– ¿Qué puedo hacer por usted, Billy? -preguntó el agente.

– Ayudamos con el equipaje. Yo no me quedo aquí ni una noche más. Ya estoy harto.

– Billy, la culpa no es de Frank -dijo Nor, tratando de apaciguarle.

– Al paso que vamos, este juicio no se va a celebrar nunca. ¿Y yo tengo que pudrirme el resto de mi vida en esta casa? Frank, deje que le explique una cosa. La semana pasada, cumplí treinta años. En el mundo de la música eso es ser viejo, sabe. Ni más ni menos. Los que triunfan ahora empiezan a los diecisiete años, incluso antes.

– Cálmate, Billy -le imploró Nor.

– No puedo, mamá. Marissa está creciendo sin nosotros. Y está empezando a odiarme. Cada vez que hablo con Denise me dice lo preocupada que está por Rissa, y tiene toda la razón. Voy a correr el riesgo. Si me sucede algo, al menos será porque estoy viviendo mi vida.

– Escuche, BilIy -le interrumpió el agente-. Sé lo frustrante que debe de ser para usted y para su madre. No es el primero que pasa por una situación así. Pero es que el peligro que corre es real. Tenemos manera de averiguar las cosas. No había motivos para decírselo antes, pero los están buscando a usted y a su madre desde enero. Y en vista de que sus matones no tenían éxito, los hermanos Badgett decidieron contratar a un asesino a sueldo.

Nor palideció al instante.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Tres meses. Sabemos quién es, y nuestros hombres lo están buscando. Bien, ¿todavía quiere que les ayude a hacer la maleta?

Billy se desinfló.

– Supongo que no. -Se acercó al piano-. Tendré que seguir escribiendo canciones para que las pueda cantar otro.

El agente saludó con la cabeza a Nor y salió de la habitación. Momentos después, Nor se aproximó a BiIly y le puso las manos en los hombros.

– Esto no puede durar siempre, hijo.

– Pero es un infierno.

– Estoy de acuerdo.

Lo mismo digo, pensó Sterling. Pero ¿ qué podría hacer yo? A medida que sabía más cosas, menos capaz se sentía de hallar una solución.

Miró a Nor ya Billy y salió. Estoy habituado a la altitud en el cielo, pero no en Colorado, pensó, notando que se le iba un poco la cabeza.

Es duro creer que Nor y Billy todavía estén aquí para diciembre. Su estado emocional para cuando llegue esa fecha no podrá ser peor. ¿Adónde ir? ¿Qué puedo hacer? Todo gira alrededor de ese juicio. Quizá debería ir a ver al abogado de los Badgett. Después de todo, él es quien vio salir a BiIly y Nor del despacho de Junior.

Será un descanso dejar este calor, decidió Sterling mientras cerraba los ojos. El verano siempre fue la estación que menos me gustaba.

Una vez más se dirigió mentalmente al Consejo Celestial. ¿Podría ser trasladado a donde se encuentra Charlie Santoli, y podría ser a primeros de diciembre? Amén, añadió.


– Deberíamos haber colocado las luces hace al menos una semana -comentó Marge mientras desenrollaba otra tira de bombillas y se las pasaba a Charlie, que estaba subido a una escalera por la parte exterior de la ventana de la sala de estar.

– He tenido demasiado trabajo, Marge. No me ha sido posible. -Charlie consiguió pasar la tira por encima del árbol, que desde el año anterior había crecido considerablemente-. ¿Sabes?, hay gente que cobra por hacer esto. Tienen escaleras más altas, son más jóvenes, más fuertes, y además lo harían mejor.

– Ya, pero entonces no sería tan divertido, Charlie. Hace cuarenta años que decoramos el árbol navideño juntos. Llegará el día en que ya no podrás, y entonces desearás poder hacerlo. Tienes que reconocer que te encanta este ritual.

Charlie sonrió de mala gana:

– Si tú lo dices…

Sterling estaba observando a la pareja. Él lo está pasando bien, pensó. Le gusta estar en familia.

Una hora más tarde, helados de frío pero satisfechos, Marge y Charlie entraron en la casa, se quitaron las chaquetas y los guantes y fueron como autómatas a la cocina en busca de un té. Una vez con la tetera y unas galletas recién horneadas ante ellos, Marge soltó la bomba:

– Quiero que dejes de trabajar para los hermanos Badgett, y quiero que renuncies mañana mismo.

– ¿Te has vuelto loca, Marge? No puedo hacer eso.

– Claro que puedes. No somos ricos, ya lo sé, pero tenemos suficiente para ir tirando. Si no quieres jubilarte todavía, abre otra vez tu bufete y dedícate a hacer testamentos y ventas de casas. No estoy dispuesta a que firmes tu sentencia de muerte trabajando un solo día más para esos dos.

– Tú no lo entiendes, Marge; no puedo renunciar -dijo Charlie. Estaba desesperado.

– ¿Por qué? Si te diera un infarto se buscarían otro abogado, ¿no?

– No se trata de eso, Marge. Es que… mira, dejémoslo.

Marge se levantó, apoyando ambas manos con firmeza sobre la mesa.

– Es que… ¿qué? -preguntó levantando la voz-. Charlie, dime la verdad. ¿Qué es lo que pasa?

Y Charlie, primero con mucho tiento, luego precipitadamente, confesó a su mujer que con los años se había dejado convencer por los Badgett para hacer amenazas a quienes ellos consideraban sus enemigos. Vio que la expresión de Marge pasaba de la sorpresa a la honda preocupación al darse cuenta de que su marido había sufrido una tortura emocional durante muchos años.

– Ese juicio que he conseguido ir aplazando tiene que ver con el incendio en el almacén de Syosset el año pasado. Los cantantes que habían sido contratados para la fiesta del cumpleaños de Heddy- Anna oyeron a Junior dar la orden de que le pegaran fuego. La gente cree que los cantantes están trabajando en Europa, pero de hecho están bajo custodia preventiva.

Ah, conque eso es lo que se decía de Nor y de Billy, pensó Sterling.

– ¿Por qué quieres aplazar el juicio?

– Hemos sobornado a expertos que jurarán que el incendio fue causado por un cortocircuito.

