CAPÍTULO 12

Por primera vez era yo la elocuente, pero una vez que hube terminado mi historia me sentía ligeramente decepcionada, dispuesta a volver a mi personalidad desabrida de siempre, porque tenía la sensación de no haber provocado demasiado interés.

Aunque para mí, como para casi todos los seres humanos, el silencio pueda llegar a ser muy molesto, siempre he estado acostumbrada a que lo llenen otros, me he cobijado en esa comodidad en la que nos refugiamos las personas de carácter difícil o poco generoso, hasta que un día, como ocurrió aquél, nos vemos obligadas a tomar el relevo y a llenar el interior de un coche con palabras y quisiéramos que los demás pusieran en nuestro relato el interés que nosotros nunca pusimos en el suyo. Para que luego digan que no reconozco mis defectos. No sólo los reconozco sino que trato de superarme, pero me resulta muy difícil, mucho, porque hablando con total sinceridad (como hablo ahora), la verdad es que no me suele interesar la mayoría de las cosas que me cuentan. ¿Es sólo problema mío? No lo creo, en serio lo digo. La gente te cuenta unas cosas soporíferas y para colmo si estás viendo día tras día a las mismas personas, te mortifican sin piedad con lo mismo, con el mismo recuerdo, con la misma anécdota, y es ese aburrimiento el que te puede llevar, como fue mi caso, a no enterarte de lo que de verdad importa.

Morsa sonreía de vez en cuando, puede que aún estuviera algo sorprendido no sólo por el extraño motivo del viaje, enterrar a un gato en un cementerio de un pueblo a trescientos kilómetros de Madrid, sino por la melancolía a la que parecía haberse entregado la dueña, la dueña del gato, que iba mirando por la ventanilla sin abrir la boca en todo el camino y con el baulillo blanco en el regazo. Morsa sonreía al oírme contar recuerdos de un padre del que casi nunca le había hablado, pero imagino que su sonrisa también se debía al orgullo que le provocaba haber sido convocado para este viaje tan excéntrico. Desde el momento en que le pedí que nos llevara -¿un gato, pero qué dices, un gato?, estáis chaladas, tu amiga, desde luego, y tú por seguirle la onda- representó el papel del que está actuando a la fuerza, haciendo un favor por el que más tarde o más temprano pedirá su recompensa, pero yo sabía que en el fondo estaba envanecido, que aquello para él significaba un gesto de confianza aunque no acabara de entender el sentido del viaje. Milagros no se había separado de la caja ni un momento. Hubo un conato de discusión cuando al ir a montarnos en el coche, Morsa propuso que metiéramos el baulillo en el maletero. Milagros con la caja abrazada dijo que de ninguna manera, Morsa dijo que el gato, como era natural, echaría peste; Milagros, mirándome a mí, como pidiendo protección, dijo que como Morsa volviera a decir eso que nos olvidáramos de ella porque se iba en el autobús, ella sola, sin nadie; yo le dije a Morsa que no fuera tan burro, que intentara entender los sentimientos de las personas; Morsa dijo que si no era suficiente entender los sentimientos de las personas estar un viernes por la tarde, después de haberse levantado a las cuatro y media de la madrugada para currar, dispuesto a tragarse todo el atascazo de salida de Madrid para llevar a una tía que quiere enterrar a su gato en Teruel; Milagros se dio media vuelta y empezó a andar a toda hostia, dispuesta, no sé, a irse a la estación de autobuses; yo eché a correr detrás de ella, la paré por el camino, le dije al oído, entiéndelo, mujer, él qué sabe, qué sabe de todo esto, Milagros; Morsa nos gritó mientras abría la puerta de atrás, ¡venga, vamos, mete la caja donde te dé la gana, pero iremos con la ventanilla abierta!; yo le miré como pidiéndole que se callara; él entonces dijo de mejores modos, ¿podré decir algo yo, podré decir algo? El coche es mío; y Milagros, después de dudarlo un momento, muy digna, dando un codazo al aire para impedirme que yo la tomara por el brazo, fue hasta el coche como el niño que vuelve con su caja de juguetes a un lugar en el que no le han tratado bien. Y a partir de ahí, se quedó sumergida en no sé sabe qué sueños, con el aire desordenándole el pelo, que le tapaba por momentos la cara, callada. Qué raro, Milagros callada, con la actitud de dolor del que va a enterrar al ser más querido.

