Capítulo 6

Mientras se duchaba con agua helada, Patrick pensó que Jessie iba a pagar caro hacerle pasar por aquello. El hecho de que estuviera el agua tan fría, solo podía deberse a que hubiera dejado los grifos abiertos hasta que se gastara todo el agua caliente.

Si quería pelea la tendría. Sin duda pensaba que le estaba ganando fácilmente, pero se equivocaba. Compartiría con ella la chuleta de ternera, por muy pequeña que fuera. No le importaba sufrir, si sabía que ella también sufría.

Al pasar al lado del estudio, vio que Jessie estaba trabajando. Intrigado por la ocupación de su inquilina, fue a investigar. Pero no estaba trabajando. Comía un sándwich, mientras navegaba por la red.

– ¿Están buenos? -le preguntó cuando Jessie estaba a punto de dar un bocado a su sándwich.

– Un poco secos. Los tuyos están en la cocina.

– Gracias. ¿Qué estás buscando?

– Un sitio donde vivir -con un clic de ratón se salió de Internet-. He dejado mi nombre en algunas agencias inmobiliarias.

– ¿Te has decidido a alquilar otra casa? -le dijo, sin poder disimular el alivio en su voz.

– No, ya estoy harta de caseros difíciles -le sonrió, mientras tomaba en brazos a Bertie, y se dirigía a las escaleras. Patrick hizo caso omiso de la evidente provocación, pero sin embargo no pudo evitar darse cuenta de que había utilizado el plural. ¿Qué problemas habría tenido en su anterior alojamiento? El contrato de arrendamiento que había firmado estaba todavía sobre la mesa del vestíbulo. Patrick vio cómo lo recogía, mientras la seguía hasta la cocina-. He decidido que ya es hora de que me compre una casa. Pero, al parecer, el dinero que tengo solo me da para comprar un cuarto trastero…

– ¿Comprar? ¡Pero eso te llevará meses!

– ¿Tú crees? ¿Más de tres? -le preguntó, mirando el contrato que tenía en la mano.

– Seguramente. A no ser que tengas la suerte de encontrar algo de inmediato -le dijo, consciente de la indirecta que le estaba lanzando.-¿Tu contrato admite renovación?

Jessie sonrió.

– No. Carenza fue muy firme, y ahora comprendo por qué. ¿Puedes esperar un poco para cenar? Tengo que dar de comer a Bertie.

– Creo que los sándwiches me ayudarán a aguantar.

– Bien -dijo Jessie, mientras lamentaba en silencio no habérselos dado a los pájaros. Debía de haber estado loca cuando se ofreció a hacérselos. Era demasiado impulsiva. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no se tenía que haber preocupado, porque el plato que contenía los sándwiches estaba roto en el suelo, y no había ni rastro del pan o el queso, solo se veía a Grady, tumbado en el escalón, con la expresión de quien sabe que ha sido muy malo. Jessie sintió ganas de abrazarlo-. Vaya -dijo Jessie, mientras Patrick se apresuraba a cerrar la puerta de la cocina, para que el perro se quedara en el vestíbulo-. Me temo que eran los últimos trozos de queso que quedaban. Y anoche rompiste los huevos…

– Pero, si dejé a Grady en el jardín, y cerré la puerta…

– Te prometo que yo no lo dejé entrar.

Patrick la creía.

– A lo mejor no la cerré bien.

– A lo mejor Grady es más listo de lo que tú te crees.

– Es un perro obediente que haría cualquier cosa por mí, pero de ahí a abrir puertas… -tendió la mano-. Será mejor que me des la lista.

– ¿La lista?

– Sí, la lista de la compra. Ese era el plan. Tú cocinabas, y yo hacía la compra.

– ¿No te apetece la chuleta de ternera, entonces? -le preguntó, sin esperar respuesta, porque arrancó la lista de su cuaderno, y se la dio.

