El «Hijo del Viento», había tenido el coraje de permitir que el sol le achicharrara, y con el tiempo la sal cubriría su cuerpo, momificándole junto a su camello, de modo que quizás algún día, dentro de cientos de años, alguien le descubriría incorrupto, y se preguntaría por qué extraña razón había ido a morir a un lugar tan remoto.
El teniente Razmán sonrió para sus adentros pensando que podía transformarse en el símbolo del espíritu de los tuareg para los siglos venideros, cuando su estirpe hubiera desaparecido para siempre de la faz de la Tierra.
Un orgulloso «inmouchar», esperando impasible la muerte a la sombra de su mehari, acosado por sus enemigos y convencido de que esa muerte era mucho más noble y digna que la rendición y la cárcel.
«Se convertirá en una leyenda — se dijo—. Una leyenda como Omar Muktar o Hamodú… Una leyenda que enorgullecerá a los de su raza y les recordará que, en un tiempo, todos los „imohag“ fueron así».
La voz de uno de sus hombres le volvió a la realidad.
— Cuando quiera, teniente…
Lanzó una última ojeada a la salina, puso el vehículo en marcha y se alejaron una vez más de la región de los mosquitos, para ir a establecer el nuevo campamento donde lo montaban cada noche.
Mientras uno de los soldados comenzaba a preparar la frugal cena sobre un pequeño infiernillo de petróleo, abrió la radio y llamó a la base.
Souad le respondió casi al instante:
— ¿Lo has cogido? — inquirió con ansiedad.
— No. Aún no.
Hubo un largo silencio y al fin señaló sinceramente:
— Te mentiría si te digo que lo siento… ¿Vuelves mañana? — ¡Qué remedio! Se nos acaba el agua.
— ¡Cuídate!
— ¿Alguna novedad en el campamento…? — Anoche estuvimos de parto… Una hembrita.
— Eso está bien. ¡Hasta mañana!
Cortó y permaneció unos instantes con el auricular en la mano, contemplando pensativo la llanura, que comenzaba a cubrirse de un manto gris.
Había nacido una camella y él andaba persiguiendo a un targuí fugitivo. Se trataba, a todas luces, de una semana de excepcional actividad en el Puesto Militar de Tidikén, donde transcurrían meses sin que ocurriese absolutamente nada.
Se preguntó, una vez más, si eso era lo que imaginaba cuando ingresó en la Academia Militar, o lo que soñó cuando leía la biografía del coronel Duperey aspirando a emular sus hazañas y convertirse en un nuevo redentor de las tribus nómadas, aunque no había ya tribus nómadas en los alrededores de Tidikén, que evitaban el Puesto y todo contacto con los militares, tras las desagradables experiencias de Adoras.
Era triste reconocerlo, pero esos militares nunca supieron atraerse a los nativos, que sólo veían en ellos a extranjeros desvergonzados que requisaban sus camellos, ocupaban sus pozos y molestaban a sus mujeres.
La noche había cerrado sobre la llanura pedregosa, la primera hiena rió a lo lejos y tímidas estrellas parpadearon en un cielo que pronto se cuajaría de ellas, en un portentoso espectáculo que nunca se cansaba de admirar, pues eran, quizás, esas estrellas de las noches en calma, las que le ayudaban a continuar en la brecha tras todo un largo día de calor, tedio y desesperanza. «Los tuareg pinchan con sus lanzas las estrellas, para alumbrar con ellas los caminos…» Era un hermoso dicho del desierto; nada más que una frase, pero quien la inventó conocía bien aquellas noches y aquellas estrellas, y sabía lo que significaba contemplarlas durante horas tan de cerca. Tres cosas le fascinaron desde niño: una hoguera, el mar rompiendo contra las rocas de un acantilado, y las estrellas en un cielo sin nubes. Mirando el fuego se olvidaba de pensar; mirando el mar se sumergía en los recuerdos de su infancia, y contemplando la noche se sentía en paz consigo mismo, con el pasado, el presente, y aun casi en paz con su propio futuro.
Y de pronto nació de entre las sombras, y el brillo metálico del cañón de su rifle fue lo primero que pudieron distinguir.
Le miraron incrédulos. No estaba muerto, ni se había convertido en estatua de sal en el centro de la «sebhka». Estaba allí, en pie, frente a ellos, con el arma firmemente empuñada, y un revólver de reglamento a la cintura. Y sus ojos, lo único que permitía distinguir de su rostro, mostraban claramente que apretaría el gatillo a la menor señal de peligro.
— ¡Agua! — ordenó.
Hizo un gesto asintiendo, y uno de los soldados le tendió una cantimplora con mano temblorosa. El targuí retrocedió dos pasos, subió un poco el velo, y sin dejar de mirarles, sosteniendo el fusil con una sola mano, bebió con ansia.
El teniente inició apenas un tímido movimiento en dirección a la pistolera que descansaba sobre el asiento del vehículo, pero el agujero del cañón le apuntó directamente, y advirtió cómo el dedo se tensaba. Permaneció muy quieto, arrepentido de su gesto y consciente de que no valía la pena arriesgar la vida por vengar al capitán Kalek.
— Creí que estabas muerto — dijo.
— Lo sé — admitió el targuí, cuando concluyó de beber—. También yo lo creí en algún momento… — Extendió la mano, tomó el plato de uno de los soldados y comenzó a comer con los dedos levantando apenas el «lithan»—. Pero soy un «imohag» — señaló—. El desierto me respeta.
— Ya lo veo. Cualquier otro hubiera muerto. ¿Qué piensas hacer ahora…? Gacel señaló el jeep con un ademán de la cabeza.
— Me llevarás a las montañas de Sidi-el-Madia. Allí nadie me encontrará.
— ¿Y si me niego…? — Tendré que matarte y uno de ellos me llevará.
— No lo harán si yo ordeno que no lo hagan.
El otro le miró largamente, como calibrando la estupidez de lo que acababa de decir:
— No te escucharán si ya estás muerto — sentenció—. No tengo nada contra ellos… — añadió—. Ni contra ti.
— Hizo una pausa y señaló con tranquilidad—: Es bueno saber cuándo se gana, y cuándo se pierde. Tú has perdido.
El teniente Razmán asintió con un gesto:
— Tienes razón — admitió—. He perdido. En cuanto amanezca, te llevaré a Sidi-el-Madia.
— Cuando amanezca, no. ¡Ahora!
— ¿Ahora…? — se asombró—. ¿De noche? — Pronto saldrá la Luna.
— ¡Estás loco…! — exclamó—. Incluso de día resulta difícil andar por el «erg»… Las piedras rajan los neumáticos y rompen los ejes. De noche no avanzaríamos ni un kilómetro.
El targuí tardó en responder. Había extendido la mano tomando el plato del segundo soldado, y sentado en el suelo con las piernas cruzadas y el arma apoyada en la rodilla, tragaba con ansia, sin saborear, casi atragantándose.
— Escucha… — le advirtió—. Si llegamos al pozo de Sidi-el-Madia, vivirás. Si no llegamos, te mataré aunque la culpa no sea tuya. — Dejó que meditara en lo que acababa de decir, y añadió por último—: Y recuerda que soy un «inmouchar» y cumplo siempre mi palabra.
Uno de los soldados, un muchacho muy joven, comentó convencido:
— Tenga cuidado, teniente. Está loco y le creo capaz de hacer lo que dice.
El targuí no hizo comentario alguno. Se limitó a mirarle fijamente y, por último, le apuntó con el arma:
— ¡Desnúdate! — ordenó.
— ¿Cómo has dicho…? — repitió in crédulo el muchacho.
— Que te desnudes… — luego apuntó al otro—. Tú también.
Dudaron. Intentaron protestar, pero había tanta autoridad en la voz del targuí que parecieron comprender que no quedaba otra opción y comenzaron a despojarse lentamente de sus uniformes.
— Las botas también…
Lo dejaron todo ante Gacel que lo cogió con la mano libre y lo arrojó a la parte posterior del vehículo. Subió a ella, tomó asiento e hizo un ademán con la cabeza a Razmán.
— Ya, ha salido la Luna… — dijo ¡Vamos…!
El teniente contempló a sus hombres, completamente desnudos, y le invadió una profunda sensación de rebeldía. Por unos instantes estuvo a punto de oponerse, e incluso intercambió con ellos una mirada de inteligencia, pero negaron con un gesto, y el más joven señaló con voz cansada:
— No se preocupe por nosotros, teniente… Ajamuk vendrá a buscarnos.
— Pero al amanecer se morirán de frío… — Se volvió a Gacel—. Dales al menos una manta…
El targuí pareció a punto de aceptar, pero al fin negó, y su tono era humorístico al señalar:
— Que se entierren en la arena.
Les protege del frío y es bueno para adelgazar.
Razmán se llevó la mano a la frente en un desganado saludo, puso el motor en marcha y encendió los faros, pero inmediatamente el cañón del fusil se hundió en sus costillas:
— ¡Sin luces!
Las apagó, pero agitó la cabeza pesimista:
— ¡Estás loco…! — masculló malhumorado—. Completamente loco.
Aguardó a que sus ojos se habituaran de nuevo a la oscuridad y por último arrancó despacio, inclinándose lo más posible hacia delante en su intento por distinguir los obstáculos. Fue una marcha lenta y pesada durante las tres primeras horas, hasta que Gacel le indicó que podía encender los faros con lo que avanzaron con mayor rapidez, lo cual trajo aparejado, casi de inmediato, que una de las ruedas reventara.
El teniente sudó y maldijo para cambiarla siempre vigilado por el cañón del arma, y tuvo que hacer un esfuerzo para no aprovechar la ocasión, lanzarle la llave inglesa y provocar un cuerpo a cuerpo que pusiera fin de una vez a la embarazosa situación.
Pero comprendió que el targuí era más alto y más fuerte, y aun en el caso improbable que pudiera arrebatarle el fusil, su enemigo contaba aún con un revólver, una espada y una gumía.
Lo único que cabía era despedirse de un rápido ascenso, y rogar porque las cosas no se complicaran más de lo que estaban. Dejarse matar a los veintiocho años por alguien con cuyas ideas se estaba de acuerdo, constituía una tremenda estupidez, y lo sabía.
A medianoche en punto los cuatro hombres convergieron sobre el camello muerto; para ninguno constituyó una sorpresa constatar que la presa había volado, y el sargento mayor Malikel-Haideri aprovechó la ocasión para explayarse con todo lo más soez de su vocabulario cuartelero, maldiciendo al targuí y maldiciendo también, de paso, y más insistentemente, al «estúpido tenientillo» que se había dejado engañar como un novato.
— ¿Qué vamos a hacer ahora…? — inquirió, desconcertado, uno de los soldados.
— El teniente no lo sé, pero yo, con su consentimiento o sin él, voy a dirigirme al pozo de Sidi-el-Madia.
Por muy targuí que sea ese hijo de puta, no puede soportar tantos días sin beber.
Un veterano que había estado estudiando el cadáver del mehari con ayuda de su linterna, señaló la herida en el vientre.
— Agua tiene… — comentó—. Un agua repelente, que mataría a cualquiera, pero los tuareg son capaces de sobrevivir con eso. Y también se bebió la sangre. — Hizo una pausa y añadió convencido—: No lo encontraremos nunca…
El sargento mayor Malik-el-Haideri no respondió, echó una última ojeada al animal muerto, dio media vuelta y emprendió el regreso hacia su vehículo. Por el grado de descomposición, calculó que el camello llevaba más de cuarenta y ocho horas muerto, lo que significaba que el targuí debió sacrificarlo dos noches antes. Si había emprendido la marcha inmediatamente, cosa que dudaba, su ventaja era excesiva, pero si había dejado pasar un día más para confiarlos y debilitar su vigilancia, no andaría muy lejos y tal vez aún estuviera a tiempo de cortarle el paso.
No confiaba en la idea de alcanzarle en el «erg» porque, sin montura, se enterraría en la arena en cuanto divisase de lejos un vehículo, pero el agua ya casi digerida del estómago del camello no resistiría otro día sin pudrirse, y el fugitivo necesitaba irremediablemente una nueva provisión.
Los «atankor» de los valles y cañadas del macizo montañoso, donde escarbando mucho se podía obtener a veces unos sorbos de un líquido terroso y salobre, no bastaban para sobrevivir, y constituían tan sólo una ayuda para el viajero que osara adentrarse en el laberinto de sus infinitos contrafuertes rocosos.
Dominar el pozo significaba, por tanto, obligar al targuí a rendirse, o condenarle a perecer. Inconscientemente apretó el paso y se sorprendió a sí mismo casi corriendo en su ansia de alcanzar cuanto antes el jeep. La Luna se ocultó en el horizonte, pero su sentido de la orientación era casi tan bueno como el de un nómada después de tantos años de vivir en aquellos desiertos, y faltaba aún una hora para el amanecer, cuando trepó como pudo por el terraplén maldiciendo a los mosquitos que se lanzaban sobre él con furia, para correr hacia sus hombres gritando a pleno pulmón.
Le rodearon asustados.
— ¿Qué ha pasado…? — inquirió el negro Alí.
— ¿Qué va a pasar? Se ha marchado.
¿Es que lo dudabas? — ¿Y qué vamos a hacer ahora? El sargento no respondió. Había tomado el aparato de radio y llamaba insistentemente.
— ¡Teniente! ¿Está a la escucha, teniente? Cuando hubo insistido cinco veces sin obtener respuesta, soltó un reniego y puso el motor en marcha:
— Es tan estúpido, que le creo capaz de haberse quedado dormido…
¡Vamos!
Emprendió la marcha dando saltos bordeando la salina, rumbo al Noroeste, y sus hombres tuvieron que aferrarse a todo lo que encontraron a mano para no salir por los aires.
Al amanecer, el teniente Razmán se detuvo a repostar gasolina, vació el bidón, y lo volteó para que Gacel comprobara que no mentía.
— Se está acabando… — le hizo notar.
El targuí no respondió. Sentado en la trasera del vehículo observaba el horizonte que iba tomando forma, y la línea negra que se dibujaba ante ellos, quebrada e inarmónica. El macizo de Sidi-el-Madia se alzaba de improviso en la llanura, rojo y ocre, fruto de un inmenso cataclismo anterior probablemente a la aparición del hombre sobre el planeta, como si una mano monstruosa lo hubiera empujado desde los centros mismos de la tierra colocándolo allí por arte de brujería.
El eterno viento del desierto había barrido sus cumbres durante millones de años despojándolas de todo rastro de tierra, arena o vegetación, y su apariencia era la de una infinita roca desnuda, reluciente, castigada por el sol y cuarteada por las brutales diferencias de temperatura entre el día y la noche. Los viajeros que en alguna ocasión habían atravesado aquellas montañas aseguraban que en los amaneceres se escuchaban voces, gritos y lamentos, aunque se trataba, en realidad, del estallido de las piedras recalentadas cuando la temperatura descendía bruscamente.
Era en verdad un lugar inhóspito en el corazón de una región ya inhóspita de por sí; una región en la que cabría pensar que el Supremo Creador se había empeñado en arrojar todos los desperdicios de su obra, amontonando en confuso revoltijo rocas, salinas, arenas y «tierras vacías».
Pero, a los ojos de Gacel, el macizo de Sidi-el-Madia no aparecía ahora como una región maldita de los dioses, sino como el laberinto en el que todo un ejército podría ocultarse sin que nadie confiase nunca en encontrarle.
— ¿Cuánta gasolina queda…? — inquirió al fin.
— Para dos horas… Tres como máximo. A esa velocidad y por ese terreno se consume mucho… — Hizo una pausa y añadió con preocupación—: No creo que lleguemos al pozo.
Gacel negó con un gesto.
— No vamos al pozo — señaló.
— ¡Pero tú dijiste…
El targuí asintió:
— Sé lo que dije — admitió—. Tú lo oíste, y tus hombres también lo oyeron… Y se lo dirán a los otros.
— Hizo una pausa—. En estos días, a solas en la salina, me pregunté cómo era posible que me hubierais salido al paso si mi ventaja era tan grande, pero ayer vi cómo hablabas por ese aparato y comprendí. ¿Cómo se llama? — Radio.
— Eso es…: Radio. Mi primo Suleimán se compró una.!Dos meses de cargar ladrillos para conseguir una cosa que sonaba y hacía ruido¡ Fue así como me encontrasteis, ¿no es cierto? El teniente Razmán asintió en silencio. Gacel extendió la mano, tomó el auricular y lo arrancó lanzándolo lejos. Luego, con la culata de su arma, destrozó lo que quedaba del aparato.
— No es justo — dijo—. Yo estoy solo y vosotros sois muchos. No es justo que, además, utilicéis métodos franceses.
El teniente se había bajado los pantalones y defecaba en cuclillas a no más de tres metros del jeep.
— A veces creo que no te has dado cuenta de cuál es la realidad — señaló con naturalidad—. No se trata de una lucha entre tú y nosotros. Se trata de que has cometido un delito y tienes que pagar por ello. No se puede asesinar impunemente.
Gacel le había imitado descendiendo del vehículo y acuclillándose también a cierta distancia sin abandonar por ello su arma.
— Es lo que le dije al capitán — replicó—. No debió asesinar a mi huésped… — Hizo una pausa—. Pero nadie le castigó por ello. Tuve que hacerlo yo.
— El capitán cumplía órdenes.
— ¿De quién? — Ordenes superiores, supongo…
Del gobernador.
— ¿Y quién es el gobernador, para dar esas órdenes? ¿Qué autoridad tiene sobre mí, mi familia, mi campamento y mis huéspedes…? — La que le da el ser el representante del Gobierno en la región.
— ¿Qué Gobierno? — El de la República.
— ¿Qué es una República? El teniente soltó un resoplido, buscó a su alrededor una piedra apropiada y se limpió con ella. Luego se puso en pie y se abrochó con parsimonia los pantalones.
— No pretenderás que te explique ahora cómo, funciona el mundo…
El targuí buscó una piedra a su vez, se limpió, y luego se echó repetidamente arena en el ano, aguardó unos instantes y se puso en pie.
— ¿Por qué no…? — quiso saber—.
Quieres explicarme que he cometido un delito, pero no quieres explicarme por qué. Me parece absurdo.
Razmán había acudido al bidón de agua sirviéndose en el pequeño cazo que colgaba de una cadena en la parte posterior del vehículo, se enjuagó la boca y se lavó las manos.
— No la malgastes… — le hizo notar el targuí—. La voy a necesitar.
Obedeció y se volvió a mirarle:
— Puede que tengas razón… — admitió—. Probablemente debería explicarte que ya no somos una colonia, y que, al igual que todo cambió para los tuareg cuando llegaron los franceses, ha vuelto a cambiar ahora que se han ido…
— Si se han ido, lo lógico es que volvamos a nuestras antiguas tradiciones.
— No. No es lo lógico. Estos cien años no han pasado en vano. Han ocurrido muchas cosas… El mundo; «todo el mundo» se ha transformado, Gacel hizo un amplio ademán con la mano indicando a su alrededor.
— Aquí nada se ha transformado. El desierto continúa siendo el mismo y lo será durante cien veces, cien años…
Nadie ha venido a decirme: «Toma agua; toma comida o municiones y medicinas, porque los franceses se han ido. No podemos respetar por más tiempo tus costumbres, leyes y tradiciones, que se remontan a los antepasados de tus antepasados, pero a cambio vamos a darte otras mejores, y a conseguir que la vida en el Sáhara sea más fácil; tan fácil, que no necesites ya de esas costumbres…» El teniente meditó unos instantes con la cabeza baja, contemplando sus botas, como si en el fondo se sintiera culpable, y encogiéndose de hombros, sentado como estaba en el estribo del jeep, aceptó.
— Es cierto… Debieron decírtelo, pero somos un país joven que acaba de acceder a la independencia, y necesitaremos años para adaptarlo todo a la nueva situación.
— En ese caso… — La lógica de Gacel resultaba a su modo de ver aplastante—. Mientras no estéis capacitados para adaptarlo todo, lo mejor sería que respetarais lo que ya existe. Es estúpido destruir sin haber construido antes.
Razmán comprendió que no tenía respuesta. En realidad, nunca había te nido respuestas ni aun para sí mismo cuando las preguntas se agolpaban en su mente en los momentos en que asistía, consternado, al deterioro de la sociedad en que había nacido.
— Será mejor que lo dejemos — dijo—.
Nunca nos pondríamos de acuerdo…
¿Quieres comer algo? Gacel hizo un gesto de asentimiento y buscó en la gran caja de madera que guardaba las provisiones. Abrió una lata de carne que compartieron, añadiéndole galletas y un queso de cabra duro y reseco, mientras el sol se alzaba en el horizonte, calentando la tierra y sacando reflejos a las negras rocas de Sidi-el-Madia que se dibujaban cada vez con mayor perfección en el horizonte.
— ¿Adónde vamos? — quiso saber por último el teniente.
Gacel señaló un punto, a su derecha:
— Allí queda el pozo. Nosotros nos dirigimos a aquel otro farallón de la izquierda.
— Una vez pasé por debajo. No se puede subir.
— Yo sí puedo. Las montañas del Huaila son como ésas.!Peores, quizá¡ Voy allí a cazar muflones. Una vez maté cinco. Tuvimos carne seca para un año y mis hijos duermen sobre sus pieles.
— Gacel, «el Cazador»… — exclamó el teniente sonriendo levemente—. Te sientes orgulloso de ser quien eres y de ser targuí, ¿no es cierto? — Si no fuera así, cambiaría. ¿No te sientes tú orgulloso de ser quien eres? Agitó la cabeza.
— No demasiado… — admitió con sinceridad—. En estos momentos preferiría estar de tu parte, que del lado en que estoy. Pero así no se construye un país.
— Si los países se construyen haciendo las cosas injustamente, mal andarán luego… — puntualizó el targuí—.
Es mejor que nos vayamos. Hemos hablado demasiado.
Reemprendieron la marcha, pincharon una rueda nuevamente, y dos horas más tarde el motor comenzó a fallar, explosionó en falso y se detuvo por completo a unos cinco kilómetros del punto en que se alzaba, cortado a pico, el alto farallón en que iba a morir el gran «erg» de Tidikén.
— !Hasta aquí hemos llegado…¡ — dijo Razmán mientras observaba con atención la lisa pared, negra y reluciente, que semejaba el muro de un castillo de cíclopes. ¿Realmente piensas trepar por ahí? Gacel asintió en silencio, saltó a tierra y comenzó a introducir en las mochilas de los soldados comida y municiones. Descargó las armas, se cercioró, de que ni una sola bala quedaba en las recámaras y estudió los fusiles de reglamento eligiendo el mejor mientras dejaba el suyo sobre el asiento:
— Me lo regaló mi padre cuando era un niño — comentó—, y nunca he usado otro… Pero ya está viejo y cada día resulta más difícil conseguir munición de su calibre.
— Lo conservaré como pieza de museo — replicó el teniente—. Le pondré una placa: «Perteneció a Gacel Sayah el „bandido-cazador“».
— No soy un bandido.
Sonrió tranquilizándole.
— Es sólo una broma…
— Las bromas son buenas en las noches, junto al fuego, y entre amigos.
— Hizo una pausa—. Ahora voy a decirte algo: no me persigas más, porque si vuelvo a verte te mataré.
— Si me lo ordenan, tendré que perseguirte — le hizo notar.
El targuí se interrumpió en su labor de vaciar y aclarar con agua limpia su vieja gerba y agitó la cabeza incrédulo:
— ¿Cómo puedes vivir pendiente de lo que te ordenan? — inquirió—. ¿Cómo puedes sentirte hombre, y libre, dependiendo siempre de la voluntad de otros? Si te dicen: «Persigue a un inocente», lo persigues. Si te dicen:
«Deja en paz a un asesino como el capitán», lo, dejas en paz.!No lo entiendo…¡ — La vida no es tan sencilla como parece aquí en, el desierto.
