo la burocrática y minúscula foto de ese cadáver, yo la he visto y yo ahora la guardo. Quizá también en mi país todo aquello se iba haciendo ficticio y no me había dado cuenta, todo es cada vez más veloz, menos duradero, y se da de baja y se archiva más pronto, y nuestro pasado se hace cada vez más denso y amontonado y nutrido porque se decreta -y aun llega a creerse- que el ayer es ya caduco y el anteayer sólo historia, e inmemorial lo de hace un año. (Lo de hace tres meses también, acaso.) Pensé que era el momento de averiguar por fin qué era 'lo suyo', había contraído suficientes méritos, si es que los necesitaba. No lo creía con mi pensamiento, pero tenía la sensación de que así era-. Dígame, Mr Tupra, ¿cuál es su campo, si es que puedo preguntarlo? No resultará ser historia de mi país, supongo. -Me percaté de que aún estaba solicitando venia para hacer la pregunta más barata e impune de nuestras sociedades.
– Oh no, desde luego, puede apostar sin miedo -contestó riendo con ganas, en verdad cordialmente, sus dientes eran pequeños pero muy luminosos, le bailaban sus pestañas largas. La suya era una cara que se le iba haciendo más simpática a uno tras cada minuto de acostumbrarse a ella, con él la objetividad no duraría nada, y el recelo se disipaba. Uno percibía en seguida la generosidad del interés mostrado, como si en cada momento le importara sólo quien tuviera delante y a nuestra espalda se apagaran las luces del mundo y éste se convirtiera en un mero fondo de cuadro al servicio de nuestro realce. Sabía fijar a su vez la atención de sus interlocutores, la mención de Andrés Nin había bastado en mi caso para intrigarme, no ya respecto a sus saberes, sino que me habían venido deseos de abalanzarme sobre el Homenaje a Cataluña de Orwell o el compendio de Hugh Thomas y refrescar la historia del calumniado, de la que apenas recordaba nada. Y también notaba uno en Tupra aquella extraña tensión o vehemencia aplazada, pero la tomaba al principio por un efecto de su actitud alerta. Iba bien vestido sin exagerar ninguna nota, telas y colores discretos (de extraordinaria calidad siempre el paño, finas corbatas y el alfiler jamás ausente), su vanidad delatada sólo -o era un resto de mal gusto pretérito- por sus sempiternos chalecos bajo la chaqueta, tampoco le faltó esa prenda en la cena fría de Wheeler-. No, mis actividades han sido asimismo diversas, como las suyas, pero negociar ha sido siempre mi habilidad mejor, en diferentes campos y circunstancias. Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio y se vaya antes que nada tras el beneficio propio.
Se había salido por la tangente, todo aquello era muy vago, ni siquiera había dicho qué había estudiado en Oxford, si bien Toby Rylands, maestro suyo, había sido catedrático de Literatura Inglesa. Eso no significaba nada, sin embargo. En esa Universidad poco importa lo que se aprenda, lo que cuenta es haber asistido a ella y haberse sometido a su método y a su espíritu, y ninguna enseñanza, por excéntrica u ornamental que sea, impide luego a sus doctores o licenciados dedicarse a lo que prefieran, a lo más opuesto: puede uno pasarse años analizando a Cervantes y acabar en las finanzas, o rastreando a los antiguos persas para convertir eso a la postre en el extravagante preámbulo a una carrera política o diplomática, seguramente era esta última la de Tupra, pensé de nuevo, y ahora ya no sólo por mi intuición ni por su aspecto, sino por aquel verbo, 'negociar', y aquella expresión, 'rindiendo a mi país servicio'. Tuvo suerte -es un decir- de que en inglés no exista un vocablo equivalente al de 'patria' en mi lengua, tan inequívoco (o sólo los hay muy rebuscados, retóricos): el que había empleado, 'country', hace sus veces según el contexto, pero tiene menos emotividad y pompa y debe traducirse por 'país' casi siempre. De otro modo se me habría ocurrido acaso -esto es, si hubiera dicho en castellano 'patria', algo imposible; y aun así cruzó de la ocurrencia su sombra, sin llegar a perfilarse- que su espíritu podía ser fascista en el sentido analógico, pese a la aparente solidaridad o simpatía con que se había referido al sino de Nin el ex-secretario de Trotsky, pues en ese sentido coloquial o analógico la palabra es compatible con todas las ideologías, nada tiene que ver con ellas o no por fuerza, por eso se ha hecho hoy tan imprecisa, yo he conocido a adalides oficiales de la antigua izquierda, la que pareció indiscutible, con un espíritu intrínsecamente fascista (y con un estilo, si escribían). En la idea expresada de rendir servicio había visto un asomo de coquetería y otro asomo de jactancia. La coquetería de quien disfruta apareciéndose como misterioso, la jactancia de quien se ve o se concibe a sí mismo concediendo favores siempre, aunque sean a la patria. Un tercer británico forastero, tal vez, un tercer inglés postizo, pensé, como Toby según los rumores y como Peter de manera confesa desde hacía unas semanas, aún no había tenido oportunidad de preguntarle al respecto. Postizo al menos por el apellido, aquel raro Tupra en efecto, quizá no por nacimiento en su caso, los recién llegados y los de sospechoso nombre son los más patriotas en todas partes, los más dispuestos a prestar servicios, nobles o viles, limpios o sucios, sienten agradecimiento y se ofrecen, o es su forma de creerse imprescindibles para el país que un día condescendió con ellos y todavía ahora los consiente, nada más que los consiente aun si cambiaron de nombre, como el pobre anatolio Hohanness que pasó a ser Joe Arness en América, o el riquísimo austríaco Battenberg que se convirtió en Mountbatten para su existencia inglesa. Extraño que Tupra hubiera conservado el suyo, quizá le parecía un exceso o demasiado riesgo, y 'extraño tener que desprenderse aun del propio nombre'.
– Óyeme tú, Deza -oí la voz de De la Garza de nuevo a mi lado, no le cansaban sus rondas-, si sigues dándole bola al gitano este, todas las tías se nos van a ir de rositas. Al paso que vamos, a la Patalarga nos la acaba levantando ese gordo, mira cómo se la camela el fanegas. Como una fiera.
Ni siquiera Wheeler le habría entendido esta vez una palabra, con todo su impecable español libresco. Era cierto que el joven juez Hood cuchicheaba al oído de Beryl y le arrancaba ahora carcajadas como recompensas, el labio superior de la negligente novia llevaba un rato desaparecido; en el sofá se rozaban irremisiblemente, el juez muy ensanchado y flotante. No le contesté al agregado, no todavía, como si no existiera, parecía haber olvidado con quién había venido la Patalarga. Pero en cambio Tupra aludió a él ahora, lo habría estado observando de refilón, como yo, o lo adivinaba pese a no conocer nuestra lengua y aún menos su jerga, siempre un poco artificial o voluntarista su jerga, sonaba a impostación, a remedo. Se le estaba ablandando y arrugando el pelo, nadie salió nunca incólume en Oxford de unos brindis con la Frasca.
– Será mejor que haga caso a su compatriota o amigo -me dijo Tupra en tono de paternalista guasa-, se está poniendo nervioso con las mujeres y su inglés no lo ayuda en la empresa. Debería usted echarle una mano. No creo que logre nada con Mrs Wadman, la Deana viuda -empleó un término legal o irónico, 'dowager', para decir aquí 'viuda'-, antes le dediqué unos cumplidos que no sólo la han embellecido para toda la velada, sino que la han hecho sentirse, como diría, inaccesible, no creo que esta noche se considere digna de ningún vivo, ¿no la ve, tan por encima de las pasiones terrenas, tan hermosa en su septiembre, tan plácida hacia el otoño ignorado? Más le valdría probar con Beryl, aunque está muy distraída y nos tendremos que marchar ya pronto, hemos de conducir hasta Londres. O con Harriet Buckley, es Doctora en Medicina y creo que se ha divorciado hace unos días, su nuevo estado podría alentarla en sus investigaciones.
No sólo hubo humor en estos comentarios, respiraban algo de satisfacción ingenua, un poco de literatura; y en los ojos pálidos no hubo sólo su natural o indeliberada expresión burlona, se les había agudizado la diversión, era de las intencionadas. Fue entonces cuando me di cuenta de que sabía de su poder para persuadir a las mujeres y hacerlas sentirse diosas -tal vez menores- o despojos. O más bien pensé, en aquel momento, que él creía saber o que todo era pura broma, porque aún no había comprobado en cuan alto grado lo tenía. A la Deana viuda la había embellecido él con sus cumplidos, nada menos, y debía de estar muy seguro de la devoción o incondicionalidad de Beryl para hablar así de ella, como de una vieja compinche o antigua llama, por utilizar una expresión inglesa, en teoría libre para caer en debilidades de penúltimas copas o de risa última.
– No sabía que la viuda del Deán de York se llamara Mrs Wadman -acerté a decir solamente.
Tupra sonrió mucho de nuevo, se le moderaban los extensos labios cuando lo hacía, no se le veían tan húmedos.
– Bueno, ese debería ser el nombre, siendo viuda y siendo de York, yo creo. -Echó un vistazo a su alrededor entonces, como si la mención de su pronta marcha le hubiera metido prisas. Miró el reloj, lo llevaba en la derecha-. Le ruego que me disculpe ahora, lo dejo con su compatriota. Debo hablar con el juez Hood antes de irme. Ha sido un placer, Mr Deza, se lo aseguro.
– Mr Tupra: lo mismo digo -respondí.
En prueba de su inglesidad, no me estrechó la mano para despedirse, lo normal es que en Inglaterra ese contacto se produzca nada más que una vez entre personas formales, sólo al ser presentadas y ya nunca más luego, aunque pasen meses o años hasta el siguiente encuentro entre dos individuos. Jamás lograba acordarme, se me quedó vacía la mano un segundo.
– Y una cosa, Mr Deza -añadió balanceándose sobre los talones tras haberse apartado tan sólo un paso-: espero que no me tome por entrometido, pero si de verdad está harto de la BBC y quiere cambiar de aires, podríamos hablar de ello y ver de arreglarlo. Con sus buenos conocimientos útiles… Hable con Peter, pregúntele qué opina, consulte con él, si le parece. Él sabe dónde encontrarme siempre. Buenas noches.
Desvió un instante la mirada hacia Wheeler al mencionarlo, y lo mismo hice yo imitativamente. Fumaba su puro con avaricia e intentaba contener a la viuda Wadman con un disimulado pero firme codo contra sus costillas, el sopor la iba ladeando y acabaría vencida de un momento a otro, con la cabeza apoyada sobre el hombro de su anfitrión -o aún más incómodo, mullido pecho contra mullido pecho-, si alguien no la zarandeaba: estaba lista para sus justos sueños, el collar podría desabrochársele, perderse los gajos escote abajo. Volví a ver correspondencia en los ojos de Peter, quiero decir hacia los de Tupra, como si lo reconviniera un poco, muy poco, con la falta de énfasis con que se alude a una imprudencia consumada que al final no ha sido grave: 'Has exagerado, pero bueno. No has hecho caso', ese me pareció el mensaje, si es que lo hubo. Después Tupra bordeó el sofá hasta colocarse detrás, se inclinó y apoyó los antebrazos en el respaldo para decirle algo rápido -una sola frase- al joven juez Hood al oído, o fue más bien casi a la nuca, no era confidencial, supuse. El y Beryl dejaron de reír, se volvieron para escucharle, ella miró el reloj maquinalmente de nuevo, como quien esperaba sólo a ser rescatada o tal vez relevada, descruzó sus piernas largas tan descubiertas. 'Estos tres saldrán juntos, se irán a la vez', me dije, 'Tupra llevará al gordo hasta Londres. O Beryl, si es quien conduce'.
– Como que me llamo Rafael de la Garza que esta noche no se me escapa viva alguna de estas guarras. No he venido hasta aquí para irme de vacío, no te jode. Hoy yo mojo, por encima de mi cadáver.
De la Garza no perdonaba un segundo, apenas me había separado de Tupra y ya volvía a la carga. Me acordé de un proverbio incomprensible, como casi todos ellos.
– Aunque la garza vuela muy alta, el halcón la mata. -Lo solté sin pensármelo, según me vino.
– ¿Qué qué? ¿Qué cono has dicho?
– Nada.
De la Garza sí se fue de vacío, no te jode, o al menos no salió acompañado más que por el acalde aciago de alguna localidad del Oxfordshire y la que presumí su esposa, y no parecían proclives a las mescolanzas (en la mujer ni había reparado hasta entonces, poco contrarrestaría las desdichas del lugar que gobernaban) ni sobre todo en edad de ellas, el agregado se desprevino y le tocó acercarlos en su coche hasta donde fuera, Eynsham, Bruern, Bloxham, Wroxton, o quizá al sitio de peor fama desde la era isabelina, Hog's Norton, lo ignoro. Estaba en condiciones pésimas para conducir (y el volante a la derecha), pero debía de importarle una higa que lo multaran y era de esos sujetos ufanos a los que ni pasa por la cabeza que ellos puedan estrellarse. Sí pasó por la de Wheeler y éste manifestó su preocupación, se preguntó si no debía alojar a los tres aquella noche. Yo lo disuadí de la mera idea pese a la aprensión visible del laborista y su laboresa, que hablaron de pedir un taxi hasta Ewelme o Rycote o Ascot, no lo sé. No era mucho recorrido, dije, y era joven De la Garza, con reflejos de fábula a no dudarlo, un leopardo. Lo último a que estaba dispuesto era a encontrarme de nuevo en el desayuno con el aficionado o experto en literatura fantástica chic universal medieval, el Señor de las Guarras, y me importaba a lo sumo dos higas que se estrellara.
Y también salieron juntos los tres que había previsto, fueron de los primeros en irse. Por suerte para Sir Peter Wheeler, el único que se estancó hasta pasadas las doce fue Lord Rymer the Flask, no porque estuviera muy animado o sin sueño, sino por su incapacidad absoluta para mover un pie ni otro. Pero eso no representaba tanto problema, al vivir en Oxford aquel Recipiente. La señora Berry llamó a un taxi y entre ella y yo hicimos ahuecar a la pesada y alcohólica Frasca el sillón en que se había clavado a mitad de velada, y con empellones discretos (imposible tarea en volandas) lo sacamos hasta la puerta bajo la supervisión y guía del bastón de Peter; la colaboración del taxista para hacerlo encajar en el interior del vehículo en modo alguno fue rechazada, el hombre se las vería negras más tarde para desatascarlo él solo en destino. Los camareros de alquiler no pudieron largarse sin antes recoger las principales sobras en sus platos y fuentes, y después yo ayudé a la señora Berry con las tazas y copas y ceniceros finales, quedó todo bastante despejado, Wheeler odiaba ver por la mañana los vestigios de la noche, es algo que casi nadie soporta, yo tampoco. Cuando se retiró el ama de llaves Peter se sentó al pie de las escaleras con lentitud y cuidado, sujetándose al pomo de la barandilla hasta bien tocar tierra (no me atreví a ofrecerle una mano), y sacó de su petaca otro cigarro.
– ¿Va a fumarse otro puro ahora? -le pregunté extrañado, sabiendo que eso le llevaría un rato.
Había creído que la súbita elección de tan impropio asiento para un octogenario largo obedecía a un momentáneo cansancio o bien que era una forma habitual de hacer pausa y breve acopio de fuerzas antes de subir hasta el primer piso, donde tenía el dormitorio, tal vez se paraba allí siempre e iniciaba luego el ascenso. Su movilidad era buena, pero no parecía aconsejable a su edad el trato tan continuado, diario, con aquellos escalones de madera -trece hasta la primera planta, veinticinco hasta la segunda-, escasos de fondo y un poco altos. Había dejado el bastón atravesado sobre su regazo como la carabina o la lanza de un soldado en su descanso, lo miré mientras se preparaba el habano, sentado en el tercer escalón, los limpísimos zapatos en el primero, la parte central con moqueta, o acaso era una larga alfombra bien ceñida o fijada, grapada invisiblemente. Su postura era de joven, también su pelo sin pérdidas aunque ya muy blanco, ondulado suavemente como si fuera de repostería, bien peinado con su marcada raya a la izquierda que ayudaba a adivinar al más que remoto niño, debía de haber estado allí aquella raya, invariable, desde la primera infancia, sería anterior sin duda al apellido Wheeler. Se había acicalado para su cena fría y no era de los que acaban en semidescomposición las fiestas, al estilo de Lord Rymer o la viuda Wadman o un poco también De la Garza (la corbata al final floja y torcida, la camisa rebelándosele en la cintura): todo seguía en su sitio intacto, hasta el agua con que se habría peinado horas antes parecía no habérsele secado aún del todo (que usara fijador lo descartaba). Y allí sentado con aparente despreocupación podía todavía vérselo, era fácil figurárselo como un galán de los años treinta o quizá cuarenta, que en Europa fueron más austeros por fuerza, no tanto cinematográfico cuanto de la vida misma, o a lo sumo de un anuncio o cartel de la época, no había irrealidad en su figura. Debía de haber quedado satisfecho de su ágape y tal vez deseaba comentarlo un poco aunque para ello dispusiéramos de la mañana siguiente, no darlo aún por clausurado, probablemente se sentía más vivaz -o era sólo acompañado- que la mayoría de las demás noches que se le terminaban pronto. Aunque fuese yo quien estuviese muy solo allí en Londres, y no él aquí en Oxford.
– Bah, sólo la mitad o menos. No me he cansado gran cosa. Y no es tanto dispendio -dijo-. ¿Qué? ¿Qué tal lo has pasado? ¿Eh?
Lo preguntó con un mínimo dejo de condescendencia y orgullo, estaba claro que pensaba haberme favorecido mucho con su convocatoria y su idea, permitiéndome salir de mi supuesto aislamiento, ver y conocer a gente. Así que aproveché su venial arrogancia para formularle antes de nada el único reproche que se merecía:
– Muy bien, Peter, se lo agradezco. Pero lo habría pasado mucho mejor si no hubiera usted invitado a ese mamarracho de la Embajada, cómo se le ha ocurrido. ¿Quién diablos era? ¿Dónde ha pescado a ese mal merluzo? Con futuro político, eso sí, tiene futuro político y hasta diplomático. Si van por ahí los tiros y aspira usted a sacarle subvenciones para simposios o publicaciones o algo, entonces no digo nada, aunque sea injusto que me haya tocado a mí hacerle de intérprete, casi de alcahueta y niñera. En España será ministro algún día, o embajador en Washington por lo menos, es la clase de pretenciosa bestia con un perfume de cordialidad aparente que la derecha de mi país multiplica y cría y la izquierda reproduce e imita cuando gobierna, como si la asaltara un contagio. Lo de la izquierda es sólo un decir, ya sabe, como en todas partes hoy. De la Garza es inversión segura, eso se lo reconozco, y a corto plazo, hará carrera con cualquier partido. Lo único es que no se fue muy contento. Menos mal, algo es algo, a mí me ha echado a perder media fiesta. -Ese fue mi desahogo.
Wheeler encendió su puro con otra de sus cerillas largas, sin tanto ahínco como antes. Alzó entonces la vista y la fijó bien en mí con leve conmiseración cariñosa, me había quedado de pie, de frente a la escalera, a poca distancia, apoyado en el quicio de la puerta corredera que desde el salón principal daba paso a su despacho y que él solía mantener descorrida (siempre dos atriles visibles en aquel estudio, en uno el diccionario de su lengua abierto, una lupa, en el otro un atlas, el Blaeu a veces o el magnífico Stieler también abiertos, y otra lupa), yo cruzado de brazos y con el pie derecho cruzado asimismo por encima del izquierdo, de aquél sólo la punta en vertical sobre el suelo. Así como los ojos de su colega y amigo y semejante Rylands habían poseído una cualidad más bien líquida y habían sido muy llamativos por sus colores distintos -un ojo era color de aceite, el otro de ceniza pálida, uno era cruel y de águila o gato, había rectitud en el otro y era de perro o caballo-, los de Wheeler tenían un aspecto mineral y eran demasiado idénticos en dibujo y tamaño, como dos canicas casi violetas pero jaspeadas y muy translúcidas, o incluso casi malvas pero veteadas y nada opacas, o hasta casi granates como esta piedra, o eran amatistas o morganitas, o calcedonias cuando más azulosos, variaban según la iluminación que les diera, según el día y según la noche, según la estación y las nubes y la mañana y la tarde y según el humor de quien los dirigía, o eran granos de granada cuando se le achicaban, aquella fruta del primer otoño en mi infancia. Habrían sido muy brillantes, y temibles cuando coléricos o punitivos, ahora conservaban ascuas y fugaz enfado dentro de su general apaciguamiento, solían mirar con una calma y una paciencia que no eran connaturales sino aprendidas, trabajadas por la voluntad a lo largo de mucho tiempo; pero no habían atenuado su malicia ni su ironía ni el sarcasmo abarcador, terráqueo, de que se los veía capaces en cualquier instante de su aquiescencia; ni tampoco la asentada penetración de quien se había pasado la vida observando con ellos, y comparando, y reconociendo lo ya visto en lo nuevo, y vinculando, asociando, y rastreando en la memoria visual y así previendo lo aún por ver o no ocurrido, y aventurando juicios. Y cuando se aparecían piadosos -y en modo alguno era infrecuente-, una especie de constatación maltrecha o acatamiento abatido rebajaba su espontánea piedad en seguida un poco, como si en el fondo de sus pupilas habitara el convencimiento de que al fin y al cabo y en alguna medida, por infinitesimal que fuera, todos nos traíamos nuestras, propias desgracias, o nos las forjábamos, o nos prestábamos a padecerlas, o consentíamos tal vez en ellas. 'La infelicidad se inventa', cito a veces con el pensamiento.
– La izquierda ha sido siempre sólo un decir, en todas partes, esa a la que os referís todavía los españoles y los italianos y los franceses, y los hispanoamericanos, como si existiera o hubiera existido nunca fuera de lo imaginario y lo especulativo. Ya tendríais que haberlo visto en los años treinta, si no antes. Una mera figuración colectiva. Disfraces, retórica, uniformes más austeros y más engañosos por ello, facetas o modalidades más solemnes de lo mismo, siempre odioso y siempre injusto, e invulnerable, lo mismo. Prefiero que a los hijos de puta se les note que lo son desde el principio en la cara, al menos uno sabe a qué atenerse y no hay que convencer a nadie, es mucho esfuerzo añadido. Todos aplastan, parece mentira que no se sepa ab ovo, poco importa que varíe la causa, la causa pública, o los motivos propagandísticos. Los farsantes y los ingenuos trascendentales los llaman motivos históricos o ideológicos, yo no los llamaría así nunca, es muy ridículo. Parece mentira que se crea aún que hay salvedades, porque no hay ninguna, no a la larga, jamás las ha habido. Búscalas, piensa. La izquierda como salvedad, qué tontería. Cuánto desperdicio.
– Lanzó una gran bocanada de humo a modo de punto y aparte y como para pasar a otro asunto, y así lo hizo-: En cuanto a Rafita, según lo llama su pobre padre, no creo que ya debas quejarte más ni guardarle rencor alguno, sería encarnizamiento tras haberlo enviado hace un rato a una muerte segura en la carretera (tal vez ya se haya producido) -e hizo ademán de ir a mirar el reloj, no llegó ni a descubrírselo bajo la manga-, condenando además de paso, posiblemente, al alcalde Pennick y a su sometida esposa, tampoco será irreparable su pérdida para nadie, supongo, en lo público ni en lo privado. Es hijo de un viejo amigo, aunque bastante más joven que yo, no menos de diez años. Estuvo durante la Guerra en Londres, ayudó en malos momentos. Más adelante entró en el cuerpo diplomático e hizo por conseguir la Embajada, sin éxito. Quiero decir la de aquí, se ha pasado media vida peregrinando por África y parte de Oceanía, hasta que lo jubilaron. Me ha pedido que distraiga a Rafita de vez en cuando, que lo oriente un poco y le eche una mano si le hace falta. Ya sabes, cosas de los padres, que no acaban de ver nunca a sus hijos crecidos ni como a las malas personas en que se convierten a veces, si es que no lo eran desde la cuna visiblemente y ellos todavía no han querido enterarse. -'Ni como a los capullos', pensé sin interrumpir a Peter-. Puedes suponer que no soy el más indicado hoy en día para entretener, guiar ni auxiliar a nadie, pero si doy una cena… La verdad, creí que no vendría. Por lo que sé, está muy acompañado en Londres. Lamento que te haya tocado cargar con él más de la cuenta, la colaboración de Lord Rymer ha sido exigua, entiendo, confiaba más en las afinidades de ambos. Y desde luego a Rafita lo imaginaba más autosuficiente en inglés, lleva aquí casi dos años y habría jurado que además lo aprendió de niño, el de su padre es muy bueno, aunque con acento, pero nada que ver, ni por asomo la atrocidad de su vástago. Claro que Pablo, el padre, no bebe apenas, y este Rafita es como una petaca pero con más cabida, qué bruto, una botella rellenable. El padre es una persona estupenda, el muchacho le ha salido imbécil. Pasa, ¿no?, tantas o tan pocas veces como a la inversa. Y sin embargo el idiota llegará más lejos. -'Le ha salido un completo capullo', pensé de nuevo sin decirlo, 'y llegará a ministro.' Wheeler despidió más humo, ahora con dos o tres aros y por lo tanto con pausa, como si ese asunto tampoco le interesara mucho y las explicaciones dadas hubieran sido más que suficiente para zanjarlo y abandonarlo. Yo saqué mis cigarrillos, él me agitó a distancia, ofreciéndomela, la caja grande de sus lujosas cerillas, yo le mostré mi mechero indicándole que tenía ya fuego, encendí el pitillo. La manera en que me hizo a continuación su pregunta me llevó a pensar que le urgía hacérmela por algún motivo o que le escocía desde hacía ya un rato en la lengua, no era mero pasatiempo ni pertenecía al vaivén casual de una charla, a los comentarios posteriores que se propician o imponen siempre al acabar una cena o una fiesta, cuando todos se han ido o es uno el que se ha marchado con alguien. Tupra y el juez gordo y Beryl estarían hablando tal vez de nosotros, ya cerca de Londres, o de los Fahy y la viuda Wadman. De la Garza y el alcalde de Thame o Bicester o de donde fuera estarían quizá elucidando a las guarras esquivas para violencia de la alcaldesa, si aún no habían perecido todos en una curva y si el primero lograba hacerse entender en inglés dos palabras juntas (siempre podía recurrir a la mímica y soltar de paso el volante, y así más chances). Y hasta la señora Berry estaría haciendo repaso consigo misma en su cama sin conseguir dormirse, también ella había recibido invitados y había sido anfitriona ancilarmente, tampoco querría que concluyera del todo su noche larga-. Dime, ¿qué te ha parecido Beryl? ¿Qué efecto te ha causado? ¿Qué impresión te ha hecho?
