Capítulo 3

Al día siguiente, Lizzy se levantó y se marchó a trabajar; a pesar de la incertidumbre de si la despedirían, sintió cierto júbilo en su interior al llegar al hotel. Observar a aquel maduro hombre caminar por el establecimiento se había vuelto como una necesidad. Sólo con verlo sentía que el corazón le galopaba a toda mecha y, si encima la miraba, ya se quería morir de felicidad.

Sobrecogida, intentaba entender qué le ocurría. No era su tipo. A ella le gustaban los chicos más jóvenes y, a ser posible, de su mismo rollo en vestimenta y gustos, y sobre todo divertidos y alocados… y aquél, de divertido y alocado, tenía lo que ella de monja de clausura.

La noche anterior, cuando llegó a su casa, había indagado sobre él en Google. Allí descubrió que el hotel pertenecía a su familia y que él era la tercera generación en regentarlo. Tenía treinta y seis años. Doce más que ella. Estaba recién separado de una rica heredera inglesa, no tenía hijos y había cursado nada menos que tres carreras universitarias, además de poseer otros hoteles en Inglaterra, Miami y California.

Saber todo aquello la acobardó. Nunca había conocido a nadie con tanto poder y, al recordar cómo lo había tratado con anterioridad, intuyó que tarde o temprano tendría problemas con él.

Pero, sin saber por qué, comenzó a fantasear con William y eso la fastidió. ¿Por qué pensar en un hombre que era todo lo opuesto a ella?

De lo que ella no se había dado cuenta era de que él, cada mañana a la misma hora, se plantaba ante la cristalera del que fue el despacho de su padre para observar el aparcamiento donde Lizzy solía dejar el coche. Le gustaba contemplarla cuando ella no se percataba y disfrutaba extraordinariamente con cada paso o cada gesto de la muchacha al reencontrarse con sus compañeros y sonreír.

Una vez que la veía entrar en el hotel, bajaba al restaurante y, pacientemente, esperaba a que ella apareciera en el comedor y, con su galantería habitual, le daba los buenos días. Ella le sonreía al verlo y después comenzaba a trabajar sumida en mil preguntas inquietantes.

William, por su parte, buscó información sobre ella a través de la documentación que el hotel poseía. Saber que sólo tenía veinticuatro años le hizo entender su manera loca y desenfadada de vestir y de moverse, y el descaro que tenía al hablar. Comparándolo con él, ¡era una niña!

Cuando la veía llegar con los pantalones vaqueros caídos y las zapatillas de cordones de colores, le chirriaban los ojos, pero un extraño regocijo se instalaba en su interior y no podía dejar de buscarla con la mirada.

A la hora de la comida, bajó al restaurante a almorzar y allí, parapetado tras una cristalera, escuchó a la joven comentar a uno de sus compañeros que esa noche pensaba ir al cine con sus amigos. Cuando Lizzy pasó por su lado, la llamó.

—¡Señorita!

Al oír aquella voz, se encogió. Él.

Se dio media vuelta y lo miró.

—Sería tan amable de traerme una botella de vino tinto de Altos de Lanzaga de 2006 —pidió amablemente.

—Por supuesto, señor.

Con paso presuroso, se dirigió hacia donde tenían aquel maravilloso rioja español y regresó con él. William extendió la mano para cogerlo y ella le entregó la botella. Durante unos segundos, él miró la etiqueta y finalmente preguntó:

—¿Lo has probado?

Lizzy negó con la cabeza. Los vinos no la volvían loca; él continuó.

—Esta maravilla es fruto de unos viñedos de más de setenta años; en su proceso de elaboración, este vino ha sido altamente mimado para que se disfrute al beberlo.

Acalorada por aquellas simples palabras dirigidas al caldo, que ella se tomó como propias, asintió. Cuando él le devolvió la botella y ella estaba a punto de cogerla, le preguntó:

—He oído que esta noche quizá vayas al cine con unos amigos.

Sorprendida por su curiosidad, murmuró abriendo la botella para decantarla:

—Puede…

De pronto, el jefe de sala se acercó hasta ellos y, quitándole a la joven la valiosa botella de vino de las manos, le ordenó:

—Yo me ocuparé, Lizzy. Regresa a tu trabajo.

La chica asintió y, sin mirar a un ofuscado William, se marchó. Debía continuar con sus tareas.

Aquella tarde, al salir del trabajo, la muchacha esperaba en la puerta del hotel fumándose un cigarrillo cuando oyó a sus espaldas:

—Fumar perjudica la salud.