— No traigáis entonces esa vida al desierto. Aquí está claro lo que es bueno, malo, justo o injusto. — Concluyó de llenar la «gerba» y se cercioró de que las cantimploras de los soldados estaban llenas también. El bidón había quedado casi vacío, y el teniente lo advirtió:
— ¿No me dejarás sin agua…? — inquirió preocupado—. Dame al menos una cantimplora.
Negó decidido:
— Un poco de sed te hará comprender lo que sentí en la salina — replicó—.
Es bueno aprender a pasar sed en el desierto.
— Pero yo no soy targuí — protestó No puedo regresar a pie a mi campamento. Está muy lejos y me perdería.
!Por favor…¡ Negó de nuevo.
— No debes moverte de aquí — le aconsejó—. Cuando haya llegado a las montañas puedes prender fuego a las mantas y a la ropa de tus soldados.
Verán el humo y vendrán a buscarte.
— Hizo una pausa, ¿Me das tu palabra de que esperarás a que llegue arriba? Asintió en silencio y observó, sin moverse de su asiento, cómo el targuí cargaba con mochilas, cantimploras, la «gerba» y sus armas. No pareció notar el peso, y cuando comenzó a alejarse lo hizo con paso firme, rápido y decidido, sin importarle el calor.
Estaba ya a más de cien metros cuando Razmán hizo sonar el claxon insistentemente obligándole a volverse:
— !Suerte…¡ — gritó.
El otro hizo un gesto con la mano, dio media vuelta y continuó su camino.
«Las palmeras aman tener la cabeza en el fuego y los pies en el agua», aseguraba un viejo adagio, y ante sus ojos se ofrecía la confirmación del proverbio, pues extendiéndose hasta casi perderse de vista en la distancia, alzaban sus penachos al cielo más de veinte mil palmeras, sin importarles que el calor resultara bochornoso, ya que sus raíces se hundían firmemente en el agua clara y fresca de cien manantiales e innumerables pozos.
Era en verdad un hermoso espectáculo, incluso con el sol cayendo a plomo, vertical y justiciero, desolador y agobiante, porque dentro, en el inmenso despacho oscuro, protegido del exterior por gruesos cristales y suaves visillos inmaculadamente blancos, el aire acondicionado mantenía siempre, de día y de noche, durante todas las épocas del año, la misma temperatura, casi gélida, que el gobernador Hassán-ben-Koufra exigía, sin discusión posible, para trabajar a gusto.
El Sáhara, visto desde allí, con un vaso de té en una mano y un «Davidoff-Ambassatrice» en la otra, resultaba en cierto modo soportable, e incluso, a veces, en los atardeceres, cuando el sol parecía detenerse a descansar un rato en el lecho de copas de palmera que constituían el único horizonte de El-Akab antes de ocultarse por completo a la altura del alminar de la mezquita, podía considerarse auténticamente paradisíaco.
Abajo, al pie de sus balcones, en el recoleto jardín que según contaban las leyendas, había diseñado personalmente el mismísimo coronel Duperey cuando mandó edificar el palacio, los parterres de rosas y claveles disputaban el espacio a manzanos y limoneros, a la sombra de altos cipreses en los que se arrullaban las tórtolas por miles, o las codornices cuando llegaban en increíbles bandadas tras sus larguísimos vuelos migratorios.
Era hermoso El-Akab no cabía duda; el más hermoso oasis del Sáhara, desde Marrakech a las orillas del Nilo, y por eso había sido elegido como capital de una provincia que era, por sí sola, mayor que muchos países europeos.
Y desde aquel helado despacho de palacio, el «exquisito» gobernador Hassán-ben-Koufra manejaba su imperio con el poder absoluto de un virrey de mano firme, gestos medidos y palabra hiriente.
— Es usted un inepto, teniente — dijo y se volvió a mirarle con una sonrisa más propia de una felicitación que de un insulto—. Si una docena de hombres no le bastan para atrapar a un fugitivo armado de un viejo fusil, ¿qué necesita? ¿Una División? — No quise arriesgar vidas, Excelencia. Ya se lo he dicho. Con su viejo fusil nos hubiera abatido uno por uno sin permitir aproximarnos. Su puntería es legendaria y nuestros hombres apenas han disparado cuarenta balas en su vida… — Hizo una pausa—.
Tenemos orden de no desperdiciar munición.
— Lo sé — admitió el gobernador abandonando la proximidad del balcón y regresando a su majestuosa mesa de despacho—. Yo mismo di esa orden. Si no hay guerra a la vista, considero un despilfarro convertir en tiradores de primera a unos reclutas que dentro de un año volverán a sus casas… Con que sepan apretar el gatillo, basta.
— Pero no bastó, Excelencia. Y disculpe mi atrevimiento. En el desierto, a menudo, la vida de un hombre depende de su puntería. — Tragó saliva—. Este era uno de esos casos — concluyó.
— Escuche teniente… — replicó Hassán-ben-Koufra sin perder su compostura, pues en realidad nadie recordaba habérsela visto perder jamás—. Y tenga en cuenta que puedo decir esto libremente porque no soy militar.
Respetar la vida de los soldados me parece muy loable, pero hay casos, y éste es uno de ellos — puntualizó con intención—, en que esos soldados deben cumplir ante todo con su deber, porque está en juego el honor del Ejército al que pertenecen. El haber permitido que un beduino mate a un capitán y a uno de nuestros guías, desnude a dos soldados y se haga conducir por un teniente a través del desierto, constituye un descrédito para ustedes, como fuerzas armadas, y para mí, como máxima autoridad de la Provincia.
El teniente Razmán asintió en silencio y contuvo como pudo un escalofrío, pues su leve uniforme no estaba concebido para la temperatura de aquel despacho.
— Se solicitó mi ayuda para intentar atrapar a un hombre y someterlo a juicio, Excelencia — replicó, procurando conferir fuerza y serenidad a sus palabras, No para matarlo como a un perro. — Hizo una pausa—. Para actuar como policía, tenía que haber recibido órdenes superiores, muy claras y concretas. Quise colaborar y reconozco que mi actuación no resultó afortunada, pero creo sinceramente que peor hubiera sido regresar con cinco cadáveres.
El gobernador negó muy despacio y se echó hacia atrás en su asiento como dando por concluida la conversación.
— Eso era yo quien tenía que decidirlo, y por los comentarios que me llegan, más nos hubieran valido los cadáveres. Habíamos heredado el res peto impuesto por los franceses entre las tribus nómadas, y ahora, por primera vez, y gracias a ese beduino y la ineptitud que usted ha demostrado, ese respeto se resquebraja. No es bueno — sentenció. No. No es bueno.
— Lo lamento…
— Y más lo va a lamentar, teniente, se lo aseguro. A partir de hoy queda usted destinado al Puesto de Adoras en sustitución del capitán Kaleb-el-Fasi.
El teniente Razmán advirtió que un sudor frío le invadía sin que nada tuviera que ver con ello el aire acondicionado, y las piernas le temblaron hasta casi entrechocar entre sí.
— !Adoras¡ — repitió incrédulo—.
Eso es injusto, Excelencia. Yo puedo haber cometido un error, pero no un delito.
— Adoras no es una prisión — le hizo notar su interlocutor con calma—. Tan sólo un Puesto Avanzado. Mis poderes me permiten enviar allí a quien estime conveniente.
— Pero todo el mundo sabe que es un lugar reservado a maleantes…!La escoria del Ejército¡ El gobernador Hassán-ben-Koufra se encogió de hombros indiferente y comenzó a estudiar un informe que tenía sobre la mesa fingiendo interesarse profundamente en él. Sin mirarle, comentó:
— Eso es tan sólo una opinión, no un hecho oficialmente aceptado…
Tiene usted un mes para arreglar sus asuntos y organizar su traslado.
El teniente Razmán fue a decir algo, pero comprendió que resultaba inútil, saludó rígidamente y se encaminó a la puerta rogando al Cielo que cesara el temblor de sus piernas para no dar a aquel hijo de perra la satisfacción de ver cómo caía al suelo.
Ya en el exterior tuvo que apoyar la frente en una de las columnas de mármol y aguardar unos instantes, pues no se sentía capaz de descender las majestuosas escalinatas de mármol, a la vista de una veintena de atareados funcionarios, sin rodar por ellas hasta el jardín y sus parterres.
Uno de aquellos funcionarios cruzó silenciosamente a sus espaldas, golpeó por tres veces la puerta del despacho, y penetró cerrando tras si.
El gobernador, que había dejado de fingir que estudiaba el informe y contemplaba el minarete de la Mezquita a través de los ventanales sin moverse de su sillón, inclinó levemente la cabeza hacia el recién llegado que se había detenido respetuoso al borde de la alfombra, e inquirió:
— ¿Qué ocurre, Anuhar? — Ninguna noticia del targuí. Excelencia. Ha desaparecido.
— No me extraña… — admitió—. En un mes uno de esos «Hijos del Viento» es capaz de recorrerse el desierto de punta a punta. Habrá vuelto con los suyos. ¿Sabemos al menos quién es exactamente? — Gacel Sayah, un «inmouchar» del Kel-Talgimus. Suele nomadear por un territorio muy amplio, cerca de las montañas del Huaila.
El gobernador Hassán-ben-Koufra lanzó una ojeada al gran mapa de la región empotrado en la pared y agitó la cabeza pesimista.
— !Las montañas del Huaila¡ — repitió—. Eso queda a caballo sobre la frontera…
— La frontera en esa zona es prácticamente inexistente señor. Nadie la ha determinado con exactitud.
— «Nada» está determinado ahí con exactitud. — Le hizo notar poniéndose en pie y paseando despacio por el inmenso despacho—. Buscar a un targuí fugitivo en esas soledades, es como buscar a un pez en el océano… — Se volvió a mirarle de frente—. Archive el asunto.
Anuhar, el-Mojkri, eficiente secretario con más de ocho años a las órdenes directas del gobernador, se permitió el lujo de torcer el gesto mostrando su descontento:
— A los militares no va a gustarles, Excelencia… Asesinó a un capitán…
— Despreciaban al capitán Kalebel-Fasi — le recordó—. Era un bicho… — Buscó de nuevo un «Davidoff» y lo encendió despacio—. Igual que el sargento El-Haideri…
— Esa clase de gente son los únicos que pueden meter en cintura a la chusma de Adoras…
— Ahora tendrá que hacerlo el teniente Razmán…
— ¿Razmán…? — Se asombró El Mojkri—. ¿Ha destinado a Razmán a Adoras…? No durará tres meses.
— Sonrió divertido—. Por eso estaba a punto de desmayarse ahí fuera. Acabarán violándole antes de cortarle el cuello.
El gobernador se dejó caer en uno de los sillones del amplio tresillo de cuero negro que ocupaba el rincón del despacho, lanzó al aire una columna de humo, y negó con un gesto:
— Tal vez no… — aventuró—. Tal vez se espabile, luche por su vida y comprenda que no se puede venir a esta región a leer «Beau Geste» e imitar a Duperey. — Hizo una larga pausa—.
Me recomendaron una misión: barrer de la región todo viejo romanticismo decadente y paternalismo enfermizo, y poner a esta provincia y a estas gentes a rendir para el bien común. Aquí hay petróleo, hierro, cobre, forasteros y mil riquezas más que necesitamos si queremos convertirnos en una nación poderosa, progresista y moderna… — negó convencido—. No es con hombres como el teniente Razmán como puedo conseguirlo, sino con tipos como Malik o el capitán Kaleb… Resulta lamentable admitirlo, pero los tuareg no tienen razón de existir en pleno siglo veinte, al igual que no lo tienen los indios amazónicos, o no lo tuvieron los pieles rojas americanos.
¿Se imagina a los sioux correteando aún por las praderas del Medio-Oeste, persiguiendo manadas de búfalos por entre los pozos petroleros o las centrales atómicas? Hay formas de vida que cumplen un ciclo histórico y están condenadas a desaparecer y, lo queramos o no, eso ocurre con nuestros nómadas. Hay que adaptarlos o exterminarlos.
— Suena muy duro…
— También sonaba duro cuando comenzamos a decir que había que expulsar a unos franceses que convivían con nosotros desde hacía cien años. Muchos eran incluso mis amigos personales, habíamos ido juntos a la escuela, y los conocía por su nombre y sus gustos. Pero había llegado el momento de acabar con ellos sin detenerse en sentimentalismos, y lo hicimos. Hay cosas que tienen que estar por encima de la moral burguesa y ésta es una de ellas. — Hizo una nueva pausa, larga y meditada—. El Presidente lo tiene muy claro, y así me lo dijo: «Hassán…: Los nómadas son una minoría abocada por lógica a extinguirse. Transformémoslos en trabajadores útiles, o precipitemos su desaparición para evitarles sufrimientos y evitarnos problemas…».
— Sin embargo, en su último discurso… — aventuró tímidamente.
— ¡Oh, vamos, Anuhar…! — le reprendió como a un muchacho—. Esas no son cosas que puedan decirse en público, cuando parte de esos nómadas están escuchando y el mundo tiene los ojos puestos en nuestra evolución como país independiente… Los norteamericanos, por ejemplo, se convirtieron en grandes defensores de los derechos humanos en el mismo momento en que acabaron con los derechos de sus indios.
— Eran otros tiempos.
Pero idénticas circunstancias. Una nación recién independizada, que necesita poner en explotación todas sus riquezas y deshacerse del pesado lastre de una carga humana irrecuperable… Nosotros les daremos al menos la oportunidad de integrarse a la vida común. No los aniquilaremos a tiros, ni los encarcelaremos en «Reservas»…
— ¿Y los que no quieran integrarse? ¿Los que sigan creyendo, como ese Gacel, que deben ser sus viejas costumbres las que rijan la vida del desierto? ¿Qué vamos a hacer con ellos? ¿Perseguirlos a tiros como a los pieles rojas? — No, desde luego… Simplemente expulsarlos. Usted mismo ha dicho que las fronteras en el desierto no están delimitadas y ellos no las respetan…
Que las atraviesen… Que se vayan con sus hermanos de otros países…
— Agitó la mano en el aire—. Pero, si se quedan, que se adapten a nuestra forma de vida o se atengan a las consecuencias.
— No se adaptarán… — replicó Anu har-el-Mojkri convencido—. Los he tratado a fondo en este tiempo, y me consta que, aunque algunos renuncien, la mayoría continuarán aferrados a sus arenas y sus costumbres… — Señaló hacia fuera, a la lejana torre desde la que un muecín llamaba a los fieles—. Es la hora de la oración…
¿Va a ir a la mezquita? El gobernador asintió en silencio, se aproximó a la mesa, apagó el habano aplastándolo contra un pesado cenicero de cristal y hojeó los documentos que había estado estudiando:
— Luego volveremos — indicó—. Que se quede una secretaria; esto debe salir mañana para la capital.
— ¿Irá a cenar a casa? — No. Que avisen a mi esposa.
Salieron. Anuhar dio unas órdenes y corrió escaleras abajo para alcanzarle en el momento en que subía al negro automóvil en el que ya el chófer había puesto el aire acondicionado a la máxima potencia. Hicieron en silencio el corto trayecto, y rezaron el uno junto al otro, rodeados de respetuosos beduinos que habían dejado un ancho espacio en torno a ellos. A la salida, el gobernador contempló con satisfacción el palmeral en sombras.
Le gustaba aquella hora. Era, sin duda, la más bella en el oasis, como eran los amaneceres los momentos más hermosos del desierto, y le agradaba pasear despacio por los jardines y los pozos, observando cómo cientos de aves llegaban desde muy lejos a pasar la noche en las copas de los árboles.
Se diría que a esa hora despertaban también los olores de su letargo del caluroso día, aplastados por el violento sol, libre ahora el perfume de las rosas, los jazmines y los claveles, y el gobernador Hassán-ben Koufra abrigaba el convencimiento de que en ningún otro lugar del mundo llegaban a ser tan olorosas las flores como en aquella tierra caliente y rica.
Despidió al chófer con un gesto, y abordó despacio el senderillo, olvidando por unos minutos los mil problemas que significaban gobernar una región desolada y a unos hombres semisalvajes.
El fiel Anuhar le seguía como su sombra, consciente de que en esos momentos prefería el silencio, sabedor de antemano de cada punto en el que se detendría, dónde encendería un habano y de qué parterre de rosas arrancaría un capullo para la mesilla de noche de Tamat. Aquellos paseos se habían convertido en un ritual casi diario, y tenía que apretar mucho el calor o amontonarse en exceso el trabajo, para que su Excelencia renunciara a lo que constituía su único ejercicio y distracción.
Llegaba la noche con la rapidez con que caía siempre sobre los trópicos, como si no quisiera que el hombre disfrutara en exceso de la belleza y la placidez de los atardeceres, pero no les importaba la oscuridad que se apoderaría en minutos de los jardines y el palmeral, pues conocían a ciegas cada sendero y cada fuente, y las luces del palacio, allá a lo lejos, bastaban para orientarles.
Pero, esta vez, y antes de que las tinieblas cerraran por completo, una sombra nació de una palmera, o tal vez del mismísimo suelo, y aun sin distinguirla por completo, y sin percatarse claramente de que empuñaba un pesado revólver, comprendieron que se trataba de él, y les estaba esperando.
Anuhar quiso gritar, pero el negro agujero del cañón se detuvo a una cuarta de sus ojos.
— !Silencio¡ — pidió—. No quiero hacer daño.
El gobernador Ben-Koufra ni se inmutó siquiera.
— ¿Qué buscas entonces? — A mi huésped. ¿Sabes quién soy? — Lo imagino… — Hizo una pausa—.
Pero yo no tengo a tu huésped…
Gacel Sayah. le observó un largo instante y comprendió que no mentía.
— ¿Dónde está? — quiso saber.
— Muy lejos. — Hizo una pausa—. Es inútil. Nunca lo encontrarás. más allá del velo, los oscuros ojos del targuí brillaron con intensidad unos momentos. Apretó con fuerza la culata del arma:
— Eso lo veremos… — dijo, y luego señaló a Anuhar-el-Mojkri—. Puedes irte — ordenó—. Si dentro de una semana Abdul-el-Kebir no está, sano, libre y solo, en el «guelta», al norte de las montañas de Sidi-el-Madia, le cortaré la cabeza a tu amo. ¿Has entendido? Anuhar-el-Mojkri no se sintió capaz de responder, y fue Hassán-benKoufra quien lo hizo:
— Si lo que buscas es a Abdul-el-Kebir, más vale que me pegues un tiro aquí mismo y nos evitemos molestias — aseguró convencido—. Nunca te lo entregarán…
— ¿Por qué? — El Presidente no lo consentirá.
— ¿Qué Presidente? — ¿Quién va a ser? El de la República.
— ¿Ni siquiera a cambio de tu vida? — Ni siquiera a cambio de mi vida.
Gacel Sayah se encogió de hombros y se volvió con tranquilidad a Anuhar-el-Mojkri:
— Limítate a transmitir mi mensaje.
— Hizo una pausa—. Y advierte a ese Presidente, quien quiera que sea, que si no me devuelve a mi huésped, lo mataré también.
— !Estás loco¡
— No. Soy targuí — agitó el arma—. Ahora vete, y recuerda: dentro de una semana en el «guelta» al norte de las montañas de Sidi-el-Madia. — Clavó el cañón del arma en los riñones del gobernador y lo empujó en dirección contraria—.!Por aquí¡ — señaló.
Anuhar-el-Mojkri dio unos pasos y volvió a tiempo de verlos desaparecer entre las sombras del palmeral.
Luego, corrió hacia las luces del palacio.
— Abdul-el-Kebir fue el artífice de nuestra Independencia, un héroe nacional, el primer Presidente de la nación, como tal nación. ¿Realmente es posible que nunca oyeras hablar de él?
— Nunca.
— ¿Dónde has estado metido todos estos años?
— En el desierto… Nadie fue a contarme lo que ocurría.
— No pasaban viajeros por tu campamento?
— Pocos… Y teníamos cosas más importantes de las que hablar. ¿Qué pasó con Abdul-el-Kebir?
— El actual Presidente lo derrocó… Le quitó el poder, pero lo respetaba y no se atrevió a matarle. Habían combatido juntos y juntos estuvieron muchos años en las cárceles francesas. — Agitó la cabeza negativamente—. No. No podía matarle… Ni su conciencia, ni el pueblo, se lo hubieran perdonado.
— Pero lo encarceló, ¿no es cierto?
— Lo deportó. Al desierto.
— ¿Dónde?
— Al desierto. Ya te lo he dicho.
— El desierto es muy grande.
— Lo sé. Pero no tan grande como para que uno de sus partidarios no lo encontrara y le ayudara a huir. Así fue a parar a tu «jaima».
— ¿Quién era el joven?
— Un fanático. — Contempló largamente la hoguera que se iba consumiendo muy despacio, y pareció hundirse en sus pensamientos. Cuando habló no miró al targuí, sino que lo hacía casi para sí mismo—. Un fanático que quería conducirnos a la guerra civil. Si Abdul consiguiera la libertad, organizaría la oposición desde el exilio y acabaríamos sumergidos en un baño de sangre. Los franceses, que tanto le persiguieron en un tiempo, le apoyarían ahora. — Hizo una pausa—. Le prefieren a nosotros…
Alzó el rostro y paseó muy despacio la mirada por la angosta cueva para detenerla al fin sobre Gacel que le observaba a su vez, recostado contra un saliente de la roca. Su voz sonó sincera al añadir:
— ¿Comprendes por qué te repito una y otra vez que estás perdiendo el tiempo? Nunca me canjearán por él, y los disculpo. No soy más que un simple gobernador: un funcionario fiel y útil, que cumple su trabajo lo mejor que puede, pero por el que nadie se arriesgaría a una guerra civil…
Tienen que pasar muchos años para que el recuerdo de Abdul-el-Kebir se diluya en la nada y pierda su carisma… — tomó cuidadosamente, con las manos atadas como las tenía, el vaso de té y se lo llevó a los labios sorbiendo para no quemarse—. Y las cosas no han ido demasiado bien en este tiempo… — continuó—. Se han cometido errores; errores propios de todas las naciones recién independizadas y los gobiernos nuevos, pero hay muchos que no lo entienden así y están descontentos…
Abdul supo prometer cosas… Cosas que el pueblo espera que nosotros cumplamos, y que jamás podremos darle porque resultan utópicas…
Guardó silencio y depositó de nuevo el vaso sobre la arena, cerca del fuego, advirtiendo, clavados en él, los ojos del targuí que asomaban por encima de su «lithan» y parecían querer penetrar más allá de su frente.
— Le tienes miedo — sentenció al fin Gacel—. Tú y los tuyos le tenéis un miedo espantoso, ¿no es cierto…?
Asintió convencido.
— Le habíamos jurado fidelidad, y aunque no participé en la conjura y me enteré cuando ya todo había ocurrido, no me atreví a protestar — sonrió con tristeza—. Compraron mi silencio con un nombramiento de gobernador absolutista de un territorio inmenso, y acepté agradecido. Pero tienes razón, y en el fondo aún le temo. Todos le tememos porque dormimos con la seguridad de que un día volverá a pedir cuentas. Abdul siempre vuelve.
— ¿Dónde está ahora…?
— En el desierto otra vez.
— ¿En qué parte?
— Nunca te lo diré.
El targuí le miró fijamente, con severidad, y el tono de su voz denotaba que se hallaba plenamente convencido de lo que decía.
