Alberto Vázquez-Figueroa Tuareg

A mi padre

«Alá es Grande. Alabado sea».

— Hace ya muchos años, cuando yo era joven y mis piernas me llevaban durante largas jornadas sobre la arena y la piedra sin sentir cansancio, ocurrió que en cierta ocasión me dijeron que había enfermado mi hermano menor, y aunque tres días de camino separaban mi «jaima» de la suya, pudo más el amor que por él sentía, que la pereza, y emprendí la marcha sin temor, pues como he dicho, era joven y fuerte y nada espantaba mi ánimo.

— Había llegado el anochecer del segundo día cuando encontré un campo de muy elevadas dunas, a media jornada de marcha de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y subí a una de ellas intentando avistar un lugar habitado en el que pedir hospitalidad, pero sucedió que no distinguí ninguno, y decidí por tanto detenerme allí y pasar la noche guardado del viento.

— Muy alta debiera haber estado la luna — si para mi desgracia no hubiera querido Alá que fuera aquella noche sin ella—, cuando me despertó un grito tan inhumano que me dejó sin ánimo, e hizo que me acurrucase presa del pánico.

— Así estaba cuando de nuevo llegó el tan espantoso alarido, y a éste siguieron quejas y lamentaciones en tal número, que pensé que un alma que sufría en el infierno lograba atravesar la tierra con sus aullidos.

— Pero he aquí que de improviso sentí que escarbaban en la arena y al poco aquel ruido cesó para aparecer más allá, y de esta forma lo advertí sucesivamente en cinco o seis lugares diversos, mientras los desgarradores lamentos continuaban, y a mí el miedo me mantenía encogido y tembloroso.

— No acabaron aquí mis tribulaciones porque al instante escuché una respiración fatigosa, me tiraron puñados de arena a la cara, y que mis antepasados me perdonen si confieso que experimenté un miedo tan atroz que di un salto y eché a correr como si el mismísimo «Saitan», el demonio apedreado, me persiguiese. Y fue así que mis piernas no se detuvieron hasta que el sol me alumbró, y no quedaba a mis espaldas la menor señal de las grandes dunas.

— Llegué, pues, a casa de mi hermano, y quiso Alá que se encontrase muy mejorado, de tal forma que pudo escuchar la historia de mi noche de terror, y al contarla al amor de la lumbre, tal como ahora os la estoy contando, un vecino me dio la explicación a lo que me había ocurrido, y me contó lo que su padre le había contado:

— Y dijo así:

— Alá es grande. Alabado sea.

— Ocurrió, y de esto hace muchos años, que dos poderosas familias, los Zayed y los Atman, se odiaban de tal modo que la sangre de unos y de otros había sido vertida en tantas ocasiones que sus vestiduras e incluso su ganado, podrían haberse teñido de rojo de por vida. Y sucedió que habiendo sido un joven Atman el último caído, estaban éstos ansiosos de venganza.

— Ocurría también que entre las dunas donde tú dormiste, no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, acampaba una «jaima» de los Zayed, pero en ella habían muerto ya todos los hombres y tan sólo se encontraba habitada por una madre y su hijo, que vivían tranquilos, ya que incluso para aquellas familias que tanto se odiaban, atacar a una mujer seguía siendo algo indigno.

— Pero ocurrió que una noche aparecieron sus enemigos, y tras maniatar a la pobre madre que gemía y lloraba, se llevaron al pequeño con el propósito de enterrarlo vivo en una de las dunas.

— Fuertes eran las ligaduras, pero sabido es que nada es más fuerte que el amor de madre, y la mujer logró romperlas, pero cuando salió al exterior ya todos se habían ido, y no distinguió más que un infinito número de altas dunas, por lo que se lanzó de una a otra escarbando aquí y allá, gimiendo y llamando, sabiendo que su hijo se asfixiaba por momentos y ella era la única que podía salvarlo. — Y así le sorprendió el alba.

— Y así siguió un día, y otro, y otro, porque la Misericordia de Alá le había concedido el bien de la locura para que de este modo sufriera menos al no comprender cuánta maldad existe en los hombres.

— Y nunca más volvió a saberse de aquella infortunada mujer, y cuentan que de noche su espíritu vaga por las dunas no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y aún continúa con su búsqueda y sus lamentaciones, y cierto debe ser, ya que tu, que allí dormiste sin saberlo, te encontraste con ella.

— Alabado sea Alá, el Misericordioso, que te permitió salir con bien y continuar tu viaje, y que ahora te reúnas aquí, con nosotros, al amor del fuego. — Alabado sea.

Al concluir su relato, el anciano suspiró profundamente volviéndose a los más jóvenes, aquellos que escuchaban por primera vez la antigua historia dijo:

— Ved cómo el odio y las luchas entre familias a nada conducen más que al miedo, la locura y la muerte y cierto es que en los muchos años que combatí junto a los míos contra nuestros eternos enemigos del Norte, los Ibn-Azíz, jamás vi nada bueno que lo justificase, porque las rapiñas de unos con las rapiñas de otros se pagan y los muertos de cada bando no tienen precio, sino que como una van arrastrando nuevos muertos, y las «jaimas» se quedan vacías de brazos fuertes y los hijos crecen sin la voz del padre.

Durante unos minutos nadie habló pues se hacía necesario meditar sobre las enseñanzas que contenía la historia que el anciano Suílem acababa de contar, y no hubiera resultado correcto olvidarlas al instante pues para eso no valía la pena molestar a un hombre tan venerable, que perdía horas de sueño y se fatigaba por ellos.

Al fin, Gacel, que había escuchado ya docenas de veces aquel viejo relato, indicó con un gesto de las manos que era hora de que todos se retiraran a dormir, y se alejó solo, como cada noche, a comprobar que el ganado había sido recogido, los esclavos habían cumplido sus instrucciones, su familia descansaba en paz, y reinaba el orden en su pequeño imperio constituido por cuatro tiendas de pelo de camello, media docena de «sheribas» de cañas entretejidas, un pozo, nueve palmeras y un puñado de cabras y camellos.

Luego, también como cada noche, ascendió despacio hasta la alta y dura duna que protegía su campamento de los vientos del Este, y contempló a la luz de la Luna los restos de ese imperio: una infinita extensión de desierto, días y días de marcha a través de arenas, rocas, montañas y pedregales en los que él, Gacel Sayah, reinaba con dominio absoluto, pues era el único «inmouchar» allí establecido, y era, también, dueño del único pozo conocido.

Le gustaba sentarse sobre aquella cima, a dar gracias a Alá por las mil bendiciones que a menudo arrojaba sobre su cabeza: la hermosa familia que le había proporcionado, la salud de sus esclavos, el buen estado de los animales, los frutos de sus palmeras, y el supremo bien de haberlo hecho nacer noble dentro de los nobles del poderoso pueblo del Kel-Talgimus, el «Pueblo del Velo», los indomables «imohag», a los que el resto de los mortales conocían por el apelativo de tuareg.

Nada había al Sur, al Este, al Norte, o al Oeste: nada que marcase límite a la influencia de Gacel «el Cazador», que había ido alejándose poco a poco de los centros habitados, para establecerse en el más lejano confín de los desiertos, allí donde podía sentirse por completo a solas con sus animales salvajes, addax fugitivos que acechaban durante días en la llanura; muflones de las altas montañas aisladas entre grandes mares de arena; asnos salvajes, jabalíes, gacelas, e infinitas bandadas de aves migradoras.

Había huido Gacel del avance de la civilización, de la influencia de los invasores y del exterminio indiscriminado a las bestias de las arenas, y sabida era, en toda la extensión del Sáhara, que la hospitalidad de Gacel Sayah no tenía igual de Tombuctú a las orillas del Nilo, aunque su furia solía abatirse sobre las caravanas de esclavos, y los «cazadores locos» que osaban adentrarse en su territorio.

— Mi padre me enseñó — decía no matar más que a una gacela aunque la manada huya y cueste luego tres días alcanzarla. Yo me repongo en tres días de marcha, pero nadie devuelve la vida a una gacela muerta inútilmente.

Gacel fue testigo de cómo los «franceses» extinguieron a los antílopes del Norte, a los muflones de la mayor parte del Atlas, y a los hermosos addax de la «hamada», al otro lado de la gran «sekia» que fuera miles de años atrás río caudaloso, y por ello había elegido aquel rincón de llanuras pedregosas, arenas infinitas y montañas hirientes, a catorce días de marcha de El-Akab, porque nadie más que él ambicionaba la más inhóspita de las tierras del más inhóspito de los desiertos.

Habían quedado definitivamente atrás los tiempos gloriosos en los que los tuareg asaltaban caravanas o atacaban aullando a los militares franceses, y habían pasado igualmente los días de rapiña, lucha y muerte corriendo como el viento por la llanura, orgullosos de su sobrenombre de «bandoleros del desierto» y «amos» de las arenas del Sáhara desde el sur del Atlas a las orillas del Chad. Se olvidaron también las guerras fratricidas y las algaradas de las que los ancianos guardaban tan grata y lejana memoria, y aquellos eran los años del ocaso de la raza «imohag» porque algunos de sus más valientes guerreros conducían camiones para un patrón «francés», servían en el Ejército regular, o vendían telas y sandalias a turistas de chillonas camisas.

El día que su primo Suleimán abandonó el desierto para vivir en la ciudad, decidido a transportar ladrillos hora tras hora, sucio de cemento y cal a cambio de dinero, Gacel comprendió que tenía que huir y convertirse en el último de los tuareg solitarios.

Y allí estaba, y con él su familia, y gracias daba a Alá mil y una veces, pues en todos aquellos años — tantos que ya había incluso perdido la cuenta ni una sola noche, allá, a solas en lo alto de su duna, se arrepintió de la decisión tomada.

El mundo había vivido en este tiempo extraños acontecimientos de los que le llegaban muy confusos rumores a través de esporádicos viajeros, y se alegró de no haberlos visto de cerca, pues las viejas noticias hablaban de muerte y guerra; de odio y hambre de grandes cambios cada vez más acelerados; cambios de los que nadie parecía sentirse satisfecho y que no auguraban nada bueno tampoco para nadie.

Una noche, sentado allí mismo, contemplando las estrellas que tantas veces les guiaron por los caminos del desierto, descubrió de pronto una nueva, fulgurante y veloz, que surcaba el cielo, decidida y constante, sin el vuelo alocado y fugaz de las estrellas errantes que caían de pronto a la nada. Se le heló por primera vez de terror la sangre, pues nada existía en su memoria ni en la memoria de sus antepasados, la tradición, o las leyendas, que hablara de una estrella así, que regresaba siguiendo idéntica ruta noche tras noche, y a la que se unieron en años sucesivos otras muchas hasta constituir una auténtica jauría corredora que venía a turbar la antigua paz de los cielos.

Qué significado tenían, jamás pudo saberlo. Ni él, ni el anciano Suílem, padre de casi todos sus esclavos, tan viejo, que su abuelo lo había comprado, ya hombre, en Senegal:

«— Nunca corrieron las estrellas como locas por los cielos, amo — dijo—.

Nunca, y eso puede significar que el fin de los siglos se aproxima».

Preguntó a un viajero que no supo darle respuesta. Preguntó a un segundo, que aventuró dudoso:

«— Creo que es cosa de los „franceses“. Pero no quiso admitirlo, porque aunque mucho oyera hablar de los adelantos de los franceses, no los creía tan locos como para perder su tiempo en llenar aún más de estrellas el cielo».

«Debe tratarse de una señal divina — se dijo—. La forma con que Alá quiere indicarnos algo, pero… ¿qué?» Trató de buscar una respuesta en el Corán pero el Corán no hacía mención a estrellas fugaces de matemática precisión, y con el tiempo se habituó a ellas y a su paso, lo cual no quería decir que las olvidase.

En el límpido aire del desierto, en la oscuridad de una tierra sin una sola luz en cientos de kilómetros a la redonda, se tenía la impresión de que las estrellas descendían hasta casi rozar la arena, y Gacel extendía a menudo la mano como si realmente pudiera tocar con las puntas de sus dedos las parpadeantes luces.

Dejaba pasar así un largo rato, a solas con sus pensamientos, y descendía luego sin prisas para echar una última ojeada al ganado y al campamento y retirarse a descansar al comprobar que, ni hienas hambrientas, ni astutos chacales amenazaban su pequeño mundo.

A la puerta de su tienda, la mayor y más confortable del campamento, se detenía unos instantes a escuchar. Si el viento no había comenzado aún a llorar, el silencio llegaba a ser tan denso, que incluso hacía daño en los oídos.

Gacel amaba ese silencio.

Cada amanecer el anciano Suílem o uno de sus nietos ensillaba el dromedario predilecto de su amo, el «inmouchar» Gacel, y lo dejaba esperando a la puerta de su tienda.

Cada amanecer, el targuí tomaba su rifle, subía a lomos de su blanco mehari de largas patas y se alejaba hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales en busca de la caza.

Gacel amaba a su dromedario todo cuanto un hombre del desierto es capaz de amar a un animal del que tan a menudo depende su vida, y secretamente, cuando nadie podía oírle, le hablaba en voz alta como si entendiera, llamándole «R.Orab, el Cuervo», burlándose de su blanquísimo pelo que se confundía a menudo con la arena convirtiéndole en invisible cuando tenía una alta duna a sus espaldas.

No existía mehari más veloz ni resistente a este lado de Tamanrasset, y un rico comerciante, dueño de una caravana de más de trescientos animales, ofreció cambiárselo por cinco de los que él quisiera elegir, pero no aceptó. Gacel sabía que si algún día, por cualquier razón, algo le ocurría en una de sus solitarias andanzas, «R.Orab» sería el único camello de este mundo capaz de llevarle de regreso al campamento en la más oscura noche.

Con frecuencia solía dormirse, mecido por su balanceo y vencido por el cansancio, y más de una vez su familia lo recogió a la entrada de su «jaima» metiéndole en la cama.

Los «franceses» aseguraban que los camellos eran animales estúpidos, crueles y vengativos que tan sólo obedecían a gritos y golpes, pero un auténtico «imohag» sabia que un buen dromedario del desierto, en especial un mehari pura sangre, cuidado y enseñado, podía llegar a ser tan inteligente y fiel como un perro y, desde luego, mil veces más útil en la tierra de la arena y el viento.

Los franceses trataban a todos los dromedarios por igual en todas las épocas del año, sin comprender que en sus meses de celo las bestias se volvían irritables y peligrosas, en especial si el calor aumentaba con los vientos del Este, y por eso los franceses nunca fueron buenos jinetes del desierto, y jamás pudieron dominar a los tuareg, que en los tiempos de luchas y algaradas, les derrotaron siempre, pese a su mayor número y su mejor armamento.

Luego, los franceses dominaron los oasis y los pozos, fortificaron con sus cañones y sus ametralladoras los escasos puntos de agua de la llanura, y los jinetes libres e indomables, los «Hijos del Viento», tuvieron que rendirse a lo que, desde el comienzo de los siglos, había sido su enemigo: la sed.

Pero los franceses no se sentían orgullosos por haber vencido al «Pueblo del Velo», porque, en realidad, no llegaron a derrotarlo en guerra abierta, y ni sus negros senegaleses, ni sus camiones, ni aun sus tanques, fueron de utilidad en un desierto que los tuareg y sus meharis dominaban, de punta a punta.

Los tuareg eran pocos y dispersos, mientras los soldados llegaban de la metrópoli o las colonias como nubes de langosta, hasta que amaneció un día en que ni un camello ni un hombre, ni una mujer, ni un niño pudo beber en el Sáhara, sin permiso de Francia.

Ese día, los «imohag», cansados de ver morir a sus familias, depusieron las armas.

Desde ese momento fueron un pueblo condenado al olvido; una «nación» que no tenía razón alguna de existir puesto que las razones de esa existencia: la guerra y la libertad, habían desaparecido.

Aún quedaban familias dispersas, como la de Gacel, perdidas en confines del desierto, pero ya no estaban compuestas por grupos de guerreros orgullosos y altivos, sino por hombres que continuaban rebelándose interiormente, sabiendo a ciencia cierta que jamás volverían a ser el temido «Pueblo del Velo», «de la Espada» o «de la Lanza».

Sin embargo, los «imohag» continuaban siendo dueños del desierto, desde la «hamada» al «erg» o a las altas montañas batidas por el viento, pues el verdadero desierto no eran los pozos en él desperdigados, sino los miles de kilómetros cuadrados que los circundaban, y lejos del agua no existían franceses, «áscaris» senegaleses, ni aun beduinos, pues estos últimos, conocedores también de las arenas y los pedregales, transitaban tan sólo por las pistas, de pozo a pozo, de pueblo a pueblo, temerosos de las grandes extensiones desconocidas.

Únicamente los tuareg, y en especial los tuareg solitarios, afrontaban sin miedo a la «tierra vacía», aquella que no era más que una mancha blanca en los mapas, donde la temperatura hacía hervir la sangre en los mediodías calurosos, no crecía ni el más leñoso de los arbustos, e incluso las aves migradoras las esquivaban en sus vuelos a cientos de metros de altura.

Gacel había atravesado dos veces en su vida una de esas manchas de «tierra vacía». La primera fue un reto cuando quiso demostrar que era un digno descendiente del legendario Turki, y la segunda, ya hombre, cuando quiso demostrarse a sí mismo que seguía siendo digno de aquel Gacel capaz de arriesgar la vida en sus años mozos.

El infierno de sol y calor; el horno desolado y enloquecedor, ejercían una extraña fascinación sobre Gacel; fascinación que nació una noche, muchos años atrás, cuando al amor de la lumbre oyó hablar por primera vez de «la gran caravana» y sus setecientos hombres y dos mil camellos tragados por una «mancha blanca» sin que ni uno solo de esos hombres o bestias regresara jamás.

Se dirigía de Gao a Trípoli y estaba considerada como la mayor caravana que los ricos mercaderes «haussas» organizaron nunca, guiada por los más expertos conocedores del desierto, transportando a lomos de elegidos meharis una auténtica fortuna en marfil, ébano, oro y piedras preciosas.

Un lejano tío de Gacel, del que él llevaba el nombre, la custodiaba con sus hombres, y también se perdió para siempre, como si jamás hubieran existido; como si hubiera sido sólo un sueño.

Muchos fueron los que en los años siguientes se lanzaron a la loca aventura de reencontrar sus huellas con la vana esperanza de apoderarse de unas riquezas que, según la ley no escrita, pertenecían a quien fuera capaz de arrebatárselas a las arenas, pero las arenas guardaron bien su secreto. La arena era capaz, por sí sola, de ahogar bajo su manto ciudades, fortalezas, oasis, hombres y camellos, y debió llegar, violenta e inesperada, transportada en brazos de su aliado, el viento, para abatirse sobre los viajeros, atraparlos y convertirlos en una duna más entre los millones de dunas del «erg».

Cuántos murieron después persiguiendo el sueño de la mística caravana perdida, nadie podía decirlo, y los ancianos no se cansaban de rogar a los jóvenes que desistieran en tan loco intento:

«— Lo que el desierto quiere para sí, es del desierto — decían—. Alá proteja al que trate de arrebatarle su presa…» Gacel ambicionaba tan sólo desvelar su misterio; la razón por la que tantas bestias y tantos hombres desaparecieron sin dejar rastro, y cuando se encontró por primera vez en el corazón de una de las «tierras vacías», lo comprendió, pues se podría pensar que no setecientos, sino siete millones de seres humanos se diluirían fácilmente en aquel abismo horizontal del que lo extraño era que alguien, no importaba quien, saliera con vida.

Gacel salió. Por dos veces. Pero «imohags» como él no había muchos y por ello el «Pueblo del Velo» respetaba a Gacel «el Cazador, inmouchar» solitario que dominaba territorios que ningún otro pretendió nunca dominar.

Aparecieron ante su «jaima» una mañana. El anciano se encontraba en las puertas mismas de la muerte y el joven, que le había transportado a hombros los dos últimos días, apenas pudo susurrar unas palabras antes de caer sin sentido.

Ordenó que acondicionaran para ellos la mejor de las tiendas y sus esclavos y sus hijos los atendieron día y noche en una desesperada batalla por conseguir, contra toda lógica, que continuasen en el mundo de los vivos.

Sin camellos, sin agua, sin guías, y no perteneciendo a una raza del desierto parecía un milagro de los Cielos que hubieran logrado sobrevivir al pesado y denso «sirocco» de los últimos días.

Llevaban, por lo que pudo comprender, más de una semana vagando sin rumbo por entre las dunas y los pedregales, y no supieron decir de dónde venían, quiénes eran, ni hacia dónde se encaminaban. Era como si hubieran caído de pronto en una de aquellas estrellas fugitivas y Gacel los visitó mañana y tarde, intrigado por su aspecto de hombres de ciudad, sus ropas, tan inadecuadas para recorrer el desierto, y las incomprensibles frases que pronunciaban entre sueños en un árabe, tan puro, y educado, que el targuí no conseguía apenas descifrar.

Por fin, al atardecer del tercer día, encontró despierto al más joven, que inmediatamente quiso saber si se encontraban muy lejos aún de la frontera.

Gacel le miró con sorpresa:

— ¿Frontera? — repitió—. ¿Qué frontera? El desierto no tiene fronteras… Al menos, ninguna que yo conozca.

— Sin embargo — insistió el otro—, tiene que existir una frontera. Está por aquí, en alguna parte…

— Los franceses no necesitan fronteras. — Le hizo notar—. Dominan el Sáhara de punta a punta.

El desconocido se irguió sobre el codo y le observó con asombro.

— ¿Franceses? — inquirió—. Los franceses se fueron hace años… Ahora somos independientes — añadió—. El desierto está formado por países libres e independientes. ¿Es que no lo sabías?

Gacel meditó unos instantes. Alguien, alguna vez, le había hablado de que, muy al Norte, se estaba librando una guerra en la que los árabes pretendían sacudirse el yugo de los «rumis», pero no prestó atención al hecho, pues esa guerra venía librándose desde que su abuelo tenía memoria.

Para él ser independiente era vagar a solas por su territorio y nadie se había molestado en venir a comunicarle que pertenecía a un nuevo país.

Negó con un gesto:

— No. No lo sabía — admitió confuso—. Ni sabía tampoco que existiera una frontera. ¿Quién es capaz de trazar una frontera en el desierto?

— ¿Quién evita que el viento lleve la arena de un lado a otro? ¿Quién impedirá que los hombres la atraviesen…?

— Los soldados.

Le miró con asombro.

— ¿Soldados? No hay suficientes soldados en el mundo para proteger una frontera en el desierto… Y los soldados le temen. — Sonrió levemente bajo el velo que le ocultaba el rostro que jamás descubría cuando se encontraba ante extraños—. Únicamente nosotros, los «imohag», no tememos al desierto. Aquí, los soldados son como agua derramada: la arena se los traga.

El joven quiso decir algo, pero el targuí advirtió que se encontraba fatigado, y le obligó a recostarse en los almohadones:

— No te esfuerces — rogó—. Estás débil. Mañana hablaremos, y quizá tu amigo se encuentre mejor. — Se volvió a mirar al anciano, y por primera vez advirtió que no debía ser tan viejo como había imaginado en un principio, aunque sus cabellos eran blancos y ralos, y su rostro aparecía surcado de profundas arrugas—. ¿Quién es? — inquirió.

El otro dudó unos instantes. Cerró los ojos y musitó quedamente:

— Un sabio. Investiga la historia de nuestros antepasados más remotos.

Nos dirigíamos a Dajbadel cuando nuestro camión se averió.

— Dajbadel está muy lejos… — le hizo notar Gacel, pero se había sumido en un sueño profundo—. Muy, muy lejos hacia el Sur… Nunca llegué hasta allí.

