Capítulo 1

Nash Gallagher sabía que estaba loco. Su intención no había sido quedarse. Solo había pasado por allí para ver por última vez el jardín, antes de que las máquinas lo destruyeran. Cumplía con la promesa hecha a un anciano.

Había sido un error.

Esperaba haber encontrado todo tal y como estaba en su memoria. Ordenado, perfecto, el único lugar en el que se había sentido seguro dentro de este confuso mundo.

Estúpido.

Los jardines no eran algo estático.

La cocina de piedra había sobrevivido a la ruina, pero no el jardín del que su abuelo había huido y que había estado cerrado durante dos años. El lugar se había vuelto salvaje…

Se pasó la mano por el rostro en un vano intento de borrar la imagen. Se había jurado a sí mismo que no se dejaría embaucar por el chantaje emocional de su abuelo, pero quizás el hombre lo conocía mejor de lo que se conocía a sí mismo.

Fue el melocotonero el que lo motivo todo.

Al recordar cómo, de niño, lo habían elevado en brazos hasta allí para que tomara la primera fruta madura. Recordaba su sabor y cómo el jugo le corría por la barbilla…

El recuerdo fue tan fuerte que Nash incluso se restregó la barbilla contra el hombro, como para limpiarse el zumo. Luego arrancó con rabia un manojo de mala hierba que estaba ahogando al árbol centenario.

Un acto estúpido pues, en pocas semanas, todo habría desaparecido.

Los viejos árboles estaban cargados de frutas jugosas gracias a la repentina ola de calor, negándose a darse por vencidos, a pesar de la falta de abono o de las malas hierbas que devoraban sus raíces. Igual que su abuelo se negaba a aceptar lo inevitable. No podía dejar aquellos frutos allí.

Quería que los hombres de las apisonadoras supieran que iban a destruir algo que a él le había importado mucho tiempo atrás. No tardaría tanto. Podía dedicarles un día o dos a aquellos melocotones.

Sin embargo, no se trataba solo de ellos. Estaban también los invernaderos con sus viejas estufas de carbón, lugares maravillosos para jugar cuando hacía frío fuera, sitios mágicos, cálidos, llenos de aromas a tierra.

Y, aún a pesar de los destrozos del abandono, seguían siéndolo. Una gata escuálida había dado a luz a un montón de gatitos detrás de la estufa. La gata llevaba cuidadosamente a una pequeña criatura en las fauces, mientras que los cachorros más audaces se aventuraban entre los trozos de cristal roto y basura que había en el suelo.

Quitó los trozos más grandes para que no se hicieran daño y agarró una vieja escoba. Barrió el resto de los fragmentos de cristal roto, mientras pensaba en lo rápida que era la naturaleza en reclamar lo suyo. De pronto, un balón que entró por el techo interrumpió sus pensamientos, mientras una infinidad de fragmentos de vidrio caían sobre él como una lluvia, obligando a los pequeños gatitos a volver a su guarida.

Durante unos segundos miró la pelota. Era grande, brillante, roja, una intrusa. Se enfureció. La gente era tan descuidada. ¿Es que nadie sabía cuánto tiempo llevaba todo aquello allí? ¿Es que a nadie le importaban las generaciones de hombres que habían pasado toda su vida trabajando allí, amando aquel lugar tanto como él lo amaba?

Se sacudió el cristal del pelo y se quitó cuidadosamente la camiseta antes de ir a por la pelota, con la intención de salir y decirle al idiota que había lanzado aquel objeto sin pensar en las consecuencias qué era, exactamente, lo que pensaba de él.

– ¡Mamá, Clover ha vuelto a lanzar la pelota por encima del muro!

Stacey no podía atender en aquel momento al reclamo de su hija. Se encontraba en mitad de una delicada operación, colocando el picaporte en una puerta recién pintada.

– Dile que tendrá que esperar -le respondió, mientras trataba de manejar el picaporte, el destornillador y un tornillo con vida propia. A veces tenía la sensación de que dos manos no eran suficientes. Claro que tampoco estaba ella muy acostumbrada a tener que hacer aquel tipo de cosas.

Si le daban algo grande y sólido como una pala o un azadón, se sentía perfectamente cómoda. Podía hacer un cuadro de hortalizas o hacer una montaña de estiércol sin sudar ni una gota. Pero con un destornillador se sentía una inútil.