— Si me lo propongo, lo dirás — aseguró—. Mis antepasados eran famosos por su capacidad de torturar a sus prisioneros, y aunque ya no lo hacemos, los viejos métodos se han ido transmitiendo, de boca en boca, como mera curiosidad. — Tomó la tetera y llenó de nuevo los vasos ¡Escucha! — continuó—. Tal vez no lo entiendas porque no has nacido en esta tierra, pero yo no podré dormir en paz mientras no sepa a ese hombre tan libre como el día que apareció ante la puerta de mi «jaima». Si para ello tengo que matar, destruir, o incluso torturar, lo haré, aun lamentándolo. No puedo devolverle la vida al que mandaste asesinar, pero sí puedo devolverle la libertad al otro.
— No puedes.
Le miró con extraña fijeza:
— ¿Estás seguro?
— Completamente. En El-Akab únicamente yo sé dónde está, y por más que me tortures, no te lo diré.
— Te equivocas — sentenció Gacel—.
Alguien más lo sabe.
— ?Quién¿
— Tu esposa.
Le alegró comprender que había acertado, porque el rostro de Hassán-ben-Koufra se alteró y por primera vez perdió su aplomo. Quiso protestar tímidamente, pero Gacel interrumpió con un gesto.
— No trates de engañarme — pidió—.
Hace quince días que te vigilo, y te he visto con ella… Es una de esas mujeres con las que un hombre comparte todos sus secretos con absoluta confianza. ¿O no…?
Le observó con atención:
— A veces me pregunto si eres un simple targuí ignorante, nacido y criado en el más inmundo de los desiertos, o se oculta alguien más tras ese velo.
El targuí sonrió levemente:
— Dicen que nuestra raza era ya inteligente, culta y poderosa, allá en la isla de Creta en tiempo de los faraones. Tan inteligente y poderosa, que trató de invadir Egipto, pero una mujer los traicionó y perdieron la gran batalla. Unos huyeron hacia el Este, se establecieron junto al mar y formaron el pueblo de los fenicios, que dominaron los océanos. Otros escaparon hacia el Oeste y se establecieron sobre las arenas, dominando el desierto. Miles de años después, llegasteis vosotros, los bárbaros árabes a los que Mahoma acababa de sacar de la más negra ignorancia…
— Sí, ya he oído esa leyenda que os proclaman descendientes de los «garamantes». Pero no la creo.
— Puede que no sea cierta, pero sí lo es que estamos aquí mucho antes que vosotros, y que siempre fuimos más inteligentes, aunque menos ambiciosos.
Nos gusta nuestra vida y no aspiramos a más. Preferimos dejar que piensen lo que quieran de nosotros, pero, cuando nos provocan, reaccionamos — endureció su voz—. ¿Me dirás dónde está Abdul-el-Kebir, o tendré que preguntárselo a tu esposa?
El gobernador Hassán-ben-Koufra recordó lo que el ministro del Interior le recomendara la víspera de su partida hacia El-Akab:
— «No te fíes de los tuareg — le había dicho—. No te dejes llevar por su apariencia, porque me consta que poseen el cerebro más analítico y la más rara astucia del continente. Son una raza aparte, que si se lo propusiera nos dominaría a nosotros, los de la costa o la montaña. Un targuí puede entender lo que es el mar sin haberlo visto nunca, o desentrañar un problema filosófico del que ni tú ni yo comprendiéramos siquiera los términos de la exposición. Su cultura es muy antigua, y aunque como grupo social se han ido deteriorando al cambiar su entorno y perder su espíritu guerrero, como individuos continúan siendo particularmente notables.!Cuídate de ellos…¡» — Un targuí nunca le haría daño a una mujer — dijo al fin—. Y no creo que seas la excepción. El respeto a la mujer es para vosotros casi tan importante como la ley de la hospitalidad. ¿Quebrantarás una ley por hacer cumplir otra…?
— No, desde luego — admitió Gacel—.
Pero no necesitaré hacerle daño. Si ella comprende que tu vida depende de que me diga o no dónde se encuentra Abdul-el-Kebir, me lo dirá.
Hassán-ben-Koufra pensó en Tamat, en sus trece años de matrimonio y sus dos hijos, y tuvo la absoluta seguridad de que el targuí estaba en lo cierto. Y no podía culparla, porque sabía que él haría lo mismo. Al fin y al cabo confesar dónde se encontraba Abdul-el-Kebir no significaba ponerle en libertad.
— Está en el fortín de Gerifíes — dijo al fin.
Gacel tuvo la sensación de que decía la verdad y calculó mentalmente la distancia.
— Necesitaré tres días para llegar, y uno más para conseguir camellos y provisiones… — meditó largamente y su voz tenía un cierto tono divertido—.
Eso quiere decir que cuando me tiendan una emboscada en el «guelta» de Sidi-el-Madia, yo ya estaré en Gerifíes. — Bebió su té muy despacio, con delectación—. Nos esperarán un día; dos como máximo antes de comprender la verdad y mandar aviso para que me esperen…!Tengo tiempo¡ — afirmó convencida—. Sí. Creo que tengo tiempo.
— ¿Y qué harás conmigo? — inquirió el gobernador con un leve temblor en el tono de voz.
— Debería matarte, pero te dejaré agua y comida para diez días. Si me has dicho la verdad, mandaré a alguien. Si me has mentido y Abdul-el-Kebir no está en ese lugar, morirás de hambre y sed, porque las ataduras de piel de camello nadie puede romperlas.
— ¿Cómo sé que de verdad mandarás a alguien a buscarme?
— No puedes saberlo, pero lo haré… ¿Tienes dinero?
El gobernador Hassán-ben-Koufra señaló con un gesto de barbilla la cartera que guardaba en el bolsillo posterior de su pantalón, y el targuí la tomó. Apartó los billetes mayores y los partió cuidadosamente por la mitad. Guardó una parte, y dejó otra en la cartera que abandonó junto a la hoguera.
— Buscaré a un nómada, le daré esta mitad de los billetes, y le explicaré dónde puede encontrar la otra mitad… — Sonrió bajo el velo—. Por una suma semejante, cualquier beduino pasaría un mes a camello. No te preocupes — le tranquilizó—. Vendrán a por ti. Ahora quítate los pantalones.
— ¿Por qué? — se alarmó.
— Vas a pasar diez días en esta cueva, atado de pies y manos… Si te orinas y te ensucias encima, te saldrán llagas. — Hizo un gesto expresivo con las manos—. Estarás mejor con el culo al aire…
Su Excelencia el gobernador Hassán-ben-Koufra, autoridad suprema e indiscutible de un territorio mayor que Francia fue a protestar, pero pareció pensárselo mejor, se tragó su orgullo y su ira, y comenzó a desabrocharse trabajosamente el cinturón y los pantalones.
Gacel le ayudó a quitárselos, le ató luego a conciencia, y le despojó por último del reloj y un anillo adornado con un grueso brillante.
— Esto pagará los camellos y las provisiones — señaló—. Soy pobre, y tuve que matar mi montura. Era un hermoso mehari. Nunca encontraré otro igual.
Recogió sus cosas, dejó apoyada en la pared una «gerba» de agua y un saco de frutos secos — y los señaló con un gesto.
— !Cuídalos¡ — aconsejó—. Sobre todo, el agua. Y no trates de liberarte. Te haría sudar y necesitarías beber. En ese caso, tal vez el agua no te alcance. Procura dormir… Eso es lo mejor: dormir no consume energías… Salió. Fuera la noche estaba oscura bajo un negro cielo sin luna salpicado de estrellas que allí, en las montañas, parecían aún más cerca, casi rozando las crestas de los picachos que se alzaban sobre su cabeza y permaneció unos instantes pensativo, orientándose tal vez, o trazando en su mente el camino que había de seguir desde donde se encontraba, a un lejano fortín. Necesitaba, ante todo, cabalgaduras, gran cantidad de provisiones, y «gerbas» en las que almacenar todo el agua que pudiese, pues le constaba que por los alrededores del «erg» de Tikdabra no existían pozos, y más al Sur se abría «la gran tierra vacía» de la que nadie conocía exactamente los límites.
Anduvo toda la noche, con aquel su paso rápido y elástico, un paso que agotaría a cualquiera, pero que para un targuí constituía algo consustancial con la vida, y el amanecer le sorprendió en la cumbre de una colina que dominaba un valle por el que miles de años atrás debió correr un riachuelo. Los nómadas sabían que en aquel valle bastaba cavar medio metro para que un «atankor» ofreciera agua suficiente para cinco camellos y era por tanto paso obligado para las caravanas que, viniendo del Sur, se dirigían al gran oasis de El-Akab.
Pudo distinguir tres campamentos distribuidos a lo largo del cauce que, con la primera claridad, comenzaban a reavivar sus fuegos y recoger las bestias que pastaban por las laderas, preparándose para reemprender la marcha.
Observó con atención, sin dejarse ver, hasta que tuvo la absoluta seguridad de que no había soldados entre ellos, y sólo entonces se decidió a descender para detenerse frente a la mayor de las «jaimas» que encontró en su camino, y en la que cuatro hombres sorbían el té de la mañana.
— ¡«Metulem, metulem»! — «Aselam aleikum» — fue la respuesta unánime—. Siéntate y toma el té con nosotros. ¿Galletas?
Agradeció las galletas, el queso, casi rancio, pero fuerte y sabroso, y jugosos dátiles con los que acompañó un té pringoso, dulce y muy azucarado, que calentó su cuerpo haciendo huir el frío del amanecer en el desierto.
El que parecía comandar el grupo, un beduino de rala barba, y ojos astutos que miraban fijamente, inquirió sin entonación alguna en la voz:
— ¿Eres tú Gacel? ¿Gacel Sayah, del Kel-Talgimus…? — Ante su mudo asentimiento, añadió—: Te buscan.
— Lo sé.
— ¿Has matado al gobernador? — No.
Le miraban con interés e incluso habían dejado de masticar esforzándose probablemente por averiguar si decía o no la verdad.
Al fin el beduino añadió con naturalidad:
— ¿Necesitas algo?
— Cuatro meharis, agua y comida.
— Extrajo de la bolsita de cuero rojo que colgaba de su cuello el reloj y el anillo y los mostró—: Pagaré con esto.
Un anciano escuálido de largas y delicadas manos de «majarrero», tomó el anillo y lo estudió con la expresión de quien conoce su oficio, mientras el de la rala barba observaba a su vez el pesado reloj.
El artesano entregó al fin la joya a su jefe:
— Vale al menos diez camellos — aseguró—. La piedra es buena.
El otro asintió, se quedó con el anillo y alargó el brazo devolviendo el reloj.
— Llévate cuanto necesitas a cambio del anillo — sonrió—. Esto puede hacerte falta.
— No sé usarlo.
— Tampoco yo, pero cuando quieras venderlo te pagarán bien… Es de oro.
— Ofrecen dinero por tu cabeza — comentó el «majarrero» sin darle importancia—. Mucho dinero.
— ¿Sabes de alguien que pretenda cobrarlo?
— No de los nuestros — puntualizó el más joven de los beduinos que había estado contemplando al targuí con indudable admiración, ¿Necesitas ayuda?
Puedo acompañarte.
El jefe, probablemente su padre, negó con un gesto de desaprobación:
— No necesita ayuda. Con tu silencio, le basta. — Hizo una pausa—. Y no debemos mezclarnos en esto. Los militares están furiosos y ya hemos tenido bastantes problemas con ellos.
— Se volvió a Gacel—. Lo siento, pero debo proteger a los míos.
Gacel Sayah asintió.
— Lo comprendo. Ya haces bastante al venderme tus camellos.
— Dirigió una mirada de simpatía al jovenzuelo—. Y tienes razón: no necesito ayuda, sólo silencio.
El muchacho inclinó la cabeza leve mente, como agradeciéndole su deferencia, y se puso en pie.
— Te elegiré los mejores camellos y cuanto necesitas. También llenaré tus «gerbas».
Se alejó con paso rápido, seguido por la mirada de los otros, y sin duda el jefe se sentía orgulloso de él.
— Es valiente y animoso, y admira tus hazañas — comentó. Llevas camino de convertirte en el hombre más famoso del desierto.
— No es eso lo que busco — replicó convencido—. No pretendo más que vivir en paz con mi familia. — Hizo una pausa—. Y que se cumplan nuestras leyes.
— Ya nunca podrás vivir en paz con tu familia — le advirtió el «majarrero»—. Tendrás que marcharte del país.
— Hay una frontera al sur de las «tierras vacías» de Tikdabra — señaló el jefe—. Y otra al Este, a unas tres jornadas de las montañas de Huaila. — Agitó la cabeza negativamente—. Las del Oeste están lejos, muy lejos. Nunca llegué a ellas. Por el Norte están las ciudades y el mar.
Tampoco fui allí nunca.
— ¿Cómo puedo saber cuándo he cruzado una frontera y estoy a salvo? — inquirió interesado.
Los otros se miraron entre sí, incapaces de conocer la respuesta. El que no había hablado hasta ese momento, un negro «akli», hijo de esclavos, se encogió de hombros.
— Nadie lo sabe con exactitud. Nadie — repitió seguro de lo que decía—.
El año pasado bajé con una caravana hasta el Níger, y ni a la ida ni a la vuelta sabíamos nunca en qué país nos encontrábamos.
— ¿Cuánto tardasteis en llegar al río?
El negro meditó la respuesta tratando de hacer memoria. Al fin, no muy convencido, aventuró:
— ¿Un mes…? — Chasqueó la lengua como tratando de desechar unos pensamientos desagradables—. Casi el doble a la vuelta. Llegó la sequía, los pozos se agotaron y tuvimos que dar un gran rodeo para evitar Tikdabra.
Cuando yo era niño, podían encontrarse buenos pozos y sabanas muchos días antes de llegar al río. Ahora, las arenas amenazan sus orillas, los pozos se han cegado y los últimos rastros de hierba desaparecen. Llanuras donde antes pastaba el ganado de los «peuls», no son buenas ya ni para los camellos más hambrientos, y de poblados oasis que constituían un descanso, no queda ni el recuerdo. — Chasqueó la lengua nuevamente—. Y no soy viejo… — puntualizó—. No. No soy viejo. Es el desierto que avanza demasiado aprisa…
— A mí no me importa que el desierto avance y se trague otras tierras — le hizo notar Gacel—. Estoy bien aquí. Me preocupa que ya ni siquiera el desierto sea lo suficientemente grande como para que nos permitan vivir en paz. Cuanto más crezca, mejor.
Quizás así algún día se olviden de nosotros.
— No se olvidarán… — afirmó el «majarrero»—. Han encontrado petróleo y el petróleo es lo que más interesa a los «rumi». Lo sé porque trabajé dos años en la capital y allí todas las conversaciones giran siempre, de una forma u otra, en torno al petróleo.
Gacel observó al anciano, con renovado interés. Los «majarreros», como todos los artesanos, bien fuera que trabajaran la plata y el oro, como aquél, la piel, o la piedra, estaban considerados por los tuareg como una casta inferior, situada a mitad de camino entre un «imohag» y un «ingad» o vasallo, e incluso a veces, entre un «ingad» y un esclavo «akli». Pero, aun así clasificados, los tuareg reconocían que los «majarreros» constituían probablemente la clase más culta de todo su sistema social, ya que muchos de ellos sabían leer y escribir y algunos habían viajado más allá de las fronteras del desierto.
— Estuve una vez en una ciudad… — comentó al fin—. Pero era muy pequeña y todavía mandaban los franceses.
¿Han cambiado mucho las cosas desde entonces…?
— Mucho — admitió En aquel tiempo a un lado estaban los franceses y al otro, nosotros. Ahora, nos peleamos entre hermanos, y unos quieren una cosa y otros, otra.
— Agitó la cabeza con gesto pesaroso—. Y cuando los franceses se fueron dividieron los territorios con fronteras, trazando una línea en el mapa de modo que una misma tribu, incluso una misma familia, puede pertenecer a dos países. Si el gobierno es comunista, comunista. Si el gobierno es fascista, fascista; si gobierna el rey, monárquico…
Se interrumpió y estudió con detenimiento a su interlocutor para inquirir:
— ¿Sabes lo que significa ser comunista?
Gacel negó convencido:
— Nunca oí hablar de ellos. ¿Son una secta?
— Más o menos… Pero no religiosa. Sólo política.
— ¿Política? — replicó sin comprender.
— Pretenden que todos los hombres deben ser iguales, con los mismos deberes y derechos, y que las riquezas se repartan entre todos…
— ¿Pretenden que sean iguales el listo y el tonto, el «imohag» y el esclavo, el trabajador y el haragán, el guerrero y el cobarde…? — Soltó una exclamación de asombro—.!Están locos¡ Si Alá nos hizo distintos, ¿por qué pretenden ellos que seamos iguales? — Soltó un resoplido—. ¿De qué me valdría entonces haber nacido targuí?
— Es más complicado que eso — sentenció el anciano.
— Lo imagino… — admitió—. Debe ser mucho, mucho más complicado, pues semejante tontería no admite siquiera discusión. — Hizo una pausa como dando por concluido el tema e inquirió—:
¿Alguna vez oíste hablar de Abdul-el-Kebir?
— Todos hemos oído hablar de él — intervino el jefe de los beduinos adelantándose al «majarrero»—. Fue quien expulsó a los franceses y gobernó los primeros años.
— ¿Qué clase de hombre es?
— Un hombre justo — admitió el otro—. Equivocado, pero justo.
— ¿Por qué equivocado?
— Todo el que confía en los demás hasta el punto de dejarse arrebatar el poder y encarcelar, es un hombre equivocado.
Gacel se volvió al anciano:
— ¿Es de los que pretenden que todos debemos ser iguales? ¿Cómo se llaman…?
— ¿Comunista…? — inquirió el «majarrero»—. No. No creo que fuera exactamente comunista. Decían que era socialista.
— ¿Y eso qué es?
— Otra cosa.
— ¿Parecida?
— No lo sé muy bien.
Buscó aclaración en los rostros de los otros que se limitaron a encogerse de hombros mostrando la misma ignorancia y optó por encogerse de hombros a su vez, convencido de que no llegaría a parte alguna haciendo aquel tipo de preguntas.
— He de irme… — fue todo lo que dijo poniéndose en pie.
— «Aselam aleikum».
— «Aselam aleikum».
Se encaminó hacia donde estaban concluyendo de afirmar la carga de sus camellos, comprobó con una ojeada de experto que todo estaba en orden, montó en el más rápido de ellos, y antes de obligarle a ponerse en pie, extrajo un puñado de billetes y se los entregó al muchacho.
— Encontrarás las mitades que faltan en la cueva de las gargantas de Tatalet, a medio día de marcha. ¿La conoces?
— La conozco — afirmó—. ¿Escondiste allí al gobernador?
— Junto a los billetes — replicó—.
Dentro de una semana, cuando pases por aquí de regreso de El-Abak, déjalo en libertad…
— Confía en mí.
— Gracias. Y recuerda: dentro de una semana, No antes.
— Descuida.!Que Alá te acompañe¡ El targuí taloneó el cuello del mehari, que se alzó, los demás le siguieron, y se alejaron sin prisas hasta desaparecer por completo tras un grupo de rocas.
Tan sólo entonces el muchacho regresó a tomar asiento a la puerta de la jaima. Su padre sonrió levemente.
— No te inquietes por él — señaló—.
Es targuí, y no existe en el mundo nadie capaz de atrapar a un tuareg solitario en el desierto.
Le despertaron la luz y el silencio.
El sol penetraba a raudales por la enrejada ventana, iluminando las largas hileras de libros y sacando destellos plateados al cenicero de latón repleto de colillas, pero, pese a ello, pese a lo avanzado de la hora, no escuchó ni un rumor en el patio, y estaba seguro de que no había sonado, como cada amanecer, el toque de diana.
Le inquietó aquel silencio. Los años le habían acostumbrado a una rutina militar y rígida en la que cada uno de sus actos se encontraba regido por un horario espartano, y advertir de improviso que ese horario se alteraba y no le habían hecho saltar de la cama a las seis en punto, con media hora de tiempo para asearse antes de que sirvieran el desayuno, le producía una inexplicable desazón.
Y el silencio.
El agobiante silencio del patio, alborotado siempre a aquella hora por las charlas de los soldados antes de que llegaran los grandes calores, le obligó a saltar del camastro, calzarse los pantalones, y aproximarse a la ventana.
No distinguió a nadie. Ni junto al pozo, ni en las almenas de la esquina oeste, que era la única parte del muro visible desde allí.
— ¡Eh! — llamó levemente angustiado—. ¿Qué ocurre? ¿Dónde están todos?
No obtuvo respuesta. Insistió, pero el resultado fue el mismo, y se asustó de veras.
— «Me han abandonado…» — fue lo primero que pensó—. «Se han ido y me han dejado aquí encerrado para que muera de hambre y sed…» Corrió hacia la puerta y le sorprendió encontrarla entreabierta. Salió al patio y un sol violento le hirió en los ojos al ser devuelto por los blancos muros mil veces encalados por unos soldados que ninguna otra obligación tenían, durante días y años, que repasar una y otra vez las inmaculadas paredes.
1 Pero ninguno de ellos aparecía a la vista. Y ninguno de ellos montaba guardia en la garita de las esquinas, o junto a la puerta, a través de la cual podía distinguir el desierto sin límites.
— ¡Eh! — repitió una vez más—. ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre?
El silencio. El maldito silencio, sin que ni un soplo de aire trajera un rumor de vida o alterara la quietud de un lugar que parecía petrificado, aplastado y destruido por un sol que empezaba a calentar con fuerza.
Bajó de dos saltos los cuatro escalones y avanzó hacia el pozo llamando hacia las oficinas, el comedor y los alojamientos de las tropas.
— ¡Capitán…! ¡Capitán…! ¿Qué broma es ésta? ¿Dónde se han metido?
Una sombra oscura nació de entre las sombras de la cocina. Era un targuí alto, muy delgado, con un oscuro «lithan» cubriéndole el rostro, un fusil en una mano y una larga espada en la otra.
Se detuvo bajo el porche.
— Están muertos — dijo.
Le observó incrédulo.
— ¿Muertos…? — repitió estúpidamente—. ¿Todos…?
— Todos.
— ¿Quién los mató?
— Yo.
Se aproximó sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
— ¿Tú…? — inquirió agitando la cabeza como para desechar la idea—.
¿Pretendes decirme que tú, sin ayuda de nadie, has matado a doce soldados, un sargento y un oficial…?
Asintió con naturalidad:
— Dormían.
Abdul-el-Kebir, que había visto morir a miles de personas, que había ordenado ejecutar a muchas, y que aborrecía a todos y cada uno de sus carceleros, experimentó sin embargo una insoportable sensación de angustia y vacío en la boca del estómago, y se apoyó levemente en el poste de madera que soportaba el porche para no perder el equilibrio.
— ¿Los has asesinado mientras dormían? — inquirió—. ¿Por qué?
— Porque ellos asesinaron a mi 1huésped. — Hizo una pausa—. Y porque eran demasiados. Si uno daba la voz de alarma, hubieras muerto de viejo entre estas cuatro paredes…
Abdul-el-Kebir le observó en silencio y agitó la cabeza afirmativamente, como si comprendiese algo que se le antojó oscuro en un principio.
— Ahora te recuerdo… — admitió—.
Eres el targuí que nos dio hospitalidad… Te vi cuando me llevaban.
— Sí — asintió. Soy Gacel Sayah, eras mi huésped, y tengo la obligación de llevarte al otro lado de la frontera.
— ¿Por qué?
Le miró sin comprender. Por último, señaló:
— Es la costumbre… Pediste mi protección y debo protegerte.
— Matar a catorce hombres por protegerme resulta excesivo, ¿no crees…?
El targuí no se dignó responder y echó a andar en dirección a la abierta puerta.
— Traeré los camellos… — dijo—.
Prepárate para un largo viaje.
