35 Una sonrisa muy ensayada

Olver echaba de menos a Viento. Bela —la robusta y peluda yegua en la que cabalgaba ahora— no estaba mal en realidad. Lo único era que resultaba muy lenta. Olver lo sabía porque no dejaba de azuzarla para que apretara el paso, pero ella seguía a su ritmo detrás de los otros caballos. Nada que él intentara la hacía ir más deprisa. Olver quería cabalgar como un vendaval. En cambio, se desplazaba como un grueso tronco en la corriente de un río plácido.

Se secó la frente. La Llaga daba bastante miedo, y los demás —la mayoría no tenían caballos— caminaban como si a cada paso se les fuera a echar encima un millar de trollocs. El resto de la caravana hablaba en voz baja y echaba ojeadas desconfiadas a las laderas.

Pasaron al lado de un grupo de árboles marchitos con savia goteando de llagas abiertas en la corteza. Esa savia tenía un tono demasiado rojizo. Casi como sangre. Uno de los conductores de la caravana se acercó a inspeccionarla.

De repente, unas enredaderas se descolgaron de las ramas altas. Eran marrones y con aspecto de estar muertas, pero se movieron como serpientes. Antes de que Olver tuviera tiempo de gritar, el conductor de la caravana colgaba, muerto, de las ramas altas del árbol.

Todas las personas de la fila se quedaron petrificadas en el sitio, aterradas. Arriba, el árbol tiraba del muerto hacia sí a través de una hendidura en la corteza. Lo estaba engullendo. A lo mejor esa savia era sangre.

Olver siguió mirando, horrorizado.

—Calma —dijo lady Faile con un leve temblor en la voz—. ¡Os he dicho que no os acerquéis a las plantas! No toquéis nada.

El grupo siguió adelante, serio y triste.

—Ése ha sido el número quince —rezongó para sí Sandip, que cabalgaba cerca—. Quince hombres muertos en unos pocos días. ¡Luz! ¡No vamos a sobrevivir a esto!

¡Si al menos hubiera trollocs! Olver no podía combatir con árboles e insectos. ¿Quién podía hacerlo? Pero trollocs... contra ellos sí podría luchar. Tenía su cuchillo y había aprendido unas cuantas cosas sobre su manejo con Harnan y Silvic. Olver no era muy alto, pero suponía que eso haría que los trollocs lo subestimaran. Arremetería por debajo, directo a los órganos vitales, antes de que tuvieran tiempo de saber lo que pasaba.

Se dijo eso a sí mismo para evitar que las manos le temblaran y taconeó a Bela con la esperanza de acercarse hasta lady Faile. A lo lejos, oyó una especie de chillido chirriante, como algo que estuviera muriendo de un modo horrible. Olver se estremeció. Había oído el mismo sonido ese día, más temprano. ¿No sonaba ahora más cerca?

Setalle le dirigió una mirada preocupada cuando Olver se acercó a la cabeza de la fila. Los demás hacían cuanto podían para que no corriera peligro. Se armó de valor e hizo caso omiso de ese horrendo chirrido en la distancia. Todos pensaban que era frágil, pero no era cierto. Ellos no habían visto lo que él, de pequeño. A decir verdad, no le gustaba recordar aquellos años. Era como si hubiese vivido tres vidas. Una, antes de que sus padres murieran; otra, cuando se encontró solo; y la última, la de ahora.

Fuera como fuese, estaba acostumbrado a luchar con gente más grande que él. Era la Última Batalla. No dejaban de repetir que haría falta la participación de todo el mundo. Bueno, pues ¿por qué la suya no? Cuando aparecieran los trollocs, lo primero que haría sería desmontar de esa yegua lenta. ¡Era capaz de caminar más deprisa de lo que ese animal podía galopar! Además, los Aiel no necesitaban caballos. Olver aún no había ido a entrenarse con ellos, pero lo haría. Eso ya lo tenía planeado. Odiaba a todos los Aiel, pero sobre todo a los Shaido, y tendría que descubrir sus secretos si iba a matarlos.