A Patrick le bastó echar un vistazo a la lista para darse cuenta de que contenía el tipo de comida que daba mala fama a la dieta vegetariana.

– ¿Esto es lo único que quieres? -la miró inquisidor-. ¿Nada de chuletas de ternera?

– ¡Ah, sí! Gracias por recordármelo -le dijo, sin hacer caso de su sarcasmo-. Y ya que vas -tomó la lista y añadió una docena de cosas-. Será mejor que te dé dinero -le dijo, buscando el bolso con la mirada.

– No te preocupes -a Patrick le extrañó que, aun habiéndose salido con la suya, no pareciera muy feliz. Quizás pensara que no era capaz de empujar un carro de supermercado, o tal vez estuviera preocupada por algo. Por su poco fiable contrato de arrendamiento, por ejemplo. Tomó en la mano un tarrito de comida para bebé vacío y listo para el reciclado, y encontró en la etiqueta una información muy útil-. Después haremos cuentas.

– Muy bien. Gracias.

– Anímate. Por lo menos no tendrás que compartir la chuleta de ternera.

Jessie sonrió.

– No me hubiera importado.

– Eres una santa -le dijo con sarcasmo-. ¿Hace mucho que eres vegetariana?

– ¿Cómo? -Jessie enrojeció, sin saber qué decir-. Bueno… empecé cuando tenía… quince años.

– ¿Ah, sí? Al haberle dado a Bertie un tarro de cordero con zanahorias para comer, pensaba que lo habías dicho por decir -le comentó, al tiempo que le enseñaba el tarro vacío, de modo que pudiera ver la etiqueta.

Sin darle oportunidad de réplica, Patrick se marchó de la cocina, dejando a Jessie con la boca abierta,

Jessie se preguntó por qué se estaba comportando de una manera tan estúpida, diciendo lo primero que se le pasaba por la cabeza, y jugando como una niña. Tenía sus derechos. Había firmado un contrato con la sobrina de Patrick, así que era a ella a quién él tenía que dirigir sus quejas. Cuando regresara se lo diría, con tranquilidad y firmeza a la vez. Así cómo que debería buscarse otro alojamiento para los próximos tres meses. Patrick era un hombre inteligente y, aunque no le gustara, admitiría que ella tenía razón.

Jessie suspiró. Se daba cuenta de que en teoría las cosas eran así, pero que en la práctica aquel hombre estaba en su casa, y pretendería seguir en ella, a pesar de lo que su sobrina hubiera hecho en su nombre.

Gimió, se sentó, y apoyó la cabeza en la mesa de la cocina. Trabajaba muy duro, pagaba sus impuestos, y lo único que pedía a cambio era un poco de tranquilidad. ¿Qué había hecho ella para merecer lo que le estaba ocurriendo?

Patrick se paró delante de la sección de carnes, y escogió un buen chuletón de buey. Lo prepararía a la parrilla, y lo serviría poco hecho. Si de verdad era vegetariana, cosa que dudaba, sentiría náuseas al verlo, y si no lo era, se moriría de envidia viéndosela comer, mientras ella se tenía que conformar con su chuletita de ternera.

Cualquiera de las dos posibilidades le parecían igual de gratificantes. Se daba cuenta de que no estaba siendo una buena persona, pero tampoco lo había sido ella al pretender someterlo a base de cereales y judías enlatadas.

Echó la carne en el carro, y por si acaso no bastaba con ella, metió también salchichas y beicon para el desayuno, aunque solo pensar en comerse aquello, le hiciera sentir una ligera náusea.

En el hospital no le habían dicho que se acostara al llegar a casa, pero sí había pensado pasarse un día entero en la cama, solo, descansando. Sin duda, estaba teniendo un día demasiado intenso para alguien que había sufrido un fuerte golpe en la cabeza.