– ¿Beryl? -respondí algo descentrado, no había imaginado que me fuera a preguntar por ella, más bien por su anunciado amigo Bertram, si es que era en verdad amigo-. Bueno, apenas hemos hablado, parece hacer caso muy pasajero a casi todo el mundo, no se la veía disfrutar gran cosa, como si estuviera por compromiso. Pero muy buenas piernas, lo sabe y lo explota. De cara le sobran dentadura y quijada, aun así resulta bastante guapa. Su olor es su mayor atractivo y su mejor baza: un olor infrecuente, agradable, muy sexuado.
Wheeler me lanzó una mirada que era mezcla de reconvención y zumba, divertidos sus ojos en todo caso. Blandió su bastón un poco, sin llegar a alzarlo, le bastó con agarrarlo del mango. A veces me trataba como a un alumno, nunca lo había sido, en cierto sentido lo era. Era un discípulo, un aprendiz de su visión y su estilo, como también de los de Toby en su día. Pero con Wheeler bromeaba más. O no, y es sólo que lo que cede y no vuelve más que en rememoraciones se atenúa mucho y parece menos, había bromeado con ambos, como con Cromer-Blake, otro colega de mi época en Oxford, más de mi edad y de inteligencia sobresaliente, y sin embargo no había llegado muy lejos, muerto de sida cuatro meses después del fin de mi estancia y mi marcha, sin que nadie de la congregación oxoniense dijera entonces (ni apenas luego, gente para lo trivial chismosa, discreta para lo grave) que su mal era ese. Yo lo vi enfermo y recuperado y más enfermo, sin jamás preguntarle el origen. Y también había bromeado siempre mucho con Luisa, quizá sea mi principal y decepcionante manera de manifestar el afecto. Los problemas surgen cuando hay más que afecto, eso creo.
– Oh vamos, te lo tengo advertido, estás muy solo ahí en Londres. Francamente, no me refería a eso. Francamente: nunca me habría atrevido ni a preguntarme si los humores animales de Beryl te habían o no estimulado, sabrás disculpar mí falta de curiosidad sobre esa clase de avatares tuyos. Quería decir respecto de Tupra, qué impresión te ha causado con relación a él, en su actual relación con él. Es lo que me interesa saber, no si te han excitado sus -se paró un instante- segregaciones. Yo no sé por quién me has tomado.
Y tras decir esto alargó un brazo y señaló con el índice hacia algún impreciso lugar del salón, indicándome sin duda que le acercara algo. Como yo necesitaba un cenicero para la ceniza de mi cigarrillo, no lo dudé, fui por él y le alcancé otro para la de su puro, que había crecido peligrosamente. Lo aceptó y lo depositó sobre el escalón, a su lado, pero aún no hizo el ya aconsejable uso y además negó con la cabeza y siguió señalando en la misma vaga dirección con el dedo, ahora vibrante. Tenía apretados los labios, como si se le hubieran pegado de pronto y le costara abrirlos. El semblante no le había cambiado, sin embargo.
– ¿Un oporto? ¿Le apetece un último oporto, Peter? -probé, habían quedado por allí las varias frascas con sus cadenillas y medallas. Volvió a negar, como si la palabra en cuestión se le evadiera, un tropiezo, un bloqueo, quizá la edad tan bien llevada (la edad burlada) se venga en tonterías así, de vez en cuando-. ¿Un bombón? ¿Una trufa? -No se habían retirado las respectivas bandejas de la sala. Negó de nuevo, mantenía el índice extendido, agitándolo de arriba abajo-. ¿Quiere que le traiga un foulard? ¿Tiene frío? -No, no era eso, negó, su elegante corbata le cerraba bien el cuello-. ¿Un cojín? -Por fin asintió con desahogo y entonces unió el dedo corazón al índice y levantó ambos, eran dos cojines lo que me pedía.
– Cojín, demonios, no sé qué me pasa, a veces se me quedan atascadas las palabras más necias, y entonces no me sale tampoco ninguna otra hasta que suelto la que se me resiste, una especie de momentánea afasia.
– ¿Ha consultado al médico?
– No, no, no es cosa fisiológica, eso lo tengo muy claro. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase. Es como un anuncio, o una presciencia… -No continuó-. Dámelos, por favor, los agradecerán mis riñones.
Los cogí de un sofá, se los di, se los colocó detrás a esa altura, le pregunté si no prefería que nos sentáramos en el salón, hizo con la mano en la que sostenía el cigarro un ademán negativo (se le cayó entonces sobre la moqueta la ceniza larga), como dando a entender que no valía la pena, que no me entretendría mucho tiempo (con el canto de la mano hizo rodar la ceniza aún compacta hasta el cenicero, que puso al pie del escalón manchado, sin que se le desmenuzara), volví a mi sitio, pero tiré de una escalerilla de cinco o seis peldaños que había en el estudio para alcanzar libros en alto, la puse bajo el dintel y me senté encima de ella, quiero decir que seguí a la misma distancia.
Wheeler había dicho en inglés las últimas frases, hablábamos más en esta lengua porque era la del país y la que oíamos y utilizábamos con los demás todo el día, pero la alternábamos con el español cuando estábamos solos, y pasábamos de una a otra según la necesidad, la comodidad o el capricho, bastaba con deslizar dos palabras de uno u otro idioma para que a veces nos trasladáramos automáticamente durante un rato al así introducido, su castellano era excelente, con acento pero no muy fuerte, fluido y bastante rápido -aunque naturalmente más lento que el velocísimo mío, plagado de sinalefas salvajes encadenadas que él evitaba-, demasiado preciso en el vocabulario, demasiado cuidadoso quizá para ser de un nativo. Había empleado la palabra 'prescience', culta pero no tan infrecuente en inglés como lo es en español 'presciencia', entre nosotros nadie la dice y casi nadie la escribe y muy pocos la saben, nos inclinamos más por 'premonición' y 'presentimiento' y aun 'corazonada', todas tienen más que ver con las sensaciones, un palpito -también eso existe, coloquialmente-, más con las emociones que con el saber, la certeza, ninguna implica el conocimiento de las cosas futuras, que es lo que de hecho significan 'prescience' y también 'presciencia', el conocimiento de lo que aún no existe y no ha sucedido (nada que ver, por tanto, con las profecías ni los augurios ni las adivinaciones ni los vaticinios, menos aún con lo que los sacamuelas de hoy llaman 'videncia', todo ello incompatible con la mera noción de 'ciencia'). 'Es como un anuncio, o una presciencia de esa voluntad retirada', pensé que iba a haber dicho Wheeler, de haber terminado. O tal vez habría sido aún más claro en su pensamiento, que sí habría concluido entero: 'Es como un anuncio, o una presciencia de lo que es estar muerto'. Me acordé de algo que le había oído una vez a Rylands hablando de Cromer-Blake, cuando andábamos muy preocupados ambos por su enfermedad tan callada. '¿A quién pertenece la voluntad de un enfermo?', había dicho junto al mismo río que ahora podía escucharse cerca en la oscuridad durante los silencios, el Cherwell, al tratar de explicarnos algunas actitudes de nuestro amigo infectado. '¿Al enfermo? ¿A la enfermedad, a los médicos, a los medicamentos, a la perturbación, al dolor, al miedo? ¿A los años, a los tiempos pasados? ¿Al que ya no somos… que se la llevó consigo?' ('Extraño no seguir queriendo', parafraseé para mis adentros, 'y no querer querer, aún más extraño. O no', me corregí al instante, 'quizá eso no es muy extraño'.) Pero Wheeler no estaba enfermo, sólo tenía años, y casi todos sus tiempos ya eran pasados, y había tenido la oportunidad muy larga de no ser ya el que había sido, o ninguno de los posibles varios que hubiera ido siendo. (Hasta se había desprendido muy pronto del nombre.) No había dicho 'prefiguración' siquiera, a eso estaba acostumbrado, a las representaciones anticipadas de todas las cosas y de las escenas y diálogos en que intervenía, seguramente había prefigurado y aun planeado la conversación que teníamos, los dos sentados en nuestros respectivos peldaños después de la fiesta, cuando todos se habían ido y la señora Berry se revolvía en sus sábanas sin conciliar el sueño insólitamente en el piso de arriba, haciendo memoria de sus cometidos y preparativos cumplidos, quizá atormentada por algún fallo que sólo ella habría notado. Probablemente esa charla discurría según el criterio y el diseño de Wheeler, sin duda él la dirigía, pero eso a mí no me importaba en principio, me intrigaba y me divertía, y nunca le regateé esos placeres. Lo que Peter había dicho era 'presciencia', un latinajo llegado sin apenas cambios hasta nuestras lenguas desde el original praescientia, una palabra desusada, rara, y un concepto nada fácil de comprender por tanto.
– ¿Como un anuncio de qué, Peter? ¿Una presciencia de qué? No terminó su frase.
Ni él ni yo éramos de los que se dejan distraer o embaucar y pierden de vista su objetivo o lo que les interesa. No éramos de los que sueltan la presa. Yo lo sabía de él y él de mí; todavía ignoraba hasta qué punto él sabía, me enteré mejor a la mañana siguiente. Quizá por eso rió un poco, por reconocerme en mi empeño, y esta vez el humo se le escapó entre los dientes, sin marcar punto y aparte.
– No preguntes lo que ya sabes, Jacobo, no es ese tu estilo -me contestó aún sonriente. Tampoco era de los que se dejan sitiar ni atrapar fácilmente, sino de los que contestan sólo lo que se proponían comunicar o confesar ya de antemano. Era de los que me llamaban Jacobo; otros, como Luisa, me llamaban Jaime, es el mismo nombre y ninguno de los dos era el mío exactamente (quizá también por conciencia de eso mi propia mujer me decía por el apellido a veces). Era yo mismo quien se presentaba con uno o con otro o con el más verdadero, según las personas y los ambientes y la conveniencia, según en qué país estuviera y en qué lengua fuera a hablarse. A Wheeler le gustaba la forma más pretenciosa acaso, o la más artificialmente histórica, conocía bien la antigua tradición española de traducir de ese modo el James de los reyes británicos Estuardos.
– ¿Desde cuándo le ocurre? No le había pasado antes conmigo, que yo recuerde.
– Oh, habrá empezado hace seis meses, o algo más. Pero es muy infrecuente, me sucede sólo de tarde en tarde, otra cosa sería grotesca. Y ya lo has visto, es sólo un momento, nada tiene de particular que no lo hayas presenciado antes, lo raro y la mala suerte sería lo contrario. Pero deja, no pierdas tiempo con eso, todavía no me has dicho qué te ha parecido Beryl más allá de sus muslos y de sus fauces: respecto a Tupra, qué impresión te han hecho juntos. -Él no soltaba su presa, obligaba a contestar lo que quería ver contestado. Tampoco me resistí nunca a esas insistencias suyas.
Vi que se le estaban bajando los calcetines o más bien medias de sport un poco, quizá era por la postura juvenil sobre la escalera, las piernas más flexionadas que en un sillón o en una silla, las rodillas más altas. Se los vi arrugados, flojos repentinamente, contrastando ahora con sus impolutos zapatos acharolados de suelas demasiado intactas (una invitación a los resbalones, no había estado ahí muy atenta la señora Berry), si las medias proseguían su curso le dejarían las canillas al descubierto. Y si eso ocurría tal vez tendría que señalárselo, a él no le gustaría ese inadvertido hecho, tan coqueto y primoroso como era siempre, aunque yo fuese su solo testigo y el único en poder advertirlo.
– Bueno, pues ya que está interesado: no daría ni seis peniques por esa pareja, poco prometedor el asunto para su amigo Tupra. Lo último que esa mujer parece es la nueva novia de nadie. Más bien todo lo contrario, es como si estuviera con él por holgazanería o rutina o porque no tuviera nada mejor ni tampoco peor en perspectiva, una actitud muy extraña la suya, tratándose de una relación reciente. Me han dado justamente una sensación de veteranía y pereza, como si fueran viejas llamas el uno del otro -'old flames', dije, mejor traducirlo como 'antiguas pasiones' en castellano-, que mantienen buen trato pero se saben de memoria y se saturan mutuamente muy pronto, aunque se toleren y se conserven una pizca de añoranza recíproca, que en realidad se tienen en tanto que representantes de sus respectivos tiempos pasados. Era como si Tupra, no sé, hubiera recurrido a ella para no presentarse solo en la cena, esa clase de convenios, usted sabe. Lo cual resultaría en principio raro en alguien de su apariencia y su estilo, no se diría un hombre con dificultades para encontrar compañía, y bien lucida. Y si el favor se lo hubiera hecho él a ella, sacándola de paseo, la cosa tampoco casa, ya le he dicho que Beryl estaba aburrida, como si hubiera venido casi obligada, o en cumplimiento de un acuerdo, no sé, sí, poco menos que a rastras. Ni siquiera le preocupaba causar buena impresión a las amistades de él, si es que son sus amistades. En las primeras fases uno quiere ser aprobado hasta por el gato del otro, y por el canario, y por su callista, verse afianzado hasta por el lechero. Se hace un esfuerzo continuo por caer en gracia al entero círculo del amado nuevo, aunque sea repugnante su mundo. Y en ella no se veía el menor empeño. Ni tentativa siquiera.
Wheeler escudriñó la brasa de su cigarro acercándosela mucho al ojo, más brillaba su metal que la brasa; la espabiló soplándola, poco le tiraba ya el puro o así lo fingía; y, sin mirarme de frente, aparentando una indiferencia que sin duda no sentía, me instó a seguir. Pero aunque me guardase los ojos yo vi sus cejas muy blancas y lisas fruncirse de complacencia, y en la voz le noté una excitación contenida y zozobra, las del que pone a otro a prueba y va previendo durante el transcurso que éste puede salir airoso (pero todavía aguarda con los dedos cruzados, sin atreverse a cantar victoria).
– De veras -dijo, sin llegar a ser interrogativo-. Como viejas llamas, ¿eh? Y ella vino hasta aquí velis nolis, tú crees. -Le gustaban de veras los latinajos-. Anda, sigue contándome qué más has visto.
– No sé decirle mucho más, Peter, no he hablado gran cosa con ninguno de los dos, y ha sido por separado con cada uno, con ella tres palabras de trámite y con él unos minutos, no los he visto juntos. ¿Por qué me pregunta tanto? Yo tengo algunas preguntas a mi vez que hacerle sobre ese individuo, todavía no me ha explicado por qué me habló de él tanto rato el otro día al teléfono. ¿Sabe que me ha ofrecido trabajo si me canso de la BBC? Ni siquiera sé a qué se dedica. Me ha sugerido que lo hablara con usted, no es por nada. Que se lo consultara. Usted sabrá. Usted dirá cuando le parezca, Peter. Es un hombre simpático, a primera vista. Y con capacidad de -dudé: no era seducción, no era intimidación, no era proselitismo, aunque también pudiera ponerlas todas en funcionamiento- dominio, ¿no? ¿Qué es lo suyo, cuál es su campo?
– De Tupra hablaremos mañana en el desayuno. Y posiblemente de lo del trabajo. -Wheeler no llegó a ser autoritario, pero aquel era un tono que mal admitía objeción o protesta-. Cuéntame más de Beryl ahora, de ella con Tupra. Adelante, vamos. -E insistió en la idea en que debía centrarme-: Viejas llamas, vaya… -'Old flames, well well… 'Seguíamos en el inglés y me apuntaba la senda, como si me estuviera alentando ('caliente caliente') en medio de una adivinanza-. Representantes de sus tiempos pasados, dices. De sus respectivos tiempos.
Ahora estaba completamente seguro de que Wheeler me estaba sometiendo a una prueba, pero no tenía idea del porqué ni de en qué consistía, tampoco de si querría yo superarla, fuera cual fuese. Ante esa sensación de examen uno desea instintivamente aprobarlo, por el desafío, y más aún si el que nos sondea y juzga es alguien a quien admiramos. Pero me provocaba recelo estar a ciegas. Aquello tenía que ver con Tupra, y con Beryl, era evidente, y probablemente con el ofrecimiento informal o hipotético de trabajo que aquél me había hecho al despedirse, lo había tomado por amabilidad más que nada, o por ganas postreras de darse importancia, aunque no le cuadraban a Tupra esas vanaglorias, no parecía necesitarlas, más propias de un De la Garza. En boca del agregado Rafita habrían sido sin duda palabras vacuas, qué gran melón, un fantasmón, un vaina. Y no me explicaba mucho los entresijos y meandros de Wheeler, salvo si eran para su divertimiento y mi intriga, a mí podía hablarme con confianza. Entendí que iba a hacerlo a la mañana siguiente durante el desayuno, cada cosa a su elegido o adjudicado tiempo, él decidía sobre el tiempo de su vejez, desmenuzado y menguante, aunque cuál no lo es, esto último. De modo que lo complací, me dejé arrastrar, pese a que en verdad no podía añadir mucho más: inventé un poco, elaboré y adorné lo expuesto, me espacié, acaso inventé demasiado. Advertí que los calcetines o medias de sport de Wheeler (inicialmente le habrían llegado hasta debajo de la rodilla, como los que yo uso) se le habían escurrido algo más, desde mi posición ya veía asomarle una estrecha franja de piel tostada, su color y su tez tenían más de australes que de ingleses, ahora que lo pensaba. Había agarrado su bastón con los dos puños por encima, como si fuera definitivamente una lanza, había apoyado en el cenicero el puro poco humeante, de no haber sido por su expresión de agrado habría dicho que estaba en ascuas, ascuas de categoría menor, eso es cierto, que nunca lo habrían abrasado mucho.
– Sí, bueno, no sé, me ha parecido que andaba cada uno demasiado a su aire, para haberse estrenado recientemente. No me habría llamado la atención si hubieran sido un matrimonio fogueado, de esos con la emoción tan raída que en el fondo ya están caducados, excepto cuando los cónyuges se quedan a solas sin nada con que entretenerse, y aun así. Bien, a usted no le dio tiempo a vivir nada parecido, con su matrimonio tan breve y lejano, pero lo habrá observado: hay un momento lamentable o de duelo tácito en casi todos ellos, en que basta con que haya una tercera persona presente, sea quien sea y aunque sea un taxista con la espalda vuelta, para que a la mujer o al marido no le haga ya el otro el menor caso. La fiesta ya no está nunca en ellos, la de él en ella o la de ella en él o la de ninguno en ninguno, depende de quién se desinterese antes o de que sea simultáneo el hartazgo, casi siempre acaba por envolver y afectar a ambos si es que siguen juntos, y entonces no padece demasiado ninguno o sólo por efecto de su decepción y su desistimiento, pero durante los periodos descompensados eso entristece al uno e irrita al otro indeciblemente. El entristecido no sabe qué hacer ni cómo comportarse, prueba lo uno y lo otro y sus respectivos contrarios, se devana los sesos para interesar de nuevo o hacerse perdonar aunque ignore cuál es su falta, y nada sirve porque ya está condenado, no sirve ser encantador ni antipático, suave ni arisco, complaciente ni crítico, amoroso ni beligerante, atento ni romo, adulador ni intimidatorio, comprensivo ni impermeable, todo es perplejidad y tiempo perdido. Y el irritado se da cuenta a veces de su parcialidad e injusticia, pero no puede evitarlas, se siente irascible y todo lo del otro lo saca de quicio, y es la prueba máxima, en la vida personal y diaria, de que nada es nunca objetivo y todo puede ser tergiversado y distorsionado, de que ningún mérito ni valor lo son en sí mismos sin un reconocimiento ajeno que las más de las veces es puramente arbitrario, de que los hechos y las actitudes dependen siempre de la intención que se les atribuya y la interpretación que quiera dárseles, y sin esa interpretación no son nada, no existen, son neutros o pueden sin más ser negados. Las mayores evidencias son negadas, lo que acaba de ocurrir y dos han visto puede ser negado al instante por uno de ellos, se niega lo que uno ha dicho u oído ahora mismo, no ayer ni hace tiempo, tan sólo un minuto antes. Es como si nada contara, nada se acumulara ni tuviera peso y a la vez fuera hundiendo, todo indiferente, sin cómputo, sin memoria, aire, pero aire sucio, y para ambos resulta desesperante, de manera distinta para cada uno y con más intensidad para el entristecido. Hasta que todo se rompe. O bien no, y entonces se estira, y se asimila interiormente, y en lo exterior se calma y languidece, o se guarda también y se pudre sin hacer ruido y oculto, como lo que se entierra. Y aunque todo esté caduco, los dos permanecen juntos, como me ha parecido que seguían juntos Tupra y Beryl, más o menos.
Desde luego Wheeler no quería perderlos de vista, y yo había regresado por fin a ellos tras mi digresión tan larga, que aún pensaba continuar sin embargo. Pero en vez de aprovechar mi retorno pareció olvidarse momentáneamente de la pareja e interesarse por mi perorata, pese a que corría así el riesgo de que yo me apartara del objetivo de nuevo. Fue la curiosidad, seguramente, porque no pudo evitar preguntarme:
– ¿Fue eso lo que te pasó con Luisa? ¿Sólo que vosotros no estirasteis, ni seguisteis juntos? -Me miró un segundo con aquella compasión suya que corregía o rebajaba pronto. No es que la perdiera ni la desestimara ni la retirara, en modo alguno, tan sólo la matizaba tras el brote primero, que era muy sincero y espontáneo. Pero nunca podía durarle en ese estadio de inocencia, o de elementalidad, habría sido tal vez su palabra, de haber sido él quien se describiera.
– No, no dejé, o no dejamos que eso llegara. Fue otra cosa, quizá más simple, sin duda más rápida. Menos pegajosa. Quizá más limpia.
– Algún día tienes que hablarme un poco más de eso. Si tú quieres, claro, y si sabes hacerlo, a veces resulta imposible explicar lo más decisivo, lo que más nos ha afectado, y guardar silencio es lo único que nos salva en lo malo, porque las explicaciones suenan casi siempre algo tontas respecto al daño que uno hace o le han hecho. No suelen estar a la altura del mal padecido o causado, y no se aguantan, ¿verdad? Yo no lo entiendo, lo vuestro, aunque entiendo que yo no entienda. Los dos me gustabais mucho. Bueno, es absurdo que lo diga en pasado: los dos me gustáis mucho. Supongo que es debido a que como matrimonio parecéis ser pasado, por el momento. Porque nunca se sabe, ¿no?, con los vínculos, da lo mismo de qué clase. Vínculos. -Se paró un instante, como sopesando esa palabra, o rememorando alguno concreto suyo-. Lo que he querido decir es que me gustabais juntos, y a uno suelen parecerle mejor las personas por separado, cada una por su cuenta, sin adherencias conyugales ni familiares. Aunque ahora que lo pienso, no sé si a Luisa la he visto sin ti, si la he visto nunca sola, ¿tú te acuerdas? Tengo idea de que sí, pero no acabo de estar seguro.
– Creo que no, Peter, creo que no la ha visto sin mi compañía. Sí han hablado por teléfono, desde luego. -Debí de sonar reacio a esta derivación última y para mí inesperada. Pero no se me escapó que si Wheeler y Luisa no se habían visto sin mí (tampoco tenía la certeza absoluta, me rondaba algún recuerdo inasible y vago), lo que él había venido a afirmar era que me prefería con ella que solo, como me había conocido. La inferencia no me ofendió: no me cabía duda de que ella me mejoraba, me hacía más alegre y ligero, no tan cavilador, mucho menos peligroso, mucho menos enturbiado. 'My dear, my dear', pensé, y lo pensé en inglés porque era la lengua que estaba hablando y además hay cosas que avergüenzan menos en una que no es la propia, incluso si sólo son para el pensamiento. 'Si se me diera el olvido', pensé ahora ya en español. 'Si me lo dieras tú, tu olvido.'
Pero antes de volver a los Tupra -o a Tupra y Beryl, mejor dicho-, Peter añadió todavía algo de su cosecha al rodeo, él lo habría llamado sin duda excursus:
– No sé si te das cuenta -dijo mientras reavivaba la brasa de su cigarro con una nueva cerilla, luego lo dijo envuelto en una humareda ferroviaria- de que todo eso que has descrito en lo conyugal, en lo privado, se da también en casi cualquier otro ámbito, en lo laboral, en lo público, en lo político. La negación de todo, de quién eres y de quién has sido, de lo que haces y lo que has hecho, de lo que pretendes y pretendiste, de tus motivos y tus intenciones, de tus profesiones de fe, tus ideas, tus mayores lealtades, tus causas… Todo puede ser deformado, torcido, anulado, borrado, si uno ha sido ya sentenciado sabiéndolo o sin saberlo, y si uno ni siquiera lo sabe entonces está inerme, perdido. Es lo que sucede en las persecuciones, en las purgas, en las peores intrigas, en las conspiraciones, tú no sabes lo espantoso que es eso cuando quien decide negarte tiene poder e influjo, o cuando son muchos puestos de acuerdo, o puede no hacer falta siquiera el acuerdo, basta con una insidia que prenda y contagie, es como un incendio, y convenza a otros, es una epidemia. Tú no sabes lo peligrosa que es la gente persuasiva, nunca te enfrentes a quienes lo sean a menos que estés dispuesto a volverte más ruin que ellos y creas que tu imaginación, no, tu capacidad de fabulación es superior a la suya, y que tu brote de cólera se esparcirá más rápido y en la dirección correcta. Has de tener presente que la mayoría de la gente es tonta. Tonta y frívola y crédula, no sabes hasta qué punto, una permanente hoja en blanco sin la menor huella ni resistencia, por mucho que te parezca saberlo no puedes saberlo bien, hasta qué punto, tú no has vivido guerras, espero que no te toquen. El persuasor cuenta con ello, cuenta incluso más de la cuenta y sin embargo no se equivoca nunca, cuenta hasta la exageración y hasta el último extremo y eso le confiere una audacia casi sin límites. Pero si es bueno, nunca yerra. -Se calló un momento, dejó que se aplacara el humo que parecía salirle ahora de su pelo pastelero blanco, entonces me miró muy fijo, con una mezcla de curiosidad y confirmación, cómo si me viera por primera vez y al mismo tiempo me reconociera (quizá como sujeto de la última frase que había dicho), o me comparara con alguien o consigo mismo, o me bendijera acaso-. Pero tú también tienes eso, tú eres persuasivo. Es mejor no enfrentarse contigo. -Volvía a tirar bien el puro, observó con satisfacción su enrojecida brasa y aún la sopló por gusto, por verla más ruborizarse-. Hoy no se emplea mucho, ¿verdad?, la expresión 'caer en desgracia'. Caer en desgracia. Es interesante, es extraño que esté un poco en desuso, cuando lo que designa, y mejor que ninguna otra, sucede sin tregua, incesantemente y en todas partes y quizá más que nunca, aunque con mayor disimulo o con menos ruido que en el pasado, y a menudo supone la destrucción del que cae, que es ya literalmente un caído, cómo decir, es ya una baja, una no-persona, un árbol talado. Yo lo he visto mucho, es más, he participado en ello unas cuantas veces, quiero decir que he contribuido a que más de uno cayera en desgracia, y aun en odiosa desgracia de la que jamás se sale. Y hasta lo he propiciado yo, eso. Y determinado. O bien he ayudado a que se cumpliera la desgracia que otros dictaron. A que se llevara a cabo.