Hans Kramer, el dueño del almacén, desapareció del mapa, pero los Badgett descubrieron el mes pasado que él y su mujer están viviendo en Suiza.

Tienen familia allí, y después de lo que pasó, Kramer no quiere saber nada más de los hermanos.

– No me has contestado, Charlie.

– Mira, Marge, no soy yo quien quiere aplazar el juicio, sino los Badgett.

– ¿Por qué? -Marge le miró a los ojos.

– Porque no quieren que empiece hasta estar seguros de que Nor Kelly y Billy Campbell no podrán hablar.

– ¿Y tú les sigues el juego? -preguntó incrédula.

– A lo mejor no los encuentran.

– A lo peor sí, Charlie. ¡Tú no podrás evitarlo!

– Ya lo sé -explotó él-. No sé qué otra cosa hacer. Comprenderás que, en cuanto avise al FBI, los Badgett se enterarán. Tienen métodos para enterarse de estas cosas.

Marge rompió a llorar.

– ¿Cómo ha podido ocurrir? Charlie, sean cuales sean las consecuencias, tienes que hacer lo correcto. Espera a que pasen las navidades. Al menos pasemos esta sabiendo que estamos todos unidos. -Se enjugó los ojos con el dorso de la mano-. Rezaré para que ocurra un milagro.

Charlie se puso en pie y abrazó a su esposa.

– Mira, cuando reces, procura ser más concreta -dijo con una sonrisa cansina-. Reza para que haya una manera de que Junior y Eddie vayan a Valonia a ver a su madre. Yo podría hacer que la policía los detenga tan pronto como aterricen allí. Eso lo solucionaría todo.

Marge le miró:

– ¿De qué estás hablando?

– Los juzgaron en rebeldía por los delitos que cometieron en su país, y ambos están condenados a cadena perpetua. Ya no podrían volver a Estados Unidos.

¡Cadena perpetua!, pensó Sterling. Por fin sabía lo que tenía que hacer. La única pregunta era cómo hacerla.

Sterling salió afuera. Marge había conectado las luces del árbol. Estaba cambiando el tiempo, y el último sol de la tarde había desaparecido tras unos nubarrones. Las lucecitas de colores titilaban alegremente en el abeto, Contrarrestando la creciente lobreguez del día invernal.

De súbito, como un regalo del cielo, Sterling recordó algo que había oído decir a Heddy- Anna durante la comida con sus amigos. Es posible, pensó, es posible. Y empezó a pergeñar un plan para conseguir que los hermanos volvieran a su patria chica.

Las probabilidades eran remotas, pero existían.


– Bueno, Sterling, parece que has hecho tus deberes -dijo la monja.

– Eres un viajero empedernido -bramó el almirante.

– Nos sorprendió que quisieras ir a Valonia -le dijo el monje-, pero luego nos olimos lo que estabas tramando. Yo estuve en ese monasterio, ¿sabes? Viví allí hace mil cuatrocientos años. Me cuesta creer que lo hayan convertido en un hotel. No imagino el monasterio con servicio de habitaciones.

– Lo comprendo, señor -dijo Sterling-, pero para nuestros propósitos puede ser muy adecuado. Creo que al fin he dado con la manera de ayudar a Marissa, a su padre y a su abuela, e incluso a Charlie. Él necesita mi ayuda tanto como Marissa, pero de otra manera.

Hizo una pausa y los miró a todos, de uno en uno.

– Solicito permiso para aparecer ante Charlie a fin de que él pueda trabajar conmigo en la solución del conflicto.

– ¿Quieres decir como apareciste ante Marissa, que supo entender que no eras de este mundo? -inquirió el pastor.

– Sí. Lo considero necesario.

– Quizá tendrías que ir pensando en ser visible también para Marge -sugirió la reina-. Algo me dice que ella es quien lleva los pantalones en esa familia.

– No quería pasarme ni un pelo -reconoció Sterling con una sonrisa-. Pero sería estupendo que pudiera comunicarme con los dos.

– ¿Pasarte ni un pelo? -El torero arqueó las cejas-. Esa expresión no estaba de moda cuando tú vivías.

– Lo sé, pero la oí en alguna parte y me hizo gracia. -Se puso en pie-. Según el calendario terrenal, mañana será el día en que yo conoceré a Marissa. He completado el círculo.

– No olvides que también fue el día en que apareciste ante nosotros -bromeó el santo indio.

– Eso no lo olvidaré nunca.

– Ve con nuestra bendición -le dijo el monje-. Pero recuerda: la Navidad, que tú confías celebrar en el cielo, se está acercando.


Marissa abrió la puerta de su cuarto y vio, gratamente sorprendida, que Sterling estaba sentado en la silla grande.

– Creí que te ibas y que vendrías a darme las buenas noches -dijo.

– Y me he ido -explicó él-. He estado echando un vistazo al último año de tu vida mientras tú estabas abajo, y ahora sé por qué tu papá y NorNor tuvieron que marcharse.

– ¡Pero si solo he estado abajo media hora!

– Para mí el tiempo corre de modo diferente -dijo Sterling.

– Estaba pensando en ti. Comía rápido, pero luego salió Roy con esa aburrida historia de cuando él era pequeño e hizo el papel de uno de los pastores en la representación teatral. Me he escabullido lo antes posible. Vaya, me alegro mucho de que estés aquí.

– Mira, me he enterado de muchas cosas mientras tú cenabas. Voy a tener que irme porque voy a estar muy ocupado tratando de que tu papá y NorNor puedan estar de vuelta para tu cumpleaños.

– Es el día de Nochebuena -le recordó ella inmediatamente-. Cumpliré ocho.

– Ya lo sé.

– Solo faltan cuatro días.

Sterling percibió una mezcla de escepticismo y de esperanza en los ojos de Marissa.

– Tú puedes ayudarme -dijo.

– ¿Cómo?

– Rezando.

– De acuerdo. Lo haré.

– Y siendo amable con Roy.

– Eso es más difícil. -Toda ella se transformó, su voz se tornó más grave-. Recuerdo aquella vez que… bla, bla, bla.

– Marissa -le advirtió Sterling.

– Vaaaaale -dijo ella-. Roy es buena persona, supongo que sí.