Salió sin hacer ruido, y ya al aire libre experimentó una sensación de vacío en el estómago; como un presentimiento que nunca antes le había asaltado. Algo en aquellos dos hombres aparentemente inofensivos, le inquietaba. No iban armados ni su aspecto hacía temer peligro alguno, pero un hálito de miedo flotaba en torno suyo, y era miedo el que él percibía.

— …«Investiga la historia de nuestros antepasados…» — había dicho el joven, pero el rostro del otro aparecía marcado por huellas de un sufrimiento tan profundo, que no podían haberse dibujado tan sólo en una semana de hambre y sed en el desierto.

Miró a la noche que llegaba y trató de buscar en ella respuesta a sus preguntas. Su espíritu de targuí y las milenarias tradiciones del desierto, le gritaban que había obrado correctamente al acoger su techo a los viajeros, pues el sentido de la hospitalidad constituía el primer mandamiento de la ley no escrita en los «imohag», pero su instinto de hombre acostumbrado a guiarse por los presentimientos, y el sexto sentido que le había librado tantas veces de la muerte, le susurraban que estaba corriendo un gran riesgo, y los recién llegados ponían en peligro la paz que tanto esfuerzo le había costado conseguir.

Laila surgió a su lado, y sus ojos se alegraron ante la dulce presencia y la portentosa belleza adolescente de la mujer-niña de piel oscura a la que había convertido en su esposa aun en contra de la opinión de los ancianos, que no veían correcto que un «inmouchar» de tan noble alcurnia se uniese legalmente a un miembro de la despreciable casta de los esclavos «akli».

Ella tomó asiento a su lado le miró de frente con sus inmensos ojos negros, siempre llenos de vida y de reflejos escondidos, e inquirió suavemente:

— Te preocupan esos hombres, ¿no es cierto?

— No ellos… — replicó pensativo—.

Sino algo que los acompaña como una sombra o un olor.

— Vienen de lejos. Y todo lo que viene de lejos te perturba, porque mi abuela predijo que no morirías en el desierto. — Extendió la mano tímidamente hasta rozar la suya—. Mi abuela se equivocaba con frecuencia — añadió—.

Cuando nací, me auguró un tétrico futuro, y, sin embargo, me casé con un noble, casi un príncipe.

Sonrió con ternura:

— Recuerdo cuando naciste — dijo—.

No puede hacer mucho más de quince años… Tu futuro aún no ha comenzado…

Le apenó haberla entristecido, porque la amaba, y aunque un «imohag» no debía mostrarse demasiado tierno con las mujeres, era la madre del último de sus hijos, por lo que abrió a su vez la mano para tomar la de ella.

— Tal vez tengas razón y la vieja Khaltoum se equivocara — señaló—. Nadie puede obligarme a abandonar el desierto y morir lejos.

Permanecieron largo rato contemplando en silencio la noche, y advirtió que la sensación de paz le invadía nuevamente.

Cierto era que la negra Khaltoum predijo con un año de anticipación la enfermedad que llevaría a su padre a la tumba, y predijo también la gran sequía que agotó los pozos, dejó sin una brizna de hierba el desierto y mató de sed a cientos de animales acostumbrados desde siempre a la sed y la sequía, pero cierto era, también, que, con frecuencia, la vieja esclava hablaba por hablar, y sus visiones parecían más fruto de su mente senil, que auténticas premoniciones.

— ¿Qué existe al otro lado del desierto? — inquirió Laila al cabo de ese largo silencio—. Nunca fui más allá de las montañas de Huaila.

— Gente — fue la respuesta—. Mucha gente. Gacel meditó recordando su experiencia en El-Akab y los oasis del Norte, y movió la cabeza negativamente—. Les gusta amontonarse en espacios diminutos o en casas estrechas y malolientes, gritando y alborotando sin razón, robándose y engañándose como bestias que no saben vivir más que en manada.

— ¿Por qué…?

Hubiera querido dar una respuesta porque le enorgullecía la admiración que Laila sentía por él, pero no conocía esa respuesta. El era un «imohag» nacido y criado en la soledad de los grandes espacios vacíos, y en su mente, por más que lo intentara, no cabía la idea del hacinamiento, y el voluntario gregarismo a que parecían tan aficionados los hombres y mujeres de otras tribus.

Gacel acogía con gusto a los visitantes y amaba reunirse en torno a la hoguera, a contar viejas historias y comentar las pequeñas incidencias de la vida cotidiana, pero luego, cuando las brasas se consumían y el negro camello que transportaba a lomos el sueño, cruzaba silencioso e invisible el campamento, cada cual se apartaba a su distante tienda, a vivir su vida a solas, a respirar profundo, a gozar del silencio.

En el Sáhara cada hombre tenía el tiempo, la paz, y la atmósfera necesarios para encontrarse a sí mismo, mirar hacia la lejanía o hacia su interior, estudiar la Naturaleza que le rodeaba, y meditar sobre cuanto no conocía más que a través de los libros sagrados. Pero allá, en las ciudades, en los pueblos, e incluso en los minúsculos villorrios beréberes, no había paz, ni tiempo, ni espacio, y todo era un aturdirse con ruidos y problemas ajenos; con voces y riñas de extraños, y se tenía la impresión de que resultaba mucho más importante lo que le ocurriera a los demás, que lo que pudiera ocurrirle a uno mismo.

— No lo sé… — admitió al fin de mala gana—. Nunca pude descubrir por qué les gusta actuar de ese modo, amontonarse, y vivir pendientes los unos de los otros. No lo sé… — repitió. Y tampoco encontré a nadie que lo supiera con exactitud.

La muchacha le observó largo rato, quizás asombrada que el hombre que constituía su vida y del que había aprendido cuanto valía la pena saberse, no tuviera respuesta a una de sus preguntas. Desde que tenía uso de razón, Gacel lo había sido todo para ella: primero el dueño al que una niña de la raza esclava de los «akli» contemplaba como a un ser casi divino, amo absoluto de su vida y sus pertenencias; amo también de la vida de sus padres, sus hermanos, sus animales y cuanto existía sobre la faz de su universo.

Luego fue el hombre que algún día, cuando llegara a la pubertad y tuviera su primera regla, la convertiría en mujer, la llamaría a su tienda, y la poseería haciéndola gemir de placer como oía por las noches, cuando soplaba el viento del Oeste, que gemían sus otras esclavas, y por fin fue el amante que la transportó en volandas al paraíso, su auténtico dueño, más dueño aún que cuando fue amo, pues ahora poseía también su alma, sus pensamientos, sus deseos y hasta el más escondido y olvidado de sus instintos.

Tardó en hablar, y cuando quiso hacerlo, se vio interrumpido por la presencia del mayor de los hijos de su esposo, que acudía corriendo desde la más alejada de las «sheribas».

— La camella va a parir, padre — dijo—. Y los chacales rondan…

Comprendió que los fantasmas de sus temores cobraban cuerpo cuando distinguió en el horizonte la columna de polvo que se alzaba, quedando largo rato suspendida en el cielo, inmóvil, pues ni un soplo de viento se deslizaba sobre el mediodía de la llanura.

Los vehículos, pues vehículos mecánicos tenían que ser por la velocidad a que avanzaban, dejaban tras sí una sucia huella de humo y tierra en el límpido aire del desierto.

Luego fue el tenue zumbido de sus motores, que rugieron más tarde, espantando a las torcaces, los fenec y las culebras, para acabar con un chirriar de frenos, voces destempladas y órdenes violentas cuando se detuvieron arrastrando consigo el polvo y la suciedad, a no más de quince metros del campamento.

Toda muestra de vida y movimiento se había detenido al verlos. Los ojos del targuí, de su esposa, sus hijos, sus esclavos e incluso sus animales, se hallaban prendidos en la columna de polvo y en el pardo oscuro de los monstruos mecánicos, y chiquillos y bestias retrocedieron atemorizados, mientras las esclavas corrían a esconderse en lo más profundo de las tiendas, lejos de la vista de extraños.

Avanzó despacio, se cubrió el rostro con el velo distintivo de su condición de noble «imohag» respetuoso de sus tradiciones, y se detuvo a mitad de camino entre los recién llegados y la mayor de sus «jaimas» como queriendo indicar, sin palabras, que no debían avanzar mientras él no diera su permiso y los acogiera como huéspedes.

Lo primero que advirtió fue el gris sucio de los uniformes cubiertos de sudor y polvo, la agresividad metálica de los fusiles y ametralladoras, y el crudo olor a botas y correajes. Luego, su vista recayó, con extrañeza, sobre el hombre alto de «jaique» azul y revuelto turbante. Reconoció en él a Mubarrak-ben-Sad, «imohag» perteneciente al «Pueblo de la Lanza», uno de los más hábiles y concienzudos rastreadores del desierto, casi tan famoso en la región como el mismísimo Gacel Sayah, «el Cazador».

— «Metulem, metulem» — saludó.

— «Aselam aleikum» — replicó Mubarrak—. Buscamos a dos hombres… Dos extraños…

— Son mis huéspedes — replicó con calma—, y se encuentran enfermos.

El oficial que parecía comandar la tropa avanzó unos pasos. Sus estrellas brillaban en la bocamanga cuando hizo ademán de apartar al targuí, pero éste le detuvo con un gesto, cortando el paso hacia el campamento.

— Son mis huéspedes — repitió.

El otro le observó con extrañeza, como si no supiera a qué se estaba refiriendo, y Gacel advirtió de inmediato que no era un hombre del desierto; que sus gestos y su forma de mirar hablaban de mundos y ciudades lejanas.

Se volvió a Mubarrak y éste comprendió porque desvió la vista hacia el oficial.

— La hospitalidad es sagrada entre nosotros — indicó—. Una ley más antigua que el Corán.

El militar de las estrellas en la bocamanga permaneció unos instantes indeciso, casi incrédulo ante lo absurdo de la explicación y se dispuso a continuar su camino.

— Yo represento la ley aquí — dijo tajante—. Y no existe otra.

Ya había pasado cuando Gacel lo aferró por el antebrazo, con fuerza, y le obligó a volverse y mirarle a los ojos.

— La tradición tiene mil años y tú apenas cincuenta — musitó mordiendo las palabras—. ¡Deja en paz a mis huéspedes!

A un gesto del militar los cerrojos de diez fusiles resonaron, el targuí advirtió que las bocas de las armas le apuntaban al pecho y comprendió que toda resistencia resultaría inútil.

El oficial apartó con un gesto brusco la mano que aún le sujetaba y desenfundando la pistola que colgaba a su cintura, continuó su camino hacia la mayor de las tiendas.

Desapareció en ella y un minuto después se escuchó una detonación, seca y amarga. Salió e hizo un gesto a dos soldados que corrieron tras él.

Cuando reaparecieron, arrastraban entre ambos al anciano que agitaba la cabeza y lloraba mansamente como si hubiese despertado de un largo y dulce sueño a una dura realidad.

Pasaron ante Gacel y subieron a los camiones. Desde la cabina, el oficial le observó con severidad y dudó unos instantes. Gacel temió que la profecía de la vieja Khaltoum no fuera a cumplirse y lo mataran allí mismo, en el corazón de la llanura, pero al fin el otro hizo un gesto al conductor, y los camiones se alejaron por donde habían venido.

Mubarrak, el «imohag» del «Pueblo de la Lanza», saltó al último vehículo y sus ojos permanecieron fijos en los del targuí hasta que la columna de polvo lo ocultó. Le bastaron esos instantes para captar cuanto pasaba por la mente de Gacel y sintió miedo.

No era bueno humillar a un «inmouchar» del «Pueblo del Velo» y lo sabía. No era bueno humillarlo y dejarlo con vida.

Pero tampoco hubiera sido bueno asesinarlo, y desencadenar una guerra entre tribus hermanas. Gacel Sayah tenía amigos y parientes que hubieran tenido que lanzarse a la lucha; a vengar con sangre la sangre de quien tan sólo había intentado hacer respetar las viejas leyes del desierto.

Por su parte, Gacel permaneció muy quieto, observando el convoy que se alejaba, hasta que el polvo y el ruido se perdieron por completo en la distancia. Luego, despacio, se encaminó a la «jaima» grande ante la que se arremolinaban ya sus hijos, su esposa y sus esclavos. No necesitó entrar para saber de antemano lo que iba a encontrar. El hombre joven aparecía en el mismo punto en que lo dejara tras su última charla, con los ojos cerrados, atrapado en el sueño por la muerte. Tan sólo un pequeño círculo rojo en la frente le hacía parecer distinto. Lo observó con pena y rabia un largo instante, y luego llamó a Suílem.

— Entiérralo — pidió—. Y prepara mi camello.

Por primera vez en su vida Suílem no cumplió la orden de su amo, y una hora después entró en la tienda y se arrojó a sus pies tratando de besarle las sandalias.

— ¡No lo hagas! — suplicó—. Nada conseguirás.

Gacel apartó el pie con desagrado.

— ¿Crees que debo consentir semejante ofensa? — inquirió con voz ronca—. ¿Crees que seguiría viviendo en paz conmigo mismo, tras haber permitido que asesinen a uno de mis huéspedes y se lleven a otro?

— ¿Qué otra cosa podías hacer…? — protestó—. Te hubieran matado.

— Lo sé. Pero ahora puedo vengar la afrenta.

— ¿Y qué obtendrás con ello? — inquirió el negro—. ¿Devolverás la vida al muerto?

— No. Pero les recordaré que no se puede ofender a un «imohag» impunemente. Esa es la diferencia entre los de tu raza y la mía, Suílem. Los «akli» admitís las ofensas y la opresión y os sentís satisfechos siendo esclavos.

Lo lleváis en la sangre, de padres a hijos, de generación en generación. Y siempre seréis esclavos. — Hizo una pausa y acarició pensativo el largo sable que había extraído del arcón donde guardaba sus más preciadas pertenencias—. Pero nosotros, los tuareg, somos una raza libre y guerrera, que se mantuvo así porque jamás consintió una humillación ni una afrenta.

— Agitó la cabeza—. Y no es hora de cambiar.

— Pero ellos son muchos — protestó—.

Y poderosos.

— Es cierto — admitió el targuí—. Y así debe ser. Sólo el cobarde se enfrenta a quien sabe más débil que él, porque la victoria jamás le ennoblecerá. Y sólo el estúpido lucha por su igual, porque en ese caso tan sólo un golpe de suerte decidirá la batalla.

El «imohag», el auténtico guerrero de mi raza, debe enfrentarse siempre a quien sabe más poderoso, porque si la victoria le sonríe, su esfuerzo se verá mil veces compensado y podrá seguir su camino orgulloso de sí mismo.

— ¿Y si te matan? ¿Qué será de nosotros?

— Si me matan, mi camello galopará directamente al Paraíso que Alá pro mete, porque escrito está que quien muere en una batalla justa tiene asegurada la Eternidad.

— Pero no has contestado a mi pregunta — insistió el negro—. ¿Qué será de nosotros? ¿De tus hijos, tu esposa, tu ganado y tus sirvientes?

Su gesto fue fatalista.

— ¿Acaso he demostrado que puedo defenderlos? — inquirió—. Si consiento que maten a uno de mis huéspedes, ¿no tendré que consentir que violen y asesinen a mi familia? — Se inclinó y con un gesto firme le obligó a ponerse en pie. Ve y prepara mi camello y mis armas — pidió—. Me iré al amanecer.

Luego te ocuparás de levantar el Campamento y llevar a mi familia lejos, al «guelta» del Huaila, allí donde murió mi primera esposa.

El amanecer llegó precedido por el viento.

Siempre el viento anunciaba el alba en la llanura y su ulular en la noche parecía convertirse en llanto amargo una hora antes de que el primer rayo de luz hiciera su aparición en el cielo, más allá de las rocosas laderas del Huaila.

Escuchó con los ojos abiertos, contemplando el techo de su «jaima» con sus rayas tan conocidas y creyó estar viendo los matojos corriendo sueltos sobre la arena y las rocas, siempre con prisa, siempre queriendo encontrar un lugar al que aferrarse, un hogar definitivo que les acogiese y les librase de aquel eterno vagar sin destino de un lado a otro de África.

Con la lechosa luz del alba, filtrada por millones de diminutos granos de polvo en suspensión, los matojos surgían de la nada como fantasmas que quisieran lanzarse sobre hombres y bestias, para perderse luego — tal como habían llegado en la infinita nada del desierto sin fronteras.

«Debe existir una frontera en alguna parte. Estoy seguro…», había dicho con un tono de desesperada ansiedad, y ahora estaba muerto.

A Gacel nunca nadie le habló antes de fronteras porque nunca existieron entre los confines del Sáhara.

«¿Qué frontera detendría a la arena o al viento?» Volvió el rostro hacia la noche y trató de comprender, pero no pudo.

Aquellos hombres no eran criminales, pero a uno lo habían enterrado, y al otro se lo habían llevado nadie sabía adónde. No se podía asesinar a nadie tan fríamente, por grande que fuera su delito.

Y menos aún, mientras dormía bajo la protección y el techo de un «inmouchar».

Algo extraño rodeaba aquella historia, pero Gacel no acertaba a averiguar qué, y tan sólo una cosa quedaba clara: la más antigua ley del desierto se había quebrantado y eso era algo que un «imohag» no podía aceptar.

Recordó a la vieja Khaltoum y una mano helada — el miedo se le posó en la nuca. Luego bajó el rostro hacia los abiertos ojos de Laila que brillaban insomnes en la penumbra reflejando los últimos rescoldos de la hoguera y sintió pena por ella; por sus quince años mal cumplidos y lo vacías que quedarían sus noches cuando se fuera. Y también sintió pena de sí mismo; de lo vacías que quedarían sus noches cuando ella no estuviera a su lado.

Le acarició el cabello y advirtió que agradecía el gesto como un animal abriendo aún más sus grandes ojos de gacela asustada.

— ¿Cuándo volverás? — musitó más como súplica que como pregunta.

Negó con la cabeza:

— No lo sé — admitió—. Cuando haya hecho justicia.

— ¿Qué significaban esos hombres para ti…?

— Nada — confesó—. Nada hasta ayer.

Pero no se trata de ellos. Se trata de mí mismo. Tú no lo entiendes.

Laila lo entendía, pero no protestó. Se limitó a apretujarse aún más contra él como buscando su fuerza o su calor, y extendió las manos en un último intento de retenerle cuando él se puso en pie y se encaminó a la salida.

Fuera, el viento continuaba llorando mansamente. Hacía frío y se arrebujó en su «jaique» mientras un temblor inevitable le ascendía por la espalda, nunca supo si por el frío o por el espantoso vacío de la noche que se abría ante él. Era como sumergirse en un mar de tinta negra, y apenas lo había hecho cuando Suílem surgió de las tinieblas y le tendió las riendas de «R.Orab».

— Suerte, amo — dijo, y desapareció como si no hubiera existido.

Obligó a la bestia a arrodillarse, trepó a su lomo, y con el talón la golpeó levemente en el cuello:

— ¡Shiaaaaa…! — ordenó—. ¡Vamos! El animal lanzó un berrido malhumorado, se irguió pesadamente, y quedó muy quieto, sobre sus cuatro patas, de cara al viento, esperando.

El targuí le orientó hacia el Noroeste y clavó de nuevo el talón con más ímpetu para que iniciara la marcha.

A la entrada de la «jaima» se recortó una sombra más densa que el resto de las sombras. más oscura. Los ojos de Laila brillaron nuevamente en la noche mientras jinete y montura desaparecían como empujados por el viento y los matojos.

Ese viento sollozaba cada vez con más fuerza, sabiendo que pronto la luz del sol vendría a calmarle.

Aún el día no era ni siquiera aquella penumbra lechosa que le permitía distinguir apenas la cabeza de su camello, pero Gacel no necesitaba más. Sabía que no existía obstáculo alguno ante él en cientos de kilómetros a la redonda, y su instinto de hombre del desierto, y su capacidad de orientarse incluso con los ojos cerrados, le marcaban el rumbo aun en la más espesa noche.

Esa era una virtud que únicamente él, y los que como él habían nacido y se habían criado en las arenas, poseían. Como las palomas mensajeras, como las aves migradoras o las ballenas en lo más profundo de los océanos, el targuí sabía siempre dónde se encontraba y hacia dónde se dirigía, como si una viejísima glándula, atrofiada en el resto de los seres humanos, se hubiera mantenido activa y eficiente únicamente en ellos.

Norte, Sur, Este y Oeste; pozos, oasis, caminos, montañas, «tierras vacías», ríos de dunas, planicies rocosas… Todo el universo de las inmensidades saharianas parecía reflejarse como un eco en el fondo del cerebro de Gacel, sin él saberlo, sin tomar plena conciencia de ello.

El sol le sorprendió a lomos de su mehari, y fue ascendiendo sobre su cabeza, cada vez más poderoso, acallando al viento, aplastando la tierra, aquietando a la arena y los matojos que no corrían ya de un lado a otro; sacando de sus cuevas a los lagartos, y dejando en tierra a los pájaros, que ni a volar se atrevían cuando alcanzó al fin su cenit.

El targuí detuvo entonces su montura, la obligó a arrodillarse, y clavó en tierra su larga espada y su viejo fusil, que sirvieron de soporte, junto a la cruz de la silla, a un tosco y diminuto techo de gruesa tela.

Se refugió a su sombra, apoyó la cabeza en el blanco lomo del mehari y se quedó dormido.

Le despertó, palpitando en las aletas de la nariz, el más ansiado de los olores del desierto. Abrió los ojos y permaneció muy quieto, aspirando el aire, sin querer mirar hacia el cielo, temeroso de que todo fuera un sueño, pero cuando al fin giró la cabeza hacia el Oeste, la vio allá, cubriendo el horizonte, grande, oscura, prometedora y llena de vida, distinta a aquellas otras blancas, altas y como mendicantes, que de tanto en tanto llegaban del Norte para perderse de vista sin aventurar la más vana esperanza de lluvia.

Aquella nube gris, baja y esplendorosa, parecía ocultar en su seno todos los tesoros de agua del universo, y era, probablemente, la más hermosa que Gacel hubiera alcanzado a ver en los quince últimos años, quizá desde la gran tormenta que precedió al nacimiento de Laila; la que había hecho que su abuela le predijera un tétrico futuro porque en aquella ocasión el agua ansiada se convirtió en riada que arrastró «jaimas» y animales, destrozó cultivos y ahogó una camella.

«R.Orab» se agitó inquieto. Giró su largo cuello y orientó el hocico ansioso hacia la cortina de agua que avanzaba descomponiendo la luz y transformando el paisaje. Barritó suavemente y de su garganta nació un ronroneo de enorme gato satisfecho.

Gacel se puso lentamente en pie, le despojó de la montura, y se despojó a su vez de la ropa que extendió cuidadosamente sobre matojos para que recibieran toda el agua posible. Luego, descalzo y desnudo, aguardó en pie a que las primeras gotas salpicaran la arena y la tierra, cubriendo de cicatrices, como de viruela, el rostro del desierto, para llegar luego el agua en oleadas, embriagando sus sentidos al escuchar el dulce repiqueteo que se tornaba en estruendo, sentir sobre la piel la tibia caricia, gustar en la boca la frescura limpia y clara y aspirar el ansiado perfume de la tierra empapada, de la que se elevaba un vaho denso y turbador.

Allí estaba al fin la unión maravillosa y fecunda, y pronto, con el sol de aquella misma tarde, la dormida semilla del «acheb» despertaría violenta, cubriría la llanura de verde, y transformaría el árido paisaje en la más hermosa de las regiones, floreciendo apenas unos días para sumergirse luego en un nuevo y largo sueño hasta la próxima tormenta que tal vez tardara otros quince años en llegar.

