Capítulo 3

Fox cerró los ojos y se quedó completamente quieto bajo la ducha.

Había dejado de dormir e incluso de comer y no podía recuperar su vida, pero nada podría evitar que se duchase al menos una vez al día.

Incluso después de dos meses, aún aparecían trozos de metal en su cuerpo. Los médicos decían que las bombas de metralla eran así. Algo nuevo aparecía en la superficie de su piel de vez en cuando. Al principio lo horrorizaba, pero ahora encontraba asombroso, incluso hilarante, lo que los terroristas ponían en esas bombas: trozos de plástico, horquillas, clips, de todo.

Algunas cosas dolían. Otras no. Algunas dejaban cicatrices, otras no. Afortunadamente, nada lo había golpeado en los ojos o la cara… ni por debajo del cinturón, aunque no creía que fuera a mantener relaciones sexuales en el próximo siglo. Tenía que importarte alguien para que se le levantara y a él no le importaba nadie. Aun así, le importaba mucho que su equipo funcionara perfectamente.

Había desarrollado una obsesión con las duchas por miedo a una infección. No le daba miedo morir, pero no quería ni pensar en volver al hospital ni volver a tener heridas infectadas.

Cuando se quedó sin agua caliente, apagó el grifo y alargó la mano para buscar la toalla. Lo hacía todo con cuidado porque a veces la pierna izquierda le fallaba. Técnicamente, el hueso de la pierna había curado, pero había algo dentro que no estaba del todo bien porque podía estar parado y, de repente, le fallaba.

Aquella noche no tenía ese problema, pero en cuanto salió de la ducha se encontró como un anciano, temblando y desorientado. La cara del niño volvió a aparecer en su mente… a veces el niño se convertía en uno de sus antiguos alumnos, a veces era el niño del polvoriento callejón al otro lado del mundo. Fox se apoyó en la pared e intentó respirar con tranquilidad.

Se acercaba un dolor de cabeza. El dolor de cabeza siempre aparecía después de ver al niño. Si algún día recuperaba el sentido del humor, le parecería gracioso que un hombre que no tenía miedo de nada tuviera tanto miedo de un dolor de cabeza. Por supuesto, antes de que llegara el dolor tenía que salir del baño.

Entonces oyó algo… el ruido de una puerta. O lo había imaginado o era Harry, para llenar la nevera con otro montón de fiambreras cuyo contenido no pensaba comer. Fox intentó agarrarse al lavabo… La toalla se le había caído al suelo. Tenía que recuperarla.

– ¿Fox?

Era la voz de Ben, no de Harry.

– Estoy aquí.

Esperaba que su hermano mayor no se quedara mucho tiempo. Ben era demasiado protector y se enfadaba por cualquier cosa o con cualquiera que le hiciera daño a sus hermanos.

Fox les había dicho mil veces que no iba a recuperarse. Las heridas curarían, ya casi estaban curadas, pero por dentro estaba hecho trizas. Y no había forma de curar eso.

– ¿Fox?

– ¡Estoy aquí!

Se obligó a sí mismo a tomar la toalla del suelo para que Ben no pensara que era un inútil.

– Oye, Fox, he traído…

Oh, no. Había pensado que era su hermano, pero su hermano medía un metro noventa y pesaba cien kilos. La intrusa era bajita, con el pelo largo color canela, casi hasta la cintura. Pequeña, de facciones clásicas. Ojos azules, un par de pecas en la nariz y un par de pálidas cejas arqueadas en aquel momento. Y una boca suave, de labios generosos.

Recordaba esa boca. En realidad, recordaba cada detalle de su cara. No quería recordarla, pero era una de esas mujeres que un hombre no podía olvidar.

A saber por qué. No era ningún ángel. Eso seguro.

De nuevo, llevaba un top rojo, casi tan rojo como su pelo. Pero debía de haber comprado los vaqueros en la sección de niños porque le quedaban anchos en las rodillas y en el trasero. Luego estaban las botas, de tacón alto. Se mataría si caminaba mucho rato con ellas.