Mientras se ponía en pie, Sterling pudo deleitarse con la momentánea alegría que vio en los ojos de Marissa. Eso le hizo pensar en la primera vez que la había visto, con Billy y Nor. No puedo fallarle, pensó. Fue a la vez una plegaria y un juramento.

– Debo irme, Marissa.

– ¡Por Nochebuena, me lo has prometido! -dijo ella.


Charlie y Marge siempre dejaban los regalos al pie del árbol unos días antes de Navidad. Sus tres hijos vivían en Long Island, y Marge daba gracias diariamente de que así fuera.

– ¿Cuántos padres no tienen a sus hijos esparcidos por el mundo? -preguntaba retóricamente con la cabeza metida en el secador-. Nosotros podemos consideramos muy afortunados.

Los seis nietos que tenían eran fuente de constantes alegrías; desde el chico de diecisiete años a punto de entrar en la universidad hasta el niño de seis, que iba a la escuela primaria.

– Todos son buenos chicos. No hay ninguna manzana podrida -solía vanagloriarse Marge.

Pero esta vez, Marge y Charlie no se sintieron tan contentos como siempre al disponer los regalos. El miedo al resultado inevitable de que Charlie hablara con el FBI se había apoderado de ellos, y a las ocho y media estaban los dos sentados en silencio en la sala de estar, Charlie haciendo zapping solo por distraerse.

Marge contemplaba el árbol navideño, cosa que normalmente la reconfortaba y la ponía de buen humor. Esta noche el efecto no fue el acostumbrado. Ni siquiera los adornos que habían hecho sus nietos a lo largo de muchos años conseguían animar su cara con una sonrisa.

Mientras estaba mirando, uno de los adornos cayó al suelo, el ángel de papel maché con un ala más corta que la otra, y con un sombrero por aureola. Se levantó para recogerlo, pero en ese instante el ángel empezó a brillar.

Marge abrió mucho los ojos, y luego la boca.

Por primera vez, sus labios no dejaron escapar una sola palabra. En menos de diez segundos el ángel se había transformado en un hombre de rostro agradable, bien vestido con una trinchera de color azul oscuro y con un sombrero de fieltro y ala estrecha en la cabeza, que rápidamente procedió a quitarse.

Marge profirió un grito estremecedor.

Charlie se había quedado medio dormido en el sofá. Dio un salto, vio a Sterling, y exclamó:

– Te envía Junior, estoy seguro.

– Santa Madre de Dios -gritó desesperada Marge-. Esto no es cosa de los Badgett. Es un fantasma, Charlie.

– No os alarméis por favor. He venido a ayudaros a solucionar vuestro problema -dijo Sterling con calma-. Sentaos.

Marge y Charlie se miraron. Tomaron asiento, Marge persignándose.

Sterling sonrió. Por un momento no dijo nada, quería que se habituaran a él y perdieran el miedo a que pudiera hacerles el menor daño.

– ¿Os importa que me siente? -preguntó.

Marge seguía con los ojos como platos.

– Adelante, y sírvase usted una galleta -dijo, señalando el plato que había sobre la mesita baja.

– No, gracias -dijo él-. Yo ya no como.

– Ojalá pudiera decir lo mismo -terció Charlie mirando a Sterling, con el mando a distancia todavía en la mano.

– Apaga la tele, Charlie -ordenó Marge.

Clic. Sterling sonrió para sus adentro s recordando el comentario que había hecho la reina, que era Marge quien llevaba los pantalones en la casa.

Vio que ambos empezaban a relajarse. Han entendido que no les quiero hacer ningún daño, pensó.

Es hora de que explique por qué estoy aquí.

– Ya conoces a Nor Kelly y Billy Campbell, Charlie -empezó a decir-. Y sabes que están acogidos al Programa de Protección de Testigos.

Charlie asintió.

– He sido enviado para ayudar a la hija de Billy, Marissa, que desea estar de nuevo con su padre y su abuela. A tal fin, es preciso retirar la amenaza que pende sobre ellos.

– Junior y Eddie -dijo Charlie.

– ¡Esos dos! -exclamó ella con desdén.

– Mientras investigaba la mejor manera de velar por la seguridad de Nor y Billy, me di cuenta de que tú también corres un grave peligro.

Marge cogió la mano de Charlie.

– Teniendo en cuenta todos los factores, he llegado a la conclusión de que la manera más efectiva de resolver el problema es hacer que los Badgett vuelvan a Valonia, donde serán encarcelados para el resto de sus días.

– Y espero que tiren la llave a la basura -declaró Marge-. Esos hermanos son de la peor calaña.

Charlie, abogado hasta la médula, dijo:

– Ya le digo yo que esos dos no pisarán jamás suelo valonio.

– ¿Ni siquiera por su madre? -preguntó Sterling.

– Hace casi quince años que se lamentan de no poder ir a verla, pero jamás le han hecho una visita -dijo Charlie.

– Tengo un plan que podría llevarlos al lado de Heddy- Anna -explicó Sterling.

Súbitamente esperanzados, Charlie y Marge le escucharon con gran atención.


A la mañana siguiente, el agente del FBI Rich Meyers llegó a casa de Charlie y Marge Santoli acompañado de su ayudante, el agente Hank Schell. Vestidos de operarios, entraron con maletines de herramientas que contenían un equipo de grabación.

Se sentaron a la mesa de la cocina con los Santoli mientras Schell se ocupaba de instalar y probar el micrófono.

Charlie había telefoneado a Meyers la noche anterior.y el agente le había aconsejado que pidiera asesoría legal antes de hacer cualquier tipo de revelación incriminatoria.

Charlie había desdeñado su sugerencia. Tengo algo mucho mejor que un abogado, pensó. Cuento con Sterling.

– ¿Listo, señor Santoli? -preguntó Meyers.

– Sí. Me llamo Charlie Santoli…

Durante una hora entera, Charlie explicó su relación con los hermanos Badgett, empezando por sus empresas legales y detallando después todo cuanto sabía de sus actividades delictivas. Concluyó diciendo que, en su opinión, el gobierno nunca podría condenar a Junior y Eddie por el incendio del almacén de Kramer, y que Nor Kelly y Billy Campbell siempre estarían en peligro, tanto si se los protegía como si no.