Hay que estar loca para querer así a un gato, no me digas que no, me decía Morsa, comiéndose un bocadillo en la barra de un bar de Tarancón. Si me dijeras, un perro, que mueve la cola, que va a por la pelota cuando se la tiras, que parece que te quiere, pero un gato. Los gatos son unos individualistas. Hay que estar un poquito rayada para ponerse así por un gato.

Tú qué sabes de gatos ni de perros, le decía yo, tú qué sabes lo que es estar solo en la vida. Qué fácil es juzgar a la gente.

Te oigo y no te conozco, ¿es que estamos jugando a cambiarnos los papeles?, ¿eso me lo dices tú a mí, que te pasas la vida juzgando a la gente? Vete a cagar, hombre. ¿Que vas hoy de divina, de buena, de comprensiva? Tú sabes que está como un cencerro, me lo has dicho una y mil veces, pero por alguna razón hoy te has conchabado con ella y yo no acabo de enterarme de la jugada. ¿Que está sola en la vida, que está sola en la vida? Yo estoy solo en la vida -decía tocándose el pecho con el botellín de cerveza-, ¿a quién tengo yo? Dímelo.

¿Es necesario que llevemos esta conversación al terreno personal? La cosa es muy simple, Morsa, te he pedido que nos lleves en el coche: yo no sé conducir y ella no puede. Lo haces o no lo haces, pero si vienes dando la vara, es un coñazo, tío, es un coñazo enorme. Y ya me estoy arrepintiendo.

Pues claro que llevamos la conversación al terreno personal, todas las conversaciones se llevan al terreno personal, querida, hasta cuando hablamos en el curro de establecer los turnos de basura estamos hablando de cosas personales, algunos incluso están hablando de follar… Yo, en cambio, de eso, no puedo hablar, y menos últimamente -se quedó en silencio, molesto con él mismo, molesto conmigo, con razón; teníamos una gran habilidad para irritarnos el uno al otro. Me miró de pronto-: ¿de qué estábamos hablando que me he perdido?

Yo no hablaba, hablabas tú.

Pero de qué.

De estar solo en la vida.

Exactamente, eso era. Gracias. Yo digo que la excusa de hacer el mamarracho, de recorrerte casi cuatrocientos kilómetros por enterrar a un bicho, no puede ser que estás solo en la vida. Porque entonces viviríamos en un mundo de locos. Lo que te preguntaba antes, contéstame, ¿a quién tengo yo, Rosario?

A tu madre, le dije yo.

¿A mi madre? -dijo Morsa, empezó a reírse, luego se paró en seco-, amos anda, con lo que sale ahora ésta, a los cuarenta años me dices que tengo a mi madre.

Pues sí, a tu madre, hay personas que no han tenido a su madre nunca, ahí tienes a una.

Milagros comía el bocadillo de tortilla que yo le había llevado al coche. De vez en cuando, imaginaba yo, barría suavemente con la mano las migas que iban cayendo sobre la tapa nacarada de la caja. Morsa y yo nos quedamos un momento mirándola, y también el camarero, que no tenía otra cosa que hacer que seguir nuestra conversación.

¿Y a mí mi madre qué me dice, qué me dice en esta etapa de mi vida, Rosario, si me estoy quedando calvo?, me preguntaba Morsa, chulesco, con el codo apoyado en la barra y el botellín en la otra mano, haciendo esos movimientos enormes que hacen aquéllos a los que no les salen las palabras.

No te tiene que decir nada, hijo mío, está ahí, con eso es más que suficiente y ha estado ahí cuando eras pequeño, es algo simbólico, está claro que no te estoy diciendo que te sirva para las cosas prácticas, pero es que nunca entiendes lo que digo, bueno, lo entiendes a tu manera, de forma literal.

No, no te pases de lista, amiga, decía Morsa, eres tú la que entiendes lo que yo digo de forma literal, lo que te quiero decir, entiéndeme si es que puedes, es que a cierta edad uno busca otra cosa, ¿sabes o no sabes a lo que me refiero?

Más o menos, le dije. Claro que imaginaba por dónde iba pero no quería entrar en el tema.

¿No estás sola tú también, Rosario, no te sientes sola? Si es que lo acabas de reconocer hace un rato. De qué te sirve a ti tu padre. Y te voy a decir una cosa, Rosario, si tu padre ve que estás sola, el día que se sienta enfermo y viejo y no tenga quien le cuide, ese hijoputa viene a que le cuides en sus últimos días.

Pues va listo.

Eso se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Rosario, por no tener tú ya no tienes ni a tu madre.

Gracias, hombre.