Era hermoso el «acheb» libre y salvaje; incapaz de nacer en tierra cultivada, ni junto al pozo, ni bajo la mano cuidadosa del campesino que lo regaba día a día, como el espíritu del pueblo de los tuareg, el único capaz de permanecer, siglo tras siglo, pegado a unos arenales y un pedregal al que el resto de los humanos había renunciado desde siempre.

El agua empapó su cabello y desprendió de su cuerpo mugre de meses y aun de años. Se frotó con las uñas, y buscó una piedra plana y porosa con la que se restregó el cuerpo viendo cómo iban quedando en su piel marcas más claras a medida que la costra de tierra, sudor y polvo se iba desprendiendo y el agua corría azul, casi añil, hacia sus pies, pues el grosero tinte de sus ropas había ido impregnando con el tiempo cada centímetro de su cuerpo.

Dos largas horas permaneció bajo la lluvia, feliz y tiritando, luchando consigo mismo por no volver grupas y regresar a casa, a aprovechar el agua, plantar cebada, esperar la cosecha y disfrutar junto a los suyos de aquel don maravilloso que Alá había querido enviarle quizá como un aviso de que debía quedarse allí, en lo que era su mundo, y olvidar una afrenta que ni todo el agua de aquella inmensa nube podría lavar.

Pero Gacel era un targuí; quizá, por desgracia, el último de los auténticos tuareg de la llanura, y tenía por ello plena conciencia de que jamás olvidaría que un hombre indefenso había sido asesinado bajo su techo, y otro, su huésped, le había sido arrebatado por la fuerza.

Por eso, cuando la nube se alejó hacia el Sur y el sol de la tarde secó su cuerpo y sus ropas, se vistió de nuevo, ensilló su montura, y reemprendió el camino dando por primera vez la espalda al agua y a la lluvia; a la vida y a la esperanza; a algo que tan sólo una semana atrás, sólo dos días, hubiera colmado de gozo su corazón y el de los suyos.

Al anochecer buscó una duna pequeña y cavó un hueco apartando la arena húmeda aún, para arrebujarse a dormir casi cubierto por la arena seca, pues sabía que, tras la lluvia, el amanecer traería el frío a la llanura y el viento transformaría en escarcha helada las gotas de agua que aún se mantenían sobre las piedras y los matojos.

más de cincuenta grados de diferencia podían existir en el desierto entre la máxima temperatura del mediodía y la mínima en la hora que precedía al alba, y Gacel sabía por experiencia que aquel frío traidor lograba meterse en los huesos del viajero inconsciente, lo enfermaba y hacía luego que durante días las articulaciones de su cuerpo permanecieran como anquilosadas y doloridas, negándose a responder con presteza al mandato de la mente.

Tres cazadores habían aparecido congelados en los pedregales de las estribaciones del Huaila y Gacel recordaba aún sus cadáveres, apretujados los unos contra los otros, fundidos por la muerte en aquel frío invierno en que la tuberculosis se llevó también a su pequeño Bisrha. Parecían sonreír y luego, el sol secó sus cuerpos, deshidratándolos y proporcionando un macabro aspecto a sus pieles apergaminadas y sus dientes brillantes.

Dura tierra aquella en la que un hombre podía morir de calor o de frío en el término de unas horas, y en la que una camella buscaba agua inútilmente durante días, para perecer ahogada de improviso una mañana.

Dura tierra y, sin embargo, Gacel no concebía la existencia en ningún otro lugar, ni hubiera cambiado su sed, su calor y su frío en la planicie sin fronteras por las comodidades de cualquier otro mundo limitado y sin horizontes, y cada día, durante cada una de sus oraciones, cara al Este, a La Meca, daba gracias a Alá por permitirle vivir donde vivía y pertenecer a la bendita raza de los hombres del velo, la lanza o la espada.

Se durmió necesitando a Laila, y al despertar el duro cuerpo de mujer que apretaba en sus sueños se había convertido en suave arena que se escurría entre sus dedos.

Lloraba el viento en la hora del cazador.

Contempló las estrellas que le dijeron cuánto faltaba aún para que la luz las borrara del firmamento, llamó a la noche y le respondió el suave barritar de su mehari que ramoneaba los húmedos matojos. Lo ensilló, reemprendió la marcha y a media tarde distinguió en la distancia cinco manchas oscuras que destacaban en la planicie pedregosa, el campamento de Mubarrak-ben-Sad, el «imohag» del «Pueblo de la Lanza» que había conducido a los soldados hasta su «jaima».

Rezó sus oraciones y se sentó luego sobre una lisa roca, a contemplar el ocaso, inmerso en sus negros pensamientos, pues comprendía que aquélla había de ser la última noche en que pudiera dormir en paz en esta vida.

Con el amanecer tendría que abrir al fin la tapa a la «elgebira» de las guerras, las venganzas y los odios, y nunca, jamás, nadie, podía llegar a saber cuán profunda y cuán repleta se encontraba de muertes y violencia.

Trató de comprender, también, los motivos que empujaron a Mubarrak a romper con la más sagrada tradición targuí, y no encontró ninguno. Era un guía del desierto; un buen guía, sin duda alguna, pero un guía targuí tenía la obligación de emplearse únicamente para conducir caravanas, rastrear caza, o acompañar a los franceses en sus extrañas expediciones en busca de recuerdos de los antepasados. Nunca, bajo ningún concepto, tenía un targuí derecho a penetrar sin permiso en el territorio de otro «imohag», y menos aún conduciendo a extranjeros incapaces de respetar las viejas tradiciones…

Cuando ese amanecer Mubarrak-ben-Sad abrió los ojos, un escalofrío le recorrió la espalda, el terror que desde días atrás le asaltaba en sueños le asaltó ahora despierto, e instintivamente volvió el rostro hacia la entrada de su «sheriba», temiendo encontrar al fin lo que en verdad temía.

Allí, en pie, a treinta metros de distancia, asido a la empuñadura de su larga «takuba» clavada en tierra, Gacel Sayah, noble «inmouchar» del Kel-Talgimus, le aguardaba decidido a pedirle cuentas de sus actos.

Tomó a su vez su espada, y avanzó muy despacio, erguido y digno, para detenerse a cinco pasos de distancia.

— «Metulem, metulem» — saludó empleando la expresión predilecta de los tuareg.

No obtuvo respuesta y en realidad tampoco la esperaba.

Esperaba sí, la pregunta:

— ¿Por qué lo hiciste?

— Me obligó el capitán del Puesto Militar de Adoras.

— Nadie puede obligar a un targuí a hacer aquello que no desea…

— Hace tres años que trabajo para ellos. No podía negarme. Soy guía oficial del Gobierno.

— Juraste, como yo, no trabajar jamás para los franceses…

— Los franceses se fueron… Ahora somos un país libre…

Por segunda vez en pocos días dos personas distintas le decían lo mismo, y cayó de improviso en la cuenta de que ni el oficial ni los soldados vestían el odiado uniforme colonial.

Ninguno era europeo, ni hablaba con el fuerte acento con que solían hacerlo, y en sus vehículos no ondeaba la sempiterna bandera tricolor.

— Los franceses respetaron siempre nuestras tradiciones… — murmuró al fin como para sí—. ¿Por qué no se respetan ahora, si además somos libres?

Mubarrak se encogió de hombros.

— Los tiempos cambian… — dijo.

— No para mí — fue la respuesta—.

Cuando el desierto se convierta en oasis, el agua corra libremente por las «sekias» y la lluvia descargue sobre nuestras cabezas tantas veces como la necesitemos, cambiarán las costumbres de los tuareg. Nunca antes.

Mubarrak conservó la calma al inquirir:

— ¿Quiere decir eso que vienes a matarme?

— A eso he venido.

Mubarrak asintió en silencio, comprensivo, y lanzó luego una larga mirada a su alrededor; a la tierra aún húmeda y a los diminutos brotes de «acheb» que pugnaban por asomar entre las rocas y los guijarros.

— Fue hermosa la lluvia — dijo.

— Muy hermosa.

— Pronto la llanura se cubrirá de flores, y uno de los dos no podrá verla.

— Debiste pensarlo antes de llevar extraños a mi campamento.

Bajo su velo, los labios de Mubarrak se movieron en una leve sonrisa:

— Entonces aún no había llovido — replicó, y luego, muy despacio, desnudó su «takuba» librando el bruñido acero de la funda de cuero repujado—.

Ruego porque tu muerte no desate una guerra entre tribus — añadió—. Nadie más que nosotros deberá pagar por nuestras faltas.

— Que así sea — replicó Gacel inclinándose dispuesto a recibir la primera embestida.

Pero ésta tardó en llegar, porque ni Mubarrak ni Gacel eran ya guerreros de espada y lanza, sino hombres de arma de fuego, y las largas «takubas» habían ido quedando reducidas, con el paso de los años, a mero objeto de adorno y ceremonia, utilizadas, en los días de fiestas, para exhibiciones incruentas en las que se buscaba más el efecto del golpe contra el escudo de cuero o la finta hábilmente esquivada, que la intención de herir.

Pero ahora no estaban ya presentes los escudos, ni los espectadores dispuestos a admirar saltos y cabriolas mientras el acero lanzaba destellos, evitando, más que persiguiendo, dañar al contrario, sino que ese contrario esgrimía su arma decidido a matar para no ser muerto.

¿Cómo parar el golpe sin escudo?

¿Cómo recuperarse de un salto atrás o un tropiezo, si el rival no se sentía predispuesto a dar tiempo a tal recuperación?

Se miraron tratando de descubrirse mutuamente las intenciones, girando lentamente el uno en torno al otro, mientras de las «jaimas» comenzaban a surgir hombres, mujeres y niños que les observaban en silencio, consternados, sin querer aceptar que se enfrentaban en una lucha real y no un simulacro.

Por fin Mubarrak amagó el primer golpe que era casi una tímida pregunta: un deseo de constatar si se trataba en verdad de una lucha a muerte.

La respuesta, que le hizo dar un salto atrás, evitando por centímetros la furiosa hoja de su enemigo, le heló la sangre en las venas. Gacel Sayah, «inmouchar» del temible pueblo del Kel-Talgimus, quería matarlo, no cabía duda. Había tanto odio y tanto deseo de venganza en el mandoble que acababa de enviarle, como si aquellos desconocidos a los que ofreciera un día asilo fueran en verdad sus hijos predilectos, y él, Mubarrak-ben-Sad, los hubiese asesinado personalmente.

Pero Gacel no sentía auténtico odio. Gacel estaba tratando únicamente de hacer justicia, y no le hubiera parecido noble odiar al targuí por haberse limitado a cumplir con su trabajo, por más que éste fuera un trabajo equivocado e indigno de respeto. Gacel sabía además, que el odio, como la ansiedad, el miedo, el amor, o cualquier otro sentimiento profundo, no era buen compañero para el hombre del desierto. Para sobrevivir en la tierra en que le había tocado nacer, se hacía necesaria una gran calma; una sangre fría y un dominio de sí mismo que estuvieran siempre por encima de cualquier sentimiento que consiguiera arrastrarle a cometer unos errores que, allí, raramente alcanzaban a enmendarse.

Ahora Gacel sabía que estaba actuando como juez, y quizá también como verdugo, y ni uno ni otro tenían por qué odiar a su víctima. La fuerza de su mandoble la ira que llevaba dentro, no había sido en realidad más que un aviso; la clara respuesta a la clara pregunta que su contrincante le había hecho.

Atacó de nuevo y comprendió de improviso lo inapropiado de sus largos ropajes, su amplio turbante y su ancho velo. Los «jaiques» se enredaban en sus piernas y brazos, las «nails» de gruesa suela y delgadas tiras de cuero de antílope resbalaban sobre las piedras puntiagudas y el «litham» le impedía ver con claridad y lograr que llegara a sus pulmones todo el oxígeno que necesitaban en un momento como aquél.

Pero Mubarrak vestía de modo semejante, por lo que sus movimientos se volvían igualmente inseguros.

Los aceros abanicaron el aire, zumbando furiosos en la quietud de la mañana, y una vieja desdentada lanzó un chillido de terror, y suplicó para que alguien matara de un tiro al sucio chacal que trataba de asesinar a su hijo.

Mubarrak extendió la mano con gesto autoritario y nadie se movió. El código de honor de los «Hijos del Viento» tan distinto del mundo, hecho de traiciones y bajezas, de los beduinos «hijos de las nubes», exigía que el enfrentamiento entre dos guerreros fuera limpio y noble aunque en ello le fuera la vida.

Le habían desafiado de frente y mataría de frente. Buscó suelo firme bajo sus pies, tomó aire, lanzó un grito y se precipitó hacia delante, hacia el pecho de su enemigo, que apartó la punta de su espada con un golpe seco y duro.

Quietos nuevamente se miraron una vez más. Gacel blandió su «takuba» como si de una maza se tratase y lanzó un mandoble en forma de molinete, de arriba abajo. Cualquier aprendiz de esgrima hubiera aprovechado su fallo para ensartarle de una estocada, pero Mubarrak se dio por contento con apartarse y aguardar, confiando más en su fuerza que en su habilidad. Empuñó el arma con las dos manos y tiró un tajo capaz de cortar por la cintura a un hombre mucho más grueso que Gacel, pero Gacel no se encontraba ya allí para ser cortado. El sol comenzaba a calentar con fuerza y el sudor corría sobre sus cuerpos, empapando las palmas de sus manos y haciendo inseguras las metálicas empuñaduras de las espadas, que se elevaron de nuevo. Se estudiaron, se lanzaron el uno sobre el otro al unísono, pero en el último instante, Gacel se echó atrás, permitiendo que la punta del arma de Mubarrak desgarrase la tela de su «jaique» arañándole el pecho, y ensartó a su enemigo por el vientre, atravesándole de parte a parte.

Mubarrak se mantuvo en pie unos instantes, sujeto más por la espada y los brazos de Gacel que por sus propias piernas, y cuando el otro sacó el arma desgarrando su paquete intestinal, quedó tendido sobre la arena, doblado sobre sí mismo, decidido a soportar en silencio, sin una queja, la larga agonía que el destino le deparaba.

Instantes después, mientras su verdugo se encaminaba, despacio, ni feliz ni orgulloso, hacia la montura que le esperaba, la anciana desdentada entró en la mayor de las «jaimas», tomó un fusil, lo cargó, llegó hasta donde su hijo se retorcía de dolor sin un lamento, y le apuntó a la cabeza.

Mubarrak abrió los ojos y ella pudo leer en su mirada el infinito agradecimiento de un ser al que iba a librar de largas horas de sufrimientos sin esperanzas.

Gacel oyó el disparo en el instante en que su camello reiniciaba la marcha, pero no volvió el rostro.



Presintió, más que ver, en la distancia una manada de antílopes, y eso le hizo caer en la cuenta de la magnitud de su hambre.

Los dos días anteriores los había pasado a base de unos puñados de harina de mijo y dátiles, preocupado por su enfrentamiento con Mubarrak, pero ahora, la sola idea de un buen pedazo de carne asándose lentamente sobre un fuego de brasas le arañó las tripas.

Se aproximó despacio al borde de la «grara» llevando del ronzal a su camello, atento a que el viento no arrastrara su olor hasta las bestias que pastaban la vegetación corta y dispersa de la depresión que debió constituir en tiempos remotos una laguna o el ensanchamiento de un riachuelo, y que aún conservaba en sus entrañas restos de humedad.

Tímidos tamariscos y media docena de acacias enanas se alzaban aquí y allá, y le agradó comprender que su instinto de cazador le había sido fiel una vez más, porque al fondo, ramoneando o durmiendo al sol de la media tarde, una familia de bellos animales de largos cuernos, y piel rojiza parecían invitarle a disparar.

Montó el rifle metiendo en la recámara una sola bala, pues de ese modo evitaba la tentación, si fallaba el primer disparo, de intentar un segundo a la desesperada cuando las ágiles bestias hubieran emprendido la huida a grandes saltos. Gacel sabía por experiencia que ese segundo tiro, casi al azar, raramente daba en el blanco y significaba un desperdicio, cuando las municiones, en el desierto, eran tan raras y necesarias como el agua misma.

Dejó libre al mehari, que comenzó a pastar de inmediato desentendiéndose de cuanto no fuera su alimento, revitalizado y apetitoso ahora por la lluvia caída, y avanzó en silencio, casi arrastrándose, de una roca al retorcido tronco de un arbusto; de una pequeña duna a un matojo, hasta alcanzar al fin el lugar idóneo, un montículo de piedra desde el que dominaba, a menos de trescientos metros de distancia, la esbelta silueta del gran macho de la manada.

«Cuando abates a un macho otro más joven viene pronto a ocupar su puesto y cubrir a las hembras — le había dicho su padre—. Cuando matas a una hembra, estás matando también a sus hijos y a los hijos de sus hijos, que habrán de alimentar a sus hijos y a los hijos de tu hijos».

Aprestó su arma y apuntó con cuidado a la paletilla delantera, a la altura del corazón. A aquella distancia, un tiro en la cabeza era sin duda más efectivo, pero Gacel, como buen musulmán, no podía comer carne que no hubiera sido degollada de cara a La Meca, pronunciando las oraciones que ordenaba el Profeta. Matar al antílope en el acto, hubiera significado tener que desaprovecharlo, y prefería correr el riesgo de que escapara herido porque sabía también que, con una bala en los pulmones, no llegaría muy lejos.

El animal alzó de improviso el morro, aventó el viento y se inquietó levemente. Luego, tras lo que pareció una eternidad, pero no fueron probablemente más que un par de minutos, recorrió con la vista a su manada cerciorándose de que no corría peligro y se dispuso a reiniciar su tarea de mordisquear un tamarisco.

Cuando estuvo por completo seguro de que no podía fallar y la pieza no iba a dar un salto de improviso o iniciar, un movimiento extraño, Gacel apretó suavemente el gatillo, la bala partió con un chillido rasgando el viento, y el antílope cayó de rodillas como si le hubieran sesgado las cuatro patas, o el suelo hubiera ascendido bruscamente hacia él por arte de magia.

Sus hembras le miraron sin interés ni miedo, porque aunque el estampido había atronado el ambiente no estaba ligado en ellas a la idea de peligro y muerte, y tan sólo cuando vieron venir corriendo al hombre con sus vestiduras al aire y esgrimiendo un cuchillo, echaron a correr para perderse de vista en la llanura.

Gacel llegó hasta la pieza herida que hizo un último esfuerzo por levantarse y seguir a su familia, pero algo se había roto en su interior y nada obedecía al mandato de su mente.

Tan sólo sus ojos, enormes e inocentes, reflejaron la magnitud de su angustia cuando el targuí le tomó por la cornamenta, le volvió el rostro hacia La Meca y lo degolló con un fuerte tajo de su afilada gumía.

La sangre manó a borbotones salpicándole las sandalias y el borde del «jaique», pero Gacel no reparó en ello, satisfecho al comprobar que su puntería había sido, una vez más, excelente, y había alcanzado a la pieza en el punto exacto.

El anochecer le sorprendió aún comiendo, y no habían hecho su aparición las primeras constelaciones cuando ya dormía, protegido del viento por un matojo y calentado por los rescoldos de la hoguera.

Le despertó la risa de las hienas que acudían al reclamo del antílope muerto, y también rondaban los chacales, por lo que avivó el fuego que los alejó hasta el límite de las sombras, y permaneció luego tumbado cara al cielo, escuchando el viento que llegaba, y meditando en el hecho de que aquel mismo día había matado a un hombre: el primer ser humano que mataba en su vida, lo que quería decir que esa vida no podría ser ya la misma en adelante.

No se sentía culpable, porque consideraba que su causa era justa, pero le preocupaba la posibilidad de convertirse en el desencadenante de una de aquellas guerras tribales de las que tanto había oído hablar a sus mayores, y en las que llegaba un momento en el que nadie sabía ya la causa de esas muertes, ni el nombre de quien las había iniciado. Y los tuareg, los pocos «imohag» que aún vagaban por los confines del desierto, fieles a sus tradiciones y sus leyes, no estaban en condiciones de aniquilarse los unos a los otros, pues bastante tenían con defenderse como podían de los avances de la civilización.

Evocó la extraña sensación que recorrió su cuerpo cuando su espada penetró blandamente, casi sin esfuerzo, en el vientre de Mubarrak, y le pareció estar escuchando aún el ronco estertor que escapó de su garganta en ese instante. Al retirar el brazo fue como si se llevara prendida en la punta de su «takuba» la vida de su enemigo, y tuvo miedo de la posibilidad de tener que emplear alguna otra vez la espada contra alguien. Pero recordó después el seco restallar del estampido que mató a su huésped dormido, y le consoló la idea de que no podía existir perdón para los culpables de semejante crimen.

Acababa de descubrir que, si amarga resultaba la injusticia, igualmente amargo resultaba tratar de corregirla, porque matar a Mubarrak no le había proporcionado placer alguno, y sí una profunda y desalentadora sensación de vacío. Como el viejo Suílem aseguraba, la venganza no devolvía los muertos a la vida.

Se preguntó luego por qué había sido siempre tan importante para los tuareg aquella ley no escrita de la hospitalidad, que se anteponía a todas las otras leyes, incluso las coránicas, y trató de hacerse una idea de cómo sería el desierto si el viajero no tuviera la absoluta seguridad de que, allí adonde llegara sería bien recibido, ayudado y respetado.

Contaban las leyendas que en cierta ocasión dos hombres se odiaban de tal modo, que uno de ellos, el más débil, se presentó de improviso en la «jaima» de su enemigo solicitando hospitalidad. Celoso de la tradición, el targuí aceptó a su huésped, le brindó su protección y al cabo de los meses, cansado de soportarlo y darle de comer, le aseguró que podía marcharse en paz porque jamás atentaría contra su vida. Desde entonces, y de eso hacía al parecer muchísimos años, aquélla se había convertido en una práctica habitual entre los tuareg que solventaban de ese modo sus diferencias y ponían así fin a sus rencillas.

¿Cómo hubiera reaccionado él mismo, si Mubarrak hubiera acudido a su campamento a pedir hospitalidad tratando de hacerse perdonar la falta cometida?

No podía saberlo, pero, probablemente, hubiera reaccionado como el targuí de la leyenda, pues hubiera resultado ilógico cometer un delito por castigar a alguien que había cometido exactamente ese mismo delito.

Cuando los aviones a reacción surcaban los altísimos cielos del desierto, y los camiones transitaban por las pistas más conocidas empujando a su raza a los más recónditos rincones de la llanura, no resultaba fácil augurar cuánto tiempo subsistiría aún esa raza en esa llanura, pero para Gacel resultaba claro que, mientras uno solo de ellos sobreviviese sobre las arenas, las infinitas planicies sin vida, o los pedregales sin horizontes de la «hamada», la ley de la hospitalidad debería continuar siendo sagrada, pues, de lo contrario, ningún viajero se arriesgaría jamás a cruzar el desierto.

El delito de Mubarrak no admitía disculpa y él, Gacel Sayah, se encargaría de hacer comprender a aquellos otros que no eran tuareg, que, en el Sáhara, las leyes y las costumbres de su raza debían continuar respetándose, porque eran leyes y costumbres adaptadas al medio, sin las cuales no existía posibilidad alguna de supervivencia.

Llegó el viento y con él llegó el día. Hienas y chacales comprendieron que perdían sus escasas posibilidades de hacerse con algún trozo de antílope y se alejaron gruñendo y lamentándose hacia sus oscuras madrigueras, a las que regresaban ya todos los habitantes de la noche: el «fenec» de largas orejas, la rata del desierto, la serpiente, la liebre y el zorro. Cuando el sol comenzara a calentar estarían durmiendo, conservando sus fuerzas hasta que las sombras de la noche hicieran nuevamente soportable la vida en la más desolada región del planeta, porque allí, al contrario del resto del mundo, la actividad tenía lugar de noche y el descanso de día.

