La mujer moderna actual debería practicar siempre la prudencia y la cautela en lo que concierne a los asuntos del corazón. A veces, sin embargo, el destino le pondrá delante a un hombre que la sorprenderá con la guardia baja, deshaciéndole el corazón. Si el caballero en cuestión siente lo mismo por ella, la mujer moderna actual debe reconocer en ello el milagro que encierra y no dudar en carpe hominis… ¡no dejar escapar al hombre!
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
Andrew se detuvo en la puerta de los establos para dejar que sus ojos se adaptaran a la penumbra reinante en el interior, pistola en mano. Despacio, estudió el enorme espacio interior al tiempo que prestaba atención con ojos y oídos a cualquier cosa fuera de lo normal. No percibió nada y una rápida búsqueda le cercioró de que Carmichael no se ocultaba en ninguno de los establos del recinto. Fritzborne no estaba a la vista, algo que le intranquilizó. Sin duda tendría que haber vuelto ya de casa de la señora Ralston.
Se permitió otra mirada por encima de la puerta del tercer establo donde dormía Sombra, ahora acurrucado en el rincón en un lecho de heno cubierto con una manta. Tendría que mandar a alguien a buscar al cachorro. Y devolver a Afrodita. Dios sabía que no tendría fuerzas para volver a Little Longstone personalmente.
Obligándose a mover los pies, entró en el cuarto de sillas. Después de dejar la pistola encima de un banco de trabajo, estaba a punto de coger la silla de Afrodita cuando oyó la voz de Spencer:
– ¿Se va, señor Stanton?
Se volvió apresuradamente. Spencer estaba en el umbral, con la confusión y el dolor reflejados en los ojos.
Una oleada de alarma recorrió a Andrew. Con Carmichael buscándole, ése era el último sitio donde quería ver a Spencer.
Se acercó a él con el estómago tenso de preocupación.
– ¿Qué estás haciendo aquí, Spencer?
– Quería jugar con Sombra. Cuando salía de casa, le he visto entrar a los establos. ¿Se marcha? -volvió a preguntar.
– Eso me temo.
Una mirada de perplejidad asomó al rostro de Spencer.
– ¿Sin despedirse?
La culpa golpeó a Andrew en las entrañas.
– Sólo durante un tiempo. Y sólo porque tengo mucha prisa. Pensaba escribirte. -Rápidamente le explicó lo que estaba ocurriendo, concluyendo con-: En cuanto haya ensillado a Afrodita, te llevaré de vuelta a casa. Debes quedarte dentro hasta que Carmichael sea apresado. Protege a tu madre. ¿Lo has entendido?
Spencer asintió.
– ¿Cuándo volverá?
Andrew inspiró hondo. No tenía tiempo para decir todas las cosas que le hubiera gustado, pero no podía por menos que confesar la verdad al chiquillo.
– ¿Recuerdas todos esos molestos pretendientes que desean cortejar a tu madre?
– Por supuesto. Les enseñamos a dejar de molestar a mamá, ¿no?
– Sí, es cierto. Desgraciadamente, me he convertido en uno de ellos.
Spencer parpadeó varias veces.
– ¿Quiere cortejar a mi madre?
– Eso quería, sí, pero las cosas no han resultado como yo esperaba.
Spencer frunció el ceño. Andrew casi pudo oír girar las ruedas en la mente del joven.
– ¿Y por qué no van a salir bien las cosas? Usted le gusta a mamá, lo sé. Y… y le gustó mucho el helado de fresa.
– Sé que le gusto. Pero a veces eso no es suficiente. Y, en este caso, no lo es.
El labio inferior de Spencer empezó a temblar y las lágrimas le inflamaron los ojos.
– Entonces, ¿no va a volver?
Que Dios le asistiera. ¿Cuántas veces podía romperse su condenado corazón en un sólo día? Andrew tendió los brazos y posó las manos en los hombros de Spencer.
– Me temo que no. Pero quiero que sepas que me encantaría que me visitases en Londres siempre que quieras.