– ¿Aquí, en la Universidad?
– No. Bueno, sí, pero no sólo. También en frentes en los que esa caída era más grave, y traía más consecuencias que no ser invitado a cenas -dijo 'high tables', las 'cenas alzadas' o de gala en los colleges, había yo sufrido en su día bastantes- o convertirse en objeto de murmuraciones y críticas o padecer un vacío social o académico o verse desprestigiado profesionalmente. Pero de esto hablaremos asimismo mañana, tal vez, un poco, lo justo. O tal vez no, no lo hablemos, no sé, se verá. Se verá mañana.
No sé cómo lo miré, sé que no le gustó mi mirada. Pero no tanto por lo que expresara -quizá sorpresa, curiosidad, leve incredulidad, leve recelo, no creo que en ningún caso reprobación o censura, hacia él me era imposible tener esos sentimientos intuitivamente- cuanto por el mero hecho de que la hubiera. Era como si le hiciera dudar de su anterior confirmación o comparación o reconocimiento, cuando ya era tarde o no tocaba.
– ¿Usted ha esparcido brotes de cojera? -Esa fue la pregunta que acompañó a mi mirada.
Apoyó la punta del bastón en el suelo, se agarró a la barandilla, el puro y el mango en la misma mano, iba a levantarse pero no lo hizo. Se quedó así, con los dos brazos en alto, como si estuviera colgado de ambos apoyos o en un gesto reminiscente del que sirve para proclamar la inocencia o anunciar que se va desarmado: 'A mí que me registren'. O 'Yo no he sido'.
– Eres demasiado listo, Jacobo, para que ni por asomo piense que has podido entender esa expresión en otro sentido que en el debidamente metafórico. Claro que los he esparcido. -Y tras la enrevesada pulla jamesiana y la subsiguiente afirmación desafiante vino rápido el rebajamiento de ésta, o su merma, o un amago de explicación nebulosa y parcial, como si Wheeler tampoco quisiera que mi visión de él se enturbiara o se estropeara por un malentendido o por una metáfora antipática. No sé cómo pudo ocurrírsele que fuera a tomarlo por un desalmado-. De eso hace mucho tiempo -dijo-. Nunca te olvides de que yo nací en 1913. Antes, figúrate, de que empezara la Gran Guerra. No parece posible, ¿verdad?, que siga todavía vivo. A mí mismo no me lo parece, algunas tardes. En una vida como la mía da tiempo a demasiadas cosas. Bueno, no da tiempo a nada y a la vez sí da: a demasiadas cosas. Mi memoria está tan llena que a veces no lo soporto. Quisiera perderla más, quisiera vaciarla un poco. O no, eso no es cierto, prefiero que aún no me falle. Lo que quisiera es que no se me hubiera llenado tanto. De joven, ya sabes, uno tiene prisa y teme no vivir lo suficiente, no, disfrutar de experiencias lo bastante variadas y ricas, uno se impacienta y acelera los acontecimientos, si puede, y se carga de ellos, hace acopio, la urgencia del joven por sumar cicatrices y forjarse un pasado, esa urgencia es bien extraña. Nadie debería tener ese miedo, los viejos deberíamos enseñárselo a la gente, aunque no sé cómo, hoy no los escucha nadie. Porque al final de cualquier vida más o menos larga, por monótona que haya sido, y anodina, y gris, y sin vuelcos, habrá siempre demasiados recuerdos y demasiadas contradicciones, demasiadas renuncias y omisiones y cambios, mucha marcha atrás, mucho arriar banderas, y también demasiadas deslealtades, eso es seguro. Y no es fácil ordenar todo eso, ni siquiera para contárselo a uno mismo. Demasiada acumulación. Demasiado material brumoso y amontonado y a la vez muy disperso, demasiado para un relato, aun para uno solamente pensado. Y no hablemos de las infinitas cosas que caen bajo el punto ciego del ojo, cada vida está llena de episodios literalmente invisibles, uno ignora lo que pasó porque simplemente no lo vio, no hubo posibilidad de verlo, buena parte de lo que nos afecta y nos determina está tapado, cómo decir, no se ofreció a la visión, se sustrajo, no hubo ángulo. La vida no es contable, y resulta extraordinario que los hombres lleven todos los siglos de que tenemos conocimiento dedicados a ello, empeñados en contar lo que no se puede, sea en forma de mito, de poema épico, de crónica, anales, actas, leyenda o cantar de gesta, romances de ciego o corridos, de evangelio, santoral, historia, biografía, novela o elogio fúnebre, de película, de confesiones, memorias, de reportaje, da lo mismo. Es una empresa condenada, fallida, y que quizá nos haga menos favor que daño. A veces pienso que más valdría abandonar la costumbre y dejar que las cosas sólo pasen. Y luego ya se estén quietas. -Se detuvo, como si se diera cuenta de que se alejaba ya mucho de su conversación proyectada. Pero no habría perdido de vista a Tupra y a Beryl, eso sin duda, él podía permitirse excursos de excursos de excursos y regresar al cabo donde quería. Volvió a ser desafiante y a amortiguar el desafío en seguida-: Claro que los he esparcido, brotes de cólera, y de malaria, y peste. Te recuerdo que aquí tuvimos una guerra larga contra Alemania hace muchos menos años de los que yo he cumplido, ya era un adulto entonces. Y que antes también pasé por la vuestra. También era un adulto entonces, echa cuentas.
Las eché mentalmente en un instante. "Wheeler celebraba su cumpleaños el 24 de octubre, y así aún no había alcanzado los veintitrés de edad en julio del 36, al estallar la Guerra, y en abril del 39, a su término, tenía veinticinco años. También esto era una revelación, jamás me había contado nada. 'Antes también pasé por la vuestra', había dicho, luego había tomado parte, había combatido o tal vez espiado o hecho propaganda tan sólo, o quizá había sido corresponsal, o enfermero de la Cruz Roja, había conducido ambulancias. No podía dar crédito. No al hecho, sino a no haberlo sabido hasta aquella noche, tras muchos años de conocernos.
– Nunca me había dicho que estuviera en la Guerra de España, Peter, cómo es posible. -'The Spanish War', dije, obedeciendo en exceso a la lengua en que hablaba, pues así se la llama coloquialmente en inglés casi siempre-. Nunca me lo había mencionado. -En verdad no daba crédito-. Cómo se explica. Ni me lo había dado a entender siquiera.
– No. Creo que no lo he hecho -me confirmó Wheeler con seriedad, como si tampoco ahora tuviera la menor intención de añadir nada más. Y a continuación resplandeció su rostro con una sonrisa de indisimulado deleite que lo hizo aparecer más juvenil todavía, le encantaba intrigarme para dejarme luego ignorante, supongo que lo hacía con todo el mundo si la ocasión se le presentaba, en eso era también como Toby Rylands, quien a menudo sugería hechos deplorables de su pasado, actividades semiclandestinas remotas, frecuentaciones inesperadas o en principio impropias de un catedrático, sin abordar del todo ningún relato. Insinuaba y callaba, encendía la imaginación pero no la atizaba ni alimentaba, y si empezaba con alguna historia parecía que fuera su memoria tan sólo, y no su voluntad -su memoria en voz alta, articulada-, la que lo llevara a ello, y entonces reaccionaba y se frenaba en seguida, y así no llegaba nunca a contar nada completo de sus posibles días inclementes o aventureros, sólo permitía vislumbres. Pertenecían a la misma escuela y a la misma época ya pretérita, él y Wheeler, no era de extrañar su amistad tan larga, cuánto debía de echarlo de menos, el vivo al muerto, inmensamente-. Pero tampoco te lo he ocultado -añadió Wheeler con su gran sonrisa, al tiempo que espachurraba por fin el puro verticalmente contra el cenicero, con fuerza y de un solo golpe, como si fuera un bicho indeseable. Había acabado por fumárselo íntegramente-. Si alguna vez me hubieras preguntado al respecto… -Y, aún más divertido, se hizo a sí mismo el regalo de dedicarme un reproche-: Nunca has mostrado el menor interés por saberlo. Ninguna curiosidad has tenido, por mis andanzas peninsulares.
Cuando lo veía jugar solía seguirle el juego, del mismo modo que procuraba prolongarle la complacencia si lo veía complacido. Así que le dije lo que él quería que le dijera, pese a saber ya su respuesta o precisamente para que pudiera dármela:
– Pues le pregunto ahora, Peter, y con vehemencia. Le aseguro que nada en el mundo podrá jamás interesarme tanto. Venga, cuénteme sin demora esas desconocidas andanzas suyas de la Guerra Peninsular Segunda.
– No exageres, por desgracia no tuvimos tanta participación como en la Primera. -No hace falta decir que había captado la broma, así conocen en Inglaterra lo que para nosotros es la Guerra de la Independencia, contra la ocupación napoleónica: The Peninsular War, ellos han escrito un montón de libros sobre esa campaña, a diferencia de nosotros, la consideran suya. Es significativo cómo varían los nombres según el punto de vista, empezando por el de las contiendas. La que se conoce en todas partes como Primera Guerra Mundial o Guerra del 14 o incluso Gran Guerra, es oficialmente para los italianos La Guerra del Quindici-Diciotto, porque no fue hasta 1915 cuando ellos entraron en liza-. Ahora es demasiado tarde -Wheeler no se apartó de su chinchosidad prevista-, y mañana no nos dará tiempo, tenemos asuntos que despachar, varias causas. Deberías haber aprovechado otras ocasiones pasadas, ¿ves? Las cosas hay que pensarlas a tiempo, o anticiparlas. -Seguía sonriendo. Tomó impulso y se levantó, apoyándose a la vez en el bastón y en el pasamano. En verdad estaba fuerte para su edad, se alzó sin casi trabajo ni pena, y al hacerlo así, con celeridad, los calcetines o medias de sport le sucumbieron por fin del todo, vi cómo le resbalaban ambos sincrónicamente hasta los tobillos. Ya los dos de pie (también yo me levanté de mi escalera de mano, no iba a permanecer sentado, una educación ya pretérita también, la mía), se reclinó sobre la barandilla y blandió el bastón con la mano izquierda, la punta hacia arriba, como si fuera un látigo más que una lanza, me recordó a un domador de pronto-. Pero antes de despedirnos -añadió-, una cosa respecto a Tupra y Beryl: entiendo por tus comentarios, deduzco -cada palabra la pronunciaba ahora lentamente, tal vez las estaba eligiendo con gran cuidado, o más probablemente las disfrutaba, todas y cada una, con burlón cinismo-, que por lo visto no llegué a decirte que Tupra no venía finalmente con su nueva novia como me anunció en principio, sino con su ex-mujer, Beryl. Beryl es su ex-mujer más reciente, no lo sabías, ¿verdad? No llegué a comunicarte el cambio, ¿verdad? Bueno, es obvio.
Ahora sonreí yo también o incluso reí seguramente, encendí otro cigarrillo, más humo, acompaña y acoge el humo, debo reconocer que la desfachatez en alto grado me hace a veces bastante gracia. Claro que depende de en quién la vea, en las cosas menores hay que saber ser injusto.
– Vamos, Peter, sabe perfectamente que no me lo dijo, y a santo de qué iba a comunicarme semejante cambio, que en modo alguno era de mi incumbencia, ahora empiezo a pensar que sí lo era, por algún motivo que conocerá usted pero yo ignoro. Usted mencionó por teléfono a su nueva novia, de manera muy casual eso fue todo. Dígame qué se trae entre manos, me parece que aquí hay poco casual, ¿no es cierto? ¿Algún juego, alguna prueba, un acertijo, una apuesta? -Y entonces caí en la cuenta de un detalle mínimo: por eso Wheeler, siempre tan formal en las presentaciones, se había permitido omitir el apellido de Beryl al hacer las nuestras. No resultaba del todo impropio si era el mismo que el de su, acompañan te y así podía sobreentenderse. 'Mr Tupra, cuya amistad se remonta en el tiempo aún más lejos. Ella es Beryl', había dicho, y era posible entender 'Beryl Tupra' si ese era todavía su nombre, si no lo había sustituido al casarse con otro, por ejemplo. De haberse tratado de la nueva novia, Peter se habría encargado de averiguarlo completo para presentarla debidamente. No era nada imitativo de las innovaciones ñoñas, de hecho lo había oído despotricar contra la actual costumbre, propia de adolescentes pero implantada entre muchos adultos bobos, de privar de sus apellidos en sociedad a las personas, en primera instancia, el equivalente del generalizado tuteo en mi lengua.
Pero por supuesto no contestó a mi pregunta. Era ya tarde, él tenía su calendario hecho, o había dispuesto su horario para aquel fin de semana, iba a lo que quería cuando quería.
– Es interesante, es notable que sin saberlo hayas detectado la índole de la relación entre ellos, y sin haberlos visto juntos más que a distancia -dijo, y se llevó el bastón al hombro, ahora como el fusil de un soldado en un desfile o de guardia, el mango como culata, fue un gesto meditativo-. Tupra tiene serias dudas en estos momentos, según me ha contado. Se separaron por fin hace un año, tras algún que otro estrépito y largo languidecimiento, luego solicitaron el divorcio de mutuo acuerdo, hará unos seis meses. Ahora están a punto de obtenerlo ya en firme, técnicamente no son todavía ex-cónyuges, me parece. Y como ocurre a menudo ante las inminencias, uno de ellos, Beryl, ha propuesto volver, paralizar todo el proceso e intentarlo de nuevo. Pese a la nueva novia (tampoco será crucial, Tupra les da el relevo demasiado rápido últimamente, a sus novias), a él le han entrado dudas. Va teniendo su edad, se ha casado ya dos veces y Beryl le importó mucho, lo bastante para añorar esa importancia, quiero decir dársela, aun cuando ya no la tenga, creo yo, realmente. Por un lado le tienta el regreso, pero no se fía. Sabe que ella no está rutilante en ningún aspecto, ni sentimental ni económico, pese a que no saldrá malparada de este divorcio, él apenas ha puesto pegas a sus peticiones. Pero Beryl está acostumbrada a mayor holgura, o digamos a los imprevistos, a las gratas sorpresas frecuentes en la profesión de Tupra, a los extras, y en especie. Y desde luego a no estar sola. El teme, él sospecha que quiera volver más que nada por eso, por aprensión e impaciencia, no por verdadera añoranza, ni por obstinado afecto, ni por haber recapacitado (dejemos al amor tranquilo), sino porque no ha mejorado su situación en este año, probablemente en contra de lo que preveía. Ni siquiera se ha rehecho, como se dice, parece, y tampoco es ya tan muchacha y así ya no sabe esperar, ni confiar, le ha entrado prisa y se le ha olvidado, sabes que las mujeres dejan de ser jóvenes en cuanto creen no serlo, no es tanto la edad cuanto su creencia lo que de veras las envejece al principio, son ellas mismas quienes se dan de baja. Así que Tupra la pone a prueba estos días, le ha entreabierto la puerta, no la rechaza, la trae, la lleva, la mide, vuelven a salir de vez en cuando. Quiere ver. Pero Tupra teme que Beryl esté fingiendo. Ganando tan sólo tiempo y un respaldo pasajero a la espera del sustituto bueno que todavía no ha aparecido: el que se encapriche o la quiera y además a ella le valga.
La profesión de Tupra. No se me escapó, una vez más. Pero lo dejé de lado y no pude evitar ser áspero. Todo aquello no casaba con alguien como el señor Tupra, es decir, con alguien como el individuo que creía haber entrevisto. Todo era posible, no obstante. Es bien sabido que los que más pueden elegir, mal eligen casi siempre.
– Debe de estar muy colado -dije-, debe de estar más que tuerto si tan sólo lo teme. Salta a la vista que ella está más atenta a cualquier otro futuro posible que a ningún presente junto a ese hombre. Claro que no soy quién para asegurar nada, pero no sé, era como si de vez en cuando ella se acordara del papel reconquistador que según usted le ha anunciado al marido, y entonces se esmerara un rato, o más bien se aplicara rutinariamente a agradarle y hasta a halagarlo, supongo. Pero ni siquiera parece capaz de hacer que le dure el recordatorio., o ese impulso, será demasiado artificial, sólo inventado, no debe de existir ni en espectro, y en fin, ya sabe, lo más arduo de las ficciones no es crearlas sino que duren, porque tienden a caerse solas. Un esfuerzo sobrehumano, sostenerlas en el aire. -Me detuve, quizá me había aventurado en exceso, busqué un apoyo sólido, prosaico-. Mire, hasta De la Garza lo notó, que ella no le hacía ni puto caso, así de claro lo vio y lo expresó, no se anduvo con matices. Y no creo que se equivocara, se fijó bien en Beryl porque le pareció pistonuda, eso dijo. Téngalo en cuenta. O quizá fue de la Deana viuda de quien lo dijo, pero da lo mismo: no le quitó apenas ojo, sobre todo de cintura para abajo y muslo adentro.
Pasé al castellano en lo que era obligado: 'que no le hacía ni puto caso', 'pistonuda'. Imposible una traducción verídica. O no, para todo la hay, es cuestión de trabajarla, pero no iba a ponerme entonces. La reaparición de mi lengua hizo a Wheeler trasladarse a ella momentáneamente.
– ¿Pistonuda? ¿Pistonuda, has dicho? -Me lo preguntó con algo de desconcierto y también de fastidio, no le gustaba descubrirse lagunas, en sus conocimientos-. No conozco ese término. Aunque lo entiendo sin dificultades, creo. ¿Qué es, como 'cojonuda'?
– Bueno. Sí. Bueno. Pero no le quepa duda, Peter. Yo no sé explicárselo ahora, pero seguro que lo entiende, perfectamente.
Wheeler se rascó el pelo a la altura de una patilla. No es que las llevara largas ni diseñadas, en modo alguno, dentro de su presunción era elegante; pero tampoco carecía de ellas, más faltaría, no era de esos tipos obscenos que no se enmarcan el rostro, caras gordas aun sin grasa. Mala gente, en mi experiencia (con una gran excepción, en mi experiencia, a todo las hay, eso es incómodo y desconcertante, uno no sabe a qué atenerse), casi tanto como la que gasta perilla, sotabarba, mosca. (Las barbas de chivo son otra cosa.)
– Tendrá que ver con pistones, hmm -musitó, de pronto muy pensativo-. Aunque no veo la asociación, a no ser que sea como esa expresión, 'de traca', esa sí la conozco, la aprendí hace unos meses. ¿Tú lo dices, de traca? ¿O es muy vulgar?
– Juvenil, más bien.
– Con todo: debería visitar más España. He ido tan rara vez en los últimos veinte años que dentro de nada seré incapaz de leer un periódico con provecho, la lengua coloquial cambia sin pausa. No te quites mérito, de todas formas. Puede que Rafita no sea tan imbécil como hemos supuesto, me alegraría por su buen padre. Pero su percepción nada tiene que ver con la tuya, eso tenlo por cierto, no te engañes.
De repente lo vi cansado. Unos minutos antes sonreía con vivacidad, jovial, ahora se me apareció agotado, absorto. Y entonces yo también noté mi cansancio. Para un hombre de su edad tenía que haber sido brutal, una jornada tan llena y larga, con los preparativos, la atención, los camareros, la fiesta, con humos e ingeniosidades y copas y mucha charla. Tal vez los calcetines por fin rendidos habían establecido el límite, o habían sido la causa.
– Peter -le dije, acaso por superstición, desde luego sin prudencia-, no sé si se ha dado cuenta de que se le han bajado los calcetines. -Y me atreví a señalar con un tímido dedo hacia sus tobillos.
Se recompuso al instante, ahuyentó la fatiga con tres pestañeos y tuvo presencia de ánimo para no bajar la vista y comprobarlo. Tal vez ya se lo había notado, lo sabía, no le importaba. La mirada se le había ensombrecido, o era mate ahora, sus ojos dos cabezas de fósforos recién sopladas. Sonrió de nuevo, pero débilmente, o con paternal lastima. Y regresó al inglés, siempre le costaría menos, como a mí mi lengua.
– En otro momento te habría agradecido la advertencia infinitamente, Jacobo. Pero no es grave ahora. Verás, voy a meterme en la cama en seguida, y antes pienso quitármelos, eso dalo por descontado. Habría que acostarse ya, para estar frescos mañana, tenemos mucho pendiente. Gracias por el aviso, de todas formas. Y buenas noches. -Dio media vuelta y se dispuso a subir los peldaños que lo separaban del primer piso, allí tenía su dormitorio, la habitación de huéspedes que yo ocuparía y había ocupado otras veces se encontraba en el segundo y penúltimo. Al dar esa media vuelta, Wheeler pegó sin querer un puntapié al cenicero, que había quedado allí con su cigarro cadáver. Rodó, no se rompió, amortiguados los tumbos por la parte alfombrada sobre la que nevó ceniza, yo me apresuré a recogerlo cuando aún bailaba. Wheeler oyó e identificó el ruido sin por ello volverse. Aún de espaldas me dijo con indiferencia-: No te molestes en limpiar nada. Mrs Berry pondrá orden mañana. La suciedad no la perdona. Buenas noches. -E inició el ascenso ayudándose del bastón y de la barandilla, otra vez vencido por el agotamiento, como si le hubieran lanzado súbitamente una ola enorme que lo hubiera empapado y zarandeado, su figura de golpe desarticulada, levemente encogida pese a su gran tamaño, como si tiritara, vacilantes los pasos, cada escalón le costaba, parecían pesarle sus bonitos zapatos nuevos acharolados, el bastón era sólo báculo ahora. Escuché, se me hizo muy audible el sosegado o paciente o lánguido rumor del río. Parecía hablar con serenidad, o con desgana, casi desmayadamente, un hilo. Un hilo de continuidad, el río Cherwell, también entre el muerto y el vivo con sus semejanzas, entre Rylands muerto y Wheeler vivo.
– Perdone que lo retenga un segundo más, Peter. Quería preguntarle…
– Dime -dijo Wheeler parándose, pero todavía sin volverse.
– No creo que consiga dormirme en seguida. Sin duda tendrá en algún lado el Homenaje a Cataluña de Orwell y la historia de la Guerra Civil de Thomas, supongo. Quisiera echarles un vistazo, consultar una cosa antes de acostarme, si no tiene inconveniente. Si me los presta, si están por ahí más o menos a mano.
Ahora sí se dio la media vuelta, de nuevo. Alzó el bastón y con él señaló por encima de mi cabeza, moviéndolo ligeramente a la izquierda, esto es, a mi derecha, como un puntero. Se le habían aflojado los músculos, su tez como corteza de árbol o tierra húmeda, de repente tan batida.
– Casi todo lo de la Guerra de España está ahí, en el estudio, a tu espalda. Estantería oeste. -Y me regañó susceptible-: 'Supongo', dices. Supongo. Cómo no voy a tener esos libros. Recuerda que soy hispanista. Y aunque haya escrito sobre siglos de mayor interés y momentum, el XX no deja de ser el mío, ¿cierto?, el que yo he vivido. Y también el tuyo, no te creas. Pese a que mucho te quede por vivir del siguiente.
– Gracias, disculpe, Peter, los buscaré ahora, con su permiso. Que descanse. Buenas noches.
Volvió a darme la espalda, le faltaban ya pocos peldaños. Él sabía que yo no apartaría la vista de su figura hasta que la viera en lo alto, sana y salva, temía a sus suelas tan lisas. Y sin duda por eso, porque lo sabía, ni siquiera torció el cuello cuando me habló todavía una última vez aquella noche, sino que me siguió ofreciendo la nuca como oscuro origen de sus palabras. Era igual que la de Rylands, ondulada y blanca, como un capitel labrado, deslavado por el tiempo. De espaldas se parecían aún más, los dos amigos, eran aún más afines. De espaldas eran el mismo.
– Si piensas buscarme en el índice onomástico, a ver si aparezco y así averiguas qué hice en la Guerra de España, mejor no pierdas ni un minuto de sueño por eso. No creo que ni figure esa clase de índice en Orwell. Pero sobre todo ten en cuenta que en España yo no me llamé Wheeler.
No le veía la cara, pero estaba seguro de que había recuperado la sonrisa vivaz mientras decía eso. Dudé si contestar o no. Lo hice:
– Ah. Pues dígame cómo tuvo a bien llamarse, entonces.
Lo noté tentado de volver a volverse, pero cada giro le era un poco laborioso, al menos aquella noche, a aquellas horas tardías.
– Eso es mucho querer saber, Jacobo. Al menos por esta noche. Otro día, ya veremos. Pero ya te digo, no malgastes tu tiempo, nunca me encontrarías en esos índices de nombres. No en los de esa época.
– Descuide, Peter, le haré caso -dije-. Pero la verdad, no era eso lo que pensaba mirar, se lo juro, ni se me había ocurrido. Lo que quiero consultar es otra cosa. -Callé. Se quedó quieto. Se quedó callado. Siguió quieto. Siguió callado. Así que añadí en seguida, por ver de no desairarlo-: Me ha dado sin embargo una gran idea.