Evidentemente, encontrarlo en el baño la había parado en seco. Y seguramente no esperaba encontrárselo completamente desnudo.

Ella lo miró a los ojos, luego miró hacia abajo y luego volvió a mirarlo a los ojos a la velocidad del rayo.

– Ay, vaya, lo siento, yo, bueno… -empezó a decir su hermano-. Phoebe, Fox, lo siento. Fox, debería haberte dicho que venía con Phoebe… no había oído el ruido de la ducha, pensé que estabas en el salón…

Fox se tomo su tiempo para cubrirse con la toalla. En fin, ella ya había visto todo lo que tenía que ver y no había forma de esconder todas las cicatrices con una toallita. Además, si hacía movimientos rápidos podría acabar de narices en el suelo.

– ¿He llamado yo a una fisioterapeuta?

– Fox, tú sabes que la hemos llamado nosotros. Y ya te he dicho que no es como los otros fisioterapeutas. Es más bien una masajista.

– Ah, claro, una masajista -dijo Fox, mirándola a los ojos-. Estupendo, ya puedes irte a casa. Ésa es la única parte de mi cuerpo que sigue funcionando bien.

La chica suspiró, pero en lugar de ofenderse, como él había esperado, pareció más bien divertida.

– El sexo te iría muy bien, pero no has tenido suerte. No tengo entrenamiento para eso. Tengo un título de fisioterapeuta y gimnasia sanitaria, reflexología, gimnasia sueca, shiatsu, PNF…

– ¿PNF?

– Facilitación neuromuscular…

– Déjalo. Hablemos de tu falta de entrenamiento en cuanto al sexo.

– Parece que hoy estás un poquito más animado -dijo ella. Y eso animó su espíritu como nada.

La cosa era que si podía engañarla a ella, podía engañar a sus hermanos. Incluso podría engañarse a sí mismo.

– ¿Necesitas un título en terapia física para dar masajes?

– Lo necesito para poner mis manos sobre hombres desnudos. ¿Para qué si no?

Fox vio a su hermano haciéndole señas frenéticamente, pero no le hizo caso. Estaba pendiente de ella.

No le gustaba exactamente. No podía gustarle porque ninguna mujer lo atraía últimamente. Además, las mujeres que le gustaban tenían pecho y trasero. Ella no tenía nada de eso, pero… maldición.

¿Quién iba a pensar que sonreiría cuando él había querido insultarla?

– Creo que podrías poner tus manos sobre muchos hombres desnudos sin tener que molestar a uno que no está interesado.

– Qué razón tienes. Hacer que los hombres se desnuden es increíblemente fácil. Por otro lado, los hombres fáciles no me han gustado nunca. No son un reto.

– ¿Un reto para ti es entrar en casa de un hombre que no te ha invitado?

Phoebe debería haberse defendido. Pero sólo dijo:

– Normalmente, no. Pero estoy haciendo una excepción porque tú eres tan adorable… seguramente me saltaría las reglas con tal de meterte mano. ¿Qué puedo decir? Me pones, guapito.

Fox se quedó sin habla. Y a él nadie, pero nadie, lo dejaba sin habla.

– No te creo.

– ¿Por qué?

– Porque tú no eres promiscua.

Ni idea de por qué se le había escapado un comentario tan personal. Además, no la conocía de nada. A pesar de esa boca lujuriosa y esas botas de tacón, no le parecía una chica fácil. Bajo aquella apariencia de seguridad, había algo muy vulnerable en ella.

Una vez dicho, sin embargo, no podía retirarlo.

– ¿Y como sabes que no soy promiscua?

– Muy bien, muy bien, no lo sé. No te conozco de nada. Pero me apuesto veinte dólares a que llevas un año sin acostarte con un hombre.

Entonces vio un brillo de sorpresa en sus ojos. No se había equivocado.