– ¿De verdad?
– Sí. Y de verdad espero que consideres la posibilidad de hacer el viaje. Creo que estás preparado para aventurarte más allá de los confines de Little Longstone. Te enseñaré el museo y podríamos continuar con tus lecciones de pugilismo.
Spencer se pasó el dorso de la mano por los ojos.
– Me… me encantaría.
– También podemos enviarnos cartas si quieres, aunque, según me han dicho, soy un desastre con la ortografía.
– Yo podría enseñarle. Se me da muy bien.
– Bien, entonces está decidido. Aunque… ¿te importaría mucho cuidar de Sombra en mi lugar hasta que pueda enviar a alguien a buscarle?
– En absoluto. Quizá pueda llevárselo yo mismo a Londres.
Andrew sonrió a pesar del nudo que le agarrotaba la garganta.
– Un plan excelente.
– Señor Stanton… -Spencer levantó los ojos hacia él y la tristeza que revelaba su mirada cortó a Andrew como una cuchilla oxidada-. ¿Y si la gente de Londres se muestra… desagradable conmigo?
– Estaré siempre a tu lado, Spencer. Si alguien es lo bastante estúpido como para mostrarse desagradable contigo, aunque sea una sola vez, te prometo que no habrá una segunda.
Sus palabras borraron parte de la preocupación que velaba los ojos del joven, aunque nada hicieron por borrar de ellos la tristeza. Y era hora de irse. Después de dar un apretón a los hombros del chiquillo, le miró directamente a los ojos.
– Quiero que sepas que… si tuviera un hijo, me gustaría que fuera igual a ti.
La barbilla de Spencer tembló y una solitaria lágrima se deslizó por su mejilla, golpeando a Andrew con más violencia que cualquier arma. Spencer dio un paso adelante y rodeó a Andrew por la cintura, estrechándolo entre sus brazos.
– Ojalá fuera mi padre -dijo con un susurro quebrado.
Andrew cerró los ojos con fuerza y también abrazó a Spencer. Tuvo que tragar dos veces para encontrarse la voz.
– Ojalá, Spencer. Ojalá. Pero siempre seremos amigos.
– ¿Siempre?
– Siempre. Siempre que necesites algo, no tienes más que pedírmelo. -Dio unas palmadas al joven en la espalda y luego retrocedió-. Y ahora tenemos que irnos. ¿Por qué no coges a Sombra mientras yo ensillo a Afrodita?
Spencer asintió y a continuación se dirigió al tercer establo. Andrew se quedó fuera del cuarto de sillas, observándole, preguntándose cómo podía un hombre sufrir tanto sintiéndose a la vez tan condenadamente aturdido.
En cuanto la pesada puerta de madera del establo se cerró silenciosamente tras Spencer, Andrew soltó un profundo suspiro y se obligó a enterrar su dolor como lo había hecho con tantos otros. Se volvió para regresar una vez más al cuarto de sillas, pero no había dado más de un paso, cuando la voz de Carmichael dijo:
– Quédese donde está.
Andrew se volvió y vio emerger a Carmichael entre las sombras, apuntándole directamente con una pistola.
Manteniendo una calma externa que estaba lejos de sentir, rápidamente evaluó sus limitadas posibilidades: posibilidades aún más desalentadoras por la presencia de Spencer. Maldición, si algo llegaba a ocurrirle al chico…
Se obligó a mantener firme la mirada en la nariz hinchada y en la mejilla amoratada de Carmichael para no dejarla vagar hasta el establo en el que había entrado Spencer. ¿Se habría dado cuenta Carmichael de que no estaban solos? De ser así, tenía que asegurarse de que Spencer no se dejara ver.
Andrew se aclaró la garganta y dijo, alzando la voz:
– ¿Cuánto tiempo pretendía seguir ocultándose en el establo?
– No estaba en el establo -dijo Carmichael-. Estaba fuera, ocupándome del jefe de establos.