Únicamente el hombre, pese a los siglos, no había logrado adaptarse por completo a la noche, y fue por ello por lo que, con la primera claridad, Gacel buscó a su camello que ramoneaba a poco más de un kilómetro de distancia, lo tomó del ronzal, y reinició, sin prisas, su marcha hacia el Oeste.

El puesto militar de Adoras ocupaba un oasis en forma de triángulo — poco más de un centenar de palmeras y cuatro pozos—, en el corazón mismo de un extensísimo río de dunas, por lo que podía considerarse un auténtico milagro de supervivencia amenazado constantemente por la arena que lo cercaba protegiéndolo del viento, pero convirtiéndolo, por ello mismo, en una especie de horno que en los mediodías alcanzaba a menudo los sesenta grados centígrados.

Las tres docenas de soldados que componían la guarnición, pasaban la mitad de su vida maldiciendo su suerte a la sombra de las palmeras, y la otra mitad paleando arena en un desesperado esfuerzo por hacerla retroceder y mantener libre la estrecha pista de tierra que les permitía comunicarse con el mundo exterior, recibiendo provisiones y correspondencia una vez cada dos meses.

Desde que treinta años atrás, a un coronel enloquecido se le ocurrió la absurda idea de que el Ejército debía controlar aquellos cuatro pozos, que eran, por otra parte, los únicos existentes en casi cien kilómetros a la redonda, Adoras se había convertido en el «destino maldito», tanto para las tropas coloniales primero, como para las nativas en la actualidad, y de las tumbas que se alzaban al extremo del palmeral, nueve se debían «a muerte natural» y seis al suicidio de quienes no habían soportado la idea de sobrevivir en semejante infierno.

Cuando un Tribunal dudaba entre enviar a un reo al paredón, condenarlo a prisión perpetua, o conmutarle la pena por quince años de servicio obligatorio en Adoras, tenía plena conciencia de lo que hacía, por más que dicho reo considerase en un principio que con la conmutación habían querido favorecerle.

Para el capitán Kaleb-el-Fasi, comandante en jefe de la Guarnición y autoridad suprema en una región tan extensa como media Italia, pero en la que no vivían más allá de ochocientas personas, los siete años que llevaba en Adoras constituían el castigo por haber asesinado a un joven teniente que amenazó con descubrir las irregularidades de las cuentas del Regimiento en su destino anterior. Condenado a muerte, su tío, el famoso general Obeid-el-Fasi, héroe de la Independencia, había conseguido, gracias a que había sido uno de sus ayudantes y hombre de confianza durante la guerra de Liberación, que se le permitiera rehabilitarse al frente de un destacamento al que no se podía enviar a ningún otro militar de carrera que no se encontrase en parecidas circunstancias.

Tres años antes, y basándose únicamente en los expedientes que obraban en su poder, el capitán Kaleb había llegado a la conclusión de que los componentes de su Regimiento sumaban más de una veintena de muertes, quince violaciones, sesenta atracos a mano armada, y un incontable número de robos, estafas, deserciones y delitos de menor cuantía, por lo que, para dominar a semejante «tropa» había tenido que echar mano a toda su experiencia, astucia y violencia. El respeto que infundía, tan sólo era superado por el que imponía su hombre de confianza: el sargento mayor, Malik-el-Haideri, un hombre delgado, diminuto y aparentemente endeble y enfermizo, pero tan cruel, astuto y valiente, que había logrado controlar a semejante pandilla de bestias, sobreviviendo a cinco intentos de asesinato y dos duelos a cuchillo.

Malik era la «muerte natural» más normal en Adoras, y dos de los suicidados se volaron los sesos por no seguir sufriéndolo.

Ahora, sentado en la cumbre de la más alta duna que dominaba el oasis por el Este, una vieja «ghourds» de más de cien metros de altura, dorada por el tiempo y endurecida en su corazón, hasta convertir la arena casi en piedra, el sargento Malik observaba sin interés cómo sus hombres paleaban arena de las jóvenes dunas que amenazaban con anegar el más apartado de los pozos, hasta que enfocó los prismáticos hacia el solitario jinete, que había hecho su aparición montando un blanco mehari, y que avanzaba sin prisas abriéndose camino en dirección al puesto. Se preguntó qué buscaría un targuí por aquellos andurriales, cuando hacía seis años que habían dejado de frecuentar los pozos de Adoras, evitando todo contacto con sus ocupantes. Las caravanas beduinas llegaban cada vez más espaciadamente, hacían aguada, descansaban un par de días en el extremo más apartado del oasis procurando ocultar a sus mujeres y no rozarse en absoluto con los soldados, y reemprendían la marcha suspirando aliviados si no habían surgido incidentes. Pero los tuareg no. Los tuareg, cuando frecuentaban los pozos, plantaban cara, altivos y desafiantes, y permitían que sus mujeres anduvieran de un lado a otro con el rostro descubierto y los brazos y las piernas al aire, indiferentes al hecho de que aquellos hombres no hubieran disfrutado de una mujer en años, y echando mano de sus fusiles y sus afiladas gumías cuando alguno trataba de sobrepasarse.

Por eso, cuando dos guerreros y tres soldados murieron en una riña, los «Hijos del Viento» prefirieron apartar el puesto militar de su camino, pero ahora aquel jinete solitario avanzaba decidido, abordaba la última cresta, se recortaba contra el cielo del atardecer con su ropaje al viento, y se adentraba al fin entre las palmeras, deteniéndose junto al pozo norte, a un centenar de metros de los primeros barracones.

Se dejó deslizar sin prisas por la duna, atravesó el campamento y llegó junto al targuí, que abrevaba su camello, capaz de beber cien litros de agua de una sola sentada.

— ¡«Aselam, aleikum»! — «Metulem, metulem» — replicó Gacel.

— Buena bestia traes. Y muy sedienta.

— Venimos de lejos.

— ¿De dónde?

— Del Norte.

El sargento Malik-el-Haideri odiaba el velo targuí porque se preciaba de conocer a los hombres y saber, por la expresión de sus rostros, cuándo decían la verdad y cuándo mentían. Pero con los tuareg esa posibilidad nunca existía, pues apenas dejaban a la vista una rendija para los ojos, que entrecerraban y empequeñecían a propósito al hablar. La voz sonaba también distorsionada, y por lo tanto se vio en la obligación de aceptar por buena la respuesta, ya que, en efecto, le había visto llegar del Norte, y no tenía razón para sospechar que Gacel se hubiera preocupado por dar una gran vuelta y permitir que le viera avanzar desde aquella dirección, la opuesta a la que en realidad traía.

— ¿Hacia dónde te diriges?

— Al Sur.

Había dejado ya que su montura quedara espatarrada, con la tripa rebosante de agua, satisfecha y abotagada, y se dedicaba a la tarea de reunir ramas y preparar una pequeña hoguera.

— Puedes comer con los soldados — le hizo notar.

Gacel destapó un pedazo de manta y dejó al descubierto medio antílope aún jugoso y cubierto de sangre seca.

— Tú puedes comer conmigo si lo deseas. A cambio de tu agua.

El sargento mayor Malik advirtió que su estómago daba un salto. Hacía más de quince días que los cazadores no conseguían una pieza, pues con los años las habían ido alejando de los alrededores, y no había entre sus soldados ningún beduino auténtico conocedor del desierto y sus habitantes.

— El agua es de todos — replicó—.

Pero acepto con gusto tu invitación.

¿Dónde lo cazaste?

Gacel sonrió para sus adentros a lo burdo de la trampa.

— Al Norte — replicó.

Había reunido ya la leña que necesitaba, y tomando asiento sobre la manta de su montura, extrajo pedernal y mecha, pero Malik le ofreció su caja de cerillas:

— Usa esto — pidió—. Es más cómodo.

— Luego rechazó con un gesto—. Quédatela. Tenemos muchas en el economato.

Había tomado asiento frente a él, y le observaba mientras clavaba las patas del antílope en la baqueta de su viejo fusil disponiéndose a asarlas lentamente a fuego bajo.

— ¿Buscas trabajo en el Sur?

— Busco una caravana.

— No es época de caravanas. Las últimas pasaron hace un mes.

— La mía me aguarda — fue la enigmática respuesta, y como advirtió que el sargento le miraba fijamente, sin comprender, añadió en el mismo tono—: Hace más de cincuenta años que me aguarda.

El otro pareció caer en la cuenta y le observó con mayor detenimiento:

— «¡La Gran Caravana!» — exclamó al fin—. ¿Vas en busca de «La Gran Caravana» de la leyenda? ¡Estás loco! — No es una leyenda… Mi tío iba en ella… Y no estoy loco. Mi primo Suleimán, que se pasa el día cargando ladrillos por un jornal miserable, sí que está loco.

— Ninguno de los que fueron en busca de esa caravana, regresó con vida.

Gacel señaló con un gesto de la cabeza las tumbas de piedra que se adivinaban entre las dispersas palmeras, al fondo del oasis.

— No estarán más muertos que ésos… Y si la hubieran encontrado serían ricos para siempre…

— Pero la «tierra vacía» no perdona: No hay agua, ni vegetación que sirva de pasto a tu camello, sombra que te cobije, o referencia alguna que valga para orientarte. ¡Es el infierno! — Lo sé — admitió el targuí—. Estuve allí dos veces…

— ¿Estuviste en las «tierras vacías»? — repitió incrédulo.

— Dos veces.

El sargento Malik no tuvo necesidad de verle el rostro para comprender que decía la verdad, y un nuevo interés nació en él. Llevaba suficientes años en el Sáhara como para valorar a un hombre que había estado en las «tierras vacías» y había vuelto. Podían contarse con los dedos de una mano desde Marruecos a Egipto, y ni aun Mubarrak-ben-Sad, guía oficial del puesto, y al que tenía por uno de los mejores conocedores de las arenas y los pedregales, admitía haberse atrevido con ella.

— «Pero conozco uno…» — le había confesado una vez en el transcurso de una larga expedición de descubierta al macizo del Huaila—. «Conozco a un „inmouchar“ del Kel-Talgimus, que fue y volvió…» — ¿Qué se siente allí dentro?

Gacel le miró largamente y se encogió de hombros:

— Nada. Hay que dejar fuera todo sentimiento. Hay que dejar fuera hasta las ideas, y vivir como una piedra, atento a no realizar un solo movimiento que consuma agua. Incluso en la noche debes moverte tan despacio como un camaleón, y así, si consigues volverte insensible al calor y la sed, y sobre todo, si consigues vencer el pánico y conservar la calma, tienes una remota posibilidad de sobrevivir.

— ¿Por qué lo hiciste? ¿Buscabas «La Gran Caravana»?

— No. Buscaba, en mí, restos de mis antepasados. Ellos vencieron a las «tierras vacías».

El otro negó convencido:

— Nadie vence a las «tierras vacías» — replicó seguro de lo que decía—. La prueba es que todos tus antepasados están muertos y ellas siguen tan inexplicables como cuando Alá las creó. — Hizo una pausa, agitó la cabeza e inquirió como preguntándose a sí mismo—. ¿Por qué lo haría? ¿Porque El, capaz de crear cosas portentosas, creó también este desierto?

La respuesta no resultó presuntuosa, aunque en un principio se pensara que lo era:

— Para poder crear a los «imohag».

Malik sonrió divertido.

— Realmente… — admitió—. Realmente… — Señaló la pierna de antílope—.

No me gusta la carne muy pasada — añadió—. Así está bien.

Gacel apartó la baqueta, extrajo los dos pedazos de carne, le ofreció uno y con ayuda de su afiladísima gumía, comenzó a cortar gruesas tajadas del otro.

— Si alguna vez estás en dificultades — indicó—, no cocines la carne.

Cómela cruda. Come cualquier animal que encuentres y bébete su sangre.

Pero no te muevas. Sobre todo no te muevas nunca.

— Lo tendré en cuenta — admitió el sargento—. Lo tendré en cuenta, pero ruego a Alá que jamás me ponga, en semejante trance.

Concluyeron de cenar en silencio, bebieron agua fresca del pozo, y Malik se puso en pie y se estiró satisfecho.

— Tengo que irme — dijo—. He de dar el parte al capitán y ver que todo esté en orden. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

Gacel se encogió de hombros señalando que no lo sabía.

— Entiendo. Quédate cuanto quieras, pero no te acerques a los barracones. Los centinelas tienen orden de tirar a matar.

— ¿Por qué?

El sargento Malik-el-Haideri sonrió enigmáticamente, y con un gesto de la cabeza señaló hacia la más apartada de las casetas de madera.

— El capitán no tiene muchos amigos — puntualizó—. Ni él ni yo los tenemos, pero yo sé cuidarme por mí mismo.

Se alejó cuando ya las sombras se iban escurriendo por el oasis, asentándose en los bordes de las palmeras, y las voces resonaban con mayor nitidez, mientras los soldados regresaban con sus palas al hombro, cansados y sudorosos, anhelando el rancho y el jergón que les condujera por unas horas al mundo de los sueños, lejos del infierno de Adoras.

No hubo apenas crepúsculo, el cielo pasó, casi sin transición, del rojo al negro, y pronto brillaron luces de carburo en las cabañas.

Únicamente la vivienda del capitán contaba con contraventanas que impedían ver lo que ocurría en su interior, y antes de que cerrara por completo la noche acudió un centinela que montó guardia, rígido y con el arma a punto, a menos de veinte metros de la puerta.

Media hora después, esa puerta se abrió y en ella se recortó una figura alta y recia. Gacel no tuvo necesidad de distinguir las estrellas de su uniforme para reconocer al hombre que matara a su huésped. Lo vio permanecer quieto unos momentos, respirando a pleno pulmón el aire de la noche, y encender un cigarrillo. La luz de la cerilla trajo a su memoria cada uno de sus rasgos y el brillo acerado y despectivo de sus ojos cuando aseguró que él era la ley. Se sintió tentado de montar su arma y acabar con él de un solo tiro. A tan corta distancia, claramente recortado contra la luz interior, se sentía capaz de meterle una bala en la cabeza apagando a la vez el cigarrillo en su boca, pero no lo hizo. Se limitó a observarle a menos de cien metros de distancia complaciéndose en imaginar qué pensaría aquel hombre, de averiguar que el targuí al que había ofendido y despreciado estaba sentado allí, frente a él, apoyado en una palmera y junto a los rescoldos de una hoguera, meditando en la conveniencia de matarle en ese momento o dejarlo para más adelante.

Para todos aquellos hombres de la ciudad transplantados al desierto, al que nunca aprenderían a amar, y al que en realidad odiaban anhelando escapar de él a cualquier precio, ellos, los tuareg, no constituían más que una parte del paisaje, tan incapaces de distinguir a uno de otro, como incapaces serían de diferenciar dos largas dunas «sifs» de cresta de sable aunque estuvieran separadas entre sí por más de medio día de marcha.

No tenían noción del tiempo, ni del espacio, ni de los olores y colores del desierto, y del mismo modo, no tenían noción de lo que separaba a un guerrero del «Pueblo del Velo», de un «imohag» del «Pueblo de la Espada», a un «inmouchar» de un siervo, o a una auténtica mujer targuí, libre y fuerte, de una pobre beduina esclava de un harén.

Hubiera podido aproximarse a él, hablarle durante media hora de la noche y las estrellas, de los vientos y las gacelas, y no hubiera reconocido en «aquel maldito desharrapado maloliente», al que había tratado de enfrentársele cinco días antes. Durante años los franceses habían intentado en vano que los tuareg se descubrieran el rostro.

Al fin, convencidos de que éstos nunca abandonarían el velo, debieron llegar a la conclusión de que jamás distinguirían por la voz o los gestos a uno de otro, y abandonaron por completo la esperanza de diferenciarlos.

Ni Malik, ni el oficial, ni todos aquellos soldados que paleaban arena eran franceses, pero se les semejaban por su ignorancia y su desprecio hacia el desierto y sus habitantes.

Cuando el capitán concluyó su cigarrillo, lanzó la colilla a la arena, saludó con desgana al centinela, y cerró la puerta, de la que se pudo escuchar el sonoro correr del pesado cerrojo. Las luces se fueron apagando una tras otra, y el campamento y el oasis quedaron en silencio; un silencio roto únicamente por el susurro de los penachos de las palmeras agitadas por la suave brisa, y el lejano aullido de un chacal hambriento.

Gacel se envolvió en su manta, apoyó la cabeza contra la silla de montar, lanzó una última ojeada a los barracones y a la fila de vehículos aparcados bajo un tosco garaje y se quedó dormido.

El amanecer le sorprendió en lo alto de la más cargada de las palmeras, lanzando al suelo pesados racimos de dátiles maduros. Llenó un saco con ellos; llenó igualmente de agua sus «gerbas», y ensilló al mehari, que protestó ruidosamente, deseoso de quedarse más tiempo a la sombra, cerca del pozo.

Los soldados habían comenzado a hacer su aparición orinando contra las dunas o lavándose la cara en el abrevadero del mayor de los pozos, y el sargento Malik-el-Haideri abandonó también su alojamiento, y se aproximó con su paso rápido y seguro.

— ¿Te vas? — ,inquirió, aunque la pregunta resultaba a todas luces inútil—. Creí que te quedarías a descansar un par de días.

— No estoy cansado.

— Ya lo veo. Y lo siento. Agrada a veces hablar con un extraño, Esta escoria no piensa más que en robar o en mujeres.

Gacel no respondió, afanado en afianzar los bultos para que los vaivenes del camello, no los arrojaran al suelo a los quinientos metros, y Malik le echó una mano desde el otro lado de la bestia, al tiempo que preguntaba:

— ¿Si el capitán me diera permiso, me llevarías contigo a buscar «La Gran Caravana»?

El targuí negó con un gesto:

— La «tierra vacía» no es lugar para ti. Únicamente los «imohag» podemos adentrarnos en ella.

— Yo aportaría tres camellos. Podríamos llevar más agua y provisiones.

En esa caravana hay dinero de sobra para todos. Le daría una parte al capitán, con otra compraría mi traslado, y aún me quedaría para pasar el resto de mi vida. ¡Llévame contigo! — No.

El sargento mayor Malik no insistió, pero recorrió con la vista, lentamente, las palmeras, los barracones y las dunas de arena que lo cerraban todo por los cuatro costados, convirtiendo el puesto en una prisión en la que los barrotes habían sido sustituidos por altas dunas que amenazaban con enterrarlos de una vez para siempre.

— ¡Once años más aquí! — murmuró luego como para sí—. Si logro sobrevivir, seré un anciano, y me han negado incluso el derecho al Retiro y la Pensión. ¿Adónde iré? — Se volvió de nuevo al targuí—. ¿No sería mejor morir dignamente en el desierto, con la esperanza de que un golpe de suerte pudiera cambiarlo todo?

— Tal vez.

— Es lo que vas a intentar, ¿no es cierto? Prefieres arriesgarte que malvivir acarreando ladrillos.

— Yo soy targuí. Tú no…

— ¡Oh, vete al infierno con tu maldito orgullo de raza! — protestó malhumorado—. ¿Te crees mejor porque te acostumbraron desde niño a soportar el calor y la sed? Yo he tenido que soportar a esos hijos de puta, y te aseguro que no sé qué es peor. ¡Vete! Cuando quiera buscar «La Gran Caravana» lo haré yo solo. No te necesito.

Gacel sonrió levemente bajo el velo sin que el otro pudiera advertirlo, obligó a ponerse en pie a su camello, y se alejó despacio, conduciéndole del ronzal.

El sargento Malik-el-Haideri le siguió con la vista hasta que desapareció por entre el dédalo de pasadizos que dejaban entre sí las dunas, al sur de la pista de los vehículos, y regresó luego, pensativo, hacia el mayor de los barracones.

El capitán Kaleb-el-Fasi dormía siempre hasta que el sol comenzaba a recalentar el techo de su cabaña, lo cual venía a ocurrir sobre las nueve de la mañana pese a que la había mandado levantar en el punto más tupido del palmeral, tan a la sombra, que a menudo le despertaba sobresaltado el golpear de los dátiles sobre las planchas metálicas.

A esa hora rezaba sus oraciones a dos metros de la puerta y se zambullía en el abrevadero del pozo grande, donde el sargento Malik, acudía a darle el parte de las incidencias, aunque, en realidad, escasas eran las incidencias que se presentaban.

Aquella mañana, sin embargo, su subordinado parecía deseoso de hablar, animado por un entusiasmo poco acostumbrado en él.

— Ese targuí va en busca de «La Gran Caravana» — dijo.

Le observó unos instantes, aguardando a que dijera algo más, y al no ocurrir así, inquirió interrogativa mente:

— ¿Y…?

— Le pedí que me llevara, pero no quiso.

— No está tan loco entonces como podría pensarse. ¿Desde cuándo te interesa «La Gran Caravana»?

— Desde que oí hablar de ella. Dicen que llevaba mercancías por un valor de más de diez millones de francos de aquel tiempo. Hoy ese marfil y esas joyas valdrían el triple.

— Son muchos los que han muerto persiguiendo ese sueño.

— Aventureros todos, que no se plantearon la expedición de una forma científica con los medios apropiados y apoyo logístico.

El capitán Kaleb-el-Fasi le dirigió una larga mirada que pretendía ser severa y de reconvención:

— ¿Estás insinuando que emplee material y hombres del Ejército en la búsqueda de esa caravana? — inquirió con fingida sorpresa.

— ¿Por qué no? — fue la sincera respuesta—. Constantemente nos envían a realizar expediciones sin sentido a la búsqueda de nuevos pozos, piedras sin valor, o recuento de tribus. Una vez, los ingenieros nos tuvieron seis meses dando vueltas tratando de encontrar petróleo.

— Y lo encontraron.

— Sí, pero… ¿qué nos aportó a nosotros? Cansancio, molestias, malestar de la tropa y tres hombres que volaron en pedazos en un jeep cargado de dinamita.

— Eran órdenes superiores.

— Lo sé. Pero usted tiene autoridad suficiente como para enviarme a una misión cualquiera; por ejemplo, ejercicios de supervivencia en las «tierras vacías». ¡Imagínese que regresáramos con una fortuna! La mitad para el Ejército; la mitad para nosotros y la tropa. ¿No cree que, bien distribuida, ablandaría a algunos generales?

Su superior no respondió de momento. Hundió la cabeza en el agua y permaneció así unos instantes, quizá reflexionando. Cuando emergió de nuevo, señaló sin mirarle:

— Podría «enchironarte» por lo que estás proponiendo.

— ¿Y qué sacaría con eso? En el fondo, ¿qué más da estar en el calabozo que aquí fuera? Algo más de calor, eso es todo. Menos que en la «tierra vacía», desde luego.

— ¿Tan desesperado estás?

— Igual que usted. Si no hacemos algo, nunca saldremos de aquí, y lo sabe. Cualquier día otro de esos hijos de puta agarrará el «kafard» y se liará a tiros con nosotros.

— Hasta ahora hemos sabido dominarlos.

— Con mucha suerte — admitió el hombrecillo—. Pero, ¿hasta cuándo nos durará la suerte? Pronto nos haremos viejos, perderemos energía y nos devorarán.

El capitán Kaleb-el-Fasi, Comandante en Jefe del perdido puesto militar de Adoras, el «Culo del Diablo», como denominaban al lugar en el Ejército, echó hacia atrás la cabeza y contempló largamente las palmeras, a las que ni un soplo de viento acertaba a agitar, y el cielo de un azul casi blanco, que hería los ojos tan sólo de mirarlo.