Al volverse, sorprendentemente se encontró de nuevo con el hombre que no podía quitarse de la cabeza; ella, sin hablar, asintió. Cuanto menos hablara con él, mejor.

Durante unos segundos ambos permanecieron callados, hasta que él añadió:

—¿Has acabado tu turno?

—Sí.

—¿Sabes qué película vas a ver?

Ella negó.

—No. Llegaremos a un consenso entre todos los colegas.

William, algo jorobado por saber que ella se marchaba con sus amigos, fue a hablar cuando un coche con la música a toda leche paró ante ellos.

Uoooolaaaa, Lizzy —saludó alegremente el Garbanzo desde el interior.

Ella sonrió y apagó el cigarrillo, y William, sin dejar de escudriñar al chico que iba dentro del vehículo, preguntó con curiosidad:

—¿Qué le pasa en las orejas?

«Otro antiguo como mi madre», pensó resoplando y, sin contestar a su pregunta, se despidió.

—Hasta mañana, señor.

William farfulló también una despedida y, ante sus ojos, aquel joven arrancó el vehículo y ella se marchó.

Para William, perderla de vista era decepcionante, por lo que se dio la vuelta y decidió volver al trabajo. Para eso estaba en Madrid.

Esa tarde Lizzy lo pasó de muerte con sus amigos e intentó olvidarse de su encorsetado propietario de hotel, aunque no lo consiguió. Aquel hombre tenía un magnetismo especial y fue incapaz de quitárselo de la cabeza. Se fueron a tapear por la plaza Mayor y, al final de la tarde, decidieron aparcar el cine e irse a tomar unas cervecitas a un local de unos colegas.

A la mañana siguiente, cuando Lizzy llegó al hotel, coincidió con él en el ascensor. ¿Por qué se lo encontraba siempre? ¿Acaso la seguía? Sólo se saludaron con una rápida mirada que a ella la acaloró.

Aquel hombre tan serio, tan alto y tan interesante le hacía sentir algo que nunca había experimentado e, inevitablemente, al final se tuvo que dar aire con la mano. Pero el ascensor se llenó de gente y William, en actitud protectora, se colocó a su lado. Necesitaba aquella cercanía.

A Lizzy, el olor de su colonia y de su piel le inundó las fosas nasales y, cuando segundos después los nudillos de sus manos se rozaron con más intensidad de la necesaria, no pudo evitar temblar.

¿Qué le estaba ocurriendo? Y, sobre todo, ¿qué estaba haciendo?

William, al llegar a la planta donde tenía la oficina, se bajó del ascensor con aplomo y sin mirarla y, tras él, las puertas se cerraron; entonces tuvo que pararse unos instantes para tranquilizarse. Elizabeth, sin saberlo, lo estaba volviendo loco.

Aquella tarde, tras pasar el día intentando mantenerse alejado de ella, vio, a través de la cristalera del ventanal de su despacho, cómo un joven con pintas modernas la recogía en una moto.

¿Sería el mismo chico de la tarde anterior?

¿Tendría novio?

Ver cómo ella le sonreía y cómo posteriormente se agarraba a su cintura para alejarse lo llenó de frustración.

Los días iban pasando y, en silencio y a distancia, la veía bromear con sus compañeros. Aquellos muchachos con los que ella reía y confraternizaba, que llevaban pantalones caídos y camisetas con obscenas imágenes plasmadas en ellas, eran chicos de su edad. Jóvenes a los que les encantaba divertirse y parecían no tener su sentido del ridículo.

Pero, no dispuesto a cesar en su empeño de conocerla, ese día decidió dar un paso adelante y comer en su despacho. Avisó a su secretaria, Loli, para que le subieran el almuerzo allí y se aseguró de que quien lo hiciera fuera la chica. El jefe de sala de Lizzy, al recibir la nota y sin darle mayor importancia, así se lo pidió a la joven y ésta, suspirando, decidió cumplir su cometido.

Una vez tuvo en la bandeja lo que él había solicitado, se encaminó hacia el despacho. Loli, al verla, se levantó y, guiñándole un ojo, le indicó:

—Entra. El jefe espera su comida. Yo me voy a almorzar.

Lizzy asintió y, tras llamar con los nudillos a la puerta y oír su ronca voz invitándola a entrar, pasó.

Sin mirarlo a los ojos, se acercó hasta la mesa donde él la esperaba y preguntó:

—¿Dónde quiere que coloque la bandeja, señor?

Atontado como siempre que la veía, rápidamente miró a su alrededor y señaló una mesita baja que había junto a dos sillones mientras indicaba:

—Allí estará bien.