El alivio y la furia tensaron las manos de Andrew: alivio al saber que Carmichael parecía ignorar que no estaban solos, y furia ante la noticia de que Fritzborne hubiera sido víctima de aquel bastardo.
– ¿Lo ha matado?
Carmichael se acercó despacio, con los ojos brillantes.
– No estoy seguro. Pero, aunque esté vivo, no le será de ninguna ayuda. Lo he dejado bien atado y amordazado.
La mirada de Andrew descendió al instante hasta la pistola de Carmichael e interiormente maldijo el hecho de que su propia arma estuviera fuera de su alcance, en la sala de sillas, donde la había dejado al ir a buscar la silla. Todavía tenía el cuchillo, pero tendría que escoger el momento con mucho cuidado. Si fallaba…
Cuando aproximadamente unos siete metros les separaron, Carmichael se detuvo.
– Ha tardado bastante en venir a los establos.
– Habría venido antes de haber sabido que me esperaba… Manning.
La sorpresa destelló en los ojos de Carmichael.
– Así que ya ha descubierto quién soy. Bien. Llevo esperando mucho tiempo este momento. Me ha llevado a una apasionante cacería durante estos últimos once años, Stanton, pero ahora todo ha terminado. Ahora pagará por haber matado a mi hijo.
– Su hijo mató a mi esposa.
– ¿Su esposa? Nunca fue suya. Era propiedad de Lewis. Usted se la robó. Su matrimonio iba a unir a dos poderosas familias.
– Su hijo le pegaba.
– ¿Y qué importa eso? Era suya y podía usarla a su antojo. Si la joven no hubiera sido tan estúpida, no le habría enfurecido como lo hacía. Dios santo, pero si apenas sabía hablar. Las únicas cualidades que la redimían eran su apellido y su enorme fortuna.
Los ojos de Andrew se entrecerraron y dio un paso adelante.
– Le sugiero que tenga cuidado con lo que dice de ella.
– Y yo le sugiero que no vuelva a moverse. Soy un experto tirador.
– ¿Un experto tirador? No lo creo. No me alcanzó en la fiesta de lord Ravensly por, al menos, medio metro. Su descuido a punto estuvo de costarle la vida a lady Catherine.
Andrew apretó los dientes ante el despreocupado encogimiento de hombros de Carmichael.
– Me temo que, cuanto mayor es la distancia, más puntería perdemos.
– También anoche pretendió hacerle daño.
– Su inesperada presencia interfirió en mis planes.
– ¿Y el museo? ¿Fue eso obra suya o acaso contrató a alguien para que lo saqueara?
Una gélida sonrisa arrugó las comisuras de los labios de Carmichael.
– Fui yo. Ni se imagina la satisfacción que experimenté con cada hachazo. Con cada ventana hecha añicos. Viendo luego cómo sus inversores le daban la espalda. Todo ello pequeñas retribuciones por lo que usted le hizo a mi familia. -Sus ojos ardían de puro odio-. El matrimonio de Lewis con la heredera de los Northrip habría resuelto todos los problemas financieros de mi familia. Cuando asesinó a mi hijo, lo perdí todo. Northrip descubrió mis deudas y decidió retirarse de nuestra fusión. Naturalmente, le maté, aunque no obtuve con ello más que la simple satisfacción de acabar con su vida. Mi casa, mi empresa… todo perdido. Usted merecía no menos a cambio. Primero, perder su museo, y ahora, por fin, tras muchos años buscándole, también perder su vida.
Un fuerte jadeo llegó desde la puerta de los establos. Andrew se volvió y el corazón a punto estuvo de dejar de latirle en el pecho. Catherine estaba de pie en el umbral, a menos de siete metros de él y con el horror reflejado en sus ojos abiertos como platos.
– A menos que quiera que dispare al señor Stanton, sacará ahora mismo la mano de su falda, lady Catherine. -Sin apartar los ojos de ella, Carmichael prosiguió-: Y si se mueve usted un solo centímetro, señor Stanton, la mataré. Y ahora tienda las manos al frente, lady Catherine… sí, así, y acérquese al señor Stanton… no, no tanto. Deténgase ahí mismo.