– No me conoces, es verdad. Podría estar casada y tener relaciones cuatro veces al día con mi marido.

– ¿Estás casada?

Ella levantó los ojos al cielo.

– No, no estoy casada y… ¿cómo demonios hemos acabado hablando de esto? Estábamos hablando de si quieres otro masaje o no. Está a punto de aparecer el dolor de cabeza, ¿verdad?

No sólo estaba a punto de aparecer. El principio era como un terremoto calentando su cráneo. Pero, por un momento, casi lo había olvidado. Había olvidado su cabeza, sus heridas, su depresión, que estaba delante de aquella chica casi desnudo, que su hermano estaba detrás de ella. Que la vida que él conocía parecía haberse esfumado porque ya no la reconocía.

Ella lo distraía. Había algo en ella que lo tocaba, que lo ponía nervioso, que lo afectaba sobremanera.

– Sí, tienes razón, el dolor está a punto de llegar y no necesito ayuda de nadie -le dijo, antes de volverse hacia su hermano-. Ben, déjala en paz.

No sabía por qué había dicho eso, pero tenía la impresión de que sus hermanos estaban presionándola.

Creía recordar que, la primera noche, ella le había dicho «no tienes que preocuparte por mí, no voy a molestarte» o algo parecido. Como si no se diera importancia, como si no estuviera haciendo algo que no había conseguido hacer nadie más que ella. Y eso lo había molestado. Ridículo, por supuesto.

Tenía la absurda impresión de que necesitaba que alguien la protegiera, que incluso podría considerarlo a él un protector. Eso sí que era completamente ridículo.

Sin decir una palabra más, Fox entró en su dormitorio y cerró la puerta. No había cerradura, pero no hacía falta.

Nadie llamó a la puerta, nadie intentó entrar sin su permiso. Su grosería había dado resultado. Fox sabía que sus hermanos lo hacían con buena intención, que intentaban ayudarlo. Y él no quería pagar su enfado con ella, pero había algo en Phoebe que lo turbaba. Era algo raro, incómodo…

Pero sólo tenía que alejarse de ella. Era pan comido.


Phoebe apenas levantó la mirada cuando oyó un golpecito en la puerta. El sábado por la mañana la mitad del vecindario iba a su casa… una tradición que había empezado gracias a un truco que le había enseñado su madre: dejar en el porche un pastel de café con canela para que se enfriara.

Eso era todo. Ni el vecino más antipático era capaz de resistir el aroma. Pero, normalmente, los vecinos esperaban hasta las ocho de la mañana para llamar a la puerta.

Phoebe estaba con la cara lavada, descalza, los pantalones cortos y la camiseta arrugados cuando Gary asomó la cabeza.

– Hola, Phoebe.

– Hola. ¿Mary sigue durmiendo?

– Sí. Cuando está embarazada duerme mucho -contestó él, tomando un trozo de pastel. Su otro vecino, Fred, ya estaba sentado a la mesa. Tradicionalmente, aparecía apoyado en su muleta en cuanto ella encendía el horno.

– Te vas a quemar los dedos -le advirtió Phoebe.

– Como siempre.

Después de servirles un café volvió a la cocina para cortar un pomelo. Su especialidad era el pastel de café con canela y no quería presumir, pero era mejor que el de su madre. Y el de su madre era el mejor del mundo. Desgraciada e irónicamente, ella era una adicta al pomelo, algo por lo que los vecinos solían tomarle el pelo.

– Hola, guapa -la saludó Barb, otra vecina, mientras se peleaba con Gary por la espátula para cortar el pastel-. Dámela. ¡Pero si casi os lo habéis comido todo!

Phoebe se concentró en su pomelo. Los vecinos, gracias Dios, podían hacer que se olvidara de todo. Era la primera vez en varios días que no pensaba en Fox.

Barb, como siempre, llevaba un top escotado, unos pantalones bien ajustados y un arsenal de maquillaje. Había estado casada con un cirujano plástico. Y se notaba.