Meyers escuchó impasible.

Charlie tomó aire:

– Cuando escuche lo que le vaya proponer, pensará que necesito medicación, no ayuda legal, pero como mínimo escuche hasta que haya terminado.

Sterling le guiñó un ojo a Charlie.

Con una sonrisa escueta, Charlie expuso el plan que Sterling le había explicado brevemente la noche anterior. De vez en cuando desviaba la vista hacia Sterling en busca de aprobación, y este le dedicaba un gesto de aliento.

La primera reacción de Meyers -«¿Que quiere hacer qué?»- fue cambiando a un reacio «No es del todo imposible», hasta que finalmente declaró:

– Hemos invertido miles de horas tratando de cazar a esos dos y no hemos conseguido nada. Pero si los meten en prisión para siempre, todos sus negocios sucios se vendrán abajo.

– Es lo que yo digo -le confirmó Charlie-. Aquí llevaría años condenarlos, e incluso en la cárcel seguirían siendo un peligro. Pero una vez encarcelados en la otra punta del mundo, esos matones suyos ya no tendrían nada que hacer.

Terminada la grabación, los dos agentes se levantaron y Meyers dijo:

– Bien, tendré que hablar con los jefes acerca de todo esto. Me pondré en contacto con usted dentro de un par de horas.

– Me encontrará aquí -dijo Charlie-. Mi oficina está cerrada durante las fiestas.

Cuando Meyers y Schell se fueron, Marge comentó:

– Lo peor de todo es esperar, ¿verdad?

Sterling pensó en sus cuarenta y seis años de espera celestial.

– Estoy totalmente de acuerdo contigo -dijo-. Con un poco de suerte, la espera acabará pronto para todos nosotros.

A la una, Rich Meyers telefoneó.

– De acuerdo. Si usted hace su parte, nosotros nos ocuparemos de todo lo demás.


– Por Navidad, las tiendas se ponen imposibles -suspiró Jewel mientras la limusina cruzaba las puertas de la finca Badgett a las tres de la tarde-. Pero ¿no os gusta eso de ir al centro comercial y ver a todo el mundo ajetreado con las compras de última hora?

– A mí me pone de los nervios -dijo Junior-. No sé cómo me he dejado convencer para ir contigo.

– Ni yo -careó Eddie-. Eso de comer en un self-service no me va. Había tanto ruido que no podía ni oírme pensar.

– Bah, de todos modos tú no piensas -cortó Junior.

– Qué gracioso -gruñó Eddie-. Todos dicen que he salido a ti.

– Pero hemos comprado cosas muy chulas -dijo alegremente Jewel-. Esos jerséis de esquiar que te he regalado son una monada. Lástima que no salimos nunca, y que en Long Island no hay mucho donde esquiar. -Se encogió de hombros-. Bueno. ¿Qué se le va a hacer?

Una vez dentro de la casa, Jewel fue directamente al salón para conectar las luces del árbol.

– La verdad, no me gustan demasiado esas luces moradas -murmuró mientras se agachaba, cable en mano, buscando el enchufe.

Junior estaba junto a la ventana.

– ¿Has invitado a alguno de esos idiotas amigos tuyos? Hay un coche en la verja.

– Oye, mis amigos no son idiotas, y además, no, están todos de compras.

Sonó el interfono. Eddie se acercó al panel de seguridad y pulsó un botón:

– ¿Quién es?

– Charlie. Y vengo con mi mujer. ¿Podemos subir unos minutos?

Eddie puso los ojos en blanco.

– Sí. Supongo.

– ¿Para qué diablos trae a Marge? -preguntó Junior enfadado.

– Son las fiestas -les recordó Jewel-. La gente va a visitar a los amigos. Nada más. Un simple gesto de simpatía. Y de cariño.

– A la mierda las fiestas -dijo Eddie-. Me ponen enfermo.

– Una reacción muy natural-dijo Jewel muy seria-. El otro día leía un artículo de un psicólogo la mar de listo. Según él, la gente se deprime porque…

– Porque la gente como tú les toca las narices -interrumpió Eddie.

– No te pases, Eddie. Ella solo trata de animarnos un poco.

– Oh, cariñito, tienes toda la razón. Yo no pretendo nada más.

Eddie se acercó a la puerta para recibir a los Santoli.

Mientras el tirador giraba hacia abajo, Sterling susurró:

– Tranquila, Marge.

El recibimiento de Eddie -«¿Qué tal? Pasad»- dejó claro a los Santoli hasta qué punto eran bienvenidos.

Marge hizo acopio de valor y siguió a Eddie hacia el salón, con Charlie y Sterling detrás.

– Hola -gorjeó Jewel-. Felices fiestas. Qué sorpresa. No sabéis la alegría que nos ha dado ver que veníais.

Santo cielo, pero mira qué árbol, pensó Marge.

Las pocas veces que había estado en la mansión por Navidad, los árboles habían sido más o menos tradicionales. Este año, no.

Traía consigo una caja de bizcochos navideños y se la pasó a Jewel.

– Los hago para los amigos siempre que es Navidad -explicó.

– Una muestra de amor. -Jewel se puso sentimental.

– Sentaos un poco -dijo Junior-. Estábamos a punto de salir.

– Sí, sentaos -les animó Jewel.

– No estaremos mucho rato -prometió Charlie mientras tomaban asiento en un sofá-. Es que Marge tuvo un sueño anoche, y ha insistido en poneros sobre aviso.

– ¿Sobre aviso de qué? -preguntó Junior, comedido.

– Verás, anoche tuve un sueño de lo más inquietante… acerca de vuestra madre -empezó Marge.

– ¡Mama! -Aulló Eddie-. ¿Es que le ha sucedido algo?

Marge negó con la cabeza.

– No, pero ¿ella padece mareos?

– Pues sí. -Junior le clavó la mirada.

– ¿Y punzadas en el corazón?

– Sí.

– ¿Y gases?

– Sí, también.

– ¿La comida no le sabe a nada?

– Exacto.

– ¿Un ojo no se le cierra del todo?

– Sí.

– ¿A veces vomita?

– Sí.

– ¿Le sangran las encías?