Respiró profundamente un par de veces, y después buscó los huevos, las cebollas y las zanahorias en la sección de productos ecológicos, tal y como le había pedido Jessie, y por último el arroz y las judías. Lo que había apuntado en el último momento, habían sido cosas para Bertie, como polvos de talco y pañales.

De repente, se dio cuenta de que el malestar se intensificaba.

Se quedó frente a la estantería, con la mirada perdida, sumergido en sus recuerdos, hasta que una señora que pasó a su lado, con un niño dentro del carro de la compra, se paró a su lado, y le preguntó si le podía bajar un paquete de pañales de la estantería superior. Patrick regresó a la realidad, y se lo dio.

– ¿Necesita ayuda? -le preguntó, mientras dejaba los pañales el carro.

– ¿Ayuda?

– Sí, parece un poco perdido. Acaba de ser padre, ¿verdad? -afirmó, sin dar tiempo a Patrick de decir nada. Me parece precioso ver a un hombre comprometido de verdad con su paternidad -le quitó la lista de las manos-. Vamos a ver -dijo, mientras tomaba de las estanterías las cosas que Jessie había apuntado en la lista.

Nada más nacer, había puesto a su hija Mary Louise en los brazos de Bella…

– Es para Bertie -se apresuró a decir.

– ¿Bertie? ¡Qué monada de nombre! ¿De qué es diminutivo? ¿De Albert? ¿de Robert?

– Simplemente se llama Bertie -respondió Patrick para salir del paso, cuando se dio cuenta de que la señora se había quedado callada, esperando su respuesta.

– Bien, me alegro de que usted colabore en la crianza de su hijo. Es muy duro cuando lo tiene que hacer uno solo. Lo sé por experiencia.

– Supongo que sí. Gracias por su ayuda.

Siguió avanzando por el pasillo, y encontró la sección dedicada a los juguetes infantiles. No había cambiado nada. Seguían teniendo los mismos colores alegres de siempre. Tomó uno, y lo echó al carro.

En cuanto llegó a la caja, se dio cuenta de que había cometido un error.

Tomó el alegre juguete en la mano y se quedó mirándolo, mientras la cajera iba haciendo la cuenta del resto de su compra. Siempre se había caracterizado por ser defensor de causas perdidas, y si Jessica Hayes hubiera sido cliente suya, no habría permitido que nadie la echara de una casa que había alquilado con un contrato que había creído totalmente legal. Quién sabía por lo que habría pasado, y él estaba haciendo todo lo posible por hacerle la vida más difícil, para evitarse sufrir por los recuerdos que ella y su bebé le traían a la cabeza.

Tal vez podrían volver a empezar. No creía que les resultara tan difícil a dos adultos civilizados compartir una casa durante unos días, hasta que ella encontrara otro sitio. Sería solo cuestión de poner cada uno un poco de su parte. Y si él ponía más de lo que ella sabía… Bueno pues era solo asunto suyo.

– ¿Quiere eso también? -le preguntó la cajera.

– ¿Qué? Ah, sí, perdone -pagó todo, y llevó la compra hasta el coche.

No se fue a casa de inmediato. Si Jessica se iba a quedar, pondría él las condiciones. No ella.

En la agencia inmobiliaria, una mujer de mediana edad le pidió que se sentara con una sonrisa.

– Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Necesito hablar con la persona que hizo el contrato de arrendamiento de la casa de la calle Cotsworld número veintisiete -la mujer frunció el ceño-. Se la alquilaron a la señorita Jessica Hayes a principios de semana.

– Recuerdo a la señorita Hayes. Cuando nos llamó estaba muy nerviosa. Sarah trató de ayudarla, pero quería algo de inmediato, y no tenemos costumbre de alquilar nada sin comprobar antes las referencias que nos dan.

– Pues alguien lo hizo.

– Nosotros no -dijo tajante-. Además no tenemos ninguna propiedad en la calle que ha mencionado. Ojalá las tuviéramos.

– Entonces, será mejor que le pida a Sarah algún tipo de explicaciones.