Y no solo era el destornillador. Tampoco las brochas eran santo de su devoción. Había más pintura en su ropa y en su piel que en la puerta.

– ¡Mamá!

– ¿Qué? -el tornillo aprovechó la ocasión para escaparse de entre sus dedos. Golpeó el suelo de mármol, botó y desapareció detrás del aparador. Stacey tenía solo cuatro tornillos, lo que implicaba que tendría que mover el aparador repleto de porcelana para sacarlo. Estupendo. Se metió la mano en el bolsillo y buscó el segundo tornillo. Entonces recordó que su hija la quería para algo-. ¿Qué pasa, Rosie?

– Nada. Clover dice que no te preocupes, que ella puede escalar el muro para ir a por la pelota.

– Bien -farfulló ella, con el destornillador entre los dientes. Con que pudiera meter un tornillo, todo lo demás sería mucho más sencillo. Lo clavó con firmeza en el agujero para que permaneciera en su sitio mientras lo apretaba con el destornillador. Pero, de pronto, se dio cuenta de lo que su hija le había dicho-. ¡No!

Se dio la vuelta para ver a dónde había ido y el picaporte aprovechó para darse la vuelta a su vez y trazar una marca sobre la pintura fresca.

Demasiado perpleja como para soltar una de esas palabras que las madres no deben usar, miró el arañazo.

La verdad era que lo que sentía eran ganas de gritar, pero, ¿qué sentido tendría? Si sucumbía a la tentación y se dejaba llevar cada vez que algo iba mal, tendría que pasarse todo el tiempo gritando. Así que, en lugar de eso, dejó el destornillador en la caja de herramientas, respiró profundamente y, tratando de mantener la calma, salió al jardín.

No era el fin del mundo. Algún día lo conseguiría. Algún día terminaría la cocina. Algún día pondría los baldosines del baño, y arreglaría el comedor. Lo haría porque tenía que hacerlo. Aquella casa era imposible venderla en las condiciones que estaba. Ya lo había intentado.

La gente podía mirar mal un papel pintado de hacía veinte años, pero existía el reto de que la casa resultara atractiva tal y como era. Sin embargo, una casa a medio arreglar simplemente se encontraba con el rechazo frontal de la gente.

Si Mike hubiera sido capaz de haber terminado algo antes de empezar con lo siguiente… Pero él había sido así. Siempre había un mañana. Solo que se quedó sin «mañanas»…

– ¡Mamá! ¡Clover lo está consiguiendo!

Clover tenía nueve años y crecía a toda prisa, como una mala hierba. Se había subido al manzano y, desde allí, había saltado al muro del que estaba colgada cuando su madre llegó.

– ¡Clover O'Neill, baja ahora mismo de ahí!

Desde la altura miró a su hermana y le dijo algo desagradable, pero acabó por hacer lo que le decían y se dejó caer al suelo, aplastando un par de dedaleras en el proceso.

– Lo siento -dijo la niña, mientras trataba de reparar el daño enderezándolas.

Stacey suspiró, arrancó las flores aplastadas y apretó la tierra que rodeaba las plantas. La ventaja de plantar lo que para la mayoría de los vecinos no eran sino malas hierbas era que podían resistir los envites de dos niñas.

– ¿Cómo se te ha ocurrido subirte ahí arriba?

– Dijiste que no te molestáramos mientras arreglabas la puerta, así que iba a recoger la pelota yo misma -dijo Clover, como si fuera lo más razonable del mundo. Clover podría haber ganado una medalla olímpica solo aludiendo «razones» de por qué se la merecía.

– Eso es muy considerado por tu parte, cariño, pero me molestaría más una pierna rota -respondió ella, reprimiendo un escalofrío. Aquel muro tenía más de doscientos años, al menos algunas partes, y estaba sujeto por una musgosa uña de gato.

– No quiero que nunca, me oyes, nunca se te ocurra volver a subirte a ese muro. Es peligroso -le dijo con un gesto dramático-. Y lo digo en serio.

– Pero, ¿cómo vamos a recuperar la pelota? -preguntó Rosie.

Clover miró a su hermana.

– Si hubieras mantenido la boca cerrada, ya la tendríamos.

– ¡Ya está bien! A callar. Recuperaremos la pelota -la agarraría como siempre lo hacía. Ella misma escalaría el muro cuando ellas no estuvieran, para no ser un mal ejemplo-. Estoy segura de que alguien la verá y nos la lanzará de vuelta. Lo hicieron la última vez.