– Bueno, ¿qué hay de nuevo por aquí? -preguntó.

– Nada -contestó Phoebe.

– Seguro que sí. Siempre estás haciendo algo nuevo… ¡Has limpiado!

– De eso nada -contestó ella, ofendida.

– Has limpiado. No hay polvo.

Sólo había limpiado porque estaba preocupada por ese maldito hombre. Eso no era limpiar compulsivamente, ¿no? Compulsivo era pasear arriba y abajo a las dos de la mañana, preguntándose si aquel idiota estaría solo y muerto de dolor. Pero antes de que pudiera inventar una razón para la falta de respetable polvo, Barb lanzó un grito:

– ¿Qué es esto? ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿Qué? -exclamaron Fred y Gary a la vez, levantándose.

Phoebe suspiró mientras los seguía por el pasillo. La confundía que una persona tan introvertida como ella pudiera pasarlo bien con unos vecinos tan ruidosos. Parecían fascinados por todo lo que hacía en su casa, en parte porque pensaban que era una persona artística y poco convencional.

Mentira. La verdad era que había comprado la casa porque no había encontrado una de alquiler que le gustase o que no necesitara reformas. Aquélla estaba en un sitio estupendo, a tres manzanas de la calle Mayor. Tenía dos pisos, con balcones y sin termitas. Esa era la parte positiva.

Luego estaba lo malo: el camino que llevaba a la casa parecía una jungla, había tenido que poner cristales nuevos en el piso de arriba y el jardín podría ser un santuario de vida salvaje.

Cuando le contó a sus vecinos la idea del santuario, enseguida le prestaron un cortacésped. Claramente, no les gustaban las malas hierbas.

Desde el principio se dio cuenta de que tendría que invertir mucho dinero para hacer la casa habitable, pero ella no tenía mucho dinero. Ni siquiera tenía muebles. De modo que compró pintura. Kilos de pintura.

Los armarios de la cocina eran de color verde menta, la pared azul. El comedor, que ella había convertido en oficina, era de color malva y el pasillo daba a un salón pintado de amarillo. En total, el piso de abajo tenía prácticamente todos los colores del arco iris.

Y en algunas habitaciones hasta tenía muebles.

En la parte de atrás de la casa estaba la sala de masajes, con un vestidor y un cuarto de baño. La camilla de masaje era blanca, de vinilo.

Todo estaba muy ordenado, excepto una de las esquinas, en la que había sacos de cemento, ladrillos… y una apisonadora más grande que ella.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo, chica? -preguntó Gary.

Phoebe tenía en la mano el plato de pomelo.

– Voy a construir una cascada.

– Una cascada -repitió Barb-. Pero cariño, si apenas tienes sitio para orinar. ¿Vas a construir una cascada dentro de la casa?

– No es tan difícil. Lo he visto en una revista…

Phoebe la vio en su mente. Quería la cascada al fondo de la habitación, una cascada con la altura de una ducha que formara un estanque rodeado de plantas tropicales…

– No es muy diferente de un jacuzzi y sería más natural, más relajante. Los padres podrían sentarse al borde con los niños…

Gary y Fred se miraron, miraron luego los sacos de cemento y soltaron una carcajada.

– No puede ser tan difícil encontrar a un albañil que me haga una cascada. Cosas más raras se hacen. Bueno, sé que no será fácil, pero…

– ¿Fácil? ¡Vas a necesitar cincuenta albañiles!

– Bueno, pues me da igual. Yo creo que es una idea muy práctica… ¿no os parece bonito?

– Yo creo que tú eres lo más bonito de este barrio -sonrió Fred-. Y si quieres construir una cascada, eso es lo que deberías hacer.

Pero entonces miró a Gary y los dos volvieron a soltar una carcajada.

En ese preciso momento vio a un hombre en la puerta… no a cualquier hombre, sino a Fox. Fox Lockwood.