Lizzy se encaminó hacia donde le había dicho. Una vez hubo dejado la bandeja, se volvió para marcharse y se tropezó con él. Lo tenía detrás. William, al percibir el gesto molesto de ella se retiró hacia un lado, pero añadió:

—Serías tan amable de sentarte un segundo, Elizabeth. Tengo que hablar contigo.

Al escuchar aquello, se le vino el mundo encima. Sin duda ya había tomado la decisión y la iba a despedir. Con las piernas temblorosas, se sentó en uno de los sillones que había libre y él planteó:

—¿Lo pasaste bien el otro día con tus amigos?

Sin entender a qué venía aquella pregunta, respondió:

—Sí, señor.

—William —la corrigió.

Ella no dijo nada y lo miró con cierto reproche.

Él se sentó frente a ella. La miró, la miró y la miró hasta que ésta, con un hilo de voz, susurró:

—Escúcheme, señor, si me va a despedir…

—Elizabeth, tutéame, por favor, estamos solos —insistió él.

Con la cabeza embotada por todo lo que por ella pasaba, la joven prosiguió.

—Si me vas a despedir, créeme que lo entiendo. Te he demostrado que soy una mala empleada tras aquel maldito café con sal que te serví. Pero… por favor… por favor, piénsalo de nuevo. Necesito este trabajo y te prometo que…

—Elizabeth…

—¡Qué mala suerte la mía! Con lo bien que estaba aquí y con lo que me costó que aceptaran mi currículum. Con todo el paro que hay en España me será difícil encontrar un nuevo empleo. Y eso por no hablar del disgusto que les voy a dar a mis padres. Estaban tan felices de que hubiera encontrado este curro y…

—No te voy a despedir —la cortó—. ¿Por qué crees eso?

Oír aquello fue bálsamo para sus oídos.

—¿De verdad que no me vas a echar? —insistió, incrédula, con un hilo de voz.

—No, Elizabeth. Claro que no.

La joven, nerviosa, se tocó la frente. Contó hasta diez para tranquilizarse mientras se retiraba el pelo del rostro. Se restregó los ojos, se dio aire con la mano y, levantándose, murmuró:

—Uf… Pensé que querías hablar conmigo para eso.

Consciente del mal rato que le había hecho pasar, se levantó de su sitio y, plantándose ante ella, dijo cogiéndole una mano:

—Tranquila, Elizabeth, y discúlpame por la confusión.

Ella sonrió y, tras soltar una bocanada de aire, afirmó:

—Ya me veía en la cola del paro arreglando papeles con mi madre detrás.

William, hechizado por el magnetismo que ella le provocaba, acercó una mano a su rostro y, mientras se lo acariciaba, susurró:

—Eres una buena trabajadora, a pesar de lo que ocurrió entre nosotros. Te observo y veo cómo cuidas al detalle tu zona de trabajo, cómo sonríes a los huéspedes y cómo te desvives para que ellos se encuentren como en su casa.

Sorprendida por aquello y consciente de que la cálida mano de él estaba en su mejilla, fue a decir algo cuando intuyó lo que iba a pasar, pero no se movió. Lo sabía. Aquél era un momento lleno de tensión sexual. Ambos se miraban a los ojos a escasos centímetros el uno del otro y, como imaginó, él agachó la cabeza para estar más a su altura y, rozándole en la boca con sus labios, murmuró:

—Sólo proseguiré si tú lo deseas tanto como yo.

Sus bocas se tocaron, sus alientos se unieron, sus cuerpos se tentaron. William controlaba a duras penas su loca apetencia por ella. No quería asustarla. No deseaba que huyera. Desde hacía tiempo, William, en referencia a las mujeres, tomaba lo que se le antojaba, sobre todo desde que su esposa le pidió el divorcio. Por suerte podía hacerlo. Podía elegir y ellas nunca lo rechazaban, pero aquella muchacha tan joven era diferente y sólo anhelaba que lo deseara y no se asustara de él.

Sin apartarse de ella, sus respiraciones se aceleraron y él insistió:

—Elizabeth… ¿qué deseas?

Atontada por el morbo de la situación y la sensualidad de su voz, ella cerró los ojos. Tomar lo que él le ofrecía era lo más fácil. Lo deseado. Durante unos segundos dudó sobre qué debía hacer mientras su bajo vientre se deshacía por aceptar aquella dulce y seductora oferta. La tentación era muy muy fuerte, y William, muy apetecible.

El deseo que sentía por besarlo le nublaba la razón, pero, consciente de que él era su jefe y no uno de sus colegas con derecho a roce, dio un paso atrás y en un hilo de voz musitó, marcando las distancias:

—Señor, prefiero no continuar.