– Bueno, basta -gritó Eddie, al borde de las lágrimas-. Vaya llamarla.

Y corrió al teléfono.


La fiesta que Heddy- Anna daba todos los años por Navidad estaba en pleno apogeo. Todo el mundo había llevado su plato favorito, y la mesa estaba repleta de comida, vino y grappa. Sonaban canciones navideñas por un viejo fonógrafo, y todos las careaban.

Cuando sonó el teléfono, la persona que estaba más cerca del fonógrafo levantó la aguja del disco y gritó:

– ¡A callarse todos!

Un par de invitados habían añadido varios achaques a la famosa lista de Heddy- Anna, y alguien se los señaló cuando, tras esperar al quinto tono, Mama cogió el teléfono.

– ¿Digaaaa?

– Mamá, ¿cómo te encuentras? Aquí hay alguien que ha soñado que no estabas muy bien…

– Pues ha acertado. -Heddy- Anna hizo un guiño a sus amigos y pidió sus gafas por señas mientras trataba de leer la pizarra.

– Habla más alto, mamá, casi no te oigo. Se diría que estás muy enferma…

Heddy- Anna recitó:

– Me parece que esta va a ser mi última Navidad. -Tras un suspiro, se lanzó a improvisar- ¿La persona que soñó eso te ha dicho que estoy moribunda?

– Mamá, qué cosas tienes. Eso no es verdad. La abuela vivió hasta los ciento tres, ¿recuerdas?

– Era una mujer muy fuerte, no como yo.

Junior se puso al supletorio.

– Mamá, ¿es que has empeorado?

– Esta mañana vomité… porque tengo las encías muy hinchadas… y los mareos, no sabes lo que es eso… apenas puedo ver… espera… vuelvo a tener punzadas en el corazón… a veces me duran horas…

Los amigos de Heddy- Anna, impacientes por reanudar la fiesta, empezaron a hacerle señas de que colgara.

– No puedo seguir hablando -gimió-. Me canso mucho. Necesito descansar, hijos. No sé por qué me llamáis tan tarde, pero ¿qué puedo esperar de alguien que no se digna venir a ver a su madre?

– Oh, mamá, tú sabes lo mucho que te queremos -sollozó Eddie.

La respuesta fue un clic en su oído.

Jewel le pasó a Eddie un pañuelo limpio. Junior se sonó vigorosamente.

Marge y Charlie estaban todo lo serios que se esperaba de ellos. Marge se levantó.

– Siento haber dicho nada. Solo pensaba que teníais que saberlo por si queríais ir a pasar la Navidad con ella.

Charlie puso cara de avergonzado:

– Marge, ¿quieres esperar en el coche? He de tratar de un asunto con Junior y Eddie.

– Claro. -Marge cogió la mano de Junior y le dio un apretón-. Lo siento -musitó.

Al pasar junto a Eddie, le dio un beso de consuelo en la mejilla.


– Jewel, acompaña a Marge al coche, y danos cinco minutos -ordenó Junior.

Jewel cogió a Marge del brazo.

– Vamos, querida. Tú solo tratabas de ayudar.

Cuando estuvieron fuera del alcance de sus oídos, Charlie dijo indeciso:

– Te harás cargo de que Marge siempre ha creído que en estos años habéis ido a visitar a Mama Heddy- Anna regularmente.

– Y eso es lo que debe creer -le espetó Junior.

Charlie lo dejó pasar.

– No sabes cómo me inquieté cuando me contó lo del sueño. Conociendo las circunstancias, se me ha ocurrido algo. Puede que sea una locura, pero… -Hizo una pausa y se encogió de hombros-. Bien, al menos quiero que me escuches.

Sería la manera de que pudierais visitar a vuestra madre por Navidad sin correr riesgos.

– ¿De qué estás hablando? -quiso saber Junior.

– ¿Qué te sugiere el monasterio de San Esteban del Monte?

– ¿El monasterio de San Esteban? Eso estaba en el pueblo de al lado, pasada la frontera. Cuando éramos chicos íbamos allí esquiando. Lo cerraron antes de que nosotros nos fuéramos del país.

– Pensaba que te sonaría. Ahora es un hotel, y lo van a inaugurar el día de Año Nuevo.

– ¿En serio? -Eddie parpadeó-. Allí no podía entrar nadie. Pero ¿qué viene eso?

– Tengo una prima monja que suele venir a vernos por Nochebuena. Este año no podrá estar con nosotros porque va en peregrinación. Sesenta monjas y hermanos y curas de todo el país van a hospedarse en San Estaban durante la semana de Navidad, antes de que abra al público.

Están captando el mensaje, pensó Charlie, mientras los veía intercambiar miradas.

– Un vuelo chárter parte mañana por la noche del aeropuerto de Teterboro, en Nueva Jersey.

Aterrizarán en la pista que acaban de construir cerca del hotel, que, naturalmente, sigue estando a un paso de casa de vuestra madre, pero al otro lado de la frontera.

Charlie deseaba poder enjugarse la frente, pero no quería mostrarse nervioso.

– Le pregunté a mi prima si quedaban plazas en ese vuelo, y esta mañana había todavía cuatro o cinco.

Junior y Eddie se miraron.

– Podríamos ir del monasterio a casa de mamá esquiando, no tardaríamos nada -dijo Eddie.

Charlie tragó saliva, consciente de que marcaba un golazo o mandaba la pelota a las nubes.

– Yo había pensado que si os hacéis pasar por monjes que han hecho voto de silencio, no habrá ningún peligro de que alguien averigüe quiénes sois. Imagino que no os costará nada conseguir los papeles adecuados.

– Eso no es problema -dijo bruscamente Junior. Se produjo un silencio. Miró a su hermano-. Siempre me ha parecido muy arriesgado volver a casa, pero esto podría funcionar.

– Yo voy -afirmó.Eddie, muy decidido-. No podría pegar ojo si algo le ocurriera a mamá antes de que la vuelva a ver.

Charlie frunció el entrecejo.

– Habrá que actuar rápido. Las plazas podrían estar ya reservadas.

– Más te vale que no. -Junior se puso colorado-. Deberías habernos avisado enseguida, Charlie.

Santoli sacó su teléfono móvil.