Se dirigiría a ellos y exigiría que lo entrenaran. Ellos lo acogerían en su clan y lo tratarían mal, pero al final lo respetarían y le permitirían entrenarse con sus guerreros. Había historias parecidas. Así era como ocurrían las cosas.

Después de que supiera sus secretos, iría a ver a las serpientes y los zorros y recibiría respuestas sobre cómo localizar a los Shaido que habían asesinado a su padre. Desde allí, rastrearlos y matarlos sería una misión digna de su propia historia.

«Me llevaré a Noal —pensó—. Él ha estado en todas partes. Será mi guía. Él...»

Noal había muerto.

El sudor se deslizó por el lateral de la cara de Olver, que miraba con fijeza el camino pedregoso que se extendía ante él. Pasaron cerca de más de aquellos árboles terribles y ahora todo el mundo se mantuvo alejado de ellos. Junto al sendero, sin embargo, uno de los hombres señaló un gran charco del barro asesino. Era marrón y espeso, y Olver atisbó varios huesos que asomaban en la superficie.

¡Qué sitio tan espantoso!

Ojalá estuviera Noal allí. Noal había ido a todas partes, había visto todo. Habría sabido cómo sacarlos de aquel lugar. Pero Noal ya no estaba. Olver se había enterado de la noticia no hacía mucho, filtrada entre otras cosas que lady Moraine había compartido sobre lo ocurrido en la Torre de Ghenjei.

«Todos se están muriendo —pensó Olver, todavía con la vista fija al frente—. Todo el mundo...»

Mat se había marchado con los seanchan, Talmanes a luchar junto a la reina Elayne. Uno tras otro, los de ese grupo de la caravana morían devorados por árboles, barro o monstruos.

¿Por qué todos lo dejaban solo?

Se frotó el brazalete. Noal se lo había dado poco antes de marcharse. Era de toscas fibras tejidas, de los que llevaban los guerreros de una tierra lejana, según le había contado Noal. Era la prueba de que un hombre había participado en una batalla y seguía vivo.

Noal... muerto. ¿Moriría también Mat?

Olver sentía calor, estaba cansado y muy asustado. Azuzó con las rodillas a Bela y, por suerte, la yegua obedeció y empezó a trotar un poquito más deprisa cuesta arriba, por lo que Olver avanzó un tanto en la fila. Habían abandonado las carretas, y después emprendieron viaje hacia un sitio llamado las Tierras Malditas; para ir allí había que subir algunas estribaciones. Por la mañana habían entrado en un paso entre montañas. Aunque él tenía calor, el aire era cada vez más frío a medida que ascendían, lo cual no le importaba en absoluto. Aunque todavía el olor era asqueroso. Como a cadáveres putrefactos.

Su grupo había empezado con cincuenta soldados y casi la mitad de carreteros y trabajadores. A ellos se sumaban otros como Olver, Setalle y la media docena de miembros de la guardia personal de lady Faile.

Hasta ese momento, habían perdido a quince personas debido a los peligros que había en la Llaga; a cinco los habían matado unas cosas horribles de tres ojos que habían atacado el campamento el día anterior por la mañana. Había oído decir a lady Faile que tenían suerte de haber perdido sólo a quince hasta ese momento, que podría haber sido peor.

A Olver no le parecía que eso fuera tener suerte. Aquel sitio era espantoso y quería salir de allí. El Yermo no podía ser tan malo como aquello, ¿verdad? Los hombres y las mujeres de Cha Faile actuaban como Aiel. Un poco como Aiel. A lo mejor era que habían hecho lo que él quería hacer y los habían entrenado en el Yermo. Tendría que preguntarles.

Siguió cabalgando otra media hora más o menos. Por fin, logró que Bela llegara a la cabeza de la fila. La brillante yegua negra de lady Faile parecía veloz. ¿Por qué no le habían dado a él una montura como ésa?