Wheeler acabó de subir el tramo de escalera en silencio. Respiré con alivio cuando lo vi ya arriba. Entonces se echó de nuevo el bastón al hombro, de nuevo lo convirtió en su lanza, y murmuró sin mirarme, halagado, mientras giraba a la izquierda para desaparecer de mi vista:
– Qué tontería. Una gran idea.
Hablan los libros en mitad de la noche como habla el río, con sosiego o desgana, o la desgana la pone uno con su propia fatiga y su propio sonambulismo y sus sueños, aunque esté o se crea muy despierto. Uno colabora poco, o eso cree, tiene la sensación de irse enterando sin apenas esfuerzo y sin hacer mucho caso, las palabras se van deslizando suave o desmayadamente, sin el obstáculo de la alerta lectora, de la vehemencia, se absorben pasivamente o como un regalo, y parecen algo que no computa ni cuesta ni trae provecho, también su rumor es tranquilo o paciente o lánguido, también son un hilo de continuidad entre vivos y muertos, cuando el autor leído es ya un difunto o bien no, pero interpreta o relata hechos pasados que no palpitan y sin embargo pueden modificarse o negarse, entenderse como vilezas o hazañas, y esa es su manera de seguir viviendo y de seguir turbando, sin darnos jamás descanso. Y es en mitad de la noche cuando más se asemeja uno mismo a esos hechos y a esos tiempos, que ya no pueden oponer resistencia a lo que se diga de ellos o a la narración o al análisis o a la especulación de que son objeto, igual que los indefensos muertos, aún más indefensos que cuando fueron vivos y durante mucho más tiempo, la posteridad es infinitamente más larga que los escasos y malvados días de cualquier hombre. Tampoco entonces, cuando aún en el mundo, pudieron muchos deshacer los equívocos o refutar las calumnias, a menudo no les dio tiempo, o ni siquiera se enteraron de ellas para poder intentarlo, porque fueron siempre a sus espaldas. 'Todo tiene su tiempo para ser creído, hasta lo más inverosímil y descabellado', había dicho Tupra sin dar a su frase la menor importancia. 'A veces dura días tan sólo, ese tiempo, pero a veces dura ya siempre.'
A Andrés Nin no le dio en absoluto tiempo a desmentir las difamaciones ni a verlas rebatidas por otros más tarde, según cuenta Hugh Thomas en su compendio, ahí fue fácil dar con las referencias, ahí sí hay índice onomástico, no así en Orwell en efecto, asombroso que Wheeler recordara tal detalle, o quizá fue deducción nada más por ser el Homenaje a Cataluña un libro de 1938, publicado en plena guerra, nadie se preocupaba por entonces de los nombres tan sólo. Antes de nada, por si acaso, con todo, busqué el apellido Wheeler en Thomas, nada más sencillo para Peter que haberme mentido al respecto y así asegurarse de que no lo encontrara, si le creía y no me molestaba ni siquiera en mirarlo. Pero era verdad, no figuraba, ni tampoco Rylands, lo comprobé por comprobar, no me costaba. Qué maldito apellido habría utilizado en España Wheeler, ahora había conseguido que la curiosidad me azuzara. Tal vez alguna andanza suya estaba consignada en aquel libro o en Orwell, o en cualquiera de los muchos que sobre la Guerra Civil tenía en la estantería oeste de su despacho, según vi (y demasiado me entretuve con ellos), y, de ser ese el caso, yo no podía enterarme siendo pública la andanza, me pareció irritante. Lo que no era público era el nombre, o el alias, mucha gente los usó durante la Guerra. Yo recordaba quién era Nin, pero no sus vicisitudes finales, a las que había aludido Tupra sin duda. Había sido secretario de Trotsky en Rusia, donde había vivido la mayoría de los años veinte, hasta 1930; de esa lengua, la rusa, había traducido al catalán no poco, y también algo al castellano, desde Las lecciones de Octubre y La revolución permanente, de su temporal protector y jefe, hasta la Ana Karenin de Tolstoy y Una cacera dramática de Chejov y El Volga desemboca al mar Caspi de Boris Pilniak, así como algún Dostoyevski. Ya iniciada la Guerra fue secretario político del llamado POUM o Partido Obrero de Unificación Marxista, siempre visto por Moscú con malos ojos. Esto sí lo recordaba, y también la cacería más trágica que dramática que padecieron sus miembros por parte de los stalinistas en la primavera del 37, sobre todo en Cataluña, donde mayor implantación tenía ese partido. Fue lo que hizo salir a Orwell rápidamente de España para no ser encarcelado y quizá ejecutado, pues había estado muy próximo al POUM si es que no había pertenecido a él -iba leyendo de aquí y de allí, salteando, pasando de un volumen a otro (amontoné unos cuantos sobre la impoluta mesa de Peter), buscando sobre todo lo de los brigadistas alemanes que tanto había impresionado a Tupra-, y en todo caso había combatido con la Vigesimonovena División, formada por milicianos poumistas, en el frente de Aragón, donde había sido herido. Como ha ocurrido con tantas personas, movimientos, organizaciones y hasta pueblos, este partido es más célebre y más recordado por la brutal disolución y persecución de que fue objeto que por su constitución o sus hechos, hay finales que marcan. En junio del 37, como relatan Orwell con gran detalle y de primerísima mano, Thomas y otros más lejana y resumidamente, el POUM fue ¿legalizado por el Gobierno de la República a instancias de los comunistas, no tanto españoles -pero también- cuanto rusos, y según parece por decisión o insistencia personal de Orlov, jefe en España de la NKVD, el Servicio Secreto o Seguridad soviéticos. Para justificar la medida y la detención de sus principales dirigentes (no sólo Nin, también Julián Gorkin, Juan Andrade, el militar José Rovira y otros) y de sus militantes, simpatizantes y milicianos, por muy lealmente que aún lucharan en el frente estos últimos, se fabricaron pruebas falsas y más bien grotescas, desde una carta supuestamente firmada por Nin nada menos que a Franco hasta el incriminatorio contenido de una maleta (variados documentos secretos con el sello del comité militar del POUM, en los que éste se delataba como partido quintacolumnista, traidor y espía al servicio de Franco, Mussolini y Hitler, pagado por la mismísima Gestapo) hallada oportunamente por la policía republicana en una librería de Gerona, donde poco antes la había dejado en custodia un individuo bien vestido. El librero, un tal Roca, era un falangista recientemente desenmascarado por los comunistas catalanes, al igual que el probable escribiente de la carta falsa, un tal Castilla, descubierto a su vez en Madrid junto con otros conspiradores. Ambos fueron convertidos en agents provocateurs y obligados a colaborar en la farsa, para dar chapucera verosimilitud al nexo entre el POUM y los fascistas. Es posible que así salvaran la vida.
Nada de esto me interesaba mucho, pero todos, con mayor o menor atención y conocimiento, simpatía o antipatía hacia los depurados, lo referían: Orwell, Thomas, Salas Larrazábal, Riesenfeld, Payne, Alcofar Nassaes, Tinker, Benet, Preston, Jackson, Tello-Trapp, Koesder, Jellinek, Lucas Phillips, Howson, Walsh, la mesa de Wheeler ya abarrotada por sus muchos libros abiertos, me faltaban dedos para sostener cada página y los cigarrillos, por fortuna la mayoría de los volúmenes llevaba índice onomástico, a Nin se lo llamaba Andreu o Andrés según los casos. Nin fue detenido en Barcelona el 16 de junio y desapareció en seguida (luego más bien fue secuestrado), y como era el dirigente más conocido, tanto en España como sobre todo en el extranjero, su ignorado paradero se convirtió en un breve escándalo y en un largo, quizá eterno misterio que dura hasta nuestros días, en los que no habrá mucha gente, supongo, preocupada por resolverlo, aunque ya llegará el novelista idiota y deshonesto (si no ha llegado ya y no estoy al tanto) que decida y pretenda desvelarlo: según las bibliografías ha habido ya una película medio inglesa y medio española sobre aquellos meses y aquellos hechos, no la he visto pero al parecer, por suerte, no es idiota, a diferencia de tantas españoladas blandas, falaces, vagamente rurales o provinciales y muy sensibleras sobre nuestra Guerra, que son aplaudidas sin falta por las buenas conciencias de mi país, las profesionalmente compasivas y por vocación demagógicas, sacan réditos de ello.
Sin duda a causa de este misterio, los historiadores o memorialistas o relatores empezaban a diferir en este punto. Aún coincidían todos en el estupefaciente hecho de que ni siquiera el Gobierno, con los teóricos responsables del orden a la cabeza. -el Director General de Seguridad Ortega, el Ministro de la Gobernación Zugazagoitia, el Primer Ministro Negrín, menos todavía el Presidente Azaña-, tenía la menor idea de qué se había hecho de Nin. Y cuando se les preguntaba y negaban conocer su destino, nadie los creía, tan lógica como irónicamente, pese a que eran en efecto incapaces de contestar, según Benet, 'por ignorar los manejos de Orlov y sus muchachos de la NKVD', que habrían actuado por su propia cuenta. Aparecieron pintadas con la interrogación '¿Dónde está Nin?', que a menudo obtuvieron la respuesta de los stalinistas 'En Burgos o en Berlín', dando a entender con ella que el dirigente revolucionario se había fugado y pasado al enemigo, es decir, a sus verdaderos amigos Franco o Hitler. Las acusaciones eran tan increíbles y burdas (los miembros del POUM fueron calificados de 'trotsko-fascistas', siguiéndose en esto al pie de la letra los dicterios de Moscú) que, para apoyarlas y adecentarlas, la prensa socialista y republicana se vio en la necesidad de secundar a la comunista: Treball, El Socialista, Adelante, La Voz, ninguno se quedó atrás en la difamación.
No recuerdo qué historiadores de alguna obra colectiva sostenían que Nin había sido trasladado de inmediato a Madrid para su interrogatorio, y que poco después 'fue secuestrado cuando estaba retenido en el Hotel de Alcalá de Henares', pese a contar con vigilancia policial, por 'un grupo de gentes armadas uniformadas que se lo llevó bajo amenazas'. Según ellos, en el supuesto forcejeo entre los agentes que lo custodiaban y los misteriosos asaltantes uniformados (no especificaban uniformados de qué), 'cayó al suelo una cartera con documentación a nombre de un alemán y escritos diversos en esa lengua, junto con insignias nazis y billetes españoles del lado franquista'. Pero el asunto de los brigadistas a que se había referido Tupra quedaba algo más claro en Thomas y en Benet (sin duda era la monumental Spanish Civil War del primero -no sé por qué diablos la llamo 'compendio', abarca más de mil páginas- lo que Tupra habría leído en su juventud). De acuerdo con Thomas, Nin fue trasladado en coche desde Barcelona 'a la propia prisión de Orlov' en Alcalá de Henares, cuna de Cervantes muy cercana a Madrid pero 'casi una colonia rusa' por entonces, para ser interrogado personalmente por el más oblicuo representante de Stalin en la Península con los habituales métodos soviéticos para los 'traidores a la causa'. Al parecer la resistencia de Nin a la tortura fue asombrosa, esto es, espantosa habida cuenta de que Howson mencionaba un informe no especificado -ojalá poco fiable- según el cual a Nin lo habrían desollado vivo. Lo cierto es que éste se negó a firmar ningún documento admitiendo su culpabilidad o la de sus compañeros, y tampoco reveló los nombres que se le pedían, de los trotskistas menos notorios o del todo desconocidos. Orlov perdió los estribos ante su terquedad y andaba fuera de sí, en vista de lo cual sus camaradas Bielov y Carlos Contreras, que lo acompañaban en la infructuosa faena (este último un alias, el del italiano Vittorio Vidali, como también lo eran Orlov de Alexander Nikolski y Gorkin de Julián Gómez, quién no lo tenía, según se ve), temerosos los tres de la probable furia que su ineficacia persuasora despertaría en Yezhov, su superior en Moscú y jefe supremo de la NKVD, sugirieron escenificar 'un ataque nazi para liberar a Nin' y deshacerse de este pintoresco modo del secuestrado engorroso y a buen seguro demasiado quebrantado y maltrecho para ya devolverlo a ninguna luz, ni a ninguna penumbra siquiera, ni quizá tampoco a una tiniebla. 'Así que una noche oscura', relataba Thomas como si fuera el rumor del río y el hilo, 'probablemente el 22 o el 23 de junio, diez miembros alemanes de las Brigadas Internacionales asaltaron la casa de Alcalá en que se hallaba retenido Nin. Hablaron ostentosamente en alemán durante el fingido ataque, y dejaron tras de sí algunos billetes alemanes de ferrocarril. Nin fue sacado de allí y asesinado, tal vez en El Pardo, el parque real al norte de Madrid.' Benet decía por su parte -aún más fluvial, o más mezclado con el río, o un hilo más denso de continuidad, acaso porque me hablaba en mi lengua- que Orlov había encerrado a Nin 'en el sótano de un cuartel de Alcalá de Henares para interrogarlo personalmente'. (Es de suponer que en aquel sótano, casa, cuartel, hotel o prisión -era curioso cómo los historiadores no se ponían de acuerdo sobre el carácter del lugar- se hablaría durante las sesiones en ruso, que sin duda el interrogado conocía mejor -Tolstoy, Chejov, Dostoyevski- que su interrogador el español.) Nin 'llegó a exasperarlo de tal manera que Orlov decidió liquidarlo por miedo a las represalias de su superior en Moscú, Yezhov. No se le ocurrió otra cosa que imaginar un rescate llevado a cabo por un comando alemán de las Brigadas, supuestamente nazi, que lo liquidó en un arrabal de Madrid y probablemente lo enterró en un jardincillo interior del palacio de El Pardo'. Y añadía Benet, no pudiendo dejar de ver la grave ironía y refiriéndose al hecho de que ese palacio se convirtiera en la residencia oficial de Franco durante sus treinta y seis años de dictadura: '(Considere el lector el destino de unos huesos conmovidos bajo las pisadas de aquel otro decidido antistalinista, cuando por allí paseara en sus ratos de ocio.)' Y apostillaba: 'Como sujetos a una maldición -el silencio de Nin- los muchachos de Orlov irían apareciendo en semanas sucesivas por las cunetas de Madrid, con un tiro en la nuca o un cargador en la barriga'. Quizá fue ese el caso de Bielov, pero no el de Vidali o Contreras (o en los Estados Unidos Sormenti), que fue líder de los comunistas de Trieste largo tiempo, ni el del propio Orlov, quien, no más tarde que en el 38, y cuando recibió la orden de salir de España y regresar a Moscú, no quiso engañarse sobre el destino que allí lo aguardaba y partió de incógnito en un barco para reaparecer más adelante en el Canadá y luego llevar durante muchos años una existencia secreta como ciudadano respetable de los Estados Unidos, donde acabó por publicar un libro en 1953, The Secret History of Stalin 's Crimes (por supuesto sin implicarse apenas en ellos), y por echar alguna que otra mano al FBI en casos difíciles de 'espionaje', como el de los hermanos Soble y el de Marc Zbrowsky: cuántas cosas innecesarias se aprenden en las noches imprevistas de estudio. Esto, dicho sea de paso, llevaba a algún exégeta más bien simplista, rabioso y frívolo -no recuerdo quién, se me seguían amontonando los tomos, fui por unos bombones y trufas, me serví una copa, tenía manga por hombro la estantería oeste de Wheeler y su mesa ya hecha un asco- a concluir que el Mayor Orlov había sido desde el principio un topo de los americanos y que la mayoría de los individuos que mandó ejecutar en España como 'quintacolumnistas' fueron en realidad puros y leales rojos, víctimas de Roosevelt y no de Stalin. No cabe duda de que el maniqueo acertaba en lo que respecta a Nin, si no en lo de leal' enteramente (si había que serlo a Stalin desde luego no lo era), sí en lo de 'puro' y 'rojo'. Y aunque no fue ángel ni santo ni siquiera inofensivo (quién pudo serlo en aquella guerra), su asesinato y el de sus cantaradas (algún historiador cifraba en centenares y algún otro en millares los miembros del POUM y anarquistas de la CNT enviados a la fosa por Orlov y sus acólitos españoles y rusos), así como la difamación difundida y creída por demasiados y que ni siquiera cesó tras su supresión física y el aplastamiento de su partido, constituyeron, según casi todas las voces que escuché en las páginas de aquella noche silenciosa junto al río Cherwell, la mayor y más dañina vileza cometida por un bando contra gente de su propio bando durante la Guerra.
'La verdad es que todo tiende a ser creído, en primera instancia. Es muy raro, pero así sucede', recordé que también había dicho Tupra, recordé sus palabras mientras seguía leyendo de aquí y de allá: como remate de las descabelladas calumnias, se publicó en Barcelona en 1938 un libro firmado por un tal Max Rieger (un seguro pseudónimo, quizá de Wenceslao Roces, cuyo nombre yo conocía por haber sido el traductor de la Fenomenología del Espíritu de Hegel más adelante), supuestamente vertido al castellano desde el francés por Lucienne y Arturo Perucho (este último director del órgano de los comunistas catalanes, Treball), y con un 'Prefacio' del famoso escritor más o menos católico y más o menos comunista José Bergamín -ay, esas mezclas-, que, bajo el título de Espionaje en España, recopilaba todas las patrañas, falsedades y acusaciones lanzadas contra Nin y el POUM, dándolas por buenas y aun por mejores, sancionándolas, insistiendo en ellas, aderezándolas, documentándolas con fabricadas pruebas, ampliándolas, aumentándolas y exagerándolas. Me acordé de que alguna vez había oído hablar a mi padre de ese prólogo de Bergamín, que justificaba la persecución y las matanzas de la gente del POUM y negaba a sus dirigentes el derecho a cualquier defensa (aquello venía a toro muy pasado: ya se les había negado de hecho a unos cuantos, torturados y encarcelados o ajusticiados sin juicio), como de una gran indecencia, una más de las muchas en que incurrieron no pocos intelectuales y escritores españoles de uno y otro bando durante la Guerra, y aún más a su término los del victorioso. Leí a algún glosador deshonesto e incompetente -quizá era Tello-Trapp pero pudo ser otro, había empezado a tomar notas en papeles sueltos y con bastante desorden, el estudio del pobre Peter ya camino de la leonera- que trataba de salvar a Bergamín por haberlo conocido en persona ('personaje fascinante y seductor', 'quijotesco de pro, amante de la verdad') y porque mucho le gustaban su poesía 'honda, pura y romántica' y 'su voz de candil' -engullí un bombón y una trufa y bebí dos tragos para reponerme, me pregunté cómo podía soltarse semejante cursilería y seguir luego escribiendo-, pero en verdad el prefacio en cuestión, que me apareció profusamente citado en algún lugar, no dejaba ningún margen para la salvación de su autor: el POUM era 'un pequeño partido que traicionaba', pero ni siquiera había resultado ser 'tal partido, sino una organización de espionaje y colaboración con el enemigo; es decir, no una organización en connivencia con el enemigo, sino el enemigo mismo, una parte de la organización fascista internacional en España… La guerra española dio al trotskismo internacional al servicio de Franco su verdadera figura visible de caballo de Troya…' El glosador trapacero no podía sino lamentar y condenar ese prólogo, pero 'no sabemos', decía, si su responsable 'lo escribió cautivo del Partido Comunista, o de buena fe', cuando lo más probable o lo casi evidente es que lo escribiera con total libertad y con pésima fe, como no dejaba de apuntar el casi siempre ponderado y objetivo Thomas: 'Es imposible que creyera lo que escribió'. El texto de aquel 'amante de la verdad' hacía buena pareja con el cartel o viñeta que, según Orwell y otros, circuló ampliamente por Madrid y Barcelona en la primavera del 37, y en el que se representaba al POUM quitándose una careta con la hoz y el martillo para dejar al descubierto un rostro atravesado por una esvástica. No se había excedido mi padre al hablar de indecencia.
Fue entonces cuando reparé en que Wheeler también guardaba en sus muy nutridas estanterías, en seis grandes tomos encuadernados, la colección de fascículos que, bajo el título de Doble Diario de la Guerra Civil 1936-1939, había sacado el periódico Abc de 1978 a 1980, esto es, de tres a cinco años después de la muerte de Franco. Antes habría sido imposible una iniciativa así, consistente en la reproducción facsimilar, en dos colores, de páginas enteras, columnas, editoriales, noticias, entrevistas, anuncios, ecos de sociedad, artículos, opiniones, crónicas, de los dos Abc existentes durante la Guerra, el de Madrid, republicano, y el de Sevilla, franquista, de acuerdo con los respectivos poderes en que habían quedado una y otra ciudad al comienzo de la contienda. Lo publicado por la edición madrileña aparecía en tinta roja, y en gris azulada lo de la sevillana, de modo que era fácil seguir la visión o versión de los mismos hechos -la verdad es que no parecían los mismos nunca- según la prensa de los dos bandos. Me tentó buscar lo correspondiente a aquella primavera del 37, aunque los sucesos relativos al POUM hubieran tenido lugar principalmente en Barcelona. Ya algo cansado y apresurado, no encontré mucho en una primera ojeada. Pero una de esas pocas noticias me hizo dejar momentáneamente de lado los grandes tomos -un libro siempre lleva a otro y a otro y todos hablan, la curiosidad es insana, no tanto por lo que comúnmente se cree cuanto por el agotamiento a que aboca- e interrogarme insensatamente por Ian Fleming, el creador del Agente 007, el autor de las novelas de James Bond. La nota en cuestión pertenecía al Abc madrileño del 18 de junio de 1937 y para el diario era secundaria sin duda, pues ocupaba tan sólo media columna. Su titular decía: 'Detención de varias personalidades del POUM'. La leí muy rápido, y a continuación tiré desconsideradamente varios de los libros al suelo y me despejé la mesa lo justo para poderle poner encima una vieja máquina de escribir electrónica que vi metida en su funda y arrumbada en un rincón, y transcribirme con ella la noticia entera. No quería pensar que Wheeler o la señora Berry se despertaran y descendieran y descubrieran el caos en que había sumido su despacho tan ordenado y limpio, y además en un lapso de tiempo algo breve para explicar tanto siniestro: decenas de volúmenes fuera de sus estantes, abiertos de par en par y esparcidos por tierra y hasta invadiendo irrespetuosamente los dos atriles decorativos de Wheeler con su diccionario y su atlas y sus sendas lupas; las bandejas de bombones y trufas por allí de cualquier manera, con las consiguientes e inevitables briznas y manchas de chocolate en no pocas hojas, según vi consternado; vaso y botella de whisky y un bote de cocacola que me había traído de la nevera para mezclar ambas bebidas, y un recipiente con cubitos de hielo medio deshechos, una o dos gotas o tres derramadas y seguros cercos sobre la madera, no se me había ocurrido coger posavasos; mi cenicero y el de Peter llenos y quién sabía si alguna fea y amarillenta huella de nicotina en lugar clamante, quién si quemazones por mí inadvertidas en páginas clave; mis cigarrillos y mi mechero y cerillas y un cartucho de mi pluma acabado por allí danzando o medio escondidos, acaso un borrón de tinta caído mientras colocaba el repuesto; ahora una máquina desenfundada y papeles y folios garabateados o tecleados, en inglés o en español según las citas. Me las vería negras para volver todo a su sitio, dejarlo tal como estaba antes de aquellos devastadores estudios míos nocturnos improvisados.
'Barcelona 17, 4 tarde', indicaba la primera y más breve parte de la noticia. 'La Policía ha realizado algunas detenciones de elementos destacados del POUM, entre los que se encuentran Jorge Arques, David Pérez, Andrade y Ortiz. Nin, que fue detenido ayer, ha sido trasladado a Valencia.' La firmaba 'Febus', otro alias obviamente. La segunda parte añadía: 'Barcelona 17, 12 noche. Durante el día de hoy, la Policía ha seguido realizando detenciones de elementos destacados del POUM. Como ya se sabe, el dirigente de más prestigio de este partido, Andrés Nin, fue detenido hace unos días, y desde la Delegación del Estado en Cataluña se le trasladó a Valencia y desde esta población ha salido para Madrid. Se realizaron después unas catorce detenciones, entre ellas, la del director del diario La Batalla, órgano del POUM, y de algunos redactores de este periódico. Los talleres, Redacción y Administración del mencionado diario fueron incautados por las autoridades. Debido a las declaraciones prestadas por los detenidos, se procedió a nuevas investigaciones, que dieron por resultado la detención de cincuenta personas más. Todos ellos han sido trasladados a la Delegación del Estado en Cataluña. Figuran entre los detenidos varias mujeres, de singular belleza, de nacionalidad extranjera. Este servicio lo están llevando a cabo agentes de las brigadas criminal y social ayudados por guardias de Asalto y Seguridad. Se han incautado de todos los locales que esta organización tenía en Barcelona y estudiado minuciosamente la documentación encontrada en los archivos por veinticinco agentes especializados en esta labor. En una torre de San Gervasio, que fue propiedad del Beltrán y Musitu, donde el POUM tenía instalado un cuartel, se está realizando un minucioso registro, y se han encontrado varios millares de equipos completos para soldados, del último modelo'. Volvía a firmar 'Febus'. El subrayado no era de ese redactor pseudónimo ni tampoco es mío, sino de "Wheeler, de quien había encontrado no pocos en sus muchos libros ya hojeados y aun saqueados, así como anotaciones marginales no muy extensas o es más, por lo general cifradas o abreviadas y así mal comprensibles para mí o para cualquiera que pudiera verlas. En esta ocasión, a la derecha de la media columna reproducida en tinta roja, había escrito verticalmente (apenas le quedaba espacio), a pluma como de costumbre y con su inconfundible letra que yo bien conocía: 'CfFrom Russia with Love, es decir, 'Conferre Desde Rusia con amor, latinajos hasta en los márgenes, por mucho que la abreviatura 'Cf sea una manera frecuente en inglés de remitir en un texto a otra obra, el equivalente de nuestros 'Vide' o 'Véase'. ¿Desde Rusia con amor, la segunda aventura o entrega de James Bond si mal no recordaba, a lo sumo la tercera o cuarta? Y me pregunté en el acto si se referiría a la película, que desde luego yo había visto en su día (aún con el gran Sean Connery, de eso estaba seguro), o a la novela del malogrado Ian Fleming en que se basaba. La curiosidad gratuita o inmotivada (que es la que aqueja a los eruditos) nos convierte en peleles, nos zarandea y arroja de un lado a otro, disminuye nuestra voluntad y lo peor es que nos escinde y dispersa, nos hace querer cuatro ojos y dos cabezas o más bien varias existencias, con cuatro ojos y dos cabezas todas ellas. Aun así logré mantenerme atento un rato más a aquel Doble Diario, pero no traía gran cosa sobre los avatares de Nin y el POUM, los cuales, por otra parte -me daba cuenta-, no me interesaban demasiado en sí mismos, o al menos no me habían interesado antes de abrir aquellos volúmenes, Orwell y Thomas en un principio. (Todo culpa de Tupra, él me había enredado, lo hizo desde el primer instante.)