– No, llama desde el nuestro. Conéctalo al altavoz.

– Desde luego.

– Convento de Santa María -respondió una voz de mujer-. Le habla la hermana Joseph.

– Hermana, soy Charlie Santoli, el primo de la hermana Margaret.

– Ah, sí, ¿cómo está usted?

– Bien. ¿Está la hermana Margaret?

– No, lo lamento, pero ha ido a hacer unas compras de última hora para el viaje. Nos han dicho que lleváramos ropa de abrigo.

Los hermanos miraron a Charlie.

– Pregúntaselo -dijo Junior, impaciente.

– Hermana, ¿sabe por casualidad si el vuelo a San Esteban está ya completo?

– Me parece que sí, pero déjeme que mire.

– ¡Tiene que haber plazas! -susurró Eddie, retorciéndose las manos.

– Lo siento, señor Santoli. Sí, estamos llenos, pero acaban de cancelar dos reservas. Una de las hermanas de más edad no está en condiciones de hacer un viaje tan largo; ella y su compañera se quedan en tierra.

– Pobre de ella si se recupera -gruñó Junior-. Reserva esas dos plazas.

Al otro extremo de la línea, la agente Susan White del FBI, que llevaba en el convento varias horas esperando la señal, hizo el gesto convenido a Rich Meyers. Luego se puso a escribir:

– Hermano Stanislas y hermano Casper…

Marge y Charlie han estado de maravilla, pensó Sterling sonriendo de oreja a oreja al ver que la primera fase del plan había funcionado a la perfección.

Lo conseguiremos, Marissa, pensó.


– Buenas noches, Marissa -dijo Denise mientras arropaba a su hija y se inclinaba para darle un beso.

– Buenas noches, mamá. Estoy impaciente por que sea mañana. Es mi cumpleaños y además es Nochebuena.

– Verás lo bien que lo vamos a pasar -le prometió Denise antes de apagar la luz.

Se reunió abajo con Roy, que estaba secando los cacharros.

– ¿Todo el mundo acostado? -preguntó alegremente.

– Sí, pero es extraño. Yo pensaba que Marissa estaría inquieta esta noche, pero se la ve muy excitada y contenta, como si esperara un milagro, como si Billy y Nor tuvieran que estar aquí mañana.

– Pues le espera una gran decepción -dijo Roy compungido mientras doblaba el trapo de secar.


– He comprado todo lo que necesitan -dijo Charlie-. Los hábitos de monje, las sandalias, los libros de oraciones, las maletas… unas bien cascadas, como si hubieran hecho voto de pobreza y lo hubieran cumplido.

Charlie, Marge y Sterling estaban en el salón de casa de los Santoli, los tres tensos Y preocupados de que los Badgett pudieran olerse algo antes de que despegara el avión.

– ¿Y los pasaportes? -preguntó Marge-. ¿Crees que puede fallar algo?

– Son falsificaciones de primera clase -dijo Charlie-. De eso se han ocupado ellos mismos.

– ¿Cómo pensaban ir a Teterboro? -preguntó Marge-. Espero que no lo hayan hecho en esa limusina.

– Iban a hacer que la limusina los llevara a una de las lavanderías que tienen en Nueva York. Allí se cambiarían de ropa y tomarían un taxi barato hasta el aeropuerto.

Eran las doce menos cinco. El avión debía despegar a medianoche.

– No sé. Esos dos tienen como un sexto sentido -dijo Charlie-. Si en el último momento sospecharan que esto es una trampa, y no subieran al avión, soy hombre muerto.

– ¿Tuviste alguna sensación de se olían algo cuando los viste esta mañana? -preguntó Marge, haciendo trizas una servilleta de papel.

– En absoluto. Y ahora soy su mejor amigo. No olvides que es gracias a mí que podrán ver a su mamá. Si esto no sale bien, seré yo el culpable de haber sugerido el plan, pensó Sterling con una punzada de culpa.

El sonido del teléfono los hizo saltar a los tres. Charlie contestó.

– Diga.

– ¿El señor Santoli?

– Yo mismo.

– Aquí Rich Meyers. Le gustará saber que cierto vuelo chárter acaba de despegar, con los hermanos Stanislas y Casper a bordo.

La sonrisa de alivio de Charlie bastó para decir a Marge y a Sterling lo que necesitaban saber.

– Deberían llegar a Valonia dentro de ocho horas. La policía estará esperando para arrestarles.

Nuestros agentes a bordo del avión se quitarán el disfraz clerical y volverán aquí tan pronto el avión haya repostado.

Charlie notó como si le quitaran de encima un peso de varias toneladas.

– Imagino que querrá tomarme una nueva declaración.

– La semana próxima. Disfrute de las fiestas. -Meyers hizo una pausa-Sé que cooperará con nosotros. No se preocupe demasiado. Creo que ya sabe a qué me refiero.

– Gracias -dijo Charlie.

Sterling se puso en pie.

– Todo va a ir bien -dijo-. No te pasará nada, Charlie. Eres un buen hombre. Bien, debo irme.

– ¿Cómo se lo podemos agradecer, Sterling? -preguntó Marge.

– Eso no tienes ni que pensarlo. Aprovecha bien el tiempo que estés en la tierra. Créeme, pasa volando.

Marge y Charlie entrelazaron las manos.

– No le olvidaremos -susurró Marge.

– Nunca -dijo Charlie con fervor.

– Ya nos veremos. De eso estoy seguro -dijo Sterling antes de desaparecer.


– ¡Falta mucho! Este hábito me da picores -dijo Eddie entre dientes, a lo que Junior respondió propinándole un codazo en las costillas.

Junior sacó un bloc de su bolsillo Y escribió:

«Voto de silencio. Cállate. Ya casi estamos».

En ese momento se oyó la voz de la azafata por megafonía: «Dentro de veinte minutos aterrizaremos en el aeropuerto del monasterio…». Siguieron las instrucciones de rigor.

Eddie no cabía en la camisa de contento. ¡Mama Heddy- Anna!, pensó, ¡Ya estoy llegando, mamá!

Junior no supo decir cuándo exactamente empezó a tener aquella sensación. Miró por la ventanilla y entornó los ojos. Estaba nublado y, a medida que el avión descendía, una ligera nevada empezó a pasar frente a las ventanillas.

