Capítulo 3

Emma se puso el esponjoso albornoz del hotel para secar su húmedo cuerpo. Se colocó las gafas y se recogió el pelo. El baño en el jacuzzi le había sentado muy bien. Se dirigió hacia el salón de su dúplex.

Hacía mucho que se había acostumbrado a vivir en un hotel. Ahora disfrutaba de las vistas, el servicio de limpieza y la comodidad de tener siempre comida preparada a cualquier hora del día. Los despachos de la empresa estaban en la tercera planta del hotel de la Quinta Avenida. Le encantaba no tener más que bajar unos cuantos pisos en ascensor para ir a trabajar, sobre todo durante los fríos días de invierno.

Se sentó en el sofá y encendió el televisor con ayuda del mando a distancia. Eran más de las once de la noche y era viernes. No había cenado y estaba pensando que no le vendrían nada mal un surtido de quesos y una copa de vino tinto mientras veía las noticias financieras en la ANN.

Tomó el teléfono y le encargó al recepcionista lo que deseaba, después se relajó mientras escuchaba una entrevista a un alto cargo de una empresa energética.

Pocos minutos después, llamaron a la puerta. La abrió sin dejar de mirar el televisor, esperando que entrara Korissa, la camarera.

– ¿Me han puesto uvas para tomar con el queso? -le preguntó.

– No tengo ni idea -repuso una voz masculina.

Emma se giró rápidamente y se encontró con Alex Garrison. En un acto reflejo, se cerró las solapas del albornoz.

– Pensé que eras la camarera.

– Soy Alex -repuso él, observando su albornoz, el pelo revuelto y las gafas.

– ¿Qué haces aquí?

No esperaba verlo hasta la noche siguiente, durante la gala benéfica en el casino.

– Pensé que te gustaría ver mis informes financieros -contestó él, mirando el maletín que traía en la mano.

– ¿A las once y media de la noche?

– Dijiste que querías firmar un acuerdo prematrimonial.

Y era cierto, pero no tenía que ser en ese instante. En ese momento lo único que le apetecía era irse a la cama y prepararse para verlo de nuevo a la noche siguiente.

– No estoy…

– No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy -repuso él, intentando entrar en la habitación.

Emma se movió para bloquearle el paso. Justo en ese instante llegó Korissa con el carrito del servicio de habitaciones.

La camarera se detuvo de golpe al ver a Alex.

– ¿Le traigo otra copa?

– Sí, por favor -contestó Alex.

Y entró en el duplex antes de que Emma pudiera protestar. Tenía claro que no iba a hacer una escena enfrente de la camarera, pero no iba a permitir que Alex se quedara.

– Muy bonito -comentó Alex mientras miraba alrededor.

– Gracias -repuso ella con frialdad mientras Korissa dejaba el queso, el vino y las flores frescas sobre la mesa del comedor.

Cuando terminó, la camarera salió de allí y cerró la puerta tras ella. Emma lo miró con dureza.

– Este no es un buen momento.

Alex dejó el maletín sobre la mesa y levantó las manos a modo de rendición.

– Lo siento, pero es que acabo de salir ahora mismo de una reunión -explicó mientras se distraía de nuevo con el atuendo de Emma-. Supongo que tú te has tomado la tarde libre.

– No, la verdad es que no. He tenido una conferencia, varios contratos que estudiar y una reunión con los contables que ha durado hasta más de las diez.

– Pero ahora estás libre -dijo él, abriendo el maletín.

– ¿Te parece que estoy libre? -repuso ella, mirándose de arriba abajo.

– No, estás… -dijo él con una sonrisa.

– ¡Déjalo!

– Iba a decir que estás muy mona.

– No, ibas a decir que estoy horrible.

Alex frunció el ceño durante un segundo.

– ¿Por qué siempre…?

– ¿Qué es lo que quieres, Alex? -preguntó ella, disgustada.

El sacudió la cabeza y tomó un sobre que tenía en el maletín.

– Quiero intercambiar informes financieros.

– Llámame mañana por la mañana. Tenía ganas de dormir.

– Voy a estar ocupado todo el día.