William asintió. Aceptó aquella negativa. No iba a presionarla.

—Puedes marcharte, Elizabeth —dijo sin dejar de mirarla.

Acalorada, caminó hacia la puerta del despacho y, una vez hubo salido de él, se apoyó en la pared para darse aire con la mano y respirar. Había estado a punto de besar al jefazo. Había estado a punto de cometer una gran locura y, consciente de que había hecho lo más sensato, se encaminó hacia el ascensor a toda prisa.

Exaltada, le dio al botón del ascensor varias veces. Debía huir de allí cuanto antes. La tentación, el morbo y el deseo gritaban en su interior que no los dejara así y, cuando las puertas de la cabina se abrieron, no se pudo mover. Su cuerpo le exigía, le rogaba, le pedía que regresara al despacho y acabara lo que no había sido capaz de terminar.

Se resistió durante unos segundos. Era una locura. Era su jefe máximo. No debía hacerlo. Pero al final, en lugar de meterse en el cubículo, se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos.

Esta vez entró sin llamar. Encontró a William en la misma posición que lo había dejado y, cuando éste la miró, ella, sin hablar, caminó hacia él y se tiró a sus brazos.

Sin dudarlo, él la cogió. Aspiró el perfume de su pelo y enloqueció cuando la oyó decir cerca de su boca:

—Quiero ese beso. Dámelo.

Encantado por aquella efusividad y exigencia, acercó su boca y, con decisión, la devoró. Introdujo su lengua en ella y saboreó hasta su último aliento mientras la tenía en sus brazos y la sentía temblar de excitación.

Durante varios minutos, ambos se olvidaron del mundo, de quiénes eran y de cualquier cosa que no fueran ellos dos, sus bocas y el sonido de sus respiraciones.

Lizzy enredó sus dedos en el abundante pelo engominado de él y, enardecida, se lo revolvió, mientras notaba cómo él la apoyaba contra la pared y le metía las manos por debajo de la falda del uniforme para tocarle con posesión las nalgas.

«Dios… Dios… Diossssss, ¡qué placer!», pensó arrebatada al sentirse entre sus brazos.

Extasiada por lo que aquel hombre le hacía experimentar, se dejó llevar. Nunca ninguno de los chicos con los que había estado la había besado con tanto deleite, ni tocado con tanta posesión, y un jadeo escapó de su cuerpo cuando él, separando su boca de la de ella unos milímetros, murmuró:

—Te arrancaría las bragas, te separaría los muslos y te haría mía contra esta pared, luego sobre la mesa y seguramente en mil sitios más. ¿Lo permitirías, Elizabeth?

Excitada, calcinada y exaltada al oír a aquel hombre decir aquella barbaridad tan morbosa, se olvidó de todo decoro y asintió. Sí… sí… sí… quería que le hiciera todo aquello. Lo anhelaba.

Sin demora, la mano de William agarró un lateral de sus bragas y tiró de ellas con suavidad para clavárselas en la piel. Ella jadeó.

—Hazme saber lo que te gusta para poder darte el máximo placer, Elizabeth.

Esas calientes palabras y los movimientos de su mano enredada en sus bragas la volvieron loca. Inconscientemente, un nuevo jadeo cargado de tensión salió de su boca y tembló de morbo al sentir que un experto en aquella linde era quien guiaba la acción y la iba a hacer disfrutar.

No hacía falta hablar. Ambos sabían a qué jugaban y qué querían… hasta que sonó el teléfono de la mesa del despacho y, de pronto, la magia creada se rompió en mil pedazos.

Separaron sus lenguas y posteriormente sus bocas para mirarse. La mano de él soltó las bragas, mientras sus respiraciones desacompasadas les hacían saber el deseo que sentían el uno por el otro.

De repente Lizzy pensó en su padre. Si él se enterara de lo que estaba haciendo con su jefe en aquel despacho, se llevaría una tremenda decepción. Él no la había criado para eso y, temblorosa, susurró:

—Creo… creo que es mejor que paremos.

William la miró. Si por él fuera, la desnudaría en un instante para continuar con lo que deseaba con todas sus fuerzas, pero, como no quería hacer nada que ella no deseara, murmuró:

—Tienes razón. Éste no es el mejor sitio para lo que estamos haciendo.

Lizzy asintió rápidamente y afirmó:

—No, no lo es.

Con pesar, William la bajó al suelo y, una vez la hubo soltado, se tocó el pelo para peinárselo; cuando fue a decir algo, ella se dio la vuelta y se marchó. Necesitaba salir de allí. El calor y la vergüenza por lo ocurrido con él apenas la dejaban respirar y corrió hacia la escalera; no quería esperar el ascensor.