Rosario, a esta edad uno busca…, y se quedó un rato con la mano en el aire, como cazando una mosca, no sé, crear algo, uno busca crear algo propio. Es como si te dieras cuenta de que el tiempo de ser hijo ya se te ha acabado y ahora eres tú el que tienes que ocupar el puesto presidencial.

Ay, Dios mío, Morsa, pensé.

Y pensé también que en cualquier momento podía darme la risa. Es algo que me pasa cuando Morsa habla en serio, no lo puedo remediar. Así que antes de que la cosa fuera a más le dije que no me parecía el sitio para hablar de esas cosas.

Es algo que siempre pasa en los viajes y si te paras a pensarlo es francamente absurdo: la gente se ve todos los días, en la casa, en el trabajo, en la calle, pero por alguna razón misteriosa acaba haciéndose confesiones íntimas en esos bares de carretera que huelen a aceite requemado, a chorizo, a quesos, que te marean con el sonido de fondo de la tele, con la musiquilla de la máquina. Muchos matrimonios empiezan o terminan en los bares de carretera, y debe ser porque ir sentado en el coche durante unas cuantas horas mirando el paisaje provoca extrañas conexiones cerebrales. Me imagino que también depende del paisaje, claro.

¿Qué tiene este sitio para que no se pueda hablar de esto? -decía Morsa dispuesto a llevar esa conversación hacia un final concreto-, uno habla en cualquier sitio de lo que le sale de la punta de la polla, digo yo.

Ay, déjame ya, anda, le dije, y salí del bar y le dejé ahí solo, sabiendo que ahora tardaría un buen rato en volver al coche, por fastidiar.

¿Cómo estás?, le pregunté a Milagros.

Más contenta, dijo, porque ya vamos de camino. Ya verás lo bonito que es el sitio, parece de postal, creo que es el mejor sitio para estar enterrado. No lo digo delante de ése (hizo un gesto hacia el bar, señalando a Morsa) porque a todo lo que yo digo le tiene que sacar punta. Por eso no hablo, pero no porque esté enfadada contigo.

Ya lo sé, mujer.

Bueno, y también porque no me parece bien, sabes.

¿El qué?

Pues ir hablando como si nada hubiera pasado. Cada momento tiene lo suyo y éste es el momento de que yo me calle.

Suele suceder que cuando uno dice que va a callarse es cuando a continuación confiesa todo aquello que le tortura. Puede que Milagros estuviera a punto de decirme algo, al menos eso parecía por la forma en la que me miraba, con esos ojos que expresaban cosas que yo no supe descifrar. Yo, que siempre le había leído el pensamiento, no supe entender esa expresión de total desconsuelo porque en ella me resultaba completamente ajena. Era la expresión de alguien que yo no conocía. Ahora pienso que era la expresión de alguien que ella fue antes de que yo la conociera.

Pero si aquél podía haber sido el momento de alguna confesión, de algún indicio que cambiara el final de esta historia, se frustró porque la puerta se abrió de pronto y entró el aire fresco y el olor a gasolina y con ellos, Morsa, que traía el gesto y las maneras de estar enfadado conmigo. Venga, dijo, que cuanto antes lleguemos, antes nos volvemos.

Ya no se habló más en aquel viaje. Nadie quería hablar con nadie, y cada uno tenía sus razones. Milagros subió la ventanilla los últimos kilómetros porque nos helábamos de frío y Morsa puso la radio y se fue riendo de las imbecilidades que decían un grupo de contertulios que no tenían ninguna gracia. Yo sabía que él exageraba su risa para hacerme ver que lo que me había dicho en el bar (en el fondo una especie de declaración de intenciones) estaba olvidado, que no volvería a rebajarse de esa manera, que yo no era tan importante como para joderle la vida.

Cuando entramos en el pueblo estaba atardeciendo y es verdad que, si a mí me gustaran los pueblos y tuviera más sensibilidad para la belleza campestre, me habría parecido que ese conjunto de casas rodeadas de montañas chatas llenas de almendros en flor era un lugar en el que un niño podría ser feliz. Pero según íbamos avanzando con el coche por las calles estrechas y empinadísimas no veíamos ni niños, ni jóvenes, ni muchos indicios de vida. Algún gato que se nos cruzó y algún viejo de esos que siempre hay a la entrada de los pueblos, que son inevitables, como los pastores en el Belén. Yo veía la cara de Milagros por el espejo retrovisor, la veía mirar todo con el ansia y la emoción del que vuelve a casa después de mucho tiempo.

Salí de aquí con ocho años, nos dijo.