Pensó en su familia; en su mujer que había pedido y obtenido el divorcio a raíz de su condena; en sus hijos, que no le habían escrito jamás; en sus amigos y compañeros, que habían borrado su nombre de sus memorias pese a que durante años le alabaron por su esplendidez, y en aquella cuadrilla de ladrones, asesinos y drogadictos que le odiaban a muerte, y que al menor descuido le clavarían una bayoneta en la espalda o le colocarían una bomba de mano bajo el catre.

— ¿Qué necesitarías? — inquirió sin volverse, procurando que su voz no delatase compromiso alguno.

— Un camión, un jeep y cinco hombres. Me llevaré también a Mubarrak-ben-Sad, el guía targuí. Y necesitaré camellos.

— ¿Cuánto tiempo?

— Cuatro meses. Pero estaríamos en contacto por radio una vez a la semana.

Ahora sí que le miró de frente.

— No puedo obligar a nadie a que te acompañe. Si no volvieras y esto trascendiera, me arrancarían la cabeza.

— Sé quiénes irán de buena gana y sin comentarlo. Los que se quedan no deben saber nada.

El capitán salió lentamente del agua, se enfundó un pantalón corto y ancho, se calzó las «nails» dejando que el aire caliente le secara el agua sobre el cuerpo, y agitó la cabeza incrédulo:

— Creo que estás tan loco como ese targuí — puntualizó—. Pero tal vez tengas razón y sea mejor que continuar aquí esperando la muerte.

— Hizo una pausa—. Tendríamos que encontrar una disculpa lógica para un viaje tan largo. — Sonrió. Por si no regresas.

Malik sonrió satisfecho de su triunfo, aunque desde el primer momento supo que vencería. Desde que el targuí se perdió de vista, muy de mañana, por entre las dunas, se había dedicado a madurar la forma en que iba a exponer su plan, y cuanto más vueltas le daba, más seguro se sentía en que obtendría el permiso.

Echaron a andar juntos hacia el barracón de oficinas, con una leve sonrisa, señaló:

— Ya había pensado en eso. — El otro se detuvo a mirarle—. Esclavos.

— ¿Esclavos…?

— Ese targuí que se fue esta mañana pudo muy bien haberme comentado que tiene noticias de que las caravanas de esclavos se están adentrando en nuestro territorio. Su tráfico está aumentando de nuevo en proporciones alarmantes.

— Lo sé—. Pero se dirigen al mar Rojo y hacia los países que aún aceptan la esclavitud.

— Es cierto — admitió Malik—. ¿Pero quién nos impide intentar verificar una denuncia, y confesar más tarde que se trataba de una falsa alarma? — Sonrió con ironía—. más bien tendrían que felicitarnos por nuestro celo, y nuestro espíritu de sacrificio.

Penetraron en el barracón de oficinas, que no era más que una amplia estancia con dos mesas, recalentada ya a aquellas horas de la mañana, y el capitán fue a plantarse directamente ante el gran mapa de la zona que ocupaba toda la pared del fondo.

— A veces me pregunto cómo diablos te agarraron para meterte en este agujero siendo tan listo. ¿Dónde piensas buscar?

Malik señaló decidido una inmensa mancha amarilla, en cuyo centro aparecía un espacio completamente en blanco, sin la menor traza de pista, sendero de camellos, pozo, o lugar habitado.

— Aquí, en el centro mismo de Tikdabra. Lógicamente la ruta de la caravana tenía que haber dejado Tikdabra al Norte, evitándolo. Pero si se desviaron, adentrándose en las dunas, tuvieron que encontrarse luego con esta zona de «tierra vacía», demasiado tarde ya para volver atrás.

No les debió quedar entonces más remedio que intentar alcanzar los pozos de Muley-el-Akbar, y no llegaron.

— No es más que una teoría. Igual pueden estar ahí que en otra parte.

— Tal vez. Pero no están en ninguna otra parte — le hizo notar—. Durante años se ha rastreado la región al sur de Tikdabra. Y al Este, y al Oeste. Pero nadie se atrevió nunca con Tikdabra mismo. O, al menos, los que se atrevieron jamás regresaron.

El capitán calculó a ojo:

— Más de quinientos kilómetros de largo por trescientos de ancho de dunas y llanuras. Tendrías más oportunidad de encontrar una pulga blanca en una manada de meharis.

La respuesta fue concisa;

— Tengo once años para buscar.

El capitán tomó asiento en su desvencijada butaca forrada de piel de gacela, buscó un cigarrillo, lo encendió despacio, y estudió detenidamente un mapa que conocía al dedillo, pues ya estaba allí clavado el día que llegó al Puesto. Conocía el desierto y sabía muy bien lo que significaba adentrarse en un «erg» como el de Tikdabra, formado por una ininterrumpida sucesión de altísimas dunas que se prolongaban como un mar de gigantescas olas que parecían proteger, como una trampa de arena movediza en la que hombres y camellos se hundían a veces hasta el pecho, a una inmensa llanura sin horizontes, tan plana como la más plana de las mesas, y en la que el sol reverberaba de continuo dificultando la visión, cortando el aliento, y haciendo hervir la sangre a hombres y bestias.

— Ni un lagarto puede sobrevivir allí — musitó al fin—. Si alguien te acompaña, es que ya tiene el «kafard», y me harás un gran favor quitándomelo de encima. — Abrió la pequeña caja fuerte empotrada en el suelo y oculta bajo unas tablas al lado mismo de su mesa; contó el dinero que había en ella y negó con un gesto—. Tendrás que requisar los camellos entre las tribus beduinas — señaló—. No tengo dinero, y no puedes llevarte los nuestros.

— Mubarrak me ayudará a conseguirlos. — Se dirigió a la puerta—. Si me da su permiso, hablaré con mis hombres.

Respondió con un gesto a su saludo, cerró de nuevo la caja y permaneció muy quieto, con los pies sobre la mesa, contemplando el mapa. Sonrió levemente, satisfecho de haber aceptado la propuesta. Si las cosas iban mal, perdería seis hombres y un guía targuí, amén de dos vehículos. Pero nadie iba a reclamarle por algo que era hasta cierto punto normal en aquellas latitudes. Patrullas que desaparecían para siempre había muchas, pues bastaba un error del guía, una avería en el motor, o la rotura de un eje, para que un simple paseo rutinario se convirtiese en una tragedia sin solución posible. De hecho, con ello contaban cuando enviaban a Adoras a todo aquel desecho de los cuarteles y prisiones del país. En buena lógica, ninguno de sus hombres debería regresar con vida a la civilización, porque la Sociedad no les quería en su seno, y los había rechazado para siempre. A nadie le importaba, por tanto, que se matasen a cuchilladas, se los llevaran las fiebres, se perdieran en el transcurso de una patrulla rutinaria, o desaparecieran durante la persecución de un mítico tesoro.

«La Gran Caravana» estaba allí, en alguna parte hacia el Sur, y en eso todos estaban de acuerdo, pues no podía haberse volatilizado, y lo más preciado de su cargamento soportaba sin deterioro el paso de los años, y aun de los siglos. Con una minúscula parte de ese cargamento, el capitán Kaleb-el-Fasi podría abandonar para siempre Adoras y plantarse de nuevo en Francia, en aquel Cannes en cuyo «Hotel Majestic» pasó una de las épocas más hermosas de su vida, en compañía de la preciosa dependienta de una «boutique» de la Rue de Antibes que debió esperar durante años a que algún día cumpliese su palabra de regresar a buscarla.

A media tarde abrían los grandes ventanales que daban sobre la piscina, «La Croisette» y la playa, y hacían el amor cara al mar hasta el oscurecer, para irse luego a cenar a «Le Moulin de Mougens», «El Oasis», o «Chez Félix» y terminar la noche en el Casino, arriesgándolo todo al número ocho.

Era un duro precio el que estaba pagando por aquellos días; demasiado alto a su modo de ver, y lo peor no estaba, quizás, en el desierto en sí, su calor y su monotonía, sino en los recuerdos, y en la seguridad de que, si algún día lograba salir vivo de Adoras, ya no estaría en condiciones de disfrutar nuevamente de los hoteles, los restaurantes, o las muchachas de Cannes.

Permaneció hundido en sus recuerdos, permitiendo que el sudor comenzara a escurrir por todo su cuerpo a medida que un calor de horno se iba apoderando del campamento, a la espera de que su ordenanza llegara con una bandeja y el pringoso y repugnante «cuscus» de todos los días que consumió sin hambre, acompañado de cortos sorbos de una agua tibia, turbia y levemente salobre, a la que aún no había conseguido acostumbrarse, y que le seguía produciendo diarrea pese a los años transcurridos.

Luego, cuando el sol caía a plomo, vertical, tan agobiante que ni las moscas alzaban el vuelo, atravesó despacio el solitario, palmeral y buscó refugio nuevamente en su barraca, dejando ahora puertas y ventanas completamente abiertas en un intento de aprovechar el menor soplo de aire.

Era aquella la hora de la «gaila», la siesta sagrada en el desierto pues durante las cuatro horas de calor más intenso los hombres — y aun las bestias debían mantenerse quietos a la sombra, si no querían correr el peligro de deshidratarse o caer fulminados por una insolación.

Los soldados dormían ya en sus barracones, y tan sólo un centinela se mantenía en pie, protegido por un sombrajo, luchando con todas sus fuerzas — a menudo inútilmente por mantener los ojos entrecerrados lo justo para no dormirse por completo, y lo suficiente como para que la reverberación del sol en las blancas dunas no acabara por dejarle momentáneamente ciego.

Una hora después se hubiera podido creer que el Puesto Militar de Adoras estaba muerto. El termómetro, a la sombra, pues al sol probablemente hubiera acabado por estallar, se aproximaba peligrosamente a la raya de los cincuenta grados centígrados y los pe nachos de las palmeras se mantenían tan inmóviles por la falta de viento, que se llegaría a pensar que no eran reales, sino que estaban únicamente pintados en el cielo.

Con la boca abierta y, los rostros cubiertos de sudor, desmadejados y rotos como muñecos sin vida, los hombres roncaban, aplastados por el bochorno, incapaces siquiera de espantarse las moscas que llegaban incluso a posárseles en la lengua, en busca de una leve humedad. Alguien soñó brevemente en voz alta, en lo que fue casi un lamento, y un cabo se despertó de un salto con los ojos dilatados de espanto, pues durante unos segundos angustiosos temió que se asfixiaba, ya que el aire no llegaba a sus pulmones.

Un negro esquelético, insomne en su rincón, le observó fijamente hasta que se tranquilizó de nuevo y cerró a su vez los ojos, pero se mantuvo despierto, pues su mente bullía inquieta desde el momento mismo en que el sargento mayor le confesara en secreto que dentro de cuatro días emprenderían la loca aventura de adentrarse en la más inhóspita de las tierras, a la búsqueda de una caravana perdida.

Probablemente jamás regresarían con vida, pero eso era mejor que continuar paleando arena día tras día, hasta el momento en que llegara el turno de que palearan arena sobre su propio cuerpo.

En su barraca, el capitán Kalebel-Fasi roncaba también suavemente, soñando tal vez con la perdida caravana y sus riquezas, y tan profundo era su sueño que no se percató de que una alta sombra se recortaba un instante en el vano de la puerta para deslizarse luego, sin un susurro, hasta el catre, dejar a su lado, apoyado en la pared un viejo y pesado fusil recuerdo de la época en que los «senussi» se rebelaron contra franceses e italianos, y extraer una larga y afilada gumía cuya punta apoyó muy despacio, bajo su barbilla.

Gacel Sayah tomó asiento en el borde del jergón y presionó levemente el arma mientras su mano se apoyaba con fuerza en la boca del durmiente.

La diestra del capitán se lanzó automáticamente hacia el revólver que dejaba siempre en el suelo, junto a la cabecera, pero el targuí lo apartó suavemente con el pie al tiempo que se inclinaba aún más sobre él.

Susurró roncamente:

— Un grito y te degüello. ¿Has entendido?

Aguardó a que los ojos el otro le confirmaran que sí, que había entendido, y luego muy despacio le permitió tomar aire sin aflojar en nada la presión de la gumía. Un hilillo de sangre comenzó a correr por el cuello del aterrorizado capitán, y pronto fue a mezclarse con el sudor que empapaba su pecho.

— ¿Sabes quién soy?

Asintió con un gesto.

— ¿Por qué mataste a mi huésped?

Tragó saliva. Al fin, con un esfuerzo y apenas sin voz, musitó:

— Eran órdenes. Ordenes muy estrictas. El joven debía morir. El otro no.

— ¿Por qué?

— No lo sé.

La punta de la gumía se clavó con más fuerza.

— ¿Por qué? — insistió el targuí. — No lo sé, te lo juro — casi sollozó—. Me dan una orden y tengo que obedecer. No puedo negarme.

— ¿Quién te dio esa orden?

— El gobernador de la provincia.

— ¿Cómo se llama?

— Hassán-ben-Koufra.

— ¿Dónde vive?

— En El-Akab.

— ¿Y el otro… El anciano? ¿Dónde está?

— ¿Cómo quieres que lo sepa? Se lo llevaron, eso es todo.

— ¿Por qué?

El capitán Kaleb-el-Fasi no respondió. Tal vez comprendió que ya había dicho demasiado; tal vez se cansó del juego; tal vez, en verdad, no sabía la respuesta exacta. Desesperadamente buscó una forma de librarse del intruso en cuyos ojos leía una profunda firmeza, y se preguntó qué diablos estarían haciendo sus hombres, que no acudían en su ayuda.

El targuí se impacientó. Clavó más profundamente la gumía, y con la mano izquierda le atenazó el cuello, ahogando un grito de dolor que pugnaba por escapar.

— ¿Quién es ese anciano? — insistió—. ¿Por qué se lo llevaron?

— Es Abdul-el-Kebir.

Lo dijo en el tono de quien lo ha explicado todo, pero comprendió que el nombre no significaba nada para el intruso, que permaneció a la expectativa, aguardando una aclaración:

— ¿No sabes quién es Abdul-el-Kebir?

— Nunca oí hablar de él.

— Es un asesino. Un sucio asesino, y estás arriesgando la vida por él.

— Era mi huésped.

— Por eso no deja de ser un asesino.

— Ni por ser asesino deja de ser mi huésped. Sólo yo tenía derecho a juzgar.

Hizo un gesto con la muñeca y le cortó la yugular de un solo tajo.

Contempló su corta agonía, se limpió las manos en la sucia sábana, recogió el revólver y el fusil, y se aproximó a la puerta desde la que atisbó hacia fuera.

El centinela continuaba tan dormido como cuando llegó y ni un soplo de viento ni un hálito de vida agitaba el palmeral. Se deslizó, de tronco en tronco, hasta alcanzar las dunas por las que trepó ágilmente.

Cinco minutos después, había desaparecido como tragado por la arena.


Caía la tarde cuando el asistente del capitán descubrió el cadáver.

Sus gritos, casi histéricos, se desparramaron por el oasis, e hicieron que los hombres arrojaran al suelo sus palas y acudieran corriendo para amontonarse en la pequeña barraca, de la que el sargento mayor tuvo que expulsarlos a empujones.

Cuando se quedó al fin solo ante el cadáver y el charco de sangre cubierto de moscas, tomó asiento en un taburete y maldijo su suerte. El hijo de perra que había hecho aquello podía haber esperado cuatro días.

No sentía pena alguna; ni el menor asomo de compasión por aquel otro hijo de perra, el más hijo de perra de todos, que yacía tendido frente a él, pese a que hubieran compartido tantos años de vida en el infierno y fuera el único con el que habla mantenido alguna conversación medianamente coherente en ese tiempo. Sabía a ciencia cierta que el capitán Kaleb-el-Fasi merecía la muerte, cualquier tipo de muerte y en cualquier lugar del mundo, pero no deseaba que fuera allí y precisamente en aquellas fechas.

Ahora le mandarían a un nuevo Comandante, no mejor ni peor, sino simplemente distinto y pasarían años, quizás, antes de que pudiera conocerle a fondo, encontrar sus puntos débiles, y conseguir manejarle tal como había llegado a manejar al difunto.

Le preocupaba también el complicado trámite de la Comisión Investigadora, pues ni siquiera él mismo, que era quien mejor los conocía, se sentía capaz de señalar al asesino entre aquella pandilla de asesinos que aguardaban, comentando excitados, a cinco metros de la puerta.

Todos se le antojaban culpables, y cayó pronto en la cuenta de que incluso él mismo podía resultar sospechoso, puesto que tenía los mismos motivos que cualquier otro para desear la muerte a un hombre que había hecho la vida imposible a cuantos sirvieron bajo su mando.

Tenía que encontrar al auténtico culpable antes de que llegara nadie, y entregar el caso resuelto si quería evitarse problemas.

Cerró los ojos y recorrió mentalmente los rostros de cada uno de sus hombres, a la búsqueda de sospechosos, y advirtió que al concluir le invadía una profunda sensación de desaliento.

No llegaban a la docena los que se sentía capaz de desechar como probables inocentes. Cualquiera de los restantes hubieran experimentado una profunda sensación de placer a la hora de rebanarle el cuello a su comandante.

— ¡Mulay! — aulló.

Un hombretón inmenso y malencarado penetró al instante y se quedó muy quieto, pálido, desencajado y casi tembloroso, junto al quicio de la puerta.

— A la orden, mi sargento — balbuceó con esfuerzo.

— Tú estabas de guardia, ¿no es cierto?

— Sí, mi sargento.

— ¿Y no viste a nadie?

— Creo que me quedé adormilado en algún momento, mi sargento — casi sollozó el gigantón—. ¿Quién iba a imaginar que a plena luz del día…?

— Tú no, desde luego. Y lo más probable es que esto te lleve al fin frente al pelotón de fusilamiento. Si no aparece el culpable, tú eres responsable.

El otro tragó saliva, respiró con dificultad y avanzó las manos en un gesto de súplica:

— Pero yo no fui, mi sargento.

¿Por qué iba a hacerlo? Dentro de cuatro días nos iríamos en busca de esa caravana.

— Si vuelves a mencionar la caravana, me ocuparé personalmente de que te fusilen. Y negaré que te hablara nunca de ella. Será tu palabra contra la mía.

— Entiendo, mi sargento — se disculpó Mulay—. No volverá a ocurrir.

Sólo quiero que comprenda que yo era de los pocos que deseaba que siguiera con vida.

El sargento mayor Malik-el-Haideri, se puso en pie, cogió de la mesa el paquete de cigarrillos del difunto y encendió uno con un pesado mechero de plata que se metió tranquilamente en el bolsillo.

— Lo comprendo — admitió—. Lo comprendo muy bien, pero también comprendo que estabas de guardia y sabías que tu obligación era disparar contra todo el que se aproximara a esta barraca.

¡Maldita sea! ¡Como descubra al que ha sido te juro que lo despellejo vivo! Lanzó una última ojeada al cadáver, salió al exterior y se detuvo a la sombra del porche, desde donde recorrió, uno por uno, los rostros de los presentes. Estaban todos.

— ¡Escuchadme bien! — dijo—. Tenemos que resolver este asunto entre nosotros, si no queremos que nos manden a una serie de oficiales que nos compliquen aún más la vida. Mulay estaba de guardia, pero creo que no ha sido.

Los demás, se supone que dormían en el barracón. ¿Quién no estaba allí, y por qué?

Los soldados se miraron entre sí, como si sospecharan los unos de los otros, conscientes de la gravedad del problema y temerosos ante la posibilidad de la llegada de una comisión investigadora. Al fin, un cabo primero, señaló con timidez:

— No recuerdo que faltara nadie, sargento. El calor era insoportable.

Hubiera resultado extraño que alguien se quedara fuera en un día así.

Hubo un murmullo de aprobación unánime.

El sargento meditó unos instantes:

— ¿Quién salió a las letrinas?.

Tres hombres levantaron el brazo.

Uno de ellos protestó:

— Yo no estuve ni dos minutos. Este me vio y yo lo vi a él.

Se volvió al tercero.

— ¿Y a ti te vio alguien?

El negro flaco se abrió paso desde el fondo.

— Yo. Fue hasta las dunas y regresó sin desviarse. También vi a esos dos… No dormía y puedo asegurar, sargento, que nadie abandonó el barracón más de tres minutos. El único que estaba fuera era Mulay. — Hizo una pausa y añadió como sin darle importancia—: Y usted, naturalmente.

El sargento mayor se agitó incómodo, por unas décimas de segundo perdió su compostura y advirtió que un sudor frío le recorría la espalda. Se volvió a Mulay que permanecía muy quieto, junto a la puerta y lo fulminó con la mirada.

— Pues si no ha sido ninguno de ellos, yo tampoco, y no hay nadie en cien kilómetros a la redonda, me parece que vas a tener que… — Se interrumpió de improviso, porque una luz se había encendido en su cerebro y lanzó una maldición que era, al mismo tiempo, casi un grito de alegría—:

¡El targuí! ¡Por todos los diablos…! ¡El targuí! ¡Cabo! — Diga, mi sargento.

— ¿Qué es eso que me contaste sobre un targuí que no quería que entrarais en su campamento? ¿Recuerdas al tipo?

El cabo se encogió de hombros con gesto de duda:

— Todos los tuareg son iguales cuando llevan velo, mi sargento.

— ¿Pero podría ser el que acampó aquí ayer?

Fue el negro esquelético el que respondió por él.

— Podía ser, mi sargento. Yo también estaba allí. Era alto, flaco, con una «gandurah» azul, sin mangas, sobre otra blanca, y una pequeña bolsa o un amuleto de cuero rojo, colgando del cuello.

El sargento le detuvo con un gesto, y se diría que un suspiro de alivio se le escapaba desde lo más profundo.

— Es él, no cabe duda — dijo. El muy hijo de perra tuvo los cojones de entrar aquí y degollar al capitán en nuestras propias narices. ¡Cabo! Encierra a Mulay. Si se escapa, te mando fusilar. Luego comunícame con la capital. ¡Alí! — A la orden, mí sargento — dijo el negro.

— Pon a punto todos los vehículos… Máximo abastecimiento de agua, combustible y provisiones. Encontraremos a ese cerdo aunque se esconda en los mismos infiernos.

Media hora después, el Puesto Militar de Adoras bullía de una actividad como no se recordaba desde los tiempos de su fundación, o desde que hacían escala en él las grandes caravanas procedentes del Sur.

No se detuvo en toda la noche, conduciendo del ronzal a su montura, iluminado por una tímida luna y millares de estrellas que le permitían distinguir el perfil de las dunas y el sinuoso contorno de los pasos entre ellas: los «gassi», caprichosos caminos que el viento había trazado, pero que de tanto en tanto se interrumpían bruscamente, obligándole entonces a iniciar el penoso ascenso sobre la blanda arena, cayendo, resoplando y tirando del ronzal del mehari que protestaba furiosamente por semejante esfuerzo y tan dura caminata a unas horas en que, por lógica, le correspondía un descanso y un tranquilo pastar por la llanura.

Pero el descanso tan sólo fue de unos minutos cuando alcanzaron al fin el «erg» que se abrió ante ellos, infinito, planicie sin horizonte compuesta por miles de millones de negras piedras cuarteadas por el sol, y una arena muy gruesa, casi grava, que el viento no lograba arrastrar más que cuando soplaba enloquecido con las grandes tormentas.

Gacel sabía que no encontraría ahora en su camino ni un matojo, ni una «grara», ni aun el lecho seco de un viejo río, tan frecuentes cuando se recorría la «hamada» y que tan sólo el hundimiento producido por una salina de bordes encarpados alcanzaría, tal vez, a romper la monotonía de un paisaje en el que un jinete era tan visible como una bandera roja agitada en lo alto de una escoba.