Catherine se detuvo a un par de metros de Andrew. Mientras hablaba a Catherine, un ligero movimiento detrás de Carmichael captó la atención de Andrew. Spencer, con los ojos como platos, atisbaba por encima de la puerta del establo situada justo detrás de Carmichael.
Los ojos de ambos se encontraron y Andrew ladeó bruscamente la cabeza, rezando para que Spencer entendiera el mensaje y se mantuviera oculto. La cabeza del joven desapareció.
La mente de Andrew empezó a pensar a toda prisa. ¿Cómo podía sacar a Spencer, a Catherine y a él mismo con vida de aquel lío? Carmichael estaba a menos de dos metros, directamente delante del establo donde se ocultaba Spencer. De pronto le llegó un golpe de inspiración y se aclaró la garganta.
– Sabe que le colgarán por esto.
– Al contrario. Sydney Carmichael simplemente desaparecerá y nunca volverá a saberse de él.
– No contaría con ello. Apuesto a que no tardará en verse colgando de la horca. -Acompañó su afirmación chasqueando la lengua-. Sí, balanceándose, exactamente como la puerta de un viejo establo, como solía hacerlo mi viejo amigo Spencer. Y como probablemente estaría encantado de hacerlo de nuevo. En este preciso instante.
Oyó la afilada inspiración de Catherine, pero no se atrevió a mirarla. Un destello de confusión asomó a los ojos de Carmichael, cuya mirada se endureció de inmediato.
– Extraña elección para sus últimas palabras, aunque qué importa ya. Su vida ha terminado -anunció, apuntando directamente la pistola al pecho de Andrew.
En apenas un segundo, la puerta del establo situado detrás de Carmichael se abrió de improviso, golpeándole con fuerza en la espalda y haciéndole perder el equilibrio. Andrew se lanzó hacia delante. Antes de que Carmichael pudiera recuperar el equilibrio, los puños de Andrew encontraron su objetivo con dos golpes rápidos y potentes que impactaron en la mandíbula y en el diafragma de Carmichael. Éste soltó un gruñido y la pistola se deslizó de sus dedos, aterrizando en el suelo de madera con un golpe sordo. Andrew lo cogió por la corbata y cuando había echado el puño atrás para darle un nuevo golpe, Carmichael puso los ojos en blanco, colgando inerte de la mano de Andrew. Éste lo soltó y Carmichael se derrumbó en el suelo, vio a Catherine quien, respirando pesadamente y con los ojos brillantes en una combinación de furia y triunfo, sostenía entre las manos un cubo lleno de pienso que mostraba una ostensible abolladura.
– Toma, bastardo -dijo al hombre caído.
Andrew quiso decir una docena de cosas, pero al abrir la boca, lo que salió de ella fue:
– Lo ha derribado.
– Le debía una. ¿Está bien?
Andrew parpadeó.
– Sí. ¿Y usted?
– Sí, estoy bien. Sólo lamento no haber tenido la oportunidad de haberle dado dos veces.
Con el cubo abollado en la mano, los ojos encendidos, las mejillas arreboladas, estaba magnífica… como una Furia vengadora, presta a derribar a cualquier canalla que se atreviera a cruzarse en su camino.
– Desde luego, cualquiera diría que no necesita las lecciones de pugilismo de las que habíamos hablado.
Spencer corrió hacia ellos, pálido y con los ojos como platos.
– ¿Está muerto? -preguntó.
– No -dijo Andrew-, aunque gracias a tu madre tendrá un espantoso dolor de cabeza cuando vuelva en sí.
Catherine soltó el cubo, que fue a dar contra el suelo con un ruido metálico, y luego cubrió la distancia que la separaba de Spencer con dos espasmódicos pasos. Abrazándolo acaloradamente, preguntó:
– ¿Estás bien, cariño?
Spencer asintió.