Faile llevaba el arcón de Mat atado en la grupa de la yegua. Al principio, a Olver eso le gustó porque imaginaba que Mat debía de estar deseando tener ese tabaco. Mat siempre protestaba por no tener uno bueno. Entonces Olver había oído a lady Faile explicarle a alguien que el arcón se había convertido simplemente en un objeto adecuado para guardar algunas de sus cosas. ¿Y había tirado el tabaco? Eso no iba a gustarle a Mat.

Faile lo miró y Olver esbozó una sonrisa con toda la seguridad de que fue capaz. A ella no la ayudaría nada ver lo asustado que estaba.

A la mayoría de las mujeres les gustaba su sonrisa. La había estado practicando, aunque no había usado la de Mat como modelo. A Mat la suya siempre le hacía parecer culpable. Uno aprendía a sonreír de un modo u otro cuando se veía obligado a defenderse solo, y él necesitaba una sonrisa que lo hiciera parecer inocente. Y es que era inocente. Las más de las veces.

Faile no le respondió con una sonrisa. Olver pensaba que era muy agradable mirarla, a pesar de esa nariz. Sin embargo, no era muy dulce. Qué puñetas, pero si tenía una mirada que podía oxidar un hierro de primera calidad.

Faile cabalgaba entre Aravine y Vanin. Aunque hablaban en voz baja, Olver oía lo que decían. Se aseguró de mirar en otra dirección, para que no pensaran que estaba escuchando a hurtadillas. Y no lo hacía. Sólo quería quitarse de la estela de polvo de los otros caballos.

—Sí —susurró Vanin—. Puede que no lo parezca, pero estamos cerca de las Tierras Malditas. Por las cenizas de mi madre, no puedo creer que estemos aquí. Pero ¿os habéis dado cuenta de que el aire es más frío? No hemos visto nada realmente malo desde esas cosas con tres ojos, ayer por la mañana.

—Nos acercamos —convino Aravine—. Dentro de poco estaremos cerca del Oscuro, en una tierra donde nada crece, sea corrupto o no, donde no hay vida, ni siquiera las cosas más malas de la Llaga.

—Supongo que eso debería ser un consuelo.

—En realidad no —dijo Vanin mientras se secaba la frente—. Porque los Engendros de la Sombra que hay allí arriba son más peligrosos. Si sobrevivimos, será porque hay una batalla en pleno apogeo. Si tenemos suerte, las Tierras Malditas, a excepción de los alrededores de Shayol Ghul, estarán tan vacías como la bolsa de un hombre después de cerrar un trato con los jodidos Marinos. Disculpad mi lenguaje, milady.

Olver estrechó los ojos para observar el pico hacia el que se aproximaban.

«Ahí es donde el jodido Oscuro vive —pensó—. Y probablemente también es donde está Mat, no en Merrilor.» Mat solía hablar de mantenerse lejos del peligro, pero siempre encontraba la forma de toparse con él de un modo u otro. Olver suponía que Mat sólo pretendía ser humilde, pero no le salía bien. ¿Por qué otra razón iba uno a decir que no quería ser un héroe si después acababa siempre lanzándose de cabeza al puñetero peligro?

—¿Y este sendero? —le preguntó Faile a Vanin—. Dijiste que podría haber habido tránsito por aquí recientemente. ¿Indicaría eso que este lugar dista mucho de estar desierto como describes de forma tan pintoresca con palabras subidas de tono?

—Parece que está transitado —gruñó Vanin.

—De modo que alguien ha estado moviendo carretas por la zona —dedujo Aravine—. No sé si eso es una señal buena o mala.

—No creo que aquí arriba haya ninguna buena —opinó Vanin—. Quizá deberíamos elegir un sitio cerca para escondernos y esperar.

Suspiró y volvió a secarse la frente, aunque Olver no entendía la razón. Estaba empezando a hacer bastante frío, eso era obvio, incluso durante el transcurso del día. Y también parecía haber menos plantas, algo que a él le parecía estupendo.

Miró hacia atrás al grupo de árboles que había arrebatado la vida a ese pobre hombre. No parecía haber más como ésos en las cercanías, en especial hacia adelante, por el sendero que iban.