Cuando llegó a las cocinas, fue hacia el fregadero, se llenó un vaso de agua y se lo bebió.

¿Qué había hecho?

Por el amor de Dios, ¡se había liado con el jefazo!

Sus labios aún hinchados por los fogosos besos de aquel hombre todavía le escocían cuando oyó a su jefe de sala decirle:

—Vamos, Lizzy, regresa al restaurante. Te necesitan.

Soltó el vaso, se arregló la falda y, levantando el mentón, volvió a su trabajo. No era momento de pensar, sólo de currar.

Esa tarde, cuando salió del hotel, decidió irse a tomar algo para meditar sobre lo ocurrido. Sin duda, se había vuelto loca. Ella no era una mojigata, pero… ¡liarse con el jefazo en su despacho clamaba al cielo! No era que la faltara un tornillo, ¡sino veinte mil!

Pensó en llamar a su amigo Pedro. Siempre la entendía y con él tenía una confianza extrema. Pero no. Tampoco podía hacerlo. Algo en ella se avergonzaba. Liarse con el superjefe era una de las cosas peor vistas por la gente y hasta ella misma se horrorizó. Si sus padres se enteraran, se querría morir de la vergüenza.

Pero, le gustara o no, era incapaz de dejar de pensar en él… en su boca, en sus ojos, en sus manos cuando la habían tocado, en sus palabras morbosas y llenas de deseo… Resopló. Sin duda aquel hombre sabía muy bien lo que se hacía. Se lo había demostrado en décimas de segundo y sólo con imaginarlo se acaloraba de nuevo.

William, que como ella le estaba dando mil vueltas a lo ocurrido, intentó no cruzarse con la joven durante todo el día para no incomodarla, pero estuvo pendiente de su marcha. Cuando vio que ella salía del hotel, no lo dudó y la siguió a cierta distancia. Si antes pensaba en ella, tras lo sucedido, y tras haber probado sus besos, se había convertido en una loca necesidad.

Llovía como en Londres. En noviembre, el tiempo en Madrid era cambiante, y Lizzy, tras aparcar su coche en un parking público, caminó bajo su paraguas por las calles de la capital hasta entrar en un Starbucks.

William le pidió a su chófer que se marchara y, sin paraguas, anduvo tras ella; cuando la vio entrar en aquel local, la buscó a través de la cristalera. Mirarla, desearla y recrearse en lo ocurrido ese día se había convertido en su mayor afición. Cuando la localizó, empapado de agua, la vio recoger en una bandeja su pedido y dirigirse hacia el fondo.

Calado hasta los huesos, vio que ella buscaba una mesa libre mientras movía los hombros y la cabeza al compás de la música. Sin duda llevaba los auriculares puestos. Sonrió. Justamente aquella jovialidad, frescura y poca vergüenza eran lo que llamaba tanto su atención, y la observó sin ser visto.

Durante varios minutos, como un tonto bajo la lluvia, se planteó si entrar o no. Ella trabajaba para él. Lo ocurrido en su despacho había sido una insensatez. Él era su jefe y debía comportarse como tal. No debía proseguir con aquel complicado juego o se quemaría. Estaba recién divorciado. Apenas hacía cuatro meses que había recuperado su preciada libertad, pero era verla y obviar aquel detalle para querer conocerla.

Cinco minutos después, había decidido que lo mejor era marcharse y se dio la vuelta. Él no era así. Nunca había acosado a una mujer y, siendo quien era en aquel hotel, debía dar ejemplo en la empresa. Las relaciones entre los empleados estaban prohibidas. No. Definitivamente debía olvidar lo sucedido.

Pero, al igual que le había pasado a Lizzy cuando fue a coger el ascensor, de pronto William se dio la vuelta y, con decisión, regresó sobre sus pasos y entró en el Starbucks. Deseaba estar con ella.

Fue hasta la caja y pidió un expreso en taza de cerámica. Él no bebía en recipientes de plástico.

Una vez lo pagó y la camarera se lo sirvió, dudó de nuevo.

¿Debía acercarse a ella?

La observó. Ella parecía enfrascada escribiendo en su iPad mientras escuchaba música. Ni siquiera se había percatado de su presencia. Como un bobo y con el traje empapado, caminó hacia un lateral del Starbucks, pero al final se dio la vuelta, tomó aire y se dirigió hacia ella.

Cuando estuvo a su lado, sin que ella aún hubiera levantado la cabeza, la saludó:

—Buenas tardes, Elizabeth.