En el mismo Abc republicano del día siguiente, 19 de junio de 1937, vi una página entera sobre el Pleno del Comité del Partido Comunista que había empezado a celebrarse en Valencia. En la primera sesión había intervenido con un 'informe' Dolores Ibárruri, sin duda más conocida entonces y ahora y en el futuro por su correspondiente alias, Pasionaria, la cual, 'siempre adicta a Stalin' y quizá en 'un estallido de histeria', como había murmurado Benet poco antes, dedicó cuatro furibundas y despiadadas palabras a los depurados de aquellos días: 'En el acto del Monumental Cinema', dijo, 'levantamos la bandera del Frente Popular. Los enemigos de esta unión son ciertas izquierdas y los trotskistas. Jamás serán excesivas las medidas que se tomen para liquidarlos'. Me dieron ganas de subrayar yo esta última frase, tan invitadora a las liquidaciones que en efecto se siguieron, pero me abstuve, al fin y al cabo eran tomos de Peter y no era previsible que yo volviera a consultarlos nunca más en la vida, tras aquella noche de rara vigilia impremeditada.
Vi que el Abc franquista de Sevilla se hacía por su parte casi inaudible eco de las purgas catalanas en una sucinta y desapasionada nota del 25 de junio, cuya indiferencia mal casaba con las acusaciones que situaban al POUM y a sus dirigentes al servicio de Franco, Mussolini, Hitler, su Gestapo y hasta la Guardia Mora: 'El Gobierno Rojo', era su titular, 'a raíz de la pérdida de Bilbao, fusiló a varios dirigentes del POUM. La situación en Cataluña'. La noticia decía: 'Salamanca 24. Noticias de procedencia francesa aseguran que a raíz de la pérdida de Bilbao el Gobierno de Valencia ha tomado la ofensiva contra el POUM y otros partidos poco afines, para evitar sucediera lo contrario'. (Frase casi ininteligible, por cierto, la derecha más bruta siempre que la izquierda.) 'Según estos informes, Andrés Nin, Gorkin y un tercer dirigente cuyo nombre se desconoce, han sido llevados a Valencia y ejecutados. Todos los dirigentes trotskistas han sido detenidos por orden del cónsul de los Soviets, Ossenko, que ha recibido orden de su Gobierno de realizar en Cataluña una represión semejante a la última realizada en Rusia contra Tukachewsky y sus amigos.'
Obviamente los datos eran del todo inexactos y no sólo en lo relativo a Nin, ya que más de un mes más tarde, el 29 de julio de 1937, el Abe republicano de Madrid, siempre con la firma de Febus, reproducía sin comentarios la nota hecha pública por el Ministerio de Justicia 'sobre los encartados por delitos de Alta Traición'. 'Han sido entregados al Tribunal de Espionaje y Alta Traición' (que de hecho acababa de crearse el 22 de junio al efecto, como lo prueba que el sumario número 1 de ese juzgado Especial fuera el instruido contra el POUM) 'los atestados correspondientes' a once acusados, diez del Partido Obrero de Unificación Marxista y uno de Falange Española, mencionándose entre los primeros a Juan Andrade y 'Julián Gómez Gorkin'. Dichos atestados los formaba 'abundante documentación encontrada en el local del POUM: claves, códigos telegráficos, documentos referentes a tráfico de armas, contrabando de dinero y objetos de valía, diversos periódicos de diversas capitales, principalmente de Barcelona; comunicaciones de elementos extranjeros alusivas a entrevistas habidas dentro y fuera del territorio leal, y participación de elementos extranjeros en los antecedentes de espionaje y movimiento subversivo de mayo último'. El escrito terminaba con una elocuente advertencia a posibles intercesores: 'Son, pues, inútiles, cuantas gestiones se intenten que no se reduzcan a la estricta y leal aplicación de las leyes'. Lo de los 'diversos periódicos de diversas capitales' me pareció lo más indefendible y traicionero de todo; y que encima fueran 'principalmente de Barcelona', hallándose el local del POUM registrado en esa ciudad precisamente, una agravante clamorosa y sin duda condenatoria. Los diez encausados eran varones y tenían nombres españoles, luego las varias mujeres de nacionalidad extranjera y de singular belleza parecían haber salido con bien y escurrido el bulto, como correspondía a sus características.
En cuanto al 'cónsul de los Soviets, Ossenko', según la tinta gris azulada -en realidad Antonov Ovseenko-, si las detenciones habían sido efectivamente ordenadas por él cumpliendo a su vez órdenes de su Gobierno ruso, debió de ser in extremis y la obediencia no le sirvió de gran cosa, ya que en junio -es de esperar que muy a finales, para que le diera por lo menos tiempo a cursarlas y a saber a Nin ajusticiado- fue requerido en Moscú para su nombramiento como Comisario de Justicia del Pueblo y su inmediata incorporación allí al nuevo cargo: 'broma típica de Stalin', musitaba ahora Thomas en una nota a pie de página, pues el viejo camarada Antonov Ovseenko nunca llegó a su puesto y desapareció para siempre sin dejar rastro, no se sabe si en un campo de concentración lento y lejano o despachado con prontitud al subsuelo en cuanto pisó suelo patrio. Sin duda su compatriota de Madrid, Orlov, tenía bien aprendida la mortal lección de aquel cónsul -veterano del asalto al Palacio de Invierno de San Petersburgo y antiguo amigo personal de Lenin- cuando a su vez fue llamado, algo más tarde, desde Rusia con amor.
Aquella anotación de Wheeler seguía llamándome a mí, por su parte: 'Cf From Russia with Love. ¿Qué diablos tendría que ver esa novela o película de espías ya fríos con Nin, o con el POUM, o con sus hermosas mujeres foráneas? Y aunque el Doble Diario no cesaba de atraer mi atención por otros mil motivos y no pensaba abandonar aún mis leídas por tarde que se me estuviera haciendo -todo despertaba mi curiosidad gratuita, desde titulares incomprensibles como uno del 18 de julio de 1937 que decía verbatim: 'El torero Sidney Franklin, natural de Brooklyn, pone de manifiesto los embustes de Franco', hasta algunos artículos, con los que me fui topando, escritos por mi padre cuando era muy joven en el Abc madrileño y por tanto reproducidos ahora en tinta roja, bien firmados con su propio nombre, Juan Deza, bien con el pseudónimo que había empleado a veces durante la contienda-, de repente me acordé de una cosa que me hizo dejar los grandes tomos a un lado y levantarme indeciso. En una pequeña habitación contigua a la de invitados que yo había ocupado otras veces y tendría ya preparada para aquella noche, había visto novelas policiacas o de misterio, a las que Wheeler, como toda persona especulativa y más o menos filosófica, era calladamente aficionado (no tanto como secretamente, pero tampoco iba a guardar esa parte de su biblioteca enorme en sus salones o en el estudio, a la vista de cualquier colega fisgón y maledicente que lo visitara). En alguna ocasión me había preguntado, incluso, si no las escribiría con pseudónimo él mismo, como tantos otros dons de Oxford y Cambridge que en principio no quieren ver mezcladas esas actividades plebeyas con sus verdaderos nombres de lumbreras o eruditos o sabios, pero que casi siempre acaban por desenmascararse solos, sobre todo si el elogio y las ventas acompañan a esas novelas, obras menores o de diversión para ellos a las que nunca dan importancia, pero mucho más remunerativas que las que consideran valiosas y serias y sin embargo casi nadie lee. Era el caso de muchos: el Catedrático de Poesía en Oxford Cecil Day-Lewis había sido Nicholas Blake para los adictos a los enigmas, el anglicista JIM Stewart, también de Oxford, había sido Michael Innes, y hasta uno de mis antiguos colegas, el irlandés Aidan Kavanagh, experto en el Siglo de Oro y jefe de la SubFacultad de Español a la que yo estuve adscrito, había publicado desenvueltas novelas de horror y éxito bajo el alias exagerado de Goliath Cherubim, nadie pudo llamarse jamás de ese modo.
En alguna noche de insomnio pasada en la casa había curioseado un poco en esa habitación pequeña, recordaba haber visto obras de autores policiacos clásicos, Ellery Queen y Agatha Christie, Van Dine y Van Gulik, Woolrich, Highsmith y Dexter, y por supuesto Conan Doyle, Simenon y Chesterton, conocía los nombres a través de mi padre -mucho más especulativo que yo-, no directamente sus creaciones (Sherlock Holmes y Maigret aparte, que son cultura general básica). Tal vez hubiera suerte -la curiosidad acuciante, cuando nos prende- y estuviera junto a ellos Fleming, aunque no fuera propiamente un autor policiaco, imagino que todos los anteriores lo habrían desdeñado con un rictus, también hay plebeyos para los plebeyos siempre, y parias para los parias, también siempre (misterios de la voracidad, supongo). Me mantuve indeciso durante unos segundos. Si subía ahora los dos pisos corría más riesgo de despertar a Wheeler o a la señora Berry, pero habría de subirlos en todo caso más tarde para acostarme (aunque entonces no bajarlos y subirlos de nuevo), y el ruido de la vieja máquina que había usado con alegría había ya representado un considerable riesgo, caí en la cuenta. Dudé si poner algo de orden, antes, en el desbarajuste del estudio; pero pensaba seguir todavía un rato mirando aquel Doble Diario que contenía noticias estrafalarias y textos desconocidos de mi padre joven, muy joven, escritos cuando no sospechaba que los de la tinta roja perderían la Guerra ni que a él lo denunciaría tras la derrota su mejor amigo con la complicidad de otro individuo que ni siquiera lo conocía -quizá alquilado para la faena, quizá dispuesto a echar con gusto una firma y así hacer méritos ante los vencedores franquistas-, ni que se irían por ello al traste sus principales vocaciones o aspiraciones, la docente y la especulativa. Así que abandoné el trastero en que había convertido el despacho sin intentar ponerle aún remedio y ascendí lenta y precavidamente la escalera, como un intruso o un espía o un burglar (no hay palabra específica para eso en mi lengua, para el tipo de ladrón que se cuela en las casas), me agarré a la barandilla como había hecho Peter, mi equilibrio no era perfecto, a lo tonto iba bien servido, quiero decir que con las copas solitarias últimas me había deslizado irreflexivamente hacia un principio de emulación de la Frasca.
Pese a mis precauciones fui encendiendo luces, peor habría sido tropezar y rodar muchos más escalones abajo que el cenicero, por falta de visión al dar mis beodos y silenciosos pasos. Una buena colección tenía Wheeler, de policiacas, más nutrida de lo que recordaba, era muy aficionado sin duda, también había representación de Stout, Gardner y Dickson, de MacDonald (Philip) y Macdonald (Ross), de Iles y Tey y Buchan y Ambler, los dos últimos eran más del subgénero espías o así me sonaba -todos esos nombres los conocía asimismo a través de mi padre-, luego había esperanzas de encontrar allí a Fleming y se cumplieron en cuanto comprendí que el orden era alfabético y enfoqué mejor: no tardé en divisar entonces los lomos de la colección completa con las famosas misiones del Comandante Bond, incluso una biografía de su creador había. Cogí From Russia with Love, tenía pinta de ser primera edición como el resto de los volúmenes, con sus gastadas sobrecubiertas todos, y al buscar la página para comprobarlo vi que el ejemplar estaba dedicado a mano por el autor a Wheeler, luego se habían conocido, las palabras de puño y letra de Fleming no permitían inferir más lejos, es decir, que hubieran llegado a amigos: 'To Peter Wheeler who may know better. Salud! from Ian Fleming 1957', el año de publicación del libro. 'Who may know better', con ser tan breve, era frase muy ambigua -en parte lo era por eso-, que podía traducirse y aun entenderse de varias maneras: 'Que puede saber más', 'Que tal vez esté mejor enterado', 'Que acaso está más al tanto', incluso 'Que quizá sea más sabio' (en algo concreto, habría que sobreentender en este caso). Pero además cabía toda una gama de interpretaciones menos literales, según el sentido que con frecuencia tiene la expresión 'to know better' o 'to know better than…', y en todas esas versiones posibles habría habido algo de advertencia o reproche, no sé cómo decir, 'Para Peter Wheeler, que haría mejor en no…' o 'que puede guardarse de…' lo que fuese a que se refiriera; o 'Que más le valdría'; o 'Que sabrá lo que hace'; o incluso 'Que él sabrá' o 'Que allá él', un matiz o insinuación de esa clase. Miré las demás novelas, desde Casino Royale, de 1953, hasta Octopussy and The Living Daylights, de 1966, títulos ya póstumos. Las cinco más antiguas llevaban dedicatoria escrita, la de From Russia with Love era de hecho la última, y las publicadas después carecían de ella, y ninguna de las cuatro anteriores era más expresiva, al contrario, todas más anodinas o lacónicas directamente, 'To Peter Wheeler from Ian Fleming', 'This is Peter Wheeler's copy from the Author' y así. Quizá Wheeler y Fleming habían dejado de tratarse hacia 1958. Luego éste -leí en la solapa de su biografía- había muerto, en 1964, con cincuenta y seis años y en plena eclosión de su éxito o más bien del de las películas de Bond con Connery, verdadero impulso del de sus novelas. En cuanto a la palabra en español, 'Salud!', supuse que habría venido dictada tan sólo por la condición de hispanista del destinatario, sin mayor misterio. Aquella relación o amistad entre la eminencia oxoniense y el inventor de 007 no me casaba en principio, pero casi todo había dejado de casar últimamente. Y al fin y al cabo Wheeler no había sido tan eminente en los años cincuenta -no digamos en los treinta, durante la Guerra de España- como había llegado a ser más tarde (el título de Sir se le había otorgado ya después de que nos conociéramos él y yo, por ejemplo, aún era 'Professor Wheeler' tan sólo cuando me lo había presentado Rylands).
De pie me cansaba, estaba incómodo y me tambaleaba no poco, así que decidí bajarme el ejemplar de From Russia with Love para registrarlo en el estudio con calma -me lo bajé sujetándolo como si fuera un tesoro-, y fue entonces, al descender, y según iba apagando las luces que había encendido para subir sin traspiés, cuando descubrí una gruesa gota de sangre en lo alto del primer tramo de la escalera. No era una gotita, eso quiero decir: estaba sobre la madera, no sobre la parte alfombrada, era circular, de unos cuatro o cinco centímetros de diámetro o bien de entre pulgada y media y dos, más que una gota era una mancha (por suerte no llegaba a charco) que escapó a mi comprensión al verla y quizá también luego. Lo primero que pensé, cuando por fin pensé con actividad pensadora (antes no había habido ni eso), fue que me pertenecía, que acaso la había dejado caer sin darme cuenta, al subir; que me había dado algún golpe o me había arañado o raspado con algo sin ni siquiera enterarme -a quién no le ha sucedido eso-, absorto como había estado en mis merodeos librescos y además muy poco sobrio. Miré hacia atrás, hacia arriba, los peldaños del siguiente tramo que iluminé de nuevo, también miré los de abajo, no había más gotas y eso era raro, cuando uno gotea sangre deja casi siempre varias, lo que se llama un reguero o un rastro, a no ser que se percate de ello al caer la primera e inmediatamente se tape la herida -el boquete, pero eso no hay quien lo tape- para no seguir manchando. Y en ese caso uno se preocupa de limpiar más tarde la que vio en el suelo, tras detener la hemorragia, eso antes que nada. Me palpé, me miré, me toqué las manos, los brazos, los codos -me había quitado la chaqueta y remangado la camisa durante mis afanados estudios-, no vi nada, tampoco en los dedos, que sangran increíblemente al más mínimo pinchazo o rasguño o corte, aunque sea el de una hoja, me pasé por la nariz el pulgar y el índice, también la nariz sangra a veces sin motivo aparente, me acordé de un amigo al que le sangró con motivo, le había dado de más a la cocaína durante algunos años y traficaba un poco, cantidades pequeñas, y tras cruzar con éxito y un modesto cargamento una aduana italiana (perfumada con colonia la coca, para despistar a los perros, esto es, perfumado el envoltorio), antes de salir del recinto empezó a descenderle una lenta gota de sangre por una de sus fosas nasales, tan lenta que ni se dio cuenta: nada tiene eso de particular en ningún sitio, menos en una aduana, el detalle bastó para que un carabinero con ojo crítico le echara el alto y se iniciara un registro en regla con todos los perros asesorando, la gota le costó una temporada larga en una cárcel de Palermo, hasta que logró rescatarlo de allí la diplomacia española, esa trena era un hervidero, un avispero, le trajo disgustos y cicatrices pero también le sirvió para hacer contactos y alianzas notables y prolongar la mala vida indefinidamente y supongo que para aumentarla, la última noticia que había tenido fue que empezaba a llevar una adinerada y respetable existencia como empresario de la construcción en Nueva York y Miami, tras haberse estrenado en el negocio en La Habana con rehabilitaciones de hoteles, jamás había tenido nada que ver con ese ramo. Es asombroso cómo una sola gota de sangre que ni siquiera cae -sólo asoma- puede delatar y cambiarle la vida a alguien, por culpa del sitio en que fue a asomar, sólo por eso, el azar poco distingue.
Me miré la camisa, el pantalón de arriba abajo, aterra pensar desde cuántos puntos puede sangrarse, desde cualquiera y todos, probablemente, esta piel nuestra no resiste nada, no sirve, todo la hiere, hasta una uña la abre, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza (también destroza la carne). Incluso me llevé el dorso de la mano a los labios y le solté saliva, por ver si eran las encías o más atrás y más abajo y la sangre era escupida por una tos olvidada o a la que no hubiera hecho caso, me acaricié el cuello y la cara, al afeitarme me corto a veces y se me podía haber abierto de nuevo un tajo que yo mal creyera cicatrizado. Pero ni rastro en mi cuerpo, parecía sin fisuras, cerrado, no era mía la gota, luego tal vez era de Peter, él había girado a la izquierda al ir a acostarse, miré hacia allí pero tampoco en el breve trecho que separaba la escalera de la puerta de su dormitorio vi más manchas, podía ser de cualquier invitado entonces, que hubiera subido al primer piso durante la cena fría, en busca de un segundo cuarto de baño cuando el de la planta baja hubiera estado ocupado, o en busca de una rápida alcoba, y acompañado. También podía ser de la señora Berry, pensé, aquella figura tan opaca y tácita, llevaba años vislumbrándola en su discreción, de tarde en tarde, casi un fantasma, primero al servicio de Toby Rylands, luego al de Wheeler que la había contratado o tomado a su cargo, nunca me había preguntado por ella, se la daba por descontada y fiable, desde que la conocía había atendido satisfactoriamente a la intendencia y las necesidades de los dos profesores solos y ya jubilados, primero del uno y después del otro, pero nada podía yo saber de las suyas, ni de sus problemas, ni de su salud, sus angustias, su posible familia, sus orígenes o su pasado, su probable y pretérito señor Berry, era la primera vez que pensaba en eso, en un señor Berry del que habría enviudado o quizá se habría divorciado y con el que quién sabía si mantendría algún trato, hay personas que asumimos que estuvieron siempre destinadas a sus funciones, qué nacieron para lo que hacen o las vemos ya haciendo, cuando nunca nadie nació para nada, ni hay destino que valga ni nada está asegurado, ni siquiera para los nacidos príncipes o más ricos que todo pueden perderlo, ni para los más pobres o esclavos que pueden ganarlo, aunque esto último rara vez suceda y casi nunca sin rapiña o sin latrocinio o sin fraude, sin ardides o sin traiciones o engaño, sin conspiración, sin derrocamiento o sin usurpación o sin sangre.
Pensé en todo caso que debía limpiar aquella, la mancha en lo alto del primer tramo, es curioso -una condenación- cómo se siente uno responsable de lo que encuentra o descubre, aunque nada tenga que ver con ello, cómo sentimos que debemos ocuparnos o poner remedio a lo que en un momento existe para nosotros tan sólo y de lo cual nos creemos los únicos enterados, aunque no nos concierna ni hayamos tenido parte: un accidente, una situación penosa, una injusticia, un abuso, un recién nacido abandonado, desde luego un cadáver hallado o lo que podría llegar a serlo, un malherido, a aquel amigo que traficaba un poco -compañero de colegio, Comendador se llamaba o se llama si no ha cambiado de nombre en América o donde quiera que haya ido, fueron años y años justo delante de mí cuando pasaban lista, si le tocaba responder la lección o se la cargaba yo sabía que yo era el siguiente, fue las barbas de mi vecino durante toda la infancia- le había ocurrido una cosa así y había huido y a la vez no había huido: había ido a recoger un paquete a la casa del camello que solía aprovisionarlo y también hacerle algún ocasional encargo, como el que lo envió a la postre al talego palermitano; llamó al timbre varias veces sin éxito, era extraño porque había avisado, por fin le abrieron pero el hombre no estaba, había debido salir de improviso, medio le entendió eso a su novia en la puerta, la que el camello tenía entonces, tanto éste como Comendador cambiaban de chica cada pocas semanas, no fueran ellas a olerse algo, y a veces se las intercambiaban, cómo decir, para amortizarlas. La joven parecía muy ida, balbuceaba, a duras penas reconoció a mi amigo ('Ah sí, te veo, en el Joy te veo', dijo) y se tambaleó hacia el cuarto en que su pareja de escasos días había dejado el paquete listo para que ella se lo entregara ignorando su contenido, pero a los dos segundos y antes de alcanzar el cuarto, sin haber mediado más que inconexas frases entre Comendador y ella ('¿Qué te ocurre, qué has tomado?', le preguntaba él, 'Ahora te miro', contestaba ella), aquél la vio trastabillar y salir como despedida por el pasillo, dar dos o tres pasos a la carrera y descontrolados por efecto del tropezón, y chocar de frente contra una pared, un buen golpe ('Sonó muy seco, como leña partida'), y cayó a plomo la chica sin conocimiento. Él le vio en seguida una pequeña brecha, la joven estaba apenas vestida con una camiseta larga que le llegaba hasta medio muslo y que seguramente se había puesto tan sólo ante la insistencia del timbre y una vaga conciencia de su encomienda, debajo nada, según observó Comendador al instante tras la caída, la muerte, el desmayo. Vio también entonces una mancha de sangre en el suelo, quizá semejante a la que yo tenía ante mis ojos ahora, pero más fresca, de hecho parecía provenir de la chica, de entre sus piernas, tal vez menstruaba y no se había dado cuenta en su estado ensoñado, ausente, narcotizado acaso, o tal vez se había herido con algo puntiagudo o cortante al caer, algo en el suelo, una astilla, era improbable. Pero lo más preocupante no era eso ni tampoco la brecha, sino su aire tan enajenado o ido seguido de su pérdida de conocimiento, que se había producido a la vez que el golpe pero a buen seguro no era a él debida o no solamente, sino a lo que quisiera que aquella chica se hubiera estado metiendo poco antes o quién sabía desde hacía cuántas horas, lo mismo había empalmado toda una mañana de excesos con la preceptiva noche de farra previa. Comendador se agachó, la incorporó con tiento, estaba inerte, la hizo sentarse con la espalda apoyada contra la pared, sobre la madera, intentó que las nalgas le quedaran cubiertas, los faldones de la camiseta moteados de rojo, trató de reanimarla, le habló, le palmeó las mejillas, le sacudió los hombros, le vio los ojos entrecerrados o más bien entreabiertos y sin embargo escarchados, velados, sin foco ni visión ni vida, le pareció una muerta y entonces la creyó muerta efectivamente, sin remisión y para siempre muerta ante sus propios ojos y para su solo conocimiento. No probó más. Se dio cuenta de que la puerta de la calle había quedado abierta, oyó pasos por la escalera y una vez que se hubieron perdido retrocedió hasta la entrada para cerrarla, regresó al pasillo, vio desde allí el paquete pequeño por el que había venido, estaba sobre la mesilla de noche del dormitorio adyacente, hacia el que se dirigía la joven en su sonambulismo antes de tropezar y estrellarse de cabeza contra una pared. La cama de esa alcoba estaba deshecha, también en las sábanas una mancha de sangre, no grande, quizá le había empezado la menstruación mientras dormitaba o ya agonizaba sin saber qué era eso, no se había percatado del flujo o le habían faltado voluntad o fuerzas para encauzarlo, ignoro si es palabra adecuada. Comendador imaginó posibilidades, pero sin detenimiento, muy rápidas, teñidas de pánico, mejor llevarse el paquete de todas formas, si por un mal azar se presentaban enfermeros o policías antes de que volviera el camello, para éste sería una gran putada si lo veían. No lo pensó más, cruzó por encima de las piernas de la chica sentada y sucia, entró en la alcoba, echó mano al género y se lo metió en un bolsillo, cruzó de vuelta y continuó hasta la puerta de salida sin mirar atrás. La abrió, comprobó que no hubiera nadie, la cerró a su espalda con delicadeza y en cuatro saltos y tres zancadas bajó los pisos y se encontró en la calle.