– Pero eso no sabemos cuándo ocurrirá -protestó Rosie-. Ya nadie entra en esa casa desde que está cerrada.

Era cierto que la zona de jardín que colindaba con el de ellas se había convertido en un lugar salvaje desde que, por causa de una enfermedad, Archie Baldwin, el anciano que llevaba aquel vivero, se había visto obligado a retirarse hacía ya dos años.

Tenía que sacar tiempo para ir a visitarlo pronto. Se sentía culpable de no haberlo hecho. Le había ensañado tantas cosas. Lo mínimo que podía hacer ella era ir a visitarlo y contarle los últimos cotilleos del pueblo. Quizás podría preguntarle sobre el deprimente rumor que había corrido de que le había vendido la parcela a una constructora.

A ella le resultaría más fácil vender la casa si las vistas desde allí pudieran ser descritas como «rurales».

Atractiva casa de estilo Victoriano, en mitad del campo, perfecta para ser renovada. Interesante jardín de flores silvestres.

Sonaba atractivo. Hasta que alguien la viera y entendiera realmente lo que significaba «perfecta para ser renovada», la cantidad de dinero que eso significaba. Y, como su hermana le había dicho en más de una ocasión, la gente solía querer erradicar las margaritas y los ranúnculos de sus jardines.

Pero el jardín no era el verdadero inconveniente. El problema era la casa. La inmobiliaria a la que le había pedido que la tasara había sido muy clara. Necesitaba arreglos importantes para poder venderla al precio que le correspondía, y tener un montón de casas o de naves industriales interrumpiendo la vista no iba a ayudar en absoluto. Quizás debería olvidarse de sus bonitas flores y empezar a plantar un seto de crecimiento rápido que bloqueara las vistas.

– ¡Mamá!

Se olvidó de sus preocupaciones de futuro y se centró en el presente.

– Lo siento, Clover, pero no deberías haber lanzado la pelota al otro lado, eso lo primero.

– No se puede jugar al fútbol sin darle patadas a la pelota -apuntó Clover, con amabilidad, como alguien que no esperaba ser comprendido-. Vamos, Rosie. Mamá nos la conseguirá. Siempre lo hace. Solo que no quiere que la veamos escalar ese muro tan grande y peligroso.

– Clover O'Neill, eso es…

– No es necesario que finjas, mami. Te vi la última vez.

Stacey no tenía reparos en falsear la verdad si era por una buena causa, pero no tenía sentido hacerlo sin sentido, así que no lo negó.

– Se suponía que debías haber estado en la cama -se limitó a decir.

– Te vi desde la ventana del baño -respondió Clover-. Vas a ir a por ella, ¿verdad?

Puesto que ya la habían pillado, no tenía mucho sentido esperar a que las niñas estuvieran en la cama.

– De acuerdo. Pero hablo en serio cuando te digo que no quiero que lo hagas tú. ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo -dijo Clover poniéndose la mano sobre el corazón, tal y como solía hacer Mike cuando le prometía que arreglaría algo al día siguiente. Tal y como solía hacer cuando le aseguraba que tendría cuidado al montar en su moto.

Stacey tragó saliva.

– De acuerdo -soltó las flores y se aproximó al muro. Saltó y se agarró al borde, hasta alzarse sobre los ladrillos inestables y sentarse en la parte más alta.

El abandonado jardín central había sido, tiempo atrás, la cocina exterior de una gran casa que, desde hacía mucho tiempo se había convertido en el cuartel general de una multinacional.

Desde arriba se podían ver el muro sur y los árboles de melocotones. Había un par de invernaderos que habían perdido una gran parte de los cristales por causa del mal tiempo. Había ido muchas veces a por semillas, porque Archie le había dicho que podía tomar cuantas quisiera.

Pero el lugar tenía un aspecto triste, se había convertido en algo salvaje a toda velocidad y se había empezado a llenar de malas hierbas que crecían por todas partes.

Miró a las niñas.

– Quedaos ahí y no os mováis -les dijo, y saltó al otro lado, pisando un montón de margaritas y ranúnculos, y se puso a buscar la pelota.