Esperamos en el coche mientras ella fue a buscar las llaves de su casa y las del cementerio, que las tenía una tía suya. Las tías de Milagros, las antiguas vecinas de Milagros. Qué extraño se hacía verla entrar de una casa a otra, moverse con una familiaridad en un mundo tan ajeno al nuestro. Parece que a cada persona le atribuimos un paisaje, ése donde nosotros la hemos conocido, y para mí, el paisaje de Milagros era la calle Toledo, donde tantas veces había venido a buscarme, o la de Mira el Río Baja, donde se la había traído su tío Cosme a los ocho años, aquellos bares de Lavapiés por los que íbamos los sábados por la noche a tomar tapas, o esos otros de barrios desconocidos a los que me llevaba cuando habíamos montado el negocio boyante del taxi, bares en los que la conocían y que ella iba seleccionando por caprichos de su estómago de niña gorda: aquí la tortilla, aquí el café, aquí los berberechos. Era la sabiduría de Milagros: la tapa, el porro, la caña; dejar el taxi en segunda o en tercera fila y hacer amistad con camareros de bares baratos. Y el último paisaje de Milagros fueron para mí esas dos horas en las que el día se hace, el barrio de Pacífico, el bar de Mauri, y el Antiguo Matadero, el lugar en el que pasamos nuestros últimos meses juntas.

Pero ahora Morsa y yo observábamos sus movimientos con curiosidad, como si de pronto viéramos a una persona distinta, a una gemela que ella hubiera dejado en el pueblo.

Qué extraño ver cómo metió la llave vieja, enorme, de hierro, en la cerradura y nos abrió la que fue su casa los primeros ocho años de su vida. Su mano, que era también la mano del pasado, supo ir hasta ese lugar inapropiado en el que estaba la llave de la luz (muy arriba, detrás de la puerta) porque es algo que aún conservaba en la memoria del corazón y entonces una luz pobre y antigua alumbró aquel pasillo pintado de azul cielo en el que sólo dos pequeños cuadros con unas hawaianas que movían las caderas debajo de una faldilla de rafia parecían dar señales de una vida anterior, de una vida que yo nunca había sospechado, seguramente porque Milagros, me da vergüenza decirlo ahora, nunca me había resultado una persona misteriosa. Pero también digo yo que denota cierta inteligencia reconocer las cosas. Comparándome con ella yo siempre había considerado que mi pasado estaba lleno de secretos, de recovecos, de historias inconfesables que hacían de mí una persona interesante, incluso cuando íbamos de camino al pueblo y yo me sentí inspirada y conté un capítulo de mi vida que se había completado mágicamente hacía apenas unas horas, una de las cosas que me fastidiaron fue el escaso interés que provoqué en ella, y más teniendo en cuenta que Milagros me escuchaba siempre con tanto arrobamiento y que yo solía escatimarle todos mis secretos, tenía cierta racanería con ella, como la tenía también con Morsa, porque en el fondo, me parecían menos que yo. Pero qué sabía yo de lo que ocurría en su cabeza, de lo que el tiempo había borrado o había dejado en cuarentena y que de pronto, el hallazgo de un niño al que ella consideró hijo desde la primera vez que le vio los ojos, igual que una madre se siente ligada a la criatura que ve aparecer manchada por su propia sangre, había vuelto a invadir su mente. Ahora lo veo claro, fue como una enfermedad que queda latente, de la que uno se olvida porque necesita olvidarse para seguir viviendo, pero cuando la enfermedad arrecia, y dice de nuevo, aquí estoy yo, es porque te está condenando al infierno para siempre.