– Sarah ya no trabaja aquí. Solo estuvo un tiempo para obtener algún dinero que le permitiera hacer un viaje por Europa con su mochila. ¡Vaya gustos! -tomó el contrato de las manos de Patrick, y se puso a mirarlo. Cuando terminó de leerlo, la sonrisa se desvaneció de su rostro, y murmuró una palabra muy poco profesional.

Jessica decidió comportarse como una mujer adulta.

No le gustaba demasiado la carne, pero no era vegetariana.

Era verdad que a los quince años había decidido hacerse vegetariana, pero cambió de idea cuando el chico que le gustaba la invitó a una barbacoa.

No era propio de ella comportarse de aquella manera, así que compensaría a Patrick pidiendo que le trajeran a casa comida de su restaurante italiano favorito. Estaba segura que sería un buen modo de firmar las paces.

Acababa de llamar por teléfono al restaurante, pidiendo que le trajeran la comida para las siete y media, cuando oyó cómo se abría la puerta, y sintió una ráfaga de aire frío en la espalda.

– ¡Pues sí que has sido rápido! -dijo con una sonrisa.

Pero al volverse, se dio cuenta de que no era Patrick, sino Grady, quien la miraba desde la puerta con ojos de querer jugar.

Aquello era malo.

Pero lo que se avecinaba iba a ser peor.

Mao, que se estaba terminando su comida, miró hacia la puerta, y se estremeció.

Por un momento no sucedió nada.

Después, Grady meneó su cabeza peluda, y se acercó a oler al gato con curiosidad.

– Pobre Jessie -murmuró Patrick, mientras conducía camino de casa-, se ha aferrado a su contrato como si fuera su tabla de salvación, y no vale ni el papel en que está escrito.

Una de las amigas de Carenza se había limitado a hacer una copia del documento estándar, pero carecía de legalidad. Estaba seguro de que Jessie no lo sabía, y se daba cuenta de que se encontraba en desventaja respecto a él. Lo más decente sería olvidarse de la chuleta, y comprar en un restaurante comida para dos. Así nadie tendría que cocinar. Después de todo, ambos habían tenido un día muy duro.

Si era vegetariana, lo mejor sería decantarse por la comida china o india. Con un poco de buena voluntad y un buen vino, solucionarían el problema. Pero bajo sus condiciones. Le dejaría la habitación pequeña y el estudio.

Sonrió mientras entraba en el garaje. Había llamado por teléfono al restaurante más cercano desde su móvil, y pedido comida para dos. Cuando cruzaba el jardín, con las bolsas de la compra, se dio cuenta de que la puerta de la cocina estaba abierta, y no se veía a Grady por ningún sitio.

Dejó caer las bolsas de la compra, sin preocuparse de que se le rompieran los huevos, como tampoco tuvo tiempo de preocuparse de que su valiosa vajilla antigua de porcelana, que antes había estado en un aparador de la cocina, estuviera ahora hecha pedazos por los suelos. De repente, no fue preocupación, sino miedo lo que sintió al ver las sillas caídas y las manchas de sangre en el suelo de la cocina.

– ¡Jessie! -gritó-. ¿Dónde estás?

El vestíbulo estaba hecho una pena. Los cuadros estaban ladeados; la mesa dada la vuelta; el teléfono arrancado de la pared y roto. Una planta enorme yacía moribunda en el suelo, y en la tierra que había por todas partes, procedente del tiesto, se veían huellas de patas grandes y pequeñas. No hacía falta traer a un forense para descifrar las pruebas.

– ¡Jessie! -volvió a gritar, y se dirigió al salón, esperando encontrársela allí, encogida de miedo, pero casi se le paró el corazón al ver que estaba intacto, y vacío-. ¡Jessie! -el miedo se le empezaba a notar en la voz-. ¡Jessie, contéstame! ¿Dónde diablos te has metido?