Era grande y roja y sería fácil encontrarla. El problema era que se cualquier cosa la distraía. Primero fueron un montón de amapolas con pétalos de terciopelo escarlata. Fantástico. Volvería a por semillas a finales del verano. Si es que todavía estaba allí para entonces. Quizás ya habría vendido la casa para entonces, o quizá no.

Cualquiera de las dos cosas le resultaba igual de deprimente.

Se detuvo a mirar una enorme peonía. No es que le encantara esa flor, pero le dolía pensar que pudiera ser arrollada por una apisonadora. En cualquier caso, si la trasladaba tampoco sobreviviría. A las peonías no les gustaba que las cambiaran de sitio. Tampoco ella quería cambiarse de sitio. Estaba a gusto donde estaba, había echado raíces allí. Pero, como las peonías, no tenía más remedio.

Al menos en su caso el cambio no tendría consecuencias fatales. Solo sería doloroso. Y era el final de su sueño de poner una clínica para plantas.

Continuó por el camino bordeado por grandes plantas, buscando la pelota. Se estaba preguntando qué tan lejos se habría ido, cuando vio algo rojo entre unos arbustos enormes. Grande, rojo y apetitoso.

Nash salió del invernadero y miró de un lado a otro. Nada. No había nadie. En ese momento, al otro lado del jardín, vio a alguien mirando por encima del muro. Era una niña. Su rabia se esfumó con ella. No lo había hecho con mala intención. Había sido un accidente. El lugar estaba en estado de ruina y no podía hacerle mucho más daño. Comenzó a caminar hacia el muro, con intención de devolver la pelota.

Estaba a mitad de camino, cuando vio que otra chica, mucho mayor, aparecía. Llevaba unos pantalones cortos anchos, por lo que podía verle con cierto detalle las piernas. No era ninguna niña, pues rellenaba la camiseta con atributos nada infantiles. Él sonrió al ver que saltaba sobre las flores, mientras el sol le iluminaba el cabello castaño. Algunos mechones se habían escapado del prendedor con que se sujetaba el pelo.

Estaba demasiado ocupada buscando de un lado y otro como para notar que él estaba allí. Se detenía ocasionalmente a mirar alguna flor, pero no las cortaba, simplemente las observaba, tocaba los pétalos de las alegres margaritas, de las relucientes amapolas, como si les dijera hola.

Definitivamente, no era una gamberra.

De pronto, se detuvo junto a la peonía y el sol iluminó su rostro. Las comisuras de sus labios dibujaron una sonrisa complacida, que luego se transformó en un gesto de tristeza. No era una chica, sino una mujer.

Él dio un paso y abrió la boca para llamarla, pero ella se volvió de repente. Entonces supo que había visto las fresas.

«Sería un desperdicio dejarlas ahí para que se las comieran los bichos», pensó Stacey. Las desagradables criaturas ya campaban por sus respetos en el jardín a pesar de todos sus intentos, siempre muy ecológicos, por deshacerse de ellas.

«Es justicia que lo compartan», se dijo, mientras se arrodillaba y alcanzaba media docena de las fresas más grandes para Clover y Rosie.

Luego, eligió una para ella y se la comió, caliente como estaba por el sol, tal y como debían comerse las fresas siempre. El jugo se deslizó por su barbilla y se lo quitó con los dedos que luego se chupó. Era un sabor celestial. No entendía cómo los bichos y los pájaros no se las habían comido todas, pero se alegraba de que no lo hubieran hecho y tomó una más.

De hecho, si el jardín iba a ser destruido para construir en él, podía volver cuando Clover y Rosie estuvieran en el colegio y seleccionar algunos esquejes para poder tener sus propias fresas el próximo año. Pero, de pronto, se detuvo.

¿Qué sentido tenía? No estarían allí el próximo año.

De acuerdo, llevaba diciendo eso ya dos años, pero ya no podía esperar más. Si bien era cierto que no tenía la carga de una hipoteca, no había ninguna posibilidad de que vendiera suficientes plantas salvajes para sobrevivir con eso. Si se limitaba a criar petunias, podría, también, conseguir trabajo en una oficina. Con aquel triste pensamiento retrocedió alejándose de las fresas.

De pronto, notó que algo le obstruía el camino. Se detuvo y frunció el ceño. No había observado antes que hubiera nada en el camino. Confundida, se dio la vuelta.

La obstrucción llevaba un par de botas raídas y unos gruesos calcetines enrollados por encima.