Pero Gacel sabía, también, que ningún camello podía competir con su mehari por semejante terreno, que con sus infinitas rocas puntiagudas y cortantes, de hasta medio metro de altura, constituían, además, un obstáculo casi insalvable para los vehículos mecánicos.

Y, o mucho se equivocaba, o si los soldados salían en su busca, lo harían en jeeps y camiones, pues no eran gentes del desierto, y no estaban acostumbrados a las largas caminatas, ni a bambolearse a lomos de un camello durante jornadas enteras.

El amanecer le sorprendió muy lejos ya de las dunas, que no eran más que una leve y sinuosa línea en el horizonte, y calculó que en esos momentos los soldados se estarían poniendo en movimiento. Tardarían al menos dos horas en recorrer la pista que había abierto en la arena hasta salir a la llanura, muy al este del punto en que ahora se encontraba, y aun suponiendo que uno de los vehículos se encaminara directamente hacia el «erg», no alcanzaría su borde hasta bien entrada la mañana, cuando el sol estuviera muy alto. Eso le concedía un amplio margen de seguridad, por lo que desmontó, encendió el pequeño fuego en el que asó apenas los últimos restos del antílope, que ya comenzaba a apestar, rezó sus oraciones de la mañana, de cara a La Meca, hacia el Este que era de donde debían llegar sus enemigos, y tras cubrir bien de arena los restos del fuego, comió con apetito, asió el ronzal de su montura y reemprendió la marcha cuando el sol empezaba a calentarle la espalda.

Se dirigía al Oeste en línea recta, alejándose de Adoras y de todas sus tierras conocidas; alejándose también de El-Akab que dejaba al Norte, a su derecha, y que había decidido que sería su próximo punto de destino.

Gacel era un targuí, un hombre del desierto para el que el tiempo, las horas, los días, y aun los meses carecían de importancia. Sabía que ElAkab había estado allí, desde cientos de años atrás, y allí seguiría hasta que su recuerdo, y aun el de sus nietos, se hubiese borrado de la faz del desierto. Tiempo tendría de volver sobre sus pasos, cuando los soldados, siempre impacientes, se cansaran de buscarle.

«Ahora están furiosos — se dijo—.

Pero dentro de un mes, ni se acordarán de mi existencia».

Cerca ya del mediodía se detuvo obligando al mehari a arrodillarse en una levísima hondonada que rodeó luego con piedras, clavó en el suelo espada y rifle, extendió la manta que le servía de techo proporcionándole la sombra tan necesaria a esa hora, y se acurrucó bajo ella. Un minuto después dormía, y nadie hubiera podido descubrirle a menos de doscientos metros de distancia.

Le despertó el sol dándole en la cara oblicuamente, tumbado casi ya en el horizonte y atisbó entre las rocas, distinguiendo la leve columna de polvo que se alzaba al cielo a espaldas de un vehículo que avanzaba, muy lentamente, al borde de la llanura como si temiera perder la protección de las dunas y adentrarse en la inhóspita inmensidad del «erg».

El sargento mayor Malik detuvo el vehículo, apagó el contacto y recorrió con la vista, sin prisas, la inacabable llanura en la que se diría que una mano de gigante se había entretenido en sembrar negras rocas puntiagudas que amenazaban con hacerle trizas los neumáticos o reventar el cárter al menor descuido.

— Me juego la cabeza a que ese hijo de puta está ahí dentro — comentó mientras encendía, con parsimonia, un cigarrillo. Luego extendió la mano sin mirar y el negro Alí le colocó en ella el auricular del radioteléfono—.

¡Cabo! — llamó—. — ¿Me oyes? La voz llegó lejanísima.

— Le oigo, mi sargento. ¿Ha encontrado algo? — Nada. ¿Y tú? — Ni rastro.

— ¿Has logrado establecer contacto con Almalarik? — Hace un rato, mi sargento. Tampoco ha visto nada. Le he mandado en busca de Mubarrak. Con suerte puede llegar a su campamento antes de que anochezca. Me llamará a las siete.

— Entendido — replicó—. Llámame cuando hayas hablado con él. Corto y cierro.

Devolvió el auricular, se puso en pie sobre el asiento, tomó los prismáticos y recorrió de nuevo la llanura pedregosa para dejarse caer al fin malhumorado, bajar a tierra, y orinar de espaldas a sus hombres que aprovecharon para imitarle.

— Yo también me adentraría en ese infierno — masculló en voz alta—. Ahí es más rápido y puede avanzar incluso de noche, mientras nosotros nos dejaríamos hasta la última tuerca en el camino. — Se abrochó la bragueta, recogió el cigarrillo que había dejado sobre el capó del jeep y dio una larga chupada—. Si al menos tuviéramos una idea de hacia dónde se dirige…

— Tal vez vuelva a casa — señaló Alí—. Pero está en dirección contraria, hacia el Sudeste.

— ¡Casa! — exclamó irónico—. ¿Cuándo has visto que uno de esos malditos «Hijos del Viento» tenga casa? Lo primero que hacen a la menor señal de peligro, es cambiar su campamento y enviar a su familia a cualquier lugar remoto, a mil kilómetros de distancia.

No — negó convencido—. Para ese targuí su casa está ahora en donde está su camello, desde la costa del Atlántico, a la del mar Rojo. Y ésa es su ventaja sobre nosotros: no necesita nada, ni a nadie.

— ¿Qué vamos a hacer entonces? Observó al sol que teñía el cielo de rojo y estaba a punto de desaparecer por completo. Movió la cabeza de un lado a otro, pesimista.

— No haremos nada ya — señaló—.

Montad el campamento y preparad la cena. Un hombre de guardia siempre, y al que se duerma le pego un tiro ahí mismo. ¿Está claro? No esperó la respuesta. Sacó un mapa de la guantera, lo extendió sobre el motor y comenzó a estudiarlo con detenimiento. Sabía que no podía fiarse de él. Las dunas cambiaban de lugar constantemente, los caminos desaparecían bajo la arena, los pozos se cegaban y sabía también, por propia experiencia, que quienes trazaban tales mapas jamás se adentraban en el «erg», a medirlo exactamente, limitándose a dibujar sus contornos aproximados sin preocuparse mucho de si faltaban o sobraban cien kilómetros.

Y a la hora de la verdad, esos cien kilómetros podían constituir la diferencia entre la vida y la muerte, sobre todo cuando el jeep había roto un eje y había que continuar a pie.

Por un momento estuvo tentado de mandarlo todo al diablo y ordenar el regreso al puesto, pues al fin y al cabo, el capitán Kaleb-el-Fasi se merecía mil veces el fin que había te nido. De no haber conocido al targuí lo hubiera hecho, limitándose a mandar un parte dando por zanjada la cuestión. Pero, personalmente, se sentía burlado y ofendido; utilizado por un desharrapado «Hijo del Viento» que había sabido engañarle, y que se habría estado riendo de él bajo su sucio «litham», mientras le contaba toda aquella absurda historia de «La Gran Caravana» y sus tesoros.

— Le ayudé incluso a afianzar la carga del camello, asegurar el agua y disponerlo todo para un larguísimo viaje, cuando en realidad ya había planeado esconderse tras las primeras dunas y regresar ese mismo día. — Lanzó una nueva mirada a la llanura que comenzaba a convertirse en una mancha gris sin relieves—. Si te cojo — masculló para sí—, juro que te arranco la piel a tiras.


Rezó sus oraciones de la tarde, se echó al hombro un saquillo de cuero conteniendo un puñado de dátiles, y se los fue comiendo lentamente mientras iniciaba la marcha, siempre hacia el Oeste, adentrándose en las sombras que se habían adueñado ya de la tierra, sabedor de que aquella noche de caminar sin prisas iba a poner, sin embargo, una distancia insalvable entre él y sus perseguidores.

El camello había bebido hasta saciarse el día antes, no lo había sometido a largas marchas ni a grandes esfuerzos, y se encontraba gordo y fuerte, con la joroba llena y reluciente, lo que indicaba que contaba con reservas suficientes para más de una semana al mismo ritmo. Una bestia como aquélla podía perder tranquilamente más de cien kilos de peso antes de comenzar a resentirse.

Para él, por su parte, acostumbrado a las largas cacerías, aquella huida no era más que un paseo, semejante a otros muchos en busca del rastro de una pieza herida o de un hermoso rebaño fugitivo. Se sentía a gusto allí, a solas en el desierto, porque ésa era la vida que en verdad amaba, y aunque a ratos pensara en su familia, y, por las noches o al calor de la media tarde, le hiciera falta la presencia de Laila, sabía a ciencia cierta que podía prescindir de ellos por todo el tiempo que fuera necesario; el tiempo que le llevara concluir la tarea que se había impuesto: la de vengar la ofensa que le hicieran.

Agradeció más tarde la salida de la Luna que le alumbró el camino, y a medianoche distinguió en la distancia el plateado reflejo de una «sebhka», un gran lago salado que se abría ante él como un mar petrificado del que no alcanzaba a distinguir la otra orilla.

Se desvió hacia el Norte, bordeándolo a cierta distancia, porque en las orillas pantanosas y enfangadas de aquellos lagos, los mosquitos proliferan por miles de millones formando auténticas nubes que, en la caída de la tarde, y los amaneceres, ocultaban el sol y hacían la vida imposible a cualquier hombre o bestia que se aproximara. Gacel había visto a camellos enloquecer de dolor cuando los mosquitos se les metían a puñados en los ojos, y la boca, para salir corriendo desbocados, tirar al suelo su carga o sus jinetes, y perderse de vista para no regresar nunca.

El borde de las «sebhkas» había que afrontarlo, por tanto, a pleno día, cuando el sol estaba alto y abrasaba las alas de los mosquitos que osaban alzar el vuelo, y que permanecían por ello ocultos durante las horas de más calor, como si no existiesen, como si no constituyesen el mayor castigo que Alá podía enviar sobre los ya mil veces castigados habitantes del desierto., Gacel no conocía personalmente aquel lago salado, pero había oído hablar de él a muchos viajeros, y no se diferenciaba gran cosa, salvo quizás en su tamaño, de tantos otros que había encontrado en su vida.

Muchísimos años atrás, cuando el Sáhara era un gran mar y éste se retiró, el agua quedó atrapada en multitud de hoyas semejantes, en las que más tarde se desecó muy lentamente, amontonando en el fondo una capa de sal que, en su centro, alcanzaba a menudo varios metros de espesor. No era raro que, a veces, corrientes subterráneas de aguas salitrosas los alimentaran también cuando llovía, y de ese modo, cerca de las orillas se formaba una zona de arena húmeda y salobre, pastosa, que el sol quemaba hasta convertir en una costra endurecida, como una corteza de pan recién sacado del horno. Esa costra presentaba el peligro de resquebrajarse en cualquier momento lanzando al viajero a una pasta que recordaba a la mantequilla semiderretida que se lo tragaba en pocos minutos, más peligrosa aún que el traidor «fesh-fesh», el suelo arenoso, sin apoyo, en que de improviso hombre y camello desaparecían como si nunca hubieran existido.

Gacel temía al «fesh-fesh», imprevisible, que no avisaba jamás de su presencia, pero al menos le agradecía la rapidez con que acababa con su víctima, mientras que la arena movediza del borde de los lagos salados se entretenía con su presa como con una mosca atrapada en la miel, hundiéndola centímetro a centímetro, sin posibilidad alguna de escapar, en la más larga agonía que cupiera imaginarse.

Por todo ello avanzaba ahora muy despacio hacia el Norte, buscando rodear aquella blanca extensión que parecía no tener límites, consciente de que era otra de las barreras que la Naturaleza interponía entre él y sus perseguidores. La salina se tragaría cualquier vehículo que pretendiera adentrarse en ella.


— Mubarrak ha muerto. Ese hijo de puta lo pinchó con su espada. Almarik asegura que fue un duelo limpio, y que los Sal no están dispuestos a iniciar una guerra de tribus por su causa.

Para ellos el problema está zanjado.

— Por desgracia, nosotros no podemos hacer lo mismo. Manteneos con los ojos abiertos hasta nueva orden.

— Entendido, sargento. Corto y cierro.

Malik se volvió al negro.

— Necesito hablar con el puesto de Tidikén. Que se ponga el teniente Razmán. Avísame cuando lo tengas.

Se alejó a pasear a solas en la noche, contemplando las estrellas y la Luna que extraía reflejos dorados de las altas dunas que se alzaban a sus espaldas. Comprendió que, pese a la innegable dureza de los días que le esperaban, se sentía feliz de encontrarse allí, al borde del «erg», comprometido en la difícil aventura de dar caza a un hombre que, sin duda, conocía el desierto mucho mejor de lo que él pudiera conocerlo nunca, y jugaría como una liebre jugaría con un camello que quisiera atraparla. Pero, de una forma u otra, era eso: una caza, y eso le hacía sentirse de nuevo en marcha, de nuevo activo, de nuevo joven tal vez, como en los tiempos en que acechaba oficiales franceses en las esquinas de la «Casba» para hundirles un cuchillo en las tripas y perderse luego entre las sombras de las mil callejuelas. O cuando arrojaba una bomba al interior de un café del barrio europeo el día que se lanzaron al fin a la lucha abierta, convencidos de que la libertad estaba cerca.

Era una hermosa vida aquélla, excitante y plena, tan distinta de la monotonía del cuartel que llegó con la independencia, y tan distinta del horror del destierro en Adoras, y su inútil y eterna lucha contra la invasión de las arenas.

«Quiero atrapar a ese sucio targuí — se dijo—. Y atraparlo vivo, para quitarle el velo, verle la cara, y que él vea a su vez la mía, y comprenda que no va a ser el primero que se ría de mí».

Había pasado toda una larga noche despierto en su camastro, soñando con la idea de acompañarle a la «Tierra Vacía» en busca de «La Gran Caravana», imaginando las aventuras que correrían juntos, y cuánto sería capaz de enseñarle un hombre como aquél, que había sido capaz de ir y volver allá, no una, sino dos veces. Durante toda una larga noche, aquel targuí se había convertido en su amigo, le había devuelto la esperanza en un posible futuro, y de pronto, en sólo, unas horas, ese mismo targuí había roto sus sueños por dos veces, negándose a que le acompañara y degollando al capitán cuando ya había logrado convencerle.

No. No había nacido aún el «Hijo del Viento» que pudiera hacerle eso, y seguir vivo. No había nacido.

— ¡Sargento! El teniente al aparato.

Corrió hacia allá.

— ¿Teniente Razmán? — Sí, sargento. ¿Atraparon al targuí? — Todavía no, mi teniente. Pero tengo la impresión de que está atravesando el gran «erg» del sur de Tidikem… Si manda a sus hombres, podría cortarle el paso antes de que se adentre en las montañas de Sidi-el-Madia…

Se hizo un silencio. Por último, la voz del teniente llegó dubitativa.

— Pero eso está casi a doscientos kilómetros de aquí, sargento…

— Lo sé — admitió—. Pero si se mete en Sidi-el-Madia, ni todos los ejércitos del mundo podrían encontrarle.

Aquello es un laberinto.

El teniente Razmán meditó su respuesta. Despreciaba al sargento Malik, al igual que despreciaba al capitán Kaleb-el-Fasi, cuya muerte había celebrado, y al igual que despreciaba a todos cuantos terminaban en Adoras, la escoria de un ejército que hubiera deseado limpio y recto, y en el que canallas de su clase no debían tener cabida ni aun para mantener abierto aquel puesto maldito.

Si un targuí había tenido el valor de meterse en aquel infierno, matar al capitán y largarse con viento fresco, en su fuero interno estaba de su parte, cualquiera que fuera la razón por la que lo hubiera hecho. Pero comprendía también que era el prestigio de ese mismo ejército el que estaba en juego y, que si se negaba a la petición de ayuda y el targuí escapaba, el sargento aprovecharía para cargarle con la responsabilidad ante sus superiores.

Dentro de dos años ascendería a capitán y se convertiría en la máxima autoridad de la región. Si además cazaba al asesino de un oficial — por puerco que este oficial hubiera sido en vida—, esos dos años podían acortarse. Lanzó un suspiro y asintió con la cabeza como si el otro pudiera verle.

— Está bien, sargento — replicó al fin—. Saldremos al amanecer. Corto y fuera.

Dejó el micrófono sobre la mesa, cerró el interruptor y permaneció muy quieto contemplando el emisor, como si esperase encontrar en él una respuesta.

La voz de Souad, le sacó de su abstracción devolviéndole a la realidad.

— No te agrada esa misión, ¿verdad? — inquirió desde la cocina, asomando apenas la cabeza.

— No, desde luego — admitió. No he nacido para policía, ni para perseguir a un hombre por el desierto simplemente porque hizo lo que consideraba justo según su ley.

— Esa ya no es la ley, y tú lo sabes — le hizo notar ella viniendo a sentarse al otro extremo de la larga mesa—. Somos un país moderno e independiente en el que todos debemos ser igual porque si cada uno se rigiera, por sus propias costumbres, resultaríamos ingobernables. ¿Cómo compaginar los hábitos de los hombres de la costa, con los de los montañeses, o los beduinos y tuareg del desierto? Hay que cortar y empezar de nuevo imponiendo una legislación común o nos precipitaremos al abismo. ¿Es que no lo comprendes? — Sí. Se puede comprender cuando se ha estudiado en una academia militar, como yo, o en una universidad francesa, como tú. — Hizo una pausa, buscó una curva cachimba de la media docena que colgaban de un soporte de madera, en la pared, y comenzó a cargarla con parsimonia—. Pero dudo que pueda comprenderlo quien ha pasado toda su vida en el confín del desierto sin que nos hayamos preocupado de notificarle que la situación ha variado.

¿Tenemos derecho a obligarle a aceptar de la noche a la mañana, que su vida, la de sus padres y la de sus antepasados de hace dos mil años, ya no tiene validez? ¿Por qué? ¿Qué les hemos dado a cambio? — Libertad.

— ¿Es libertad entrar en su casa, matar a un huésped y llevarse a otro? — Se asombró—. Estás hablando de una libertad política, tal como la ve una estudiante en los «campus» y los bares, pero no como puede verla un hombre que se ha considerado siempre auténticamente libre, gobiernen los franceses, los fascistas o los comunistas… El coronel Duperey, con todo y ser un «colonialista», hubiera sabido respetar mejor las tradiciones de ese targuí, que el cerdo del capitán Kaleb, con todo lo que luchó a favor de la independencia…

— No puedes poner a Kaleb como un ejemplo. Era una carroña.

— Pero es ese tipo de carroña la que envían a tratar con nuestra gente más pura, que deberíamos cuidar porque es la parte viva de lo mejor de nuestra historia y nuestro pueblo. Son los Kalek, los Malik y el gobernador Ben-Koufra, los que destinen a este desierto, al que los franceses dedicaban, sin embargo, lo más selecto de sus oficiales.

«No todos eran el coronel Duperey, y lo sabes. ¿O te has olvidado de la Legión Extranjera y sus asesinos? También ellos causaron estragos entre nuestras tribus, las diezmaron, les quitaron sus pozos, y sus pastos, y las empujaron a los pedregales.»

El teniente Razmán encendió su pipa, echó una ojeada a la cocina y señaló:

— Se te quema la carne. No… — añadió luego. No me he olvidado de la Legión y su brutalidad. Pero me consta que actuaban así porque estaban en permanente guerra con las tribus rebeldes, y no pararon hasta dominarlas. Era su misión, y la cumplieron, de la misma forma que yo mañana voy a cumplir la misión de atrapar a ese targuí porque se ha rebelado contra la autoridad establecida, cualquiera que ésta sea. — Hizo una pausa y observó cómo ella sacaba la carne del fuego y servía los platos que llevó luego a la mesa. ¿Cuál es entonces la diferencia? En guerra nos comportamos igual que los colonialistas, pero en la paz, no somos capaces de imitarles.

— Tú les imitas — señaló Souad suavemente y con indudable amor en el tono de su voz—. Te esfuerzas por ayudar y comprender a los beduinos, te preocupas por sus problemas, e incluso pones en ello tu propio dinero…

— Agitó la cabeza con incredulidad—.

¿Cuánto te deben, y cuándo te lo pagarán? Hace meses que no veo un céntimo de tu paga, pese a que se suponía que aquí íbamos a ahorrar.

— Le interrumpió con un gesto—.

No. No me quejo. Me basta con lo que tenemos. Únicamente quiero hacerte comprender que no está en tus manos solucionar todos los problemas. No eres más que el teniente de un destacamento que ni siquiera figura en los mapas. Tómalo con calma… Cuando seas, como Duperey, coronel gobernador del Territorio y amigo íntimo del Presidente de la República, tal vez puedas hacer algo.

— No creo que para entonces quede nada que proteger — replicó mientras comenzaba a masticar lentamente la carne, dura y correosa de un viejo camello al que había mandado sacrificar antes de que muriera sin necesidad de ayuda—. Y habremos aniquilado, en el transcurso de una sola generación de nación independiente, todo cuanto logró sobrevivir durante siglos. ¿Qué dirá de nosotros la Historia? ¿Qué dirán nuestros nietos cuando vean el uso que hicimos de nuestra libertad? — Fue a añadir algo, pero le interrumpió un discreto golpear en la puerta, y volvió el rostro hacia allí—. ¡Adelante! — pidió.

En el umbral se recortó la altísima figura del sargento Ajamuk, que se cuadró llevándose la mano al turbante.

— ¡A sus órdenes, mi teniente! — saludó—. ¡Buenas noches! — añadió respetuoso—. Sin novedad en el puesto. ¿Manda usted algo? — Sí. Pase, por favor — indicó—.

Al amanecer saldremos hacia el Sur.

Nueve hombres en tres vehículos. Yo iré al frente y usted se quedará al mando aquí. Prepárelo todo, por favor.

— ¿Cuántos días? — Cinco… Una semana como máximo.

El sargento Malik sospecha que ese targuí puede estar cruzando el «erg» en dirección a Sidi-el-Madia. — Advirtió la expresión del otro que había torcido el gesto—. A mí tampoco me agrada, pero se supone que es nuestro deber.

El sargento Ajamuk conocía perfectamente sus limitaciones, pero conocía también al teniente Razmán y sabía que podía permitirse el comentario:

— Con todo respeto, señor — dijo—.

No debería permitir que esa gentuza de Adoras le mezclase en sus problemas…

— Son parte del Ejército, Ajamuk — le hizo notar—, Lo queramos o no…

¡Siéntese, por favor! ¿Un dulce? — Gracias, pero no quisiera molestar.

Souad ya se había encaminado a la cocina con los platos casi sin terminar — la carne resultaba prácticamente incomestible y regresaba con una bandeja de dulces caseros que hicieron refulgir los ojos del recién llegado.

— ¡Vamos, sargento! — rió ella—.

Que le conocemos. Los saqué del horno hace dos horas.

Una mano fue hacia ellos como si estuviera dotada de vida propia, independiente de la voluntad de su dueño.

— Usted me pierde, señora — admitió Ajamuk—. A mi esposa, por más que lo intenta, no le salen igual… — Clavó sus enormes y blanquísimos dientes en la crujiente pasta de almendras, y la paladeó recreándose en ella. Aún con la boca llena, añadió—: Con su permiso, teniente, creo que debería permitirme ir con usted. Nadie conoce como yo esa región.

— Alguien tiene que quedarse al frente de esto.

— Puede confiar en el cabo Mohamed. Y su esposa sabe manejar la radio. — Hizo una pausa mientras tragaba—. Aquí nunca ocurre nada.