Lizzy ni se inmutó; continuó con su iPad y su música. Boquiabierto al verla tan abstraída, pensó qué hacer y finalmente extendió la mano y le tocó el hombro para llamar su atención.

Sobresaltada, lo miró y se quedó muda.

Durante unos segundos, sus ojos se encontraron, hasta que, señalando el sillón libre que había a su lado, él dijo:

—¿Puedo sentarme contigo?

Se quitó los auriculares tremendamente sorprendida y asintió.

Pero, bueno, ¿qué hacía él allí?

William se acomodó a su lado y, al ver que ella hablaba por Facebook a través de su iPad, le preguntó:

—¿Te diviertes en las redes sociales?

Aún bloqueada por verlo a su lado, respondió acalorada al recordar, una vez más, lo ocurrido entre ellos.

—Sí.

Los nervios la atenazaron. ¿La había seguido?

Al mirarlo con detenimiento, vio que estaba empapado. No llevaba paraguas, y su traje, su pelo, su camisa… chorreaban. Pobre. Debía de estar congelado.

Durante un minuto que se hizo eterno, ambos se mantuvieron en silencio sumidos en sus propios pensamientos hasta que finalmente él, al ver el efecto que había causado en ella, se levantó y dijo:

—Lo siento. Te he interrumpido. Será mejor que me vaya.

Eso la hizo reaccionar y, agarrándolo del brazo, pidió:

—Quédate. No interrumpes nada.

Cuando él se volvió a sentar, ella apagó el iPad y, mirando la taza de cerámica que él llevaba, preguntó:

—¿Qué estás bebiendo?

—Un expreso, ¿y tú?

Lizzy contempló su vaso de plástico transparente donde ponía su nombre en rotulador negro y respondió:

—Un frappuccino de vainilla.

Él miró el vaso y, sorprendido, planteó:

—¿Está bueno servido en un recipiente de plástico?

Ella asintió y, cogiéndolo, lo puso delante de él y dijo:

—¿Quieres probarlo?

William la miró y, sonriendo por primera vez, murmuró:

—No, gracias. Con el expreso tengo suficiente.

Nerviosa y desorientada por su presencia, dio un trago a su bebida.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

Cansado de sentirse como un quinceañero cuando en realidad era un infalible hombre de negocios londinense, pensó en qué decir, pero finalmente confesó.

—Te he seguido.

Lizzy se atragantó.

—¡¿Qué?!

—Quería estar contigo. —Incrédula, pestañeo, y él añadió—: No sé si debo disculparme por lo ocurrido hoy en el despacho, pero es verte y desear cosas que nunca pensé que desearía con una joven como tú.

—¿Como yo? ¿Qué quiere decir eso de «una joven como yo»?

Sin poder evitarlo, levantó una mano hacia el lado de la cabeza que Lizzy llevaba rapado y, tocándoselo, murmuró:

—Soy bastante mayor que tú y…

—Ah, vale —lo cortó—. Ya te entiendo.

William sonrió y, rozándole el óvalo de la cara, dijo:

—Me atraes mucho. Tanto como para cometer la locura que he hecho hoy en mi despacho, pero también soy consciente de que hice algo que no debía.

Lizzy bebió de su frappuccino. Beber era lo único que podía hacer.

No sabía qué decir, pues él tenía toda la razón. No tendrían que haberlo hecho.

Pero, incapaz de no mirarlo, se acaloró al sentir cómo todo su cuerpo se reactivaba como un volcán ante su presencia y sus palabras. Él tampoco era el tipo de hombre con el que solía estar, pero, sin duda, le nublaba la razón.

—Y estoy aquí —prosiguió él— porque sé a qué hora termina tu turno de trabajo y quería invitarte a tomar algo para hablar y…

No pudo decir más. La joven le puso un dedo en la boca y, sorprendiéndolo, soltó:

—Pienso como tú. Lo ocurrido es una locura, pero las locuras, en ocasiones, son interesantes y divertidas. Y aunque te doy la razón en que no deberíamos habernos besado, tengo que confesarte que me siento muy atraída por ti; de lo contrario, nunca lo hubiera hecho, Willy.

—William —matizó él abstraído.

Al oírlo, ella sonrió y, con una picardía en los ojos que lo dejó fuera de juego, cuchicheó:

—Lo siento, Willy, pero en este momento no eres mi jefe, ni estamos en el curro.

Ahora el que sonrió fue él y parte de su nerviosismo se esfumó. Sus ojos y los de ella se entrelazaron con más intensidad y, acercándose un poco más a ella, murmuró:

—¿Crees que las locuras son interesantes y divertidas?