El caos continuaba por toda la escalera, y subió los peldaños de tres en tres hasta pararse al llegar al dormitorio principal. Grady estaba subido encima de la cama, enseñando los dientes, y con la nariz ensangrentada, a causa de su pelea con el gato.

– ¡Túmbate, Grady! -el perro cayó como una piedra sobre la cama con la cabeza baja, mientras se oía al gato maullar burlón detrás de las cortinas, sintiéndose ya a salvo. Patrick abrió la puerta del baño, pero no vio a nadie. Aquello era una pesadilla. No la debía haber dejado sola. Sujetando firmemente a Grady por el collar, se dispuso a bajar las escaleras, abriendo a su paso todas las puertas que encontraba. Se detuvo en el vestíbulo, pensando que tal vez Jessie hubiera salido corriendo de la casa por la puerta principal cuando, de repente, oyó que alguien pronunciaba su nombre con voz ahogada, y daba golpes. Escuchó atentamente, y se dio cuenta de que los sonidos procedían del armario para guardar los cepillos de limpieza que había debajo de la escalera. Abrió la puerta, y Jessie en posición fetal, con Bertie apretado contra su pecho, salió del armario seguida de un montón de escobas.

– Creí que no ibas a venir nunca -se lamentó. -¿No me oíste gritar?

El alivio que sintió al ver que no les había pasado nada a ninguno de los dos, se transformó de repente en enfado.

– ¡Oírte! ¿Acaso crees que me hubiera pasado cinco minutos llamándote, e imaginando lo peor, si te hubiera oído?

– Pues grité con todas mis fuerzas -Jessie se limpió la pelusa que tenía en la cara, y estornudó. Después, mirando nerviosa a Grady, preguntó-: ¿Qué ha pasado?

– Es como si hubiera pasado una manada de elefantes -le dijo, señalando los destrozos del vestíbulo. Después sacó a Grady al jardín, y cerró la puerta-. Espero que se te ocurra alguna explicación convincente para la aseguradora.

Jessie no podía dar crédito a lo que acababa de oír. Se quedó mirándolo con incredulidad.

– ¿Eso es lo único que te preocupa? ¿Unas cuantas plantas? ¿El desorden que se ha organizado? Te puedo asegurar que tendré algo convincente que decirle a tu compañía de seguros -la voz se le quebró en un sollozo-. A la mierda tu compañía de seguros -le dijo, mientras estrechaba a Bertie, y le daba besos en la cabeza-, y tus platos. ¿Qué habría hecho yo si le hubiera sucedido algo a Bertie?

– No sigas… -le dijo tendiendo la mano, pero sin tocarla. Sabía que si lo hacía, se disiparían sus últimas defensas, y traicionaría sus queridos recuerdos-… por favor, no…

– Si le hubiera sucedido algo a Bertie por haber sido demasiado estúpida, por haber tenido demasiado miedo… -una lágrima descendió por sus mejillas, y después otra.

– Pero no ha sucedido nada -Patrick ya no pudo contenerse más, se arrodilló a su lado y la abrazó. Los abrazó a los dos-. No ha sucedido nada, ni sucederá. No ha sido nada -besó la cabeza de Bertie-. Solo un poco de polvo.

Jessie levantó la mirada. Las lágrimas habían dejado cercos en sus mejillas polvorientas.

– Lo siento -se disculpó.

– No, el que lo siento soy yo. No quería gritarte, pero estaba tan asustado… No te lo puedes ni imaginar -se estremeció-. No debería haberte dejado sola, sabiendo el miedo que te dan los perros. Lo… lo siento, Jessie. Por favor, no llores.

Jessie se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, y lo miró.