El teniente meditó mientras Souad servía el té, hirviente y dulzón, aromático y apetitoso. Le agradaba el sargento, disfrutaba de su compañía y era el único, de entre sus hombres, que podía atrapar al fugitivo. Quizá por eso, casi inconscientemente, trataba de dejarlo al margen, ya que, en el fondo de su corazón, seguía estando de parte del targuí. Se miraron por encima de los vasos de té, y se diría que cada uno adivinaba lo que el otro estaba pensando.

— Si alguien tiene que atraparlo — insistió el sargento—, más vale que seamos nosotros que Malik. En cuanto le eche la vista encima le pegará un tiro para zanjar el asunto y que no intervenga nadie.

— ¿También usted lo cree? — Estoy seguro.

— ¿Y cree que le aguarda mucho mejor destino si se lo entregamos al gobernador? — No obtuvo respuesta, y añadió seguro de lo que decía—: El capitán Kaleb no se hubiera atrevido a matar a aquel hombre sin el respaldo de Ben-Koufra. Y lo que me extraña es que no mandara asesinar también a Abdul-el-Kebir. — Reparó en la severa y preocupada mirada que su esposa le dirigía desde la puerta de la cocina y suspiró con aire de fatiga—.

¡Bien…! — masculló. No es asunto nuestro. De acuerdo… — admitió por último—. Vendrá conmigo. ¡Despiérteme a las cuatro!

El sargento Ajamuk se puso en pie como impulsado por un resorte, se cuadró sin poder disimular su satisfacción y se encaminó a la puerta. — ¡Gracias, teniente! Buenas noches, señora… Y gracias por los dulces.

Salió cerrando tras sí, pero el teniente Razmán le siguió a los pocos instantes y fue a sentarse al porche, a contemplar la noche y el desierto que se extendía ante él hasta perderse de vista en las sombras.

Souad se reunió con él y permanecieron así, en silencio largo rato, disfrutando del aire limpio y fresco después de todo un día de calor agobiante.

Al fin ella señaló:

— No creo que debas preocuparte.

El desierto es muy grande. Lo más probable es que nunca lo encuentres.

— Si lo encuentro, tal vez me asciendan — replicó Razmán sin mirarla—.

¿Lo has pensado? — Sí — admitió ella con naturalidad—. Lo he pensado.

— ¿Y…? — Pronto o tarde ascenderás, y más vale que sea por algo de lo que te sientas orgulloso, que por hacer de perro policía. Yo no tengo prisa…

¿La tienes tú? — Quisiera darte una vida mejor.

— ¿Qué importa una estrella más y un aumento de sueldo, si nunca usas uniforme y el sueldo continuarás prestándolo? Te deberán más dinero, eso es todo.

— Quizá me destinarán fuera de aquí. Podríamos regresar a la ciudad.

A nuestro mundo…

Ella rió divertida:

— ¡Oh, vamos, Razmán! — exclamó—.

¿A quién tratas de engañar? Este es tu mundo, y lo sabes. Te quedarás aquí por mucho que te asciendan. Y yo me quedaré contigo.

El se volvió a mirarla y sonrió:

— ¿ Sabes…? — dijo—. Me gustaría que hiciéramos el amor como la otra noche… Entre las dunas.

Ella se puso en pie, desapareció en la casa, y regresó con una manta bajo el brazo.

Alcanzó el borde de la salina cuando el sol estaba ya muy alto, calentaba la tierra y empujaba a los mosquitos a sus refugios, bajo las piedras y los matojos.

Se detuvo y observó la blanca extensión que brillaba como un espejo a veinte metros bajo sus pies, hiriendo los ojos y obligándole a entrecerrarlos, pues la sal devolvía la luz con furia, amenazando con quemarle las pupilas aun acostumbrado como estaba, desde niño, a la violenta luminosidad de las arenas del desierto.

Por fin, buscó una gruesa piedra, la alzó con las dos manos, y la dejó caer al fondo. Como esperaba, al llegar abajo la piedra quebró la costra reseca por el sol y desapareció en el acto. Por el hueco que había dejado surgió pronto, borboteando, una masa pastosa de color castaño claro.

Continuó arrojando piedras, cada vez a mayor distancia del escarpado borde, hasta que a unos treinta metros, comenzaron a rebotar en la sal, sin atravesarla. Se inclinó luego hacia delante sobre el talud, asomó con cuidado la cabeza y buscó los puntos por los que podía filtrarse la humedad.

Por último empleó más de una hora en estudiar con detenimiento la cornisa, para dar con el punto idóneo para intentar el descenso con el mínimo riesgo.

Cuando abrigó la certeza de que su elección era correcta, obligó al mehari a arrodillarse, colocó ante él tres puñados de cebada, montó su campamento, y se durmió en el acto.

Cuatro horas más tarde, en el momento en que el sol iniciaba tímidamente su descenso, abrió los ojos, como si un despertador hubiese sonado de improviso a su lado.

Minutos después, de pie, en equilibrio sobre su montura, oteó el desierto que había dejado a sus espaldas. No distinguió columna alguna de polvo alzándose en el aire, pero sabía que la pesada grava del «erg» no se elevaba cuando los vehículos se veían obligados a avanzar muy despacio por culpa de las innumerables rocas.

Aguardó pacientemente y esa paciencia dio su fruto: un objeto metálico devolvió, muy a lo lejos, el reflejo de un rayo de sol. Calculó la distancia: necesitarían al menos seis horas para alcanzar el punto en que se encontraba.

Saltó a tierra, tomó el ronzal de la bestia, y pese a sus sonoras protestas, la condujo hasta el borde del talud por el que descendieron con infinito cuidado, paso a paso, atentos, no sólo a no resbalar y precipitarse abajo con riesgo de partirse el cuello, sino atentos, también, a cada piedra, y cada laja de roca, pues le constaba que, bajo ellas, allí, junto a la salina, anidaban por miles los alacranes.

Respiró satisfecho cuando alcanzó el fondo, se detuvo, y estudió con detenimiento la costra que comenzaba a cuatro metros de distancia. Avanzó y la tanteó con el pie. Parecía dura y resistente, y dejó el ronzal libre cuan largo era, enrollándose el extremo en la muñeca, consciente de que, si se hundía, el mehari lo sacaría, a rastras, del peligro.

Sintió en el tobillo la picadura del primer mosquito. El sol comenzaba a aflojar su fuerza y pronto la zona se convertiría en un infierno.

Echó a andar, y le pareció escuchar el lamentarse de la costra bajo la planta de sus pies, y en algunos puntos se onduló sin llegar a quebrarse.

El mehari le siguió obediente, pero a los cuatro metros su instinto debió avisarle del peligro, se detuvo indeciso y berreó malhumorado, aunque su grito casi podía considerarse una protesta al advertir la infinita extensión de sal en la que no se distinguía ni un triste matojo.

— ¡Vamos, estúpido…! — masculló—.

¡No te pares!

Le respondió un nuevo berrido, pero un brusco tirón y dos sonoras palabrotas le decidieron. Avanzó diez metros y pareció sentirse más tranquilo a medida que la costra salada iba endureciéndose hasta constituir un piso firme y seguro.

Marcharon luego despacio, siempre hacia el sol que se ocultaba, y ya entrada la noche trepó al mehari, y dejó que éste continuara su camino, consciente de que no se desviaría de su ruta mientras descabezaba un largo sueño, acurrucado allí, en la alta silla, bamboleándose como sobre un agitado mar, pero tan seguro y a gusto como si se encontrara bajo el techo de su «jaima» durmiendo junto a Laila.

Fue la más silenciosa de las noches. No lloraba el viento, las afelpadas patas del dromedario no levantaban el más mínimo rumor al pisar sobre la sal, y allá, en el centro de la inmensa «sebhka» no había hienas ni chacales que aullasen reclamando su presa. La Luna se alzó; plena, luminosa y limpia, sacando destellos plateados a los mil millones de espejos de la llanura sin accidentes, sobre la que la silueta del mehari y su jinete constituían una aparición irreal y fantasmagórica saliendo de la nada de la noche hacia la nada de las sombras, pura estampa de soledad absoluta, pues probablemente ningún ser humano estuvo nunca tan solo como lo estaba aquel targuí en aquella salina.


— ¡Allí está!

Le tendió los prismáticos al sargento Ajamuk que siguió con ellos la dirección de su brazo, los ajustó a su vista, y distinguió, en efecto, al jinete que avanzaba despacio bajo el fuerte sol de la mañana.

— Sí — admitió—. Allí está, pero tengo la impresión de que nos ha visto. Se ha detenido y mira hacia aquí.

El teniente Razmán tomó nuevamente los gemelos y enfocó hacia el punto donde, a través de la calina que reverberaba sobre la blanca superficie, Gacel Sayah miraba también hacia donde se encontraban, en el borde de la «sebhka». Le constaba que los ojos de halcón de un targuí acostumbrado a las grandes distancias, equivalían a la vista de un hombre normal ayudado por prismáticos.

Se miraron, aunque en realidad la distancia no le permitía distinguir más que la confusa silueta de bestia y jinete que parecían ondular por efecto de la reverberación, y le hubiera gustado saber qué pensaría en el momento en que acababa de descubrir que se encontraba atrapado en el centro de una trampa de sal que no ofrecía escapatoria.

— Ha sido más fácil de lo que pensaba… — comentó.

— Aún no le hemos cogido… — señaló Ajamuk.

Se volvió a mirarle:

— ¿Qué quieres decir? — Lo que he dicho — replicó el sargento con naturalidad—. Nuestros vehículos no pueden descender a la salina. Aunque encontráramos una pendiente apropiada, nos hundiríamos en la sal. Y a pie no los atraparemos nunca.

El teniente Razmán comprendió que tenía razón, extendió la mano y tomó el auricular del radioteléfono:

— ¡Sargento! — llamó ¡Sargento Malik! ¿Me oye? El aparato lanzó un silbido, gruñó, carraspeó y al fin llegó, clara, la voz de Malik-el-Haideri.

— Le oigo, teniente.

— Estamos en el lado oeste de la «sebhka» y hemos localizado al fugitivo. Viene hacia nosotros, aunque, por desgracia, creo que nos ha visto.

Casi pudo escuchar la sorda maldición del sargento que, tras una pausa, señaló:

— Pues yo no puedo continuar. He encontrado un sendero para bajar, pero la costra no soporta el peso del jeep.

— No veo más solución que rodear la salina y esperar a que la sed le obligue a entregarse.

— ¿Entregarse…? — La voz era una mezcla de asombro e incredulidad—. Un targuí que ha matado a dos hombres, nunca se entregará. — Ajamuk hizo un gesto de asentimiento corroborando sus palabras—. Puede que se deje morir, pero nunca se rendirá.

— Es posible… — admitió Pero está claro que no podemos ir a por él.

— ¡Esperaremos!

— ¡Usted manda, teniente…!

— Manténgase a la escucha. ¡Corto y fuera!

Cerró el interruptor y se volvió a Ajamuk.

— ¿Qué le pasa? — masculló—. ¿Pretende que nos lancemos a corretear a un targuí por esa llanura para que juegue con nosotros o nos pegue un tiro…? — Hizo una pausa y se volvió a uno de los soldados—. Prepare una bandera blanca — pidió.

— ¿Pretende parlamentar? — se sorprendió Ajamuk ¿Qué va a sacar con eso? Se encogió de hombros:

— No lo sé. Pero haré cuanto esté en mi mano para que no haya más derramamiento de sangre.

— Déjeme ir a mí — rogó el sargento—. No soy targuí, pero he nacido en estas tierras y los conozco bien.

Negó convencido:

— Yo soy ahora la máxima autoridad al sur de Sidi-el-Madia — dijo—. Tal vez me escuche.

Tomó el mango de la pala a cuyo extremo el soldado había amarrado un sucio pañuelo, se despojó de la pistola, y comenzó a descender con cuidado por el peligroso terraplén.

— Si me ocurre algo, usted tiene el mando — puntualizó—. Malik no debe tomarlo bajo ningún concepto. ¿Está claro? — No se preocupe.

A trompicones, resbalando y a punto de precipitarse al abismo, el teniente llegó abajo, observó con desconfianza la leve costra de sal, y consciente de que sus hombres le observaban, hizo de tripas corazón y echó a andar con paso decidido hacia la distante silueta del jinete, rogando al Cielo que el suelo no se hundiera bajo sus pies.

Cuando se sintió seguro continuó su marcha ondeando la triste bandera bajo un sol que comenzaba a convertirse en plomo derretido, advirtiendo cómo, en la hoya que formaba la salina sin un soplo de viento y recalentada por el sol, la temperatura aumentaba más de cinco grados y el aire quemaba al llegar a los pulmones.

Observó cómo el targuí obligaba a arrodillarse a su montura y le aguardaba en pie, junto a ella, con el rifle a punto, y a mitad de camino se arrepintió de su acto, pues el sudor chorreaba por todo su cuerpo, empapando su uniforme, y las piernas parecían a punto de negarse a mantenerle.

El último kilómetro fue, sin ninguna clase de duda, el más largo de su existencia, y cuando se detuvo a diez metros de Gacel necesitó tiempo para recuperar las fuerzas, serenarse y musitar:

— ¿Tienes agua? El otro negó sin dejar de apuntarle al pecho:

— La necesito. Beberás cuando regreses.

Asintió comprensivo y se pasó la lengua por los labios donde no encontró más que el gusto salobre del sudor.

— Tienes razón — admitió—. Soy un estúpido al no traer la cantimplora.

¿Cómo puedes soportar este calor? — Estoy acostumbrado… ¿Has venido a hablarme del tiempo? — No. He venido a pedirte que te entregues. ¡No puedes escapar!

— Eso, sólo Alá puede decirlo. El desierto es grande.

— Pero esta salina no. Y mis hombres la rodean. — Lanzó una ojeada a la fláccida «gerba» que colgaba de la montura. Tienes poca agua. No resistirás mucho… — Hizo una pausa—. Si vienes conmigo te prometo un juicio justo.

— Nadie tiene por qué juzgarme — puntualizó Gacel con naturalidad—.

A Bubarrak lo maté en duelo, según las costumbres de mi raza, y al militar lo ajusticié porque era un asesino que no respetó las sagradas reglas de la hospitalidad… Según la ley targuí no he cometido ningún delito.

— ¿Por qué huyes entonces…? — Porque sé que, ni los infieles «rumi», ni vosotros, que habéis copiado de ellos sus absurdas leyes, respetaréis las mías, pese a que nos encontremos en el desierto. Para ti soy un sucio «Hijo del Viento» que ha matado a uno de los tuyos, no un «inmouchar» del Kel-Talgimus que hizo justicia según un derecho que se remonta a miles de años; muchos años antes de que ninguno de vosotros soñara con pisar estas tierras.

El teniente Razmán se dejó caer con cuidado tomando asiento sobre la dura corteza de sal mientras negaba convencido:

— Para mí no eres ningún sucio «Hijo del Viento». Eres un «imohag» noble y valiente, y comprendo tus razones. — Hizo una pausa—. Y las comparto. Probablemente yo hubiera reaccionado igual, sin permitir una ofensa semejante. — Lanzó un sonoro suspiro—.

Pero mi obligación es entregarte a las autoridades evitando derramamiento de sangre. ¡Por favor…! — suplicó—.

No hagas las cosas más difíciles.

Hubiera jurado que su interlocutor sonreía burlonamente bajo el velo cuando replicó irónico:

— ¿Difíciles para quién? — Agitó la cabeza—. Para un targuí las cosas comienzan a ser verdaderamente difíciles en el momento en que pierde su libertad. Nuestra vida es muy dura, pero la compensa el hecho de ser libres.

Si perdemos esa libertad, perdemos la razón de vivir. — Hizo una pausa—.

¿Qué harían conmigo? ¿Condenarme a veinte años? — No tienen por qué ser tantos…

— ¿No? ¿Cuántos entonces? ¿Cinco…? ¿Ocho…? — negó convencido—.

¡Ni un solo día, óyeme bien! He visto vuestras cárceles, me han contado cómo se vive en ellas, y sé que no soportaría un solo día. — Hizo un gesto expresivo con la mano indicando que se marchara—. Si quieres cogerme, ven a buscarme…

Razmán se puso pesadamente en pie horrorizado por la idea de reemprender la larga caminata bajo un sol que cada vez calentaba con más furia:

— No vendré a buscarte… De eso puedes estar seguro — fue todo lo que dijo antes de darle la espalda.

Gacel lo observó mientras se alejaba cansinamente, apoyándose en el palo que había servido de asta a la bandera, dudando que fuera capaz de alcanzar el borde de la «sebhka» sin caer víctima de una insolación.

Por su parte, clavó en la dura sal la «takuba» y el rifle, montó un techo y se refugió bajo él dispuesto a aguardar, paciente, el paso de las más difíciles horas del día…

No durmió, con los ojos fijos en el punto en el que los vehículos lanzaban al sol destellos metálicos, advirtiendo cómo, minuto a minuto, la calina se iba espesando y el calor aumentaba hasta amenazar con hacer hervir la sangre; un calor tan denso, agobiante y pesado, que obligó a protestar al mehari acostumbrado como estaba por su naturaleza a las más altas temperaturas.

No podría sobrevivir mucho tiempo allí, en el corazón de la salina, y lo sabía. Le quedaba agua para un día.

Luego harían su aparición el delirio y la muerte: la más espantosa de las muertes; aquella a la que los tuareg temían desde el mismo día que nacían: la muerte por sed.

Ajamuk observó con ojo crítico la altura del sol, y estudió con detenimiento los bordes de la salina:

— Antes de media hora los mosquitos nos comerán vivos — señaló convencido—.

Tenemos que retirarnos.

— Encenderemos hogueras.

El sargento negó con firmeza:

— No existe hoguera ni protección posible contra la plaga — insistió—.

En cuanto comiencen a atacar, los soldados saldrán corriendo y no me comprometo a detenerlos — sonrió—. Yo estaré corriendo también.

Fue a decir algo, pero uno de los soldados le interrumpió señalando con el brazo hacia la salina.

— ¡Mire…! — gritó ¡Se marcha…!

El teniente tomó los prismáticos y los enfocó hacia el punto indicado.

En efecto, el targuí había alzado su ridículo campamento, y se alejaba llevando su montura del ronzal.

Se volvió, pensativo, a su ayudan te:

— ¿Adónde irá…? Ajamuk se encogió de hombros:

— ¿Quién puede saber lo que piensa un targuí? — No me gusta.

— A mí tampoco.

El teniente meditó unos instantes visiblemente preocupado.

— Supongo que tratará de escurrirse de noche — aventuró—. Usted irá al Norte con tres hombres. Saud, al Sur… Yo cubriré esta zona, y Malik está con su gente en el Este… — agitó la cabeza—. Si mantenemos los ojos bien abiertos no pasará.

El sargento no respondió, pero resultaba claro que no compartía el optimismo de su superior. Era beduino, conocía bien a los tuareg, y conocía bien, de igual modo, a sus soldados, montañeses que cumplían el servicio militar obligatorio en un desierto que ni entendían, ni deseaban entender.

Admiraba al teniente Razmán, apreciando los esfuerzos que hacía por adaptarse a aquellas tierras, decidido a convertirse en un auténtico experto, pero le constaba que era mucho lo que le faltaba por aprender. El Sáhara y sus gentes no se asimilaban en un año, ni en diez, y lo que jamás se asimilaba por completo era la mentalidad de uno de aquellos ladinos «Hijos del Viento» aparentemente simples por su forma de vida, pero profundamente complicados en la realidad.

Tomó los prismáticos que descansaban sobre el asiento y los enfocó hacia el hombre que se iba convirtiendo en un punto cada vez más diminuto, seguido por su bamboleante cabalgadura.

Por qué se adentraba de nuevo en aquel horno abominable, no podía saberlo, pero presentía, casi podía palpar, que algún truco se escondía tras ello. Si un targuí con poca agua se movía y movía a su montura, alguna poderosa razón existía.

Silbaron en su oreja y dio un respingo.

— ¡Vámonos! — gritó—. ¡Los mosquitos!

Saltaron a los vehículos y comenzaban ya a palmearse las manos y la cara cuando arrancaron, alejándose a toda la velocidad que permitía el accidentado terreno, apartándose todo lo posible de la zona pantanosa. Luego, se separaron tomando cada uno una dirección distinta.

El teniente Razmán ordenó a los hombres que quedaban con él que montaran el campamento y prepararan la cena, y se puso en contacto con el sargento Malik-el-Haideri notificándole sus movimientos y los del fugitivo.

— Tampoco yo sé lo que pretende, teniente — admitió Malik—. Pero me consta que ese tipo es muy listo.

— Hizo una pausa—. Quizá lo mejor sea entrar a buscarle…

— Probablemente es lo que pretende… — replicó—. Pero recuerde que es famoso por su puntería. Con un camello y un fusil ahí dentro nos tendría a su merced. ¡Esperaremos…!

Y esperaron toda la noche, agradeciendo la luminosidad de la Luna, con las armas a punto y atentos al menor movimiento sospechoso.

Pero no ocurrió nada, y cuando el sol subió en el horizonte regresaron al borde de la salina, y pudieron distinguir allí, casi en el centro mismo, al mehari arrodillado y al hombre durmiendo tranquilamente a su sombra.

Equidistante de los cuatro puntos cardinales, cuatro prismáticos le enfocaron durante todo el día, sin que, ni jinete ni montura efectuaran un solo movimiento perceptible a semejante distancia.

Cuando comenzaba a caer de nuevo la tarde, antes de que los mosquitos abandonaran su refugio, el teniente Razmán estableció línea abierta con sus hombres.

— No se ha movido — les hizo notar—.

¿Qué piensan de eso? El sargento Malik recordó sus palabras: «Hay que vivir como una piedra, atento a no realizar un solo movimiento que consuma agua… Incluso de noche debes moverte tan despacio como un camaleón, y así, si consigues volverte insensible al calor y la sed, y, sobre todo, si consigues vencer el pánico y conservar la calma, tienes una remota posibilidad de sobrevivir».

— Guarda sus fuerzas… — señaló—.

Esta noche se moverá… Lo que hace falta es saber hacia dónde…

— Necesitará por lo menos cuatro horas para alcanzar el borde de la «sebhka» — intervino Ajamuk—. Y una más para ascender en la oscuridad y llegar donde estamos — calculó mentalmente—. Tendremos que estar atentos hacia la medianoche. Si espera más, no tendrá luego tiempo de alejarse aunque lograra pasar.

— Se le desbocará el camello — recordó Saud desde el extremo sur—.

Aquí los mosquitos forman nube. Hay una entrada de agua y si se aproxima se hundirá sin remedio.

El teniente Razmán abrigaba el convencimiento de que el targuí prefería que se lo tragaran las arenas a dejarse atrapar con vida, pero no hizo comentario alguno. Se limitó a dar instrucciones.

— Cuatro horas de descanso — dijo—, pero a partir de ese momento, todo el mundo atento…

La noche fue igualmente larga e igualmente tensa bajo una luna que aún alumbraba con fuerza la llanura, y el amanecer les sorprendió vencidos por el sueño y la fatiga, con los ojos enrojecidos de otear la oscuridad, y los nervios destrozados por la presión que habían soportado.

Y cuando se aproximaron de nuevo a la salina pudieron verle; en el mismo punto, en idéntica postura, sin que, al parecer, hubiera realizado un solo gesto.

La voz del teniente sonó nerviosa a través del micrófono.

— ¿Qué piensan de eso…? — ¡Que está loco! — replicó Malik malhumorado. Ya no le puede quedar agua… ¿Cómo va a resistir un día más en ese horno? Nadie tuvo respuesta. Incluso para ellos, fuera de la hoya y con agua suficiente en los grandes bidones, la idea de un día más bajo aquel sol de fuego resultaba insoportable, y, sin embargo, el targuí parecía dispuesto a dejar transcurrir otra jornada sin moverse.