Mimosa, le miró los labios y respondió en un tono de voz bajo.

—En ocasiones, sí. Todo depende del tipo de locura que sea.

Hechizado por su cercanía, él asintió y volvió a preguntar.

—¿Y qué tipo de locura es ésta?

Lizzy aspiró su aroma y, sin un ápice de vergüenza, contestó:

—Una locura sexual.

—¿No crees en el amor?

La joven asintió pero, acalorada por la pregunta, respondió:

—Sí. Aunque no creo en los cuentos de príncipes y princesas.

—¿Puedo besarte de nuevo, Elizabeth?

La respiración agitada de la joven se aceleró y, mientras asentía con la cabeza, afirmó con un hilo de voz:

—Estás tardando, Willy.

Azorado por aquella inmediata invitación, William acercó su boca. Paseó sus labios sobre los de ella para sentir su suavidad, su calidez y su locura y, cuando la impaciencia lo consumió, la agarró para acercarla aún más a él y la besó. Le introdujo la lengua en la boca con avidez y descaro y paladeó cada rincón de aquella excitante boca sin importarle que los miraran.

Lizzy, dispuesta a olvidar que era su jefe supremo, se dejó besar. Lo deseaba. Él estaba allí. Aquello era una chifladura, algo que no debería estar haciendo, pero, incapaz de negarle a su cuerpo lo que anhelaba, decidió dejarse llevar por el momento.

Cuando segundos después él se separó de ella y la sintió temblar como lo había hecho cuando estaban a solas en el despacho, murmuró:

—Ni te imaginas el intenso deseo que siento por ti, Elizabeth.

Acalorada por aquello, se levantó del sillón y, ante su mirada, se sentó a horcajadas sobre él y siseó, acercándose peligrosamente a su boca:

—Ni te imaginas el salvaje deseo que siento yo por ti, Willy.

Dicho esto, y con una posesión que lo dejó sin habla, lo besó. Le introdujo su húmeda lengua en la boca y, apretándose contra él, le hizo saber cuánto le gustaba aquella cercanía y cuánto deseo guardaba en su interior.

Lizzy se percató de lo excitado que estaba. Notaba su pene hinchado y latente bajo su cuerpo y, con descaro, murmuró:

—Relájate, Willy, a tu edad no es bueno sobreexcitarse.

Divertido por aquello, la miró y, dándole una palmada en el trasero, afirmó:

—Eres una descarada, Elizabeth Aurora. —Ambos rieron por aquello y, tras besarla, preguntó—. ¿Qué estamos haciendo?

—Besarnos —susurró enloqueciéndolo.

Un nuevo beso… dos… tres…

La pasión crecía entre ellos de una manera descontrolada y, cuando ella abandonó finalmente su boca, sin levantarse de sus piernas, lo miró. Le quitó la americana y, al intentar dejarla sobre su sillón libre, ésta cayó al suelo. Rápidamente él la recogió y la dejó sobre el asiento. Con una sonrisa, Lizzy le desató el apretado nudo de la corbata y, tras quitársela y dejarla en la mesa, le desabrochó el primer botón de la camisa y susurró:

—Creo que así estarás mejor.

Él sonrió y ella, al ver aquella ponzoñosa sonrisa al estilo Edward Cullen, lo despeinó y añadió:

—Y así, todavía mejor.

Satisfecho, le tocó el cabello y, mientras pasaba una mano por el lado rasurado, preguntó:

—¿Por qué te hiciste esta monstruosidad en la cabeza?

Boquiabierta por su comentario, respondió:

—Es tendencia, y personajes tan populares como Rihanna, Pink, Avril Lavigne… lo llevan. Me gusta y a mis colegas también, aunque tenías que haber visto la cara de mi pobre madre el día que me vio por primera vez, ¡casi le da algo!

William sonrió y, recordando algo que ella le había contado, dijo:

—Normal. Ella quería una princesita y no un X-Men.

Lizzy soltó una risotada y él, pletórico por tenerla encima, añadió:

—Creo que estarías infinitamente más bonita con toda la melena igualada.

—¡Qué aburrida! Y ya puestos, con traje y corbata como tú, mejor que mejor, ¿verdad? —se mofó divertida.

Él asintió y murmuró:

—Qué interesante.

Ambos reían por aquello cuando de pronto se oyó a su lado:

Uoooolaaaaaaaaaaaa, Lizzy la Loca.

William y ella miraron hacia donde procedía la voz y ésta, al ver a uno de sus amigos, saludó:

Uooolaaaaaa, Cobaya, ¿qué tal?