Alargó el cuello, aguzó la vista Y divisó el monasterio con la pista de aterrizaje en un lado. Bueno, pensó. Por un momento había tenido la sensación de que Charlie nos la había jugado.

Oyeron otra vez la voz de la azafata:

– Nos acaban de informar de que, debido a la capa de hielo que cubre la pista, no será posible aterrizar en el monasterio. Lo haremos en el aeropuerto vecino de Valonia Ciry.

Junior y Eddie se miraron. Eddie se echó atrás la capucha del hábito:

– ¿Tú qué opinas?

QUE TE CALLES, escribió Junior furioso.

– Serán trasladados inmediatamente en autocar al monasterio de San Esteban -trinó la azafata con optimismo-. Lamentamos estos inconvenientes, pero lo principal es velar por la seguridad de nuestros pasajeros.

– ¿Qué pasará en la aduana? -Eddie trataba de susurrar sin conseguirlo-. ¿Los pasaportes están bien, si se les ocurre examinarlos con una luz especial o algo así?

QUE TE CALLES, garabateó Junior. Quizá no pasa nada. Quizá es todo normal, pensó. Miró a su alrededor, escrutando las caras de los otros pasajeros. La mayoría estaban absortos en sus libros de rezos.

TRANQUILO. LOS PASAPORTES SON BUENOS, escribió. LO QUE ME PREOCUPA ERES TÚ, BOCAZAS.

Eddie se inclinó hacia él para mirar por la ventanilla.

– Estamos sobre la montaña. ¡Mira! Ahí está el pueblo. ¡Mira! Creo que se ve la casa de mamá.

Estaba alzando la voz. Para disimular, Junior se puso a toser violentamente. Al momento, la azafata apareció a su lado ofreciéndole agua.

Necesito un trago, pensó él desesperado. Si volvemos a Long Island; juro que voy a descuartizar a ese Charlie Santoli.

El avión tomó tierra, deteniéndose por fin a buena distancia de la terminal. Lo que Junior y Eddie vieron en el asfalto los dejó más callados que todos los votos de silencio juntos.

En medio de docenas de policías valonios de uniforme, una figura daba saltos sobre el terreno y agitaba los brazos con frenesí.

Mama Heddy- Anna.

Junior meneó la cabeza:

– No parece que esté moribunda.

La cara de Eddie era la imagen del desconcierto:

– Parece que está sanísima. No me lo puedo creer.

La puerta del avión se abrió y cuatro policías corrieron pasillo abajo. Se les pidió a Junior y a Eddie que se levantaran y que pusieran las manos a la espalda. Mientras se los llevaban, los demás pasajeros empezaron a quitarse cuellos clericales y velos de monja y prorrumpieron en una gran ovación.

Al pie de la escalerilla, Mama Heddy- Anna los abrazó como un gran oso a sus cachorros.

– Estos policías tan simpáticos vinieron a decirme que queríais darme una sorpresa. Sé que estáis en un apuro, pero tengo buenas noticias. Papá acaba de ser nombrado director de la prisión donde vais a estar a partir de ahora. -Les miró radiante-. Mis tres chicos juntos, qué bien, podré ir a haceros una visita cada semana.

– Mamá -sollozó Eddie con la cabeza apoyada en el hombro de ella-. No sabes lo preocupado que estaba por ti. ¿Cómo te encuentras?

– Mejor que nunca -le aseguró Heddy- Anna.

Junior pensó en la finca de Long Island, en la limusina, en el dinero y el poder, en Jewel, que sin duda tendría una pareja nueva en menos de dos semanas. Mientras Eddie se convulsionaba de emoción, Junior no paraba de pensar: Pero ¿cómo he podido ser tan estúpido?


Billy y Nor estaban mirando sus respectivos desayunos sin el menor interés por comer. La cruda realidad de que fuera el día de Nochebuena y el cumpleaños de Marissa se cernía sobre ellos como una molesta mortaja.

Los repentinos e insistentes timbrazos en la puerta los sobresaltaron. Billy corrió a abrir.

Un alborozado agente Frank Smith anunció:

– Cojan solo lo imprescindible. Tienen plaza reservada en el vuelo de la una menos veinte a Nueva York, y si quieren tomar ese avión no hay un minuto que perder.


La víspera de Navidad, Nor's Place solía recibir un flujo constante de clientes a la hora del almuerzo. Unos acudían a comer algo rápido para seguir con las compras de última hora; otros, más organizados, iban a almorzar con calma antes de que empezaran las celebraciones religiosas y familiares.

Hoy esto tiene un aspecto muy misterioso, pensó Dennis, mientras escrutaba el local desde la barra. Meneó la cabeza. Al menos, Nor había aceptado que era inútil tener abierto el día de Navidad.

– Supongo que tienes razón -le había dicho a Dennis-. ¡Solo diez reservas! Esas personas harían mejor en ir a comer a un local más animado.

La cosa está a punto de irse a pique, pensó Dennis mientras le pasaban una nota para una sola cerveza.

En ese instante sonó el teléfono de la barra.

– ¡Dennis! ¡Dennis! -Era la voz de Nor, alegre y vigorosa-. Estamos en el aeropuerto, volvemos a casa. Ya no tenemos que escondemos. Los hermanos Badgett están en chirona. -Hizo una pausa-. Consigue un pastel de cumpleaños para esta noche y telefonea a los invitados de siempre. Diles que Nor' s Place servirá cenas por Navidad, ya cuenta de la casa. ¡Pero que no se entere Marissa! Queremos darle una sorpresa.


Desde el momento en que abrió los ojos y se dijo a sí misma «Hoy cumplo ocho años», Marissa empezó a desesperar de que Sterling pudiera hacer que su papá y NorNor volvieran. Estaba convencida de que los iba a ver nada más levantarse, pero ahora se daba cuenta de que no iba a ser así.

Había esperado que volvieran para Pascua, y no había sido posible. Después había confiado en tenerlos allí cuando terminara el colegio… Luego cuando volvieran a empezar las clases… y así sucesivamente.