Le observó mientras se alejaba, perdiéndose de vista más allá del portalón abierto de par en par, y le agobió sentirse solo en el fortín abandonado. Le agobió y le asustó incluso más que cuando lo vio por primera vez abrigando la certeza de que jamás saldría vivo de él y aquellos muros se convertirían a la vez en su prisión y su tumba.
Permaneció unos instantes muy quieto, escuchando aun a sabiendas de que no había nada que escuchar, pues el viento y los hombres eran los únicos capaces de provocar algún ruido, y era un día sin viento y los hombres habían muerto.
¡Catorce!
Recordaba sus caras, una por una, desde el afilado rostro intensamente pálido del capitán que odiaba el sol y amaba la penumbra de su despacho, a los sudorosos y congestionados mofletes del cocinero, pasando por los largos bigotes insolentes del sucio cabo que le atendía limpiando la celda y trayendo la comida.
Conocía también a cada centinela y cada pinche; había jugado con ellos a los dados o había escrito cartas para sus familiares, leyéndoles a veces novelas en las infinitas noches del desierto, pues, con frecuencia, resultaba imposible determinar quién, de entre todos ellos, era el más prisionero de aquel fortín de los confines del desierto.
Los conocía a todos y ahora estaban muertos.
Se preguntó qué clase de hombre era aquel que admitía que había matado a catorce seres humanos mientras dormían, sin la más leve alteración de la voz, sin una disculpa, sin señal alguna que delatase el menor síntoma de arrepentimiento.
Era un targuí, desde luego, y en la Universidad le habían enseñado que aquella raza nada tenía que ver con las demás razas del mundo, y su moral o sus costumbres ningún punto de contacto con la moral o las costumbres del resto de los mortales.
Era un pueblo altivo, indomable y rebelde que se regía por sus propias leyes, pero nadie le había explicado entonces que tales leyes contemplaran la posibilidad de asesinar fríamente a los durmientes.
«La moral es una cuestión de costumbres y nunca debemos juzgar, según nuestro criterio, los actos de aquellos que tienen, por sus costumbres ancestrales, una visión y un criterio distinto de la vida…» Recordaba las palabras del «Gran Viejo» como si los años no hubieran pasado, apoltronado tras su enorme mesa, blancas de tiza las manos y las mangas de la oscura chaqueta, tratando de inculcarles el convencimiento de que las restantes etnias que componían lo que algún día sería un país libre, no debían parecerles inferiores por el hecho de que hubieran tenido menos contactos que ellos con los franceses.
«Uno de los grandes problemas de nuestro continente — aseguraba una y otra veces el hecho, innegable, de que gran parte de los pueblos africanos son, de por sí, más racistas aún que los propios colonialistas. Tribus vecinas, casi hermanas, se odian y se desprecian, y ahora, que están llegando las Independencias, se demuestra claramente que el negro no tiene peor enemigo que el propio negro que habla otro dialecto. No cometamos el mismo error. Vosotros, que algún día gobernaréis esta nación, tened muy presente que los beduinos, los tuareg, o los cabileños de las montañas no son inferiores, sino únicamente distintos…» Distintos.
Nunca dudó a la hora de ordenar un atentado contra uno de aquellos cafés en que se reunían los franceses, sin detenerse ante el hecho de que semejante orden significase la destrucción de muchos inocentes. Nunca dudó tampoco al empuñar la metralleta contra paracaidistas y legionarios y la muerte había estado desde la adolescencia en su camino, y lo siguió estando cuando en los primeros años de su mandato tuvo que enviar a docenas de colaboracionistas a la horca. No tenía por tanto derecho a asustarse por la muerte de catorce carceleros, pero a aquellos carceleros los conocía uno por uno, sabía sus nombres y sus gustos, y sabía, también, que los habían degollado en sus propias camas.
Cruzó despacio el patio, llegó al pie del ancho ventanal del barracón, cubrió el cristal con las manos para evitar el reflejo y atisbó hacia adentro.
No eran más que bultos alineados, dos metros de camastro a camastro, cubiertos por sucias sábanas que no permitían distinguir siquiera una mancha de sangre, empapada por los gruesos jergones.
Ni una respiración, ni un leve ronquido, ni una voz entre sueños, ni el rumor de unas uñas al rascarse la piel reseca por el sol y la arena.
Sólo silencio y algunas moscas que golpeaban contra el cristal como si se hubieran hartado de sangre y pugnasen por escapar hacia la luz y el aire libre.
Diez metros más allá empujó la puerta del pabellón del capitán y el sol penetró por primera vez a raudales en la recargada estancia polvorienta, yendo a detenerse sobre la gran cama del fondo, en la que un cuerpo menudo y muy delgado aparecía también cubierto por una sábana muy blanca.
Cerró de nuevo y recorrió, despacio, cada rincón del fortín, sin descubrir, ni en las garitas, ni ante la puerta, ningún otro cadáver, como si el targuí, por un extraño rito, hubiera preferido arrastrarlos hasta sus camas para taparlos luego.
Regresó a su celda, recogió las cartas, las fotos de sus hijos y el sobado ejemplar del Corán que le acompañaba desde que tenía uso de razón, y lo metió todo, junto a sus escasas ropas, en una bolsa de lona.
Luego se sentó a esperar a la sombra del porche, cerca del pozo, cuando ya el sol caía vertical y terrorífico, borrando del suelo todas las sombras.
El calor agobiante le sumió en un sopor inquieto, un remedo de sueño del que despertó sobresaltado, pero sobresaltado por aquel mismo silencio: aquella quietud y aquella angustiosa sensación de vacío, sudando a chorros y experimentando casi dolor en los oídos, como si le hubieran hundido de improviso en un universo hueco, hasta el punto de que murmuró por lo bajo unas palabras con el único objeto de escucharse a sí mismo y corroborar que aún existían sonidos en la tierra.
¿Qué lugar podía existir más callado que aquel gran panteón en que se había convertido el viejo fortín de los confines del Sáhara en un día sin viento?
Por qué lo habían alzado allí, en el centro de la llanura, lejos de los pozos conocidos y las rutas de las caravanas; lejos de los oasis y las fronteras, en el corazón mismo de la nada más absoluta, nadie parecía saberlo.
«El Fortín de Gerifíes», pequeño e inútil, era válido tan sólo bajo la teoría de que convenía tener apoyo logístico y un lugar de descanso para las patrullas nómadas. Tan bueno resultaba por tanto aquel punto como cualquier otro en quinientos kilómetros cuadrados a la redonda, y se cavó un pozo, se alzaron los bajos muros almenados, se trajeron muebles desvencijados, desecho sin duda de viejos cuarteles desmantelados, y se condenó a unos hombres a vigilar un pedazo de desierto, tan desierto, que contaba la tradición que jamás, ni un solo viajero, se aproximó nunca a Gerifíes.
Contaba también, esa misma tradición, que la guarnición de la Legión francesa tardó tres meses en enterarse de que ya no eran fuerzas coloniales, sino extranjeros vencidos.
Seis tumbas anónimas se alzaban en el exterior del muro trasero. En un tiempo contaron incluso con una cruz y un nombre cada una, pero años atrás el cocinero tuvo que quemar las cruces cuando se le acabó la leña y muchas veces Abdul-el-Kebir se había preguntado quiénes serían los cristianos que fueron a morir allí, tan lejos de su patria, y qué extraña historia les obligó a enrolarse en la Legión y acabar sus días en la soledad sin horizontes del Sáhara.
«Un día cavarán mi tumba junto a ellos — se dijo siempre—. Serán siete entonces las tumbas anónimas, y a partir de ese momento mis guardianes podrán abandonar Gerifíes… El héroe de la Independencia descansará para la eternidad junto a seis desconocidos mercenarios…» Pero no había sido así, y serían catorce las tumbas necesarias ahora; tumbas sobre las que nadie querría escribir nunca los nombres, pues a nadie le interesaría que se supiese dónde yacía un puñado de ineptos carceleros.
De nuevo, instintivamente, volvió el rostro hacia el ventanal del barracón y le costó trabajo aceptar que allí comenzaban a pudrirse, bajo el seco calor insoportable, los cuerpos de cuantos habían llenado con sus voces y su presencia aquel lugar hasta la noche antes.
¡Cuántas veces había sentido la tentación de estrangular a alguno de ellos con sus propias manos! Durante sus años de cautiverio la mayoría le trató con respeto, pero otros le habían hecho víctima de toda clase de humillaciones, en especial en los últimos tiempos, a raíz de su regreso.
El castigo por su evasión había afectado a toda la guarnición por igual, privada de concesión de permisos por un año, y muchos fueron partidarios de provocar un «accidente» que acabara con él de una vez por todas y les librara para siempre de lo que se había convertido ya en un encarcelamiento compartido.
Ahora le espantaba la idea de reanudar la larga fuga; la infinita caminata a través de las arenas y los pedregales siempre bajo un sol incansable, sin saber hacia dónde se dirigía y si aquella llanura desolada tenía realmente fin en alguna parte. Recordaba con espanto el tormento de la sed y el dolor insufrible de cada uno de sus músculos acalambrados, y se preguntaba por qué continuaba sentado allí, a la sombra, con su hatillo en la mano, aguardando el regreso de un hombre, un asesino, que quería conducirle de nuevo a las arenas y los pedregales.
Y apareció de pronto a su lado, nacido de la nada, silencioso pese a los cuatro cargados camellos que le seguían sin un rumor siquiera, como si se hubieran contagiado de su amo o les espantase el hecho, que su instinto percibía, de que habían penetrado en un mausoleo.
Señaló hacia, el barracón con la cabeza:
— ¿Por qué llevaste a los centinelas a su cama? ¿Crees que están mejor allí que donde los mataste? ¿Qué importancia puede tener ya?
Gacel le observó un instante como si no comprendiese a qué se refería.
Al fin se encogió de hombros:
— Un ave carroñera descubre un cadáver al aire libre a las dos horas de muerto — replicó—. Pero se necesitarán tres días para que el olor atraviese esas paredes, y para entonces estaremos ya camino de la frontera.
— ¿Qué frontera?
— ¿Acaso no son buenas todas las fronteras?
— La del Sur y la del Este, sí.
Pero si cruzo la del Oeste me ahorcarán en el acto.
Gacel no respondió, inmerso como estaba en la tarea de sacar agua del pozo y dar de beber a los insaciables animales, pero cuando hubo concluido, reparó en la bolsa de lona.
— ¿No llevas más que eso? — quiso saber.
— Es todo lo que tengo…
— No es mucho para quien ha sido presidente de un país… — indicó hacia adentro—. Ve a la cocina y trae provisiones y todos los recipientes para llevar agua que consigas. — Agitó la cabeza—. El agua va a ser nuestro problema en este viaje.
— En el desierto el agua siempre es el problema… ¿O no?
— Sí, desde luego, pero adonde vamos, más que en ninguna otra parte.
— ¿Y a dónde vamos, si puedo saberlo…?
— Adonde nadie pueda seguirnos: A la «gran tierra vacía» de Tikdabra.
— ¿Hacia dónde pueden haberse dirigido?
No obtuvo respuesta. El ministro del Interior Alí Madani, un hombre alto, fuerte, de pelo planchado y ojos diminutos que intentaba ocultar, junto con sus intenciones, tras unas gruesas gafas muy oscuras, recorrió uno por uno los rostros de los presentes, y al no encontrar eco a su pregunta, insistió:
— ¡Vamos, señores…! No he hecho un viaje de mil quinientos kilómetros para sentarme a mirarles. Se supone que ustedes son expertos en temas saharianos y en costumbres de los tuareg. Repito: ¿hacia dónde puede haberse dirigido?
— Hacia cualquier parte… — replicó, convencido, un coronel de gesto adusto—. Salió hacia el Norte, pero fue para buscar una zona rocosa en la que se perdieran sus huellas. De ahí en adelante, todo el desierto es suyo.
— ¿Pretende darme a entender — masculló el ministro en voz muy baja que trataba de acallar su indignación que un beduino, ¡un solo beduino! puede penetrar en uno de nuestros fortines, degollar a catorce hombres, liberar al más peligroso enemigo del Estado, y desaparecer con él en un desierto que, por lo visto, «es suyo»…? — Agitó la cabeza incrédulo—. Se suponía que el desierto era «nuestro», coronel. Que el país entero estaba bajo la jurisdicción del Ejército y las Fuerzas del Orden.
— El país se compone de un noventa por ciento de desierto, Excelencia — intervino el general, Comandante en Jefe de la Región, en tono también claramente molesto—. Pero, sin embargo, el diez por ciento restante, la Costa, acapara todas las riquezas y todos los esfuerzos. Tengo que controlar una región tan grande como media Europa con los desechos de un ejército y un mínimo de mantenimiento.
La proporción es, de menos de un hombre por cada mil kilómetros cuadrados, acuartelados en oasis y fortines desparramados aquí y allá sin lógica alguna. ¿De verdad cree, Excelencia, que de ese modo puede considerarse que el desierto nos pertenezca…? Nuestra penetración e influencia son tan nulas, que ese targuí ni siquiera sabía aún, más de veinte años después, que constituimos una nación independiente… El es el «dueño» del desierto — recalcó con intención—. El único dueño que existe.
El ministro Madani pareció aceptar que tenía razón, o por lo menos prefirió no tener que responder directamente, y se volvió al teniente Razmán que permanecía respetuosamente en pie, en un rincón junto al sargento mayor, Malik-el-Haideri.
— Usted, teniente, que es, por lo visto, el que más tiempo ha tratado a ese targuí, ¿qué opina de él?
— Que es muy astuto, señor. De alguna manera se las arregla para hacer siempre aquello que no esperamos que haga.
— Descríbamelo.
— Es alto y delgado.
El ministro permaneció expectante, y como no continuaba, insistió:
— ¿Y qué más?
— Nada más, Excelencia. Va siempre totalmente cubierto. Sólo se le ven los ojos, oscuros, y las manos, fuertes…
El ministro soltó un reniego:
— ¡Por todos los diablos…! — exclamó descargando un golpe con su lápiz sobre la mesa—. ¿Nos enfrentamos a un fantasma…? Alto, delgado, ojos oscuros, manos fuertes… ¿Es eso todo lo que sabemos del hombre que tiene en jaque al Ejército, preocupa al Presidente, ha raptado al gobernador y se ha llevado a Abdul-el-Kebir?
¡Es cosa de locos!
— No, Excelencia… — apuntó de nuevo el general—. No es cosa de locos. Las leyes, aquí, autorizan a los tuareg a ocultar el rostro según sus tradiciones. La descripción corresponde, por lo tanto, a un targuí…
Teniendo en cuenta que se calcula que existen unos trescientos mil, de los que algo más de la tercera parte habitan a este lado de nuestras fronteras, debemos aceptar que la descripción coincide con la de por lo menos, cincuenta mil hombres adultos.
El ministro no dijo nada. Se quitó las gafas, las dejó a un lado, y se frotó los ojos con gesto de profunda preocupación. En las últimas cuarenta y ocho horas apenas había dormido, y el largo viaje y el calor de El-Akab le habían extenuado. Pero se sentía incapaz de irse a descansar, porque le constaba que, de no recuperar de inmediato a Abdul-el-Kebir, sus días al frente del Ministerio estaban contados y pasaría a convertirse en un oscuro funcionario sin futuro.
Abdul-el-Kebir era una bomba de relojería que en menos de un mes haría saltar por los aires al Gobierno y al sistema si alcanzaba la frontera y llegaba a París donde los franceses le proporcionarían los medios que le negaron en un tiempo. Entre el dinero francés y su arrastre popular, no habría fuerza alguna capaz de oponérsele y aquellos que le habían traicionado tendrían el tiempo justo para hacer las maletas y emprender un largo éxodo, a la espera siempre de que les alcanzase la venganza donde quiera que se ocultasen.
Había que encontrar a Abdul-el-Kebir, y había que acabar con él de una vez por todas, porque se sentía incapaz de soportar de nuevo semejante angustia. Si el Presidente le hubiera hecho caso, fusilándolo cuando escapó la primera vez, nada de aquello habría ocurrido y, por lo tanto, se había hecho el firme propósito de liquidar el problema definitivamente, pesara a quien pesara.
— Hay que encontrarlos — dijo al fin—. Pidan lo que necesiten; hombres, aviones, tanques, ¡lo que sea! pero encuéntrenlo… ¡Es una orden!
— ¡Señor…!
Alzó el rostro hacia el que había hablado:
— ¿Sí, sargento…?
— Señor — repitió con un hilo de voz el sargento Malik—, yo estoy convencido de que se han adentrado en «la tierra vacía» de Tikdabra — ¿«La tierra vacía»? Tendrían que estar locos… ¿Qué le hace suponer eso?
— Vi las huellas que salían del Fortín de Gerifíes. Cuatro camellos muy cargados. Y en el Fortín no quedaba ningún recipiente capaz de contener agua. Si a ese targuí le interesaba huir rápidamente, no llevaría cuatro camellos, ni los llevaría tan cargados…
— Pero las huellas se dirigían al Norte… Y la «tierra vacía» queda hacia el Sur si no me equivoco.
— No se equivoca, señor. Pero ese targuí ya nos ha engañado muchas veces. Puede que no le importe perder un día dirigiéndose al Norte para ocultar sus huellas y volver luego a Tikdabra. Al otro lado está a salvo.
— Ningún ser humano ha cruzado jamás esa región… — le hizo notar el coronel—. Se eligió como frontera por eso mismo. No necesita protección.
— Ningún ser humano sobreviviría sin agua en el centro de una salina durante cinco días, pero yo vi cómo ese targuí sobrevivió, mi coronel — replicó Malik—. Con todo respeto, quiero hacerle notar que no es un hombre común. Su capacidad de resistencia va más allá de lo imaginable.
— Pero no está solo. Y Abdul-el-Kebir es casi un anciano debilitado por la aventura de su última fuga y por esos años de encierro. ¿Realmente le imagina soportando treinta días de sed a más de sesenta grados de temperatura? Si son tan insensatos como para intentarlo, le garantizo que no tendremos que volver a preocuparnos de ellos.
El sargento mayor Malik-el-Haideri no se atrevió a contradecir una vez más a alguien cuyo rango estaba tan por encima del suyo, y fue el ministro el que tomó la palabra por él.
— Tal vez sea descabellado — aceptó—. Pero el sargento y el teniente están aquí porque son los únicos que han tenido trato con ese salvaje y su opinión importa especialmente… ¿Qué piensa de eso, teniente?
— Gacel es capaz de cualquier cosa, señor… Incluso de mantener con vida a un anciano a costa de su propia sangre… Para él, proteger a su huésped, se ha convertido en algo más importante que su propia existencia o la de su familia. Si considera que Tikdabra le brinda un refugio más seguro, irá a la «tierra vacía».
— De acuerdo. Le buscaremos también allí entonces… Ahora bien — hizo una corta pausa—, usted ha mencionado a su familia. ¿Qué se sabe de ella? Si la encontráramos tal vez serviría para proponerle un canje…
— Abandonaron sus zonas de pastoreo… — La voz del general denotaba su desagrado e incomodidad—. Y no me parece digno involucrar en esto a mujeres y niños. ¿Qué opinión merecería nuestro Ejército si tuviera que acudir a esos métodos para solucionar sus problemas?
— El Ejército puede quedar al margen, general. Mi gente se ocupará del asunto. Aunque — añadió con intención no creo que el Ejército pueda resultar peor parado de lo que ha quedado hasta el momento.
El general fue a responder violentamente, pero hizo un esfuerzo y se contuvo. Le constaba que Alí Madani era, por el momento, la mano derecha del Presidente y el segundo hombre más influyente del país, mientras él seguía siendo un simple militar recién ascendido a su primer empleo de general. Cuanto estaba ocurriendo debía achacarse más a la ineptitud de políticos como aquél, que a falta de auténtica eficacia de las Fuerzas Armadas, pero no era el momento, ni el lugar, para enzarzarse en una discusión que únicamente podía proporcionarle disgustos. Se mordió el labio por tanto y permaneció a la expectativa. Al fin y al cabo, probablemente el ministro habría desaparecido de la escena política cuando él ascendiera a general de Brigada.
— ¿Cuántos helicópteros tenemos? — le oyó preguntar, dirigiéndose al coronel.
— Uno.
— Haré venir tres más. ¿Aviones?
— Seis. Pero no podemos distraerlos. La mayoría de los puestos tan sólo pueden abastecerse por el aire.
— Traeré una escuadrilla. Que rastreen toda el área de Gerifíes. — Hizo una pausa—. Y quiero que sitúen dos regimientos al otro lado de la «tierra vacía» de Tikdabra.
— ¡Pero eso está fuera de nuestras fronteras! — protestó el coronel—. Lo considerarán como invasión de un país vecino…
— Déjele esos problemas al ministro de Asuntos Exteriores y preocúpese de cumplir mis órdenes.
Se interrumpió molesto porque habían golpeado a la puerta. Esta se abrió y un ordenanza cuchicheó algo al oído del secretario Anuhar-el-Mojkri, que había permanecido en silencio durante toda la reunión y cuyo semblante se alteró visiblemente.
Asintió con un gesto, cerró de nuevo la puerta y comentó:
— Perdone, Excelencia, pero me comunican que acaba de llegar el gobernador.
— ¿Ben-Koufra…? — Se sorprendió Madani—. ¿Vivo?
— Así es, señor. En mal estado, pero vivo… Aguarda en su despacho.
El ministro se puso en pie de un salto y sin saludar siquiera a los presentes, abandonó la sala, cruzó la alta galería seguido por Anuhar-el-Mojkri y por las asustadas miradas de los funcionarios locales, y penetró en el amplio despacho en penumbras del gobernador, dejando fuera al secretario, que, prácticamente, se golpeó contra la pesada puerta.
Con barba de diez días, sucio, enflaquecido y ojeroso, el gobernador Hassán-ben-Koufra era una sombra del hombre orgulloso, altivo y seguro que había abandonado una tarde aquel mismo despacho camino de la mezquita. Derrumbado en uno de los pesados sillones, contemplaba, sin ver, el bosque de palmeras a través de los pesados visillos, y se diría que su mente estaba muy lejos, probablemente en la cueva donde había sufrido la más traumatizante experiencia de su vida. Ni siquiera alzó los ojos cuando Madani entró, y éste tuvo que colocarse ante él, para que al fin reparara en su presencia.
— No esperaba volver a verte.
Los ojos, enrojecidos por el cansancio y se diría que dilatados por el terror, se alzaron lentamente y le costó trabajo reconocer a su interlocutor. Al fin musitó con voz ronca, apenas audible:
— Yo tampoco… — Mostró sus muñecas llagadas y en carne viva—: ¡Mira!
— Es mejor que estar muerto… Y por tu culpa, catorce hombres han sido asesinados y el país está en peligro.
— Nunca imaginé que lo lograría…
Estaba seguro de que lo enviaba a una trampa y en Gerifíes acabarían con él. Teníamos allí a nuestra mejor gente.
— ¿La mejor…? — exclamó—. Los degolló como a gallinas, uno por uno…
Y ahora Abdul está libre. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?
Asintió con un gesto:
— Lo atraparemos.
— ¿Cómo? Ahora no lo acompaña un muchacho fanático e inepto, sino un targuí que conoce esta tierra como jamás la conoceremos ninguno de nosotros. — Tomó asiento frente a él, en el sofá y se alisó los cabellos con un gesto mecánico—. Y pensar que fui yo quien te propuso para este puesto e insistí en tu nombre…
— Lo lamento.
— ¿Lo lamentas…? — Soltó una corta carcajada, amarga y despectiva—.
Si al menos estuvieras muerto podría decir que te torturaron hasta límites inhumanos… Pero estás aquí, vivo y presumiendo de unas heridas que cicatrizarán en quince días. Cualquier estudiante revoltoso resiste más a mis hombres de lo que le has resistido tú a ese targuí. Antes eras más duro.