– Me alegro de que no estés herida, mamá. -Miró a Andrew por encima del hombro de Catherine-. Y usted también, señor Stanton.
Cuando Catherine soltó a su hijo, Andrew puso una mano en el hombro de Spencer y sonrió.
– Estoy bien, gracias a ti. Me has salvado la vida. Y también la de tu madre.
El carmesí tiñó las pálidas mejillas de Spencer.
– Quería matarle. Y también a mamá.
– Sí, así es. Has sido extraordinariamente valiente, conservando la calma y manteniéndote en silencio para luego actuar en el momento justo. Estoy muy orgulloso de ti, y en deuda contigo.
Spencer se sonrojó aún más.
– Sólo he hecho lo que usted me ha indicado.
– Y lo has hecho de un modo brillante.
Una sonrisa iluminó los labios del joven.
– Me parece que hemos formado un buen equipo.
– No me cabe duda.
Andrew señaló a Carmichael con la cabeza.
– Tenemos que atarle y luego ir a ver cómo está Fritzborne.
En cuanto Carmichael estuvo perfectamente atado y amordazado, encontraron a Fritzborne detrás de los establos, debatiéndose denodadamente contra las cuerdas que lo ataban. Andrew cortó las ligaduras con su cuchillo, explicándole rápidamente lo ocurrido. Cuando Fritzborne estuvo libre, Andrew le ayudó a levantarse.
– ¿Se encuentra lo bastante bien como para ir a caballo en busca del magistrado?
– Nada en el mundo podría causarme mayor placer -le aseguró Fritzborne.
Después de ver marcharse a Fritzborne, Andrew se volvió hacia Catherine. Se cruzó de brazos para evitar tocarla.
– Y ahora, quizá pueda decirme por qué ha salido de casa, lady Catherine.
– Miré por la ventana y le vi entrando en los establos. Quería hablar con usted antes de que se… marchara. -Alzó la barbilla-. No salí de casa desarmada. Desgraciadamente, Carmichael me vio cuando intentaba sacar la pistola del bolsillo.
– ¿La pistola?
– Sí. Y estaba decidida a usarla en caso de considerarlo necesario.
– Ya… veo. ¿De qué quería hablar conmigo? -Buscó su mirada, esperando una señal que le indicara que quizá había cambiado de opinión, pero la expresión de Catherine no revelaba nada.
– ¿Le importaría que habláramos de esto en casa? -La mirada de Catherine regresó al cuerpo atado de Carmichael y la recorrió un visible escalofrío.
– Por supuesto que no. Pero tengo que quedarme aquí hasta que llegue Fritzborne con el magistrado. Estoy seguro de que querrá también hablar con Spencer y con usted.
– Estoy de acuerdo. -Y volviéndose hacia Spencer, dijo-: ¿Me acompañas, cariño? Hay algo de lo que quiero hablar contigo.
Spencer asintió. Catherine pasó el brazo de su hijo por debajo del suyo y Andrew los vio alejarse, resucitando en él el dolor de saber que después de ese día, no volvería a ser parte de sus vidas.
Catherine se sobresaltó cuando alguien llamó a la puerta del salón. Tras pasarse las manos por el vestido de muselina de color melocotón y pellizcarse las mejillas para asegurarse de que no estaba demasiado pálida, dijo:
– Pase.
La puerta se abrió y Andrew apareció en el umbral. Andrew, ese hombre alto, sólido, masculino y oscuramente atractivo, con sus cabellos de ébano desordenados como si se los hubiera mesado con los dedos. A Catherine se le entrecortó el aliento y tuvo que posar las manos sobre su abdomen en un intento por calmar los espasmos que la sacudían.
– ¿Se ha ido ya el magistrado? -preguntó.
– Sí. Entre lo que tú, Spencer, Fritzborne y yo le hemos contado, Carmichael no volverá a salir jamás de una celda. -Cruzó despacio la habitación, deteniéndose en el otro extremo de la alfombra Axminster que les separaba-. Decías que querías hablar conmigo.