—No podemos permitirnos el lujo de esperar, Vanin —dijo Faile—. Estoy decidida a llegar a Merrilor, de un modo u otro. El Dragón Renacido estará luchando en Thakan’dar. Allí es adonde hemos de llegar para que nos saquen de este maldito sitio.

Vanin gimió otra vez, pero Olver sonrió. Encontraría el modo de dar con Mat y demostrarle lo peligroso que él podía ser en la batalla. Luego...

En fin, luego era posible que Mat no lo abandonara como habían hecho los otros. Eso estaría bien, ya que iba a necesitar la ayuda de Mat para rastrear a esos Shaido. Después de todo lo que había aprendido entrenándose con la Compañía, estaba seguro de que nadie iba a mangonearlo. Y nadie volvería a arrebatarle a quienes quería, nunca jamás.


—Hay relatos en los archivos que explican lo que hemos visto —dijo Cadsuane, cogiendo la taza de té para calentarse las manos.

La chica Aiel, Aviendha, estaba sentada en el suelo de la tienda.

«Lo que daría por tener a ésa en la Torre», pensó Cadsuane. Esas Sabias... tenían agallas. Eran cortantes e incisivas como las mejores mujeres de la Torre Blanca.

Cadsuane ya no dudaba que la Sombra llevaba años urdiendo un plan complejo para socavar la Torre Blanca. Iba más allá de la desgraciada maniobra de derribar a Siuan Sanche y del gobierno de Elaida. Podrían pasar décadas, siglos, antes de que descubrieran la vastedad del plan de la Sombra. Aun así, el propio número de hermanas Negras —cientos, no unas pocas docenas como ella había supuesto— mostraba a las claras lo que había ocurrido.

De momento, Cadsuane tenía que trabajar con lo que tenía. Eso incluía a estas Sabias, mal entrenadas en el uso de tejidos, pero nunca cortas de arrestos. Útiles. Como Sorilea, a pesar de la debilidad con el Poder Único; estaba sentada al fondo de la tienda, observando.

—He hecho algunas averiguaciones, pequeña —le dijo Cadsuane a Aviendha—. Lo que esa mujer hace es, de hecho, Viajar. Sin embargo, los únicos fragmentos de documentos que lo mencionan se remontan a la Guerra del Poder.

—No vi tejidos, Cadsuane Sedai —contestó Aviendha, fruncido el entrecejo.

Cadsuane disimuló una sonrisa por el tono respetuoso de la muchacha. El chico al’Thor la había puesto al mando y, a decir verdad, mejor Aviendha que algunas otras. No obstante, debería haberla elegido a ella, y la chica seguramente lo sabía.

—Eso es porque la mujer no tejía Poder Único —contestó.

—¿Y qué otra cosa iba a ser?

—¿Sabes por qué quedó liberado el Oscuro originalmente?

Aviendha pareció recordar algo.

—Ah, sí —dijo—. Entonces, ¿están encauzando el poder del Oscuro?

—Se llama Poder Verdadero —explicó Cadsuane—. Los relatos dicen que Viajar con el Poder Verdadero funciona del modo que has visto moverse a esa mujer. Fueron pocos los que lo vieron ocurrir. El Oscuro fue mezquino con su esencia durante la Guerra del Poder, y sólo los más favorecidos tuvieron acceso a él. De este hecho deduzco que esa mujer es, sin lugar a dudas, una de las Renegadas. Por la descripción de lo que le hizo a la pobre Sarene, apunta a Graendal.

—Los relatos nunca mencionan que Graendal fuera tan fea —señaló Sorilea con voz queda.

—Si fueseis una de las Renegadas, fácil de reconocer por la descripción, ¿no querríais cambiar de aspecto para no ser identificada?

—Tal vez. Pero en tal caso no usaría ese... Poder Verdadero, como lo habéis llamado. Eso echaría por tierra el propósito de mi disfraz.

—Por lo que Aviendha nos ha contado, a la mujer no le quedaba otra opción —hizo notar Cadsuane—. Tenía que escapar con rapidez.