— Cuando era joven y eran paracaidistas franceses los que torturaban…
Entonces creía en algo. La causa era buena. Tal vez no estaba convencido de que fuera justo mantener a Abdul encerrado de por vida.
— Te pareció justo mientras te proporcionó este despacho y un nombramiento de gobernador — le recordó. Y te pareció justo cuando decidimos qué hacer con él. Entonces no era «Abdul»; era el enemigo, el diablo; el que llevaba al país hacia el caos porque nos estaba apartando a nosotros, sus íntimos, del Gobierno. No, Hassán — negó con decisión—, no trates de engañarme, que te conozco hace tiempo. La realidad es que el poder, los años y la comodidad, te han vuelto blando y asustadizo… Se podía ser un héroe y resistir cuando no se tenía nada que perder más que la esperanza en un futuro mejor. Pero no cuando se vive en un palacio y se tiene una cuenta en Suiza como la tuya… No lo niegues — le atajó—. Recuerda que mi obligación es estar informado, y sé cuánto te pagan las compañías petroleras por tu colaboración.
— Menos que a ti probablemente.
— Desde luego… — admitió Alí Madani sin escandalizarse—. Pero de momento eres tú quien está en entredicho y no yo… — Se dirigió a la ventana a observar el muecín que llamaba a los fieles desde el alminar de la mezquita, y comentó sin volverse a mirarle—: Reza porque pueda arreglar lo que has estropeado, o será algo más que un puesto de gobernador lo que pierdas.
— ¿Quiere eso decir que me has destituido…?
— ¡Naturalmente! — replicó—. Y te garantizo que, si no encuentro a Abdul, haré que te juzguen por traición.
El gobernador Hassán-ben-Koufra no respondió, absorto como estaba en observar las llagas que habían dejado las correas en sus muñecas, y meditando en que, días atrás, y en aquel mismo despacho, había sido él quien ocupara la posición de Madani, juzgando duramente a un hombre por culpa de aquel targuí que se estaba convirtiendo en una obsesión para todos.
Evocó las horas y los días de ansiedad y zozobra que pasó en la cueva, preguntándose a cada instante si realmente el targuí enviaría a alguien a buscarle o le dejaría morir allí, como un perro, de hambre, terror y sed.
Y evocó igualmente el modo en que el otro había demostrado ser más inteligente que él, descubriendo, sin esforzarse mucho, cuál era su punto débil, y de qué forma resultaba factible conseguir su colaboración sin necesidad de tocarle.
Comprendió que odiaba al targuí por todo ello, pero le odiaba más aún, sobre todo, porque hubiese sido capaz de cumplir su promesa enviando a salvarle.
— ¿Por qué? — preguntó Alí Madani, volviéndose a mirarle de nuevo como si hubiera estado leyendo su pensamiento—. ¿Por qué un hombre que mata con la frialdad con que él lo hace, te dejó libre…?
— Lo había prometido.
— Y un targuí siempre cumple sus promesas, lo sé… Aun así, me cuesta trabajo admitir que exista una mente que admita que es lícito degollar a unos desconocidos que duermen, pero no es lícito incumplir la promesa hecha a un enemigo. — Agitó la cabeza negativamente y fue a tomar asiento tras la pesada mesa, en el sillón que había pertenecido a su interlocutor—. A veces me pregunto cómo es posible que vivamos en el mismo país si tenemos tan pocas cosas en común… — Continuó como si hablase consigo mismo—. Es parte de la herencia que debemos agradecerle a los franceses: nos mezclaron como en un gigantesco «puding», y nos cortaron luego en pedazos, dividiéndonos a su antojo. Ahora, veinte años después, nos sentamos aquí, a tratar inútilmente de entender algo los unos de los otros.
— Eso ya lo sabíamos… — señaló Hassán-ben-Koufra cansinamente—.
Todos habíamos llegado a la misma conclusión, pero a ninguno se le ocurrió renunciar a la parte que no nos correspondía, conformándonos con un país más pequeño y homogéneo…
— Abrió y cerró las manos como si le costara hacerlo, conteniendo un gesto de dolor—. La ambición nos cegaba y hubiéramos anhelado más y más territorio, aun a sabiendas de que no sabríamos gobernarlo. De ahí nuestra política: si no conseguimos que los beduinos se adapten a nuestro modo de ser, debemos destruirlos. ¿Qué hubiéramos hecho si los franceses hubieran tratado de destruirnos años atrás porque no nos adaptábamos a su forma de ser…?
— Lo que hicimos al fin: independizarnos… Tal vez sea ése el futuro de los tuareg: independizarse de nosotros.
— ¿Los imaginas independientes?
— ¿Nos imaginaron acaso alguna vez los franceses, hasta que comenzamos a tirarles bombas y demostrar que podíamos serlo? Ese Gacel, o como quiera que se llame, ha demostrado que puede vencernos. Si todos los suyos se le unieran, te garantizo que nos arrojarían del desierto. Y medio mundo estaría dispuesto a ayudarles a cambio del petróleo de sus tierras… No — señaló convencido—, no debemos darles la oportunidad de averiguar que podrían convertir sus camellos en «Cadillacs» de oro.
— ¿Para eso has venido?
— Para eso, y para acabar de una vez con Abdul-el-Kebir.
Era un mar de cuerpos de mujeres desnudas, tumbadas al sol, con la piel dorada, a veces cobriza y hasta roja en las crestas de las cumbres más viejas, pero eran cuerpos inmensos, con pechos que superaban a veces los doscientos metros de altura, traseros de un kilómetro de diámetro, y largas piernas, inacabables piernas, inaccesibles piernas, por las que los camellos ascendían pesadamente, resbalando, chillando y mordiendo, amenazando a cada instante con flanquear y caer redondos hasta el pie de la duna para no levantarse más y concluir devorados por la arena.
Los «gassi», los pasos entre una y otra duna, se convertían en un tortuoso laberinto, inexistentes la mayoría de las veces, o que volvían al punto de partida muchas otras y tan sólo el increíble sentido de orientación de Gacel y la seguridad de su criterio, les permitía avanzar hacia el Sur día tras día, sin retornar sobre sus propios pasos.
Abdul-el-Kebir, que se preciaba de conocer a fondo un país que había gobernado durante años, y que había vivido en el corazón mismo del desierto, jamás pudo imaginar, ni en sus peores sueños, que existiera sobre la tierra un mar de dunas semejante; una extensión de arena tan dilatada; un «erg» al que no se le veía el fin ni aun trepando a la más elevada de las «ghourds».
Arena y viento era cuanto existía allí, en los aledaños de la «gran tierra vacía», y se preguntaba cómo era posible que el targuí asegurase que existía algo «aún peor» que aquel océano petrificado.
Dejaban transcurrir las horas del día al socaire del viento y a la sombra de una ancha tienda de color amarillento que compartían con los camellos, para reiniciar la marcha en cuanto la tarde comenzaba a declinar, y continuarla durante toda la noche, a la luz de la luna y las estrellas, sorprendidos siempre por unos amaneceres portentosos, en los que las sombras parecían ir corriendo de cresta en cresta de los «sifs» en forma de sable, sobre cuyos filos podría pensarse que los granos de arena se mantenían unidos abrazándose los unos a los otros.
— ¿Cuánto falta? — quiso saber en el quinto de aquellos amaneceres, cuando las primeras luces le permitieron comprobar que tampoco era capaz de distinguir en el confín del horizonte el comienzo de la gran planicie.
— No lo sé. Nadie ha vuelto jamás de este lugar. Nadie ha contado los días de arena, ni los días de «tierra vacía».
— ¿Vamos hacia la muerte entonces…?
— Que nadie lo haya logrado, no quiere decir que no pueda hacerse.
Agitó la cabeza incrédulo:
— Me maravilla ésa fe que tienes en ti mismo — dijo—. Yo comienzo a sentir miedo.
— El miedo es el principal enemigo en el desierto — fue la respuesta—. El miedo conduce a la desesperación y la locura, y la locura lleva a la estupidez y la muerte.
— ¿Tú nunca tienes miedo?
— ¿Al desierto? No. Aquí nací y aquí ha transcurrido mi vida… Tenemos cuatro camellos, las hembras todavía darán leche hoy y mañana, y no llegan señales de «harmatan». Si el viento nos respeta, tenemos esperanzas.
— ¿Cuántos días de esperanza? — quiso saber Abdul.
Se durmió tratando de calcular cuántos días de esperanza les quedaban, y cuántos aún de sufrir aquel martirio, y le despertó al mediodía un zumbido lejano. Abrió los ojos y lo primero que vio fue a Gacel, cuya silueta se recortaba contra la entrada de la tienda, arrodillado en la arena y vigilando el cielo.
— Aviones… — señaló el targuí sin volverse.
Se arrastró a su lado y pudo distinguir a una pequeña avioneta de reconocimiento que trazaba círculos a unos cinco kilómetros de distancia y que se iba aproximando lentamente.
— ¿Puede vernos…?
Gacel negó, pero aun así se aproximó a los camellos y les maniató las patas uniendo las de atrás con las de delante para impedirles cualquier intento de alzarse.
— El ruido les asusta… — dijo—. Y si echan a correr nos delatarán.
Cuando hubo concluido aguardó paciente a que, en uno de sus círculos, la cumbre de la duna más próxima se interpusiera entre la avioneta y ellos, y tan sólo entonces salió al exterior y cubrió con una capa de arena las partes más visibles de la tienda.
Quince minutos después, y sin más molestias que el continuo barritar nervioso de las bestias, una de cuyas hembras intentó morderles por tres veces, el zumbido se alejó y el aparato pasó a convertirse en un punto de la distancia tras haber pasado una sola vez sobre sus cabezas.
Sentado en la penumbra, apoyada la espalda en una de las monturas, Gacel extrajo de una bolsa de cuero un puñado de dátiles y comenzó a comer como si no hubiera pasado nada y no corrieran el menor peligro. Se le diría tranquilamente sentado en su cómoda «jaima».
— ¿Realmente puedes quitarles el poder si logras cruzar la frontera…? — inquirió, aunque resultaba claro que no tenía demasiado interés en la respuesta.
— Ellos lo creen así, aunque yo no estoy tan seguro. La mayoría de mi gente ha muerto o está encarcelada…
Otros me traicionaron. — Aceptó los dátiles que el targuí le ofrecía—. No será fácil… — añadió—. Pero si lo logro, podrás pedirme lo que quieras… Todo te lo debo a ti.
Gacel negó despacio:
— No me deberás nada y aún seré yo el que esté en deuda por la muerte de tu amigo… Por mucho que haga y por años que pasen, nunca podré devolverle la vida que me confió.
Le miró largamente tratando de calar en el fondo de aquellos ojos oscuros y profundos, la única parte de su rostro que había alcanzado a ver hasta el momento.
— Me pregunto por qué unas vidas significan tanto para ti y otras tan poco. No podías hacer nada aquel día, pero se diría que su remuerdo te persigue y te atormenta. Sin embargo, el haber degollado a los soldados te deja por completo indiferente.
No obtuvo respuesta. El targuí se había limitado a encogerse de hombros y continuaba con su tarea de introducirse dátiles en la boca, bajo el velo.
— ¿Eres mi amigo? — inquirió Abdul de improviso.
Le miró sorprendido:
— Sí. Supongo que sí.
— Los tuareg se despojan del velo ante sus familiares y sus amigos…
Pero tú aún no lo has hecho ante mí.
Gacel meditó unos instantes y luego, muy despacio, subió la mano y dejó caer el velo, permitiendo que estudiara a gusto su rostro delgado y firme, surcado de profundas arrugas. Sonrió:
— Es una cara como cualquier otra.
— Te imaginaba distinto.
— ¿Distinto?
— Más viejo quizá… ¿Cuántos años tienes?
— No lo sé. Nunca los he contado.
Mi madre murió siendo yo un niño, y ésas son cosas que únicamente preocupan a las mujeres. Ya no soy tan fuerte como antes, pero tampoco empiezo a estar cansado.
— No te imagino cansado. ¿Tienes familia?
— Mujer y cuatro hijos. Mi primera esposa murió.
— Yo tengo dos hijos. Y mi esposa también murió, aunque nunca me dijeron cuándo.
— ¿Cuánto tiempo llevas preso?
— Catorce años.
Gacel guardó silencio, tratando de hacerse una idea de lo que representaban catorce años en la vida de una persona, pero le resultó imposible imaginar siquiera lo que significaba permanecer tanto tiempo encerrado.
— ¿Siempre estuviste en el Fortín de Gerifíes…?
— Estos años, sí. Pero ya antes había pasado ocho en las prisiones francesas… — Sonrió con amargura Cuando era joven y luchaba por la libertad.
— ¿Y pese a todo, quieres volver a la lucha y a la posibilidad de que te traicionen nuevamente y nuevamente te encierren?
— Pertenezco a una clase de hombres que únicamente pueden estar en la cumbre o en el fondo.
— ¿Cuánto tiempo estuviste en la cumbre?
— ¿En el poder? Tres años y medio.
— No compensa — replicó el targuí convencido, negando con la cabeza repetidamente—. Por bueno que sea el poder, no compensa veintidós años de cárcel por tres y medio de mandar.
No. Ni aunque fuera al contrario.
Para nosotros, los tuareg, la libertad es, siempre, lo más importante.
Tan importante, que no construimos casas de piedra, porque sentir los muros alrededor nos ahoga. Me gusta saber que puedo levantar cualquiera de las paredes de mi «jaima» y ver la inmensidad del desierto al otro lado. Y me gusta advertir cómo el viento atraviesa por entre las cañas de las «sheribas»… — Hizo una pausa—. Alá no puede vernos cuando nos ocultamos bajo techos de piedra.
— El nos ve en todas partes. Aun en la más profunda de las mazmorras.
Calibra nuestros sufrimientos, y nos compensará si los soportamos por una causa justa. — Le miró a los ojos—. Y mi causa es justa — concluyó.
— ¿Por qué?
Le observó desconcertado.
— ¿Cómo que por qué?
— ¿Por qué tu causa es más justa que la de ellos? Todos buscáis el poder. ¿O no?
— Existen muchos modos de ejercer el poder. Unos lo usan para su propio provecho. Otros, para ser útiles a los demás y conseguir un futuro mejor para su pueblo. Eso era lo que yo pretendía. Por ello no encontraron cargo alguno del que acusarme cuando me traicionaron y no se atrevieron a fusilarme.
— Alguna razón tendrían para traicionarte.
— No les permitía robar — sonrió—.
Quise hacer un gobierno de hombres puros, sin darme cuenta de que ningún país cuenta con suficientes hombres puros como para formar un gobierno.
Ahora, todos tienen yates, palacios en la Riviera, y cuentas en Suiza pese a que cuando éramos jóvenes y luchábamos juntos, juramos combatir la corrupción con el mismo espíritu con que combatíamos a los franceses.
— Chasqueó la lengua como burlándose de sí mismo—. Era un juramento idiota. Podíamos luchar contra los franceses porque, por más que nos lo propusiéramos, jamás llegaríamos a ser franceses. Pero no resulta tan fácil luchar contra la corrupción, porque, a poco esfuerzo que hagamos, podemos convertirnos también en corrompidos.
— Le observó con fijeza—. ¿Entiendes de lo que te estoy hablando?
— Soy targuí, no estúpido. La diferencia entre nosotros estriba en que los tuareg se asoman a vuestro mundo, lo observan, lo comprenden, y se apartan. Vosotros, ni os acercáis a nuestro mundo, ni, mucho menos aún, lográis entenderlo. Por eso siempre seremos superiores.
Abdul-el-Kebir sonrió por primera vez en mucho tiempo, sinceramente divertido:
— ¿En verdad que los tuareg continuáis considerándoos la raza elegida de los dioses?
Gacel señaló hacia fuera:
— ¿Qué otra hubiera sobrevivido dos mil años en estos arenales? Si el agua se acaba, yo seguiré con vida cuando a ti te estén comiendo los gusanos. ¿No es ésa una demostración de que los dioses nos eligieron?
— Es posible… Y si así fuera, es hora de que solicitéis toda su ayuda, porque lo que no consiguió el desierto en dos mil años, lo conseguirán los hombres en veinte. Quieren destruiros; acabar con vosotros y eliminaros de la faz de la tierra, aunque no se sientan capaces de construir nada sobre vuestras tumbas.
Gacel cerró los ojos sin preocuparse gran cosa por la amenaza o la advertencia:
— Nadie podrá destruir nunca a los tuareg — sentenció—. Nadie, más que los tuareg mismos, y hace años que están en paz y no luchan entre sí. — Hizo una pausa y sin abrir los ojos, añadió—: Ahora será mejor que duermas. La noche será larga.
Y fue en verdad una larga y fatigosa noche. Desde que un sol rojo y tembloroso comenzó a sumergirse en la calima que flotaba sobre las crestas de las dunas, hasta que ese mismo sol, descansado y brillante, renació por su izquierda, iluminando idéntico paisaje de gigantescas mujeres desnudas.
Rezaron sus oraciones, de cara a La Meca, y estudiaron de nuevo el horizonte:
— ¿Hasta cuándo?
— Mañana llegaremos a la llanura…
Entonces empezará lo malo.
— ¿Cómo lo sabes?
El targuí no tenía respuesta. Era como predecir cuándo llegaría la tormenta de arena o cuándo el calor aumentaría hasta límites insoportables.
Era como presentir la manada de antílopes más allá de una duna o recorrer, sin perderse, una ruta ignorada.
— Lo sé… — fue todo lo que dijo al fin—. Al amanecer alcanzaremos la llanura.
— Me alegrará hacerlo. Estoy harto de subir y bajar dunas y hundirme en la arena.
— No. No te alegrará — sentenció—.
Aquí corre brisa. Mucha o poca, refresca y ayuda a respirar. Los ríos de arena se forman en los caminos del viento. Pero las «tierras vacías» son como hoyas muertas donde todo es quietud, y donde el aire, de tan caliente, se vuelve espeso. La sangre quiere hervir, y los pulmones y la cabeza estallan. Por eso, ningún animal ni ninguna planta viven allí. Y esa llanura… — recalcó, señalando hacia delante con el dedo…jamás ha logrado atravesarla nadie.
Abdul-el-Kebir no respondió, impresionado, más que por las palabras, por el tono de voz del targuí. Había aprendido a conocerle y le había visto desenvolverse en cada uno de los momentos que llevaban juntos, sin que nada ni nadie pareciera asustarle, absolutamente seguro del terreno que pisaba y el hostil mundo en que se desenvolvía. Era un hombre sereno, hermético y distante que parecía mantenerse por encima de los problemas y los peligros que pudieran presentársele, pero que ahora, al hablar de la «tierra vacía» lo hacía con un respeto que no podían por menos de alarmarle.
Para cualquier ser humano, el «erg» que atravesaban hubiera significado el final de todos los caminos, el principio de todas las locuras, y la muerte sin esperanza alguna. Para el targuí no había constituido más que la etapa «cómoda», de un viaje que pronto comenzaría a tornarse verdaderamente difícil. A Abdul-el-Kebir le aterrorizaba imaginar siquiera lo que aquel hombre pudiera considerar «difícil».
Por su parte, Gacel libraba una lucha consigo mismo, preguntándose si no estaría sobrevalorando sus fuerzas al despreciar un consejo, ¿o quizá fuera una ley? que durante generaciones se habían transmitido los de su pueblo verbalmente: «Huye de Tikdabra».
Rub-al-Jali, al sur de la península arábiga y Tikdabra, en el corazón del Sáhara, constituían las dos regiones más inhóspitas del planeta; aquellas que los cielos reservaron para enviar a los espíritus de los peores asesinos, infanticidas y violadores, y donde moraban las almas atormentadas de los que habían vuelto la espalda al enemigo durante las guerras santas.
Gacel Sayah había aprendido desde niño a no hacer caso de espíritus, fantasmas o apariciones, pero conocía otras «tierras vacías» menos famosas y menos terribles, que Tikdabra, y podía hacerse una clara idea, por tanto, de lo que les esperaba en los días venideros.
Observó a su acompañante. De hecho venía estudiándolo desde el primer instante; desde que descubrió un relámpago de espanto en sus ojos cuando le confesó que había matado a sus guardianes. Si había soportado tantos años de cautiverio y no se había dado por vencido, decidido a reanudar la lucha, era, sin duda, un hombre de coraje, con un temple fuera de lo común.
Pero el temple para la lucha — Gacel lo sabía bien — no tenía nada que ver con el temple necesario para enfrentarse al desierto. Con el desierto no se luchaba, porque al desierto jamás se le vencía. Al desierto había que resistírsele, mintiendo y engañando, para concluir por escamotearle la propia vida cuando ya creía tenerla en las manos. En la «tierra vacía» no había que ser héroe de carne, sino piedra sin sangre, porque las piedras eran las únicas que lograban pasar a formar parte del paisaje.
Y Gacel abrigaba el temor de que Abdul-el-Kebir, al igual que cualquier otro ser humano que no hubiera nacido «imohag» y no se hubiese criado entre las arenas y las rocas, careciera de la más mínima capacidad de convertirse en piedra.
Lo observó nuevamente. Era sin duda un hombre que no temía a los hombres, pero al que aplastaba la soledad y el silencio de aquella naturaleza callada y dulcemente agresiva, donde todo eran suaves curvas y colores tranquilos; donde no acechaba la fiera, ni se escondía el alacrán o la serpiente; donde ni siquiera un mosquito sediento acudía a amenazar en los atardeceres, pero que hedía a muerte aunque no oliese a nada, pues en el aséptico mar de dunas, hasta los olores se habían esfumado hacía mil años.
Ya había comenzado a dar las primeras muestras de ansiedad desfalleciendo ante la dilatada inmensidad del mar de arena, cuando los problemas aún no habían hecho siquiera acto de presencia. Ya su pulso latía con fuerza cuando coronaban las más altas dunas, las viejas «ghourds» rojizas y duras como basalto, y no distinguía al otro lado sino una repetición exacta del paisaje que habían dejado atrás una y mil veces, y ya renegaba cuando los camellos tiraban al suelo su carga nuevamente, o se dejaban caer amenazando con no volver a levantarse nunca.
Y era sólo el principio.
Montaron la tienda y dos aviones volvieron al mediar la mañana.
Gacel agradeció su presencia y el que sobrevolaran sus cabezas con insistencia sin llegar a descubrirles, porque comprendió que esos aviones constituían el acicate que Abdul necesitaba, la evidencia del peligro presente; de la vuelta al encierro; de la otra muerte, más sucia y denigrante, que sin duda le aguardaba si caía en manos de sus perseguidores.
Y los dos sabían que, en caso de desaparecer para siempre en la «tierra vacía» de Tikdabra, entrarían directamente en el mundo de la leyenda; del mismo modo que entró en su día «La Gran Caravana», y al igual que entraban los héroes que jamás se rendían. Pasarían cien años antes de que el pueblo que le amaba perdiera la esperanza de que algún día el mítico Abdul-el-Kebir regresara del desierto, y sus enemigos se enfrentarían a ese fantasma porque jamás podrían tener una constancia, física y palpable, de su muerte.
Los aviones rompían el terrible silencio, e incluso se diría que en el aire dejaban un olor a bencina que avivaba recuerdos.
Cuando se hubieron alejado, salieron a observarlos, girando como buitres en busca de su presa.
— Sospechan, hacia dónde nos dirigimos. ¿No sería mejor regresar e intentar escapar por otro lado…?
El targuí negó lentamente.
— El que lo sospechen, no quiere decir que nos encuentren. Y aunque nos encontraran, tendrían que venir a buscarnos. Y eso nadie lo hará. El desierto es ahora nuestro único enemigo, pero es, también, nuestro aliado.