Huyó entonces y también no huyó entonces, porque fue justo entonces, cuando tuvo claro que ya no había modo de regresar a la casa ni de entrar en ella aunque lo quisiera, ni de ayudar a la joven si estaba viva, entonces fue cuando corrió como loco hasta una cabina y trató de localizar al camello en su móvil, para advertirle de lo ocurrido y compartir su conocimiento. Contestó un buzón, dejó un recado muy breve y confuso, pensó que el hombre podía estar en su tienda, o que al menos allí encontraría a sus empleados que Comendador conocía y que harían algo, el camello regentaba una tienda de ropa italiana cara, de marca, una franquicia o como se llamen, y estaba cada vez más volcado en ella, todos tienden hacia la respetabilidad en cuanto ven un resquicio y los dejan o pueden, quienes quebrantan las leyes y quienes aspiran a subvertir el orden, los delincuentes como los revolucionarios, éstos a menudo tan sólo de puertas adentro, la tendencia la disimulan cuando viven de sus representaciones, Comendador y yo hemos conocido a unos cuantos. Comendador no se sabía el teléfono de aquella tienda pero ésta no estaba lejos, así que echó a correr y correr y corrió por las calles como nunca lo había hecho desde la infancia, o desde la Universidad acaso, durante las manifestaciones del final del franquismo ante sus siempre más lentos y abrigados guardias. Y según corría iba rememorando lo que aún era pasado tan inmediato que le costaba creer que ya no fuera presente y que no pudiera enmendarlo, y pensando: 'No he hecho nada, no lo he intentado, ni siquiera enterarme ni cerciorarme, no le he tomado el pulso ni le he hecho ningún boca a boca ni le he dado un masaje cardiaco, nunca he hecho nada de eso ni sé cómo hacerlo más allá de lo visto inútilmente en diez mil películas, pero probar, qué menos, quién sabe si la hubiera salvado y ahora ya es tarde, cada minuto que pasa es más tarde y más nos condena, a mí y a esa chica pero sobre todo a ella, tal vez aún no ha muerto y en cambio morirá mientras yo estoy corriendo, o mientras llego y hablo con los empleados de la tienda fina y les cuento lo sucedido, o mientras ellos buscan a Cuesta o a Navascués, su socio, que seguramente tendrá llave del piso y podría abrirles, abrirnos si es que yo decido volverme hasta allí con ellos, mejor no, llevo el género encima, pero mientras tanto puede que esa cría imprudente muera por culpa del tiempo que estoy perdiendo o más bien ya he perdido, el que debería haber empleado en intentar lo que fuera a la desesperada o en llamar a una ambulancia, podía haberle humedecido las sienes, la nuca, la cara, haberle dado a oler cognac, o alcohol, o colonia, haberle por lo menos limpiado la sangre, soy tan egoísta y miserable y cobarde como sabía que era, pero saberlo no es lo mismo que contemplarlo, y ver que tiene sus consecuencias'. Entró en la tienda como un caballo al galope y allí estaban todos, el camello Cuesta y Navascués su socio y los empleados, el primero tenía apagado su móvil, atendía a unas clientes que se sobresaltaron, no había oído nada, Comendador lo urgió, le contó atropelladamente, Cuesta se lo llevó a su despacho de la trastienda, lo calmó, cogió el teléfono fijo, marcó su propio número con premura pero sin excesiva alarma y a los pocos segundos Comendador lo oyó hablar con su novia en la casa de la que él había huido escopetado, sin volver la vista. 'Qué te ha pasado', le oyó decirle, 'me dice Comendador que te has dado un golpe y te has desmayado. Ah ya. Es que como no reaccionabas, no sabía qué pensar el hombre. ¿Pero no las llevas siempre encima? Deberías vigilar más eso, está visto que no te puedes saltar ni una. ¿Seguro que estás bien, no quieres que vaya? ¿Estás segura? Bueno. Date alcohol en la herida, ponte una tirita, del chichón no te libras, pero mejor que te la desinfectes, no lo dejes, ¿eh? Bueno. Bueno. Sí, sí, parece que le has dado un buen susto, ha venido corriendo, aquí lo tengo sin resuello. Sí, me dice que llegaste a dárselo antes del patatús, ya, normal que no te acuerdes. Vale, se lo diré. Te veo más tarde. Anda, un beso.' Cuesta le explicó por encima, la chica tenía diabetes, aquello le sucedía a veces si se pasaba con la bebida una noche y se olvidaba de la medicación para tentar más la suerte, las dos cosas solían ir juntas e incurría en ellas más de la cuenta, era una insensata, una cría. Ya se había recuperado, ya estaba mejor, se había tomado su pastilla, aunque a buenas horas, y la brecha no era nada, una abolladura y un poquito de sangre. Que lo sentía mucho, la cría, haberle dado a Comendador ese susto, que para él un beso, que la perdonara por haberle hecho pasar tan mal rato, que gracias por haberse preocupado tanto por ella, que era un cielo, Comendador era un cielo. Me acordé de este episodio mientras iba al cuarto de baño de la planta baja, cogía un paquete de algodón y un bote de alcohol y subía de nuevo hasta lo alto del primer tramo de la escalera para limpiar aquella mancha poco explicable que no era responsabilidad mía, por suerte estaba en la madera y no en la alfombra. Comendador no le había hablado a Cuesta, al hacerle su veloz y agitado relato en la tienda, de las manchas de sangre que sin duda eran de su novia, la del suelo y la de las sábanas y las motas en la camiseta, y al parecer ella tampoco se las había mencionado al teléfono, luego no tenía sentido -o incluso hubiera sido indiscreto, sin tacto- que él le preguntara al respecto. Tal vez la chica se avergonzaba y prefería hacer como si no las hubiera habido y por tanto nadie las pudiera haber visto: quizá -sin decirlo- le pedía perdón por eso. Y así Comendador nunca supo con certidumbre de dónde venían ni a qué se habían debido, se dio a sí mismo por buena la explicación de una menstruación sin aviso o bien no atajada a tiempo por comprensible descuido, y al cabo de unos días empezó a dudar, incluso de haberlas visto, aquellas manchas, a veces nos sucede eso con lo que se niega o se calla, con lo que se guarda y sepulta, va difuminándose sin remedio y llegamos a descreer que en verdad existiera o se diera, tendemos a desconfiar increíblemente de nuestras percepciones cuando ya son pasado y no se ven confirmadas ni ratificadas desde fuera por nadie, renegamos de nuestra memoria a veces y acabamos por contarnos inexactas versiones de lo que presenciamos, no nos fiamos como testigos ni de nosotros mismos, sometemos todo a traducciones, las hacemos de nuestros nítidos actos y no siempre son fieles, para que así los actos empiecen a ser borrosos, y al final nos entregamos y damos a la interpretación perpetua, hasta de lo que nos consta y sabemos a ciencia cierta, y así lo hacemos flotar inestable, impreciso, y nada está nunca fijado ni es definitivo nunca y todo nos baila hasta el fin de los días, quizá es que no soportamos las certezas apenas, ni siquiera las que nos convienen y reconfortan, no digamos las que nos desagradan o nos cuestionan o duelen, nadie quiere convertirse en eso, en su propio dolor y su lanza y su fiebre. 'Tal vez me asusté al ver la herida en la frente de la chica, el golpe sonó fatal y fue muy aparatoso, y verle brotar un poco de sangre quizá me hizo tomar por lo mismo, quién sabe, una mancha oscura de la madera, por ejemplo, no había mucha luz en aquel pasillo', me había dicho Comendador al contarme el episodio, ya unos días más tarde. '¿Y la de la cama, y las gotas?', le decía yo. 'No lo sé, podían ser cualquier otra cosa, tal vez eran de vino, o de cognac incluso, a lo mejor había bebido por el pasillo y en la cama a morro y se le había derramado todo y no se había dado ni cuenta en su malestar, ida como estaba o sintiéndose a morir como debió sentirse antes de hacer el esfuerzo de levantarse para venir a abrirme.' '¿Quieres decir que estás convencido de haber visto esa sangre en varios lugares y a la vez crees posible no haberla visto o que ni siquiera la hubiera, que sólo fuera una figuración tuya, o tu propio temor a verla?' 'Sí, supongo que sí, supongo que eso es posible', contestaba Comendador perplejo.
Yo estaba ahora ya limpiando la mancha en casa de Wheeler con algodón empapado, la sangre no era muy fresca pero tampoco estaba del todo seca o reseca, y la madera bien barnizada, encerada, pulida, permitía irla quitando o sacando, aunque no sin hacer fuerza e insistir una y otra vez y gastar alcohol y algodones como no había supuesto, los iba dejando a un lado, en el cenicero de Peter -los ya ensangrentados-, y a la vez iba con cuidado para no dañar la tarima ni sustituir una señal por otra, con el alcohol no se sabe. Lo que más cuesta limpiar de esas manchas o hasta de gotas minúsculas es su cerco, su círculo, la circunferencia, no sé por qué eso se aferra al suelo muchísimo más que el resto, o a la loza del lavabo o del baño, allí donde las gotas o las manchas caigan, y además eso ocurre en seguida, incluso cuando la sangre es bien fresca, nada más ser vertida, habrá una ley física sin duda alguna, pero yo la desconozco. 'Tal vez', pensé, 'tal vez es una forma de agarrarse al presente, una resistencia a desaparecer que también oponen los objetos y lo inanimado, no las personas tan sólo, tal vez es la tentativa de dejar su huella de las cosas todas, de hacer más difícil su negación o su difuminación o su olvido, es su manera de decir "Yo he sido", o "Soy aún, luego es seguro que he sido", y de impedir que los demás digamos "No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido". Y ahora, mientras sigo limpiando y empieza a ceder y a desdibujarse ese terco cerco de sangre, me pregunto si una vez que lo haya borrado del todo y ya no quede ni rastro comenzaré a dudar de haberlo visto, como Comendador en su día sus manchas, y de haber estado aquí de rodillas como una antigua fregona española, sólo que sin aquella almohadilla de espuma que se colocaban debajo para no hincar los huesos en el duro suelo, ya tenían bastante las pobres con enseñarnos los muslos de espaldas, quiero decir a los niños, o a los varones. Y cuando ya no haya ni el menor vestigio, entonces quizá empiece a no estar seguro de que esta mancha no fuera una figuración mía, causada por el desvelo y las muchas lecturas y las demasiadas copas y las voces contrarias y el desganado y lánguido rumor del río. Y por la sinuosa conversación con Wheeler.' Y durante unos segundos me vinieron ganas -o era superstición tan sólo- de no suprimirla para siempre y del todo, de dejar un resto que yo pudiera volver a ver a la mañana siguiente que ya se había iniciado según los relojes, un fragmento de circunferencia, una mínima curva que me recordara 'Soy aún, luego es cierto que he sido: tú me ves y tú me has visto'. Pero concluí mi faena y la madera quedó impoluta, nadie sabría ya de la sangre si yo callaba y no preguntaba nada a Wheeler ni a la señora Berry. Y bajé de nuevo ese tramo de la escalera y no arrojé a la basura de la cocina los algodones rojos o marrones y usados, sino que fui al cuarto de baño para devolver a su sitio el paquete y el bote y allí levanté la tapa del retrete y vacié en su interior el cenicero, para tirar de la cadena al instante -aún se conserva la frase, aunque ya no haya cadenas ni se tire de ellas- y así acabar con los testimonios últimos materiales.
'Qué suerte tienes siempre, cabrón', le había dicho a Comendador. 'Dejas tirada a una pobre chica que se ha partido la crisma y además se está desangrando, la abandonas creyéndola muerta o sin querer ni enterarte, y resulta que es ella la que te pide disculpas por el susto que te llevaste y te da las gracias por haberte largado sin ayudarla. Si eso me pasa a mí y hago lo mismo, si eso me sucede a mí y tengo tu comportamiento, seguro que mi chica se me habría muerto y encima resultaría luego que podría haberse salvado de no perder yo tanto tiempo. Y lo llevaría siempre sobre mi conciencia.' Comendador me había mirado entonces con una mezcla de superioridad y resignada envidia, conocía bien esa mirada suya desde la infancia y después la he visto en mucha otra gente a lo largo de mi vida, aunque no fuese a mí referida: es la de quien no quisiera ser como es -más seguramente por motivos estéticos, o digamos narrativos más que morales- y a la vez sabe que tiene las de ganar y las de salir bien parado siendo como es exactamente, y no como sus envidiados. 'Pero es que tu no habrías hecho lo mismo, Jaime, no habrías tenido mi comportamiento', me respondió. 'Tú te habrías quedado hasta hacerla revivir como fuera, y de no conseguirlo habrías llamado a un médico o a una ambulancia en seguida, aun con el género encima y quién sabe qué más en la casa o en el cuerpo de la chica metido. Aun con todo el riesgo. Y si se te hubiera muerto, habría sido porque le tocaba morirse de todas todas, no por tu huida o tu negligencia. Yo tengo esa suerte, ya lo sabes, la del cobarde, es mucho mayor que la del valiente o intrépido siempre, digan lo que digan los cuentos del mundo entero y las leyendas. En realidad nada ha pasado, y no sólo no me guarda rencor la chica, sino que tampoco Cuesta. Ni siquiera desconfía ni se siente decepcionado, eso habría sido un poco grave ahora mismo. Pero eso no quita para que yo haya comprobado cuál es mi carácter. No es que no lo supiera, ojo, pero ahora lo he experimentado, lo he sufrido en mi propia carne, como se dice, y así como ni la chica ni Cuesta se acordarán de este episodio muy pronto, si es que todavía se acuerdan, a mí jamás va a olvidárseme, porque lo que para mí ocurrió durante bastantes minutos fue que una cría se había muerto ante mis ojos y yo había salido por piernas con mi cargamento a buen recaudo y sin hacer nada por ella.' 'Bueno, fuiste a avisar, corriste, al menos procuraste que otros se hicieran cargo', le dije. Comendador no era de los que se engañaban, o no mucho (quizá se engañe más ahora, que se ha hecho respetable en Nueva York o Miami o donde haya ido). 'Sí, podía haber sido aún peor, todo cabe, pero tú y yo sabemos que lo que hice no es nada, no era eso lo que me tocaba. Así que aunque la chica esté bien y nada malo le haya pasado por culpa mía ni por mi egoísmo, también yo lo llevaré sobre mi conciencia de todos modos.' Y luego añadió con una media sonrisa, como desmintiéndose (su media sonrisa del colegio ante los compañeros o los profesores, la que acababa librándolo de la mayor amenaza o castigo, la que sembraba una duda y desmentía siempre, tanto lo que había afirmado un momento antes como lo que juraba mientras retiraba un labio y nos la descubría): 'Menos mal que mi conciencia tiene muchísimo aguante'. Era verdad que tenía suerte, fuese o no la del cobarde. Ni siquiera podía considerarse mala, a la postre, la de la lenta gota que le bailó en la nariz frente a un carabinero muy deductivo en Palermo. Había pasado una temporada entre rejas especialmente cortantes, pero a raíz de aquellos filos se había dejado de menudencias y de riesgos a ras de suelo y ahora era un empresario forrado, lo último que había sabido, apenas recibía noticias suyas y así lo prefería de hecho, prefería que se hubieran enfriado y espaciado nuestros contactos, o quizá habían terminado: hay hermanos y primos, hay amigos de infancia y hay antiguos amores con los que uno no sabe qué hacer de adultos. Quizá yo sea uno de esos, para algún otro, o para alguna vieja llama. De lo que no estaba nada convencido era de que en el lugar de Comendador mi comportamiento hubiera sido otro que el suyo. No podía comprobarlo, en todo caso, al no haberlo sufrido en mi propia carne, como se dice. Quién sabía. Nadie sabe hasta que le toca verlo, y aun entonces. El mismo individuo puede reaccionar de maneras distintas u opuestas según el día y el miedo y el ánimo, según lo que esté en situación de perder o la importancia que dé a su retrato o historia en cada etapa de su vida, según vaya a contar o a callar su comportamiento luego, sea noble o mezquino, sea vil o elevado, cualquiera que sea. O según espere que se le compute más tarde, que se relate, que lo cuenten otros si él muere y no puede. Nadie sabe de la próxima vez, aunque haya habido una previa, ninguna anterior nos obliga a nada, ni nos condena al filo de las repeticiones, y quien fue ayer generoso y valiente puede resultar traicionero y huidizo mañana, quien fue cobarde y delator hace siglos puede ser hoy leal y entero, y acaso el futuro nos condiciona y obliga más que el pasado, lo por conocer que lo conocido, lo no probado que lo descontado, lo por venir que lo acontecido, lo posible que lo que ya se ha dado. Y a la vez, sin embargo. Tampoco nada de lo que hubo se borra jamás del todo, ni siquiera la mancha de sangre frotada y limpiada y su cerco, un analista habría encontrado sin duda algún vestigio microscópico sobre la madera al cabo del tiempo, y en el fondo de nuestra memoria -ese fondo rara vez visitado- hay un analista que espera con su lupa o su microscopio (y por eso el olvido es tuerto siempre). O aún peor, a veces está ese analista en la memoria de otros a la que no accedemos ('¿Lo recordará, estará al tanto?', nos preguntamos aprensivamente. '¿Lo tendrá presente o se le habrá olvidado? ¿Se acordará de mí o me verá como alguien desconocido y nuevo? ¿Estará enterado? ¿Se lo diría su padre, se lo contaría su madre, me reconocerá, se lo habrán transmitido? ¿O desconocerá quién soy, lo que soy, y lo ignorará todo? '(Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Calla, y entonces sálvate.)' Lo sabré por cómo me mire, pero quizá no lo sepa por eso mismo, porque quiera engañarme con su mirada'). Hay mucho que me pertenece o no, en mi memoria, sin ir más lejos. Quién sabía, quién sabe, nadie sabe. Y seguro que tampoco Nin tenía idea de que iba a resistir hasta la sepultura, cuando lo torturaron sus vecinos políticos en la lengua que él había aprendido y a la que bien había servido. Ahí, ahí mismo, al lado de mi ciudad, Madrid, en la que ya no vivo. Allí en un sótano o en un cuartel o una cárcel, en un hotel o una casa de Alcalá de Henares. Allí en la colonia rusa, donde nació Cervantes.
Y allí estaba Nin en la novela de Fleming, bastante al principio, no tardé en encontrarlo, Wheeler había marcado el párrafo como había hecho con otros en el Doble Diario y en los demás libros, un lector minucioso y atento a la vez que impulsivo, escribía en los márgenes interjecciones burlescas, o notas despreciativas hacia el autor (no pasaba un razonamiento falso, ni la mentira, ni la ignorancia, ni la tontería: 'Silly', o 'Foolish', dictaminaba parco y contundente a veces), o también entusiastas según los casos, y llamadas meramente rememorativas, y signos de admiración o de interrogación cuando no daba crédito a algo o lo juzgaba ininteligible, y en ocasiones garabateaba 'Malo' (el trapacero e incompetente, Tello-Trapp o el que fuese, se había llevado unos cuantos) y señalaba con una flecha lo condenado por su maquinadora cabeza y sus exigentes ojos minerales, o 'Excelente' cuando una frase le parecía acertada o lo conmovía, 'Quite moving ', había leído una vez, creo que en el Homenaje de Orwell. 'Quite right', ponía con aprobación también a veces, lo había visto en Benet, y 'Quite true' a menudo en Thomas, a quien debía de conocer en persona al haber éste enseñado muy cerca de Oxford, en la Universidad de Reading, lugar célebre por su vieja cárcel y por la balada que allí escribió el recluso C.3.3., no un alias precisamente.
El párrafo estaba hacia el final del capítulo séptimo, titulado 'The Wizard of Ice', es decir, 'El mago de hielo', en un juego de palabras intraducible con el famoso de Oz. 'Por supuesto Rosa Klebb', leí en inglés en ese párrafo, 'poseía una fuerte voluntad de supervivencia, o no se habría convertido en una de las mujeres más poderosas del Estado, y sin duda en la más temida. Su ascensión, recordó Krónsteen, se había iniciado con la Guerra Civil Española. En aquella época, como agente doble dentro del POUM -esto es, trabajando para el OGPU de Moscú así como para la Inteligencia Comunista en España-, había sido la mano derecha, y se decía que una especie de amante, de su jefe, el famoso Andreas Nin. Había trabajado con él entre 1935 y 1937. Luego él fue asesinado por órdenes de Moscú, y se rumoreaba que lo había asesinado ella. Tanto si esto era cierto como si no, a partir de entonces Rosa Klebb había ascendido, con lentitud pero en línea muy recta, por la escalera del poder, sobreviviendo a reveses, sobreviviendo a guerras, sobreviviendo (porque no forjaba lealtades ni se unía a ninguna facción) a todas las purgas, hasta que en 1953, con la muerte de Beria, aquellas manos manchadas de sangre se agarraron al peldaño (ya a tan pocos de la mismísima cúspide) que constituía el Jefe del Departamento de Operaciones de SMERSH.'
Ya puestos, lo tecleé. El OGPU me había aparecido en otros libros, y era lo mismo que la NKVD, o, de hecho, que la KGB más adelante, es decir, el Servicio Secreto soviético. Beria era, claro está, el celebérrimo Lavrenti Beria, Comisario de Asuntos Internos o jefe de la policía secreta durante muchos años y hasta la muerte de Stalin, su más astuto y despiadado instrumento en la organización de conspiraciones, depuraciones, purgas, ajustes de cuentas, reclutamiento forzoso, represión, chantaje, campañas de terror y difamación, interrogatorios, tortura y desde luego espionaje. En cuanto a SMERSH, iniciales que no conocía, explicaba Fleming en una nota previa, por él firmada, que: '… contracción de Smiert Spionam -Muerte a los Espías-, existe, y a día de hoy sigue siendo el departamento más secreto del Gobierno soviético. A principios de 1956, cuando fue escrito este libro, la fuerza de SMERSH, tanto en el interior como en el extranjero, era de unos cuarenta mil efectivos, y el General Grubozaboyschikov su jefe. Mi descripción de su apariencia es correcta. A día de hoy el cuartel general de SMERSH está donde, en el capítulo cuarto, yo lo he situado: en el número 13 de Sretenka Ulitsa, en Moscú…' Fui un momento a ese capítulo cuarto, que, bajo el título 'The Moguls of Death' -digamos 'Los Autócratas de la Muerte'-, comenzaba con los mismos o parecidos datos: 'SMERSH es la organización oficial del Gobierno soviético para el asesinato. Opera tanto en el interior como en el extranjero y, en 1955, daba empleo a un total de cuarenta mil hombres y mujeres. SMERSH es una contracción de Smiert Spionam, que significa "Muerte a los Espías". Es un nombre utilizado tan sólo por su personal y entre los funcionarios soviéticos. A ningún particular en su sano juicio se le ocurriría permitir que esa palabra atravesara sus labios…' Cuando los transeúntes pasaban por delante del número 13 de la ancha y mohína calle en cuestión, proseguía el narrador, bajaban la vista hasta el suelo con un escalofrío en la nuca o, si se acordaban a tiempo y podían hacerlo sin llamar mucho la atención, se cruzaban de acera antes de llegar a la ominosa altura del desgarbado y feo edificio. En fin, quién sabía, tampoco se me ocurrió dónde ir a mirar si SMERSH había existido de veras o si todo -con la nota previa a la cabeza- era una argucia de novelista para apuntalar o afianzar una falsa veracidad.
Volví a Rosa Klebb y al capítulo séptimo. La verdad es que nunca hasta entonces había leído una sola línea de Ian Fleming, pero sí había visto, como casi todo el mundo, las primeras películas de la serie Bond. Creía recordar a aquel personaje en su versión cinematográfica, una mujer madura, de pelo corto y lacio de color zanahoria, sin el menor atractivo ni escrúpulo, y que al final se enfrentaba a Connery de un modo inolvidable para el niño que era cuando debí de ver en Madrid Desde Rusia con amor (hube de colarme sin duda en algún cine permisivo: la censura franquista fue tan idiota siempre que aquellas cintas sólo eran aptas para mayores de dieciocho años): de la puntera de su zapato (o quizá de ambas) hacía surgir, mediante un mecanismo, una o dos tremendas navajas horizontales impregnadas de un raudo y fatal veneno, un mero rasguño de aquellos filos bastaba para que el arañado la palmara al instante y sin remisión, así que la mujer se liaba a patadas filosas con Bond o Connery y él la mantenía a distancia con una silla, como hacen los domadores de circo con sus decrépitos leones y tigres aburridos de puerilidades. En la película, también recordaba eso, el papel de la cruelísima Klebb lo había encarnado excepcionalmente la famosa cantante y actriz de teatro austriaca (raras sus apariciones en la pantalla) Lotte Lenya, máxima y más genuina intérprete de las canciones y óperas de Bertolt Brecht y Kurt Weill {La ópera de tres peniques la más conocida), y de hecho, si no me fallaba la memoria, mujer y viuda de este último, que había seguido componiendo para ella hasta su final, bastante anterior, desde luego, a aquella adaptación de Ian Fleming. El cual, dicho sea de paso, y a juzgar por las escasas páginas que leí en el estudio de Wheeler, me pareció mejor escritor, más hábil y perspicaz, de lo que la altiva Historia de la Literatura se ha avenido a concederle hasta ahora. La descripción que venía a continuación de Rosa Klebb, sin ir más lejos, contenía hallazgos curiosos y bien estimables, copié algunos párrafos: '…gran parte de su éxito se debía a la peculiar índole de su siguiente instinto más importante, el sexual. Porque Rosa Klebb pertenecía sin duda a la más infrecuente de todas las tipologías sexuales. Era neutra… Las historias de hombres y, sí, de mujeres, eran demasiado circunstanciadas para dudar de ellas. Podía disfrutar del acto físicamente, pero el instrumento no tenía ninguna importancia. Para ella el sexo no era más que un prurito. Y esta neutralidad psicológica y fisiológica suya la aliviaba al instante de tantas de las emociones y sentimientos y deseos humanos. La neutralidad sexual constituía la esencia de la frialdad de un individuo. Nacer con ello era algo magnífico y portentoso. El instinto gregario también estaba muerto en ella… Y por supuesto, en lo relativo al temperamento, era una flemática: imperturbable, tolerante con el dolor, haragana. Su vicio dominante sería la pereza. Por las mañanas le costaría arrancarse de su tibia y emporcada cama. Sus hábitos privados serían desaseados, incluso sucios. No resultaría agradable, pensó Kronsteen, asomarse al lado íntimo de su vida, cuando se relajara, ya sin el uniforme… Rosa Klebb tendría cuarenta y muchos años, supuso, guiándose por las fechas de la Guerra Española… El diablo sabe, pensó Kronsteen, cómo serán sus pechos, pero la uniformada protuberancia que reposaba sobre el tablero parecía un saco terrero llenado de cualquier forma…' ('Saco de harina, saco de carne', pensé, 'en ellos se clavan la bayoneta y la lanza'.) 'Las tricoteuses de la Revolución Francesa debieron de tener rostros como el suyo… Y sus caras transmitirían la misma impresión, concluyó Kronsteen, de frialdad y crueldad y fuerza de aquella -sí, tuvo que concederse la palabra emotiva- aterradora mujer de SMERSH'.