Por encima de las botas aparecieron dos largas y musculosas piernas, con las rodillas llenas de cicatrices, unos muslos llenos de vello, continuando con unos pantalones cortos, desgastados, que se ajustaban al tipo de caderas que debían llevar un aviso diciendo «perjudiciales para la salud».

– ¿En qué puedo ayudarla? -la voz que acompañaba a las piernas sonó dulcemente grave.

Stacey se ruborizó. Que la pillaran entrando en una propiedad privada ya era bastante malo. Pero tener la mano llena de fresas, como una prueba clara de su falta, era realmente vergonzante. Estaba aún pensando en algo que decir, cuando Clover la rescató.

– ¡Mami! -su hija mayor, obedeciendo las órdenes de que no se subiera al muro, estaba en la rama de un árbol igualmente viejo.

Debería haberse enfadado, pero la aparición de su hija le devolvió la dignidad perdida. Era una mujer respetable, era madre. Una madre viuda, además. ¿Qué podía haber más respetable que eso?

Giró la cabeza, dispuesta a enfrentarse a su propia vergüenza y se encontró ante el tipo de hombre que debería llevar una advertencia de «perjudicial para la salud» no solo en la espalda, sino en el torso, en los brazos y en aquellos hombros anchos y fuertes.

Eso, sin decir nada de su rostro moreno, sus ojos azules y ese tipo de pelo lleno de mechas que siempre le había provocado un temblor en las rodillas. Por eso se había casado a los dieciocho y había sido madre a los diecinueve, y se había dedicado a hacer puré de verduras para Clover, en lugar de aprender a cultivarlas en la universidad local.

Era evidente que aquel delicioso hombre no tenía una advertencia de lo perjudicial que era para la salud ni en sus extremidades ni en ninguna otra parte de su cuerpo, pues, con la excepción de un impresionante bronceado, unos bermudas, unos calcetines y unas botas, no llevaba nada más puesto. Y no le cabía duda de que los pies y los tobillos debían hacer juego con el resto, y que pertenecían a la variedad de «irresistibles». Igual que su sonrisa.

– ¿Era esto lo que estaba buscando?

– ¿Buscando? Oh, buscando… -Stacey, con un gran esfuerzo, levantó la mirada de la cesta de fresas que llevaba en las manos y trató de controlar sus rodillas-. Esto… sí.

– Estaba en uno de los invernaderos y entró por el techo -levantó la pelota sobre un dedo, mientras la hacía girar y la volvió a sujetar con la palma de la mano-. Menuda patada -miró la distancia entre el muro y el tejado de cristal roto-. Muy fuerte para una niña -sonrió a Clover que estaba todavía en el árbol-. ¿Tú padre es un jugador profesional?

– No. Mi padre está en el cielo.

Aquel si era un modo de parar una conversación.

– Clover, si no te bajas ahora mismo de ahí, dejaré la pelota aquí -le advirtió Stacey, volviendo la cabeza para evitar la perturbadora visión de aquellos hombros musculosos. Mike también había tenido unos hombros así, todo músculo y nada de cerebro, eso era lo que le decía su hermana. Dee había sido siempre la inteligente.

Pero ella no aprendería jamás.

Clover desapareció.

– Algo me dice que esa chica es un demonio.

– No, para nada. Solo es una fanática del fútbol -otras mujeres tenían niñas delicadas que reclamaban zapatillas de puntas y un papel principal en el Royal Ballet. Stacey se debatía entre el orgullo y la mortificación de no poder darle a su primogénita, que era tremendamente habilidosa con el balón, y que avergonzaría a los chicos de primaria, unas botas de fútbol. Pero eso era algo que no podía permitirse una viuda-. Es la capitana del equipo del colegio. ¿Ha provocado muchos daños?

– ¿Daños? -preguntó él.

– En el invernadero.

– No creo que otro cristal roto sea un problema -él sonrió.

– No… supongo que no -respondió ella. Una sonrisa como aquella debería de haber estado prohibida. De pronto, algo nerviosa continuó-: ¡Espero que no…! Quiero decir… -no, claro que no estaba herido. Su piel dorada estaba intacta. Bueno, eso aparte de una pequeña cicatriz blanca en el cuello.

Entonces fue cuando vio el resplandor de un pequeño cristal sobre su pelo y, sin pensar, estiró la mano y se lo quitó.

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