Hoy tampoco vendrán, pensó mientras se levantaba y se ponía la bata. Las lágrimas pugnaban por aflorar a sus ojos, pero ella lo impidió apretándoselos con las manos. Procuró componer una sonrisa y bajó a la cocina.

Su madre, Roy y los mellizos ya estaban sentados a la mesa. Al verla empezaron a cantar el «Cumpleaños feliz». Había varios regalos al lado de sus cereales: un reloj, libros y varios CD de parte de mamá y Roy y los gemelos; un jersey de parte de la abuela. Luego abrió las dos últimas cajas: unos patines nuevos de parte de papá y un conjunto de patinaje de parte de NorNor.

Ahora sí estaba totalmente convencida de que no iban a venir. De lo contrario, ¿no habrían esperado a darle personalmente los regalos?

Después de desayunar, Marissa se llevó todos los regalos a su cuarto. Cerró la puerta, arrimó la silla al armario y se subió a ella. En el estante superior dejó las cajas de los patines y el conjunto de patinar. Luego, con las puntas de los dedos, los empujó hacia el fondo para que no se vieran desde abajo.

No quería saber nada de aquellos regalos.

A las once estaba en la sala de estar, leyendo uno de los libros que le habían regalado, cuando sonó el teléfono. Aunque su corazón se detuvo cuando oyó a su madre decir «Hola, Billy», Marissa no levantó los ojos.

Pero entonces su madre se acercó a ella corriendo. No le dio tiempo a decir «No quiero hablar con papá», que ya tenía el teléfono pegado a la oreja y su padre le estaba gritando:

– Rissa, ¿te gustaría ir a cenar a Nor's Place y celebrar allí tu cumpleaños? ¡Dentro de nada estaremos en casa!

Marissa apenas si pudo susurrar «Oh, papá».

Su alegría era tan grande que no pudo decir otra cosa. Y entonces notó que alguien apoyaba una mano en su hombro. Levantó la vista y allí estaba: su amigo, el que llevaba aquel sombrero tan raro y que era una especie de ángel.

– Adiós, Marissa -dijo él sonriente, y desapareció.

En un santiamén, Marissa subió a su cuarto, cerró la puerta, agarró la silla y se puso encima de puntillas para alcanzar los regalos que había apartado antes. Pero mientras bajaba las cajas, algo cayó del estante y aterrizó junto a sus pies.

Marissa se agachó y contempló aquel pequeño adorno navideño que no había visto jamás. Era un ángel vestido igual que su amigo.

– Llevas el mismo sombrero -dijo mientras lo levantaba y le daba un beso. Luego se lo acercó a la mejilla y miró al cielo por la ventana-. Me habías dicho que no eras exactamente un ángel -susurró-. Pero yo sé que lo eres. Gracias por cumplir tu promesa de ayudarme. Te quiero.


Cuando Sterling entró en la sala de conferencias del Consejo Celestial y vio las miradas aprobadoras de los santos, supo enseguida que había cumplido satisfactoriamente su misión.

– Vaya, ha sido muy emocionante -dijo el almirante con desacostumbrada ternura.

– ¿Os habéis fijado en la cara de esa niña? -Suspiró la monja-o Es imposible estar más radiante de felicidad, al menos en la tierra.

– No pude evitar quedarme hasta ver a Marissa en brazos de su padre -explicó Sterling-. Después volví al restaurante con ellos. Fue una fiesta preciosa. Corno ya sabéis, la noticia de que volvían corrió corno la pólvora, y todo el mundo acudió para darles la bienvenida.

– Casi se me saltan las lágrimas cuando Billy cantó la canción que había escrito para Marissa -observó la reina.

– Me parece que va a ser un exitazo -sentenció el torero.

– Va a hacer un disco con esa y las otras canciones que compuso mientras estuvo fuera -les recordó Sterling-. Ha sido un año muy duro para él, pero ha sabido aprovecharlo.

– Igual que tú -dijo el pastor.

– Desde luego que sí -murmuraron todos asintiendo con la cabeza.

– No solo encontraste a quien ayudar y usaste la cabeza para encontrar una solución a su problema, sino que también has actuado de corazón -dijo el indio, muy orgulloso de Sterling.

– Y salvaste a Charlie Santoli de la vida que estaba llevando -añadió la monja.

Tras unos momentos de silencio, el monje se levantó y dijo:

– Sterling, la celebración de la Natividad está a punto de comenzar. El consejo ha decidido que no solo te has ganado una visita al cielo, sino también tu permanencia allí. Es hora de que te llevemos hasta sus puertas.

– Un momento -dijo Sterling-. Tengo algo que pediros.

El monje se lo quedó mirando.

– ¿Qué se te habrá ocurrido pedir en un momento como este?

– Os estoy profundamente agradecido a todos.

Como sabéis, anhelo estar en el cielo. Pero he disfrutado tanto de esta experiencia que, si me lo permitís, desearía volver a la tierra siempre que sea

Navidad y buscar a alguien que necesite ayuda. No sabía yo la satisfacción que podía dar echar una mano al prójimo.

– Hacer felices a los demás es uno de los mayores goces del ser humano -le dijo el monje-. Has aprendido la lección mejor de lo que esperábamos. Bien, ahora acompáñanos.


Mientras se acercaban, las puertas del cielo se abrieron ante ellos revelando una luz más brillante que un millar de soles, más que nada de lo que Sterling hubiese podido imaginar jamás. Se sintió invadido por una gran paz interior. Estaba yendo hacia la luz; formaba parte de esa luz. Los miembros del consejo se apartaron y él continuó andando, despacio y con reverencia. Fue consciente de que había allí un grupo muy numeroso de personas.

Notó que una mano tocaba la suya.

– Deja que vaya contigo, Sterling.

Era Annie.

– Los otros nuevos van delante de nosotros -susurró-. Han llegado todos juntos. Sus vidas terminaron trágicamente, y aunque han encontrado la alegría eterna, están angustiados por los seres queridos que han dejado en la tierra. Pero encontrarán la manera de enviarles ayuda y consuelo. -Hizo una pausa-. Escucha, la celebración va a empezar.

Sonó una música, en crescendo. Sumándose a los ángeles y a los santos y a todas las almas del cielo, Sterling siguió andando hacia la luz mientras entonaba:

«Glory to the newborn King…»

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