– Bueno, yo voy a estar ocupada toda la noche. El se quedó quieto de pronto y miró hacia la puerta que daba al dormitorio.

– ¿No estás sola?

Tardó un segundo en entender lo que quería decir.

– Sí, estoy sola.

– Ya. Pensé que a lo mejor estabas teniendo una última aventura.

– No soy ese tipo de chica.

El la miró de nuevo con interés.

– ¿De verdad?

– ¿Crees que estaría así vestida si tuviera compañía ahora mismo?

– Ya te he dicho que estás muy mona.

Ella gruñó, frustrada.

Alex se acercó a ella.

– En serio, Emma. No sé de dónde sale toda la inseguridad que tienes en ti misma.

No sabía cómo responder a su comentario.

– Eres una mujer preciosa -añadió con voz suave.

– ¡Ya vale! -replicó ella, enfadada.

Estaba segura de que estaba probando con ella sus mentiras y sus trucos de conquistador, intentando llevársela a su terreno.

– No te subestimes, Emma -le dijo él, acercándose peligrosamente.

Ella intentó respirar con normalidad e ignorar la corriente de deseo que la recorría.

– Tienes un gusto muy extraño.

Los labios de Alex se curvaron lentamente, formando una sonrisa. Se dio cuenta entonces de lo sexy que era su boca.

– ¿Crees que prefiero la seda y el satén? -le preguntó él, despacio.

– Creí que preferirías encaje negro y tacones altos. -Se arrepintió incluso antes de terminar de hablar. El levantó las cejas, sorprendido.

– ¿De verdad?

– Bueno, no en mí.

– ¿Por qué no? -repuso él, mirándole el escote.

– Alex… -repuso ella.

Tenía que parar todo aquello.

– ¿Tienes algo en tu dormitorio que me pueda gustar? -le preguntó él, señalando la puerta con la cabeza.

Ella se quedó callada sin saber qué contestarle.

– No, no tengo nada -mintió Emma.

– Seguro que sí -repuso él, apartando un mechón de su cara-. Venga, Emma, cuéntame alguno de tus oscuros secretos.

Ella pestañeó, intentando mantener el control para no dejarse caer en la hipnotizante profundidad de sus ojos grises. Tenía que ser fuerte y concentrarse en lo que era importante.

Pero cuando él le frotó la sien con sus dedos, Emma dejó de pensar. Alex le acariciaba el pelo y ella se relajó, sus hormonas se activaron, enviando mensajes confusos al resto de su cuerpo, ruborizando su piel y preparando sus labios.

El deslizó su mano por el cuello de Emma, ariayéndola hacia sí, giró la cabeza y se acercó más. Parecía a punto de besarla, y ella lo estaba esperando. Su cuerpo anhelaba que ocurriese, aunque su mente le decía que no era una buena idea.

– Mi más oscuro secreto es que quiero… -susurró él con voz seductora-. Que quiero tus informes financieros.

Sus palabras fueron un jarro de agua fría. Pero lo agradeció, al menos eso creía. Sabía que habría sido una estupidez que se besaran. Emma se apartó unos centímetros.

– Muy bien, te los doy y te vas.

El asintió con media sonrisa. Le brillaban los ojos. Pero Emma no quería pensar en eso. Recordó que todo era un acuerdo comercial; sólo se trataba de negocios.

Fue hasta su ordenador y buscó el informe financiero del último trimestre, imprimiendo una copia. Cuando salió de la impresora, se lo entregó a Alex.

– Gracias -le dijo él, yendo hacia la puerta.

– De nada -repuso ella, deseando quedarse sola de nuevo.

– Emma… -comenzó Alex antes de salir.

– Buenas noches -lo interrumpió ella.

– Buenas noches -repuso él, suspirando.

En cuanto se quedó sola se prometió que aquello no podía pasar de nuevo. No sabía cómo definir lo que acababa de ocurrir, pero tenía que evitarlo a toda costa.

Sabía que, tarde o temprano, tendría que besarlo, pero sería en público y sólo porque había accedido a hacer su parte del trato.

Se estremeció al recordar cómo la había hecho sentir.