Piensa en ello y olvídate del resto.
Pero, aunque lo intentara, Abdul-el-Kebir no podía olvidar el resto.
En realidad, no quería olvidarlo, porque también él se había dado cuenta de que, por primera vez en su vida, algo le aterrorizaba realmente.
Eran otras las luces, pero no otras las sombras, pues no existía objeto alguno capaz de proyectar la menor sombra sobre la blanca planicie ilimitada.
Las últimas dunas morían mansamente, como lenguas sedientas o como largas olas de un mar sin fuerza sobre una playa sin fondo, caprichosa frontera que la Naturaleza se había impuesto sin razón aparente; sin explicar a nadie por qué acababa allí la arena, o por qué comenzaba la llanura.
Y aumentó el silencio, a tal punto, que Abdul escuchó el golpear de su corazón acelerado, e incluso el palpitar de la sangre en sus sienes.
Cerró los ojos en inútil intento de alejar de su mente semejante paisaje de pesadilla, pero se había clavado de tal forma en su retina, que tuvo la certeza que sería aquella la última visión que tendría en su agonía.
Ni montañas, ni rocas, ni accidentes; nada más que una lisa depresión, una hoja de papel sobre la que podrían haberse escrito todos los libros de este mundo.
«Insh. Allah!» ¿Por qué habría querido Dios, capaz de imaginarlo todo, plasmar allí, de modo tan patente, la realidad de la más absoluta de las nadas?
«Insh. Allah!» Ese había sido su capricho y no quedaba más que aceptar que había conseguido rizar el rizo de su propia obra, creando un desierto dentro del desierto.
Tenía razón Gacel, y el viento acababa en el límite mismo de las dunas para dar paso a un ambiente enrarecido, donde en menos de cien metros, la temperatura aumentaba quince grados, como una bofetada de aire caliente que impelía a retroceder nuevamente en busca de la dulce protección del mar de arena que hasta ese momento se le antojara insoportable.
Iniciaron la marcha cuando el sol se ocultaba ya en el horizonte, pero no por ello refrescó el ambiente, como si aquel lugar maldito permaneciera al margen de las más simples leyes de la Naturaleza, y su masa de aire enrarecido tuviera la virtud de hacerse impenetrable, campana de cristal que aislaba la «tierra vacía» del resto del planeta.
Los camellos berreaban, y era el suyo un grito de terror, porque su instinto les advertía que aquel suelo duro, caliente y firme, conducía al final de todos los caminos.
Con la oscuridad llegaron las estrellas de las que Gacel escogió una a la que habrían de seguir constantemente, y más tarde hizo su aparición una pálida luna que proyectó, por primera vez quizá desde el comienzo de los siglos, sombras sobre la blanca llanura fantasmal.
El targuí marchaba a pie con paso constante y monótono de máquina insensible, mientras Abdul montaba la más resistente de las bestias, una hembra joven en la que la fatiga y la falta de agua aún no parecía haber hecho mella, y cuando una claridad lechosa comenzó a borrar del cielo las estrellas, el primero se detuvo, obligó a las bestias a arrodillarse y levantó sobre ellas la ancha tela de pelo de camello.
Una hora después Abdul-el-Kebir comenzó a advertir que se asfixiaba y el aire no bajaba a sus pulmones.
— Agua… — pidió.
Gacel se limitó a abrir los ojos y negar muy levemente con un movimiento de cabeza.
— ¡Voy a morir…!
— No.
— ¡Me voy a morir…!
— Deja de moverte. Tienes que permanecer quieto. Como los camellos.
Como yo. Deja que tu corazón se serene y trabaje lentamente y que tus pulmones tomen el mínimo de aire que necesiten. No pienses en nada.
— Sólo un trago… — suplicó nuevamente ¡Un trago…!
— Sería peor. Beberás a la caída de la tarde.
— ¡A la caída de la tarde…! — se horrorizó Abdul—. ¡Faltan por lo menos ocho horas!
Pero comprendió que era inútil insistir, cerró los ojos, vació la mente e intentó que cada uno de sus músculos se relajara sin pensar en agua, ni en el desierto que le rodeaba, ni en el terror que se había aposentado, como un ser vivo, en la boca de su estómago.
Trató que su mente abandonara por completo su cuerpo y lo dejara allí, a solas, recostado, en el camello como comprendió que lo hacía el targuí, que parecía haber conseguido su propósito de convertirse en piedra. Y se contempló a sí mismo, dividido en dos partes, de las que una parecía ser simple testigo, ajeno por completo a la realidad de la sed, el calor, o el desierto, mientras la otra se había convertido en una cáscara vacía; una envoltura humana incapaz de sentir o padecer.
Y, sin llegar a dormirse por completo, se evadió hacia lugares muy lejanos; hacia tiempos pasados, más felices; hacia el recuerdo de sus hijos, a los que había visto por última vez siendo unos niños y que se habrían convertido ya en hombres y en padres de otros niños.
Se entremezclaron en su mente ideas, realidad y fantasía, y se agolparon al tiempo escenas vividas intensamente con otras, aparentemente más auténticas, y que no eran, sin embargo, más que fruto de su imaginación desenfrenada.
Despertó por dos veces, angustiado por la idea de que continuaba preso, y le angustió aún más la realidad de que era libre, porque su cárcel se había convertido en la mayor prisión que hubiera existido jamás sobre la Tierra.
Y el targuí continuaba allí, frente a él, como una estatua, sin realizar un solo movimiento, casi sin respirar siquiera, y le observó tratando de descubrir qué clase de hombre era, y qué clase de sentimientos despertaba en él.
Le temía. Le temía y respetaba al mismo tiempo; se sentía agradecido por haberle liberado, y era, probablemente, uno de los seres más seguros de sí mismo, rectos y admirables, que hubiera conocido nunca, pero existía algo — tal vez catorce cadáveres que se interponía entre ambos.
O tal vez fuera la diferencia de razas y culturas; el hecho, como Gacel había asegurado, de que un hombre de la costa jamás aprendería a conocer a un targuí ni a aceptar sus costumbres.
El tuareg era el único que, entre todos los pueblos islámicos, que, aun siguiendo fielmente las enseñanzas de Mahoma, pregonaban la igualdad de sexos, y sus mujeres, no sólo jamás se habían cubierto el rostro con un velo — a diferencia de los hombres—, sino que gozaban de absoluta libertad hasta el momento de casarse, sin rendir cuentas de sus actos, ni a sus padres, ni a su futuro esposo, que, por lo general, era escogido por ellas, según sus sentimientos.
Eran famosas en el desierto las «Fiestas de Solteros» de los tuareg; los «Ahal» en que muchachos y muchachas se juntaban a cenar a la luz de la hoguera, contar historias y tocar el «amzad» de una sola cuerda, bailando en grupo hasta altas horas de la madrugada; horas en las que las mujeres tomaban las palmas de las manos de los hombres y trazaban sobre ellas dibujos cuyo significado únicamente los de su raza conocían, y que indicaban qué clase de acto de amor deseaban para esa noche.
Luego, cada pareja se perdía en la oscuridad, a buscar en las dunas, sobre la blanda arena y la blanca «gandurah» extendida sobre ella, la satisfacción a los deseos expresados en la palma de la mano.
Para un árabe tradicional, celoso de la virginidad de la que habría de ser su esposa o del honor de su hija, semejantes costumbres iban mucho más allá de los límites del simple escándalo, y Abdul sabía de países, como Arabia y Libia, e incluso regiones de su propia patria, donde por muchísimo menos se lapidaba o cortaba la cabeza a los culpables.
Pero los «imohag» habían defendido el derecho de sus mujeres al sexo, a vestir como les viniera en gana o a tener voz y voto en los asuntos familiares, desde los viejos tiempos de la expansión mahometana, cuando más rígido y exigente se mostraba el fanatismo religioso.
Era un pueblo que, desde que se tenía memoria de su aparición sobre la faz de la Tierra, habían sabido aceptar lo mejor de cuanto se le ofrecía, rechazando cuanto coartaba su libertad y su carácter, y aun sabiéndolo ingobernable, Abdul-el-Kebir se hubiera sentido feliz y orgulloso de ser su líder.
Los tuareg hubieran sabido aceptar y comprender lo que él trataba de ofrecer, jamás le habrían traicionado, y jamás habrían consentido que otros le traicionaran, porque cuando los de su estirpe juraban obediencia a un «amenokal», esa obediencia iba más allá de la muerte.
Pero los hombres de la costa, los que le habían aclamado hasta enloquecer cuando logró expulsar a los franceses ofreciéndoles por primera vez una patria y una razón para sentirse orgullosos de sí mismos, no supieron mantener su juramento de fidelidad, y se escondieron en lo más profundo de sus miserables chozas en cuanto presintieron el peligro.
— ¿Qué es ser socialista…? — le había preguntado Gacel la primera noche, cuando aún tenían ganas de hablar y cabalgaban uno junto a otro sobre los bamboleantes camellos.
— Es pretender que la justicia sea igual para todos.
— ¿Tú eres socialista…?
— Más o menos.
— Crees que todos, «imohag» y sirvientes, somos iguales…
— ¿Ante la ley? sí.
— No me refiero a la ley. Me refiero a que sirvientes y señores seamos iguales por completo.
— En cierto modo… — Trató de descubrir adónde quería ir a parar sin comprometerse—. Los tuareg sois los últimos seres de la Tierra que aún mantenéis esclavos sin avergonzaros de ello. No es justo.
— Yo no tengo esclavos. Tengo sirvientes.
— ¿De veras…? ¿Y qué haces si uno escapa y no quiere trabajar más para ti? — Lo busco, lo azoto y lo traigo de regreso. Nació en mi casa y le di agua, comida y protección cuando no podía valerse por sí mismo. ¿Qué derecho tiene a olvidarlo y marcharse cuando ya no me necesita? — El derecho a su propia libertad.
¿Aceptarías tú ser sirviente de otro, por el hecho de que te alimentó cuando eras niño? ¿Hasta cuándo debes pagar esa deuda? — No es el caso. Yo nací «imohag».
Ellos nacieron «aklis».
— ¿Y quién ha dispuesto que un «imohag» es superior a un «akli»? — Alá. Si no fuera así, no los hubiera hecho cobardes, ladrones y serviles. Ni nos hubiera hecho a nosotros valientes, honrados y orgullosos.
— ¡Demonios! — exclamó—. Hubieras sido el más fanático de los fascistas…
— ¿Qué es un fascista? — Aquel que proclama que su estirpe es superior a todas las demás.
— En ese caso, soy fascista.
— Realmente lo eres — admitió convencido—. Aunque estoy seguro de que si supieras lo que realmente significa, renunciarías a ello.
— ¿Por qué? — No es algo que se pueda explicar dando tumbos sobre un camello que parece borracho… Será mejor que lo dejemos para otra ocasión.
Pero esa otra ocasión no se había presentado, y Abdul abrigaba el convencimiento de que cada día disminuían las posibilidades de que llegara, pues la fatiga, el calor y la sed, los iban agotando, y el simple hecho de pronunciar una palabra comenzaba a requerir un esfuerzo sobrehumano.
Cuando al fin despertó por completo, Gacel había levantado el campamento y afianzaba una vez más la carga sobre tres de los animales.
Con un gesto de la cabeza señaló al cuarto:
— Tendremos que matarlo esta noche.
— Atraerá a los buitres, y los buitres atraerán a los aviones. Encontrarán nuestra pista.
— Los buitres no se aventuran en la «tierra vacía»… — había tomado un pequeño cazo de estaño que llenó de agua y se lo entregó—. El aire es demasiado caliente.
Bebió con ansia y ofreció de nuevo el recipiente, pero el targuí ya había cerrado firmemente la «gerba».
— No hay más.
— ¿Eso es todo…? — se asombró Abdul—. Ni siquiera me he humedecido la garganta.
Gacel señaló nuevamente al camello.
— Esta noche beberás su sangre. Y comerás su carne. Mañana comienza el Ramadán.
— ¿El Ramadán? — repitió asombrado—. ¿Crees que estamos en condiciones de respetar las leyes del ayuno en semejante situación? Hubiera jurado que el targuí sonreía.
— ¿Quién mejor que nosotros para respetarlas en este momento? — quiso saber¿ Y qué mejor destino para nuestros sufrimientos? Los animales se habían puesto en pie y tendió la mano para ayudarle a erguirse.
— ¡Vamos! — rogó—. El camino es largo.
— ¿Cuántos días durará este martirio? Negó convencido:
— No lo sé. Te doy mi palabra de que no lo sé. Recemos para que Alá lo haga lo más corto posible, pero ni siquiera en sus manos está empequeñecer el desierto. Así lo creo, y así seguirá.
El sargento mayor Malik-el-Haideri negó con firmeza una vez más:
— Nadie sacará agua de este pozo, ni de ninguno en quinientos kilómetros a la redonda, hasta que averigüe dónde se esconde la familia de Gacel Sayah.
El anciano se encogió de hombros, impotente:
— Se fueron. Levantaron el campamento y se fueron. ¿Cómo podemos saber adónde? — Los tuareg sabéis cuanto ocurre en el desierto. No muere un camello, ni enferma una cabra sin que la voz corra de boca en boca. Ignoro cómo lo hacéis, pero es así. Me tomas por estúpido si pretendes hacerme creer que toda una familia, con sus «jaimas», sus animales, sus niños y sus siervos, puede desplazarse de un lado a otro del territorio sin que nadie lo advierta.
— Se fueron.
— ¿Adónde? — No lo sé.
— Tendrás que averiguarlo si quieres agua.
— Mis animales morirán. Y mi familia también.
— No me culpes a mí. — Le señaló acusadoramente con el dedo, golpeándole repetidamente el pecho, lo que hizo que el anciano estuviera a punto de echar mano a su gumía—. Uno de los tuyos — añadió—, un sucio asesino, ha matado a muchos de los míos. Soldados de los que os protegen de los bandidos; de los que buscan agua, cavan pozos y los mantienen libres de arena.
De los que van en pos de las caravanas cuando se han perdido, arriesgando su vida en el desierto. — Agitó la cabeza una y otra vez—. No. No tenéis derecho a agua, ni a la vida, hasta que encuentre a Gacel Sayah.
— Gacel no está con su familia.
— ¿Cómo lo sabes? — Porque lo andáis buscando por la «tierra vacía» de Tikdabra.
— Podemos estar equivocados. Y si no lo encontramos un día u otro tendrá que regresar junto a los suyos. — Su tono de voz cambió volviéndose conciliador y convincente—. No queremos hacer daño a su familia. No tenemos nada en contra de su mujer o de sus hijos. Únicamente lo queremos a él, y nos limitaremos a esperarle… Pronto o tarde, tendrá que aparecer.
El anciano agitó la cabeza negativamente.
— No aparecerá — replicó—. Si estáis cerca, no aparecerá jamás, porque conoce mejor que nadie el desierto.
— Hizo una pausa—. Y no es digno de guerreros, ni soldados, mezclar a mujeres y niños en luchas de hombres.
Es una tradición y una ley tan antigua como el mundo.
— ¡Escucha, viejo…! — La voz volvió a ser dura, cortante y amenazadora—. No he venido hasta aquí para recibir lecciones de moral. Ese cerdo, al que Alá confunda, asesinó a un capitán en mis narices, raptó al gobernador, degolló a unos pobres muchachos que dormían y está convencido de que puede burlarse de todo un país. ¡Y no es así! Te juro que no es así. De modo que elige.
El anciano se puso en pie y se alejó lentamente del borde del pozo sin responder palabra. No había dado cinco pasos, cuando Malik gritó:
— ¡Y recuerdo que mis hombres necesitan comer! ¡Sacrificaremos uno de tus camellos cada día, y podrás pasarle la cuenta al nuevo gobernador, en El-Akab!
El anciano se detuvo un instante, pero no se volvió y, continuó pesadamente su camino hacia donde aguardaban sus hijos y sus animales.
Malik hizo un gesto hacia un soldado negro.
— ¡Alí!
El llamado se aproximó con rapidez:
— ¿Sí, mi sargento…? — Tú eres negro, como los esclavos de ese estúpido. El no dirá nada, porque es targuí y cree que su honor quedaría manchado para siempre, pero los «aklis» son propensos a hablar:
Les gusta contar lo que saben, y alguno estará dispuesto a ganarse unas monedas y sacar a su amo de un problema. — Hizo una corta pausa—. Esta noche llévales un poco de agua y comida como si fuera cosa tuya. Solidaridad entre hermanos de raza, ya sabes… Procura volver con la información que necesito.
— Si sospechan que voy como espía, esos tuareg son capaces de degollarme.
— Pero si no lo hacen, ascenderás a cabo. — Le metió un puñado de arrugados billetes en la mano—. Convéncelos con esto.
El sargento mayor Malik-el-Haideri conocía bien a los tuareg, y conocía bien a sus esclavos. Apenas había conciliado el sueño, cuando sintió pasos en el exterior de su tienda de campaña.
— ¡Sargento!
Asomó la cabeza y no le sorprendió encontrarse con un negro rostro sonriente:
— El «guelta» de las montañas del Huaila. Junto a la tumba de Ahmed el-Ainín, el «morabito».
— ¿La conoces? — No personalmente, pero me explicaron cómo llegar.
— ¿Está lejos? — Día y medio.
— Avisa al cabo. Saldremos al amanecer.
La sonrisa del negro aumentó, y señaló con intención:
— Ahora yo soy cabo… — le recordó—. Cabo Primero.
Sonrió a su vez.
— Tienes razón. Ahora eres cabo primero. Ocúpate de que todo esté listo en cuanto salga el sol… Y tráeme el té quince minutos antes.
El piloto negó de nuevo.
— Escuche, teniente… — repitió—.
Hemos sobrevolado esas dunas a menos de cien metros de altura. Hubiéramos podido distinguir hasta la última rata, si en aquel maldito lugar hubiera ratas, pero no había nada: ¡Nada! — insistió convencido¿ Tiene una idea de la huella que dejan cuatro camellos en la arena? Si hubieran pasado, habríamos visto algo.
— No, si quien conduce esos camellos es un targuí — replicó Razmán, seguro de lo que decía—. Y menos, si ese targuí es el que buscamos. No permitirá que los camellos marchen en fila, con lo que dejan un sendero visible, sino de cuatro en fondo, por lo que sus patas no habrán profundizado en la dura arena de esas dunas. Y si la arena es blanda, en menos de una hora el viento borra las huellas.
— Hizo una pausa durante la cual le observaron, expectantes—. Los tuareg viajan de noche y se detienen al amanecer. Ustedes nunca despegan antes de las ocho de la mañana, lo que quiere decir que llegaron al «erg» cerca ya del mediodía… En esas cuatro horas no queda rastro alguno de las huellas de un camello en la arena.
— ¿Y ellos…? Cuatro camellos y dos hombres… ¿Dónde se esconden…? — ¡Vamos, capitán…! — exclamó abriendo los brazos—. Usted sobrevuela cada día esas dunas. Cientos, miles, ¡tal vez millones! de dunas.
¿Pretende hacerme creer que todo un ejército no sería capaz de camuflarse allí…? Una hondonada, una tela de color claro, un poco de arena encima, y a silbar…
— De acuerdo… — aceptó el piloto que había hablado en primer lugar—.
Completamente de acuerdo… ¿Qué pretende entonces? ¿Que volvamos para seguir perdiendo el tiempo y gastando gasolina? No los encontraremos — insistió—. ¡Nunca los encontraremos!
El teniente Razmán negó con un gesto, tranquilizándolos, y se aproximó al gran mapa de la región clavado en la pared del hangar.
— No… — señaló—. No quiero que vuelvan al «erg», sino que me lleven a la auténtica «tierra vacía». Si mis cálculos no fallan, deben haber llegado ya a la llanura. ¿Podría aterrizar aquí…? Los dos hombres se miraron y resultaba claro que la proposición no les hacía ninguna gracia.
— ¿Tiene una idea de cuál es la temperatura de esa llanura…? — Desde luego… — admitió—. La arena puede alcanzar los ochenta grados centígrados al mediodía.
— ¿Y sabe lo que eso significa para unos aviones viejos y de pésimo mantenimiento como los nuestros…? Problemas de refrigeración del motor, de turbulencias, de imprevistas bolsas de aire incontrolables y, sobre todo, de ignición… Podríamos aterrizar, desde luego, pero nos arriesgamos a no levantar el vuelo nunca más. O explotar en cuanto pongamos de nuevo el contacto… — Hizo un gesto con la mano que quería ser definitivo—. Yo me niego.
Quedaba claro que su compañero compartía sus puntos de vista. Razmán, pese a ello, insistió:
— ¿Aunque la orden venga de arriba? — Bajó instintivamente la voz¿ Saben a quién estamos buscando…? — Sí — admitió el que llevaba la voz cantante—. Hemos oído rumores, pero eso son problemas de los políticos, en los que no deberían mezclarnos a nosotros, los militares. — Hizo una pausa, y señaló el mapa con amplio ademán—. Si me ordenan que aterrice en cualquier punto de ese desierto, porque estamos en guerra o nos ha invadido el enemigo, aterrizaré sin dudarlo un momento. Pero no lo haré por cazar a Abdul-el-Kebir, porque me consta que Abdul-el-Kebir no me pediría nunca algo parecido.
El teniente Razmán se envaró y, sin poder evitarlo, lanzó una discreta ojeada a los mecánicos que, al otro extremo del amplio hangar, se afanaban en poner a punto los aparatos. Bajando de nuevo la voz, advirtió:
— Eso que acaba de decir es peligroso.
— Lo sé — replicó el piloto—. Pero creo que, después de tantos años, empieza a ser hora de que empecemos a demostrar lo que sentimos. Si ustedes no lo agarran en Tikdabra, y lo veo muy difícil, Abdul-el-Kebir volverá muy pronto, y habrá llegado el momento de que cada cual clarifique su posición.
— Se diría que le alegra no haberle encontrado.
— Mi misión era buscarle, y le busqué lo mejor que supe. No es culpa mía si no lo hemos encontrado. En el fondo, me da miedo pensar en lo que puede ocurrir. Abdul en libertad significa la división del país, enfrentamientos, y, tal vez, la guerra civil.
Nadie debe desear eso para su propia gente.
Cuando abandonó el hangar de regreso a su alojamiento, el teniente Razmán aún iba dándole vueltas a aquellas palabras, ya que, por primera vez, se había mencionado una posibilidad que espantaba a todos: la guerra civil; el enfrentamiento entre dos facciones de un mismo pueblo al que únicamente separaba un hombre: Abdul-el-Kebir.
Tras más de un siglo de colonialismo su gente no se encontraba dividida en clases sociales claramente determinadas, ricos muy ricos y pobres muy pobres, y no respondían aún a los esquemas clásicos de las naciones desarrolladas: capitalismo por un lado, y proletariado por otro que acaban enfrentándose a muerte en una lucha despiadada por la supremacía de sus ideales. Para ellos, con un setenta por ciento de analfabetismo y una extensa tradición de sometimiento, lo importante continuaba siendo el carisma de los hombres, su capacidad de arrastre y el eco que sus palabras despertaran en el fondo de sus corazones.
Y en eso — Razmán lo sabía. Abdul-el-Kebir llevaba las de ganar, por que, gracias a un rostro noble y franco que inspiraban confianza, y un verbo fácil, el pueblo acababa por seguirle adonde se propusiera, ya que, al fin y al cabo, había cumplido su promesa, conduciéndoles del colonialismo a la libertad.
Tumbado en la cama contemplando sin ver las aspas del viejo ventilador que no lograba, pese a sus esfuerzos, refrescar el ambiente, se preguntó a sí mismo cuál sería su posición cuando llegara el momento de elegir.