– Tú también estás llorando -le rozó la mejilla con la mano, cómo para cerciorarse de que estaba húmeda-. Patrick, estás temblando -de repente, era ella la que estaba tranquilizándolo a él, abrazada a su cuello, mejilla contra mejilla-. Estamos bien, ¿ves? No nos ha sucedido nada. Tienes razón, si no me hubiera quedado clavada al suelo como una idiota, no habría pasado nada de esto. En realidad no ha sido culpa de Grady, sino mía -lo besó en la mejilla, y le supo salada-. Mira -le dijo, obligándolo a mirarla, para que viera que era verdad.

Cuando la miró, Jessie rozó los labios de Patrick con los suyos. Por un momento se quedaron muy quietos, casi sin respirar. Después, él los abrió, y la besó como si quisiera absorber todo el oxígeno de su cuerpo.

Durante diez años había sido un muerto viviente y, de repente, aquella mujer que se había apoderado de su casa, se estaba apoderando de su corazón, y lo estaba devolviendo a la vida, haciéndole sentir, pero también sufrir. No era eso lo que quería. Deseaba que lo dejaran a solas con sus recuerdos, que era lo único que le quedaba. Temía que si no se concentraba en ellos, se le escaparían. Sin embargo, necesitaba imperiosamente sentir la piel de Jessie bajo sus manos, saborear la esencia de su boca sensual. Su beso lo estaba devolviendo a la vida.

– Jessie… no, por favor… -se separó de ella, y se puso en pie, antes de que ella se lo pudiera impedir-. Por cierto, ¿qué hacías en el cuarto de las escobas? -le dijo, bruscamente, distanciándose de ella y de lo que sentía.

– ¿Qué demonios crees que estaba haciendo? -mientras trataba de ponerse de pie, con Bertie en los brazos, porque él no se atrevía a tocarla, herida por su súbito cambio de actitud-. Estaba huyendo del perro de los Baskerville…

– Grady no es… -se detuvo. Ponerse a discutir sobre el carácter del perro no les llevaría a ninguna parte. Se pasó los dedos por el pelo-. ¿No se te ocurrió salir al vestíbulo, y cerrar la puerta tras de ti?

– La verdad es que no me dio tiempo a pararme a pensar, y decidir qué era lo mejor que podía hacer -le respondió altiva, comportándose como si no hubiera sucedido nada-. Te aseguro que el cuarto de las escobas no habría sido mi elección favorita. Abrí la primera puerta que tenía a mano, y me oculté -estornudó, y Patrick le tendió un pañuelo. Jessie lo aceptó y volvió a estornudar-. Además -le dijo con los ojos llorosos-, tu perro sabe abrir puertas.

– ¡No digas tonterías!

– Así que tonterías. ¿Cómo te crees entonces que entró?

– El pestillo debe de estar suelto… -se fue a comprobarlo, contento de poner así distancia entre ellos, aunque deseando de inmediato volver a estar de nuevo con ella. Movió el picaporte, y comprobó que iba bien-. A lo mejor no estaba bien cerrada. De todos modos, nada de esto habría pasado, si tu gato no hubiera estado aquí.

– Mao no es mío.

– ¡Pues si tú no hubieras estado aquí, entonces!

– Te equivocas. ¡Nada de esto habría pasado si tú hubieras respetado el contrato, y no estuvieras aquí!

– En cuanto a ese contrato… -empezó a decir, pero ella no lo escuchaba.

– Acababa de hacer una llamada, y me disponía a salir a dar un paseo con Bertie, cuando oí que se abría la… la puerta -estaba temblando de nuevo, pero no solo por el recuerdo de Grady, sino también porque Patrick la había besado, y no había sido un beso cualquiera, sino el mejor que le habían dado. Uno de esos besos que te pueden cambiar la vida. Y había sido él quién había dejado de besarla. Se había levantado, y apartado de su lado-. Pensé que eras tú, me volví, y…

– Cuidado -Patrick la sujetó al ver cómo le temblaban las piernas, y la llevó hasta el salón. Una vez que la hubo sentado en una silla, dejó a Bertie en el suelo, y sirvió a Jessie una copa de brandy-. Toma -le dijo, tendiéndole la copa. Jessie hizo un gesto de desagrado al olerlo, pero Patrick no estaba dispuesto a admitir una negativa, y le acercó la copa a los labios-. Es buena medicina-le dijo-. Bébetelo -Jessie bebió un poco y tosió, pero el calor del brandy pareció reanimarla.