— Es un suicidio… — musitó para sí el teniente—. Un suicidio, y jamás creí que un targuí fuese capaz de suicidarse. Está buscando la eterna condenación.


Ningún día fue tan largo.

Ni tan caliente.

La sal le lanzaba los destellos del sol, multiplicando su fuerza, convirtiendo casi en inútil su minúsculo refugio, anonadándole y anonadando al mehari al que había amarrado las cuatro patas una vez que lo tuvo arrodillado, aunque le dolía en el alma causarle un sufrimiento que no se merecía después de tantos años de conducirle a través de las arenas y los pedregales.

Rezó sus oraciones como entre sueños, y entre sueños dejó pasar las horas, inmóvil, sin ni siquiera el gesto de espantar una mosca, que no existían allí porque ni las moscas soportaban semejante infierno. Luchaba por convertirse en piedra olvidando su cuerpo y sus necesidades, consciente de que no quedaba ni una gota de agua en las «gerbas» y sintiendo cómo su piel se iba secando, con la impresión extraña de que la sangre se espesaba en sus venas fluyendo por ellas cada vez más despacio.

Pasado el mediodía perdió el cono cimiento y permaneció apoyado en el cuerpo de la bestia, con la boca muy abierta, incapaz de aspirar un aire que se había vuelto casi denso y parecía negarse tercamente a bajar a sus pulmones.

Deliró, pero su seca garganta y su lengua amoratada no pudieron emitir sonido alguno. Luego, un estremecimiento del mehari y un lamento que nacía de las entrañas mismas de la pobre bestia le devolvieron a la vida y abrió los ojos, pero tuvo que cerrarlos de nuevo, vencido por el blanco fulgor de la salina.

Ningún día, ni aun aquel en que agonizó su primogénito escupiendo sangre y lanzando a la arena pedazos de pulmón, devorado por la tuberculosis, le pareció tan largo.

Ni tan caliente.

Luego llegó la noche. La tierra comenzó a enfriarse muy despacio, el aire llegó más fácilmente a sus pulmones y pudo abrir los ojos sin experimentar la sensación de que le clavaban puñales en las retinas. El mehari salió también de su letargo y se agitó inquieto berreando sin fuerzas.

Amaba aquella bestia y lamentaba su muerte inevitable. La había visto nacer y desde el primer momento supo que sería un animal brioso, resistente y noble. Lo cuidó con cariño y le enseñó a obedecer su voz y el contacto de su talón en el cuello; un lenguaje propio que únicamente ellos dos entendían. Jamás en todos aquellos años había tenido que pegarle. Y el animal no intentó morderle o atacarle, ni aun en los peores días de celo, en primavera, cuando otros machos se volvían histéricos e intratables rebelándose contra sus amos y lanzando una y otra vez al suelo su carga y sus jinetes. Era en verdad una bendición de Alá aquella hermosa bestia, pero había llegado su hora y lo sabía.

Aguardó a que la Luna hiciera su aparición sobre el horizonte y sus rayos, devueltos por la sal, convirtieran casi la noche en día, y a su luz, extrajo la afilada gumía y cercenó de un solo tajo, cruel, fuerte y profundo, el blanco cuello.

Rezó la oración ritual, y recogió la sangre que manaba a borbotones en una de las «gerbas». Cuando estuvo llena, la bebió despacio aún tibia y casi palpitante, con lo que pronto se sintió reconfortado. Esperó unos minutos, recuperó su ánimo y tanteó con cuidado el estómago del camello que atado como estaba, no se había movido con la llegada de la muerte, limitándose a humillar la cabeza. Cuando estuvo seguro del punto elegido, limpió la gumía en la raída manta de la montura, y la clavó con fuerza, profundamente, retorciéndola una y otra vez, buscando agrandar lo más posible la herida. Cuando retiró el arma, manó un poco de sangre, y después un chorro de agua verdosa y maloliente con la que llenó hasta rebosar la segunda gerba. Por último se tapó la nariz con una mano, cerró los ojos, y aplicó los labios a la herida, bebiendo directamente un líquido repugnante pero del que sabía, a ciencia cierta, que dependía su vida.

Consumió hasta la última gota pese a que su sed ya se había aplacado, y el estómago amenazaba con estallarle.

Contuvo luego las arcadas esforzándose por pensar en otra cosa y olvidar el olor y el sabor de un agua que llevaba más de cinco días en el vientre del camello, y necesitó toda su voluntad de targuí dispuesto a sobrevivir, para lograrlo.

Por último, se durmió.

— Está muerto… — masculló el teniente Razmán—. Tiene que estar muerto. Hace ya cuatro días que no se mueve y se diría que se ha convertido en una estatua de sal.

— ¿Quiere que vaya a comprobarlo…? — se ofreció uno de los soldados, consciente de que su ofrecimiento podía suponerle los galones de cabo—.

El calor comienza a disminuir…

Negó una y otra vez mientras encendía la cachimba con ayuda de un mechero de larga y gruesa cuerda, mechero de marino, los más prácticos en aquellas tierras de arena y viento.

— No me fío de ese targuí… — comentó. No quiero que te mate en la oscuridad.

— Pero no podemos pasarnos la vida aquí… — le hizo notar el otro—. Queda agua para tres días.

— Lo sé… — admitió. Mañana, si todo sigue igual, mandaré un hombre desde cada lado. No voy a arriesgarme tontamente.

Pero cuando se quedó a solas se preguntó si el mayor riesgo no sería aquel de mantenerse a la expectativa, haciéndole el juego al targuí, incapaz de adivinar sus intenciones porque no aceptaba la idea de que hubiera decidido dejarse morir de calor y sed sin plantear batalla. Por lo que sabía de Gacel Sayah, era uno de los últimos tuareg auténticamente libres, un noble «inmouchar», casi un príncipe entre los de su raza, capaz de ir y volver a la «tierra vacía» y capaz igualmente de enfrentarse a un ejército por vengar una ofensa. No era lógico que un hombre así se limitara a dejarse morir cuando se sentía atrapado. El suicidio no estaba en la mente de los tuareg, al igual que no solía estarlo en la mente de la mayoría de los mahometanos, que sabían que aquel que atentaba contra su vida nunca podría aspirar a alcanzar el Paraíso. Tal vez el fugitivo, como otros muchos de su pueblo, no fuera en realidad un devoto creyente y conservara gran parte de sus viejas tradiciones, pero aun así, no lo imaginaba pegándose un tiro, cortándose las muñecas, o dejando que el sol y la sed le consumieran.

Tenía un plan, de eso estaba seguro. Un plan maquiavélico y a la vez muy simple, en el que debían tener un papel importante los elementos que le rodeaban, y que un targuí había aprendido — aun antes de nacer — a usar a su favor, pero por más que se estrujaba el cerebro no lograba desentrañarlo.

Presentía que estaba jugando con el cansancio de sus hombres y el suyo propio, y con el convencimiento de que ningún ser humano podía soportar tanto tiempo sin beber en un horno semejante. Estaba jugando a llevar a su ánimo, casi a su subconsciente, la seguridad de que vigilaban a un cadáver, lo que hacía que, sin ellos mismos darse cuenta, relajaran su vigilancia.

En ese momento, se les escurriría entre los dedos como un fantasma y desaparecería tragado por la inmensidad del desierto.

Era un razonamiento lógico y tenía plena conciencia de ello, pero cuando más convencido estaba de que no podía equivocarse, recordaba el insufrible calor que había tenido que soportar cuando bajó a la salina, calculaba el agua que debía consumir un ser humano, por muy targuí que fuera, para mantenerse con vida en semejante lugar, y comprendía que todas sus tesis se venían abajo y no existía esperanza alguna de que el fugitivo continuase con vida.

— Está muerto… — se repitió una vez más, furioso consigo mismo y con su impotencia—. ¡El muy hijo de puta tiene que estar muerto!


Pero Gacel Sayah no estaba muerto.

Inmóvil, tan inmóvil como había permanecido durante cuatro días y casi cuatro noches, observó cómo el sol se ocultaba en el horizonte anunciando que las sombras llegarían casi sin transición alguna, y comprendió que era aquélla la noche en que al fin tendría que actuar.

Fue como si su mente resurgiera de un extraño sopor en el que conscientemente se había esforzado por sumergirla con la esperanza de convertirse en ser inanimado: una planta lechosa, una roca del «erg», o un grano de sal entre los millones de granos de las de la «sebhka», venciendo de ese modo su necesidad de beber, transpirar e incluso orinar.

Era como si los poros de su piel se hubieran cerrado, como si su vejiga dejara de tener comunicación con el exterior, y su sangre se transformara en una masa pastosa y lenta que circulaba al «ralentí», impulsada por un corazón que había reducido al mínimo sus latidos.

Para ello tuvo que dejar de pensar, de recordar y de imaginar, porque sabía que cuerpo y mente dependían inexorablemente el uno del otro, y el simple hecho de recordar a Laila, pensar en un pozo de agua clara, o soñar que había escapado de aquel infierno, hacía que su corazón latiera de improviso más aprisa, abortando su necesidad de convertirse en «hombre piedra».

Pero lo había conseguido, y ahora despertaba de su largo trance, contemplaba la tarde, y hacía trabajar su mente sacándola del sueño para que éste a su vez activara a su cuerpo, fluyera la sangre y cada uno de sus músculos recobrara la fuerza y la flexibilidad que iban a necesitar.

Con las sombras, cuando abrigó la absoluta seguridad de que ya nadie podía verle, comenzó a moverse, primero un brazo, luego el otro, y al fin las piernas y la cabeza, para arrastrarse fuera del refugio y ponerse en pie, necesitando apoyarse para ello en el cadáver del camello, del que advirtió que comenzaba a emanar un hedor acre y profundo.

Buscó la «gerba» y recurrió una vez más a toda su increíble fuerza de voluntad para tragar el líquido verdoso y repugnante que manaba semiespeso ya, como si, más que agua, se tratara de clara de huevo mezclada con bilis.

Luego, buscó su gumía, apartó la silla de montar, y cortó con fuerza la piel de la giba del camello, de la que extrajo su grasa blanquecina, un sebo frío que pronto comenzaría a corromperse, pero que masticó consciente de que era lo único que podía devolverle las fuerzas.

Aun después de muerta, su fiel montura le ofrecía un postrer servicio: sangre de sus venas y agua de su estómago para luchar contra la sed, y su preciosa reserva de grasa para devolverle la vida.

Una hora más tarde, ya noche cerrada, le dirigió una última mirada agradecida, tomó sus armas y la «gerba» de agua, y emprendió sin prisas, la marcha hacia el Oeste.

Se había despojado de la «gandurah» azul, dejando a la vista tan sólo la de abajo, y era por tanto una blanca mancha deslizándose en silencio sobre la llanura blanca, y ni aun cuando apareció la Luna, que ya mostraba un primer pellizco de sombra en su contorno, se le podría haber distinguido a más de veinte metros de distancia.

Avistó el talud cuando los primeros mosquitos hacían acto de presencia, y se envolvió por completo en el turbante, cubriéndose incluso los ojos con el «litham», y permitiendo que los faldones de sus vestiduras arrastrasen por el suelo para impedir que los insectos se introdujeran a picarle los tobillos.

Zumbaban por millones, amenazantes, menos desde luego que en el atardecer o los amaneceres, pero impresionantes por su número y ferocidad, y tuvo que golpearse los brazos y el cuello, pues tan grande era su número y tal su tamaño, que algunos lograron atacarle incluso a través de la ropa.

Sintió claramente cómo la costra de sal comenzaba a adelgazar y volverse más peligrosa bajo sus pies, pero comprendió que en la oscuridad no podía hacer nada más que encomendarse a Alá y esperar que él condujera sus pasos, por lo que respiró cuando sintió el duro contacto de la primera laja de roca desprendida desde lo alto del talud y buscó un punto por el que trepar sin preocuparse ahora, pues ya eran demasiadas sus preocupaciones, de si ponía o no el pie sobre un nido de alacranes.

A unos trescientos metros a su izquierda encontró el lugar apropiado para ascender y cuando asomó la cabeza a la inmensidad del «erg» y una levísima racha de viento le golpeó en el rostro, se dejó caer sobre la arena, agotado, bendiciendo al Creador que le había permitido escapar de la trampa de sal, pese a que llegó un momento en que su confianza, estuvo a punto de quebrarse, convencido de que jamás lo conseguiría.

Descansó largo rato, procurando olvidar el zumbido de los mosquitos, y se arrastró luego, metro a metro con la paciencia de un camaleón que acechara a un insecto, hasta apartarse casi medio kilómetro del borde de la salina.

Ni una sola vez alzó la cabeza una cuarta por encima del nivel de las rocas, y ni siquiera cuando una diminuta serpiente salió corriendo ante sus propios ojos hizo gesto alguno.

Se volvió, cara al cielo, y observó las estrellas calculando cuánto faltaba para el amanecer. Buscó luego a su alrededor, y encontró el lugar apropiado: tres metros cuadrados de gruesa grava casi completamente rodeada de pequeñas rocas negras. Extrajo su gumía y comenzó a escarbar en silencio apartando cuidadosamente la arena, hasta cavar una fosa del largo de su cuerpo y dos cuartas de fondo. Clareaba cuando se introdujo en ella, y el primer rayo de sol se deslizaba sobre la llanura cuando concluyó de cubrirse de grava, dejando al aire tan sólo los ojos, la nariz y la boca, que en las peores horas de la mañana y de la tarde estarían protegidas por la sombra de dos rocas.

Alguien podría haber orinado a tres metros de distancia, sin imaginar siquiera que, allí, casi bajo sus mismos pies, se ocultaba un hombre.

Cada mañana, cuando el jeep se iba aproximando nuevamente al borde de la «sebhka», se diría que dos sentimientos libraban una feroz lucha en su interior: el temor a distinguir a la figura inmóvil en el mismo lugar y el temor a no distinguirla.

Cada mañana, el teniente Razmán experimentaba primero una sensación de furia e impotencia que le inducía a maldecir en voz alta a aquel sucio «Hijo del Viento» que estaba tratando de burlarse de él, y cada mañana advertía que, en el fondo, se sentía íntimamente satisfecho al comprobar que no se había equivocado con respecto al targuí.

— Hay que tener mucho valor para dejarse morir de sed antes de ir a parar a la cárcel — admitió. Mucho valor… Y tiene que estar muerto.

A través de la radio la voz del sargento Malik le llegó paciente:

— Se ha marchado, teniente… — Se le notaba furioso—. Desde aquí todo parece igual, pero estoy seguro de que ha escapado.

— ¿Adónde? — replicó de mal talante—. ¿Adónde puede ir un hombre sin agua y sin camello…? ¿O no es aquello un camello? — Sí. Lo es — admitió el otro—. Y lo que está a su lado parece un hombre, pero también puede ser un muñeco.

— Hizo una pausa—. Respetuosamente pido permiso para ir a buscarle.

— De acuerdo… — admitió de mala gana—. Esta noche.

— ¡Ahora!

— ¡Escuche, sargento! — replicó pro curando que su voz sonara lo más autoritaria posible—. Yo soy el responsable.

Saldrán al anochecer, y quiero que estén de regreso cuando amanezca.

¿Está claro…? — Muy claro, señor…

— ¿Para usted también, Ajamuk? — Lo he oído, teniente.

— ¿Saud…? — Mandaré a un hombre al caer el sol.

— De acuerdo entonces — concluyó—.

Mañana quiero regresar a Tidikem…

Estoy harto de ese targuí, este calor esta situación absurda. Si no está muerto ni quiere entregarse, acaben con él a tiros.

Casi al instante se arrepintió de haberlo dicho, pero comprendió que no debía volverse atrás pese a que el sargento Malik se esforzaría por tomar sus palabras al pie de la letra y acabar de una vez por todas con el targuí.

En el fondo debía admitir que probablemente fuera aquélla la mejor solución, ya que el targuí había demostrado que prefería la muerte a ir a parar a un sucio presidio.

Trató de imaginarse a aquel hombre alto, de gestos nobles y hablar pausado, que actuaba convencido de que no había hecho más que cumplir con el deber que le exigían sus viejas tradiciones, conviviendo con la chusma que atestaba las cárceles, y comprendió que jamás lo resistiría.

Sus compatriotas eran, en gran parte, gente salvaje y primitiva y Razmán lo sabía. Durante cien años, habían vivido sometidos a los colonizadores franceses, que se esforzaron por mantener al pueblo en la ignorancia, y aunque ahora se consideraban libres e independientes, aquellos años de independencia no habían dado como fruto una población mejor o más culta. Por el contrario, demasiado a menudo la libertad había sido mal interpretada por muchos, que consideraron que librarse de los franceses significaba hacer cuanto les viniera en gana y apoderarse por la fuerza de cuanto esos mismos franceses dejaron atrás.

El resultado había sido la anarquía, la crisis y una constante agitación política; en la que el poder, más parecía una presa ansiada por todos cuantos pretendían enriquecerse rápidamente, que una forma de conducir a la Nación hacia su destino.

Las cárceles se encontraban por tanto rebosantes de maleantes y políticos de la oposición, y en ninguna de esas cárceles había lugar para alguien que, como aquel targuí, había nacido para vivir en los espacios sin límites.


Cuando la sombra de la roca dejó de protegerle, el sol le dio de lleno en la cara, y gruesas gotas de sudor corrieron libremente por su frente, abrió los ojos y, sin moverse, miró a su alrededor.

Había dormido sin hacer un solo gesto, ni mover un grano de la capa de arena que le cubría, insensible al calor, las moscas, e incluso el lagarto que en un momento determinado corrió sobre su rostro, y que, verde y blanco, estaba allí, a menos de un metro de su nariz, erguido sobre la roca, observándole con sus ojillos redondos, oscuros y saltones, desconfiado de aquel desconocido animal, sólo ojos, nariz y boca, que había invadido sus dominios.

Escuchó. El viento no traía rumor de voces humanas, y el sol, muy alto, cayendo vertical, le indicó que era la hora de la «gaila», en la que pocos hombres se resistían al sopor y la necesidad de descabezar un sueño. Irguió la cabeza, casi sin mover apenas el cuerpo, y atisbó a su alrededor más allá de las rocas. A poco más de un kilómetro, hacia el Sur, al borde mismo de la salina, distinguió un vehículo que servía de soporte a un toldo de lona que caía inclinado y tirante, atado por largas cuerdas a dos piedras de modo que formaba una aceptable sombra para media docena de personas.

Sólo distinguió a un centinela que, de espaldas, vigilaba la «sebhka», pero no pudo averiguar cuántos más dormían la siesta.

Sabía, porque lo había visto en los días anteriores, que los restantes vehículos y sus dotaciones se encontraban muy lejos y no tenía por qué preocuparse de ellos.

Su presa estaba allí, ante él, y allí seguiría hasta que, la caída de la tarde, los mosquitos la empujara una vez más hacia el interior del «erg».

Sonrió, tratando de imaginar qué cara pondrían si llegaran a sospechar que los tenía al alcance de su fusil y, que a aquella hora podía muy bien deslizarse como un reptil de roca en roca, aproximarse por la espalda, degollar al centinela, y degollar luego, de igual modo y sin peligro, a los durmientes.

Pero no lo hizo, limitándose a mover un poco el cuerpo y colocar mejor una de las rocas para que le protegiera del sol. El calor aumentaba, pero la capa de arena le aislaba y corría una ligera brisa que hacía el aire respirable, sin el agobio insoportable del interior de la salina. El «erg» era parte de su mundo, y resultaban incontables los días que había pasado así enterrado, aguardando a una manada de gacelas. Las dejaba aproximarse lentamente, ramoneando en las «graras» hasta casi poder escupirles en el morro, y en el momento justo alzaba el brazo armado y les descerrajaba un tiro en el corazón.

También había acabado así con el enorme guepardo que le devoraba las cabras, un animal feroz, sanguinario y astuto, que parecía presentir el peligro o estar protegido por un hado maléfico, atacando cuando un pastor desarmado cuidaba el ganado y desapareciendo como tragado por la tierra, en cuanto Gacel acudía con su rifle.

Por ello, durante tres días, se enterró en la arena, antes de que el mayor de sus hijos acudiera con el rebaño, aguardando paciente a que la fiera se decidiera a hacer su aparición.

La vio venir, reptando de matojo en matojo, tan pegada a tierra y tan silenciosa, que ni el chiquillo ni los animales advirtieron su presencia, y sólo cuando se dispuso a dar el salto definitivo la abatió de un tiro en la cabeza antes de que despegara las patas del suelo. La piel de aquel guepardo era uno de sus motivos de orgullo, despertaba la admiración de cuantos visitaban su «jaima», y la forma en que mató había contribuido a que se extendiera por el territorio su sobrenombre de «el Cazador».

Los cuatro hombres emprendieron la marcha al unísono, uno desde cada punto cardinal, con la orden expresa de coincidir a la medianoche sobre el targuí, acabar con él si no había otro remedio, y reemprender el camino para estar de regreso al amanecer.

El sargento mayor Malik-el-Haideri, no permitió que nadie ocupase su puesto, y antes de que los mosquitos comenzaran a despertar siguió las huellas que el fugitivo había dejado en el borde de la «sebhka», y se adentró en ella, con su rifle en bandolera, aun convencido como estaba de que el sucio «Hijo del Viento» se había esfumado.

Cuándo lo había hecho, o dónde se encontraba en esos momentos, no podía saberlo, y se preguntaba cómo se las arreglaría para escapar a pie y sin agua del inmenso «erg», si el pozo más próximo se encontraba a más de cien kilómetros, cerca ya de las estribaciones de las montañas de Sidi-el-Madia.

«Cualquier día su cadáver aparecerá consumido por el sol, si no lo han encontrado antes las hienas y los chacales», se dijo, pero en el fondo no estaba convencido de ello, porque aquel hombre le había confesado que había ido dos veces a la «tierra vacía», y estaba seguro de que no mentía. Para el targuí, cien kilómetros de «erg» no debían constituir probablemente una barrera insalvable, aunque no contaba con el hecho de que, si no lo encontraba en la salina, él, Malik, iría a esperarle al pozo.

Para el sargento mayor, aquella cacería se había convertido en un asunto personal en el que estaba en juego algo más que el deseo de zanjarlo sin que las autoridades interviniesen. El targuí se burló de él en el oasis, degolló al capitán ante sus narices, lo correteó como a un tonto de lado a otro del desierto, y lo había mantenido, por último, cinco días a la espera, sin saber exactamente qué era lo que esperaba.

Sus hombres murmuraban por lo bajo y lo sabía. De regreso a Adoras comentarían que al tan temido sargento mayor, le había tomado el pelo un targuí analfabeto, y no era fácil dominar a aquella tropa. Sin ayuda del terror que había logrado implantar, más de uno emprendería la huida a través del desierto confiando en que si resultaba posible matar a un capitán y largarse impunemente, por la misma razón se podía liquidar a un sargento, y desaparecer. Partiendo de esa base, su vida no valdría ya ni un puñado de dátiles.


Al atardecer, el teniente Razmán, ordenó retirarse hacia el interior, lejos de la embestida de la plaga, y mientras sus hombres desmontaban la lona que servía de refugio, lanzó una última ojeada al cabo que se alejaba con paso firme hacia el corazón de la salina, y concentró de nuevo los prismáticos en el punto que le obsesionaba.

Los soldados que quedaban con él, ni siquiera hicieron un comentario, convencidos de la inutilidad de preguntar, una vez más, si el targuí se había movido. Estaba claro que los muertos no solían moverse, y a ninguno le cabía ya la menor duda al respecto.

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