Recordó el Abdul-el-Kebir de su juventud, cuando lo convirtió en su héroe, cubriendo con su retrato las paredes de su habitación, y recordó luego al gobernador Hassán-ben Koufra y a todos cuantos componían su camarilla, y comprendió que su decisión personal estaba tomada desde mucho tiempo atrás.
Pensó luego en el targuí; en aquel hombre extraño que había desafiado a la sed y a la muerte y le había burlado limpiamente, y trató de imaginar dónde se encontraría, qué estaría haciendo en aquellos momentos, y de qué hablaría con Abdul cuando se tumbaran a descansar agotados por la larga caminata.
«No sé por qué los persigo — se dijo—. Si, en el fondo, me gustaría escapar con ellos…»
ª Habían bebido la sangre del camello, y habían comido su carne. Se sentía fuerte, animoso, lleno de energía y capaz de enfrentarse a la «tierra vacía» sin sentir miedo, pero le preocupaban los terrores de su acompañante; el mutismo en que se iba sumiendo; la desesperación que leía en sus ojos cada vez que la luz de un nuevo día venía a gritarles que el paisaje continuaba siendo el mismo.
— ¡No es posible! — fue lo último que le oyó decir—. ¡No es posible!
Tuvo que ayudarle a descender de la camella, y arrastrarlo hasta la sombra, dándole de beber y recostándole la cabeza como a un niño asustado, preguntándose por dónde se le iban las fuerzas, y qué extraño maleficio ejercía sobre él la infinita llanura.
«Es un anciano — se repetía una y otra vez—. Un hombre prematuramente envejecido, que ha pasado los últimos años de su vida encerrado entre cuatro paredes, y para el que todo lo que no sea pensar, significa ya un esfuerzo sobrehumano».
¿Cómo confesarle que las auténticas dificultades todavía no habían hecho su aparición? Aún quedaba agua. Y tres camellos a los que robarles la sangre. Aún faltaban días para que extrañas luces brillantes como mil soles comenzaran a estallar en el fondo de sus ojos, síntoma inequívoco, de que empezaba la auténtica deshidratación, pero el camino era largo, muy largo, y exigiría una gran fuerza de voluntad y un invencible espíritu de supervivencia, sin ofrecer siquiera a cambio la esperanza de que el éxito coronaría sus esfuerzos.
«Huye de Tikdabra.» No podía recordar cuándo escuchó por primera vez aquella advertencia que probablemente había aprendido ya en el mismísimo vientre de su madre, pero ahora se encontraba allí, en algún punto de Tikdabra, arrastrando consigo a un hombre que comenzaba a convertirse en sombra, y abrigó el convencimiento de que él, Gacel Sayah, «el Cazador», «imohag» del Kel-Talgimus, hubiera podido vencer a Tikdabra con ayuda de cuatro camellos.
Hubiera sido el primero en conseguirlo, y su fama se habría extendido de punta a punta del desierto, para que su nombre pasara de boca en boca como una leyenda, pero arrastraba una carga insoportable, como una de aquellas cadenas que algunos amos sujetaban a los tobillos de sus esclavos rebeldes, y con aquel peso — un hombre destruido que en menos de una semana se había dado por vencido—, ni él, ni ningún otro targuí del desierto, llegaría a parte alguna.
Le constaba que se presentaría un momento en el que tendría que optar por entre pegarle un tiro para aliviar sus padecimientos y tratar de salvarse a sí mismo, o continuar hasta el fin para sufrir juntos la más espantosa de las muertes.
«Será él mismo quien me pida que le mate — se dijo—. Cuando ya no pueda más, me lo suplicará, y tendré que hacerlo…» Sólo cabía esperar que, para entonces, no fuera ya demasiado tarde.
Si su huésped le pedía voluntariamente la muerte, estaba en su derecho al concedérsela, y desde ese momento quedaba libre de toda responsabilidad, y libre igualmente para intentar su propia salvación.
«Cinco días — calculó—. Dentro de cinco días aún estaré en condiciones de intentarlo por mí mismo. Si resiste más, será demasiado tarde para los dos».
Comprendió que se le planteaba un difícil dilema: por un lado debía esforzarse por mantener entero a su acompañante, alimentar sus esperanzas, e intentar lo humanamente viable para salvarlo. Por otra parte, le constaba que cada día o cada hora que le prolongase la vida, era un día o una hora menos que tenía para salvar la suya.
Abdul-el-Kebir, por su constitución y su falta de costumbre, consumía tres veces más agua de la que Gacel necesitaba. Eso significaba que, a la hora de la verdad, el targuí, solo, cuadruplicaba sus expectativas de continuar con vida.
Lo observó mientras dormía, inquieto, murmurando a ratos y con la boca muy abierta como buscando siempre un aire que se resistía a bajar a sus pulmones. Le haría un favor si prolongaba su sueño eternamente, evitándole los terrores y las penalidades de los días venideros, ya que se sumergiría en un sueño más tranquilo cuando aún mantenía en su corazón una pequeña ilusión de que era libre y aún acariciaba una leve esperanza de que cruzarían la frontera.
¿Qué frontera? Por allí debía estar, en alguna parte frente a ellos o quizá ya a sus espaldas, sin que nadie en este mundo supiera señalarla, porque la «tierra vacía» de Tikdabra que no había sido capaz de aceptar una simple presencia humana, menos aún aceptaría la imposición de una frontera.
«Ella» era la propia frontera.
Frontera entre países, entre regiones, e incluso entre la vida y la muerte. «Ella» se imponía como frontera a los hombres y Gacel comprendió que, en cierto modo, amaba la «tierra vacía» y amaba el hecho de encontrarse allí por su propia voluntad y ser tal vez el primer ser humano desde el comienzo de los siglos, que podía experimentar, con plena conciencia, lo que significaba desafiar al «desierto de los desiertos».
«Me siento capaz de vencerte — fue lo último que murmuró antes de quedar profundamente dormido—. Me siento capaz de vencerte y acabar de una vez con tu leyenda…» Pero ya dormido, una voz repitió en su cerebro machaconamente, «Huye de Tikdabra», hasta que de entre las sombras nació la figura de Laila que le acarició la frente, le dio de beber agua fresca del pozo más profundo y cantó a su oído como cantara aquella noche en que el «Ahal» de los solteros, cuando trazó sobre su mano extraños signos que sólo los de su pueblo sabían interpretar.
¡Laila!
¡Laila!
Se detuvo en su tarea de moler el mijo y alzó los inmensos ojos oscuros hacia el arrugado rostro de Suílem que señaló la cumbre del farallón que dominaba el «guelta».
— Soldados — fue todo lo que dijo.
Eran soldados, en efecto, y descendían desde todos los puntos con las armas listas, como si se dispusieran a atacar un peligroso enclave enemigo, en lugar de un mísero campamento nómada ocupado únicamente por mujeres, ancianos y niños.
Le bastó una ojeada para comprender la situación, y cuando se volvió al negro su voz no admitía réplica:
— ¡Escóndete! — ordenó—. Tu amo necesitará saber lo que ha ocurrido.
El viejo dudó un instante, pero obedeció en seguida, se deslizó entre las «jaimas» y «sheribas» y desapareció como tragado por el cañaveral de la diminuta laguna.
Laila llamó después a los hijos de su esposo y a las mujeres y sirvientes, tomó a su pequeño en brazos, y aguardó, altiva y firme, a que el hombre que parecía comandar al grupo de soldados se plantara ante ella.
— ¿Qué buscas en mi campamento? — inquirió, aunque de sobra lo sabía.
— A Gacel Sayah. ¿Lo conoces? — Es mi esposo. Pero no está aquí.
El sargento Malik contempló a su gusto a la hermosa targuí altiva y desafiante, sin velos que le cubrieran el rostro ni pesados mantos que ocultaran sus brazos, el nacimiento de sus pechos o sus fuertes piernas. Hacía años, desde que llegara al desierto, que no había tenido tan cerca a una mujer semejante y tuvo que hacer un gran esfuerzo para olvidar sus pensamientos y replicar sonriendo levemente:
— Ya sé que no está aquí. Está muy lejos. En Tikdabra.
Ella experimentó un estremecimiento al oír el nombre tan temido, pero logró disimularlo. Nadie debía decir jamás que en una ocasión vio a una targuí sentir miedo.
— Si sabes dónde está, ¿a qué has venido? — A protegeros… Tendréis que venir con nosotros, porque tu marido se ha convertido en un peligroso criminal y las autoridades temen que la muchedumbre, indignada, os ataque.
Laila estuvo a punto de soltar una carcajada ante la desfachatez del individuo, y señaló con un amplio gesto a su alrededor.
— ¿Muchedumbre? — repitió ¿Qué muchedumbre? No hay ni un alma en dos días de marcha en todas direcciones.
Malik-el-Haideri dejó escapar una sonrisa de conejo, feliz y divertido por primera vez en mucho tiempo:
— Las noticias vuelan en el desierto — dijo—. Tú lo sabes. Pronto acudirán y debemos evitar incidentes que podrían originar una guerra entre tribus… Vendréis con nosotros.
— ¿Y si nos negamos? — Vendréis igualmente. Por la fuerza. — Recorrió con la vista a los presentes—. ¿Están todos aquí…? — Ante la muda afirmación hizo un gesto con el brazo—. ¡Bien! En marcha entonces.
Laila señaló a su alrededor.
— Tenemos que levantar el campamento.
— El campamento seguirá aquí…
Mis hombres se quedarán esperando a tu marido.
Por primera vez Laila pareció perder la calma y su voz se alteró levemente, con un deje de súplica.
— ¡Pero es todo lo que tenemos!
Malik rió despectivo:
— No es mucho, desde luego… Pero adonde vais ni siquiera eso necesitaréis. — Hizo una pausa—. Comprende que no puedo andar por el desierto cargando mantas, alfombras y cacharros como un «majarrero». — Hizo una señal a uno de sus hombres—. Que se pongan en marcha. ¡Alí! ¡Quédate aquí con cuatro hombres, y ya sabes lo que tienes que hacer si el targuí aparece!
Quince minutos después, Laila se volvía a contemplar por última vez, allá abajo, en el fondo de la diminuta hondonada, el agua del «guelta», sus «jaimas» y «sheribas», el corral de las cabras, y el rincón, cerca del cañaveral, donde pastaban los camellos.
Aquello y un hombre, era cuanto había poseído en esta vida, aparte del hijo que llevaba en brazos, y le asaltó el temor de no volver a ver, ni a su hogar, ni a su esposo. Se volvió a Malik que se había detenido a su lado:
— ¿Qué es lo que pretendes realmente de nosotros? — quiso saber—. Nunca he visto que se utilice a mujeres, ancianos y niños en los enfrentamientos entre hombres… ¿Tan poca fuerza tiene tu Ejército que nos necesita en su lucha con Gacel? — El tiene a alguien que nosotros queremos — fue la respuesta—. Ahora tenemos algo que él quiere… Utilizamos sus métodos, y gracias puede dar porque no hemos degollado a nadie mientras duerme. Le ofreceremos un canje: un hombre por toda una familia.
— Si ese hombre era su huésped, no puede aceptar. Nuestra ley lo prohíbe.
— ¡Vuestra ley ya no existe!
— Malik-el-Haideri había tomado asiento sobre una piedra encendiendo un cigarrillo mientras la columna de soldados y cautivos iniciaba el descenso de la colina rocosa en procura de la planicie en que aguardaban los vehículos—. Vuestra ley, hecha por los tuareg para conveniencia y uso exclusivo de los tuareg, no tiene validez frente a las leyes nacionales.
— Lanzó una columna de humo a la cara de la mujer—. Tu marido no ha querido comprenderlo por las buenas, y ahora vamos a tener que explicárselo por las malas. No se puede hacer lo que él ha hecho amparándose en que su tradición se lo permite y el desierto es demasiado grande. Regresará algún día, y ese día tendrá que aceptar sus responsabilidades. Si desea ver en libertad a su mujer y sus hijos tendrá que entregarse para que se le juzgue.
— Nunca se entregará — sentenció Laila convencida.
— En ese caso, hazte a la idea de que nunca volverás a ser libre.
No respondió, dirigió una larga mirada al punto del cañaveral en que sabía que el negro Suílem estaba escondido, y luego, como si diera definitivamente la espalda a todo su pasado, giró sobre sí misma e inició el descenso en pos de su familia.
Malik-el-Haideri concluyó su cigarrillo mientras contemplaba, alterado, el suave balanceo de las caderas de la mujer, y por último, arrojando la colilla con gesto de fastidio, la siguió sin prisas.
Lo vio con la primera claridad del día, creyó que su vista le engañaba, pero a medida que se fue aproximando se convenció de que era «algo», no sabía qué, que destacaba apenas sobre la planicie sin un solo accidente.
El sol comenzaba a calentar y comprendió que había llegado el momento de detenerse y montar el campamento antes de que la camella, que cojeaba desde la medianoche, se tumbara definitivamente, pero la curiosidad pudo más que él, exigió a las bestias un nuevo esfuerzo y dejó por último que se detuvieran a un kilómetro de distancia.
Extendió la lona sobre los animales y el hombre que no era ya más que un peso muerto, se cercioró de que todo estaba en orden, y continuó a pie, sin prisas, esforzándose por tomárselo con calma y no derrochar sus escasas fuerzas, pese a que su deseo hubiera sido echar a correr y llegar cuanto antes.
A doscientos metros ya no le cupo duda: era una mancha blanca recortada contra la blanca llanura, el esqueleto, momificado y casi intacto gracias a la sequedad del ambiente, de un gran camello enjaezado.
Lo contempló de cerca. Sus enormes dientes mostraban la triste sonrisa de la muerte, sus ojos habían desaparecido de las cuencas, y algunos rotos de su piel mostraban el total vacío de su interior.
Se encontraba arrodillado, con el cuello extendido a lo largo de la arena, mirando hacia el punto por el que Gacel venía, es decir, mirando hacia el Nordeste, lo que significaba que había llegado del Sudoeste, porque los camellos, cuando morían de sed, buscaban siempre como última esperanza su punto de destino.
No supo si alegrarse o entristecerse. Era un esqueleto de mehari; algo que rompía la monotonía del paisaje que les había venido acompañando desde días atrás, pero si había ido a acabar allí, significaba que, a sus espaldas, no existía tampoco rastro alguno de agua.
La camella coja moriría pronto allí, a menos de un kilómetro de distancia llegando en sentido opuesto y quedaría momificada igualmente mirándose sin verse, marcando cada uno de los cadáveres la mitad del camino.
Muertos, habían unido el Norte con el Sur de la «tierra vacía» de Tikdabra, los límites de sus fuerzas de pobres bestias del desierto.
¿Qué esperanza le quedaba por tanto a él, que habría de continuar adelante con dos sombras de monturas agotadas y un hombre que se había entregado y al que únicamente él lograba, a duras penas, mantener con vida? No quiso responderse, porque conocía la respuesta, y prefirió preguntarse quién sería el dueño de aquel blanco mehari, y dónde habría ido a parar.
Estudió la piel y los trozos de calavera que quedaban al descubierto.
En cualquier parte del desierto hubiera sido capaz de calcular cuánto tiempo llevaba muerto el animal, pero allí, con semejante calor y sequedad, en una tierra en la que jamás había caído una gota de agua ni sobrevivía ningún ser viviente, lo mismo podía tratarse de tres años que de cien.
Era una momia, y Gacel no entendía mucho de momias.
Advirtió que el calor comenzaba a aplastarle, y regresó sobre sus pasos.
Agradeció la sombra, y estudió con detenimiento el rostro de Abdul-el-Kebir que jadeaba casi incapaz de respirar regularmente. Degolló a la camella y le dio de beber su sangre y los restos, casi putrefactos, del líquido de su estómago, apenas seis dedos del cazo de latón. Agradeció que continuara inconsciente, pues de otro modo nunca hubiera podido ingerir semejante inmundicia, y se preguntó, seriamente, si no podría matarle, teniendo en cuenta que no era un hombre acostumbrado a beber, como los tuareg, aguas a menudo casi corrompidas.
«Igual da que muera de esto que de sed — reflexionó—. Y si lo soporta, le ayudará a seguir adelante».
Se tumbó luego, dispuesto a dormir, pero en esta ocasión el sueño no acudió como siempre al instante llamado por la fatiga de la larga caminata.
Le obsesionaba el esqueleto del camello muerto, terriblemente solo allí, en el corazón de la llanura, y trataba de imaginar al loco targuí que había desafiado Tikdabra, saliendo de Gao o Tombuctú en busca de los oasis del Norte.
El mehari continuaba enjaezado, pero había perdido la montura y la carga en el camino, lo que significaba que su amo había muerto antes que él, que había continuado solo en busca de una salvación que nunca encontró. Tanto los beduinos como los tuareg libraban siempre de sus arneses a las bestias que iban a morir, aunque tan sólo fuera como muestra de agradecimiento y respeto por los servicios prestados.
Si el dueño de éste no lo había hecho era, sin duda, porque no había podido hacerlo.
Probablemente esa noche, o al día siguiente, encontraría su cadáver en la llanura, y probablemente también las cuencas de sus ojos mirarían al Nordeste, a la búsqueda del fin de aquella planicie interminable.
Pero no fue un cadáver, sino cientos. Tropezó con ellos en la oscuridad; distinguió sus formas en la penumbra bajo la fantasmagórica luz de la luna creciente, y el nuevo día le sorprendió rodeado por ellos, infinidad de hombres y de bestias desparramados a su alrededor hasta perderse de vista en la distancia y en ese momento, Gacel Sayah, «inmouchar» del Kel-Talgimus conocido entre los suyos por el sobrenombre de «el Cazador», comprendió que era el primer ser humano que encontraba los restos de «La Gran Caravana».
Jirones de tela cubrían a medias los cuerpos de guías y conductores, aferrados muchos de ellos a sus armas o a sus «gerbas» vacías, y los camellos mostraban sobre sus jorobas monturas tuareg descoloridas por el sol, arreos de plata y cobre y grandes fardos de mercancías reventados por el tiempo, que habían derramado sobre la dura arena su preciado contenido.
Colmillos de elefante, estatuillas de ébano, sedas que se deshacían al tocarse, monedas de oro y plata, y probablemente, en la bolsa de los más ricos mercaderes, diamantes del tamaño de garbanzos. Allí estaba «La Gran Caravana» de la leyenda; el viejo sueño de todos los soñadores del desierto; mil y una riquezas, que ni siquiera Sherezade hubiera osado nunca imaginar.
Allí estaba, pero no experimentó alegría alguna al verla, sino tan sólo un profundo desasosiego; una invencible angustia, pues contemplar las momias de aquellos pobres seres y observar la expresión de terror y sufrimiento de sus rostros era tanto como contemplarse a sí mismo dentro de diez o veinte años; tal vez dentro de cien, mil o un millón de años, con la piel convertida en pergamino, los ojos vacíos mirando hacia la nada, y la boca abierta por el último gemido en procura del agua.
Y lloró por ellos. Por primera vez desde que tenía memoria, Gacel Sayah lloró por alguien, y aunque comprendió que resulta estúpido y absurdo llorar por quienes habían muerto tantos años atrás, verlos allí, ante él, y comprender la magnitud de la desesperación de sus últimos momentos, resquebrajó su entereza.
Montó su campamento en medio de los muertos, y se sentó a mirarlos, preguntándose cuál de ellos sería Gacel, su tío, el mítico guerrero buscador de aventuras, contratado para proteger la caravana de los ataques de bandidos y salteadores, y que no pudo protegerla de su auténtico enemigo: el desierto.
Pasó el día despierto haciendo compañía a los difuntos; la primera compañía que tuvieron desde que les alcanzó la muerte en el camino, y pidió a sus espíritus, que tal vez vagaran eternamente por aquellos contornos, que le ayudaran a escapar de tan trágico destino, mostrándole la ruta que no supieron encontrar en vida.
Y los muertos le hablaron con sus bocas sin lengua, sus cuencas vacías y sus huesudas manos clavadas en la arena. No supieron decirle el camino correcto, pero la larga, inacabable hilera de momias que se perdía de vista al Sudoeste, le gritó que el rumbo que él seguía, el que ellos habían traído, era incorrecto, y no conducía más que a días y días de soledad y sed sin retorno posible.
Le quedaba por tanto una sola esperanza, desviarse hacia el Este, derivando luego hacia el Sur, y confiar en que, al menos en aquella dirección, los límites de la «tierra vacía» se encontraran más cerca.
Gacel conocía bien a los guías tuareg y le constaba que cuando uno de ellos equivocaba el rumbo, persistía en su error hasta sus últimas consecuencias, porque ese error significaba haber perdido por completo la noción del espacio, las distancias y el punto en que se encontraba, y ya no le quedaba otra solución que buscar la salvación en continuar adelante y confiar en que su instinto le guiara hasta el agua. Los guías tuareg odiaban cambiar de ruta si no estaban plenamente convencidos de que sabían hacia dónde se dirigían, pues, por tradición sabían, desde siglos atrás, que nada hay peor en el desierto, y nada agota y desmoraliza más a los hombres, que vagar de un lado a otro sin destino concreto. Por ello, sin duda, el guía de la «Gran Caravana», cuando por alguna circunstancia que nunca conocería nadie, se descubrió de pronto inmerso en el desconocido universo de «la tierra vacía», debió optar por seguir su rumbo, confiando en que Alá hiciera el camino mucho más corto de lo que era en realidad.
Y ahora estaba allí, seco al sol, enseñando a Gacel una lección que Gacel aceptaba.
Cayó la tarde, y cuando ese sol dejó de calcinar con rabia la llanura, abandonó la sombra de su refugio y llenó su bolsa de pesadas monedas de oro y gruesos diamantes.
Ni por un momento experimentó la sensación de estar despojando a los difuntos de sus pertenencias. Según la ley no escrita del desierto, todo cuanto allí había pertenecía a quien lo encontrara, pues las almas que hubieran entrado en el Paraíso hallarían en él todas las riquezas deseadas y los que, por su maldad, permanecían fuera, poco derecho tenían a que sus espíritus malditos vagaran por toda la eternidad con las bolsas repletas.
Luego, dividió el agua que quedaba entre Abdul, que ni siquiera abrió los ojos para agradecérselo, y la más joven de las camellas; la única que aún se sostendría un par de días en pie. Se bebió la sangre del último animal, y atando al anciano a la montura, reemprendió la marcha abandonando incluso la tela que les proporcionaba sombra, un peso inútil ya, pues había tomado clara conciencia de que no volverían a detenerse, ni de día ni de noche, y su única posibilidad de salvación se centraba en que, tanto el animal como él mismo, fueran capaces de caminar sin descanso hasta salir de aquel infierno.
Rezó sus oraciones, pidió por él, por Abdul y por los muertos, lanzó una última mirada al ejército de momias, rectificó su rumbo, y emprendió la marcha conduciendo del ronzal a la camella que le siguió sin un bramido de protesta, convencida de que tan sólo una confianza ciega en el hombre que avanzaba ante ella, podía salvarla.
Gacel no supo si fue aquélla la noche más corta o más larga de su vida, pues sus piernas se movían como las de un autómata, y su sobrehumana fuerza de voluntad le convirtió una vez más en piedra; pero en esta ocasión era una de aquellas «piedras viajeras» del desierto; pesadas rocas que misteriosamente se trasladaban por las planicies dejando tras ellas un ancho surco, sin que nadie hubiera sido capaz de precisar si las arrastraban las fuerzas magnéticas, los espíritus de los condenados a la Eternidad o el simple capricho de Alá.
El cabo Abdel Osmán abrió los ojos y, de inmediato, maldijo su suerte. El sol se había alzado ya una cuarta en el horizonte y calentaba la tierra, o mejor dicho, la arena blanca y dura, casi petrificada, de la llanura; aquella llanura torturante en cuyos límites llevaban seis días acampados, sufriendo el calor más insoportable que recordaba de sus trece años de servicio en el desierto.