Pero tenía que concentrarse en salvar la empresa. Quería hacerlo por ellas y por su padre. Él tuvo que criarlas cuando se quedó viudo. Nunca se dejó vencer por las desdichas y siempre siguió trabajando para alcanzar sus sueños.

Ella estaba empeñada en hacer lo mismo sin dejar que sus hormonas la confundieran de nuevo.

Cuando llegó la noche del sábado, estaba preparada para lo que pudiera pasar.

Salió de la limusina y respiró profundamente, sabía que iba a haber periodistas esperándolos. El le ofreció la mano de forma galante y ella tuvo que aceptarla.

En cuanto lo tocó, sintió escalofríos por todo el cuerpo. Sonrió con soltura para enfrentarse a todos las cámaras que los apuntaban.

Ella intentó parecer feliz sin mirarlo a la cara, ya era bastante duro tener que entrar de la mano. Entonces Alex se detuvo frente a los fotógrafos y rodeó su cintura con el brazo. Estaban tan pegados, que podía sentirlo respirar.

– Haz como que te derrites por mí -murmuró él.

– Lo intento -repuso ella sin dejar de sonreír.

– Inténtalo con más fuerza -repuso él, yendo hacia la puerta.

– Espera, Katie y David están a punto de llegar.

– Ya nos alcanzarán.

– Pero…

– Hasta que no se te dé mejor actuar, no vamos a quedarnos parados delante de la prensa.

– Pero si estoy sonriendo.

– A mí me parece más una mueca que otra cosa.

– Es por el dolor.

– ¿Te estoy haciendo daño? -preguntó él, soltándola de inmediato.

– Me refiero a la angustia mental que estoy sufriendo.

– ¡Por favor! -repuso él, agarrándole de nuevo la cintura.

– Buenas noches, señor Garrison -les dijo el hombre de la entrada.

– Buenas noches, Maxim, te presento a mi novia, Emma McKinley.

Su voz se suavizó cuando dijo su nombre, y a ella no se le escapó ese detalle.

– Maxim es el director de la Fundación Teddybear -le dijo.

– Encantada de conocerlo -repuso ella con una sonrisa de verdad.

Su fundación financiaba muchos proyectos para mejorar la calidad de vida de niños enfermos.

– Las bebidas se sirven en la terraza, os sugiero que empecéis jugando al blackjack. El año pasado no se le dio muy bien a Alex, pero seguro que tú le traes suerte -les dijo Maxim.

Alex tomó su mano y le dio un rápido beso en los nudillos mientras entraban en el casino. Emma sufría para mantener la cabeza fría y no dejar que nada la afectara.

– ¿Te apetece tomar algo?

– Un vino blanco.

– Vamos por aquí, entonces -le dijo él, llevándola hasta el pabellón de cristal.

Atrajeron al instante las miradas de los otros invitados. Emma se preguntó si los reconocían. Buscó a su hermana con la mirada, pero sin suerte.

– Creo que hemos perdido a Katie y a David.

– No necesitamos carabinas. Esta noche es para nosotros dos -le dijo con una sonrisa.

Llegaron al bar, y Alex encargó las bebidas.

– Deberías intentar relajarte y disfrutar de la velada. Ella no creía que le fuera posible relajarse en compañía de ese hombre.

– Dentro de unos minutos podrás empezar a gastar mi dinero.

– Nunca he jugado.

– No me sorprende.

– ¿Qué quieres decir?

– Que eres demasiado conservadora.

– No es verdad.

– Sí es verdad -repuso él mientras se alejaban del bar con sus copas-. Pero siempre puedes probar que estoy equivocado. Gástate todo mi dinero jugando al blackjack.

– Ya te he dicho que no sé jugar.

– Es fácil.

Se acercaron a una mesa de juego rodeada de taburetes.

– Súbete -le dijo él al oído.

Ella intentó no reaccionar al tenerlo tan cerca, pero él le rozó de manera casual su espalda desnuda y no pudo evitar que se le pusiera la carne de gallina.

– ¡Ahí estáis! -exclamó Katie, acercándose a ellos-. ¡Esto es genial!

– Genial -repitió Emma, aliviada por la llegada de su hermana.