– Dios mío, esto sabe fatal.

– Cuanto peor sabe, más efecto hace el medicamento -volvió a repetir la dosis, causando el mismo efecto en ella-. Yo no te oí llamarme, pero tú si has debido oírme a mí. ¿Por qué no saliste al darte cuenta de que había llegado a casa?

– No pude. No había picaporte dentro. Grité y golpeé con todas mis fuerzas… -se encogió de hombros.

– ¿No había picaporte? -Patrick se imaginó su desesperación, y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír.

– Te busqué por toda la casa… Tenía tanto miedo de que pudieras estar herida.

– ¿Ah, sí? Pues yo pensaba que el récord de miedo lo había conseguido yo.

– De eso nada. Jessie, de verdad -puso una mano sobre la suya-, lo siento. De verdad siento que hayas pasado tanto miedo.

Jessie se preguntó, de repente, si también lamentaría el beso que le había dado.

– Yo también lo siento -le dijo, sin estar segura de cuál de las dos cosas exactamente.

– No te preocupes. Todo tiene solución -le dijo Patrick, pensando que se refería al estropicio causado por los animales-. Bueno, tal vez excepto lo de la vajilla. Iré a recoger los restos.

– Debería ir yo. Al fin y al cabo ha sido culpa mía…

– ¡No! Nada de esto ha sido culpa tuya. Déjame hacerlo a mí.

En la cocina, Patrick levantó la silla alta del bebé, y Jessie, que había desobedecido sus instrucciones de quedarse en el salón y lo había seguido, sentó allí a Bertie.

– Tardaremos menos entre los dos. ¿Era muy valiosa la vajilla? -le preguntó con un trozo de loza en la mano.

– ¿Valiosa? -en la mano sostenía un plato que había sobrevivido al estropicio, y lo daba vueltas, como tratando de encontrar en él una respuesta-. Depende de lo que entiendas por valioso. Esta vajilla la compré para Bella en una tienda de antigüedades, poco después de casarnos.

– ¿Tu esposa?

– Sí. Cumplía veintiséis años. La vimos en una tienda, cuando íbamos camino de un restaurante. Ya no recuerdo cuál. Uno piensa que nunca va a olvidar ese tipo de cosas, pero el tiempo todo lo borra.

– ¿Estáis divorciados? -le preguntó para hacerle regresar de ese viaje al pasado que parecía hacerle tan infeliz. Además, ya que había sido él quien la había besado primero, tenía derecho a saberlo.

– ¿Divorciados? -preguntó distraído-. Oh, no.

– Mira -se apresuró a decir Jessie con uno de los platos deteriorados en la mano, para ocultar su consternación-, si lo colocas así no se nota que está roto -le aseguró, colocando el plato en el expositor, con la parte estropeada para abajo, oculta tras la barra.

– No, los platos dentados solo sirven para acumular microbios. Bella solo coleccionaba piezas perfectas -le dijo, y dejó caer el plato en la caja.

Jessie parpadeó asustada, ante la furia con que lo había hecho.

De repente, se dio cuenta de que no lo había abandonado. Podía haberle dejado a su perro, pero no su colección de platos. No estaban divorciados. Su mujer había fallecido.

– Bueno -dijo, insegura-. Si estaban asegurados…

– ¿Asegurados? -Patrick se quedó mirando el interior de la caja donde había tirado la cerámica rota-. ¿Qué valor le puedes dar al recuerdo de un día pasado junto a la persona que has amado, Jessie? Un momento que nunca se podrá repetir. Dime dónde puedes asegurar los recuerdos para que no se pierdan nunca, o amarilleen como una vieja fotografía.