Las perritas lo vieron enseguida y salieron corriendo a saludarlo.

Pero a Phoebe se le cayó el plato al suelo, rompiéndose en pedazos. Por un momento, no podía moverse. Su corazón latía como si le fuera a dar un ataque, como cada vez que veía a Fergus. Pero aquella vez era peor.

Era culpa suya que se le hubiera ocurrido la tonta idea de la cascada. Y culpa suya que hubiera limpiado la casa de arriba abajo. Sus hermanos eran adorables, de modo que si ellos hubieran causado esa aceleración cardíaca, podría entenderlo.

Pero ¿por qué sólo se le aceleraba con los hombres equivocados? ¿Dónde estaba la justicia en el mundo?

– ¿Phoebe? No quería molestar, pero el timbre no funciona y cuando oí voces…

– No pasa nada -lo interrumpió ella-. Éstos son mis vecinos: Barb, Gary, Fred… Os presento a Fox Lockwood.

– Nosotros ya nos íbamos -dijo Barb mientras estrechaba su mano con fuerza. Fox se puso rígido, seguramente por el dolor.

– Podéis llevaros el pastel de café. Luego nos vemos -dijo Phoebe.

Tardó un minuto en despedirlos, recoger las piezas del plato roto y los trozos de pomelo que habían rodado por el suelo, sufrir un ataque al corazón porque iba sin pintar, sin peinar y con una camiseta arrugada, hacer que Mop y Duster dejaran de portarse como cachorros en crack y luego volver con él.

Fox seguía en el mismo sitio.

– De verdad lamento haberte interrumpido.

– No me has interrumpido. Los sábados por la mañana, mis vecinos se pasean por aquí como Pedro por su casa. ¿Que querías?

– Me porté de forma muy grosera el otro día y quería disculparme. Cuando empieza dolerme la cabeza, me porto como un animal… Siento mucho haberte molestado.

– No importa. Además, yo sé lo que es el dolor -dijo Phoebe, mirándolo con curiosidad-. Pero podrías haber llamado por teléfono para pedir disculpas.

– Sí, bueno -murmuró él, tirándose de una oreja-. He probado de todo, pero no puedo librarme de los dolores de cabeza. Tú lo hiciste. Y si pudieras considerar tenerme a mí y a mi bocaza como cliente, te lo agradecería mucho.

Evidentemente, odiaba tener que pedírselo. Y Phoebe lo entendía, porque tampoco a ella le gustar tener que suplicar.

– Supongo que ahora mismo te duele, ¿no?

– Está a punto de llegar -suspiró él-. Pero no he venido por eso. Quería pedirte disculpas y pensé que, siendo sábado, no tendrías clientes.

– Muy bien.

– ¿Quieres decir que me aceptas como cliente?

– Sí. Si llegamos a un acuerdo -dijo Phoebe, sentándose en la encimera-. Si quieres que te dé masajes, mi idea es sentarnos para desarrollar un programa. No sólo debo tratar los dolores de cabeza cuando te parten por la mitad porque entonces llegaríamos demasiado tarde. Tienes que aprender ciertas técnicas para hacer que desaparezcan.

– ¿Qué técnicas? ¿Qué clase de programa?

– Quítate la ropa.

– ¿Perdona?

– Estás en mi territorio, Fox. Métete detrás de esa cortina y quítate la ropa… me da igual que te dejes los calzoncillos, pero quítate el resto de la ropa. Necesito dos minutos para colocar la sábana. Cuando salgas, túmbate en la camilla y tápate.

– Pero…

– Hazlo -le ordenó.

No iba a pensarlo. No iba a pensar ni cómo ni por qué aceleraba su corazón. O en aquella estúpida sensación eufórica que sentía estando a su lado.

Le había costado ir allí, particularmente siendo un hombre que odiaba salir de su casa. Y aunque cuando llegó no parecía sentir dolor, su expresión empezaba a cambiar por segundos.