Katie se sentó en el taburete al lado del suyo y le pidió a David que le comprara fichas para jugar. El crupier dejó cuatro montones de fichas frente a Emma.

– ¿Qué hago ahora? -le susurró Emma a Alex.

Estaba tan cerca, que podía inhalar su aroma y sentir su traje contra su espalda desnuda.

– Haz una apuesta y colócala en el cuadrado blanco.

– ¿Por qué tienen distintos colores las fichas?

– No te preocupes por eso.

Hizo su apuesta, y el crupier les entregó una carta a cada uno, colocándola boca arriba.

– Pero pueden ver mis…

– No pasa nada. Sólo juegas contra el crupier -la tranquilizó Alex.

– Pero el crupier también me ve las cartas. No es justo…

– Confia en mí.

Emma se dio la vuelta. No podía creerse que le dijera que confiara en él. Alex había dejado muy claro la noche anterior que sólo le preocupaban sus propios intereses.

– Emma.

– ¿Sí?

– Mira tus cartas.

Tenía una reina y un as.

– Has ganado.

Sólo se trataba de suerte, pero no pudo evitar sentirse orgullosa de lo que había logrado.

– Apuesta más esta vez -le dijo él.

Hizo lo que le decía y colocó tres fichas en vez de dos.

– Va a ser una noche muy larga si apuestas así…

– Entonces, ¿por qué no lo haces tú?

El se acercó y le tocó el hombro.

– Porque queremos que todo el mundo vea cómo gastas mi dinero, ¿recuerdas?

Se giró y su nariz rozó la mejilla de Alex. Su especiado aroma la rodeaba e intoxicaba, igual que el contacto de su mano acariciando su hombro.

Decidió hacer lo que le decía y colocó un montón de fichas en el cuadrado blanco.

– Así me gusta -le dijo él.

– ¡Dios mío, Emma! -exclamó su hermana-. Acabas de apostar diez mil dólares.

– ¿Qué?

Se le encogió el estómago. Alargó la mano para quitar algunas fichas, pero él la detuvo.

– Demasiado tarde. Juega.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Decirte el qué?

– ¡Alex!

– Juega.

– ¡De eso nada!

Intentó levantarse, pero él la sujetaba.

– Has ganado. Has vuelto a ganar -le dijo, señalando las cartas-. Deberías jugar más a menudo.

– Esto es divertido, ¿verdad, Emma? -le preguntó Katie.

– Yo me estoy divirtiendo -contestó Alex. El crupier volvió a darles cartas.

– ¿Sabes que acabas de apostar otros quince mil? -le dijo su hermana.

– ¿Qué?

Después de un tenso minuto de incertidumbre, Emma volvió a ganar.

– No puedo aguantar esto. No puedo más.

Pero él le sujetaba el taburete para evitar que se levantara.

– Si estás ganando…

– Voy a sufrir un infarto -repuso ella, levantándose. Pero perdió el equilibrio y acabó en sus brazos. Estaban tan cerca, que podría besarlo con sólo inclinar la cabeza. O podría lamer su cuello para ver si sabía tan bien como olía. Por supuesto, no hizo ninguna de las dos cosas, pero la tentación era muy fuerte.

– Bueno, ¿has jugado a los dados alguna vez?

– No. Pero si vamos a jugar, ¿podemos hacerlo con fichas de diez dólares?

– No.

– No puedo apostar quinientos dólares cada vez.

– Pero si ya has ganado varios miles. Si no empiezas pronto a perder dinero, vas a hacer que la Fundación Teddybear se declare en bancarrota.

– Vaya, estoy haciéndolo todo al revés, ¿no?

Se le había olvidado que era una gala benéfica.

– Eres un encanto, ¿lo sabías? -le dijo, besándole la sien de repente.

Se le encogió el corazón al oírlo, pero vio pasar en ese instante a los Waddington y se dio cuenta de que había sido sólo por el bien de la farsa. Recordó que toda la noche era una actuación, que él no era un hombre de negocios agradable y desinteresado, sino que estaba haciendo su papel.

Decidió no volver a dejarse llevar ni imaginar cosas donde no las había. Todo era un juego.

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