Jessie tragó saliva, y pensó que debía haberse quedado donde le habían dicho. Pero ahora estaba metida en aquello hasta el fondo. Había sacado a la luz recuerdos muy dolorosos para Patrick, y no podía huir.

– ¿Qué le sucedió?

Patrick se volvió hacia ella, y la miró como si fuera la primera vez que alguien se hubiera atrevido a preguntárselo.

– Un conductor ebrio la atropello. Iba a tanta velocidad, que incluso si hubiera visto el semáforo en rojo, no le habría dado tiempo a parar.

– ¿Hace diez años? -Patrick asintió-. Lo siento mucho -le hubiera gustado acercarse a él, abrazarlo, reconfortarlo, igual que había hecho él con ella poco antes, pero había una cierta rigidez en Patrick que marcaba las distancias, y se lo impedía-. Lo siento de verdad.

– En la escala de los desastres de la vida, supongo que unos pocos platos rotos no tienen demasiada importancia -afirmó-. Unos cuantos recuerdos rotos…

– Los recuerdos no se rompen, Patrick -él la miró, y frunció el ceño-. No, si quieres conservarlos -recogió del suelo un trozo de plato que él no había visto-. Estos son simples accesorios, como las fotografías. Te ayudan a recordar, pero si se te pierden unas cuantas fotos, lo único que pierdes son trozos de papel, porque los recuerdos están en tu cabeza, en tu corazón. Solo el dolor se va mitigando, si tú se lo permites, si no te regodeas en él, si empiezas a acumular recuerdos nuevos -le dio el trozo de cerámica-. Por eso el sol siempre brillaba en los veranos de nuestra infancia, y los helados nos sabían mejor.

– ¿Crees que es así?

– Espero que sí. Será mejor que acueste a Bertie -se apresuró a decirle, mientras, nerviosa, peleaba con las correas que sujetaban al niño a la silla-. Iba a… bueno estaba a punto de… cuando… -no terminó la frase-. ¿Estarás bien?

– Sí, Jessie. Estaré bien -se levantó, terminó de desatar a Bertie, y lo tomó en brazos-. Es un niño precioso.

– Sí que lo es. Espero que no me dé tantos problemas como te está dando a ti Carenza.

– Ojalá. De todos modos me consuelo pensando que siempre me queda el recurso de llamar a su padre -le puso en brazos al niño, y se apresuró a marcharse.

– Patrick, en cuanto a la cena…

– No te preocupes por eso -le dijo.

– No… -empezó a decir ella.

– Ni por cambiarte de casa. Tres meses pasan rápidos. Saldremos adelante.

Nada más decirlo, Patrick se preguntó cómo podía haber cambiado tanto de idea, si hacía unas horas quería desembarazarse de ella lo antes posible.

El corazón le latía muy deprisa, mientras levantaba la caja del suelo. Estaba seguro de que la compañía de seguros querría ver las pruebas. No sabía cómo reaccionaría. Se apoyó contra la puerta. Temblaba demasiado cómo para seguir adelante. Se había aferrado demasiado a sus amargos recuerdos. Los había usado como excusa para seguir viviendo, temiendo que si los dejaba marchar, no le quedaría nada…

– Patrick…

– ¿Qué? -miró a Jessie y al bebé que tenía en sus brazos, y detestó detectar cierta compasión en su voz. Jessie pareció darse cuenta, como si su rabia fuera algo físico, porque dio un paso atrás.

– Yo… Parecía como si te fueses a desmayar…

– Estoy bien. Lo siento, no pretendía hablarte con tanta brusquedad -en realidad no era con ella con quien estaba enfadado-. Acuesta a Bertie, y después hablaremos de cómo podemos repartirnos la casa entre los dos.

Jessie dudó un momento, y después dijo:

– Ya sé que pretendes ser amable, Patrick, pero los dos sabemos que no funcionará.

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