Se volvió a medias, ladeando apenas el rostro, y observó al gordo Kader que aún dormía resoplando agitado, como si, inconscientemente, luchara por continuar en el mundo de los sueños, negándose a volver a la puerca realidad que les rodeaba.
Las órdenes habían sido tajantes:
«Quedarse en aquel punto y vigilar la „tierra vacía“ hasta que vinieran a buscarles. Podía ser mañana, dentro de un mes o dentro de un año, pero si se movían, los fusilaban».
Había un pozo cerca: agua sucia y maloliente que producía diarrea, y caza donde acaba la «tierra vacía» y nace la altiplanicie de la «hamada», con sus pedruscos, sus matojos, y sus viejos cauces de ríos que miles de años atrás debieron correr impetuosos hacia el lejano Níger o el lejanísimo Chad. Un buen soldado, y se suponía que ellos lo eran, tenía la obligación de sobrevivir en semejantes circunstancias, resistiendo el tiempo que fuera necesario.
Que acababan por volverse locos en semejante soledad y bajo aquel calor inaguantable, era ya algo que no entraba en los cálculos de quienes habían impartido la orden, y que a buen seguro, jamás habían conocido, ni de lejos, el Sáhara.
Una gota de sudor, la primera del día, le corrió por el grueso mostacho y se deslizó cuello abajo, hacia el velludo pecho. Se irguió de mala gana quedando sentado sobre la sucia manta, y entrecerró los ojos recorriendo con la vista, de forma mecánica, la blanca planicie.
Súbitamente el corazón le dio un vuelco, alcanzó los prismáticos y los fijó en un punto casi directamente frente a él. Luego, llamó impaciente:
— ¡Kader…! ¡Kader…! ¡Despierta, maldito hijo de perra!
El gordo Mohamed Kader abrió los ojos con desgana y sin sentirse ofendido, pues años de convivencia le había acostumbrado al hecho de que el cabo no podía pronunciar su nombre sin incluir un cariñoso insulto.
— ¿Qué coño pasa…? — Mira y dime qué puede ser aquello…
Le tendió los prismáticos, y, apoyado sobre un codo como se encontraba, Kader los fijó en el lugar que el otro le indicaba. Sin alterarse replicó suavemente:
— Un hombre y un camello.
— ¿Estás seguro? — Seguro.
— ¿Muertos? — Eso parece…
El cabo Abdel Osmán se había puesto en pie y, trepando a la parte trasera del jeep, se recostó contra la ametralladora y fijó de nuevo los prismáticos procurando que el pulso no le temblara.
— Tienes razón… — admitió al fin—.
Un hombre y un camello… — Hizo una pausa en la que buscó a su alrededor—.
El otro no está.
— No me extraña… — puntualizó el gordo que había comenzado a recoger calmosamente las mantas sobre las que habían dormido y el pequeño hornillo que les servía para calentar el té y preparar la comida—. Lo extraño es que «ése» haya logrado llegar hasta aquí.
Osmán le miró z con fijeza y un cierto aire de duda:
— ¿Y ahora qué hacemos? — Ir a buscarlo, digo yo…
— Ese targuí es peligroso. Jodidamente peligroso.
Kader, que había concluido de guardarlo todo en el vehículo, indicó con un gesto la ametralladora en la que el otro se encontraba apoyado.
— Tú apuntas y yo conduzco. Al menor movimiento lo achicharras.
Dudó un instante pero acabó asintiendo convencido.
— Siempre será mejor que quedarnos esperando… Si está realmente muerto, hoy mismo podemos largarnos. ¡Vamos!
Amartilló el arma y el obeso y sudoroso Mohamed Kader puso el jeep en marcha y arrancó despacio, girando el volante para enfilar directamente hacia el lugar en que se distinguían los dos cuerpos.
A trescientos metros se detuvo, observó atentamente y tomó los prismáticos mientras el cabo no perdía al yacente de su punto de mira.
— Es el targuí, no cabe duda.
— ¿Está muerto? — Con tanta ropa no puedo saber si respira o no. El camello sí está muerto. Ha comenzado a hincharse…
— ¿Le disparo a ese cerdo…? Mohamed Kader negó. El cabo era su superior en rango, pero resultaba claro que él era el más inteligente de los dos, aparte de que su calma, su sangre fría, o su pachorra, eran famosas en el Regimiento.
— Sería mejor cogerle vivo. Podría decirnos qué fue de Abdul-el-Kebir… Al comandante le gustaría eso…
— Tal vez nos ascienda.
— Tal vez… — admitió de mala gana el gordo, que no tenía ningún interés en ser ascendido y que sus obligaciones aumentaran—. O tal vez nos concedan un mes de permiso en El-Akab.
El cabo pareció tomar una determinación.
— Bien… ¡Acércate más!
A cincuenta metros pudieron advertir que no se distinguía ningún arma junto al cuerpo del targuí, y que sus manos aparecían abiertas, separadas y perfectamente visibles, pues había caído a unos diez metros del camello como si hubiera intentado seguir su camino cuando las fuerzas le abandonaron por completo.
Al fin se detuvieron a menos de siete metros mientras la ametralladora le apuntaba directamente al pecho, con lo que, al menor movimiento, le hubieran acribillado. Mohamed Kader saltó del asiento, tomó su metralleta y, dando un rodeo por detrás del camello para no situarse en la línea de tiro del cabo Osmán, se aproximó al targuí cuyo turbante aparecía levemente ladeado, casi caído sobre el sucio velo.
El gordo clavó el cañón de su arma en el estómago del yacente, que ni se movió, ni emitió sonido alguno. Le golpeó luego con la culata, y concluyó por inclinarse sobre él escuchando los latidos de su corazón.
Desde su puesto, tras la ametralladora, el cabo se impacientó:
— ¿Qué ocurre…? ¿Está vivo o muerto? — Más muerto que vivo… Apenas respira y está completamente deshidratado. Si no le damos agua no aguantará ni seis horas.
— ¡Regístralo…!
Lo hizo minuciosamente, — No tiene armas — aseguró, y luego se interrumpió mientras abría una bolsa de cuero y desparramaba sobre la dura arena una catarata de monedas y diamantes—. ¡Joder…! — exclamó.
El cabo Abdel Osmán saltó del vehículo, en dos zancadas se colocó junto a su compañero, y extendió la mano hacia las monedas y el puñado de gruesas piedras que rodaban por el suelo.
— ¿Qué es esto…? ¡El hijo de puta es rico…! ¡Puñeteramente rico…! El gordo Mohamed Kader dejó a un lado su arma y recogió todo guardándolo de nuevo en la bolsa. Sin alzar el rostro, señaló:
— Sí. Pero eso únicamente él lo sabe… — Hizo una pausa—. Y ahora nosotros.
— ¿Qué quieres decir? Lo miró de frente.
— ¡No seas estúpido! Si lo devolvemos vivo, nos darán un mes de permiso, pero en cuanto se recupere reclamará su dinero y el comandante tardará un minuto en averiguar quién lo tiene.
— Hizo una pausa—. ¿Pero qué pasaría si hubiéramos tardado tan sólo unas horas más en encontrar el cadáver…? — ¿Serías capaz de dejar morir así a un tipo? — Le estamos haciendo un favor — le hizo notar—. ¿Qué crees que va a ocurrir cuando le pongan la mano encima después de todo lo que ha hecho? Lo apalearán, se las harán pasar putas, y acabarán ahorcándolo. ¿O no? — Eso no es cosa mía. Yo cumplo con mi deber — extendió la mano y apartó el velo que cubría el rostro del hombre inconsciente—. ¡Mírale a la cara! ¿Vas a asesinarle…? Aun sin desearlo, el gordo Mohamed Kader observó el rostro cubierto de costras, macilento y arrugado, que una hirsuta barba blanca envejecía notablemente. Quiso apartar de inmediato la vista, pero algo llamó su atención y súbitamente exclamó:
— ¡Este tipo no puede ser el targuí…! ¡Este es Abdul-el-Kebir…!
Como si ese descubrimiento le hubiera advertido del peligro echó mano a su arma, pero en ese mismo instante sonaron dos disparos, únicamente dos, y el cabo Abdel Osmán y el soldado Mohamed Kader dieron un salto en el aire como si hubieran sido empujados violentamente por una mano invisible y cayeron de bruces, el primero sobre el cuerpo de Abdul-el-Kebir y el segundo de cara a la arena.
Pasaron unos segundos en los que todo fue quietud. El cabo ladeó pesadamente la cabeza, descubrió el rostro de su compañero con un agujero en la frente y experimentó un profundo dolor en el pecho y en la boca del estómago pero aun así, hizo un esfuerzo y consiguió girarse, cara al cielo, para erguirse trabajosamente y buscar a su alrededor al autor de los disparos.
No distinguió a nadie. La llanura continuaba tan infinita como siempre, tan desolada y firme, sin ofrecer escondite alguno a un francotirador, pero ante sus ojos, cuya visión comenzaba a emborronarse lentamente, hizo su aparición, semidesnudo y cubierto de sangre, como un ser de otro mundo que sujetaba firmemente un arma en la mano la alta figura de un hombre delgado y fuerte que parecía nacer del hinchado vientre de la camella muerta.
Cruzó a su lado tras dirigirle una corta mirada por la que pareció comprobar que no ofrecía peligro, empujó con el pie, alejándola, la metralleta del gordo, y se encaminó rápidamente al jeep, en el que buscó ansioso hasta encontrar una cantimplora de agua de la que bebió largamente sin apartar por ello la vista del herido.
Bebió y bebió permitiendo que el líquido escurriese por su garganta y su pecho, atragantándose y tosiendo, pero volviendo a beber de nuevo como si no lo hubiera hecho en años, y al fin, cuando hubo consumido hasta la última gota, soltó un sonoro eructo y se apoyó un instante en la rueda de repuesto para recobrar el aliento tras el tremendo esfuerzo.
Tomó luego otra cantimplora, se aproximó al cuerpo de Abdul-el-Kebir, le alzó la cabeza y le hizo tragar como buenamente pudo, aunque era más el agua que se desperdiciaba que la que descendía garganta abajo.
Por último le remojó la cara y se volvió al herido:
— ¿Quieres agua…? El cabo Osmán asintió con un gesto. El targuí se aproximó, le tomó por los hombros, lo arrastró hasta apoyarle a la sombra del vehículo, y le ofreció la cantimplora ayudándole a beber. Observó la herida del pecho por la que manaba la sangre a borbotones y agitó la cabeza.
— Creo que vas a morirte… — dijo—.
Necesitas un médico y no hay ninguno cerca.
Osmán asintió con un gesto y, pesadamente, inquirió:
— Tú eres Gacel, ¿verdad? Debí recordarlo, y recordar ese viejo truco de cazador. Pero las ropas, el turbante y el velo me confundieron.
— Esa era mi intención.
— ¿Cómo supiste que vendríamos? — Os descubrí con la primera claridad y tuve tiempo de prepararlo todo.
— ¿Mataste al camello? — Hubiera muerto de cualquier modo.
El cabo tosió dejando escapar un hilillo de sangre por la comisura de los labios y cerró un momento los ojos con un gesto de profundo dolor y desaliento. Cuando los abrió de nuevo hizo un ademán hacia la bolsa que continuaba junto al cadáver del gordo.
— ¿Encontraste «La Gran Caravana»? Asintió con un gesto y señaló a sus espaldas.
— Está allí; a tres días de distancia.
El otro agitó la cabeza como si le costara trabajo admitirlo o le maravillase el hecho de que fuera cierta su existencia. Al fin cerró los ojos y respiró con dificultad. No dijo nada más, y diez minutos después estaba muerto.
Gacel permaneció inmóvil, acuclillado ante él, respetuoso con su agonía, y tan sólo cuando advirtió que había inclinado definitivamente la cabeza sobre el pecho, se puso en pie y arrastró, empleando sus últimas fuerzas, el cuerpo de Abdul-el-Kebir, hasta la parte trasera del vehículo.
Descansó un rato porque el esfuerzo había sido excesivo, despojó luego al inconsciente Abdul de sus ropas, su velo y su turbante, y se vistió.
Cuando hubo concluido, se sentía agotado. Bebió de nuevo, y se tumbó a la sombra del jeep, junto al cuerpo del cabo Osmán. Al instante dormía.
Le despertó, tres horas más tarde, el aletear de los primeros buitres.
Algunos habían penetrado ya en las entrañas de la bestia muerta, y otros comenzaban a aproximarse, tímidamente, al cadáver del soldado.
Miró al cielo. Las aves de rapiña eran ya docenas, pues se encontraban al borde mismo de la «tierra vacía», y se pensaría que aparecían de pronto como por arte de magia, surgiendo de entre los matojos y los arbustos de la cercana «hamada».
Le preocuparon. Un círculo de buitres en el aire resultaba visible desde muchos kilómetros a la redonda, e ignoraba a qué distancia debía encontrarse la siguiente patrulla.
Estudió la arena. Era dura y aunque hubiera picos y palas en el vehículo, no se sentía capaz de cavar una fosa en la que cupieran los dos hombres y la camella. Escrutó más tarde el rostro de Abdul que respiraba mejor, pero parecía lejos aún de recobrar el conocimiento. Le dio agua nuevamente y comprobó que había dos bidones rebosantes, así como otro de gasolina y abundante comida. Meditó un largo rato; sabía que tenían que marcharse de allí cuanto antes, pero no tenía idea de cómo hacer funcionar el jeep, que en sus manos no era más que un montón de chatarra inútil.
Trató de recordar. El teniente Razmán manejaba un vehículo idéntico, y le había llamado la atención cómo giraba a un lado y otro el volante, y cómo empujaba los pedales del suelo y movía constante la larga palanca coronada de una bola negra situada a su derecha.
Se acomodó en el asiento del conductor, e imitó cada uno de los movimientos del teniente, girando el volante, apretando con fuerza todos y cada uno de los pedales, del freno, del embrague o del acelerador, y tratando de llevar de un lado a otro la bola negra, pero el motor seguía mudo.
Ni un sonido llegaba hasta él, y comprendió que todos aquellos gestos servían para conducir, pero que antes debía conseguir que el motor arrancara.
Se inclinó, y estudió con detenimiento las pequeñas palancas, llaves, botones e indicadores del panel de mando. Hizo sonar el claxon, lo que asustó a los buitres, consiguió que se mojara de agua el parabrisas y que inmediatamente ese agua fuera esparcida a un lado y otro por dos brazos oscilantes, pero continuó sin escuchar el ansiado rugido del motor.
Por último vio una llave dentro de una cerradura. La quitó, no pasó nada y volvió a introducirla con idéntico resultado. Probó a hacerla girar y el monstruo mecánico se animó, tosió por tres veces, se estremeció de punta a punta y guardó otra vez silencio.
Sus ojos se animaron al comprender que se encontraba en el buen camino.
Hizo girar la llave con una mano mientras que con la otra agitaba el volante como un enloquecido y el resultado fue idéntico: toses, estremecimiento y silencio.
Probó con la llave y la palanca al mismo tiempo. Nada.
La llave y el pedal. Nada.
La llave y el pedal de la derecha, y el motor chilló superacelerado, pero se mantuvo así, y cuando, muy despacio, fue aflojando la presión del pie, comprobó, satisfecho, que quedaba en marcha, runruneando mansamente.
Continuó haciendo pruebas con el freno, el embrague, el acelerador, la palanca del freno de mano, los interruptores de las luces y el cambio de marchas y cuando ya desesperaba, consiguió que el vehículo diera un salto hacia delante, las ruedas traseras pasaran por encima del cabo Osmán y se detuviera tres metros más allá.
Los buitres aletearon malhumorados.
Recomenzó el proceso y avanzó otros dos metros. Lo intentó hasta la caída de la tarde, y cuando decidió dejarlo no más de cien metros le separaban de los buitres y los muertos.
Comió y bebió, hizo una sopa con galletas, agua y miel, consiguió que Abdul-el-Kebir la tragase y apenas cayó la noche, se acurrucó sobre una de las mantas, en el suelo, y se quedó profundamente dormido.
Esta vez no fueron los buitres, sino los gruñidos de las hienas y chacales que se disputaban la carroña, lo que le despertó cerca ya de la madrugada, y durante largos minutos escuchó las peleas, el quebrarse de los huesos bajo la presión de las fuertes mandíbulas, y el desgarrarse de la carne arrancada de cuajo.
Gacel odiaba a las hienas. Aborrecía a los buitres y los chacales, pero por las hienas en particular sentía una aversión incontrolable desde que, siendo apenas un muchacho, casi un niño, descubriera una mañana que habían devorado a un cabritillo recién nacido y a su madre. Eran bestias repelentes y hediondas; cojitrancas, cobardes, traicioneras, sucias y crueles, que, si se reunían en número suficiente eran capaces incluso de atacar a un hombre desarmado. Por qué las había puesto Alá sobre la tierra era una de las preguntas que se hacía a menudo, y para la que jamás había encontrado respuesta.
Se aproximó a Abdul que dormía profundamente respirando ahora con normalidad. Le dio de beber una vez más, y se sentó después a esperar el día, meditando en el hecho de que él, Gacel Sayah, pasaría a la historia del desierto — y a su leyenda como el primer hombre que había vencido a la «tierra vacía» de Tikdabra.
Y quizá, también, algún día, se supiera que fue quien encontró al fin a «La Gran Caravana».
¡«La Gran Caravana»! Hubiera bastado con que sus guías se desviaran ligeramente al Sur para salvarse, pero Alá no lo había querido así y nadie más que El podía saber a causa de qué terribles pecados había castigado a sus miembros con tan espantoso destino. El repartía la vida y la muerte, y lo único que cabía era aceptarlo mansamente y agradecer que en esta ocasión se hubiera mostrado benévolo con él permitiéndole salvarse y salvar a su huésped.
«¡Insh.Allah!» Ahora se suponía que se encontraba en otro país, fuera ya de peligro, pero los soldados continuaban siendo sus enemigos y la persecución no parecía haber concluido.
Y no existía modo alguno de escapar. El último camello estaba siendo devorado por las bestias carroñeras, y Abdul-el-Kebir tardaría días en poder dar un paso. Únicamente aquel pedazo de metal inanimado podía alejarles del peligro, y experimentó una profunda sensación de rabia ante su impotencia y su ignorancia.
Simples soldados, el más sucio beduino, e incluso un negro «akli» liberado, que hubiese permanecido unos meses junto a los franceses, se encontraban en capacidad de hacer avanzar un vehículo mucho mayor que aquél, un pesado camión cargado de cemento, pero él, Gacel Sayah, «inmouchar» reconocido por su inteligencia, su valor y su astucia, era, sin embargo, como el más estúpido de los niños frente a la complejidad de la tortuosa máquina indescifrable. Los objetos habían sido siempre sus enemigos, los aborrecía y su vida de nómada se había reducido a no más de dos docenas de los más imprescindibles, pero aun así, los rechazaba instintivamente y para él, como hombre libre y cazador solitario, le bastaba con sus armas, la «gerba» del agua, y los arneses de su montura. Los días transcurridos en El-Akab a la espera del momento propicio para apoderarse del gobernador Ben-Koufra, le habían enfrentado de improviso con un universo desconcertante en el que auténticos tuaregs, antaño tan austeros como él, parecían haberse enviciado con las «cosas», cosas que nunca conocieron ni necesitaron con anterioridad, pero que ahora se dirían tan imprescindibles para ellos como el agua, o el aire que respiraban.
Y el automóvil, el sentirse transportados de un lado a otro sin razón aparente, se había convertido, por lo que pudo advertir, en la más acuciante de tales necesidades, sin que a los jóvenes nómadas les satisficieran ya, como a sus padres, las larguísimas caminatas de días y semanas a través de la llanura sin prisa y sin ansia, conscientes de que su punto de destino estaba allí, al final del sendero, y allí seguiría por los siglos de los siglos por lento que fuera su paso.
Ahora, por extrañas ironías del destino, él, Gacel, que tanto odiaba y despreciaba a los objetos, y que tanta repulsión experimentaba ante toda clase de vehículos mecánicos, se encontraba allí, tumbado al pie de uno de ellos del que dependía su vida y la de su huésped, y se maldecía a sí mismo por su ignorancia, y por no sentirse capaz de obligarle, a patadas, a correr por la llanura hacia una libertad que tenía al alcance de la mano.
Amaneció. Ahuyentó a hienas y chacales, pero los buitres continuaron acudiendo por docenas, infestando el cielo con sus giros de muerte, desgarrando con sus fuertes picos la carne de dos hombres y una bestia que veinticuatro horas antes aún rebosaban de vida, y graznándole al mundo que allí, al borde de la «hamada», en el límite mismo de la «tierra vacía» de Tikdabra, el ser humano había desencadenado, una vez más, una tragedia.
— En ese mismo camastro en el que estás sentada, y aproximadamente a esta misma hora, cuando todos dormían, tu marido degolló a mi capitán, y comenzó a complicarse la vida aún más de lo que la tenía.
Laila hizo un gesto instintivo para levantarse del camastro, pero el sargento Malik-el-Haideri colocó con fuerza la mano sobre su hombro y la obligó a permanecer en el sitio.
— No te he dado permiso para moverte — puntualizó—. Y tienes que ir acostumbrándote a la idea de que en Adoras, y hasta que envíen a un nuevo oficial, nada se mueve sin mi permiso.
Atravesó la estancia, tomó asiento en la vieja mecedora en la que el difunto Kaleb-el-Fasi pasaba horas leyendo y balanceándose y se impulsó, despacio, sin apartar la vista de la muchacha.
— Eres muy bonita… — dijo al fin con la voz un poco ronca—. La targuí más bonita que he visto nunca…
¿Cuántos años tienes? — No lo sé. Y no soy targuí. Soy «akli».
— ¿«Akli»…? ¡Hija de esclavos! — exclamó—. ¡Vaya…! Ese targuí debe estar loco por ti para convertir a una esclava en su esposa. No me extraña… Tienes aspecto de ser buena en la cama. ¿Eres buena en la cama? No obtuvo respuesta y se diría que no la esperaba. Buscó un cigarrillo en el bolsillo superior de su camisa, lo prendió con el encendedor que había pertenecido al capitán, y fumó despacio complaciéndose en el humo y en la visión de la muchacha que le contemplaba a su vez, erguida y desafiante.
— ¿Sabes cuánto tiempo hace que no veo a una mujer desnuda? — inquirió sonriendo con amargura—. No; no puedes saberlo, porque ni siquiera yo mismo lo recuerdo a estas alturas.
— Hizo un ademán con la cabeza hacia un viejo calendario que colgaba sobre la cama—. Esa puta gorda, que ya debe tener cien años, es todo cuanto he tenido en este tiempo y he pasado horas mirándola, masturbándome y soñando en el día en que encontrara una mujer de verdad. — Buscó un sucio pañuelo y se enjugó el sudor que corría libremente por su cuello—. Y ahora estás aquí, como en mis sueños; mejor y más joven aún que en mis sueños… — Hizo una pausa y por último, suavemente sin alzar el tono de voz pero con firmeza, añadió—: Desnúdate.
Laila permaneció inmóvil, como si no le hubiera oído y tan sólo un leve destello de temor brilló en el fondo de sus inmensos ojos negros mientras sus dedos se crispaban levemente sobre la áspera y sucia tela del jergón.
Malik-el-Haideri aguardó unos instantes, concluyó su cigarrillo, lo depositó con cuidado en el suelo, bajo la mecedora, y dejó que ésta lo aplastara en su vaivén. Alzó de nuevo el rostro y la miró con fijeza.
— ¡Escucha…! — señaló—. Hay dos formas de llevar estos asuntos adelante: Por las buenas, o por las malas.