– Sí. Antes de que Spencer y yo regresáramos a casa, hemos dado un paseo por los jardines y hemos tenido una larga charla. -Se volvió, se dirigió a la mesita de cerezo situada junto a la ventana y cogió un ramo de flores cuyos tallos estaban atados con un lazo de satén rojo. Al volver, tendió el ramo, rezando para no parecer tan nerviosa como lo estaba-. Las he cogido. Para ti.
La sorpresa destelló en los ojos de Andrew al tomar las flores.
– Dicentra spectabilis -dijo con voz ronca.
– Así que te acuerdas del nombre en latín.
Andrew clavó la mirada en las flores rojas y blancas y un sonido carente del menor atisbo de humor se abrió paso entre sus labios.
– ¿Del corazón sangrante? Cómo olvidar algo tan… descriptivo. -Pareció abrasarla con la mirada-. Lo recuerdo todo, Catherine. Cada mirada. Cada palabra. Cada sonrisa. Recuerdo la primera vez que te toqué. La última. Y cada caricia que compartimos en ese tiempo.
Catherine cerró con fuerza los puños para evitar así toquetearse el vestido.
– Encontré tu nota. El anillo. Y las cartas. Yo… no tenía la menor idea de que tus sentimientos hacia mí se remontaran a tan atrás.
– ¿Es de eso de lo que quieres hablarme? ¿Del hecho de que lleve amándote desde hace años y no meses?
– Sí. No. -Negó con la cabeza-. Lo que pretendo es hablarte de cuáles son mis sentimientos.
La mirada de Andrew se agudizó.
– Te escucho.
– Cuando te fuiste de mi habitación, me pasé el resto de la noche pensando y finalmente llegué a lo que me pareció una decisión lógica. Fui a comunicártela, pero ya no estabas. Entonces leí tu nota, vi las cartas que yo había escrito y todas mis fantásticas decisiones se desintegraron. Sólo me quedó una innegable e irrefutable verdad: que ya había cometido un terrible y espantoso error rechazándote y que a punto había estado de cometer otro. No deseo cometer más errores de esa clase. -Inspiró hondo antes de proseguir-. Andrew, ¿quieres casarte conmigo?
En toda su vida Catherine no se había enfrentado a un silencio más ensordecedor. El corazón parecía habérsele detenido y haberse lanzado al galope a la vez mientras él la observaba con expresión cauta. Por fin, habló.
– ¿Cómo dices?
Catherine arqueó una ceja, dando muestras de su mejor imitación de él.
– ¿Acaso desconoces el significado del verbo «casarse»? ¿Tengo acaso que ir a buscar un diccionario?
– Quizá deberías, porque me gustaría estar seguro de que hablamos de la misma palabra.
– No hace mucho, una persona muy sabia me dijo que el matrimonio significa cuidarse mutuamente. Amarse. Compartir la risa y ayudarse en el dolor. Saber siempre que hay otra persona a tu lado. Que está ahí para ti. -Dio un paso hacia él, luego otro-. Significa que quiero que seas mi marido. He hablado con Spencer, y quiere que seas su padre. Y quiero ser tu esposa. ¿Lo entiendes ahora?
Andrew tragó saliva y movió la cabeza en señal de asentimiento.
– Has dejado escaso margen a una posible interpretación errónea, aunque no estoy seguro de por qué mi nota ha precipitado este cambio en tu corazón.
– Pensar en que me has amado durante todos estos años… me ha llegado al corazón. Me ha abierto el corazón. Me he dado cuenta, con dolorosa claridad, de que si hubieras sido mi esposo, mis sentimientos hacia el matrimonio habrían sido muy distintos. Me he dado cuenta de que deseaba que hubieras sido mi esposo. Mis temores han hecho que negara mis sentimientos por ti, pero ya no puedo seguir negándomelos. Te amo, Andrew.