Phoebe envió fuera a las perritas, desconectó el teléfono, colocó una sábana sobre la camilla… pero era muy pequeña, para niños. Buscó una grande y la metió en la secadora para calentarla un poco.

Unos minutos antes estaba preocupada por su propio aspecto, pero ya le daba igual. Impaciente, se hizo una coleta mientras pensaba qué aceites iba a usar. Decidió que lo mejor sería un bálsamo de limón, mejorana y caléndula. Puso un CD y luego, estratégicamente, colocó varias toallitas pequeñas para la zona del cuello, las rodillas y los riñones.

Entonces oyó toses detrás de la cortina y pensó que el pobre se había desnudado y no sabía qué hacer.

– Túmbate en la camilla. Voy a bajar las persianas para que no haya tanta luz. Puedes cubrirte con la sabana si tienes frío.

Había usado su tono más autoritario y contuvo el aliento un momento, pero Fox no dijo nada. Una vez en la camilla, Phoebe le puso una compresa en la frente. En el CD, música clásica. Incluso a los bebés más fieros parecía calmarlos esa música.

Una vez detrás de la camilla, se concentró en masajear sus sientes como un cirujano. Estaba trabajando. Daba igual quién fuera el paciente. No tenía nada que ver con el sexo, ni con analizar por qué un hombre tan antipático y tan obstinado hacía que su pulso se acelerase.

Era sólo un hombre que estaba sufriendo y ella tenía que encontrar la forma de que dejara de sufrir.

Trabajó durante quince minutos, pero el dolor de cabeza era tan testarudo como él. Fox no parecía capaz de relajarse. Phoebe se inclinó hacia delante, cerrando los ojos, sintiendo los latidos de su corazón, el calor de su piel, su dolor… Y seguía dando el masaje, en las sientes, los ojos, el cráneo, el cuello, bajo la barbilla, la cara, en su cuero cabelludo.

Pasaron dos minutos. Luego cinco. Pasaron varios minutos más hasta que él empezó a relajarse… y entonces era suyo. Su corazón se aceleró. Nunca le pasaba eso con los niños o con los pacientes mayores. El sentido del tacto era sensual y curativo y ella necesitaba ayudar a los demás. Pero no era sexual.

Y con él sí lo era.

Cuando lo tocaba, no sólo estaba evaluando cómo evitar el dolor, estaba sintiendo lo que él quería. Lo que le gustaba. Lo que lo emocionaba o excitaba.

Aunque el dolor empezaba a desaparecer, él no abrió los ojos. Phoebe se quedó parada, mirándolo. Fox no parecía querer dormir, seguramente creyendo que si se dejaba ir del todo, volvería el dolor.

– Sólo quiero que sepas… no pienso casarme con nadie. Pero si lo hiciera, sería contigo.

– Sí, sí, eso es lo que dicen todos -replicó Phoebe, pero su voz era un susurro.

Él volvió a quedarse en silencio.

– Casi se me olvida. Me habías advertido sobre los hombres de tu vida.

No le había advertido. Sólo había dicho lo que él estaba pensando porque era masajista, pero lo dejó pasar. Hasta que, por fin, se quedó dormido.

Phoebe vio cómo bajaba y subía su pecho, vio que no tenía el ceño arrugado, que sus hombros estaban relajados por completo.

Aquello debía de ser lo más absurdo que le había pasado en la vida. El tipo no la había tocado en absoluto. Era ella la que estaba tocando. Sin embargo, la atraía más que ningún otro hombre que hubiera conocido.

Daba miedo pensar que estaba perdiendo la cabeza tan joven.

Y más miedo darse cuenta de que aquel sentimiento que experimentaba por Fox era un error.

Fox Lockwood era un hombre con mucho dinero y eso haría que mirase su profesión y a ella por encima del hombro; un hombre que no había mostrado interés en ella. Un hombre tan inapropiado como Alan.

Un hombre que podría hacerle daño, temió, incluso más daño que Alan.

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