El tal Cobaya, un hipster moderno con barba, vestido con camisa a cuadros y pantalón vaquero caído, sonrió y respondió:

—He quedado con Lola y el Garbanzo en la acera de enfrente, pero he entrado a por una magdalena gigante. ¡Joder, aquí están de muerte! —Rió—. Iremos al local de ensayo. Nos han contratado para las fiestas de un pueblo de Madrid, ¿te apuntas?

—Ostras, qué bien, tío. ¿Lo sabe la peña? —preguntó Lizzy.

El Cobaya, tras dar un mordisco a su magdalena, asintió y con la boca llena dijo:

—Sí. ¡Será brutal!

Ambos rieron y Lizzy, al mirar a un descolocado William, dijo:

—Willy, te presento a Cobaya. Cobaya, él es Willy.

—William —corrigió él.

Con diplomacia, fue a tenderle la mano cuando vio al tal Cobaya con el puño cerrado y le oyó decir:

—Venga va, tío, saludarse así es de carrozas. Choca los nudillos, colega, ¡es lo que se lleva!

Boquiabierto por aquello, William cerró el puño como él y, tras chocar los nudillos, Cobaya dijo sonriendo:

—Eso está mejor, Willy.

—William —insistió.

Sin pedir permiso, el Cobaya echó hacia un lado la americana y se sentó en el sillón que Lizzy había dejado libre para hablar con ellos.

Durante varios minutos, William fue testigo de cómo hablaban de música, amigos, cine y locuras. Oírlos reír le hizo sentirse mayor, desfasado y fuera de lugar.

Lizzy, sin percatarse de nada, parecía cómoda con la situación creada, pero él no podía estar más a disgusto. No sólo los separaba una generación. Los separaban mil cosas.

El tenerla sentada sobre él en aquel local delante de la gente lo estaba poniendo cardíaco, y ella parecía no darse cuenta. De pronto, y cuando creía que iba a explotar, el recién llegado se levantó y dijo:

—Lizzy la Loca, Willy, os dejo. Acabo de ver al Garbanzo y a Lola. ¡Nos vemos!

Ciao, Cobaya. ¡Hasta pronto, colega!

Una vez que se quedaron de nuevo a solas, confundido por lo ocurrido, la miró y preguntó:

—¿Lizzy la Loca? ¿Por qué te llama así?

Sonriendo, Lizzy bajó la voz.

—Es una larga historia. Sólo te diré que, cuando me enfado, ¡me vuelvo loca! Ejemplo más reciente: ¡un café con sal!

Sorprendido por aquella aclaración, y tras recordar aquel asqueroso café, fue a hablar cuando ella añadió:

—El Cobaya, el Garbanzo y Lola tienen un grupo de música llamado Los Cansinos, y son buenísimos. Tendrías que escucharlos. ¿Quieres que vayamos al local de ensayo?

Bloqueado, la miró. ¿Él en un local de ensayo con aquéllos?

Sin demora, se quitó a la joven de encima. Aquella intromisión le acababa de aclarar que lo que estaba haciendo era una auténtica tontería. Él, ella y sus mundos nada tenían que ver, así que murmuró:

—Es mejor que me vaya.

Sorprendida por aquel cambio de actitud, la chica preguntó:

—¿Por qué? ¿Qué ocurre, Willy?

—William —gruñó mientras se cerraba el botón de la camisa—. Mi nombre es William.

Descentrada al verlo de pronto tan molesto, fue a protestar cuando él sentenció sin mirarla:

—Esto no es una locura, es un error.

Molesta por aquello, Lizzy no sonrió y afirmó:

—Tienes más razón que un santo, pero también creo que…

—Escucha, Elizabeth —la cortó—. Tú y yo nos atraemos, de eso no me cabe la menor duda. Pero soy un hombre adulto que vive en un mundo donde la gente no se agujerea las orejas, ni se rapa media cabeza por amor al arte… y he de ser juicioso y saber parar cuando he de hacerlo. Además, mañana regreso a Londres y creo que lo mejor es que lo dejemos aquí.

Ahora la descolocada era ella. ¿Y por qué la había seguido? ¿Por qué le había pedido otro beso? ¿Por qué le había dicho las cosas que le había dicho?

Sin cambiar su gesto para no hacerle ver lo mucho que le dolía que se marchara, y no sólo del Starbucks, dijo mientras guardaba su iPad en el bolso:

—Mira, colega, tienes razón. Vuelve a tu mundo encorsetado. Adiós, Willy.

Y sin añadir nada más, le entregó su corbata y se marchó, dejándolo solo en el Starbucks, plantado como una seta.

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