Milagros y su casa. Ahí estaban los olores de su niñez. Los que despedía ella misma cuando entraba corriendo sudorosa por el pasillo de las hawaianas; Milagros, la niña gorda de la foto que había encima de la tele del comedor vestida de comunión, embutida en un traje probablemente prestado, la niña que jugaría en ese mismo sofá de skay, comería en la mesa de patas torneadas a la vuelta de la escuela, grabaría esa M gigantesca con la punta del cuchillo en el tablero, con la intención de ser recordada en el futuro, cuando esa mesa fuera a parar a algún mercadillo de amantes de cosas viejas; Milagros, que se quedaría parada de pronto, como se quedan a veces los niños cuando parece que han visto un fantasma, y su mirada se acabaría encontrando con la foto en colores desvaídos del hombre recio, con patillas, un joven viejo de esos que hay en los pueblos, que estaba allí colgado de la pared porque era su padre y porque había muerto al poco de nacer ella, el hermano de su tío Cosme, una copia de su tío, la misma cara de bruto pero éste con pretensiones roqueras, como un roquero de pueblo, que tiene la piel cuarteada de trabajar en el campo y las espaldas enormes, pero que lleva patillas y pelo largo. Como si a su tío Cosme le hubiera calzado una peluca. Igual. Ahí estaría Milagros, protegida por las vecinas durante el día, vigilada desde Madrid por su tío Cosme, el bruto que no lo fue tanto, y cobijada por la noche en esa casa, pequeña y oscura, de ventanas diminutas, en la que mantenía diálogos con los muñecos, con los muebles, con ella, la voz de una niña que se anima a sí misma a comer, que dice te lo tienes que acabar todo, que pone deberes a la muñeca, que dice, ahora te pones el pijama, ves un rato la tele y luego te acuestas, ahora tienes que hacer las letras, ahora yo era la madre y nadie podía llevarme la contraria, ahora me acostaba en el sofá porque el sofá estaba triste. Milagros hablando, haciendo que su voz se convirtiera en todas las voces necesarias para un niño, jugando muchas noches alrededor de la madre dormida o perdida en la bruma, actuando con una madurez que luego perdió, estancada como se quedó en una infancia rara. Milagros aparentando una vida normal, la que ella imagina que tenían los otros niños, al lado del sillón en el que la madre parecía entregada casi ya a un final decidido.

Dormimos juntas en la que dijo que era su habitación. Y Morsa en la que fuera la de su madre. Estábamos muy apretadas en aquella cama pequeña con el cabecero de madera clara lleno de muñecos colgando de los barrotes. Yo sólo me quité los zapatos porque me daba escrúpulo desnudarme y meterme en unas sábanas que tendrían polillas o chinches o el olor de los muertos. Es imposible imaginarse qué sentiría ella durmiendo en su cama después de una ausencia de veintitantos años y rodeada por un fantasma que ahora sé que nunca se le había ido de su cabeza. Tuve la sensación de no dormir nada y tampoco ella parecía respirar como una persona dormida. Me daban miedo la oscuridad tan espesa y el silencio. Por eso yo no podría vivir en un pueblo. Ese silencio me parece inhumano. Si hubiera tenido valor habría ido hasta la habitación donde Morsa dormía y me habría abrazado a él, dejándole incluso que hiciera conmigo lo que quisiera, pero no me atrevía a salir al pasillo y recorrer los tres metros que me separaban de él. No sé el tiempo que estuve despierta, me dio la impresión de que fueron horas, pero en algún momento dado debí perder la conciencia porque cuando abrí los ojos una luz muy pálida entraba por el balcón e iluminaba la cajita del niño que Milagros había puesto encima de nuestra ropa, en la silla. Milagros ya no estaba a mi lado y el estar a solas con el niño muerto me produjo un cierto sobrecogimiento. La verdad es que durante el viaje había convivido con la caja como si llevara un gato, y ahora me resultaba muy inquietante que estuviéramos compartiendo el niño y yo la misma habitación. Me aterraba pensar que saltaran los enganches dorados de la cajilla y que el niño se incorporara y volviera la cabeza para mirarme. Tal pánico me entró que, estando como estaba, con la cabeza completamente tapada con las mantas, me llevé un susto mortal cuando la voz infantil de Milagros me dijo bajito al oído: «Ya está el Cola Cao», y mi mente necesitó unos segundos para reconocer la voz y ser consciente de que no era la criatura quien me estaba ofreciendo el desayuno.

Tomamos Cola Cao con magdalenas, los tres, como si tuviéramos quince años menos de los que teníamos y hubiéramos ido al pueblo de Milagros de fin de semana, a emborracharnos en el bar entre los viejos, a jugar a las cartas y a fumarnos unos porros en mitad del campo. Pero no. Eran las nueve de la mañana. No es la hora a la que se levantan tres adolescentes y Morsa y yo teníamos una cara que daba pena. Le notaba a él que le dolía todo el cuerpo, como a mí, del desajuste, de la incomodidad, de dormir en una casa que ya estaba para el derrumbe. Milagros, en cambio, parecía estar allí desde siempre, y desde luego, no estaba dispuesta a que realizáramos nuestra misión con lentitud. Se quedó de pie, al lado de la mesa, mientras desayunábamos, de brazos cruzados, con preocupación y con impaciencia, como hacían las madres antiguas, como hacía la mía, que uno no sabía nunca en realidad cuándo comía, si antes o después que tú, y en cuanto nos vio dar el último sorbo, dijo, venga, que hay que aprovechar antes de que haya gente por la calle y empiecen a preguntar.

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