También parecía Fleming muy bien documentado (SMERSH aparte; habría de preguntarle al respecto a Wheeler, él seguramente sabría si esa organización había sido real o era un invento), la mención del POUM y de Andrés Nin ya era un indicio, por mucho que a éste lo llamara 'Andreas'. Según aquella fabulación, lo habría tal vez matado una mujer de nacionalidad extranjera -quién sabía si 'de singular belleza' en su juventud de España- que además habría sido su colaboradora y su amante, para mayores traición y amargura. Wheeler, en todo caso, había asociado la referencia en el Doble Diario a las 'varias mujeres' detenidas en Barcelona en junio del 37 con el personaje desastrado, siniestro y neutro de Desde Rusia con amor (nunca la habrían detenido a ella), cuyo párrafo del capítulo séptimo había marcado con dos rayas verticales, y en el margen había escrito 'Well well, so many traitors indeed', esto es, 'Vaya vaya, en verdad tantos traidores'. Sí, tantos había habido, en mi país y en aquella época y en otras más tarde y por supuesto en todas las anteriores hasta las inmemoriales, desde el inicio del tiempo mismo y en todas partes. ¿Cómo era posible que se hubieran dado y se dieran tantas traiciones, o tantas con éxito, es decir, que no llegaran a ser sospechadas ni detectadas antes de su cumplimiento? ¿Qué extraña proclividad tenemos hacia la confianza? O quizá no sea a eso, sino a no querer ver ni enterarnos, o hacia el optimismo o hacia el consentido engaño, o es una soberbia la que nos lleva a creer que a nosotros no va a pasarnos lo que a nuestros iguales sí pasa y les ha sucedido siempre, o que vamos a ser respetados por quienes ya -y ante nuestros ojos- fueron desleales con otros, como si fuéramos distintos de éstos, y la que nos induce a pensar sin motivo que estaremos a salvo de los reveses sufridos por nuestros antepasados y aun de las decepciones que alcanzan a nuestros contemporáneos: a los que no son 'yo', supongo, a cuantos no lo son ni lo serán ni lo han sido. Vivimos, supongo, con la esperanza inconfesa de que alguna vez se rompan las reglas y el curso y la costumbre y la historia, y de que eso se dé en nosotros, en nuestra experiencia, de que sea a nosotros -es decir, a mí solo- a quienes toque verlo. Aspiramos siempre, supongo, a ser unos elegidos, y es improbable que de otro modo estuviéramos muy dispuestos a recorrer el trayecto entero de una vida entera, que corta o larga nos va rindiendo. Allí mismo, en el Doble Diario que volví a coger, había unos cuantos artículos de mi padre, de cuando aún confiaba pese a estar en guerra: uno del 2 de julio de 1937, con motivo del tercer centenario de la publicación del Discurso del método de Descartes, en 1637 en Leyden; otro del 27 de mayo, deplorando los demenciales cambios en los nombres de calles y plazas (y hasta de ciudades) que se estaban llevando a cabo tanto en 'la zona dominada por la facción' como en 'la leal' (sus términos) y en Madrid concretamente: 'Y es de todo punto lamentable', decía, 'que imitemos en esto a los rebeldes, porque no hay que imitarlos en nada'. O bien: 'Al Prado, al Paseo de Recoletos y a la Castellana se les ha cambiado su triple nombre por el de Avenida de la Unión Proletaria. Esta unión, por desgracia, empieza por no existir, y nos parece mucho más interesante procurarla que escribirla en las esquinas… En cierto sentido parece que los nuevos rotuladores quieren completar la obra de los bombardeos facciosos, en la tarea de dejar desfigurada a nuestra capital'. Y también había alguno más estrictamente político, bien firmado con su pseudónimo de aquellos tiempos, bien con su nombre, Juan Deza, se me hacía fantasmal ver mi apellido en aquellas antiguas páginas reproducidas con su tinta roja. Allí estaban los juveniles textos, que sin duda constituyeron parte de los muchos cargos de que se vio acusado -la mayoría inventados, imaginarios, falsos- al poco de terminar y perderse la guerra, cuando lo traicionó y delató a las vencedoras autoridades facciosas su mejor amigo de entonces, un tal Del Real con el que había compartido aulas y conversaciones, intereses y cafés y amistades y tertulias y cines y seguramente algunas juergas a lo largo de años, todos los de la carrera que estudiaron ambos e imagino que también los de la propia Guerra y el asedio a Madrid con los bombardeos facciosos desfiguradores y los cañonazos rebeldes que venían desde las afueras y cerros, los llamados obuses que hacían su parábola y caían sobre la Telefónica o en la plaza de al lado cuando fallaba la puntería, llamada por eso 'plaza, del gua' con inverosímil humor fatídico, casi tres años de la vida de ambos, de todos, siendo sitiados y corriendo por las calles y plazas de cambiantes nombres con las manos sobre los sombreros y gorras y boinas y las faldas al vuelo y las medias rotas o simplemente sin medias, buscando las aceras no enfiladas por los cañones para caminar o correr por ellas hasta alcanzar una boca de metro o algún refugio.
Los dos amigos habían compartido incluso, junto con un tercer compañero que murió luego joven, la publicación de un librito de 1934 que recogió los que la Sociedad Geográfica juzgó tres mejores diarios de viaje entre los redactados por todos los alumnos que tomaron parte en el entonces nombrado Crucero Universitario por el Mediterráneo que, organizado por la madrileña Facultad de Filosofía y Letras de la República, llevó a estudiantes y profesores juntos hasta Túnez y Egipto, Palestina y Turquía, Grecia e Italia y Malta, Creta, Rodas, Mallorca, a lo largo de cuarenta y cinco entusiastas y optimistas días del verano de 1933, en uno de los cuales los pasajeros se vieron honrados con la visita del gran Valle-Inclán, quien no sé dónde ni por qué motivo subió a bordo para departir. El barco de la Compañía Trasmediterránea que los condujo se había llamado Ciudad de Cádiz, y a todas sus travesías les puso fin el submarino italiano Ferrari, orgullo de Mussolini, que lo torpedeó y hundió en aguas del Mar Egeo el 15 de agosto de 1937, ya en plena guerra, cuando el mercante republicano regresaba de Odessa con alimentos y material bélico según había oído decir a mi padre, o quizá fue el 14 del mismo mes, saliendo de los Dardanelos, según había leído casualmente en Thomas un rato antes en la interminable noche.
Este compañero de publicación, de viaje, de Universidad y hasta de Instituto antes (tan prolongado, por tanto, como lo fuimos Comendador y yo), se encargó de promover y dirigir la caza de quien aún no era padre de nadie. Llevó a cabo una campaña de difamación, buscó 'testigos de cargo' que sustentaran éstos en un proceso (o en su simulacro, otra cosa no había en las fechas triunfales) y se procuró una firma de mayor valor y autoridad que la propia para estampar en la denuncia formal que un día de mayo del 39 fue presentada en comisaría. Esa firma fue la de un profesor de aquella misma Facultad, Santa Olalla su nombre, de fanatismo reconocido y con quien mi padre no había tenido clases ni tan siquiera contacto, pese a que por lo visto el docente tampoco se había privado de figurar en la nada fanática expedición del Crucero del 33. Tantísimos años más tarde, cuando yo fui estudiante en las mismas aulas (pero ya por entonces y todavía entonces eternamente franquistas), seguía predicando en ellas aquel Santa Olalla en su calidad de muy veterano catedrático ahora -debió de ganar su título raudamente y con facilidad-, y su realidad y su fama en mi época eran de fascista cabal, tanto en sentido analógico como ideológico como político como temperamental, es decir, sensu stricto. Tengo entendido que también alcanzó la cátedra en alguna Universidad del norte (La Coruña, Oviedo, Santander, Santiago, no lo sé) el delator principal, Del Real, premiado probablemente por sus inmediatos y espontáneos servicios a la temprana e hiperactiva policía franquista del 39. Pero al parecer este otro delator docente aún se permitió presumir de 'semiizquierdista' ante sus revoltosos alumnos de los años setenta -nada en ello, en el fondo, de excepcional-, y algunos incautos e ignorantes jóvenes septentrionales de aquella década díscola lo encontraban 'encantador'. Así va el mundo ('Habla, delata, denuncia. Cállalo luego, y entonces sálvate'). Lo último que mi padre supo más o menos personalmente de él fue en el propio mayo del 39, mes y medio después de terminada la Guerra, en plena represión y supresión y concienzuda purga de los derrotados y al poco de su detención y encarcelamiento el día de San Isidro, patrón de Madrid, cuando algún conocido común -o quizá fue mi madre que fue a visitarlo y que aún no era mi madre ni su mujer- llegó a contarle que Del Real se pavoneaba de su gran hazaña por la ciudad con estas o parecidas palabras: 'Voy a conseguir que a Deza le caigan treinta años de cárcel, si es que no algo peor'. Ese 'algo peor' era fácil que le cayera en aquellas fechas a cualquier detenido con motivo o sin él, hubiera pruebas en su contra o no: si no las había se fabricaban, y aun eso no solía hacer falta, para su condena bastaba en principio la mera denuncia, la de un portero; un vecino, un envidioso, un cura, un resentido, un rival, un delator profesional o uno meritorio, un cortejador rechazado, una despechada novia, un compañero, un amigo, se daban por buenas todas, más valía pasarse que quedarse cortos a la hora de completar la 'atrición' iniciada en el 36, la palabra era de Thomas. Y ese 'algo peor' tenía el nombre de paredón.
Tuvo suerte Juan Deza dentro de todo, en comparación con tantos otros, y hasta la blanca tapia no logró mandarlo su delator. Durante la Guerra mi padre había sido soldado del Ejército Popular, o de la República, como prefería llamarlo él (había cumplido veintidós años cuando estalló, era unos meses menor que Wheeler), pero, destinado a tareas administrativas en la retaguardia de Madrid, estuvo primero en una compañía de Intendencia, luego fue nombrado traductor del Ejército de Tierra, más adelante prestó servicio como colaborador o ayudante de don Julián Besteiro hasta la capitulación, y así nunca hubo de entrar en combate. Y puesto que le constaba no haberse visto obligado a disparar un solo tiro de su fusil, también tenía la certeza absoluta de no haber matado a nadie, de lo cual, decía, se alegraba infinitamente. Escribió sus artículos del Abc y de alguna otra publicación, emitió programas de radio durante una temporada del 37 en que fue enviado a Valencia, y por encargo del Estado Mayor tradujo un voluminoso libro inglés de cuyo autor no se acordaba pero sí del título, Spy and CounterSpy (A History of Modern Espionage), y que seguramente jamás vio la luz que él le dio en español con destino al Ministerio de la Guerra. Pero las acusaciones de sus denunciadores incluían 'delitos' mucho más graves y -si bien fantásticos- concebidos con la peor intención, de falsedad difícil de desenmascarar: entre varios otros, el de haber sido colaborador del diario moscovita Pravda, el de haber servido de enlace, intérprete y guía en España del 'bandido Deán de Canterbury' (Dr Hewlett Johnson, conocido como 'el Deán Rojo' o 'the Red Dean', al que mi padre no había visto jamás), y el de ser conocedor seguro de toda la trama de la 'propaganda roja' a lo largo de la contienda, lo cual equivalía a una invitación muy directa a que se le arrancara información tan excepcional por cualquier medio (por lo demás el habitual). Nada de eso sucedió, por fortuna: contó con testigos veraces, incluso entre los que venían 'de cargo'; milagrosamente le tocó un alférez jurídico de gran decencia, que lejos de tergiversar sus refutaciones durante la instrucción (como era costumbre en aquel sistema judicial), le propuso tomárselas al dictado para mayor exactitud, receloso de las imputaciones, y que antes de devolverlo a la celda le dijo: 'No le doy la mano porque nos ven y pueden pensar que tenemos alguna relación, pero espiritualmente estoy con usted' ('Antonio Baena', rememoraba mi padre, 'este nombre no lo olvidaré'); y también le cayó en suerte un juez dichosamente holgazán que traspapeló su expediente y acabó por sobreseer su caso en vista del anómalo comportamiento de algún 'testigo de cargo' y de la consiguiente confusión. Y así Juan Deza, mi padre, pasó un tiempo en prisión durante el cual enseñó a leer y escribir, sumar, restar y multiplicar a compañeros reclusos analfabetos (y a los más instruidos unas nociones de francés), y después pudo salir -se quedó sin enseñarles a dividir- aunque para vivir represaliado durante muchos años, verse desde luego impedido de ejercer cualquier docencia a cualquier nivel, a diferencia de sus encatedrados acusadores, y también de volver a publicar una línea más en la prensa de su país, cuya tinta era ya toda azul. Uno de los 'testigos de cargo' que sí se reflejó en el espejo oscuro de su función, otro antiguo compañero de Facultad al que su víctima había visitado y prestado libros bajo los bombardeos, novelista de barato o prostituido éxito más adelante (Flórez su nombre), le hizo llegar este recado a través de su amiga mi madre: 'Si Deza no vuelve a acordarse de que tiene una carrera, podrá vivir; en otro caso, lo hundiremos'. Pero esa es otra historia. Algunas veces lo vi dolerse en silencio por su azarosa situación, y lo vi pasarlo mal. Pero nunca lo vi amargado, ni nos transmitió a sus hijos resentimiento alguno, y el que podamos tener lo hemos desarrollado nosotros solos. Tampoco lo oí quejarse, ni decir en voz alta los nombres de sus delatores fuera del círculo familiar y de los amigos más íntimos, algunos de los cuales ya los conocían bien y de primerísima mano -aquellos dos nombres- desde el día de San Isidro de 1939. Pese a las zancadillas y trabas se supo desenvolver en la vida, y si él no se quejó ni en los años más duros e ingratos, no era yo quién para hacerlo por él. O tal vez sí. Tal vez sí lo fuera y además el único, junto con mis dos hermanos mayores y mi hermana menor, para hacer eso que tampoco ofende, lamentarse un poco por otros, por mi madre ahora y también por él.
Del mismo modo, yo nunca me había abstenido de mencionar esos nombres cuando se había terciado o había venido a cuento, porque desde niño me los sabía, Del Real y Santa Olalla, Santa Olalla y Del Real, y para mí habían sido siempre los nombres de la traición, y esos nunca hay por qué protegerlos. Y era en eso en lo que pensaba mientras en la noche larga junto al río Cherwell empecé a recoger por fin todos los libros de Wheeler que había sacado de su estantería oeste y esparcido por su despacho o estudio, y a poner mal orden, y a limpiar y despejar la mesa y a retirar bandejas y botellas y mi vaso y el hielo, ardua tarea todo para lo cansado y absorto que estaba y lo tarde que se me había hecho, aunque preferí no saber cuánto y no miré ningún reloj. ¿Cómo era posible que mi padre no hubiera sospechado ni detectado nada? Era un hombre inteligente y culto, ningún tonto, y bastante precoz, aunque desde luego un optimista irredento, confiado en principio con todo el mundo. Pero aun así. ¿Cómo se podía pasar media vida junto a un compañero, un amigo íntimo -media vida de la niñez, de pupitre, de la juventud-, sin percatarse de su naturaleza, o al menos de su naturaleza posible? (Pero acaso en todos cualquier naturaleza es posible.) ¿Cómo puede no verse en el tiempo largo que quien acabará y acaba perdiéndonos nos va a perder? ¿No intuirse ni adivinarse su trama, su maquinación y su danza en círculo, no oler su inquina o respirar su desdicha, no captar su despacioso acecho y su lentísima y languideciente espera, y la consiguiente impaciencia que quién sabe durante cuántos años habría tenido que contener? ¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan sólo cuando no lo espere? Sin duda hubo de aplacar muchas veces su efervescencia ese hombre y morderse los labios hasta hacerse sangre, y enfriar esa sangre cuando ya le hervía, y aplazar el término de su malograda y fétida fermentación, para todavía volverlo a aplazar. Todo eso se nota, se percibe, se huele y hasta en ocasiones se palpa y nos llega el sudor, y nos aturde la condensación. Como mínimo se presiente. En realidad se sabe, o se debe saber. ¿O acaso una vez que las cosas suceden no nos damos cuenta de que sabíamos que iban a suceder, y que era así justamente como habían de ir? ¿Y no es verdad que en el fondo no nos extrañan tanto como aparentamos ante los otros y sobre todo ante nosotros mismos, y que vemos toda la lógica entonces y reconocemos y aun recordamos los desatendidos avisos que alguna capa de nuestra inconsciencia sin embargo sí atendió? Quizá es que queremos convencernos de nuestra propia estupefacción, como si en ella encontráramos incongruente consuelo y disculpas inútiles que en verdad no sirven: 'Ay, yo no sabía, cómo podía imaginar y menos aún sospechar, es lo último que me habría esperado y jamás se me habría ocurrido, habría dado mi palabra, habría jurado, habría puesto la mano en el fuego, me habría jugado el cuello, habría apostado mi oro y arriesgado mi honor, oh qué engaño, qué desengaño, qué increíble y no verdadera resulta ser esta traición'. Pero no hay tal estupefacción casi nunca. No en lo más hondo, no en el saber que no se atreverá decirse ni a pronunciarse ni tan siquiera a saber o a saberse ni a tenerse conciencia, no en el que se teme tanto que se detesta y se niega y se oculta a sí mismo y se ahuyenta, o se mira tan sólo con el rabillo del ojo y con el rostro embozado siempre. Sí la hay, esa estupefacción, en nuestras capas más altas que no son sólo las superficiales y las epidérmicas sino que en realidad son todas, también las medias y también las bajas y las profundas, y hasta las recónditas y subterráneas y las venosas, las de fuera y dentro y las de muy adentro, las de la vida diaria y externa de la punta de lanza y las de nuestra solitaria pausa, las de la compañía que ríe alegre y las del inicio abismal del sueño, cuando atisbamos durante un instante lo que vamos siendo en nuestro conjunto y cuál es la historia que va a contarse cuando acabe nuestro acabamiento. Sí, hasta esa capa de rendición y angustia o de premonición admite esa perplejidad, esa sorpresa. Pero no la más honda que casi nunca alcanzamos, la que habita en el revés del tiempo y no se engaña ni se equivoca, la que se confunde con miedo o adopta su disfraz, el del miedo, y la desoímos por eso, para que el temor no nos gobierne y nos dicte los pasos y nos lleve a sucumbir bajo lo temido, o a propiciarlo. Desechamos indicios y rehusamos interpretar tantos signos ('Cállate, cállate, y entonces sálvame'), y los relegamos y echamos a la bolsa de las figuraciones, para contraponerles otros que en el fondo sabemos que no son señales sino fingimientos y simulacros que buscan nuestra confianza y nuestro sopor o adormecimiento ('Mantén un ojo abierto cuando dormites, mantenlo', cité para mis adentros). Porque en realidad sería imposible engañarnos si así lo quisiéramos -no engañarnos-, tarea vana y fracasado empeño. Pero no solemos. No solemos quererlo: nos aburren la protección y la prevención y la alerta, y a todos nos gusta arrojar el escudo lejos y marchar ligeros blandiendo la lanza como un adorno.
Siendo ya adulto había preguntado a mi padre, aunque sin demasiada insistencia. De niños y adolescentes nos habían contado la historia a mis hermanos y a mí, pero solamente en su esqueleto, lo mínimo, como si él y mi madre no quisieran enterarnos aún mucho de lo que aguarda a todos en mayor o menor medida y de hecho ya comienza en la infancia -chivatazo, soplo, traición, puñalada, delación, engaño, denuncia, venta-, y eso que en aquella época nos llegaba sin falta y por diversos cauces el ejemplo fundacional o caso máximo que los Evangelios cuentan, porque otros más antiguos, los de Jacob y David, Absalón, Adonías, los de Dalila y Judit y hasta el de Caín poco querido, tenían meta y aducían causa, y por eso sus traiciones eran menos puras y desinteresadas, más esperables y comprensibles, menos gratuitas y menos graves (las famosas treinta monedas no fueron nunca el motivo, sino tan sólo un revestimiento y un símbolo tangible en el que encarnar el acto, y representarlo). Pero nunca le había gustado a Juan Deza hablar mucho de aquel asunto, tal vez porque le dolía el mero recuerdo, tal vez por no tentarse a manifestaciones de encono, o quizá por no dar importancia -ni siquiera con su relato- a quien sólo le mereció desprecio desde el día de San Isidro de 1939, si es que no desde algo antes.
'Pero ¿tú nunca intuiste nada?', le había preguntado yo aprovechando alguna ocasión en que rememoraba otros episodios de aquellos tiempos.
'¿Antes de mi detención? Bueno, sí, claro, me habían llegado noticias de la campaña de difamación y denuncia que había iniciado. Noticias indirectas, procedentes de la zona nacional a la que él había pasado sin decirnos nada a nadie, nunca supimos con exactitud en qué momento ni cómo (salir de Madrid no era fácil, sin ayuda de fuera casi imposible); tardíamente desde luego, de hecho nos enteramos sólo entonces, de que se había pasado. No sé: previendo que la derrota estaba al caer, Supongo, y tomando ya sus posiciones. No es que no me diera cuenta de lo peligroso que resultaba eso, y de su posible alcance. Quien ha sido tu amigo durante muchos años habla con una autoridad que es venenosa si la emplea en tu contra. La gente piensa que tendrá buen conocimiento de causa, que sabe lo que se dice. Aunque en aquellos días convencer, francamente, no era requisito indispensable, como persuadir tampoco. Bastaba con un poco de énfasis y vehemencia, y ni siquiera era eso una exigencia.'
'Me refería a antes de eso, a antes de que tuvieras noticia de sus infundios. ¿Nunca sospechaste nada, no se te pasó por la cabeza que pudiera ir contra ti, que te había puesto la proa, que buscaba perderte?'
Mi padre se había quedado callado un instante, pero no como quien vacila y medita una respuesta para no darla inexacta, sino que era más bien la pausa de quien desea subrayar con ella una verdad, o una certeza.
'No. Jamás había imaginado algo así. Cuando lo supe, no di crédito al principio, pensé que tenía que ser un error o un malentendido, o una mentira de otros, cuya intención se me escapaba. Una insidia. Una cizaña. Luego, cuando la cosa me llegó por demasiados conductos y ya no pude hacer caso omiso y la tuve que creer, y resignarme a aceptarla, me resultó incomprensible, inexplicable.'
Esa era la palabra que empleaba siempre, 'incomprensible', quiero decir las contadas veces que me había atrevido a intentar que me hablara más de aquello.
'Pero a lo largo de tantos años de trato', había insistido yo, '¿no habías tenido nunca el menor indicio, ningún recelo, una advertencia interior, una punzada, un presentimiento, algo?'
'Nada', había contestado él, cada vez más lacónico y oscurecido, y entonces yo cambiaba de tema para no apagarlo. Supongo que lo amargaba recordar su ingenuidad o buena fe, no tanto haberlas tenido cuanto no haber podido conservarlas. O eso debía de creer él. La verdad es que las conservaba, y aun de más en mi opinión (algún otro sinsabor le trajeron, si bien no tan agrios y con la diferencia de que ya sólo a medias lo sorprendieron), yo he sido más cínico y descreído, creo, aunque tampoco lo suficiente, acaso, para tiempos tan desleales como son estos. Quizá he tenido los pies más en el suelo y he sido más pesimista, eso es todo, y también más enturbiado.
Mi madre había muerto cuando yo era demasiado joven para interrogarme sobre estas cuestiones reflexivamente, así que de verdadero adulto ya no pude preguntarle (esto es, con conciencia de serlo): tal vez ella, que tenía los pies más en la tierra, habría aventurado al menos alguna explicación posible: no había sido tan amiga como mi padre, pero había conocido al traidor desde luego. Se había movilizado para sacar a Juan Deza de la cárcel, pese a que entonces no eran todavía novios, sólo antiguos compañeros de Facultad inseparables. Se había movilizado mucho también durante la Guerra, por lo que yo sabía, para ayudar y paliar aquí y allá, dentro de sus posibilidades. Tiempo antes, en el 36, cuando la sublevación militar y la 'revolución' simultáneas del 18 de julio convirtieron los días y semanas siguientes en un absoluto caos aprovechado por ambos bandos (cada uno en los territorios bajo su dominio) para ajustar rápidas e irreversibles cuentas y matar a mansalva sin control alguno, le había tocado buscar, como la mayor de ocho hermanos en edades jóvenes e infantiles, al de diecisiete o dieciocho años que una noche no volvió a casa. Y en aquellos primeros meses tras el estallido, la idea que se venía a la mente de las familias cuando ocurría eso -antes que ninguna otra, el terror tan dominante- era que el ausente hubiera podido ser detenido arbitrariamente por milicianos de ronda, trasladado a una cheka y luego, al anochecer o a la noche y sin más procedimiento, ejecutado en cualquier carretera o camino de las afueras. Por las mañanas, los miembros de la Cruz t Roja los recorrían para recoger los cadáveres de las cunetas y los arrabales, fotografiarlos, enterrarlos y, si ello era posible, identificarlos antes para archivar en una ficha el fin de su vida y su muerte. Lo mismo en ambas zonas, en siniestra simetría demente. En Madrid se encargaban los llamados Tribunales Populares a partir de cierto momento, pero aunque participaran magistrados en ellos (sujetos a los 'comisarios políticos' de los partidos, privados de independencia), los métodos expeditivos y sumarísimos se siguieron pareciendo en exceso a los que habían precedido a su instauración más bien ¡inútil para frenar o encauzar tanta saña.