Sorilea y ella trabaron las miradas y ambas asintieron con la cabeza en señal de estar de acuerdo. Darían caza a esa Renegada, ambas.

«No voy a permitir que te me mueras ahora, chico —pensó Cadsuane, que dirigió la vista hacia donde al’Thor, Nynaeve y Moraine seguían con su tarea. Todos los encauzadores del campamento percibían esa especie de pulsación rítmica—. Al menos, hasta que hayas hecho lo que has de hacer.» Cadsuane había esperado que los Renegados estuvieran allí. Por esa razón se encontraba en aquel frente de batalla.

El viento sacudió la tienda y le produjo un profundo helor a Cadsuane. Ese lugar era espantoso, incluso cuando la batalla daba una tegua. El horror que infundía aquel sitio, el espanto que flotaba en el aire, era como el ambiente en el funeral de un niño. Ahogaba la risa, borraba las sonrisas. El Oscuro observaba. Luz, sería estupendo poder irse de allí.

Aviendha bebía su té. La joven todavía tenía un aire angustiado, aunque era evidente que ya había perdido compañeros en batalla con anterioridad.

—Las dejé morir —susurró.

—No debes culparte por lo que hizo una Renegada, pequeña —le dijo Cadsuane.

—No lo entendéis. Estábamos en un círculo, e intentaron librarse de mí, lo sentí, pero no sabía qué ocurría. Retuve su Poder, y por eso no pudieron luchar contra ella. Las dejé indefensas.

—Bueno, a partir de ahora no te separes de quienes tienes en tu círculo —contestó Cadsuane de forma enérgica—. No podías saber qué ocurría.

—Si sospechas que ésa anda cerca, Aviendha —dijo Sorilea—, avisarás a Cadsuane, a mí o a Amys. No es vergonzoso admitir que otra es demasiado fuerte para que tú sola puedas hacerle frente. Juntas, derrotaremos a esa mujer y protegeremos al Car’a’carn.

—De acuerdo —accedió Aviendha—. Pero vosotras haréis lo mismo conmigo. Todas.

Se quedó esperando una respuesta. De mala gana, Cadsuane accedió, y también Sorilea.


Faile estaba agazapada en una tienda oscura. El aire se había vuelto más frío, ahora se encontraban cerca de Thakan’dar. Deslizó el pulgar a lo largo de la empuñadura de su cuchillo mientras inhalaba despacio y de forma regular; luego exhaló del mismo modo. Tenía la mirada fija, sin pestañear, en los faldones de la entrada.

Había puesto el arcón del Cuerno allí, con una esquina asomada a la noche. Se sentía más sola en la frontera de las Tierras Malditas, rodeada de supuestos aliados, de lo que se había sentido en el campamento Shaido.

Dos noches atrás, la habían llamado para que saliera de la tienda e inspeccionara unas huellas extrañas que habían preocupado a los hombres. No habían perdido a nadie desde que se habían acercado tanto a las Tierras Malditas —esa parte del plan funcionaba—, pero aún había mucha tensión. Aunque sólo había estado ausente unos pocos minutos, cuando volvió vio que habían desplazado ligeramente de su sitio el arcón del Cuerno que guardaba en su tienda.

Alguien había intentado abrirlo. Luz. Menos mal que no había conseguido romper la cerradura y que el Cuerno aún seguía dentro cuando miró.

El traidor podía ser cualquiera. Uno de los Brazos Rojos, un carretero, un miembro de Cha Faile. Se había pasado las dos últimas noches mostrándose muy vigilante con el arcón, incluso exageradamente, para frustrar al ladrón. Entonces, esa noche, se había quejado de dolor de cabeza y había dejado que Setalle le preparara un poco de té para ayudarla a dormir. Se había llevado el té a la tienda, aunque no había probado ni un sorbo, y ahora aguardaba agazapada, a la espera.