Andrew cerró brevemente los ojos, apretándolos con fuerza. Cuando los abrió, Catherine se quedó sin aliento al percibir la cruda emoción que ardía en su mirada. Tendiéndole los brazos, la atrajo hacia él y se unieron en un largo y profundo beso que le dejó temblando las rodillas.
– Otra vez -dijo con voz ronca Andrew contra los labios de ella-. Dilo otra vez.
– Te amo, Andrew.
– Otra vez.
Catherine le empujó el pecho con las manos y le miró ceñuda.
– No hasta que respondas a mi pregunta.
Andrew le besuqueó el cuello, dando al traste con la capacidad de concentración de Catherine.
– ¿Pregunta?
Lo empujó aún más y lo miró airada.
– Sí. ¿Te casarás conmigo?
– Ah, esa pregunta. Antes de que te dé una respuesta, quiero asegurarme de que entiendas varias cosas.
– ¿Como por ejemplo?
– Me temo que ya no estoy yo solo. Ahora vengo con un perro.
Un extremo de la boca de Catherine se curvó.
– Entiendo. Acepto los términos. ¿Qué más?
– A pesar de que gozo de una buena posición económica, deberías saber que desgraciadamente seré quinientas libras más pobre de lo que tenía planeado puesto que no podré entregar a Charles Brightmore a lord Markingham y a sus amigos.
– Puesto que te estoy profundamente agradecida por ello, no puedo mostrarme quisquillosa con la cuestión del dinero.
– Excelente. A fin de que ni Markingham ni ningún otro instiguen otra investigación, les ofreceré pruebas irrefutables de que Brightmore ha huido a algún país remoto sin ninguna intención de regresar.
– ¿Y cómo obtendrás tal prueba?
– Soy un tipo muy listo.
– No encontrarás en mí la menor resistencia.
Andrew sonrió.
– Esta mañana pinta cada vez mejor.
– ¿Hay algo más que tenga que entender?
– Sí. Todavía me debes el pago de una deuda y te lo exigiré. -Sus ojos se oscurecieron y la atrajo más hacia él-. Al completo.
Un escalofrío de placer recorrió la columna de Catherine.
– Una exigencia ciertamente atroz, pero te será concedida. ¿Algo más?
– Una cosa más. Creo que me gustaría seguir tus pasos literarios e intentar escribir un libro. Se me ha ocurrido el título perfecto: Guía del caballero para la supervivencia masculina y la comprensión de las mujeres.
Catherine le miró fijamente, con expresión perpleja.
– Bromeas.
– No. Tras nuestro cortejo, me considero todo un experto.
Aunque quizá la idea no fuera del todo disparatada…
– Lo discutiremos -dijo por fin.
– Bien. Y quizá deberías plantearte escribir una segunda parte de la Guía. Estaría más que encantado de ayudarte con tus investigaciones. Ahora, en lo que concierne a tu propuesta… la respuesta es un sí rotundo. Para mí sería un honor casarme contigo.
Catherine soltó una bocanada de aire que no era consciente de estar conteniendo. Deslizó entonces la mano en el bolsillo de su vestido y sacó el anillo de esmeraldas.
– ¿Me lo pones? -preguntó.
– Será un placer. -Sujetándose las flores bajo el brazo, le deslizó el anillo en el dedo-. ¿Te gusta? Porque si no te gusta, puedo regalarte otro…
– Es perfecto -le tranquilizó Catherine, moviendo la mano adelante y atrás de modo que la luz quedara prendida en las distintas facetas de la gema-. Es mi tesoro más preciado.
Andrew capturó su mano y se la llevó a la boca, depositando un cálido beso en la palma. Una sonrisa lenta y devastadora asomó a sus labios.
– Nunca me habían regalado flores ni me habían hecho una propuesta de matrimonio.
El calor y la felicidad la inundaron y le devolvió la sonrisa.
– Sí, bueno, ya sabes cuánto me gusta ser la primera.
– Mi querida Catherine -dijo Andrew con los ojos colmados de amor y de pasión-, siempre lo has sido.