Así que mi madre se había echado a la calle a patearse comisarías y chekas en busca del hermano menor perdido, con la contradictoria esperanza de no encontrar de él ni rastro: no en aquellos lugares fatídicos que sin embargo eran los que debían recorrerse primero siempre, tras las desapariciones. No tuvo suerte y sí dio con él, o más bien con su reciente foto de muerto, de joven muerto, de hermano muerto. Quién sabe por qué lo prendieron los que se lo llevaron a la cheka de la calle Fomento junto con una amiga que lo acompañaba y que corrió su mismo negro destino prematuro y raudo. Acaso porque él se hubiera puesto por la mañana una insensata corbata y no les vieran suficiente pinta revolucionaria (los famosos monos azules que -había leído en Thomas, había oído a mis padres, había visto en mil fotos- se convirtieron en el casi obligado uniforme civil de todo fie ro armado madrileño), o porque no saludaron con el puño en alto, o porque una imprudente crucecita o medalla le colgara a ella del cuello, culpas así eran motivo para recibir un tiro en la sien o una descarga en el pecho en aquellos días de la suspicacia aguda como coartada para el asesinato superfluo, lo mismo que en el otro lado no alzar el brazo a la fascista o la nazi, u ofrecer un aspecto de deliberación proletaria, o haber sido lector de los periódicos republicanos, o tener fama de pasar de largo ante las innumerables iglesias peninsulares, las del suelo patrio.
Nunca creí que existiera esa burocrática foto a la que había oído aludir, de pequeño tamaño. Quiero decir que se conservara en ninguna parte, o que se guardara, o que la tuviera mi madre Elena a quien tocó encontrarla, que la hubiera pedido en la cheka a los comisarios políticos del 36 y se la hubieran dado, cuando la edad de ella sería de veintidós años, la mayor de ocho hermanos pero aún también muy joven. Y cuando la descubrí casualmente, mucho tiempo después de su muerte, envuelta en un extraño trocito de raso con dos anchas listas de color rojo flanqueando otra de negro, y el raso metido en una cajita metálica de almendras de Alcalá de Henares junto con alguna otra foto ya no envuelta del hermano aún vivo y el carnet de la Biblioteca del Decanato de la Facultad de Letras y papeles varios de los años treinta cuidadosamente plegados para que cupieran todos (entre ellos un ingenuo poema callejero a Madrid coronado por la bandera de la República con su color morado, cuánto riesgo había corrido mi madre por conservarlo durante el franquismo eterno), mi impulso inicial fue no mirarla, la foto, y no pararme en lo que ya había avistado como un fogonazo o una mancha de sangre y reconocido nada más desdoblar la tela, lo había reconocido al instante aunque nunca lo hubiera visto y por lejos de mi memoria que estuviera en aquel momento el tan remoto y mortal episodio. Mi impulso fue cubrirla de nuevo con el pedacito de raso, como quien guarece de cualquier ojo vivo el semblante de un cadáver, o como si hubiera tenido repentina conciencia de que uno no es responsable de lo que ve pero sí de lo que mira, de que lo segundo puede rehuirse siempre -puede elegirse- tras la visión inevitable primera, la que es traicionera, involuntaria, fugaz, la llegada por sorpresa, uno puede cerrar los ojos o tapárselos con la mano en el acto, o volver la cara, o elige pasar velozmente una página sin detenerse en ella ('Pásala, pásala, que yo no quiero tu horror ni tu sufrimiento. Pásala, y entonces sálvate').
Hasta que me paré a pensar palpitante, y pensé entonces que si mi madre pidió y se llevó y conservó toda su vida la foto de la atrocidad, no fue a buen seguro por ningún sentimiento malsano ni para mantener vivo ningún rencor que habría carecido forzosamente de destinatarios concretos, pues nada de eso casaba con su carácter. Sino probablemente para poder cerciorarse, cada vez que le pareciera imposible y tan sólo un sueño que su hermano Alfonso hubiera muerto de tan mezquina manera y ya no fuera a volver a casa ni aquella noche de recorrer las calles y las comisarías y cheleas ni ninguna otra tampoco. Y para que el elemento de irrealidad que acaba por envolver las pérdidas no transitorias no se adueñara del todo de sus imaginaciones nocturnas. Y quizá también porque dejar la foto en aquel fichero de muertes administradas habría venido a ser como dejar a la intemperie el cuerpo que jamás llegó a ver ni a saber dónde yacía, y no darle sepultura. Y en cuanto a destruirla más tarde, comprendo que eso tampoco lo hiciera, si bien estoy convencido de que jamás volvió a mirarla, y de que era seguramente para ni siquiera ponerse en el riesgo de verla por lo que la guardaba envuelta en aquel trozo de tela roja y negra, como un aviso o una señal disuasoria que la advirtiera: 'Recuerda que estoy aquí. Recuerda que soy aún, y que así es cierto que he sido. Recuerda que podrías verme, y que tú me has visto'. Y casi seguro que no la enseñó, esa foto, no lo creo. No a sus padres desde luego, no a su madre delicada y asustadiza siempre, sobrepasada siempre por los tantos hijos y por las continuas solicitaciones del marido, el padre, quien tan para sí la quería que casi la secuestraba; y no a él, no a aquel padre tan simpático como autoritario, francés de origen, y por cuya causa mi verdadero nombre no es Jacobo ni Jaime ni Santiago ni Diego ni Yago, que son todos el mismo, sino Jacques, que también lo es en su forma francesa y por el que sólo ella me ha llamado en la vida, mi madre, amigos parisinos aparte y si no me olvido de nadie. No, no se la mostraría a ellos aunque le tocara por fuerza comunicarles la noticia y contarles su descubrimiento, ni a los demás hermanos, más jóvenes todos e impresionables, y el único que no era esto último, el mayor de los varones que en edad iba tras ella, andaba escondido por la ciudad, cambiando sin cesar de domicilio a la espera de poder refugiarse en alguna Embajada neutral, o no alineada oficialmente. Tal vez sí la dejó ver a mi quién sabe si ya enamorado de entonces, o acaso la halló él mismo en la comisaría y la sacó del fichero con un estremecimiento y una maldición callada, y hubo de ser él quien se la enseñara a ella, lo último que habría querido. Pues creo que la acompañó toda aquella noche y el día, en su largo peregrinaje angustiado, y al final más desolado.
Casi lo peor de esa foto son los números y las etiquetas sobre el cuello y el pecho del muchacho ajusticiado sin delito ni culpa ni juicio, que fue y no fue mi tío Alfonso, o que lo habría sido. Un 2, y debajo 3-20, a saber qué significaban, qué método de improvisada clasificación se usaba para los muertos innecesarios sin nombre, fueron tantos a lo largo de años que nadie ha podido contarlos y todavía menos nombrarlos, tantos por la península entera, norte y sur.
y este y oeste. Pero no, lo peor no es eso, y cómo podría serlo si hay manchas de sangre en el rostro joven, en la oreja la más extensa, de donde se diría que hubiera brotado, pero también en la nariz y en la mejilla y la frente y sobre el párpado cerrado izquierdo a modo de salpicaduras, y casi no parece su cara la misma que la del muchacho vivo de la otra foto que no estaba envuelta en raso, ese chico con su corbata. Lo más reconocible es lo que en ambas alcanza a verse de los incisivos centrales un poco salientes, y también esa oreja izquierda desde la que había sangrado el muerto, parece igual que la del vivo. Una mano amistosa se apoyaba sobre el hombro de éste, y quien quiera que fuese su dueño (remangada la camisa como la tenía yo ahora, mientras recogía), se había inclinado para posar y salir en la foto en cuyo cuadro no entró pese a todo, quizá era algún otro hermano suyo, de mi madre Elena y de mi tío Alfonso, él lucía de vivo un pañuelo en el bolsillo y se peinaba con la raya a la izquierda sobre su pico de viuda, según la costumbre predominante en aquella época y que aún duró hasta mi infancia, yo llevaba la raya también a ese lado, de niño, cuando era todavía mi madre quien nos peinaba con agua, a mí y a mis dos hermanos, y a mi hermana con mayores detenimiento y esmero su melena más corta o más larga, según los años (quizá su misma mano, pero entonces fraterna, había sido la responsable de peinar también al muchacho vivo, de más pequeño). Esa foto envuelta había vuelto a envolverla y guardarla después de verla y no querer verla y luego mirarla un poco, muy poco porque es difícil hacerlo y más aún es resistirla, nunca debería habérseme mostrado y yo no debo mostrarla a nadie. Pero hay imágenes que se quedan grabadas aunque duren un destello, y así me había sucedido con esa, hasta el punto de poder dibujarla con precisión de memoria y así lo hice de pronto, cuando ya había despejado la mesa de Wheeler y casi todo parecía intacto, y así les evitaba un disgusto doméstico a Peter y a la señora Berry cuando bajaran por la mañana, más temprano que yo sin remedio: debía de ser tardísimo, prefería seguir ignorando cuánto.
Así que ya lo creo que tuvo suerte mi padre, dentro de todo, al acabar la Guerra, cuando muchos de los vencedores pensaban sólo en desquitarse, de cosas como la de mi tío y aun de otras mucho peores, y también de los miedos pasados o de la frustración padecida o de las debilidades mostradas o de la compasión recibida, o de lo imaginario o de nada en numerosos casos -tan propicio el clima para la venganza, la usurpación, el resarcimiento, y para el cumplimiento increíble de los más quiméricos sueños del despecho y la envidia y la rabia-, y cuando algunos con más cerebro abrigaban otra idea más amplia y abarcadora, menos pasional y más abstracta, pero de resultados igualmente sangrientos al quererse llevar a la práctica: la de la eliminación total del enemigo, la del derrotado, y luego la del sospechoso, y la del neutral y el ambiguo y la del no fanático y la del no entusiasta, y luego la del moderado y el remiso y el tibio, y siempre la del que les cayó antipático.
De modo que en otras ocasiones había vuelto a preguntar a mi padre, tras dejar pasar tiempo desde la vez anterior, y había tratado de estrechar un poco el cerco, nunca mucho, no quería causarle desazón excesiva ni melancolía. No recordaba cómo surgía el tema pero cada vez había surgido solo, pues tampoco se me ocurría forzarlo nunca. Y le había dicho:
'Pero en el asunto de Del Real, ¿de verdad nunca supiste o es que no has querido contárnoslo?'
Me miró con sus ojos azules que no he heredado, con su habitual limpieza que tampoco me fue transmitida o no tanto, y me contestó:
'No, no lo supe. Y al salir de la cárcel le tenía tal asco que no me valía la pena ni intentar averiguarlo. Ni a través de terceros ni directamente.'
'Porque en realidad nada te habría impedido entonces ir a buscarlo, o coger el teléfono y decirle: "Pero esto qué es, te has vuelto loco, por qué quieres matarme", ¿no?'
'Habría sido hacerle un caso que, me hubiera dado la explicación que fuese, y lo más probable es que no hubiera tenido ninguna ni tampoco la hubiera intentado, no se merecía. Seguí con mi vida y traté de no tenerlo en cuenta, ni siquiera cuando me llegaban represalias y negativas que a él le debía, a su gran iniciativa. Lo suprimí de mi existencia. Y es lo mejor que pude hacer, estoy convencido. No sólo para mi espíritu, también desde el lado práctico. Jamás volví a verlo ni a tener el menor contacto, y cuando me enteré de su muerte tantísimos años más tarde, me parece que fue en los ochenta, ni siquiera recuerdo bien cuándo, no sentí nada ni le dediqué dos pensamientos. En realidad llevaba ya muerto decenios, desde el día de San Isidro del 39. Imagino que lo entiendes.'
'Sí, lo entiendo bien', respondí. 'Lo que no entiendo ni nunca he entendido es que tú no te maliciaras nada, que no lo vieras venir teniéndolo a dos palmos durante años y años, algo así está en el carácter. Ni por qué él lo hizo, por qué se hace algo así, sin necesidad sobre todo. No me explico que no hubiera habido nada entre vosotros, ninguna rencilla, algún roce, no sé, que hubierais cortejado los dos a una misma mujer, qué sé yo, alguna ofensa inconsciente por parte tuya, o que sin serlo él hubiera podido tomarse como tal. Estoy seguro de que tuviste que pensar, darle vueltas, hacer memoria. No me creo que no lo hicieras, mientras estabas en la cárcel al menos y no sabías en qué iba a parar. Después… sí, después sí lo creo, que ya no volvieras a preguntarte. Eso no me cuesta creerlo.'
'No sé', había respondido mi padre, y se había quedado mirándome con interés, casi con curiosidad, como devolviéndome un poco, con deferencia, los que yo le mostraba. A veces me miraba de ese modo, como si tratara de comprender mejor al hombre tan distinto de él que yo era, como buscando reconocerse en mí pese a las diferencias más evidentes y tal vez algo superficiales, y en ocasiones me parecía que sí lo lograba, 'entre líneas', por así decir, reconocerme. Y tras esa pausa había añadido: '¿Tú te acuerdas de Lissarrague? Lo que hizo fue extraordinario, os lo he contado más de una vez'. Y antes de que yo contestara que me acordaba perfectamente, él me lo refrescó (eso sí le gustaba rememorarlo y contarlo): 'Su intervención fue decisiva. A su padre, militar, lo habían asesinado, y él tenía relación con la Falange, de modo que, entre lo uno y lo otro, gozaba en aquellos momentos de la consideración franquista. Mis denunciantes le preguntaron si conocía mi actuación durante la Guerra, y al contestar él que sí, lo citaron como testigo de cargo. Pero al ser interrogado en el juicio, no sólo negó todas las acusaciones falsas que se me imputaban, sino que además habló muy favorablemente de mí. El capitán jurídico se puso nervioso y, atónito ante su declaración, le espetó: "¿Pero usted sabe que ha sido citado como testigo de cargo?" Alo que Lissarrague contestó: "Yo creía que había sido citado para decir la verdad". El juez, estupefacto, le preguntó entonces que, si cuanto él decía era cierto, a qué obedecían en ese caso las gravísimas denuncias presentadas contra mí. Y Lissarrague respondió concisamente y sin vacilación: "Envidia". Ya ves, él y otros lo vieron así y no le dieron más vueltas al asunto. Y yo, sin embargo, no estoy seguro de que la explicación fuese tan sencilla'.
'Pues más a mi favor', aproveché para decir en seguida. 'Razón de más para que te preguntases, ¿no? Si no te bastaba la explicación más sencilla, y la que todos daban por buena pero tú no.'
'No, no me bastaba', había replicado entonces mi padre con un leve dejo de amor propio intelectual. 'Pero eso no significa que diera con la explicación compleja, ni que encontrarla me interesara lo suficiente para dedicar mi tiempo a ello o volver a dirigir la palabra a aquel hombre, ya no iba a pedirle cuentas. Hay personas cuyos móviles no merecen la indagación, aunque las hayan llevado a cometer actos terribles o precisamente por eso. Esto, lo sé, va totalmente en contra de la tendencia actual. Hoy en día todo el mundo se pregunta por lo que conduce a un asesino reiterado o masivo a asesinar masiva o reiteradamente, a un coleccionista de violaciones a incrementar siempre su colección, a un terrorista a despreciar todas las vidas en nombre de alguna primitiva causa y a acabar con el mayor número posible de ellas, a un tirano a tiranizar sin límites, a un torturador a torturar sin límites, lo haga burocrática o sádicamente. Hay una obsesión por comprender lo odioso, en el fondo hay una malsana fascinación por ello, y a los odiosos se les hace con esto un inmenso favor. Yo no comparto esa curiosidad infinita de nuestro tiempo por lo que en ningún caso tiene justificación, aunque se le encontrasen mil explicaciones distintas, psicológicas, sociológicas, biográficas, religiosas, históricas, culturales, patrióticas, políticas, idiosincrásicas, económicas, antropológicas, lo mismo da. Yo no puedo perder mi tiempo en indagar sobre lo malo y lo pernicioso, su interés es mediano siempre en el mejor de los casos y a menudo nulo, te lo aseguro, he visto mucho. El mal suele ser simple, aunque a veces no tan simple, si eres capaz de apreciar el matiz. Pero hay indagaciones que manchan, y hasta las hay que contagian sin dar nada valioso a cambio. Hoy existe un gusto por exponerse a lo más bajo y vil, a lo monstruoso y a lo aberrante, por asomarse a contemplar lo infrahumano y por rozarse con ello como si tuviera prestigio o gracia y mayor trascendencia que los cien mil conflictos que nos asedian sin caer en eso. Hay en esta actitud un elemento de soberbia, también, uno más: se ahonda en la anomalía, en lo repugnante y mezquino como si nuestra norma fuese la del respeto y la generosidad y la rectitud y hubiese que analizar microscópicamente cuanto se sale de ella: como si la mala fe y la traición, la malquerencia y la voluntad de daño no formaran parte de esa norma y fueran cosas excepcionales, y merecieran por ello todos nuestros desvelos y nuestra máxima atención. Y no es así. Todo eso forma parte de la norma y no tiene mayor misterio, no mayor que la buena fe. Pero esta época está dedicada a la tontería, a las obviedades y a lo superfluo, y así nos va. Las cosas deberían ser más bien al revés: hay acciones tan abominables o tan despreciables que su mera comisión debería anular cualquier curiosidad posible por quienes las cometen, y no crearla ni suscitarla, como tan imbécilmente sucede hoy. Y así fue en mi caso, pese a que fuera mi caso, mi vida. Lo que aquel antiguo amigo había hecho conmigo era tan injustificable, y tan inadmisible y grave desde el punto de vista de la amistad, que todo él dejó de interesarme al instante: su presente, su futuro y también su pasado, aunque en él estuviera yo. Ya no necesitaba saber más, ni estaba dispuesto tampoco a ello.'
Se había detenido y me había mirado otra vez con fijeza y con expectativa, como si yo no fuera uno de sus consabidos hijos sino un amigo más joven, un amigo reciente que hubiera ido a verlo aquella mañana a su casa de Madrid tan luminosa y acogedora. Y como si pudiera esperar de mí una reacción novedosa a lo que había dicho.
'Eres mejor que yo', ese fue mi comentario. 'O si no es cuestión de mejor ni peor, entonces serás más astuto y más libre. No lo puedo jurar, pero creo que yo habría buscado vengarme. Tras la muerte de Franco, no sé, cuando hubiera sido factible.'
Había reído mi padre entonces, y eso sí lo había hecho paternalmente, más o menos como cuando de niños soltábamos ingenuidades grandes o alguna inconveniencia ante las visitas.
'Puede ser', había dicho, 'tú tienes una propensión a engancharte en las cosas, Jacobo, de algunas te cuesta zafarte, no siempre sabes dejar atrás. Pero sobre todo es señal de que todavía te sientes muy joven. Aún crees disponer de un tiempo ilimitado, tanto como para malgastarlo. Quizá no te sea fácil ver esto, pero intentar vengarme habría sido tan sólo perder más tiempo por causa suya, y los meses de cárcel ya me fueron bastante. Además le habría dado una especie de justificación a posteriori, un falso asidero, un motivo anacrónico para su acción. Ten en cuenta que en el conjunto de una vida lo cronológico va perdiendo importancia, no se distingue tanto lo que vino antes de lo que vino luego, ni los actos de sus consecuencias, ni las decisiones de lo que desencadenan. El habría podido pensar que al fin y al cabo yo le había hecho algo, qué más daba cuándo, y haberse ido a la tumba más conforme consigo mismo. Y no fue así, no ha sido así. Yo nunca lo perjudiqué, nunca le hice ni le había hecho nada, ni antes ni después ni desde luego entonces. Y quizá fuera eso lo que no tolerara, lo que le doliera. Hay personas que no perdonan que se porte uno bien con ellas, que les tenga lealtad, que las defienda y les preste su apoyo, no digamos que les haga un favor o las saque de algún apuro, eso puede ser la sentencia definitiva para el bienhechor, me juego lo que sea a que conocerás tus ejemplos. Parece como si esas personas se sintieran humilladas por el afecto y la buena intención, o pensaran que con eso se las hace de menos, o no soportaran creerse en imaginaria deuda, u obligadas a la gratitud, no sé. Claro que esos individuos no querrían lo contrario tampoco, válgame el cielo, son de una gran inseguridad. Y perdonarían aún menos que se portase uno mal y con deslealtad, que les negara favores y los dejara metidos en sus atolladeros. Hay personas que simplemente resultan ser imposibles, lo único sabio es apartarse de ellas y mantenerlas lejos, que no se te acerquen ni para bien ni para mal, que no cuenten contigo, no existir para ellas, ni siquiera para combatirlas. Claro que eso es un desideratum. Por desgracia uno no resulta invisible a voluntad y según su elección. Pero mira, estando yo en la cárcel vino a visitarme (tela metálica por medio) nuestra amiga Margarita, y estaba tan indignada con las manifestaciones de mi delator oídas aquí y allá, que su vehemencia llamó la atención de los carceleros. Le preguntaron de quién hablaba así, debían de temer que fuese del mismísimo Franco. Ella se lo dijo, pues tenía el genio muy vivo, y entonces la hicieron acompañarlos hasta la casa de él para comprobar si era verdad. En la casa estaba la madre, a quien Margarita conocía (bueno, la conocíamos todos, el trato había sido de larga y plena amistad) y a quien aprovechó para intentar convencer de que hiciera entrar en razón a su hijo y retirar aquella denuncia injusta e incomprensible. La señora, que le tenía mucho cariño, la escuchó con una mezcla de estupefacción e incomodidad. Pero finalmente la fe materna le pudo más que cualquier otra consideración, y para disculpar al hijo sólo se le ocurrió decirle: "La patria es la patria". A lo que Margarita le respondió: "Sí, y las mentiras son las mentiras".'
Mi padre se había quedado callado de nuevo, pero esta vez no me miró, sino que dirigió la vista hacia el brazo de su sillón. De pronto lo vi cansado, o tal vez distraído por algo ajeno a la conversación. No estaba seguro de si se había extraviado un poco entre sus recuerdos y no pensaba añadir más, o si aún le faltaba hilar el último episodio con lo anterior y ofrecerme una conclusión. Pensé que iba a quedarme sin averiguarlo, porque mi hermana había llegado (quizá mi padre había sentido su ascensor) y acababa de entrar en el salón, a tiempo de oír la frase citada de Margarita tan sólo, supongo, porque antes de nada nos preguntó con jovialidad y mal fingida reconvención:
'Pero bueno, ¿de qué discutís?'
Y yo había contestado:
'No, hablábamos del pasado.'
'¿De qué pasado? ¿Estaba yo?'
A mi padre lo alegraba particularmente mi hermana, aunque se parecía a nuestra madre algo menos que yo. O no exactamente: se parecía más al ser mujer, pero menos en las facciones, que yo reproducía en mi rostro de hombre con inquietante fidelidad. Él le había respondido con una sonrisa de ironía y contento, en armoniosa y acostumbrada fusión:
'No, no estabas tú, ni siquiera como embrión de proyecto de posibilidad de azar.' Y a continuación se había dirigido sólo a mí, para terminar: 'Las mentiras son las mentiras, ya ves. En realidad no hay más que decir, ni más tiempo que perder con esas cosas'.
'Una vez que uno ha salido de ellas, claro. Se entiende: más o menos con bien', dije yo.
'Una vez que uno ha salido de ellas, se da por sentado. Con bien o con menos bien. Pero se da por sentado: si yo no hubiera salido, no estaríamos ahora hablando tú y yo, y esta joven menos aún.'
'¿Qué, es alto secreto de lo que tratáis?'
Eso había dicho entonces mi hermana, me acordaba bien, y así me venían aquellos recuerdos mientras por fin me metía en la conocida cama preparada por la señora Berry hacía muchísimas horas, tras haber devuelto a su lugar, también, el ejemplar dedicado de From Russia with Love en la habitación contigua, creía haber dejado casi todo en orden, e incluso había limpiado una extraña mancha de sangre que yo no había vertido ni provocado y que ahora, en medio de la ebriedad y la fatiga, y como había previsto antes de borrarla del todo y suprimir su cerco o último fin, empezaba a parecerme irreal, producto de mi imaginación. O era de mis lecturas acaso. Sin darme cuenta había leído mucho sobre los días de sangre de mi país. Sangre de Nin, sangre de mi tío que no lo fue, sangre de tantos sin nombre o que se habían tenido que desprender de él y no habitar ya más la tierra. Y sangre de mi padre buscada, que no lograron derramar (sangre de mi sangre que no brotó ni me salpicó). 'La patria es la patria', pobre y cautiva madre, la del traidor. Frase inextricable, sin significado como toda tautología, hueca la palabra, rudimentario el concepto, fanática su aplicación. Nunca de fiar quienes la emplearon o la emplearan, pero cómo saber si la estaba empleando quien hablase en inglés y dijese 'country', que casi siempre es 'país' y a veces tan sólo 'campo', que es del todo inofensiva en español. Desde el piso alto se escuchaba aún mejor el rumor del río, sosegado y paciente o desganado y lánguido, el sonido que asciende, o era por el ala del edificio en que estaba ahora, acostado al fin. Notaba ya un poco de claridad en el cielo o así lo creía, apenas era perceptible, bien podía dudar del ojo. Pero allí invita a notarla, aun en la noche cerrada y en la hora que los latinos llamaron el conticinio y que ya ha olvidado mi lengua, esa extraña voluntad inglesa de dormir sin persianas a la que nunca llegué a acostumbrarme, no las hay, no las tienen, ni tampoco siempre cortinas o contraventanas en su lugar, sino a menudo sólo transparentes visillos que no guarecen ni ocultan ni calman, como si hubieran de mantener un ojo abierto cuando se adormecen los habitantes de esta isla grande en la que he pasado más tiempo del aconsejable y jamás previsto, si sumo el antes y el después, el ahora y el anteayer. 'Y las mentiras son las mentiras', otra tautología sin significado, aunque aquí la palabra no fuese hueca, ni el concepto rudimentario, ni fanática su aplicación, sino universal, sin esfuerzo, rutinaria, constante, hasta hacerse maquinal e indeliberada a veces, y cuanto más lo sea más difícil su identificación, distinguirla, y mayor su verdad entonces, la de los embustes, y mayor nuestra indefensión. 'Las mentiras son las mentiras, pero todo tiene su tiempo para ser creído.' Como si yo creyera ahora al río al entender su rumor, y al creer entenderlo repitiera con él, mientras me iba durmiendo con el ojo abierto de este país que para algunos es patria, suave y desmayadamente con el ojo abierto de mi contagio y de la claridad que no hay: 'Yo soy el río, soy el río y por tanto un hilo de continuidad entre vivos y muertos al igual que los cuentos que nos hablan de noche, me asemejo a los tiempos y también a los hechos, soy el río. Pero el río es el río. Y nada más'.