La esquina del arcón resultaría obvia asomando entre los faldones. ¿Lo intentarían otra vez? Como precaución había sacado el Cuerno del arcón y se lo había llevado consigo cuando salió a hacer sus necesidades. Allí lo había escondido en una oquedad de la roca y, al regresar, había puesto a Cha Faile a patrullar por el campamento durante la noche, lejos de su tienda. A sus guardias personales no les había gustado que se quedara sin protección, pero Faile dejó claro que estaba preocupada por las tensiones que había entre los hombres.

Eso sería suficiente. Luz, tenía que serlo.

Las horas pasaron, ella agachada en la misma postura, lista para saltar y dar la alarma en el instante en que alguien intentara entrar en su tienda. Seguro que lo intentaría otra vez esa noche, que supuestamente no se encontraba bien.

Nada. Le dolían los músculos, pero no se movió. El ladrón podía estar ahí fuera, en la oscuridad, esperando. Preguntándose si ése era el momento oportuno para entrar, hacerse con el Cuerno y huir para reunirse con sus señores. Lo...

Un grito hendió el silencio de la noche.

Faile vaciló. ¿Una maniobra de distracción?

«Ese grito —pensó, calculando la dirección—. Provenía... justo al oeste de aquí.»

Cerca de donde había escondido el Cuerno. Faile maldijo y tomó una decisión instantánea. El arcón estaba vacío. Si se tragaba el anzuelo y en verdad no era más que una maniobra de distracción, tampoco perdería nada. Por otra parte, si el ladrón había previsto su treta y se le había adelantado... Salió disparada de la tienda mientras otros saltaban de las mantas de dormir. Miembros de Cha Faile corrían a través del campamento. El grito se repitió.

Lo siguió un chillido inquietante, como el que los había seguido en la distancia.

Topó con unas malas hierbas, finas y cubiertas de motas de la Llaga, y se abrió paso a través de ellas. Correr entre las plantas fue un movimiento estúpido en un lugar donde una rama podía matar, pero no pensaba con claridad.

Llegó la primera a la escena, en el sitio donde había escondido el Cuerno. Allí no sólo estaba Vanin, sino Harnan también. Vanin apretaba el Cuerno de Valere entre los gruesos brazos mientras Harnan luchaba contra algún tipo de bestia de pelambre oscura, gritando y blandiendo la espada.

Vanin miró a Faile y se puso tan pálido como la camisa de un Capa Blanca.

—¡Ladrón! —gritó Faile—. ¡Detenedlo! ¡Ha robado el Cuerno de Valere!

Vanin gritó al tiempo que tiraba el Cuerno como si lo hubiera mordido y se alejó a toda carrera. ¡Luz, y qué deprisa podía moverse para alguien con su volumen! El gordo explorador agarró a Harnan por el hombro y tiró de él hacia un lado mientras la bestia gritaba aquella especie de quejido inquietante.

Otros gritos llegaron en la distancia. Faile resbaló en el suelo, asió el Cuerno y lo apretó contra sí. Esos hombres no eran ladrones corrientes. No sólo habían adivinado su plan, sino que habían previsto exactamente dónde escondería el Cuerno. Se sentía como una chica de campo que se había dejado estafar por un fullero de ciudad con el juego del trile.

Los que habían ido corriendo tras ella estaban estupefactos, ya fuera por ver el Cuerno o el monstruo. La criatura chilló; era una especie de oso con demasiados brazos, aunque más grande que cualquier oso que ella hubiera visto en su vida. Faile se puso de pie a trompicones. No había tiempo para perseguir a los ladrones, ya que la bestia se lanzó violentamente contra los guardias de Faile. Arrancó la cabeza a un miembro de Cha Faile al tiempo que chillaba.

Faile gritó y lanzó un cuchillo al ser, mientras Arrela lo atacaba y le hendía un hombro con la espada. Justo entonces, una segunda bestia apareció moviéndose con pesadez por las rocas, cerca de Faile.

Faile soltó una maldición, se apartó dando saltos y le arrojó un cuchillo. Alcanzó al ser o, al menos, el chillido que profirió aquella cosa parecía ser de rabia y dolor. Cuando Mandevwin se aproximó a caballo con una antorcha en la mano, la luz reveló que esas cosas horribles tenían rostros como los de los insectos, con multitud de dientes afilados en las mandíbulas. El cuchillo de Faile sobresalía de uno de los ojos de aspecto bulboso.

—¡Proteged a la dama! —gritó Mandevwin mientras arrojaba lanzas a los Brazos Rojos cercanos, que arremetieron con ellas al primer monstruo haciendo que se apartara de Arrela, la cual se escabulló a gatas, sangrando. La mujer, sin embargo, no había perdido la espada.

Faile se echó hacia atrás mientras Cha Faile se organizaba a su alrededor y después bajó la vista hacia lo que sostenía. El Cuerno de Valere, extraído del saco en el que ella lo había escondido. Podría tocarlo y...

«No —pensó—. Está ligado a Cauthon.» Para ella sólo funcionaria como un cuerno corriente.

—¡Aguantad! —gritó Mandevwin, haciendo recular a su caballo de guerra cuando una de las bestias se lanzó hacia él—. ¡Mito, Laandon, necesitamos más lanzas! ¡Id! Esas cosas luchan como verracos. ¡Haced que avancen, ensartadlos!

La táctica funcionó con uno de los monstruos; pero, mientras Mandevwin gritaba, el otro cargó contra él y agarró a su caballo por el cuello. La bestia no hizo caso de los soldados que intentaban ensartarlo y Mandevwin cayó al suelo con un gemido.

Todavía aferrando el Cuerno, Faile pasó con rapidez junto a un grupo de Brazos Rojos que habían conseguido atravesar a la otra bestia. Cogió una antorcha recién encendida y se la arrojó al segundo monstruo. Esto le prendió el pelaje de la espalda, y la cosa bramó cuando el fuego ascendió por la espina dorsal mientras el pelo ardía como yesca seca. Tiró el caballo muerto de Mandevwin, con la cabeza casi arrancada de cuajo, a la vez que se agitaba violentamente entre chillidos y aullidos.

—¡Coged a los heridos! —ordenó Faile, que agarró a un miembro de la Compañía por el brazo—. ¡Ocupaos de Mandevwin!

El hombre miró con los ojos abiertos como platos el Cuerno que ella sostenía; luego salió del pasmo con una sacudida y, asintiendo con la cabeza, llamó a otros dos para que lo ayudaran a levantar a Mandevwin.

—Milady, ¿qué está ocurriendo? —preguntó Aravine, que estaba cerca de los arbustos que había detrás.

—Dos Brazos Rojos intentaron robar lo que he transportado hasta aquí —contestó Faile—. Ahora vamos a emprender la marcha aunque sea de noche.

—Pero...

—¡Escucha! —lo interrumpió Faile, que señaló hacia la oscuridad.

A lo lejos sonaban una docena de chirridos diferentes en respuesta a los chillidos de la bestia moribunda.

—Los gritos atraerán a más horrores, al igual que el olor de la sangre derramada. Nos vamos. Si conseguimos internarnos lo suficiente en las Tierras Malditas esta noche, podríamos estar a salvo. Despierta al campamento y que los heridos monten en los caballos. Prepara a todos los demás para una marcha forzada. ¡Deprisa!

Aravine asintió con un gesto y se alejó andando con dificultad. Faile echó una mirada en la dirección por donde se habían marchado Harnan y Vanin. Anhelaba darles caza, pero rastrearlos en la oscuridad requeriría avanzar despacio, y eso significaba la muerte esa noche. Además, ¿quién sabía los recursos a los que tenía acceso ese par de Amigos Oscuros?

Huirían. Y quisiera la Luz que no hubiera sido víctima de un engaño mayor de lo que parecía. Si Vanin había sabido preparar de algún modo una réplica del Cuerno para dejarla caer a fin de que ella lo «rescatara» mientras él huía...

No había forma de saberlo. Llegaría a la Última Batalla con un Cuerno falso y quizá provocaría la perdición de todos ellos. Esa posibilidad la acosó mientras los miembros de la caravana avanzaban deprisa en la oscuridad, confiando en la Luz y en la suerte para escapar de los peligros de la noche.

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